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GRUPO EDUCATIVO TRINITARIO

LENGUA Y LITERATURA - 2023


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Selección de cuentos policiales

¿Leemos?
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Los crímenes de la calle Morgue


Edgar Allan Poe
Mientras residía en París durante la primera y parte del verano de 18…, conocí a un hombre llamado C.
Auguste Dupin. Procedía de una excelente familia, pero, por una serie de motivos, se había vuelto muy
pobre. Como resultado se encontraba muy deprimido y no tenía el temple necesario para recuperar su
fortuna. Sin embargo, aún poseía una pequeña parte de su patrimonio, y con la renta que este le producía,
se las arreglaba para sufragar sus necesidades básicas. Los libros eran su único lujo y en París son fáciles de
conseguir.
Nos encontramos, por primera vez, en una pequeña librería de la calle Montmartre donde, por
casualidad, ambos buscábamos el mismo libro.
Nos vimos una y otra vez. Yo estaba muy interesado en la historia de su familia, de la que él hablaba
abiertamente. Me quedé asombrado, además, de lo mucho que había leído y su vívida imaginación
alimentaba mi alma. Pensé que su amistad sería un tesoro
inestimable y le confié aquel sentimiento.
Decidimos que viviríamos juntos durante mi
permanencia en la ciudad. Elegimos una vieja mansión en
una parte decadente del Faubourg St. Germain. Estaba
abandonada desde hacía tiempo a causa de las
supersticiones que la rodeaban. Como mi situación
económica era más holgada que la suya, yo pagaba el
alquiler y compré los muebles.
Si la gente se hubiese enterado de la clase de vida que
llevábamos, habría pensado que estábamos locos. Nuestro
aislamiento era perfecto. No admitíamos visitantes.
Mantuve el lugar en secreto a mis antiguos colegas y por
entonces Dupin no tenía amigos en París.
Dupin estaba enamorado de la noche y yo lo secundaba
en todos sus caprichos. Cuando llegaba el amanecer solíamos cerrar todas las persianas de nuestro viejo
edificio y encender un par de velas. Bajo su tenue luz leíamos, escribíamos y conversábamos hasta que
llegaba la oscuridad. Entonces salíamos a las calles y continuábamos nuestras conversaciones del día o
buscábamos estímulos mentales en las sombras y las luces de la ciudad.
Yo admiraba la aptitud analítica de Dupin, que a él le encantaba ejercitar.
-Puedo ver el interior de los corazones y las mentes de los hombres- solía presumir.
Después me lo demostraba diciéndome cosas íntimas sobre mí. En ocasiones, incluso podía leer mis
pensamientos simplemente por medio de su poder de deducción. Su actitud en aquellas ocasiones era fría y
distante y sus ojos adquirían una expresión de vacuidad.
La calle Morgue
Una noche estábamos ojeando la edición vespertina de la ―Gazette des Tribunaux‖, cuando vimos la
siguiente historia:
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EXTRAÑOS ASESINATOS. Esta madrugada, hacia las tres, los habitantes del barrio de St. Roch fueron
despertados por una sucesión de espantosos gritos procedentes del cuarto piso de una casa de la calle
Morgue. En ese piso vivían la señora L´Espanaye y su hija, la señorita Camille L´Espanaye.
Ocho o diez vecinos, acompañados por dos gendarmes, entraron en la casa forzando la puerta con una
palanca. Para entonces los
gritos habían cesado, pero
cuando subían el primer
tramo de la escalera pudieron
oír dos o más voces airadas.
Parecían proceder de la parte
superior de la casa. Cuando
llegaron al segundo rellano,
aquellos ruidos también
habían cesado y todo estaba
en silencio.
Fueron de habitación en
habitación y finalmente
llegaron a un gran dormitorio
situado en la parte posterior
del cuarto piso. La puerta
estaba cerrada por dentro con
llave, de modo que la forzaron
para abrirla. Al entrar vieron
un espectáculo que los llenó
tanto de asombro como de horror.
El dormitorio estaba completamente desordenado; los muebles estaban rotos y habían sido lanzados
por toda la habitación. Sólo había una cama y habían quitado el colchón y lo habían tirado en mitad del
suelo. En una silla había una navaja de afeitar cubierta de sangre. En la chimenea había algunos cabellos
humanos de color gris que también estaban cubiertos de sangre. Parecían haber sido arrancados de raíz.
En el suelo encontraron cuatro napoleones, un aro de topacio, tres cucharas grandes de plata, tres cucharas
más pequeñas de ―metal d´Alger‖, y dos bolsas que contenían casi cuatro mil francos en oro.
Los cajones de un ―bureau‖ estaban abiertos y habían sido saqueados, aunque todavía quedaban en ellos
muchos objetos. Se descubrió una pequeña caja de caudales de hierro debajo del colchón (no debajo de la
cama). Estaba abierta, con la llave en la cerradura. No contenía nada, excepto algunas viejas cartas y otros
papeles de poca importancia.
Los cuerpos
No vieron a la señora L´Espanaye, pero como había una cantidad insólita de hollín al pie de la
chimenea, procedieron a registrar el hueco de la misma. De allí extrajeron el cadáver de la hija. El cuerpo
había estado colgando cabeza abajo y había sido metido a la fuerza hasta una considerable altura de la
chimenea. Todavía estaba caliente y mostraba muchas señales de violencia. Tenía grandes rasguños en la
cara, y en la garganta, oscuros moretones y profundas huellas de uñas, como si la señorita L´Espanaye
hubiera sido estrangulada.
Luego de una minuciosa búsqueda en cada porción de la casa se dirigieron a un pequeño patio de la
parte posterior del edificio, donde encontraron el cadáver de la anciana señora. Le habían cortado la
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garganta de manera tan brutal que, cuando trataron de levantarla, la cabeza se desprendió. El cuerpo, al
igual que la cabeza, estaba horriblemente mutilado y apenas parecía humano.
Creemos que aún no hay pistas que ayuden a resolver este horrible misterio.> El diario del día siguiente
contenía la siguiente información adicional:
LA TRAGEDIA DE LA CALLE MORGUE. Diversas personas han sido interrogadas por la policía con
relación a este extraordinario y espantoso suceso, pero no se ha logrado ningún progreso. Estos son sus
testimonios:
La lavandera
Pauline Dubourg, lavandera, conocía a las dos difuntas desde hacía cinco años y les había lavado la ropa
durante ese período. Dice que la anciana y su hija parecían tener una buena relación; se mostraban
cariñosas entre sí. Le pagaban muy bien, pero no sabe nada acerca de su modo de vida. Cree que la señora
L´Espanaye adivinaba el futuro para ganarse la vida, pero le han dicho que la anciana tenía algunos
ahorros. Nunca encontró a nadie en la casa cuando iba a recoger la ropa o a devolverla y está segura de que
no tenían ningún criado. Creo que había muebles sólo en el cuarto piso.
El vendedor de tabaco
Pierre Moreau, vendedor de tabaco, había estado vendiendo pequeñas cantidades de tabaco y de rapé a
la señora L´Espanaye durante casi cuatro años. Nació en el barrio y siempre ha vivido allí. Dice que la casa
era propiedad de la señora L´Espanaye y que ella y su hija habían vivido allí desde hacía seis años.
Anteriormente la había alquilado a un joyero, pero estaba descontenta con él, porque había subarrendado
algunas de las habitaciones. Por aquel motivo decidió mudarse a la casa.
Sólo había visto a la hija en cinco o seis ocasiones durante esos seis años. Ambas llevaban una vida muy
aislada. La gente decía que tenían dinero y, además, que la señora L´Espanaye adivinaba la suerte, pero él
no lo creía. Nunca había visto a nadie entrar en la casa salvo a la anciana y a su hija, a un mensajero, una o
dos veces, y a un médico, siete u ocho veces.
Otros testigos
Muchos otros vecinos proporcionaron testimonios similares. Ninguno había visitado la casa. No se sabe
si la señora L´Espanaye y su hija tenían parientes. Las persianas de las ventanas delanteras raramente se
abrían y las de la parte posterior siempre estaban cerradas, salvo las de la gran habitación de la parte
trasera del cuarto piso. La casa se hallaba en buen estado y no era muy antigua.
El gendarme
Isidore Musèt, gendarme, llegó a la casa hacia las tres de la madrugada y encontró a veinte o treinta
personas en la puerta tratando de entrar. Forzó la puerta principal con una bayoneta, no con una palanca.
No tuvo dificultad en abrirla, puesto que no estaba trabada. Los gritos continuaron hasta que se abrió la
puerta y, de repente, cesaron. Parecían ser los gritos de alguien desesperado de dolor y eran largos y
agudos, no breves y precipitados.
El testigo subió el primero por las escaleras y, al llegar al primer rellano, oyó dos voces que discutían
fuerte y airadamente. Una era ronca y la otra era mucho más chillona, una voz muy extraña. Pudo
distinguir algunas palabras pronunciadas por la voz ronca, que era la de un francés. Estaba completamente
seguro de que no se trataba de una voz de mujer. Oyó las palabras ―sacré‖ y ―diable‖. La voz chillona
pertenecía a un extranjero, pero no estaba seguro de si se trataba de una voz de hombre o de mujer. No
entendió lo que decía, pero creía que hablaba en español.
El estado de la habitación y los cuerpos fue descrito por el testigo tal como lo describimos ayer.
El platero
Henri Duval, vecino, de profesión platero, declara que fue uno de los primeros del grupo en entrar en la
casa. Corrobora en general el testimonio de Musèt. Tan pronto como entraron en la casa, cerraron la
puerta para mantener fuera a la muchedumbre, que se acumulaba rápidamente. El testigo piensa que la
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voz chillona era la de un italiano. Está seguro de que no se trataba de un francés, pero no puede asegurar
que se tratara de una voz de hombre. No está familiarizado con la lengua italiana, pero estaba convencido,
por la entonación, de que quien hablaba era italiano. Conocía a la señora L´Espanaye y a su hija, y había
hablado con ellas con frecuencia. Estaba seguro de que la voz chillona no pertenecía a ninguna de las
difuntas.
El “restaurateur”
Odenheimer, ―restaurateur‖. Este testigo se ofreció voluntariamente a declarar. Es de Amsterdam y no
habla francés, de modo que se necesitaron los servicios de un intérprete. Pasaba frente a la casa en el
momento en que se oyeron los gritos, que duraron varios minutos, probablemente diez. Eran horribles y
angustiosos.
Corroboró las declaraciones anteriores en todos sus detalles excepto uno. Estaba seguro de que la voz
chillona era de hombre, de un francés, pero no pudo distinguir las palabras. Eran fuertes y rápidas,
desiguales y pronunciadas con miedo y también con rabia. En su opinión, la voz era áspera, más que
chillona. La voz ronca dijo repetidamente: ―sacre‖, ―diable‖ y, una vez, ―mon Dieu‖.
El banquero y su empleado
Jules Mignaud, banquero, de la firma Mignaud et Fils, en la calle Deloraine. Es el mayor de los
Mignaud. Declara que la señora L´Espanaye había abierto una cuenta en su banco, ocho años antes y que
con frecuencia había hecho depósitos de pequeñas cantidades. No había girado ningún cheque hasta tres
días antes de su muerte, en que retiró 4.000 francos. La suma le fue pagada en oro y un empleado se la
llevó a su casa.
Adolphe Le Bon, empleado de Mignaud et Fils, declara que el mediodía del día en cuestión acompañó a
la señora L´Espanaye hasta su casa con los 4.000 francos, que estaban en dos bolsas. Cuando abrieron la
puerta, apareció la señorita L´Espanaye y tomó de sus manos una de las bolsas, mientras la anciana
tomaba la otra. Entonces, el empleado hizo una reverencia y se marchó. No vio a nadie en la calle en ese
momento. Es una calle solitaria y poco importante.
El sastre
William Bird, sastre, declara que fue uno de los del grupo que entró en la casa. Es inglés y ha vivido en
París durante dos años. Fue uno de los primeros en subir las escaleras. Oyó las voces aireadas. La voz ronca
era la de un francés y pudo distinguir varias palabras, pero no puede recordarlas todas. Oyó claramente las
palabras ―sacré‖ y ―mon Dieu‖. Había un ruido como si varias personas estuvieran luchando. La voz
chillona era muy fuerte, mucho más que ronca. Sonaba como la de un alemán, pero el testigo no entiende
el alemán. Podría ser la voz de una mujer.
Cuatro testigos declaran de nuevo
Cuatro de estos testigos fueron llamados de nuevo y dijeron que la puerta de la habitación donde se
encontró el cuerpo de la señorita L´Espanaye, estaba cerrada por dentro. Todo estaba en silencio, cuando
llegaron a la puerta. La forzaron para abrirla, pero no vieron a nadie dentro. Las ventanas, tanto las de la
habitación de enfrente como las de la trasera, estaban cerradas y aseguradas por dentro. Había una puerta
entre las dos habitaciones y estaba cerrada, pero sin llave. La puerta que conduce de la habitación al pasillo
estaba cerrada con llave por dentro. La puerta de un cuarto pequeño de la parte delantera de la casa, en el
mismo piso, al final del pasillo, estaba medio abierta. La habitación estaba llena de camas viejas, cajas y
otras cosas. La policía revisó todo aquello cuidadosamente. Buscaron en cada pulgada de la casa. Se
emplearon deshollinadores para explorar las chimeneas.
Se trata de una casa de cuatro pisos con habitaciones en el ático. En el techo había una trampilla que
estaba asegurada con clavos y no había sido abierta en años. Los testigos no están de acuerdo sobre el
tiempo transcurrido entre el momento en que oyeron las voces y la apertura de la puerta. Unos dicen que
fueron tres minutos y otros dicen que fueron cinco. La puerta fue abierta con dificultad.
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El empresario de pompas fúnebres


Alfonzo Garcio, empresario de pompas fúnebres, dice vivir en la calle Morgue. Es uno de los del grupo
que entró en la casa, pero no subió las escaleras porque es de temperamento nervioso. Oyó las voces
airadas. Dice que la voz ronca era la de un francés, pero no pudo distinguir lo que decía. Está segura de que
la voz chillona era la de un inglés. No tiene conocimientos de inglés, pero juzga por la entonación.
El confitero
Alberto Montani, confitero, declara que fue uno de los primeros en subir las escaleras. Oyó las voces. La
voz ronca era la de un francés. Distinguió varias palabras, pero no pudo comprender las palabras
pronunciadas por la voz chillona. Cree que era la voz de un ruso y corrobora los ocho testimonios. Es
italiano y nunca ha hablado con un ruso.
Nuevos interrogatorios
Se llamó de nuevo a algunos testigos y declararon que las chimeneas de todas las habitaciones del cuarto
piso eran demasiado estrechas para que subiera un ser humano. Los ―deshollinadores‖ eran cepillos
cilíndricos usados para quitar el hollín y se pasaron por todas las chimeneas de la casa. No hay ningún
pasaje en la parte trasera, por el cual alguien pudiera haber bajado mientras el grupo subía las escaleras.
Fueron necesarios cuatro o cinco del grupo para extraer a la señorita L´Espanaye de la chimenea.
El médico y el cirujano
Paul Dumas, médico, declara que fue llamado para examinar los cuerpos hacia el amanecer. Habían sido
puestos en la cama de la habitación donde se encontró a la señorita L´Espanaye. Había muchas
contusiones y desgarros en el cuerpo de la joven. El hecho de que hubiera sido empujada hacia arriba por el
cañón de la chimenea, probablemente los había causado. Tenía varios rasguños profundos debajo del
mentón y una serie de manchas moradas oscuras que eran evidentemente marcas de dedos. El rostro
estaba pálido y los ojos se salían de sus órbitas. Se descubrió una gran contusión en su estómago. En
opinión del señor Dumas, la señorita L´Espanaye había sido estrangulada por una o varias personas
desconocidas.
El cadáver de la madre estaba horriblemente mutilado. Todos los huesos de la pierna y del brazo
derecho estaban fracturados en mayor o menor grado. Todo su cuerpo estaba contuso y descolorido. No era
posible determinar cómo habían sido causadas las heridas. Un pesado trozo de madera o una barra de
hierro habrían producido esos resultados, si los hubiera utilizado un hombre fuerte. Ninguna mujer podría
haber infligido aquellos golpes con arma alguna. La cabeza de la difunta estaba separada del cuerpo, y
también destrozada. La garganta había sido cortada con un instrumento muy afilado, probablemente una
navaja de afeitar.
Alexandre Etienne, cirujano, fue llamado junto con el señor Dumas para examinar los cuerpos.
Corroboró el testimonio y las opiniones del señor Dumas.
Se interrogó a otras personas, pero no proporcionaron nuevos datos. Jamás se había cometido un
crimen tan misterioso en París. La policía está perpleja y no se tiene ninguna pista.>
La edición vespertina del diario decía que aún había una gran conmoción en el barrio de St. Roch. La
policía estaba registrando la casa nuevamente e interrogando a los testigos por segunda vez. El diario
también decía que Adolphe Le Bon había sido detenido y encarcelado, aunque nada parecía incriminarlo.
Dupin se mostraba muy interesado por este asunto y me preguntó mi opinión sobre los asesinatos.
Yo los consideré como un misterio insoluble, como todos en París.
-Llevemos a cabo nuestras propias investigaciones antes de formarnos una opinión- dijo Dupin-.
Además, Le Bon una vez me hizo un favor por el que le estoy muy agradecido. Iremos a ver la casa con
nuestros propios ojos. Conozco al comisario de policía y él o tendrá dificultad, para obtener el permiso
necesario.
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Obtuvimos el permiso y nos dirigimos inmediatamente a la calle Morgue. Cuando llegamos ya era tarde,
pues estaba muy lejos de donde vivíamos. Encontramos la casa muy fácilmente; aún había allí mucha gente
mirándola desde el otro lado de la calle. Antes de entrar caminamos calle arriba y giramos por un callejón.
Luego giramos de nuevo y fuimos hasta la parte trasera del edificio. Dupin examinaba toda la zona con
mucho detenimiento, pero yo no entendía por qué.
Entonces dimos la vuelta de nuevo hasta el frente de la casa y tocamos el timbre. El policía que estaba de
guardia nos dejó pasar, después de que le mostráramos nuestros papeles. Subimos las escaleras y entramos
en la habitación donde había sido hallado el cuerpo de la señorita L´Espanaye y donde aún yacían ambas
difuntas. No vi nada más de lo que se había descrito en la ―Gazette des bunaux‖. Dupin lo examinó todo,
incluidos los cuerpos de las víctimas. Entonces fuimos a las otras habitaciones y al patio. Un gendarme nos
acompañaba todo el tiempo. Estuvimos allí hasta que oscureció. Camino de casa, mi compañero entró en
las oficinas de uno de los diarios. No dijo por qué y yo lo esperé fuera.
Preguntas sin respuesta
Dupin no quiso hablar sobre el tema de los asesinatos hasta el día siguiente al mediodía.
-¿Notó algo peculiar en el escenario de esas atrocidades?- preguntó de repente. La palabra ―peculiar‖ me
hizo estremecer. No sabía por qué.
-No, nada peculiar-dije-. Nada aparte de lo que hemos visto en el diario.
-El diario no ha penetrado en el horror del asunto-dijo Dupin-. Pero no importa. La policía no conoce el
móvil, no del asesinato en sí, sino de su grado de atrocidad. No comprenden por qué había distintas voces.
No saben por qué sólo la señorita L´Espanaye fue encontrada arriba o cómo escapó el asesino.
Todavía quedan otras preguntas. ¿Cómo se explica el desorden de la habitación? ¿Cómo fue introducido
el cadáver en el hueco de la chimenea? ¿Por qué estaba el cuerpo de la anciana mutilado de aquella manera
tan brutal? La policía no puede responder a estas preguntas. Creen que el caso es complicado, porque es
insólito. En esta clase de investigaciones no debemos hacernos la pregunta ―qué ha ocurrido‖ sino ―qué de
lo ocurrido nunca había pasado con anterioridad‖. La solución de este misterio es mucho más fácil de lo
que cree la policía.
Se espera a un visitante
-Las circunstancias son insólitas-continuó Dupin-, pero no complicadas. Estoy esperando a alguien que
tal vez estuvo implicado de alguna manera en estos crímenes, aunque probablemente es inocente de la peor
parte de ellos. Confío en que mi suposición sea correcta. Mi solución del misterio depende de ello. Es
verdad que puede no venir, pero creo que es probable que lo haga. Si viene, tendremos que detenerlo. Aquí
hay unas pistolas. Los dos sabemos cómo usarlas en caso de que sea necesario.
No podía creer lo que estaba oyendo. Tomé las pistolas sin saber lo que estaba haciendo. Dupin
continuó hablando, pero de manera fría. Me hablaba a mí, pero parecía que hablara a alguien que se
encontrara a gran distancia de él. Sus ojos, sin expresión, sólo miraban la pared.
Las voces
-Los testimonios demuestran – dijo Dupin-, que las voces airadas que oyó el grupo en las escaleras no
eran voces de mujer. Entonces no hay duda de que la anciana no mató a su hija suicidándose después. La
señora L´Espanaye no tenía la fuerza suficiente para meter a la fuerza el cadáver de su hija por la
chimenea, ni pudo haberse ocasionado sus propias heridas. El asesinato fue cometido por terceros y las
voces también pertenecían a estos. ¿Notó algo peculiar en los testimonios relacionados con dichas voces?
-Todos estaban de acuerdo en que la voz ronca era la de un francés-respondí-, pero había un gran
desacuerdo sobre la voz chillona.
-Esos son los testimonios, pero no la peculiaridad de los testimonios-dijo Dupin-. Hay algo
extraordinario en ellos que usted no ha notado. Es cierto que todos los testigos coinciden en cuanto a la voz
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ronca. Lo peculiar sobre la voz chillona no es que estén de acuerdo, sino que todos los testigos la describen
como la de un extranjero. Cada uno está seguro de que no es la voz de un compatriota. Cada uno dice que
es la voz de un extranjero cuyo idioma no entiende. El francés, Isidore Musèt, ―no entendió lo que decía,
pero creía que hablaba en español‖. El holandés dice que podría haber sido la de un francés, pero este
testigo ―necesitó los servicios de un intérprete‖. El inglés cree que era la voz de un alemán, pero él ―no
entiende el alemán‖. El español está seguro de que era la de un inglés, pero ―no tiene conocimientos de
inglés‖. El italiano cree que era la voz de un ruso, pero ―nunca ha hablado con un ruso‖. Henri Duval, el
segundo francés interrogado, difiere de su compatriota. Está seguro de que la voz era de un italiano, pero
sólo ―está convencido por la entonación‖.
Tiene que haber sido una voz muy extraña. Podría haber sido la de un asiático o la de un africano. No
hay muchos asiáticos o africanos en París, pero es posible. Sin embargo, quiero que considere tres puntos.
Uno de los testigos califica la voz de ―áspera, más que chillona‖. Otros dos la describen como ―rápida y
desigual‖, y ninguno de los testigos pudo distinguir ninguna palabra.
No sé si lo he ayudado a entender el caso. Basándome sólo en estos testimonios sobre las voces, tengo
una sospecha que deberá dirigir el resto de la investigación. No diré aún de qué se trata esta sospecha, pero
ha influido en mi forma de examinar la habitación.
La huida del asesino
-Volvamos a la habitación-prosiguió Dupin-. ¿Cómo escaparon los asesinos? Ninguno de nosotros cree
en lo sobrenatural. La señora y la señorita L´Espanaye no fueron asesinadas por espíritus. Examinemos los
posibles medios de huida uno por uno.
Está claro que los asesinos estaban en la habitación donde se encontró a la señorita L´Espanaye, o al
menos en la habitación contigua, cuando el grupo subió las escaleras. Sólo era posible escapar desde una de
esas dos habitaciones. La policía examinó todos los suelos, techos y paredes y no encontró ninguna ruta de
huida escondida. Las puertas, que conducen de las habitaciones al pasillo, estaban cerradas con las llaves
por dentro. Las chimeneas son demasiado estrechas, incluso para un gato. La única manera de escapar era
a través de las ventanas. Nadie habría podido escapar por las ventanas de delante; alguien los habría visto.
El asesino o asesinos tienen que haber usado las ventanas de la habitación trasera.
El muelle escondido
-Hay dos ventanas en la habitación- continuó Dupin-. Una de ellas no está obstruida por ningún mueble
y es visible. La otra está parcialmente oculta por la cabecera de la cama. La primera estaba asegurada por
dentro y a la policía le fue imposible abrirla. Había un gran agujero en el marco y en él habían introducido
un clavo grande. La segunda ventana también tenía un gran clavo que atravesaba el marco y la policía
tampoco pudo levantarla. Por lo tanto, la policía llegó a la conclusión de que la huida se había producido
por otra ruta y no se molestó en sacar los clavos y abrir las ventanas.
>Sin embargo, creo que el asesino o asesinos sí que escaparon por una de esas ventanas, pero está claro
que no pudieron asegurar las ventanas desde adentro. Las ventanas tienen que haberse asegurado por sí
mismas. No hay otra posibilidad. Saqué el clavo de la primera ventana e intenté levantarla pero no pude.
Sabía que tenía que existir un muelle oculto y después de una cuidadosa búsqueda lo encontré. Lo oprimí y,
satisfecho de mi descubrimiento, no me molesté en levantar la ventana.>
El clavo roto
-Volví a poner el clavo en su sitio y lo observé detenidamente-dijo Dupin-. Una persona que saliera por
esta ventana podía haberla cerrado de nuevo y el muelle se habría asegurado automáticamente. Sin
embargo no era posible colocar el clavo de nuevo en su lugar. Los asesinos tienen que haber escapado por
la otra ventana. Suponiendo que los muelles de las dos ventanas fueran iguales, tenía que haber una
diferencia entre los clavos. Encontré el segundo muelle, que era exactamente igual al otro. Lo oprimí y
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luego examiné el clavo. Era tan grande como el otro y se había colocado de la misma manera. Parecía
idéntico al otro, pero tenía que haber una diferencia. ―Tiene que haber algo defectuoso en el clavo‖ me dije.
Lo toqué y la cabeza junto con un cuerpo de pulgada del vástago se desprendió entre mis dedos. El resto del
vástago se hallaba dentro del agujero, donde se había roto. La fractura era antigua, pues se podía ver óxido
en los bordes. Volví a colocar cuidadosamente en su sitio la parte de la cabeza del clavo. Se veía como si
estuviera entero. No se podía ver la rotura. Apreté el muelle y levanté la ventana unas cuantas pulgadas. La
cabeza del clavo subió con ella. Cerré la ventana y el clavo otra vez parecía perfecto.
El misterio, hasta ese momento, estaba resuelto. El asesino había escapado por la ventana que había
detrás de la cama. Después de salir, la ventana se cerró sola, o él la cerró, y quedó asegurada por el muelle.
La policía creí que era el clavo y no el muelle el que aseguraba la ventana. Por lo tanto no investigaron más.
La entrada y la salida
-La siguiente cuestión es cómo bajó el asesino- continuó Dupin-. Mi paseo alrededor del edificio me
ayudó al respecto. Hay una varilla de pararrayos a unos cinco pies y medio de la ventana. Desde esa varilla
habría imposible alcanzar la ventana. Sin embargo, la persiana que corresponde a la ventana, si está
completamente abierta, queda a unos pies de la varilla. Es una de esas persianas poco corrientes llamadas
―ferrades‖ y tiene tres pies y medio de ancho. La persiana sólo estaba a medio abrir cuando examinamos la
parte posterior del edificio y, quizá por ese motivo, la policía no se dio cuenta de lo ancha que era. Sin
embargo, según mi opinión, alguien ágil y con el suficiente coraje podía haber alcanzado la ventana desde
la varilla. Alcanzando primero la persiana y poniendo después los pies en la pared, podía haberse
balanceado hasta la habitación a través de la ventana, si ésta estaba abierta.
Esta hazaña era posible, pero requería una agilidad casi sobrenatural. Me gustaría que considerara en
conjunto ese gran esfuerzo físico y la peculiar voz chillona (o áspera) y desigual, sobre cuya nacionalidad
nadie pudo ponerse de acuerdo.
Al oír aquellas palabras, empecé a tener una vaga idea de los razonamientos de Dupin. Mi amigo
continuó su discurso.
Un crimen sin móvil
-Quizá ha notado que ahora hablo sobre cómo entró el asesino en la casa-dijo-. Sospecho que entró y
salió por la misma ruta. Ahora consideremos el interior de la habitación. Los cajones del ―bureau‖ habían
sido saqueados, pero varias piezas de ropa aún permanecían en ellos. Tal vez no sacaron nada de esos
cajones. La señora L´Espanaye y su hija llevaban una vida muy sencilla. No salían mucho y no necesitaban
muchas ropas especiales. Probablemente no tenían ropas de mejor calidad que las que se encontraron en
los cajones. ¿Por qué no tomó lo mejor, o por qué no se lo llevó todo? En una palabra, ¿por qué dejó los
cuatro mil francos en oro para llevarse la ropa? El oro fue abandonado. Casi toda la suma mencionada por
el señor Mignaud, el banquero, se encontró en bolsas, en el suelo.
Así que olvidémonos de la idea de un móvil. La entrega del dinero en la casa hizo creer a la policía que
ese era el móvil del crimen. Pero este hecho y los asesinatos tres días después son sólo coincidencia. Tienen
lugar coincidencias más extraordinarias a cada hora de nuestras vidas. Si pensamos que el oro fue el móvil
de estas atrocidades, entonces el asesino tiene que ser un completo idiota por habérselo dejado olvidado.
El pelo
-Ahora echemos un vistazo a la forma en que se cometieron los asesinatos-continuó Dupin-. La mujer
joven fue estrangulada e introducida en la chimenea, con la cabeza hacia abajo. Los asesinos corrientes no
matan y se deshacen del cuerpo de esa manera. Para ello hizo falta mucha fuerza. ¡Fue necesaria la fuerza
de varias personas para arrastrarlo hacia abajo!
También se requirió una fuerza extraordinaria para arrancar los cabellos de la señorita L´Espanaye, así
como una navaja de afeitar.
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Las contusiones del cuerpo de la señora L´Espanaye son otra cosa. Según la policía fueron producidas
por un instrumento contundente. Están en lo cierto. El instrumento contundente fue el pavimento de
piedra del patio, sobre el cual cayó la víctima. La policía no tuvo en cuenta esta posibilidad, porque no
pensaron que se hubieran abierto las ventanas, a causa de los clavos.
De modo que si, además tenemos en cuenta el desorden de la habitación, nos quedan los siguientes
hechos sobre el crimen: el asesino era sumamente ágil y de una fuerza sobrehumana, fue un crimen brutal
e inhumano sin ningún móvil y el asesino tenía una voz completamente ininteligible. Así pues, ¿qué
conclusiones puede extraer de todo esto?
-Lo hizo un loco- respondí.
-No es una mala idea- dijo Dupin-, pero los locos tienen alguna nacionalidad, y su lengua, si no las
palabras, se pueden identificar. Además, un loco no tendría los pelos que ahora tengo en la mano. Tomé los
pelos de la mano de la señora L´Espanaye. ¿Qué piensa de ellos?
-¡Dupin!-exclamé-, ese pelo es muy extraño, ¡no es pelo humano!
-No he dicho que lo fuera-dijo-. Pero, primero de todo, me gustaría que viera este bosquejo que he
dibujado en este trozo de papel. Es una reproducción de las contusiones oscuras y las profundas huellas de
uñas en la garganta de la señora L´Espanaye.
Notará que el dibujo da la idea de una presión firme y fija. Los dedos posiblemente no cambiaron de
posición hasta la muerte de la víctima. Intente poner todos sus dedos al mismo tiempo sobre las marcas del
dibujo.
Lo intenté pero no lo logré.
-El papel es una superficie plana-continuó mi amigo-, pero la garganta humana es cilíndrica. Aquí hay
un trozo de madera con una circunferencia similar a la de la garganta. Enrolle en ella el dibujo y repita el
experimento.
Me resultó aún más difícil que antes.
La bestia
-Ahora lea este pasaje de Cuvier-dijo Dupin.
Era una descripción anatómica detallada del gran orangután de las islas de la India Oriental. La gran
estatura, la prodigiosa fuerza y la salvaje ferocidad de este mamífero son bien conocidas. Además, posee la
capacidad de imitar a los humanos.
Comprendí el horror del asesinato inmediatamente.
-La descripción de los dedos-dije-, coincide con su dibujo. Sólo un orangután pudo haber dejado esas
huellas que usted ha dibujado. El pelo también es idéntico al de esta bestia. Pero todavía no puedo
entender los detalles de este misterio. Además, se oyeron dos voces airadas y una de ellas pertenecía a un
francés.
-Es cierto-replicó Dupin-, y recordará usted una expresión atribuida a la segunda voz: la expresión ―mon
Dieu‖. Un francés supo de los asesinatos, pero es posible que no haya participado en ellos. El orangután
pudo habérsele escapado. Tal vez lo siguió hasta la habitación, pero a causa de las terribles circunstancias,
fue incapaz de capturarlo de nuevo. El animal todavía anda suelto. Si el francés es inocente de esta
atrocidad, este aviso, que dejé anoche en las oficinas de ―Le Monde‖, lo hará venir hasta nuestra casa.
Me alcanzó un trozo de papel, donde leí:
CAPTURADO, en el Bois de Bologne, a primera hora de la mañana del… (la mañana del asesinato), un
gran orangután de la especie de Borneo. EL propietario, (de quien se cree que es un marinero
perteneciente a un barco maltés), puede recuperar el animal si lo identifica satisfactoriamente y paga el
costo de su captura y cuidados. Presentarse en el número…, calle…, Faubourg St. Germain, tercer piso.
El marinero
-¿Cómo sabe que el hombre es marinero y que pertenece a un barco maltés?- pregunté.
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-Bueno, no estoy seguro de ello. Sin embargo, he aquí un pequeño trozo de cinta. De su forma y su
apariencia grasienta queda claro que fue usado para atar el pelo en una de esas coletas que gustan tanto a
los marineros.
Además, este nudo es uno de esos que pocas personas, aparte de los marineros, pueden hacer, y es
característico de los malteses.
Encontré la cinta al pie de la varilla del pararrayos. No podía pertenecer a ninguna de las difuntas. Si me
equivoco acerca del marinero, el aviso no ocasionará ningún daño, pero si estoy en lo cierto, entonces
habremos logrado un gran progreso.
El marinero es inocente pero sabe del asesinato. Obviamente se lo pensará dos veces antes de responder
al aviso. Su razonamiento será el siguiente: ―Soy inocente y pobre. Mi orangután vale mucho dinero. ¿Por
qué perderlo? Lo han encontrado en el ―Bois de Boulogne‖, muy lejos del lugar del crimen.
¿Cómo puede alguien sospechar que mató a las mujeres? La policía está desorientada. Si siguen la pista
del animal, les será imposible demostrar que yo supe del asesinato o que soy culpable porque lo sabía. La
persona que puso el aviso sabe de mi existencia, pero no estoy seguro de cuánto sabe. Si no reclamo tan
valiosa posesión, entonces la sospecha recaerá sobre el animal. No quiero atraer la atención sobre mí ni
sobre el animal. Contestaré al aviso y recuperaré el orangután. Lo esconderé hasta que este asunto se haya
olvidado.‖
La recompensa de Dupin
En ese momento, oímos pasos en la escalera.
-Prepárese con las pistolas-dijo Dupin-, pero no las use, ni las enseñe, hasta que yo le haga una señal.
La puerta de entrada de la casa había quedado abierta y el visitante había entrado. Había empezado a
subir las escaleras y vaciló. Entonces, lo oímos bajar. Dupin se dirigía rápidamente hacia la puerta, cuando
lo oímos subir de nuevo. Llamó a nuestra puerta.
-Adelante- dijo Dupin.
El hombre entró. Estaba claro que era un marinero. Era alto, gordo y musculoso. Tenía una expresión
audaz en su cara curtida por el sol y medio oculta por grandes bigotes y patillas. Llevaba un garrote
enorme.
-Buenas tardes-dijo con acento parisino.
-Siéntese, amigo-dijo Dupin-. Supongo que ha venido por lo del orangután. Lo envidio. Es un animal
maravilloso y probablemente de gran valor. ¿Qué edad cree usted que tiene?
-No estoy seguro, pero no puede tener más de cuatro o cinco años. ¿Lo tiene aquí?
-Oh, no. No es posible tenerlo aquí. Está en una caballeriza de la calle Dubourg, que está cerca de aquí.
Podrá recogerlo mañana por la mañana. Supongo que puede identificar el animal.
-Sí, señor.
-Lamentaré separarme de él-dijo Dupin.
-Le he causado muchas molestias. Estoy dispuesto a darle una recompensa por haberlo encontrado. -
Bien-replicó mi amigo-, eso me parece justo. Déjeme pensar… ¿Qué le puedo pedir? ¡Ah, ya sé! Esta será
mi recompensa: me dirá usted todo lo que sabe sobre los asesinatos de la calle Morgue.
Dupin pronunció estas palabras en un tono muy bajo y con gran tranquilidad. Después, también con
gran calma, caminó hacia la puerta, la cerró y se metió la llave en el bolsillo. Luego sacó una pistola y la
puso sobre la mesa.
La cara del marinero enrojeció como si se sofocara. Se puso de pie y levantó el garrote, pero un instante
después se dejó caer de nuevo en su asiento, temblando violentamente. No dijo ni una palabra y yo lo
compadecí desde el fondo de mi corazón.
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-Amigo mío-dijo Dupin-, se está usted alarmando sin necesidad. Como francés y caballero, le prometo
que no pretendemos hacerle daño. Sé que usted es inocente de las atrocidades de la calle Morgue. Sin
embargo, no puede negar que está implicado en ellas. Sabrá usted que tengo información sobre los
asesinatos.
>Su situación es la siguiente: no es usted culpable de asesinato; ni siquiera es culpable de robo. No tiene
nada que ocultar. Por otra parte, tiene la obligación de confesar todo lo que sabe. En este momento, un
hombre inocente está preso y acusado de asesinato y usted sabe quién es el autor del crimen.
El marinero se tranquilizó con aquellas palabras, pero la expresión audaz de su rostro había
desaparecido.
-Que Dios me ayude-dijo-. Les contaré todo lo que sé sobre este asunto, pero no espero que me crean.
Soy inocente y les contaré toda la verdad.
Su historia era la siguiente: había estado recientemente en Borneo, donde un compañero y él habían
capturado al orangután durante una excursión por el interior de la isla. Más tarde su compañero había
muerto y él se había convertido en el único dueño del animal. Había tenido un difícil viaje de regreso a
Francia, porque el animal era feroz pero al final logró llevarlo a su casa de París. No quería llamar la
atención de los vecinos, así que lo mantuvo escondido. Estaba esperando a que el animal se recuperara de
una herida, que tenía en la pata, antes de venderlo.
Una noche, regresó a su casa después de una jerga con otros marineros y encontró al animal en su
dormitorio. Se había escapado de la pequeña habitación contigua donde había estado confinado. Tenía en
la mano una navaja de afeitar y estaba completamente embadurnado de jabón. Estaba sentado frente a un
espejo tratando de afeitarse. Era evidente que había visto a su amo afeitándose por el ojo de la cerradura.
El hombre se aterrorizó cuando vio el animal con la navaja, y por un instante no supo qué hacer.
Acostumbrada a usar un látigo cuando la bestia estaba furiosa, de modo que, en aquel momento, decidió
utilizarlo de nuevo. Al ver el látigo, el orangután salió de un salto por la puerta, bajó las escaleras y saltó
por una ventana a la calle.
El marinero lo siguió con desesperación, mientras que la bestia se detenía de vez en cuando para mirar
hacia atrás y hacerle muecas. Las calles estaban muy tranquilas, ya que eran casi las tres de la madrugada.
Cuando el animal pasaba por el callejón de atrás de la calle Morgue, vio la luz que provenía de la ventana
abierta de la habitación de la señora L´Espanaye. Vio la varilla del pararrayos y trepó por ella con gran
agilidad. Se agarró a la persiana y se balanceó hasta la cama. El orangután abrió la persiana de una patada
al entrar en la habitación.
Entretanto, el marinero se sintió un poco más tranquilo. Esperaba poder volver a capturar la bestia, ya
que en ese momento, estaba atrapada. Por otra parte, se sentía inquieto por lo que el animal pudiera hacer
en la casa.
Por ese motivo, decidió seguirlo. Trepó por la varilla del pararrayos, pero no pudo seguir adelante. La
ventana estaba demasiado lejos. Sólo pudo mirar dentro de la habitación. La horrorosa escena que vio casi
lo hace caer de la varilla.
La señora L´Espanaye y su hija habían estado ocupadas arreglando algunos papeles en la caja de
caudales ya mencionada. Esta se hallaba abierta en medio de la habitación y su contenido estaba en el
suelo. Las víctimas debían de haber estado sentadas dando la espalda a la ventana, porque no gritaron
cuando el animal entró en la habitación. No lo notaron y probablemente atribuyeron el ruido de la persiana
al viento.
Cuando el marinero miró hacia el interior de la habitación, el gigantesco animal había agarrado a la
señora L´Espanaye por el cabello y pasaba la navaja por su cara como un barbero. La hija se había
desmayado y yacía en el suelo.
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Los gritos de la anciana hicieron enfurecer al orangután y este le arrancó los cabellos de la cabeza.
Luego, con un movimiento de su musculoso brazo, casi le separa la cabeza del cuerpo. La vista de la sangre
transformó su cólera en frenesí y saltó sobre el cuerpo de la muchacha. Le rodeó la garganta con sus garras
y la estranguló.
Entonces, vio la cara de su amo y su furia se transformó en miedo, pues probablemente recordó el
látigo. Temiendo el castigo, intentó ocultar sus atrocidades. Se agitó mucho y recorrió toda la habitación
destrozando los muebles. Arrancó el colchón de la cama y luego agarró el cuerpo de la hija y lo metió a la
fuerza en el hueco de la chimenea. Después de aquello, tiró el cuerpo de la anciana por la ventana.
El marinero, angustiado por las consecuencias de aquellas atrocidades, corrió inmediatamente hacia su
casa, sin preocuparse por la suerte del animal. Las palabras que oyó el grupo en las escaleras fueron las
exclamaciones de horror del francés y la voz chillona correspondía a los sonidos que profería la bestia.
No me queda mucho que añadir. El orangután debió de escapar de la habitación por la varilla, justo
antes de que forzaran la puerta. Debió de cerrar la ventana al pasar por ella. Más tarde fue capturado por
su dueño, quien lo vendió por una elevada suma al ―Jardín des Plantes‖. Le Bon fue puesto en libertad
inmediatamente, después de que relatáramos los hechos en la comisaría de policía. El funcionario tenía
buenas relaciones con Dupin, pero se sintió un poco molesto por la manera en que se había solucionado el
misterio. Hizo uno o dos comentarios sarcásticos acerca de que la gente debería ocuparse de sus propios
asuntos.
-Déjelo hablar-dijo Dupin-. Estoy satisfecho de haberlo derrotado en su propio terreno.

El Crimen casi perfecto


Roberto Arlt

La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían


mentido. El mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de
la noche (la señora Stevens se suicidó entre las siete y las diez de la noche)
detenido en una comisaría por su participación imprudente en un accidente de
tránsito. El segundo
hermano, Esteban, se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las
nueve del siguiente, y, en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del
laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección de dosificación de
mantecas en las cremas.
Lo más curioso del caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida para festejar su
cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de traslucir su intención funesta. Comieron todos
alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron.
Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que servía hacía muchos años a
la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a las siete de la tarde se retiró a su
casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue que le enviara por el portero un diario de la
tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el
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proceso de acción que ésta siguió antes de matarse se


presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones
en las libretas donde llevaba anotadas las entradas y salidas
de su contabilidad doméstica, porque las libretas se
encontraban sobre la mesa del comedor con algunos gastos
del día subrayados; luego se sirvió un vaso de agua con
whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio
gramo de cianuro de potasio. A continuación, se puso a leer
el diario, bebió el veneno, y al sentirse morir trató de ponerse
de pie y cayó sobre la alfombra. El periódico fue hallado
entre sus dedos tremendamente contraídos.
Tal era la primera hipótesis que se desprendía del
conjunto de cosas ordenadas pacíficamente en el interior del
departamento pero, como se puede apreciar, este proceso de suicidio está cargado de absurdos
psicológicos. Ninguno de los funcionarios que intervinimos en la investigación podíamos aceptar
congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado. Sin embargo, únicamente la Stevens podía
haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no contenía veneno. El agua que se agregó al whisky también
era pura. Podía presumirse que el veneno había sido depositado en el fondo o las paredes de la copa, pero
el vaso utilizado por la suicida había sido retirado de un anaquel donde se hallaba una docena de vasos del
mismo estilo; de manera que el presunto asesino no podía saber si la Stevens iba a utilizar éste o aquél. La
oficina policial de química nos informó que ninguno de los vasos contenía veneno adherido a sus paredes.
El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba yo, nos inclinaban a
aceptar que la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero la evidencia de que ella estaba
distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la muerte transformaba en disparatada la prueba
mecánica del suicidio. Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para
continuar ocupándome de él.
En cuanto a los informes de nuestro gabinete de análisis, no cabían dudas. Únicamente en el vaso,
donde la señora Stevens había bebido, se encontraba veneno. El agua y el whisky de las botellas eran
completamente inofensivos. Por otra parte, la declaración del portero era terminante; nadie había visitado
a la señora Stevens después que él le alcanzó el periódico; de manera que si yo, después de algunas
investigaciones superficiales, hubiera cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado, mis
superiores no hubiesen podido objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar el sumario significaba
confesarme fracasado.
La señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo comprobaba: ¿dónde se hallaba el
envase que contenía el veneno ante s de que ella lo arrojara en su bebida?

Por más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir la caja, el sobre o el
frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba extraordinariamente sugestivo. Además había otro:
los hermanos de la muerta eran tres bribones.

Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de sus padres.
Actualmente sus medios de vida no eran del todo satisfactorios. Juan trabajaba como ayudante de un
procurador especializado en divorcios. Su conducta resultó más de una vez sospechosa y lindante con la
presunción de un chantaje. Esteban era corredor de seguros y había asegurado a su hermana en una gruesa
suma a su favor; en cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario, pero estaba descalificado por la Justicia e
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inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de hambre
ingresó en la industria lechera, se ocupaba de los análisis.
Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres veces. El día del
―suicidio‖ cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente conservada, gruesa, robusta, enérgica,
con el cabello totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y manejaba su casa alegremente
y con puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa estaba provista de vinos y comestibles, y
no cabe duda de que sin aquel ―accidente‖ la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese
carácter era capaz de suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a cada uno de
los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos.
La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las labores groseras de la
casa.
Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en un procedimiento judicial.
El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora en que ésta, no
pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro con cadenas de acero, llamó en su
auxilio al encargado de la casa. A las once de la mañana, como creo haber dicho anteriormente, estaban en
nuestro poder los informes del laboratorio de análisis, a las tres de la tarde abandonaba yo la habitación
donde quedaba detenida la
sirvienta, con una idea
brincando en mi imaginación:
¿y si alguien había entrado en el
departamento de la viuda
rompiendo un vidrio de la
ventana y colocando otro
después que volcó el veneno en
el vaso? Era una fantasía de
novela policial, pero convenía
verificar la hipótesis.
Salí decepcionado del
departamento. Mi conjetura era
absolutamente disparatada: la
masilla solidificada no revelaba
mudanza alguna.
Eché a caminar sin prisa. El ―suicidio‖ de la señora Stevens me preocupaba (diré una enormidad) no
policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un asesino sagacísimo, posiblemente uno de
los tres hermanos que había utilizado un recurso simple y complicado, pero imposible de presumir en la
nitidez de aquel vacío.
Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas, que yo, que
nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky. ¿Cuánto tiempo permaneció el whisky
servido frente a mis ojos? No lo sé; pero de pronto mis ojos vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y
un plato con trozos de hielo. Atónito quedé mirando el conjunto aquel. De pronto una idea alumbró mi
curiosidad, llamé al camarero, le pagué la bebida que no había tomado, subí apresuradamente a un
automóvil y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la
habitación donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije:
- Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky con hielo o sin
hielo?
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-Con hielo, señor.


-¿Dónde compraba el hielo?
- No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en pancitos. –Y la criada
casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez.
- Ahora que me acuerdo, la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta. Él se
encargó de arreglarla en un momento.
Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida con el químico de nuestra
oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en el depósito congelador de la heladera y
varios pancitos de hielo. El químico inició la operación destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los
pocos minutos pudo manifestarnos:
- El agua está envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua envenenada.
Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado.
Ahora era un juego reconstruir el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto
que localizó el técnico) arrojó en el depósito congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después,
ignorante de
lo que aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo (lo cual
explicaba que el plato con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al desleírse en el alcohol, lo
envenenó poderosamente debido a su alta concentración. Sin imaginarse que la muerte la aguardaba en su
vicio, la señora Stevens se puso a leer el periódico, hasta que, juzgando el whisky suficientemente enfriado,
bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar.
No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa. Ignoraban dónde se
encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que llegaría a las diez de la noche.
A las once, yo, mi superior y el juez nos presen tamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor Pablo, en
cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera anatemizar nuestras
investigaciones, abrió la boca y se desplomó inerte junto a la mesa de mármol. Había muerto de un
síncope. En su armario se encontraba un frasco de veneno. Fue el asesino más ingenioso que conocí.

Solo se ahorca una vez


Dashiell Hammett
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Samuel Spade dijo:


-Me llamo Ronald Ames y quiero ver al señor Binnett…, al señor Timothy Binnett.
-Señor, en este momento el señor Binnett está descansando -respondió indeciso el mayordomo.
-¿Sería tan amable de averiguar en qué momento podrá recibirme? Es importante -Spade carraspeó-.
Yo… jummm… acabo de llegar de Australia y vengo a verlo en relación con algunas propiedades que tiene en
aquel país.
El mayordomo se volvió al tiempo que decía que vería qué podía hacer y subió la escalera principal
mientras aún hablaba.
Spade lió un cigarrillo y lo encendió.
El mayordomo volvió a bajar la escalera.
-Lo siento mucho. En este momento no se le puede molestar, pero lo recibirá el señor Wallace Binnett,
sobrino del señor Timothy.
-Gracias -dijo Spade y siguió al mayordomo escaleras arriba.
Wallace Binnett era un hombre moreno, delgado y apuesto, de la edad de Spade -treinta y ocho años-,
que se levantó sonriente de un sillón decorado con brocados y preguntó:
-Señor Ames, ¿cómo está? -señaló otro sillón y volvió a tomar asiento-. ¿Viene de Australia?
-Llegué esta misma mañana.
-¿Por casualidad es socio de tío Tim?
Spade sonrió y negó con la cabeza.
-No, pero dispongo de cierta información que creo que debería conocer… en seguida.
Wallace Binnett miró el suelo pensativo y luego clavó la mirada en Spade.
-Señor Ames, haré lo imposible por persuadirle de que lo reciba pero, sinceramente, no sé si tendré
éxito.
Spade se mostró ligeramente sorprendido.
-¿Por qué?
Binnett se encogió de hombros.
-A veces adopta una actitud extraña. Entiéndame, su mente parece estar bien, pero posee la irritabilidad
y la excentricidad de un anciano con la salud quebrantada y… bueno… por momentos es difícil tratar con él.
-¿Ya se ha negado a verme? -preguntó Spade morosamente.
-Sí.
Spade se puso de pie y su rostro satánico adoptó una expresión indescifrable.
Binnett alzó velozmente la mano.
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-Espere, espere -pidió-. Haré cuanto esté en mis manos para que cambie de parecer. Tal vez, si… -
súbitamente sus ojos oscuros se mostraron cautelosos-. ¿No estará intentando venderle algo?
-No.
Binnett volvió a bajar la guardia.
-En ese caso, creo que podré…
Apareció una joven que gritó colérica:
-Wally, el viejo cretino ha… -se interrumpió y, al ver a Spade, se llevó la mano al pecho.
Spade y Binnett se levantaron simultáneamente. El
anfitrión dijo con afabilidad:
-Joyce, te presento al señor Ames. Mi cuñada, Joyce
Court.
Spade hizo una reverencia.
Joyce Court soltó una risilla incómoda y añadió:
-Le ruego me disculpe por esta entrada tan precipitada.
Era una mujer morena, alta, de ojos azules, de
veinticuatro o veinticinco años, con buenos hombros y un
cuerpo fuerte y esbelto. La calidez de sus facciones
compensaba su falta de armonía. Vestía un pijama de raso
azul de perneras anchas.
Binnett sonrió amablemente a su cuñada y preguntó:
-¿A qué se debe tanta agitación?
La cólera enturbió la mirada de la mujer, comenzó a
hablar, pero miró a Spade y prefirió decir:
-No deberíamos molestar al señor Ames con nuestras
ridículas cuestiones domésticas. Pero si… -titubeó.
Spade volvió a hacer una reverencia y dijo:
-Por supuesto, no se preocupe por mí.
-Tardaré un minuto -prometió Binnett y abandonó la sala en compañía de su cuñada.
Spade se acercó a la puerta abierta que acababan de franquear y, sin salir, se puso a escuchar. Las
pisadas se tornaron imperceptibles. No oyó nada más. Spade estaba allí, con sus ojos color gris amarillento
perdidos en un ensueño, cuando oyó el grito. Fue un grito de mujer, agudo y cargado de terror. Spade ya había
cruzado la puerta cuando sonó el disparo. Fue un disparo de pistola que las paredes y los techos amplificaron e
hicieron retumbar.
A seis metros de la puerta Spade encontró una escalera y subió saltando tres escalones por vez. Giró a la
izquierda. En mitad del pasillo vio a una mujer tendida en el suelo, boca arriba.
Wallace Binnett estaba arrodillado a su lado, le acariciaba desesperado una mano y gemía en voz baja y
suplicante:
-¡Querida, Molly, querida!
Joyce Court permanecía de pie a su lado retorciéndose las manos mientras las lágrimas surcaban sus
mejillas.
La mujer tendida en el suelo se parecía a Joyce Court, aunque era mayor y su rostro poseía una dureza
de la que carecía el de la más joven.
-Está muerta, la han matado -declaró Wallace Binnett sin poder creer lo que ocurría y alzó su cara pálida
hacia Spade.
Cuando Binnett movió la cabeza, Spade vio el orificio abierto en el vestido marrón de la mujer, a la
altura del corazón, y la mancha oscura que se extendía rápidamente por debajo.
Spade tocó el brazo de Joyce Court.
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-Telefonee a la policía o a urgencias… -pidió. Mientras la joven corría hacia la escalera, el detective se
dirigió a Wallace Binnett-. ¿Quién fue…?
Una voz gimió débilmente a espaldas de Spade.
Se volvió deprisa. A través de una puerta abierta divisó a un anciano de pijama blanco, despatarrado
sobre la cama deshecha. La cabeza, un hombro y un brazo colgaban del borde la cama. Con la otra mano se
sujetaba firmemente el cuello. Volvió a gemir y, pese a que movió los párpados, no abrió los ojos.
Spade alzó la cabeza y los hombros del anciano y lo puso sobre las almohadas. El viejo volvió a quejarse
y apartó la mano del cuello, que estaba rojo y exhibía media docena de morados. Era un hombre demacrado y
con la cara surcada de arrugas, lo que le hacía aparentar más edad de la que probablemente tenía.
En la mesilla de noche había un vaso de agua. Spade mojó el rostro del anciano, y cuando éste movió
nuevamente los ojos, se agachó y preguntó en voz baja:
-¿Quién fue?
Los párpados se abrieron lo suficiente como para mostrar una franja delgada de ojos grises inyectados de
sangre. El anciano habló con dificultad y volvió a sujetarse el cuello.
-Un hombre.., que… -tosió.
Spade se impacientó. Sus labios casi rozaron la oreja del viejo cuando preguntó con tono apremiante:
-¿Adónde se dirigió?
La mano arrugada se movió débilmente para señalar la parte trasera de la casa y volvió a caer sobre la
cama.
El mayordomo y dos criadas asustadas se habían reunido con Wallace Binnett en el pasillo, junto a la
muerta.
-¿Quién fue? -les preguntó Spade.
Lo miraron azorados.
-Que alguien se ocupe del anciano -gruñó y echó a andar por el pasillo.
Al final del pasillo había una escalera de servicio. Bajó dos pisos y entró en la cocina atravesando la
despensa. No vio a nadie. Aunque la puerta de la cocina estaba cerrada, cuando accionó el picaporte comprobó
que no tenía echado el cerrojo. Cruzó un estrecho patio trasero hasta un portal que también estaba cerrado,
aunque no con llave. Abrió el portal. En el callejón no había un alma.
Suspiró, cerró el portal y regresó a la casa.
Spade estaba cómodamente instalado en un mullido sillón de cuero en una habitación que ocupaba la
fachada del primer piso de la casa de Wallace Binnett. Contenía varias estanterías con libros echadoy las luces
estaban encendidas. Por la ventana se vislumbraba la oscuridad exterior, apenas disimulada por una lejana
farola. Frente a Spade, el sargento Polhaus, de la Brigada de Detectives -un hombre fornido, mal afeitado y
colorado, vestido con un traje oscuro que pedía a gritos una plancha-, estaba echado en otro sillón de cuero; el
teniente Dundy -más pequeño, de figura compacta y cara cuadrada- permanecía de pie, con las piernas
separadas y la cabeza ligeramente echada hacia adelante, en el centro de la estancia.
Spade decía:
-El médico me dejó hablar un par de minutos con el viejo. Podemos volver a intentarlo cuando haya
descansado, pero no creo que sepa mucho. Estaba durmiendo la siesta y despertó porque alguien lo había cogido
del cuello y lo arrastraba por la cama. Únicamente pudo echar un vistazo con un solo ojo al individuo que
intentaba asfixiarlo. Dice que era un hombre corpulento, con sombrero flexible echado sobre los ojos, moreno y
con barba incipiente. Se parece a Tom -Spade señaló a Polhaus.
El sargento de la Brigada de Detectives rió entre dientes y Dundy se limitó a decir secamente:
-Prosigue.
Spade sonrió y continuó:
-Estaba bastante atontado cuando oyó gritar a la señora Binnett junto a la puerta. Las manos soltaron su
cuello, oyó el disparo y, poco antes de desmayarse, entrevió al tipo corpulento dirigiéndose hacia la parte trasera
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de la casa y a la señora Binnett derrumbándose en el suelo del pasillo. Dijo que era la primera vez que veía al
individuo grandote.
-¿De qué calibre era el arma? -inquirió Dundy.
-Una treinta y ocho. Nadie más en la casa ha servido de ayuda. Según dicen, Wallace y su cuñada, Joyce,
estaban en la habitación de esta última y no vieron nada salvo a la muerta cuando salieron corriendo, aunque
creen haber oído algo que tal vez fuese alguien bajando la escalera a toda velocidad..., la escalera de servicio.
Según dice el mayordomo, que se llama Jarboe, estaba aquí cuando oyó el grito y el disparo. Según dice la
criada Irene Kelly, estaba en la planta baja. Según dice la cocinera Margaret Finn, estaba en su habitación, en el
fondo del segundo piso, y no oyó nada. Según dicen todos, es más sorda que una tapia. La puerta de servicio y
el portal no estaban cerrados con llave, aunque según dicen todos debería estarlo. Nadie ha dicho que, en el
momento en que ocurrieron los hechos, estuviera en la cocina, en el patio o en sus alrededores -Spade estiró los
brazos con determinación-. Esta es la situación.
Dundy negó con la cabeza y comentó:
-No exactamente. ¿Por qué estabas aquí?
Spade se animó.
-Tal vez la mató mi cliente -replicó-. Se trata de Ira Binnett, el primo de Wallace. ¿Lo conoces? -Dundy
negó con la cabeza. Sus ojos azules aparecían acerados y recelosos-. Es abogado en San Francisco, respetable y
todo lo demás. Vino a verme hace un par de días para contarme la historia de su tío Timothy, un viejo mezquino
y agarrado, forrado de dinero y arruinado por los avatares de la vida. Era la oveja negra de la familia. Durante
años nadie supo nada de él. Apareció hace seis u ocho meses, en muy mal estado salvo económicamente. Parece
que sacó un pastón de Australia y que quería pasar sus últimos años con sus únicos parientes vivos, los sobrinos
Wallace e Ira. Ellos estuvieron de acuerdo. En su idioma, «únicos parientes vivos» significa «únicos
herederos». Más adelante los sobrinos llegaron a la conclusión de que era mejor ser único heredero que uno de
dos herederos; de hecho, era el doble de bueno e intentaron ganar el corazón del viejo. Al menos eso es lo que
Ira me contó sobre Wallace y no me sorprendería que Wallace dijera lo mismo de Ira, a pesar de que Wallace
parece ser el más duro de los dos. Sea como fuere, los sobrinos riñeron y el tío Tim, que se había hospedado en
casa de Ira, se trasladó aquí. Esto ocurrió hace un par de meses y desde entonces Ira no ha visto a tío Tim ni ha
podido contactarlo por teléfono ni por correo. Por eso contrató los servicios de un detective privado. Pensaba
que tío Tim no sufriría ningún percance aquí… oh, claro que no, se molestó en dejarlo muy claro, aunque
supuso que tal vez el viejo estaba sometido a presiones excesivas o que lo embaucaban o, por lo menos, que le
contaban mentiras sobre su querido sobrino Ira. Decidió averiguar cuál era la situación. Esperé hasta hoy, ya
que llegó un barco de Australia, y me presenté como el señor Ames, diciendo que tenía información importante
para tío Tim, información relacionada con sus propiedades en aquel país. Solo quería pasar un cuarto de hora a
solas con el viejo -Spade frunció el ceño meditabundo-. Lamentablemente, no pudo ser. Wallace me dijo que el
viejo se negaba a verme. No sé qué pensar.
La desconfianza había ahondado el frío color azul de los ojos de Dundy, que preguntó:
-¿Dónde está ahora Ira Binnett?
Los ojos color gris amarillento de Spade eran tan cándidos como su voz:
-Ojalá lo supiera. Telefoneé a su casa y a su despacho y le dejé recado de que venga aquí, pero temo
que…
Unos nudillos golpearon enérgicamente dos veces el otro lado de la única puerta de la habitación. Los
tres se volvieron para mirar hacia la puerta.
-Pase -dijo Dundy.
Abrió la puerta un policía rubio y bronceado cuya mano izquierda sujetaba la muñeca derecha de un
hombre rollizo, de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, que vestía un traje gris bien cortado. El policía hizo
entrar en la habitación al hombre rollizo.
-Lo descubrí manoseando la puerta de la cocina -afirmó el agente.
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Spade miró al hombre y exclamó:


-¡Ah! -su tono denotaba satisfacción-. Señor Ira Binnett, el teniente Dundy y el sargento Polhaus.
Ira Binnett se apresuró a pedir:
-Señor Spade, ¿puede pedirle a este hombre que…?
-Ya está bien. Buen trabajo. Puedes soltarlo -Dundy se dirigió al agente.
El policía subió distraídamente la mano hacia la gorra y se retiró.
Dundy miró con cara de pocos amigos a Ira Binnett e inquirió:
-¿Qué puede decir?
Binnett paseó la mirada de Dundy a Spade.
-¿Ha ocurrido…?
-Será mejor que explique su llegada por la puerta de servicio en lugar de la principal -dijo Spade.
Ira Binnett se ruborizó, carraspeó incómodo y respondió:
-Yo… jummm… debería dar una explicación. No fue culpa mía, pero cuando Jarboe, el mayordomo,
telefoneó para decirme que tío Tim quería verme, añadió que no echaría el cerrojo a la puerta de la cocina y así
Wallace no se enteraría de que yo…
-¿Por qué quería verlo? -lo interrumpió Dundy.
-No lo sé, no me lo dijo. Solo mencionó que era muy importante.
-¿Ha recibido mis mensajes? -intervino Spade. Ira Binnett abrió los ojos desmesuradamente.
-No. ¿A qué se refiere? ¿Ha ocurrido algo? ¿Qué…?
Spade se dirigió hacia la puerta.
-Cuéntaselo -pidió a Dundy-. En seguida vuelvo.
Cerró la puerta y se dirigió al segundo piso.
Jarboe, el mayordomo, estaba arrodillado delante de la puerta del dormitorio de Timothy Binnett y
espiaba por el ojo de la cerradura. En el suelo, a su lado, había una bandeja que contenía una huevera con un
huevo, tostadas, la cafetera, la porcelana, la cubertería y una servilleta.
-Se enfriarán las tostadas -dijo Spade.
Jarboe se puso de pie tan nervioso que casi volcó la cafetera; con la cara roja de vergüenza, tartamudeó:
-Yo… bueno… disculpe, señor. Quería cerciorarme de que el señor Timothy estaba despierto antes de
entrar la bandeja -la levantó-. No quería perturbar su reposo en el caso de que…
-Claro, claro -dijo Spade, que ya estaba junto a la puerta. Se agachó y miró por el ojo de la cerradura. Al
erguirse comentó con tono ligeramente quejumbroso-: La cama no se ve, solo se divisan una silla y parte de la
ventana.
-Sí, señor, lo he comprobado -se apresuró a responder el mayordomo. Spade rió.
El mayordomo tosió, dio la sensación de que iba a decir algo y optó por guardar silencio. Titubeó y
llamó suavemente a la puerta.
-Adelante -replicó una voz fatigada.
-¿Dónde está la señorita Court? -preguntó Spade deprisa y en voz baja.
-Creo que en su dormitorio, señor, la segunda puerta a la izquierda -repuso el mayordomo.
La voz fatigada que hablaba desde el interior de la habitación añadió malhumorada:
-Venga, adelante.
El mayordomo abrió la puerta y entró. Antes de que el mayordomo volviera a cerrarla, Spade entrevió a
Timothy Binnett recostado sobre las almohadas de la cama.
Spade caminó hasta la segunda puerta de la izquierda y llamó. Joyce Court abrió casi en el acto. Se
quedó en el umbral sin sonreír ni pronunciar palabra.
El detective dijo:
-Señorita Court, cuando entró en la sala en la que estaba con su cuñado, dijo: «Wally, el viejo cretino
ha…» ¿Se refería a Timothy?
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La joven contempló unos instantes a Spade y replicó:


-Sí.
-¿Le molestaría decirme cuál era el final de la frase, señorita Court?
-Ignoro quién es usted realmente o por qué lo pregunta, pero no me molesta decírselo -repuso
lentamente-. El final de la frase era «ha mandado llamar a Ira». Jarboe acababa de decírmelo.
-Gracias.
Joyce Court cerró la puerta antes de que Spade tuviera tiempo de alejarse. El detective caminó hasta la
puerta de la habitación de Timothy Binnett y llamó.
-¿Y ahora quién es? -protestó el viejo.
Spade abrió la puerta. El anciano estaba sentado en la cama.
-Hace unos minutos Jarboe estaba espiando por el ojo de la cerradura -dijo Spade y regresó a la
biblioteca.
Sentado en el sillón que antes había ocupado Spade, Ira Binnett hablaba con Dundy y Polhaus.
-El crash cogió de lleno a Wallace, como a la mayoría de nosotros, pero al parecer falseó las cuentas en
un intento por salvar el pellejo. Lo expulsaron de la Bolsa.
Dundy abarcó con un ademán la biblioteca y el mobiliario:
-Es una decoración muy elegante para un hombre que está en la ruina.
-Su esposa tiene bienes y Wallace siempre ha vivido por encima de sus posibilidades -añadió Ira Binnett.
Dundy le miró con el ceño fruncido.
-¿Piensa sinceramente que él y su esposa no se llevaban bien?
-No es que lo piense, lo sé -replicó Binnen serenamente. Dundy asintió.
-¿Y también sabe que desea a su cuñada, la señorita Court?
-Eso sí que no lo sé, pero he oído muchas habladurías.
Dundy refunfuñó y preguntó de sopetón:
-¿Qué dice el testamento del viejo?
-No tengo la menor idea. Ni siquiera sé si ha hecho testamento -Binnett se dirigió a Spade con suma
seriedad-. He dicho todo lo que sé, hasta el último detalle.
-No es suficiente -opinó Dundy y señaló la puerta con el pulgar-. Tom, enséñale dónde debe esperar y
hablemos de nuevo con el viudo.
El corpulento Poihaus dijo «de acuerdo», salió con Ira Binnett y regresó con Wallace Binnett, cuyo
rostro estaba tenso y pálido.
-¿Ha hecho testamento su tío? -preguntó Dundy.
-No lo sé -repuso Binnett.
-¿Y su esposa? -terció Spade afablemente.
La boca de Binnett se tensó en una sonrisa sin alegría. Dijo reflexivamente:
-Diré algunas cosas de las que preferiría no hablar. En realidad, mi esposa no tenía fortuna. Cuando hace
algún tiempo me encontré con dificultades financieras, puse algunas propiedades a su nombre para salvarlas.
Ella las convirtió en dinero, hecho del que me enteré más tarde. Con ese dinero pagó nuestras cuentas, nuestros
gastos, pero se negó a devolvérmelo y me aseguró que, pasara lo que pasase, viviera o muriera, siguiéramos
casados o nos divorciáramos, yo nunca recobraría un céntimo. Entonces le creí y aún sigo haciéndolo.
-¿Usted quería divorciarse? -inquirió Dundy.
-Sí.
-¿Por qué?
-No éramos felices.
-¿Joyce Court tiene algo que ver?
Binnett se ruborizó y repuso rígidamente:
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-Siento una profunda admiración por Joyce Court, pero lo mismo habría pedido el divorcio si no fuese
así.
Spade intervino:
-¿Está seguro, absolutamente seguro de que no conoce a nadie que encaje en la descripción que hizo su
tío del hombre que intentó asfixiarlo?
-Absolutamente seguro.
A la biblioteca llegó débilmente el sonido del timbre de la puerta principal.
-Es suficiente -concluyó Dundy agriamente. Binnett salió.
Polhaus comentó:
-Ese tío no funciona. Además…
De la planta baja llegó el potente estampido de una pistola que se dispara puertas adentro. Se apagaron
las luces.
Los tres detectives chocaron en la oscuridad mientras franqueaban la puerta rumbo al pasillo. Spade fue
el primero en ganar la escalera. Más abajo estalló un estrépito de pisadas, pero no vio nada hasta alcanzar el
recodo de la escalera. A través de la puerta principal, entraba luz de la calle como para divisar la sombría figura
de un hombre.
La linterna chasqueó en la mano de Dundy, que pisaba los talones a Spade, y arrojó un haz de luz blanca
y enceguecedora sobre el rostro del sujeto. Se trataba de Ira Binnett. Parpadeó a causa del resplandor y señaló
algo que había en el suelo.
Dundy dirigió la linterna hacia el suelo. Jarboe yacía boca abajo y sangraba por el orificio de la bala que
había atravesado su nuca.
Spade masculló casi inaudiblemente.
Tom Polhaus bajó la escalera a trompicones, seguido de cerca por Wallace Binnett. La voz asustada de
Joyce Court llegó desde el piso superior:
-Ay, ¿qué pasa? Wally, ¿qué pasa?
-¿Dónde está el interruptor de la luz? -espetó Dundy.
-Junto a la puerta del sótano, bajo la escalera -respondió Wallace Binnett-. ¿Qué pasa?
Polhaus pasó delante de Binnett rumbo a la puerta del sótano.
Spade emitió un sonido incomprensible, apartó a Wallace Binnett y subió la escalera a toda velocidad.
Se cruzó con Joyce Court y siguió adelante sin hacer caso de su grito de sorpresa.
Estaba en mitad del tramo que conducía al segundo piso cuando sonó otro disparo.
Corrió hacia la habitación de Timothy Binnett. La puerta estaba abierta y entró. Algo duro y anguloso lo
golpeó por encima de la oreja derecha, lo despidió hacia el otro extremo de la habitación y lo obligó a
arrodillarse sobre una pierna. Algo cayó y rebotó contra el suelo, al otro lado de la puerta.
Se encendieron las luces.
En el suelo, en el centro mismo del dormitorio, Timothy Binnett yacía boca arriba y perdía sangre por la
herida de bala que tenía en el antebrazo izquierdo. La chaqueta del pijama estaba destrozada. Tenía los ojos
cerrados.
Spade se incorporó y se llevó la mano a la cabeza. Con el ceño fruncido, miró al viejo tendido en el
suelo, la habitación y la automática negra caída en el pasillo. Dijo:
-Vamos, viejo sanguinario, levántese, siéntese en una silla e intentaré controlar la hemorragia hasta que
llegue el médico.
El hombre caído no se movió.
Sonaron pisadas en el pasillo y apareció Dundy, seguido de los Binnett más jóvenes. Dundy había
adoptado una expresión sombría y colérica.
-La puerta de la cocina estaba abierta de par en par -informó y se le atragantó la voz-. Entran y salen
como…
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-Olvídalo -aconsejó Spade-. El tío Tim es nuestro hombre -pasó por alto el jadeo de Wallace Binnett y
las incrédulas miradas de Dundy y de Ira Binnett-. Vamos, levántese -repitió al viejo que yacía en el suelo-.
Cuéntenos qué vio el mayordomo cuando espió por el ojo de la cerradura.
El viejo permaneció imperturbable.
-Mató al mayordomo porque yo le dije que lo había espiado -explicó Spade a Dundy-. Yo también espié,
pero no vi nada, salvo esa silla y la ventana. Hay que reconocer que para entonces habíamos hecho el ruido
suficiente como para que se asustara y volviera a la cama. Te propongo que desmontes la silla mientras yo
registro la ventana.
Spade se dirigió a la ventana y la estudió palmo a palmo. Meneó la cabeza, extendió un brazo a sus
espaldas y dijo:
-Pásame la linterna.
Dundy se la puso en la mano.
Spade levantó la ventana, se asomó e iluminó la parte exterior del edificio. Bufó, sacó la otra mano y
tironeó de un ladrillo situado a poca distancia del alféizar. Logró aflojar el ladrillo. Lo depositó en el alféizar y
metió la mano en el hueco. Por la abertura y de a un objeto por vez, extrajo una pistolera negra vacía, una caja
de balas a medio llenar y un sobre de papel de Manila sin cerrar.
Se puso de frente a todos con los objetos en las manos. Apareció Joyce Court con una palangana con
agua y un rollo de gasa y se arrodilló junto a Timothy Binnett. Spade dejó la pistolera y las balas en la mesa, y
abrió el sobre. Contenía dos hojas, escritas con lápiz por ambas caras, en trazos gruesos. Spade leyó una frase
para sus adentros, soltó una carcajada y decidió leer todo en voz alta desde el principio:

«Yo, Timothy Kieran Binnett, sano de cuerpo y alma, declaro que ésta es mi última voluntad y
testamento. A mis queridos sobrinos Ira Binnett y Wallace Bourke Binnett, en reconocimiento por la
cariñosa amabilidad con que me han acogido en sus hogares y me han atendido en el ocaso de mi vida,
doy y lego, a partes iguales, todas mis posesiones mundanas del tipo que sean, es decir mis huesos y las
ropas que me cubren. También les lego los gastos de mi entierro y los siguientes recuerdos: en primer
lugar, el recuerdo de su buena fe al creer que los quince años que estuve en Sing Sing los pasé en
Australia; en segundo lugar, el recuerdo de su optimismo al suponer que esos quince años me
proporcionaron grandes riquezas y que si viví a costa de ellos, les pedí dinero prestado y jamás gasté
un céntimo de mi peculio, lo hice porque fui un avaro cuyo tesoro heredarían y no porque no tenía más
dinero que el que les pedía; en tercer lugar, por su credulidad al pensar que les dejaría algo en el caso
de que lo tuviera; y, en último lugar, porque su lamentable falta del más mínimo sentido del humor les
impedirá comprender cuán divertido ha sido todo. Firmado y sellado…»
Spade alzó la mirada para añadir:
-Aunque no lleva fecha, está firmado Timothy Kieran Binnett con grandes rasgos.
Ira Binnett estaba rojo de ira. El rostro de Wallace tenía una palidez espectral y todo su cuerpo temblaba.
Joyce Court había dejado de curar el brazo de Timothy Binnett.
El anciano se incorporó y abrió los ojos. Miró a sus sobrinos y se echó a reír. No había nerviosismo ni
demencia en su risa: eran carcajadas sanas y campechanas, que se apagaron lentamente.
-Está bien, ya se ha divertido -dijo Spade-. Ahora hablemos de las muertes.
-De la primera no sé más que lo que le he dicho -se defendió el viejo- y no es un asesinato, porque yo
solo…
Wallace Binnett, que aún temblaba espasmódicamente, musitó dolorido y con los dientes apretados:
-Es mentira. Asesinaste a Molly. Joyce y yo salimos de la habitación cuando oímos gritar a Molly,
escuchamos el disparo, la vimos derrumbarse desde tu habitación, y después no salió nadie.
El anciano replicó serenamente.
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-Te aseguro que fue un accidente. Me dijeron que acababa de llegar un individuo de Australia que quería
verme por algo relacionado con mis propiedades en ese país. Entonces supe que había algo que no encajaba -
sonrió-, pues nunca estuve en esas latitudes. Ignoraba si uno de mis queridos sobrinos sospechaba algo y había
decidido tenderme una trampa, aunque sabía que, si Wally no tenía nada que ver con el asunto intentaría sacarle
información sobre mí al caballero de Australia, y que tal vez perdería uno de mis refugios gratuitos -rió entre
dientes-. Decidí contactar con Ira para regresar a su casa si aquí las cosas se ponían mal e intentar sacarme de
encima al australiano. Wally siempre pensó que estoy medio chiflado -miró de reojo a su sobrino- y temió que
me encerraran en el manicomio antes de que testara a su favor o que declararan nulo el testamento. Verán, tiene
muy mala reputación después del asunto de la Bolsa, y sabe que, si yo me volviera loco, ningún tribunal le
encomendaría el manejo de mis asuntos…, mientras yo tuviera otro sobrino -miró de soslayo a Ira-, que es un
abogado respetable. Sabía que perseguiría al visitante, en lugar de montar un escándalo que podía acabar
conmigo en el manicomio. Así que le monté el numerito a Molly, que era la que estaba más cerca. Pero se lo
tomó demasiado en serio. Yo tenía un arma y dije un montón de chorradas acerca de que mis enemigos de
Australia me espiaban y de que pensaba bajar de un balazo a ese individuo. Se inquietó excesivamente, e intentó
arrebatarme el arma. La pistola se disparó sola y tuve que hacerme los morados en el cuello e inventarme la
historia sobre el hombre corpulento y moreno -miró desdeñosamente a Wallace-. No sabía que él me cubría las
espaldas. Aunque no tengo una gran opinión sobre Wallace, jamás imaginé que sería tan vil como para encubrir
al asesino de su esposa…, aunque no se llevaran bien, solo por dinero.
-No se preocupe por eso -dijo Spade-. ¿Qué dice del mayordomo?
-No sé nada del mayordomo -repuso el anciano, y miró a Spade cara a cara.
El detective privado añadió:
-Tuvo que liquidarlo rápidamente, antes de que pudiera hablar o actuar. Bajó sigilosamente por la
escalera de servicio, abrió la puerta de la cocina para engañarnos, fue a la puerta principal, tocó el timbre, la
cerró y se ocultó al amparo de la puerta del sótano, debajo de la escalera principal. Cuando Jarboe abrió la
puerta, le disparó, tiene un orificio en la nuca, accionó el interruptor que está junto a la puerta del sótano y subió
sigilosamente por la escalera de servicio, a oscuras. Luego se disparó cuidadosamente en el brazo. Pero llegué
demasiado pronto, así que me golpeó con la pistola, la lanzó por la puerta y se despatarró en el suelo mientras
yo seguía viendo las estrellas.
El viejo se sorbió los mocos.
-Usted no es más que…
-Ya está bien -dijo Spade con paciencia-. No discutamos. El primer crimen fue accidental, de acuerdo.
Pero el segundo, no. Será fácil demostrar que ambas balas, más la que tiene en el brazo, fueron disparadas con
la misma pistola. ¿Qué importancia tiene que podamos demostrar cuál de los crímenes fue asesinato? Solo se
ahorca una vez -sonrió afablemente- Y estoy seguro de que lo colgarán.
FIN
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Cómo triunfar en la vida


Angélica Gorodischer

A la memoria de Pedro Giacaglia

—Es una buena chica —decía yo.


Lo decía todos los días,
probablemente tres veces por día cuando
los demás se quejaban de que era lerda,
distraída, medio opa, de que aparecía
dónde menos uno se la esperaba porque
caminaba como los gatos, y de que estaba
siempre en el camino de alguien.
—Es una buena chica —decía yo, y
agregaba para mí mismo: —
Irremediablemente tonta la pobre.
Es que mi hermana mayor, el Señor
la tenga en Su santa gloria, era
insoportable: monstruosa,
indescriptiblemente insoportable. Mi
hermana mayor, doña Raquel del
Santísimo Rosario Fidanza Rojas de Garay
Elgorralde, Raquelita para las amistades, y
Quelita para los íntimos, era mandona, gritona, mal educada, desconfiada, maliciosa, avara, fanfarrona y
alguna otra virtud que me dejo en el tintero. Pero ella la aguantaba porque era una buena chica; y no la
aguantaba por el sueldo, que era, como decía mi sobrina Marta, decente. Lo cual, para cualquiera que
haya conocido a mi sobrina Marta, significaba miserable.
La aguantaba porque era una buena chica, y una buena chica aguanta lo que sea y hasta acepta
todo con gusto. Mi hermana Quelita le gritaba porque el chocolate del desayuno estaba frío o estaba
demasiado caliente; porque las almohadas no estaban bien arregladas, porque entraba demasiada luz,
porque entraba poca luz, porque no tenía a mano las pastillas, no, ésas no, las otras, y las gotas, y el
vaso de agua y la bolsa de agua caliente y el libro que había estado leyéndole ayer y los mitones y el
rosario y vaya uno a saber qué más. Ella tenía puesta en la cara una semisonrisa casi etérea o habré
querido decir eterna y deslizaba un:
—Sí, señora, no se preocupe, ya se lo arreglo.
Lo arreglaba y después se sentaba y le leía durante horas, sin cansarse, sin protestar, sin pedir
permiso para ir al baño. Más que una buena chica era una santa. Irremediablemente tonta pero santa.
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A las doce y media Quelita se levantaba y su toilette para bajar al comedor hubiera hecho poner
verde, de envidia al Rey Sol. A la una y cuarto entraba al comedor, a la una y media empezaba a
almorzar con la familia, y supongo que ese bienvenido intervalo le servía a la Chuchi para comer,
descansar, dormir, coleccionar tarántulas, tocar el clarinete o lo que fuera lo que hacía con su vida. A mí
me gustaba pensar que se encerraba abajo en el cuarto de la caldera y aullaba insultos, improperios y
maldiciones contra Quelita mientras golpeaba las paredes con sus puñitos cerrados. Y que a las tres, con
su carucha de siempre, ya tranquilizada su alma, volvía arriba y acostaba a Quelita para la siesta.
Probablemente no. Probablemente comía tranquila en la antecocina, sopa de tapioca, puré de
papas o alguna otra cosa por el estilo y chuño de postre, y después se sentaba en la galería a esperar
que sonara la campanilla en el dormitorio de Quelita.
Pobre chica. Hacía dos años y unos meses que aguantaba. Marta la había tomado cuando yo
estaba en Europa y de verla nomás había pensado:
—Ésta no nos dura ni dos meses.
Que era lo que nos había durado la anterior, una amazona aguerrida con cara de bull-dog en la
que habíamos puesto nuestras mejores esperanzas y que se había declarado vencida después de un
desagradable incidente con una escupidera del que es mejor no hablar. La predecesora de la amazona
había sido una gorda plácida y rubia que había durado, creo, una semana y media. Antes había habido
otra de cuya cara ni me acuerdo pero que duró casi cinco meses, todo un récord. Y antes, bueno, un
ejército de mujeres flacas, gordas, petisas, altas, viejas, jóvenes, brutas, cultas, criollas, gringas y lo que
fuera, se confunden en mi memoria, todas huyendo aterradas y ofendidas, con la valijita en la mano
izquierda y apretando con la derecha un pañuelo hecho un bollo contra la nariz y la boca.
Cuando volví y fui a visitar a mi hermana, Marta no me dio ni los buenos días. En cuanto me vio
dijo:
— ¿Sabés cuánto hace que está?
Mis pensamientos no tienen la agilidad del rayo: siempre he sostenido que para qué molestarse si
los otros terminan por decir lo que quieren, que en general no es lo que uno quiere oír, pero entendí
instantáneamente:
— ¿Cuánto?
—Siete meses.
Suspiré:
—Esta vez la pegamos —pensé dos segundos—. ¿Cómo es? Suspiró ella:
—Tranquila. Calladita. Limpia. Eficiente —pausa—. ¡Me saca de quicio! Me la encuentro en todas
partes, camina como gato, se sonríe de costadito y dice disculpe señora, perdón señora, con permiso
señora, yo no sé, es una especie de fantasma ubicuo porque también le hace compañía a mamá, no sé,
no sé, me desorienta un poco.
— ¿Es vieja?
—Pero no. Es joven, casi te diría que muy joven.
— ¿Cuántos años?
—Qué sé yo, dejáme de embromar.
— ¿No viste la cédula?
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—Sí, pero no me acuerdo. Veinte, diecinueve, veinticinco, algo así. Dos días después empecé a
decir:
—Es una buena chica.
Se llamaba Natividad, Natividad Lavallén. Toda la familia empezó diciéndole Natividad. Al poco
tiempo los chicos le decían Nati y Marta estaba a punto de contagiarse cuando Matildina que tenía ocho
años dijo un día:
—Es una chuchi.
Y todos le dijeron Chuchi de ahí en adelante. Todos, incluso Eliseo que es el tipo menos inclinado
a los apodos que pedirse pueda, Chuchi de aquí, Chuchi de allá. A ella parecía gustarle. Por lo menos, no
protestó.
Esa mañana, me refiero al día en el que me enteré de su existencia, subí al cuarto de Quelita, le di
un beso, le dije que la veía espléndida, ella bufó y me dijo que se iba a morir pronto y que el doctor
Iraola era un inútil y yo le dije que cuánta razón tenía pero que por favor no se muriera todavía, al
menos no hasta que yo no le hubiera contado mi viaje. Y mientras tanto la miraba de reojo para ver
cómo era. Quelita dijo:
—Sentáte ahí y contáme, no, ahí no, en la butaca. Sí, ahí, váyase, Chuchi,
¿no ve que molesta? y cierre bien la puerta que siempre la deja medio abierta, digamé, ¿no será
que pone la oreja para oír lo que yo digo acá adentro?, no, no me diga que no, todas ustedes son
iguales, si lo sabré yo, vaya, vamos, qué hace parada ahí como una boba, espere, tráigale una copa de
oporto al doctor, y no le vaya a dar al trago mire que yo sé hasta dónde están las botellas, en bandeja
con carpeta almidonada pídale a Ignacia, vamos, y servilleta no se olvide, vamos, vaya, vaya.
—Sí, señora, enseguida —dijo la Chuchi con una sonrisa como si le hubieran dicho un piropo y
salió cerrando bien la puerta.
—Bueno, a ver, contáme.
—Quelita, por favor, ¿no podrías dejar de hablar de mí diciendo "el doctor"?
—Qué hay, ¿acaso no sos doctor vos?
—Sí soy. Tengo el título porque papá se empeñó, pero no ejerzo, no soy doctor, no me gusta ser
doctor.
—A vos lo que te gusta es la buena vida.
Tuve que asentir. Y después de asentir empecé con Lisboa. Había llegado a Santiago de
Compostela cuando entró la Chuchi con la copa de oporto en una bandeja, servilleta, carpeta, todo
impecable.
—Esa copa está sucia —dijo Quelita.
—Quelita, hacé el favor —dije yo.
Pero no hubo nada que hacer. La Chuchi entró con otra copa impecable cuando yo rozaba los
Alpes en el auto de los Rendon. Antes de que Quelita abriera la boca para decir que la carpeta estaba
arrugada o que la bandeja era demasiado grande, demasiado chica, demasiado redonda o vaya a saber,
salté al ruedo:
—Isabelle sigue siendo la misma tonta de siempre.
Quelita se relamió mientras se remontaba a la abuela materna de Isabelle:
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—Ridícula, querido, era una ridícula. También, hay que saber de dónde venía, porque ella decía
que era hija de Ruy Aldanza y su primera mujer, ¿te acordás de los Aldanza?, pero yo sé, porque me lo
dijo Bernardita Holm, que…
Y siguió así mientras la Chuchi se escabullía. Me tomé el oporto, oí las crónicas familiares de
media Europa y la Chuchi volvió para vestir a Quelita sin que yo hubiera podido llegar a París.
Me levanté, fui a la puerta, puse la mano en el picaporte y dije:
—Hay un poco de olor a —me arrepentí pero ya era tarde.
—Sí—dijo Quelita mientras se sacaba la cofia—, la Chuchi pinta. Se entretiene y no me deja sola
mientras descanso.
—Qué bien —dije, y salí pitando, no fuera que Quelita empezara a protestar por el olor a
aguarrás.
Pero no. Ni ese día ni los siguientes protestó; al contrario, como al pasar comentó que era olor a
limpio.
La historia era la siguiente: a Quelita no le bastaba con exprimirla a la Chuchi. De vez en cuando
la mandaba a ayudar a alguien a hacer algo que ella después supervisaba: arreglar los roperos de los
chicos, guardar la ropa de invierno, poner orden en el armario del office, lustrar cubiertos o teteras o
azucareras. Eran cosas que se hacían en las raras ocasiones en las que Quelita salía: visitas de pésame,
misas especiales, cementerio, todas circunstancias en las que la Chuchi no era presentable. Y Quelita
sostenía que no había que permitir que la servidumbre se aburriera y encontraba diversiones para todos
y especialmente para la Chuchi.
Cuando Quelita llegaba de vuelta, la Chuchi le sacaba el sombrero y los guantes, le guardaba la
cartera, y la llevaba a ver los armarios o la ropa doblada o las cucharitas de café lustradas.
Un día, como en los cuentos, la Chuchi dijo:
—Y vea, señora, lo que encontramos Yolanda y yo en el altillo sobre el garaje.
—Esteban —dijo Quelita. La Chuchi guardó silencio.
—Esteban —insistió Quelita—. Vaya a llamar a la señora Marta enseguida, vamos, muévase,
Chuchi, ¿siempre hay que repetirle las cosas a usted?
La Chuchi ya estaba en el corredor de arriba buscando a Marta.
Esteban estaba muerto hacía como veinte años y era leyenda o poco menos.
Se había ido a París muy joven y había estudiado no me acuerdo con quién y había vivido la loca
bohemia y fumado opio y tomado ajenjo en los cafés y se había enamorado de cantantes y de bailarinas
y de putas finas y de las otras y se había agarrado el mal francés como corresponde y además una
buena tisis como también corresponde. Había vuelto derrotado, barbudo, maloliente, flaco, pobre de
dinero pero rico de experiencia como dijo al desembarcar, cargado de telas en blanco y de telas
pintadas por él y por sus amigos. Todos unos vagos atorrantes descastados y viciosos como había
dictaminado Quelita que era joven entonces pero ya apuntaba como jefa de la tribu.
Esteban se había muerto tuberculoso al poco tiempo y Quelita había hecho quemar la ropa, las
sábanas, los papeles y hasta la valija, y alguien había guardado las telas en blanco y las pintadas en el
altillo.
—Hay que tirar toda esa porquería —dijo Marta.
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Cualquier día. Si alguien decía que había que hacer algo, Quelita sostenía que había que hacer lo
contrario. De manera que la Chuchi y Yolanda guardaron las telas y no se habló más del asunto.
No, me equivoco. Lo que pasa es que no sé cómo fue y nadie pudo nunca explicármelo. Parece
pero solamente parece, que una tarde Quelita se enojó más de lo que acostumbraba porque al
despertarse de la siesta tuvo que llamar dos veces,
¡dos veces! a la Chuchi para que la ayudara a levantarse y vestirse para el té. La Chuchi aguantó
como aguantaba todo porque era una buena chica, y cuando pasó la tormenta dijo que ella podría
quedarse en el cuarto de Quelita mientras Quelita dormía.
—De ninguna manera —dijo Quelita—, faltaba más. Usted porque es una haragana que no se
molesta en venir rápido cuando la llamo. Vea si va a estar ahí sin hacer nada mientras duermo, qué
barbaridad.
Entonces, no sé si ese mismo día o al otro o al otro, porque si algo tenía ella era sentido de la
oportunidad, la Chuchi sugirió la antecámara. Parece que le dijo a Quelita que ella, la Chuchi, había
estudiado dibujo y pintura, y que entonces podía aprovechar las telas que estaban guardadas y hacer
algunos bocetos mientras ella, Quelita, dormía.
No sé cómo se las arregló, pero la cosa es que Quelita aceptó. Se me ocurre que debe haber
pensado que no la podía poner a coser porque para eso estaba la costurera que iba dos veces por
semana, ni a lustrar las cosas de plata porque para eso estaban Yolanda y Jesusa, ni a limpiar las alhajas
no fuera que le fuera a robar alguna, y que así la tenía más a mano para mandonearla. La cuestión es
que la Chuchi puso unos diarios viejos sobre la mesa oval y empezó a dibujar las telas en blanco.
Un horror, para decir la verdad, un verdadero horror. Marta dijo:
—Qué bonito —frente a un paisaje de patio con aljibe. Quelita ni se dignó mirar.
Marta le compró pinturas, aguarrás y pinceles a la Chuchi a ver si la cosa mejoraba. Por un par de
días todos esperaron el estallido de Quelita quejándose del olor a pintura o a aguarrás, pero ella dijo
que estaba bien, que era olor a limpio.
—Pero eso sí, no se haga ilusiones, Chuchi, no se crea que con esa tontería de la pintura usted va
a dejar de lado sus responsabilidades, que las tiene, y muchas, y nunca las cumple a mi gusto.
—No, señora, no se preocupe —dijo la Chuchi con una sonrisa.
—Todos los pintores son unos holgazanes indecentes que lo único que quieren es estafar a la
gente honrada con unas pinturitas que cualquiera puede hacer si se lo propone. Eso de pintar es un
pretexto para no trabajar. Y usted mucho cuidadito —le dijo a la Chuchi enarbolando el índice de la
mano derecha cerca de la nariz de la chica.
—Sí, señora —dijo la Chuchi.
—Está bien que una señorita aprenda acuarela —siguió Quelita— o pintura sobre seda, total,
después se casan y se olvidan de esas pavadas, pero usted no es una señorita, no se olvide y
manténgase en su lugar.
—Sí, señora —dijo la Chuchi.
La Chuchi empezó a pintar. No mejoró, ni con la acuarela ni con el óleo. No mejoró pero
aumentó su producción: montones de paisajes, floreros con flores, marinas, nocturnos y naturalezas
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muertas se fueron acumulando en su cuarto, porque Quelita no iba a permitir que los "cuadros" de la
Chuchi ocuparan lugar en los armarios y ni siquiera de vuelta en el altillo sobre el garaje.
Y entonces llegó Carlos Maximiliano.
Carlos Maximiliano Bellefeuille, estoy deformando un poco los apellidos por razones evidentes, es
el hijo menor de mi hermana Josefina del Carmen.
Josefina conoció a Edouard en un viaje, maldito viaje decía mi padre, y Edouard la siguió por toda
Europa y la raptó en el carnaval de Venecia, juro que esto es verdad, y por supuesto se casaron, y contra
las expectativas de toda la familia fueron felices y vivieron en las afueras de París y tuvieron montones de
hijos. Nunca sé cuántos ni quiénes son los Bellefeuille. Siempre aparece uno nuevo o una nueva y yo me
hago el que lo recuerdo perfectamente, querido sobrino, querida sobrina. Siempre alguno se casa,
siempre alguna tiene hijos, siempre algún hijo de los hijos toma la primera comunión, en fin, es una
suerte que vivan tan lejos y cuando voy a Europa, por supuesto que ni me arrimo a lo de Josefina y
Edouard.
Pero Carlos Maximiliano es otra cosa. Si yo nací para la buena vida, y a Dios gracias me puedo
dar el lujo de vivirla, Carlos Maximiliano nació para seducir al mundo en general y a las mujeres en
particular, a todas y a cada una de ellas, y a Dios gracias se puede dar el lujo de hacerlo.
Ni siquiera se lo propone. Avizora a una mujer, de entre tres y noventa años, le sonríe, le dice
algo, cualquier cosa, le hace un gesto, le sugiere que ha llegado a su vida en el momento preciso, y ya
está, ya se puede ir tranquilo con la música a otra parte. Ni siquiera se enojan con él. Lloran un poquito,
guardan una flor entre las páginas de un libro y se casan con un contador público nacional y tienen hijos
y apuesto a que uno se llama Carlos. O Maximiliano.
Quelita no era la excepción. Llegaba Carlos Maximiliano y el humor de mi hermana mayor
cambiaba y ella se convertía en una dulce criatura que permitía que su sobrino tomara su mano entre las
de él y la guardara así largo rato mientras le contaba sus viajes y le decía que la próxima vez, el año que
viene, en julio que es el mes ideal, tenía que decidirse e ir con él al Tibet o a Madagascar o al Congo y
que ya iba a ver cómo se iban a divertir los dos y cómo iban a ir a la playa a ver salir el sol dorado
mientras los tontos roncaban en sus camas y se perdían toda la magia de la vida que sólo ellos, ellos
dos, sabían apreciar.
Nunca supe cómo lo hacía.
Esta vez fue como las otras veces y Quelita y él hablaban y se reían como dos chicos felices
mientras toda la familia aprovechaba el recreo y de paso se preguntaba lo mismo que yo: cómo lo hace,
cómo.
Esta vez sin embargo no fue como las otras veces porque esta vez estaba la Chuchi. La Chuchi
que cuando vio aparecer a Carlos Maximiliano, cuando vio su sonrisa y su pelo rubio y sus ojos color
miel y ese paso como de tambor mayor, elegante pero con algo de picardía; cuando oyó esa voz y sintió
esa risa y ese olor a colonia y a tabaco turco, se dio cuenta por primera vez de cuán vasto es el mundo,
cuán corta la vida, cuán misterioso el destino, cuán maravillosos los colores de los sueños. No sé con
seguridad nada de esto: la Chuchi nunca me hizo confidencias, pero la vi cuando ella lo vio y adiviné
todo porque yo, dado a la molicie, también o quizá por eso soy dado a la observación de las gentes. La
vi seguirlo con la mirada, vi cómo sus labios se separaban apenas, cómo le temblaban las aletas de la
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nariz, cómo los ojos le brillaban, cómo las manos hacían gestos inacabados, cómo tuvo que sentarse
para no caerse al suelo. La vi y por un momento tuve miedo. Pero después reflexioné y me dije que no
había cuidado. Y tuve razón. Era una buena chica: tuvo que haber sabido desde el principio que no
había nada que hacer, y se conformó como se conformaba con los malos tratos de Quelita. Aguantó.
Él la sedujo como seducía a todas, a la princesa de Von Traini y a Yolanda, a Quelita y a Isabelle, a
su madre y a sus tías y a la dependienta de la farmacia y a todas las mujeres que se le cruzaban. Le dijo
una cursilería como:
—Querida, usted es el ángel de la guarda de mi tía. Todos somos felices de que usted esté aquí.
Y la Chuchi, ella sí fue feliz. También le dijo:
—Pero querida, sus cuadros son pre-cio-sos. Usted tiene un talento sutil que sólo las almas
delicadas como la suya, ay, muy pocas, pueden percibir.
Y la Chuchi tuvo un ataque de pintura al óleo y pintó como diecisiete paisajes y un retrato
espantoso de Carlos Maximiliano con alas de ángel y aureola, y terminó con todas las telas en blanco.
Como estaba enamorada hasta el caracú, tuvo la osadía de ir a pedirle permiso a Quelita para
seguir pintando sobre las telas ya pintadas. Y como Quelita también estaba enamorada hasta el caracú,
tuvo la generosidad de decirle que sí, que pintara en donde se le diera la gana y que se fuera de una vez
que estaba por llegar Carlos Maximiliano.
La Chuchi pintó y pintó y pintó, y en los intervalos lo miraba a Carlos Maximiliano y él se daba
cuenta y le decía querida descanse un poco que yo me ocupo de mi tía mientras usted piensa en su
próxima obra y ella sonreía y descansaba pensando en él. Y yo deseaba que se dedicara a coleccionar
tarántulas o a tocar el clarinete porque Carlos Maximiliano se iba a volver a Europa y a ella no le iba a
quedar nada pero nada. A Quelita sí: Quelita iba a volver a martirizarla con órdenes y gritos y se iba a
consolar rápidamente hasta el próximo viaje del sobrino. Pero ella, la Chuchi, no tenía nada, salvo los
mamarrachos que pintaba en las telas usadas. Decidí que cuando se le terminaran, le iba a comprar unas
cuantas para que siguiera pintando retratos de mi sobrino o paisajes o lo que se le diera la gana, qué
tanto.
Y en efecto, Carlos Maximiliano vino un día a despedirse, se despidió y se fue. Quelita empezó a
los gritos porque las cobijas no estaban bien estiradas y la Chuchi corrió a arreglárselas.
¿Y la Chuchi? La vigilé durante unos días y no vi nada. No suspiraba ni lloriqueaba en los rincones,
ni se quedaba con la mirada perdida ni se desmayaba de amor ni nada.
—Es una buena chica —dije.
Pero no dejaba de asombrarme. ¿Cómo era posible que no sufriera? Me convencí de que sí, de
que sufría y no se permitía mostrarlo. Es una santa, pensé, santa aunque tonta.
Carlos Maximiliano ni siquiera escribió, claro: nunca lo hacía. Pero la Chuchi no salía a la puerta a
esperar desesperanzadamente al cartero. Ni siquiera se enteraba de cuándo llegaba el cartero. Quelita
no le hubiera permitido ir a esperarlo tampoco. La tenía zumbando como siempre y ella como siempre
decía:
—Sí, señora, no se preocupe, ya se lo arreglo.
Eso sí: dejó de pintar, de modo que no tuve que salir a comprar telas nuevas. No pintó más. Se
sentaba en la antecámara y esperaba a que Quelita se despertara y la llamara. A veces revisaba libros
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buscando alguno para leerle a Quelita. A veces bordaba pero Quelita se lo prohibió porque dijo que se
le podía caer una aguja y eso era peligroso porque ella, Quelita, podía sentarse encima y clavársela y
que las agujas se mueven en el interior del cuerpo y si llegan al corazón lo pinchan y una se muere.
También intentó tejer, la Chuchi, pero Quelita le dijo que dejara eso, que parecía una chusma de barrio
de esas que se sientan en la vereda a criticar a las vecinas. No sé de dónde sacaba la analogía, pero la
Chuchi tuvo que dejar de tejer y quedarse ahí nomás, sentada, esperando que Quelita se despertara de
la siesta.
Una mañana, sin necesidad de que ninguna aguja le pinchara el corazón, Quelita amaneció
muerta.
La encontró la Chuchi, que entró al dormitorio intrigada porque la campanilla no sonaba y el
chocolate se iba enfriando en la chocolatera. Le cerró los ojos, la fue a buscar a Marta y cuando la vio se
puso a llorar. Marta casi se desmaya de la sorpresa: ¡la Chuchi llorando! Consiguió que le dijera lo que
pasaba, subió al dormitorio, me llamó, en fin, que la muerte se instaló en la casa y todos le hicimos
lugar. Marta llamó a Josefina y se enteró de paso de que Carlos Maximiliano estaba en Italia.
Después la consolamos a la Chuchi, cosa que nos costó bastante trabajo. Cuando conseguimos
que dejara de llorar le hicimos dar un té de tilo y la mandamos a acostarse. Pero igual, silenciosa y como
pidiendo permiso, se instaló junto al cajón y la veló como hubiera velado a su madre. Lloraba de a ratos
y de a ratos se quedaba como adormecida y después levantaba la cabeza y miraba las coronas y los
velones, y en uno de esos momentos la vi como lo que no era, qué raro. Llorosa y con la nariz colorada
y los párpados hinchados, a la luz de las velas parecía bella. Los ojos resplandecían y el pelo alborotado
le hacía como una corona de trigo y luz. Y vi que en realidad era bella. Tenía rasgos diminutos y finos,
una boca suave y una nariz recta con personalidad y una frente limpia y ancha. Pensé que hubiera sido
una envidiable modelo de pintores, y que era una lástima que nadie la hubiera pintado no como ella
pintaba sus monigotes sino en serio, con los colores de un Fra Angélico, con el drama de un Géricault,
con la serenidad de un Ingres. Se me ocurrió que yo, que nadie, nadie sabía si tenía madre, padre,
familia, alguien. Que no sabíamos adónde iba las tardes de los jueves y las de domingo por medio. Pero
no era momento para preguntarle y la dejamos estar ahí toda la noche y venir con nosotros al
cementerio. Marta la hizo figurar en el anuncio fúnebre: "su fiel servidora, Natividad Lavallén".
Al día siguiente la Chuchi dijo que se iba. Marta, todavía conmovida por el cariño que por lo visto
le tenía a Quelita a pesar de todos sus maltratos, le dijo que si quería quedarse unos días hasta que
encontrara otro trabajo, que se quedara, y que le daríamos las mejores referencias que se pueden
conseguir en este mundo. Ella agradeció, aceptó las referencias, pero dijo que se iba y que quería
hacernos un regalo porque nosotros habíamos sido tan buenos con ella.
—Pero no, Natividad —dijo Marta—, usted no nos tiene que hacer ningún regalo. Nos basta con
lo maravillosamente que la atendió a mamá.
Por lo visto la Chuchi había vuelto a ser Natividad por obra y gracia de la muerte.
—Sí, señora Marta, sí, no me prive de que les deje algo mío.
—Bueno, si es así —dijo Marta—, sea lo que sea, se lo agradecemos mucho.
Y la Chuchi nos regaló sus cuadros. Bueno, no todos. Nos regaló más o menos una docena. Los
mejores, dijo ella. Los otros se los llevaba ella para tenerlos de recuerdo de los días felices que había
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pasado en la casa. ¿Días felices?, pensé yo. Y, sí, se había enamorado y supongo que eso es la felicidad,
aun cuando se trate de un amor peor que no correspondido, ignorado. Suspiré y la besé cuando se fue.
La vida siguió, parecía que como siempre. Digo que parecía, sólo parecía, porque algo me
molestaba y con el tiempo me di cuenta de que ese algo era la Chuchi. Casi suspendí mi buena vida
para pensar en ella. Ahora que no estaba me daba cuenta de que había algo incongruente en la Chuchi.
Era una buena chica, una santa, medio tonta. Me repetí eso una vez y otra vez y finalmente me dije no,
no puede ser.
Pero me quedé ahí, no pude sacar conclusiones, sólo podía decirme que nadie puede ser tan
tonto como para dejar que lo maltraten por unos pocos pesos cama adentro trabajando mañana tarde y
noche y sin recibir un estímulo, una palabra amable, gracias, Chuchi, qué bien, nadie me tiende la cama
como usted, qué rico está el chocolate, si no fuera por usted me olvidaría de tomar las píldoras.
¿Por qué había aguantado tanto la Chuchi? ¿Por qué había permitido que le dijeran Chuchi que
es un ridículo nombre casi de perro cuando ella tenía su precioso nombre, Natividad o incluso Nati?
¿Eh? ¿Por qué? Vaya a saber. No había sacado nada de tanta servidumbre, de tanta sumisión. Nada
salvo unos cuadros horribles pintados sobre las telas usadas que Esteban había traído de París.
Me fui olvidando del asunto. No supe nada más de la Chuchi. Me acordé de ella mucho tiempo
después cuando vi en los diarios la subasta en Sotheby de siete cuadros que se habían vendido a
precios siderales, entre ochocientas mil y novecientas mil libras cada uno. Habían sido de un
coleccionista sudamericano cuyo nombre no se daba y eran perfectamente desconocidos y
perfectamente auténticos, sin papeles, pero aptos para pasar todas las pruebas. Una situación no muy
acostumbrada para Sotheby, pero que había resultado un gran negocio, tanto para los rematadores
como para la persona que había llevado las obras. A la perinola, pensé, seguro que los cuadros de la
Chuchi no se venderían ni a cinco libras cada uno. Había dos Picassos de la primera época, un Aduanero
Rousseau, tres Juan Gris y un Matisse increíble, todo anaranjado y azul Francia con estrellas doradas en
collage y la silueta en negro de una bailarina que levanta los brazos y echa hacia atrás la cabeza
riéndose con una boca granate llena de dientes blancos. Estaba la foto en colores en el suplemento del
diario. Qué no daría uno por tener ese cuadro en su casa, qué no daría.
Pasó. Volvió el recuerdo de la Chuchi cuando supimos que Carlos Maximiliano se había casado en
Londres con una muchacha que Josefina todavía no conocía. Pobre Chuchi, dijimos con Marta, menos
mal que no se enteró del casamiento del objeto de su amor.
— ¿Te acordás del retrato de Carlos Maximiliano con alas de ángel? —le pregunté a Marta.
Nos reímos un rato.
Algo hizo clic en mi cabeza. No, no en mi cabeza, en mi estómago, y no era gastritis. Pero Marta
dijo:
— ¿Ese fue uno de los que nos regaló?
—No —dije yo—, a ése se lo llevó.
—Ah, claro, cómo no se lo iba a llevar como recuerdo, pobrecita.
—Era una buena chica —dije yo.
Y el momento pasó y el clic se quedó en clic.
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Hasta que una noche, a las tres de la mañana, me desperté sobresaltado y me senté en la cama
como si me hubieran puesto un resorte en el traste. No había tenido una pesadilla. Estaba durmiendo
solo, cosa que me sucedía desde hacía un tiempo con mayor frecuencia que antes, y algo había caído
sobre mí como un rayo. Era el clic.
La Chuchi. Ya sé, dije, y creo que lo dije en voz alta, ya sé: estuve pensando que me estoy
poniendo viejo y que ojalá pudiera contratarla a la Chuchi para que me cuidara como la cuidó a Quelita.
Sólo que yo la trataría con toda amabilidad porque era una buena chica, un poco tonta pero una santa.
Sí, había estado pensando eso mientras me iba durmiendo. Y había seguido pensando: bueno,
pero no la puedo contratar, ahora que se ha casado con Carlos Maximiliano. Y me había dormido.
¿La Chuchi casada con Carlos Maximiliano? ¿De dónde había salido esa idea? ¿De dónde habían
salido los cuadros que se vendieron en Sotheby? El clic se convirtió en una sinfonía. Una sinfonía es ese
texto musical en el que todos los hilos que despliega el músico al comenzar y que forman una trama
que se abre y resuena hacia la mitad, se unen al final en un nudo apretado en el que la orquesta a pleno
dice con cuerdas, vientos y bronces y percusiones la frase final.
En ese gran final Carlos Maximiliano había visto en el altillo los cuadros de los amigos atorrantes,
viciosos y holgazanes de Esteban, a saber Picasso, Gris, Rousseau, Matisse, todos fumando opio, todos
tomando ajenjo, todos cambiándose sus cuadros, vendiéndolos por monedas o por comida y vino,
regalándolos a los amigos o a Gertrude Stein y su Alice B. Toklas en las calles de Montmartre. Carlos
Maximiliano no era tonto ni era un santo ni era un buen chico. Y la buscó a la Chuchi; no sé, hasta hoy
no sé quién era la Chuchi, dónde la encontró, pero es mejor así, y además uno ya lo sabe, todos los
seductores tienen un amor al que vuelven siempre y yo había alcanzado a verlo esa noche, la del velorio
de Quelita, y no me había dado cuenta de nada, idiota de mí. Había visto a la verdadera Chuchi, no la
santa, no la buena chica sino la preciosa criatura a la que el seductor siempre volvía.
Una actriz estupenda. Pero entonces, el premio era importante y les iba a caer a las manos sin
ninguna duda: Quelita era mucho mayor que yo, una hipertensa con un corazón grande y pulmones que
ya no le servían para mucho. Se iba a morir en cualquier momento. Lo decía a cada rato y uno ya no le
llevaba el apunte. Pero se murió y la Chuchi nos regaló las telas nuevas y se llevó las usadas de recuerdo.
Las hicieron limpiar, las llevaron a Londres, las vendieron, se casaron, y probablemente Josefina conocerá
a su nuera bajo otro nombre, no el de Natividad ni el de Nati ni, mucho menos, el de la Chuchi.
A las cuatro de la mañana de esa noche, frente a una taza de té, solo como nunca, me dije que
era una lástima y que tal vez yo terminaría dentro de no mucho tiempo en las manos de la amazona
aguerrida con cara de bull-dog o en las de la rubia gorda y plácida, pero ya jamás en las de la Chuchi.
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CON TINTA DE SANGRE


Juan Sasturain

―... la escribiré con sangre / con tinta sangre / del


corazón.‖
Julio Jaramillo, Nuestro juramento

En tu recuerdo es más fuerte o cercano el sonido del


mar, el Caribe se mueve en la oscuridad, es algo vivo, un gran
animal echado que murmura y se agita en sueños más allá del
malecón o a los pies de la terraza del club donde ella dice:
–Piensa que es el mismo mar, chico. En New Orleans o
aquí...
–No es lo mismo –porfías–. Eso pasa solamente en los
mapas.
–No entiendo los mapas.
–Son una cosa grande y celeste con algunas
excepciones...
En el recuerdo, ella ríe y brillan sus dientes en la
penumbra. No hay tantas luces como ahora, Santa Bárbara
está más oscura y vacía en la memoria, hay rachas de olores
vio- lentos a pantano, las estrellas son bajas, el espacio abierto desparrama las voces y la música se deja
llevar de un lado a otro de la isla.
En tu recuerdo los uniformes blanquean cada noche a lo largo de la ruta costanera todavía de
pedregullo. Te escapabas de la base, se escapaban agitados, de a dos, de a tres cada noche, con un
puñado de dólares para la complicidad de la guardia y un poco más. Y cuando recuerdas todo está más
lejos. Este camino que se escurre fácil ahora bajo las ruedas y te deja pensar era más largo: casi cinco
kilómetros andando bajo la luna entre risotadas y empujones por el malecón hasta el Guayaba Club, la
penúltima luz de la costa antes del faro de Santa Bárbara, el resplandor rojo contra la noche tropical.
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En el recuerdo también está más fresca la noche, las noches sucesivas que evocas como una sola.
Por la ventanilla del automóvil sientes la misma antigua brisa que erizaba de excitación tu nuca húmeda
y rapada de soldado mientras estacionas en el raleado cercado de palmeras y hay demasiado lugar para
un viernes, aunque ha de ser temprano. Los horarios de Santa Bárbara han cambiado en tantos años.
Los tuyos también, y no sólo eso.
Pisas la grava, la reconoces. Deberías escuchar una música que antes sentías brotar del edificio
blanco pintado a la cal entre los árboles, como una respiración, el latido unánime de una esponja, pero
no oyes nada aún. Te detienes un momento ante el resplandor opaco del neón que pone Gua- yaba en
rojo, parpadea Club en amarillo. Un cartel ofrece atracciones desconocidas, apellidos en tres o cuatro
idiomas, exagera como antes. Pero estas mentiras te interesan menos.
–Buenos días, mi sargento... –saludas ritualmente.
El colorido portero que aún no ha terminado de abrocharse la librea es joven y otro:
–Buenas noches, señor – te corrige formal, sin sonreír.
No tiene por qué saber que el saludo era la contraseña trivial para hacer la noche más joven, la
fiesta interminable. Entras al club como a una iglesia. La mujer gorda, vieja y demasiado pintada que
recoge tu impermeable en el guardarropa apenas si levanta los párpados. Te entrega una ficha nacarada
que reconoces y por el número bajo y gastado sabes que eres de los primeros clientes de la noche.
Adentro, nada que no sea olvidable ha cambiado pero la sala semivacía te resulta pequeña. Acaso
porque aún no está todo preparado para recibir a los habitantes de la noche. Pero el olor es igual. Tal
vez algunas de las sillas que esperan todavía invertidas sobre las mesas más lejanas tengan las patas
flojas y acaso en el pequeño escenario donde alguien se prodiga con cables y micrófonos haya menos
espacio, saturado como está por una batería de demasiados parches y parlantes grandes como
armarios. Piensas que el sonido de todo eso debe ser muy fuerte ahora, diferente de aquella intimidad,
aquel susurro:
Acércate más / y más y más... / Pero mucho más...
Primero era sólo la voz, y luego entraba ella. Almita. El spot la buscaba, vacilaba hasta quedarse
allí, junto al cortinado. Ella apenas movía el extremo de la gruesa tela carmesí y se deslizaba como por
un suave tobogán hecho con su propia voz hasta quedar en el centro de la luz, diciendo, prometiendo
rencor, esperando ternura en letras de bolero. Almita Velázquez no cantaba: las palabras se caían
apenas de su boca, se derramaban mentón y cuello abajo, la acariciaban chorreando el cuerpo nuevo y
sabio que se hamacaba sólo lo necesario.
En tu recuerdo ella casi balbucea, y el ritmo que la sostiene vibra en un escobilleo lento sobre el
parche más tenso, como si alguien acariciara un gato electrizado a contrapelo, gotea despacio y
espaciado en las tumbadoras y fluye en esa maraca rumorosa que Almita acuna contra su pecho
mientras hace susurrar las semillitas rojas y verdes que imaginas en su interior, la limadura de vidrio. Y
recuerdas, y la piel se te afloja, sientes que te queda holgada, como si fuera papel húmedo que se va
secando al sol de su voz:
Y bésame así/así, así... /como besas tú...
Y allí, como si caminaran sobre el teclado en puntas de dedos, entraban los acordes bajos,
separados como suspiros, que ponía Johnny Spinoza para que ella respirase, todos respiraran...
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–Caballero...
Te han sacado del recuerdo con voz profunda, inolvidable. Te das vuelta y es él. No ha cambiado
demasiado. Los mulatos envejecen raro, y los gordos. El Milpalmeras ocupa más lugar que antes tras la
barra. Está ahí, el busto de un emperador romano menor en un pasillo del Louvre, y te mira como si
tuvieras la cara un poco más adelante: sus ojos no te tocan, no llegan. Es la vieja mirada de barman,
rasgo de oficio.
–No hay nadie –dices casi sin pensar.
–Es temprano –interpreta él y se ocupa clásicamente de limpiar cosas limpias, te da la espalda un
momento.
–Es muy tarde –murmuras. Pero no te ha oído.
Te encaramas en el último taburete, lejos de él y de la caja, y lo miras deslizarse por el estrecho
espacio entre la barra y la fila de botellas como en una trinchera, como en un estuche que le queda cada
vez más justo. Es una gran bola de bowling, negra, blanda y sin agujeros, que se mueve lenta por la
corredera. Se acerca, ya viene. Ha cambiado la vieja camisa estampada que le dio el apodo por un
esmoquin morado que hace años no puede abotonar.
–Caballero... –recomienza.
–Whisky doble, Milpalmeras.
–Bien.
Ni un gesto, nada que indique que te ha reconocido. Mientras descorcha el Old Black te miras en
el espejo entre botellas semillenas. El bigote espeso y oscuro, el cabello ralo y largo, los gruesos y
apresurados anteojos te han convertido en otro hombre.
Te sirve una medida generosa; acierta y no pone hielo.
– ¿Cómo anda todo? – dices casualmente, como si ayer no fuera hace veinte años.
–Bien... Y tú, cómo.
No sabe quién eres, pero te tutea.
–Mal, pero acostumbrado.
–Eso está muy bien –dice.
No sonríe, y crees recordar que sonreía. Crees recordar.
Pero él no quiere.
–No me reconoces, Milpalmeras... –y te expones como la luz cenital como un pez de acuario.
Notas cierto brillo contenido en sus ojos pero él agita la cabeza, asegura que no y no.
–Piensa, en el sesenta, cuando levantaron la base americana... –dices.
Buscas bajo el vidrio de la barra entre las fotografías que registran la desordenada historia del
Guayaba Club. Hay una mesa ruidosa de soldados, mujeres y botellas. Son demasiados.
–Soy uno de éstos, seguro...
– ¿Tú estás aquí, chico?
–Ahá... –y te empinas el whisky con decisión imposta- da–. Solíamos venir con los compañeros
todas las noches, cuando cantaba Almita Velázquez.
Y se la señalas como a un niño en el retrato coloreado donde muestra antiguas piernas junto a
galanes cantores de bigotito recortado y combos con blusa floreada de mangas anchas.
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–Almita, claro... –asiente Milpalmeras y desvía la mirada hacia el escenario, a tus espaldas:
–Esa chica también es buena, sabes... –dice. Ni siquiera te vuelves, la miras por el espejo.
Ante dos o tres mesas ocupadas, una rubia muy joven comienza a decir The Man I Love con los
hombros desnudos y las manos perdidas en el piano. La escuchas hasta que llega al estribillo, frasea
prolijo.
–No como Almita –dices y adelantas el vaso.
–Claro.
Te sirve y te deja la botella cerca, a mano. La barra está vacía.
– ¿Cómo te llamas tú? – se atreve. Lo miras a los ojos:
–Carter... Bill Carter.
Asiente pero no te recuerda. Demuestras vocación de ser preciso:
–Yo era amigo de Bradley, de Bradley Ortiz...
–Bradley... –se ilumina apenas, por primera vez–. De él sí me acuerdo, chico... ¿Qué ha sido de él?
¿Lo ves tú?
–Lo veo, a veces.
–Erais varios de New Orleans, creo recordar...
–Sí.
Te empinas el whisky otra vez y no llegas al fondo; pero llegarás. Se hace un silencio breve luego
del último acorde del piano y la rubia se dobla en una reverencia exclusiva para juntar del suelo los
pocos aplausos que le han tirado. Des- vías la mirada en el espejo y te encuentras otra vez con las
piernas de Almita.
–Bradley estaba enamorado de ella, Milpalmeras.
El mulato va de las piernas de Almita a tus palabras, a lo que recuerda o no de Bradley y menea la
cabeza: no te cree. Por primera vez le ha cambiado la mirada y ya no mira delante de ti sino más atrás,
dos centímetros detrás de tus cejas, exactamente:
–Bradley era un pendejo, chico... –sentencia–. Tuvo su momento pero Almita le quedaba grande.
Grande de vida, de edad. Era demasiada mujer. Y no para él.
–Tampoco para Johnny Spinoza.
–Tampoco –confirma y se arrepiente de inmediato –. No era para nadie, entonces... Tal vez no era
para nadie.
En la pausa que se produce sientes que cada uno vuelve secreta y vertiginosamente al pasado, y
no a cualquier momento sino a uno en particular que no es necesario nombrar.
–Esa noche... – dices, sin embargo.
– ¿Estabas tú? –te interrumpe.
–Estaba con Bradley pero me fui enseguida porque había que madrugar; nos embarcábamos muy
temprano para Maracaibo. Él había jurado que no se iría sin ella, Milpalmeras... –tratas de convencerlo
con golpecitos de tu vaso otra vez vacío contra el vidrio–. Bradley estaba dispuesto a todo... Sentía que
el viejo Johnny Spinoza no podía ser un obstáculo entre los dos... Ella le había prometido que...
Algo, leve y duro a la vez, cruza como un pájaro, la sombra de un pájaro ante los ojos del mulato:
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–Johnny no era un obstáculo, chico... Ella era su mujer y él era mi amigo, casi mi padre. Un
―obstáculo‖ dices... –y la palabra se dibuja en los labios del Milpalmeras como si la amasara para hacer
un globo con ella–. Él me trajo aquí de lavacopas cuando yo era una mierdita, sabes... Y mírame ahora.
La gruesa mano del barman te cae sobre el hombro con el peso de una confesión. Está hablando
de algo de lo que no suele hablar y le interesa que lo sepas.
–Mírame ahora –te invita otra vez.
Lo ves. Estás a punto de preguntarle cómo y por qué ha pasado de la camisa al esmoquin pero
no te dejará:
– ¿Sabes que murió en mis brazos el muy cabrón de Johnny?
Claro que lo sabes:
–Me lo ha contado Bradley, muchas veces...
Al decirlo sientes que estás por tocar fondo, que en realidad has venido por eso y para eso al
Guayaba Club después de tanto tiempo. Insistes en los detalles:
– ¿Cómo fue en realidad, Milpalmeras? ¿Dónde estaban sentados esa última noche? –Y giras tu
cuerpo y tu mira- da por todo el salón, como buscándolos en el lugar y en el tiempo.
Él mueve los ojos, apenas esboza una dirección con el mentón, pero te indica sin dudas el último
reservado, casi al fondo, junto a los lavabos.
Te levantas del taburete. Pareciera que una curiosidad casi morbosa te lleva hasta allí. Todo ese
sector del salón está vacío. El cuero del tapizado es viejo y la mesa tiene muescas que la mugre y el
tiempo han equívocamente prestigiado. Cuando te das cuenta, el Milpalmeras ya está a tu lado, ha
abandonado la barra para acompañarte y señala el suelo junto a tu pie, a un costado del asiento:
–Mira, Carter: ahí están todavía las manchas –y te muestra los borrones oscuros, sombras en la
madera.
–Sangre...
–Tinta.
No te dará tiempo a la objeción.
–Tinta, chico... –reitera Milpalmeras–. Eso era lo que Johnny quería decir o al menos dijo aquella
noche.
El mulato regresa caminando hacia la barra agitando la cabeza y no sabes si sonríe, llora o
simplemente se balancea como un oso escéptico o memorioso.
Cuando te vuelves a acordar tienes otro doble servido y el Milpalmeras empina su propio vaso:
–Johnny tenía imaginación... Sabía qué inventar.
–No es muy imaginativo morirse.
–Tenía imaginación, chico, la tenía... –te explica casi paternal–. Para retener a una mujer como esa
Johnny tuvo que pelear con ingenio; él sabía cómo y supo ganársela.
–Hasta que la perdió.
No te oye, está más atento a su cuidadoso recuerdo:
–Piensa que Johnny Spinoza tenía sesenta años cuando encontró a Almita, y ya había sido muy
famoso, sabes. Ella no se levantaba así del suelo cuando él ya tocaba con Cugat o grababa con
Manzanero al principio de todo, te digo... Johnny era un artista, Carter. Este club se lo montó con el
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dinero que cobró de los gringos de la CBS; más de cien boleros compuso Johnny, oye,.. Lucho Gatica,
Prieto, Los Panchos, Javier Solis, todos le grababan. Hoy ya no se es- cuchan casi, con la moda de la
salsa y todo eso... Pero ganó mucho dinero, chico. Claro que nada alcanzaba para ella en aquella
época...
Te parece descubrir algo nuevo en la voz del Milpalmeras; pero es apenas un quiebre, una astilla
dura en el sólido cristal:
–Bradley creyó, esa noche, que ella quería o podía irse con él... –dices como si temieras apagar
una vela al hablar.
–Ella... Almita estaba muy pasada de todo... –y el barman carga una ilusoria, generosa raya de
cocaína en el dorso de la mano, esnifa y parpadea–. No le alcanzaba el dinero de él y necesitaba otras
fuentes, otros hombres de recursos, chico... Todos estaban locos por ella y Johnny lo sabía.
Asientes, casi insensiblemente asientes. Es como el reconocimiento de una verdad que no
sospechabas tan importante o tuya. Pero el mulato ahora ha cambiado de tono y vuelve a zonas más
blandas:
–Johnny tenía imaginación, chico... Cada vez que ella lo chantajeaba con dejarlo, usaba la
imaginación. Y yo lo he visto todo aquí. Una vez, cuando compuso el bolero Lágrimas de hielo, ella lo
había abandonado o estaba por dejarlo por un galán de la televisión portorriqueña. Y verás lo que hizo
Johnny, Carter...
El Milpalmeras monta la escena con dos gestos, diluye el tiempo para ti, lo hace presente.
–Una tarde Johnny trae la partitura con la letra del bolero nuevo y va al piano, la invita a sentarse
con él, le ofrece un whisky doble como el suyo, le pone dos cubitos y empieza a jugar con los acordes,
así... –y los dedos del mulato van y vienen por el borde de la barra–. Canta la primera parte con esa voz
cascada y suya, y mientras ella está bebiendo le dice: ―¿Sientes un sabor salado?... Son mis lágrimas,
nena. Las he derramado y conservado para ti, ingrata‖. Terminó el bolero y ella se quedó dos años más...
Milpalmeras se emociona y tu sientes el whisky curiosa- mente amargo o salado quién sabe por
qué lágrimas.
–Y cuando se iba a ir con el petrolero le hizo otra canción –insiste el barman–. Se llamaba
Deberías dejarte los guantes y para la noche del estreno le trajo, de una subasta en Hollywood, los
guantes que usaba Rita Hayworth en la película aquella con el Glenn Ford... Bah, no sé si serían los
verdaderos pero el petrolero se volvió solo a Dallas.
–Y Bradley se volvió solo a New Orleans... –le insinúas trayéndolo a la noche que te interesa.
Es como si estuvieras amaestrando a un lobo, a una serpiente distraída que no acostumbra hacer
lo que esperan de ella.
–Tu amigo no aceptó las reglas, chico... –y lo del mulato no es una opinión sino un diagnóstico–.
Por una mujer como Almita había que pagar caro, estar dispuesto a perder algo, sabes... Y ella lo puso a
prueba.
–Lo sé –dices; y en realidad lo sabes–. Una semana antes de esa noche le pidió la medalla que el
chico llevaba al cuello para hacerse un pendiente de oro...
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Te arrepientes de haber usado la palabra ―chico‖ pero ante la mirada entrecerrada del
Milpalmeras sigues adelante. Bradley estaba muy turbado, ella lo llevaba a terrenos desconocidos; era un
muchacho y no concebía la idea del amor como si fuera echarse un pulso...
Descubres en la expresión del Milpalmeras que no en- tiende.
–Un pulso, una pulseada... –repites y le arrebatas la mano, apoyas su codo y el tuyo sobre la
barra y haces fuerza por doblegar ese trozo de hierro que se oculta bajo la manga del esmoquin.
–Un pulso –parece admitir el mulato.
–Para Bradley el amor no era un forcejeo, una cuestión de fuerzas. Para Almita sí. Pedirle esa
medalla era una prueba de amor, decía. Y él dudó.
Lo explicas y es como si la duda de hace veinte años estuviera allí, servida en la barra para
beberla como una cicuta:
–Bradley le dijo que le pidiera cualquier cosa pero que esa era una medalla de su madre... Tú
sabes. Los soldados tienen algo con la madre que nunca... Pero ella se burló. Y sabes qué hizo,
Milpalmeras... –y haces la pausa para darle espacio a la atrocidad, la desmesura–. Le dijo que si él era
incapaz de entregar una sucia medalla por ella había quién era capaz de arrancarse los dientes de oro
por complacerla...
El barman te mira, entrecierra los ojos, toma distancia de ti, se apoya en un puño:
– ¿A qué viene todo esto, Carter? ¿Qué quieres saber?
–Cuéntame esa noche, Milpalmeras... Siempre me he ido demasiado temprano a dormir y me
pierdo las mejores historias, suelo enterarme tarde y mal al día siguiente. Te observa sabiendo que estás
atento a sus palabras, y hablará con la certeza de que lo miras hablar:
–Fue muy raro lo que pasó esa noche, chico... –dice e insiste en fregar ensimismado esa barra
vacía e impecable–. Johnny estaba improvisando en el piano cuando lo vio llegar, tan temprano y con el
pendiente que brillaba como un desafío contra el pelo negro. Y pensó que esa vez la perdía...
–El pendiente...
–Así, pequeñito... –indica el Milpalmeras como si graduara la medida escasa de un valioso licor–.
Johnny sabía lo que eso significaba y entonces se jugó todo, apostó una vez más a su imaginación... Y
decidió buscar al hombre, bah...
–A Bradley,
–Eso: a Bradley... Johnny sabía quién era ese soldadito pero no le habló cuando lo vio en la barra
junto a los de- más... –y el barman te incluye en su relato–. Tú estabas, Carter, según me dices...
Asientes:
–Y te recuerdo particularmente serio, Milpalmeras. Me quedé un rato; Bradley estaba aún aquí,
algo borracho, cuando me fui a dormir.
El mulato extiende el brazo y traza un arco, un itinerario en el espacio y el tiempo:
–Fue después, cuando ella empezó a cantar, que Bradley siguió bebiendo en el reservado que ya
sabes, donde siempre la esperaba... –el brazo se detiene como una flecha indicadora en la dirección
correcta–. Ahí fue a buscarlo Johnny. O mejor dicho: primero habló conmigo y después fue a la mesa de
Bradley dispuesto a impresionarlo, a hacerlo renunciar.
– ¿Dices que lo amenazó?
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El barman ya es algo más que el narrador. Es el dueño de la historia, el orgulloso y equívoco


testigo:
–Johnny era incapaz de un acto violento, siquiera de una tibia amenaza, chico... Así que montó un
número especial para el soldadito. Fingió no saber con quién se sentaba y bebió con él, contó y lloró
como ante un confidente ocasional su mal de amores, le habló de los boleros, lo fue ablandan- do...
Hasta que en un momento dado sacó un estilete y se hizo un tajo en la muñeca... Un buen tajo, chico.
Asientes, le indicas con el gesto que eso ya lo sabes. No necesita estímulos. El Milpalmeras es un
narrador desbocado:
–Johnny comenzó el acto final de su número. Sacó una pluma que llevaba en el bolsillo de la
guayabera y ahicito nomás, sobre una servilleta de papel, mojando la pluma en su propia sangre,
comenzó a escribir: ―Este será mi mejor bolero...‖ decía. El chico estaba blanco del susto, sabes... Hasta
que en medio de la escritura Johnny agarró el estilete, hizo un gesto desesperado y sin que Bradley
pudiera hacer nada, se apoyó el arma en el vientre, la hundió y cayó de costado... Ahí mismo, Carter.
Te quedas mirando el dedo que señala el lugar y no el lugar. Te interesan más la mano y su
dueño.
– ¿Y se mató, Milpalmeras? Eso es demasiado bolero para mí...
El mulato enarca las cejas, hace la pausa final y llena otra vez los vasos sin una palabra. El piano
ha vuelto a sonar a tus espaldas, va creciendo un contrabajo y las palabras del Milpalmeras serán para ti
como la letra de una canción que no tiene tonada todavía:
–Fue demasiado para el chico también... Y para mí, Car- ter. Porque lo habíamos arreglado todo
con Johnny, sabes: él lo asustaba al soldadito lastimándose un poco en el vientre, después aparecía yo y
lo espantaba con la excusa de la policía y el escándalo mientras Johnny se quedaba tirado ahí,
desangrándose, falsamente malherido, hasta que llegara Almita a su lado y él pudiera montar la escena
final...
– ¿Qué escena final?
–Imagínate: ―¡Esto es sangre!‖ diría ella cayendo junto a él, arrepentida y entre lágrimas... ―No.
Sólo es tinta, mi amor...‖ le diría él con un hilo de voz antes de fingir desmayarse y dejarle entre manos
un bolero recién sangrado de su pulso... Era una buena idea, chico.
No puedes sonreír. El Milpalmeras no quiere. Es un narrador especial, dotado para el grotesco
como tú, que no lo sabes todavía...
–Pero esta vez no funcionó, chico... O si –te dice ya sin pesadumbre–. Cuando llegué, corriendo,
lo empuje a Brad- ley que se tambaleaba borracho y perplejo para que se alejara y me agaché junto a
Johnny para preparar la comedia. Y ahí vi el estilete, Carter, que sobresalía tanto así de la camisa. Y
demasiada sangre...
El barman puede contar el acceso al espanto, describir la gradual revelación de la muerte con la
displicencia de un forense de guardia que recorre los pasillos de su propia memoria:
–Enseguida me di cuenta de que algo andaba mal, sabes... Algo había fallado, un error de cálculo
tal vez, o una burla final de Johnny... Porque él parecía tranquilo, chico... Tanto que cuando apareció ella
y lo abrazó, comenzó a recitar su libreto, a decirle lo de la tinta en un murmullo. Almita se asustó y yo
también: él no fingía, Carter... se iba. Entonces me incliné sobre él, junto a ella, y en ese momento él
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abrió mucho los ojos, como si no lo creyera, hizo un ruido como de cañería y quedó muerto ahicito
nomás, en un charco de sangre.
– ¿Qué hicieron los demás?
–Cuando me di vuelta tu amigo había desaparecido...
Y nunca más volvió por aquí. Almita se quedó largo rato tendida sobre él, sollozaba y apretaba el
bolero recién escrito, borroneado con sangre y más sangre ilegible... Nunca lo pudo cantar.
Dejas que se haga una laguna de silencio, esperas que él siga adelante. Pero no parece dispuesto;
entonces insistirás:
– ¿Cómo te lo explicas, Milpalmeras?
Se va. Con cualquier pretexto te deja solo y se afana durante unos momentos en el otro extremo
de la barra con clientes que no lo necesitan.
–Oye... Johnny estaba enamorado, sabes... –dice al volver, como si fuera una noticia fresca–. Él sí
que lo estaba, y quiso demostrárselo a ella; y a mí también, que me engañó. Y supo decírselo por última
vez sin esperar la respuesta, quiso quedarse con la última palabra... Eso es lo que tienen los cabrones
suicidas, chico. Hacen trampa: a ella, a mí, a tu amigo incluso...
Te quedas rígido. No puedes decir nada. Pero algo dices, sin embargo:
–Bradley...
–Él te habrá contado otra versión, seguramente –te interrumpe–. Mira, chico: con el tiempo, los
recuerdos, las heridas y las marcas de la juventud cambian de sentido; algunas se borran, otras
cicatrizan...
–Bradley soy yo.
–...y hay que pagar, por todo hay que pagar en la vida – prosigue el Milpalmeras sin oírte–. Ella
siempre se cobra, así quedado es mejor elegir cómo pagar, porque...
–Te he dicho que soy Bradley –repites y te quitas los anteojos como si te desnudaras.
–Lo sé.
Al decírtelo ha cambiado por tercera vez en la noche la profundidad de su mirada. Ahora te mira
al centro de las pupilas, ni más acá ni más allá.
–Lo sé desde el momento en que llegaste... ¿Qué quieres? Todavía estás a tiempo de detenerte.
Él ha hecho lo posible por evitarlo pero tú sientes que insistirás, que es inútil pero insistirás:
– ¿Qué quiero? No sé muy bien qué... –y es cierto que no lo sabes, ni bien ni mal–. Pero creo que
en estos años me he hecho otra versión de esa muerte, Milpalmeras. Tal vez no se suicidó, tal vez no fue
un error de cálculo, tal vez alguien lo ayudó a último momento con el estilete, una vez terminada la
comedia, cuando estaba en el suelo...
– ¿Piensas en ella?
–No. En ella no.
No se le mueve un músculo del rostro cuando te dice:
– ¿Por qué lo habría de hacer yo, Bradley?
–Tal vez por ella: todos estábamos locos por ella, Milpalmeras, tú lo dijiste.
Comienza a sonreír. Levemente. Aquella noche había dejado de hacerlo. Y ahora volvía.
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–Eso es cierto... –dice–. Deberíamos estar muy locos para hacer esas cosas. Demasiados
boleros, ¿no crees?
La sonrisa se convierte paulatinamente en risa franca, histérica, que le descubre por primera vez la
boca.
–Demasiados boleros –repite.
Pero no oyes lo que dice. Te has
quedado mirando, hipnotizado, esa
boca que recordabas brillante en la
sonrisa de oro y que ahora es un
oscuro hueco devastado por violencias de
amor y de extraña locura: faltan dos, tres
dientes de oro allí.
– ¿Cómo pudiste, Milpalmeras?... –
balbuceas.
No piensa contestarte eso. No
piensa hablar más. No deberías
tampoco preguntarle por ella.
Te señalará el guardarropas, te
aconsejará que des por perdido el
impermeable pero que no vuelvas a
mirar esos despojos de mujer que no quisiste reconocer al llegar.
Han apagado repentinamente casi todas las luces y en el Guayaba Club, como hace veinte años,
el spot busca a alguien en la oscuridad.

El extraño caso de Lady Elwood


Roberto Fontanarrosa
El inspector Havilland detuvo su Austin al costado del camino que conducía a Middleford y quedó
pensativo.
No había dicho a nadie dónde pasaría sus quince días de vacaciones y la idea de retomar el camino hacia
Londres se le instaló sólidamente en la cabeza.
Él tan sólo había prometido comunicarse cada tres días con Scotland Yard, en prevención de algún
suceso inesperado, como el retorno del Destripador de Yorkshire, un ataque nuclear soviético o la fuga de
un oso del zoológico. Esa franquicia de manejar a su gusto el contacto con sus superiores tan sólo se le
concedía a hombres como Emerald L. Havilland, el más eficaz sabueso de las fuerzas de seguridad británicas.
"El Detective Invicto" como bien lo había llamado la prensa tras su espectacular esclarecimiento del caso del
robo del pony predilecto del Príncipe Andrew.
En tanto viraba lentamente el volante, una sonrisa, apretada en torno al cigarro que sostenían sus labios,
ensanchó el rostro adusto del inspector: recordaba claramente la densa, profunda, prometedora mirada que
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le había dispensado Lady Elwood desde lo alto de su palco, días atrás, durante el concierto que brindó la
Royal Philarmonic Orchestra.
Una hora después, el inspector Havilland, protegiendo su boca y su nariz bajo el abrigo de la bufanda con
los colores del Tottenham Hotspur, golpeaba suavemente con su puño enguantado a las puertas de la
mansión de Lady Elwood, la riquísima viuda de sir Lewis Norton.
Tras unos minutos de espera Havilland repitió el llamado. Finalmente, con la curiosidad propia de la
profesión, giró el picaporte comprobando que la pesada puerta estaba abierta. Antes de entrar observó
haciala calle. Nadie lo había visto. El viento y la lluvia eran dos azotes flagelando Newcastle Street.
Recorrió un par de salones desiertos y luego comenzó a subir una ancha escalera de madera. En una de
las habitaciones superiores halló a Lady Elwood. Estaba sobre la alfombra, caída al lado de su cama en
posición poco ortodoxa y presentaba dos heridas profundas en la espalda.
Havilland husmeó el aire y luego tomó la medida que separaba la cómoda de la perilla de la luz. Fue hasta
el cenicero y recogió dentro de un sobre las colillas de cigarrillos. Se paró en medio de la habitación, cruzado
de brazos y mirando hacia los cerrados ventanales. Meneó la cabeza y silbó suave.
—Paul —musitó—. Finalmente lo hizo.
Recordaba el rostro joven e ingenuo de Paul Elwood, sobrino de la viuda, y las habladurías que de él y su
tía se contaban en ciertos cenáculos.
—No debe haber abandonado el país aún —dedujo Havilland—. Tomará el ferry hacia Francia.
Anotó en una pequeña libreta la medida entre la cama y el ropero y constató que la puerta de éste
estaba entornada. La abrió. Allí dentro, prácticamente sentado sobre el piso de madera, algo oculto por la
profusión de tapados y pieles, se hallaba el cadáver de Paul Carpentier, estrangulado por una corbata de
seda italiana azul, con diminutos puntos rojos.
Havilland se pellizcó los labios y cerró el ropero. Miró su libreta de apuntes y golpeteó con la base de su
lapicera sobre la tapa de la libreta.
—Mannix —silabeó—. Gus Mannix.
No escapaban a su memoria proverbial los rasgos acentuados de Gus Mannix, profesor de piano de Paul,
a quien algunas revistas proclives al escándalo sindicaban como antiguo enamorado de Lady Elwood.
—Los celos —musitó Havilland— son malos consejeros.
Se encaminó hacia el baño. Allí podría detectar huellas dactilares del impetuoso profesor Mannix.
Havilland no pudo disimular un rictus de contrariedad cuando, junto a la bañera, semitapado por la
cortina plástica encontró el cuerpo del eximio pianista. Entre ceja y ceja, algo más arriba de la congelada
expresión de asombro que dibujaban sus ojos, mostraba el orificio pequeño pero nítido de una bala calibre
22.
El inspector aspiró hondo y tomó la medida entre el lavabo y el grifo de agua caliente.
—Estoy ante la obra de un loco —dictaminó—, Jerry Fergusson.
Nunca había podido olvidar la mirada extraviada del jardinero mientras le explicaba su extraña teoría
sobre la doble personalidad de las azaleas y la influencia que ejercían las monocotiledóneas sobre las
decisiones del Vaticano. Tampoco nunca había olvidado que Jerry Fergusson le había confiado que atendía
los jardines de Lady Elwood.
—Sé muy bien dónde estará oculto —se dijo. Sorteando el cadáver de la acaudalada viuda, se dirigió al
teléfono. No tenía tono. Observó que se hallaba desconectado. Agachándose tras el cable atisbó bajo la
cama.
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Allí, con la cabeza destrozada por un atizador de la estufa de leños, vio a Jerry Fergusson, el jardinero.
Havilland se frotó suavemente las yemas de los dedos. Frunció los labios y aprobó un par de veces
enérgicamente con su cabeza.
Colocó nuevamente el auricular del teléfono en su horquilla. Luego retornó las colillas que había sacado,
a sus ceniceros. Cortó la hoja con anotaciones de su libreta y la arrojó al inodoro, accionando luego el
turbión de agua.
Se arrebujó entonces en su bufanda, bajó el ala de su sombrero, salió de la casa cerrando con cuidado la
puerta y subiendo al Austin retomó el camino hacia Middleford.

¡NO MIRES ATRÁS!


Fredric Brown
Y ahora, acomódate en tu sillón y ponte a gusto. Procura disfrutarlo; ésta será la última novela
que leerás en tu vida, o casi la última. En cuanto la hayas acabado puedes, si quieres, sentarte y
haraganear durante un rato, puedes buscar todas las excusas que se te ocurran para dar vueltas por tu
casa, por tu habitación, o por tu oficina, sea donde fuere que estuvieses leyendo esto; pero, más pronto
o más tarde, tendrás que levantarte de tu sillón y salir. Y aquí es donde yo te estaré esperando; fuera. O
quizás incluso más cerca. Quizás en tu misma habitación.
Naturalmente, estás pensando que todo eso es broma. Crees que esto es sólo un cuento más del
libro y que rio me refiero expresamente a ti. Continúa pensándolo. Pero sé honrado; admite que yo
estoy jugando limpio contigo.
Harley apostó conmigo que yo no sería capaz de hacerlo. Apostó en ello un diamante del que ya
me había hablado, un diamante tan grande como su cabeza. Así, pues, ya comprenderás porqué me veo
obligado a matarte. Y la razón por la que tengo que contarte el cómo, por qué y todo lo demás por
anticipado. Es parte de la apuesta. Es la clase de idea que sólo se le podía haber ocurrido a Harley.
Pero primero te hablaré de Harley. Es alto y bien parecido, suave y cosmopolita. Es un tipo como
Ronald Colman, sólo que más alto. Viste como un
millonario, pero si no lo hiciese así tampoco importaría;
quiero decir que, de todos modos, parecería distinguido.
Existe algo mágico en Harley, algo mágico y burlón en la
forma en que te mira; algo que te hace pensar en
palacios, en países lejanos y en músicas alegres.
Fue en Springfield, Ohio, donde conoció a Justin
Dean. Justin era un grotesco hombrecillo cuyo oficio era
sólo e! de impresor. Trabajaba para la «Atlas Printing &
Engraving Company». Era un tipo pequeño y ordinario,
precisamente el polo opuesto de Harley; no se podrían
encontrar dos personas más diferentes. Sólo tenía treinta
y cinco años, pero ya casi era completamente calvo y,
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además, tenía que usar unas gafas muy gruesas pues se había destrozado la vista con la impresión y el
grabado, Era un buen impresor y grabador; tengo que reconocerlo.
Nunca se me ocurrió preguntar a Harley el motivo por el que tuvo que presentarse en Springfield,
pero la cuestión es que, el día en que llegó allí, después de haber reservado habitación en el hotel
Castel, se dirigió a la casa Atlas para encargar unas tarjetas de visita profesionales. Y sucedió que sólo se
encontraba en la tienda Justin Dean en aquel momento, por lo que fue él quien tomó nota del encargo
de Harley; Harley las quería grabadas, de la mejor calidad. Harley siempre quería, en todas sus cosas, lo
mejor.
Probablemente, Harley ni siquiera se dio cuenta de la presencia de Justin; no había ninguna razón
para que sucediera lo contrario. Sin embargo, Justin sí se dio cuenta de quien tenía delante, y vio en él
todo aquello que él siempre había deseado tener y que nunca llegaría a poseer, pues la mayor parte de
los atributos que Harley lucía han de ser forzosamente innatos.
Y Justin fue quien se ocupó personalmente de grabar las planchas y de imprimir las tarjetas, e
hizo un verdadero trabajo de artesanía... algo que pensó estaría a la altura de una persona como Harley
Prentice. Pues ése era el nombre que imprimió en la tarjeta. Únicamente eso, y nada más, tal como
todos los hombres importantes se hacen grabar sus tarjetas.
Hizo un trabajo magnífico, un grabado a mano en letra cursiva, y empleando en ello todo el arte
de que era capaz.
¡No mires atrás! —Y no fue trabajo en vano pues, al día siguiente, cuando
Harley se presentó para recoger las tarjetas, tomó una en sus manos y estuvo mirándola durante
un buen rato, y luego miró a Justin, viéndole entonces por primera vez.
— ¿Quién ha hecho esto? —le preguntó.
Y el pequeño Justin le explicó orgulloso quien habla sido el que lo había hecho, después de lo
cual Nancy le sonrió, le dijo que era una verdadera obra de artista, y le invitó a cenar con él, en cuanto
acabase el trabajo por la noche, en la Sala Azul del hotel Castel.
Así fue como Harley y Justin se conocieron; sin embargo, Harley siempre pisó terreno firme. Aún
esperó un poco, antes de preguntarle a Justin si podría o no hacer unas planchas de diez y de cinco
dólares, hasta conocerle a fondo. Harley tenía ya los contactos; podía comerciar en cantidad aquellos
billetes entre hombres especializados en hacerlos correr y, lo principal, sabía dónde poder encontrar el
papel con mezcla de seda, aquel papel que no era el genuino pero que se le parecía lo suficiente como
para pasar con éxito cualquier inspección, mientras no fuera la de un experto.
Así pues, Justin se despidió de la casa Atlas, y él y Hanley se encaminaron hacia Nueva York,
donde pusieron en marcha una pequeña imprenta que les serviría de pantalla, en plena Avenida
Amsterdam y al sur de la plaza Sherman, comenzando a fabricar los billetes. Justin trabajó duro, más
duro de lo que nunca en su vida había trabajado, ya que además de dedicar sus horas a las planchas del
dinero, también se ayudaba a cubrir sus gastos encargándose de los encargos legítimos que llegaban a
su tienda,
Durante casi un año trabajo día y noche, grabando una plancha tras otra, y cada una de ellas
resultaba siempre mejor que la anterior, hasta que finalmente consiguió unas que Harley consideró
suficientemente buenas. Aquella noche cenaron en el Waldorf Astoria para celebrarlo y, acabada la cena,
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recorrieron los mejores clubs nocturnos de la ciudad, todo lo cual debió costarle a Nancy una pequeña
fortuna, cosa que ya no tenía ninguna importancia puesto que iban a ser ricos.
Bebieron champa5a, siendo esta la primera vez que Justin lo probaba, por lo que
desgraciadamente acabó emborrachándose y haciendo alguna que otra tontería. Más tarde sería Harley
quien se lo contase, aunque Harley no se lo reprochó. Lo llevó hasta su habitación y lo acostó, después
de lo cual Justin tuvo que quedarse en cama durante un par de días. Pero todo eso no importaba
tampoco ya que iban a ser ricos.
Luego Justin comenzó a imprimir billetes con aquellas planchas, y se hicieron ricos. Después,
Justin ya no tuvo que trabajar tanto, ya que devolvía la mayor parte de los encargos alegando que tenía
un exceso de trabajo y que no podía hacerse cargo de ellos. Solamente se quedó con algunos, por la
cuestión de la fachada. Y detrás de aquella fachada continuaba imprimiendo billetes de cinco y diez
dólares, por lo que él y Harley se hicieron ricos.
Llegó a conocer a gente que Harley conocía. Tomó contacto con Bull Mallon, quien se ocupaba
de la distribución final. Bull Mallon parecía un toro, y ésa era la razón de que le llamasen Bull. Tenía una
cara que ni por un momento sonrió o cambió de expresión mientras se dedicaba a quemar cerillas bajo
las desnudas plantas de los pies de Justin. Pero eso no era por entonces; eso tuvo lugar más tarde,
cuando quiso obligar a Justin a decir dónde se encontraban las planchas. Y también conoció al capitán
John Willys del Departamento de Policía; un amigo de Harley, al que Harley habla dado un poco del
dinero que él hacía, sin que esto les importase demasiado ya que tenían todo el que querían; y así todos
se hicieron ricos. Conoció a un amigo de Harley que era una gran figura de las tablas, y a otro que era el
dueño de un importante diario de Nueva York. También conoció a otras personas de la misma
importancia, aunque por medios menos respetables.
Harley, eso ya lo sabía Justin, también metía sus narices en otros negocios además de aquella
pequeña casa de la moneda de la Avenida Amsterdam. Alguno de ellos le obligaba a salir de la ciudad,
generalmente durante los fines de semana. Y Justin nunca llegó a saber exactamente lo ocurrido durante
el fin de semana en que Harley fue asesinado, excepción de que Harley se había marchado y que ya no
regresó. Claro está que supo que habla sido asesinado, pues la policía encontró su cuerpo con tres
agujeros de bala en la bien planchada camisa, en la suite más cara del mejor hotel de Albany. Incluso al
elegir el lugar en que tenía que morir, Harley Prentice había encontrado lo mejor.
Todo lo que Justin llegó a saber fue la llamada telefónica que llegó al hotel donde residía, la
noche en que Harley fue asesinado. Y eso debió ocurrir al cabo de pocos minutos, desde luego, antes de
la hora en que los diarios aseguraban que Harley había muerto.
Era la voz de Harley la que pudo escuchar por el teléfono, una voz cortés y apacible, como
siempre. Sin embargo, le dijo:
— ¿Justin? Ve a la tienda y despréndete de las planchas, del papel, y de todo lo demás. Te lo
explicaré cuando nos veamos,
Sólo esperó hasta oír como Justin decía:
—De acuerdo, Harley.
Y ya no dijo más que adiós antes de colgar.
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Justin corrió hacia la tienda y se hizo con las planchas, el papel y unos pocos miles de dólares que
estaban a mano. Hizo un paquete con el papel y los billetes y otro con las planchas, algo menor,
dejando la tienda sin ninguna prueba de que allí hubiese habido antes una casa de la moneda en
miniatura.
Demostró mucha inteligencia a la hora de deshacerse de los paquetes. El mayor de los dos lo
facturó bajo nombre falso, con la dirección de un gran hotel en el que ni él ni Harley habían estado
anteriormente; únicamente para tener la oportunidad de poder echarlo allí en la caldera. Como se
trataba de papel, ardería sin dejar rastro. Y antes de arrojarlo a la caldera tuvo mucho cuidado en fijarse
si ésta estaba encendida o no.
Las planchas ya eran otra cosa. Estas no arderían, bien lo sabía él, por lo que hizo un viajecito
hasta las islas Staten y, en el ferry de vuelta y en un lugar cualquiera en el centro de la bahía, lanzó el
paquete por la borda y dejó que se hundiera en el agua.
Luego, una vez cumplido lo que Harley le había encomendado y habiéndolo hecho bien y a
conciencia, volvió al hotel, no al que había mandado el papel y los billetes, y se acostó.
A la mañana siguiente se enteró por los diarios de que Harley había sido asesinado, cosa que le
dejó pasmado. Parecía imposible. No podía creerlo; se trataba de una broma que alguien le estaba
gastando. Harley volvería, eso lo sabía él perfectamente. Y estaba en lo cierto; Harley volvió, aunque ese
acatamiento tuvo lugar más tarde, en el pantano.
De todas formas, Justin tenía que asegurarse de ello, por lo que subió al primer tren que salía
para Albany. Debía encontrarse aún en el tren cuando la policía fue a su hotel, y debió de ser allí donde
supieron que había estado preguntando los horarios de trenes hacia Albany, pues ya le estaban
esperando cuando bajó en aquella ciudad.
Lo llevaron a una comisaría y allí lo tuvieron durante mucho, mucho tiempo, días y días,
interrogándole. Al fin descubrieron que no podía haber sido él quien mató a Harley, ya que él se
encontraba en Nueva York a la hora en que Harley había sido asesinado en Albany; sin embargo, se
enteraron de que él y Harley habían estado explotando la pequeña casa de moneda y pensaron que
debió ser otro falsificador quien había cometido el asesinato, por lo que también se interesaron en la
cuestión de los billetes, quizás incluso más que el propio crimen. Interrogaron a Justin una y otra vez, y
de nuevo otra, pero como él no sabía contestar lo que le preguntaron, se limitó a guardar silencio. Le
tuvieron despierto sin dejarle dormir durante días y días, preguntando y volviendo a preguntar. Al
parecer, lo que más les interesaba era averiguar dónde se encontraban las planchas. Él hubiera deseado
poder confesar que ya estaban en lugar seguro, donde nadie podría ya hacer uso de ellas, pero como
eso equivalía a admitir que él y Harley habían estado falsificando moneda, no pudo hacerlo.
Registraron la imprenta de la calle Amsterdam, pero no pudieron encontrar ni la más leve prueba;
en realidad, no tenían ninguna prueba que les permitiese retener a Justin, pero tampoco él lo sabía ni se
le había ocurrido el solicitar la ayuda de un abogado.
Continuaba deseando poder ver a Harley, pero ellos no se lo permitían; luego, cuando se dieron
cuenta de que él no creía que Harley pudiera estar muerto, le enseñaron un cadáver que dijeron era
Harley, y él creyó que lo era, a pesar de que Harley tenía una pinta diferente una vez muerto. Ya no
parecía tan extraordinario, muerto. Y entonces Justin creyó, aunque no demasiado convencido. Después
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enmudeció del todo, y ya no quiso decir ni una sola palabra, incluso después de tenerlo despierto días y
días bajo un brillante foco ante sus ojos, y de abofetearlo continuamente para que no se durmiera. No
emplearon con él los palos ni las porras de goma, sino que se limitaron a darle bofetadas un millón de
veces y a no dejarle descansar. Al cabo de un tiempo perdió la noción de las cosas, y ya no hubiese
podido contestar a sus preguntas aunque hubiera querido hacerlo.
Algo más tarde, se encontró en la cama de una habitación pintada de blanco, y todo lo que podía
recordar era que había sufrido pesadillas, que había estado llamando a Harley, y una horrible confusión
en su cerebro sobre si Harley estaría o no muerto. Poco a poco fue recobrando la memoria y se dio
cuenta de que ya no deseaba pasar ni un minuto más en aquella blanca habitación; deseaba salir para
encontrar a Harley, Y si Harley estaba muerto, quería matar a quienquiera que lo hubiese asesinado, ya
que Harley hubiera hecho lo mismo por él.
Así pues comenzó a pensar y a actuar muy sabiamente, tal como parecía que los doctores y las
enfermeras esperaban que actuase, y gracias a ello, al cabo de poco le devolvieron sus vestidos y le
dejaron marchar.
Entonces, su inteligencia se agudizó. Pensó: ¿qué querría ahora Harley que hiciera yo? Y pensó
que intentarían seguirle para ver si los conducía hacia las planchas, ignorando que se encontraban en el
fondo de la bahía, por lo que les dio esquinazo ya antes de salir de Albany, y luego se dirigió a Boston, y
de allí en barco hacia Nueva York, en vez de ir por el camino más corto.
Primero fue a la tienda, entrando por la puerta trasera después de pasar mucho rato
comprobando que el lugar no estaba vigilado. Aquello era un verdadero revoltijo; debieron de haber
estado buscando las planchas a conciencia.
Harley no se encontraba allí, desde luego. Justin salió de la tienda y, desde una cabina telefónica
situada en un bar, llamó al hotel preguntando por Harley, y le respondieron que éste ya no vivía allí; y
para obrar con astucia e impedir que adivinasen quién era el que había telefoneado, se apresuró a
preguntar también por Justin Dean, contestándole que tampoco Justin Dean vivía ya en aquel hotel.
De allí se encaminó hacia otro bar y desde éste decidió llamar a algunos amigos de Harley,
telefoneando en primer lugar a Bull Mallon, y ya que éste era un buen amigo le confesó quién era él y le
preguntó dónde se encontraba Harley.
Bull Mallon no pareció hacer mucho caso de sus preguntas; parecía estar nervioso, un poco
excitado, mientras le preguntaba:
— ¿Han encontrado las planchas los polis, Dean?
Justin le contestó que no, que no había confesado, y volvió a preguntar por el paradero de
Harley.
— ¿Estás loco o me tomas el pelo? —le preguntó BuIl.
Pero Justin se limitó a preguntárselo de nuevo, con lo cual BuIl cambió el tono de su voz y le
preguntó a su vez:
— ¿Dónde estás tú ahora?
Justin se Jo dijo.
—Harley está aquí —le dijo Bull—. Está escondido, pero se encuentra bien, Dean. Espera aquí
mismo, en el bar, hasta que vengamos a recogerte.
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Vinieron a buscar a Justin; Bull Mallon y un par de individuos más, en un coche, diciéndole que
Harley se encontraba escondido en el interior, cerca de Nueva Jersey,
y que entonces iban hacia allí. Así pues, se fue con ellos y se sentó en la parte trasera del coche,
entre dos hombres que no conocía de nada, mientras Bull Mallon conducía. Ya era entrada la tarde
cuando le recogieron, y Bull condujo la mayor parte de la noche y a mucha velocidad, por lo que debían
haber rebasado Nueva Jersey, llegando por lo menos hasta Virginia o quizá más lejos, hacia las
Carolinas.
El firmamento se comenzaba a colorear de gris con la primera aurora cuando se detuvieron en
una rústica cabaña que parecía haber sido empleada como albergue de caza. Estaba a muchas millas de
todas partes, ni siquiera había ninguna carretera que llevase allí; tan sólo un sendero que había sido
nivelado lo suficiente como para hacerlo transitable.
Metieron a Justin en la cabaña y lo ataron a una silla, diciéndole que Harley no se encontraba allí,
pero que él les había dicho que Justin les indicaría donde se encontraban las planchas y que no podría
salir de allí hasta que se lo dijese.
Justin no los creyó; comprendió entonces que le habían engañado en lo referente a Harley,
aunque esto no tenía ninguna importancia, en cuanto a lo que las planchas se refería. Ya no importaba
que lo supieran, puesto que no conseguirían recuperarlas, ni tampoco se lo dirían a la policía. Así pues,
se lo confesó de buena gana.
Pero entonces fueron ellos los que no le creyeron. Le contestaron que él las había escondido, y
que les estaba mintiendo. Lo torturaron para conseguir que hablase. Lo golpearon, le hicieron cortes con
un cuchillo, le quemaron los pies con cerillas encendidas y con las brasas de sus cigarros, y le clavaron
agujas bajo las uñas. Le dejaron descansar durante un rato, le hicieron más preguntas, y le dijeron que si
podía hablar contara la verdad, y después de un rato siguieron torturándole.
Eso continuó durante días y semanas, Justin no sabría decir durante cuánto tiempo; sin embargo,
fue mucho tiempo. En una ocasión se fueron por varios días, dejándole atado a la silla y sin nada para
comer ni beber. Volvieron y comenzaron de nuevo. Y durante todo el tiempo él deseó que Harley
viniese a ayudarle, pero Harley no lo hizo, por lo menos aquella vez.
Al cabo de un tiempo, todo lo de la cabaña terminó, o al menos él ya no supo más de ello.
Debieron de pensar que habla muerto; quizás estaban en lo cierto, y desde luego no muy lejos de la
verdad.
Lo primero que recuerdo es el pantano. Flotaba en aguas poco profundas, cerca de otras que lo
eran más. Su rostro permanecía fuera del agua; eso fue lo que le despertó al volver la cara y hundirla en
el pantano. Debieron de creerle muerto y lo arrojaron al agua, pero cayó en un lugar poco profundo y
un último soplo de vida consciente le hizo dar la vuelta sobre la espalda y sacar la cara fuera.
No recuerdo demasiadas cosas sobre Justin mientras éste se encontraba en el pantano; fue
durante mucho tiempo, pero sólo puedo acordarme de algunos ramalazos. Al principio no podía
moverme; tan sólo permanecí en el agua con la cara fuera. Oscureció y tuve frío, lo recuerdo, y al fin
pude mover un poco los brazos y salir del agua, tendiéndome en el Fango con sólo los pies dentro de
ella. Dormí o perdí el conocimiento otra vez y cuando desperté ya amanecía, y fue entonces cuando
llegó Harley. Creo que estuve llamándole y que debió oírme.
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Permaneció de pie frente a mí, tan inmaculada y perfectamente vestido como siempre, y se reía
de mí por ser tan débil y por estar echado allí, en el barro, como si fuera un tronco, con medio cuerpo
en el lodo y el otro medio dentro del agua. Me levanté sin que me doliese ya nada.
Nos dimos las manos y me dijo:
—Vamos Justin, te sacaremos de aquí.
Y yo estaba tan contento de que hubiera venido que hasta grité un poquito. Se rió de mí por
hacer eso y me dijo que me apoyase en él y que me ayudaría a caminar, pero yo no quise hacerlo, ya
que estaba cubierta de lodo y porquería del pantano y él vestía tan impecable y perfectamente con su
traje blanco de lino que parecía un figurín de unos almacenes. Y durante todo el tiempo que tardamos
en salir del pantano, durante todas las noches y días que pasamos en este intento, nunca pude verle una
sola brizna de fango en el dobladillo de sus pantalones, ni pude verle despeinado.
Le pedí que me guiase y así lo hizo, colocándose delante de mí, volviéndose a veces, riendo y
hablándome y animándome también. Alguna vez debí caer, pero no permití que me ayudase. Sin
embargo, me esperaba pacientemente hasta que yo podía levantarme. Algunas veces tuve que
arrastrarme en vez de caminar, cuando ya no me era posible sostenerme sobre los pies. Tuve que
atravesar nadando algún río, que él había saltado antes con toda suavidad.
Y pasaron días y noches, y más días y más noches, y alguna vez debí dormirme y veía pasar cosas
frente a mí. Y agarré algunas de ellas para comerlas, aunque quizá eso lo soñase. Puedo recordar algún
detalle más de cuando estaba en el pantano, como aquel órgano que tocaba sin cesar y también
aquellos ángeles en el aire y los diablos en el agua que se me aparecían, aunque imagino que todo eso
eran delirios.
—Un poco más, Justin —me decía Harley—; lo lograremos. Y les daremos su merecido a todos, a
todos ellos.
Y lo conseguimos. Llegamos a terreno firme, a unos campos cultivados con maíz, aunque no
pude encontrar es ellos ni una mazorca para comer. Llegamos luego a un riachuelo, un limpio riachuelo
sin las malolientes aguas del pantano, y Harley me dijo que me lavara yo y las ropas. Así lo hice, a pesar
de mis deseos de correr hacia donde pudiese encontrar comida.
Aún tenía mala facha; mis ropas estaban limpias de lodo y porquería pero estaban húmedas y
arrugadas y que yo no podía esperar a que se secasen, y además tenía una espesa barba y andaba
descalzo.
Pero continuamos y al fin llegamos a una pequeña granja, una cabaña de sólo dos habitaciones,
cuyo interior olía pan recién sacado del horno, y corrí los últimos metro para llamar a la puerta. Una
mujer, una horrible mujer me abrió y, al verme, volvió a cerrar la puerta antes de que yo pudiese decir
una sola palabra.
Las fuerzas me llegaron de alguna parte, quizá de Harley, a pesar de que no puedo recordar que
estuviera a mi lado en aquellos momentos. Al lado de la puerta podía verse una pila de leños para el
fuego. Recogí uno de ellos como si no pesara más que una escoba y derribé la puerta, matando luego a
la mujer. Gritó una barbaridad, pero la maté. Y luego me comí aquel pan aún caliente.
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Mientras comía, no dejaba de vigilar a través de la ventana, y pude ver a un hombre corriendo a
través de los campos en dirección a la casa. Encontré un cuchillo y lo maté en cuanto pasó por la puerta.
Era mucho mejor matar con el cuchillo; resultaba más agradable.
Comí más pan y continué vigilando desde todas las ventanas; pero ya no vino nadie más. Luego
comenzó a dolerme el estómago a causa del pan tierno que había comido, y tuve que echarme con el
cuerpo doblado hasta que desapareció el dolor, y entonces me dormí.
Fue Harley quien me despertó, y ya era de noche.
—Vámonos; debes estar lejos de aquí cuando amanezca —me dijo.
Sabía que tenía razón, pero no me di mucha prisa. Me estaba volviendo, por aquel entonces, muy
astuto. Sabía que había otras cosas que debía hacer primero. Encontré cerillas y una lámpara, y la
encendí. Luego busqué por la cabaña y me hice con todo lo que pudiera serme de utilidad. Hallé trajes
de hombres que no me caían demasiado mal, exceptuando que tuve que doblarme los puños de la
camisa y los extremos de los pantalones. Los zapatos me venían grandes, aunque casi lo prefería a causa
de las ampollas de mis pies.
Encontré una navaja y me afeité; empleé en ello mucho tiempo pues mi pulso no era firme, pero
tuve cuidado y apenas me corté.
Tuve que buscar mucho más hasta encontrar el dinero, pero al fin lo logré. Había sesenta dólares.
Y después de afilarlo, me guardé el cuchillo. No es que sea muy bonito; sólo se trata de un
cuchillo de cocina con mango de hueso, pero el acero es bueno. Ya te lo enseñare dentro de poco. Me
ha servido de mucho.
Salimos de allí y fue Harley quien me recomendó que me apartase de las carreteras y que
buscase las vías del ferrocarril. Eso fue fácil ya que pudimos escuchar en la noche el silbido lejano de un
tren y determinar con ello la situación de las vías. A partir de entonces, con la ayuda de Harley, todo ha
sido fácil.
No hace falta que te cuente con todo detalle todo lo que ocurrió a partir de aquel momento. Me
refiero a lo del guardafrenos, a lo del vagabundo dormido que encontramos en aquel vagón vacío, y al
asunto que tuve con el policía de Richmond. Aprendí mucho con todo eso; aprendí que no debía
hablarle a Harley cuando no había nadie más a mi lado para escucharme. Él se esconde cuando ve a
alguien; tiene un truco y, gracias a ello, la gente no se da cuenta de su presencia por lo que piensan que
estoy algo loco si charlo con él. Pero en Richmond me compré ropas mejores y me corté el cabello. Un
hombre a quien maté tenía cuarenta dólares en la cartera, por lo que ya vuelvo a tener dinero. Desde
entonces he viajado mucho. Si te paras a pensar sabrás dónde me encuentro en estos momentos.
Estoy buscando a Bull Mallon y a los dos hombres que le ayudaron. Sus nombres son Harry y
Carl. Voy a matarlos en cuanto los encuentre. Harley no para de decirme que esto va a costarme mucho
y que aún no estoy preparado pero, sin embargo, puedo seguir buscando mientras me preparo y, por lo
tanto, continúo moviéndome. Algunas veces me quedo en algún sitio durante el tiempo suficiente para
conseguir algún trabajo como impresor, He aprendido muchas cosas. Puedo conseguir un empleo sin
que la gente crea que soy demasiado raro; ya no se asustan cuando los miro, como lo hacían unos
pocos meses atrás. Y he aprendido a no hablarle a Harley excepto en nuestra habitación, y sólo en voz
muy baja para que los vecinos no crean que hablo solo.
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Y he continuado practicando con mi cuchillo. He matado a mucha gente con él, en general por la
calle y de noche. Algunas veces porque parecían tener dinero, pero las más sólo para practicar y porque
ya he empezado a tomarle el gusto. En estos momentos soy realmente hábil manejando el cuchillo.
Apenas lo sentirás.
Pero Harley me dice que estas muertes son muy sencillas y que es muy distinto el matar a una
persona que está en guardia, como lo están Bull, Harry y Carl.
Y ésta es la conversación que condujo a la apuesta de la que ya he hablado. Aposté con Harley
que, ahora mismo, podría advertir a un hombre que pensaba matarle, e incluso indicarle
aproximadamente cuando pensaba hacerlo y el porqué, y que a pesar de todo, aún lograría matarlo.
Apostó conmigo que yo no sería capaz, y está a punto de perder.
Está a punto de perder, ya que estoy avisándote ahora mismo y tú no vas a creerme. Me jugaría
la cabeza a que crees que ésta es simplemente otra novela más del libro. Que tú no crees que éste es el
único ejemplar del libro que contiene esta historia, y que lo que en ella se cuenta es cierto. Incluso
cuando te cuente cómo ha sido hecho, no pienso que tú vayas a creerme.
Ya comprenderás cómo voy a ganarle la apuesta a un Harley que no cree que lo consiga, a base
de que tú tampoco me creas. Él nunca pensó, y tampoco tú te darás cuenta de ello, en lo fácil que
puede resultarle a un buen impresor, que además ha sido falsificador, introducir una nueva novela en un
libro. Nunca será tan difícil como falsificar un billete de cinco dólares.
Tenía que escoger un libro de historias cortas, y elegí precisamente éste al darme cuenta de que
la última historia del libro se titulaba No mires hacia atrás, y que ése sería un buen título para lo mío. En
unos minutos comprenderás a lo que me refiero.
He tenido la suerte de que en la imprenta donde ahora trabajo se dediquen a los libros y de que
empleen unos tipos que son idénticos a los del resto de esta novela. Me ha resultado un poco difícil el
conseguir un papel exacto, pero al final lo he encontrado y ya lo tengo a punto mientras escribo esto.
Estoy escribiendo directamente en una linotipia, ya entrada la noche y en la imprenta donde trabajo
estos días. Incluso tengo permiso del jefe. Le he dicho que quería imprimir una historia que había escrito
un amigo mío para darle una sorpresa, y que, en cuanto consiguiera una buena copia, volvería a fundir
el metal de los tipos.
En cuanto acabe de escribir esto, compondré los tipos en páginas que encajen con el resto del
libro y lo imprimiré en el papel que ya tengo preparado. Cortaré las nuevas páginas al mismo tamaño y
las coseré; no serás capaz de encontrar ninguna diferencia, ni siquiera si la más leve sospecha te obliga a
mirarlo detenidamente. No olvides que he falsificado billetes de cinco y diez dólares que tú no habrías
podido diferenciar de los auténticos, y eso es un trabajo de parvulario en comparación con aquel otro. Y
he trabajado lo suficiente como encuadernador como para conseguir quitar la última novela y colocar
estas páginas en su lugar, sin que tú seas capaz de notar la diferencia por más que lo mires. Pienso
hacer un trabajo perfecto aunque ello me ocupe toda la noche.
Y mañana iré a alguna librería o quizás a algún quiosco, o incluso a algún bar donde vendan
libros y tengan otros ejemplares de éste, ejemplares normales, y lo colocaré entre ellos. Buscaré algún
lugar desde el cual pueda vigilar, y estaré mirándote mientras lo compres.
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El resto siento no poder contártelo porque depende en gran manera de muchas circunstancias,
de si tú vas directamente a tu casa con el libro, o de lo que hagas. No lo sabré hasta que te haya
seguido y te haya visto leerlo... Hasta que haya visto que has leído la última novela del libro.
Si estás en casa mientras lees esto, quizá yo también esté contigo en estos momentos. Quizá esté
en tu misma habitación, escondido, esperando a que termines la historia. Quizá esté mirándote a través
de una ventana. O tal vez esté sentado cerca de ti en el tranvía o en el tren, si es ahí donde lees. Quizá
estoy en la escalera de escape en el exterior de la habitación de tu hotel, Pero, sea donde fuere que
estés leyendo, me encuentro cerca de ti vigilándote y esperando a que termines. Cuenta con ello.
Ahora ya estás muy cerca del final. Habrás acabado dentro de unos segundos y, entonces,
cerrarás el libro aún sin creerme. O, si no has leído las historias por su orden, quizá volverás atrás para
comenzar otra. Si lo haces, nunca la terminarás.
Pero no mires a tu alrededor; serás más afortunado si no lo sabes, si no ves llegar el cuchillo.
Cuando yo mato a alguien por la espalda no parece importarle demasiado.
Continúa, sólo por unos segundos o unos minutos más, pensando que ésta es sólo una historia
más. No mires a tu espalda. No creas lo que te digo... hasta que sientas el cuchillo en tus carnes.
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LOS AMIGOS
Julio Cortázar

EN ESE JUEGO todo tenía que andar rápido. Cuando el Número Uno decidió que
había que liquidar a Romero y que el Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la
información pocos minutos más tarde. Tranquilo pero sin perder un instante, salió del café de
Corrientes y Libertad y se metió en un taxi. Mientras se bañaba en su departamento, escuchando
el noticioso, se acordó de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de mala
suerte en las carreras. En ese entonces Romero era un tal Romero, y él un tal Beltrán; buenos
amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan distintos. Sonrió casi sin ganas,
pensando en la cara que pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero no
tenía ninguna importancia y en cambio había que pensar despacio en la cuestión del café y del
auto. Era curioso que al Número Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de
Cochabamba y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el
Número Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos la torpeza dé la orden le daba una
ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de
Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero llegara como siempre a encontrarse con los
amigos a eso de las siete de la tarde. Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en el café, y
al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de
cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y saber meterse en
el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si los dos hacían las cosas como era debido —y
Beltrán estaba tan seguro de Romero como de él mismo— todo quedaría despachado en un
momento. Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde, bastante
más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle de lo sucedido.

Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo.


Después sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba en
orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Bajó por Chacabuco, despacio, y
a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos
vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba
era imposible que los del café lo vieran. De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador
para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba rabia.

A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció en
seguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo
que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta
distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Exactamente
en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Tal como
había previsto, Romero lo vio y se detuvo sorprendido. La primera bala le dio entre los ojos,
después Beltrán tiró al montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal, adelantándose
limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que
la última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros
tiempos.

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