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La furia del látigo

Título original: La furia del látigo


D. G. Rebollar, 2006
® D. G. Rebollar, 2010

Portada: Victor Rivas Arraiza


Corrección: Barbara Salcedo
Madrid, Noviembre 2018

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La furia del látigo
D.G. Rebollar
En memoria de Diego Teja Gerez
(1977 – 2011)

No sé si será verdad que siempre se van los mejores,


lo que sí sé es que se van en su mejor momento.
CAPÍTULO I

El látigo chasqueaba en el aire. Su punta


alternaba su furia de uno a otro caballo.
—Más rápido, condenados miserables, —gritaba
el conductor de la troika. Su grito era agudo y
cómico, pero lejos de reír, la pequeña Nastásiushka
lloraba. Daba lástima observar cómo el látigo
castigaba la carne viva de las cicatrices de los
caballos huesudos, convertidas de nuevo en heridas,
resoplando su cólera contra el viento helado que
venía de frente. También le emocionaba aquel
hombre que a cada insulto proferido contra los
equinos se volvía para escupir su sangre tuberculosa
fuera de sí. Las aristas de los pómulos cortaban su
amarilla carne enferma. Débil, enjuto y hambriento
cubría su flácido cuerpo con un gabán grueso y
abotonado con codicioso recelo. A cada palabra que

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decía enseñaba sus dos únicos dientes negros
dispuestos con cruda crueldad sobre sus encías
podridas, y una gota de sangre espesa salpicaba su
prominente barbilla. Para conseguir un aspecto más
siniestro se tocaba con un raído sombrero de copa
excesivamente alto. «¡Como si lo hiciese a propósito
el infeliz!», se sorprendió pensando Nastasia, y lloró
con mayor ferocidad.
—¡Demasiado frío para azotar a alguien! —dijo
el hombre sin volverse hacia ella—. ¡Quiá! —y
volvió a fustigar los lomos de sus jamelgos—. Esto
no es buena señal, —murmuró para sí, aunque
Nastasia alcanzó a oír estas palabras. El conductor se
percató de ello y la miró con el rabillo del ojo, con un
relampagueo de pena en sus pupilas—. ¡Animales!
—susurró. Se puso de pie sobre el asiento y comenzó
a castigar de forma salvaje a sus caballos como si
estos tuvieran la culpa de su lengua suelta.
La pequeña Nastásiushka estaba sentada al lado
de aquel hombre que apestaba a vodka mal destilado.
Su primera impresión al verlo fue la de profundo
desprecio. —Borracho, —le llamó cuando se quitó el
sombrero y lo sostuvo entre sus ridículas manos con
servidumbre. Lloró de desprecio ante un ser tan
inmundo. Cuando él la cogió de la mano, continuó
llorando sin preguntarse a dónde la llevaba. Solo al
sentarse a su lado percibió con claridad su olor
nauseabundo y, sin preguntarse a dónde le
acompañaba, continuó llorando, pero sus lágrimas
adquirieron un nuevo significado, lloró de miedo.

—Eres una llorona —le dijo en una ocasión su


padre, que le sonreía con sus dientes perfectos.

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Siempre que regresaba del acorazado le ponía su
gorra de marinero sobre la cabeza y le compraba
algún capricho de los que exponía el buhonero sueco
de la esquina. Después volvía al barco, pasaban
meses hasta su retorno. Ella lloraba porque su papá se
iba y luchaba por zafarse de la mano de su madre e
irse con él. Entre la multitud de uniformes blancos, él
siempre se volvía y le sonreía con sus dientes
perfectos.
Hasta el puerto los acompañaba María Ivánovna
con un bebé siempre en brazos y cuatro críos a su
alrededor, que su mamá decía que eran imbéciles y a
los que ella tenía miedo porque eran imbéciles.
Siempre se limpiaban los mocos en las mangas y se
rascaban el trasero y andaban sucios y miraban a
todos lados con cara de bobos. Nastasia se divertía
con la cara que ponían cuando miraban de esa forma,
excepto cuando alguno clavaba sus ojos en ella,
entonces temblaba llorando, abrazándose a las faldas
de su madre.
—¡Ya está otra vez! —decía a su compañera que
parecía no escucharle con su mirada triste.
—¡Cualquier día no vuelven! —contestaba
indiferente María Ivánovna resignada ya a cualquier
destino.
—¡Qué cosas dices, mujer! —suspiraba su
madre aterrada siguiendo a su marido con los ojos y,
antes de que zarpara el barco, se volvía hacia María
Ivánovna y le miraba el vientre.
—¿Otra vez? —preguntaba sin interés, nada más
que por mitigar su miedo, dando por sabida la
respuesta.

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—¿Quién sabe? Los hombres solo sirven para
eso.
Su madre miraba a los críos, de quienes decía
que eran imbéciles, y luego al que tenía entre brazos,
sabiendo que dentro de poco iba a ser destronado de
aquellos brazos por otro que, cuando volviera el
acorazado, conocería a su padre.
—¡Qué cosas dices, mujer!

A medida que observaba al conductor de la


troika, su miedo decrecía y aumentaba su pena.
Ahora lloraba con pena ante aquel ser más indefenso
que ella. Luego se apenaba por los caballos, porque
aquel borracho les pegaba sin razón y les insultaba.
Pero volvía a mirar al conductor y su furia se
disipaba en una profunda misericordia, quería parar
el carruaje y besarles a todos. Pero la troika lejos de
detenerse, iba más rápido y continuaba llorando como
era su costumbre. A pesar de ello, la troika no se
detenía, ni su conductor dejaba de atizar a los
caballos, ni nada de esto sucedería jamás porque
Nastásiushka sabía que su llanto no molestaba a
nadie, salvo a su madre, pero ella no estaba allí.
Nunca nadie le dijo que dejara de llorar.

—Eres una llorona —le volvió a decir su padre


al volver, poniéndole su gorra de marinero sobre la
cabeza y sonriendo con sus dientes perfectos. Aquel
día le compró un pañuelo al buhonero sueco de la
esquina. Nastasia reía, ya no lloraba. Todo iba mejor
cuando su padre volvía. Después volvía al barco,
María Ivánovna llevaba otro imbécil en los brazos y

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volvía a decir que no volverían y su madre le
replicaba: —¡qué cosas dices, mujer!
—¡Mi papá siempre vuelve! —gritó con furia, se
tapó la boca al instante y los cinco críos imbéciles
que ahora estaban a su alrededor, la miraron con sus
caras de bobos. Rompió a llorar a las faldas de su
mamá y María Ivánovna continuaba con su
resignación: —¡claro que volverá, los hombres solo
sirven para eso!
Su papá se volvió entre la multitud de uniformes
blancos, le sonrió con sus dientes perfectos, pero ella
no le vio porque continuaba llorando y sabía que no
debía haber dicho eso porque traería mala suerte y se
tapó la boca.

—¡Lo has vuelto a hacer! —le regañó su mamá


el día en que murió. Decía que lloraba mientras
dormía, eso le molestaba profundamente porque
siempre que su papá no estaba, dormía con ella.
Entonces la encerraba en la despensa, una habitación
llena de cucarachas y oscura. Allí no lloraba por
miedo a que las ratas la encontraran. Como siempre,
llevaba consigo el último regalo que le había hecho
su papá, en este caso aquel pañuelo rojo. Acariciando
la prenda pensaba en él, quería que volviese, que
abriera aquella puerta, sentir la gorra sobre la cabeza,
ver aquellos dientes perfectos mientras decía que era
una llorona y su mamá detrás de él recriminándole
que la mimaba demasiado. Lo pensaba sin decirlo
pues sabía que eso traía mala suerte. —El diablo
siempre escucha —decía su papá.
Pero ese día, el día que su mamá murió, no vino
él. Estaría lejos, muy lejos, cuando su mamá se

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desmayó. Nastasia oyó el golpe, pero no gritó por
miedo a las ratas. Si no hubiese estado encerrada,
podría haber llorado y avisar a los vecinos o al
dvornik o al buhonero sueco de la esquina para que la
socorrieran. No dijo nada. No lloró. Así pasó un día,
dos días, tres días. Siete noches. Todo era noche
adentro, pero a fuerza de haber permanecido tantas
veces allí, conocía de manera milimétrica la posición
de las cosas. A tientas fue destapando los botes con
alimentos y comiendo de ellos, acariciando un
pañuelo rojo, el último regalo de su padre.

El frío le dolía en las manos y en el rostro. Una


rueda tropezó con una piedra en mitad del tortuoso
camino y un lateral de la troika permaneció en el aire.
Nastasia sentada al lado del conductor con las piernas
plegadas y las rodillas en el pecho, casi pierde el
equilibrio cayéndose del carruaje.
—¿Estás bien, pequeña? —preguntó sin
volverse, antes de volver a descargar el látigo—. Esto
no es buena señal. No puede traer nada bueno —
continuaba farfullando entre sus dientes negros—.
¡Animales!

Cuando el policía abrió la puerta de la despensa,


la luz hirió sus ojos. —¡Cielo santo, teniente! ¡He
encontrado a la niña!
Cuando aquellos extraños encontraron sus
deposiciones, echó a llorar y a llamar a su mamá y a
su papá. Nadie le dijo nunca que no llorase. Su madre
le castigaba por hacerlo, pero cuando lo hacía,
tampoco le decía que parase. Tampoco lloró por ella,
sino por miedo a las ratas.

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Al probar la kutia, su papá no estaba allí para
sonreírle con sus dientes perfectos. No lloró durante
el funeral. En el fondo sentía que se había quitado un
peso de encima, que aquella circunstancia le acercaría
por siempre a su padre, que ya no existía ningún
impedimento para estar con él. Si fuese preciso, se
iría con él en aquel acorazado. —Ya tengo ocho años
—decía a los que le miraban con lástima—. Iré con
papá.
Al volverse vio a María Ivánovna con el nuevo
bebé en brazos y sus cinco hijos imbéciles mirándola
y lloró de nuevo. Todos querían consolarla, pero
nadie pudo. De hecho, no dejó de llorar hasta que se
escapó. La gente pensaba que moriría deshidratada
con tanto llanto.
Dos días y dos noches pasó llorando, el tiempo
que estuvo en casa de María Ivánovna. Después se
escapó y la policía la llevó de vuelta. —¡Quiero ver
al tenente! —exigía al oficial—. ¡Mi papá sabrá de
esto!
De nuevo estaba allí en aquella casa destartalada
comiendo el seco pan de centeno al que lograban
alcanzar a comprar los pocos kopeks de María
Ivánovna. Después pasaban un día de hambre y
María Ivánovna regresaba con su cara de resignación
y decía con su habitual indiferencia: —No nos fían.
Los hijos la miraban con sus caras de bobos y
parecían entender algo que Nastásiushka no entendía
y se miraron los unos a los otros con cara de bobos.
—¡Alguien tendrá que sacrificarse! —decía María
Ivánovna, y volvía a salir por la puerta y los
imbéciles lloraban. La cabeza de María Ivánovna

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apareció por la puerta y miró fijamente a Nastasia. —
¡Escondedla! —ordenó a sus hijos y se fue.
La casa solo tenía dos habitaciones, el baño y el
recibidor, que era comedor, cocina y allí dormían los
críos. Todo ello estaba muy deteriorado. Los cuartos
no tenían puerta, tan solo contaban con un trozo de
tela que hacía las veces de cortinilla para preservar
cierta intimidad. María Ivánovna volvió con un
hombre gordo y barbudo. Usaba sombrero alemán y
bastón de buena empuñadura. Zapatos lustrosos, capa
larga y traje de seda. Nastasia observaba entre la
cortinilla. —¿Este? —preguntó señalando a uno de
los imbéciles—. Tan solo tiene cuatro años,
bátiushka.
El hombre se encogió de hombros, suspiró con
desagrado y hastío y paseó la vista por la estancia.
Clavó sus brillantes ojos en Nastasia. —¿Y la niña?
—preguntó con rostro asombrado, palideciendo y
casi temblando.
—¡No! ¡No está en venta, bátiushka! —Volvió a
suspirar con desagrado y hastío—. ¡El niño! —exhaló
como última oferta. Transcurrió un instante y el
hombre se despidió levantando el sombrero con
ligera levedad—. ¡Está bien, bátiushka! —dijo María
Ivánovna con su habitual resignación cogiéndole del
brazo.
—¿Qué es lo que está bien? ¿El niño o la niña?
—Ella agachó la cabeza y con voz entrecortada
agregó—: el niño.
El hombre esbozó una amplia sonrisa y le
levantó la cabeza tomándole de la barbilla. —¡No se
apure, María Ivánovna! ¡Seré generoso! —Y
tomando al niño de la mano se lo llevó al otro cuarto.

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María Ivánovna lo miró como si se despidiera de él,
como si desde entonces ya no fuera más su mamá,
como si el cordón umbilical hubiera permanecido
intacto hasta aquel momento. María Ivánovna lloró y
los imbéciles la miraban con cara de bobos y también
lloraban. Su madre se lanzó sobre ellos y los tiró de
los pelos cayendo al suelo con ellos. —¿Por qué? —
gritó—. Solo os pedí que la escondierais.
Al levantar la vista descubrió con su cara de loca
a Nastasia. —¡Tú...! ¡Mal bicho! —Poco a poco se
fue acercando a ella y Nastásiushka se quedó
paralizada del miedo—. ¡Zorra! —gritaba María
Ivánovna cuando se abalanzó sobre ella.
A horcajadas sobre el cuerpo de la niña comenzó
a abofetearle la cara. Le metió los dedos en los ojos e
intentó estrangularla con sus propias manos. Se
levantó y empezó a darle patadas. Nastasia se
ahogaba en sus gritos y en su llanto, se tapaba la cara
con ambas manos y pegaba las rodillas al pecho,
encogida en posición fetal, como si aún no hubiera
respirado la corrupción del mundo. Daba igual todo
lo que se retorciera, María Ivánovna siempre
encontraba un sitio en su menudo cuerpo para
castigar. Entonces dejó de pegarle. Entre sus dedos
vio a María Ivánovna fuera de sí en las alturas, de pie
sobre ella, jadeando como un animal. En la otra
habitación también se oyeron jadeos, entonces, María
Ivánovna enloqueció de verdad al oírlos. Cogió un
cinturón de su marido que reposaba manso sobre una
silla y empezó a dar correazos a Nastasia hasta que se
cansó y se fue a llorar al descansillo. Todos lloraban.
Como ni el llanto de Nastasia, ni el del bebé, ni el de
los críos que la rodeaban, ni los gritos en forma de

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llanto del hijo que estaba con aquel señor en la otra
habitación le dejaban llorar a gusto, se fue a la calle.
—¡No os lo gastéis todo! —dijo el hombre al
salir de la habitación. Dejó varios billetes y un
puñado de rublos de plata en la mesa. Tras él salió el
niño limpiándose los mocos en la manga, rascándose
el trasero con furia y llorando mientras miraba a
todos lados con cara de bobo—. ¿Y vuestra mamá?
—preguntó—. ¿No está?
—No —contestó uno de ellos.
—¿Y la niña?
—Ahí —contestó el mismo señalando las
cortinillas.
—¿Quién es?
—Vive con nosotros.
—¡Es huérfana! —protestó otro ante la
ignorancia de su hermano.
—Con que huérfana, ¿eh? —Descorrió la
cortinilla y se la encontró tapada por completo con
una manta sucia.
—Tengo ocho años —deliraba—, ¡quiero ir con
mi papá!
El hombre volvió la mirada sobre su espalda, los
críos asomaban la cabeza por la cortinilla. —
¡Largaos! —exclamó con horrible ferocidad el
hombre—. ¡No quiero que entréis aquí bajo ningún
concepto! —Continuó caminando poco a poco,
acercándose a ella—. ¡Huerfanita! ¡Mi dulce
huerfanita! —Se inclinó ante ella y comenzó a
acariciarle las piernas sobre la manta. Ella temblaba y
él se deleitó de ello—. No tengas miedo. No voy a
hacerte nada malo.

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Siempre sobre la manta metió su mano entre las
piernas de Nastásiushka y ella convulsionó de manera
violenta una vez. Él sonrió. Al destapar su cara dio
un salto hacia atrás como si hubiese sido alcanzado
por un rayo. Palideció al ver el rostro amoratado e
hinchado por los golpes de Nastasia.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué te ha ocurrido?
—Me ha pegado —aclaró entre lágrimas.
—¿Quién? —no salía de su asombro.
—Ella.
—¿Quién?
—María Ivánovna me ha pegado.
—¡Cielo Santo!
El hombre se fue al descansillo donde estaban
los hijos de María Ivánovna.
—Ahí está vuestro dinero —les dijo—. ¡Decidle
a vuestra madre que no me vuelva a buscar! ¡Yo soy
una persona muy importante para andar metido en
líos! ¡Esa niña va a morir! ¡Por el amor de Dios, soy
una persona decente!
Se fue dando un portazo y esa puerta no volvió a
abrirse hasta que María Ivánovna regresó borracha.

Ya había recorrido varias verstas junto a aquel


hombre y seguía sin saber a dónde le llevaba. El frío
le quitó el miedo. No tenía nada que preguntarse. Ya
habían pasado de largo varios pueblos sin detenerse.
Se acercaban a otra aldea. Nastasia podía distinguirlo
por las luces. En cada pueblo al lado de la carretera se
congregaban todos los vecinos retando al frío con sus
lámparas de petróleo. Aplaudían al paso de la troika,
gritaban y muchos hacían el saludo militar. Incluso
los niños, hasta los menores que ella.

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—¿Quién es esa gente? —preguntó por fin al
conductor de la troika.
—Amigos —obtuvo por repuesta. Volvió a
pegar a los caballos con el látigo. Como vio que su
respuesta no disipó la inquietud de Nastasia agregó:
—colonistas, militares.
—¿Los niños también?
—Sí. ¿¡En qué mundo vivimos!? ¡Animales!
Volvió a ponerse de pie sobre el asiento y a descargar
su furia sobre los caballos.

Tras la visita de aquel hombre, la comida llegó


en abundancia. —Desde hoy comerás en el suelo las
sobras que te echemos —le dijo María Ivánovna a
Nastasia. Y así fue. Desde entonces, también María
Ivánovna llevaba siempre el cinturón en la mano.
Nunca le perdonó que no se escondiera aquel día.
Para que ella y los críos se divirtieran le obligaba a
andar a cuatro patas. —Como la zorra que eres —le
decía, y le pegaba con el cinturón a modo de látigo.
—¿Por qué en este pueblo no ha salido nadie a
recibirnos?
—Se rebelaron. Los terratenientes envenenaron
los pozos. La mayoría enfermó y murió, y los otros...
—descargó con más furia el látigo.
—¿Qué les pasó a los otros?
—Los encarcelaron o los fusilaron —contestó
mirándola por primera vez a la cara. Sus ojos eran
acuosos «y además es bizco», pensó para sí Nastasia.
—Pero es mejor que no sepas nada de esto. Bastante
tienes con lo que tienes, pequeña.
No entendió lo que querían decir esas palabras,
pero tampoco preguntó de nuevo. Se limitó a ver las

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casas abandonadas, los techos caídos y las matas
alrededor de los pozos.

—En una semana te irás con tu tía —le dijo


María Ivánovna. Nastásiushka se había recuperado de
los golpes y ya podía sentarse sin sufrir ningún dolor.
Los críos además de imbéciles, eran crueles y cuando
su madre no estaba, le obligaban a hacer cosas
horribles y le insultaban. Le solían desnudar y tender
en el suelo para orinar sobre ella. Le llamaban sucia,
zorra y guarra y amenazaban con castigarle
duramente si se chivaba a María Ivánovna. Pero ella
no decía nada porque le tenía más miedo a ella que a
los niños.
Un día llegó una carta de la Tercera Sección y
María Ivánovna rompió a llorar arrastrándose por el
suelo. Nastasia no se movió del miedo. Intuía otra
paliza con el cinturón. Permaneció de pie y sin
saberlo, María Ivánovna fue reptando hacia ella hasta
tropezar con sus diminutos pies. Alzó la vista y la
vio. La abrazó. Nastasia permaneció perpleja, con
miedo, pero perpleja. Los niños la miraban perplejos,
con cara de bobos. —También tu padre —le dijo
entre lágrimas, sin soltar la carta de su puño—.
¡Problemas, estos hombres solo valen para eso!
El último día María Ivánovna con el cinturón en
la mano amenazó con matarla a correazos si decía
algo de lo que había visto. Entonces Nastasia no dijo
nada. Ni que le pegaron, ni que comía en el suelo, ni
que sus hijos eran imbéciles. Antes de salir por la
puerta, María Ivánovna la abrazó y la besó mientras
sus hijos miraban con cara de bobos. —Pedidle
perdón —les dijo a sus hijos. Los imbéciles fueron

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uno a uno a disculparse sin saber muy bien por qué ni
de qué, y a besarla. María Ivánovna la agarró con
vigor y pasión por los hombros. Nastasia pensó que
no le dejaba marchar. —Veas lo que veas, sé fuerte.
Tu tía es una mala bestia, sé a dónde te lleva. No
olvides que tu padre es un santo. —La soltó y
Nastasia bajó las escaleras mientras María Ivánovna
murmuraba: —Estos hombres solo valen para eso.
Abajo en el portal un hombre débil y enjuto
ataviado con un gabán grueso y abotonado
recelosamente sostenía un grotesco sombrero entre
sus ridículos dedos. Sabía que tenía que ir con él,
pero por alguna extraña circunstancia, preferiría
quedarse con María Ivánovna. —Borracho —lo
llamó y rompió a llorar. Cuando se disponía a subir
las escaleras, aquel hombre le cogió por la mano
como hizo aquel hombre decente con el hijo de
cuatro años de María Ivánovna y le acompañó sin
rechistar y sin preguntarse a dónde iban.

Se secó las lágrimas y se avergonzó al


comprobar que estas empapaban su rostro. «Lo he
vuelto a hacer; ha vuelto a suceder». Se dio la vuelta
y comprobó que Sonia la observaba desde su cama
con la cara apoyada en la mano y el codo clavado en
el catre.
—¿Estarás contenta? ¡Hoy te vas! —le dijo sin
cambiar de pose.
—¡He tenido un sueño horrible! —aclaró
Nastasia aún agitada.
—No lo has soñado, preciosa, ¡Belinski entró
anoche y nos la metió a todas! —se entrometió Ana
desde la cama superior.

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Fuera de las escasas mantas y sábanas que el
ministerio proporcionaba para las reclusas hacía un
frío cruel. Nastasia se entretuvo contemplando su
aliento en el aire. Al instante, sus lágrimas
comenzaron a congelarse y volvió a frotarse la cara.
Esa impresión glaciar sobre su cara le hizo
estremecerse en un escalofrío que erizó el vello de
todo su cuerpo.
—¡Venga, furcias! ¡Levantaos, holgazanas! —
los gritos de Belinski atronaron todo el pasillo
mientras su porra antirreglamentaria golpeaba puertas
y barrotes a su paso—. ¡Arriba, zorras! Mi turno
acaba en cuanto pasemos revista y tengo prisa —su
voz y los golpes sonaban cada vez más cerca—. He
dormido poco. Algunas de vosotras me habéis tenido
muy ocupado esta noche. ¡Golfas! —añadió con una
sonrisa de satisfacción.
Nastasia se sentó sobre el catre y empezó a
vestirse comenzando por las medias. Sobre el
camisón se colocó el uniforme de presidiaria y se
calzó las molestas botas que dentro de unas horas
tendría que colgar para siempre.
—¡Eh, Nastasia! —Ana le llamó. Sus piernas
colgaban de la litera. Nastasia alzó la vista para
atender a su interlocutora—. Te gusta mirarme el
coño, ¿eh?
—Lo que pasa es que a ti te encanta abrirte de
patas.
Unos golpes acometieron contra la puerta.
—¡La celda 103! —expresó divertido Belinski
desde el ventanuco de la puerta—. ¡Mi celda favorita!
¿Lo pasasteis bien anoche?

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—Nada del más allá. He conocido eunucos que
proporcionaban más placer —replicó Ana confiada.
—¡Tú es que eres una zorra, 148-906! ¡Te has
follado a todos los bichos de la faz de la tierra! —
Volvió la cabeza hacia otro lado—. ¡Abrid esta
puerta! —añadió con un énfasis grave, y frunciendo
el ceño clavó su pétrea mirada en Ana—. Ahora
mismo vas a salir con vuestro bacín y lo vas a vaciar
en el patio. Vas a volver con él y vas a ir por todas las
celdas cogiendo los bacines y vertiendo su contenido
en el patio. El soldado Serguéi Lvóvich te
acompañará. ¡Serguéi!
—¡Aún no me he vestido! —protestó Ana.
—Has tenido tiempo de sobra —añadió Belinski
sin mirarla y atendiendo los torpes pasos del soldado
Serguéi Lvóvich por el pasillo.
—¡Moriré de frío! ¡Estoy descalza! —el pestillo,
al ser descorrido, enmudeció sus últimas palabras.
Belinski la miró con odio en sus pupilas.
—Pues aprende a usar tu lengua para lo que la
tienes que usar, zorra.
Ana descargó la furia de su puño sobre el duro
colchón y saltó de la litera golpeando con la cadera el
rostro de Nastasia. El golpe de sus talones contra el
suelo sonó con un gran estruendo y el frío de la losa
la paralizó.
—¡Eh! ¡Más cuidado, puta! —se encaró Sonia
—. ¿Estás bien, Nastasia?
—¡A sus órdenes, teniente! —se presentó
Serguéi Lvóvich con su rifle.
—¿Alguna más quiere acompañar a 148-906 en
su tarea? —amenazó Belinski sin atender al soldado,
mirando fijamente a Sonia.

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—No importa, estoy bien —aclaró Nastasia a
Sonia, quien se limitó a retar con la mirada a Ana.
—La reclusa 148-906 ha sido encargada de
vaciar todos los bacines. ¡Acompáñela! —
encomendó a Serguéi Lvóvich sin dejar de observar
con pupilas férreas a Nastasia.
—Sí, señor —y entró en la estancia agarrando a
Ana del brazo, que llevaba el bacín y no dejaba de
contestar la mirada de Sonia.
—Y si derrama una sola gota que la lama del
suelo.
—Sí, señor —Belinski guiñó un ojo a Ana.
—¡152-020!
—¿Señor? —se incorporó Nastasia.
—Hoy te vas, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—Una pena —dijo sin dejar de mirarla a los
ojos con su pétrea mirada—. ¡Una verdadera lástima!
—añadió arrastrando cada palabra—. Voy a echar de
menos tu lloriqueo por la noche. ¡Vamos! —se volvió
a los dos hombres que le acompañaban. Volvió a
mirarla—. Pável quiere verte. ¡Prepárate! —y se fue
con sus hombres sin dejar de mirarla dejando la
puerta abierta—. ¡Vamos, putas! ¡No me hagáis
perder más tiempo!
—¡Ana es una zorra! —continuó Sonia. La
Gorda bajó de su litera—. ¡Cualquier día la mato!
—¡He tenido un sueño horrible! —Nastasia aún
continuaba en pie aguantando las lágrimas.
—¿Los látigos otra vez? —preguntó La Gorda,
que comenzaba a vestirse.
—¡La mato!

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—No. Todavía no han llegado. Me he
despertado antes de que ocurriera.

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CAPÍTULO II

La tarde filtraba los rayos del sol a través de


nubes moradas, desapareciendo entre ellas,
fundiéndose en su tonalidad e implicando a todo
cuanto se establecía bajo su influencia en aquel
oscuro tinte. Nastásiushka se desperezó en su blanda
cama de señorita adivinando el frío que se respiraba
fuera de la casa y se adueñaba de los cuerpos y de las
vidas de quienes trabajaban en la calle. María, la
sirvienta, le llevó la tetera todavía caliente a la cama
y allí le sirvió una tacita acompañada de pastas sobre
una bandeja con trazados artesanales, imitación
rústica de un estilo ya extinto en Francia.
—¡Cuidado, pequeña! ¡Quema! —María miró
tras de sí y se sentó al lado de Nastasia—. ¿Se te
calmó la fiebre? —le preguntó acariciándole los

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bucles de cabello que le caían por la frente—. Eres
muy guapa, ¿sabes? ¡Tienes mucha suerte! —
Nastasia observó de reojo la mirada maternal que le
brindaba la sirvienta—. ¿Cómo te hiciste esas marcas
tan feas en la espalda?
Nastasia acabó de masticar el trozo de galleta
que tenía en la boca. Recordó a María Ivánovna con
el cinturón que usaba a modo de látigo en la mano y
tragó la pasta de avena que tenía en la boca.
—¿Te manda mi tía? —preguntó aterrada
Nastasia con ojos llorosos.
—No, ella no sabe nada. Ella...
—María —le interrumpió la pequeña.
—¿Sí, corazón?
—No se lo digas a ella —añadió Nastásiushka
muy seria.
—No. No se lo diré —prometió María con un
gesto infantil—. ¡Será nuestro secreto!
Nastasia llevaba apenas seis días en aquella casa
y ya se había hartado de todos. Su tía era odiosa, no
quería hablarle en lo que le quedase de vida. La
odiaba desde el primer día en que la conoció, cuando
le llevó a ver aquel acto tan horrible. Nunca podrá
olvidar el rostro de satisfacción que mantuvo durante
aquella brutal paliza. Hacía seis días de eso. Desde
entonces Nastásiushka contrajo unas fiebres terribles
que le habían atado a la cama.
Su marido no era mejor que ella, era el jefe de
policía de la aldea y todo el mundo le temía. Su recio
bigote almidonado y sus pequeños ojos crueles le
inspiraban un pánico terrible. Ambos, marido y
mujer, profesaban hacia la pequeña una abismal
indiferencia.

29
María, la sirvienta, era tonta, pero apreció en
ella la cualidad de ser bastante manejable y sabía que
le sería útil en un futuro. Solo Dmitri, el transportista,
le inspiraba confianza. Él fue el cochero que la trajo
hasta aquí, el día de la paliza agachó la cabeza y lloró
con su sombrero siniestro en sus ridículos dedos.
Nastasia se sentía por primera vez en aquella
casa vigorosa, sana de toda fiebre. Tenía el cuerpo
cansado, fatigado por estar en reposo durante tanto
tiempo sobre esa cama blanda, por lo demás nada, ni
rastro de enfermedad. Le inquietaba tener que
convivir con aquella gente, pero llegaría el momento
de enfrentarse a aquel desafío. Deseaba no tener que
bajar nunca. Apretaba con furia feroz los dientes
queriendo que le asaltase un nuevo acceso de fiebre,
deseando la muerte sin querer morir, simplemente
quería diluirse en un charco oscuro que impregnara
todas las fibras de aquellas sábanas que le servían de
abrigo, de forma que ni María ni nadie pudieran
jamás quitarle y, esa misma mancha, emporcara a las
conciencias responsables de aquel deseo, que ni
ocultando aquellas ropas en un olvidado desván,
infestado de ratas y de cucarachas, pudieran librarse
de ese oscuro recuerdo.
Empezó a tomar conciencia de su actual
situación. Una casa grande, una criada y una familia
que no había visto nunca, que odiaba y le causaba
indecible terror. Todo era tan irreal, tan confuso, que
no parecía ser un sueño. No, no era un sueño, todo
estaba pasando, era real, podía saborear el té, tocar a
María, sentir el dolor de las mandíbulas al apretar los
dientes sin diluirse y sin suponer una mancha en la
conciencia de nadie.

30
—Algún día tienes que hablarme de tu ciudad —
interrumpió María, cortando el silencio con una risa
nerviosa y estúpida.
—¿Por qué? —preguntó la pequeña Nastasia
volviéndose hacia ella. María se sonrojó de manera
visible y colegial, sus pómulos temblaron. Agachó la
cabeza.
—Algún día... —sus palabras eran un fino hilo
de timidez— iré allí.
—No hay nada allí para ti.
María se abatió por completo. Aquella
expresión, esas palabras de exclusión vertidas al aire
por una niña de ocho años que le incapacitaban para
llevar otra vida, le sumió en una instantánea
depresión. «Hasta ella se ha dado cuenta», pensó.
—Solo hay gente mala y miedo —dijo
advirtiendo el efecto de sus palabras, intentando
mitigar el dolor de María—. Yo no podía salir a la
calle porque todo eran secuestros y perversión.
La palabra perversión asustó a la sirvienta. Pero
devolvió la sonrisa a la niña y comprendió lo que
quería decir. No es que ella fuese incapaz de hacer
nada, sino que allí correría verdadero peligro.
Se levantó de su lado radiante de felicidad.
—¿Más té, corazón? —preguntó con familiar
cordialidad.
—No. Retíralo, por favor. —Ese tono le
molestó. Solo quería perderla de vista. Le parecía
ridículo que una mujer como ella se comportase
como una niña.
—¿Tendrás fuerzas para bajar hoy al salón? —
preguntó desde el umbral con la bandeja en la mano.
—No lo sé.

31
—Descansa, corazón. —Y cerró la puerta tras de
sí.
La pequeña Nastasia quedó sola en aquella
habitación de señorita. Había soñado mil veces con
un cuarto como ese, con todas aquellas atenciones,
pero ignoraba que todo eso tuviera un precio tan caro.
Es más, odiaba estar allí. El olor de rosas
embalsamadas la exasperaba y confirmar que ya no
sufría aquella dolorosa fiebre le incordiaba hasta la
frustración. Era como si la pena ya se hubiera
marchitado. «¡A los seis días!», pensó. «¡Qué terrible
esta condición humana!» Su recuerdo aterrizó en el
día de la paliza y todas las expresiones de los rostros
que acudían al cruel evento se le atragantaron en la
garganta. ¡Decían tanto de ellos! Allí estaba su tía
con un orgullo animal murmurando a las autoridades
y al pope: —¡Qué suerte llevar en este lugar una
acción tan ejemplarizante! —Rompió a llorar en su
habitación de señorita.

—¡Advotia! ¡Despierta, Advotia! No debes


enfadar a Belinski —La Gorda se afanaba en hacerle
entrar en razón.
—¡Déjala, Gorda! ¡Ella sabrá lo que hace! —
aconsejó Sonia con frialdad
—¡Advotia! —continuó La Gorda, sin hacer
caso. Miró a Nastasia reclamando ayuda, esta se
volvió.
Todas las demás reclusas estaban vestidas con
su uniforme y su número desgastado a la altura del
pecho. Formaban fuera de sus celdas cerca de la
puerta de la misma. Sonia se abotonaba el último
botón de su uniforme cuando Nastasia salía.

32
—No respira —murmuró La Gorda—. ¡No
respira! —Sonia y Nastasia se volvieron sin dar
crédito a lo que oían.
—¿Qué dices, loca? —Sonia se acercó a
Advotia, que dormía en la litera del medio, encima de
ella y bajo La Gorda—. Advotia, levántate. ¡Advotia!
¡Como quieras! ¡Jódete! —volvió hacia Nastasia y al
instante se giró sobre los talones como loca y
zarandeó a Advotia—. ¡Levántate, puta! —gritó
como loca. La Gorda retrocedió asustada hasta que su
espalda topó con la fría pared—. ¡A mí no me jodes
tú, guarra!
—¡Sonia! —Nastasia se acercó a ella. Sonia
lloraba, había enloquecido. Abofeteaba el rostro de
Advotia con furia, sus pálidas mejillas se marcaron
con las palmas de Sonia, pero sin teñirse de rojo,
palideciendo aún más. La Gorda de cuclillas en el
suelo lloró con miedo tapándose la cara—. ¡Sonia! —
Nastasia tocó su hombro para hacerle volver en sí.
—¡Llama a un médico, maldita sea! —le gritó
en la cara colorada de agitación con el cabello sobre
la cara tapándole el rostro, escupiéndole al hacerlo.
Nastasia salió al pasillo gritando y corriendo
hacia todos lados.
—¡Belinski! ¡Belinski!
—¿Qué demonios pasa? —contestó otro grito
colérico desde el otro lado del pasillo—. ¿Qué son
esas voces de puta? —Venía hacia Nastasia hecho
una furia agitando la porra de un arshin en el aire.
—¡Mi compañera se muere! —se ahogó el grito
en su garganta con dolor, llorando—. ¡Un médico! —
y cayó de rodillas en mitad del pasillo ante la mirada
de los soldados y las reclusas con una fea mueca

33
infantil en el rostro, abriendo en exceso la boca
desgarrando sus músculos en la súplica.
Un vocerío femenino, un abucheo masivo, se
apoderó entonces del pasillo. —¡Orden! —gritaba
Belinski. Los soldados reprimían las protestas de las
reclusas con las culatas de sus rifles empujándolas
contra la pared golpeando sus pechos y los carceleros
arremetían con sus porras.
Belinski llegó hasta Nastasia, que luchaba por
respirar entre sus lágrimas. Dentro Sonia lo miró
torvamente. Volvió a mirar a Nastasia arrodillada en
el suelo jadeando y se dirigió a Sonia.
—¿Qué es lo que pasa? —le preguntó con la
respiración entrecortada por la carrera.
—¡Advotia! —aclaró con su expresión de furia,
señalando con la barbilla a su compañera.
—¡No somos animales! ¡No somos animales! —
murmuraba Nastasia desde su posición elevando sus
ojos al cielo—. ¡Por el amor de Dios! —gritó, y todos
se volvieron para observarla. Volvió a murmurar
entre dientes. Belinski se volvió a Sonia buscando
una respuesta. Esta lo miró con odio de nuevo. Se
volvió a Advotia.
—¡102-589! ¡Levanta! —gritó. Fuera
continuaba la trifulca entre las reclusas, los soldados
y los carceleros.
—No le oye —susurró Sonia conmovida. La
Gorda aumentó la intensidad de su llanto.
—¡102-589! —Belinski la golpeó con la punta
de su porra en sus partes íntimas.
—¡No somos animales! —se volvía a oír los
susurros de Nastasia arrodillada en el suelo.

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—¡102-589! —gritó con más fuerza, hundiendo
su porra en el estómago de Advotia.
—¡Llame a un médico, cabrón! —le gritó Sonia
casi al oído con toda la furia que era capaz de gritar.
Belinski le hundió el codo en la cara y Sonia cayó
encima de La Gorda, que comenzó a llorar con mayor
intensidad aún. Belinski se volvió hacia la puerta.
—¡Llamen al doctor! —ordenó al soldado que
asomaba la cabeza a través del umbral.
Llamen al doctor. Llamen al doctor. Llamen al
doctor. Esas palabras iban pasando de boca en boca
de los soldados formando una cadena. Uno de ellos
echó a correr hacia el portón con la orden. Belinski
abandonó la estancia con su porte triunfal al caminar,
acompasando los puños cerrados a cada paso
oscilándolos de atrás hacia delante. Sin querer golpeó
la mejilla de Nastasia, que no se inmutó.
—¡Callen a esas putas! —se hizo oír sobre el
griterío general y sus hombres se ensañaron con
violencia. Sonaron disparos y alguna bala se quedó
en el techo.
El médico, un joven estudiante de medicina al
que apenas le había dado tiempo a vestirse, corría con
la camisa medio abotonada y un raído maletín en la
mano. Cuando llegó, sacó un espejo y se lo acercó al
rostro de Advotia. Solo pudo confirmar su muerte y
volvió a su puesto derrotado. El silencio reinó cuando
entró en la celda. Reclusas, soldados y carceleros
miraban la puerta de la estancia. La Gorda profirió un
grito lastimoso y el doctor salió profundamente
abatido y encorvado. Nastasia volvió a llorar y las
reclusas volvieron a forcejear con sus guardianes,
estallando en un gran escándalo.

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Los golpes ahora eran frenéticos y muchas caían
sangrando al suelo. Hubo más disparos al aire,
multitud hasta que se hizo el silencio de repente. Tan
solo se oía el rumor de unas botas taconeando con
firmeza en el suelo adentrándose con confianza en el
pasillo.
Los soldados calmaron su respiración casi
conteniéndola y se erguían, las reclusas se levantaban
del suelo con sus heridas y encrespaban sus cuerpos
como soldados, pero fijando la mirada en el suelo.
Los pasos se detuvieron y solo se oía a Nastasia
murmurar: —¡No somos animales! ¡No somos
animales!
Se percató de que solo se le oía a ella y levantó
la vista comprobando que todo se había calmado y
los soldados posaban mientras sus compañeras
temblaban sin atreverse a levantar la cabeza.
Se estremeció en medio de sus jadeos y su
cuerpo se heló. Sabía lo que estaba sucediendo. No
sabía qué hacer en tales circunstancias. Volvió la
cabeza hacia atrás.
Pável estaba allí, detenido en medio del pasillo y
en mitad del tiempo. Ninguna respiración se oyó,
todo lo que era la vida en la prisión se detuvo en
aquel instante. Su cara se escondía detrás del vaho de
su respiración animal. Sus botas lucían bajo su
uniforme con un hálito especial. Clavaba su mirada
en Nastasia que presa del temor, no movió un solo
músculo y detuvo su llanto.
Belinski asustado se acercó a él y le informó
sobre todo lo que había acontecido. Pável no se dignó
a mirarle en ningún momento y ni siquiera asintió

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con la cabeza en señal de atención. Solo miraba a
través de su densa respiración a Nastasia arrodillada.
Pasaron minutos, no se podría contar con
exactitud el lapso de tiempo transcurrido, aquel
momento era la eternidad, la más temida eternidad en
el horror del silencio. Belinski se alejó sin dar la
espalda a Pável temblando. Pável se giró sobre sus
lustrosas botas y su capa giró tras él. El sonido de sus
botas se alejó y todas volvieron a formar
sigilosamente manteniendo aquel terrorífico y
riguroso silencio. Hasta las órdenes de Belinski
sonaban con mayor debilidad. Sonia empujó con
desprecio a La Gorda al levantarse, Nastasia se
desmayó.

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CAPÍTULO III

A las seis abandonó su habitación de señorita. El


carillón del reloj dejó su grave tono desapareciendo
en el aire como un espectro huidizo. El pasillo era
suntuoso de oscuras maderas y brillantes vetas. Paso
a paso hundió su calzado en el tapizado de la
escalera. A mitad de camino sonó la campanilla de la
puerta. María se dirigió hacia la misma.
—¡Oh! ¡Te has levantado! ¡Gracias a Dios!
Nastásiushka perdió su mirada por la estancia.
La somnolencia y la costumbre de estar días en la
misma habitación le daban un aire similar al que
conceden algunos de los venenos que drogan el alma.
Creía respirar aire fresco, la ausencia de sus
familiares le dotaban de una libertad innata. Se sentía
feliz en aquel salón palaciego.

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La amplia mesa estaba adornada por relieves
cincelados a mano en su canto y sostenía varios
candelabros de plata. María se atravesó entre la mesa
y el campo de visión de la niña cuando fue a avisar
de la visita. Ni siquiera le siguió con la mirada ni le
interrogó por su propósito. Solo continuó
contemplando maravillada la mesa de aristas
redondas que debía hacer las veces de mueble-
comedor.
—¡Con que tú debes de ser la sobrina de Marfa
Fiódorovna!
Su voz sonó grave y melodiosa, harta confiada y
segura. Con elegante paso se abrió camino entre la
estancia hasta llegar al lugar que ocupaba Nastasia.
Su porte era distinguido, digno de un caballero, pero
su vestimenta asemejaba la de un mujik austero. Un
grueso armiak bastante suntuoso confirmaba a priori
esa impresión.
—¿Cómo te llamas, pequeña? —No estaba
asustada del todo, pero sí bastante impresionada.
—Nas… Nastasia —balbuceó acomplejada.
—Yo soy Nikolái Yastrembski. —Y cogiéndole
de sus manos la besó como un príncipe.
Se estremeció al ser tocada por esas manos tan
grandes y toscas dando la impresión de una cálida
caricia. Suspiró imperceptiblemente cuando aquellos
labios rozaron la desnudez pálida del dorso de su
mano.
—Tienes unas manos muy bonitas —le dijo
cogiéndole las dos manitas con sus inabarcables
manazas—. ¡Eso me gusta! —la sangre invadió las
mejillas de la pequeña—. ¿Sabes tocar el piano? —
aquella pregunta le desubicó por completo.

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Aún estaba bañada por el sopor cuando aquel
hombre se dirigió a ella. La sorpresa todavía excitaba
su corazón cuando le preguntó su nombre. El
inesperado roce, cuando él se presentó, encendió más
aquella extraña pasión, aquel sentimiento de
indefensión. La imagen de un ser tan grande le hacía
temblar y ahora aquella pregunta imprevista golpeó
aún más su estupor.
—No —fue la respuesta que sonó como una
interrogación vacilante.
—Es una pena. ¡Tus dedos están hechos para los
clásicos! —añadió al tiempo que entremezclaba los
suyos con los de ellas, introduciéndolos entre las
separaciones de los suyos, separando cada delicada
fibra de aquella carne con sus gruesos dedos,
llevándolos a la cara de ella, acariciando sus mejillas.
—¡Vaya! ¡La bella durmiente al fin despertó! —
el corazón de la niña se sobresaltó de vergüenza e
indignación.
—¡Marfa Fiódorovna! —exclamó entusiasmado
Nikolái volviéndose hacia quien interrumpió la
escena con sus palabras, soltando con brusquedad las
manos de Nastasia.
—Veo que ya conoces a mi sobrina. ¡Nena! —la
inquirió—. ¿Dónde están tus modales? —Nastasia,
de manera torpe, creyendo que era lo que debía hacer,
agachó la cabeza y cogiéndose unos pliegues de su
falda se inclinó ante Nikolái.
—¡Oh! ¡No importa, Marfa! —excusó divertido.
Se acercó a besar la mano de la patrona—.
¡Comprendo que estéis enfadada, puesto que vuestra
belleza se pone en entredicho ante esta dama! —
bromeó el invitado.

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—¡Cómo! ¿Esta mocosa? —despreció divertida
la tía.
—¡Por el amor de Dios, Marfa! ¡Es una flor al
instante de despuntar!
—Sin modales, al igual que un hierbajo
silvestre.
—¡Cómo sois, Marfa! —reprochó con dulzura
sin cesar de reír—. Por casualidad ha venido a esta
cabezota mía el recuerdo de una institutriz que conocí
en San Petersburgo que nada más ver a su sobrina he
pensado en llamar...
—¡Cómo! ¡El diablo os lleve! ¡Mandar llamar a
una institutriz de San Petersburgo para venir hasta
aquí! ¡Os habéis vuelto loco! —estaba en el colmo de
la indignación.
—He apreciado ciertas cualidades en ella, dotes
para la interpretación musical...
—¿Pretende que toque la balalaica? —comentó
divertida Marfa Fiódorovna
—¡Cómo sois, Marfa! Me refiero al piano...
—¡El piano! ¡María!
Al instante se personó la criada.
—¿Sí, señora? —se mostraba tímida pues
Nikolái siempre la observaba de arriba abajo y
chasqueaba la lengua al hacerlo.
—Llama al doctor, ¡Nikolái Yastrembski se ha
vuelto loco!
—Sí, señora. Ahora mismo.
—¿Dónde vas, idiota? ¿No ves que era puro
sarcasmo? ¡Haces que me abochorne! ¡Retírate a tus
labores! —Nikolái estalló en risotadas tremendas.
—Sí, señora —añadió María colorada. Antes de
su retirada, pudo oír el desprecio de su ama.

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—¡Esta chiquilla es idiota!
—No lo hace a propósito —tranquilizó Nikolái.
—Idiota —sentenció Marfa Fiódorovna antes de
que María rompiera en silenciosos sollozos dentro de
la cocina.
—Tal y como le iba diciendo, Marfa
Fiódorovna, he decidido darme el capricho de que la
beldad de su sobrina amenice nuestras veladas con el
piano. De un tiempo a esta parte, desde que el zar
aplastó todos los levantamientos, son demasiado
tediosas y nunca está de más alimentar el espíritu con
un poco de arte, no obstante, ustedes tienen ese piano
ahí desde tiempos inmemoriales y nunca oí una nota
de esa joya.
—¡Esa niña no merece ni uno solo de mis
kopeks para que se convierta en una ociosa
maleducada!
—El capricho es mío, Marfa Fiódorovna. Desde
luego que yo correré con los gastos generados.
—En ese caso lo mejor es que consulte con mi
marido.
—Tenga por cuenta que lo haré, ¡siempre se me
ha dado bien convencer al viejo Fiódor Andréievich!
—Pues ya puede ir comenzando, Nikolái
Yastrembski, porque en este momento está entrando
por la puerta.
En efecto, en el vano de la puerta la figura de
Fiódor Andréievich contemplaba a Nastasia aún
inmóvil. Su recio bigote almidonado y sus pequeños
ojos crueles eran sus elementos faciales más
distintivos. Su altura, cercana a los tres arshin, y su
corpulencia imponían un respeto basado en el temor.

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A todo ello había que sumar aquel uniforme, que tan
mala espina le daba a Nastasia y lo hacía más terrible.
—¡Mi querido Fiódor Andréievich! —se acercó
próximo a estrechar su mano Nikolái.
—¿Qué hay, Nikolái Venedíktovich? —contestó
el oficial sin contagiarse de su sonrisa.
—¡Querido! ¿A que no sabes en qué se ha
empeñado nuestro caprichoso amigo? —interrumpió
Marfa Fiódorovna desde le lejanía del salón. Fiódor
no manifestó ningún gesto de interés—. ¡Quiere
enseñar a tocar el piano a la niña!
—¿Qué niña? —preguntó sin dejar de mirar
interrogante a Nikolái.
—¡La nuestra, Fiódor! —dijo llenándose la boca
con sus propias palabras.
—¿Nuestra? —exigió inmediata respuesta a su
mujer, palmariamente molesto por aquella expresión.
—¡Es una rosa al instante de despuntar! —
interrumpió Nikolái, repitiendo con mayor énfasis sus
propias palabras.
—Las rosas también desarrollan espinas —
espetó glaciar el anfitrión, taladrando a Nastasia con
desprecio.
—¡Yo sé tratarme con matas silvestres, Fiódor
Andréievich! —aclaró entre carcajadas groseras—.
Creo que nuestras veladas serían más agradables
amenizadas por un poco de música. ¡No es justo que
ustedes tengan ese piano ahí muerto de risa y,
además, cuenten con una dama con unas manos
desarrolladas con firmeza para tal propósito! —
Fiódor le barrenó con su mirada—. ¡En este pueblo
hay pocos entretenimientos!

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—Este es un lugar moral, mi estimado Nikolái
—protestó de manera tosca el agente de la ley,
enorgullecido de sus palabras—. Además, ¿nunca
dijo usted que supiera tocar el piano?
—¡Y no tengo ni idea! Esa es labor de
afeminados y de niñas.
—¿Y entonces cómo pretende enseñar a esa
cría? —interrogó con una imperceptible sonrisa bajo
su recio bigote almidonado.
Una sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro
de Nikolái Yastrembski. Sabía que lograría
convencer a aquella mole humana testaruda.
—Conozco a una institutriz de San Petersburgo
que...
—¡Alto! —interrumpió Fiódor con una sonrisa
que más bien parecía manifestar enfado e ironía—.
¡No pagaré a nadie para que venga hasta aquí a
perder su tiempo en cosas sin sentido!
—¡Eso mismo le dije yo! —intentó hacerse un
hueco en la conversación Marfa Fiódorovna.
—¡Yo correré con todos los gastos! —Nikolái
Yastrembski adquirió un aire triunfal.
—No sé, joven amigo. —Fiódor Andréievich
enroscó una de las puntas de sus recios bigotes
almidonados con dos dedos. Harto de contemplar la
sonrisa de su viejo amigo, se volvió hacia
Nastásiushka—. Si usted quiere desperdiciar de este
modo su fortuna, no seré yo quien se lo impida —
concluyó sin mirar a su interlocutor—. Si se
empeñase en gastar sus rublos en cualquier otra
inmoralidad, sepa que sería mi obligación detenerle
—agregó estallando en sonoras carcajadas que
helaron la sangre de Nastasia.

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—¡Magnífico! Además, la niña estará
entretenida, ¿verdad? —aclaró mirándola.
—¡Contesta, mocosa maleducada! —reprendió
Marfa Fiódorovna.
—Sí —prorrumpió con hilo de voz tímido,
mirando a Fiódor Andréievich.
—¡Bueno! —continuó divertido Fiódor,
posando una de sus manazas sobre el hombro de
Nikolái—. Lo mejor va a ser que me aclare esas
virtudes que le ha parecido ver en esta niña mientras
nos tomamos una botella de vodka.
—¡Magnífico!
A medida que los vasos de vodka se iban
acabando, las sonoras risotadas de los dos hombres se
clavaron en el tímpano de Nastasia como una molesta
sinfonía desafinada. No dejaban de bromear con la
condición miserable de muchos de sus vecinos ni de
maldecir a los revolucionarios y a los extranjeros.
Hablaron largo y tendido de las campañas contra el
difunto Napoleón, sin olvidar el pacto que el zar
Alejandro hizo con él sobre el Niemen. Sus
carcajadas se centraron en el intento del emperador
por conquistar Rusia en tres meses.
—¡Ya estáis otra vez hablando de ese infeliz! —
protestó Marfa Fiódorovna.
María sirvió la cena. Suculentas carnes de caza y
aves de corral manchaban los dedos de grasa, que a
su vez engrasaban todo lo que tocaban. Nastasia
jamás había participado en ningún festín semejante.
Ignoraba que en casa de su tía se comiera tan bien. La
frustración de compartir una opípara cena con
aquellos comensales llenaba sus sístoles de oleadas
de rabia. Aquel sentimiento había crecido ya ajeno a

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la influencia de Nastasia, había cobrado vida propia,
era como una marea que parecía llegar a su pleamar,
pero no la alcanzaba nunca. Crecía sin parar, royendo
todas las cámaras ocultas de su cerebro, deshaciendo
sus paredes en una arena de odio y resentimiento. La
ola llegaba más lejos que la anterior y ya podía verse
la siguiente inmensa, hirviendo en una espuma de
ansiedad, formada por un mar de náusea. La idea de
comer aumentaba el caudal de ese mar.
Lejos de su mente dentro de lo material,
entroncándose de forma cruel con la necesidad, otro
mar cobraba vida propia avivado por los sentidos. Era
la marea más corrosiva que podía oírse. Ella se
afianzaba más a su marea de cólera y desprecio, pero
la otra enfurecía en su estómago. Hacía días que,
debido a su fiebre tan solo comía sopa. Era una marea
eléctrica la que punzaba en su estómago. No podía
ignorarla, pero traicionar a su pensamiento por un
bocado caliente, ¿sería capaz de hacerlo? ¿Podría
traicionar tan pronto su propia voluntad? Y si no era
hoy, ¿cuánto más podría aguantar?
Rehusó, rehusó con la mirada, pero el olfato se
dejaba seducir. ¡Se sentía tan débil! ¿Qué conseguiría
sin comer? ¿Eso mancharía sus conciencias como
merecen? Ya había desaparecido la náusea. Mantenía
la cabeza baja, sin mirar a nadie ni poder ver aquellas
bandejas de porcelana. «¡Es como una trama del
diablo!» Su mente se nubló, aquella marea había
muerto, se retiraba a rumiar su furia mar adentro en la
lejanía de la bajamar. Sin saber cómo, tenía un trozo
de pollo en la boca y un tenedor en la mano. Había
perdido la primera batalla y registraba dos sabores,

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por un lado, una sensación exquisita; por el otro, una
repugnancia amarga.
Los hombres continuaban hablando con la boca
llena sobre el envenenamiento de Alejandro y
especulaban sobre su impotencia mientras alababan la
mano dura del zar Nicolás.
—¡Ese bendito hombre! —suspiraba Marfa
Fiódorovna.
El recio bigote almidonado de Fiódor brillaba
por la grasa. Sus feroces dientes rasgaban la carne
que comía con una brutal satisfacción. Nikolái
hablaba lentamente como un gran orador, consciente
de la impresión que debían causar sus medidas
palabras. Miraba a todos fijando durante un instante
la vista en alguno, con ojos ajenos al contenido de sus
palabras, como si su mirada escrutara todo y saciara
sus ansias y ese fuera su único anhelo, saciar sus
ansias, colmar sus deseos ocultos con los ojos, y todo
lo que decía no fuera si no la excusa para hacerlo sin
sufrir reproches.
Fiódor asentía aquellas palabras sin dejar de
engullir como un animal. Marfa Fiódorovna a
instantes trataba de captar la mirada de su marido e
imitaba sus gestos aparentando interés en las palabras
de Nikolái, pero perdiéndose en sus aspavientos,
siguiendo sus ojos las manos del orador, siendo estas
más rápidas que sus órganos, que se quedaban
perdidos en la lejanía cuando las manos desaparecían
hasta que volvía de aquel trance somnoliento.
Cuando una de las ojeadas de Nikolái tropezaba
con Nastásiushka, esta se llenaba de perplejidad y
desviaba su mirada al plato sin dejarse penetrar por
aquellos ojos. Pero aquella voz era un canto de sirena

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que reclamaba su atención. Las bellas facciones de
aquel rostro invitaban a perder la mirada entre ellos y
cuando Nastasia era consciente de la atracción que
sufría ante su cara, él se volvía de nuevo y allí
estaban otra vez los ojos que debía evitar. Intentaba
observarle sin ser descubierta, pero era inútil. Cuando
una idea comenzaba a forjarse en su cerebro a través
de lo que veía, él la miraba y ella bajaba su vista al
plato. Esperó cinco segundos. Siete. Diez. Levantó la
vista y ahí seguía contemplándola. Lo había hecho
todo el rato mientras ella estaba ausente. Sus miradas
se cruzaron y el asombro y la indignación florecieron
en las pupilas de la pequeña. Antes de volver la vista
al plato, los ojos de Nikolái sonrieron con un
relampagueo de indecible prurito. Nastasia enrojeció
y Nikolái no volvió a mirarla.
La velada se alargaba. Nastasia permanecía al
margen atendiendo a los gestos de los interlocutores,
sin entender el significado de sus palabras, pero
intuyendo que había un delicado tema que
procuraban no tocar en su presencia.
—¡María! —gritó sin elevado énfasis Marfa
Fiódorovna fijando su atención en la niña.
—¿Llamaba la señora? —se personó la
sirvienta.
—Acuesta a la niña, es demasiado tarde para
ella.
—Sí, señora —le tomó de la mano. Nikolái se
levantó colorado por la ligera embriaguez.
—Descansa, Nastasia —le dijo besando la mano
libre.

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María le guio escaleras arriba. Aún sentía el
estremecimiento de aquellos labios en su mano. Su
calzado se hundió en el tapizado de la escalera.
—¡Una desgracia lo de la niña! —alcanzó a oír
las palabras de Nikolái Yastrembski.
—¡Desgracia la nuestra, Nikolái Venedíktovich!
—manifestó sin fuerza Marfa Fiódorovna.
—Corren malos tiempos —sentenció rotundo
Fiódor Andréievich.
María le arropó en su habitación de señorita.
Olía a rosas embalsamadas y Nastasia se empapó de
aquella fragancia sin presunción. La sirvienta sonreía
con su afeada sonrisa y cantaba un poema de Alexéi
Kolstov. Cuando le hubo desvestido y arropado con
celo maternal y, por tanto, en exceso, le besó en la
frente. Cuando se retiraba de puntillas, Nastasia le
llamó.
—¿Sí, corazón?
—¿Quién es Nikolái Yastrembski?
María hizo una mueca de desagrado.
—Es mejor que no lo sepas —contestó
esperando poner fin a aquella conversación.
—¿Por qué? —se inquietó la pequeña
incorporándose sobre el lecho.
—Es un mal hombre —suspiró volviendo a
recostar a Nastásiushka y tapándole de nuevo.
—Es muy bueno conmigo.
—Nunca trae nada bueno —lejos de
tranquilizarla, aquella expresión le asustó—.
¡Duerme, corazón!
—¡Buenas noches!
Cuando iba a cruzar el umbral de la puerta,
María se volvió.

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—¡Nastasia! —estaba agitada.
—¿Sí?
—No le cuentes a nadie lo que te he dicho, por
favor.
—Tranquila —dijo mirándole con una cordial
sonrisa fingida a la perfección—. ¡Será nuestro
secreto!
—¡Buenas noches! —respondió radiante de
felicidad, con la afeada sonrisa que Nastasia esperaba
encontrar en sus labios, y cerró la puerta tras de sí.
Cuando María bajó la escalera para dirigirse a la
cocina, Nikolái la miró de arriba a abajo y chasqueó
la lengua, le siguió con su mirada furtiva. Aquella
noche Nastásiushka tuvo por primera vez el sueño.

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51
CAPÍTULO IV

Tras pasar la lista completa de todas las reclusas,


el parte firmado por G. Belinski recogió el
fallecimiento por muerte natural de la presa 102-589.
Al instante, la presa número 148-906 acabó con la
tarea que le había sido encargada por el oficial al
mando durante aquel turno a modo de reprimenda
leve. Ana se unió en formación a sus compañeras de
celda cuando se hubo vestido bajo la oscura mirada
desde el más allá de la difunta. Advotia murió con un
gesto que inspiraba compasión y que parecía expresar
una desmedida expiación de todos sus pecados.
—¡Pareces una santa! —confesó medio
conmovida medio divertida Ana al subirse muerta de
frío las medias de lana todo lo que daban de sí. Nadie
oyó su burla.
Belinski acompañó a la formación hasta el
comedor. Allí informó a su relevo de las incidencias

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del turno anterior. Se volvió hacía la multitud de
mujeres con reprobable pasado que, sentadas en los
bancos de madera garabateados con mil motivos
personales, rumiaban el aire a falta de desayuno.
Cuando se iba a despedir con una de sus crueldades
que tanto le divertían, fijó la vista en Nastasia. Sonrió
con la malicia con que le dotaba su propia sonrisa, se
acercó a ella con paso lento, seguro y circense.
—¡152-020! —dijo arrastrando las sílabas,
prorrogando la vibración física en el tiempo.
—¿Sí, señor? —contestó Nastasia a la par que se
incorporaba.
—¡Qué disciplinada te has vuelto! ¡Ya pareces
una señorita! Te has convertido en toda una mujer
durante estos años... —interpeló divertido,
regocijándose en el efecto de sus palabras—. ¿Ya
estás mejor?
—¿Mejor, señor? —Estaba indignada. Miraba
un punto inexistente del horizonte, más allá del muro
del fondo, sin mirarle a él, ofendida.
—Sí. Te desmayaste esta mañana, ¿no?
—Sí, señor.
—Bonita función la de esta mañana. Cuando una
de vosotras se va, me abandona como lo haces tú,
siento algo dentro de mí, como si se me rompiera el
corazón o se me revolvieran las tripas. No sé si os
merecéis volver allí afuera con la gente normal y
decente. 152-020, ¿sabes lo que quiero decir?
—No muy bien, señor.
—¡Je! No muy bien —murmuró
sardónicamente, volviéndose a todos los espectadores
que asistían a la escena—. Siempre he tenido una

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curiosidad, nunca lo he podido resistir, ¿qué es lo
primero que vas a hacer al salir, 152-020?
—No lo sé.
—¿A dónde vas a ir, 152-020?
—No lo sé —la estaba provocando para
derrumbarle.
—¿De qué vas a vivir, 152-020? ¿Qué sabes
hacer, 152-020? ¡Nada! ¡Nada en absoluto!
—Sé tocar el piano —murmuró inclinando la
cabeza rodeada de lágrimas, sin saber ya lo que decía
ni a qué debería aferrarse cuando le pusieran en
libertad.
—¿Qué? —gritó Belinski con un aspaviento de
burla, acercando su cabeza a la de ella inclinándose él
también buscando sus ojos con los suyos—. ¿Tocar el
piano? ¿Alguien como tú sin ropa, sucia y criminal
enseñando a auténticas señoritas a tocar el piano? ¡En
sus casas! ¡No, 152-020! —gritó con fuerza
alejándose de ella, rodeando la mesa con sus pasos
triunfales—. ¡Volverás a delinquir para ganarte la
vida, 152-020! ¡No sabes hacer otra cosa, 152-020!
¡No puedes hacer otra cosa, 152-020! —Cuando
completó una vuelta, dejó la carpeta con el parte
sobre la mesa y le aplastó las sienes con sus manos
alzando de este modo la cabeza de Nastasia y
apoyando su frente sobre la suya—. ¡Eres un número,
152-020!
—¡No! —jadeó ella empujando el pecho de
Belinski con sus manos.
—¡No vales nada! ¡Tu tiempo pasó! ¡Lo echaste
todo a perder!
—¡No! —gritó desplomándose en el banco—.
¡No es verdad! —Sonia la envolvió en sus brazos,

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mirando con furia a Belinski, mostrándole su nariz
rota y ensangrentada.
Belinski recogió la carpeta con un «¡Hasta la
vista!» dirigido a Nastasia, pronosticando su retorno.
Se acercó a su relevo:
—¡Usted tiene el mando! —le dijo. Belinski y
su cruel sonrisa desaparecieron por la puerta.
Dzerzinski era el oficial que quedaba ahora al
mando. Tenía un aire principesco. Tez pálida, ojos
claros y cabellos rubios, disciplinado, competente y
reservado, se limitaba en exclusivo al ejercicio de sus
funciones. No participaba en las vejaciones hacia las
reclusas perpetradas por otros oficiales ni por los
soldados al mando de estos, ni trataba de impedirlas o
de denunciarlas. Sencillamente él no las consumaba
ni permitía que ninguno de los hombres a su cargo, al
menos en su turno, hicieran tales cosas.
—Es como un remanso de paz en medio del
infierno— lo definió Sonia una vez.
—La polla de oro— le calificaba Ana.
Sea como fuere, a ninguna reclusa le pasaba
inadvertida su presencia. Al principio llamaba la
atención la presencia de un oficial tan joven y tan
apuesto en semejante porqueriza, aún no había tenido
tiempo de malograr su carrera militar para terminar
allí destinado. La reserva de sus actitudes y
sentimientos lo elevaban a una pureza bastante
atractiva para las reclusas, pues anhelaban mancillar
esa virtud en sus fantasías sexuales. El atractivo
aumentaba por la curiosidad de sondear su espíritu.
Pero, poco a poco esa fría moderación en sus gestos
terminaba por aburrir y llegaban a la indiferencia. Ya
no interesaba aquel caballero, se había sumado al

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molesto tedio de todo cuanto estaba encerrado en
aquellos muros. Ninguna deseaba su turno, tampoco
que se acabase, daba igual. Cuando llegaba suponía
tranquilidad y ausencia de riesgo, pero nada más. Se
rumoreaba que, en efecto, su familia estaba bien
posicionada y que él en la academia o ya como oficial
echó a perder su arrolladora carrera reuniéndose en
clandestinidad con militares corrompidos por
pensadores revolucionarios. La influencia de su
familia impidió que las autoridades lo castigaran con
la dureza que merecían sus acciones y lo
enclaustraron en aquel lugar, lejos de los dominios
nocivos de los hombres corrompidos por las quejas
de la gente de condición humilde.
—¡A vuestras tareas! Los grupos encargados de
la desinfección y limpieza de celdas y del pasillo de
las mismas que se unan a las tareas de limpieza del
patio. Los soldados que escolten a cada grupo tal
como estaba previsto. —Dzerzinski dio una palmada
al aire—. ¡Venga!
—¡Has estado muy bien! —murmuró Sonia a
Nastasia —¡Querrán tenderte una trampa para
retenerte aquí por más tiempo, pero no les dejes!
—Luego tengo que ver a Pável.
—¡No le tengas miedo! ¡Sé fuerte!
En el patio el día saludaba con un aliento frío.
La nieve no tenía consistencia y su capa no era
gruesa. La celda 103 era una de las encargadas aquel
día para la limpieza del recinto. Nastasia recibió una
pala cuyo mango partido por la mitad había sido
unido por una fina cuerda. Solo había veinte palas,
todas ellas en condiciones precarias. Como las
encargadas de la limpieza de las celdas y del pasillo

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habían sido destinadas aquí, la situación era caótica.
Con la muerte de Advotia había una pala de más que
los soldados concedieron a una mujer al azar, el resto
debía retirar la nieve con sus manos. De todos modos,
dada la escasez de nieve y el número de mujeres
empleadas para tal función, aquello duraría poco.
—¡Ya verás! —dijo divertida Ana a Nastasia,
acercándose a ella mientras trabajaba con la pala, con
su habitual tono de crueldad.
Por algún motivo, se reía a escondidas de una
mujer que trabajaba con las manos agachada sobre la
nieve. Sus dedos se hundían en el frío elemento y se
entrelazaban bajo él extrayendo puñados del mismo
que luego depositaba en el carro, como hacían las
demás. Pero Ana, siempre dispuesta a molestar,
encontraba algo divertido en su acción. Aspiraba el
aire de forma quejosa por el frío y se acercaba
temblando al carro, luego volvía a hundir las manos.
Ana esperaba que algo pasase. Nastasia le dio la
espalda.
—¡Mierda! —gritó de repente la mujer.
Después, todo fueron indiscernibles juramentos y
maldiciones. Dejó caer de sus manos un puñado de
nieve lleno de excrementos. Dos soldados acudieron
para extinguir sus gritos.
—¡Calla! —le ordenó uno de ellos agitando un
puño amenazante. Sin bajar su puño se volvió hacia
los ventanales del centro penitenciario por si podía
ver algo tras ellos. Nada. Sería posible que
Dzerzinski estuviese observando. No la emprendió
contra ella, pero la reclusa tampoco se silenció. El
otro en claro gesto de impotencia la empujó con su
fusil tirándola al suelo.

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—¡Vosotras! —se dirigió el osado soldado a
Nastasia y a Ana—. ¡Venid aquí con vuestras palas!
—Ana no dejaba de reír—. ¡Tú! ¡Donde están ellas,
venga! —Y con ojos rencorosos obedeció sin dejar
de observar a Ana.
Dzerzinski recorrió el pasillo con los carceleros.
Uno de ellos le esperaba a la puerta de la celda 103.
Con un gesto le indicó que entrara. El oficial observó
el cuerpo de Advotia y se inclinó ante él. Mantuvo un
respetuoso silencio bien medido. Después, con sus
dedos cerró los ojos al cadáver. Fuera, las voces de
unos hombres le hicieron volver del trance. Se asomó
al umbral y vio a seis carceleros portando una mesa
de grandes dimensiones. Trataban de introducirla por
puerta del pasillo, con visibles esfuerzos. Discutían
sobre la manera de hacerlo. Cuando lo consiguieron,
Dzerzinski les indicó que siguieran hasta el final.
—¡Vosotros! —les dijo a tres hombres que
miraban—. ¡Llevad el cuerpo!
Salió de la estancia para facilitar el trabajo de
estos. Un soldado penetró en el pasillo arrastrando
una sábana negra llena de lamparones.
—¿A dónde vas con eso? —le increpó.
—Es el sudario, señor.
—¿Eso? —exclamó sin dar crédito a lo que oía.
—Son órdenes, señor.
—Un poco grande, ¿no?
—Haremos un apaño, señor. —Dzerzinski se
encogió de hombros.
—Cuando coloquen el cuerpo sobre la mesa,
tomas las medidas, pero tómalas bien. Después, las
anotas, montas en el carro que hay afuera y
acompañas al conductor. Buscas en el pueblo un

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carpintero y le das las medidas y que te diga cuándo
podremos ir a recoger la caja. Una cosa sencilla, ya
sabes.
Dzerzinski se fue.
—¿Señor?
—¿Sí? —se volvió Dzerzinski.
—¿Cuándo vuelvo?
—¡Sí! —pareció volver de otro trance a la
realidad—. Espera hasta que concluya —volvió a
retomar su camino. A su espalda el soldado sonrió
satisfecho, pues sabía que acababa de ganar unas
horas de ocio—. Y avisa al pope —agregó sin
volverse.
—¿De su parte? —Dzerzinski detuvo su marcha.
Se volvió con gesto contrariado.
—¿Cómo? —expresó con desagrado. El soldado
dudó un instante.
—Pável no ha dado ninguna orden, señor —su
voz era trémula, tragó saliva al concluir.
—Pero yo te la he dado a ti, soldado —se acercó
a él—. Tú obedeces mis órdenes, Pável es problema
mío. —Hizo una pausa—. ¡Haz lo que te he dicho!
—Sí, señor. —Dzerzinski por fin desapareció.
Cuando la mesa fue ubicada al final del pasillo,
las dimensiones del cuerpo de Advotia fueron
medidas y su cadáver envuelto en el hábito funerario
dispuesto para tal fin, unos pasos furiosos se
acercaron desde el extremo opuesto.
«¡Haz lo que te digo, cretino!"» El grito colérico
de Pável aún retumbaba en todas las cámaras del
cerebro de Belinski. En su sonrisa hervía cierto
nerviosismo y sus ojos llameaban locura. «¡Haz lo
que te digo, cretino!», era lo único que oía.

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—¡Acércame una palangana! —espetó sereno y
templado a uno de los hombres al llegar.
La sensación del metal lo estremeció en un
imperceptible escalofrío.
—¡Quitadle esas ropas!
Sin disimular su asombro los hombres
obedecieron. Fueron descubriendo su cuerpo,
desnudando aquello que la muerte aún no había
tenido tiempo de corromper con su impasible
metabolismo. Cuando su cuerpo quedó por completo
despojado de las telas, Belinski la miró animalmente
de hito en hito de arriba a abajo. Sin mediar palabra,
con furia la colocó de costado. Ordenó a los hombres
que la sostuvieran de esa forma. La cogió de la
melena con ferocidad elevando su cabeza y
retirándola hacia la espalda. Posó la palangana bajo
su cabeza. Sacó un cuchillo de su cinturón y cortó
con tajo limpio la garganta de la finada. La sangre
comenzó a brotar silenciosa y tranquila manchando
todo a su alrededor.
—¡Tú! —señaló a uno de los hombres con una
voz de ultratumba que asustó al muchacho—.
Sostenla por el pelo como hago yo. —El joven
abandonó su tarea de sujetar el muslo de Advotia y la
sujetó cerrando los ojos como había sido ordenado.
Belinski limpió el cuchillo con un pañuelo que
volvió a guardar en el bolsillo y se fue.
—Esperad a que deje de sangrar, lo limpiáis
todo y la envolvéis de nuevo con esa horrible sábana
—dijo al marchar. El joven que sujetaba sus cabellos
alzó una oración de arrepentimiento sin comprender
esa aberración, sin atreverse a abrir los ojos.

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CAPÍTULO V

A medida que fueron pasando los días, cuando


comenzó a salir a la calle, Nastásiushka fue
prefiriendo la compañía de Dmitri a la de cualquier
otro. Se fue gestando un afecto intenso en concepto y
moderado en gestos. Él era un hombre poco hablador,
un viejo castigado por los avatares de la vida,
acostumbrado a todo acontecimiento inesperado
como si intuyera todo aplicando la lógica de la
personalidad a todos los individuos, como si
comprendiera todos los males ocultos de las personas
y fuese capaz de leerlos en sus ojos.
Era el transportista, el recadero, el nexo de unión
de la aldea con el exterior. Había llevado cartas
confidenciales, conducido a quienes abandonaban la
aldea vivos y muertos, traído innobles mercancías de
contrabando para algún vecino. Había llevado

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inconfesables secretos en los bolsillos y había vuelto
con los trozos de algún sueño roto desde su destino.
Todo por un poco de dinero o una botellita de vodka.
Su vida era sencilla, sus placeres eran sencillos,
él era un hombre sencillo, pero desde su particular
perspectiva sondeaba con acierto toda la complejidad
del espíritu humano sin implicarse en él como si ya
no tuviera interés para él. Sabía que nada era nuevo,
que todo había ocurrido ya, que los mismos placeres
y tormentos se repetían de forma cíclica en unos y en
otros, pasando de largo o deteniéndose con brevedad,
pero consiguiendo los mismos efectos de que a quien
los padecía le parecían novedosos, como si las más
bajas pasiones humanas no hubieran influido nunca
en la historia de la humanidad. Él tan solo atribuía
cada efecto a una causa y conocía todas las causas,
incluidas las más innobles que fueron consagradas a
los altares, como el miedo y la compasión,
justificando las derrotas y las tragedias que ya
existían desde los griegos. La misma sed corría por
distintas gargantas, inoculando una epidemia de
hidropesía, contagiando de sed a quienes no debían
beber, bebiendo sabiendo que no debían, provocando
aún más a la sed al beber: veneno. Todo era veneno y
todos se envenenaban para ser felices, habían venido
al mundo para envenenarse poco a poco de él y de
ellos mismos, los unos de los otros y cada cual de sí
mismo. ¡Eso era la vida! Él vivía solo. Se
emborrachaba todas las noches, pero bebía solo.
Nastasia le acompañaba cuando adecentaba su
carro y aseaba a los caballos. Escuchaba su silencio
en silencio interrumpiéndole cuando alguna de las
dudas que tropezaban con su infantil mentalidad le

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parecía interesante. Él contestaba, le explicaba los
ciclos sin esperanza de que entendiera algo,
pretendiendo que el legado de su sabiduría le
sobreviviera pese a la desfavorable condición de no
tener hijos ni una cultura a la que tratar como tal. Sin
entusiasmo brotaban las palabras de sus labios
curtidos en los más terribles fríos de procedencia
polar mientras sanaba las heridas a los jamelgos que
él mismo había infligido con su látigo la noche
anterior, mimándolos como si nada hubiese sucedido,
ellos le miraban sin rencor con agradecimiento,
comprendían a su particular manera que el ciclo se
repetiría, que volverían a ser azotados, que volvería a
brotar sangre de sus heridas y que Dmitri las volvería
a curar con paciencia y compasión.
La ligazón que Nastásiushka fue trabando con
Dmitri podría catalogarse de enfermiza y necesaria.
Por un momento, en la construcción de la torre de
Babel que formaba la personalidad de la pequeña,
hecha con ladrillos de recuerdos y mortero de
impresiones para ser revocada al final, con una
desconfianza egoísta que se resquebrajaría creando
huecos para las amistades y una puerta de múltiples
cerrojos para permitir la entrada de nuestros amores,
el cochero adquirió la figura paternal, una de esas
figuras que todos llevan dentro de ese edificio
ocultándolas para que no vuelvan a salir o
guardándolas para emplearlas cuando fuese preciso.
—¡Mañana llega la señorita! —informó
inútilmente la niña.
—¡Lo sé! Esta noche marcharé para buscarla.
—¿A San Petersburgo?

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—No está en San Petersburgo. Ahora está a unas
doscientas verstas de aquí.
—¿En un día harás la ida y la vuelta? —Dmitri
se sonrió.
—Eso espero. Volveremos mañana de noche.
—Es amiga de Nikolái Yastrembski —reclamó
información de manera discreta.
—Nikolái Venedíktovich tiene muchas amigas.
—Él quiere que aprenda cosas. ¿Por qué,
Dmitri?
—Conozco al señor Yastrembski desde que era
un niño. Vive solo, aquí no hay nadie a su altura,
todas las muchachas son campesinas y el trabajo las
afea desde jóvenes, las hace viejas y llena su cuerpo
de marcas. Nikolái Venedíktovich te ha echado el ojo
y se casará contigo.
—No lo dices en serio, ¿verdad, Dmitri!? —la
niña enrojeció avergonzada.
—¿A ti te gustaría? —la preguntó divertido por
su reacción.
—No —contestó sin dudarlo, asustada.
—¡Claro que bromeaba! —aclaró tras una pausa
demasiado larga.
Nastasia se hundió en sus pensamientos.
Recorrió el modesto establo con su mirada
seduciéndose por los destellos de las herraduras
colgadas de un gancho en la pared. Al lado, también
colgado de un gancho, descubrió con horror un látigo
enrollado. Su respiración se entrecortó, se convirtió
en un jadeo. La garganta le dolió como si algo se
hinchara en su interior, y sus ojos inmóviles
resplandecieron nublados por unas lágrimas que no
corrieron por sus mejillas. Dmitri se percató de ello

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transcurrido un instante. Giró la cabeza y oteó la
pared. Se volvió a ella y después a la pared. Al final
descubrió el objeto que le causaba tanto espanto.
Cogió un trapo y lo colgó del gancho cubriendo aquel
útil. Ante ella se arrodilló y colocó sus manos con sus
ridículos nervios sobre sus hombros.
—¡No te apures! ¡Lo peor ya ha pasado!
La pequeña Nastasia se echó en sus brazos.
Dmitri se emocionó un poco y le correspondió con
sus quebradizos huesos. María se acercó con aire
molesto y observó al viejo con gesto de
desaprobación. El cochero se encogió de hombros.
—¡Niña! —la llamó María sin acercarse más,
con cierto escrúpulo de desagrado ante la pestilencia
del lugar—. ¡Tu tía te espera! ¡Vamos!
Le concedieron varios segundos para serenarse.
Al separarse de Dmitri no le miró porque no quería
que le viese la cara. Enjugó sus lágrimas en el brazo
de su propia ropa recordando con lejano temor a los
imbéciles de María Ivánovna y se despidió de su
amigo tomando la mano que con sincero afecto le
tendía María, pero sin contagiarse de ese cariño,
odiando esa pasión inútil, por compadecerle tan solo.
—¿Por qué vas con ese hombre? —le reprendió
cuando se hallaban lo demasiado lejos de él.
—Dmitri sabe mucho —aclaró convencida de
que él ya habría adivinado que María le dirigiría esas
palabras.
—¡A ti no te conviene saber mucho! Tu tía te
espera, ¡le molesta que te juntes con la gente!
«¿¡La gente!?» A Nastasia la enfadó ese tono.
Aquella era su única forma de escaparse de la
influencia de su tía, de su odiosa presencia, del

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asqueroso olor de su alma que todo lo infectaba.
Sabía que nada le podía pasar, aquello no era la
ciudad. Todos se conocían y nadie podría ocultar un
crimen. ¿O sí? Tras cruzar alguna mirada con la
humilde gente del pueblo, que le miraban sutilmente
sobrecogidos con una débil reverencia, como si
supieran que aquel no era su lugar y que venía de otro
sitio que todos debían respetar, reconoció que el
único capaz de ocultar un crimen sería, dado su
carácter frío y calculador y sus posibilidades, Dmitri.
Nadie le pedía cuentas de dónde había estado, ni
preguntaban qué llevaba o qué traía si no era para
ellos, y él nunca decía nada. Se imaginó mil crímenes
horribles cometidos por las manos de Dmitri cuando
era joven. Fantaseaba con el silencio de aquel
hombre, lo sabía. Además, no era el único con el
carácter y la posibilidad de cometer un acto de
sangre. Su tío también podía, amparado por la ley.
¿Su tía tras su aspecto de delicada señora sería capaz?
Ya había sido capaz al menos de asistir a uno
execrable. Su tío también y los dos reían. ¡Todo el
pueblo asistió sin mover un dedo en favor de nadie!
Tenían miedo de Fiódor Andréievich. ¡Todos temían
a Fiódor Andréievich! Tan solo Dmitri y ella tuvieron
el valor de llorar aquella tarde. «Nikolái no estaba
allí», pensó por un momento Nastasia. «¿Por qué no
me deja mi tía salir de casa? Nadie es capaz de
cometer un crimen, ¿o sí?»
—¿Está Nikolái en la casa? —preguntó de
repente. María se sobresaltó.
—Sí —contestó abriendo aún más los ojos con
ligero espanto, con un aire grotesco, sin atreverse a
preguntar el porqué de ese interés.

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Continuaron caminando mientras todos
observaban a Nastásiushka con ojos encendidos, unos
con miedo y cobardía y otros con curiosidad y
compasión. Unos agachaban la cabeza con reverencia
cuando eran descubiertos por los ojos de la niña,
otros se volvían a sus tareas disimulando su interés.
Todos sabían lo de su padre y todos sabían lo de su
tío, todos sabían quién era ella. «Cobardes», pensó
Nastasia, que por aquel entonces desconocía los
resortes que conducía el mundo hasta la porqueriza
del día a día.

Cuando terminaron de limpiar el patio, todas las


reclusas allí presentes formaron agrupándose en
función de la celda asignada. La agrupación 103
llamó la atención de todas. Allí se sentía la falta de
una de ellas: Advotia. Cada cual la recordaba a su
manera. Solo La Gorda lloraba por la impresión que
le había despertado aquella mañana.
Dzerzinski se personó con el listado de celdas
allí presentes en la mano. Apoyado en una fina
lámina de madera fue pasando lista. La segunda vez
en el día en que las presas eran sometidas a ese
procedimiento de seguridad.
—¡148-906! —gritó Dzerzinski.
—¡Zorra! —susurró Sonia cuando Ana gritó su
nombre competo.
—¡Hija de puta! —gritó Ana cogiéndole por el
pelo.
Nastasia intentó mediar entre sus compañeras.
Un zarpazo desgarró uno de sus ojos. Dzerzinski
asintió con la cabeza en gesto de desaprobación
dándose por vencido. Ordenó algo a los hombres que

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tenía más cerca. Sonia con su derecha acertó a
propinar un puñetazo en la barbilla de Ana y
aprovechando que había descubierto el abdomen, allí
le encajó una patada. Ana cayó derribada y soltó el
pelo de la otra, Sonia perdió el equilibrio y se
desplomó. El resto de compañeras les jaleaban,
animándolas a destrozarse la una a la otra, sin tomar
partido por nadie. La Gorda lloraba sin saber qué
hacer. Poco a poco se alejó de la escena
retrocediendo espantada. Una reclusa de la 104 le
pateó la parte posterior de la rodilla haciéndole caer.
La 104 estalló en carcajadas. Dzerzinski ofreció la
lista y la tablilla de madera a un soldado que estaba a
su derecha y se tapó el rostro con las manos
frotándose los ojos con hastío. Nastasia violentada
aún por el escozor de su ojo sintió como propio el
agravio a su compañera y abofeteó a la reclusa de la
104 causante de aquella vejación. Sonia se levantó
del suelo y antes de que la reclusa de la 104
respondiera con su ataque a Nastasia, le cabeceó la
nariz con todo el impulso de su alma partiéndole el
hueso.
—¡Tú no te metas! —espetó Ana antes de
derribar a su amiga con un empellón. Varios soldados
acudían con una parsimonia fruto de la fruición que
extraían del espectáculo. Por la fuerza del empujón
Nastasia retrocedió varios pasos de forma
involuntaria y tropezó con el cuerpo de Ana.
Dzerzinski se frotaba las sienes. Las piernas de
Nastasia reposaban sobre Ana, esta comenzó a
castigarle los riñones con sus puños. Nastasia
flexionando las piernas hasta el extremo de tocar con
sus rodillas la barbilla descargó sus plantas contra el

69
estómago de Ana, haciéndole escupir por medio de
una tos que sonaba como una arcada. Cuando iba a
levantarse, un soldado la apartó con violencia,
tirándole de nueva al suelo. Nastasia se incomodó por
ese trato. Agarraron a Sonia inmovilizando sus
brazos en el suelo. Cuando Dzerzinski se retiraba, un
soldado le cortó el paso y le transmitió una orden.
Ayudaron a Ana a levantarse. Le llevaron aparte,
junto con Sonia y la mujer de la 104 que tenía el
rostro lleno de sangre.
—¡152-020! —gritó Dzerzinski. Nastasia cantó
su nombre completo—. ¡Acércate!
El instinto le hizo mirar a una de las ventanas
del piso superior de la prisión. Allí, entre las
resplandecientes hojas de cristal que comenzaban a
saludar al sol, adivinó una siniestra figura apostada
tras ellas. Atravesó acobardada entre las hileras de
compañeras que ya habían acallado sus voces. Se fue
acercando a Dzerzinski, que aguardaba con infinita
paciencia.
—¿Señor?
—¡Acompaña a estos hombres! ¡Pável quiere
verte!

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71
CAPÍTULO VI

La casa de Marfa Fiódorovna era lo bastante


grande como para permitirse el lujo de no usar con
vocación activa todas las habitaciones. Por ese
motivo había habitaciones que esperaban eternas
visitas que apenas llegaban con carácter periódico, o
salitas acondicionadas por un gusto estremecedor,
fruto simple de un orden práctico, es decir, que el
mero hecho de contar con mobiliario se debía más
que nada a que ese era su almacén, su trastero los
muebles no habían sido comprados para adornar los
cuartos sino que los cuartos se utilizaban para
guardar los muebles, circunstancia que se
aprovechaba para dotar de un ligero gusto a la
ordenación de estos. De esta forma, la casa contaba
con numerosos trasteros, habitaciones sin ningún uso
concreto pero instaladas ya para cualquier uso. En
una de ellas, la más alejada del salón en la última
planta, se dispuso el centro de estudios de la señorita

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Nastasia, como ahora pretendía la amanerada
institutriz que llamasen a Nastásiushka.
Era una mujer madura, aunque de imprecisable
edad, que mantenía un porte juvenil. Delgada, de
edad media y gesto medido. Su piel era pálida y
apergaminada, tazada y ajada, imperfecciones todas
ellas que solo se distinguían en la proximidad casi
absoluta, donde la palidez de su piel no era tal y el
moreno era creado por la proximidad de especies de
pecosidades marrones propias de la edad. Sus
extremidades eran estrechas en exceso y sus ojos eran
embriagadores, con un brillo que más que lucidez
implicaban madurez. Vestía en complacencia con los
más rigurosos revisionistas que de las formas
pudieran existir y siempre en presencia de otras
personas se recogía el cabello con el lastimoso recato
exigido a las damas virtuosas, de forma que
representaba una edad quizás más avanzada que la
suya.
Su actitud siempre era calculada, pues siempre
mostraba cierto aire servil ante quien ella consideraba
oportuno, sin por ello verse inferior, sino adoptando
una postura humilde que en cierto modo la
engrandecía desesperando en lo más hondo a la
patrona Marfa Fiódorovna, que no acababa de ver
con buenos modos aquel empeño de Nikolái
Venedíktovich.
Al principio, la presunta indiferencia cargada de
aversión que se respiraba en la casa no afectó lo más
mínimo a la señorita Sedakova, como se presentó el
primer día y cuyo título únicamente respetaban la
señorita Nastasia y María, la sirvienta. La primera
acogió la novedad con temor, pues aquella sería ni

73
más ni menos que su profesora. Su rigidez y seriedad
penetraban con inquietud en el alma de la pequeña.
María, por su parte, transmitió parte de su talante
melindroso que solo reservaba a Nastasia hacia
aquella mujer, considerándola a priori y hasta cierto
punto una sirvienta más en la casa, una sirvienta
intelectual, pero una igual en definitiva. Aunque
respetando en todo momento el antenombre de
señorita, se acercó a ella esperando en su fuero
íntimo aprender de algún modo, de igual modo que la
chiquilla aprendía. Esperaba una relación fructífera
en ese aspecto a la vez que contar con una amistad en
aquel ambiente, pero no fue así. La actitud servil que
la señorita Sedakova resolvía con el resto de personas
no era tal con ella, era un hálito de superioridad y
menosprecio lo que irradiaba ante ella. María estaba
acostumbrada a ser tratada de esa forma desde que
nació, aceptando su condición con resignación y
hasta con agradecimiento, pero lo que había marcado
el denominador común en su vida, la humillación y el
vacío, nunca le había dolido tanto. No es que esas
manifestaciones de señorío fueran mayores en las
palabras de la señorita Sedakova, pero sí dolió que su
confianza fuera traicionada. Había puesto una
desmedida ilusión en aquella relación y ahora se
había erigido un insalvable muro de gran espesor
construido con ladrillos de realidad entre aquella
esperanza.
Nastásiushka estaba presente cuando el
menoscabo se hizo presente. Fue durante la primera
lección. María se presentó en el lugar de estudios
ofreciendo sus servicios si fuese necesario y una
amplia sonrisa infantil. El tono empleado por la

74
señorita Sedakova fue duro, tajante y agrio, y no
dejaba lugar a dudas de que existía una barrera
estamental entre ellas dos. Sedakova ni siquiera se
dignó a mirarla cuando le replicó. Aturdida María
buscó la única mirada que pudo encontrar, la de
Nastasia, como si quisiera encontrar una explicación.
Enrojeció de súbito y su semblante se deshizo ante la
mirada de la pequeña. Aquella expresión divirtió
mucho a Nastasia. La satisfizo ver aquel ser herido
por una invisible y dolosa lanza. La punzada caló
hondo, su barbilla comenzó a temblar al compás que
parecían marcar sus ojos. Se retiró con una reverencia
de amarga sumisión y la pequeña, al punto,
entristeció culpándose de la alegría que momentos
antes hubo demostrado. Miró con odio a la señorita
Sedakova, que imperturbable continuó con una
lección que Nastasia no se molestó en atender, algo
sobre los evangelios.
Las molestias que la presencia de la señorita
Sedakova causaban a Nastasia no dejaron de crecer,
las reprimendas por su torpeza en esta u otra área, las
ciencias que no entendía, la muerte de su albedrío en
materia de ociosidad, las tareas que le restaban
tiempo para estar con Dmitri, el cochero... Pero los
instantes frente al piano le fascinaban. Había resuelto
aprovechar a su favor cada incordioso momento que
pasase con la señorita Sedakova y era en el piano
donde hallaba el reconocimiento de esta, incluso la
envidia por su destreza. Las dotes que Nikolái
vaticinó en ella eran ciertas. Dada la envidia de
Sedakova por esa virtud, los informes que con
frecuencia regular detallaba a Marfa y a Fiódor
criticaban gruesamente su ineptitud en el resto de los

75
campos, pero Nikolái siempre la excusaba por su
talento y su criterio surtía un efecto aliviador entre
estos, ante los mohines desaprobadores de la
Sedakova.
Pronto quedó fascinada por aquel instrumento.
Constituyó una terapia en la que olvidaba todos sus
males, pues sus cinco sentidos y todos los canales de
su mente se afanaban en aquella labor, consiguiendo
olvidar por momentos el brutal sueño que todas las
noches le asaltaba.
—¡Este magnífico ser es capaz de imprimir alma
al piano! —exclamó una vez Nikolái con exaltación.
La señorita Sedakova se revolvía en su asiento y le
tomaba del brazo para proseguir con alguna
improvisada lección.
«¡Soy capaz de donar un alma a un piano! ¡Un
alma que solo posee cuando yo presiono sus teclas!»,
pensó maravillada Nastasia al oír esas palabras. Sabía
que la música que producía convertía a Nikolái en el
único aliado frente a Marfa y a Fiódor, que María se
emocionaba escondida con admiración desde algún
rincón oculto de la sala, distante y furtiva soñándose
en un palacio de invierno con un príncipe hermoso y
que cada tecla era una puñalada a Sedakova. Por ella
tocaba con más pasión, con más carácter,
superándose a sí misma. Los primeros aplausos
iniciados por Nikolái le ruborizaron, después se
acostumbró a ellos y comprendió que aquel viejo
piano era su única arma en la casa y que tendría que
usarlo, le excusaba de todo lo demás. Era su
purgatorio y con él logró lo mejor que le podría
pasar: conseguir la indiferencia de Fiódor
Andréievich.

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No obstante, la existencia de aquellas clases era
motivo de conversación en la mesa de Marfa
Fiódorovna. De continuo salían a relucir los escasos
progresos intelectuales efectuados por Nastasia.
Marfa Fiódorovna interrogaba con malicioso ahínco a
la señorita Sedakova con quien parecía mantener un
pacto tácito de aversión hacia la pequeña con la clara
intención de poner en su contra a Nikolái. Este
siempre las disuadía con el pretexto de su don para el
piano enorgulleciéndose de su descubrimiento como
si la cualidad fuese propia. Con muecas de desagrado
Marfa Fiódorovna miraba a su marido, que yacía en
la abismal indiferencia. El objetivo subrepticio de la
señora quedaba reducido a cenizas y el odio hacia
Nastasia aumentaba en su ser. Aun así, el mero hecho
de ser objeto de conversación exasperaba a
Nastásiushka dolida ante todo dañino e intencionado
comentario y la presencia de su institutriz aumentaba
ese sentimiento de indefensión ante aquellas befas.
Ante la mesa con el resto de comensales se
sentaba también la señorita Sedakova. Un frágil
fulgor de malestar se encendía en los ojos de María al
servir a esta. Permanecía muda cuidando cada uno de
sus gestos en la mesa, sonriendo solo cuando algún
interlocutor la miraba, sin intervenir en la
conversación a menos que fuese requerida. Por el
rabillo del ojo Marfa Fiódorovna recelaba de ella a
pesar de ser su única aliada frente a Nastasia. A pesar
de los modales, en el aire siseaba escondida cierta
descortesía provocadora entre ambas que irritaba a
las dos sin que se dignaran a exteriorizar el
sentimiento. La señorita Sedakova, por su parte, tan
solo se limitaba a observar a Nastasia, esperando

77
sorprenderle en alguna incorrección con el fin último
de reprenderle en público para su escarnio,
ruborizándole ante todos y ofendiéndole de esa
forma. Entonces entonaba una diatriba contra ella a la
que Marfa Fiódorovna asentía en todo momento
mirando a su marido al que no le importaba nada de
ello. Acto seguido, Nikolái brindaba a la pequeña una
sonrisa cómplice que aumentaba la furia de la
señorita Sedakova.
La señorita Sedakova en el cortés
distanciamiento que presentaba hacia los demás en
alguna ocasión perdía su mirada en Nikolái. Su mente
se adentraba en algún recuerdo y sus ojos se tornaban
de melancolía hasta ser sorprendida por él. Entonces
bajaba la mirada y Nastasia sonreía ante las finas
muestras de amargura que su rostro demostraba.
Cuando Sedakova levantaba la mirada era para mirar
con mayor odio a la niña que también sorprendida en
su regocijo bajaba la suya al plato con la angustia de
saberse taladrada aún por los rencorosos ojos de la
señorita Sedakova.
Apenas transcurridos unos minutos tras el último
plato, la institutriz observaba a María sobre la hora
que había alcanzado la sobremesa y le instaba a que
retirase a la niña de su presencia con el fin de
trasladarla a su habitación. Se continuaba percibiendo
el tono incisivo que la señorita Sedakova empleaba
para con María con el fin de zaherirla amargamente
aunque ahora con total claridad ese desprecio se
contagiaba tanto a la sirvienta como a la niña.
—¡Que toque una última pieza, María! —clamó
Nikolái sin saberse bien si se dirigía a la sirvienta o a
la institutriz. Los ojos de la última brillaron y sus

78
mejillas se atiborraron de cobre tratando de derretir
con la mirada a Yastrembski.
—Es muy tarde, caballero —reprobó con un
tono de violencia contenida la señorita Sedakova.
—En efecto, Nikolái Venedíktovich —replicó
Marfa Fiódorovna mirando a su marido, buscando
apoyo—. La chiquilla tiene que dormir.
—¡Que toque! —prorrumpió tajante Fiódor—,
¡así hago mejor la digestión! —añadió saliendo de su
ensimismamiento y estallando en sonoras carcajadas.
La señorita Sedakova y Marfa Fiódorovna
apenas se miraron un momento con decepción y al
instante sus mutuas miradas fueron de desprecio de la
una a la otra como si ninguna creyese a la otra digna
de mirarla. María desde el montante de la puerta
sonreía con su falta de propósito inocente sin saberse
observada por Nikolái dispuesta a dejarse embargar
por la magia que desprendía Nastasia frente al piano.
Aquella noche ofreció su mejor concierto por así
llamarlo. Aquellas palabras de Fiódor Andréievich
que sonaron como una orden le parecieron cierta
conciliación con el parecer de aquel hombre, dueño y
señor de la casa, que de esa forma parecía aceptarla
sin pesar aunque también sin ningún tipo de afecto.
Cada pulsión de cada tecla lanzaba al aire invisibles
proyectiles que en su trayectoria atravesaban a Marfa
Fiódorovna y a la señorita Sedakova hasta llegar a los
sutiles oídos de María, de Fiódor Andréievich y de
Nikolái Venedíktovich.
Tras los aplausos de rigor fue inevitable que la
condujeran a la cama. Pero marchaba satisfecha pues
en aquel salón había cosechado una victoria

79
imperceptible. María le apretaba la mano con mayor
efusión que nunca.
—¡Has estado muy bien, cariño! —le dijo
conmovida la sirvienta mientras le arropaba.
—Esa señorita Sedakova es cosa horrible.
—No digas eso.
—¡Es verdad! —estaba excitada por su triunfo,
molesta por la constante sumisión de María. Sabía
que en ella podía confiar. ¿Por qué se negaba a
admitir que Sedakova era un ser odioso? Quería
oírselo decir ahora.
—Tienes razón —susurró confusa ante la
agitación de la niña—. Descansa. ¡Hasta mañana!
En la oscuridad tras la puerta que se acababa de
cerrar saboreaba una por una las palabras de María
como un triunfo más. Aquella noche había ganado, lo
sabía, pero también entendía que no tardaría en sufrir
represalias, que las consecuencias no tardarían en
hacerse presentes y palpables. Aquella noche se fue a
la cama sabiendo de antemano que volvería a sufrir la
pesadilla que le atormentaba desde el día en que se le
pasó la fiebre, pero le daba igual.

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81
CAPÍTULO VII

El enorme salón siempre le causó escalofrío. La


letanía de las atrocidades que allí se han cometido y
el frío que la húmeda piedra con la que estaba
construido despertaba en el ambiente contribuían a
esa sensación. Además, la enormidad de la estancia
empequeñecía a los que allí estaban. Todo aquel
espacio de la prisión solo podía ser llenado por el
ruido de las botas militares que le guiaban.
Ahora en aquel macizo entramado laberíntico se
adentraban en un angosto pasillo lleno de puertas
donde los soldados fumaban divertidos. Miradas
furtivas se posaban henchidas de apetito voraz sobre
el cuerpo de Nastasia y acompañadas por guiños
lascivos.
Un leve temblor se apoderó del brazo derecho de
la muchacha cuando posó el pie sobre el primer
escalón. Sabía a la perfección cuál era el lugar a
donde la llevaban, pero no podía hacer nada por

82
evitarlo, era una clara consecuencia de su próximo
destino. La última planta era la representación
terrenal del último círculo del infierno.
La puerta estaba abierta, el hombre de espaldas a
la misma se entretenía en mirar por la ventana. Los
hombres se cuadraron sin ser vistos por su superior,
quien musitó algo que Nastasia presa del pánico en
aquel momento no comprendió, y se volvieron
cerrando la puerta y dejándola ahí en pie frente a la
mesa sin mover un músculo esperando con un ansia
corrosiva frente a un muro invisible que jamás
debería franquear entre ella y la mesa, a unos pocos
pasos. Sobre la pesada mesa de desgastada madera
cobriza se encontraba el dosier del caso de Nastasia.
Ella lo conocía muy bien.
Así pasaron un par de minutos, fracciones de
tiempo imposibles de medir con exactitud. Contenía
la respiración para parecer lo más ausente posible
procurando no interrumpir la concentración de Pável.
Ni una molécula de aire se movía por la habitación
que parecía sellada herméticamente al vacío
reservando la vida al exterior. Con el tiempo los
imperceptibles sonidos que nos acompañan siempre
comenzaron a hacerse notar con ímpetu. Primero, el
pulso en las muñecas; después, los latidos en el
pecho; la saliva más tarde; el siseo agudo e interior de
la propia respiración al punto; después, todos los
latidos iban ascendiendo como una única pulsión
hasta las sienes; entonces todo volvía a empezar más
rápido. Los redobles en las muñecas, en el pecho,
mayor producción de saliva y sequedad en la
garganta, aumento del ritmo de la respiración, mayor
intensidad de ese siseo agudo entre las aletas de la

83
nariz y por último, ese condenado martillear en la
cabeza haciendo vibrar al tímpano que quería salir
por la oreja, el golpe de calor, la sudoración en los
pies que ya podía respirarse, y en las manos, que
comenzaba a notarse con nerviosismo emporcándolo
todo, las gotitas ácidas en la frente arrugada, la
pigmentación de las mejillas, la tensión en la
mandíbula que apretaba las hileras de dientes
crujiendo sobre ellos los restos de comida
almacenados en las caries de las muelas emitiendo un
pitido en el oído y volviendo más ruidoso el paso de
la saliva, chasqueando la lengua al toparse con la
imperfección de un diente. Y finalmente, el silbido
iracundo de la respiración ronca de aquel hombre de
anchas espaldas.
La tensión se iba relajando a medida que pasaba
el tiempo. Todo el concierto interno se iba calmando.
Ahora la respiración redujo el ritmo, miraba
alrededor examinando todos los objetos de la
estancia. Todo su temperamento había restablecido su
habitual orden. Se armó de valor y miró a Pável con
detenimiento, aprovechando la distracción de este.
Ahí estaba ese seboso hijo de puta. Tantos años de
terror que ahora debían culminar, ¿a qué debe tener
miedo ahora? Todo se acabó. Aquello era un
divertimento absurdo, un juego cruel que ya no tenía
emoción. En el reflejo del cristal él le advirtió.
Violentada ella se descompuso de nuevo retirando su
atrevida mirada furiosa al suelo. Otra vez sentía su
propio sudor, su hedor, su saliva, su sequedad en la
boca, su incalmable sed, la presión entre los dientes,
el pitido en el tímpano, los golpes en la cabeza. Otra
vez tenía miedo.

84
—¡Ha pasado tanto tiempo desde que llegaste
aquí! —comenzó sin dejar de mirar por la ventana.
Su voz era austera y su tono firme—. ¡Dieciséis años,
Nastasia Yákolevna! Supongo que puedo llamarla así
—dijo con propiedad sin preguntarlo tan siquiera. Se
volvió—. ¡Dieciséis años! Ya me he convertido en un
viejo. Usted se ha hecho mujer aquí, doy fe de ello —
expresó divertido, sentándose en una cómoda
mecedora situada al otro lado de la mesa—. ¿Mereció
la pena? —preguntó con terrible seriedad, mirándole
a los ojos con una firmeza feroz—. ¿No se ha
arrepentido una sola vez en lo que ha estado aquí
encerrada? —agregó sin dejarle contestar a la primera
cuestión.
—He estado muy ocupada —contestó cohibida
Nastasia, tratando de parecer igual de fuerte que su
interlocutor—. No he tenido tiempo para pensarlo.
—¿En dieciséis años? —añadió arqueando con
exageración las cejas—. ¿Nunca ha pensado en ese
hombre? He de confesar que la mente del criminal
siempre me ha fascinado, después me harté de ellos.
La mente de la mujer siempre ha constituido un
secreto para mí, pero la mente de una criminal me ha
aterrado. Un asesino se delata por su mirada, la
adrenalina fluye por su organismo ante la
premeditación de su crimen, se sabe lo que va a hacer
por su nerviosismo. ¡Pero una mujer! ¡Desconfiar de
una mujer! No comprendo este mundo, reclusa.
Quizá sea demasiado mayor pero cada vez
comprendo menos lo que pasa. ¡Nuestro país se cae a
pedazos y las mujeres planean sus asesinatos en las
cocinas de nuestros hogares! Yo os veo todos los
días. —Su voz se convirtió en un susurro y sus ojos

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se volvieron blancos—. Sois frías, calculadoras y
manipuladoras, sonreís a vuestro pasado porque ahí
fuera siempre habrá un hombre solo que confiará en
vosotras, os dará sustento, casa... todo ello sin
preguntaros quiénes sois. ¡A ti te da igual lo que
hiciste! —gritó levantándose de su sitio, señalándole
con el dedo, derribando la silla al hacerlo—.
Dieciséis años no te han cambiado para nada. Sigues
siendo la misma —susurró de nuevo acercándose a
ella—. ¿Qué quieres que haga yo, que os conozco tan
bien? —añadió sentándose en la mesa, al lado del
dosier—. ¿Qué crees que debo hacer contigo?
Después de dieciséis años no has tenido tiempo de
arrepentirte. ¿Te crees superior, no es eso? ¿Eh?
Conozco esa mirada. —Se levantó violentamente.
Nastasia aterrorizada dio un paso atrás. Él recogió la
silla y se sentó en ella—. Es responsabilidad mía. Yo
tengo conciencia, ¿me oyes? Quizá eso sea lo que nos
distinga de vosotras. ¡Tenemos conciencia y honor!
¡Y nos importan mucho esas cosas! Te hago venir
aquí, te pregunto y tú me dices que no te arrepientes.
¡Que dieciséis años aquí no han servido de nada! —
Dio un manotazo en la mesa—. ¡Y ahora yo tengo
que dejarte marchar para que convivas con el resto de
mis compatriotas! —Volvió a ponerse en pie gritando
rojo de ira—. ¡Para que otro hijo de Rusia sufra tus
aberraciones!
Nastasia sollozó en silencio temblando. Temía
desvanecerse. Pável se recostó contra el respaldo del
asiento. Exhalando su furia por medio de largas
bocanadas de aire. Se sirvió una copa y la devoró de
un solo trago. Suspiró su sabor cuando acabó. Se
sirvió otra y levantó la vista para ver a Nastasia. Un

86
codicioso brillo en sus ojos refulgió sobre una sonrisa
de satisfacción.
—Tú duermes en la 103, ¿no?
—Sí, señor. —Su hilo de voz se alternó con la
respiración entrecortada por los llantos.
—En dieciséis años no has llorado por aquel
hombre y mírate hoy, ¡oh, Dios mío! —soltó una
carcajada—. ¿Qué ocurrió anoche?
—Nada.
—¿Ves a lo que me refiero cuando hablo de la
mente de la mujer? Una persona apareció muerta esta
mañana en tu celda y tú me dices que no sucedió
nada.
—¡Advotia!
—El día en que te vas una mujer aparece muerta
en tu celda. Por cierto, me gustó mucho el
espectáculo de esta mañana. ¿Te desmayaste de
verdad? ¡Qué impresión! Después te veo peleándote
con otras reclusas. ¡Eres un ser desagradablemente
antisocial! ¿Qué vas a hacer cuando salgas?
—No lo sé, señor.
—¡Vaya! ¿Dónde vas a vivir?
—No lo sé, señor.
—¡Caramba! ¡Pues sí que has estado ocupada
estos dieciséis años que no sabes ni dónde irás! ¿De
qué vas a vivir?
—No lo sé, señor.
Nastasia se derrumbaba.
—Otra mujer en las calles vendiéndose o
haciendo cosas peores. ¡Qué mundo este! ¡Si
supieras, Nastasia Yákolevna, el asco que me dais!
¿Cómo se rescatarán en el universo las gotas de
sangre que habéis derramado? —Sus ojos se

87
perdieron en medio de aquella abstracción. De
repente, con ojos airados le miró con una firmeza
inquebrantable—. ¿Crees en Dios? —se hizo una
pausa. Nastasia embargada por el terror pensaba en
qué debía contestar—. No. No me contestes, por
favor. Conciencia y honor he dicho, eso es la fe.
En la pausa ojeó de nuevo el dosier sobre el caso
de Nastasia agitando la cabeza con una sórdida
mueca de repulsa. Nastasia permanecía inmóvil,
temerosa de lo que pudiera suceder. Pável sorbió otro
traguito de su copa y se recostó sobre el respaldo de
la mecedora mirando con fijeza a Nastasia. Silencio.
Otro de esos silencios que bien podían durar horas y
que suponían una tortura.
Al cabo de un buen rato cuando la muchacha ya
estaba empapada en sudor y temblando de frío,
respirando solo por la boca, provocando un estragado
sonido su garganta al hacerlo, Pável esbozó una
amplia sonrisa de satisfecha crueldad. Chasqueó la
lengua y lanzó una media carcajada que parecía un
feliz suspiro.
—¡Horroroso! ¿Qué otra cosa cabría esperar de
un ser como tú? ¡Aléjate de mi vista! —gritó colérico
—. Procura no meterte hoy en ningún lío si no
quieres tener problemas —añadió a espaldas de
Nastasia cuando esta sujetaba la puerta para salir.
Fuera de la habitación el frío era insoportable.
Seguía empapada en su propio sudor. El vocerío de
sus compañeras subía por las escaleras. Los soldados
que la acompañaron hasta el despacho estaban allí, en
el pasillo, charlando animosamente, casi a voces.
Dentro de aquel despacho tras aquella puerta nada de
esto se hacía notar. Ni el vocerío de abajo, ni los

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golpes, ni los gritos en la calle ni la conversación de
los soldados. En verdad aquella estancia parecía estar
cerrada al vacío, tan solo emanaba su propia esencia
corrosiva e inquietante.

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CAPÍTULO VIII

La niña había salido en busca de conversación


con Dmitri y la señora Marfa Fiódorovna se hallaba
de visita en casa del pope. Tardaría en volver. El
señor Fiódor Andréievich se hallaba en el cuartel
atendiendo el papeleo insulso de quien hace cumplir
la ley donde no hay ley. Aun así, Nikolái
Yastrembski se quedó en la casa esperando. María
tan solo era la criada. Ya le dijo todo lo que tenía que
decir. La señorita Sedakova, a cuya búsqueda se
debía la visita de Nikolái, había ido junto con la
señora a casa del pope para alabar su valiosa
biblioteca. A pesar de ello, Nikolái seguía sentado a
la mesa mientras la sirvienta ponía en orden la
cocina.
No podía expulsar de la casa a un amigo de la
familia tan notable como el señor Yastrembski,
aunque lo deseaba. No quería seguir a solas con él,
con un hombre al que temía y conocía. Por eso se

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refugiaba en la cocina aunque no tuviera ninguna
labor que realizar allí.
—María —le llamó tranquilo—. ¡Tráeme un
vaso de agua!
Sentimiento de aprensión en la cocina, suspiro
sordo, quejido del alma, cólera en el corazón y las
manos trémulas como el brillo en los ojos. Al poco se
personó con lo solicitado en el salón. María evitaba
cruzar su mirada con la de Nikolái. Aun así, él cogió
su muñeca mientras vertía el agua sobre el vaso. Ella
levantó la mirada y vio la sonrisa maléfica de él.
Guiñó uno de sus ojos con total dominio de sí y ella
desvió la mirada asustada y sintiendo ya el dolor
próximo. Se zafó de su presa y él se puso en pie
acariciando una mejilla a la sirvienta que ya
temblaba.
A zancadas se dirigió a la cocina a refugiarse
entre los cuchillos que jamás osaría usar. Sin prisa,
lentamente, tras dar un trago al agua, Yastrembski le
siguió encontrándole revolviendo unas cazuelas. Ella
sabía que estaba allí, pero hizo como si no le hubiera
visto continuando con la tarea que no existía.
La miró y no pudo evitar desearla. Estaba sola
en casa. La mirada fija de Nikolái a su espalda la
cohibió. Sintió miedo de nuevo. De nuevo. Otra vez.
De nuevo Nikolái se fue de la casa con la cara
de los que tienen la conciencia tranquila o ni siquiera
la tienen. María tras recomponerse de su llanto, fue a
buscar a Nastásiushka con la cara que tiene a quien
no le ha sucedido nada.

Con la misma cara de Nikolái, Belinski


presenció el funeral de Advotia. Su cuerpo

91
amortajado, el final del pasillo de las celdas
tétricamente iluminado ante la mirada del pope que
con frecuencia se acercaba un pañuelo a la nariz
como si no quisiera infestarse de la oscuridad de
aquel lugar.
Una a una las prisioneras pasaron frente al
cuerpo inclinándose con respeto y una indecible
emoción ante él. Cada una con el sentimiento íntimo
que pudieran tener por un final que bien podía ser el
suyo ante el desamparo de todos y de cualquier dios.
Sin la menor celeridad toda la representación
pertinente y obligada concluyó. El sermón hablaba de
culpa y amor de dios, de sufrimiento y esperanza más
allá de lo posible, de lo que aquellas gentes pudieran
tocarle, de redención.
El ataúd pobre e injusto como todo lo pobre fue
sellado y trasladado al patio, cargado en un carro que
se lo llevaría donde quisieran que se llevaran a las
presas muertas. Seguro que no sería un lugar
adaptado para el recuerdo, para el buen recuerdo,
sino que sería un lugar cubierto de olvido que, al fin
y al cabo, no es tan malo como pudiera ser.
Las reclusas fueron a sus celdas excepto las de
la celda 103. Nastasia fue aislada sin darle
explicaciones, como siempre que ocurría algo. Las
demás acompañaron a los soldados.
Sola y pendiente de su liberación en su último
día de cautiverio Nastasia lejos de pensar qué haría al
salir recordó todo lo que había vivido en aquella
prisión. No podía pensar qué haría al salir porque no
le quedaba nada que hacer, solo cosas que
encontrarse en su andadura.

92
El día en que llegó aquí era consciente de que
descendía un círculo más en el infierno y que podía
no ser el último. Han pasado dieciséis largos años
desde entonces, desde que penetró en el corazón de la
angustia y la desesperación que ha representado
aquella cárcel.
Lo primero que encontró al llegar fue la
aspereza militarizada de los hombres de Pável. A ella
y a las que vinieron con ella les hicieron formar en
fila una al lado de la otra con lo puesto bajo un frío
amenazador mientras que el resto de las presas, las
que ya llevaban allí décadas, frente a ellas y tras
Pável y varios de sus hombres, aguantaban firmes
como un ejército disciplinado.
—Sois las peores madres de la tierra —comenzó
solemne Pável en un sermón dedicado a todas y a
ninguna—. No sois ni madres ni hijas, no sois
humanas, sois bestias que necesitan ser ungidas bajo
el yugo del tormento. Yo seré vuestro zar y vuestro
Dios sobre la tierra. No me respetaréis, me
admiraréis. No me amaréis por mi misericordia, me
temeréis por mi furia. A muchas de vosotras, gracias
a la misericordia del zar, os ha sido conmutada la
pena de muerte. Os creéis afortunadas y eso os hace
felices. Yo no considero justo que os hayáis zafado
del peso de la ley. Me molesta que en algún momento
de vuestra vida vuestro destino marcado por Dios
haya sido encauzado por la torpeza humana. No os
merecéis tal privilegio. Sois una carga para la
sociedad y deberíais haber muerto. Yo haré justicia.
Yo haré que también vosotras veáis que vuestro
deber es estar muertas. Os vais a arrepentir de vivir y
de que os hayan conmutado la pena y perdonado la

93
vida. Estáis en deuda con el zar y con la sociedad a la
que habéis atacado y vais a pagar esa deuda a su justo
precio, muy caro. Os vais a arrepentir de vuestros
crímenes y de vuestra vida y os sentiréis llenas de
pena por ello y en deuda, vive Dios que así será. Os
daré un consejo: nunca estéis en deuda conmigo. Yo
no tengo misericordia suficiente para perdonar las
deudas.
Luego entran en esa inmensa madriguera del
dolor para ser fichadas. Entre ellas se filtran rumores,
leyendas que de alguna manera alegran la vida de
quienes conviven bajo ese infame firmamento.
—Se dice que hay hasta una princesa de Moscú
venida a menos —se oye tímida una vocecilla vulgar.
Ahora ya están dentro.
Lo primero que hicieron fue matar el poco amor
propio que, tras el tormentoso proceso legal, le
pudiera quedar. Hasta entonces había conservado
algo valioso a lo que no le dio importancia: su
nombre. Su identidad pasó a ser un número, un
número más que le colocaba en la misma situación de
las que convivían con ella, ante quienes la igualaba.
Cualquier tormento que viera en las demás era un
tormento que podía ser imputable a ella. Ya no tenía
voluntad y cualquier espanto que viera a su alrededor
era el mismo que en ella pudiera suceder. Su
identidad había muerto, nada la diferenciaba de las
demás. Sus vidas habían sido vaciadas y sustituidas
por un número.
El sucio y desgastado uniforme aumentaba más
si cabe ese complejo de inferioridad, ese sentimiento
de autodesprecio que hacía ver que todo estaba
permitido sobre ella, que había dejado de ser humana

94
y que eso era por su culpa. Así culpabilizaban, así
evitaban cualquier protesta interna convirtiendo a las
personas en números despojándolos de su dignidad y
de su esencia. Un número no puede protestar, no
puede sentir, no tiene potestad para ello. Tan solo
puede sumar o restar.
Luego llega la rutina de la obligación, la hora
del encierro, las compañías forzosas, el silencio
riguroso, la oración sin sentido para evitar la tragedia
y después, la tragedia.
La primera vez es la peor. Sus compañeras lo
sabían, era el turno de Belinski. La noche, la
inquietud de la primera noche, la incomodidad del
catre ajeno y las respiraciones ajenas, del frío y del
remordimiento, del sufrimiento intraspasable. Pero
luego se traspasa...
El grito y el llanto rompe el silencio a lo lejos. A
lo lejos una puerta se cierra y otra se abre, todo se
oye en esas noches a lo lejos. Los lamentos se oyen
más cerca. Luego el quejido es el de ella misma, las
manos le tocan a ella y las respiraciones se escupen
sobre ella. Son sus compañeras las que callan y
consienten, son números sin voluntad.
Descubre penetraciones que antes desconocía
que existieran, y el dolor, ese dolor impensable y sin
fin mientras unas manos le agarran y arañan. Quiere
elevar su grito, alzar su voz, que todos oigan su grito,
pero nadie hace nada. Sí, la oyen, es inevitable oírla,
pero la oyen como ella oía antes a las otras a lo lejos.
Dios también los oye a lo lejos, también. Así
acababan todas. Sus historias pretéritas no
importaban, habían muerto. La única historia válida,
el único tiempo verdadero comenzaba la primera

95
noche. El tiempo se ha detenido y solo hay tiempo
para el dolor.
La primera noche transcurre entre llanto y
sufrimiento. Se cierra la puerta de la propia celda y se
siente muerta. No puede dormir porque aún siente el
dolor por todo el cuerpo y no deja de llorar. La
penumbra de la celda se hace la de ella misma, se
adueña de su corazón, ha muerto porque sabe que se
volverá a repetir cualquier noche y con idéntica
pasividad.
Lo que evitó en la calle, el mal que mató para
salvarse y que le condujo a la cárcel era la cárcel.
Estaba dolida, frustrada y decepcionada: condenada.
Ya todo le había sido arrebatado, hasta la
esperanza. No podía luchar por nada, ya no podía
defenderse porque eso aumentaría su condena, habría
más noches en las que sufrir, en donde le arrancarán a
jirones la piel de su alma, de un alma que ya no le
pertenecía porque había dejado de ser un alma, ahora
era un número. Un número no puede protestar, no
puede sentir, no tiene potestad para ello. Tan solo
puede sumar o restar.
La desolación e impotencia de no poder hacer
nada por evitarlo, de sentirse tan inútil y desgastada,
de sentirse tan expropiada de la vida que ni la propia
vida significa nada. Vegetar nadando en la
desesperación en un mar de ausencia de lo bello y de
lo verdadero despojado del sentimiento puro y del
amor, un océano de desesperanza que baña con sus
frías aguas los continentes de la amargura. Sentirse la
náufraga que se ha tirado a la marea por evitar un mal
y hallar un mal mayor, sentirse culpable por no haber
permanecido en el barco del fracaso, el barco en el

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que le tocaba permanecer. Morir por pretender vivir,
ser desdichada por librarse de la infelicidad,
encontrar el dolor buscando la libertad. Esa era la
paradoja de su encarcelamiento: un número que le
remitía a ella, un número que ella representaba, un
número que era ella misma.
Ya sin identidad, sin esperanza y sin ninguna
pasión, solo se espera a la muerte redentora de esta
constante degradación. Su crimen le dio dignidad.
Había que hacerlo, pero la primera noche arrebataron
toda su dignidad colmando su vacío de
arrepentimiento. Ya no había sitio para la dignidad,
solo para el sufrimiento.
Todas las noches había lugar para el dolor en las
cámaras de su ser, suficiente para desbordar su
sentimiento. Solo quedaba aguardar a la muerte que
nunca llegaba para acabar con ese humillante
martirio.
Su espíritu ya no podía sufrir más, había sido
violentado, mutilado, ultrajado, despreciado... Pero su
cuerpo... ¡Cuánto tormento cabía aún en su cuerpo!
Ya no tenía ningún hombro sobre el que
apoyarse, solo números igual de impotentes y
sufrientes que ella, igual de desesperados y
anhelando el mismo final.
A pesar de todo, a pesar de todo el mal sufrido
durante las noches al despuntar el alba, las celdas se
abrirían y ellas tendrían que levantarse maltratadas y
vencidas para continuar la rutina impuesta para
pensar lo mismo y convivir con sus verdugos con
sumisión infinita hasta la noche. Hasta la noche en
que podrían volver a venir y solo se podía adoptar
una postura cómoda ante lo inevitable, fuese lo que

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fuese, la violación o la muerte. Cuanto más rápido y
menos doloroso, mejor. Cualquiera de las dos. No
podían hacer nada. ¡Eran números! Sus nombres
habían muerto, nadie volvería a manchar sus labios
con ellos.
«La justicia», pensaba ahora, amargamente,
«acaba en un número dentro de otro número: una
persona encerrada en una celda».
La puerta se abrió. Unos hombres la cogieron y
no le dijeron nada. Ella pasiva y sumisa se dejó
llevar. Su intuición y el camino que le hacían recorrer
le decían que sin lugar a dudas volvía al despacho de
Pável por segunda vez hoy.

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99
CAPÍTULO IX

La felicidad de Nastásiushka bien pudiera ser


contagiosa para María si el motivo de la misma no le
pareciera tan horroroso. De sobra sabía la sirvienta
que nada podía hacer para impedirlo, pero, aun así,
estaba dispuesta a advertir a la pequeña de aquel
error. Costase lo que costase.
—¿No es maravilloso, María? —No se sentía
tan feliz desde que la señorita Sedakova concluyó allí
su labor y se fue del pueblo—. Nikolái es tan bueno y
se ha portado tan bien conmigo...
María dejó de escuchar. Sufría tanto al oír esas
palabras, esos frutos de la mentira y el engaño, del
interés. Ya no la miraba, solo veía a una víctima de
un hombre malvado. Como ella. Allí estaban las dos
en el cuarto de la menor. No dejaba de alabar sus
actos. ¡Si pudiera conocer la auténtica naturaleza de
Nikolái! ¡Si pudiera prevenirle sin sufrir ninguna
consecuencia!

100
—Nastasia —ese tono cortó en seco todo ese
discurso de alabanzas. Hacía tiempo que nadie le
llamaba así o tal vez nadie le había llamado por su
nombre nunca—. Nikolái no es un buen hombre.
Silencio. Sus miradas se encontraron. Nastasia
sondeaba con sus ojos la intención de la sirvienta
buscando un porqué a esas palabras hirientes. ¿Con
qué derecho podía ella decir aquello? ¿Quién era
ella? ¿Qué pretendía?
—Lo que pasa es que tienes envidia porque tú
nunca tendrás un hombre como él.
—No, no es eso...
—¡Vete! —se puso en pie señalándole la puerta.
—¡Tú no lo entiendes! —María rompió a llorar
—. ¡No te enfades, por favor! ¡Yo te quiero mucho!
¿Cómo podría yo desearte ningún mal? ¡Te quiero!
—¡Que te vayas, criada! —gritó violenta. Sorbió
sus mucosidades mientras a lágrima viva María
abandonaba la estancia. Al cerrar la puerta,
Nastásiushka se echó sobre la cama a llorar. Ya no
dejaba de tener malas palabras para María, de odiarla
y de volverse contra ella. Le había traicionado. Había
traicionado la confianza que le dio. Se había atrevido
a rebelarse contra ella. ¡Un ser tan insignificante
como ella!
Abajo los hombres discutían. Marfa Fiódorovna
había delegado su voluntad a su marido. Fiódor
decidiría qué contestar a Nikolái.
Como el padre de Nikolái Venedíktovich
Yastrembski llevaba años muerto, así como su madre,
no fue necesario tramitar el consentimiento de
ninguno para la boda. En cambio, en el caso de
Nastasia fue preciso el visto bueno de sus tíos.

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—Ni parentesco, ni fortuna, ni posición, ni
nobleza, ¡se casa usted como un maldito mujik! ¿Qué
pretende que yo haga? ¿Perder su amistad por un
estúpido capricho? El matrimonio es cosa seria y
conlleva responsabilidades a las que nunca, suceda lo
que suceda, debe fallar. Si se casa, a los ojos de Dios
ella será su mujer hasta que la muerte les separe.
¡Piénselo, por Dios! ¡No podrá desembarazarse de
ella! Aunque me duela, es mi sobrina y acepté cierta
potestad sobre ella al hacerla a mi cargo. ¡No es
ninguna de esas putas con las que usted juguetea!
¡Esto es un matrimonio!
—Bien tranquilo puede estar usted, Fiódor
Andréievich. Usted conoce el valor de mi palabra.
—¡Ya lo sé, diablos! ¿Pero por qué ella?
La única respuesta que encontró fue la mirada
del otro. Una mirada decidida, resuelta, sin marcha
atrás. La decisión había sido tomada. Fiódor sabía
que por mucho que discutieran, por mucho tiempo
que les llevase, aquel hombre no desistiría jamás. Al
final, con el paso de los años cedería. Así que, por
ahorrarse todas las insistencias y estrategias del otro,
consintió. De todos modos, aquella chiquilla para él
no era más que una carga. Hasta aquí había llegado la
responsabilidad que asumió tras la muerte de su
padre, no tenía ningún deber de procurarla nada
mejor, no era su hija, no era su sangre. No era su
apellido el que se extinguiría con ella.
Aquella noche se decidió que así sería.
Comenzaban los preparativos para el evento. Con
celeridad. Dos meses. Fiódor tenía prisa por librarse
de ella y Nikolái por tomarla. A sus dieciséis años la
llevaban al altar como el cordero al matadero.

102
Cuando llegó el día, el pueblo entero se
movilizó con su humildad y felicidad. Aquel enlace
suponía la unión religiosa entre las dos familias más
poderosas de la aldea y el día de tanta dicha serían
generosos con ellos.
Así fue y el vino corrió a raudales. Nikolái se
gastó una auténtica fortuna en conmemorar el evento
y todos parecían felices salvo María y Dmitri que,
separados físicamente entre sí, se mantenían distantes
del resto de los asistentes.
Pero nada podía empañar la alegría de
Nastásiushka. Su vida había cambiado de manera
radical gracias a un giro inesperado. Sabía que María
se mostraba así porque era una envidiosa malvada,
pero no se explicaba esa actitud de Dmitri.
De todas formas, el anciano cochero no tardó en
entregarse a la bacanal alcohólica con fruición y su
rostro se encendió con la pasión de la embriaguez.
Nastasia se alegró por ello y comprobó que nada
podía arruinarle aquel día lleno de celebración hasta
que tuviera que volverse a casa. A casa de su marido,
por supuesto.
Ese momento llegó. El nerviosismo se apoderó
de ella. Sintió un vago temor, pero descartó esta
sensación al instante enfadándose consigo misma.
Era su esposo y de él no tenía nada que temer. Tenía
que ser valiente y entregarse a él con dulzura y
disposición.
Aún andaba la pequeña Nastásiushka
resplandeciente en el interior de su sedoso vestido de
cuidado encaje, blanco angelical, sin desentonar para
nada con su rostro nacarado. Confiada en su
liberación de la potestad de sus malvados tíos y

103
satisfecha con su vida con la falta de intencionalidad
que a una niña de su edad se le puede atribuir.
Entregada a su infinita felicidad, feliz como solo una
chiquilla puede llegar a serlo.
Todavía resonaban en su cabeza las canciones
que tocaron en la celebración del enlace. Era en su
memoria donde ahora comenzaba a disfrutarlas. Con
los ojos cerrados movía su minúscula cabecita de un
lado a otro, con gracia, sobre su fino cuello pálido,
siguiendo los invisibles compases que no sonaban.
El fugaz recuerdo de su padre enturbió un punto
su estado anímico, languideciendo durante un
instante su alegre mueca. Al abrir los ojos volvió a
encontrarse radiante en el espejo, se divirtió con su
imagen sonriendo con angelical dulzura. Sabía que
ahora había encontrado un nuevo padre, algo más
aún: un esposo, alguien en quien confiar y a quien
amar con una pasión que no había experimentado
nunca, distinta de la que podía sentir por su padre
biológico. Una continuidad emocional en esa línea
que el tiempo se encargó de destruir ampliando esa
intensidad.
Tras de sí y en su mismo plano gracias al espejo,
vio a Nikolái entrar en la habitación. Se volvió hacia
él con el fin de abrazarle, de agradecerle con inocente
ternura su presunto amor incondicional. Él le robó un
repugnante beso que le revolvió el estómago. Aquel
aliento alcohólico y aquella lengua áspera como la de
un gato en su interior le cortó la respiración.
Intentó repeler aquel acto con sus delgados
brazos, pero fue inútil, las fornidas manos de Nikolái
llevaron las muñecas de ella a la espalda y con una
sola mano apresó las dos de ella que continuaba

104
agitando su cuerpo, serpenteando como un reptil,
luchando por una supervivencia emocional.
Con el brazo que le quedaba libre, le rodeó la
cintura y elevándola la lanzó con injustificada
violencia sobre la cama. En aquel instante en el que
la niña gravitaba en el aire fue cuando se oyó su
quejido lastimero y repugnado entrecortado por el
golpe contra el catre. Al punto, el cuerpo del hombre
se abalanzó sobre el de la niña que, por primera vez,
vio el rostro desencajado de su marido y con los ojos
inyectados en sangre por la excitación, embriagado y
fuera de sí.
Sintió todo el peso del varón sobre sus débiles
carnes inmovilizadas por la presión que este ejercía,
la cintura soportando el abdomen de él y el interior de
sus muslos rozando el exterior de los suyos. De
nuevo con una sola mano inmovilizó las dos de ella y
fue cuando el grito de Nastásiushka enmudeció el
rasgar de los paños de su vestido. Después, nada, un
silencio absoluto se apoderaba de todas las estancias
de las casas. Solo se oía el catre moviéndose,
agitándose con ferocidad infernal impelido por la
cintura de Nikolái Venedíktovich Yastrembski y su
respiración que solo consistía en exhalación sobre la
mejilla enrojecida de la pequeña Nastásiushka, que ya
dejó de ser la pequeña Nastásiushka.
La respiración de la pequeña dejó de ser
voluntaria, el agudo jadeo que era como un llanto tan
solo se producía cuando Nikolái empujaba su cuerpo
expulsando violentamente el aire del interior de la
niña, que apretaba entre sus puños los jirones del
vestido con una mejilla sobre la almohada y sobre la
otra la repugnante respiración de Nikolái. De frente el

105
espejo en el que ella se veía y donde ahora lo veía
todo como si estuviera fuera de su propio cuerpo,
como si aquel ya no fuera su cuerpo. Y su jadeo
continuaba como si respirara azufre, asfixiado.
Cuando acabó todo aquello, Nastásiushka sintió
que había dejado de existir. A partir de ahora
comenzaba su vida y esa era su vida. Resignación.
Ahora en su mente volvía a ver a María Ivánovna con
infinita tristeza encerrada en sus pupilas repitiendo
con voz lastimera: «los hombres solo sirven para
eso».

106
107
CAPÍTULO X

Dmitri continuaba golpeando a sus caballos


apenado. En su rostro enrojecido por el alcohol se
entreveía que el objetivo de sus libaciones no era otro
que el de liberar a su conciencia. Debía cumplir con
su deber a pesar de estar contra él por principios. Se
adivinaba que aquel trabajo con el que tenía que
cumplir le horripilaba, pero ¿por qué?
Nastásiushka aún no conocía a aquel hombre,
todavía tenía miedo. Se continuaba preguntando por
qué aquella gente era amigos, por qué se rebelaron,
por qué los terratenentes envenenaron los pozos.
¿Qué significaba todo eso? ¿Y a dónde se dirigían
con tanta prisa?
La rueda de la troika tropezó con una hendidura
en el camino agitándose en el aire. Nastasia buscó
respuesta en el rostro del conductor, su macilento
aspecto preocupado no alentaba ninguna dicha. En la

108
claridad expresiva de su rostro la inquietud de aquel
hombre podía deberse tanto por llegar a tiempo como
por el simple hecho de llegar. Su adusta estampa no
reservaba ningún lugar para la más débil duda, la
misión que le fue encomendada era igual de penosa
para él como debía serlo para la niña.
—¡Animales! —acometió contra los equinos,
pero pretendiendo ofender a alguien más con sus
palabras, flagelando sus carnes con su látigo.
En las aldeas ahora cada recibimiento era más
tímido y cada gesto más cómplice. Muchos querían
seguir el vehículo corriendo como si quisieran
entregar algo a Nastasia, como si supieran quién era
ella. En algunos pueblos ni siquiera había
recibimiento. Ahora solo dos personas, después un
farol agitado a lo lejos, ora un aspaviento con las
manos, ora un grito proferido en la quietud de la
oscuridad, después la nada, el silencio y el vacío que
pronosticaba que se estaban acercando a un núcleo
peligroso, al terrible éxtasis de un viaje improvisto y
afanoso solicitado por un ser desconocido con un
claro propósito oscuro.
Llegaron a una aldea de aspecto desértico,
ninguna casa exhalaba vida alguna en su interior.
Dmitri resopló a la par que sus caballos, pero con un
sentimiento de pesadumbre. En el corazón de la aldea
parecía latir la multitud de la provincia. Los pueblos
de los alrededores parecían haber sido desahuciados
de improviso y con agitada precipitación. En una
explanada cercada por matorrales una congregación
de individuos celebraba su extraña ceremonia.
Decenas de hogueras desafiaban al viento. El fuego
amenazaba con extenderse con sus brasas vivas

109
esparcidas por el aire. Las antorchas apuraban al
límite de la extinción sin osar apagarse por completo,
tan solo se encogían en la mecha con nerviosa
timidez.
Dmitri la bajó del vehículo y le dedicó una
mirada delicada y conmovida a la par que le dirigía
unas palabras que no comprendió muy bien. A las
espaldas del hombre se hizo el silencio entre la
multitud y cuando Dmitri se apartó, Nastasia pudo
ver que se había convertido en el centro de las
miradas. Se sonrojó no sin temor. Dmitri la
encaminaba de la mano, ella se aferró con fuerzas y
sorprendió una lágrima en el rostro del viejo. Aflojó
la presión de su mano por miedo a hacerle más daño
como veía que infligía en aquel ser debilucho. En
aquel instante fue entregado a Marfa Fiódorovna.
—Yo soy tu tía, desde ahora me ocuparé de ti —
le aclaró con sequedad impropia de la circunstancia
sin sonreír ni contagiar sentimiento alguno, más bien
como si se comprometiera a soportar una carga
infame, como si toda aquella parafernalia se hubiera
instalado para hacer pública su vergüenza.
A la pequeña le invadieron sentimientos
contradictorios. Por un lado, estaba el agradecimiento
que sin duda debía albergar por haber sido sacada de
la casa de María Ivánovna, por otro, estaba esa
frialdad en su recibimiento como si no fueran familia.
La esperanza que comenzaba a albergar por la nueva
relación y vida que germina, el miedo a sentirse
desplazada en un mundo evidentemente rural, la duda
sobre hasta cuándo estaría allí, porque aquel no era su
destino, estaba su papá. ¿Dónde estaba su papá?

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Una hilera de militares entró en escena. Sus
caras reflejaban extenuación y rabia, y más rabia aún
a causa de la extenuación. La multitud los acogió con
aplausos cuando un robusto hombre de recio bigote
apareció de entre ellos. Era el comisario Fiódor
Andréievich, la ley local. Entre los militares se dibujó
una horrible sonrisa torcida sedienta de venganza.
Custodiaban a una decena de hombres desharrapados,
sus atuendos eran de marineros.
—¡Papá! —le reconoció entre aquellos hombres.
El dolor más infinito y universal deformó al
instante la fisonomía de aquel hombre. Aquella era la
mayor desdicha que podía imaginar: su única hija
asistiendo a su castigo público. La vio empapada en
lágrimas, indefensa, agarrada por unas manos
indecentes: era su cuñada, Marfa Fiódorovna. Ella
había dispuesto toda esta infamia, ella carecía de todo
escrúpulo para atormentar de ese modo a una niña
para hundir en la calumnia eterna a su padre, para
manipularle y convencerle de que su padre fue un
mal hombre, un delincuente, un criminal; para que
renegara de él por siempre, para que renegara de él y
de su memoria. Ella y su marido tenían suficiente
poder para hacer posible que aquella ejecución
tuviera lugar en esa aldea, ella le eligió a él entre los
diez nombres. Tanto odio no podía ser humano.
Él sabía que todos sus compañeros amotinados
estaban corriendo su misma suerte, en grupos de diez,
en otros pueblos de la geografía rusa, esa era la
advertencia que el zar lanzaba a su población, a sus
siervos, a sus dominios. Pero seguro él era el único
que debía sufrir el tormento delante de su hija, el
tormento de sufrir y ver sufrir para sufrir más.

111
Un impulso homicida se apoderó de su pensar.
Nastásiushka continuaba intentando zafarse de
aquellas manos. Marfa continuaba sujetándola,
sonreía. Quiso abalanzarse sobre ella y partirle el
cuello como si fuera una rama seca. «No», se dijo en
un último momento. «Es lo que ella quiere. Te está
provocando. No le otorgues esa satisfacción». El
sentimiento paterno se impuso al odio.
La multitud estaba bien al corriente de aquella
lamentable situación y, de veras conmovida por la
tragedia, sin propósito ni intención alguna, sin estar
establecido ni consensuado, simplemente por puro
sentimiento antes que por pensamiento, enmudeció.
No les quedaban suficientes fuerzas para aplaudir
aquel crimen legal, no querían, pero debían hacerlo.
Debían alegrarse del sufrimiento de aquella gente que
se había sublevado para acabar con su miseria, con la
de ellos mismos, con la pobreza e injusticia que
sufría un pueblo que ahora tenía que aplaudir su
castigo, burlarse del dolor de quienes pretendía
devolver la dignidad a un pueblo.
Pero allí estaban los militares, la policía, la
justicia del zar. Allí estaba Fiódor Andréievich, que
comenzaba a impacientarse por aquella reacción. Allí
estaba la mano dura de la ley, recriminando con la
mirada, dispuesto a todo si sus órdenes eran
ignoradas. Arqueó una ceja a la multitud, hacia la
masa que estaba obligada a actuar contra sus
sentimientos; forzada a aplaudir al verdugo y
despreciar a la víctima sabiendo que ellos mismos
eran la víctima, que aquello representaba el fin de
cualquier esperanza; conociendo que aquellos que los
compelían a ver el sangriento espectáculo estaban

112
dispuestos a permitir que los hijos vieran la muerte de
sus progenitores; conscientes de que quienes les
forzaban estaban en el poder por la gracia divina y
que no tenían corazón, que son capaces de cualquier
cosa.
—¡Acabad con esos traidores! —gritó alguien
por fin, consciente de todo lo que podría pasar si
realizaban aquel plante ante el temible Fiódor
Andréievich. La multitud enloqueció de nuevo y
Fiódor sonrió complacido.
Nastásiushka seguía luchando. Ahora era un
hombre quien la agarraba con fiereza. Alzó la cabeza
y vio la bestia del apocalipsis. Un hombre rudo,
fornido, robusto, cuyo rostro era una horrible cicatriz
de guerra y tenía un ojo vacío. Era un alto cargo
militar sin duda y a la derecha de la bestia un pope de
largas barbas mesiánicas asentía lentamente con
tristeza.
La pequeña no sabía ni quiénes eran ni qué
pretendían, pero comprendió que aquella fuerza era
invencible, que aquellos brazos eran una trampa
perfecta y que su llave era insalvable. Sus minúsculas
fuerzas se agotaban en cada convulsión, aquella
bestia jamás soltaría a su presa. Tan solo podía
ahogarse en su propio llanto. La muchedumbre
gritaba cada vez más alto para no oírla, nadie le
prestaría auxilio.
Un grito inhumano, un feroz alarido, un
sobrecogedor lamento nacido de las tinieblas calló a
toda la masa. El silencio fue el más profundo del
siglo, solo se oía el crepitar de las llamas en los
pábilos y el rugir del fuego en las antorchas. Hasta el
mismísimo Fiódor Andréievich palideció y su bigote

113
pareció temblar. Nastasia solo oía el estertóreo
respirar de la bestia que la apretaba con más fuerza
contra sí. Nadie imaginó jamás que la garganta de
una niña de ocho años pudiera producir un sonido tan
horrible.
—¡Te quiero, hija! —Un culatazo en el
abdomen cortó la respiración a todos los presentes.
—¡No! —pronunció de nuevo un grito
imposible mientras el padre trataba de respirar en el
suelo con el estómago contusionado por el golpe,
suplicando con aliento entrecortado que acabaran con
la farsa.
Dmitri con la cabeza gacha y las lágrimas
empapando su rostro desapareció entre la multitud
guiando sus caballos al establo.
—¡Acabad ya con esos malditos! —sonó
femenina y desgarrada ahora la voz de entre la
multitud que, consciente de que allí se ahogaba todo
anhelo de una vida mejor, gritaba contra sus
sentimientos con el fin de clamar por piedad mayor
celeridad en el proceso.
La masa prosiguió con sus feroces gritos, cada
vez más fuertes con el fin de que sus oídos olvidaran
los espantosos alaridos de Nastásiushka y los
enterraran en lo más profundo de la inconsciencia
colectiva. Fiódor volvió a sonreír mirando con
enferma complicidad a su mujer.
Agarrando de los pelos al padre de Nastasia, los
militares continuaron su siniestra procesión sedienta
de penitencia ajena. Entonces el pope, la única
manifestación presente de Dios, pasó su delicada
mano por la frente de Nastásiushka.

114
Todos los presos fueron atados a unos postes
quedando sus cuerpos inclinados. Detrás de cada uno
de ellos un militar, por cada militar tras un preso un
látigo.
Fiódor Andréievich leyó un manuscrito a voz en
grito. Habló de imputaciones delictivas y de
corrupción de mentes, habló de insubordinación y de
desobediencia, habló de delito y de castigo, habló de
Dios y del Zar, habló de condena y de deshonor.
—¡Qué suerte llevar en este lugar una acción tan
ejemplarizante! —susurró Marfa Fiódorovna a
quienes la rodeaban. A todo ello asentía lentamente el
pope.
El pope parecía aceptar que, en efecto, aquello
fuera un acto ejemplarizante, una parábola moderna,
una revelación. Pero su mirada grave, lánguida como
de un dolor infinito e imposible ya trascendido en su
propia alma como el mártir de los evangelios en la
cruz, no definía la naturaleza de aquella parábola. No
postulaba si aquella era una revelación de la barbarie
humana o de la bondad divina, de la gracia de Dios o
de la corrupta jerarquía de quienes fueron expulsados
del paraíso, del bien o del mal. Asintiendo que todo
aquello era un pecado, eso veían sus ojos: un pecado.
¿Pero en quiénes?, ¿en los conspiradores por su
conspiración?, ¿en los verdugos por su castigo?, ¿en
la jerarquía por no tolerar ni perdonar?, ¿en los
espectadores por callar y consentir? ¿Cuál era el
pecado? ¿De quién era el pecado? Sus ojos no lo
decían.
Nastasia luchaba por zafarse de las manos de
aquel hombre, igual que cuando su padre se iba en el
barco y ella luchaba por zafarse de su madre. Pero su

115
fuerza mermaba hasta el agotamiento. Cuando el
primer latigazo comenzó a descarnar la espalda de su
padre, se quedó sin aliento para seguir luchando.
El mutismo se apoderó de los asistentes. Solo se
oían los diez látigos silbando en el aire en busca de
un pedazo humano que arañar y abrasar. Diez látigos
desacompasados, lo que era aún más horrible pues
golpeaban a distinto tiempo y siempre se oía el
espantoso chasquido sobre la carne viva, el silbido
del látigo y los gritos de los condenados. Una y otra
vez, varias veces y varias a la vez.
El padre de Nastásiushka le sonrió con sus
dientes perfectos como solía hacer, pero un feroz
latigazo afeó su mueca. No gritó, apretó sus dientes
perfectos y bajó la mirada. Ella cerró los ojos.
—Debes comprender que esto lo hacemos por tu
bien —dijo Marfa Fiódorovna.
—Tu padre es un criminal que ha desafiado la
ley —sonó una grave voz que infundía terror. Era el
militar que la sujetaba por los brazos, elevándola para
que pudiera ver aquel castigo. Ella cerró los ojos y
recordó las palabras de María Ivánovna al despedirse:
no olvides que tu padre es un santo.
Alguien contaba en voz alta los latigazos.
Sesenta y uno, sesenta y dos, sesenta y tres... Por
cada docena los soldados eran relevados, de esta
forma cuando se cansaban y fustigaban con menos
fuerza, venía otro hombre sin ninguna fatiga y
descargaba con furia su poder. Los gritos de los
hombres eran más espeluznantes pues cuando sus
nervios se habían acostumbrado a cierto grado de
sufrimiento, venía otro verdugo con más fuerza
despertando dolores olvidados e impensables.

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De nada les servía desmayarse. El agua
hirviendo en la cara o por la espalda descarnada les
hacía volver en sí. Si no volvían, daba igual. Nada
detenía aquella infernal cuenta. Ochenta y cinco,
ochenta y seis, ochenta y siete... Solo el número mil
detendría la barbarie. Aunque fuese preciso velar
toda la noche.
Con la poca fuerza que le quedaba a la pequeña,
logró sacar un pañuelo y agitarlo ante su padre. Un
pañuelo, un pañuelo rojo: el último regalo de su
padre. Él sonrió de nuevo haciendo un esfuerzo
sobrehumano y ella cerró los ojos para no volver a
abrirlos agitando el pañuelo mientras alguien seguía
contando.

117
CAPÍTULO XI

Como tantas otras veces, salió al banco para ver


pasar las horas de su encierro. Era de lo poco que le
estaba permitido. Allí podía ver a los pájaros
desprendiéndose al instante del aire en busca de presa
a lo lejos para volver a subir con ella entre sus garras,
oír los susurros silenciosos de la aldea, callada por el
miedo impuesto por su tío, Fiódor Andréievich.
Como de costumbre, Vissarión llegó para cortar
la leña que traía en su carro arrastrado por su bestia
de carga vieja y asustada. A unos pocos pasos del
banco frente a él el grueso tronco de un árbol
milenario cortado hacía las veces de útil en donde
apoyar la madera que iba a ser troceada por el hacha
de Vissarión, que llevaba siempre colgada de una
funda que pendía del aparejo del animal, asomando
tan solo el mango. Sobre el tronco del árbol serrado,
aún con sus profundas raíces en la tierra cuarteada,

118
disponía las maderas que traía en el carro y
comenzaba ese ruido seco y solitario. Ese sonido
rural siempre invitaba a Nastasia a meditar en
profundidad abstrayéndose del mundo, por eso le
gustaba permanecer en el banco durante aquellos
trabajos. Mas al contrario, hubo de meterse en el
interior de la casa. Comenzaba a hacer frío en el
exterior, pero no fueron precisamente las condiciones
climatológicas lo que le empujaron a privarse del
deleite que para ella suponía el sonido de cortar leña.
Cierto día, el propio Vissarión, que jamás se
atrevió a dirigir palabra a la mujer de Nikolái
Yastrembski, suplicó a Nastásiushka que entrase en
la casa. Ella quedó perpleja mientras temblaba de
pavor por aquella situación. Con todo el respeto que
el temor es capaz de lograr, llamando a la indulgencia
y a la comprensión, casi arrodillado con feroz
humildad, explicó amenazas vertidas por el señor
Nikolái Venedíktovich ante la prohibición de hablar
con su esposa. Nastasia, sin salir de su asombro,
inquirió mayor información. Vissarión, sin abandonar
su miedo, con todo su respeto volvió a rogar que le
dejara solo, sollozante, admitiendo que no soportaría
otra paliza. Desde entonces estos dos seres no se
hablan, se esquivan. Vissarión llega asintiendo una
vez con la cabeza en señal de buenos días, ella lo
mira con mezcla de pena y ternura a la par que se
levanta y él anega sus ojos en lágrimas contenidas, en
pos de agradecimiento.
De manera furtiva como siempre, a escondidas,
Nastasia se quedó cerca de la ventana, oyendo ese
sonido tan evocador para ella y entonces, pensaba en
esa aldea, en las palabras de Vissarión, que le

119
aclaraban con precisión que ella se había convertido
en la propiedad más valiosa de Nikolái, en una fuente
de temor para todos pues no osaban acercarse a ella,
la rehuían. Se había convertido en algo que no debía
ser ni siquiera mirado. La aldea estaba regida por
Fiódor y por Nikolái, que hacían y deshacían a sus
anchas todo acontecimiento en aquel feudo dejado de
la mano de Dios. Fiódor era la ley, era un tentáculo
del zar; Nikolái era el poder económico, quien todo lo
disponía y dada su amistad con Fiódor, a quien se le
consentían excesos, era el propio zar de aquel lugar.
Era el demonio que se apoderaba de las muchachas
que considerara bonitas por un puñado de rublos en
señal de compensación o simplemente porque sí,
porque aquellas gentes no tenían justicia a la que
acudir. Por él se casaban las mujeres como si ya
estuvieran desposadas, con esa ignominia debían
vivir los padres y casarse los esposos, con esa
tragedia tenían que vivir las hijas y consolar las
madres sin consuelo. Y ella estaba casada con él, con
la causa de todas las desgracias del lugar, ella era
quien debía atender a aquel hombre, sin poder tratar
con nadie ni abandonar la finca. Ella debía soportar
sus golpes y lavar las manchas de sangre de otras de
sus ropas, estar siempre dispuesta a sus apetitos y
guardar silencio ante todos porque nadie quería
hablar con ella, nadie quería arriesgarse a que el
señor Nikolái Venedíktovich pensara mal, como
seguro habría de hacer en caso de sorprender
semejante escena, ella había sido privada de todo
contacto humano, conviviendo con la bestia de su
marido, pero aceptando que para todos la bestia debía
ser ella.

120
Ese encierro en ella misma, en el remordimiento
y en el sufrimiento, ese silencio, esa continua
ansiedad causada por los sentimientos no expresados,
por los sentimientos que de ningún modo debían ser
expresados, era como ácido en su sangre. No hablaba
con nadie salvo con su marido y solo cuando era
preguntada. Un sí o un no, a eso se había resumido su
vida. La desconfianza se apoderó de ella y la
monotonía de su vida, el aspecto mecánico de sus
actos la sumieron en una triste melancolía sin
anhelos. Ni en el sueño encontraba reposo pues el
sueño le atormentaba con las imágenes de aquel
aciago día, convirtiendo aquel suceso en una
obsesión. Su mundo interior era desolación y
angustia, tan solo se sentía un utensilio más de
Nikolái como podría ser el látigo con que le castigaba
o el hacha para Vissarión. Ante todo ello, sobrevivía
gracias a una resignación fracasada de aceptar que
nada puede hacer ella por cambiar nada, asumir la
impotencia como propia, donde cualquier acto
empeoraría todo, donde no había salida y el entorno
le mostraba a ella como única culpable. Con esa
desolación, con ese dolor fruto de todos los dolores
sufridos, con la única idea de ese dolor en la mente,
se fue sumiendo en el abandono de sí misma, en la
vida vegetal donde apenas comía y bebía, donde
estaba tan cansada con su frágil cuerpo que el cuerpo
mismo le dolía y le sobraba. Sus ojos se secaron y
ensombrecieron, en ellos solo brillaba la oscuridad.
Su piel palideció hasta volverse casi transparente y
mostrar sus salientes huesos envueltos en desgarradas
venas. Tan solo, sin saber por qué, el sonido del
hacha de Vissarión cortando la madera parecía

121
sacarla de su locura, anular todo en su mente, olvidar
y sencillamente respirar sin ninguna aspiración
mayor a la de estar ahí.
Aquel día una desgracia parecía preverse. Algún
aldeano llegó corriendo, gritando, para llamar a
Vissarión. El hacha quedó quieta, clavada sobre el
tronco del árbol milenario. Nastasia ya no alcanzó a
oír la conversación. Cesó la tarea del hombre y salió
corriendo sin atender ni preocuparse por lo que
dejaba atrás. El otro, que llegó con la inquietante
noticia, apiló la leña cortada frente a la puerta de la
casa y se llevó el carro guiando al confiado animal
hacia la aldea.
Transcurrido algún tiempo, Nastasia volvió en sí
por medio de un escalofrío. Salió afuera, donde
comenzaba a crecer la niebla, recogió toda la leña y
la metió dentro, dispuesta a encender el fuego para
calentar la casa para Nikolái y hacer su cena, como
siempre. Él llegaría más tarde, es probable que
borracho, satisfecho de su maldad, oliendo a
demonios, y no le preguntaría que había pasado para
que Vissarión corriera de tal modo sin importar las
obligaciones que dejaba atrás.
Con las horas llegó la noche y con la noche,
Nikolái borracho por completo. Su plato ahumaba su
aroma en la mesa. Afuera se oía chasquear su látigo
en el aire, amenazante. Abrió la puerta y arrojó fuera
el látigo para apurar con ambas manos la botella que
llevaba en una de ellas. Miró a Nastasia y avanzó con
pesadez etílica hacía su cena sin dejar de mirar a su
mujer como solo lo haría un animal, con deseo
despreciable. Ella cerró la puerta que había quedado
abierta para cortar el paso al frío. Nadie dijo nada.

122
—Esta carne está mal hecha —arrastró las
palabras gangosamente. Golpeó con su puño la mesa
haciendo temblar toda la estancia—. ¿Es qué no
sabes hacer nada bien? —se quedó mirándola con
fijeza desde su sitio. Tan solo se oía el crepitar del
fuego. Sin saber qué hacer ni qué decir, Nastasia se
levantó para retirar el plato y guisar un poco más la
carne si es que eso era lo que debía hacer. Pero al
acercarse, solo recibió una brutal bofetada en la
mejilla derecha. Cayó al suelo, las lágrimas ardían en
sus ojos, su mejilla también y un zumbido se apoderó
de su oído. Él la cogió del pelo acercando su oído a
su boca.
—Ve por mi látigo. Quizás me haga falta. —Al
soltarla cayó sin fuerzas de bruces contra el suelo.
Nikolái rio salvajemente y destapó otra botella de
vodka. Nastasia se alejó arrastrándose hacia la puerta,
temblando de cólera contenida, impotente y dolida.
Solo quería sentarse en el banco, solo quería alejarse
de él. Él comenzó a cantar mientras la puerta se
cerraba de espaldas a Nastasia.
Fuera el frío era insoportable. No había viento
porque este parecía congelarse, pero aun así, las
brumas de niebla se desplazaban como un humo
espeso y molesto, lento como una enfermedad
palpable, como un ánima que rozara la piel con la
mano helada de la muerte. Pero esas caricias eran
como golpes sobre los golpes, aquel aire dolía,
cortaba la cara y las manos y todo cuanto se le
mostrase, todo a lo que tuviera acceso, y a todo tenía
acceso. Penetraba entre las fibras de la ropa de
Nastásiushka y continuaba sus zalemas agresivas
bajo esta, sobre las marcas de los golpes golpeando

123
hasta los huesos. Nastásiushka comenzó a temblar y
el frío se coló por su boca limando sus dientes y
congelando su aliento.
El banco donde solía sentarse para mitigar su
soledad desesperada era un bloque de hielo que se
apoderaba de ella. Las lágrimas derramadas también
eran frías. Por donde pasaban sentía como si la niebla
le hubiera dado un lametón desgarrador con su gélida
baba viscosa como la miel. Pero aun así continuaba
sentada allí, temblando y llorando, sintiendo el dolor
sordo y el entumecimiento del frío sobre los golpes
recibidos, sufriendo por dentro y por fuera, todo por
no entrar en la calidez de un hogar que no era su
hogar, pero era su hogar. Donde el destino la había
empujado, donde su intacta voluntad la llevó en su
huida, pero ya no tiene donde huir. Ese era el final.
Su final había llegado. Sus ojos entre las escasas
lágrimas que aún podía derrochar se acostumbraban a
la densidad de la niebla y limitaban las formas de los
objetos que había en el patio, mientras pensaba en el
final. Mientras pensaba en su final, una canción
hablaba del final. Nikolái continuaba cantando,
borracho, festejando su dominio sobre la mujer, sobre
la bella presa que había enjaulado en su casa en la
intimidad de su hogar donde, entre la espesa niebla,
podía cometer todas las atrocidades que quisiera con
ella, por eso era su hogar.
Su final era parir a los vástagos de Nikolái,
recibir la semilla Yastrembski y querer sus brotes
aunque sean como su padre. Nastásiushka había
muerto. No había marcha atrás, una vida germinaría
en su interior entre el odio y el miedo que albergaba
en su corazón doscientas veces golpeado por un

124
látigo. El látigo. Vio el látigo en el suelo, sus ojos
continuaban acostumbrándose a la densidad de la
niebla. Vio el látigo en el patio. Si entraba ahora no le
pegaría con él. Pero quizás lo hiciera con sus propias
manos grandes y toscas. Eso sería peor, ya se había
acostumbrado al fino y agudo dolor que provocaba el
látigo, a ver los rayos en sus ojos y sentir la sacudida
eléctrica en el cerebro, a adoptar la mejor postura
para recibir el fuego de su punta, pero las manos no.
«¡Las manos no!», susurró con la mirada fija en el
látigo, deseando su furia a la de las manos desnudas.
Esa era la peor arma de Nikolái Yastrembski: con
ellas, monstruosas, pegaba; con ellas, terribles,
apretaba; esas manos ásperas subían por sus piernas;
esas manos potentes pellizcaban sus senos; con ellas,
sucias, abría su boca; con ellas, furiosas, obligaba a
hacer cosas horribles; esas manos frías abrían su
sexo; esas manos viscosas se deslizaban por sus
cabellos; con esas manos trémulas armaba su pene;
con esas manos malditas se alimentaba; esas manos
de hombre le daban la vida; esas manos del hombre
al que estaba condenada y que le condenaba, la
mataban. Ella pensaba en ello mientras temblaba de
frío, él cantaba con la alegría del borracho que se
permite pegar a su mujer, con la satisfacción del
cobarde que vive en la intimidad de su hogar como si
fuera un feudo.
«¡Las manos no!», repitió. «¡El látigo!», arrastró
las sílabas como pesadas losas con un anhelo
perezoso. Oía sus chasquidos en el aire entre las
brumas con total claridad. Podía contarlos. Empezó a
contarlos, el frío había helado su cerebro, su razón
había muerto. Toda la razón había muerto desde que

125
alguien contaba los latigazos sin inmutarse. La razón
era inmutarse, la pasividad era falta de razón y de
vida. «¡Dos!», quiso coger el látigo y entrar en casa,
el frío la mataba lentamente con sus manos invisibles,
pero igual de efectivas. Más efectivas porque
penetraron donde Nikolái jamás llegaría con las
suyas, duras, nublaron su mente. «¡Diez!», quiso
coger el látigo, entrar en casa y dárselo a Nikolái.
Prefería el calor del látigo, su descarga lacerante, a
una caricia de esas manos falsas. «¡Quince!», como
los años con que la enterraron para siempre, aún oía
los latigazos, sabía que no pararían hasta mil. Mil,
ese era el número. «¡Veinte!», su corazón latía
rabioso atándose a la vida, bombeando sangre
caliente a las zonas de las que el frío quería
apoderarse. «¡Treinta!», el martillear en las sienes
seguía el compás de los latigazos. «¡Treinta y tres!»,
sus manos delicadas temblaban. Sus ojos continuaban
acostumbrándose a la densa bruma. Comenzaba a
adivinar más cosas frente a ella. «¡Cuarenta!»,
Nikolái seguía cantando, satisfecho del calor de su
hogar. «¡Cuarenta y dos!», ahora también contaba sus
latidos. La cuenta era la misma, la canción no.
«¡Cuarenta y cinco!», se levantó. «¡Cuarenta y seis!»,
tenía mucho frío. «¡Cuarenta y siete!», temblaba.
«¡Cuarenta y ocho!», su mente se nubló. «¡Cuarenta
y nueve!», la razón había muerto. «¡Cincuenta!», si
cogía el látigo podía entrar en casa. «¡Cincuenta y
uno!», calentarse con sus golpes. «¡Cincuenta y
dos!», tenía tanto frío. «¡Cincuenta y tres!», su
corazón ardía. «¡Cincuenta y cuatro!», algo asfixiaba
su garganta. «¡Cincuenta y cinco!», algo empujaba
arriba y abajo. «¡Cincuenta y seis!», algo frío.

126
«¡Cincuenta y siete!», algo helado. «¡Cincuenta y
ocho!», el látigo. «¡Cincuenta y nueve!», tenía que
coger el látigo. «¡Sesenta!», estaba borracho y tenía
sed. A lo mejor no le pegaba. Seguiría bebiendo
vodka para calamar su sed. Entonces se calentaría.
Entonces no querría pegarle, solo tumbarla y
penetrarla. «¡No!», dejó de contar. «¡El látigo!»,
arrastró las sílabas como pesadas losas con un anhelo
perezoso. Prefería el látigo a todo eso. A lo mejor no
le pegaba. «¡No!», tenía frío. «¡El látigo no!», él
entonaba otra canción. «¡El látigo no!», la mente
nublada. «¡El látigo no!», la razón había muerto,
ahora lloraba de verdad. Él cantaba un poema de
Alexéi Kolstov. Como su padre solía hacer. El mismo
poema. «¡Papá!», volvió a oír los latigazos, con más
fuerza. «¡El látigo no! ¡Papá! ¡El látigo no!» Al
acercarse al látigo, vio lo que la espesa niebla no le
dejaba ver. Él seguía cantando con la satisfacción del
cobarde, ella pensaba en su final con la furia del que
conoce su final, con el rencor de la mujer que tiene
que llevar en su seno algo que no le pertenece.
En la casa el calor era reconfortante, pero
Nastásiushka continuaba temblando. Ahora el calor
también dolía sobre el frío y este sobre los golpes.
Sus labios lívidos temblaban y hacía esfuerzos por
respirar. En su garganta algo helado subía y bajaba.
Continuaba el martillear en las sienes. Seguía
escuchando los latigazos. Perdió la cuenta. Su nariz
silbaba al respirar. Hedor de alcohol. Leña ardiendo.
Sangre. Tenía la nariz obstruida por mucosidades y
las sorbía con violencia para poder respirar silbando
al hacerlo, respirando sangre. Nikolái dejó de cantar.
Reparó en ella. El calor era reconfortante.

127
—¡Ven, preciosa, ven conmigo! —tiró la silla al
levantarse—. ¡Venga, desnúdate! —se tambaleaba
sobre la cintura.
Nastásiushka arrojó el látigo sobre la mesa. Él
con el entrecejo fruñido y la boca abierta siguió la
trayectoria que había recorrido el látigo una vez hubo
caído, con lentitud de reflejos. Giró la cintura hacia la
izquierda para seguir esa trayectoria. Entrecerró más
los ojos para poder ver mejor entre la espesa niebla
de su etilismo. Sonrió. Rio nerviosamente a
carcajadas, echando la cabeza la cabeza hacia atrás.
Se volvió sobre sí hacia Nastásiushka.
—No voy a pegarte ahora.
Y se quedó con una sonrisa boba mientras
levantaba las manos molestas para tocarle a su antojo.
El hachazo partió su cráneo a la altura de la sien
izquierda. Abrió de forma espantosa los ojos.
También la boca. Se desplomó sobre su lado derecho
con el hacha clavada en la cabeza. Vissarión siempre
afilaba bien el hacha. Ella seguía oyendo los latigazos
y los golpes en la sien. La sangre llegaba hasta sus
pies y con su mirada perdida seguía mirando a
Nikolái que hacía ruidos con su garganta. La mente
de ella se nubló. Temblaba. Cayó de rodillas sobre la
sangre muerta de frío. Sintió el calor de la sangre.
Nikolái movía el ojo derecho con violenta celeridad
de un lado a otro, de arriba hacia abajo, como un
espasmo nervioso. Sus manos agonizantes se
retorcían en el aire. Nastásiushka volvió a llorar.
Seguía temblando. Su final había cambiado. Nikolái
aspiraba aire por la garganta profiriendo un silbido
molesto, horrendo, espantoso. Sus manos suplicantes
rozaron el muslo de la joven con una delicadeza que

128
jamás tuvo en vida. Temblando, muerta de frío,
arrancó con furia el arma de la cabeza del hombre.
Un chorro de sangre oscura salió con esa acción. Él
cayó sobre su espalda con las manos asustadas a su
derecha en busca del roce con ella. Otro hachazo y
los tendones se resistían a desprenderse. Otro
hachazo. «Una menos. ¡A por la otra!» Otro hachazo,
el hueso era ahora el culpable. Su cabeza rebotaba
con cada impacto y su garganta profería alaridos
insufribles. Otro hachazo, otra vez el hueso. Otro
hachazo. Otro hachazo, por si acaso. «¡Ya está!»
Cortó sus manos inservibles para siempre. Siguió
contando los latigazos. Hasta mil.

129
CAPÍTULO XII

Nastasia aún no sabía cómo ocurrió todo. Lejos


de sentir algo más, sentía lo mismo. Se sentía igual
de encerrada, de inútil, de decepcionada, de
impotente, de triste y de sola. Alguna vez pensó que
el peso de la conciencia era mayor, que lo que le
dijeron que estaba mal, debía estar mal y hacerse
sentir mal, pero se sentía igual de bien, igual de mal.
Lo que le enseñaron que debía ser pecado resultó ser
la única salvación posible, la absolución en vida ante
el tormento eterno.
No pensaba en ello. Tenía capacidad para
olvidar, para no sentirse culpable. Cualquier vuelta
atrás en su mente, cualquier tiempo al que pudiera
retornar, era humedecerse en el dolor. Por ello había
adquirido la facultad de no hacer eso, no sentía
ninguna necesidad, como no lo sentía por vivir. Mas
no era consciente de lo fatal de su situación.

130
Al día siguiente no se le volvió a ver a Nikolái.
Nadie le dio importancia, todos respiraron mejor
aquel día. Vissarión aún embargado por el
sentimiento que le había otorgado el hijo que su
mujer le había dado el día anterior, regresó a sus
labores, con el fin de recuperar su hacha que dejó
olvidada. Allí no estaba su útil. Nastásiushka no
estaba sentada en el banco como era su costumbre.
La casa estaba cerrada a cal y canto. Las
contraventanas encerraban una tragedia que se
respiraba desde fuera. Aquella imagen era siniestra.
Un escalofrío recorrió el cuerpo del aldeano antes de
tocar la hoja de la puerta. El eco de sus golpes
retumbó en el interior de la casa. Silencio. El mulo de
Vissarión resopló golpeando con sus patas el suelo,
pataleando en señal de protesta, como si su sentido
animal advirtiera la cercanía de la muerte. Tardó en
volver a llamar, tímido, asustado. Nadie contestó.
Imaginó una resaca tremenda en Nikolái, en Nastasia
imaginó que se estaría reponiendo de los abusos de
este. Allí también había abusos seguro.
Ató su bestia a un árbol y volvió a la aldea en
busca de un hacha prestada. El animal se revolvía
inquieto tratando de soltarse de sus yugos. El terror
volvió a recorrer el cuerpo de Vissarión. Se volvió de
nuevo. Llamó otra vez a la puerta. Dentro alguien se
movió. Silencio. Quiso decir algo, pero no encontró
las palabras. Volvió a la aldea sin hacer caso a las
protestas de su mulo, en busca de la dichosa hacha
que alguien había de prestarle.
Regresó y el animal pareció calmarse. Acarició
con su hocico la mano de Vissarión, agradeciendo su
compañía. El hombre volvió a su monótona tarea.

131
Las astillas saltaban. Tenía que hacer un esfuerzo
superior, pues aquella herramienta no estaba tan
afilada como la suya. El sonido de la madera
cediendo ante las cuchilladas del metal acercó una
presencia a la ventana. Una de las contraventanas se
entreabrió sin que se viese de quien se trataba.
Vissarión sintió esa presencia. Allí permaneció todo
el rato que estuvo cortando leña. Acercó la leña a la
puerta y se fue. Ya recuperaría su hacha mañana.
Al día siguiente se repitió todo de nuevo. La
gente de la aldea respiró con un poco de satisfacción.
Las conversaciones llevaban en su boca las palabras
de Vissarión. Volvió a la casa. Nada había alterado la
siniestra imagen de la misma. La contraventana que
se abrió el día anterior volvía a estar cerrada. Se
lamentó de no traer consigo el hacha que le prestó
Antón. Sin llamar esta vez a la puerta, volvió a la
aldea a por el hacha de este. El mulo parecía más
calmado, pero no estaba completamente tranquilo.
Parecía, si se puede suponer esa facultad en un
animal, expectante. Vissarión comenzó su tarea con
su sonido monótono. De nuevo se entreabrió una
contraventana. Esta vez se detuvo y volvió la vista
por adivinar un poco de vida en la casa, por que
alguien le diera su hacha, por poder llevar noticias de
Nikolái al núcleo rural. Nada. Su miedo creció, sin
duda había alguien tras la ventana, alguien a quien
temer y respetar. Con celeridad continuó su habitual
labor. Al acabar acercó, menos de lo normal, la leña a
la puerta y se fue.
La noche volvió con su inquietante sosiego.
Fiódor Andréievich y Marfa Fiódorovna echaron en
falta aquel día a Nikolái Venedíktovich. Ante la

132
insistencia de su mujer, el hombre redactó una breve
carta. Hizo llamar a María y con una orden expresa le
ordenó entregar aquella carta. Pasados los minutos
volvió la sirviente con su tarea cumplida, pero nadie
abrió la puerta. La había deslizado bajo la misma.
Marfa Fiódorovna continuaba preocupada. Fiódor
seguía en su sobria tranquilidad. A la hora llamaron a
la puerta. Pasaron dos de sus hombres. Nadie había
abierto la puerta del señor Nikolái Venedíktovich
Yastrembski. Un lamento femenino se escapó de la
boca de Marfa Fiódorovna. Fiódor no le concedió
más importancia al asunto y mandó regresar a sus
casas a sus muchachos.
—¡Fiódor, deberías hacer algo! —recriminó su
mujer.
—Es medianoche, mujer —replicó él, que se
retorció la punta del bigote con tranquilidad.
—¡Cielo santo! ¡Puede haber sucedido algo! —
protestó alarmada.
—¿Pasar qué? —tranquilizó divertido—. Aquí
nunca pasa nada.
—Y si se han.... ¡intoxicado!
—¡Por favor, Marfa! —se levantó riendo.
—¡Fiódor!
—Mañana me pasaré por allí.
—¡Fiódor! —insistió suplicante.
—Voy a dormir.
—Rezaré por ellos.
Hasta la tarde no fue Fiódor con sus hombres a
la casa. Durante el día se celebró el humilde bautizo
del hijo de Vissarión. Este llegó antes que nadie a la
casa con el hacha de Antón. Volvió a sus tareas y la
contraventana se abrió como de costumbre. Se

133
detuvo. Miró hacia la casa. Tras él unos pasos se
aproximaban. Tembló levemente. Toda clase de
habladurías recorrían la aldea. Al volverse, vio a
Fiódor con cuatro de sus hombres. Con absoluto y
riguroso respeto les saludó y continuó su tarea, no sin
dejar de mirar de reojo el devenir de los
acontecimientos. La contraventana se cerró.
—Nikolái. Nikolái, maldita sea, abre la puerta
—gritó Fiódor. Al ver a Vissarión enrojeció de cólera
—. Abre la condenada puerta, Nikolái. Soy Fiódor
Andréievich. —Silencio—. ¿Qué pasa? —susurró
para sí—. ¡Niña! ¿Estás ahí? —llamó a su sobrina.
Silencio. Tanteó la puerta—. Cerrada por dentro —
concluyó—. ¡Derribadla! —ordenó tranquilo.
Comenzó a pasear alrededor de la casa. Los
golpes de los hombres contra la puerta atronaban el
interior. Fiódor comenzó a golpear las contraventanas
con energía. Vissarión continuaba su trabajo. Cuando
dio la vuelta completa a la casa, la puerta aún seguía
cerrada.
—¿Qué hacéis? —preguntó furioso.
—La puerta no cede, señor —aclaró con timidez
el muchacho que parecía más autorizado.
—¡Inútiles! ¿No sabéis hacer nada a derechas?
—se burló de ellos y miró en derredor—. ¡Vissarión!
—gritó.
—¿Señor? —se presentó al instante.
—¡Machaque esa puerta! —ordenó. Sin
protestar lo más mínimo ni dudarlo un momento
comenzó a hundir el hacha de Antón en la puerta.
Fuera la expectación era el común de todos.
Dentro los golpes revolvían la desolación. Vissarión
jadeaba y sudaba por el esfuerzo. Ningún

134
movimiento se ejecutaba dentro. Con los golpes
comenzó a inquietarse de nuevo el mulo. Los
muchachos de Fiódor contemplaron al animal, se
miraron los unos a los otros y luego a la puerta.
Fiódor tenía su mirada fija en ella. El animal
aumentaba su nerviosismo. La puerta comenzaba a
ceder. Los hombres volvieron a mirar al animal,
contagiándose de su preocupación. Fiódor reparó en
la inquietud molesta del animal.
—¡Callad a esa bestia! —gritó desorbitado a sus
hombres.
—¡Por favor, señor! —suplicó Vissarión
deteniendo su tarea—. ¡No me lo maten!
—¡Tira esa puerta, paleto de mierda! —El grito
atemorizó aún más al animal, que defecaba donde
estaba atado.
—¡Ya está, ya está! —informó Vissarión
llorando. Los hombres se volvieron hacia la puerta
olvidándose del animal. De un manotazo Fiódor
derribó a Vissarión para apartarlo. El hacha de Antón
cayó al suelo. El mulo profirió un tremendo alarido
con los ojos hacia atrás perdidos. Los muchachos de
Fiódor le miraron y luego volvieron curiosos hacia la
puerta. El berrido del animal espantó los pájaros de
los árboles. Fiódor asomó la cabeza por el umbral.
Un «Dios mío» fue suficiente para que los cuatro
hombres acudieran al interior.
—¡Hija de puta! —gritó Fiódor a Nastasia,
sentada a la mesa.
Vissarión continuaba en el suelo llorando. Uno
de los hombres, el que parecía más autorizado, salió
fuera tosiendo en arcadas. Los golpes y los gritos de
Nastasia eran los únicos sonidos que llegaban a los

135
oídos de Vissarión. Cerró los ojos. Continuaba
oyendo los golpes y los gritos. Ahora le llegó el olor
a la nariz. Era un olor a carne quemada que había
quedado encerrado también en la casa. Aún olían en
el interior las manos de Nikolái puestas al fuego.

136
137
CAPÍTULO XIII

Un rumor se extendía silencioso sobre la prisión.


Lo que todos sabían que era falso debían aceptarlo
como cierto, una divinidad llamada Pável lo hacía
posible. Nadie diría nada, nadie aceptaría lo
contrario, nadie podía contradecir la palabra de Pável.
Aquel mundo lo había creado él. El castigo era su
poder de convicción, el castigo impune. Nadie
deseaba ser castigado.
No existía la crueldad en aquella cárcel, no
existía el hambre ni el frío, no existían los soldados
penetrando furtivamente en las celdas por la noche,
no existía, por tanto, la verdad en aquel lugar. Y esta
vez no tenía que ser una excepción.
Dzerzinski recorrió la prisión con aire solemne.
Soldados y reclusas le miraban como si se adivinara
su intención, como si lo llevase escrito en la frente.
Sabía que iba a hacer una locura, pero nadie podía

138
impedírselo. Las almas más nobles veían en él una
esperanza, la esperanza de la verdad.
Todos se apartaban de su camino, como si
llevase en la mano una poderosa arma que estaba
dispuesto a usar aunque todos perecieran. Todos se
sentían culpables y cobardes porque ellos también la
tenían. Todos sabían que esa arma era la palabra.
Subió la escalera con su ruidoso y decidido
caminar. Todos se volvían para verle, para quedarse
mirándole. ¿Por qué lo hacía? ¿Tan poderosa era la
voz de su conciencia? ¿Acaso no conocía el resto de
atrocidades que bajo el amparo del poder de Pável
allí tenían lugar? ¿Era esta una atrocidad mayor a
todas las demás?
Sin llamar a la puerta, sabedor de quiénes
estarían en la sala y de qué estarían haciendo,
prorrumpió en el despacho de Pável con una cólera
terrible, con un odio indecible.
—Yo vi el cadáver de la reclusa y no presentaba
ningún corte en el cuello —gritó nada más entrar. El
grito pareció resonar en las cámaras más secretas de
la prisión y de sus habitantes con un eco corrosivo.
—Dzerzinski, ¿no querrá meterse en más líos,
cierto?
—¿No querrá que eleve esta causa a un tribunal?
—Pável lo miró con detenimiento, con una mirada
que parecía deshacer aquello donde se posase
conteniendo su ira, pensando en la alta alcurnia
militar a la que pertenecía este hombre y su poder.
Pareció serenarse. Frotó su cara con ambas manos
suspirando, como buscando una solución para salir
del pozo que él mismo se había procurado cavar.

139
—¡Maldita sea! ¿Quién dirige esta prisión? —
estalló colérico.
—Desde luego no un hombre decente —
concluyó Dzerzinski con una calma sobrecogedora,
traspasando con su mirada al director de la prisión.
—Bajo ningún concepto le tolero que se dirija a
mí en ese tono —replicó por completo fuera de sí
aferrado con firmeza al cuchillo con el que pretendía
inculpar a Nastasia, hecho una fiera como si se fuera
a abalanzar de un momento a otro sobre Dzerzinski
con el arma en la mano. De pie, encorvado sobre su
envergadura, jadeando, con una mirada homicida en
los ojos.
—Pável, hay que ser muy hombre para matarme
a mí y muy cobarde para culpar a una inocente —
continuaba en su tono sosegado, como si nada de esto
estuviera ocurriendo.
—Bajo ningún concepto le tolero que se dirija a
mí en ese tono —repitió apretando con furia los
dientes.
—No será tan valiente como para exigirme una
satisfacción, ¿verdad?
Los segundos pasaban lentos y nadie se movía.
Nastasia, que contenía las lágrimas con un nudo en la
garganta temblando sin atreverse a mirar a nadie y
pronosticando una desgracia, no se había movido en
todo el transcurso de la discusión. Dzerzinski sereno,
dueño de sí mismo, confiado en su destreza en la
lucha, aún esperaba una respuesta. Pável fue
recuperando su ritmo de respiración habitual,
cediendo ante los hechos, reconociendo su derrota.
Sus dedos fueron destensándose hasta que al final
acabó dejando el cuchillo sobre la mesa. Volvió la

140
espalda a Dzerzinski y se sentó de nuevo en su
cómodo sillón.
—Retírese de aquí —Pável rompió por fin el
tenebroso silencio que se había adueñado de la
estancia.
—No voy a dejar sola a esta mujer —refirió en
su tranquilo tono. Nastasia, conmovida como si
alguna de sus fibras más íntimas hubiese sido tocada
por una mano invisible, levantó la vista para ver las
facciones decididas de aquel hombre.
—¿Qué mujer? ¡Eso es un animal! —vociferó
de nuevo fuera de sí. Dzerzinski guardó silencio. Por
un momento parecía que Pável se echaría a llorar.
—¡Váyanse de aquí! —cedió dolorido.
—Ahora confío en que ese falso informe y esa
malévola denuncia sean destruidos —prosiguió
Dzerzinski tomando a Nastasia por el hombro.
—¡No me diga lo que tengo que hacer! —rabió
furioso Pável.
—¡Vamos! —se dirigió a Nastasia tras fijar una
breve, pero intensa mirada sobre su superior. Ambos
caminaron hacia la puerta, Dzerzinski no soltaba el
hombro de Nastasia.
—Entregue la reclusa a los soldados que la
aguardan fuera.
—Custodiaré a la reclusa personalmente hasta el
momento de su liberación —Nastasia sintió un
escalofrío.
—¿No me ha oído?
Dzerzinski ya desde el umbral se volvió hacia su
interlocutor.
—Destruya ese informe, Pável —cerró la puerta
tras de sí.

141
En aquella estancia quedó un dios vengador,
humillado y vencido, y un arma sobre la mesa, el
mismo cuchillo con el que Belinski degolló a Advotia
después de muerta.
En aquella estancia también dejó Nastasia atrás
todo ese cúmulo de acusaciones, toda esa sarta de
venenosos argumentos que de nuevo le condenarían a
permanecer recluida hasta el fin de los días.
Hasta ese momento no se dio cuenta de lo que
suponía la libertad. Sabía que al finalizar el día sería
libre. También sabía que no tendría a donde ir.
«¿Libertad para qué?», pensó. Se había acostumbrado
tanto a la vida en prisión que comprendió que esa era
su vida, que lo mejor que podían hacer por su bien es
encerrarla y tirar la llave. Pero cuando nuevos
argumentos apuntaban a una nueva condena, cuando
se dio cuenta de todo el odio que encerraban aquellas
paredes, cuando el propio Pável hubo orquestado una
trama para retenerla, para no dejarle marchar nunca,
fue cuando comprendió que no quería estar allí. Que
aunque fuera no la esperase nada ni nadie, no podía
compartir el resto de su vida con aquel odio, con
aquel oscuro deseo, con aquella condena de la que no
era culpable. No podía convivir con aquellos seres,
con todos los cientos de carceleros y de reclusas que
sabían que ella no había matado a Advotia y no
decían nada, no podía compartir su presidio con las
compañeras de celda, compañeras de Advotia
también, que firmaron aquellas confesiones y
aquellos documentos que le culpaban a ella y a nadie
más que a ella, aquel informe que relataba
pormenorizadamente cómo realizaba un crimen que
no cometió.

142
No podría convivir con Ana, aunque antes
tampoco es que pudiera demasiado, no podría
convivir con La Gorda, no podría convivir con Sonia,
su mejor amiga, ni con todo el resto de habitantes de
aquella asquerosa población que también firmaron
ese documento con su miedo y con su silencio.
Junto a Dzerzinski bajó al infierno de aquel
laberíntico entramado y se mezcló con los seres
hechos de barro y silencio. Todos estupefactos, todos
sabedores de lo que había pasado, de que sobre ella
pesaba una acusación que de alguna manera aquel
hombre se encargó de destruir.
Entre esa masa humana contra sus pasos venía
un triste cortejo que se dirigía de nuevo al despacho
de Pável. Las había hecho llamar. Sin duda alguien
pagaría los platos rotos, alguien cargaría con la
condena de matar a Advotia. ¿Haría de nuevo algo
Dzerzinski? ¿Se atrevería Pável a sufrir la misma
humillación otra vez? No. Les castigaría por mentir,
por mentir bajo su orden expresa de hacerlo. Diez
latigazos, aislamiento, frío, hambre, vaciar los
orinales, limpiar las celdas... cualquier cosa de esas
sería suficiente. Eso sería lo único que podría hacer
mientras Dzerzinski siguiera allí.
Entre dos soldados venía Ana. Con su mirada de
odio, de odio con más odio, más odio aún porque
estaba dolida. Su mirada derretía a Nastasia. Sus
pasos se aproximaban, con ellos su odio homicida.
Nastasia se detuvo, presa de un miedo insufrible,
pero Dzerzinski la empujó con suavidad. De nuevo,
el contacto de este hombre le devolvió la confianza y
la seguridad.
—¡Puta! —le insultó Ana a su llegada.

143
Intentó detenerse y agredirla a la vez que soltaba
esas palabras, pero los soldados la empujaron.
—¡Puta! —volvió a oírse a su espalda—. ¡Puta!
¡Nos volveremos a ver! —gritó furiosa.
Ahora eran Sonia y La Gorda las que se
acercaban conducidas por dos soldados cada una. Las
miradas tristes y culpables, arrepentidas y dolidas.
Sonia se detuvo contrariando a sus guardianes.
—Nastasia, lo siento.
—Yo no me esperaba esto. Ana es su condición,
La Gorda no tiene carácter, pero ¿tú?
—¡Nos obligaron, Nastasia! ¡Fue horrible! ¡Te
lo juro!
Nastasia agitó la cabeza negando como gesto de
desaprobación con una fea mueca de desprecio en el
rostro.
—¡Perdóname, Nastasia! —tenía que gritar
porque los soldados la seguían empujando—. ¡Te
quiero!
Fue un grito desgarrador, enturbiado por las
lágrimas que parecían ascender por la garganta desde
el corazón. Pero aquellas palabras despertaron la
conciencia de Nastasia. «Te quiero». ¿Cuánto hacía
que no oía esas palabras? Veinte largos años de
presidio y nunca las había oído. Días y días de
tormento y nunca había oído esas palabras. Un
tortuoso matrimonio, un marido infiel, cruel y
egoísta, y tampoco las había oído. Custodiada por
unos tíos miserables que jamás sintieron un
verdadero aprecio por ella, que llevaban su sangre y
que jamás dijeron nada parecido, al contrario, todo
fueron reproches y reprimendas. Una convivencia
con su madre, harta de sus fobias, de sus miedos y de

144
su frustración y ni siquiera el ser que le dio la vida le
dijo esas palabras. Su padre sí, tal vez su padre fue el
último que le dedicó aquellas palabras y de aquello
había pasado ya mucho tiempo. Una vida, una
eternidad de sufrimiento. Un padre al que vio morir,
un hombre que en pleno martirio la quería y ese amor
era lo único que le hacía soportar aquel calvario.
El amor que hace posible soportar cualquier
calvario, incluso veinte años de cárcel. Es lo único
que puede mantenerte con vida. Nastasia lo soportó
sin tener ninguna familia fuera, esperando su regreso,
sin recibir ninguna carta, asediada por el
remordimiento y perseguida por una pesadilla
opresiva, malviviendo en las peores condiciones
humanas entre los constantes abusos y el alimento
escaso. ¿Cómo pudo sobrevivir a esa pesadilla? Fue
Sonia la que le reconfortó, la que le cuidó y veló, fue
ese amor incondicional lo que le hizo sobrevivir, ¿iba
ahora ella a recelar de aquel amor?, ¿iba a legar una
herencia de sufrimiento, de remordimiento al ser que
tanto le dio? ¿Podría algún día llegar a saldar esa
deuda?
—¡Te perdono! —gritó volviéndose, llorando
sabiendo que no la volvería a ver nunca más—. ¡Os
perdono a las dos!
Sonia sonrió y su llanto aumentó. La Gorda,
cuyo llanto en ningún momento cesó ni insistió,
también había comprendido agradecida aquella
absolución. Aquel gesto pudo ser la única
representación de justicia que se vio en aquella
prisión.
Recordó el instante en que se iba de la casa de
María Ivánovna. —Pedidle perdón —les dijo a sus

145
hijos. Perdón. Hoy era el mismo perdón que
entonces, un perdón que no se sobrellevaba en
convivencia, del que no se espera que reporte nada
material, un perdón sin ningún esfuerzo pues este
como aquel se concedía a seres que no volvería a ver.
Dzerzinski le siguió guiando. Subió unas
escaleras, unas escaleras que ella no había subido
jamás. Pasaron por un pasillo donde parecían estar las
habitaciones de los soldados. Al fin llegaron a una
habitación que Dzerzinski abrió con una llave que
llevaba en el bolsillo.
La habitación no era más grande que una celda.
Debía ser una especie de despacho. Había una cama
individual en él. Sobre la mesa un montón de papeles
y una lámpara que Dzerzinski encendió al llegar.
Frente a la mesa había una silla desconchada y frente
a la cama, junto a la ventana, otra silla sobre la que
había un uniforme. Debía hacer las veces de perchero
para el joven militar.
—Puedes tumbarte en la cama o sentarte en la
silla si quitas toda esa ropa, donde quieras. —Su voz
llenó toda la estancia. Nastasia sintió un escalofrío al
notar la mano del oficial sobre el hombro invitándole
a ocupar el sitio que juzgase oportuno.
En silencio y con sumo cuidado fue retirando la
ropa de la silla. Dzerzinski indicó que la ubicase
sobre la cama. Ella la colocó como creyó que debía
doblarse algo tan delicado.
—No tengas cuidado, mujer —dijo haciendo
crujir sobre sí la silla desconchada al sentarse.
Comenzó a leer un libro que tenía sobre la mesa a la
luz de la lámpara.

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Nastasia se quedó en pie con el uniforme en la
mano. Miró a Dzerzinski con ojos vidriosos. Él
continuaba ajeno a ella inmerso en la lectura.
Nastasia se acercó el uniforme a la cara y aspiró su
fragancia. Exhaló un imperceptible suspiró. —Mujer.
—Dzerzinski la había llamado mujer con un trato casi
cariñoso. Aquello no era ningún formalismo de la
prisión. ¿Pero por qué? ¿Por qué la había salvado
arriesgándose?
No pudo dejar de mirarle mientras esa pregunta
resonaba en su interior. Él allí sentado leyendo,
ausente, había cometido la mayor heroicidad que
nadie nunca hizo por ella, había realizado el mayor
acto altruista que sus ojos y su corazón avistaron
jamás.
Él se siente observado y por fin se percata de
ella. Una tierna sonrisa se dibuja en sus labios.
—Pero bueno... ¿es que vas a estar así
eternamente? —le reprime divertido, con un ligero
afecto cariñoso.
«Eternamente», suena una voz dentro de
Nastasia.
Él se levanta para poner la ropa sobre la cama.
Allí estaba ella con los ojos fijos en él, con un
relampagueo indecible, unos ojos negros profundos,
dilatados de repente, seguros, confiados. Con los ojos
que ven un infinito imposible, brillantes y rendidos.
Mordió su labio inferior sin dejar de mirarle. Se
acerca poco a poco con medida lentitud, toca su
hombro izquierdo y desliza la mano hacia el pectoral.
Él coge su muñeca y aparta sus manos de sí.
—¿Qué haces? —reprimió sin que su tono
abandonará la dulzura que se posó sobre él.

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Cogió el uniforme de las manos de ella y lo tiró
sin ningún cuidado sobre la cama. Nastasia se
abalanzó sobre él para besarlo como nunca antes
había besado a un hombre, como antes nunca pudo
besar a un hombre.
Dzerzinski la repelió de un violento empujón
que la derribó sobre la cama, que comenzó a temblar
bajo su cuerpo. Ella sin moverse se quedó cual había
caído, esperando la presión de su cuerpo sobre ella,
esperando la posesión de él. Pero Dzerzinski negó
con la cabeza en gesto de desaprobación y le dio la
espalda volviendo a centrarse en su lectura, sentado
sobre la silla, ausente.
Así se deshizo una esperanza que
repentinamente se había apropiado de Nastasia, un
final feliz que no era para ella, que sería para otra
seguro. Su final estaba fuera, rumiando su miseria en
las calles, prostituyéndose para poder comer hasta
que un temporal de frío helase su cuerpo tendido en
un callejón maloliente.
Con esa decepción, con esa esperanza muerta
por sí sola, el sopor del cansancio se apropió de su
ser y por fin tuvo un sueño feliz, pero igual de falso
que el informe de Pável sobre la mesa de su
despacho.

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149
CAPÍTULO XIV

La incomunicación y los golpes no habían


suprimido su mirada ausente. Ya no podía esperar
nada más de la vida, se había acabado, estaba muerta.
No pudo hacer nada para evitar esa sensación ni este
final, ella no tenía la culpa, ella no era culpable.
Los hombres que ya conocía se la llevaron.
Sabía que su pesadilla aún no había acabado y que
ahora, quizás, comenzaba lo peor. Había descendido
a un círculo más profundo del infierno. No estaba
preparada para afrontarlo, pero no podía evitarlo de
ninguna manera.
Cojeaba. Sus piernas estaban amoratadas por los
golpes, pero era un hueso el que se resentía. Su boca
aún sabía a sangre, a su propia sangre, y con el tacto
de la lengua pudo comprobar que le faltaba algún
diente. Entre algunos huecos una afilada arista ósea
punzaba su lengua. Era una sensación agradable.
Recién había recuperado el conocimiento.

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La espalda le dolía por una mala postura y por
los bultos de los golpes. Sintió un crujido sordo en
ella que le llegó hasta el cráneo. Un oído le zumbaba
y aún tenía un ojo hinchado. No quería verse. Prefería
imaginarse más horrible de lo que en realidad estaba
antes que ver su imagen reflejada en una cruel
superficie llamada espejo.
La llevaron a una sala donde quedó a solas con
su tío. A través del único ojo por el que podía ver lo
contempló sentado, cabizbajo y abatido. Estaba
descompuesto, desgastado, defraudado.
Fiódor Andréievich levantó su mirada henchido
de furia. Su respiración era animal, homicida. Sentía
que le habían arrebatado todo, a su amigo, su
nombre, su dignidad, su autoridad, la imagen de su
familia, de su mujer... y todo por el ser que ahora
estaba frente a él, vivo aún.
—¡Zorra miserable! —bufó antes de levantarse
para derribarla de un manotazo en la cara. Ahora a
Nastasia le zumbaban los dos oídos y le ardía la
mejilla. Un puntapié en el costillar entrecortó su
llanto y su respiración.
—¡Tu tía está destrozada! Yo solo quiero acabar
cuanto antes. Quiero que me cuentes lo que pasó y
que firmes tu confesión. Mañana te entregaré a las
autoridades judiciales y espero no volver a verte
jamás porque te mataré, supongo que me has
entendido. Ahora levántate del suelo y siéntate en esa
silla.
Nastasia aún recuperaba la respiración. Hizo un
esfuerzo por levantarse, pero tenía el lado sobre el
que recibió la patada paralizado por un agudo dolor.

151
—¡Que te levantes he dicho! —gritó como
nunca antes había gritado cogiéndola por los pelos—.
¡O quieres que te levante yo! —y estampó su rostro
contra la silla que le había ofrecido.
Volvió a tomar su asiento con lentitud mientras
pretendía calmarse. Allí se quedó cabizbajo de nuevo,
sumido en una tristeza y una vergüenza sin
precedentes.
Nastasia sintió su nariz rota goteando una espesa
sangre que le hacía respirar por la boca, jadeando y
burbujeando la mezcla de su propia sangre y saliva a
cada espiración.
—Vissarión es un buen hombre —retomó
Fiódor cuando Nastasia se hubo sentado—. Puedo
colgar a un buen hombre, no sería la primera vez,
pero tú no vales la pena para que yo le sacrifique—.
¡Torshin! —llamó a voces tras una breve pausa.
El tal Torshin entró acobardado y tomó un
pupitre que se hallaba al lado de la estancia. Allí
cogió una pluma y varios papeles y comenzó a
garabatear las palabras que Fiódor arrancaba a
Nastasia entre amenazas.

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153
CAPÍTULO XV

Medio adormecida sintió una caricia en la


mejilla. Cuando abrió los ojos se encontró a
Dzerzinski inclinado sobre ella meciendo con
delicadeza su hombro.
—¡Despierta! ¡Por fin te vas! —le susurró
suavemente.
Nastasia aún dudaba sobre si seguía o no
soñando, si todo era fruto de una vana esperanza. Se
frotó los ojos. Preguntó por su troika. Había soñado
con San Petersburgo. Estaba convencida de que los
barrios decadentes que nunca conoció y las calles
cercanas a la casa de María Ivánovna seguirían
siendo el refugio del vicio y la degradación. Sabía
que allí encontraría un futuro, en la oscuridad de las
tabernas y en la humedad de las pensiones
abarrotadas de polacos.

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La ropa con la que entró a la cárcel condujo a su
memoria trágicos recuerdos. Ya no le valía, se le
había quedado pequeña, como aquellos recuerdos.
«Recorrer todo el mundo y sentir que estoy viva.
Cerrar los ojos sin sentir miedo, sonreír. Recuperar
todo lo que me han quitado, tener lo que nunca tuve.
Jugar y reír. Reír sin parar. ¿Por qué eso no es
posible?»
Dzerzinski le había conseguido un abrigo. Era
de hombre, pero le servía de capote para ahuyentar el
frío. Por lo demás, no contaba con nada más que
llevarse, solo malas impresiones, así que resolvió
abandonar aquel lugar cuanto antes.
Dos militares aguardaban en la puerta del
despacho de Dzerzinski. Los tres le acompañaron,
uno a cada lado y Dzerzinski detrás de ella, bien
cerca en todo momento, desconfiando.
En los amplios y gélidos salones de la prisión se
hizo un silencio que congeló la rara imagen que se
veía: la puesta en libertad de una reclusa. Todas las
prisioneras la miraban con un indecible sentimiento.
Una de ellas, entrada en años, echó a correr contra
Nastasia. Lloraba y gritaba algo inteligible. Unos
soldados la contuvieron interceptando su carrera
asiéndola por los brazos.
—¡Ve a Minsk! ¡Busca a Mijáil Rubinstein!
¡Dile que sigo viva! ¡Por favor!
Se la llevaron y sus gritos desesperados se
perdieron en el tiempo. Un soldado empujó del
hombro a Nastasia, que se había quedado petrificada.
Ella se zafó de él sin moverse del sitio, contrayendo
el músculo para evitar el roce. Sintió otra mano en el

155
hombro opuesto, era Dzerzinski. Ahora siguió su
camino.
Entre sus pasos se elevaron susurros de toda
índole. —¡Puta afortunada! —murmuraban unos—,
¡suerte! —deseaban otros—. ¡Adiós! —decían tristes
las que irremediablemente sentían una profunda
envidia y solo podían resignarse y entristecerse más,
continuando en su pozo de miseria y depresión.
Llegó a la calle, al patio mil veces recorrido, y
sintió el zarpazo helado del aire puro. A doscientos
pasos el portón se abrió en un estruendoso sonido,
crujiendo sobre sus goznes. En medio del patio entre
la puerta y ella la figura del mismísimo diablo se
erguía como una amenaza.
Siguió andando. Sintió tras ella que los pasos de
Dzerzinski se detuvieron. Sintió miedo por lo que le
podía pasar ahora. Su ángel de la guarda la había
abandonado. Ni siquiera se volvió para despedirse
con un simple gesto. Se apretó con ambas manos en
el pecho el abrigo contra su cuerpo sin llegar a
abotonarse ningún botón. Ahora eran sus guardianes
quienes la abandonaban a su suerte, los hombres que
le acompañaban se detuvieron y ella siguió andando
hacia el fornido hombre que continuaba entre la
puerta y ella.
Al llegar a la altura de Pável, a quien ni siquiera
se dignó a mirar, continuó su camino dejando a todos
atrás. Pero sintió que unos pasos le seguían. El miedo
se volvió a apoderar de ella, pero no se volvió. Creyó
con firmeza que jamás le dejarían salir con vida de
allí. Tan solo esperaba un disparo por la espalda.
Atravesó por última vez el patio de la prisión
seguida bien de cerca por Pável, bajo la atenta mirada

156
de seis retenes y de Dzerzinski. Pensó en este último,
en el hombre que se había molestado en que su
puesta en libertad fuera efectiva. Si no hubiese sido
por él, seguro aún estaría encarcelada.
Pero sabía que aun estando afuera, no sería libre.
Entraría en una cárcel mayor donde sobrevivir sería
su condena, donde buscarse el sustento diario sería su
trabajo forzado. Sola, sin ninguna compañera de
celda en quien confiar ni un catre duro y frío sobre el
que lamentarse. Ahora comenzaría su auténtica
pesadilla.
A punto de atravesar el gran portón que daba
acceso a la prisión, junto a dos guardias que
custodiaban celosamente armados la entrada y salida
del mismo, Pável la cogió del hombro para que se
volviera ante él. Con violencia lo consiguió para
poder verla por última vez y marcar este instante en
su retina.
—Te diré una cosa, aquí no ha pasado nada —le
dijo con su voz grave—. No has visto nada, no has
oído nada, nada ha ocurrido. Y te daré un consejo:
jamás olvides lo que has visto aquí. —Hizo una
pausa—. No olvides que vayas donde vayas, para
todos siempre serás la reclusa 152-020.
Nastasia caminó unos pasos y tras cruzar el
umbral, se volvió con la cabeza gacha y escupió a la
tierra que dejaba atrás. Todo ese odio... quería
matarlo, pero volvería a estar allí. Pensó en Dios por
olvidar su tormento. Pensó como si creyese. Al llegar
al refugio de una roca rompió a llorar.
A lo lejos, el pueblo cuyo buen nombre arrebató
la prisión y la sombra de la troika que le llevaría a
San Petersburgo conducida por algún conductor ebrio

157
al que tendría que hacer algún favor para pagar el
viaje, se acercaba con lentitud. El látigo chasqueaba
en el aire.

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