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Por Leobardo Sánchez

A Mine

A diez meses de su viaje

La vela

Salí del lugar en que te habías resguardado varios días y empecé a caminar en línea recta.

Empezó a caer agua, seguí caminando; cada vez arreciaba más la lluvia, mis zapatos
empezaban a salpicar el lodo.

Todo se oscureció, vi al fondo de la gran avenida que los árboles se movían y sus ramas se
azotaban contra el viento.

El agua empezó a subir a las banquetas, cada cuadra que avanzaba era más difícil caminar.

Busqué dónde refugiarme, pero todas las casas y locales estaban sin luz.

Sentí que ya no sabía a dónde iba, desconocí las calles que antes identificaba para llegar a
mi destino.

Empecé a tocar en varias puertas para preguntar dónde estaba, pero nadie salía. Seguí
dando vueltas; me sentí perdido.
A lo lejos vi árboles que flotaban entre los ríos que habían provocado la lluvia.

Vi la cúpula de una iglesia que ya estaba semicubierta por el lodo y el agua.

Entre la oscuridad y la intensa lluvia vi una vela encendida que parecía apagarse por el
soplido del aire y el agua.

Señale con mi dedo la flama, la seguí y me llevó a una casa que parecía abandonada, grite,
¡¡ buenas noches!! y empezaron a ladrar varios perros.

Me acerqué, los perros brincaron como si me conocieran, escuché pasos que se arrastraban;
era un anciano que cargaba la vela, sin distinguir su rostro me acerqué y le pedí que me
dejara quedar mientras pasaba el aguacero.

Me mostró un viejo sofá, me quedé dormido.

Desperté por los lengüetazos de los perros en mi cara. La vela estaba derretida y
apachurrada en el suelo junto a un zapato roto.

Regrese donde te habías resguardado varios días, pero ya no estabas y empezó a salir
sangre de mis ojos.

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