Vinculo Amorfo

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VÍNCULO AMORFO

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Rating: Explicit
Archive Warning: No Archive Warnings Apply
Category: M/M
Fandom: One Piece (Anime & Manga)
Relationship: Monkey D. Luffy/Trafalgar D. Water Law
Character: Monkey D. Luffy, Trafalgar D. Water Law, Roronoa Zoro, Nami (One
Piece), Vinsmoke Sanji, Donquixote "Corazon" Rosinante
Additional Tags: Alternate Universe - Royalty, Arranged Marriage, Developing
Relationship, Falling In Love, First Kiss, Romantic Fluff, Smut, Top
Trafalgar D. Water Law, Bottom Monkey D. Luffy, Alliances
Language: Español
Stats: Published: 2023-09-12 Words: 12,193 Chapters: 1/1

VÍNCULO AMORFO
by Hollgrizz

Summary

En el Reino Blanco, donde las alianzas políticas son fundamentales, se lleva a cabo un
matrimonio concertado entre Su Majestad, el rey Trafalgar D. Water Law y el príncipe
heredero de la Tribu del Este, Monkey D. Luffy. Ambos protagonistas, con personalidades
y objetivos opuestos, se ven obligados a unirse en un vínculo sin igual por el bien de sus
tierras.

Notes

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La grandeza del Reino Blanco, Flevance, relumbra al son del primer amanecer de verano.
Finalmente, aquellos días desolados, en los que la cosecha no daba frutos ni abasto, han consumido
su tiempo. Las rojizas cortinas de seda que adornan una de las muchas habitaciones del palacio real
componen un precioso astro de luz a través de su seno, y los ostentosos búcaros, bañados con el
oro más reverenciado por la nación, acuñan su brillo junto al inicio del alba en medio del desolado
desierto albino.

El recién conmemorado rey observa con los ojos desvaídos el interminable techo de escayola albar,
mentalizándose apáticamente que la hora de despertar está cerca y el desayuno del día debe estar
preparándose de manera apremiante en la cocina común del ciclópeo lugar. Suspira y frota su
rostro, extenuado por el insomnio de la noche anterior.

Después de todo, hoy es el día. El fatídico día en el que conocerá a su futura —pero no deseada—
esposa. Aunque, si bien el indolente rey sabe que esta maldita unión matrimonial ofrecerá
distinguidos beneficios para el reino y sus habitantes, la sola idea del casamiento le repudia a
mares.

Se trata de un acuerdo, uno muy codiciable, cabe destacar. Pues, a efectos de esta boda concertada,
el Reino de Flevance se verá bonificado con una ganancia muy estimable en producción agrícola,
alimento necesario, remedios medicinales para contener las epidemias vigentes, comercio
admisible y suficiente ganado para la confección de intercambios lícitos. Es, por entero, una
oportunidad que juzga ser aprovechada con la debida sensatez e incumbencia por parte de un rey
amante de sus queridos súbditos. Law no es la excepción, ya que el apego que mantiene con su
reino es ameno y gustoso.

Amar. Una inofensiva acción que fue transferida de generación en generación. La primera hecha
por el entrante soberano de Flevance, continuando en sucesión hasta arribar a su padre, el antiguo
rey, Rosinante, para finalmente colisionar con el abierto corazón de su hijo mayor, el actual
monarca y Su Majestad, Trafalgar D. Water Law.

A sus veintiocho años y con todas las directrices aprendidas a lo largo de su crecimiento, el rey
puede decir con certeza que, por supuesto, el bienestar de su reino es mucho más significativo que
su propio abatimiento. No es ni una cosa ni la otra. Es, con simpleza, Flevance.

No puede decir lo mismo de su futura esposa, claro. A ciencia cierta, Law no tiene ni la menor idea
de su carácter, juicio o argumento a la hora de amar o estimar algo. No lo sabe y, pese a no
demostrarlo públicamente, le aterra no hacerlo. ¿Qué tal si esta mujer resulta ser despiadada o, peor
aún, sanguinaria? Joder, ni siquiera le apetece imaginarlo.

Realmente la noción le agobia en demasía, pero sabe que debe contenderla por el bien común y el
grato futuro de Flevance. Sin embargo, si resulta ser así —como más lo aborrece—, los dioses,
seguramente, deben odiarlo a creces.

Con un último suspiro, Law se endereza de la cama, retirando finamente las cobijas blanquecinas
que encubren su cuerpo con el terso estrujón de la exquisitez de un sueño que nunca llegó. Su
entornada vista se prensa en la sala de aseo, convidando miradas desdeñosas de vez en cuando al
darse cuenta de que sus últimos momentos de libertinaje están llegando a un desenlace inequívoco.

Los sirvientes no deben tardar en llegar, así que, con un quejido silencioso, Law se pone de pie,
sopesando amargamente la repulsiva idea de un vínculo marital desestimado que, evidentemente,
no desea consumar en estos momentos.

El comedor está vacío, exceptuando la prominente presencia de su padre —el anterior rey—
degustando con una aniñada mueca de júbilo el desayuno servido por los sirvientes. La imagen es
enternecedora, especialmente cuando Law, aún siendo un crío, era el que se hallaba en la mesa
mientras esperaba la llegada de Rosinante cuando el hombre todavía gobernaba. Es un suceso
cómico, pues ahora las tornas han cambiado por completo.

—Buenos días, padre —Law es el primero en hablar, entonando su propia cortesía con el empleo
de un tono puntual—. Espero que la noche haya sido amena contigo y el sueño estuviera
acompañándote hasta el amanecer.

Como respuesta continua, el blondo eleva la vista —previamente concentrada en sus alimentos— y
analiza a su hijo con una expresión agradable, casi festiva.

—Ah, ¡hola, Law! —Corazón saluda, izando una de sus manos y ondeándola de un lado a otro
mientras agranda la sonrisa que contornea sus labios—. Empecé a comer sin ti —comenta,
acentuando lo evidente—. Espero que no te moleste, pero me pareció una falta de consideración no
comerme caliente la comida recién hecha por nuestro querido cocinero.

Law resopla y hace caso omiso a la glosa complementaria. Toma asiento en una de las tantas sillas
que decoran la gran sala, procurando estar a una distancia abordable de su padre. Cuando su
espalda choca con la suavizada superficie del respaldo, el azabache se da la libertad de cerrar los
ojos, agradándose a sí mismo con las limitadas horas que aún conserva antes de, forzosamente,
recibir a su futura esposa en el pasillo principal de la antecámara real del palacio.

—¿Inquieto, Su Majestad? —Rosinante rompe el silencio, limpiándose las comisuras de su boca


con el lienzo que descansa sobre su regazo—. Hoy serás un hombre desposado.

Conservando un suspiro, Law abre los ojos, sintiendo poco a poco cómo la ansiedad vuelve a
apoderarse de su cuerpo, previamente encalmado en una hilera de sosiego. Mira a su padre desde su
puesto en la mesa, y el muchacho no puede evitar moldurar su expresión neutral por una mueca
recelosa.

—Aún mantengo sospechas, padre —el ojigris musita, irguiendo la espalda—. La Tribu del Este
es peligrosa, vehemente, feroz y poco razonable. Es imposible negar que la hija del líder tribal es
igual de... desenfrenada —el suspiro que mantiene atorado es lanzado, haciendo que sus pulmones
se mitiguen contra su caja torácica—. Por demás, no me apetece exponer a mi gente a un riesgo
redundante a cambio de promesas fraudulentas.

Law es un hombre cauto, de eso no cabe duda. La adoración que mantiene con Flevance es
enardecedora, asemejándose a la fulminante llama de un corazón ramificado con una lumbre
vigorosa de fuego. Un rey ama a su reino, pero Law hace más que eso. Él venera, reverencia y
admira a su gente. Sea en el cielo como en la tierra, Flevance irradiará su luz sobre todas las cosas.

Por esa misma razón, Corazón sustenta una locución imperturbable cuando sus labios vuelven a
abrirse: —Flevance y su gente te lo agradecerán, Law —el mayor alude, poniéndose de pie y
enlazando sus manos tras el vértice central de su espalda—. He podido gozar de veladas con los
nativos de la Tribu del Este en variadas ocasiones antes de dejar mi puesto como monarca. Puedo
decirte con convicción que son personas de bien, modestas, tenaces y laboriosas —sonríe con
quietud y se gira hacia uno de los grandes ventanales del comedor, adornados con agraciados
cercos de oro—. ¿Recuerdas lo que te dije cuando me preguntaste qué cláusula se necesitaba para
ser un soberano honrado?

Law sostiene el silencio por unos segundos, procurando no precipitarse antes de tiempo. Desvía la
mirada una y otra vez, pestañeando con morosidad cuando su intranquilidad se desvanece por
completo.

—"Cuanto más fuerte es un rey, más gentil puede permitirse ser con los que lo rodean" —el
azabache habla, examinando a su padre por el rabillo del ojo.

Rosinante asiente y se da el libertinaje de contemplar a su hijo con el mismo gesto de regocijo con
el que le recibió aquella tarde de primavera cuando aún era un crío. La añoranza se apodera de
Law, y ahora es incapaz de refutar a las palabras tan inocuas de su padre con un crédulo meneo de
su cabeza.

—Law —Corazón proclama, reservado—, el verdadero poder de un rey reside en su compasión —


el hombre departe una última vez antes de voltearse y empezar a andar hacia el pasillo principal
del palacio—. Por favor, jamás lo olvides.

Las pisadas paulatinamente se tornan exiguas, provocando que la soledad se apodere del vasto
comedor de la residencia real. Law, como acción inconsciente, posa la palma de su mano bajo su
barbilla, enjuiciando su mente en solitario con los solventes términos de su padre.

Desprevenidamente, sus ojos acaban por cerrarse y la quietud, que tanto le costó adquirir, se
oculta, siendo reemplazada por una ola de exasperación. Al fin y al cabo, ser un rey valiente no
quiere decir que buscará problemas a diestra y siniestra, pero tampoco significa que podrá hacer lo
que desee con todo su corazón.

Ser un rey valiente es un sacrificio. Uno que Law está dispuesto a tomar, aun cuando sabe que su
propia prosperidad será apagada como una hoguera en la alborada.

—Tierna, calmada, obediente, muy servicial, de gusto fino y figura ideal —la pelinaranja entona,
izando su dedo índice en una maniobra directiva.

Luffy rueda los ojos, haciendo caso omiso al tosco argumento de su amiga que, ahora que lo
medita con presteza, se asemeja a la molesta afinación de un mantra sacerdotal.

—De acuerdo, ahora dilo tú.

—No quiero —el chico reprocha, ladeando la mirada hacia el vasto y, a la vez, desolado horizonte
a su alrededor.

La fémina, sintiendo poco a poco cómo su paciencia se aminora, opta por voltearse hacia el
costado contrario, donde el escolta principal del príncipe de la tribu reposa con una mirada
entorpecida a causa del aburrimiento.

—Zoro, dile a Luffy que lo repita —exige, enroscando el ceño con hastío.

El susodicho se gira, fulminando a la joven mujer con los labios fruncidos y el sueño cada vez más
apoderándose de él. Lanza una densa exhalación y se lleva una mano al rostro, frotándolo para
conseguir espabilarse por entero.

—Luffy, repite la tontería que la bruja dijo... —Zoro habla, ahogando un bostezo a media palabra
—. ¿Por favor? —solicita, más como una pregunta, intentando mostrar distinción por su superior.

—No —el aludido replica casi al instante.

Zoro acaba por resignarse y acomoda ambas manos sobre las riendas de su camello, encogiéndose
de hombros en el proceso. —Ya lo oíste, Nami —el peliverde espeta con escarnio—. El príncipe
dijo que no.

Nami enrosca el puño, conteniendo el denuedo que siente por la terquedad que el príncipe reluce.
Emite un apelmazado suspiro antes de, una vez más, mirar a Luffy con los ojos repletos de
respetabilidad.

—Luffy, esto es serio —la chica declama, estoica—. Debo saber si en realidad estás dispuesto a
velar por el futuro de nuestra tribu. ¿Acaso necesito recordarte los beneficios que esta unión
matrimonial le traerá a tu gente? —expone, casi en una queja—. Ya no habrá conflictos internos, la
economía se propagará, los enemigos de los clanes cercanos huirán y las defensas de la tribu se
multiplicarán —guiando a su propio camello hacia la trayectoria del príncipe, Nami coloca
suavemente la palma de su mano sobre el hombro contrario, doblando las cejas al unísono—.
Además, como confidente, estoy asustada por ti —agrega, haciendo que, finalmente, Luffy
corresponda a sus palabras con una mirada abstraída—. Si el rey de Flevance descubre que no eres
una mujer, así como se acordó en el banquete que tuvo tu padre con el antiguo monarca, van a
ejecutarte frente a todo el reino. Tu sangre será esparcida aquí, en una tierra impura, lejos de casa.

El silencio se transforma en un ente desmesurado, entonando con su férrea aparición cantos del
viento a través de los escasos árboles que rodean el blanco desierto de Flevance. Luffy ciñe la
mandíbula, y no puede evitar ladear la vista hacia abajo, descansando sus ojos sobre la blanda
superficie del lomo de su camello mientras medita con solemnidad las palabras de su amiga.

Luffy es un espíritu libre. Al chico le fascinan las evidencias que la naturaleza desparrama día con
día; la brisa contra su rostro, la lluvia irrigando su piel bronceada, la sensación del flamante
pastizal bajo sus pies desnudos, la frescura de la noche, los canturreos tribales antes de dormir, los
bailes tradicionales y la calidez de la gente de su tribu. Es una emoción que demuestra entusiasmo,
que le eleva el ánimo y hace que su corazón brame de júbilo.

En estos momentos, sin embargo, aquella emoción de entusiasmo no es más que un hermoso
fragmento del pasado. Contraer matrimonio a su joven edad no se encontraba en sus planes
cercanos, mucho menos con un rey gobernante de una tierra forastera y lejana a la suya.

Su padre, el líder tribal, Monkey D. Dragon, permitió que su único hijo se sometiera a la unión
matrimonial con el recién conmemorado rey de Flevance. Puede que el propósito sea honorable, en
especial cuando el principal motivo recae en el bienestar de la Tribu del Este. Sin embargo, Luffy
es incapaz de dejar de lado el letal pensamiento de contraer nupcias con un monarca cruel, infame,
fraudulento o, peor aún, profanador, que lo único que ambiciona es causar pavor entre su propia
gente. El solo concepto le aterra y, aunque desee dejar de pensar en ello, su mente insiste en
hostigarlo insaciablemente. Es, a secas, un maldito martirio.

—Oye, Luffy —la áspera voz de Zoro lo saca de sus pensamientos, provocando que su rostro se
alterne hacia la fuente del sonido—, ya sabes cómo va esto —el peliverde dice, conteniendo una
sonrisa ladina—. Si el rey bastardo descubre que no eres una mujer e intenta hacerte algo, voy a
matarlo. Tu padre me concedió la autorización de hacerlo —su expresión se torna seria y la
exasperante mirada que adorna sus facciones lo delata enseguida—. No permitiré que te ponga ni
un solo dedo encima. Eso te lo puedo prometer con mi vida —suspira y su vista se dirige hacia
adelante—. Sin embargo, también puedes optar por tomar el camino más raudo y provechoso para
la tribu.

Ante la temeraria dicción, Nami observa a Zoro con los ojos abarrotados de merodeo, como si, en
realidad, no supiera las verdaderas intenciones detrás del asunto en juego. —Espera, ¿a qué te
refieres con "tomar el camino más raudo y provechoso para la tribu"? ¿Acaso hay uno?

Zoro relame sus labios, ágilmente resecos a causa de la temperatura tan espigada del lugar. De
nuevo, su mirada se dirige hacia Luffy y, esta vez, no puede evitar ensanchar su mueca de astucia.

—Mi príncipe —el escolta habla, haciendo uso de un tono firme—, enséñale a la bruja lo que me
mostraste la noche antes de partir.

Luffy exhala, rascándose la nuca con una sensación extraña oprimiéndole el pecho. Pasados unos
segundos, en los que su ansiedad acaba por desparramarse, el joven muchacho adiestra una de sus
manos hacia el borde de su bolsillo derecho, sustrayendo de él un pequeño frasco repleto de una
sustancia acuosa —casi densa— de color escarlata. Suspira y observa a Nami con un puchero en
sus labios.

—¿Qué demonios es eso? —la chica cuestiona, encogiendo el ceño—. Si mi vista no me falla, diría
que el líquido de ese frasco se asemeja a la propia constitución del...

—Veneno —Zoro se adelanta, perfilando un visaje vil—. Robin, la mujer chamán de nuestra tribu,
se lo dio a Luffy hace unos días.

Nami, estupefacta por la resolución en la confesión de Zoro, mira al escolta del príncipe,
cincelando una mueca extrañada y lejana a la quietud.

—¡¿Enloqueciste, tonto?! —la fémina expresa, encumbrando su tono de voz—. No podemos


asesinar a un rey sin motivos prudentes que acrediten sus actos. Iniciaremos una guerra externa
desprovisto de resistencia militar a nuestro beneficio.

Como respuesta, Zoro suelta una espiración abúlica. —Ay, por favor —el peliverde mofa—. Un
necio rey del desierto del norte no merece nuestros preciados recursos, ni tampoco la mano del
príncipe. Al contrario, de lo único que es meritorio es de una muerte ruin, lenta y angustiosa a
manos de un tribal.

—Zoro...

—¿Qué? ¿Acaso ya olvidaste lo que los reinos del norte le hicieron a la Tribu nativa del Este? ¿Lo
que nos hicieron? —un gruñido, rematado con un vocablo desdeñoso—. Las chiquillas vulneradas
hasta sangrar, los bebés abrasados con sus lloriqueos al aire, las mujeres azotadas mientras son
cercenadas, los guerreros descuartizados sin compasión... Tu madre, mi amiga y los hermanos de
Luffy.

Otro oleaje de silencio les arremete. Sin embargo, esta vez es despiadado, mutilando los tímpanos
de todos los presentes con su irremediable nulidad.

El primero en empinar el rostro es Luffy, quien, percibiendo cada vez más cerca aquel sentimiento
de aversión cuando vio los cadáveres seccionados de sus hermanos mayores siendo apenas un crío,
se atreve a dirigir la vista hacia sus dos acompañantes, exponiendo certidumbre y algo que, hace
mucho, el joven príncipe había perdido a causa del desenvolvimiento de la masacre de su tribu:
Determinación.

—En estos momentos, como futuro líder tribal, estoy cargando sobre mis hombros las cenizas de
lo que nuestra tribu solía ser. De los sueños rotos de nuestros camaradas caídos —el azabache
murmura, recuperando la agudeza en sus ojos eclipsados—. Si tengo que casarme para restaurar la
estima de mi tribu, que así sea —acomodándose el manto que cubre su cabeza del sol, Luffy
expulsa un soplo agitado—. Si tengo que fingir ser una mujer para honrar a los que ya no están con
nosotros, que así sea —el chico traga saliva, entornando la mirada con la confianza prominente—.
Si tengo que asesinar al rey de Flevance para apaciguar el desconsuelo de mis amigos, que así sea.

Cuando ninguno de sus compañeros se opone al alegato designado, Luffy se da la libertad de


pronunciar una sonrisa audaz, contemplando a las lejanías el apéndice más alto del palacio real de
Flevance. La serenidad, por fin, hace de las suyas, y la brisa se siente lozana contra su rostro, más
bronceado de lo usual a causa del resplandor del sol.

Después de todo, la osada voluntad del príncipe representa el mismo anhelo fulgurante de sus
fieles servidores.

—De seguro es una mujer hermosa, agraciada, tenaz, concienzuda, pulcra y benévola —el joven
rubio departe, suavizando los ojos—. Con una mente indomable y un corazón puro —suspira y,
resignado, se encoge de hombros—. Maldición, qué envidia te tengo.

Law rueda los ojos, atendiendo con la mirada fastidiada a su cocinero real mientras siente cómo su
paciencia se reduce en abundancia. —Si tanta es tu envidia, Sanji-ya —el rey mofa, pestañeando—,
¿por qué no te casas tú con ella? Después de todo, eres un príncipe desterrado de tu patria. Tienes
experiencia con estas cosas, yo no —suspira y posa una trémula mano bajo su barbilla,
contemplando el paisaje exterior—. Además, no creo que el leve antecedente le abrume tanto a Su
Alteza. Claro, si es que, en realidad, su corazón es tan puro como aludes.

Como objeción, Sanji fulmina a Law con el ceño estriado y ambas manos sobre su cadera.

—¿Cuál es tu problema, Law? —el cocinero espeta; su furia cada vez más desbordándose por su
lengua—. La bella princesa de la Tribu del Este será tu esposa y ni siquiera has tenido el placer de
ser encandilado por su presencia. No seas un ingrato infeliz —suspira y pasa una mano por su
áureo flequillo—. Encima, no puedes juzgar a una señorita tan a la ligera, Su Majestad. Un hombre
débil no es merecedor de una mujer fuerte, eso es un hecho imprescindible.

No es que, en realidad, Law juzgue a la princesa a causa de su linaje, más bien se encuentra
delimitada como una preocupación distorsionada, arraigada a una situación compleja que conecta a
Flevance y a la Tribu del Este de una forma completamente entrañable. Y, es que, por decreto real,
esta unión matrimonial no se trata de ningún juego plácido, mucho menos de un evento pasajero y
banal. No, claro que no. Este casamiento, precisamente, ensamblará dos regiones extranjeras,
comerciará bienes y recursos bilaterales, fusionará dos culturas distintas, vinculará dos sociedades
discordantes y, lo más temido entre ambos bandos:

Mancomunará dos corazones desproporcionados.

—Sanji-ya —el rey habla, indolente—, el matrimonio no es un sentimiento efímero, es un


compromiso inalterable —mira al blondo, conservando una exhalación—. Usualmente, un
matrimonio sólido rara vez goza de dos personas fuertes al mismo tiempo. Porque, al ser así,
ambos tienen la oportunidad de turnarse para ser firmes el uno para el otro en los instantes en que
uno de ellos se sienta incapaz de seguir adelante —moldea una media sonrisa, rotando su vista una
vez más hacia el paisaje apacible de sus tierras—. ¿Acaso no lo entiendes? No me apetece pensar
igual que mi esposa, sino pensar junto a ella. No necesito ser fuerte para pedir su mano, me basta
con ser valiente —junta las manos sobre su regazo y, solemne, lanza un soplo—. Dime, ¿eso me
convierte en un hombre débil?

Sanji, sorprendido, se da el libertinaje de esbozar un visaje grato. No es la primera vez que Law lo
impresiona con algún monólogo real, sin embargo, sí es la primera vez que, después de tanto
tiempo, el azabache se consagra a sí mismo el libre albedrío de ser auténtico... de tener la
intrepidez de ser él mismo.

Así es como convalece. Así es Su Majestad, el devoto soberano de Flevance.

—No —el ojiazul responde, echando una risilla discreta —, te convierte en un rey fidedigno.

La habitación es inmensurable. El piso perlado, las paredes embellecidas con ligeros umbrales de
piedra nácar, el techo revestido de blanco y la inestimable vista del reino a través de las ventanas
bañadas en molduras de oro. Ni siquiera las tierras nativas del este poseen cimientos monumentales
como la ostentosa sala de baño de la pieza de visitas; es alucinante, incluso para alguien tan
altruista como Luffy.

—Maldita sea, la briqueta del piso brilla —Zoro apunta, abriendo su ojo sano con sorpresa—. Ni
siquiera la Wado Ichimonji relumbra tanto cuando la aseo.

Nami asiente, pasmada. —¿Creen que pueda aflojarse hasta soltarse? —la chica murmura,
señalando la baldosa del suelo—. De seguro vale más de una fortuna con nuestra mesada incluida.
Ya no necesitaríamos que Luffy se case y, probablemente, la muerte innecesaria del rey se evite.

Antes de que Luffy o Zoro interpreten el sermón de Nami, unos golpes afinados en la puerta
provocan que el pánico inicie a abarquillar el ánimo de todos. Sin perder el tiempo, la fémina
sujeta una de las togas de satén envueltas del bagaje, ajustándosela a Luffy junto a un pulcro manto
del mismo material mientras lo coloca en la cabeza del chico, pretendiendo cubrir el completo
conglomerado de su rostro, exceptuando los ojos y parte del puente de su nariz.

La toga es larga, escondiendo sus pies y rozando el piso. El reflejo que lo recibe en el espejo de la
habitación es singular, pero Luffy no negará que la ropa ceremonial de una mujer tribal le queda de
maravilla. Hace resaltar su cintura y estilizar sus esbeltos hombros, cosa que no pasa cuando viste
su característico atuendo desabrigado. Se ve cándido, y eso es lo que el rey de Flevance,
precisamente, debe creer.

—No te quites las capas de ropa por nada del mundo, procura zarandear las pestañas, mantenerte
callado y suavizar los ojos cuando el rey se dirija a ti, ¿de acuerdo? —la confidente del príncipe
advierte, reservando su mirada—. Evitará que descubra que no eres una mujer. Al menos hasta que
concluya la ceremonia oficial —coloca sus manos sobre los laterales de ambos hombros de Luffy,
parpadeando con la ansiedad ornamentando sus ojos avellana—. La daga mojada en veneno está
engastada entre tus prendas interiores. Úsala cuando el rey duerma, ¿bien?

Luffy avala con la cabeza, alzando su pulgar y declarando una seña de confirmación. Nami suspira
y, designada, se separa del príncipe, andando hacia la puerta y abriéndola con un antifaz de
solemnidad en su rostro cuando se topa con uno de los tantos sirvientes del palacio.

—El rey los está esperando en la cámara central del palacio —habla, destacando el acento ilustre
del norte—. Por favor, concédanme el honor de ser su acompañante para que Su Majestad los
reciba con distinción y la ceremonia de esponsales surta su inicio.

Dejando de lado su clara antipatía, Zoro se acerca al príncipe, extendiendo su antebrazo y


ofreciéndoselo para que lo tome y emerjan juntos de la pieza.

—¿Me permites ser tu escolta una vez más, princesa? —el peliverde chista, haciendo que Nami
ruede los ojos y Luffy custodie una carcajada.

Segundos después, sin embargo, el azabache engarza sus dedos en el bíceps de Zoro mientras su
mirada se dirige hacia adelante. Suelta un suspiro turbado y la carga de sus pulmones cede.

Finalmente, la hora ha llegado.

Law se halla al lado de Rosinante mientras espera la llegada de la hija del líder tribal al salón en
donde se llevará a cabo la unión matrimonial. Al principio, no creyó que los nervios se apoderarían
de él, pero aquí se encuentra, atemorizado y agitado por el porvenir. Puede escuchar a las lejanías
la marcha de la cuadrilla de la princesa; sus pasos presurosos como una ráfaga de arena.
Desprevenidamente, su corazón se desboca, latiendo con fuerza en su pecho y sus manos,
comúnmente frías, hoy no son más que un desastre sudorífico. El rey se maldice a sí mismo y opta
por sostenerlas contra su espalda, revelando el pecho y exponiendo seguridad.

Deprisa, los dos guardianes que vigilan la sala central abren las grandes puertas de mármol,
mostrando a uno de los sirvientes del palacio. Luego de arrodillarse y anunciar la llegada de la
princesa, el joven criado se da la vuelta, desapareciendo por el dilatado pasillo albar. Law inhala,
cerrando los ojos antes de abrirlos y liderar su vista hacia la entrada del salón.

Cuando sus obsidianas pupilas tropiezan con el vistazo de su futura esposa, Law no puede evitar
pestañear mientras arquea una ceja. La chica viste una toga que cubre su piel y un manto que
envuelve su cabeza, sostiene el antebrazo de su presunto escolta y camina a un paso liviano, casi
desapercibido. Lo que más capta la atención del rey, no obstante, es la mirada desorientada de la
princesa. Sus ojos no se despegan del piso y su sobresaltada expedición por la galería real la delata
enseguida. ¿Acaso está aterrada?

¿Aterrada de él?

—Su Alteza —su padre es el primero en hablar a la vez que se inclina—, le doy la bienvenida a
nuestras tierras y, seguidamente, al seno de Flevance.

—En nombre de la Tribu del Este nos eximimos, pero, en estos momentos, la princesa no se
encuentra en disposición a causa de la agotadora y larga travesía —la mujer pelinaranja replica,
remedando la acción de Rosinante—. Sin embargo, con la rectitud que se me otorga como
confidente y administradora tribal, puedo asegurarle, Mi Señor, que Su Alteza está satisfecha con
el cálido recibimiento.

Rosinante asiente, formulando una media sonrisa y un gesto confortador con su mano. —Por
supuesto, puedo entenderlo —el rubio musita, guiando su vista hacia la trayectoria de la princesa
—. Y, con más resolución, tenemos la estima de acogerla a usted, Su Alteza, hija del líder tribal de
la Tribu del Este, Monkey D. Dragon, al palacio del Reino Blanco —señala los gruesos tabiques
de las paredes, esquematizando un visaje genuino—. Hemos preparado todo para que su
comodidad sea colmada durante su estancia. Así que, por favor, siéntase como en casa.

Como respuesta continua, la princesa concibe una tenue inclinación, sesgando la cabeza por varios
segundos antes de enderezarse y continuar con la mirada descendida. Law frunce el ceño, y no
puede evitar sentir desconfianza a causa de su escasa interacción.

Luego de un lapso sucinto, Law siente la mirada quisquillosa de su padre sobre él y, al igual que
esta mañana, el ojigris es incapaz de mantener su dejadez enterrada. Lanzando una exhalación, el
rey da un paso al frente, empezando a andar con pasos precisos hacia el reducido trayecto de su
futura esposa.

—Su Alteza —Law dice mientras postra una de sus rodillas sobre el piso y dispersa una mano
hacia adelante—, ¿me concederías el honor de atribuirme tu mano?

El silencio se prolonga y su mano aún sigue sin ser sostenida, por lo cual, el rey no puede evitar
alzar la mirada del piso. Al instante, sus cejas se elevan y su boca, previamente atada en una línea
recta, se entreabre con la imagen frente a él.

Son preciosos. Esos exorbitantes ojos atezados, semejantes a ciénagas nocturnas, son enteramente
radiantes. Brillan al son del momento, como si fuesen astros de luz. Law jamás había visto ojos tan
intrépidos, listos para batallar, embestir y sacrificarse en el núcleo de una contienda a sangre fría.
Derriten la impasibilidad del hielo y congelan el enardecimiento del fuego.

«Es valiente», Law cavila, percatándose al mismo tiempo que su mano, por fin, ha sido tomada.

La mano de la princesa no es frágil ni distante, sino fuerte y acogedora. Como si, de toda la osadía
contemporánea, la única preponderante fuese la de su ahora esposa.

El banquete no es exagerado, pero tampoco limitado. En realidad, es bastante diverso; incluyendo


tanto la gastronomía regional del norte como la extranjera del este. A Luffy debería fascinarle la
idea, pero no lo hace. No porque le parezca ridícula, sino porque, efectivamente, no puede
arriesgarse a apartar el manto que cubre su rostro frente a la presencia de su esposo. Sería un
suicidio. Aunque, si por gracia de los dioses el rey no lo descubre, entonces Nami se encargaría de
asesinarlo bajo sus propios méritos.

—Su Alteza, ¿te encuentras muy mal? —el rey cuestiona a su lado, haciendo que su mandíbula se
tense—. No has probado bocado alguno, ¿quieres que le diga a nuestro cocinero que te prepare
algo exclusivo para tu paladar?

Luffy traga duro mientras medita sus opciones viables, depurando la idea de comer y
concentrándose en hallar una manera de amortiguar la situación actual. Sus ojos se abren con
estupor cuando se da cuenta de que, naturalmente, no existen alternativas factibles que le permitan
redimirse.

—¡Regrésame todas las botellas de vino o te asesino! —la furiosa voz de alguien más interrumpe
sus pensamientos, provocando que su vista se desvíe de la mesa.

—¿Ah, sí? ¿Vas a asesinarme? —Zoro contraataca, perfilando una sonrisa avispada—. Quiero
verte intentándolo, Cejas de Remolino.

El rubio fulmina a Zoro con el ceño plegado, reprimiéndose grandemente para no efectuar un acto
imprudente. Luffy no está muy seguro, pero cree haber visto los dientes del cocinero insertándose
en sus labios mientras una diminuta charca de sangre inicia a formarse sobre ellos.

—¿Quién te crees que eres, Cabeza de Musgo? —el cocinero sisea, reteniéndolo fuertemente del
hombro—. Entras a mi cocina sin permiso, hurtas los vinos que utilizo para sazonar los asados y,
aún así, ¿te atreves a bufonear en mi cara? —aproxima el rostro, entornando los ojos en una mueca
displicente—. Vete a la mierda, bestia inmunda.

El peliverde afloja su sonrisa, sustituyéndola por un gesto enfadado, casi inhumano. Al igual que el
ojiazul, Zoro se toma la molestia de asegurar la blanquecina muñeca que sostiene su hombro,
apretándola con un rencor notable y atroz.

—Si tanto deseas que me vaya a la mierda —objeta, relamiendo a propósito de sus labios los restos
de todos los vinos que "tomó prestados de la cocina"—, haz que lo haga... —avecina su frente
hacia adelante, sesgando las cejas en una hipérbole exasperada antes de agregar un aborrecible: —
Niño bonito.

Airado, el blondo cede. —Maldito, voy a...

—Sanji-ya.

Luffy, de nuevo, ladea la vista, topándose esta vez con la amenazante imagen del rey mientras
observa a su cocinero con una mirada de advertencia. Puede que la silenciosa reprimenda no esté
siendo dirigida hacia él, pero Luffy es capaz de sentir aquella coacción rodeándole el cuello como
una cuerda de doble tracción. Debe admitir que su esposo es capaz de someter a placer, y eso le
abruma más de lo necesario.

—Renovaremos la bodega de vinos —el ojigris asegura, empinando la palma de su mano; una
señal de calma—. Te lo prometo.

Sanji entrecierra los ojos, pero su indiscutible furia se reduce. Inoportuno, se aleja de Zoro,
apartando bruscamente su muñeca del forzudo agarre del peliverde. Antes de girarse por completo,
se dedica a liquidar una última vez al hombre tribal con su mirada, desapareciendo por el arcén del
comedor con un bufido insatisfecho.

El rey exhala, frotándose el rostro con desaliento. Mira a Luffy, y el chico comete el inexperto
error de corresponder a su vistazo.

—¿Nos retiramos a nuestros aposentos? —su esposo pregunta, dudoso—. Me apetece mostrarte el
resto del reino temprano por la mañana.

Intranquilo, Luffy intenta buscar la mirada de Nami entre la muchedumbre, pero se encuentra con
el retrato de su amiga jugando a las cartas con el grupo de guardias presentes. Suspira y, derrotado,
direcciona su vista hacia arriba, contemplando al rey con los ojos ablandados —así como se le
instruyó— mientras asiente con ligereza la cabeza.

Esta habitación es mucho más grande que la pieza de visitas, Luffy reflexiona en silencio,
apreciando el tamaño de su ahora cuarto. Las cortinas están fabricadas con el más fino tejido; el
suelo, por más sorprendente que parezca, centellea casi como las estrellas del exterior; las ventanas
valen más que su propio pellejo; las paredes están decoradas de un majo níveo y la cama...
es inmensa, revestida con las mejores sábanas y almohadas de plumas.

Luffy se siente nervioso; su pecho retumba al son de los chillidos de las cigarras desérticas y, para
empeorar su condición, el chico muere de hambre. Aunque, ahora que tiene una cama equiparada
con lo mejor de todos los siete mares, puede que descansar los ojos por un momento no le sienta
tan mal. Después de todo, su trabajo reside en la erradicación del rey ahora que finalmente es su
esposo. No puede fallarle a Zoro, no puede fallarle a Nami y, ciertamente, no puede darse el lujo
de fallarle a su gente. No otra vez.

El rey cierra la puerta, acercándose a uno de los costados de la cama y sentándose sobre ella con un
soplo agrio. Sin previo aviso, comienza a deshacerse de sus ropas de lino, dando a relucir trazos
afilados de eclipsados tatuajes que cincelan su piel morena. Luffy rasga los ojos, soslayando la
vista hacia un punto remoto, ruborizado hasta las orejas a causa de la impresión. En realidad, no es
la primera vez que Luffy ve tatuajes, pero debe admitir que estos, en particular, son hermosos. Su
esposo, en sí, es hermoso, con ojos velados y pelo bañado en charcos trasnochadores.

A pesar de la exhibición gratis, su pequeño trance fenece cuando el rey, espantosamente, se


deshace de sus prendas inferiores, dejándolo, para horror de Luffy, únicamente en ropa interior.

—¿Qué sucede, Su Alteza? —el ojigris interroga luego de unos momentos, volteándose por el
rabillo del ojo—. ¿No vas a unirte a mí en la cama?

Las incautas palabras que salen de su boca dejan alarmado a Luffy. ¿Acaso también debe
desnudarse? Maldita sea, ahora una parte de él se halla abatida, mientras que la otra,
repulsivamente, se halla cautivada. Reteniendo un trémulo suspiro, el chico se acerca al costado
contrario del rey, donde la cama está vacía. Duda unos segundos antes de, perplejo, tomar asiento
con el corazón en la boca.

—No lo haremos —el rey declara súbitamente—. No consumaremos el matrimonio, si eso es lo


que te preocupa —musita, acostándose en su fracción de la cama y acomodando su cabeza sobre
una de las almohadas—. No hasta que tú me lo pidas, al menos.

Luffy se voltea, observando a su esposo con los ojos desconcertados, casi sobrecogidos.

—Después de todo, aunque lo hagamos en base a la sola resolución de engendrar herederos, un


hombre no puede concebir hijos —el rey mira a Luffy, apuntando una sonrisa conocedora—. ¿No
es así, esposo mío?

Ante la inopinada acusación, Luffy tiene una reacción ágil. Retirando el molesto manto que cubre
su cabeza, el chico rueda sobre el colchón, procurando inmovilizar el vigoroso cuerpo del rey con
el suyo. Al lograr su cometido de acoplarse sobre él, el chico sujeta sus muñecas con una de sus
manos, reteniéndolas con fuerza contra la cabecera de la cama. Con su mano libre, Luffy extrae la
filosa daga que esconde bajo la toga y la adiestra hacia la corta trayectoria de su esposo.

—Oh, vaya —el rey murmura, para nada sorprendido por la revelación—. Sanji-ya tenía razón. He
tenido el placer de ser encandilado por tu presencia.

—Te cortaré la garganta, eso te callará de una vez por todas —Luffy sisea, avecinando poco a poco
la punta del arma hacia la yugular del rey.

En lugar de rogar por su patética vida, el ojigris suelta una mofa discreta, contemplando a Luffy
desde abajo con una mirada deslumbrada. Y ni siquiera así, teniendo el dominio de la situación,
Luffy consigue comprender a ciencia cierta las siguientes palabras de su portentoso y singular
marido.
—Eres precioso —el mayor confiesa, allanando los ojos.

Luffy lo observa, atónito. Su respiración es jadeante, y la mano que sujeta la daga tiembla. Está
empezando a titubear, suceso que no debería sorprenderlo.

—¿Q-Qué estás tramando? —la voz del príncipe fluctúa, haciendo que sus labios vibren entre sí.

El rey se encoge de hombros, rodando los ojos y respirando con normalidad, como si, desde un
principio, sus manos nunca hubieran sido retenidas sobre su cabeza.

—Nada —el ojigris replica, neutral—, pero ¿qué hay de ti? —una vez más habla—. Si vas a
cortarme la garganta, deberías apresurarte. Mi paciencia ha empezado a disiparse y el sueño a
ganarme.

La inquietud de Luffy desaparece y es reemplazada por el desconcierto. Busca en el rostro del rey
algún indicio de engaño o tan siquiera una menudencia de malicia, pero, por más que se dedique a
escudriñar todo su semblante, Luffy no logra encontrar nada. No es hasta que el príncipe baja la
mirada cuando se percata que, sí, se halla nada más ni nada menos que sobre la pelvis de su esposo,
con una daga tajante en mano y la respiración insurgente.

Sintiendo nuevamente aquel azoramiento acariciando su piel, Luffy se hace a un lado, alejándose
del rey y tomando asiento en su porción de la cama, sin dirigirle la mirada. Por el momento, no se
atreve a decir nada. Sabe que si lo hace, probablemente diga algo menoscabado cuando, en
realidad, no le apetece expresarse de esa forma.

Sin embargo, cuando descubre que el rey lo está mirando de reojo, el chico no puede evitar
acecharlo de igual manera.

—¿Por qué eres así? —Luffy pregunta inesperadamente, cruzándose de brazos.

—¿"Así"?

—Bondadoso. No esperaba que fueras una buena persona.

—¿Sí? —el rey objeta, enderezándose sobre el colchón—. Pues yo no esperaba que fueras un
hombre.

Luffy se dedica a mirar fijamente la espalda del rey. No es muy apreciable, pero está rígida. El
particular tatuaje que la adorna se menea al son de los romboides y la espina dorsal, moldeando
bellas extendidas a lo largo de sus músculos.

—Entonces, ¿cómo supiste que era uno? —Luffy arroja la daga, provocando que caiga en un
vértice retirado de la habitación—. Estaba listo para matarte.

El rey sonríe, y Luffy puede decir con seguridad que es una de las sonrisas más primorosas que ha
visto en su vida.

—Eres valiente, pero no perverso. Aunque quisieras matarme, tu corazón nunca te lo permitiría —
junta las comisuras de sus labios, bocetando una línea recta—. Además, solamente me bastaron
algunos segundos para escanearte de pies a cabeza —dice, girándose con su brazo apoyado sobre
la cubierta de la cama—. Tu mano era áspera y tus ojos contaban otra historia. No eres muy bueno
mintiendo, ¿o sí?

Luffy enrojece, optando por ladear la vista hacia otro lado mientras trata de evitar que el rey
extraiga humor de la escena.
—Por cierto, para que lo sepas —su esposo, nuevamente, rompe el reducido silencio—, no soy una
buena persona.

Ante esto, Luffy no puede evitar abrir los ojos con la sorpresa preludiando de ellos. Su cabeza se
tuerce hacia un lado mientras una de sus cejas se arquea. La confusión se adueña de su rostro,
haciéndole saber que su curiosidad ha despertado.

—¿Vas a matarme ahora que sabes que no soy una mujer? —el chico interroga, conteniendo su
nerviosismo.

—No —el rey responde sin farfullar.

—¿Vas a torturar a mis amigos por encubrir mi identidad?

—No.

—¿Vas a repudiar a mi pueblo por desear protegerlo?

—No.

Los labios de Luffy se desfiguran en una sonrisa aniñada; sus nervios desaparecen y el entusiasmo
vuelve a apropiarse de su corazón.

—¿Lo ves? Eres una buena persona, rey de Flevance.

El susodicho contempla a Luffy con aquellos ojos implacables, repletos de entereza y una hombría
descomunal.

—No, te equivocas —dice, poniéndose de pie—. Es simple decencia humana.

—Las malas personas no tienen decencia humana —el príncipe reincide, adoptando un semblante
entristecido—. Ningún rey del norte la tuvo con nuestra tribu, a excepción de tu padre.

Para asombro de Luffy, su esposo cruza el resto de la cama, acercándose a él con la marcha que
caracteriza a un feroz felino en medio de la sabana. Cuando el rey se halla frente a él, toma la
iniciativa de inclinarse, posicionando una rodilla sobre el piso mientras su otro pie descansa contra
él. Extiende una mano y contempla a Luffy con la mirada tersa, casi deleitosa.

—Príncipe de la Tribu del Este —el rey habla; su voz grave e imperiosa—, no podemos
entregarnos a una alianza hasta que no conozcamos por completo los designios de nuestras tierras.
Por eso mismo, me gustaría compartir mi voluntad con la tuya —acerca aún más su mano,
deteniendo un respiro—. Así que, ¿qué dices? ¿Me concederías el honor de atribuirme tu mano?

La fascinación de Luffy se transforma en alborozo, procreando de él una presta sonrisa agraciada.


—¿Vas a traicionarme?

—No.

Su sonrisa se desboca, provocando que sus pies cobren vida por sí solos y, al igual que el rey,
consigan situarse sobre el piso mientras su espalda se dobla hacia adelante, quedando su rostro a
una mísera distancia del de su marido. Sin dudar de más, Luffy toma la mano extendida,
enroscando sus dedos con delicadeza alrededor de los esqueléticos del ojigris.

—Somos aliados y ni siquiera sé tu nombre —el chico musita, ensanchando su gesto risueño—. El
mío es Monkey D. Luffy.
El rey exhala, agotado. —Trafalgar D. Water Law.

Luffy se acerca limitadamente, depositando sus manos sobre los despojados y robustos hombros de
Law. Su mirada se esmerila y su corazón, calmado con antelación, vuelve a contusionarle el pecho
con su bestial revoloteo.

—Shishishi —Luffy ríe—, tienes un nombre bastante característico, Torao.

—¡¿Eres idiota?!

Luffy parpadea, encogiéndose de hombros mientras dirige el trozo de carne que sostiene a su boca.
—No que yo sepa, ¿y tú?

Zoro tensa la mandíbula, llevándose una mano al rostro. Observa a Luffy con una mirada
fastidiosa, casi intranquila.

—No es momento para hacerse el tonto, Luffy —el peliverde sermonea, cruzándose de brazos con
un bufido—. ¿Cómo demonios pudiste confiar en él?

Indistinto, el príncipe mira a su escolta con una mueca reposada, para nada turbada y, ciertamente,
sin ningún indicio de recelo.

—Torao dijo que no iba a traicionarme —Luffy responde, retornando su atención hacia sus
alimentos.

—Joder, ¿y le creíste?

La suspicacia de Zoro es racional. Después de tanto tiempo viviendo bajo las sombras de los
perjudiciales reinados de otros, la desconfianza hacia alguien que, de imprevisto, les tiende la
mano sin pedir nada infame a cambio se trata de una fantasía ideal lejana a la realidad de hoy en
día. Es un maldito ensueño.

—Sí, Zoro —el chico alega, tragando con rapidez el bizcocho de moras silvestres—. En realidad,
es un buen tipo.

Zoro suspira, extenuado. —¿Qué te hizo saberlo?

—Mi instinto.

Rendido por la terquedad de Luffy, Zoro se da la autodeterminación de relajar los hombros,


apoyando su espalda con un resoplido contra el respaldo de la silla del gran comedor. Ladea su
vista hacia arriba, contemplando el fino techo de escayola albar mientras repiensa el testimonio del
príncipe.

Antes de que alguno diga algo para quebrantar la rigidez del ambiente, la puerta que se enlaza con
la cocina se abre, mostrando a un Sanji jubiloso mientras conversa con Nami, la confidente del
príncipe. La fémina asiente cuando el cocinero habla, y él, igualmente, lo hace atentamente cuando
Nami corresponde a su voz.

Zoro envuelve los puños cuando su mirada se fija en Sanji, y Luffy lo nota cuando los recién
llegados se detienen frente a la mesa, centrando su atención en el príncipe y su escolta.

—¿Por qué las caras largas, muchachos? —Nami mofa, reteniendo una risilla.

Luffy continúa comiendo, masticando con apogeo antes de, una vez más, engullir su comida. —
Zoro está molesto conmigo.

—¿Qué? Eso no es cierto —el susodicho se defiende, poniendo la mirada en blanco—. Sólo me
asombré un poco por la abrupta decisión que tomaste de aliarte con el rey.

—Ah, ¿no lo sabías? —la pelinaranja cuestiona, posando ambas manos sobre su cadera.

Zoro se ofusca, y no puede evitar fruncir el ceño.

—Espera, ¿estás diciéndome que tú ya lo sabías?

Nami asiente. —Por supuesto, tonto, el padre de Su Majestad me lo dijo ayer durante el banquete
—confiesa, resaltando lo obvio—. Creí que mi tranquilidad era señal suficiente para que ambos se
dieran cuenta que la muerte del rey ya no sería necesaria para salvar a nuestra tribu.

Luffy y Zoro comparten una mirada enredada, esquematizando adhesiones con sus cabezas a la vez
que parpadean al unísono. Al mismo tiempo, Sanji rueda los ojos y Nami eleva las cejas,
desconcertada a causa de las muecas perplejas de sus compañeros.

—Cielos —el príncipe se aclara la garganta luego de unos segundos—, menos mal que no lo maté.

Como respuesta, Nami abre los ojos, estupefacta.

—Luffy, serás un...

—Su Alteza —una voz amplia y satinada a la vez habla imprevisiblemente, causando que los
escalofríos de la noche anterior retornen su rumbo hacia la espalda de Luffy. Muerde sus labios de
fresa, intentando no alterarse a causa de la pesada calina que le rodea el cuello.

Cuando sus ojos suben, las miradas de ambos se encuentran fugazmente, procreando en la sien de
Luffy magras gotas de sudor. A pesar de haber afianzado la alianza entre ambas tierras hace casi
un día, el príncipe sigue sin aclimatarse a la espinosa voz de su esposo, una melodía radiante, que
lo único que causa en él es un ligero aleteo en su estómago.

—Es un tanto abrupto, pero me apetece charlar contigo —Law continúa, rascándose la nuca con
merodeo—. ¿Te gustaría acompañarme a dar un pequeño paseo por el reino?
El Reino Blanco está lleno de sorpresas encubiertas. Los lugareños son igual de acogedores que el
clima de Flevance, la comida es deliciosa y el ambiente se siente cómodo, casi como en casa. No
existen vestigios de disputas entre residentes ni tampoco aquella percepción de distinciones
superfluas. Es espléndido, realmente lo es. Al menos eso es lo que piensa Luffy mientras camina
con Law por los albinos bordillos de la ciudad.

—Flevance... tu reino —Luffy murmura, estimando el pulido paisaje a su alrededor—, es muy


bonito. Se asemeja al País de las Maravillas.

—¿"País de las Maravillas", dices?

Luffy asiente. —Sí, es un cuento que los chamanes de la tribu solían contarnos cuando todavía
éramos unos críos —sonríe al aludir el recuerdo, enlazando sus manos sobre su regazo—. Relata la
historia de una oportunista que, en busca de una aventura sin igual, viaja a un mundo fantástico con
criaturas y elementos extraordinarios —de pronto, su mirada se torna apagada—. Sentía celos,
¿sabes? Siempre deseé aventurarme a más, pero nunca tuve la oportunidad de hacerlo a causa de
las constantes invasiones del norte.

El príncipe contempla con los ojos colmados de añoranza a los niños del pueblo mientras juegan,
carcajeándose y divirtiéndose entre ellos, sin temor a morir. Así debe ser. Los críos riéndose, los
padres laborando apaciblemente, las madres asistiéndolos con esa característica ternura materna...
Así debió serlo. Su tierra, la Tribu del Este, merecía más; un páramo rústico repleto de esperanza,
subsistencia y paz. Con cielos despejados y vigor dondequiera.

—Realmente eres una buena persona, Torao —Luffy susurra momentos después, abrazándose a sí
mismo—. Adoras a tu gente y el sentimiento es recíproco. No eres un gobernante avaro, sino un
rey gentil y compasivo.

Su sonrisa acaba desparramándose por todo su rostro, embelleciendo sus labios con una venturosa
órbita. Precipitadamente, su cabeza se sesga, retratando su vista sobre Law, quien, sin más, lo está
observando de regreso con la mirada embelesada, como si, de todo el panorama en los aledaños del
reino, Luffy fuese un ente inmaculado fuera de este mundo.

—¿Q-Qué sucede? —el chico cuestiona, vacilante, sin ser capaz de separar la vista de esos
opulentos ojos sombríos—. ¿Qué estás mirando?

Law no responde de inmediato, pues, en lugar de hacerlo, opta por quedarse callado mientras
admira con extrañeza el rostro de Luffy. La serenidad se convierte en tensión, y luego, cambia otra
vez, transformándose en algo alejado de la formalidad. Es algo ígneo, que obstaculiza su
respiración y estimula su piel bronceada.
Sintiéndose cohibido como la noche anterior, Luffy no se atreve a destituir su mirada, sino que,
intrépido, contempla a su esposo con fiereza. Luego de un lapso prolongado, sus orejas inician a
templarse, tiñéndose de un bermejo vivo, siguiendo el mismo trayecto que sus abultadas mejillas.

Su corazón arremete contra su caja torácica cuando refinados dedos se sitúan bajo su barbilla,
blandiéndola como el viento a un desvalido pétalo de una flor. Las tersas yemas suben por su
quijada, asentándose con un raso tacto sobre su pómulo.

—Miro tu espíritu libre —Law musita, emplazando un sutil mechón de pelo azabache a un costado
—, tu distinguido corazón —palpa la suave piel bajo su agarre, deleitándose con la mansa
superficie—, tu virtuosa mente —sonríe sigilosamente, haciendo que los músculos del pecho de
Luffy se cuajen— y la afable esencia que caracteriza a tu gente.

Los meses pasan y, a medida que lo hacen, la relación del príncipe de la Tribu del Este con el rey
de Flevance se fortalece cada vez más. Despertar al lado de Law se siente surreal, como un sueño
lúcido alejado de la realidad. Durante los días, Luffy observa y reproduce los métodos empleados
por su marido para preservar la seguridad de su reino y las tierras aliadas. Durante las noches, sin
embargo, aquel sentimiento abrasador se apodera de su cuerpo, provocando que su mente se nuble
y su corazón se derrita sobre sus pulmones de óleo. El príncipe desconoce la raíz de esa sensación
tan insólita, que le hace resoplar y pensar más de lo necesario, pero no negará que le complace
poseerla.

A pesar de pasar el rato juntos a lo largo de la jornada, Luffy no consigue habituarse a su


presencia; la efigie de un rey que, por mucho que lo niegue, no es maligno, sino todo lo contrario.
Law es piadoso, afectuoso y equitativo con su gente. La comodidad de su reino es primordial,
tanto, que el príncipe se conmueve cada vez que salen fuera del palacio y su esposo dialoga con los
ciudadanos del reino como si fuesen parientes consanguíneos, cercanos y, a la vez, apartados de su
empedernido corazón.

Sabe que no es un delirio. Sin lugar a dudas, este rey es real, y Luffy no puede dejar de pensar en
él.

—¡Esquiva la embestida!

Con su mente sobradamente desorientada, el príncipe apenas bloquea el ataque de Zoro. Jadeante,
Luffy da un paso atrás, enroscando las palmas de sus manos en empuñaduras ceñidas. Usualmente,
el azabache es el que toma la iniciativa ofensiva, pero esta vez su escolta se le adelanta. Zoro
arremete con una de sus espadas, golpeando las costillas de Luffy con una embestida sorda. El
chico sisea, quejumbroso, haciéndose a un lado a la vez que su respiración se dilata. El peliverde
frunce el ceño, extrañado.
—Hoy estás en mala forma —anuncia, guardando el arma en la vaina que descansa sobre su
cadera—, y eso que te golpeé con la parte que no tiene filo.

Luffy suelta un respiro, exhausto. —N-No es nada... Sigamos.

Zoro aborrece charlar acerca de los dilemas ajenos, pero sabe que Luffy, usualmente, disfruta de un
carácter mucho más dispensado que el de la actualidad. A lo largo de su estancia en Flevance, el
peliverde ha sido muy consciente de ello. Por lo que sabe en estos momentos, es que Law es uno de
los ilustres causantes.

—Voy a arrepentirme más tarde —el escolta suspira, rascándose la nuca con morosidad—. Has
estado demasiado distraído. Así que dime, ¿qué carga estás echando sobre tu espalda?

Luffy muda su antebrazo hacia su rostro, limpiando con denuedo los restos de sudor que se abren
paso por sus poros. Mira a Zoro, pestañeando y optando por ladear la cabeza hacia otro lado
mientras se endereza sobre el pavimento.

—No entiendo a qué te refieres.

Negando con la cabeza, Zoro le arroja una mantilla de tul junto a una jarra de agua. El escolta se
asienta a su lado, observándolo cuidadosamente por el rabillo del ojo.

—¿Cómo van las cosas con Law, tu marido? —el peliverde decide ser franco—. ¿Es un buen
consorte?

—Es un buen rey —Luffy responde.

—Sabes que eso no es lo que pregunté.

Luffy baja la mirada y Zoro se inclina para echarle un vistazo certero.

—Puedes confiar en mí, lo sabes —el más alto comenta, sintiéndose fastidioso a la vez que se lleva
la jarra de agua a los labios—. Cuéntame tu abatimiento y yo lo soportaré.

Luffy termina por acicalar su rostro, colocándose la mantilla alrededor del cuello. Reprime un
suspiro y retrata su vista en Zoro.

—Zoro, creo que he sido infectado con una peste del desierto —el príncipe musita.

Zoro asiente con dilación. —¿Por qué lo supones? ¿Qué es lo que sientes?

—Eso es lo más raro. No sé qué siento —dice—. Mi corazón late con fuerza, mi sudor se enfría,
mi cuerpo tiene escalofríos y mi piel se calienta —muerde sus labios, juntándolos posteriormente
en una andana—. Debo estar enfermo y por eso soy incapaz de rendir, ¿no?

Zoro deja la jarra a un lado, apoyando sus manos contra el grisáceo asfalto.

—Déjame adivinar —mofa—, tienes todos esos "síntomas" cuando Su Majestad está cerca. Joder,
eres un niño demasiado casto.

—¡Sí! ¿Cómo lo supiste? —sus ojos se abren como cuencos—. ¿En serio eres Zoro?

—Oh, cállate —Zoro se queja, riendo con sutileza—. Sólo lo sé.

Luffy esboza una sonrisa cálida, liderando su mirada hacia un costado, donde Sanji se encuentra
juntando hierbas vitaminadas del huerto frente a ellos. Inconscientemente, su rostro se sesga de
nuevo, esta vez desplomándose sobre Zoro. Su gesto risueño se agranda cuando se percata de la
expresión de su amigo, tan suave y atestada de veneración mientras contempla al cocinero con un
semblante alejado de la antipatía.

Es peculiar, pues Zoro nunca se ruboriza.

—Al parecer, tú también estás enfermo, Zoro.

Un día, mientras está por acabar de releer los reportes acerca del estado actual de su tribu, Luffy
siente una ligera sacudida en su hombro, haciendo que sus manos suelten el breve manuscrito y sus
ojos se dirijan hacia atrás. Automáticamente, su corazón suspende sus latidos cuando se topa con la
figura autoritaria de Law.

—Discúlpame, no quería interrumpirte —el ojigris se excusa, juntando los labios—. ¿Estás muy
ocupado?

Apresurado, Luffy niega con la cabeza.

—N-No, sólo estaba releyendo algunos reportes —dice, poniéndose de pie y confrontando a su
esposo con la mirada reservada—. ¿Qué ocurre?

Law curva los dedos contra su regazo. Son amplios y huesudos, de aspecto elegante, sin embargo,
Luffy sabe a ciencia cierta que son todo menos frágiles. Son fuertes, tal y como su propio temple.

—Quería mostrarte algo.

—¿"Querías"?

Law contiene una sonrisa. —Quiero —corrige el término—. ¿Me acompañas?

Luffy soslaya la vista, obligándose a sí mismo a no ver hacia adelante, trayectoria donde el rey se
encuentra mientras lo estudia con esa mirada perspicaz, excesivamente ardiente. El calor inicia a
subir por sus mejillas, pero el príncipe consigue refrenarse a tiempo.

—Seguro —el chico replica, recobrando la compostura—, ¿a dónde iremos?

El rostro de Law se ablanda.

—Ya lo verás.
Este lugar es verdaderamente un edén. Luffy jamás había visitado esta clase de espacio, tan
desértico, pero fértil a la vez. La temperatura sigue siendo igual de cálida que en el reino; la brisa
se siente exenta, con un sabor ligero a sal y una conmoción sobrada de soltura. Es perfecto.

—Torao, ¿qué es este lugar? —el príncipe interroga, conmocionado, sujetando la mano de Law con
más fuerza de la necesaria.

Caminan juntos por la apelmazada y blanca arena, paladeando el ambiente con cada paso que dan
hacia la singular capa azulada de agua. Las olas son violentas, golpeándose entre sí como asaltos
entre grandes guerreros marinos.

—La costa —Law replica, distinguiendo cómo el sol inicia a esconderse tras el apacible oleaje.

—Y ese monstruo azulado —el menor susurra, tenuemente sin aliento mientras señala la
inmensidad del mar—, ¿qué es?

Law no puede evitar bosquejar una sonrisa, curioseando a Luffy con una mirada próspera, casi
ufana.

—Ese es el océano —dice, soltando la mano de su marido y concentrándose en su ropa—. ¿Quieres


nadar en él?

—¡¿Puedo?! —Luffy chilla, extasiado—. Pero ¿y si me traga?

El rey se deshace de su vestimenta, induciendo a que el príncipe le siga la marcha. Cuando ambos
están en iguales términos —únicamente en taparrabos—, Law extiende su brazo, pretendiendo
capturar una vez más la suave mano de Luffy.

—Sujeta mi mano, así estarás a salvo —Law asegura—. Fija tu mirada en mí y todo saldrá bien.

—¿Prometes no soltarme?

Law desliga una grave carcajada, acariciando con su pulgar el dorso de la mano de Luffy. —Sólo
un tonto tendría las agallas de soltarte.
La noche, al fin y al cabo, cae en Flevance. Las estrellas chispean contra el estrato oscuro, dando a
reflejar el encanto de la luna. Law y Luffy yacen sobre la arena, recostados, con las manos tras sus
nucas, contemplando la hermosa esfera repleta de luceros mientras intentan concederles una forma
significativa.

—Ah, ¡mira! —Luffy dispersa su brazo, apuntando con su dedo índice las constelaciones que
gravitan sobre ellos—. Esa estrella parece un trozo de carne.

Law arquea una ceja, entornando los ojos.

—¿Estás seguro? —pregunta, dubitativo—. Más bien parece una roca dispar.

—¿Qué? ¡Por supuesto que no! —el príncipe chasquea la lengua—. Debes estar ciego, Torao.

Luffy se endereza, poniéndose de pie mientras solidifica su mirada en el cielo. Observa por unos
segundos la estrella, meditando que, en realidad, tiene la forma de un trozo de carne, no de una
roca dispar. Complacido por su descubrimiento, se gira hacia Law, dispuesto a enmendar su
decisión y defender su postura, pero se encuentra con la sobrecogedora imagen de su marido
examinándolo minuciosamente. Traga duro y retrocede.

—¿Por qué siempre haces eso?

Law no sabe qué decir, así que opta por remedar la acción de Luffy y se pone de pie, deshaciéndose
de los restos de arena que se adhirieron a sus ropas.

—¿El qué? —pregunta, desprevenidamente imperturbable.

—¡Mirarme! —el menor grita de manera instintiva—. ¿Por qué lo haces?

Parece molesto, cosa que no es habitual. Sus manos han empezado a enroscarse en reducidos puños
sobre sus costados y la ira se apodera de él.

—No sabía que te molestaba —el rey reconoce.

—¡No me molesta, me enfurece!

Si bien Law no sabe cómo responder, sí es consciente de la solemne rigidez que ha comenzado a
moldearse a su alrededor. Así que, en lugar de tentar a la suerte, se limita a quedarse quieto, sin
hacer nada. Luffy, en contrariedad, da un paso al frente, rodeando a Law con pasos frustrados, casi
exasperados.
—No sé qué efecto causas en mí —Luffy balbucea, mordisqueándose el interior de la mejilla—.
Sólo sé que me haces sentir extraño.

—"Extraño" —Law reitera, manteniendo una entonación silente—. ¿Puedes, no sé, ser un poco
más específico?

—¿Acaso estás burlándote de mí?

Exhalando con flaqueza, el rey finalmente toma su propio dinamismo, acercándose a Luffy con una
marcha pausada.

—No me estoy riendo, ¿o sí?

Luffy muerde sus labios, percibiendo cada vez más cerca aquel sentimiento de desengaño que le
lacera el pecho como una espina. Baja la mirada, reteniendo un gruñido. No es hasta que siente
cómo su muñeca es paralizada por la mano de Law cuando sus ojos nuevamente se alzan como
doseles.

—¿Q-Qué estás haciendo? —el chico eleva las cejas, repentinamente alarmado—. Déjame ir.

Law lo mira sin furia.

—Yo te odiaba —confiesa, entrecerrando los ojos—. Pensé que serías perjudicial para mi pueblo y
te juzgué sin molestarme en saber más de ti. No quería casarme contigo —arrulla la muñeca de
Luffy con su pulgar, sintiendo el pulso acelerándose—. Se suponía que debías ser una persona
despiadada y sanguinaria, pero entonces vi tus ojos y todo cobró sentido en mi mente —sonríe,
designando sus camanances; bellos retratos sobre su piel morena—. Mierda, eres todo lo que
siempre anhelé encontrar. Un destello en medio de mi propio caos.

De inmediato, la respiración de Luffy se atasca, haciendo que su boca destile suspiros


consecutivos.

—Torao...

—No estaba mintiendo, ¿sabes? —Law intercepta, avecinando su rostro.

—¿Q-Qué?

Luffy afloja su muñeca, permitiendo que su esposo la palpe con sus dedos todo lo que desee. Su
corazón vuelve a desbocarse, haciendo que sus pulsaciones colisionen con la piel de Law, tan
gélida y tórrida al unísono.

—Cuando dije que eras precioso, no estaba mintiendo —susurra, y luego sus labios están sobre los
de Luffy.

Como el desierto, los labios de Law son cálidos. Detentan un pellizco de dureza, pero son suaves,
tanto como las apacibles balsas de su propio hogar. Algo dentro de Luffy empieza a revolotear con
violencia. Su boca se siente seca, pero por más que su raciocinio intente interferir, su corazón no
pretende dejarlo apartarse. Así que, insaciable, el chico no se resiste y se inclina para devolverle el
beso.

El revoloteo en su estómago se convierte en una brasa cuando la lengua de Law empieza a empujar
sus labios, demandando autorización para adentrarse en su boca. Luffy lo concede y deja salir un
grito ahogado cuando el beso se profundiza.
Sus piernas tiemblan y poco a poco siente cómo sus rodillas se encorvan. No quiere que Law se
detenga, pero sabe que en algún momento su aliento se enternecerá hasta hacerle implorar aire
fresco.

Cuando, decepcionantemente, Law se separa de él, su rostro brilla al igual que las estrellas de esa
noche sagaz. Su avidez sigue siendo patente, y ésta se multiplica cuando sus brumosos ojos se
precipitan hacia el rey. La candidez se transforma en ansia, y el ansia en un propósito venidero,
uno que Luffy codicia cumplir lo más pronto posible.

—Te deseo —Luffy murmura involuntariamente, a sabiendas que acaba de testificarse en voz alta
frente a Law.

El príncipe levanta la mirada, demasiado retraído para desenredar sus pensamientos. Puede que sea
demasiado ambicioso, pero realmente quiere esto. Quiere saber cómo se siente. Suspirar su
nombre, acariciar esos exquisitos tatuajes con su lengua, probar su piel, rasguñar su espalda y estar
a su merced. Lo quiere.

Lo quiere a él.

—Entonces puedes tenerme —Law asegura, y todo a su alrededor se vuelve quimérico.

Luego de su ligero enfrentamiento en la costa playera, ambos se dirigen al palacio, tomando un


rumbo certero hacia la sala de aseo de su habitación compartida. Es bastante tarde. Podría decirse
que ya es medianoche, pero eso es de poca importancia ahora.

El cielo noctívago se presenta como un oscuro acantilado fuera de las extensas ventanas
deslustradas, sin embargo, el baño repleto de vapor por todos lados se encuentra alumbrado por una
luz tenue y hospitalaria, provocando que la sala se abarrote de calidez.

Luffy no puede evitarlo, pero cuando Law se deshace de sus prendas el chico se dedica a
examinarlo de pies a cabeza; sus eclipsados ojos recorren cada revestimiento de piel, pasando por
esos músculos aderezados con obsidianos tatuajes, la vírgula curvilínea de su espina dorsal, la
firmeza de sus hombros, la elegante definición de su mandíbula, la rugosidad de su abdomen y su
abultado trasero.

Pasado un lapso alargado, en el que ninguno dice nada, el príncipe decide voltearse, optando por
despojarse de la fina clámide que cubre sus clavículas. Desnudo, se dirige a la monumental tina de
mármol, adentrándose al agua y acomodándose al lado de Law. No es demasiado evidente, pero
puede sentir los ojos del rey sobre él, y eso le instiga a sofocarse en su propio bochorno.
Pestañea, levantando la vista y posándola sobre Law antes de, una vez más, cerrar los ojos. —
Torao.

Su marido corresponde al débil llamado, encorvando una ceja.

—¿Sí?

Su rubor es tan intenso como una hoguera envuelta en el fuego más abrasador. El ambiente es
silencioso y, cuando finalmente decide abrir los ojos, encuentra a Law contemplándolo
tiernamente.

—Estás haciéndolo otra vez —Luffy chista, tratando de no agonizar encogidamente—, me estás
mirando.

Esta vez, en lugar de mantener la discreción, Law se dispone a hablar.

—No puedo hacer nada al respecto —admite, suavizando su mirada—. Bajo la luz de la tina te ves
aún más precioso.

Sugerentes, se apresuran a acabar su momentáneo baño, colocándose con rapidez y al azar los
batines doblados, acomodados con anterioridad en los anaqueles de madera de la sala de aseo. En
el momento en que ambos salen del balneario y llegan a su habitación, se sitúan uno encima del
otro; sus bocas se convergen entre sí, disolviéndose en un beso mucho más vehemente que el
anterior. Los laureles los reciben con fuerza cuando sus cuerpos caen sobre la cama.

Todo en Law es refinado y, peculiarmente, férreo a la vez. Sus labios, su piel, su lengua, sus manos
y roces sobre los muslos de Luffy, sus reproches bajos y jadeos sin denuedo a través de su
garganta. Está tan cerca. Enlazados contiguamente en un vínculo amorfo del cual no tienen
escapatoria. El corazón del príncipe se acelera cuando sus pulmones consiguen acoger oxígeno y
sus venas se acorazan cuando Law comienza a desvestirlo.

—Por favor, dime que quieres esto —Law resopla, sosteniendo la tela limítrofe de la bata de Luffy.

Su batín se desliza por sus hombros y ahora los labios de su esposo atacan su cuello; cuidadosos
dientes puliendo la quebradiza extensión de piel bronceada. Manos gentiles inician su camino por
las piernas de Luffy, frotando y apretando la tierna dermis bajo el molesto tejido de la bata. El
príncipe da preludio a su batalla contra la lascivia, pero la misión es desmesuradamente ardua,
especialmente cuando las sensaciones en su cuerpo son tan estimulantes que trazan sus entrañas
con arcadas inquietas. Los movimientos se vuelven cada vez más amenos, haciendo que sus
pezones se endurezcan y su cubierta erección empiece a comprimirse contra el delgado
revestimiento de ropa. Los besos y mordeduras de Law se renuevan, transformándose en intensas
evocaciones de deleite. Luego de unos instantes, el rey se endereza sobre la cama, encontrando la
mirada extraviada de Luffy.

—Te lo imploro —murmura, agitado—, dímelo —sus labios rozan los de Luffy, soltando súplicas
silenciosas—. Dime que quieres que te folle.

Pese a hallarse mareado, pérdido en un piélago lejano y caliginoso, Luffy asiente. Acaricia el rostro
de Law y, como puede, esboza una vaporosa sonrisa. —Sí —musita como respuesta—, quiero que
lo hagas.

Enteramente cegado por el afán, Law se deshace de su propia bata, cayendo con un sigiloso golpe
en el piso mientras libera el cinturón del batín de Luffy, dejándolo por completo al descubierto.
Sus erecciones se empalman y Luffy tiene que incrustar sus dientes en sus nudillos para evitar
gimotear. El agarre de Law es ardiente, tan consistente como el acero y candente como una lumbre
mientras se desliza hacia adelante, oscilando su cadera en movimientos circulares, paulatinos e
indolentes a la vez que lo penetra con una tardanza precavida.

Un temblequeo los recorre a ambos de inicio a fin. Al principio, Luffy no siente nada más que
plétora y fogaje; la sensación de Law empujando dentro de él no es precisamente buena ni mala. Es
la reacción del otro hombre la que es de particular interés para él. El rey desciende la cabeza y da
un golpe experimental a sus caderas, enviando ondulaciones hormigueantes a través del estómago y
la entrepierna de Luffy. A pesar de la placentera remembranza, nada le prepara para oír maldecir
en voz alta a su marido.

—Maldita sea, estás tan apretado.

Luffy se da cuenta que la experiencia de estar debajo de Law es todavía tan nueva que lo marea. En
todo momento, Law se da el libertinaje de ceder ante Luffy. Esa actitud tampoco se distorsiona en
los asuntos de naturaleza sexual; la presencia de Law es formidable, su voz seductora y las miradas
cargadas en su rostro son tan atractivas que Luffy podría morir bajo ese vistazo por cómo estruja su
corazón. La forma en que su esposo mueve sus caderas es impecable, y ser follado por él se siente
cada vez mejor cuanto más se relajan entre la empuñadura del otro. Luffy abre sus piernas,
sintiéndose cerca de alcanzar su cúspide. Law obtiene un ritmo y un ángulo preferibles a medida
que Luffy se relaja poco a poco. Se besan y gimen el nombre ajeno hasta que sus pieles se ciñen
con el aroma contrario; demasiado cerca, convirtiéndose en una catástrofe de caricias arriesgadas
sobre piel irrigada de sudor y teñida de rojo.

Es Luffy quien se corre primero. Siente el empuje abrasador de su semilla en su estómago antes de
que el placer se apodere de él, pero cuando lo hace, va al ritmo de su pulso y le hace echar la
cabeza hacia atrás sobre la dócil almohada de plumas. El rostro de Law está enterrado en la curva
de su cuello, y se aferra bruscamente a su cintura cuando finalmente alcanza su propio orgasmo. Su
brazo se engancha debajo de él, levantando las caderas de Luffy del colchón de la cama y
atrayéndolo hacia adentro; su pene increíblemente profundo dentro de él. Duele mucho, el príncipe
no puede negarlo. Pero ese dolor envía lustrosos destellos que ve contra el negro de sus párpados
entornados.

La fragancia de Law es calurosa; el latido de su erección imita el latido del corazón que Luffy
puede sentir contra su pecho. Disfruta de la combinación agridulce de la euforia intensa,
desvaneciéndose con presteza mientras el dolor inicia a moderarse. A su esposo le toma solo unos
momentos procesar el cambio repentino en su respiración, por lo que se aparta para ver la mueca de
placidez en su rostro. Cuando lo hace, la pérdida es tan extraordinaria que Luffy lanza sus brazos
alrededor de su cuello una vez más, sintiendo una repentina desesperación por no separarse de él.

—¿Te lastimé? —Law susurra en algún punto escondido de su atezado pelo—. Si lo hice,
realmente lo siento. No quise hacerlo.

Luffy niega con la cabeza, echando una carcajada esmerilada al aire. —No seas ridículo, Torao —
el chico suspira; su respiración sosegada—. Me hiciste sentir mejor que la sensación de tener un
estómago lleno. Ya quiero que se repita otra vez —sonríe, acariciando los mechones húmedos que
caen por la frente de Law—. Creo que te preocupas demasiado por mi bienestar. Pensar también en
ti te haría ver más apuesto —cierra los ojos, conservando un soplo—. Más de lo que ya eres, por
supuesto.

Law, por otro lado, le da un suave golpe en el costado. Ahora yacen uno al lado del otro, y él, su
marido, parece tan serio que sería gracioso si no hubieran hecho lo que acaban de hacer. Se miran
fijamente, perdiéndose en los aledaños del tiempo. Los minutos se alargan y el príncipe comienza a
preguntarse si debería preocuparse, no obstante, la grave voz de Law corta súbitamente el silencio.
—No puedo creerlo, ¿en serio estás tratando de seducirme? —cubre sus ojos con su antebrazo—.
¿Tú?

—Entonces, ¿qué tal? ¿Funcionó? —Luffy ríe.

El rey rueda los ojos, más agotado que espabilado. —Sí, sorprendentemente lo hizo.

Con otra carcajada más, Luffy se inclina hacia adelante para besarlo plenamente, y Law le
devuelve el beso, rodeando sus lánguidos hombros con sus brazos. Mientras se pierde en los
mimos de sus dulces labios, el príncipe toma una decisión.

Luffy no pensará en el porvenir de su relación ni tampoco en los problemas referidos a este


matrimonio concertado. El tiempo da pocos alcances, pero el príncipe apreciará cada momento que
compartan juntos; cada beso, cada apretón de pieles, cada momento hurtado... los atesorará
profundamente en su corazón.

Y cuando las épocas lastimosas se apoderen de ellos, Luffy no se sentirá atormentado ni herido a
causa de la rabia. Será bendecido con ese apoyo descomunal y prudencia a la hora de gobernar. Se
convertirá en un líder tribal magnífico, correcto y fuerte en honor a su esposo. Pero hasta entonces,
apreciará hasta el último peldaño de este vínculo amorfo junto a Law.

En concreto, y después de tan larga búsqueda, el tan anhelado País de las Maravillas de sus sueños
por fin ha sido encontrado.

Fin.

End Notes

Este ha sido el one-shot más largo que he redactado desde que empecé a escribir fanfics. Ni
yo me creo la arremetida de inspiración que tuve para hacerlo en menos de una semana. Me
doy palmaditas en la espalda. Aunque, en realidad, no sé a ciencia cierta si quedó bien.

De todas formas, espero que les haya gustado. Ya me hacía falta escribir un Royalty Au.

No escribía escenas +18 hace más de un año, así que me disculpo por la falta de
"hornyness" y la experticia.

Sin más que decir, ¡muchas gracias por leer! <3

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