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LA HISTORIA DE CAMPRIANO

Había un labrador que se llamaba Campriano. Tenía mujer y un mulo. En el campo


donde araba solía pasar gente de Chichorana, que le preguntaba cómo estaba y le preguntaba
si se venía a su casa. Y él con frecuencia los acompañaba un trecho con su mulo.

Una mañana Campriano metió unas monedas de oro que tenía en el trasero del asno.
Pasaron los de Chichorana, y Campriano dijo:

—¡Voy con vosotros!

Cargó el mulo y se fue hablando con ellos. Era primavera, cuando brotan las hierbas y
también las bestias van fácilmente de cuerpo. Mientras andaban, entre la calidad de la hierba
y la fatiga, el mulo empezó a ir de vientre con gran entusiasmo: y descargó todo el dinero que
su amo le había metido en el cuerpo.

—¿Cómo, Campriano? —le preguntaron los de Chichorana—. ¿Tu burro hace dinero?

—Bueno —dijo él—, si no tuviera este burro, no podría ir tirando… A él le debo mi


fortuna.

—¡Debes vendérnoslo, Campriano! —se apresuraron a decirle—. ¡Tienes que


vendérnoslo!

—¡No, no lo vendo!

—¿Pero cuánto pedirías si lo vendieras? ¿Mucho?

—No lo vendería ni por todo el oro del mundo. Por lo menos tendríais que ofrecerme
trescientos escudos.

Los de Chichorana metieron las manos en los bolsillos y entre todos juntaron
trescientos escudos. Se llevaron el mulo, y en cuanto llegaron a casa les dijeron a sus mujeres
que le pusieran sábanas en el pesebre, porque por la mañana recogerían el dinero hecho
durante la noche.

Por la mañana corren al pesebre. Las sábanas estaban llenas de bosta de mulo.

—¡Campriano nos engañó! ¡Vamos a matarlo!

Y se van a casa de Campriano con horquillas y azadas.

Se asomó la mujer.

—¡Campriano no está! ¡Se ha ido a la viña!

—¡Nosotros lo haremos salir de la viña! —gritaron, y reiniciaron la marcha. Llegaron a


la viña y lo llamaron—: ¡ven, Campriano! ¡Te vamos a matar!

Campriano salió de entre las hileras.

—¿Por qué?
—¡Nos vendiste el mulo, y no hace dinero!

Y Campriano:

—Habría que ver qué le habéis dado.

—¡Todo lo bueno: para beber, caldo dulce; para comer, hierbas frescas!

—¡Pobre bestia! ¡Si no ha muerto poco le falta! Está acostumbrado a comer cosas
duras, así tiene fuerza para moldear las monedas, ¿no os dais cuenta? Esperad —agregó—, os
acompaño. Si está bien me lo traigo de vuelta, si no os lo quedáis como está y paciencia. Pero
antes debo pasar un momento por casa.

—¡Bueno! Ve a casa y vuelve en seguida que te esperamos aquí.

Campriano corrió junto a su mujer y le dijo:

—Pon a hervir una olla de habichuelas. Pero ojo, cuando vengamos a casa, debes fingir
que la sacas del aparador mientras hierve. ¿Entendido?

Acompañó a los hombres de Chichorana al establo y encontró al mulo entre las


sábanas llenas de bosta.

—Me asombra que no esté muerto —dijo—. Esta bestia ya no sirve para trabajar.
¡Pero qué manera de tratarlo! ¡Si hubiese sabido que lo ibais a tratar así! ¡Pobre animal!

Los de Chichorana estaban perplejos:

—¿Y ahora cómo lo arreglamos?

—¿Cómo lo arreglamos? ¡Si me callo la boca yo, también os conviene callaros a


vosotros!

—¡Pues sí!, ¡tienes razón!

—Bueno, así son las cosas. Venid a comer a mi casa, hacemos las paces y lo pasado,
pasado.

Llegaron a casa de Campriano y encontraron la puerta cerrada. Campriano llamó y su


mujer salió del establo, fingiendo que venía de ahí y estaba dirigiéndose a la casa.

El fuego de la cocina estaba apagado.

—¡Cómo! —dijo Campriano—. ¿Todavía no me has preparado la comida?

—Acabo de volver del campo —dijo ella—, pero la comida se soluciona en un


momento.

Preparó la mesa para todos, después abrió el aparador y dentro estaba la olla de
habichuelas hirviendo.

—¿Cómo? —dicen los de Chichorana—. ¿La olla hirviendo en el aparador? ¿Cómo lo


hace para hervir sin fuego?
—¡Ah, si no tuviera esta olla! —dice Campriano—. ¿Cómo haríamos mi mujer y yo para
ir a trabajar si no estuviéramos seguros de encontrar la sopa lista?

—Campriano —dicen los otros—, véndenos la olla.

—¡Ni por todo el oro del mundo!

—Campriano, con el mulo nos fue mal: debes vendernos la olla. Te damos trescientos
escudos.

Campriano les vendió la olla por trescientos escudos y se fueron.

—Ya te quisieron matar por lo del mulo —dijo la mujer—. ¿Y ahora cómo lo vas a
remediar?

—Déjamelo a mí —dijo Campriano. Fue a una carnicería, compró una vejiga de buey y
pidió que la llenaran de sangre fresca. Le dijo a la mujer—: toma, métete la vejiga en el pecho
y no te asustes si te doy un cuchillazo.

Llegaron los de Chichorana con palos y garrotes.

—¡Te queremos matar! ¡Devuélvenos el dinero o te matamos!

—¿Qué pasa, qué pasa? Decid el motivo.

—Nos dijiste que la olla hervía sin fuego. Nos fuimos a trabajar con nuestras mujeres,
volvimos, y las habichuelas estaban crudas como antes.

—Calma, calma. Debe haber sido la desgraciada de mi mujer. Ahora le pregunto, a ver
si en una de ésas me la cambió… —llama a la mujer y le dice—: quiero la verdad: ¿les
cambiaste la olla a estos hombres?

—Claro —dice ella—, das las cosas sin consultarme. ¡Después soy yo la que trabaja!
¡Esa olla no la quiero largar!

Campriano lanzó un grito.

—¡Ah, desgraciada!

Cogió un cuchillo, se le tiró encima y traspasó la vejiga oculta en el pecho, que empezó
a salpicar de sangre por todas partes. La mujer cayó en medio de un charco.

Los dos de Chichorana se quedaron pálidos de espanto.

—Campriano, ¿por una olla matas a una mujer?

Campriano le echó una ojeada a la mujer cubierta de sangre y pareció tenerle un poco
de compasión.

—¡Pero, pobrecita, hagámosla revivir!

Sacó una caña del bolsillo, la puso en la boca de su mujer, sopló tres veces y la mujer
se levantó sana y fresca como antes.
—Campriano —dijeron los dos de Chichorana, con los ojos desencajados—, esa caña
tienes que dárnosla.

—Ah, no —dijo Campriano—. ¡Tantas veces como me da por matar a mi mujer…! Si no


tuviera la caña no podría hacerla revivir.

Insistieron, insistieron, y acabaron dándole trescientos escudos. Y Campriano les


vendió la caña. Fueron a su casa, buscaron camorra con sus mujeres y las apuñalaron. La
justicia los capturó cuando todavía seguían soplando con la caña, y fueron a la cárcel para toda
la vida.

Italo Calvino, Cuentos populares italianos

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