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Tomás Downey
Sobre este libro
El lugar donde mueren los pájaros reúne diez nuevos relatos de Tomás Downey,
ganador del primer premio del concurso de letras del Fondo Nacional de las Artes en
2013 y finalista en 2016 del Premio Hispanoamericano Gabriel García Márquez por su
elogiado primer conjunto de cuentos Acá el tiempo es otra cosa.
Los protagonistas de estas nuevas historias viven al borde del abismo personal,
ese lugar donde puede ocurrir lo extraordinario. Tres hermanas preadolescentes
concretan un fatídico ritual. Una analista de datos decide dejar a su bebé en un balcón
para concentrarse mejor en sus planillas. Una señora obsesionada con la telenovela de la
tarde empieza a escuchar un zumbido que sale de su televisor. Seres de otro planeta, los
Täkis, llegan a la Tierra y emboban a la población. Un abuelo autoritario revela su
debilidad en una visita con su nieto a una peluquería. Dos niñas aburridas que
veranean con sus padres en la costa encuentran en el lugar donde mueren los pájaros
una fuente singular de distracción.
Mariana Enríquez
Manejando bajo la lluvia, veo adelante una cosa marrón y arrugada en medio del camino. Creo
que es un animal. Siento tristeza por él y por todos los animales que he visto en el camino y al
costado del camino. Cuando me acerco, descubro que no es un animal sino una bolsa de papel.
Entonces hay un momento en que mi tristeza de antes sigue ahí junto a la bolsa de papel, así que
parece que siento tristeza por la bolsa de papel.
Llegan al campo de los Acevedo, saltan el alambrado y corren para el lado de los
chiqueros, se esconden detrás del galpón. Camila se asoma para asegurarse de que no
haya nadie. A esta hora los hombres están en el campo, las mujeres hacen las compras
en el pueblo o buscan a los chicos en la escuela.
El chiquero está a cien metros. Ahora, dice Camila, y las tres corren hasta la
tranquera, se agachan. Julia frunce la nariz e imita el ronquido de los chanchos. Camila
y Andrea le contestan y los ronquidos se convierten en carcajadas.
Cuentan diecinueve lechones. Por ahí no se dan cuenta si falta uno, dice Julia.
Camila dice que no, están todos contados pero igual no importa.
Andrea se saca las ojotas para no perderlas. Salta la tranquera y siente el barro
pastoso entre los dedos de los pies. Dos chanchas enormes, las ubres pesadas, la miran
de reojo desde el comedero. Los lechones corren todos juntos, se aprietan contra el
alambrado del fondo. ¿Cuál?, pregunta Andrea a sus hermanas, y Julia señala a uno
más pequeño que los otros, un macho. Tiene un borrón negro en el hocico y parece
desorientado en medio del corral.
Caminan hacia el centro del monte y Julia acomoda los trapos viejos sobre la
tierra. Camila saca el cuchillo. Andrea y Julia apoyan el lechón boca arriba, la piel del
vientre parece traslúcida; lo agarran de las patas para que deje de sacudirse y lo
aprietan contra el piso. Camila mira a sus hermanas y ambas asienten.
El lechón abre la boca y suelta un último grito que se extingue, sin aire, cuando
Camila hunde la hoja a la altura del estómago. Abre un tajo hacia arriba y atraviesa los
huesos jóvenes del esternón, flexibles como ramas verdes, que ceden y se astillan. El
animal patalea por reflejo una vez más, luego se queda quieto, la boca abierta y la punta
de la lengua que cuelga a un lado.
Camila agranda el tajo con el cuchillo, saca los intestinos, hunde las manos y las
empapa en sangre. Andrea se acerca, cierra los ojos y aprieta los labios. Siente las manos
tibias untándole la cara.
La piel de Julia, más clara, se tiñe de un rojo vivo que rápidamente espesa y se
vuelve oscuro.
Camila, por último, se pinta a sí misma, esparce la sangre hasta cubrir cada
sector.
Buscan ramas y hojas secas, arman una pira y envuelven el lechón con los trapos.
Lo acomodan de costado como si durmiera. Camila empuja la lengua hacia dentro, le
cierra la boca. Andrea lo empapa en querosene, prende un fósforo y lo cubre ahuecando
la palma de la mano. Las tres dan un paso atrás.
El fuego prende y se propaga despacio, pero de repente sube con impulso hasta
chamuscar las hojas de una rama. Las tres sienten el calor en sus máscaras resecas, el
olor a carne quemada. Las llamas lamen la corteza de un árbol y la piel del lechón se
contrae, se hincha en ampollas que enseguida revientan.
Salen del monte y corren a la acequia. Es apenas un hilo de agua que viborea
sobre el barro, pero se forman algunos charcos que les alcanzan para lavarse. Se sacan la
ropa sucia y Camila se acerca a Julia, pasa un dedo por las cicatrices rugosas que le
cruzan la espalda.
Se lavan con jabón blanco. El pelo de los brazos está duro y tienen que tirar para
arrancarse las costras de sangre coagulada. Se frotan y raspan la piel de la cara, se
ayudan con las uñas.
Esperan escondidas detrás de unos pastizales, hechizadas por el fuego que cruje y
crece. Una camioneta levanta polvo por el camino; del otro lado, desde los campos, un
grupo de hombres se acerca corriendo. Los ven gritar pero no los escuchan, los silencia
el chasquido de las llamas.
El sol se pone. Nos tenemos que ir, dice Camila, y las tres vuelven en sí, se visten,
caminan por la acequia en dirección al pueblo. Saltan el alambrado, cruzan la ruta por el
puente y se quedan un momento mirando los autos que pasan, camino a algún lado.
Julia pregunta si va a funcionar y Andrea la abraza. Camila dice sí, esta noche, mientras
duerme.
Comen con su madre, que apenas habla y ni siquiera pregunta por qué volvieron
tarde. Se acuestan las cuatro juntas en la cama grande de la única habitación. Pero las
hermanas no duermen y unas horas más tarde escuchan la puerta, el balbuceo pastoso
de su padre que habla solo, el cuerpo pesado que cae en el catre del comedor y el
chispazo de un fósforo. Con los ojos cerrados, las tres imaginan la mano que cae
rendida, la brasa del cigarrillo sobre el colchón. O quizás lo sueñan, porque de repente
las despierta el humo. Sacuden a su madre por los hombros y salen tosiendo por la
ventana de la habitación.
Le doy el teléfono a mamá, que está al lado. Sí, Norberto. ¿Vas a manejar vos?,
¿por qué no te tomás un taxi mejor? Bueno, sí, se ríe. En media hora está abajo, te
prometo. Un beso, cuidate mucho.
Mamá corta y me despeina el flequillo. Lo tenés largo, mal no te viene, dice. Saca
el pie de la palangana, se lo seca con una toalla y empieza de nuevo con la piedra
pómez. El polvito blanco que se desprende de sus pies cae sobre la silla.
Mamá no me mira. Se separa los dedos de los pies, se arranca pedazos de piel
seca, se pone crema. Andá a cambiarte, dice.
El abuelo ya está ahí, estacionado en doble fila. Me toca bocina y lo saludo con la
mano. Pero él toca de nuevo, tres veces, solo por hacer ruido. La gente que pasa
caminando lo mira. Yo apuro el paso, rodeo la camioneta y abro la puerta del
acompañante, pongo un pie en el escalón. Chiquito, dice el abuelo, y me da una de esas
palmadas en la nuca que me hacen rechinar los dientes de odio. Me cubro con los
brazos y él se ríe, me frota el pelo con los nudillos hasta hacerme arder. Basta, digo. Le
saco la mano y lo miro con bronca, pero eso lo entusiasma más. Te voy a tratar como a
un hombre cuando tengas más fuerza que yo, ni así me ganás, dice, y se ríe, se
desabrocha dos botones de la camisa. Tiene una venda que va desde el cuello hasta
donde le empieza la panza. Se despega una punta y me muestra la cicatriz. La piel está
violeta, un moretón enorme le cubre casi todo el pecho como si lo hubiesen golpeado
con una maza; el tajo está cruzado por hilos negros y gruesos.
Le pongan el nombre que le pongan, son putos. Pu-tos. Pero igual está bien, eh,
vuelve a aclarar.
Creí que hoy iba a estar menos gritón. Le dieron el alta hace una semana pero
parece más excitado que nunca. A mí no me llevan así de fácil, dice, toda la vida
laburando para poder aprovechar mis últimos años y hacer lo que se me cante el culo,
¿y ahora me voy a morir y dejarle toda la plata al príncipe, a tu abuela?
Raúl tiene dos sillones, aunque trabaja solo. El abuelo se sienta siempre en el
sillón vacío porque no le gustan los bajitos, los de espera. Gira, da vueltas, y habla sin
parar. Cuanto más público tiene, más se entusiasma.
Por el espejo lo veo dándose la mano con Raúl, que dice Norberto, cómo anda,
qué flaco.
El abuelo guiña un ojo, se golpea la panza. Me operaron, contesta. Pero que bajó
de peso se le nota en la cara más que en el cuerpo, está un poco demacrado.
Y Raúl levanta la cabeza, asiente. Lo tienen que arreglar los de arriba, algo en un
caño.
Aunque seas amigo, insiste el abuelo sin dejar de mirar la mancha, con más
razón, yo sé lo que te digo.
El abuelo hace una pausa, le encanta que le pregunten cosas. Despacio, como si
quisiera generar suspenso, se desabrocha los dos botones de la camisa y muestra la
venda. Uh, dice Raúl. El abuelo asiente: el corazón, casi no la cuento, casi, pero a mí no
me van a llevar tan fácil; toda la vida trabajando, y ahora que puedo disfrutar la plata…
Raúl se ríe mientras me moja el pelo y me peina hacia un costado.
Como siempre, contesta el abuelo. Pero Raúl espera, me mira en el espejo hasta
que yo se lo confirmo con un gesto.
Escucho el ruido de la máquina y cierro los ojos. El zumbido y la voz del abuelo
detrás, como si fuesen parte de la misma cosa. No sabés, dice ahora, el príncipe dejó
embarazada a la novia, siempre lo mismo, cada vez que hace algo más o menos bien
después lo arruina. Como con la madre de este, la mujer más linda del mundo, y él va,
la deja por una nena y encima le hace un pibe. Otro más, al que seguro le voy a tener
que dar de comer yo. No me puedo morir, ¿ves?
Siempre que el abuelo termina de decir esas cosas, Raúl contesta con una
carcajada corta, casi de cortesía, sin dejar de prestar atención a lo que está haciendo.
Ahora se ríe mientras me peina el flequillo y me mira en el espejo.
¿Fue un infarto?, pregunta mientras sostiene algunos mechones entre dos dedos y
corta con la tijera los que sobresalen.
El abuelo asiente y se golpea el pecho con orgullo. Cuatro bypass, cinco horas de
cirugía. Los hice trabajar.
Pero fue grave entonces, dice Raúl, y por un momento deja de cortarme, lo mira.
Pero el abuelo sonríe con la boca bien grande, no escucha. Tranquilos, que estoy
como nuevo, el corazón estaba perfecto y la arteria también, me dijo el médico que
tengo para treinta años más.
Sí, hace una semana salí y mirame, contesta el abuelo. Como si hubiese ido a un
spa.
Ah, los sanatorios de hoy son espectaculares, dice Raúl, de nuevo concentrado en
mi cabeza.
No sabés, dice el abuelo, un hotel de lujo. Para algo pago la obra social, que sale
una fortuna, y encima los tengo a todos: a mi mujer, a este, a la madre, al príncipe, y
ahora a la novia nueva, a la chica esta.
Pero él hace como si espantara una mosca. Siempre está moviendo las manos,
inquieto. O se mira al espejo y se acomoda el pelo, busca un diario y pasa las hojas sin
mirarlas, o agarra una tijera, la hace girar con el dedo un par de veces. Alguna vez se le
va a escapar.
Me hacen descuento por grupo familiar, sigue hablando, y como lo paso por la
empresa me reintegran los impuestos, pero igual es una fortuna. Aunque, ojo, noventa y
dos mil dólares sale la operación, más lo que debe costar una semana internado en ese
sanatorio, con pensión completa. Hice la cuenta y salí ganando, fue como pagarla en
cuotas. Y buena comida. Me traían mucho puré de zapallo porque no podía comer
pesado, pero también bifes, gelatina, verduras al vapor. Liviano pero rico, bien hecho,
con vajilla buena. Y las enfermeras…
Voy a sentarme a los sillones bajos, agarro la primera revista que veo, una
deportiva de hace unos años. Raúl empieza con el abuelo, que me mira y dice que los
futbolistas, ahora, son todos putos. Yo levanto la cabeza y él se hace el distraído. Raúl
sigue concentrado pero lo veo sonreír.
¿Al final va a cambiar la camioneta?, pregunta Raúl, siempre con ese tono
tranquilo, concentrado, sin dejar de trabajar. Recién ahora me doy cuenta de que él es el
que lleva la conversación. Le va dejando miguitas al abuelo, que las levanta y empieza a
hablar y se olvida de sí mismo hasta que se le agota el tema y se queda callado, tenso.
Entonces Raúl hace otra pregunta y al abuelo le cambia la cara, toma aire para empezar
a hablar.
Sí, estaba a punto de cambiarla antes de esto, dice, y se toca el pecho. Hay que
aprovechar, porque en la empresa facturo y facturo, pero esa guita hay que reinvertirla,
si te la quedás se la come la inflación. Estoy por comprar otro departamento también,
porque ya sé lo que va a pasar, el príncipe se aburre en dos, tres años como mucho. ¿Y
quién va a tener que poner un techo para que viva la otra con mi nuevo nieto?
Vos nos sabés nada, tu mamá llegó primero, y además bien que se ganó su lugar
en la familia, así que esta es la otra hasta que demuestre lo contrario.
Algo en su expresión me hace pensar que quizás no pueda retener el nombre, que
la memoria le falla y que va a hacer cualquier cosa con tal de no admitirlo.
Ahora dice, como si yo no estuviera: pobre, le tocó un padre boludo, por suerte lo
tiene al abuelo. Y bueno, contesta Raúl, cada uno hace lo que puede, pero salió bastante
bien me parece. Yo sonrío. El abuelo me mira por el espejo y le da la razón: bastante
bien. Debe ser la primera vez que me dedica un elogio que no tenga que ver con que soy
su nieto, con que tenga su misma sangre. Pero, como siempre que dice algo amable,
enseguida se corrige: está con que va a estudiar cine, no sé de dónde habrá sacado esa
pelotudez.
Raúl, esta vez, no opina, está con los últimos retoques, y supongo que sabe que
puede contradecir al abuelo un número limitado de veces. Enseguida termina y se para
detrás de él, le pone la mano sobre la cabeza, lo hace girar para un lado y para el otro.
Veo la calva brillante del abuelo, la piel con manchas, la coronilla de pelo blanco bien
corta y prolija.
El abuelo se mira, asiente, dice mirá qué pinta el viejito. Entonces trata de
levantarse pero se queda a medio camino, agarrado a los apoyabrazos del sillón con una
mueca de dolor. Raúl lo ataja con un movimiento rápido, lo hace sentarse de nuevo. Le
pone una mano en la mejilla y lo mira a los ojos.
Norberto, ¿está bien? Él, pálido, le sostiene la mirada con la cabeza inclinada
hacia atrás, la boca apenas abierta y un gesto que lo hace parecer mucho más viejo de lo
que es, o quizás de lo que él cree ser. El abuelo no responde, mira a su alrededor como
si no supiera dónde está. Yo tampoco reacciono, hay algo que me descoloca en su
mirada opaca. Me voy con él en su desconcierto.
Pasa un segundo, los tres callados, la mano de Raúl en la mejilla del abuelo hasta
que vuelve en sí, asiente y cierra la boca. Tensa los labios como si se pusiera serio de
repente. No es nada, dice, y suena a la defensiva, me tiró la cicatriz. Raúl le pide que
espere, busca un vaso de agua. El abuelo lo rechaza, pero Raúl insiste. Entonces dice
bueno, si te hace feliz, y se lo toma de un sorbo, lo apoya en la mesada, toma aire y se
empuja con ambas manos para levantarse.
Raúl lo quiere ayudar pero el abuelo dice que él puede solo, se levanta con
esfuerzo pero en un solo movimiento. Se mira en el espejo y se sacude los hombros, el
mismo gesto de siempre pero con las manos apenas temblorosas. Después saca la
billetera, pregunta cuánto, aunque ya sepa, y saca tres billetes de cien. Los deja sobre la
mesada y dice quedate el vuelto.
Gracias, Norberto, responde Raúl, y él lo mira a los ojos una vez más, con la
misma desorientación de hace unos segundos.
¿Abuelo?, digo en voz baja, tanto que ni siquiera me escucho, y él pestañea, dice
vamos, camina despacio hacia la puerta; los brazos tensos como si tuviese miedo de
caer al piso.
Saludo a Raúl, que en voz baja me dice cuidalo. Camino al lado del abuelo, con la
mano cerca de su brazo pero sin tocarlo. Cruzamos la calle y él abre la puerta de la
camioneta. Pone un pie en el escalón y se agarra con una mano, tira con fuerza. Yo me
quedo atrás hasta que se sienta, para atajarlo en caso de que caiga.
Doy la vuelta y subo. Raúl nos saluda con la mano. Le pregunto al abuelo si se
siente bien, si no quiere que le compre una gaseosa, que pida un taxi, que llame a
alguien. Él, sin mirarme, los ojos fijos hacia delante, dice no, estoy perfecto, un poco
cansado nada más.
¿Seguro?, insisto.
Seguro, dice, es que el sanatorio me cambió el ritmo del sueño, quiero dormir
todo el día.
Sacó dos mandarinas del bolsillo y se las ofreció a los chicos, pero 86 sacudió la
cabeza sin mirarlo. Parecía triste y pensativa, hacía semanas que apenas hablaba.
Quizás ya estaba grande, se daba cuenta de cosas que no le gustaban, todo lo que no
podía tener, los lugares a los que no podía ir.
Calculó la hora por la posición del sol. Tenían que buscar un sector tranquilo, al
menos hasta que les dieran el almuerzo. Caminaron hasta las rocas, un pequeño refugio
rodeado de piedras a la orilla del lago. Trepó para ver si estaba libre mientras los chicos
esperaban, pero abajo vio a 13, 18 y sus tres hijos. 13 sonrió y se encogió de hombros,
habían llegado primero. Hay lugar, dijo 19. Pero 13 sacudió la cabeza, ambos sabían que
estaba prohibido mezclarse entre familias. Aunque a veces los dejaran romper algunas
reglas, acababan de entrar cuidadores nuevos. Y los nuevos siempre exageraban.
19 bajó de la roca. El árbol, dijo 93. No, dijo 86, no somos monos. 19 la miró
sorprendido. Su hija decía cosas que él nunca hubiera pensado y que de repente
sonaban tan ciertas. No somos monos.
Una opción era atrás de los baños, había un bosquecito de cañas con unos
senderos apretados, siempre quedaban algunos huecos donde estar un rato tranquilos.
Pero a veces la rejilla desbordaba y se formaba un barrial con olor a pis. Lo ideal era
quedarse del otro lado del lago, cerca de las jaulas. En ese sector los visitantes eran
menos invasivos, se asustaban y guardaban un silencio expectante. Los salvajes
imponían respeto.
Caminaron por la orilla del lago y se sentaron sobre el pasto húmedo, de espaldas
a los senderos y las jaulas. El agua se acercaba y retrocedía en oleadas breves. 19 pensó
en el río, siempre pensaba en el río. El río venía de lugares e iba hacia otros; la corriente
traía cosas, llevaba canoas, estaba viva. El lago, en lugar de hacerle más soportable la
añoranza, le provocaba una tristeza aún más pesada.
Escucharon los ruidos que venían de las jaulas, los movimientos ansiosos. Los
salvajes se despertaban y empezaban a caminar de un lado a otro, buscaban algo para
comer. Entonces sonó la chicharra y desde la orilla opuesta vieron que las puertas se
abrían y los visitantes avanzaban de a montones por los senderos.
Calculó las horas que faltaban para el almuerzo. Siempre se le hacía largo. Ahí
dentro, el tiempo era como una barca que cargaban de más, demasiado pesada. La
corriente se la llevaba, inevitable pero lentamente, la quilla raspando el lecho barroso.
Arrancó una brizna de pasto y la apretó entre los dedos. Se la llevó a la boca, la
masticó para pasar el rato y aguantar el hambre que siempre acechaba y que nunca
lograba saciar.
El sol llegó al cénit y el murmullo de los visitantes empezó a crecer. 19 tomó a sus
hijos de las manos y caminó por el pasto, lejos del sendero, hasta la fila. Vio que 13 y 18
habían llegado antes con sus hijos. Se lamentó de no haberse adelantado; habrían
podido tomar el refugio entre las piedras, o el que quisieran, por el resto de la tarde.
Además de carne, tocaba tomate. Cada día una verdura distinta. 86 dijo que
quería un plato y cubiertos como los que les daban a los visitantes, que además podían
elegir qué comer. 19 la miró con ojos tristes. 86 se cruzó de brazos, frunció la boca.
Les llegó su turno, los cuidadores les dieron su ración. Gracias, dijo 19. Uno de
los cuidadores, de barba pelirroja y alto, lo miró con desprecio y lo mandó a comer.
Quiero un plato, repitió 86, y el barbudo se rio. Vas a tener que robar uno, le dijo, pero
que no te agarren, ¿sabés qué te pasa si te agarran? 19 tomó a 86 de la mano. Ella asintió
con tristeza y siguió a su padre. 93, distraído, ya había mordido su tomate, el jugo le
chorreaba por la barbilla.
Aunque estuvieran más o menos ocultos detrás de las plantas, una mujer empezó
a sacarles fotos. A ver, mirá para acá, le pidió a 86. 19 vio a su hija clavar la vista en el
pasto, limpiarse la boca como si se avergonzara. Dale, mirame, repitió la mujer, mordé y
mirame. Apuntó con la cámara y avanzó hacia ellos, pisó el pasto. Sacaba una foto tras
otra y 19, aunque odiara el ruido que hacían esos aparatos, aunque los estallidos de luz
le irritaran los ojos, sabía quedarse quieto y aguantar. Peor era la jaula, tener que
defender su territorio entre los salvajes todo el tiempo. Uno de los cuidadores se acercó
y le señaló a la mujer el cartel que prohibía a los visitantes salirse del sendero. Ella dio
un paso atrás sin dejar de sacar fotos.
19 mordió su pedazo de carne. Siempre trataba de comer despacio, pero sin darse
cuenta terminó su ración en tres o cuatro bocados. Después cerró los ojos y paladeó el
sabor que todavía persistía. Cuando sus hijos terminaron fueron a lavarse a la orilla del
lago.
Como no había otro lugar mejor volvieron al sector de las jaulas. Caminaron con
los pies en el agua, lejos del sendero. En el camino, 93 se detuvo junto a un árbol. 19 y 86
trataron de cubrirlo de la gente que lo filmaba y decía mirá, hace pis.
Entonces se escucharon gritos que venían de las jaulas. Otra vez. 86 abrió los ojos
y miró hacia atrás. 19 también se volvió y vio a un chico del otro lado de la línea
amarilla. Tiraba de su brazo y trataba de sacarlo de entre los barrotes.
Dos salvajes lo agarraban desde adentro. La hembra tenía un dedo entre los
dientes y movía la cabeza tratando de arrancárselo. 19 la reconoció, la había espiado
más de una vez, hipnotizado. Solía pasearse desnuda y mirar fijo a cualquiera que
cruzara la mirada con ella. El otro era un macho grande; los músculos le marcaban el
cuerpo, tensos como cinchas de cuero. Aunque los salvajes no podían moverse por el
parque como ellos, a veces le parecían más libres. De noche los escuchaba gritar y
gemir.
Tres cuidadores se acercaron corriendo con sus lanzas. Metieron las puntas entre
los barrotes y picaron a la hembra, que tembló por la descarga eléctrica sin soltar al
chico, la mandíbula tensa y los dientes cerrados sobre el dedo. Otro empezó a picar al
macho, que apenas sintió los golpes.
El padre del chico abrazaba a su hijo y tiraba. De repente cayeron los dos al piso y
la hembra les mostró a todos el dedo, que masticaba con la boca abierta mientras se
golpeaba el pecho. Los visitantes retrocedieron asustados y se escuchó una exclamación
apagada.
86 se largó a llorar. 19 quiso decirle algo pero no supo qué. Miró de nuevo a los
salvajes, la cara de la hembra cubierta de sangre, el macho que trataba de abrirle la boca
con las manos mientras ella lo rasguñaba y defendía su botín. Al menos no habría
sorteo por unos días.
Pasaron el resto de la tarde descansando, sin nadie que los molestara. Las otras
familias se acercaron a la orilla del lago y algunos aprovecharon para nadar. El tiempo,
así, no pesaba tanto.
Un grupo de cuidadores se dirigió hacia las jaulas con sus trajes y sus cascos.
Todos se acercaron a ver y 19 saludó con un gesto a los demás. Cuando abrieron la
puerta, los salvajes empezaron a gritar y a tirarles palos, huesos, mientras los
cuidadores avanzaban despacio detrás de sus escudos, empuñando sus lanzas. Hubo
corridas y forcejeos, pero después de unos minutos lograron acorralar a la hembra. La
ataron de pies y manos y la picaron hasta que dejó de sacudirse.
El macho les costó más, era muy fuerte. Se resistía con furia y a uno de los
cuidadores le sacó el casco de un cabezazo, intentó morderle la cara. Los otros lo
redujeron por la espalda y lo ataron, le golpearon la cabeza hasta desmayarlo.
Los cuidadores tiraron de las poleas hasta que los salvajes quedaron colgando
boca abajo. El de barba pelirroja agarró a la hembra del pelo, exhibió el cuello estirado y
con un cuchillo de hoja corta le abrió la yugular. La hembra se sacudió un momento y la
sangre brotó hasta cubrirle la cara y el pelo.
93 tenía los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas. Observaba los movimientos
de la mano del barbudo, que después de desangrar al macho empezó a desollar a la
hembra con otra hoja, más larga y fina. Eran grandes, especialmente él. No habría sorteo
por unos cuantos días.
Las tardes ya no parecen tan largas. Josefina lee junto a la salamandra, casi se está
bien con esa luz naranja, la ventana cubierta de nieve, la taza humeante. Todavía hay té.
Aunque a veces cueste conseguirlo, es de esas cosas que parecen no acabarse nunca.
El timbre grave y apagado del teléfono la distrae, Josefina pierde el hilo del
poema. Lo deja sonar pero finalmente se levanta. Escucha la voz entrecortada de Lena,
la madre de Manuel, y luego una interferencia. La mitad de las antenas se derrumbaron
en los bombardeos. Quedan algunos hierros retorcidos que se elevan al cielo y parecen
monumentos.
¿Cómo estás?, pregunta Lena cuando la llamada conecta, ¿mejor? Josefina asiente.
Pero mejor que cuándo, no lo sabe. Su propia voz le resulta extraña. Está acostumbrada
al silencio, a hablarse a sí misma con gestos y a reconocerse en el espejo. A veces no sabe
si está triste, cansada o aburrida, hasta que se mira y se ve la rigidez en la comisura de
los labios, el ceño fruncido, el gesto ausente que tanto le gustaba a Manuel.
Te voy a visitar, dice Lena, conseguí almendras, nueces. Las traen del Norte, son
buenas.
Tengo cosas que hacer, responde Josefina. No tiene ganas de ver a nadie, hablar
la agota. Te llamo mañana, o pasado, dice cuando Lena insiste, guardame algunas, pero
un puñado nada más, aprovechalas vos.
Está bien, responde Lena, la voz vibrando como un hilo tenso y delgado. En el
silencio que sigue, Josefina adivina el llanto contenido, las mismas preguntas una y otra
vez. ¿Cómo pudo haberle explotado en la mano? ¿Estaba fallada o no la tiró a tiempo? Y
la más dolorosa, que tiene sus variantes pero es siempre la misma: ¿para qué se alistó?,
¿para qué se quedaron en la quebrada?, ¿para qué defendieron esa franja de tierra
muerta que no le importa a nadie? Josefina odia esas preguntas, odia considerar la
posibilidad de que todo pudiera haberse previsto.
Tengo que cortar, dice, e imagina a Lena asintiendo en silencio, los ojos húmedos.
Josefina corta. Está molesta, consigo misma y con Lena. Siempre que hablan se
queda pensando en la obstinación de Manuel, en esa voluntad de ir siempre hacia
delante. Si hay trabajo, los hombres trabajan. Y si hay guerra van a morir, una y otra
vez.
Josefina no quiere hablar del tema, no busca alivio. No le importa que no haya
habido entierro, que el cuerpo volara en pedazos que nadie se molestó en juntar. La
guerra no deja tiempo para esas minucias. Es así y conviene no pensar en los detalles.
Mejor quedarse con ese dolor crudo, perpetuo pero soportable, como una cría enferma
que requiere cuidados constantes. Mejor así, mejor tener en qué ocupar toda su
atención, algo que la mantenga concentrada y que le impida mirar la destrucción que la
rodea. Y que el tiempo pase, un día y luego el otro, que dé al menos la ilusión de que
existe un futuro.
There we two, content, happy in being together, speaking little, perhaps not a word.
Relee la frase dos, tres veces. Entonces imagina que Manuel está a su lado, que
ambos leen en silencio y que con solo levantar la cabeza podría sonreírle, extender un
brazo y tocarlo. Pero no, repite para sí misma, y cierra el libro, mira la foto de Whitman
en la portada. Desde que empezó la guerra, o desde que vieron que nunca iba a
terminar, los ancianos comenzaron a dejarse la barba. Juraron no cortársela hasta que
volviesen los hijos y los nietos que ya no van a volver. Josefina ve a Whitman en todos
lados, los bigotes blancos teñidos de amarillo por el tabaco. Los sombreros que quizás
se sientan como una protección, aunque ilusoria. Y otra vez imagina a Manuel, que se
obstina en ser recordado. Lo ve envejecido, sentado en ese mismo sillón. Lo ve acariciar
su barba y mirar el fuego como si estudiara los matices. El hombre sabio y atento que ya
no va a ser.
Dos golpes en la puerta la hacen volver en sí. Josefina suspira con hastío y se
levanta tras algunos segundos. Tiene las piernas entumecidas y espera a que la sangre
circule otra vez. Escucha dos golpes más y la puerta, vieja y sólida, resuena con un eco
grave.
Josefina abre y dos hombres de uniforme la saludan con gesto marcial, piden
permiso. Ella se corre a un lado sin decir palabra, les señala la mesa. Los ve pasar y
sentarse. Ve los distintivos, que parecen de alto rango. Tenientes, quizás.
Ofrece té y ellos niegan con la cabeza, agradecen, le piden que se siente. Ella
observa la silla como se mira un objeto cuyo uso se desconoce. Estoy bien así, dice.
Josefina asiente, quizás sin escuchar. Está acostumbrada a los pésames. Los recibe
con una sonrisa apenas insinuada y trata de quitarles importancia. Responde siempre
con una mueca melancólica y resignada. Espera que el momento pase, y que nadie le
hable más del tema. Necesita creer como sea que la muerte de Manuel es un dato entre
tantos otros, sin mayor importancia. Murieron miles, todas las mujeres son viudas,
todos los niños son huérfanos, y el invierno está por terminar, y hay que reparar los
techos de las casas, y esta semana llegaron bananas al mercado. Hace cuánto no
llegaban bananas.
Una granada detonó, dice el otro hombre, más flaco, rubio, de bigote. Fue en el
combate de la quebrada, una posición estratégica que logramos tomar. Estamos
ganando.
Esto era de él, dice el otro. Y apoya sobre la mesa un cuchillo con mango de
caoba, con funda de cuero, que había sido del padre de Manuel. Josefina, por un
momento, se emociona, recuerda a Manuel afilándolo. Pero reprime el llanto que siente
en la garganta y desenfunda el cuchillo, levanta la hoja, observa la superficie pulida.
Josefina asiente y los hombres se ponen de pie. Ella abre la puerta, mira hacia
afuera. La nieve empieza a acumularse y el invierno se estira. Piensa en los soldados
que marchan sobre la tierra congelada. Hay una imagen que no logra sacarse de la
cabeza. Se la relató Manuel en una carta, con demasiada precisión. Un soldado se quedó
dormido, recostado contra la pared de la trinchera. Durante la noche heló. Lo
encontraron por los gritos, con un brazo adherido al barro congelado. Tuvieron que
amputarlo a la altura del hombro.
Josefina se pregunta si los dos que la visitan vendrán del frente o si serán
burócratas. ¿Habrán peleado junto a Manuel? ¿Lo habrán visto matar enemigos? ¿Lo
habrán visto morir? Esa idea vuelve a perturbarla, el momento anterior al estallido.
Imagina la expresión de Manuel, ¿cuánto habrá durado para él ese instante?
Estoy bien, gracias, responde Josefina. Y los dos tenientes se quedan un momento
más, mirándola como si el ritual hubiese quedado trunco y aún faltase algo. Quizás
esperaban que llorara y fueron preparados para contenerla, para poner una mano firme
sobre su hombro y repetir que el coronel Leighton fue un héroe, que murió por la causa,
que no será en vano.
Pero ella no espera nada y los hombres, desilusionados, salen al frío. Josefina
cierra la puerta, deja el cuchillo en el último cajón de la cocina. Después se sirve té, se
sienta y abre su libro, relee la última línea.
Deja de nevar y sale el sol, las calles se cubren de barro. Luego cae otra helada y
el barro se congela. Lena se resbala volviendo del mercado y queda en cama con dos
costillas fisuradas. Llama más seguido, conseguir analgésicos es casi imposible y dice
que hablar la distrae del dolor. Pide que Josefina vaya a visitarla, hay un álbum de fotos
de Manuel que nunca le mostró.
Las ráfagas heladas llegan a los cincuenta kilómetros por hora. Las ventanas
tiemblan. La despensa está llena y Josefina apenas come. Queda leña para un tiempo y
hay té, libros para leer, libros para releer.
Durante la noche hizo más frío que de costumbre y la casa no llega a calentarse.
Josefina alimenta el fuego, mira por la ventana. Los árboles, secos y congelados, parecen
de piedra. Un auto se detiene frente a la puerta. Bajan dos hombres de uniforme y se
acercan a la casa. Se escuchan dos golpes en la puerta. Ella no se mueve. Al minuto
golpean de nuevo. Uno de los hombres, morocho y alto, se acerca a la ventana
empañada. Su cara es una mancha. Josefina pasa una mano por el vidrio, lo mira a los
ojos. Los del hombre son verdes, con manchas oscuras, como los de Manuel. Los
distintivos parecen de alto rango. Tenientes, quizás.
Abre la puerta y los hombres piden permiso. Antes de entrar, golpean las botas
contra el marco para quitarles la nieve sucia. Ella les señala la mesa y los tenientes
pasan, se sientan.
La frase del hombre queda inconclusa, quizás porque Josefina parece no estar
escuchándolo. El otro, el de ojos verdes, carraspea. Ella lo mira. Lamentamos traerle esta
noticia, dice, pero el coronel Manuel Leighton, su marido…
Gracias, repite ella. Los hombres entienden y se ponen de pie. Uno dice algo
sobre la batalla de la quebrada, que están ganando. El otro agrega que era una posición
estratégica. Pero Josefina no escucha, mira hacia afuera. El viento empuja los copos de
nieve. Los hombres se acercan a la puerta y antes de salir saludan con un gesto
respetuoso. Estamos a su disposición, dice uno de ellos, o quizás ambos a la vez.
Las fisuras de Lena tardan en sanar, quizás porque no se queda quieta, porque
está sola y tiene que levantarse de la cama sí o sí. Josefina decide salir a visitarla. Los
cráteres que dejaron las bombas la obligan a tomar varios rodeos por zonas que no
conoce bien y que han cambiado. Camina por las calles desiertas sintiéndose extranjera,
mirando los edificios en ruinas, los ambientes como decorados en un escenario. Un
baño sin la cuarta pared, una habitación en un tercer piso con un estante lleno de
muñecos.
En lo de Lena miran las fotos y comen nueces. Manuel a los doce años corriendo
por un parque soleado, a punto de patear una pelota, sonriendo y señalando el agujero
donde estuvo su último diente de leche.
Es así, quiere decirle, ya no está, pero no lo dice porque teme estar hablándose a
sí misma. Entonces dice otra cosa, algo que no recuerda haber pensado y que le surge
con la espontaneidad de una epifanía: Manuel ahora es una idea. Sigue acá, como estas
fotos, no se va a ir nunca.
Lamentamos interrumpirla, dice uno de los hombres. Tiene una cicatriz que le
cruza la boca, ambos labios. El otro también. Josefina los mira. Parecen idénticos, pero a
la vez no. Ambos, a su modo, le recuerdan a Manuel. La postura, ciertos gestos, la línea
de la mandíbula. Tal vez sean los uniformes, los distintivos, el aire marcial.
Josefina camina hasta la mesa y señala las sillas. Los hombres se sientan. Uno de
ellos saca un cuchillo con mango de caoba y funda de cuero. Parecen cansados, como si
esta visita fuese una entre muchas que les toca hacer el mismo día. Josefina los deja
hablar: la quebrada, una posición estratégica, el accidente. Cuando terminan agradece.
Los hombres se van y ella agarra el cuchillo, lo deja en el último cajón de la cocina y por
primera vez piensa en contarlos. Se sienta en el piso y saca uno por uno. En algún
momento nota que está llorando, se pierde, empieza de nuevo.
Variables
Los informes eran eternos. Viabilidad, posibilidades de inserción de producto,
indicadores de desempeño. Silvana escribía, copiaba, pasaba de una pestaña a la otra y
de planilla en planilla. Luchi jugaba en el piso, pero cada cinco o diez minutos se le
daba por gatear hacia la cocina. Ella veía el movimiento por el rabillo del ojo y se
paraba, terminaba de cargar un dato inclinada sobre la computadora, dejaba a Luchi
otra vez en el centro del comedor y seguía trabajando.
Pero todo cambiaba demasiado rápido. Luchi empezó pronto a pararse y Silvana
perdió ese segundo adicional en el que terminaba de cargar el número en la celda
correspondiente. Se caía de boca y empezaba a gritar antes de que ella atinara a
levantarse. Había que salir corriendo en el instante en que apoyaba los bracitos en el
piso y alzaba la cola, estiraba las piernas. Después, el cuerpo desproporcionado y torpe
se elevaba con un empujón, el torso se bamboleaba y buscaba el equilibrio que la
mayoría de las veces no conseguía. Silvana llegaba justo en ese instante, cuando la
inercia de ese movimiento oscilatorio empezaba a arrastrarlo de nuevo hacia el piso.
Peor iba a ser cuando pudiera caminar hasta la cocina, que tenía estantes abiertos en
lugar de alacenas.
Tendríamos que hacer algo con eso, le decía a Juan por las noches. Y él respondía
sí, este domingo, o el próximo. Pero el tiempo pasaba y nunca encontraban el momento.
Después de besar a Juan, Silvana dejaba su ropa sucia en el canasto del baño y se
daba una ducha de exactamente diez minutos. Primero se sentaba para que el agua
caliente le diera en el cuello mientras se ponía el shampoo y se masajeaba la cabeza.
Siempre estaba contracturada porque no podía mantener la postura que le había
enseñado el kinesiólogo: la cintura pegada al respaldo, la columna recta, los hombros
derechos. Sin darse cuenta, terminaba siempre con las piernas cruzadas, torcida e
inclinada sobre la computadora.
Mientras se bañaba, Juan entraba con Luchi y le contaba cosas, hacía preguntas
que ella respondía con monosílabos. Era el único momento en que estaba sola y prefería
no tener que hablar con nadie. A veces le daban ganas de pedirle que se callara, pero no
quería ser descortés. Ante la falta de interacción, él salía sin necesidad de que lo echaran
y se iba a sacar lo que había dejado en el horno. Era cuestión de equilibrio, para
balancear había que quitar de un lado y poner en el otro. Silvana estaba satisfecha con
que las cosas fueran de esa manera.
Al menos, decía siempre él, podés trabajar en casa; no sabés lo que extraño a
Luchi estando todo el día afuera. Ella levantaba la cabeza confundida. No sabía qué
responder, nunca se había quejado. No le molestaba su trabajo, al contrario. Claro que
era agotador, pero de eso se trataba: trabajar, cansarse, descansar, empezar de nuevo.
Suponía entonces que Juan la veía ojerosa, o pensando siempre en algo más; que eso era
lo malo, la causa del «al menos». Y recordaba la respuesta correcta: estoy bien, te
prometo que voy a estar más presente. Él, sin dejar de darle de comer a Luchi, la miraba
y sonreía. Estar más presente, se repetía ella en silencio.
Cuando cerró la puerta, Luchi se puso a llorar. Golpeó el vidrio con las manos y
con el mismo impulso cayó hacia atrás, abrió la boca y frunció los ojos. Silvana le sacó la
lengua y volvió a su pantalla, presionó enter, revisó una pestaña del navegador,
seleccionó un número de doce cifras, lo copió, volvió a la planilla. Pegó el número en
una de las celdas y Luchi volvió a golpear el vidrio. Silvana cotejó el dato en voz alta
mientras giraba la silla para que el balcón quedara a sus espaldas.
No se dio cuenta de que había bajado el sol, pero sí de que estaba por llegar Juan
porque su estómago empezó a gruñir de hambre. Se dio vuelta y vio a Luchi con dos
dedos dentro de la boca, mirándola fijo. Abrió la puerta corrediza del balcón y le dio un
beso en la mejilla. Escuchó el ascensor.
Mientras cenaban, él preguntó si lo de los dedos era nuevo. Ella levantó la cabeza
del plato y miró a Luchi. No sé, dijo, unos días, o un par de semanas.
En invierno no lo iba a hacer, ni hacía falta decirlo, pero mientras siguiera el calor
era un buen lugar. Y tampoco era todo el día. Seis horas, a lo sumo, cortando un rato en
el medio para darle de comer. Seis horas corridas para trabajar sin interrupciones, sin
tener que vigilarlo constantemente. Calculó que podía incluso duplicar el ritmo de
trabajo.
A los pocos días se hizo obvio que así avanzaba más rápido. Nada cortaba esas
rachas en las que podía pasar hasta tres horas sin tomar un sorbo de agua, sin quitar la
vista de la pantalla ni una vez. En una semana, casi la mitad del tiempo que demoraba
hasta entonces, terminó un informe de los más complejos. Su jefe le escribió para
felicitarla y le informó que iban a reasignarle las aerolíneas. Antes de la licencia por
embarazo habían sido su especialidad.
Esa misma noche, Juan propuso contratar a una niñera, alguien que se ocupara
de Luchi para que ella pudiera trabajar tranquila al menos unas horas. Silvana lo miró
enojada y dijo no, sin ganas de explicarle que las cosas funcionaban en base a rutinas y
equilibrios, que justo ahora que empezaban a acomodarse sumar un nuevo factor a la
ecuación implicaría un nuevo desajuste.
Hasta Luchi empezaba a acostumbrarse. Parecía disfrutar del aire libre. Silvana
había limpiado el piso y le ponía colchonetas, que se ocupaba de sacar antes de que
volviera Juan. Lo de los dedos en la boca se había vuelto constante, pero tal vez fuera
otra cosa, no había forma de saberlo.
Una tarde llovió. Silvana estaba tan abstraída, de espaldas a la ventana, que tardó
un rato en darse cuenta. Aunque enseguida le dio un baño caliente, Luchi se resfrió
igual. Se ahogaba todo el tiempo y ni siquiera se daba cuenta de que sin los dedos en la
boca podía respirar mejor. Silvana se impacientó y tiró del bracito, pero Luchi se
sostuvo una mano con la otra, forcejeó. Con la boca tapada y la nariz con mocos,
empezó a agitarse por el tironeo y a llorar. A Silvana le pareció que los labios se le
ponían azules y se asustó. Lo llevó al pediatra, que recomendó hacerle nebulizaciones.
Pero todo llevaba mucho tiempo: tenía que sostener la mascarilla, cantarle lo de saco
una manito, la hago bailar. Se sentía una idiota.
En la sillita, con los brazos atados a los costados y la máscara puesta, podía
dejarlo un buen rato. Al principio, Luchi trató de zafarse, pero al final se resignó. Era
como una masa inquieta que había que contener, ese era el concepto en la mente de
Silvana. Solo había que estar atenta e impedir que rebalsara. Cuidarlo no difería mucho
de sus informes. Y eso era algo que ella sabía hacer, algo en lo que era muy buena.
Recibía la información que le mandaban todos los días, miles de cifras que iban
acumulándose en su casilla de correo mientras ella las clasificaba y distribuía en sus
planillas, impidiendo que se amontonaran al punto de superarla.
Luchi terminó de curarse. Los días se pusieron lindos de nuevo. Juan llegó una
noche con unas macetas con flores para colgar de la baranda del balcón. A Silvana le
molestó, no le gustaban las cosas nuevas, pero fingió una sonrisa, dijo gracias y
prometió regarlas.
En los primeros días de otoño siguió el buen tiempo. Con un abrigo liviano,
Luchi iba a estar bien. Para ese momento ya se paraba con confianza, estaba cada vez
más alto y caminaba de acá para allá, incluso había empezado a balbucear y parecía
entender cuando le hablaban. Era casi una persona.
Las flores ya estaban secas. Una tarde, Luchi se puso en puntas de pie, manoteó
una de las macetas y la tiró al piso del balcón. Silvana vio el desorden, pero estaba en
pleno malabarismo con los números y se dijo que era lo mismo limpiarlo en ese
momento o más tarde. Después de jugar un rato con la tierra y las flores despedazadas,
Luchi levantó una maceta, estiró los brazos hasta llegar a pasarla por la baranda y la
dejó caer al patio de abajo. Era de plástico duro y el estruendo subió con eco por el
pulmón de manzana.
Ella buscó una respuesta lógica, una que solucionara el asunto y restableciera el
equilibrio. Como ante el aturdimiento que le provocaban algunos informes, se dijo que
la solución era resolver una variable por vez. Juan sacudió la cabeza, decepcionado.
Silvana cerró la puerta corrediza con un movimiento rápido. Escuchó el clic de la traba
justo cuando él estiraba el brazo para tratar de frenarla.
Dale, abrí, dijo Juan, y golpeó el vidrio con suavidad. Ella no contestó, no pensó.
Alternaba la mirada entre él y Luchi, que tenía los dedos en la boca, la cabeza apoyada
en el pecho del padre. Dale, Silvana, no me hagas enojar. Ella miró hacia el costado,
hacia la tira de la persiana. Una acción, y luego otra, detenerse a pensar era dejar que las
cosas se le fueran de las manos. Juan estaba muy cerca del vidrio y tuvo que dar un
paso atrás para que las hojas de madera no le pegaran en la cabeza.
Lo único que interrumpía ese flujo perfecto eran los ruidos. No podía
desaprovechar esa inercia. Levantó la cabeza y vio sobre un estante los tapones de
silicona que le ponían a Luchi cuando le daba otitis. Empujó uno en cada oído y apretó.
Por un segundo, sin dejar de trabajar, ensayó vagamente un diálogo con Juan: a partir
de ahora iba a dejar a Luchi en su habitación, le iba a comprar juguetes nuevos; el
balcón quizás no fuera lo mejor.
Faltaba poco, una hora como mucho. Nada era tan satisfactorio como cerrar una
planilla, adjuntar el documento, poner Versión Final en el asunto y enviar. Los gritos
quedaron en segundo plano y Silvana, optimista, se entregó al rumor grave del teclado.
Un cementerio con palmeras
El chirrido de los frenos me queda vibrando en los oídos. Después el golpe, seco,
demasiado real. Joaquín queda en el piso. El auto acelera y se aleja.
Quiero que llore, que se agarre la cabeza, que haga algo. Pero no pasa nada y el
capítulo termina. Vienen los títulos, la canción.
Llamo a Blanca para ver si se enteró pero parece apurada, se nota que no me
presta atención. Le pregunto si tiene cosas que hacer y me dice que están por llegar los
nietos a tomar el té. Le digo que es solo un minuto, es importante, pregunto si vio la
novela. Ella dice que hoy ni prendió el televisor, estuvo todo el día cocinando unas
tortas, que mañana me llama y le cuento. Es que no puedo creer lo del nene, le digo, no
entiendo cómo pudo pasar algo así. Es televisión, dice ella, y se nota que está haciendo
otra cosa, que dice por decir. Entonces escucho que le suena el timbre y antes de que me
responda alguna estupidez le digo que vaya, que no la demoro más, y le corto.
El corazón me late raro, a destiempo. El médico me dijo que cuando estoy así me
tengo que sentar, cerrar los ojos y con dos dedos en el cuello contar los latidos hasta
llegar a cien. Pero eso no me calma, me pongo nerviosa y me pierdo, me salteo los
números.
Salgo al pasillo y le toco el timbre a la señora del B, que debe estar durmiendo
porque no atiende. Golpeo en el A y me abre la chica, es joven y anda siempre
desaliñada. Tiene olor a cigarrillo y está descalza, con una remera larga y sin
pantalones, casi desnuda. Su casa es un desorden. Me pregunta si estoy bien y le digo
que necesito saber si ella también escucha, si es su televisor, o si es la antena, los cables
que quizás tengan tensión. Me mira como si no supiera de qué le hablo. El pitido, le
digo, ¿o es un llanto, alguien que grita? No, de acá no viene, responde, yo no escucho
nada. Me quedo quieta, atenta. Se ve la puerta de su habitación entreabierta y parece
que adentro hay alguien. Me asomo un poco y le pregunto si está segura de que el ruido
no sale de su casa. Ella dice sí, señora, estoy segura.
Vuelvo a la cama y me tomo otro ansiolítico. Cierro los ojos, me pongo dos dedos
en el cuello y empiezo a contar.
Me despierto tarde, cerca de las nueve. No me siento nada bien. Igual me obligo a
desayunar algo liviano porque no puedo tomar la medicación con el estómago vacío.
Mientras preparo un té me doy cuenta de que el ruido sigue ahí. Es tan agudo que por
momentos no me doy cuenta, supongo que el oído se me acostumbra. Pero cuando me
acuerdo presto atención y ya no lo puedo dejar de escuchar. Trato de prender el
televisor pero no funciona.
Sí, ya sabía, lo desenchufé yo misma, Luis. Pero lo otro, preste atención, ¿no oye?
Suba a ver las antenas, o los cables. Puede ser una interferencia, un acople. O un llanto
de verdad, ¿no hay chicos en el piso? No, señora, dice Luis. Pero trato de averiguar,
quédese tranquila. Y yo respondo que quizás tenga razón, de hecho me falta un poco el
aire, me vendría bien sentarme. Él me lleva del brazo hasta el sillón.
La presentación parece más larga que otras veces. Lo hacen a propósito porque
saben que estamos todos preocupados. Me da un poco de esperanza, imagino que tal
vez fue un sueño, que era mentira. A veces hacen eso. Pero de repente se ve un cielo
muy azul, y la cámara baja y estamos en un parque verde lleno de palmeras, todos
vestidos de negro. Veo las lápidas, las cruces, a la madre de Joaquín y las abuelas. El
marido, su socio, toda la familia. Subo el volumen al máximo pero no se escucha lo que
dicen, los tapa una música, algo con violines. Miro sin poder creer mientras entierran a
Joaquín en un cajoncito blanco, minúsculo.
Después pasan dos o tres días apretados en unos pocos minutos, y el médico de
la familia convence a la madre de que coma un poco. No podés seguir así, dice, tenés
que ser fuerte. Ella trata de sonreír, termina el arroz que le preparó la sirvienta. Y así de
fácil ya tiene cara de sentirse mejor. Entonces entra el marido, es la primera vez que
están a solas desde la muerte de Joaquín. Estoy segura de que él le va a decir que se
merece que la entierren con el chiquito, pero no. El idiota va y le acaricia el pelo, la
abraza, le dice que no tiene que sentirse culpable, que fue un accidente y lo van a
superar juntos.
Apago, indignada, no puedo ver más. Necesito pensar en otra cosa y me pongo a
trabajar un poco con las macetas del balcón. Arranco algunas malezas, remuevo la
tierra, pongo un poco de fertilizante y trasplanto la hortensia. Pero no puedo dejar de
pensar; debería mandarle una carta a alguien, hacer algo. Paro porque me duelen
mucho los dedos y porque estoy torpe, la tierra se me cae, rompo las raíces. Me tomo un
analgésico y me voy al sillón a descansar. Pero el ruido es insoportable y si cierro los
ojos lo escucho más fuerte. Me levanto de nuevo, tapo el televisor con una manta y me
cubro los oídos con almohadones.
Por un momento no entiendo dónde estoy, creo que estaba soñando que mi casa
no era mi casa. Me siento muy cansada pero el hambre me hace levantarme, anoche no
comí. Me preparo unas tostadas con queso y un café, que me provoca un poco de acidez
pero me despierta, me da ganas de salir. Recuerdo que no tomé la medicación y tomo
las dos juntas, la de la noche y la de la mañana, y agrego un antiinflamatorio porque me
siguen doliendo las manos.
¿Cómo que no? Usted maneja un taxi y yo soy una pasajera, yo le digo adónde ir
y usted va. Él me mira por el espejo retrovisor. Pero señora, dice, si la llevo a provincia
le tengo que cobrar la vuelta. Y además hay muchos de esos cementerios, si no sabe cuál
es… Bueno, gracias por nada, lo interrumpo. Abro la puerta y me bajo.
Paro dos taxis más y la escena se repite. Nadie me quiere llevar, nadie me ayuda.
Entro al edificio y Luis no está por ningún lado. Se me ocurre llamar a Blanca, porque
ella tiene auto. Subo al departamento y el pitido se escucha más fuerte que nunca. Ni
siquiera escucho el tono del teléfono.
Pongo otra manta sobre el televisor, pero no ayuda. Empujo la mesa hacia el
pasillo, las rueditas se traban y tengo que maniobrar con cuidado. Abro el placar y
despejo uno de los estantes, pruebo a levantar el aparato pero es muy pesado. Trato de
llamar a Luis por el portero eléctrico y no escucho ni mi propia voz. Voy al baño, me
miro al espejo, digo hola, hola. Mis labios se mueven pero no sale ningún sonido. Solo el
pitido, un quejido constante, que se siente como si me clavaran un alfiler en los oídos.
Abro la boca bien grande, me masajeo las sienes. Trato de contar mis pulsaciones pero
me pierdo, y cerrar los ojos me marea.
Vuelvo y deslizo el televisor hasta el borde de la mesa. Solo tengo que sostenerlo
un segundo, bajarlo unos centímetros y apoyarlo en el estante. Pero no puedo aguantar
el peso, los dedos se me doblan y el aparato se cae. La pantalla se rompe. Me agarro de
la puerta y bajo hasta quedar de rodillas. La venita late de nuevo, detrás del ojo
izquierdo. El ruido no para. Toco la carcasa y siento la vibración que me sube por las
manos. Saco los pedazos de vidrio de la pantalla. Adentro hay cables, circuitos, cosas
que no entiendo.
La piel sensible
Estaba de pie junto a la mesa, flaco y desnudo, transparente. Inés lo vio de reojo
pero evitó mirarlo. Tomó un sorbo de café y mordió una tostada, tragó con asco: algo
húmedo en la textura, un sabor mohoso. Y ese olor a flores mustias o marea baja.
Tiró el resto del desayuno a la basura y lavó la taza. Todavía le quedaban algunas
cajas por abrir. Se acercó a la planta que había comprado el día anterior, acarició una de
las hojas. Estaba tomando un tinte ocre y tenía manchas amarillentas, como si las raíces
se hubieran podrido. Arrancó los tallos enfermos. Hernán seguía en el mismo lugar,
quieto y con la mirada perdida. Inés se sentó dándole la espalda y empezó a
desembalar.
La noche en que le avisaron que había muerto, Inés se negó a ver el cadáver.
Volvió del hospital y se encerró en su habitación. Cuando pudo dejar de llorar, se quedó
con los ojos abiertos, a oscuras. En algún momento de la madrugada creyó distinguir
algo. Prendió la luz y vio una sombra sin contornos que flotaba junto a la pared. Se
hinchaba y contraía como si respirara, pero tan despacio que bien podía estar
imaginándolo. Ella estiró un brazo y vio que los pelos se le erizaban. Sintió un dolor
leve en las articulaciones, los dedos hinchados. Se dijo que no era nada pero la mancha
volvió a aparecer al día siguiente, y al otro, y de a poco adquirió una forma humana.
Con el tiempo empezó a aparecer todos los días. En algún momento Inés trató de
hablarle pero él nunca respondió, como si no escuchara. Casi siempre lo veía en el
departamento, aunque también aparecía en la facultad, parado en un rincón del aula, o
en medio de la calle. Siempre desnudo y quieto, la piel tirante sobre los huesos. Se
miraba las manos de un lado y del otro, o giraba la cabeza tratando de entender dónde
estaba, como perdido.
En algún momento, Inés notó que Hernán no estaba. En ese mismo instante,
como siempre, apareció en el comedor. Entonces ella le contó la historia a Nicolás. El
noviazgo desde muy chicos, las tardes en la laguna, el sopor del pueblo, las ganas de
irse a estudiar juntos a la ciudad. Después los primeros síntomas, el diagnóstico, la
quimioterapia y hasta el diálogo entre dos médicos que había escuchado en un pasillo
del hospital esa última tarde. Se lo devoró, había dicho uno, casi con placer morboso,
como si lo excitara comprobar lo que había estudiado, que los tumores, en un cuerpo
joven, se ramifican como las raíces en un suelo fértil.
Hacía años que Inés no lo hablaba con nadie. Nicolás la miraba conmovido y ella
sintió algo parecido al entusiasmo, como si el futuro fuese promisorio por primera vez
en mucho tiempo. Tomó un sorbo de café y se secó las lágrimas. Fue al baño, se lavó la
cara y agarró a Nicolás de la mano, lo llevó a su habitación. Estaba algo nerviosa pero
no miró alrededor, no buscó a Hernán. Sintió la barba que le hacía cosquillas en el
cuello y sin darse cuenta se olvidó de la torpeza que esperaba de sí misma.
Hernán, por su parte, había empezado a desplazarse. Sus pies no tocaban el piso,
y ni siquiera se percibía el movimiento. Pero ya no se quedaba quieto en un rincón, se
proyectaba de un espacio a otro mientras miraba a su alrededor con expresión
confundida.
El sábado en que llevó sus cosas, la puerta quedó abierta y la gata se escapó. La
buscaron durante horas con ayuda del portero e Inés pensó que de ahí venía su
angustia. Pero cuando la encontraron, escondida debajo de un auto en el garaje, no
sintió alivio. Subieron y trató de fingir alegría mientras ayudaba a Nicolás a guardar su
ropa y hacer lugar para sus cosas. Hernán los miraba con curiosidad y la gata maullaba
asustada desde un rincón.
Él viajó al campo de sus padres por un fin de semana. Inés notó que era la
primera vez que se quedaba sola en meses y se sintió triste, pensó en Hernán.
Enseguida le vinieron las náuseas y cuando entró al baño lo encontró frente al espejo.
Inés vio su espalda encorvada, los huesos de la columna y la cadera que sobresalían, las
manchas oscuras en la piel traslúcida. Hernán levantó las manos y las acercó a su
reflejo, pero sus dedos traspasaron el vidrio. Ella quiso tocarlo y sintió un hormigueo
desagradable. Lo siguió al comedor. Hacía mucho que no se detenía a mirarlo y lo
estudió de cerca: las ojeras negras debajo de los ojos, que parecían secos, siempre
abiertos, los labios resquebrajados, el pecho hundido y las uñas amarillentas. A los
pocos minutos tuvo que acostarse, ya no podía mantenerse en pie. El vacío en la boca
del estómago se volvió una puntada y Hernán apareció en la habitación un segundo
después, al pie de la cama, de espaldas. Ella, mareada, con la frente húmeda y fría, se
quedó hecha un ovillo. Se durmió envuelta en ese olor, ácido y casi imperceptible.
Desde que vivían juntos, incluso desde antes, Nicolás había sentido dolencias
pequeñas pero constantes. Apenas las mencionaba porque parecían aisladas, los
síntomas eran tan difusos que tal vez se debieran al cansancio, las horas frente a la
computadora, o las tres tazas de café que tomaba por día. Tampoco lo había asociado a
la cuestión de la comida: todo se pudría demasiado rápido, al pan le crecían hongos, las
frutas se pasaban. Ni había notado que la gata pasaba mucho tiempo echada, que
siempre lloraba como quejándose de algún dolor.
Con algo de culpa, Inés empezó a prestar más atención al malestar de Nicolás. Y
aunque sus modos fuesen distantes, él interpretó esos cuidados como demostraciones
de amor. Un día la llamó desde el trabajo para invitarla a cenar. Su formalidad alertó a
Inés, que durante todo el día sintió la presencia de Hernán con más fuerza, una
debilidad en las piernas que la hacía temblar cada vez que se ponía de pie. Por la noche,
con una mezcla de alegría y torpeza que a ella le provocó ternura, él propuso que
tuvieran un hijo. Inés no supo qué responder y por reflejo buscó a Hernán en el
restaurante. Lo vio parado junto a una mesa unos metros más allá, observando a un
hombre comer. ¿Qué pasa?, preguntó Nicolás con ansiedad, y miró en la misma
dirección. Nada, respondió ella, y después de una pausa sonrió para ganar tiempo,
agarró a Nicolás de la mano y le miró los dedos largos, le acarició los nudillos. Respiró y
levantó la cabeza, dijo sí.
Cada vez que se buscaban pasaba lo mismo. A veces decían mejor mañana y a
veces intentaban a pesar del malestar, un poco incómodos y rígidos. Él ayudaba a Inés a
calcular las fechas, a hacer dietas que supuestamente aumentaban la fertilidad.
La madre de Nicolás esperó hasta el postre para sacar el tema del bebé e Inés
supo enseguida que lo había ensayado mil veces, que había elegido el tono, las palabras
y hasta la sonrisa con mucho cuidado. Le molestó pero se dijo que no era para tanto,
que sus suegros eran buena gente y que la ansiedad era normal. Nicolás, de nuevo, trató
de evitar el tema. Estamos en eso, dijo. ¿Pero hace cuánto?, insistió la madre, ¿no
deberían ver a un médico? Dejalos, dijo el padre, cada uno tiene sus tiempos, e Inés
aprovechó para levantar los platos. Cuando volvía de la cocina escuchó la voz apagada
de Nicolás. Sí, es cierto, lo vamos a pensar. Se quedó un momento escondida, esperando
a que cambiaran de tema. Cuando salió vio a Hernán de pie junto a la mesa. Todos
parecían agotados. Comimos mucho, dijo el padre de Nicolás con una mueca, y por un
momento Inés temió que se desmayara ahí mismo. Se sintió contagiosa y dijo que se iba
a dormir, para que Hernán la siguiera y dejara a los otros en paz.
Por la mañana todos se sentían mejor y nadie parecía haber notado nada extraño.
La madre les comentó que había conseguido el teléfono de un especialista. Si ustedes
quieren, aclaró, parece que es muy bueno. Inés agradeció, pero dijo que no creía que su
obra social lo cubriera ni que pudieran pagarlo. Su suegra respondió que eso no era un
problema, que ellos podían colaborar con lo que fuera necesario. No perdemos nada,
dijo Nicolás.
Esa noche, Inés soñó con Hernán. La miraba desde su cama de hospital y emitía
un silbido ronco al respirar. Ni bien salieron para la ciudad, Inés lo vio en el asiento
trasero del auto. A los pocos kilómetros se empezaron a sentir mal. Nicolás dijo que
estaba cansado, que la vista le molestaba, le costaba prestar atención a la ruta. De golpe
frenó en la banquina y abrió la puerta. Caminó unos metros, se tiró agua en la cara y
pateó con bronca uno de los neumáticos. Ella le ofreció una pastilla pero él la rechazó.
Inés ganó tiempo por las fiestas y el verano, pero en febrero no pudo posponerlo
más y aceptó que Nicolás sacara turno en la clínica. Les hicieron análisis de sangre y a
ella una ecografía. El médico leyó el informe en silencio y cuando levantó la cabeza
sonrió. Todo está bien, dijo, cuestión de esperar, sigan probando. Antes de salir, Nicolás
le comentó lo del malestar, que era un poco indefinible. Son los nervios, respondió el
médico, suele pasar. Tener un hijo es una decisión importante.
Siguieron probando y todo siguió igual. O quizás peor. Hernán ya no se iba del
departamento. Inés lo echaba en silencio, sin convicción, y él permanecía en su lugar, o
se desplazaba de un ambiente a otro. La gata pasaba casi todo el día escondida en el
placar. Si Hernán se acercaba erizaba el lomo, mostraba las garras y huía de un salto.
Nicolás empezó a leer cosas en internet y decidió que el problema era pura
sugestión. Sugirió ver a una curandera y cuando Inés se negó dijo que sabía que era
estúpido, pero que no se le ocurría qué otra cosa hacer. Ella vio a Hernán recostado en
el techo y tuvo miedo. No creía en brujas, pero tampoco en fantasmas.
La puerta de la casa estaba abierta y del marco colgaba una cortina de almacén.
Había olor a palo santo y a velas, y otros olores que Inés no pudo identificar, quizás
sangre. Por debajo de esos, el hedor tenue de siempre. Nicolás aplaudió porque no
había timbre e Inés hizo un último comentario escéptico. Nosotros no creemos en esta
estupidez, dijo, y acá se trata de creer. Yo sé que no pasa nada, respondió él, pero
seguimos sintiéndonos mal, y no podemos quedar embarazados. Inés cerró los ojos con
bronca. Quedar embarazados, pensó.
Pasen, dijo una voz áspera desde adentro, y Nicolás tomó a Inés de la mano. La
mujer rondaba los setenta años y estaba sentada en una silla de plástico, frente a una
mesa cubierta por un mantel rojo con manchas de cera reseca. Las paredes estaban
desnudas y en un rincón había un banco con una vela prendida y una estatuilla
pequeña del Gauchito Gil, con tiras rojas atadas a los brazos y las piernas. De pie junto a
la figura estaba Hernán, acercaba su mano a la llama de la vela. Inés, para no verlo,
miró el pelo blanco y despeinado de la mujer. Era bastante gorda. Llevaba un delantal
de cocina sobre una remera y un jogging viejo. Ni bien se sentaron empezó con el hipo.
A ver, dijo, qué hay acá, hay algo acá. Inés se acurrucó en su silla y de reojo vio que
Hernán se movía hacia una de las puertas, que daba a una habitación. Se veía un
colchón en el piso y un par de pies. El televisor sonaba bajo.
Hay algo acá, repitió la mujer, e Inés la miró. La mujer frunció la nariz, levantó la
mano izquierda y empezó a rozar la yema del pulgar con el índice. Inés se inclinó en su
silla y vio en la habitación contigua a una adolescente con el pelo teñido de rojo que le
daba la teta a un bebé. Hernán acababa de sentarse en el piso y los miraba.
Esto es una presencia, escuchó Inés, y se volvió hacia la mujer. Los ojos negros y
pequeños, de pájaro, la miraban fijo. Tenía el tabique fracturado, la nariz desviada hacia
la izquierda. Estamos hace meses buscando un hijo, y lo de los mareos, las náuseas,
todo lo que le conté por teléfono, dijo Nicolás. La mujer asintió sin quitar los ojos de
Inés, que estaba cada vez más incómoda.
Acá hay algo que tapa, dijo, están ustedes dos y algo más, algo bloqueando. Inés
trataba de sostenerle la mirada, tenía ambas manos sobre la mesa, transpiradas. El palo
santo le picaba en la nariz. La mujer hipó de nuevo y se llevó una mano al pecho.
Aspiró hondo, por la boca, soltó un eructo largo con olor a yuyos y reprimió una
arcada. Inés y Nicolás se miraron de reojo mientras la mujer olisqueaba el aire. Es ácido,
dijo, ácido es malo. La mujer miró a Nicolás, luego a Inés. Yo no sé, ustedes saben, yo
les ayudo a que se den cuenta nomás. No entiendo, dijo Nicolás. La mujer asintió. Claro,
cómo va a entender. Hipó de nuevo y se tocó la boca del estómago. Sacó la lengua,
manchada de verde, y escupió en una lata que levantó del piso. Pregúntele a ella si no
entiende, dijo señalando a Inés con la cabeza. Hizo un gesto con la mano. Vayan, fuera,
que me contaminan.
Está loca, dijo Inés, y Nicolás la miró. Estaba tensa, las manos crispadas sobre el
mantel. La mujer sacó un encendedor del bolsillo y prendió una vela roja que había
sobre la mesa, empezó a abanicar el aire con una mano. Puedo acompañar, pero es cosa
suya, dijo. Inés se paró y dio un paso hacia la puerta. Anoten sus nombres acá y les
hago un trabajo, dijo la mujer, pero no puedo ayudar al que no se deja. Le dio a Nicolás
un lápiz y un pedazo de papel. Vamos, dijo Inés, no quiero que tenga mi nombre. Sin
esperar cruzó la puerta, sofocada. Dos chicos que jugaban en un charco de agua sucia le
sostuvieron la mirada con gesto amenazante.
Una semana después, Nicolás tuvo que volver al campo. Inés pensó en
acompañarlo, no quería quedarse sola, pero él no la invitó.
No salió en toda la semana, apenas comió porque todo le daba náuseas. Sentía la
piel erizada, algo le ardía en la yema de los dedos. Sin moverse de la cama, a su ritmo,
terminó algunos trabajos pendientes. De a ratos tenía que cerrar los ojos y descansar
porque los colores la mareaban. Hernán se quedó con ella todo el tiempo, siempre cerca.
Una noche, Inés lo vio mirarla y creyó que iba a decir algo. ¿Qué?, preguntó con bronca.
Pero Hernán se quedó con la boca entreabierta, como congelado.
Inés comió poco. Nicolás insistió con que algo le pasaba y ella soltó un llanto que
tenía anudado desde hacía tiempo. No le gustaba lamentarse, odiaba que Nicolás se
inclinara sobre ella como si fuera una nena, que le hablara con ese tono
condescendiente. Cuando logró parar dijo que necesitaba un minuto y se encerró en el
baño. Hernán estaba ahí e Inés lo miró con impotencia, pasó a través de él, se lavó la
cara. Esperó hasta estar tranquila y de vuelta en el comedor abrazó a Nicolás. Creo que
nos tenemos que separar, dijo sin mirarlo, la cabeza en su hombro. Solo pudo explicarle
que ya estaba decidida, que creía que era lo mejor. Le ofreció quedarse hasta conseguir
departamento pero él no respondió, agarró algo de ropa y se fue sin saludarla.
Inés se acostó pero supo enseguida que no iba a poder dormir. Hernán respiraba,
se desplazaba lento por los ambientes. Cerró los ojos y lo llamó. Lo vio entrar a la
habitación, se acurrucó hacia un costado. Entonces sintió un peso leve sobre la cama,
apenas perceptible, y un frío en la nuca que le bajó por la espalda. Se sintió enferma. El
pecho le pesaba y le costaba respirar, pero no se asustó. Se envolvió como pudo en una
manta, temblando. La gata, desde la puerta, empezó a maullar y retrocedió.
Los Täkis
El teléfono sonó en el mismo momento en que la nave de los Täkis tocaba tierra.
Atendí por reflejo, sin sacar los ojos del televisor, y escuché la voz de Malena. No pude
responder, estaba en shock. La nave era plateada y brillante, ovalada. Parecía de lata y
no era mucho más grande que un colectivo. La puerta acababa de abrirse, y después de
unos segundos de suspenso los Täkis empezaron a bajar por la rampa. Eran como osos
de peluche, mullidos, con ojos redondos y enormes, de colores estridentes. Caminaban
bailando y saludaban a la gente con movimientos exagerados.
Ey, dijo Malena en el teléfono, ¿estás ahí? Contesté que sí, que la tele, los Täkis.
Ella siguió: te llamo porque hace unos días que no hablamos, y quería…
Tenés que prender el televisor, la interrumpí, ¿no sabés lo que está pasando?
Entonces vení para casa, dije. Los Täkis eran unos diez y se habían acomodado
frente a la nave, parecían estar desplegando una coreografía torpe pero compleja.
Empecé a reírme solo, de pura felicidad.
Traté de parar porque me faltaba el aire. De nada, dije casi sin voz, vení para acá,
no lo vas a poder creer.
¿Te parece?
¿Pero qué te pasa?, sabés qué va a pasar si voy, y después es más difícil, necesito,
necesitamos…
Malena, la frené, no me estás escuchando, esto es otra cosa, no tiene nada que ver
con nada. Vení ahora que es urgente.
Subí el volumen del televisor. Los Täkis saludaban a la gente y apretaban sus
controles remotos para que la nave hiciese los juegos de luces. Y las luces brillaban,
parpadeaban cambiando de color, un poco ridículas pero al mismo tiempo hermosas.
Me paré y empecé a aplaudir.
Sonó el timbre y corrí hacia la puerta. Malena sonrió y me detuve a mirarla como
si fuese la primera vez: el vestido de verano ceñido a la cintura, el escote justo, el vello
rubio en los brazos y el cuello, casi invisible, que brillaba como polvo dorado en el sol
de la tarde. Nos abrazamos y me dijo que me había extrañado. Sí, claro, dije, yo
también, pero vení. La agarré de la mano para llevarla hasta el televisor pero ella
miraba las marcas en la pared de los cuadros que se había llevado, el sillón en el que
habíamos visto tantas películas, la biblioteca que pintamos juntos un domingo de lluvia.
Sacaste las fotos, dijo con los ojos húmedos. Le señalé la pantalla pero ella frunció
el ceño. ¿Qué es eso?, preguntó, ¿para qué me hiciste venir?
Los Täkis seguían saludando con esas sonrisas gigantes, pura hipérbole. Movían
sus cuerpos peludos y giraban. Los periodistas describían los movimientos como
relatores de fútbol: un paso adelante, uno atrás, la cadera, ahora un hombro y el otro,
los brazos arriba. La policía había puesto vallas pero todos hacían la fila ordenados y sin
apuro. Los Täkis invitaban con la mano y la gente entraba a la nave en grupos
pequeños, en familia.
Malena me miró sin entender y la abracé fuerte, le olí el pelo, le besé la cara. Sentí
sus lágrimas saladas en la lengua, con un dejo amargo de delineador. Señalé la pantalla
del televisor y le dije es real, es en vivo.
Llegamos cuando bajaba el sol y nos abrimos paso entre el tumulto. La fila se
perdía en el horizonte, hacia el norte. Cincuenta cuadras, decían algunos. Doscientos,
decían otros. Y crecía minuto a minuto.
La gente que iba entrando a la nave subía por una plataforma de metal. A ambos
lados, los Täkis sonreían y señalaban la rampa, la puerta, las luces que titilaban y
cambiaban de color. La gente aplaudía, celebraba, todos se abrazaban con quien
tuvieran cerca.
Pero Malena miraba todo con cierta desconfianza; quizás por esa necesidad que
tenía de diferenciarse siempre y opinar en contra de la mayoría. ¿De dónde vinieron?,
preguntaba una y otra vez. Y yo le explicaba que eso no era importante, que habían
llegado, que acá estaban.
Yo que sé, dije, y por primera vez en el día me sentí un poco molesto. Miré a mi
alrededor, vi a todos felices y pensé que quizás tenía razón, que todo era una estupidez
y que había algo raro. Pero lo sentí de nuevo, se respiraba. Sonreí con toda la cara y
solté la tensión. Vamos a la fila, dale, insistí. Pero ella dijo que no, que tenía hambre. La
vi alejarse y pensé en dejarla ir, pero sentí una sombra de angustia que interfería con esa
plenitud y me resultó insoportable, tuve que seguirla.
Todos los restaurantes de la zona estaban vacíos, excepto por unos pocos en los
que la comida estaba a la vista para quien quisiera llevarla. La gente se agarraba una
vianda y se iba corriendo a hacer la fila. Y todos, en armonía, sin empujarse, esperaban
su turno y hablaban de los Täkis, de lo suaves que parecían, de las ganas de abrazarlos
y de esa música que no podíamos dejar de bailar, de toda esa alegría junta. Quise
quedarme a dormir por ahí, en alguna plaza, para no alejarme de la nave, pero Malena
dijo que tenía frío y de nuevo cedí.
Durante un par de días no me despegué del televisor, lo único que quería era
mirar a los Täkis, la fila que avanzaba lenta pero sin detenerse, los juegos de luces.
Todos los canales habían plantado una cámara frente a la nave y transmitían en vivo las
veinticuatro horas. Ya no había presentadores ni periodistas, todos estaban en la fila o
ya habían entrado.
Malena iba y venía, recorría los departamentos del edificio, se metía en lugares y
traía cosas. Tenés que acompañarme, decía, no queda nadie en la ciudad, todos en el
mismo lugar, podemos hacer lo que se nos ocurra. Yo le contestaba que quería ver a los
Täkis, que fuéramos un rato para allá. Y ella insistía: no me gusta, no lo entiendo, otro
día vemos.
Una tarde en la que estaba solo subí el volumen del televisor porque la gente les
preguntaba cosas. Los Täkis contestaban con morisquetas, sonrisas. A cómo era su
mundo respondían dibujando un círculo, como diciendo así, redondo. A por qué habían
venido contestaban cubriéndose la boca y sonriendo. O si alguien les preguntaba
adónde había ido a parar la gente que entraba a la nave, ellos prendían las luces y todos
se ponían a bailar y a hacer palmas, palmas, palmas.
Toqué la pantalla con las manos y dije espérenme, Täkis, quiero ir con ustedes.
Justo en ese momento Malena abrió la puerta y cuando me vio desenchufó el televisor.
Gritó basta de esta locura, llamé a todas mis amigas y nadie atiende, las comisarías
están vacías. Te ponés tarado, mirando las luces y moviendo la cabeza al ritmo de una
música que no se escucha.
Ella me miró con lágrimas en los ojos. ¿No te das cuenta de lo que está pasando?,
estás idiota, están todos idiotas. A ver, tarareá esa canción que bailás todo el día.
Pegué la lengua al paladar, moví la cabeza, un pie, y aunque traté sólo me salió
una especie de silbido sordo, como un acople.
Una mañana se cortó la luz en toda la ciudad. Como ya no podía ver a los Täkis
por televisión la acompañé a pasear, creyendo que quizás podíamos desviarnos hacia la
nave. Pero cada vez que intentaba torcer el rumbo para ese lado, ella me llevaba en la
otra dirección. Caminamos por las calles en silencio, entramos a los negocios,
recorrimos las casas vacías y espiamos las cosas de los demás. Nos llevamos ropa,
libros, cacharros de cocina. Como hacía calor nos metimos en la pileta de un club, y a la
noche tiramos muebles y electrodomésticos desde los balcones para verlos reventar
contra la calle.
Lo único que yo quería era ir a la nave, tocar a un Täki, ver cómo eran sus cosas.
Pero Malena siempre encontraba formas de distraerme. Una tarde propuso prender
fuego un auto. Nos quedamos a una cuadra esperando a que explotara, pero ardió
despacio y nos tuvimos que ir por el humo y el olor a plástico y nafta. Otro día lo
pasamos demoliendo una casa a mazazos. Esa noche sacamos un montón de colchones
a la calle y dormimos al aire libre, mirando las estrellas.
Volvíamos de uno de nuestros paseos y yo estaba distraído, tenía que hacer algo
y no recordaba qué. Entonces escuchamos un ruido en el cielo. Miramos hacia arriba y
vimos que la nave se elevaba. No, grité, se van, y agarré a Malena de la mano, quise
correr. Ella no se movió y tuve que soltarla. La escuché llamarme pero no frené, no
había tiempo. A las pocas cuadras encontré una bicicleta tirada y pedaleé lo más rápido
que pude.
Donde había estado la fila no quedaba nadie. La ciudad entera estaba desierta y
noté con horror lo quieto que había quedado todo, el silencio espeso.
En el 4º B encontré una taza con restos de café tibio. En el sexto vi un hilo de lana
que subía la escalera. Lo seguí y encontré a Malena en la terraza con el resto del ovillo.
Le sequé las lágrimas y me preguntó qué había pasado, qué habían hecho con todos. Me
pegó en el pecho con los puños. No supe qué responder.
La abracé y con su cabeza sobre mi hombro miré hacia arriba. Busqué la nave, las
luces, pero solo vi el cielo que empezaba a oscurecer, algunas estrellas que titilaban,
demasiado lejos.
Un ramo de cardos
El caballo blanco avanza torcido por el camino de tierra. Parece brillar en la noche
cerrada, como cubierto por un aura lechosa. Alonso se seca la transpiración que le arde
en los ojos, pestañea. Por un momento cree estar imaginándolo, algo en el andar tiene la
cadencia amortiguada de un sueño. Se oye el ulular de una lechuza y él toma un sorbo
de vino, apoya el vaso en el piso y se acerca a la tranquera. Recién entonces ve al
hombre que trae el caballo de las riendas.
El hombre asiente, mira hacia el camino. El caballo no puede más, dice, ¿le puede
dar agua?, vuelvo a buscarlo en unos días.
El caballo jadea con inhalaciones cortas y ahogadas, la boca entreabierta y los ojos
blancos saliéndose de las cuencas.
Alonso no contesta, mira los surcos profundos entre las costillas del animal. El
hombre dice gracias y le alcanza las riendas, se despide con un gesto y se aleja silbando
con la montura al hombro.
Él lo mira irse hasta que oye de nuevo a la lechuza. Entonces se sacude como si le
hubiese bajado un frío por la espalda y ata las riendas al poste, donde los pastizales
crecen altos. Acaricia el cuello del animal, le mira los ojos; las pupilas apenas se
distinguen detrás de un velo gris, como de cataratas.
María está en camisón. Alonso le alcanza el ramo pero ella ni lo mira. ¿Qué hace
ese bicho ahí?, pregunta. Él se vuelve hacia donde está el caballo como si el gesto
bastara, como si dijese está ahí, eso es lo que hace. Tenés olor, dice María, y se va a la
habitación.
Alonso pone el ramo en un vaso con agua, sale. Mira un rato las estrellas y toma
vino de a sorbos cortos. Se duerme sentado.
Vivo lo dejó, contesta ella. Alonso siente un ardor en el pecho y reprime una
arcada, respira hondo. María tiene el pelo seco y grueso. El sol que entra por la ventana
le arranca un brillo opaco. Él estira una mano y la acaricia, agarra un mechón entre sus
dedos, lo siente entre las yemas. María se levanta y da un paso atrás, dice soltame, acá
se muere todo menos vos.
Baja el sol y el hombre no vuelve. Alonso entra a la casa, se sirve un vaso, toma
un trago. Escucha gruñidos y corre hacia fuera, tropieza con el escalón. Cae y el vaso se
rompe.
Un perro flaco trata de arrancar un bocado del lomo del caballo. Al escuchar el
ruido se aleja unos metros. Alonso moja un dedo en el charco de vino, se lo lleva a la
boca. Se frota un raspón en el codo y se levanta, se acerca despacio. El perro, creyendo
que lo dejan, vuelve a morder.
Alonso suelta una patada y le acierta en la cadera. El perro cae hacia un costado,
queda en el piso, el hocico contra la tierra. Gime y mira de reojo. Alonso pisa fuerte,
dice fuera. El perro se levanta y se aleja rengueando.
Por la noche hay tormenta. Alonso se despierta porque María lo sacude. Se cayó
el techo del gallinero, le grita, las ponedoras. Él está mareado, con cada latido siente un
dolor punzante detrás de los ojos. Bajo la lluvia, rescata a las que puede y las lleva a la
cocina. Hace cuatro o cinco viajes. María insulta a media voz, el piso está lleno de barro.
Él junta la mugre con un trapo para que ella se pueda ir a dormir. Después apaga las
luces y se queda sentado. Las gallinas le caminan entre las piernas. Se escucha el
cloqueo idiota, un alboroto de alas, la tormenta.
Alonso improvisa algunos arreglos en el techo con los materiales que tiene a
mano, plata para comprar no hay. Debajo de las chapas encuentra tres gallinas muertas.
María prepara puchero.
Dice Juárez que no le puede fiar más, que si no tiene para pagar lo que debe no le
deje nada.
Espera al hombre en su silla hasta entrada la noche, toma de a sorbos largos, mira
el cielo. María sale de la casa envuelta en una manta.
Él mira el caballo. La lengua que asoma morada de la boca abierta; la carne rojiza,
oscura, en las zonas donde lo mordió el perro. Empieza a oler mal.
Alonso golpea más fuerte. Parte el primer tronco en tres pedazos. Empieza con el
segundo, pero a los pocos golpes erra y la punta del hacha se clava en su bota. Él aprieta
los dientes y cierra los ojos. El dolor es punzante pero a los pocos segundos le sigue un
adormecimiento.
¿Qué te dije?
Alonso renguea y busca su vaso, lo toma de un sorbo. Sigue cortando hasta tener
suficiente para dos o tres noches. No vuelve a errar. Entra a la casa y enciende el fuego.
Está transpirado, le duelen los brazos, la herida en el pie es un latido lejano. María se
acuesta y él espera a que el fuego agarre, lo va alimentando de a poco.
Por la mañana no puede pisar con el pie derecho. María limpia el gallinero sola y
él se queda sentado, la pierna sobre un tronco, hasta terminar la damajuana. Antes de
que se haga de noche llama al almacén. Lo atiende Don Juárez.
No, Alonso.
Tengo un reloj.
¿Qué reloj?
De oro.
Mañana lo vemos.
¿A ver el reloj?
Alonso lo saca de su bolsillo y el chico lo mira por todos lados, golpea el vidrio
con un nudillo, se lo acerca al oído y escucha el segundero. Asiente.
María se acerca cuando la camioneta ya se aleja, pregunta con qué pagó. Él abre
la bolsa y saca los jabones, se los muestra, pero ella mira las dos damajuanas.
¿Qué cosecha?
Alonso se queda con el brazo extendido, los jabones en la mano. María entra a la
casa.
El pie se hincha y el caballo hiede. En la herida del lomo, donde mordió el perro,
se agita un hervidero de larvas. Un carancho se posa sobre la cabeza y empieza a picarle
el ojo. Alonso busca unas piedras. Arroja una por una sin acertar.
Alonso le agarra un brazo y tira para acercarla, la huele. El jabón es de miel. Ella
se sacude para soltarse. Él lanza otra piedra, erra de nuevo. El carancho hunde el pico
en el ojo, arranca un pedazo y se aleja volando con los jirones colgando de la boca.
El pie está negro e inflamado, supura. Alonso se lava la herida. El cielo está
celeste desde hace días y aunque haga un poco de frío el sol pega desde temprano,
levanta humedad de la tierra. El caballo ya apesta toda la chacra, no se puede estar
cerca. Si se mira a contraluz se ven los gases que emana el cadáver.
Bien, dice el otro, y saca seis chorizos de una bolsa, se los alcanza. Mira el caballo
una vez más. Qué lástima, pero gracias, y suerte con eso. Señala el pie de Alonso, se
toca la boina y empieza a alejarse.
El hombre se vuelve. Ah, dice, lo ayudaría pero hay trabajo. Si no tiene con qué
moverlo tápelo con un poco de cal, así no huele tanto.
Prende el fuego y espera en su silla de cara al sol. María lo despierta a los gritos.
Que el reloj, dónde está el reloj. Él no responde, finge un bostezo largo. María sale y le
pega en la cabeza con la palma abierta. Él se cubre con las manos. Lo buscamos, dice.
Buscalo vos, responde ella, yo me voy. Vuelvo con mi hermano para llevarme mis
cosas, así que mejor que lo encuentres. Y se va para el galpón, saca la bicicleta oxidada,
abre la tranquera y pedalea por el camino de tierra esquivando los pozos.
Las brasas ya están rojas. Alonso las separa y trae la parrilla, acomoda los
chorizos. Con los ojos cerrados siente la grasa crepitar sobre el hierro caliente, el olor
que flota en el aire, los kilómetros y kilómetros de campo que lo rodean, la tierra en la
que las plantas crecen y se secan y vuelven a crecer, los animales que nacen, mueren y
se pudren; y él es una parte ínfima de todo eso que gira alrededor del sol; y para qué,
que alguien se lo diga, para qué resistirse a esa inercia si a él le basta con mirar el cielo
para saber que ese movimiento en espiral, sin apuro, sin pausa, algún día va a colapsar
sobre su propio centro; y todo va a ser parte de una misma nube de polvo y gases; y
para qué Alonso, para qué María, para qué todos los relojes del mundo, todos los
caballos muertos, todas las hectáreas de tierra seca.
El lugar donde mueren los pájaros
Al primero no lo enterramos muy profundo. A los pocos días volvimos y estaba
con medio cuerpo afuera; lleno de hormigas que le caminaban por las plumas, todo
hinchado. Lo olimos y nos dieron ganas de vomitar. La pala estaba ahí, en la casa
abandonada. Ahora los pozos los hago yo. Castro no tiene fuerza.
En el lugar donde mueren los pájaros hay más árboles que en el resto del bosque,
las ramas se enredan y casi no se ve el cielo. La casa abandonada está igual que el
verano pasado, solo que antes había unas montañas de arena y ladrillos que ya no
están.
Papá viene los fines de semana porque tiene que trabajar. Dice que los adultos no
pueden tomarse dos meses de vacaciones, que tenemos suerte porque mamá está con la
licencia de maternidad, que si no hubiese sido por la beba no habríamos podido
instalarnos en la costa todo el verano.
Pero no es nuestra culpa que acá sea todo tan aburrido. Hace como una semana
que llueve, y si sale el sol a la playa no podemos ir porque a la beba le hace mal.
Tampoco podemos ir al centro porque llora todo el tiempo, y mamá se pone nerviosa
cuando la gente mira.
Tenemos prohibido cruzar, aunque nunca pasan autos. Las calles son de tierra y
están siempre embarradas. Además acá no hay nadie, para el lado de la principal hay
más casas pero papá dice que le gusta el silencio. Solo nos podemos escapar cuando
mamá duerme la siesta. El lugar donde mueren los pájaros está a dos cuadras, bajando
una lomada.
Veraneamos acá desde siempre, salvo el año en que fuimos a Perú. Yo era muy
chica y no me acuerdo, Castro y la beba no existían. Papá siempre cuenta que
recorrieron la cordillera de punta a punta conmigo en una mochila. Entonces no
entiendo por qué nos tenemos que quedar todo el día encerradas, por qué no podemos
llevar a la beba ni acá a tres cuadras, a la playa.
Pero no, no podemos, repite mamá con cara de cansada, y nos sienta a mí y a
Castro en el comedor a ver la misma película por décima vez, con el volumen bajo, en
un televisor que no es ni la mitad de grande del que tenemos en casa. Castro se pone a
caminar como un robot y hago fuerza para no reírme porque estoy enojada.
Papá dice que es una suerte que la gente no haya descubierto este lugar, que el
día que alguna inmobiliaria se avive todo el bosque que tenemos alrededor se va a
llenar de casas y negocios. Un country, dice, acá van a hacer como un country.
Jose, mi mejor amiga, tiene casa en un country. Al perro le ponen un collar que le
da una patada si sale del jardín, como el lavarropas de casa si lo tocás descalzo. Pero
papá dice que no va a ser así, que va a ser más lindo y los perros van a poder ir donde
quieran. Se la pasa hablando de que tenemos que comprar un terreno y nos pregunta a
mí y a Castro si le vamos a prestar nuestros ahorros. Delirante, le dice mamá mientras
sirve los fideos, si ni siquiera terminamos de pagar el auto. Todos los días comemos
fideos.
Ojalá hubiese negocios. Aunque sea una cancha de golf, para ir a buscar pelotitas
entre los árboles. A mí y a Castro nos encanta el bosque, pero no hay nada para hacer.
Salvo en el lugar donde mueren los pájaros.
Mamá estuvo cocinando porque hoy llega papá. Está acostada en el sillón con ese
aparato horrible que le saca leche. Pongo la mesa. La beba está durmiendo, hoy lloró
casi todo el día y por fin se cansó. Castro le mira los pies.
Esperamos, muertas de hambre, y llama papá. Atiendo yo. Me pide que le pase
con mamá pero le contesto que está acostada, que la beba no la deja dormir. Mamá
bosteza, asiente y sonríe con los ojos cerrados. Papá dice que hay un embotellamiento
terrible, que todos los boludos salen a la ruta a la misma hora, que no sabe a qué hora
llega, que no lo esperemos a comer. Le repito todo a mamá y Castro grita: boludos, qué
boludos. Mamá le dice que se calle y yo le pregunto a papá si mañana nos va a llevar a
la playa. Me jura que sí.
Después de cenar, mamá me pide que la ayude a darle la mamadera a la beba.
Pero no me deja hacer nada, solo sentarme con ella y mirar. Jazmín tiene los cachetes
colorados y me hace acordar a una muñeca que me regalaron cuando era chica. Fue mi
favorita hasta que Castro le sacó los ojos con una tijera.
Castro se ocupa de agarrar los pájaros porque no le dan asco. Los levanta de las
alas o de las patas y los tira al pozo. Siempre que vamos hay uno, a veces dos o tres. Yo
los tapo y después saltamos sobre la tierra. Castro dice que los pájaros se comen los
gusanos, y que cuando los pájaros se mueren es al revés. Me mira, muy seria. Son
enemigos, dice.
Después de tapar el pozo ponemos una piedra arriba. Nos gusta saber dónde
quedó cada uno y cuántos hay. En lo que va del verano enterramos once, y aunque
estos estén más profundos en los días de calor el olor se siente.
Sueño que los pájaros lloran porque saben que se van a morir, pero cuando me
despierto es la beba. Papá la tiene en brazos y se acerca a mi cama. Todavía es de noche.
Le pregunto cuándo llegó y él dice shh, dormí. Me da un beso en la frente y entorna la
puerta.
Castro me despierta temprano. Ya tiene puesta la malla y dice que vamos al mar.
Me levanto y corremos al cuarto de papá y mamá, pero todavía duermen. La beba
también. Me acerco a despertarlos y mamá me pide que los deje un rato más porque no
descansaron en toda la noche. Cierra los ojos y se acurruca contra papá. ¿Dale, sí?,
murmura.
Grito y Castro también. ¡Te quemaste, te quemaste!, repite como un loro, y quiere
tocarme el brazo. Papá viene corriendo. ¿Qué pasa ahora?, pregunta. Pero me ve y me
sienta en la mesada para que ponga la quemadura bajo el chorro de agua fría. ¡Les
dijimos que no usaran la cocina!, grita, siempre haciendo quilombo ustedes. ¡Es culpa
de la beba!, grita Castro. ¡Qué pasa!, escuchamos a mamá desde el cuarto; y después el
llanto, que empieza bajito y de repente nos aturde a todos.
Papá se viste y nos sube al auto. Me arde mucho. Pregunto por qué no viene
mamá y me contesta que se tiene que quedar con Jazmín. En la salita de primeros
auxilios me ponen una venda toda pegajosa. Tiene grasa, dice el médico, para que la
piel esté húmeda. Castro se acerca y la huele, pone cara de asco pero lo vuelve a hacer
dos veces más.
También dicen que no puedo ir a la playa por una semana. Se me puede infectar.
Papá se ríe. No le festejes, dice mamá. Castro lo mira con odio y baja de la silla de
un salto, le pega una patada en la pierna y sale corriendo por la puerta. Mamá y papá se
miran. No lo puedo creer, dice él, pendeja de mierda. Andá, andá, le dice ella, y
mientras papá sale corriendo me pone a la beba en brazos. Cuidala, dice, y sale a
buscarlos. Jazmín me mira, abre la boca y toma aire. Se me resbala de las manos y la
aprieto. Empieza a llorar a los gritos.
Antes de que naciera la beba me habían dicho que iba a tener que ayudar. Porque
soy la mayor y porque siempre me porté bien. Pero ahora no me dejan ni tocarla, papá
dice que es muy frágil y nosotras dos muy brutas. Después se ríe. Mamá bosteza, yo me
ofendo y Castro ni escucha, mira por la ventana con cara de concentrada. Desde la casa
no se ve, pero para ese lado está el lugar donde mueren los pájaros.
Mamá cuenta siempre que nosotras casi no llorábamos pero que Castro tocaba
todo, que cuando empezó a caminar era un peligro. Una vez la encontraron subida a
una mesita, al lado de la ventana abierta, medio asomada y mirando para abajo.
Vivíamos en el cuarto piso.
No sabemos qué hora es. Hace varias noches que casi no dormimos, que la beba
no deja de llorar. Nos levantamos porque no soportamos más el ruido y vamos hasta el
cuarto de mamá, que duerme boca arriba con los brazos abiertos.
Salimos a jugar al bosque y mamá dice que no nos alejemos. Por la ventana
vemos que se acuesta y nos mira, pero después se queda dormida. Corremos rápido,
tenemos mucho trabajo.
Hay cuatro para enterrar, uno es todo negro y tiene el pico largo, es el más
grande que encontramos hasta ahora. Antes de tirarlo al pozo, Castro le arranca una
pluma. Le digo que es un asco pero ni me escucha, la hace girar entre los dedos y la
mira como hipnotizada.
Mamá nos lleva a la salita en un remís. Castro, la beba y yo. El médico me mira y
dice que curó muy bien, que ya puedo ir a la playa pero que me tengo que poner mucho
protector solar, hasta que el brazo quede todo blanco. Antes de irnos me da un chupetín
para mí y otro para Castro.
Insistimos tanto que mamá nos lleva un rato. Hace días que tenemos las mallas
puestas. Corremos al mar. Mamá nos grita que basta, pero Castro se mete hasta que el
agua le llega al cuello. Salta y se ríe, me da miedo ir a buscarla. Mamá la llama y mi
hermana no hace caso; entonces le pide ayuda a un señor gordo, que se mete y la
agarra. Mamá la reta, dice que no le podemos hacer esto, que tenemos que colaborar.
Por favor, chicas, dice, no puedo más así, necesito que me ayuden. Parece a punto de
largarse a llorar y yo digo sí, ma, te prometo, te prometemos.
Papá llega el viernes a la noche y el sábado muy temprano nos lleva un rato a la
playa. Nos enseña a barrenar, aunque yo ya sabía. Volvemos a la casa a almorzar y nos
promete que a la tarde vamos de nuevo, pero se nubla y al final nos quedamos en casa
durmiendo. Me acuesto con papá en el sillón, tiene olor a sol y a mar. Cuando era chica
siempre dormía la siesta en su cama mientras él leía el diario.
A la noche juntamos piñas y ramas para el fuego. Papá nos enseña a armar la pila
de carbón, hay que dejar espacio para que entre aire. Me dice que lo prenda pero Castro
se queja. Entonces nos da un fósforo a cada una.
El domingo a la tarde se va. Parece que hubiera llegado recién, que no estuvo ni
un día entero. Mamá no se levanta a despedirlo, tiene un poco de fiebre. Nosotras lo
saludamos hasta que el auto desaparece detrás de los árboles.
Yo la empujo y se cae al piso. Me arrodillo para sacar el pájaro pero Castro agarra
la pala y se la clava en el cuello. Queda el cuerpo de un lado y la cabeza del otro. En el
filo hay un poco de sangre. Me largo a llorar y Castro tapa el pozo sola.
Los árboles se llenan de orugas. Son verdes, casi fosforescentes, y cuando las
pisamos largan un juguito azul que se nos pega a las ojotas.
Castro va hasta nuestra habitación y vuelve con la pluma negra. Mamá se durmió
sentada en el sillón, con la beba a upa; la agarra con un brazo pero tiene los ojos
cerrados y la cabeza caída para atrás. La beba está tranquila, nos mira. Castro saca la
pluma negra y se la muestra. Le hace cosquillas en la nariz hasta hacerla llorar.
Contamos el tiempo en el reloj de mamá, que tarda tres minutos y doce segundos en
abrir los ojos.
Papá llega de noche y dice que mañana nos volvemos. Que mamá está
demasiado cansada y no nos puede cuidar. Que puede ser que la beba esté enferma, hay
que llevarla al médico porque no es normal que llore tanto. Castro dice que ya sabíamos
que no era normal, que en casa va a ser lo mismo, que queremos quedarnos. Papá le
dice que está harto de que conteste y la manda a nuestra habitación. ¡Es una injusticia!,
grita ella. Papá la agarra de un brazo y Castro se suelta, lo mira con bronca y se va a la
habitación sola. Cierra dando un portazo que hace temblar las ventanas.
Castro me despierta, es de noche. Me dice que los pájaros van a morir ahí porque
están enfermos. Yo estoy medio dormida y no entiendo de qué me habla. Ella sale de la
habitación y me levanto, la sigo hasta el cuarto de mamá y papá. La veo alzar a la beba
y le pregunto en voz baja qué hace. No me contesta. Jazmín sonríe y nos mira con sus
ojos grandes. Castro empieza a caminar hacia el comedor con ella a upa y le digo que
basta, que le voy a decir a papá. Pero no me hace caso, abre la puerta y sale al bosque.
La sigo, tengo miedo. Le digo que volvamos y trato de frenarla; la agarro pero no
quiero hacer mucha fuerza, se le puede caer la beba al piso. Castro se suelta, camina
rápido.
Llegamos y me dice que haga un pozo. Le contesto que está loca, que me dé a
Jazmín, que es muy chica y se puede lastimar con cualquier cosa. Nunca habíamos
venido de noche. Está muy oscuro y estamos descalzas, en el piso hay ramas que
pinchan. Castro dice no y me mira, muy seria. Entonces escuchamos un ruido y vemos
que las ramas están llenas de pájaros. Oscuros, negros, pero también parece que brillan.
Aunque me den miedo, no puedo dejar de mirarlos. Hay muchísimos más de los que
puedo contar. No se ve la luna, ni las estrellas. Es como un techo negro que se mueve.
De repente empiezan a hacer ruidos, chillan y agitan las alas. Grito que nos
tenemos que ir. Castro no me contesta, no sé si me escucha, apoya a la beba en el piso.
Voy a levantarla pero bajan todos los pájaros al mismo tiempo. Me arrodillo y me cubro
la cabeza con los brazos, siento las alas tocándome y caigo sobre la tierra, tengo barro y
hojas secas en la boca.