95 - Burton Hare - El Jardin Del Diablo

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EN ESTA COLECCIÓN

90 – Drácula 75, Curtis Garland.


91 – El muerto que no murió, Clark Carrados.
92 – Cuando la sangre ahoga, Ada Coretti.
93 – La mujer reptil, Curtis Garland.
94 – La danza de las arañas, Clark Carrados.
BURTON HARE

EL JARDIN DEL DIABLO

Colección SELECCIÓN TERROR n.º 95


Publicación semanal
Aparece los MARTES

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA – BOGOTÁ – BUENOS AIRES – CARACAS – MÉXICO
ISBN 84-02-02506-4
Depósito legal: B. 42.089 - 1974
Impreso en España - Printed in Spain.

1ª edición: diciembre, 1974

© Burton Hare - 1974


texto

© Alberto Pujolar - 1974


cubierta

Concedidos derechos exclusivos a favor


de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)

Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así
como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la
imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes,
entidades o hechos pasados o actuales, será simple coincidencia.

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.


Mora la Nueva 2 – Barcelona – 1974
CAPITULO PRIMERO
El mapa indicaba que aquella carretera serpenteaba entre montes y bosques que se
alargaba después internándose en los frondosos valles del alto Tennessee, y al fin, después de
prolongarse considerablemente, moría otra vez en la ruta nacional que seguía hacia el sur,
amplia, perfecta, capaz de permitir altas velocidades.
Frank Lee había elegido la estrecha carretera de las montañas para huir de la monotonía.
También había incluido en su elección el hecho de que no tuviera prisa alguna para llegar
a ninguna parte.
De modo que manejó su flamante «Corvette» de dos plazas encaramándose por un mundo
de bosques espesos, sombrío y virgen, tal como, a excepción de la carretera, debieron
contemplarlo los ojos de los pieles rojas, centenares de años atrás.
Cuando el coche comenzó a dar saltos a causa de la inexistencia de firme alguno en lo que
era sólo una trocha, Frank Lee comenzó a arrepentirse de haber escogido esa ruta.
Sólo el impresionante paisaje, la grandiosidad del escenario en el cual se movía, palió en
parte los saltos, los brincos y los crujidos del coche.
Empezaba a desconfiar, no obstante, de que pudiera llegar a la cumbre, porque ni siquiera
un jeep hubiera podido remontar la cuesta con seguridad. Después, inopinadamente, coronó
los montes y frenó, porque el mar de oscuro verde que se extendía a sus pies era una visión
que difícilmente olvidaría.
Durante millas y millas, la selva, espesa y sombría, anegaba la tierra. Arboles colosales,
marañas de entrelazadas ramas y enredaderas; todo formaba un conjunto sólido y espeso en
algún punto del cual debía discurrir el infame camino por el que se había aventurado.
A pesar de que se esforzó para captar cada detalle de aquella ingente espesura, no
consiguió descubrir el menor signo de vida, ni un solo tejado que anunciara un lugar
habitado.
Preocupado, dio un vistazo al indicador del combustible. Quedaba aún bastante gasolina,
pero eso no le tranquilizó ni mucho menos, por cuanto y a juzgar por las apariencias, iba a
tener que recorrer aún centenares de millas antes de llegar a un lugar lo suficientemente
civilizado como para que tuvieran gasolina.
Reanudó la marcha sumergiéndose pronto bajo el océano verde y oscuro que parecía
cerrarse sobre su cabeza, detrás y adelante.
Ahora, la senda era tan estrecha que el auto, en algunos trechos, casi rozaba los troncos a
ambos lados. Frank empezó a maldecir en voz alta su propia estupidez.
Cuando el sol se ocultó, bajo la ingente espesura la luz desapareció tan bruscamente como
si alguien hubiera cerrado un interruptor.
Frank Lee parpadeó asombrado por el fenómeno. Alargó la mano hacia el conmutador de
las luces del coche, y entonces éste hundió el morro como si quisiera introducirse en la tierra,
hubo un sonoro chapoteo y un crujido, y luego el auto quedó quieto y Frank supo' que justo
en ese momento su viaje había terminado.
Se encaramó sobre la carrocería y miró en torno.
La mitad del morro del coche estaba hundido en una gran ciénaga fangosa que aún
burbujeaba a causa del impacto. A cosa de unos quince metros más allá, la trocha proseguía
perdiéndose entre los formidables troncos que se alzaban, como columnas de una catedral
inmensa.
Saltó por detrás del auto hasta tierra firme, miró melancólicamente la situación y acabó
admitiendo que sólo con una grúa conseguiría sacar de allí su vehículo.
Echó a andar bordeando el enorme charco, encontró el camino y se alejó con la esperanza
de llegar a cualquier lugar donde pasar la noche bajo techado.
Cuando la oscuridad fue completa se detuvo, desorientado, oyendo los rumores del
bosque, los sonidos inquietantes que para un hombre de la ciudad se le antojaron producidos
por enormes reptiles y bestias feroces.
Entonces mientras trataba de serenarse captó el olor.
Humo.
No muy lejos, alguien había encendido fuego.
Recordó viejas lecturas de juventud, relatos de hombres con instintos primarios capaces de
orientarse perfectamente aún en peores circunstancias que las suyas, Así que investigó la
dirección del leve airecillo que soplaba bajo el follaje, husmeó como un perro de muestra y
caminó al fin resueltamente.
Casi media hora más tarde vio una luz amarillenta, destacando como el ojo de un cíclope
en la inmensa negrura. Casi echó a correr.
Descubrió que era una ventana, y que la ventana pertenecía a una primitiva cabaña
construida enteramente de troncos. Era asombroso que en pleno siglo XX aún pudieran existir
semejantes construcciones.
Llamó a la puerta una y otra vez.
—¿Hay alguien ahí? —gritó.
Oyó el arrastrar de una silla. Luego, inopinadamente, la puerta se abrió violentamente y
Frank se encontró mirando el largo cañón de un enorme rifle.
Por encima del rifle, un ojo maligno le observaba.
Un solo ojo. La otra cuenca era una sima negra y nauseabunda.
—¿Bueno?— refunfuñó la aparición.
Frank Lee sintió que le temblaban las piernas.
—Este… siento molestarle. Tuve un accidente.
—¿Dónde?
—En la carretera.
—¿Carretera?
—Bueno, ese infame camino. El coche se hundió en una charca.
—¿Quiere decir que venía por el camino… en coche?
—Ciertamente.
El hombre bajó el rifle, perplejo.
—Debe estar chiflado —refunfuñó—. Bueno entre.
Se coló al interior. Olía a humo, a tabaco rancio y a infiernos según particular apreciación
de Frank.
—No puedo ofrecerle gran cosa, ¿sabe? Yo necesito poco para vivir.
—Gracias. Sólo tengo sed.
—Tampoco puedo invitarle a whisky. Sólo agua.
—Bien, el agua será suficiente.
El hombre dejó el rifle apoyado en la pared y desapareció por una puerta.
Era de estatura mediana, corpulento, y su cabeza parecía estar en desproporción con el
cuerpo, demasiado grande, con demasiado cabello negro y revuelto. El rostro parecido a
cuero viejo, estaba cruzado por arrugas y cicatrices y la boca no era más que un oscuro (ajo.
Frank procuró olvidar la pupila vacía cuando el hombre regresó trayendo una jarra de
barro con agua y un vaso.
Bebió hasta saciar la sed. Luego, sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a su
anfitrión.
—Yo fumo mi pipa —dijo el hombre con aquella voz que parecía eternamente
disgustada—, ¿Cómo se llama usted?
—Frank Lee.
—Yo soy Josuah Clark, ¿sabe?
—Me alegro infinito de conocerle, y créame que no es una mera fórmula de cortesía.
Sólo le respondió un gruñido.
—¿Sabe dónde podré encontrar una grúa para sacar el auto, señor Clark?
—¿Una grúa? Le apuesto a que jamás ha habido una en todo este territorio.
—Debe haber pueblos, gasolineras, mecánicos…
Las espesas cejas de Clark saltaron hacia la frente.
—¿Mecánicos, gasolineras…? —Sacudió su cabezota—. Me temo que es usted muy
optimista, amigo.
—¿Por qué?
—El pueblo más cercano está a veinte millas, consta de un puñado de casas de madera y el
único vehículo que hay allí es un viejo jeep del tiempo de la guerra. Y la mitad del tiempo no
funciona, por lo que yo sé.
—No lo comprendo… el mapa…
—¡Puaf! Mapas… Oiga, ¿adónde se dirigía usted?
—A Fairdale.
El ojo terriblemente movedizo del hombretón parpadeó.
—Fairdale… ¿Dónde está eso? Jamás lo oí nombrar.
—Hacia el sur. Tengo entendido que es una ciudad importante…
Se encogió de hombros.
—El pueblo se llama Clermon —replicó, como a regañadientes—. Pero no le aconsejo que
se quede allí ni un solo día.
—¿Por qué no?
—Pasan cosas extrañas. Y son mala gente.
—No sé qué quiere decir, pero necesito ayuda si he de continuar el viaje.
—No encontrará ayuda en Clermon. Esa gente sólo se preocupa de sí mismos. Y detestan
a los extraños. A mí sólo me toleran.
—Sigo sin comprenderle.
—Mire, se lo diré de otro modo… Esa gente siguen viviendo un siglo o dos más atrás que
el resto del mundo. Es así de sencillo.
Frank expelió el humo con fuerza.
—De todos modos, señor Clark, necesito su ayuda.
—Allá usted. Esta noche la puede pasar aquí. Estará seguro, por lo menos.
—¿Quiere decir que fuera de la cabaña hay peligro?
—Quién sabe…
El hombre se encogió de hombros y acercándose a la lumbre la avivó.
—Las noches refrescan aquí, ¿sabe? Es por la humedad…
—Oiga, antes ha dicho que en el pueblo suceden cosas extrañas, ¿a qué se refería?
—¿Eso dije?
—Sí.
—Bueno, digamos que fue una manera de hablar tan sólo.
—Pienso que no es usted uno de esos hombres que hablan sin ton ni son, señor Clark.
Algo debe haber sucedido para que usted dijera esas palabras.
Tras una vacilación, Clark refunfuñó:
—Tal vez sean habladurías de la gente… pero ha habido algunas muertes extrañas, de
gentes que estaban buenos y sanos sólo unas horas antes de morir.
—Ataques cardíacos tal vez.
—Bueno.
—¿O hay algo más que usted no quiere decirme?
—Supersticiones, supongo.
—Hábleme de eso.
—No voy a hablar más. Ni de eso ni de otra cosa cualquiera. Voy a acostarme y usted lo
hará también si sabe lo que le conviene. Podrá dormir con unas mantas aquí, cerca del fuego.
—Está bien, como los viejos héroes del Oeste, cosa que no deja de divertirme.
Josuah Clark le miró un instante con evidente disgusto, fue a recoger su enorme rifle y con
él en la mano se encaminó a una puerta cerrada.
—Tiene mantas en ese arcón —dijo.
En aquel instante fuera, en alguna parte, sonó un bronco quejido.
Frank se enderezó.
—¿Qué fue eso, lo sabe, Clark?
Clark estaba tenso, aferrado a su arma y miraba hacia la puerta como si esperara ver
aparecer al mismo demonio en ella.
—No lo sé —gruñó.
El quejido, o lo que fuera, se repitió, ronco, sonoro, amenazador en aquellas soledades.
Clark amartilló el rifle y susurró:
—Apague la luz, Lee.
Perplejo Frank obedeció apagando el ahumado quinqué de petróleo.
En completas tinieblas, sólo el mortecino resplandor de las brasas iluminaba el interior de
la estancia.
La voz bronca y fantasmal del exterior se elevó, ahora con un tono agudo, apremiante,
amenazador. Y muy cerca de la cabaña.
Entre dientes Clark masculló:
—Algún día… algún día le cazaré…
—¿A quién?
No hubo respuesta.
De repente Clark dio un respingo y exclamó con acento apremiante:
—¡Condenación, cierre los postigos! Con tanta charla lo olvide… ¡Apresúrese!
De un salto, Frank estuvo junto a la ventana.
Comenzaba a cerrar los postigos de gruesa madera cuando vio aquello.
Eran unos ojos.
Grandes, fosforescentes, como suspendidos en la negrura del exterior a media altura. Unos
ojos de mirar fijo terrible, que no parpadeaban, que producían una sensación como de
vértigo…
De un golpe cerró los postigos y volviéndose jadeó:
—Hay alguien ahí fuera…
—Ya lo sé.
—¿Quién…?
—Eso lo ignoro.
—He visto sus ojos… no eran ojos humanos.
—Entonces, ¿qué eran?
Frank se estremeció.
—Le juro que ciaría cualquier cosa por saberlo.
—Entonces, salga y averígüelo… o de lo contrario acuéstese y duerma.
Abruptamente, Clark entró en su dormitorio y cerró de un portazo.
Asombrado, Frank Lee sacó unas mantas y tras envolverse en ellas se tendió junto al
fuego.
Pero le fue imposible dormir durante horas.
Como en una pesadilla, seguía viendo en su imaginación aquellos ojos malignos y
aterradores.
CAPÍTULO II
Montando a la grupa de una vieja mula, Frank Lee estaba muy ocupado esquivando las
ramas bajas de los árboles para salvar el rostro de sus arañazos.
Había perdido la noción del tiempo cuando exclamó:
—Usted sabe a quién pertenecían los ojos que vi anoche, Clark.
—No lo sé. Y le dije que no quiero hablar de eso.
—¿Por qué, tanto miedo tiene?
—Todo el mundo tiene miedo.
—¿Era un animal, Clark?
—Continúe así y le dejaré tirado en el camino y yo regresaré a mi cabaña.
—Está bien, discúlpeme. ¿Falta mucho aún?
—Menos de media hora.
Volvieron a sumirse en el silencio.
Sobre sus cabezas, la maraña verde de la vegetación se cerraba semejante a una sólida
cúpula oscura.
—¿Tienen teléfono, supongo, en ese pueblo? —dijo al cabo de un rato.
—Sí.
—Menos mal. Otro silencio. La mula seguía el estrecho sendero por inercia, conociéndolo
paso a paso.
De nuevo fue Lee quien rompió el silencio:
—Usted, Clark, no parece tener ninguna simpatía por los habitantes de Clermon.
—¿Simpatía? Maldito si veo una sola razón para tenérsela.
—Es una actitud absurda. Después de todo, son las gentes que tiene usted más próximas a
su vivienda.
—Ojalá estuvieran a mil millas. Son supersticiosos, desconfiados, vengativos… No tienen
ni una virtud.
—Pero habrá excepciones, digo yo.
—Si las hay yo no las conozco.
Frank se disponía a insistir cuando exclamó, señalando hacia un lado del camino:
—¿Qué es aquello, Clark?
—Parece un fardo de ropas…
—¡Pare!
—No es asunto mío. Sea lo que sea…
—¡Deténgase le digo!
A regañadientes, el hombretón paró su cabalgadura. De un salto, Frank estuvo sobre la
blanda hojarasca que cubría el suelo.
Tras un instante de vacilación, Clark descabalgó a su vez y siguió a Frank, siempre con el
rifle en la mano.
Repentinamente, Frank Lee se detuvo en seco. De su garganta escapó un jadeo violento.
—¡Cielo santo! —balbució—. No es posible…
Clark llegó a su lado. Miró el revoltijo de ropas y contuvo el aliento.
Era el cuerpo de una mujer, tirado entre el matorral espinoso. Un cuerpo desgarrado, con
las ropas hechas jirones y la piel cubierta de profundos arañazos.
La garganta había desaparecido, como arrancada a dentelladas por un animal feroz. Del
brazo izquierdo faltaba una porción de carne tan profunda que dejaba el hueso al descubierto.
—¿Sabe usted quién era, Clark? —jadeó Frank, sintiendo que el estómago se le
encabritaba hasta asomarse en la garganta.
—Sí…
—¿Del pueblo?
—Tenía una tienda allí…
Frank Lee se volvió de espaldas al cadáver.
—¿Qué clase de bestia cree que ha hecho eso, Clark?
—No lo sé.
—¿Un lobo quizá?
—No hay lobos aquí en esta época. Además, los lobos no atacan al hombre, sienten una
especie de extraño respeto hacia los seres humanos. Por lo demás, en este tiempo no pasan
hambre. Tienen presas fáciles en las cumbres. Eso suponiendo que queden lobos aún en este
territorio.
—Entonces, ¿qué?
—Nunca he visto ningún animal que hiciera eso. Lee…
—Bueno, ha debido ser un animal, y de gran tamaño.
—Quizá no… Hay cosas que es preferible ignorarlas y no hablar de ellas nunca.
—Tonterías. ¿Cree que fue la cosa que yo vi anoche, Clark?
—Mire, deje de darle vueltas. Esa mujer está muerta y eso es lo único que importa.
Clark dio un resoplido y regresó hacia su mula.
Frank exclamó:
—¡No podemos dejarla tirada ahí, Clark!
—Si espera que yo toque «eso» está loco. Vámonos. Avisaremos en el pueblo y que
vengan a buscarla.
—¡Maldita sea! ¿Pretende que las alimañas del bosque se den un festín con esa pobre
mujer?
—A ella ya no le importará, se lo aseguro. Suba o quédese ahí si lo prefiere, pero decida
pronto.
Frank Lee titubeó. Dio una última mirada al horrible espectáculo de aquella garganta
devorada y al fin se acercó a la mula, encaramándose otra vez sobre la grupa.
Clark la azuzó y el animal reemprendió su paso cansino.
—Usted sabe algo que no quiere decirme, Clark —refunfuñó Lee.
—Todo lo que yo sé es lo mismo que usted.
—No le creo.
—Para llamarme mentiroso no necesita andarse con rodeos.
—Ha visto a esa desgraciada… sólo un animal de gran tamaño puede haber desgarrado la
garganta de ese modo, y arrancado un trozo de su brazo hasta asomar el hueso… Una bestia
feroz y hambrienta.
No obtuvo respuesta alguna. Clark aferraba su rifle y aparentemente sólo se ocupaba de
dirigir a la mula.
—Dígame una cosa, Clark.
—Cierre el pico. Desde que llegó anoche no cesa usted de hacer preguntas.
—Es la única manera de saber. Dígame, ¿por qué todo el mundo tiene miedo? Usted lo
dijo anoche, ¿recuerda?
—No recuerdo nada de eso.
—Usted también está asustado. Se le nota con sólo mirarle. ¿Es por la cosa que yo vi
anoche?
—Ya empieza otra vez… ¡Cállese, maldita sea!
Lee rezongó una maldición entre dientes y apretó los labios.
Poco después aparecieron las casas de Clermon.
Y de nuevo se asombró del primitivismo de aquel lugar. Eran edificios de madera vieja,
como debieron construirlos los primeros pobladores blancos del territorio cuando les fue
arrebatado a los pieles rojas. Por alguna extraña razón parecían haber sido conservados en su
estado primario como una valiosa reliquia del pasado.
A excepción de las casas que formaban una sola calle casi recta, sólo había como una
docena de edificios desperdigados aquí y allá, sin ningún orden.
Alrededor de la población podían verse algunos campos y huertas, hasta los mismos lindes
del bosque que los rodeaba como un inmenso dogal presto a estrangular Clermon, a
sumergirlo dentro de su sombría espesura.
—Ahí tiene usted el pueblo —gruñó Clark—. Puede apearse.
Detuvo la mula en el centro de la calle, justo a la entrada.
—¿Es que va a marcharse usted?
—Y sin perder un segundo.
—¡Pero es necesario que demos la alarma… usted conocía a la mujer muerta…! ¿Cómo
podré indicarles el lugar dónde está?
—Dígales que se trata de Thelma Ray. El lugar está a inedia hora de camino. ¡Apéese,
Lee!
Este saltó al sucio. En la puerta de una pequeña tienda aparecieron dos mujeres que les
miraron con estupor.
Sin una palabra de despedida, Clark hizo girar a su mula, la espoleó con los talones y se
alejó apresuradamente.
Frank miró a su alrededor, perplejo.
Flotaba un silencio irreal 9obrc la población. La mayoría de casas permanecían
herméticamente cerradas. A excepción de las dos mujeres de la tienda no pudo ver a nadie
más.
De modo que echó a andar hacia ellas resueltamente.
—Disculpen —dijo—. ¿Hay algún representante de la ley aquí?
—¿Quién es usted, señor?
—Me llamo Lee. Tuve un accidente con mi coche y… Pero eso no importa ahora. ¿Hay
alguien que represente a la autoridad en este pueblo?
Se miraron una a otra como si les hubiese preguntado por el Gran Lama.
—El viejo Goskin en todo caso —murmuró una de ellas titubeando—. Cuando era joven
fue sheriff.
—Y ahora, ¿qué es?
—Tiene a su cargo la central telefónica. Todo el mundo le respeta. Hable con él, si quiere.
Lo encontrará calle abajo… verá el rótulo en su fachada.
—Oigan, ¿dónde está la gente?
—¿Dónde van a estar? En sus casas, desde luego.
—Desde luego —balbució, estupefacto.
Se alejó caminando por el centro de la polvorienta calle, asombrándose una vez más del
silencio, de la quietud y de la ausencia de vida en todo cuanto alcanzaba la vista.
De pronto, de un rincón surgió un perro esquelético. Era un animal grande que le miró con
ojos melancólicos y luego atravesó la calle casi arrastrando el rabo.
La muestra de la central telefónica apareció después y Frank subió a la acera, empujó la
puerta y entró.
El interior era fresco y estaba sumido en penumbra.
Había un pequeño mostrador, dos sillas y una ventana cuyos cristales no debían haber sido
limpiados desde los tiempos de la colonización.
También había un hombre, sentado delante del panel de una antigua centralita telefónica.
Era un individuo viejo, de albos cabellos revueltos y ojos vivos, que se abrieron
desmesuradamente al verle entrar.
—¡Cristo! —exclamó—. ¿De dónde sale usted, forastero?
—A juzgar por lo que me ha sucedido últimamente, yo diría que del infierno. ¿Es usted
Goskin?
—Peter Goskin.
—Según unas mujeres que encontré en la calle, es usted la única autoridad aquí.
—Bueno, una autoridad relativa. Nada oficial, pero fui un buen sheriff en los buenos
tiempos. La gente lo sabe.
—Bueno, quiero denunciar la muerte de una mujer.
El vejete dio un brinco y quedó de pie.
Entonces, Frank descubrió que llevaba un viejo cinto canana repleto de cartuchos, y un
enorme revólver metido en una funda.
—¿Una mujer muerta? —Jadeó el anciano—. ¿De qué habla, hombre, dónde está y…?
—Más despacio. La encontramos Clark y yo en el camino.
—¿Clark, se refiere al tipo con un solo ojo?
—Sí.
—Cuénteme.
En pocas palabras relató sus aventuras desde que su coche hundiera el morro en la gran
charca.
Sin embargo, en lo relativo a la mujer muerta no ahorró ningún detalle, quizá para que
aquel viejo de asombroso aspecto adquiriera conciencia de la gravedad del asunto.
—¡Thelma Ray! —Jadeó Goskin—. ¿Seguro que era ella?
—Por lo menos, Clark lo afirmó.
—No comprendo qué estaría haciendo esa mujer en el bosque… Iré a dar un vistazo a su
tienda.
—Mejor sería enviar a alguien a recogerla, digo yo.
Goskin le observó unos instantes con sus brillantes ojillos.
—Hijo —mascullo—, no quiera enseñarme mis obligaciones. Si la pobre Thelma estaba
muerta esperará, ¿no le parece?
Salió de detrás del mostrador y asomó la cabeza por la puerta. Emitió un gruñido de
disgusto.
—Hace un calor de infierno —rezongó—. Habrá que avisar a la gente.
—¿Por qué están todos escondidos, Goskin?
—¿Quién dijo que estaban escondidos? Permanecen en sus casas cuando hace tanto calor,
eso es todo. Espéreme aquí. Vuelvo en unos minutos. Se alejó caminando a saltitos. A Frank
se le antojó un viejo pajarraco.
Volvió al interior de la casa y tomó asiento en una silla.
Acababa de encender un cigarrillo cuando la muchacha apareció.
Frank se quedó con la boca abierta, el cigarrillo sosteniéndose en equilibrio en la comisura
de los labios, estupefacto.
—¿Dónde está mi abuelo? Oh… es usted forastero…
—Su abuelo acaba de salir, si se refiere usted al hombre del revólver al cinto.
—Y usted, ¿quién es?
—Me llamo Frank Lee. Acabo de llegar.
No podía apartar la mirada del rostro maravillosamente bello de la muchacha. Tenía ojos
grandes y profundos, una nariz respingona, boca cálida y sensual y un mentón voluntarioso.
Si bajaba los ojos, Frank tropezaba con los descarados senos que tensaban la fina blusa.
Más abajo podía admirarla hasta la cintura, porque el mostrador cerraba la visión a esa altura.
La cintura era increíblemente fina, iniciando la firme curva de las caderas.
—Yo soy Diana Goskin —dijo la muchacha de pronto.
—Me alegra mucho conocerla, de veras, Diana. Empezaba a creer que éste era un pueblo
abandonado o poco menos. Excepto a su abuelo no he podido ver más que dos viejas en una
tienda. Bueno, y un perro.
Ella dio un respingo.
—¿Un perro? No le creo.
Esta vez Frank se quedó sin habla. Cuando recobró el aliento exclamó: —¡Que me
ahorquen! ¿Qué tiene de raro ver un perro en una calle de pueblo?
—No hay perros en Clermon… los mataron a todos, incluido mi pobre "Nerón"…
Su voz se quebró de pronto. Hizo un esfuerzo y murmuró:
—¿Va a marcharse usted pronto?
—Antes he de recuperar mi coche. Está inutilizado en algún lugar de los bosques.
—No sé cómo lo hará… Carecemos de mecánicos aquí.
—Entonces tampoco habrá una grúa, supongo.
—En absoluto.
—Pero tengo entendido que existe un viejo jeep. Quizá con él pueda remolcarlo hasta
sacarlo de la charca.
—¿El jeep? —Exclamó Diana—. Se incendió hace menos de una semana. Quedó
convertido en un montón de chatarra.
Frank sintió que el alma le caía a los pies.
—¡Pero no puedo abandonar el coche! —Dijo con vehemencia—. Habrá algún lugar al
que pedir ayuda. Una ciudad donde la gente tenga autos, y haya talleres y…
—Sólo en New Havendy. Está a cuarenta millas de aquí poco más o menos.
El cabeceó.
—Muy bien, Diana. ¿Quiere llamar por teléfono a ese pueblo? Supongo que en la central
sabrán si hay grúas o no. Yo hablaré con ellos cuando establezca la comunicación.
Ella le contempló con los ojos muy abiertos, como si él le acabara de pedir comunicación
con el planeta Marte.
—¿Pero no sabe…?
Se interrumpió, como si le faltara la voz.
—¡Acabe! ¿Qué es lo que yo no sé?
—No podemos llamar a ninguna parte… las líneas están cortadas desde ayer.
CAPÍTULO III
Habían comido casi en completo silencio. La hermosa muchacha y su abuelo ocupaban
una pequeña casa adosada detrás de la oficina telefónica, rodeada de un cuidado jardín que se
abría a los campos.
Peter Goskin sorbió el café ruidosamente. Después miró su anticuado reloj de bolsillo y
gruñó:
—Ya no tardarán en traerla.
Diana recogió el servicio y se fue hacia la cocina tras dirigir una curiosa mirada a Frank
Lee.
Este dijo:
—Señor Goskin, usted no ha creído una palabra de lo que le conté. ¿No es cierto?
—Creo que encontró muerta a esa mujer. La prueba es que avisé a la gente para que
algunos hombres fueran a recogerla.
—Me refiero a lo otro… lo de la extraña aparición más allá de la ventana de Clark.
Aquellos ojos diabólicos, y las heridas que presentaba el cadáver.
—Mire, en este asunto deje que lo vea antes de creerlo.
Frank se dio por vencido.
No obstante preguntó: —Clark habló de un modo misterioso y asustado, sin querer
aclararme el motivo de sus temores. Usted también parece saber cosas de las que se niega a
hablar. Su nieta me dijo que habían matado a todos los perros del pueblo, incluyendo el
suyo… Eso son hechos muy raros, por decirlo de un modo suave. ¿Qué es lo que sucede en
realidad?
—Usted dijo que pensaba marcharse de aquí inmediatamente, ¿no es cierto?
—Claro. He de llegar a New Havendy para intentar que me ayuden a recuperar mi coche.
—Entonces, ya sabe lo suficiente. Después de todo, usted no creería una palabra de lo que
yo pudiera contarle.
—Pruebe a ver.
El vejete sacudió la cabeza
—No.
Diana regresó, sentándose otra vez a la mesa.
Fue ella la que dijo:
—Deberías decírselo, abuelo. SI… sí el señor Lee consigue llegar a New Havendy puede
hacer que nos manden ayuda, suero, lo que sea.
—¿Ayuda, suero? —Exclamó Frank—. ¡Condenación! No entiendo una maldita cosa. Y la
ayuda… ¿es que no hay nadie que pueda ir a buscarla?
—Ya lo intentaron… Dos veces.
—¿Y qué?
—Los dos hombres murieron en el bosque… —susurró la muchacha.
El anciano añadió:
—De un modo muy semejante a la mujer que usted dice que vio.
Un escalofrío recorrió el espinazo del forastero.
—¡Pero es absurdo! Clark y yo atravesamos ese bosque y no nos sucedió nada.
—Porque venían hacia aquí… Además, los dos hombres no murieron en ese lado de los
bosques, sino hacia el sur… Ellos iban hacia New Havendy.
Frank dirigió una mirada perpleja a Diana.
—No lo entiendo.
El anciano sacudió su blanca cabeza.
—Mi joven amigo, el diablo anda suelto, eso es todo.
Y levantándose, se fue hacia la oficina telefónica.
Lee gruñó:
—¿Usted también cree eso, que es cosa del diablo?
Diana sonrió con cierta timidez.
—No… Me niego a creer en demonios rabiosos y todo eso. Pero hay una fuerza maligna
alrededor de Clermon… algo que va cercándonos cada vez más estrechamente. Y mata sin
dejar rastros.
—¿Mata? ¡Ya lo creo que mata! Y ha de haber dejado un rastro tan ancho como una
carretera. Si yo hubiera podido examinar a aquella mujer y los alrededores…
De pronto se interrumpió. La muchacha suspiró.
—No quise decir esa clase de muerte, sino la de quienes murieron en sus casas como
heridos por un rayo. Simplemente, estaban allí vivos, hablando, y de repente la muerte les
llegó como un pistoletazo.
—¿No ha oído hablar nunca de ataques cardíacos, embolias y cosas así?
Ella estaba sacudiendo la cabeza.
—No fue eso, sino algo mucho más súbito y fulminante. Y durante cuatro días la cosa
sucedió una vez cada noche.
Estupefacto, Frank no podía creerlo.
—¿Y no presentaban herida alguna? —tartamudeó.
—No, nada en absoluto.
—Supongo que les harían la autopsia…
—¿Autopsia? —Diana dejó escapar una risa nerviosa y replicó—: ¿Dónde cree que está
usted, Lee?
—Bueno, el inédito tendría algo que decir en cada caso.
—El médico más próximo está en New Havendy.
—De modo que enterraron a esas gentes sin más. ¡Dios bendito! ¿En dónde me he metido?
Diana se disponía a replicar cuando el rumor de voces más allá de la oficina de teléfonos
les hizo levantarse de un salto.
Corrieron hacia la calle a tiempo de ver un grupo de hombres parado junto a la otra acera.
Habían depositado un bulto envuelto en una manta sobre la acera y hablaban con el viejo
Goskin. Algunas mujeres asomaban, medrosas, en las puertas de las casas.
Diana ahogó un quejido.
—La han traído… —susurró—. Usted dijo la verdad, Lee.
Este la contempló con el ceño fruncido.
—Voy a echar un vistazo. Usted mejor quédese aquí… No es nada agradable de ver.
Atravesó la calle. Goskin le vio y dijo:
—Venga aquí, Lee. Compruebe que está tal como usted la vio.
Descorrió la manta dejando la tremenda visión al descubierto.
—Está igual —dijo con voz ronca—. Ustedes han vivido siempre en esta región. ¿Qué
clase de bestia es capaz de causar esos destrozos?
Los hombres cambiaron miradas temerosas entre ellos, pero ninguno replicó.
Eran gentes toscas, y Lee imaginó que de escasa cultura.
Cosa curiosa, no había jóvenes entre ellos. Todos eran de edad avanzada. Calculó que el
más joven contaría aproximadamente cuarenta y cinco años.
Peter Goskin volvió a cubrir el cadáver.
—Es demasiado tarde para enterrarla hoy. Tú, Roper, aprovecha esta tarde para construir
un ataúd y mañana la sepultaremos.
Los hombres asintieron, volvieron a cargar con el cuerpo y todos se alejaron calle abajo.
Inmediatamente, las puertas fueron cerrándose con secos chasquidos y la calle quedó
desierta de nuevo.
Lee caminó al lado del viejo hasta la oficina.
Una vez en ella, Frank masculló:
—Ya basta, Goskin. ¿Qué diablos está sucediendo en este pueblo?
Diana contuvo el aliento.
El anciano carraspeó:
—Usted no lo creerá, de modo que no vale la pena hablar de ello. Además, va a
marcharse, así que déjenos con nuestros problemas. De un modo u otro se resolverán.
La muchacha exclamó:
—¿Cómo, abuelo, muriendo todos nosotros? Porque con la estúpida actitud que todos
hemos adoptado, con esta pasividad, no veo que podamos resolver ningún problema.
—Escucha, pequeña, en New Havendy deben haber advertido que la comunicación
telefónica está cortada. Saldrán para buscar la avería y llegarán aquí… o restablecerán la
comunicación…
¿Cuándo, abuelo? —Estalló Diana—. ¿Y cuántos habrán de morir aún antes que eso
suceda?
Goskin mordisqueó su pipa apagada.
Miró de soslayo a Frank y refunfuñó:
—Usted nos tomará por chiflados, y no creerá nada de lo que yo le diga.
—Deje que sea yo quien decida qué he de creer.
—Bueno, ¿es capaz de aceptar en nuestra época que los muertos pueden resucitar y
asesinar a su vez?
Frank se quedó boquiabierto.
—¿Habla en serio? —balbució.
—Ya sabía que no lo creería. No vale la pena seguir.
—¡Maldita sea, hombre! Continúe. Esto es como una pesadilla. ¡Cristo! Y yo que salí de
vacaciones para convalecer de… En fin, adelante.
Encendió un cigarrillo y recostándose en el mostrador miró perplejo a la muchacha.
Diana estaba muy pálida, pero conservaba una extraña serenidad.
—Bien, cuatro personas murieron de manera inexplicable, tan súbitamente como si les
hubiesen pegado un tiro en la cabe/a. Fueron enterradas… Se llamaban Kramer, Trevor, y el
matrimonio formado por Edna y Gordon Mars. Tres hombres y una mujer. Días después de
haber sido sepultados, una noche, Kramer y Mars fueron vistos por un matrimonio. Vistos
vivos, quiero decir.
—Tonterías. Hay gente que…
—Les conocían bien, Lee. Eran vecinos. Les vieron rondar la casa de Nelia Garret y
aterrorizados cerraron puertas y ventanas rezándoles a todos los santos de que pudieron echar
mano. Oyeron gritos, aullidos,… Unos gritos horripilantes. A la mañana siguiente, Nelia
Garret estaba muerta en su casa. La habían destrozado a dentelladas. Cuando la encontramos
estaba igual que si una manada de lobos hambrientos hubiese saciado su hambre en ella.
Calló y Frank Lee necesitó un esfuerzo de todos sus sentidos para reaccionar y decirse que
estaba en el siglo y en su propio país y no en un lugar de quimera.
—¿Y nadie más oyó los gritos? —masculló.
—Nelia Garret vivía en una de las casas aisladas que hay en las afueras.
—Ha de existir una explicación lógica a lo sucedido, Goskin. No puede creer en
resucitados y cosas así. Y menos aún en resucitados que por alguna extraña pirueta del diablo
vuelven a la vida convertidos en antropófagos. Eso es absolutamente idiota.
Goskin se encogió de hombros.
—Sabía que adoptaría usted esa actitud. Pero dos noches después, Mars fu? visto por una
persona. Caminaba como un autómata y emitía un extraño gruñido.
—¿Y mató a alguien más?
—No… Esa noche no. Pero no olvide que los dos hombres que partieron para Ne…
Havendy murieron a dentelladas. Y Thelma… usted acaba de verla.
Frank encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior. Pensó vagamente que estaba
fumando otra vez demasiado. Los médicos casi se lo habían prohibido.
—¿No comprobaron si los cadáveres de esos individuos continuaban en sus sepulturas?
—¡Je! Yo propuse ir al cementerio y comprobarlo. Nadie quiso secundarme. No podía
mover yo solo las losas de piedra y lo dejé correr. Pero estuve allí… Las sepulturas parecen
intactas, Lee.
Este reflexionó apresuradamente.
—Se me ocurre —dijo, ceñudo—, que usted y yo podríamos echar un vistazo. ¿Cree que
entre los dos podríamos mover las lápidas, o lo que sea que cubre las fosas?
—¿Usted y yo solos?
—Si no hay nadie más que quiera acompañamos, pues sí.
—Amigo, necesitaríamos escoplos, una maza… y un valor del que empiezo a carecer.
Tengo que cuidar de mi nieta, Lee.
Este miró a Diana. La vio pálida y tensa.
—¿Qué dice usted, muchacha? —le espetó.
—Quisiera salir de esta incertidumbre, desde luego, pero no a costa de que mi abuelo corra
ningún riesgo. ¿Sabe usted? Es un viejo gruñón, pero es lo único que tengo en este mundo…
—Ya veo. ¿Asistirá mañana al entierro, Goskin?
—Por supuesto.
—Iré con usted entonces.
El anciano dio un salto.
—¡Cuernos! —exclamó—. ¿Quiere decir que va a quedarse aquí esta noche?
—Si me ofrecen hospitalidad, sí.
Abuelo y nieta cambiaron una mirada. La de la muchacha rebosaba esperanza.
—Tenemos un cuarto vacío, abuelo… Puedo preparar la cama en unos minutos.
—Ya lo decidiste, ¿eh?
—¿Qué dice usted, Goskin?
—Está bien, pero déjeme decir que es usted el tonto más grande de este mundo
quedándose aquí.
Frank esbozó una sonrisa.
—De cualquier modo, según ustedes nadie puede abandonar el pueblo sin ser atacado y
muerto. ¿Cómo esperaba usted que me fuera, volando?
—Puedes preparar esa habitación, pequeña. Pienso que dos hombres podrán protegerte
mejor que uno y viejo.
Diana sonrió y salió de estampida.
—Quiera el cielo que no haya de arrepentirse usted, Lee… Este pueblo está maldito, se lo
digo yo. Está maldito…
Dio tal mordisco al cuello de la pipa, que por poco no lo partió por la mitad.
Frank sonrió, pensó que de cualquier modo que fueran las cosas iban a ser unas
extraordinarias vacaciones.
CAPÍTULO IV
—No he visto jóvenes desde que llegué, excepto Diana. ¿Es que han marchado todos?
La pregunta hizo fruncir el ceño al viejo.
—La mayoría se fueron hace años… a medida que iban llegando a la edad de decidir por
sí mismos. La juventud busca mejores horizontes, ya sabe. No, apenas quedan otra muchacha
como Diana y un par o tres de hombres menores de veinticinco años.
Estaban en torno a la mesa después de cenar. Si uno tendía el oído, escuchaba un silencio
profundo, denso y absoluto, como si en lugar de en el centro del pueblo estuvieran en el
fondo de un pozo aislado.
—Hay algo que me intriga, Goskin —murmuró Frank.
—Es usted una especie de inquisidor, hombre. Déjeme respirar antes de disparar más
preguntas.
Lee sonrió.
—Cuando estuve en la cabaña de Clark saqué la conclusión de que en este pueblo, las
cosas raras venían de muy lejos, quizá de años atrás. Habló pestes de sus gentes y no daba la
impresión de que fuera —algo reciente.
—Bueno… ese Clark es un individuo medio salvaje y solitario. Llegó a esta región hace
muchos años y siempre ha vivido aislado.
—No es de Clark en sí de lo que yo estaba hablando.
—Sí, ya sé… Bueno, digamos que las gentes se volvieron hurañas, sombrías y amargadas
hace unos diez años…
—¿Diez años? —exclamó Lee.
La propia Diana irguió la cabeza y murmuró:
—¿Qué sucedió entonces, abuelo? Yo estaba en el colegio en New Havendy, y nunca has
querido hablarme de eso.
—Ni quiero hacerlo ahora. Ya me cansé de este interrogatorio. ¡Maldita sea mi estampa!
¿Es que se pusieron los dos de acuerdo para fastidiarme la noche?
Diana dijo suavemente:
—Cálmate, abuelo. ¿A quién voy a preguntárselo si no es a ti?
Goskin gruñó, maldijo en voz baja y sacudió la cabeza de un lado a otro.
Entonces, fuera, en alguna parte, resonó un alarido que les puso los pelos de punta.
Frank se levantó de un brinco y el viejo Goskin le imitó, temblando.
—¿Dónde resonó ese grito, Goskin?
—Parece atrás…
De repente, Diana exclamó:
—¡Era la voz de Alice, abuelo!
Frank Lee estaba ya junto a la puerta trasera cuando el viejo le alcanzó.
—¡Espere un minuto, Lee!
Este se volvió. Abuelo y nieta se quedaron muy quietos al ver el panzudo revólver que
llevaba en la mano.
—¿Piensa salir, Lee? —masculló el anciano.
—Sí.
—Va a hacerse matar, seguro. Pensaba ofrecerle mi revólver, pero veo que va usted bien
equipado.
El abrió la puerta. El alarido se repitió corto, apremiante.
De un salto se sumergió en la oscuridad del exterior.
Todas las casas estaban a oscuras. Nadie se movía en ninguna parte.
Sólo a un tiro de piedra brillaba la luz de una ventana.
Echó a correr como un gamo, silencioso, igual que una negra sombra.
Vio moverse algo impreciso en las proximidades de aquella ventana y redujo la carrera. Su
dedo se tensó sobre el gatillo de su poderoso revólver de cañón corto.
—¿Quién anda ahí? —exclamó.
Una figura Cubierta de lo que parecían ser harapos se materializó junto a la ventana. La
figura aquella volvió la cabeza para ver a quien le increpaba… y entonces la luz le pegó de
lleno en el rostro.
Frank nunca supo cómo pudo contener el grito de espanto que estuvo empujándole en su
garganta, porque aquel rostro era la pesadilla más pavorosa que pudiera soñar una mente
enferma.
Apenas era algo más que una calavera, con jirones de carne aquí y allá, con un oscuro tajo
por boca y unos ojos fulgurantes, demoníacos, que no parpadeaban porque no les quedaban
párpados en ellos.
Era como un cadáver sepultado durante meses y que de repente hubiera cobrado vida,
deteniendo así la putrefacción que estaba destruyéndole.
Cuando recobró la voz, Frank ordenó:
—¡No se mueva de ahí!
Sus pies parecían mucho más pesados que antes cuando empezó a caminar de nuevo.
Entonces, aquella cosa repelente, se esfumó.
Simplemente, se echó atrás saliendo del halo luminoso de la ventana y desapareció.
Furioso, Lee tiró del gatillo y el revólver tronó una y otra vez esparciendo proyectiles en
abanico.
Tras esto echó a correr de nuevo y atisbó por la ventana iluminada.
Había una muchacha tendida en el suelo de una cocina.
Aparentemente no había sangre allí dentro y la ventana y la puerta de la fachada estaban
cerradas.
Frank giró sobre los talones y se movió en círculos cada vez más abiertos, tratando de
encontrar un cuerpo tendido.
No encontró nada.
Estaba encaminándose otra vez hacia la casa cuando oyó la voz del viejo Goskin.
—¡Eh, no vaya a tumbarme a mí también!
—¡Acérquese a la ventana, Goskin!
—¿Qué sucedió? ¿Está usted bien?
—Sí.
El anciano llevaba su enorme «45» en la mano. Parecía un arma demasiado grande para él.
—¿Qué fue ese grito, lo sabe?
—Eche un vistazo a esa ventana.
Él fue a la puerta y trató de abrirla. Estaba cerrada por dentro.
—¡Es Alice! —jadeó Goskin.
—¿Vive sola esa chica?
—Con su tía.
—Pues no parece que ésta haya acudido en su ayuda. Apártese.
Tomó impulso y golpeó la puerta con el hombro.
La puerta se abrió con un crujido, pero el pecho le ardió repentinamente y durante unos
instantes permaneció encorvado, inmóvil y jadeando.
Goskin penetró en la casa y se arrodilló junto al cuerpo tendido de la muchacha.
—¡Está viva!
Frank, dominándose, gruñó:
—Sólo se desmayó al ver aquella cosa.
—¿Qué cosa, de qué está hablando Lee?
—Se lo contaré después.
Él se internó en la casa, intrigado por el silencio de la otra mujer que debía estar allí.
La encontró en una pequeña sala que daba a la calle única y principal del pueblo.
La ventana de ese cuarto estaba alzada y penetraba el cálido aire del exterior haciendo
oscilar la cortina.
Apenas se inclinó sobre ella supo que estaba muerta.
No obstante, buscó el pulso y luego aplicó la mano sobre el corazón, bajo el seno
izquierdo.
Se levantó poco a poco, estupefacto.
Tras él, Goskin balbuceó:
—Como los otros… Está muerta, ¿no es cierto?
—Sí.
—Y no tiene ninguna herida.
—Aparentemente, no.
—No la tiene. Ninguno de los otros la tenía, y les desnudamos para estar seguros.
Examinamos cada pulgada de sus cuerpos sin hallar ni un rasguño.
—Ocupémonos de la chica, Goskin. Ella por lo menos está viva.
—La llevaremos a casa y Diana podrá cuidarla.
—¡Diana!
Se dirigió a la puerta como una tromba. Goskin exclamó:
—¿Qué pasa ahora, Lee?
—¡Diana está sola y esa cosa continúa rondando en la oscuridad!
Salió de estampida.
Goskin empezó a temblar espasmódicamente.
—El diablo anda suelto —murmuró—. No me cabe la menor duda… tenía que suceder
tarde o temprano…
Se echó a la calle pensando sólo en su nieta.
Pero Diana estaba bien. Llena de angustia, pero sana y salva.
De modo que fueron a buscar a la desvanecida Alice y la llevaron a la casa.
En todo el pueblo, nadie había asomado la nariz para averiguar qué significaban aquellos
disparos, aquellos alaridos…
Nada.
El terror imperaba en las gentes, y ahora Frank comenzaba a creer que existían razones
para que ese terror existiera.
El mismo lo había experimentado.
Lo había visto.
CAPÍTULO V
—¿Está seguro de haber visto una cosa así?
Goskin no, podía creerlo.
—Tengo buenos ojos, abuelo. Y estoy acostumbrado a… Bueno dejémoslo. Vi ese
monstruo o lo que fuera, y le aseguro que si era un resucitado llevaba mucho tiempo muerto
antes de esta noche. Era una pura piltrafa.
Goskin se rascó el cogote, perplejo.
—Es increíble… Yo estaba dispuesto a creer que los muertos recientes, como la pobre
mujer que usted ha visto, podían revivir por alguna triquiñuela del diablo, Pero un espanto
como el que usted describe, Lee…
—De cualquier modo, podía ser una máscara —aventuró Frank.
—Ni usted mismo cree eso, ¿no es verdad?
—Francamente, no. Ninguna máscara podía convertir los ojos de un hombre en aquellas
pupilas diabólicas… Pero entonces estamos como al principio, Goskin. ¿Qué era, quién era?
—Las respuestas a esas preguntas resolverían todas nuestras angustias, Lee.
Frank fumaba furiosamente. Se detuvo junto a la ventana y tendió la mirada en la
oscuridad, hacia los invisibles campos y el bosque umbrío que cercaba Clermon por sus
cuatro costados.
Desde allí murmuró:
—Per la mañana examinaré a esa mujer. Aún me niego a creer en todas estas
monstruosidades.
Al oír un rumor en la puerta se volvió.
Diana y la otra joven estaban allí, mirándoles. Alice seguía con el rostro lívido y una
mirada extraviada en sus bonitos ojos de gacela asustada.
—¿Se encuentra usted mejor, muchacha? —se interesó Frank, acercándose a ellas.
—Aún me parece estar viéndole, aquel horrible aparecido… Nunca imaginé que pudiera
existir un espanto semejante.
—Si le sirve de consuelo, le diré que yo estuve a punto de echar a correr cuando lo vi.
Alice y Diana entraron, sentándose en el anticuado diván.
Goskin murmuró:
—Lamento lo de tu tía, Alice.
—Yo… no supe que estaba muerta hasta que Diana me lo dijo.
—¿No oyó nada, ni un grito de ella, un quejido, algo?
La muchacha miró a Frank recto a la cara.
—Nada. La dejé en la salita mientras yo recogía la cocina. Recuerdo que la oí abrir la
ventana, pero eso es todo.
—¿Por qué la abriría? No hacía un calor excesivo.
—No lo sé… Ella no la abría nunca por las noches. Ni ella ni nadie, ya saben.
—Sin embargo lo hizo. Estaba abierta cuando yo la encontré.
El anciano propuso:
—¿Qué tal si fuésemos a acostarnos? Si mi reloj no anda destornillado con todo este jaleo,
son más de las dos.
Alice se estremeció.
—¡No quiero quedarme sola, Diana! —sollozó.
—Tranquilízate, dormiremos juntas esta noche. Usted, Lee, ya sabe cuál es su cuarto…
Goskin se levantó.
—Voy a comprobar que estén bien cerradas todas las puertas y ventanas.
Frank encendió otro cigarrillo. Luego, al quedar solo, sacó el revólver y revisó la carga.
Quedaban dos cartuchos solamente.
De un pequeño estuche sujeto al cinturón extrajo otros nuevos y rellenó el grueso cilindro.
Después de recargar el arma le quedaron en el estuche sólo cinco balas más.
Enfundó el revólver y se levantó. Resucitados o no, pensó, si a alguno de ellos podía
meterle un par de plomos de ese calibre habrían de enterrarle definitivamente.
El anciano volvió, más sombrío que nunca.
—Todo está bien cerrado, Lee. No creo que esta noche tengamos más sorpresas. ¿No
piensa acostarse?
Como si el destino quisiera desmentirle, un golpe sonoro resonó en la puerta de la oficina,
al otro lado de la pequeña casa.
—¡Maldita sea, a estas horas!
—¡Espere, Goskin!
—¿Cree usted que un monstruo como el que vio perdería el tiempo llamando a la puerta?
Mascullando entre dientes, el anciano fue a abrir.
Sobro su cabeza, Frank oyó los rumores de las muchachas en el dormitorio de Diana.
Los pasos de Goskin sobre el piso de madera cesaron. Se escuchó el chirriar de la puerta
de la calle.
Y luego un grito ahogado, un sonido espeluznante que obligó a Frank Lee a salir de
estampida hacia la oficina.
El anciano había caído de rodillas y sobre él se inclinaba un hombre. Era apenas una masa
informe que gruñía como un animal.
—¡Apártese del viejo! —gritó Frank.
El hombre se inmovilizó un instante. En la penumbra Lee distinguió parte de su rostro, por
cuya boca escurría la sangre y todo el terror del mundo le invadió una vez más.
—¡Apártese del anciano! —repitió, levantando el cañón del revólver.
El desconocido soltó al viejo y el cuerpo cayó desmadejado.
Entonces, gruñendo de un modo pavoroso, avanzó hacia Lee, la sangre ensuciándole la
cara.
Frank rechinó los dientes y tiró del gatillo. El revólver tronó estremeciendo las paredes.
Disparó otra vez cuando el agresor trastabillaba empujado por la primera bala.
La segunda le tiró contra la puerta, sus pies se enredaron con el gimoteante anciano y se
desplomó al fin más allá, quedando atravesado en el umbral, inmóvil.
Frank buscó la luz y la encendió. Contuvo el aliento al ver la feroz herida que Goskin
mostraba en un lado del cuello y que sangraba en abundancia. Echó un vistazo al hombre
muerto. Las dos balas debían haberle partido el corazón a juzgar por los orificios casi juntos.
Oyó los pasos de Diana que corría hacia allí. Levantó al anciano en brazos y se volvió en
el momento en que la muchacha aparecía.
—¡Abuelo! —chilló Diana.
—Vive, tranquilícese.
—Pero… pero…
—Ese hombre… ¿Le conoce? —preguntó, señalando el cadáver que se desangraba en la
entrada.
Diana lo vio por primera vez. Y el alarido que escapó de su garganta hizo vibrar hasta los
cristales,
—¡Es Kramer… Albert Kramer…! —chilló, enloquecida.
—¿Uno de los que enterraron?
—¡Sí, sí!
—Bueno, dudo que ahora vuelva a resucitar. Hierva agua y traiga desinfectantes y vendas.
¡Apresúrese!
Ella estaba igual que paralizada por la visión del hombre muerto.
Frank rugió:
—¡Condenación! ¿Quiere hacer lo que le digo?
El grito la hizo saltar. Se fue corriendo hacia la cocina.
Lee llevó al anciano al salón y lo tendió cuidadosamente en el diván. Allí examinó la
herida. Era una sola dentellada, pero profunda y terrible. Afortunadamente no había afectado
a ningún órgano vital del cuello.
Diana regresó con vendas y desinfectantes. Miraba espantada la herida del anciano y no
acertaba a hablar.
Frank gruñó:
—¿Dónde está Alice?
—Arriba… No quiso bajar cuando se oyeron los disparos…
—Bien, limpie esta herida, mientras yo voy a cerrar la puerta.
—¿Y… y el cuerpo de Kramer?
—Hablaremos después de eso. Ocúpese de su abuelo. Yo vuelvo enseguida.
No podía saber que había desperdiciado un tiempo imposible de recuperar. No podía
imaginar que durante aquellos breves minutos una sombra siniestra y silenciosa como un
enviado del infierno había cruzado la puerta, pasando indiferente por encima del cadáver
tendido en el umbral…
De haberlo sabido…
Frank arrastró el cuerpo y cerró la puerta, dando vuelta a la llave y corriendo el cerrojo.
Después, se inclinó sobre el cadáver.
Estaba extrañamente frío. No obstante, la sangre fluía aún de las heridas, líquida… tibia.
Perplejo, Frank se irguió. Todo era un cúmulo de contrasentidos…
Justo en aquel instante, arriba, la voz de Alice emitió el alarido más espeluznante que
pueda surgir de una garganta humana.
CAPÍTULO VI
Alice volvió a gritar, enloquecida. Cubierta sólo con un camisón que Diana le había
prestado, se acurrucó en el rincón más alejado del cuarto, mirando despavorida al hombre que
se le acercaba paso a paso.
Era un individuo alto y delgado, coa el rostro tan pálido como la cera, ojos apagados y
babeante. Tenía los labios contraídos como los de un animal feroz y mostraba los dientes
amarillentos, entreabiertos.
—¡NO, NO, VAYASE…! —chilló la muchacha.
El la alcanzó. Dio un zarpazo para atraparla y ella logró esquivarlo. Una larga tira del
camisón quedó entre los dedos engarfiados como una garra.
Con un gruñido, el atacante cambió de dirección, acorralándola de nuevo. En su rostro no
había expresión alguna excepto la mueca de ferocidad de su boca babeante. Por lo demás, era
el rostro de un muerto.
Alice volvió a lanzar un aullido aterrador en el instante en que Frank Lee aparecía en la
puerta, donde se detuvo como si hubiera tropezado con un muro.
—¡Aquí, Alice! —gritó.
Ella se precipitó enloquecida sobre él enredándolo entre sus brazos.
—¡Suéltame!
Se la sacudió de encima violentamente, arrojándola al pasillo para enfrentarse al
desconocido que ya avanzaba hacia él.
—¡Deténgase donde está! —rugió, mostrándole el revólver.
No le hizo el menor caso.
En el pasillo, Alice seguía chillando presa de un ataque de histeria y se oía la voz de Diana
llamándola mientras subía las escaleras.
Frank titubeó. Le repugnaba matar a un hombre indefenso, incluso en aquellas
condiciones.
—¡Párese le digo! —insistió.
Tampoco esta vez el desconocido le hizo el menor caso. Continuaba paso a paso hacia él,
indiferente, como un autómata.
Sólo aquellas quijadas, tensas y anhelantes, y el sordo gruñido, y los hilillos de baba que
se desprendían de las comisuras de la boca demostraban que todo lo que ansiaba era matar a
dentelladas.
Decidiéndose, Frank guardó el revólver en la funda.
—Te quiero vivo, amiguito —rezongó.
Y saltando sobre el hombre, descargó un trallazo con la zurda capaz de desnucar un buey.
El aparecido trastabilló, pero en su rostro no apareció el menor signo de dolor ni de cólera.
Aparentemente era como si no hubiera recibido siquiera aquel terrible zurdazo.
Luego, sus manos, como garras, atraparon a Lee y éste se sintió dominado por la fuerza
colosal de aquel cuerpo.
Por un instante, el terror le paralizó, porque el aparecido, fuera quien fuere, poseía una
fuerza sobrehumana e invencible. Él le golpeó desesperadamente, una y otra vez, mientras era
dominado por el abrazo de hierro y las fauces abiertas y babeantes se cernían sobre su cuello,
Se retorció dolorosamente. El pecho le ardía en llamaradas de dolor y notó de pronto el
viscoso correr de la sangre por sus costillas. La herida debía haberse abierto a causa del
terrible esfuerzo, del espantoso abrazo del monstruo.
Desesperadamente. Frank buscó la culata del revólver y lo arrancó de la funda. Estaba
pegado al cuerpo que se apretaba contra él… apenas podía ladear el cañón del arma.
Disparó instintivamente una y otra vez. Notó en su cuerpo los espasmos del otro cuerpo
cuando encajó los balazos, y la tenaza que le ahogaba se aflojó. Vio cerrarse en una mueca
las fauces que ansiaban destrozarle la garganta…
Volvió a disparar y esta vez el proyectil empujó el cuerno va inerte lejos de él.
Sólo entonces advirtió los aritos de Diana y Alice en el pasillo y se volvió.
Las muchachas estaban allí, mirándole con ojos desorbitados por el espanto.
—Bueno, ya pasó… —dijo, jadeando—. ¡Cállense, voy a volverme loco yo también!
El cuerpo retorcido del atacante se estremecía tumbado en el suelo. Frank se inclinó sobre
él y le dio la vuelta. La cara continuaba absolutamente inexpresiva, como una gárgola de
piedra sin emociones, ni dolor, ni agonía.
Tras él, Diana balbució:
—¡Trevor… Richie Trevor…!
—¿Otro de los sepultados?
—¡Sí, sí!
—Vuelva abajo. Llévese a Alice y cuide de su abuelo. Yo me ocuparé de todo lo demás.
Al quedar solo se desabrochó la camisa. La sangre empapaba el apósito adhesivo que
llevaba cubriéndole la herida.
Maldijo entre dientes y se despojó de la chaqueta y la camisa para evitar que se empaparan
de sangre a su vez.
El cuerpo en el suelo dejó de estremecerse y quedó inmóvil.
Arrodillándose junto a él, Frank le examinó las pupilas. Excepto la expresión muerta no
había señal alguna de drogas en aquellos ojos. Buscó huellas de inyecciones en los brazos y
no encontró nada semejante.
—Acabaré creyendo en resucitados —masculló entre dientes, incorporándose.
Arrastró el cuerpo escaleras abajo, tirándolo junto al otro, en la oficina del teléfono.
Luego, se internó en la casa,
Diana terminaba de vendar el cuello de su abuelo y se volvió. Hizo un gesto de estupor al
verle el vendaje adhesivo lleno de sangre.
—¿Qué significa eso, Lee, está usted herido?
—La verdad es que salí recientemente del hospital. El baile de esta noche debe haber
soltado alguno de los puntos y la herida se ha abierto.
Alice jadeaba sentada en una butaca, casi desnuda con su camisón desgarrado, aunque ella
no parecía advertir siquiera su turbador aspecto.
—Mejor será que se lo quite usted Lee. Le vendaré de nuevo.
Mientras estuvo ocupada preparando el nuevo apósito no le miró. Luego, al volverse,
desorbitó los ojos al descubrir la larga cicatriz,
—¡Santo cielo! ¿Cómo… le hirieron?
—Alguien que jugaba con un cuchillo. Resultó que el tipo era un experto y por poco no
me mandó al infierno.
—Lee… ¿Quiere decirme quién es usted?
—Bueno, digamos que en cierto modo soy un representante de la ley.
—No lo comprendo. ¿Qué significa ese «en cierto modo»?
—Olvídelo. Hay problemas más acuciantes de momento. ¿Cómo está su abuelo?
Un gruñido del anciano demostró que éste había recuperado el conocimiento.
Diana colocó las tiras adhesivas sobre la gasa que cubría su herida. El la contempló y una
ligera sonrisa apareció en sus labios.
—Está teniendo usted experiencias muy desagradables esta noche, Diana, ¿no es cierto?
—¿Y usted no?
—Bien, lo mío es distinto. Yo sé defenderme, aunque haya estado a punto de ser vencido
por ese individuo. Tenía una fuerza colosal, increíble.
—¿Qué cree que… son, Frank?
—¿Cómo puedo saberlo? Todo lo que me han dicho es que esos individuos fueron
enterrados. No obstante, ahora aparecen con una fuerza sobrehumana y matan a dentelladas,
como fieras hambrientas. Es algo que no tiene explicación.
Desde el diván, el anciano barbotó con voz débil:
—Se lo dije… es cosa del diablo. Estamos malditos todos los de este pueblo.
—¿Cómo se siente, Goskin?
El viejo ladeó la cabeza. Hizo una mueca y gruñó:
—Me duele como el infierno, pero creo que pudo haber sido mucho peor. ¡Es algo de
locura, Lee! Kramer estaba muerto… lo comprobamos antes de enterrarle. Y, sin embargo,
aparece aquí y por poco no me arrancó el cuello de una dentellada.
—Kramer… y Richie Trevor, abuelo —susurró la muchacha.
—¿Qué, Trevor?
—Me vi obligado a matarle arriba, Goskin. Atacó a Alice y luego a mí… Tenía una fuerza
descomunal, como nunca imaginé que pudiera poseer un hombre. Casi me partió por la mitad
sólo apretándome entre sus brazos.
—Porque no son humanos. Se lo advertí… ¿Y Alice…?
—Estoy aquí, señor Goskin…
Se volvieron hacia ella. Diana dio un respingo ahora al verla casi desnuda.
—Ven, te ayudaré a vestirte —exclamó precipitadamente.
Ambas muchachas abandonaron el salón.
Goskin respiró profundamente.
—¿Qué opina ahora, Lee? —murmuró.
—Confieso que estoy desconcertado.
—Eso es lo menos que puede estar usted. Deberá convencerse de que es algo diabólico,
sobrenatural. Esos seres no son humanos.
—Tampoco parecía humano el monstruo que yo vi y sin embargo se dio mucha prisa en
escabullirse cuando vio el revólver.
De pronto recordó la indiferente actitud del asaltante, en el cuarto de las muchachas.
Aquel individuo no había hecho ningún caso del arma, como si no existiera.
Entonces recordó otra cosa y dijo:
—Goskin… su nieta me dijo que habían sacrificado todos los perros del pueblo. ¿Por qué
lo hicieron, tiene eso alguna relación con lo que está sucediendo?
—Lo ignoro. Los perros fueron muertos porque dos animales aparecieron con síntomas de
rabia. Habían andado sueltos por el pueblo y ante el temor de que la enfermedad se
extendiera, la gente decidió acabar con todos. Podían haber mordido a otros, ya sabe…
—Bueno, se me antoja una medida muy radical. De vez en cuando aparecen perros
atacados de esa terrible dolencia y no por eso se sacrifican a todos los demás de la población.
—Es que en nuestro caso se daban unas circunstancias muy especiales, Lee. Los perros
atacados por el mal habían sido vacunados recientemente contra la rabia.
Calló, agotado.
Frank sintió un escalofrío y casi instintivamente miró con aprensión al cuello del anciano,
donde unos dientes feroces habían dejado su profunda y terrible huella.
¿O habrían dejado algo más?
CAPÍTULO VII
—Nadie quiere tocarlos —refunfuñó Goskin—. Ni siquiera para llevarlos otra vez al
cementerio.
—Se me ocurre que la gente de este pueblo son algo muy especial… Clark tenía razón por
lo que veo.
—Algo hay que hacer, Lee. Me dan grima esos cuerpos tirados en la oficina.
—Si alguien nos presta un carro, podríamos sacarlos nosotros de aquí.
El anciano se rascó la nuca. Llevaba el cuello cubierto por los vendajes y su rostro
aparecía lívido y macilento.
Bajo la luz del sol, la pesadilla de la noche anterior parecía algo remoto. No obstante, los
cadáveres que esperaban eran una prueba palpable de que no había sido una simple pesadilla
lo acaecido en aquellas horas tensas y terribles.
Y por si a alguien le hubiese quedado alguna duda, ahí estaba el cuello de Goskin.
—Lo intentaré —refunfuñó—. Roper, el carpintero, deberá ayudarnos. Él tiene un carro y
además fabrica los ataúdes.
—Debe hacer buen negocio en estos últimos tiempos. —Celebro que conserve usted el
humor. Lee. Quédese aquí cuidando de las chicas mientras yo voy a la carpintería para hablar
con Roper.
Al quedar solo, Frank se sirvió otra taza de café. Oía a las muchachas trastear arriba y eso
le tranquilizaba.
Fumó el último cigarrillo del paquete saboreando el café a pequeños sorbos. De entre el
caos que era su mente no logró un solo pensamiento constructivo, ni una idea lógica.
Levantándose, fue hacia la oficina. Los dos cuerpos arrinconados a un lado de la puerta no
tenían ahora un aspecto tan terrible como durante la noche.
Asomándose a la calle, comprobó una vez más que estaba desierta.
Media hora más tarde oyó el chirriar de unas ruedas y Goskin apareció montado en un
carro tirado por un viejo caballo. Junto al anciano se sentaba el carpintero.
El carro se detuvo delante de la puerta. Llevaban un ataúd cerrado en él.
—Es Thelma —explicó Goskin—. Me ha costado sudar sangre para convencer a Roper.
El carpintero asomó la cabeza por la puerta. Cuando comprobó que los cuerpos que
estaban tirados allí eran realmente los de quienes ya fueran enterrados días atrás por poco no
se cayó de espaldas.
—Eso es cosa del demonio —balbuceó—, ¿Qué podemos hacer, Goskin?
—De momento, sacarlos de aquí —dijo Lee—, Si hubiera una cámara frigorífica, habrían
de conservarlos para una posterior encuesta, pero…
—Aquí no tenemos nada de eso, ni siquiera hielo. Hay que sepultarlos otra vez —suspiró
el anciano.
Diana y Alice aparecieron entonces. Frank no pudo por menos que admirar la serena
belleza de Diana y lamentó haberla conocido en aquellas trágicas circunstancias.
—Usted Roper ayúdeme a cargarlos en su carro.
—¡Yo no pongo las manos encima de esos… esas cosas!
—¿Qué cuernos? No son más que cadáveres…
—También lo eran la otra vez. Y aquí los tiene usted…
Frank suspiró.
—Muy bien, entonces, apártese de ahí…
Uno tras otro cargó los cuerpos en el carro sin ningún miramiento, dejándolos al lado del
ataúd.
—Listo —gruñó—. Ya podemos llevarlos a donde deben estar.
Goskin murmuró:
—No quiero dejar solas a las chicas, Lee.
—Ellas pueden acompañamos. Le necesito a usted en el cementerio.
Se convino así y las dos muchachas se colocaron a su lado cuando la patética comitiva se
puso en marcha
Nadie asomó para verlos, ni nadie se les unió.
Al llegar al cementerio, Goskin explicó:
—Antes teníamos un pastor, ¿sabe usted? Pero también se largó de aquí. Ojalá yo hubiese
hecho lo mismo.
El carpintero rezongó:
—¿Por quién empezamos, Goskin?
—Por Thelma. Hay una fosa abierta en el lado este, más allá de los árboles.
Entre Roper y Frank llevaron el ataúd en volandas, bajándolo a la fosa mediante unas
cuerdas.
Roper temblaba. —Yo no me quedo a llenar esto de tierra, Goskin —dijo muy pálido—.
En cuanto hayamos descargado los tiros me largo a escape.
—¿Crees que yo no tengo miedo, hombre? —Barbotó el anciano—. Pero alguien tiene que
hacerlo.
—Hay más gente en el pueblo. Cada uno cargue con su parte.
Se fue hacia el carro. Lee se encogió de hombros y Goskin dijo:
—No puedo reprochárselo… Después de todo no le falta razón.
Descargaron los dos cadáveres, Roper subió al carro, azuzó el caballo y se fue al trote.
Diana y Alice se quedaron un tanto rezagadas, deseosas de evitarse la desagradable
contemplación de los cuerpos.
Goskin señaló a un lado, explicando:
—Los enterramos ahí, en esas tumbas, Lee. ¿Cree que usted y yo podremos…?
—Vamos a probarlo y saldremos de dudas.
Sobre una de las pesadas lápidas estaba escrito el nombre de Albert Kramer.
—Empecemos por ésta, Goskin.
Les costó tremendos esfuerzos descorrer la losa de piedra maciza. Abajo apareció el ataúd
con la tapa ladeada.
Estaba vacío.
—Me pregunto cómo pudo salir de aquí —balbuceó el anciano castañeteándole los
dientes.
—Vamos a meterle otra vez.
Devolvieron el cuerpo de Kramer a su ataúd. Luego la emprendieron con la fosa de
Trevor.
Igual que el otro, el ataúd estaba vacío.
Sobrecogidas de espanto, las dos Jóvenes estaban muy juntas, sosteniéndose una a otra.
—Creo que es inútil examinar los otros —dijo Goskin—. Estarán también vacíos.
—No obstante, quiero comprobarlo.
Rezongando, el viejo le secundó.
Tanto el ataúd tic Gordon Mars como el de su esposa aparecieron vacíos.
—¿Y ahora qué, Lee?
—No me pregunte. Sé lo mismo que usted. Mejor dicho, menos, porque apenas llevo
veinticuatro horas en este manicomio.
Salieron del cementerio, estremecidos aún por su descubrimiento.
De pronto, Goskin murmuró:
—Olvidé decirle a Roper que construyera un ataúd para la tía de Alice.
—Antes de enterrarla, quiero examinarla detenidamente.
—Allá usted. No encontrará nada anormal en ella, sólo que está muerta.
Al llegar al pueblo, Goskin escoltó a las jóvenes hacia su casa. Frank se dirigió a la de
Alice, para reconocer el cadáver de la mujer en cada pulgada de su piel.
Sólo que no había nada que examinar.
El cadáver había desaparecido.
CAPÍTULO VIII
A media tarde, Frank se acercó a Diana y murmuró:
—Salgamos a dar un paseo, ¿quiere? Deseo ver los alrededores del pueblo.
—No me atrevo a dejar sola a Alice.
—Ella estará segura en compañía de su abuelo.
—¿Sólo quiere reconocer el pueblo, Frank?
Este sonrió.
—Bien, ese es uno de los motivos de que quiera salir. El otro es usted.
—¿Yo?
—Es usted joven y bonita. No debería extrañarse de que me guste tenerla junto a mí.
—No se burle, Frank, por favor.
—¿Burlarme? Diana, en mi vida hablé más seriamente.
Ella trató de bucear en la profundidad de su mirada.
Sólo vio unos ojos oscuros y efusivos en un rostro varonil de expresión preocupada.
—Está bien —accedió—. Pero hemos de volver antes de que anochezca.
—Por supuesto.
Caminaron uno al lado del otro por la silenciosa calle. En una tienda, un rostro de mujer
atisbé a través de los cristales, espiándoles.
En otra ventana, alguien movió las cortinas delatando también su presencia.
De pronto, Diana susurró:
—¿Qué cree usted que pasó con la tía de Alice?
—No lo sé. En cualquier caso, de una cosa sí que estoy seguro, y es que no se fue por su
propio pie. La arrastraron un trecho, hacia la puerta de la cocina.
—¿Cómo puede afirmarlo?
—Estuve investigando allí esta mañana, ¿lo ha olvidado? Encontré suficientes indicios
como para recomponer el cuadro. Alguien la sacó del saloncito en que estaba. La alfombra
quedó arrugada, y los pies de la mujer, calzados con zapatos, dejaron huellas en el suelo de la
cocina. Había igualmente otros indicios, aunque no tan claros.
—Usted parece tener experiencia en esta clase de investigaciones.
Él sonrió.
—Es cierto, Diana.
—¿Aún no quiere decirme quién es usted, Frank?
Caminaban ya por las afueras del pueblo. El camino era amplio, de tierra apisonada. El
bosque parecía estar ahora mucho más cerca, y los campos delataban un lamentable
abandono.
—Soy un agente del gobierno —confesó al fin—. Me concedieron una licencia para
convalecer de esa herida que usted vio. Una especie de vacaciones, ¿sabe? Sólo que elegí una
carretera que no debía y llegué a Clermon por casualidad.
—Hasta ahora, sus vacaciones han sido terribles… Pero eso explica su comportamiento,
su modo de proceder en los espantosos momentos que hemos vivido… Un agente del
gobierno. Ojalá hubiese llegado usted mucho antes… cuando todo empezó.
—Realmente, ¿sabe usted cuándo empezó esta pesadilla?
—Si se refiere a las muertes y todo eso, lo sé. Si quiere decir cuándo la gente de Clermon
se volvió como es… entonces, no, Frank. Mis recuerdos de niña son de un pueblo como
tantos otros, ni más triste ni más alegre, pero con gentes normales, que se visitaban,
celebraban fiestas, reuniones… Ya sabe.
—¿Cuándo advirtió este cambio?
—Hace años ya… Estuve interna en una escuela superior de New Havendy. Una vez,
cuando llegué a Clermon para ver al abuelo, ya todo era distinto y con el tiempo el
aislamiento de cada uno en sí mismo se ha agudizado.
Callaron durante un trecho, bordeando los campos.
Sobre un promontorio había unos viejos restos de una construcción.
—¿Qué es aquello, Diana? —indagó Frank, señalándolo.
—Las minas de una casa. El fuego la destruyó. Recuerdo que era enorme, una de las
primeras que se construyeron en la región cuando aún había pieles rojas por estas tierras.
—¿Cuándo sucedió esto? ¿Recientemente?
—No… Creo que unos diez años atrás. Yo no estaba aquí para aquel entonces, sino en la
escuda.
Siguieron el sendero que conducía al altozano
Las viejas ruinas calcinadas mostraban aún las extraordinarias dimensiones que tuviera
aquella mansión.
Diana parecía extrañamente nerviosa. —Vamos, Frank, salgamos de aquí. Este lugar me
deprime… A la gente del pueblo no le gusta venir por estos parajes.
—¿Por qué, también está embrujado quizá?
—No te burles de nuestras creencias, por favor. Después de todo lo que ha sucedido una
tiene la sensación de que mil ojos la vigilan, de que unas fuerzas ocultas y terribles acechan
por todas partes.
—Siendo así, ¿por qué no te marchas de este pueblo?
—¿Cómo podría dejar solo al abuelo? Ha sido tan bueno para mí desde que perdí a mis
padres…
—Y si yo te pidiera que te fueras conmigo cuando me vaya, Diana, ¿qué decidirías?
Ella se detuvo en seco.
—¡Frank! —exclamó—. No pensé que… que fueras capaz de tomarme por lo que no soy.
—No te alborotes, muchacha. Si yo te llevara conmigo sería para casarnos. Bueno, ya está.
Pensé que me costaría más soltarlo.
—¿De veras estás… estás proponiéndome que me case contigo?
—Ya comprendo que no es ésta la manera más agradable de decirlo, pero también las
circunstancias son muy especiales.
—Pero apenas me conoces… ni yo tampoco a ti. No sabemos nada el uno del otro.
—Habría mucho tiempo para conocernos después. Nunca le había propuesto eso a una
chica, palabra de honor. La verdad es que soy un tipo más bien huraño.
—Apenas si puedo creer que te hayas enamorado de mí en tan poco tiempo.
—¿Qué quieres, que haga una declaración formal?
¡Pues claro que me he enamorado! Te quiero como un cadete, eso es todo.
—Debes estar un poco loco, Frank…
—Bien pudiera ser. ¿Qué decides?
—¿He de decidirlo, así, de repente?
—¿Para qué esperar?
—Dame tiempo…
El la sujetó por los brazos, mirándola fijamente al fondo de sus hermosos ojos.
—De acuerdo —murmuró—. Tómate tiempo… aunque no demasiado.
Acercándola a él, buscó sus labios y cuando los besó fue como si todos los terrores de este
mundo desaparecieran.
Sólo quedó en ambos el infinito gozo de aquel instante, la ternura que les invadía y el
fulgor de sus labios que ardía en una llama creciente.
Cuando la muchacha se desprendió de sus brazos, jadeaba con violencia, pero su rostro
estaba arrebolado, y sus ojos brillaban con una luz nueva, y su cuerpo se estremecía aún entre
sus manos.
—¿Decidiste ya? —murmuró Frank.
—Sí, pero ha sido bajo coacción y tú lo sabes.
—Eso es un truco que utilizamos los polizontes, pequeña. La coacción siempre da buenos
resultados.
Volvió a besarla y ella se abandonó entre sus brazos como suspendida en un mundo nuevo
y limpio donde no cabían terrores ni inquietudes, donde todo era paz y ternura, y placer y
ansias nuevas y apasionadas como Diana no recordaba haber sentido jamás.
—Frank…
El se apartó a regañadientes.
—Está bien, cariño. Creo que ya te presioné demasiado.
Ella sonrió como él no la viera sonreír nunca hasta ese momento.
—Me alegro de que lo hicieras —susurró.
Antes de reemprender la marcha, Lee se volvió hacia las ruinas calcinadas.
—De cualquier modo —comentó—, este lugar está realmente embrujado, pero no como la
gente cree Recordaré estas ruinas el resto de mi vida.
—De nuestra vida, Frank.
—Eso es.
La rodeó la cintura con el brazo, notando el cuerpo estremecido bajo su contacto, y dando
la espalda al calcinado vestigio de un cercano pasado emprendieron el camino de regreso.
Quizá si Frank Lee hubiera podido sospechar el maléfico influjo de aquellas ruinas no
habría dejado volar tan libremente su imaginación por senderos de paz y de ternura.
CAPÍTULO IX
Estaban los cuatro en el pequeño saloncito. El anciano y Frank habían tomado café y
fumaban en silencio mientras las dos muchachas contenían sus temores en una tensa espera,
como si estuvieran seguras de que algo iba a suceder también esa noche.
De vez en cuando, las miradas de Frank y Diana se encontraban en un mudo diálogo
apasionado que les elevaba en parte sobre la tensión del ambiente.
Con dedos más bien torpes, Frank lió un cigarrillo con papel y tabaco de Goskin. Tras
encenderlo, dijo:
—Hábleme de lo sucedido hace años, Goskin… de lo que fuera que convirtió un pueblo
como otro cualquiera en una comunidad de gentes sombrías, aisladas y hurañas, encerradas
en sí mismas, como si desconfiasen unos de otros.
—Esta historia no tiene nada que ver con lo que está pasando ahora.
—Quizá no, pero quiero saberlo. Debió ser algo muy grave para causar semejante efecto.
Goskin chupó de su pipa arrancándole una espesa nube de humo.
Permaneció en silencio largo rato. Después, cuando
Frank ya creía que tampoco esta vez el anciano iba a hablar, este empezó:
—Sucedió hace unos diez años atrás, Lee. Todo empezó de un modo absurdo… Vivía un
hombre en el caserón del altozano. Era un edificio impresionante, de piedra y madera, el
mejor que yo haya visto nunca. El hombre que vivía allí se llamaba Joseph Young y nadie era
capaz de adivinar su edad. Tanto podía contar cuarenta años como sesenta. Un tipo raro,
solitario, que no se relacionaba con nadie…
Arrancó una nube de humo a la pipa y prosiguió:
—Tal vez su aislamiento fuera debido a que tenía una mujer que sufría una extraña
parálisis deformante. O que su hija era sordomuda. Eso lo he pensado después. Entonces…
Bueno, sólo se sabía que era un hombre extraño, del que nadie sabía cómo vivía ni de qué
modo… En los pueblos, esa clase de gentes son las que levantan olas de comentarios y atraen
la atención de todas las malas lenguas…
—Supongo que se refiere usted al hablar de esa casa a las ruinas que existen a media milla
de aquí, sobre un promontorio.
—Ciertamente, allí estaba el caserón. Entonces alguien empezó a extender el rumor, quizá
sin fundamento, pero que caló hondo en las gentes. Sucedió que en el correo que traían una
vez por semana llegó un paquete de libros para aquel individuo, Young. El paquete cavó y los
libros se esparcieron por el suelo… Eran libros sobre toda clase de supersticiones, cultos al
diablo, brujería, endemoniados, magia negra y todas esas cosas. Los libros le fueron
entregados, claro, pero la mayoría de vecinos comenzaron a murmurar. Días después no
quedaba nadie que no estuviera convencido de que en aquel caserón ocurrían cosas
monstruosas.
—Comprendo…
—Se dijo que Young invocaba al demonio, que celebraba horribles ritos y misas negras.
Se habló de echarle de la comarca, de denunciarle, de colgarle de un árbol… ¡Qué sé yo! De
cualquier modo, regularmente llegaban extraños paquetes para él, y delicados instrumentos
que nos tenían en vilo. Así las cosas, un viejo mendigo llegó al pueblo despavorido, diciendo
que había oído pavorosos gritos en el caserón, cuando se acercó a él para pedir limosna.
Ahora, después de tantos años, pienso que pudo ser cierto. La parálisis deformante de aquella
mujer debía hacerle sufrir de un modo cruel y doloroso…
—Creo que comprendo, o que adivino lo que va usted a añadir, Goskin.
—Tal vez sí. Lo del mendigo exaltó los ánimos, reafirmando las creencias del pueblo en
los ritos infernales que tenían lugar en aquella casa. Y entonces como si todo eso no fuera
suficiente, un niño desapareció. Un chiquillo de unos cuatro años, revoltoso, travieso y
desobediente… Simplemente, se esfumó. Fue la gota que colmó el vaso. Alguien dijo que
había sido llevado a la casona para sacrificarlo en una ceremonia ofrecida al demonio… Todo
el pueblo se puso en marcha, rugiendo y vociferando.
Frank suspiró. Había oído historias semejantes en otros lugares, sobre todo entre
comunidades aisladas, atrasadas y de escasa cultura. En sus terrores supersticiosos era
suficiente una chispa en el momento psicológico preciso para convertir a un pueblo en una
jauría capaz de arrasarlo todo.
—Irrumpieron en el caserón —añadió Goskin, en voz baja. Lo registraron todo.
Encontraron un laboratorio y eso les pareció la confirmación de todo lo que habían creído
hasta entonces. Encontraron también a la desgraciada mujer. Estaba confinada en un I silla,
encorvada, los brazos retorcidos, las manos engarriadas y la boca torcida. Una especie de
mina humana, un monstruo en aquel entonces. Bueno, para qué seguir Arrasaron el
laboratorio, la casa, todo. Amontonaron los incontables libros de aquel hombre en una sala y
les pegaron fuego. Así fue como el caserón ardió como una tea
—¿Qué fue de Young y su familia?
—Se quedó dentro, aullando, tratando de salvar a su mujer y a su hija. Nunca pudo salir de
aquel infierno. Y así fue cómo empezó todo, Lee. Después de esa salvajada comenzamos a
darnos cuenta del crimen cometido por todos nosotros y ya nadie fue capaz de mirar a la cara
a los demás, ni de soportar que le miraran fijamente. Poco a poco fuimos aislándonos,
metiéndonos en nuestro caparazón… y hasta ahora.
—Fue un crimen espantoso, abuelo —balbuceó Diana.
—Me queda el consuelo de que yo no tomé parte… No fui al caserón aquella noche. Pero
tampoco hice nada para detenerlos, esa es la verdad, aunque pienso que nada ni nadie habría
podido detener a toda aquella gente desencadenada.
—Y el niño desaparecido…
—Jamás volvió a saberse una palabra de él. Tengo para mí que se extravió en el bosque y
fue víctima de las alimañas. En aquel tiempo abundaban los linces, hasta que fueron
prácticamente exterminados años más tarde.
Tras un largo paréntesis de silencio, Frank quiso saber:
—Dígame, Goskin. ¿Recuerda quiénes, dirigieron a la multitud? En todos estos casos
siempre hay unos líderes, hombre o mujeres, más resueltos que los demás que son quienes
desencadenan los acontecimientos. ¿Puede recordarlo?
—Ha pasado tanto tiempo…
—Inténtelo.
Goskin arrugó el entrecejo, mordisqueando furiosamente su pipa que se le había apagado.
Alice permanecía en silencio, como alelada. Desde su horrible experiencia de la noche
anterior el terror le atenazaba el corazón.
En cambio, Diana, a pesar de todo, estaba pendiente de Frank, y sonreía de vez en cuando,
cuando él la miraba.
De pronto, el anciano se enderezó en su sillón. Una intensa palidez cubrió su cara arrugada
mientras una mirada de infinito desconcierto asomaba a sus ojos.
—¡Cielo santo! ¿Cómo lo supo usted?
—¿De qué habla, cómo supe qué?
—Que los más exaltados… los que materialmente condujeron a la gente, fueron los que
ahora han muerto… Los Mars… Trevor, Kramer… Nelia Garret… A ésta la recuerdo como
una furia desgreñada y vengativa que no dejaba de gritar en todo el tiempo, hasta que se
pusieron en marcha… ¡Fueron todos ellos, Lee!
Alice balbuceó.
—¿También mi tía, abuelo?
—También… tu tía era metodista fanática. Veía pecados y demonios en todas partes.
Arengo a las gentes en medio de la calle… y se fue con ellos después.
Impresionada, Diana murmuró:
—¿Crees que hay una relación entre lo que sucedió entonces y lo que está pasando ahora?
—No puedo saberlo, pequeña. Pero no deja de ser sorprendente que justo los que
provocaron aquel crimen colectivo hayan sido los primeros en morir ahora…
—Si es que están muertos realmente —barbotó el viejo.
—¿Pudiera pensarse en una venganza de aquel hombre…? ¿Cómo se llama? ¿Young?
Goskin se enderezó.
—Ahí es donde se equivoca, Lee. Si esto fuera cosa de Young, entonces habríamos de
convenir en que, realmente, es el mismo demonio inmortal. Porque Young murió aquella
noche, abrasado. No existe la menor duda sobre eso.
—Quizá logró escapar en medio de la confusión…
—En absoluto. La gente rodeó el caserón mientras ardía… Ni una rata habría conseguido
pasar por entro el cordón de vociferantes energúmenos sin ser vista. Mucho menos un
hombre. Tenga en cuenta que las llamas convertían la noche en día.
—Ya veo.
—Murieron allí, abrasados, Lee. Eso es lo terrible.
—Un hecho lamentable, pero que explica la situación posterior de los habitantes del
pueblo.
—Todo el mundo cambió. Mire, hasta entonces nunca se habían cerrado las puertas de las
casas. Jamás se había cometido el menor robo. Bueno, a partir de aquella noche maldita, la
gente se encerró bajo siete llaves y comenzaron a desaparecer cosas. Raterías absurdas a
veces, pero robos a fin de cuentas. Fue como una maldición.
Frank guardó silencio. Desesperadamente trataba de encontrar una mutua relación entre
los lejanos sucesos y los más recientes.
Hubo de darse por vencido. Se encogió de hombros y murmuró:
—Sea como sea, han pagado muy caro ya aquel estallido.
Miró su reloj. Pasaban de las once de la noche,
—Creo que deberíamos acostarnos, muchachas —propuso.
Vacilaron. El temor a quedarse solas las vencía.
Goskin gruñó:
—Opino que deberíamos velar por tumos usted y yo. He cerrado puertas y ventanas, pero
también lo estaban anoche y ya vio.
—Me parece bien. Yo puedo hacer el primer turno. Le despertaré cuando tenga demasiado
sueño.
Diana hubiera querido permanecer junto a él y su intensa mirada así lo delató, pero Alice
no habría subido sola al dormitorio por nada del mundo. Así que se dieron las buenas noches
y Frank quedó solo.
Esperó a que la casa quedara en silencio y entonces apagó las luces de la planta baja.
Permaneció inmóvil hasta acostumbrar los ojos a las tinieblas y entonces acercó una butaca al
ventanal y se hundió en ella, comprobando que podía vigilar un gran espacio de terreno del
exterior.
Cualquier cosa que se moviera allá fuera podría descubrirla, sin ninguna duda.
Hombre o mujer, resucitado o no, estarían bajo la mira de su revólver tan pronto
aparecieran.
Ya sólo quedaba esperar.
CAPÍTULO X
John Roper, el carpintero, encendió otro cigarrillo como pretexto para retrasar el momento
de acostarse. En la cama, cuando su mujer quedaba dormida, Roper sentíase aislado,
abandonado a los terrores y los recuerdos, al temor.
Y esa noche era peor que nunca, porque él había visto los ataúdes vacíos, los cadáveres
ensangrentados de los que ya estuvieron muertos una vez y habían vuelto del infierno para
matar y matar…
—¿Es que no piensas acostarte esta noche? —le increpó su esposa.
—Ahora voy.
—¿Crees que no sé lo que te pasa? Tienes miedo. John. Miedo a quedar dormido y sufrir
tus horribles pesadillas. Miedo a estar despierto porque imaginas oír cosas que no existen…
—¡Cierra la boca!
—Tenía que suceder tarde o temprano, John. Recuerda que te lo dije muchas veces en
estos años.
—¡Cállate de una condenada vez!
La mujer no se dio por vencida.
—Pero hombre, si aquello fue como provocar al diablo. Recuerda que te dije que no
fueras. ¿Qué nos importaba a nosotros lo que hiciera Young en su maldita casa? Allá él si le
gustaba invocar al demonio, o a las brujas, o lo que fueran. Pero tú no hiciste el menor caso…
Roper se volvió echando chispas.
—¡Te dije que cerraras la boca! —rugió—. ¿No has repetido eso un millón de veces ya?
Deberlas haber agotado el repertorio.
—¿Has agotado tú la capacidad de recordar, es que hay alguien en todo el pueblo que no
sea víctima de sus recuerdos? Míralos a todos, uno a uno. Míralos, huidizos, corroídos por los
remordimientos y el terror. Míralos… y te verás a ti mismo.
Roper deseaba golpearla. Cerrarle la boca de un revés. No oír más la inacabable catarata
de reproches que se repetía un día sí y otro también.
Aplastó el cigarrillo en el cenicero y se levantó furioso.
—Me voy a la cama —anunció con un gruñido.
Su mujer le detuvo antes de que saliera del comedor.
—¿Cerraste bien las puertas?
—Sí.
—¿Las del taller también?
—¡Siempre las cierro antes que las otras!
—¿Y las ventanas también?
—¡Vete al infierno!
Salió, bufando.
Su mujer le siguió.
Estaban desnudándose cuando sonó un tremendo crujido en la puerta del taller. Ni siquiera
la distancia pudo ahogar el impacto de la puerta al abrirse con violencia.
Ambos se miraron, aterrados.
—¿Oíste…? —balbuceó Roper.
—S…si… En el taller… Dijiste que habías cerrado la puerta…
—¡Y la cerré! Lo recuerdo muy bien.
Unos pasos lentos y sonoros resonaron en la casa. Los pasos de alguien que no parecía
tener prisa, pero que tampoco se detenía.
Hombre y mujer se miraron empavorecidos, lívidos, boqueando de terror.
—¿O…oyes? —jadeó ella—. Viene hacia aquí… ¡John, se acerca… está en el pasillo…!
¡La puerta, John…!
Roper luchó por librarse de la parálisis provocada por el pánico. Corrió hacia la puerta y la
cerró de golpe.
No pudo correr el cerrojo para asegurarla. Una fuerza colosal, irresistible, presionó desde
el otro lado y él fue empujado brutalmente hacia atrás dando tumbos por la puerta al abrirse
violentamente.
Cuando recobró el equilibrio su mujer estaba chillando como una loca, y el intruso entraba
en el dormitorio, impávido, lento y seguro.
Roper se ahogaba.
—¡No… no puede ser! —sollozó histéricamente—. ¡Gordon Mars…!
Al oír el nombre, el intruso se detuvo un instante y apartó su mirada muerta de la mujer
para dirigirla hacia el carpintero.
Este vio cómo una horrible mueca distorsionaba aquella cara inexpresiva. Una mueca que
contrajo los labios dejando al descubierto los dientes. Un hilo de baba se deslizó por las
comisuras de la boca entreabierta.
Mars reanudó sus pasos lentos, siempre iguales, sólo que ahora se dirigía hacia él, hacia
Roper.
El carpintero extendió las manos, horrorizado, como tratando de detenerle. Boqueó, pero
no consiguió formular una sola palabra.
Mars le apresó con sus manos y una fuerza terrible estrujó al carpintero, inmovilizándole.
Era como una gran tenaza de hierro que le ahogaba.
Entonces chilló.
Su largo alarido se fundió con los aullidos de su mujer, que creía debatirse en una
pesadilla que la volvía loca.
Entonces la pesadilla se agudizó. La pobre mujer vio saltar la sangre de la garganta de su
esposo. De su boca brotó un ronco alarido sin que sus gritos atrajeran la ayuda de nadie ni
distrajeran al monstruo de su horrible festín…
La mujer se volvió de espaldas, chillando y golpeándose enloquecida contra la pared,
incapaz de soportar aquel espanto.
Nunca supo cuánto tiempo llevaba así, aullando como una bestia, cuando una mano se
engarfió sobre su hombro.
Se volvió, la mirada desorbitada, los oídos lacerados por sus propios aullidos…
Y allí estaba la mujer de Mars.
Rígida, con los ojos muertos mirándola, los labios contraídos como los de un animal feroz.
Las piernas le fallaron. Los ojos le giraron en las órbitas y la esposa de Roper el carpintero
se derrumbó como un muñeco.
Sobre ella empezó a inclinarse la mujer del monstruo.

***

Goskin llegó despavorido, lívido, la mirada desorbitada como la de un loco.


Frank, que terminaba de desayunar, se levantó de un brinco al verle.
—¿Qué le pasa, hombre? Siéntese… ¿Qué fue lo que le puso en este estado?
—Roper…
—¿El carpintero?
—¡Muerto! Y su mujer… Destrozados… Nunca había visto nada igual…
El viejo se interrumpió, llevándose las manos a la boca y salió de estampida.
Cuando regresó, estaba verde.
—No puedo soportarlo… —gimoteó—. Les habían… les habían…
Diana apareció en el umbral, seguida de Alice, y él calló.
Frank, pálido, dijo:
—¿Hay alguien ahora allí?
—Nadie. Debieron gritar… ¡Dios, si debieron gritar antes de morir! Y nadie acudió en su
ayuda. Los vecinos debieron oírles… ¿En qué clase de animales nos hemos convertido, Lee?
—Cálmese, nosotros no oímos nada. Yo hubiera acudido de haber escuchado sus gritos, y
usted también, viejo, así que lómelo con calma. Voy a verlo por mí mismo…
—Tenga cuidado, Lee…
—¿Por qué? Hasta ahora, sea lo que sea, sólo ataca de noche. De día deben ocultarse, o
vigilar las salidas del pueblo, cualquiera sabe. Cuide de las chicas, que no salgan, Goskin.
—¿Lleva usted el revólver?
—Seguro.
Diana le alcanzó junto a la puerta de la calle.
—¡Frank!
—Vuelve con ellos, linda. Regresaré pronto.
—¿Por qué has de ser tú el que se arriesgue? ¡Oh, Dios, me vuelvo tan egoísta desde
que… desde que me besaste…!
Él sonrió.
—Alguien debe hacerlo. Y aunque de vacaciones, soy una especie de polizonte.
—¡Pero no se merecen que arriesgues tu vida por ellos, por esos cobardes, esos rastreros
encerrados en sus casas, oyendo como van matando a los demás sin asomar ni la nariz en su
ayuda…!
—De cualquier modo, a plena luz del día, creo que no hay nada que temer. Vuelve con tu
abuelo.
La besó apretadamente. Diana sintió que las piernas le flaqueaban cuando él se apartó y
cerrando la puerta desapareció de su vista.
En su angustia sintió como si le arrancaran un pedazo de su propio ser. El pánico intentaba
imponerse al amor que experimentaba hacia aquel hombre sereno que había sabido llegarle al
corazón.
CAPÍTULO XI
El aspecto de la habitación ponía los pelos de punta.
En cuanto a los cadáveres…
Por primera vez en su vida de investigador, Frank hubo de salir de allí y vomitar en un
rincón.
Cuando consiguió serenarse volvió atrás. Había huellas de pies por el pasillo, y la sala, y el
taller…
Pies que debieron empaparse con la sangre.
Rechinando los dientes, Frank las siguió paso a paso, notando el frío del horror más
absoluto culebrearle por el espinazo cuando comprobó que uno de aquellos juegos de huellas
pertenecían a una mujer.
Las siguió fuera del taller. La tierra del camino apenas las conservaba, pero no abandonó.
Encorvado, prosiguió adelante despacio.
Sobre el polvo no había ya el menor rastro de sangre, pero sí las impresiones de un
hombre y una mujer. La mujer calzaba zapatos de ancho tacón, probablemente bajo.
El camino atravesaba los campos sin cultivar. Más allá desembocaba en otro que él
recorriera en compañía de Diana.
Era el camino de las ruinas.
Se detuvo allí, mirando los restos calcinados esparcidos por el altozano. Incluso a aquella
distancia podía ver parte de un muro de piedra derrumbado y sumergido en un mar de hierba.
No cabía duda que las huellas iban rectas hacia las ruinas, aunque en ese camino ancho, de
suelo duro, desaparecieran.
Sentía una extraña zozobra, un sentimiento desconocido, como una excitación que le
empujaba hacia las ruinas para saber, para descorrer el velo que ocultaba, quizá, el infierno.
Sin embargo la cordura se impuso a su vehemente deseo y precipitadamente regresó a casa
de Goskin.
El viejo le miró. Con sólo verle el rostro supo que Frank también había visto el horror.
—¿Dónde están las chicas, Goskin?
—Arriba.
—Voy a ir a las ruinas. Estuve siguiendo las huellas de los asesinos y conducen hacia allí
sin la menor duda.
—¿A la casa incendiada?
El anciano creyó que se ahogaba.
—Sí. Las huellas de un hombre y una mujer, Goskin.
—Pero no puede ir allí usted solo, Frank. Usted mismo comprobó la fuerza de esos
monstruos… le harán pedazos… lo mismo que a Roper y su mujer. Eso suponiendo que
pueda usted encontrarlos. No acabo de comprender por qué se dirigieron a las ruinas después
de ese… de su…
—¿Festín? —terminó Frank por él, con voz que parecía el chirrido de una sierra.
—Eso. Podría comprender que regresasen al cementerio, pero no a las ruinas. Ya sabe,
vampiros y esas cosas.
—No tienen nada que ver con vampiros, Goskin, en absoluto. Aparte de que los vampiros
a los que usted se refiere no existen.
—Ya no sé lo que existe y lo que no, amigo mío. Pero insisto en que no vaya usted solo.
Vamos a hablar con la gente, tal vez si alguien les dirige…
Frank sacudió la cabeza.
—Olvídelo. Nadie se arriesgará por un desconocido, como soy yo para ellos. Sólo quise
que lo supiera. Cuide de las chicas, abuelo.
—¿No hay nada que pueda hacerle desistir?
—Nada en absoluto. Es hora de acabar con esta pesadilla.
—Bueno, vino como caído del cielo y se irá del mismo modo. Lo siento por usted.
—Volveré, Goskin. He de casarme con su nieta cuando esto haya terminado.
—¿Qué?
—Ya lo oyó.
—¡Que me cuelguen! Si Diana es apenas una Chiquilla.
—Tal vez se lo parezca desde la altura de sus años, pero no puede olvidar que es usted casi
Matusalén, abuelo. Cuide de ella hasta mi regreso.
—No volverá… Si yo pudiera…
—Usted debe quedarse aquí. Me responde de la vida de Diana con su cabeza, ¿sabe?
Se fue antes que el anciano se dejara desbordar por la emoción.
Esta vez fue directamente a las ruinas.
No había en ellas nada siniestro. Eran simplemente los restos de una casa incendiada diez
años atrás. La hierba crecía entre las piedras, sepultando los restos de maderos calcinados.
Examinó el terreno palmo a palmo, con cautela y tendiendo el oído con la esperanza de
captar algún rumor.
No oyó nada y al fin se detuvo, perplejo ante su fracaso.
Estaba seguro que las huellas de aquellos seres iban directas al altozano. Había albergado
la idea de que en alguna parte del solar hubiera una trampa, la entrada de un posible sótano,
pero no parecía existir nada semejante.
Se apoyó en el trozo de pétreo muro que aún se conservaba en pie. Resistíase a creer que
se hubiera equivocado tan radicalmente.
Decidió intentarlo de nuevo y agazapado fue examinándolo todo, apartando los trozos de
vieja madera, las hierbas, los pedruscos lavados por la lluvia.
Cuando lo descubrió quedó estupefacto ante una cosa tan sencilla.
Era un pequeño montón de maderas carcomidas, aparentemente adheridos unos a otros por
el musgo que los cubría. Sólo que no era así, sino que estaban unidos por clavos. Bajo los
maderos, la hierba y el musgo había una trampilla de hierro cubierta por la oxidación.
Sin embargo, no mostraba trazas de haber sido utilizada durante muchos años.
Se convenció de ello cuando intentó abrirla. Se necesitaría una palanqueta de acero para
levantarla.
Perplejo, se irguió reflexionando furiosamente seguro de estar en la buena pista. En la
loma había un sótano, quizá tan grande como fuera la propia casa.
Estaba a punto de reanudar sus esfuerzos para abrir la trampa cuando oyó el seco
chasquido de una rama al quebrarse.
Se agazapó, empuñando el revólver.
Estaba solo sin la menor duda. No obstante, alguien había roto una rama seca al moverse,
muy seca.
Pero ¿dónde?
Se arrastró cautelosamente hasta el borde de la plataforma formada por la tierra en la
cumbre del altozano. Los bosques, desde allí, quedaban muy cerca.
Bajo él, la loma descendía en suave talud, salpicada de rocas y matorrales.
Apoyado en una roca había alguien de espaldas a él.
Una figura delgada, cubierta por una especie de túnica oscura que le llegaba hasta los pies.
Tenía un cráneo rojizo, pelado como una bola de billar. Un cráneo pequeño, sin un solo
cabello.
Comenzó a sentir un extraño frío en los miembros.
Aquella cabeza se le antojó irreal, increíble.
Tumbado en el suelo, estaba mirándola cuando la cabeza giró a un lado. Frank notó que el
pánico culebreaba por todos sus nervios al verla, porque era la misma espantosa visión que
viera espiando en la cocina de la casa de Alice. Aquel rostro descarnado, sin cejas, con ojos
fulgurantes y con un tajo amoratado por boca.
Mientras la miraba, la boca se movió cual si deseara aspirar profundamente la mayor
cantidad posible de aire. Un sordo gruñido brotó de las fauces abiertas, algo que no era voz ni
palabra, sólo un sonido gutural, estremecedor.
Al fin, decidiéndose, Frank dio un salto adelante, corrió por el talud y se detuvo a pocos
pasos del monstruo, al que apuntó con el revólver.
—¡Quieto ahí, sea quien sea! —jadeó, temblándole las rodillas a su pesar.
Los ojos se clavaron en él con hipnótica fijeza.
Algo extraño sucedió. Los ojos eran grandes, profundos. Se dulcificaron repentinamente,
como si con su expresión tratasen de paliar la monstruosa evidencia de aquel rostro
carcomido y descarnado.
Sobreponiéndose, Frank dijo:
—¿Quién es usted, por dónde ha salido?
Un brazo se levantó, con la amplia manga de la túnica cubriéndolo, y señaló hacia un
espeso matorral cercano.
—¿Hay una entrada ahí? —insistió Frank.
De nuevo, el brazo señaló en la misma dirección.
Sólo que ahora la túnica se deslizó un poco hacia atrás y dejó al descubierto la mano.
O lo que debiera haber sido una mano.
Era una especie de muñón con dos dedos convertidos en garfios rojizos y espantosamente
arrugados.
Se quedó mirándolos como aturdido, incapaz de pronunciar una palabra.
La boca de aquella carátula emitió un sonido quedo, algo como una súplica.
Precipitadamente, trató de cubrirse el horrible garfio de aquella mano valiéndose de la otra.
Y de nuevo Frank creyó ser víctima de una pesadilla, de algo sin nombre que como un
hechizo le dominaba a su pesar.
Porque la otra mano, la derecha, era perfecta. Una suave, blanca mano de mujer de largos
dedos, gráciles y juveniles.
—No comprendo… —jadeó—. ¿Quién… es usted, una mujer?
La cabeza monstruosa asintió. Los labios se movieron desesperadamente y el repugnante
amasijo descarnado se contrajo todo él por el terrible esfuerzo que arrancó un ronco jadeo de
la garganta, pero ningún sonido inteligible.
—Una mujer… ¿No puede hablar?
Ella sacudió la cabeza de un lado a otro.
Inesperadamente, tendió la mano derecha, blanca y suave, y rozó la mano armada del
revólver. Su piel era tibia.
Frank dominó un estremecimiento y permaneció quieto.
Ella volvió a tocarle la mano, ignorando el revólver. Los dedos se apretaron en torno a su
puño que se cerraba sobre la culata del arma.
—Creo que lo comprendo —dijo el de pronto—. Es casi increíble.
De pronto, el matorral que ella señalara se agitó y un hombre apareció como brotado de la
tierra.
Era alto, delgado, de rostro quieto y ojos muertos.
Avanzó sin prisas, paso a paso.
Frank se sacudió la mano de la monstruosa mujer y dio un paso atrás.
—¡Deténgase! —gruñó—. ¡No lo repetiré esta vez!
El hombre no pareció oírle siquiera. Al fijarse en él Frank descubrió vestigios de sangre
bajo su mentón, V un lado del cuello.
Un frío de muerte le invadió.
Y no esperó más.
El revólver retumbó en el silencio y el empuje del pesado proyectil tiró a Gordon Mars de
espaldas. Rodó por el talud y desapareció más abajo.
Él se volvió como una centella. La mujer no se había mondo y estaba mirándole con los
ojos muy abiertos.
—¿Puede entenderse usted con ellos? —le dijo.
Al parecer no le comprendió esta vez.
—Entenderse — repitió—. A usted no la atacan… ¿Puede hacer que la obedezcan?
Ahora, ella movió la cabeza de un lado a otro.
—No comprendo…
De nuevo, el matorral se agitó.
Frank dio un salto atrás instintivamente, porque la mujer que surgió era la tía de Alice, y él
estaba seguro de haberla visto muerta.
Y muertos parecían sus ojos y su rostro rígido y pasivo.
Sólo que sus labios se contrajeron en un gesto siniestro, descubriendo los dientes, y eso
dio al traste con toda la quietud de la cara.
—¡No me obligue a disparar, señora! —estalló.
Sus palabras no la detuvieron.
Tras ella, otra mujer apartó el matorral y se irguió.
En ésta, vio restos de sangre hasta en sus largos cabellos.
—¡Atrás! —Rugió fuera de sí—. ¡Deténgase!
Oyó un sordo gruñido de la que estaba fuera desde el principio. Luego, comenzó a
disparar, cuando ya la tía de Alice tendía sus manos como garras hacia él a un paso de
distancia.
Las balas sacudieron salvajemente a las dos mujeres. Un instante después, ambas rodaban
por el mismo lugar en que desapareciera el hombre.
Retrocedió de un salto, volviéndose al mismo tiempo.
La primera mujer no se había movido. Le miraba, le miraba con extraña fijeza, pero en sus
ojos no había ira, ni rencor. Sólo una súplica quizá.
—Hube de… de hacerlo… me habrían devorado. ¿Lo sabe usted? ¡Me habrían devorado!
—chilló.
Empezaba a perder el control de sus reacciones.
—¿No me oye? ¡Querían devorarme… como hicieron con otros en el pueblo! Usted ha de
haberles visto, cubiertos de sangre… ¡Dígame que es cierto, dígame que es eso lo que querían
hacer conmigo…! Nunca había disparado contra una mujer… ¡No quería matarlas! ¿Me oye?
Inesperadamente, ella cabeceó, asintiendo. Su cráneo rojillo brilló bajo la luz del sol.
Frank temblaba espasmódicamente. A pesar de todo, a despecho del horror, no era lo
mismo disparar contra una mujer que contra un hombre…
—¿Hay más seres como ellos allá dentro? —jadeó.
La cabeza osciló de un lado a otro.
—¿No? Apenas me atrevo a creerla… no comprendo. Ellos estuvieron muertos antes…
No era ningún tipo de hipnosis, de eso estoy seguro. Lo comprobé con la mujer… su corazón
había dejado de latir. ¡Dios, si pudiera usted hablar!
Ella sólo le miraba.
Y abruptamente, una voz balbuciente, ronca, dijo tras él:
—Ella no habla… ni vive ni muere. Pregúnteme a mí antes de morir.
Se volvió.
De nuevo sus piernas flaquearon.
Un ser corpulento estaba allí, erguido, con otra monstruosa carátula sobre los hombros. Un
amasijo repleto de crestas de carne amazacotada, la cabeza sin un solo cabello. Los ojos
desorbitados sin un parpadeo porque no le quedaban párpados con que parpadear.
—Usted…
—Me equivoqué. Pensé que ningún habitante de Clermon tendría suficiente valor para
salir siquiera de sus casas…
—Yo no soy de Clermon. Llegué por accidente.
Miró la larga daga que chispeaba en la mano de aquel fenómeno. Una mano oscura,
arrugada como la piel de un murciélago.
Balanceó el revólver y aspirando hondo dijo:
—No podrá competir con mi revólver, Young.
Un rugido brotó de aquel hombre.
—Es usted Joseph Young, ¿no es cierto? Y ella es su hija… su hija sordomuda.
—Mintió cuando dijo que no pertenecía a ese pueblo maldito… Lo sabe… nos conoció…
—No, Young. Me contaron la terrible historia del incendio. Y dijeron la verdad cuando
afirmaron que ustedes no salieron de entre las llamas.
—No pudimos… Mi mujer murió abrasada. Yo sólo pude atrapar a mi hija cuando ya
ardía y arrojarla al sótano. Entonces las llamas me alcanzaron a mí también, y caí por la
trampilla de hierro que se cerró sola…
—Comprendo.
—¡No puede comprender! Mi hija estaba convertida en un monstruo, lo mismo que yo. No
podíamos enfrentarnos con una humanidad despiadada y cruel… Aún no he comprendido
ahora cómo logramos sobrevivir… La curé, yo era químico. Hice cuanto pude, y sólo
conseguí prolongar su agonía., y la mía.
—Por eso se vengó ahora. ¿Por qué no recurrió a la cirugía estética? ¡Maldita sea! Se
quedó ahí dentro, cuidando su odio, alimentándolo día a día, año tras año…
—Y trabajando. Trabajé como un forzado noche y día buscando resolver los problemas
que tenía planteados en mis primitivos experimentos. Hasta que lo conseguí, hace unos
meses. Mi hora había llegado.
—¿Qué había conseguido, resucitar a los muertos? Porque eso no lo creeré en mil años,
Young.
—Estúpidos ignorantes. Nadie puede resucitar a un muerto. Pero un hombre inteligente
puede hacer que los tontos crean que alguien está muerto. Lo crean y le entierren.
—Eso sí lo creo. ¿Cómo…?
Cuanto más hablaba, el monstruoso viejo se excitaba poseído por la fiebre de su triunfo.
Habla olvidado el cuchillo que blandía y el revólver que le vigilaba.
—Provocándoles un estado semejante a la catalepsia. Era suficiente que les disparara un
diminuto dardo de hielo impregnado de una sustancia creada por mí… Caían en una
catalepsia artificial. El hielo se derretía y no quedaba la menor señal en el cuerpo. Mi genio
resolvió todos los problemas… pude experimentar con los hombres y mujeres que más
odiaba en este mundo.
—Haciendo que ellos sembraran el terror y la muerte en el pueblo, convirtiéndolos en
bestias hambrientas. Fue un pobre triunfo, Young.
—¿Pobre triunfo? ¡Yo podía dominarlos a voluntad! Ellos eran la prolongación de mí
mismo para llegar donde mis pobres fuerzas no alcanzaban… ¿Cree que eso puede
conseguirlo nadie que no sea un genio?
Frank miró de soslayo a la mujer. Estaba quieta, tratando de leer las palabras en los
movimientos de sus labios.
—¡Mírela bien! —Chilló el anciano—. Eso fue lo que me quedó de mi hija. Yo la
adoraba… era una niñita rubia. No me importaba que no pudiera hablar ni oír.
Yo hubiera sido su oído y su voz. ¡Y mire lo que me dejaron esos salvajes…! Ella creció
viéndose horrible. Cuando me descuido, aún trata de escapar para ver a las otras muchachas
de su misma edad… intenta espiarlas. O a los hombres a veces… Sus instintos son primarios,
poique la convirtieron en un monstruo, pero no mataron sus ansias, sus anhelos…
—Young, fue una crueldad sin nombre lo que les hicieron. Pero se me ocurre que no ha
sido una crueldad menor el hecho de haberla conservado envuelta en odio… siendo como es.
—¿Trata de decirme lo que he de hacer con mi propia hija? Usted… maldito… que ha
arruinado el trabajo de tanto tiempo… ¡Usted si que ha creado muertos con sus disparos…!
Repentinamente, se abalanzó sobre Frank despreciando la amenaza del revólver.
Lee titubeó, retrocediendo. Ahora que sabía la verdad no podía matar a aquel
desgraciado…
O quizá le hiciera un favor apretando el gatillo…
El viejo volvió a la carga, levantó el cuchillo y lo descargó en un tajo feroz.
Todo se convirtió en un torbellino. Fue sólo un instante, y ese instante cambió el destino.
Frank logró esquivar otra vez, pero tropezó con un pedrusco y cayó. Con un grito del viejo
el cuchillo descendió otra vez.
Hubo un revuelo de ropas, un gruñido y un golpe. Luego, el cuerpo de la muchacha se
desplomó sobre él llevándose enterrado en el pecho el puñal del anciano.
—¡Hija!
Frank se levantó de un brinco. La muchacha le miraba desde el suelo, sangrando. Sus ojos
eran quietos y dulces.
—Quiso detener mi mano —sollozó el viejo—. Se interpuso… por usted…
Retrocedió cubriéndose el rostro monstruoso con las manos.
Frank se arrodilló junto a la muchacha. De entre los pliegues de la túnica surgía aquella
mano blanca y tibia y se la sujetó al hablarle.
—No se mueva —murmuró despaciosamente—. Buscaré ayuda…
Ella movió la cabeza de un lado a otro. Los labios se movieron una vez más. Sus ojos
brillaban llenos de lágrimas.
Los dedos finos se apretaron en su mano. Luego, quedaron inertes.
Frank Lee se levantó extrañamente conmovido.
Cuando se volvió advirtió que el viejo había desaparecido.
Corrió hacia el matorral.
—¡Young! —rugió—. ¡Vuelva aquí! ¿Va a abandonar ahora a su hija? ¡Vuelva!
Repentinamente sonó un trueno de una violencia increíble. Una fuerza colosal golpeó a
Frank elevándolo en el aire y arrojándole pendiente abajo. Los matorrales y la roca que
disimulaban aquella entrada rodaron tras él, casi aplastándole, y entonces la planicie se
resquebrajó como un volcán en erupción.
Frank se levantó y corrió desesperadamente, mientras centenares de toneladas de piedras y
tierra se desplomaban por el talud.
Del fondo brotó una larga llamarada y la explosión cesó, dejando sólo el fragor del
derrumbamiento, el cataclismo que enterraba de una vez y para siempre lo que fuera un pozo
de horror, una sima de odio implacable y vengativo; la tierra de la muerte.
Y el jardín del mal.
El jardín del diablo.
Frank Lee lo dejó todo atrás y emprendió el camino de regreso a la vida, a los brazos de
una mujer.
A otro jardín dulce donde reinaba sólo la ternura.
FIN

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