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Dios, en cualquier lugar

Mientras esperaba el bus en el Centro, un señor se me acercó. Minutos antes, lo había visto
hablar con un indigente, como quien charla con un amigo. Sin preámbulos, el señor me dijo
que ese hombre sucio y en harapos era Dios. Yo lo escuché con reservas, pensando que no
estaba cuerdo: “En serio, mijo, me dijo de todo. Donde vivía. De la enfermedad de mi
Mamá…”, y así continuó por un rato. Yo le hice un par de preguntas, pero no parecía estar
mintiendo. Luego finalizó: “¡Ah, la droga! Chao mijo”. Y se fue.

Benito

De camino al trabajo, siempre saludaba a Benito. Si tenía algunas monedas en el bolsillo se


las daba, y a veces hasta le compraba un pastel de guayaba. A pesar de su edad y de su ropa
mugrienta, era una persona afable. La suerte lo había dejado en la calle. Un día no lo vi en
su esquina habitual. Y nunca más lo volví a ver. Después, escuché que lo encontraron sin
vida entre las piedras del Río Medellín. Sentí tristeza, pero me di cuenta de que no podía
hacer más; y seguí mi vida, como si nada hubiera pasado.

La despedida

Luego de muchos años de su ausencia, mi papá y yo nos encontramos de nuevo.


Acordamos vernos entre los afanes de su trabajo, en el sótano de una oficina oscura. Lo
esperé para conversar, para que pudiéramos decirnos lo que no dijimos en vida. Aun así, el
tiempo pasaba y mi padre no dejaba de hablar por teléfono. Entonces, en medio de la espera
me di cuenta de que no había otra oportunidad; y lentamente me fui alejando de su lugar.
Llevé mis pasos hacia la entrada de aquella oficina, y sin mirar atrás me despedí de él, para
siempre.

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