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El ejercicio de la abogacía se encuentra informado por una serie de valores o virtudes que

constituyen los principios que rigen el comportamiento ético de nuestra profesión, valores
que representan el modelo de profesión al que todos debemos aspirar y que dotan de
verdadero significado y contenido a nuestro ejercicio profesional.

Como señala Santiago de los Caballeros, los deberes son exigencias, imposiciones
indeclinables, recaídos sobre la responsabilidad del individuo que mientras mejor los
cumple, más derecho tiene a la feliz convivencia social. Como medio más apropiado para
organizar una verdadera actuación profesional, cada profesional tiene la obligación de
convertirse en medio ejecutor del imperativo categórico de su investidura, por lo cual es
esencial disciplinar sus actuaciones técnicas y científicas, perfeccionar su carácter y
fortalecer su conducta dentro de las normas éticas.

Estos valores, fiel reflejo de la tradición y cultura profesional, nutren nuestro Código
Deontológico, en cuyo determina en su preámbulo lo siguiente:

La honradez, probidad, rectitud, lealtad, diligencia y veracidad son virtudes que deben
adornar cualquier actuación del Abogado. Ellas son la causa de las necesarias
relaciones de confianza Abogado-Cliente y la base del honor y la dignidad de la
profesión. El Abogado debe actuar siempre honesta y diligentemente, con
competencia, con lealtad al cliente, respeto a la parte contraria, guardando secreto de
cuanto conociere por razón de su profesión. Y si cualquier Abogado así no lo hiciere,
su actuación individual afecta al honor y dignidad de toda la profesión".

Normalmente, el día de nuestra jura como letrados es cuando mantenemos el


contacto más intenso con dichos valores a cuyo respeto nos comprometemos con
ilusión. Mas tarde, los acontecimientos que jalonarán el desarrollo de nuestra
práctica profesional serán los que nos irán permitiendo la interiorización de esos
valores a través de una actitud comprometida con los mismos y por ende con la
profesión. Sin embargo, como consecuencia de la progresiva adaptación de la
abogacía a los principios de la empresa y la influencia de las normas de mercado
en el desarrollo de nuestra profesión (también llamada "mercantilización"), es un
hecho incuestionable que el sector se está liberalizando a expensas de unas normas
deontológicas cuya incidencia se pretende reducir al máximo por el mercado. Ante
esta tendencia, por otra parte inevitable, se corre el peligro de que el
comportamiento de los abogados, orientados por intereses puramente económicos
pueda relajar la observación de los principios y valores deontológicos de la
abogacía.

Precisamente por este nuevo contexto en el que nos encontramos es por lo que en
todas las instancias, tanto personales (a través de los propios abogados) como
colectivas (universidades, Colegios de Abogados, etc…) debe fomentarse la
vigencia y necesidad de estos valores.
Como veíamos en el preámbulo del Código Deontológico, la honradez es uno de los
valores que estructuran nuestro comportamiento profesional, virtud ésta que para
el abogado significa comportarse con integridad, apegado a la realidad y en función
de la verdad. Por ello, el buen abogado, es realista y objetivo en su asesoramiento y
no ocultará jamás la verdad a su cliente, a quien informará con realismo con el fin
de no crear falsas expectativas. De esta forma, siendo honesto, se ganará la
confianza y el respeto necesario para actuar con independencia en el ejercicio
profesional.

En nuestra actividad profesional, la honradez adquiere especial importancia en las


relaciones con los distintos operadores jurídicos, pero muy especialmente en los
siguientes supuestos en los que interactúa con el cliente:

A la hora de tomar la decisión de aceptar un encargo, informando al cliente con


absoluta veracidad sobre las posibilidades de éxito del asunto, sin mas
sometimiento que a las reglas de su profesión y los dictados de su experiencia,
quedando excluido cualquier comportamiento que, poniendo por encima nuestros
intereses sobre los del cliente, lo llevemos a un escenario perjudicial.

– Igualmente, en dicha fase del encargo, el abogado, ante la duda en conciencia de


que el cliente pretende que el abogado lleve a cabo una defensa poco ética o
contraria a las normas deontológicas de la profesión, deberá, bien disuadirlo y
aceptar la línea de defensa del letrado o, en caso contrario, no aceptarlo.

Durante la dirección y defensa del cliente, el abogado deberá informarlo de todos


los pormenores del asunto, incluyendo tanto aquellas incidencias que puedan
afectar el curso del procedimiento o gestión como aquellas noticias perjudiciales
para sus intereses, puesto que lo contrario podría suponer cercenar el sagrado
derecho de defensa del cliente.

– Como consecuencia de la rectitud y probidad con la que el abogado debe


desempeñar su cargo, no podrá, por acción u omisión, perjudicar de forma
manifiesta los intereses que le fueren encomendados por su cliente.

Pero la honradez u honestidad profesional no se agota con la actividad profesional.


El abogado deberá igualmente seguir una conducta honesta en su vida privada ya
que un comportamiento inadecuado en este ámbito puede tener afectar gravemente
a su reputación, trascendiendo al ámbito profesional. Así lo indica el abogado
Roland Boyd en la famosa carta que dirige a su hijo:

Recuerda, para ser un buen abogado primero tienes que ser un buen hombre: Tu
principal ambición tiene que estar relacionada con ser un buen marido, un buen padre,
un buen vecino, un buen ciudadano y un buen abogado. Si logras esto, habrás logrado
todo el éxito que se puede lograr: el placer de la vida.

Por ello, es nuestro deber actuar siempre de forma honesta e íntegra a través de todos los
actos que desarrollemos en nuestra vida profesional y privada, sean importantes o
menudos, ya que la honestidad, como valor que informa nuestra profesión, forma parte de
nuestra identidad, y hoy más que nunca, estamos obligados a defenderlos e incentivarlos.

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