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Me quiero morir

Olivier Debroise
En 1990 empecé a componer un libro cuyo título iba a ser Me quiero morir: un
compendio de artículos, prólogos de catálogos, conferencias, etc., en torno a los artistas -
pintores figurativos y ensamblajistas- que a partir de 1982 empezaron a surgir de manera
desordenada en México. Si bien el libro se centraría en Julio Galán, uno de los precursores
del retorno a una figuración marcada por intentos, de recuperar una narrativa basada en
una retórica derivada del arte conceptual (de ahí la importancia del texto en yuxtaposición
a la imagen), el libro incluiría a varios de los agentes culturales de la época, desde Adolfo
Patiño y Rubén Bautista -que se erigían como curadores en La Agencia y La Quiñonera,
respectivamente- hasta los artistas cubanos que invadieron a México a partir de 1986, y
cineastas como Nicolás Echevarría. Nunca terminé aquel libro, en parte porque en plena
gestación el "movimiento" (que nunca existió como tal, a mi modo de ver) fue apadrinado
por coleccionistas y algunas galerías de arte, que le dieron forma, "sustancia" y
proyección internacional, sin necesidad de teorización, ni historia. El caso más evidente,
fue el proyecto Parallel Project, diseñado por los propietarios de las galerías OMR, Arte
Actual de Monterrey y Galería de Arte Mexicano, con financiamiento del Estado mexicano,
que se presentó en paralelo a la muestra "México: esplendores de treinta siglos'; en
espacios alquilados, en tres ciudades de Estados Unidos: Nueva York, San Antonio y Los
Ángeles. El prólogo del catálogo, de Alberto Ruy Sánchez, "Nuevos momentos del arte
mexicano: el fundamentalismo fantástico'; ampliamente criticado inclusive por los artistas
de la muestra, que no se identificaron con ese fundamentalismo, fue el golpe de gracia
que acabó con el llamado "neomexicanismo'; fenómeno que transformó radicalmente las
intenciones de los artistas (o, por lo menos, de aquellos precursores que me interesaban:
Enrique Guzmán (1952-1986), Julio Galán (1959276 2006), Nahum B. Zenil, Magali Lara,
Carla Rippey, Adolfo Patiño (1954-2005), Esteban Azamar y los jóvenes integrantes de La
Quiñonera) y el sentido de sus obras, desplazando las motivaciones originales de lo que
había sido una búsqueda personal de identidad (sexual, emocional y cultural, a la vez)
que se enraizaba, como intentaba explicarlo entonces, en un malestar generalizado,
producto de la descomposición económica, moral y política del país, casi siempre
manifestado por una desintegración del espacio pictórico, la superposición de discursos
contradictorios, y un uso reiterado del cuerpo fragmentado. Por otra parte, el proceso de
absorción de tendencias marginales por el mainstream, en el momento en que el México
del salinismo requería de "signos de identidad" que, a la vez, coincidían con
reivindicaciones identitarias de grupos específicos en Estados Unidos (los latinos, desde
luego, pero también las comunidades indígenas, las feministas y los entonces incipientes
queer studies), fue una revelación que me llevó en los años noventa a analizar, más que
las obras en sí, los mecanismos de difusión e inserción económica del arte.
Se reproduce aquí, en el estado en que lo escribí en 1990, la introducción de ese
libro, que toca temas abordados en otros ensayos de la época.
A principios de 1986, Julio Galán vivía en Nueva York, cuando realizó un gran
autorretrato, quizás uno de sus cuadros más transparentes y más elaborados
técnicamente, al que llamó Me quiero morir. Sujetobjeto de la obra, Julio Galán se
representó a sí mismo con los brazos abiertos, los ojos entrecerrados, en una actitud que
recuerda un éxtasis místico ... Del bolsillo de su traje emerge una bandera mexicana. Una
gruesa cadena pende de la muñeca,
y lo enlaza con el águila subida en el nopal. Papeles picados, una orla de estilizados
motivos vegetales, signos, recuerdos ... Por primera vez, en Nueva York, Julio Galán
utilizaba deliberadamente elementos iconográficos de obvias resonancias mexicanistas.
Su caso no es el único: desde que Diego Rivera pintó en París aquel célebre Paisaje
zapatista (1915), el redescubrimiento distante del país natal motivado por la nostalgia
parece ser un sentimiento compartido por muchos pintores mexicanos que han escogido
el exilio voluntario en los grandes centros de difusión del arte. Rufino Tamayo, Francisco
Toledo -entre muchos otros pasaron por experiencias semejantes. Asimismo, incontables
pintores mexicano-estadounidenses buscan expresar su malestar transcultural mediante
la recuperación de la más tipificada simbología patria. Pero en la década de los ochenta,
ese fenómeno -ese sentimiento- parece haberse desenvuelto también en el interior del
país, terminando por conformar una "nueva escuela mexicana de pintura'; regida
aparentemente por la recuperación de una serie de signos iconográficos, símbolos,
temáticas y formas, todo lleno de connotaciones culturales.
Al borde del Mexican curious, entre la mística y la burla, un nutrido grupo de pintores,
escultores y fotógrafos han reivindicado el regionalismo, por no decir el más estrecho
localismo.
Como todo fenómeno cultural, éste se enlaza con diversos factores socioeconómicos,
tanto locales como internacionales, y, en este sentido, debe relacionarse con lo que en
los países europeos y en Estados Unidos se ha dado en llamar posmodernismo o
transvanguardia.
Retomando una definición esclarecedora de Fredric Jameson, el posmodernismo no es
ningún movimiento artístico (aunque el mercado del arte así lo presente), sino un
fenómeno sociohistórico. Expone un corte epistemológico que afecta, a partir de los años
cincuenta, no sólo el ámbito de las producciones culturales, sino a toda la sociedad que
las recibe.
La ruptura detectada por Jameson en la arquitectura, la literatura y las artes plásticas
norteamericanas desde mediados de los años sesenta resulta quizá más evidente en
nuestros países de economías dependientes afectados por crisis económicas que tuvieron
efectos tanto en los bolsillos como en las mentalidades y modificaron profundamente las
estructuras del pensamiento. En 1982, año en que se inauguró formalmente una crisis
latente y hasta entonces disfrazada de boom económico, empezaron a cerrarse los
canales que alimentaban espiritual y físicamente a los artistas del medio siglo (revistas y
libros de arte, ineludibles visitas a los grandes museos de Europa y Estados Unidos,
paulatina incorporación a un mercado internacional del arte). Sin embargo, la rápida toma
de conciencia de la irreversible pérdida de mecanismos de difusión de la obra de arte,
abiertos en muchos casos por los propios artistas, obligó a pintores y escultores a buscar
nuevas fuentes de ingresos y transformó muy pronto el panorama de las artes plásticas
en México. Las crisis, por ende, se reflejaron casi inmediatamente en sus obras.
La pérdida de la confianza ciega en la modernidad como vía de inserción privilegiada
desde el sexenio de Miguel Alemán se manifestó, por un lado, en la pérdida de
credibilidad en las instituciones oficiales (en este caso, del INBA y la UNAM,
patrocinadores únicos de los artistas desde los tiempos de José Vasconcelos), cuyos
presupuestos reducidos no acataban las demandas salariales de los maestros de arte, de
los investigadores y los museógrafos, reclutados por lo general en las dos escuelas de
pintura, ni alcanzaban a cubrir el precio de fabricación de las obras premiadas en los
numerosos concursos anuales y bienales. Por consiguiente, la crítica implícita al proyecto
modernista que trajo la era de las crisis indujo a encontrar -o a formarse- una nueva
audiencia, un público más cercano y, sobre todo, más atento.
Se trataba, finalmente, de revalidar la profesión al inscribirla sin prejuicio en la
cotidianeidad de su época; en otras palabras, de reconciliar la práctica del arte con la
vida.
Había que asumir por tanto un eventual fracaso de las especulaciones teóricas de
las dos décadas anteriores; al dejar de lado ciertas reivindicaciones ideológicas los
artistas buscaron acercarse a la sensibilidad de un público potencial (perfectamente
situado en la medida en que estaba conformado por el mismo sector que los
creadores). Ese proyecto encajaba con incontables reivindicaciones de la sociedad civil
que se dieron a lo largo de la_ década, particularmente en las zonas urbanas y
suburbanas. A la reducción de la movilidad social, los artistas han respondido con una
incrementada calidad de sus obras -que contrasta con la época de los informalismos
de las décadas anteriores-, así como con una renovada atención al sentido de la obra
de arte, que corresponde también a una crítica de los valores de la modernidad. A las
abstracciones y especulaciones teóricas los artistas mexicanos de los años ochenta
contestaron con un repentino retorno a diversas formas de figuración, y un
pragmatismo que se expresa claramente en el modo de socializar y divulgar las obras.
En ese aspecto, fue necesario reconsiderar el valor mercantil de las obras, que los
artistas del medio siglo intentaron teóricamente anular desde el punto de vista de su
proyecto ideológico y purismo formal. Esto se vio facilitado en los ochenta por la
tendencia generalizada a la (re)privatización, que absorbió diversos sectores de la
economía; un fenómeno que ha repercutido también con graves consecuencias en las
propuestas estéticas. Si bien no modifica a priori la producción, induce -puesto que el
arte se transforma en un "valor agregado" - a una creciente especulación, fomentada
en muchos casos por los propios artistas.
Es una modificación más profunda de lo que aparenta, que hay que comprender en la
perspectiva sensible de su época. La repentina proliferación de galerías de arte, tanto en
la Ciudad de México como en ciertas ciudades de provincia (Monterrey y Guadalajara, en
primer lugar; la frontera norte, Jalapa, Mérida, además de los centros turísticos, Acapulco,
Cancún y ahora Bahías de Huatulco), la aparición de nuevos coleccionistas reclutados, a
diferencia de lo que sucedía antes, entre la mediana burguesía urbana, los efectos de un
inesperado mecenazgo industrial (bancos, casas de bolsa, empresas de la comunicación,
trasnacionales de reciente implantación en el país) que adquiere obras, publica libros y
revistas, financia investigaciones, no se debe sólo a la impresionante cantidad de
circulante devaluado que nos trajo la crisis, sino que representa un cambio cualitativo
importante, imputable en primera instancia a los artistas, creadores de un arte menos
polémico y, finalmente, más acorde con la sensibilidad general.
A grandes rasgos, los artistas mexicanos de los años ochenta, nacidos entre 1950 y
1962-1963, Y formados entre 1968 y 1979, han escogido la introspección y la sinceridad
individual, ciertas formas de intimidad que van desde la introspección personal (Nahum B.
Zenil, Julio Galán, Reynaldo Velásquez, Rocío Maldonado, Esteban Azamar, Magali Lara) o
la representación de mitologías individuales (Carla Rippey, Adolfo Patiño, Saúl Villa, Lucía
Maya) o colectivas (Helio Montiel, Marisa Lara, Arturo Guerrero, Germán Venegas). La
mirada retrospectiva y nostálgica al pasado inmediato (los años cuarenta, pre-televisivos)
y a su iconografía -elementos reivindicables ante las modificaciones cada vez más visibles
del medio ambiente cultural- recuerda en gran medida la evolución del arte chicana, que
retomó los símbolos de la mexicanidad, la Virgen de Guadalupe y el lábaro patrio, Frida
Kahlo y un "mal gusto" tipificado, como característicos de una cultura en el exilio; en el
límite, se puede pensar que el nuevo mexicanismo se plantea como una cultura exiliada
en su propio país. La "chicanización'; tendencia relativamente reciente de la plástica
mexicana, pasa por la referencia a la iconografía popular y por la revalidación paródica de
lugares comunes de la pintura mexicana de los años veinte a los cuarenta (el aspecto de
exvoto que estudiaron Manuel Rodríguez Lozano y Abraham Ángel, el indigenismo a
ultranza de Diego Rivera y sus seguidores, un expresionismo vindicativo como en las
acuarelas populacheras del joven José Clemente Orozco, etc.). Se puede explicar por un
acentuado sentimiento de ostracismo: como si ciertos pintores jóvenes de México se
sintieran culturalmente desterrados en su propio país y volvieran nostálgica mente el
rostro hacia formas de expresión en vías de extinción, hacia un folclor desnaturalizado.
Esto no significa, de todos modos, que asistamos al nacimiento de una nueva escuela
mexicana de pintura. Existen demasiadas diferencias, tanto sociales como ideológicas,
entre nuestra época y aquella que vio nacer una "pintura auténticamente mexicana':
Es un arte de la parodia, que confunde las definiciones, borra las fronteras entre alta
cultura y cultura cotidiana, se nutre de la iconografía más banal, de los cromos, de las
fotografías, de los calendarios, de las imágenes de la prensa. O bien se remite
deliberadamente a los lugares comunes de la escuela mexicana de los años veinte. ¿Una
nueva escuela mexicana? Quizás. Una estética de los ochenta en México es más probable.
Desde el altar y el pedestal, soportes de la imaginería mexicana, aparece la risa en
medio del caos.
Estos elementos (que no son los únicos) pueden definir una ruptura generacional que,
si bien tardó en aparecer como tal, cada día se precisa más. A fin de cuentas se puede
considerar este fenómeno como equivalente al posmodernismo norteamericano o al
europeo; tiene, sin embargo, fundamentos sustancialmente distintos -casi diría
incomparables-. De ahí la reticencia a emplear ese término importado (que comparto con
la mayoría de los historiadores que han tratado el tema). A diferencia de lo que sucede
en Estados Unidos, este "movimiento" no parece fundamentarse en ideas preconcebidas,
moldeadas por historiadores o críticos. Se trata más bien de una amplia modificación del
carácter mismo de la producción artística: no surge como movimiento organizado, sino
como convergencia espontánea de intereses, desordenada y ecléctica. Además, no ha
tenido -hasta el momento- la visibilidad que otorga un aparato de conceptualizaciones.
En la práctica, corresponde a una crisis de valores que repercute en una necesidad de
revalidar lo propio como método de identificación. Un fenómeno de alguna manera
semejante, toda proporción guardada, al que dio inicio a la escuela mexicana de los años
veinte, que fue producto asimismo de una violenta crisis (la Revolución mexicana). Sin
embargo, en los años ochenta, después de Diego Rivera y de Rufino Tamayo, después
del apabullante entusiasmo "modernista" de la generación del medio siglo, ya no es
posible reivindicar con los mismos ojos, con la misma mentalidad, la mexicanidad de la
Revolución. El sentido de la obra de arte tiene que ser o bien más profundo, casi íntimo,
o bien de plano paródico, ya sea con intenciones críticas o sin ellas.
El actual estado de cosas no sólo se manifiesta en las obras de determinados artistas,
sino que también marca diversas tentativas de la historia del arte y la museografía:
exposiciones como "Imagen de México" que presentó la curadora suiza Erika Billeter en la
Frankfurt Kunsthalle en 1988, o "The Latin American Spirit'; organizada por el Bronx
Museum de Nueva York; la muestra sobre la Virgen de Guadalupe y la retrospectiva de
María Izquierdo en el Centro Cultural/Arte Contemporáneo de la Fundación Cultural
Televisa; el-excesivo- interés por la obra y la vida de Frida Kahlo, quizá la primera artista
mexicana en practicar la introspección y revelarla en su arte, se sitúan en esta línea: no
hubiesen sido posibles algunos años antes, al menos no en esta forma y con esta
difusión. Son claro reflejo de un cambio en la apreciación del arte mexicano (y
latinoamericano, en general), y determinan la creación de un mercado del arte mexicano
en plena expansión.

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