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Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Lema
Saludos...
Caballeros...
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Sinopsis

Alex tenía una vida normal y una familia normal. O eso creía ella,
hasta que el 25 de abril 1955 una noticia golpeó Estados Unidos y el
mundo entero: 642.987 mujeres de todo el país se transformaron en
dragonas. Algunas de estas dragonas causaron graves daños en
edificios e incluso llegaron a matar a hombres antes de salir volando
para no ser vistas nunca más. Tras un tiempo de desconcierto, el
Gobierno decidió negar el evento, conocido como Dragonización
Masiva, y prohibir cualquier referencia a este acontecimiento ni a las
mujeres que dragonizaron.
Pero, a pesar de que Alex es una chica a la que han educado
para ser buena y obediente, también es inteligente y observadora. Y
aunque ella se esfuerza para ser la clase de mujer que la sociedad
espera, hay algo que la llama a querer saber más sobre ese suceso
que también impactó en su familia. Y cuanto más profundice, más
claro le quedará que la transformación de las mujeres en dragonas
tiene mucho que ver con ella misma, y con un hilo invisible que nos
une a todas de una manera tan fuerte que nadie podrá nunca
romper.

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CUANDO ELLAS FUERON
DRAGONES

Kelly Barnhill

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Para Christine Blasey Ford, cuyo testimonio desencadenó
esta narrativa;
y para mis hijos: todos dragones

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El dragón está en el túmulo, sabio y orgulloso de sus tesoros.

Proverbio anglosajón

Eran feroces en apariencia, terribles en forma y con grandes cabezas,


largos cuellos, caras delgadas, complexión amarillenta, orejas peludas,
frentes salvajes, ojos fieros, bocas terribles, dientes de caballo,
gargantas que vomitaban llamas, mandíbulas retorcidas, labios gruesos,
voces estridentes, pelo chamuscado, mejillas hinchadas, pecho de
paloma, muslos costrosos, rodillas nudosas, piernas torcidas, tobillos
hinchados, pies planos, fauces abiertas, gritos estridentes. Se tornaron
tan insoportables sus poderosos chillidos que llenaron casi por
completo el intervalo entre la tierra y el cielo con sus aullidos
discordantes.

Vida de San Guthlac, relatada por Felix,


un monje anglicano, aproximadamente en el año 730 d. C.
En esta obra el buen monje describe
a los ocupantes primigenios
del túmulo en el que el santo trató
de construir su eremitorio.

Si, como Salomón...,


yo pudiera cumplir mi deseo

—mi deseo... ¡ay, ser un dragón!,


símbolo del poder del cielo— del tamaño
del gusano de seda o inmenso; invisible a veces.
¡Extraordinario fenómeno!

«O to be a dragon», Marianne Moore, 1959


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Cuando ellas fueron dragones

El relato veraz de la vida


de Alex Green: física, profesora, activista.
Aún humana.
Una especie de memorias.

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Saludos, madre:
No tengo mucho tiempo. Un cambio (una transmutación
maravillosa) está a punto de sobrevenirme. No podría detenerlo ni
aunque quisiera, y no tengo ningún interés en intentarlo.
No escribo estas líneas con pena. No hay lugar para la melancolía
en un corazón rebosante de llamas. Le dirás a la gente que no me
inculcaste la rabia, y tendrás razón. Jamás se me permitió sentir ira,
¿verdad? Siempre se me negó la habilidad para descubrir el poder de mi
furia. Hasta que, al fin, aprendí a dejar de negar mi propio ser.
Me dijiste el día de mi boda que me iba a casar con un hombre rudo
al que tendría el placer de dulcificar. «La buena mujer —me dijiste—
saca lo mejor del hombre.» Esa mentira quedó patente la primera noche
que pasé con él. Mi marido no era un buen hombre, y nada habría sido
capaz de cambiarlo. Me casé con un hombre petulante, volátil, sin
fuerza de voluntad y moralmente vil. Lo sabías y lo único que hiciste fue
susurrarme secretos de vieja al oído y decirme que el dolor era el único
camino para obtener los bebés que algún día te traería.
Pero nunca llegaron, ¿verdad? Las palizas que me propinaba mi
marido lo impidieron. Y ahora pienso enfrentarme a él. Con uñas y
dientes. La oprimida porta una llama celestial, justiciera. Me inflama
incluso ahora. Me siento desligada de la tierra, de la humanidad, del
dolor de las esposas y de las mujeres.
No me arrepiento.
No te echaré de menos, madre. Quizá ni siquiera te recuerde.
¿Recuerda la flor su vida como semilla? ¿Se reconoce el ave fénix
cuando renace de sus cenizas? No me volverás a ver. Seré solamente una
sombra en el cielo, pasajera, veloz, y desapareceré.

Fragmento de una carta escrita por Maya Tilman, ama de casa de Lincoln, Nebraska, que
constituye el primer caso de dragonización espontánea en Estados Unidos anterior a la
Dragonización Masiva de 1955 —también conocida como «la desaparición de las
madres»—. Dicha transformación, según relatos de testigos oculares, sucedió a plena luz
del día, el 18 de septiembre de 1898, mientras los vecinos se encontraban celebrando una
fiesta de compromiso en su jardín. Las autoridades ocultaron toda información referente al
caso de la señora Tilman. A pesar de la gran cantidad de pruebas —que incluyen un
daguerrotipo tomado en la casa vecina en el que se distingue con inequívoca claridad el
proceso de dragonización y testimonios firmados por los asistentes a la fiesta—, ningún
periódico cubrió la noticia, ni a nivel local ni nacional. Además, se bloqueó el acceso tanto a
los datos como a becas a los equipos de investigación que se interesaron por el evento.
Cualquier científico, periodista o académico que formuló preguntas al respecto perdió su
empleo y pasó a engrosar las filas de las listas negras de la época. No era la primera vez
que sucedía algo como esto, pero la calidad de las pruebas y el vigor con el que el
Gobierno las trató de ocultar bastó para que se fundase el Equipo de Investigación Wyvern.
Esta asociación de científicos, doctorados y estudiantes dedica sus esfuerzos a preservar
la información (contrastada, siempre que es posible) y a estudiar tanto las dragonizaciones
espontáneas como las intencionales, para entender mejor dicho fenómeno.

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Caballeros, no es mi intención decirles cómo deben realizar su trabajo. Yo
soy científico, no congresista. Mi labor es plantear preguntas, registrar
minuciosamente observaciones y analizar datos vigorosamente, con la
esperanza de que a continuación otra persona vuelva a plantearse
preguntas. Para que la ciencia exista debemos cuestionar las creencias más
arraigadas y demoler las aversiones y los sesgos personales. La ciencia
requiere que se disemine la verdad sin restricciones. Cuando ustedes, como
legisladores, pretenden usar su poder para limitar y frustrar la libre
circulación de conocimiento y de ideas, no soy yo quien sufre las
consecuencias, sino el país entero, y, también, todo el mundo.
El 25 de abril de 1955 perdimos a cientos de madres y esposas debido a
un proceso que apenas comprendemos. No porque su naturaleza sea
inescrutable, sino porque se nos ha impedido formular preguntas y se han
restringido las respuestas. Esta situación es insostenible. ¿Cómo pretenden
enfrentarse a una crisis como la presente sin la colaboración de los
científicos y doctores, sin compartir hallazgos clínicos ni datos de
laboratorio? La transformación masiva no tiene precedentes en cuanto a
magnitud ni en cuanto a alcance, pero no fue —por favor, caballeros, es
crucial que me dejen terminar— una anomalía. Ya habían sucedido eventos
similares en el pasado, y les aseguro que siguen dándose casos de
dragonización en el presente. Si los investigadores que intentaron estudiar
este fenómeno no hubiesen perdido sus empleos y sus sustentos, si no
hubiesen tenido que presenciar cómo las autoridades registraban y
destruían sus laboratorios, hoy por hoy sabríamos mucho más sobre este
fenómeno. Estoy convencido de que hablar con tanta franqueza sobre este
asunto pone en grave peligro mi carrera. Pero, señores, soy un científico, y
mi lealtad no es para con esta cámara, ni siquiera para conmigo mismo,
sino para con la verdad. ¿Quién sale beneficiado de enterrar los
conocimientos? ¿Quién gana cuando la ciencia sucumbe a los intereses
políticos? Yo no, señores congresistas. Y mucho menos la gente a la que
juraron servir.

Fragmento del discurso del doctor H. N. Gantz (exdirector de medicina interna del Hospital
Universitario Johns Hopkins y antiguo investigador adjunto del Instituto Nacional de Salud,
del Cuerpo Médico de la Armada y de la Administración Nacional de Ciencia) al Comité del
Congreso sobre Actividades Antiamericanas, 9 de febrero de 1957.

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1

La primera vez que vi una dragona tenía cuatro años. Jamás se lo conté a mi
madre. Imaginé que no lo comprendería.
(Me equivocaba, claro está, como en la mayoría de las cosas que suponía
sobre ella, algo que no es poco común. Creo que es posible que nadie
conozca de verdad a su madre, al menos hasta que ya es demasiado tarde.)
El día que vi una dragona fue una jornada de pérdida, inserta en un
periodo de inestabilidad. Mi madre se había marchado hacía un par de
meses. Mi padre, cuyo rostro se había vuelto tan vacío e inexpresivo como
una mano enguantada, no me dio ninguna explicación. Mi tía Marla, que
había venido a cuidarme mientras mi madre no estaba, se mostraba igual de
reservada. Nadie hablaba del estado de mi madre ni de su paradero. No me
decían cuándo pensaba volver. Yo era una niña y, por tanto, no me
consideraban merecedora de información ni de marco de referencia, y bajo
ningún concepto debía formular preguntas. Me dijeron que fuese buena.
Esperaban que se me olvidara.
En aquel entonces, al otro lado de la callejuela vivía una mujer mayor.
Tenía un jardín en el que había un cobertizo maravilloso y un pequeño
gallinero, someramente poblado, con una lechuza de pega en el tejado. A
veces, cuando entraba a saludarla, me daba un manojo de zanahorias. Otras,
un huevo. O una galleta. O una cesta llena de fresas. La adoraba. Era lo
único que tenía sentido en aquel mundo irreverente. Tenía un acento muy
cerrado —polaco, según supe mucho más adelante— y me llamaba su
pequeña żabko, porque siempre andaba dando saltitos como una rana.
Siempre me ponía a trabajar: si no era recogiendo cerezas del suelo, era
recolectando tomates tempraneros, o capuchinas, o guisantes. Luego, un
rato más tarde, me tomaba de la mano y me acompañaba a casa, y regañaba
a mi madre (antes de su desaparición) o a mi tía (durante los largos meses
en los que faltó mi madre). «No le quites los ojos de encima —les advertía
—, o cualquier día le brotarán alas y saldrá volando.»
El encuentro con la dragona sucedió a finales de julio, en una tarde
sofocante y húmeda. Era uno de esos días en los que la tormenta se queda
esperando justo en el horizonte, imponente, murmurando de forma irregular
durante horas, a la espera de descargar sus torbellinos de antónimos:
oscurecer la claridad, aullar los silencios y estrujar la humedad del aire
como una esponja enorme y empapada. En ese momento, en cambio, la
tormenta aún no había estallado y el mundo entero se encontraba a la
expectativa. El aire era tan húmedo y caluroso que parecía casi sólido. Me
sudaba el cuero cabelludo entre las trenzas, y el guardapolvo estaba todo
arrugado por culpa de mis manos sudorosas.
Recuerdo el ladrido en staccato de un perro del barrio.
Recuerdo el rugido lejano de un motor revolucionado. Seguro que se
trataba de mi tía, que se encontraba reparando otro coche más de algún
vecino. Era mecánica, y la gente decía que tenía manos mágicas. Podía
devolver a la vida cualquier máquina estropeada.
Recuerdo el extraño rumor eléctrico de las cigarras llamándose de un
árbol al siguiente y al siguiente.
Recuerdo las motas de polvo y polen en suspensión, reluciendo a
contraluz.
Recuerdo una serie de sonidos provenientes del jardín trasero de mis
vecinos. Un gruñido de hombre. Un alarido de mujer. Un grito ahogado de
pánico. Una pelea y un golpe seco. Y, luego, un leve y asombrado «¡Oh!».
Cada uno de estos recuerdos es tan claro como el agua. En aquel
entonces no tenía las habilidades necesarias para comprenderlos, ni para
encontrar el nexo entre momentos e informaciones aparentemente
inconexos. Me llevó años unirlos. Había almacenado estos recuerdos como
lo haría cualquier niño: como un batiburrillo de objetos afilados y
relucientes apilados en las estanterías más oscuras del rincón más
polvoriento de nuestra mente. Y allí permanecieron, traqueteando en la
penumbra. Arañando las paredes. Alterando el cuidadoso orden de lo que
consideramos verdadero. E hiriéndonos cuando nos olvidamos de lo
peligrosos que son y los agarramos con fuerza.
Abrí la puerta de atrás y me dirigí al jardín de la anciana, como había
hecho cientos de veces. Las gallinas estaban en silencio. Las cigarras habían
dejado de murmurar y los pájaros de cantar. No había ni rastro de la mujer.
En cambio, en medio del jardín, vi una dragona sentada, a medio camino
entre los tomates y el cobertizo. Su colosal rostro lucía una expresión de
asombro. Se miraba las manos. Se miraba los pies. Giró el cuello para
observar sus alas. Yo no grité. No salí corriendo. Ni siquiera me moví. Me
quedé allí parada, arraigada al suelo, y contemplé a la dragona.
Al final, armándome del valor necesario, me aclaré la garganta y
pregunté dónde estaba la anciana. La dragona me miró, sobresaltada. No
dijo nada. Guiñó un ojo. Se llevó un dedo a los labios como para decir
«chis» y entonces, sin más dilación, enroscó las patas a modo de muelle
bajo su inmenso cuerpo, inclinó la cabeza hacia las nubes, desplegó las alas
y, con un gruñido, apartó la tierra y alzó el vuelo hacia el cielo. La vi
ascender a las alturas y en cierto punto virar hacia el oeste. Desapareció
sobre las anchas copas de los olmos.
No volví a ver a la anciana. Nadie la mencionó. Fue como si nunca
hubiese existido. Intenté preguntar por ella, pero no disponía de la
información suficiente ni para componer la pregunta. Traté de encontrar la
seguridad que me faltaba en los adultos de mi vida, pero no hallé nada. Solo
silencio. La ancianita se había ido. Yo había visto algo que no podía
comprender. No había lugar para mencionarlo.
Con el tiempo, se tapiaron las ventanas, la hierba creció descontrolada y
su bonito jardín se convirtió en una masa enmarañada. La gente que pasaba
por allí ni siquiera se fijaba en la casa.
La primera vez que vi una dragona tenía cuatro años. La misma edad que
cuando descubrí que era un tema del que no se podía hablar. Quizá sea así
como aprendemos lo que es el silencio: una ausencia de palabras, de
contexto, un hueco en el universo donde debería residir la verdad.

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2

Recuperé a mi madre un martes. De nuevo, sin explicaciones, sin consuelo;


lo único que envolvía al asunto era un silencio frío, pesado e inamovible,
como un bloque de hielo pegado al suelo; era otra cosa inmencionable más.
Si lo recuerdo bien, sucedió poco más de dos semanas después de la
desaparición de la anciana. Y justo cuando su marido se marchó. (Nadie
mencionó eso tampoco.)
El día que regresó mi madre, mi tía Marla estaba frenética, limpiando la
casa y restregándome la cara con una toalla caliente, una y otra vez, y
cepillándome el pelo obsesivamente hasta que relucía. Yo me quejé, bien
alto, e intenté escabullirme de ella, pero me tenía bien asida.
—Venga ya —dijo mi tía secamente—, ya basta. Quieres estar
presentable, ¿no?
—¿Para qué? —pregunté, y le saqué la lengua.
—Por nada. —Su tono fue cortante, o eso intentó. No obstante, incluso
mis oídos infantiles fueron capaces de percibir el signo de interrogación.
La tía Marla me soltó y se sonrojó un poco. Se puso en pie y miró por la
ventana. Frunció el ceño. Entonces, se puso a pasar la aspiradora una vez
más. Pulió los motivos cromados del horno y fregó el suelo. Las ventanas
resplandecían como el agua. No había superficie que no brillase como si
fuese de aceite. Yo me senté en mi habitación con mis muñecas (que no me
gustaban) y mis bloques (que sí) y me puse de morros.
Oí el murmullo del coche de mi padre cuando llegó a casa a la hora de
comer. Me sorprendió porque no solía venir a casa en medio de un día
laborable. Me acerqué a la ventana y apreté la nariz contra el cristal,
dejando una marca redonda. Él se apeó por la puerta del conductor y se
colocó el sombrero. Le dio unos golpecitos a las suaves curvas del capó
mientras rodeaba el coche para abrir la puerta del pasajero, de donde
emergió una mano para tomar la suya. Contuve la respiración.
Una desconocida bajó del vehículo. Llevaba la ropa de mi madre, y se le
parecía bastante, pero no era ella. Tenía la cara hinchada donde debía ser
delicada, y delgada donde debía ser rolliza. Estaba más pálida que mi
madre, y su pelo era escaso y sin vida, todo mechones sueltos y plumas,
incluso se le veía el cuero cabelludo en algunas zonas. Su mirada era
inconstante y dubitativa; además, no tenía la seguridad de mi madre al
caminar. Torcí la boca en una mueca.
Comenzaron a andar hacia la casa, mi padre y la desconocida. El brazo
derecho de él rodeaba los hombros de pájaro de ella y la apretaba contra sí.
Llevaba el sombrero un poco inclinado hacia delante, ligeramente ladeado,
ocultando así su rostro. No podía ver su expresión. Cuando cruzaron el
punto medio del camino de entrada, salí en estampida de mi cuarto y corrí
para llegar, sin aliento, al recibidor. Me limpié la nariz con la manga,
observé la puerta y esperé.
Mi tía soltó un grito ahogado y salió pitando de la cocina. Llevaba
puesto un delantal y la cenefa de encaje emitía un frufrú contra sus
pantalones de mahón. Abrió la puerta de un tirón para recibirlos. Vi cómo
se le sonrojaban las mejillas al ver a esa persona que llevaba la ropa de mi
madre, cómo sus ojos enrojecieron y se anegaron de lágrimas.
—Bienvenida a casa —dijo mi tía, con la voz quebrada. Se llevó una
mano a la boca y otra al corazón.
Miré a mi tía y luego a la desconocida. Miré a mi padre. Esperaba una
explicación, pero no llegó nada. Pataleé. Nadie reaccionó. Al final, mi
padre se aclaró la garganta.
—Alexandra —dijo.
—Alex —lo corregí.
Mi padre me ignoró.
—Alexandra, no te quedes ahí papando moscas. Dale un beso a tu
madre. —Consultó el reloj de pulsera.
La desconocida me miró. Sonrió. Esa sonrisa se parecía a la de mi
madre, pero su cuerpo no se correspondía con el de ella, ni tampoco su cara,
ni su pelo, ni su olor, y lo disparatado de la situación me pareció
infranqueable. Me flaquearon las rodillas y me comenzó a latir la cabeza.
En aquella época era una niña muy seria, sobria e introspectiva, y nada
propensa a rabietas ni llantinas. Sin embargo, recuerdo un ardor muy
característico en la parte trasera de mis ojos. Recuerdo que la respiración se
tornó en hipidos. No era capaz de moverme ni un solo paso.
La desconocida sonrió y se meció, y se aferró al brazo izquierdo de mi
padre. Él no pareció darse cuenta. Giró el cuerpo ligeramente hacia el otro
lado y volvió a mirar el reloj. Luego me lanzó una mirada severa.
—Alexandra —dijo llanamente—. Que no te lo tenga que repetir. Piensa
en cómo se debe de sentir tu madre.
Me ardía la cara.
Mi tía se puso a mi lado al instante, me agarró y me colocó sobre su
cadera, como si fuese un bebé.
—Los besos siempre reconfortan más cuando se dan conjuntamente —
dijo—. Venga, Alex.
Sin pronunciar una palabra más, rodeó la cintura de la desconocida con
un brazo y puso su mejilla contra la de ella, obligándome a encajar la cara
en el hueco que quedaba entre el cuello y el hombro de la mujer.
Noté el aliento de mi madre en el cuero cabelludo.
Sentí la caricia de mi madre en la oreja.
Pasé los dedos por la amplia tela de su vestido de motivos florales y la
apreté en el puño.
—¡Oh! —dije, aunque fue más un suspiro que una palabra, y me abracé
al cuello de la desconocida con una mano.
No recuerdo haber llorado, pero sí recuerdo que la bufanda y el cuello
del vestido y la piel de mi madre acabaron humedecidos. Recuerdo el sabor
de la sal.
—Bueno, pues yo ya me marcho —dijo mi padre—. Sé buena,
Alexandra. —Estiró la parte puntiaguda de la barbilla—. Marla. —Asintió
con la cabeza hacia mi tía—. Asegúrate de que se acuesta —añadió.
A la desconocida no le dijo nada. A mi madre, quiero decir. No le dijo
nada a mi madre. A lo mejor ahora éramos todos extraños.
Después de aquel día, la tía Marla siguió viniendo a casa cada día por la
mañana temprano y no se marchaba hasta bien entrada la noche, una vez
lavados los platos de la cena y fregados los suelos. Se iba cuando mis
padres ya estaban en la cama. Cocinaba y jugaba conmigo durante los
interminables periodos que mi madre pasaba en la cama cada tarde. Era la
encargada de llevar la casa seis días a la semana. Los sábados iba al taller
mecánico a trabajar, a pesar de que esto a mi padre lo ponía de los nervios
porque no tenía ni idea de qué hacer conmigo ni con mi madre todo el día él
solo.
—Tengo que pagar el alquiler —le recordaba ella mientras mi padre la
miraba petulante desde su sillón favorito.
Durante el resto de la semana, la tía Marla era el pilar que sostenía el
techo de la vida familiar. Decía que estaba encantada de echar una mano.
Opinaba que lo único por lo que le merecía la pena esforzarse era ayudar a
su hermana a curarse. Decía que era su trabajo favorito de todos. Y yo creo
que de verdad lo pensaba.
Mientras tanto, mi madre se movía por la casa como un fantasma. Antes
de desaparecer era pequeña y delicada. Pies diminutos. Características
ínfimas. Manos frágiles y largas, como briznas de hierba atadas con un lazo.
Cuando volvió era incluso más liviana y más frágil, aunque no fuese
posible. Era como el exoesqueleto que abandona un grillo tras la muda.
Nadie lo mencionó. Era inmencionable. Su cara era tan pálida como las
nubes, a excepción de la piel oscura como los nubarrones de tormenta que
rodeaba sus ojos. Se cansaba con facilidad y dormía mucho.
Mi tía siempre procuraba que tuviese una falda planchada que ponerse.
Y guantes almidonados. Y zapatos brillantes. Y blusas elegantes. Se
aseguraba de que hubiera cinturones listos para abrazar sus prendas amplias
contra su diminuta figura. Cuando las calvas comenzaron a desaparecer y
mi madre recobró el cabello, Marla le pidió a la peluquera que viniese a
casa, y luego a la vendedora de Avon. Le pintó las uñas y la alababa cada
vez que comía. De vez en cuando le recordaba lo mucho que se empezaba a
parecer a sí misma. Yo le daba muchas vueltas a esto. No entendía a quién
iba a parecerse mi madre si no era a ella misma. Quería preguntar al
respecto, pero no tenía las palabras adecuadas para formular tal cuestión.
Durante este tiempo, la tía Marla se convirtió en mi madre opuesta. Era
alta, de hombros anchos y tenía una pose imponente. Podía levantar objetos
pesados que mi padre era incapaz de mover siquiera. Jamás la vi con falda.
O con tacones. Llevaba pantalones de cintura alta y pisaba fuerte con sus
botas de estilo militar. A veces se ponía un sombrero de hombre ladeado
sobre su cabello rizado, que siempre llevaba corto. Se pintaba los labios de
color rojo oscuro, cosa que a mi madre le resultaba chocante, y llevaba las
uñas bien arregladas, limadas y sin pintar, al estilo masculino, algo también
impactante para mi madre.
Marla, en su día, había pilotado aviones, primero en el Servicio Auxiliar
de Transporte Aéreo y luego en el Cuerpo Femenino del Ejército, y por
último brevemente en la Fuerza Aérea de Mujeres Pilotos durante la
primera parte de la guerra, hasta que la dejaron en tierra por razones que
jamás me revelaron y la pusieron a reparar motores, cosa que se le daba de
lujo. Todo el mundo quería que fuese ella quien los ayudase. Dejó el
Ejército de repente cuando murieron mis abuelos y se puso a trabajar en un
taller mecánico para pagar la universidad de mi madre y después allí se
quedó. No me enteré de que ese empleo era extraño para una mujer hasta
mucho más adelante. Durante su jornada laboral se pasaba el día inclinada o
metida debajo de maquinaria en movimiento, y sus manos mágicas la
devolvían a la vida. Yo creo que le encantaba su trabajo, pero, incluso desde
mi perspectiva de niña pequeña, me di cuenta de que sus ojos siempre
buscaban el cielo, como si anhelase volver a casa.
La quería mucho, pero también la odiaba. Después de todo, yo era una
niña. Quería que fuese mi madre quien me preparase el desayuno, y quien
me llevase al parque y quien le lanzase miradas asesinas a mi padre cuando,
una vez más, metiese la pata. Pero era mi tía la que hacía todas esas cosas, y
yo era incapaz de perdonarla. Fue la primera vez que descubrí que se
pueden albergar sentimientos opuestos al mismo tiempo.
En una ocasión en la que yo debería estar durmiendo la siesta, me
escabullí de la cama y fui de puntillas hasta el estudio de mi padre, que
colindaba con el baño principal, contiguo al dormitorio de mis padres. Abrí
la puerta de este último solo una rendija y eché una ojeada al interior. Era
una niña curiosa y me encontraba hambrienta de información.
Vi a mi madre tumbada en la cama, sin ropa, cosa que me pareció
extraña. Mi tía estaba sentada junto a ella y le untaba la piel con aceite con
movimientos largos y seguros. El cuerpo de mi madre estaba cubierto de
cicatrices, quemaduras anchas y profundas. Me llevé la mano a la boca. ¿La
había atacado un monstruo? ¿Alguien me lo habría contado de haber sido
así? Me metí la parte más carnosa de los dedos entre los dientes y la mordí
para evitar los sollozos. Había dos sonrisas bulbosas incrustadas en su piel
donde deberían haber estado sus pechos. Dos cicatrices de un tono rosa
brillante y estridente. Mi tía pasó los dedos aceitados sobre cada una de las
marcas, una tras otra. Me estremecí cada vez que mi madre se retorcía de
dolor.
—Ya están mejor —dijo la tía Marla—. Antes de que te des cuenta,
estarán tan blancas que ni las distinguirás.
—Ya me estás mintiendo otra vez —rebatió mi madre con una voz débil
y seca—. Nadie debería continuar...
—Venga ya —la cortó Marla—. No digas esas cosas. Vi a hombres en
peor estado durante la guerra, y continuaron viviendo con ello, ¿verdad? Tú
también puedes. Ya lo verás. Nos enterrarás a todos. Con todo lo que he
rezado, no me extrañaría que acabases siendo inmortal. Dame la otra pierna.
Mi madre obedeció, se giró dándome la espalda y se tumbó de lado para
que mi tía le pudiese poner aceite en la pierna izquierda y en la parte baja
del torso, presionando sus músculos con las palmas de las manos. También
tenía quemaduras en la espalda. Mi madre negó con la cabeza y suspiró.
—Querrías que me convirtiese en Titono, ¿verdad?
Marla se encogió de hombros.
—Al contrario que tú, yo no tengo una hermana mayor que me haya
obligado a terminar la universidad, así que no pillo tus referencias
intelectuales, señorita Sabelotodo. Pero vale. Quiero que seas como ese tal
Nosequién.
Mi madre hundió la cara en la parte interna del codo.
—Sale en un mito —explicó—. Y también en un poema que me
encantaba. Titono era un hombre, un mortal de la antigua Grecia que se
enamoró de una diosa y decidieron casarse. Ella detestaba la idea de que su
marido envejeciera y muriese, de modo que lo hizo inmortal.
—Qué romántico —comentó mi tía—. El brazo izquierdo, por favor.
—En realidad no —suspiró mi madre—. Los dioses son necios y cortos
de miras. Son como niños. —Negó con la cabeza—. No, son peores, son
como hombres: no prevén las consecuencias de sus actos y son muy
inconstantes. La diosa lo hizo inmortal, pero no evitó que envejeciese,
porque no se le ocurrió concederle el don de la juventud eterna. De modo
que cada año que pasaba se volvía más viejo, más enfermo, más débil. Se
secó y se encogió, se hizo cada vez más pequeño hasta que al final era del
tamaño de un grillo. La diosa lo llevó metido en el bolsillo hasta el fin de
los tiempos, y muy a menudo se olvidaba de él. Era un trasto inútil y no
había esperanza de que nada fuese a cambiar. No es romántico en absoluto.
—Ponte boca abajo, querida —le pidió mi tía, deseosa de cambiar de
tema.
Mi madre gruñó al cambiar de postura. Marla trasteaba con los músculos
de mi madre exactamente igual que hacía con las piezas de los coches: los
alisaba, los ajustaba, arreglaba lo que una vez había estado estropeado. Si
existía una persona que pudiera curar a mi madre, era mi tía. Chasqueó la
lengua.
—Con la cantidad de aceite que te estoy poniendo, dudo que te pudieses
secar. Pero después del susto que nos has dado, cuando casi te... —La voz
de Marla se quebró ligeramente. Se llevó el dorso de la mano a la boca y
fingió que tosía. No obstante, a pesar de mi inocencia, supe que estaba
fingiendo. Sacudió la cabeza y volvió a masajear el cuerpo de mi madre—.
En fin. Llevarte en mi bolsillo durante toda la eternidad no me parece ni
medio mal. Lo aceptaría, si me lo propusiesen. —Se aclaró la garganta, pero
sus palabras ahora sonaban espesas—. Lo aceptaría sin pestañear.
No debería recordar esta conversación, pero, por extraño que parezca, la
recuerdo. No he olvidado ni una sola palabra. En realidad, para mí esto es
algo bastante normal, pues me pasé la mayor parte de mi infancia
memorizando cosas por accidente. Archivándolas. No sabía lo que
significaba esa conversación, pero sí cómo me hizo sentir. Noté la cabeza
caliente y la piel fría, y el aire alrededor de mi cuerpo parecía vibrar y dar
vueltas. Necesitaba a mi madre. Me hacía falta que se curase. Y en mi
razonamiento infantil, creí que la única forma de conseguirlo era que mi tía
se marchase; si ella se iba, pensaba mi cabecita, mi madre tendría que
ponerse bien. Si la tía Marla volvía a su casa, no habría nadie que le diese
de comer a mi madre, ni que hiciese las tareas del hogar, ni que le masajeara
los músculos ni que se asegurase de que se vestía, ni que la llevase sana y
salva en el bolsillo. Mi madre volvería a ser mi madre. Y el mundo volvería
a ser como debía ser.
Regresé a mi cuarto y pensé en la dragona que había visto en el jardín de
los vecinos. Cómo parecía maravillada al ver las garras de sus manos y sus
pies retorcidos. Cómo se había girado para ver las alas que adornaban su
lomo. Recordé el grito ahogado y el «¡Oh!». Recordé cómo había encogido
las caderas y arqueado la espalda. Las ondas que habían formado sus
músculos bajo su piel iridiscente. Cómo había preparado las alas. Y el
maravilloso despegue hacia los cielos. Recuerdo mi propio grito ahogado
cuando desapareció entre las nubes. Cerré los ojos e imaginé que a mi tía le
salían alas. Que sus músculos brillaban cubiertos de escamas metálicas.
Que su mirada se alzaba hacia el firmamento. Que echaba a volar.
Me arropé con una manta y cerré los ojos con fuerza, tal como hacen los
niños para que sus pensamientos se conviertan en realidad.

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La primera dragonización espontánea de la que se tiene noticia aparece en
los supuestamente desaparecidos apuntes de Timeo de Tauromenio, que
datan del año 310 a. C. Estos manuscritos fueron hallados durante la
excavación de las vastas bibliotecas que se encontraban en el corazón del
palacio de Néstor, pero permanecieron olvidados hasta hace relativamente
poco debido a un error de clasificación en el almacén donde se guardaron.
Estos fragmentos, entre otras cosas, arrojan luz sobre la histórica reina
Dido de Cartago: sacerdotisa de Astarté, embaucadora de reyes y timadora
de los mares. Los relatos acerca de su vida que nos han llegado a través de
la literatura clásica (desde Cicerón hasta Virgilio, pasando por Plutarco y
todos los patanes insufribles que hubo entre medias) varían enormemente,
pues cada uno la describe como una mujer compleja, inescrutable y
fundamentalmente desafiante. Las noticias sobre su muerte, sin embargo,
son bastante uniformes. En especial el hecho de que Dido —ya sea por
duelo, por rabia o por venganza, ya por deseo de sacrificarse para salvar
la ciudad que fundó y construyó y amó— se subió con gran calma a su
propia pira funeraria y se lanzó sobre la espada de su marido. Se cuenta
que exhaló su último aliento mientras las llamas la envolvían.
Y quizá sea verdad.
De todas formas, los escritos de Timeo nos ofrecen una visión
alternativa. En ciertos fragmentos de los libros 19, 24 y 49 de su obra, se
da por consabida una parte de la historia que no se menciona en el texto,
que derivaría en un final bastante diferente para la reina. Estas referencias
podrían considerarse relevantes en el sentido de que el autor no ve
necesario argumentar sus palabras, sino que da una visión distinta de la de
sus contemporáneos de tal forma que sugiere que ambas son válidas y
aceptables. Timeo narra que la reina Dido, escoltada por sus sacerdotisas,
se plantó en la costa y vio cómo el océano se oscurecía por la llegada de
las naves troyanas, hambrientas del puerto de Cartago, y de sus riquezas, y
de sus recursos, y de sus mujeres. Timeo describe la ciudad como un pecho
rebosante del cual Eneas y sus secuaces pretendían alimentarse, y toda la
ciudad tembló ante el poderoso apetito de los hombres.
Los fragmentos de Timeo nos proporcionan pistas prometedoras. En el
libro 19 describe cómo la reina y sus sacerdotisas se retiraron las
vestimentas y las dejaron caer al suelo. «Se desnudaron como ninfas y
emergieron de sus cuerpos como monstruos —escribe, y añade que—: el
mar ardía con el fuego de mil piras.» ¿Qué clase de monstruos? ¿Y de
quién eran las piras? Timeo no lo aclara. En el libro 24 escribe: «¡Oh,
Cartago, ciudad de dragones! ¡Ay de ti por dar la espalda a tus divinas
protectoras! En la próxima generación, la noble ciudad de Dido yacerá en
ruinas sobre la tierra». Y en el libro 49 describe el engaño de Dido al rey
Pigmalión y su subsecuente huida por mar de esta manera: «Durante su
travesía, la joven reina viajó a islas que no aparecían en mapa alguno y
demandó que sus hombres la aguardasen en los barcos mientras ella
nadaba hacia la costa sin escolta. En todas las ocasiones regresaba con
mujeres, cuyo cometido era convertirse en sacerdotisas y en esposas, según
les contó a sus súbditos. Estos temblaban al posar los ojos sobre dichas
mujeres, incapaces de descubrir por qué. ¡Oh, cómo brillaban sus ojos! Y
qué fortaleza ardía en sus vientres. Estas sacerdotisas eran fuertes como
varones. Se asoleaban en cubierta como lagartos. Los marineros aceptaron
respetarlas, y los que olvidaban su promesa y traspasaban los límites de la
decencia guiados por la lujuria, a la mañana siguiente habían
desaparecido y sus nombres jamás volvían a ser pronunciados».
¿Dragonizó Dido? ¿Se transformaron sus sacerdotisas? No hay forma
de saberlo. Sin embargo, hay dos detalles que nos dan pie a indagar más en
la historia de Timeo. En primer lugar, el hecho de que Timeo fuese el
primero en relatar estos eventos y, de este modo, menos proclive a recibir
presiones políticas para censurarse. Los hombres se vanaglorian de ser el
centro de la historia, después de todo. Y en segundo lugar, el patrón que
hemos notado a lo largo de la historia mediante el cual las esporádicas
dragonizaciones femeninas aparentemente espontáneas (en realidad no son
espontáneas, pero eso lo trataremos más adelante en este mismo artículo)
casi siempre aparecen seguidas de un rechazo universal a aceptar los
hechos y un acuerdo general de olvidar eventos que se consideran
demasiado alarmantes, demasiado caóticos, demasiado incómodos. La
reina Dido no fue la primera en recibir este tratamiento, y tampoco la
última.
Me dispongo a explorar veinticinco discretos ejemplos de dragonización
masiva y la subsecuente represión histórica para culminar, por supuesto,
con los asombrosos hechos acaecidos en Estados Unidos en el año 1955.
Esta, aunque sin precedentes en cuanto a cantidad y alcance, no fue única
en el contexto de la historia universal. Mi intención es demostrar que la
dragonización masiva no es un fenómeno moderno. No obstante, dada la
gran cantidad de conversiones que sucedieron en 1955, es imperativo que
aprendamos de los errores del pasado y que creemos un nuevo camino. La
hipótesis que pretendo presentar es que todas las dragonizaciones masivas
vienen seguidas de un «olvido masivo». Estoy convencido de que es esta
parte, la del olvido, la que resulta mucho más dañina y deja más cicatrices
en la psique y en la cultura. Y lo que es más, saco como conclusión que
Estados Unidos se encuentra, en estos momentos, sumido en un proceso de
olvido de dicha clase, cuyas repercusiones serán rastreables y
cuantificables, y, con suerte, reversibles, si se actúa de manera inmediata y
coordinada.

«Breve historia de las dragonas», del doctor H. N. Gantz, publicado en Anales de


Investigación sobre Salud Pública por el Departamento de Salud, Educación y Bienestar de
Estados Unidos el 3 de febrero de 1956. Se censuró tres días más tarde y todas las copias,
excepto esta, fueron destruidas.

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3

Ahora que lo pienso, tal vez mi madre también albergase sentimientos


complicados respecto a mi tía. Quería a su hermana. Y aun así. A medida
que mi madre se iba recuperando, entre ellas se asentó un manto de frialdad.
—Puedo yo sola —dijo mi madre en la cocina cuando vio a mi tía
amasar el pan.
—No hace falta que te molestes —dijo cuando mi tía restregaba la
mugre en el baño.
Lo mismo decía cuando Marla intentaba hacerme las trenzas o cuando
trataba de quitarle el polvo a los muebles.
—Ya me encargo yo, gracias —soltaba cuando mi tía me leía un cuento.
Tomaba mi pequeño cuerpo del amplio regazo de Marla y le quitaba el libro
de las manos.
Y cuando mi tía me llamaba Alex, los ojos de mi madre se
entrecerraban.
—Alexandra —la corregía con la voz plana y firme.
La estancia se enfrió. Mi madre me abrazó fuerte. La cara de la tía Marla
se quedó en blanco.
—Claro —dijo. Sus palabras eran tan suaves y amortiguadas como la
nieve—. ¿Quieres que me ponga con la cocina?
Los brazos de mi madre me apretaron el cuerpo como un tornillo de
banco.
—No hace falta —sentenció—. Gracias por tu ayuda, ya has hecho
bastante por hoy —añadió, como si mi tía fuese una empleada problemática
a la que hubiera que despedir.
—No hay de qué, querida —replicó—. Ya veo que estoy de más.
Llámame si necesitas algo.
Mi madre no respondió. Se limitó a abrazarme con fuerza mientras
escuchaba los pasos de mi tía alejarse por el suelo de madera, luego por los
azulejos de la entrada. Se estremeció cuando la puerta principal se cerró de
un golpe firme.
La tía Marla volvió al día siguiente, y al otro, pero incluso yo sabía que
algo había cambiado. Había una tormenta aguardando en el horizonte,
esperando su momento.
Mi madre había recuperado el color y la fuerza, al principio gota a gota,
y luego en tromba. El cabello le volvía a brillar. Y su paciencia para con mi
tía cada vez menguaba más. Marla era dada a decir cosas impactantes de
vez en cuando. Yo no entendía lo que significaban ni por qué eran tan
chocantes, pero notaba que hacían sonrojar a mi madre. Además, mi tía
solía mencionar la vida de mi madre —la laboral, en particular— de cuando
estaba soltera. Quería hablar de ello todo el rato. De lo orgullosa que había
estado de ella. Y cuando lo hacía, su cara resplandecía y juntaba las manos
como si estuviese rezando. Mi madre, por el contrario, se ponía más tensa y
más frágil y más retraída, como un juguete mecánico al que hubiesen dado
demasiada cuerda.
—Tu madre era la mejor de su promoción, Alex —me decía Marla, con
una voz como de narrador de cuento de hadas—. Dejaba a todos los demás
a la altura del betún. Era un genio de las matemáticas. Una verdadera...
Y en ese momento mi madre salía de la estancia y cerraba la puerta de su
dormitorio con un portazo definitivo.
Al fin, tras meses de frustración a fuego lento, las voces de mi madre y
de mi tía hirvieron. Se oyó el entrechocar de platos y una jarra se estrelló
contra el fregadero, justo después, una bofetada restalló sobre una mejilla.
Mi madre soltó un gruñido de frustración. Mi tía gritó durante un segundo y
a continuación el silencio inundó la estancia. Me escondí bajo la mesa. Me
cubrí los oídos con las manos. Aún lo recuerdo todo.
En concreto se me ha quedado grabado cómo justo antes de que la puerta
se abriese de golpe y mi tía se marchase a grandes zancadas, mi madre se
quedó en el escalón de la entrada. Mi madre le gritó a la silueta de mi tía,
que se alejaba:
—Vuelve cuando hayas escogido una vida normal. Échate un marido.
Ten un hijo. Quizá entonces podamos volver a ser amigas.
Mi tía no se giró. Vi su pecho hincharse, aguantar y después contraerse
muy despacio. Inclinó la cabeza hacia lo alto.
—Muy bien —dijo al fin—. Veré lo que puedo hacer.
La casa se quedó sumida en el silencio cuando se marchó mi tía. Durante
mucho tiempo. Mi madre me dio una pila de papeles para que dibujase y se
retiró a su dormitorio.
Y a pesar de que mi tía no volvió a poner un pie en nuestra casa durante
los siguientes dos años, seguía acompañándonos a la iglesia. Marla y mi
madre se sentaban una en cada extremo, junto a mi padre y junto a mí,
respectivamente, como sujetalibros. Mi madre solía llevar vestidos
bordados y mi tía, pantalones anchos de lana y una blusa abotonada hasta el
cuello. Era la única mujer que llevaba pantalones a misa —ya que era un
escándalo en aquella época, y probablemente estuviese prohibido en
muchas iglesias—, pero mi tía tenía un no sé qué que hacía que la gente
considerase que cualquier cosa que hiciese estaba bien hecha. Todos
excepto mi madre, claro está. En realidad, casi ninguna mujer pilotaba
aviones ni reparaba coches, y a ella esas dos cosas se le daban bastante
bien, así que visto de esa manera, no les importaba la ropa que llevase.
Tanto mi madre como Marla llevaban los velos a juego que mi abuela les
había regalado antes de morir. Eran de encaje, hechos a mano con un diseño
complejo y hermoso que les rodeaba la cara por completo. Ambas los
llevaban firmemente sujetos al cabello mediante horquillas. Cada domingo,
durante toda la misa, las hermanas se lanzaban miradas de reojo como
retándose a dirigirse la palabra la una a la otra.
Al final, mi tía hizo lo que le había pedido mi madre. Se casó. Con un
borracho de mala muerte. A pesar de que yo solo tenía seis años, ya sabía
que era una mala idea, sobre todo porque se lo había oído decir a todo el
mundo. No obstante, ella ahora era una esposa. Y, haciendo honor a su
palabra, mi madre volvió a ser su amiga. De aquella manera.
No mencionaron la discusión. No hablaron del distanciamiento ni del
silencio. Se trataban de forma brusca, desapacible. Pintaban sonrisas vagas
en sus rostros, como las miradas de las muñecas de porcelana. Esto
tampoco lo mencionaban.
De todas formas, nada de esto importó. Cuando mi madre se fue yo tenía
cuatro años. Su enfermedad era tabú. Cuando volvió, seguía siéndolo.
Como también lo fue lo que le pasó a la anciana que vivía enfrente. Y la
casa de las ventanas tapiadas. La gente que pasaba por allí desviaba la
mirada.
No obstante, tanto si gustaba como si no, la Dragonización Masiva de
1955 se acercaba. Mi familia, mi colegio, mi pueblo, mi país y el mundo
entero estaban a punto de cambiar drásticamente.
Y este cambio también sería tabú.

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4

A pesar de que mis tíos venían de visita bastante a menudo desde que se
casaron, él se convirtió en alguien insignificante, y mucho más desde que
nació mi prima Beatrice. Ahora, tantos años después, apenas recuerdo su
aspecto. Solo me acuerdo de su barbilla sin afeitar y de su aroma acre y de
que a veces era cruel. Cuando Beatrice llegó a nuestras vidas, él se volvió
muy fácil de ignorar.
¡Ay, Beatrice, Beatrice, Beatrice! Llegó a mi vida como un ave rara, todo
color y movimiento y cotorreo entusiasta. Tenía el pelo naranja y los ojos
del color y del resplandor de las alas de los escarabajos y su piel
enmugrecía incluso segundos después de lavarse. El día en el que nació,
juro que el cielo se congeló y el sol se quedó quieto y la tierra comenzó a
vibrar. El día en el que nació, nadie me dijo que mi tía se dirigía al hospital,
ni que ese era el día en el que el ser humano más maravilloso que existiría
jamás haría su aparición en el mundo. Pero yo lo supe de todas formas. El
universo se volvió más puro cuando Beatrice llegó.
Beatrice y yo estábamos hechas la una para la otra. Éramos las alas
gemelas de una libélula, o el rayo y su ineludible trueno, o la danza
giratoria de las estrellas binarias.
Las visitas vespertinas de mis tíos fueron muy diferentes desde entonces.
Mi obligada presencia en la mesa —para practicar las convenciones
sociales, para estarme quietecita, para hablar solo cuando se me dirigiera la
palabra— pasó de ser un ligero fastidio a convertirse en una tarea
interminable. ¿Qué me importaba a mí el mundo de los adultos cuando
Beatrice estaba en mi casa? Beatrice, con el puño entero metido en su
sonrisa babosa. Beatrice, que justo estaba descubriendo sus dedos de los
pies. Beatrice, que seguía el ritmo de una canción infantil, cuya voz clara y
ligera imitaba mi tono y volumen con exactitud e intención, que estallaba en
risas al final de cada estrofa. Beatrice, que chillaba de gozo cuando el
juguete volvía a aparecer. Beatrice fue, desde el momento en el que nació,
mi persona favorita del planeta. A veces me parecía que era la única
persona del planeta. O más bien que lo éramos las dos. Éramos Beatrice y
Alex, soberanas del mundo.
Me sentaba a la mesa de los adultos en mi silla infantil, pintada de rojo,
con las manos entrelazadas y la servilleta sobre el regazo, contando los
momentos que faltaban para poder pedir permiso para levantarme e ir a la
sala de estar a jugar con el bebé. «Diez minutos», me había dicho mi madre.
Tenía que quedarme allí diez minutos más y dar conversación, aunque no
tenía muy claro cómo, ya que me habían inculcado que a los niños hay que
verlos pero no oírlos. Contemplé el reloj. Me parecía que los minutos
duraban milenios.
Y en ese momento, cuando vi que la aguja del minutero avanzaba a
trompicones hacia el siguiente punto, me di cuenta de que la voz de mi
padre se volvía abrupta y rígida.
—Eso forma parte del pasado —dijo, y su voz me impactó en la cara
como una bofetada. Me estremecí—. Es de mala educación sacar el pasado
a colación.
Un pesado silencio se instaló en la estancia y me empezaron a pitar los
oídos. La piel de mi madre palideció y sus hombros se encogieron hacia
dentro. La expresión de mi padre me confundía. Su mandíbula tensa y su
boca le daban un aire serio y rígido, pues dejaba ver el filo serrado de sus
dientes inferiores. Sin embargo, sus ojos húmedos, serenos e implorantes
contaban otra historia.
Mi tía comenzó a juguetear con la pulsera que llevaba en su muñeca
izquierda, un regalo de bodas que mi madre le había confeccionado
entrelazando una pieza de alambre con sus agujas de ganchillo. Llevaba
dos, una en cada mano. Las espirales y los nudos resplandecían y titilaban a
la luz de las velas como si también estuviesen hechos de fuego.
—Bueno, hay varias cosas que no son del todo agradables —dijo con
una sonrisa ahogada. Dejó el tenedor sobre la mesa y comenzó a limpiarse
los dedos y la boca con la servilleta—, pero eso no evita que la gente las
haga. En viajes de negocios, por ejemplo. —Guiñó un ojo y tomó un sorbo
de su copa de vino; su pintalabios rojo dejó un surco en el vaso, como el
espectro de un beso.
—¿Podríamos, por favor, no discutir? —imploró mi madre con una voz
diminuta.
El aire se tensó. Las mejillas de mi padre se contraían y se relajaban, se
contraían y se relajaban. Se le enrojeció la piel del cuello. Yo miré el reloj.
Parecía haberse detenido. Beatrice gorjeaba en su trona, en la sala de estar.
Seguramente se estuviese contemplando los dedos de los pies de nuevo. Se
rio de algo. Del aire, quizá. O tal vez de su propio ser maravilloso. Me
mordí el labio. Beatrice estaba haciendo monerías y yo me las estaba
perdiendo.
Mi tío hizo girar el líquido oscuro que le quedaba en el vaso y luego lo
apuró. Y lo rellenó en un abrir y cerrar de ojos.
—No la hagas enfadar, George —carraspeó, dirigiendo los ojos
enrojecidos hacia mi tía—. Ya sabes lo que dicen que les pasa a las mujeres
rabiosas.
Mi tía le lanzó una mirada recia y se quedó pálida. Sus ojos estaban
oscuros y ardientes.
—¿Qué es lo que dicen, querido? —preguntó con la calma de una
serpiente a punto de atacar. Se reajustó las pulseras como si le picasen.
Los labios de su marido estaban resecos. No pronunció ni una palabra
más. Volvió a llevarse el vaso a la boca y echó la cabeza hacia atrás para
verter la bebida en su garganta.
—No tenemos que hablar de esto ahora —intervino mi madre, apilando
los platos en una torre inestable—. Ya da igual, de todas formas.
Se metió en la cocina a toda prisa y dejó caer los platos en el fregadero
con un sonoro estruendo.
Mi tía paseó la mirada por la estancia y la acabó posando sobre mí. Sus
ojos volvieron a la normalidad.
—Alex, estás muy callada —comentó—. Cuéntame en qué has estado
pensando, amor mío.
No me esperaba que nadie me hablase, y su mirada repentina casi me
hace dar un brinco.
—No lo sé —dije, tropezando con mis palabras—. En el reloj seguro que
no —añadí, un poco demasiado alto, a pesar de que mis ojos se dirigieron
de vuelta a la aguja del minutero, que por alguna razón inexplicable no se
había movido desde que habíamos comenzado a cenar.
Se me había dicho, en repetidas ocasiones, que mirar al reloj durante las
comidas era de mala educación. Suponía una falta de respeto para con
nuestros invitados, me había explicado mi madre.
—Ah —dijo mi tía—, ya veo.
Intercambió una mirada divertida con mi madre, que en ese momento se
encontraba en el umbral de la puerta que comunicaba el comedor con la sala
de estar, pero según pude comprobar, no le hizo ninguna gracia. Mi tía
volvió a centrar su atención en mí.
—¿Sabes de qué estamos hablando, Alex? —preguntó.
—No le importa de lo que estamos hablando —respondió mi madre,
interponiendo su cuerpo entre mi tía y yo para interrumpir el momento.
Agarró la bandeja y metió dentro los cubiertos sucios, que emitieron un
ruido metálico al impactar contra la fuente. Se volvió a retirar a la cocina.
—Déjalo ya, Marla —instó mi padre. Su voz era fría y plana y
despiadada.
Ella no me quitaba los ojos de encima.
—Estamos hablando sobre tu madre, esa mujer de ahí. —La señaló con
un gesto mientras esta se alejaba—. Creo que te la han presentado. —
Sonrió a la mesa. Nadie le devolvió el gesto. Ella no se amedrentó—.
¿Sabes que tu madre, tu propia madre, tenía las notas más altas de su
promoción pero el Departamento de Matemáticas se negó a concederle la
matrícula de honor porque era una chica?
—¿Qué es matrícula de honor? —pregunté, a pesar de que me daba
igual. Beatrice se estaba riendo y esta conversación me parecía una tontería
y lo único que quería era que me permitiesen levantarme de la mesa.
—Es como graduarse pero con más clase —explicó mi tía—. Porque la
persona que la obtiene tiene clase.
—Mamá tiene clase —dije. Ella me dio unas palmaditas en la cabeza
cuando pasó a toda prisa por detrás de mí en uno de sus múltiples viajes del
comedor a la cocina y mi padre soltó un bufido de aprobación.
—¿Ves? —dijo él—. Alexandra sabe lo que hay.
Se encendió un cigarrillo, se recostó en la silla y se relajó un poco.
—Alex —lo corregí en voz bajita y con el ceño fruncido. Nadie se dio
cuenta.
—Pero ¿te parece justo, cariño? —insistió mi tía al tiempo que se
encendía un cigarrillo ella también y le lanzaba el humo a mi padre—. ¿No
deberían haber dicho sus profesores, delante de todo el mundo, que ella era
la más lista, cuando en realidad lo era?
La mirada de la tía Marla me inmovilizó en la silla. Sus ojos parecían
algo más grandes que de costumbre. Los bordes de sus iris brillaban como
el oro. No podría haberme movido ni aunque hubiese querido.
—Claro que sí —respondí. Estaba en tercero. Ya sabía lo que era justo.
—No importa —intervino mi padre mientras se apartaba el humo de la
cara, enfadado—. Alexandra, vete al salón. —Le lanzó una mirada
significativa a mi tía—. ¿A quién le importan los problemas que resolvió y
los trabajos que entregó? ¿Qué más dan los honores y los premios? Nadie
los recuerda. ¿De qué le sirve un diploma universitario a una persona que es
feliz cuidando de su casa? En mi opinión, es una pérdida de tiempo y de
dinero. Y, al final, ¿para qué? Ocupó una plaza en la universidad que podía
haber sido para un chico inteligente con un futuro prometedor que podría
haber contribuido de forma valiosa a la sociedad. Me parece un desperdicio.
De repente subió la temperatura de la estancia. Mi tía era corpulenta y
ruidosa y brillante. A veces se reía más fuerte que cualquier hombre al que
yo conociese. La consideraba apasionante, pero también aterradora. Su
forma de copar la sala era peligrosa. Era calor y garra y velocidad
intencionada. Incluso entonces.
Me ruboricé. Mi tía ignoró a mi padre. Mantuvo la mirada fija en mí, con
un resquicio de sonrisa oculto en su boca.
—Entonces tu madre, la más lista y la mejor de su clase, una estrella
reluciente, solicita una plaza para cursar el doctorado en Matemáticas y no
la aceptan. Dicen que no. No porque no sea lo bastante inteligente, sino
porque es una chica. Vaya, pues. ¿Te parece justo eso?
No dije nada, pero es que no creía que mi tía estuviese hablando
conmigo en realidad.
—En cambio, tu querida mamá aceptó un empleo de cajera en el banco
en el que trabaja tu padre. Con sus algoritmos y sus reglas de cálculo y su
rapidez aritmética. Era un hacha. Era una maga de los números. Era capaz
de hacer crecer cualquier fondo, el que fuese, como por arte de magia.
Relacionaba las hojas de cálculo como con nudos místicos y hacía que los
números aumentasen solo con mirarlos.
Marla movía las manos en gestos grandilocuentes al hablar y las pulseras
resplandecían en sus muñecas como si estuviesen en llamas. Cerró los ojos
y su cara relució.
—No seas ridícula —dijo mi madre desde la cocina. Estaba molesta. Se
lo notaba. Pero no sabía por qué.
Beatrice soltó una risotada y mi padre volvió a decirme que me fuera al
salón, pero yo no parecía ser capaz de moverme. Mi tío se sirvió otro vaso.
—Mujeres contables —se carcajeó—. Menuda estupidez...
Marla alargó el brazo y le dio una colleja. Y lo hizo sin alterar su
posición ni su postura, y sin mirarlo en absoluto.
—¡Ah! —se atragantó él—. ¡Marla!
Mi tía hizo como si no lo oyera.
—Eso es magia, cariño —me dijo mi tía a mí—. ¿Qué te parece a ti?
Mi madre volvió a aparecer en el umbral. Tenía lágrimas en los ojos.
Odiaba verla disgustada. Me volví hacia mi tía y le lancé una mirada
desafiante, con los brazos cruzados sobre el pecho. ¿Cómo se atrevía?,
pensé. ¿Cómo osaba disgustar a mi madre? Cierto era que yo no
comprendía por qué mi madre estaba molesta. Solo que lo estaba. Y que era
culpa de mi tía, de eso estaba casi segura. Le saqué la lengua, cosa que le
hizo reír.
—¿No estás de acuerdo conmigo, Alex? —me dijo.
—Alexandra —la corrigió mi padre, mientras daba la última calada al
cigarrillo y lo aplastaba en el cenicero que había en mitad de la mesa.
Yo echaba chispas por los ojos, pero no respondí.
Marla no me quitaba la vista de encima. Noté que la piel me empezaba a
arder.
—¿Pones en duda los poderes de tu madre? —preguntó.
Mi madre seguía en el umbral, como un pilar de sal. La luz proveniente
de la cocina alumbraba a su alrededor.
—Los números no son mágicos —respondí con firmeza.
Sabía que no era este el motivo de mi agitación, exactamente. A veces, la
tensión en el ambiente era como ácido sobre mi piel; a pesar de no dejar
herida física, me quemaba de todos modos. Mi tía había entristecido a mi
madre. O quizá hubiera sido mi padre. Pero yo era incapaz de explicar
cómo había sucedido, puesto que las palabras que conocía en aquel
momento eran difíciles de manejar, mal calibradas para el tema en cuestión.
Esto me enfadó aún más. Con mi tía, mayormente. Fruncí el ceño para que
se diese cuenta.
—Los números —dije con un énfasis particular— son números.
Mi tía absorbió esta información, claramente impresionada.
—Estoy de acuerdo —dijo. Me recosté en la silla y me relajé. Ya por
aquel entonces me gustaba ganar—. Pero en realidad —continuó— yo
jamás dije que los números fuesen mágicos. Dije que tu madre era mágica.
Una hechicera, para ser exactos, pero podemos dejarlo en mágica. Es más
sencillo. Pero escúchame bien, Alex, amor mío. Esto no es nada nuevo, y tu
madre no es la única. Todas las mujeres somos mágicas. En serio, todas y
cada una. Forma parte de nuestra naturaleza. Es buen momento para que lo
aprendas.
Mi padre soltó un gruñido incrédulo, y mi tío, con demasiadas copas
encima, rebuznó como un burro.
—Pero menuda sarta de...
Y, de pronto, la mesa quedó en silencio. El sonido se detuvo en la
garganta de mi tío. Una simple mirada de mi tía era suficiente para frenar
las palabras en su lugar de origen. Yo la miré y vi que sus ojos eran como
carbones ardientes. Los nudos de alambre que rodeaban sus muñecas
estaban tan calientes que brillaban y dejaban quemaduras en su piel. Nadie
se movió. Nadie respiró. Mi tío parecía clavado a su silla, como si los ojos
de mi tía lo hubiesen perforado por la mitad y vuelto a coser. Él estaba en su
poder y a su merced. Ella sonrió cuando él palideció.
Y luego, con un gesto de la mano de mi tía, el momento pasó. Mi tío
inhaló una bocanada de aire.
—¿Qué estabas diciendo, amor mío? —siseó mi tía.
A mi padre le temblaba el pulso. Tenía los ojos abiertos como platos. No
dijo ni esta boca es mía. Mi tío vació el vaso y se fue a trompicones hacia la
puerta. Descubrí algo más tarde que se había ido de farra, como lo llamó mi
padre (a pesar de que no supe lo que significaba esa palabra hasta muchos
años después), y no supimos de él en más de una semana. Nadie lo echó en
falta.

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A modo de prefacio para el análisis de los múltiples casos de dragonización
masiva documentados a lo largo de la historia que planeo realizar en este
artículo, me gustaría añadir un comentario personal, dado que considero
que resultará de ayuda a la hora de crear la lente a través de la cual
debemos mirar estos eventos.
En aquel fatídico día de abril de 1955, a pesar de que ningún miembro
de mi familia dragonizó, yo presencié una transformación: la de la señora
de Norbert Donahue, la mujer de uno de mis colegas. La había conocido
por su nombre de soltera, doctora Edna Wood, años antes, pues había sido
una de mis residentes en el Hospital Universitario Johns Hopkins. Al poco
de terminar su formación, abandonó la práctica de la medicina para
casarse y tener hijos, y, por tanto, dejó su título atrás. El día de la
Dragonización Masiva, vi a la señora Donahue instantes antes de su
transformación, cuando pasó corriendo por los pasillos con el bolso
colgando de su brazo derecho como un péndulo. «Señora», la saludé con
una leve inclinación de cabeza. Ella no se detuvo, ni siquiera pareció
oírme. Me fijé en que le brillaba la nuca, y en que parecía más alta de lo
que recordaba.
Entró al despacho del doctor Donahue, gritó algo ininteligible y salió
llorando. Había sido, me permito añadir, una de mis residentes favoritas, y
a pesar de que hacía muchos años que no nos tratábamos, me conmovió su
evidente angustia, de modo que me acerqué a ella para ofrecerle ayuda o
consuelo. «Doctora Wood —dije—. Disculpe, señora Donahue», me
corregí, y entonces tuve que reprimir un grito. Sus dientes se habían
alargado, volviéndose afilados como cuchillas. Sus ojos, otrora pequeños y
azules, eran entonces del tamaño de puños, de un tono dorado oscuro, con
pupilas horizontales semejantes a horizontes gemelos.
Me quedé anonadado. Sabía lo que le estaba sucediendo, por supuesto,
ya que conocía los escasos documentos que versaban sobre el tema. Sin
embargo, jamás lo había presenciado en persona. De hecho, muy pocos lo
han visto de cerca y han vivido para contarlo. Como no estaba seguro de si
retendría la habilidad de hablar una vez se hubiese completado la
mutación, me pareció prudente realizar una entrevista in medias res, y
comencé a transcribir mis observaciones según le planteaba preguntas a la
señora Donahue, ahora convertida en el sujeto del experimento. Por
desgracia, la prueba no resultó del todo fructífera. Le pedí que me
describiese la experiencia, con especial hincapié en las sensaciones que
notaba en la zona del útero, pues entonces creía que ahí era donde se
originaban aquellas transformaciones (más adelante se han recogido datos
que refutan esta teoría). También le solicité, si le era posible, una
descripción de las funciones vitales básicas: respiración, visión, dolor
muscular. Todos los datos relevantes. ¿Experimentaba sofocos, como ocurre
durante la menopausia? ¿Sentía náuseas o contracciones como durante el
embarazo y el parto? ¿La erupción de las escamas producía ardor? ¿La
emergencia de los colmillos provocaba sangrado de las encías?
La señora Donahue no respondió. En cambio, me miró fijamente
durante un instante. Luego habló, y marcó cada palabra con un aliento
estentóreo: «Todo, es, demasiado, PEQUEÑO». Su voz era un chirrido
estridente. Hizo una pausa. Su piel comenzaba a rasgarse, pues de la parte
trasera de su vestido emergía un espinazo creciente. Inclinó el rostro y sus
ojos se clavaron en mí. Sonrió. «Probablemente debería escapar, doctor»,
dijo.
Y eso hice.

Breve historia de las dragonas, del doctor H. N. Gantz

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Hay otro recuerdo al que no soy capaz de encontrarle sentido, ni siquiera


ahora.
Era un viernes por la mañana de finales de febrero. Casi dos meses antes
de que..., bueno, de que todo cambiase. Tenía ocho años y siete doceavos, le
contaba a la gente, porque de niña me encantaba la precisión. Recuerdo
estar junto a la ventana, contemplando los cristales de hielo que se habían
inscrito en el vidrio, una explosión de geometría y de luz. Casi me había
terminado el desayuno y ya me había trenzado el pelo yo sola (me sentía
bastante orgullosa de ello) y me había puesto el uniforme del colegio. Mi
madre me echó afuera para poder recoger la mesa del desayuno en paz. O
eso es lo que me dijo. En realidad, a mi madre le gustaba la calma, un
espacio despejado donde coser o tejer o zurcir y solo escuchar el silencio.
De tanto en cuanto, trepaba por el enrejado para espiar a través de la
ventana y la veía sentada, tejiendo nudos sin descanso, cada uno un puzle
tan intrincado y complejo como el anterior. A mi madre le encantaba la
cuerda. Le fascinaba que un solo cabo pudiera retorcerse y entrelazarse
hasta formar patrones infinitos; universos enteros podrían salir de un solo
hilo. Hacía diagramas de cada nudo en una libreta que no se me permitía
mirar sin supervisión, con sus correspondientes cálculos y expresiones
algebraicas que definían la forma en la cual cada giro, vuelta,
circunvolución y recodo se cruzaban, interactuaban y se doblaban sobre sí
mismos. No entendía cómo funcionaban las ecuaciones, ni lo que
significaban. Prometió que algún día me explicaría la aritmética que usaba.
(Pero no lo hizo. Por supuesto que no. Tal vez nunca hubiera tenido la
intención de hacerlo. ¿Cómo iba yo a saber con qué intención decía las
cosas mi madre? Incluso ahora, tras todos estos años, es un recuerdo de un
recuerdo de un recuerdo, una especie de nudo irresoluble e insondable.)
Faltaba una hora para que empezase el colegio. Normalmente, era el rato
que aprovechaba para sentarme con mi padre (en silencio, mientras él leía el
periódico y yo, uno de mis libros. Nos llevábamos mejor cuando no
hablábamos, y así siguió siendo cuando me hice mayor), pero mi padre
estaba de viaje de negocios. Me fijé en que el labio de mi madre tembló al
decirme esto. Ya sabía que no debía preguntar al respecto.
Mi madre me había tejido unas manoplas de lana gruesa, con un patrón
de sus nudos característicos en el anverso. Aparte de los nudos de su cesta
de la costura y los de mis manoplas, la casa entera estaba llena de cortinas
de ganchillo y de tapetes en las mesitas auxiliares y en los brazos de los
sofás. Tenía incluso nudos especiales que me metía en los bolsillos. Un
nudo de seguridad. Un nudo de la suerte. Un nudo de conocimiento. Un
nudo para evitar que nada cambie. A veces, decía que los nudos eran
mágicos. A veces decía que eran matemáticos. Más habitualmente decía
que eran ambas cosas, de la misma forma que una partícula puede ser
materia y luz y nadie sabe por qué. Yo me imaginaba que era una de esas
cosas que hacen las madres. Como dejarte notas con corazones en la
fiambrera.
Mis manoplas eran de color rojo intenso y contrastaban con el gris del
hielo y el aún más intenso del cielo. Febrero en Wisconsin es así: un día de
calor disminuye el manto de nieve y la nieve derretida inunda las calles; al
día siguiente, las temperaturas se desploman y el mundo queda envuelto en
hielo. Los montículos de nieve medio derretidos se convierten en bultos
grises y sólidos y el cielo se vuelve deprimente. Bajé con mucho cuidado
los escalones de la entrada. Mi madre me había forrado las botas de agua
amarillas con varias capas de fieltro, pero me seguían quedando grandes:
me las había dado un vecino al que se le habían quedado pequeñas. Me
resbalé en cada escalón. Solté el pasamanos y me deslicé por el helado
sendero del jardín. Di un trompo y seguí derrapando marcha atrás.
Me habría pasado el día entero así: empujándome y deslizándome y
manteniendo el equilibrio y dando vueltas, pero un Ford antiguo se acercó
por la carretera y aparcó delante de mi casa. Me dio un vuelco el corazón:
dentro de ese coche estaba mi tía. Y con ella, Beatrice. Mi madre cuidaba
de ella dos días a la semana, y los otros tres se ocupaba de ella una niñera.
Yo valoraba inmensamente los días que nos tocaba Beatrice, verle la carita
en los minutos antes de marcharme al colegio y jugar con ella toda la tarde
cuando volvía a casa. Había más luz y sonido y alegría en mi hogar cuando
Beatrice estaba allí. Abrí los brazos de golpe y giré vertiginosamente sobre
el hielo; esperaba que Beatrice me viese. Por ese entonces tenía
exactamente nueve meses y medio. Tenía un calendario en mi habitación
cuya única función era marcar las semanas que habían pasado desde su
nacimiento, y una gráfica en la que registraba los hitos de su desarrollo,
además de sus gustos y preferencias cambiantes. Era una experta en mi
prima pequeña.
Mi tía salió del coche con la niña en la cadera y un cigarrillo colgando de
sus labios. Eso no era raro. Siempre había fumado, pero desde que había
dado a luz, lo hacía con mayor frecuencia. Le habría preguntado a mi madre
al respecto, pero asumí que sería tabú.
—¡Hola! —dije, saludando con la mano como una loca.
Beatrice me devolvió un alarido, y sus piececitos daban patadas
resguardados en su traje de invierno de color rojo intenso, confeccionado
por mi madre. También esa prenda tenía nudos intrincados en los costados.
Mi tía elevó los ojos al cielo.
—¿Dónde está tu madre? —preguntó; sus palabras estaban rodeadas de
humo.
Su cara era gris y sus ojos, difusos e hinchados. Alzó los hombros y los
rotó hacia atrás mientras estiraba el cuello. Se apretó la base de la nuca con
los dedos y presionó el músculo, como si le doliera.
—Está dentro —respondí mientras seguía haciéndole carantoñas a
Beatrice—. Fregando los platos. Mi padre está de...
—Ya —dijo mi tía. Luego le dio la última calada al cigarrillo, tiró la
colilla al suelo y la pisó con la bota—. Viaje de negocios, ¿verdad? —Su
expresión era neutra, excepto por un ligero mohín despreciativo en su labio
superior.
Me encogí de hombros.
—Eso parece. —No sabía qué más decir.
Los ojos de mi tía seguían fijos en las alturas. Me pregunté si estaba
recordando sus días de piloto de aviones. Quizá no le gustase trabajar en el
taller mecánico, donde lo único que hacía era mirar motores en lugar de
dirigir la vista a la bóveda celeste.
—Ven conmigo —me dijo—. Tienes que cuidar a Beatrice un momento.
Necesito hablar con tu madre.
No hizo falta que me lo volviese a pedir. Patiné sobre el hielo de la
entrada (mi tía no se resbalaba con sus pesadas botas militares) y nos
adentramos en la casa.
Lo que sucedió a continuación sigo sin ser capaz de descifrarlo.
Beatrice y yo nos acomodamos en la sala de estar, donde mi madre tenía
una caja llena de juguetes para ella. A menudo proponía que debían
mudarse a nuestra casa, ya que mi tío parecía no estar nunca en la suya,
pero nadie me escuchaba.
Mi tía dejó a Beatrice y se encaminó hacia la cocina.
—¿Y tus pulseras? —escuché que decía mi madre.
Hubo una larga pausa.
—Ya no las tengo —respondió al fin.
Mi madre dio la callada por respuesta. Solo se escuchaba el entrechocar
de los cacharros.
Esto no le resultaba demasiado interesante a Beatrice. Me tumbé boca
abajo delante de ella en el suelo y me puse a construir torres de bloques
para que las derribara con un gritito de alegría. Lo hacíamos una y otra vez.
Beatrice golpeaba el suelo con los talones. Se llevaba las diminutas manos a
las regordetas mejillas. Era mi persona favorita del mundo.
Mi madre alzó la voz.
Mi tía también.
Hice otra torre de bloques. Beatrice la derribó. Tenía baba en la barbilla.
Cogió uno de los bloques y lo mordisqueó desesperadamente, y su boca se
ensanchó en una sonrisa húmeda a ambos lados del juguete.
La voz de mi madre aumentó de volumen.
La de mi tía también.
Un vaso cayó al suelo y se hizo trizas sobre las baldosas de la cocina. Mi
madre lloró. La voz de mi tía se suavizó. Hice una torre de bloques. La risa
de Beatrice iluminó la habitación.
Y luego... bueno. El mundo se volvió extraño.
Mis manoplas, que estaban en el suelo junto a Beatrice, comenzaron a
cambiar. Vi cómo la lana se destejía y se volvía a tejer sola de forma
diferente, revolviéndose dulcemente como una cesta de serpientes. Me
aparté muy despacio y me puse las manos bajo el trasero. Me daba miedo
tocar algo. Me aterraba moverme. Y no fueron solo las manoplas. Las
cortinas de ganchillo y los tapetes de las mesillas y las cintas hechas a
mano. Cada nudo se deshizo y se volvió a atar. La luz matutina se introdujo
a través de las ventanas y se derramó por el suelo. Ladeé la cabeza y
contemplé las cortinas. Los nudos se desenrollaban y se recolocaban solos.
Mis manoplas se habían convertido en un montículo de lana y después,
punto tras punto, se habían vuelto a formar. Eran las mismas manoplas, solo
que con diferente patrón. Me quedé completamente quieta. Beatrice tiró un
bloque sobre otro, lo que provocó un repiqueteo tremendo. Sus botines, que
también había tejido mi madre, con los mismos patrones densos y
complicados en la zona de los dedos, se reorganizaron. Los patrones se
volvieron más densos, más complejos, los tensos puntos se apretaron aún
más, como un candado impenetrable. Beatrice no se dio cuenta. Yo archivé
cada detalle para no olvidarlos.
—¡YA BASTA! —gritó mi madre—. No va a pasar y punto.
Mi tía reprimió un sollozo, lo escuché desde donde estaba. Hice una
torre de bloques. Beatrice la tiró. La luz se esparcía por la sala. Las cortinas
y los tapetes y mis manoplas y los botines, que minutos antes fluían y se
transformaban, ahora estaban estables y enteros. Como si nada hubiera
pasado. Los rayos de sol se llenaron de motas de polvo en suspensión. No
me lo había imaginado. Lo sabía. Pero no podía preguntar al respecto.
¿Cómo encuentra alguien palabras para algo semejante?
Hice otra torre de bloques. Beatrice la tiró.
Mi tía dijo en la cocina:
—Eres mi preferida, y siempre lo serás. Pase lo que pase.
No sabía lo que significaba eso.
Mi madre no dijo nada. Se quedó en la cocina. Mi tía salió con paso
firme y se arrodilló a mi lado. Me rodeó con los brazos y me abrazó. Cubrió
la cara de Beatrice de besos. Miró a la ventaba, su cara quedó iluminada por
el sol. Tenía los ojos rojos, pero tan brillantes que parecían casi de oro.
¿Siempre habían sido dorados? No lo podía recordar. Luego nos dio unos
golpecitos en la cabeza, salió de la casa y se encendió otro cigarrillo al
subirse al coche. La vi irse por la ventana. Vi cómo un hilo de humo se
escapaba por la ventanilla del conductor. El coche retumbó, aceleró y
tembló antes de deslizarse por la carretera y desaparecer de la vista.

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Esto es lo que sabemos:


El 25 de abril de 1955, entre las 11.45 y las 14.30, hora central, 642.987
mujeres estadounidenses —todas esposas y madres— se convirtieron en
dragonas. A la vez. Una dragonización masiva. La mayor de la historia.
Mi madre no se contaba entre las que dragonizaron el 25 de abril de
1955. Pero mi tía Marla sí. La distribución de las conversiones por el país
fue inestable e impredecible. Las madres de seis de mis compañeros de
clase de tercero dragonizaron. En cuarto, solo fueron dos los niños que
perdieron a sus madres. Hubo pueblos en los que la incidencia fue mayor y
otros en los que no se produjo ni un solo caso. Las razones son un misterio.
Incluso hoy por hoy.
Los hechos, por descontado, son indiscutibles, pero eso no impidió que
la gente tratara de refutarlos. Había testigos, pruebas fotográficas, casas y
negocios destrozados y al menos 1.246 casos de maridos adúlteros que
acabaron devorados por sus amantes en pleno acto amoroso, a plena vista
de asombrados viandantes. Una dragonización —desde la sorpresa inicial
hasta la explosión de velocidad y fuego, pasando por la emergencia de
dientes, garras y alas— fue filmada en una película de 35 milímetros que se
estaba usando para grabar una fiesta de cumpleaños infantil en el jardín
trasero de una casa de Albany. Solo una de las tres cadenas nacionales
intentó emitir el metraje, pero la Comisión Federal de Comunicaciones la
censuró de inmediato (y le impuso una cuantiosa multa por difundir
imágenes profanas y obscenas) y obligó a la cadena en cuestión a
interrumpir su emisión durante una semana. Se supone que hay más cintas
de ese tipo, pero o bien fueron confiscadas por las autoridades locales (en
cuyo caso se han perdido para siempre) o bien guardadas en cajas o en
sótanos y muy probablemente se hayan descompuesto con el tiempo. Las
imágenes eran demasiado vergonzantes para mirarlas. Demasiado
inapropiadas. Eran dragonas, después de todo; contaminadas, según parecía,
de peste femenina. Ese tipo de cosas no se comentan. Mejor olvidarlas, dice
la gente.
A la gente se le da de perlas olvidar cosas desagradables.
El número 642.987 se convirtió en una fuente de consternación y
discusiones. A pesar de que el Gobierno de Estados Unidos y la ONU
emitieron un recuento exhaustivo de las mujeres que habían dragonizado el
25 de abril de 1955 —sus nombres, los nombres de sus hijos, si sus maridos
habían sobrevivido y a quiénes habían devorado—, ciertas informaciones
clave permanecían sospechosamente ocultas. Lo más flagrante era esto: con
el foco puesto en los discretos acontecimientos de la Dragonización Masiva
de 1955, se corrió un tupido velo sobre las dragonizaciones espontáneas que
habían ocurrido con anterioridad a esa fecha, y las que continuaron
sucediendo después. Ese silencio llevó a la censura oficial, listas negras,
multas, penas de cárcel, cierre de revistas científicas y destrucción de
carreras profesionales.
Las autoridades negaron la posibilidad de que hubiesen ocurrido
transformaciones antes del 25 de abril de 1955 y decidieron responder a las
denuncias de posibles dragonizaciones con vagas explicaciones. A quienes
mencionaban a las dragonas se los tildaba de conspiranoicos o dementes. O
aún peor: de cínicos provocadores. En los años anteriores a la
Dragonización Masiva, cualquier ocurrencia anómala incitaba a los
gobiernos locales y estatales a distribuir panfletos para acallar los rumores
una vez más. Al mismo tiempo, a diario se emitían avisos por la radio y, en
su momento, por la televisión, para apaciguar la histeria colectiva. Y a pesar
de que las explicaciones eran, de hecho, perfectamente racionales, ninguna
resultaba satisfactoria.
Tomemos, por ejemplo, la fábrica de municiones de las afueras de
Portland, Oregón, que había sido destruida semanas después del fin de la
segunda guerra mundial. Según los primeros informes, la explosión y el
subsiguiente incendio se produjeron el mismo día en el que se comunicó a
las trabajadoras que iban a perder sus empleos. Los hombres regresaban del
frente y se estaban reincorporando a la vida civil, después de todo. Y el país
se preparaba para volver a la normalidad. Nadie sabe lo que pasó en el
interior de la fábrica en aquella fatídica jornada, no hubo supervivientes que
se sepa. Pero entre los cuerpos rescatados bajo los escombros (en un estado
lamentable todos y cada uno de ellos, pobrecillos), no se encontró ningún
cadáver femenino. La explicación oficial fue que las empleadas, al
encontrarse demasiado cerca del foco de la explosión, habían sido
incineradas de inmediato, sin dejar ni rastro. Pero eso no explicaba los
agujeros en forma de dragón que se habían encontrado en las paredes
exteriores. Y mucho menos el hecho de que varios granjeros sintieran un
viento huracanado, y un aleteo de gran magnitud, y una bandada de lo que
parecían ser pájaros descomunales cruzando el cielo a toda velocidad.
«Las fábricas de munición son básicamente polvorines —relataban los
informes—. Las explosiones no son raras. Claramente, se deben mejorar los
protocolos de seguridad.» La mayoría de la gente aceptó esta explicación. Y
la vida siguió su curso.
Un año más tarde, una joven esposa estaba sentada en un banco en un
parque de Kalamazoo, Míchigan, contemplando el cielo mientras sus hijos
jugaban en los columpios. Su marido había sido oficial en el teatro de
operaciones europeo durante la guerra. Un hombre rudo, decía la gente.
Poco preparado para retomar la vida civil. Los vecinos comentaban que su
regreso no estaba siendo un camino de rosas. Y un día, la joven dejó el
bolso en el suelo y simplemente... desapareció. Había otras madres jugando
con sus propios hijos en el mismo parque y mencionaron haber visto una
sombra que cubrió el sol durante un breve instante. Pero cuando alzaron la
vista, ya había desaparecido. Se estremecían al recordar el incidente, se
frotaban los brazos enérgicamente al rememorar aquel repentino y pasajero
escalofrío.
—Sabíamos que era inestable —dijo la presidenta de la Junior League
—. La maternidad no era para ella. No nos sorprende que se haya ido.
Y, de nuevo, la vida siguió su curso.
Y se escuchaban historias —cientos a lo largo de todo el país— de
novias que se encerraban en el vestidor de su templo de elección en el día
de su boda presuntamente a causa de los nervios propios de la ocasión. Sin
embargo, cuando sus familiares conseguían abrir la puerta, solo
encontraban un vestido de novia hecho jirones en el suelo y un gran agujero
en la pared donde antes estaba la ventana. La reparación de iglesias se
convirtió en un negocio muy lucrativo.
—Las novias a veces se dan a la fuga —decían los presentadores de los
noticiarios en tono cómplice.
Y no olvidemos el caso de las veinticinco operadoras de teléfono que
cubrían el turno de noche en la centralita Feibel-Ross de Manhattan en
1952. Antes del acontecimiento en cuestión, había habido numerosas quejas
acerca del comportamiento de cierto supervisor nocturno: Martin O’Leary.
No se trataba solamente de un jefe de manos largas —que era un riesgo
laboral esperable en aquellos tiempos—, sino que las denuncias eran tan
graves que incluso acudieron las autoridades a tomar declaraciones, pues se
sospechaba que había cometido un delito. Varias mujeres se sometieron a
un examen físico por parte de un médico de la policía y accedieron a que se
las interrogase. Al final, no pasó nada. Varios hombres buenos les dieron
palmaditas en las hermosas cabezas a las trabajadoras y caso cerrado.
Martin O’Leary, con su sonrisa de rapaz, se quedó donde estaba, y a las
empleadas se les aconsejó que tratasen de evitar que se les acercase, pues es
el ratón más listo el que escapa de las fauces del gato. Se les dijo que
deberían sentirse afortunadas por tener un empleo, que ya es mucho.
Nadie sabe exactamente lo que sucedió aquella noche de 1952, aparte de
que veinticinco personas que contactaron con la operadora para hacer
llamadas a cobro revertido recibieron como respuesta «Las mujeres
tenemos un límite». Y luego la conexión se cortó. El edificio se hizo
pedazos a las 23.13 horas. No quedó un ladrillo sin destruir. Tras buscar
entre los escombros solo se hallaron las punteras de los zapatos de Martin
O’Leary y poco más. Su maletín se localizó flotando en el East River cuatro
días más tarde. No quedó ni un resquicio de las operadoras de la centralita.
—Fue una explosión de gas —dijeron los periódicos—. Sin
supervivientes.
Nadie mencionó que se encontraron veinticinco pares de zapatos de
tacón bajo, veinticinco bolsos y veinticinco vestidos elegantes de distintos
colores cuidadosamente colocados en la acera delante del cráter que otrora
había sido el edificio de la centralita. Había una nota, escrita aparentemente
con ceniza en un trozo de escritorio, que rezaba: «Vestidos elegantes para
mujeres inteligentes. Para usarlos hasta que esta vida ya no te sirva». Nadie
sabía lo que significaba.
Las chicas de Feibel-Ross, las novias a la fuga, la madre de familia de
Kalamazoo y las trabajadoras de la fábrica de munición fueron tildadas de
tragedias. Cualquier rastro de dragonización fue ignorado, perdido u
ocultado. Cualquier pregunta fue desoída. Incluso en los días posteriores a
la Dragonización Masiva hubo poco interés por parte del Gobierno o de la
comunidad científica por investigar casos sin relación con ese evento. La
Dragonización Masiva tuvo lugar el 25 de abril de 1955, y 642.987 mujeres
(todas madres y esposas) se transformaron: cada nombre era sabido,
investigado, registrado, y se determinó que no podía haber ni una sola más.
El caso se cerró y el libro se escribió y no quedó nada por decir.
La Dragonización Masiva de 1955 se convirtió en un día infame más que
se estudiaba en el colegio, pero con más distancia, más disgusto y más
eufemismos con cada año que pasaba. La historia se volvió vaga, indefinida
y meramente mencionada. Lo que la hizo poco memorable. Los otros casos
de dragonización espontánea ni siquiera se comentaban.
Era demasiado chocante.
Era demasiado vergonzoso.
Era demasiado, bueno, femenino. Se trababan las lenguas y las mejillas
se ruborizaban y el tema se volvía inapropiado. Así que el mundo decidió
mirar hacia otro lado. Era, para casi todo el mundo, como cualquier otro
tema tabú —el cáncer, los abortos espontáneos, la menstruación—, del que
solo se hablaba en susurros tensos y en vagos eufemismos hasta que se
cambiaba apresuradamente de conversación.
Hasta el momento presente.
A pesar de que yo era solamente una niña cuando sucedió la
Dragonización Masiva de 1955, me he pasado la mayor parte de mi vida
adulta trabajando en el campo de la ciencia y la academia, y el rigor y la
claridad de mi trabajo hacen que no tenga demasiada paciencia para la
ofuscación eufemística y los tabúes sin sentido. Nos pasamos la vida
intentando dar sentido a los recuerdos de la infancia, pero debemos
atenernos siempre a los hechos. Y los hechos son los siguientes:
El 25 de abril de 1955 el mundo cambió.
El 25 de abril de 1955, 642.987 familias estadounidenses cambiaron.
El 25 de abril de 1955 mi propia familia cambió para siempre.
Y tengo bastante que decir sobre el tema.

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EXTRACTO DE LA EDICIÓN DE THE WASHINGTON POST DEL 23 DE ENERO DE 1956
Una reunión del misterioso Subcomité del Congreso para la
Compensación y la Resolución terminó en caos el martes por la tarde
cuando un grupo de activistas que se habían disfrazado de conserjes
invadió la sala cerrada con llave e impidió que los congresistas se
marchasen. Como de costumbre, el orden del día de la reunión no se puso a
disposición pública, y no se nos proporcionó ninguna minuta. Ninguno de
los miembros del subcomité ofreció declaraciones y a los activistas, que
fueron arrestados, se les prohíbe conceder entrevistas. Pasaron nueve horas
antes de que la policía fuese capaz de acceder a la sala de conferencias,
donde los asaltantes fueron detenidos sin incidentes. No disponemos de más
información.

[Es importante aclarar que esta noticia no apareció, como es de esperar, en


la sección de noticias nacionales, sino en la última página de la sección de
moda y estilo. No existe una explicación para este emplazamiento.]

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7

La Dragonización Masiva de 1955 sucedió cuando estaba en el colegio.


Estábamos haciendo divisiones largas, según creo recordar. El director
asomó su cara tensa y pálida por la puerta. Hizo un movimiento con la
cabeza hacia el pasillo y nuestra profesora y él salieron a toda prisa. Tan
solo escuchábamos susurros cortos y en staccato. Momentos después,
ambos volvieron a entrar en la clase y cerraron las persianas.
—No os distraigáis de vuestros ejercicios —dijo el director—. Que ni se
os ocurra levantar la vista del papel.
Nos dijeron que fuésemos buenos. Y vaya si lo fuimos. No emitimos ni
un sonido.
Nos pasamos el resto del día haciendo divisiones largas, ficha tras ficha,
hasta que los lápices quedaron reducidos a muñones.
Recuerdo el sonido de las sirenas.
Recuerdo el olor a humo.
Recuerdo tomar el bus para volver a casa y ver casas en llamas.
Recuerdo ver grandes sombras atravesando el suelo. Cada adulto con el
que nos cruzábamos nos advertía que no mirásemos al cielo. Teníamos que
mantener la vista baja. Éramos niños buenos, de modo que obedecimos.
Cuando llegué a casa, mi madre me preparó la merienda y me preguntó
qué tal me había ido el día. Se movía de forma extraña. Su cuello estaba en
constante movimiento, como el de una serpiente. No era capaz de dejar los
hombros quietos. Se restregaba los brazos con ansia y no hacía más que
mirar al cielo, una y otra vez. Recuerdo que sonó el teléfono. Recuerdo que
mi madre se llevó la mano al pecho y la dejó ahí durante un rato muy largo.
La otra mano soltó el auricular. Se llevó ambas manos a la boca y apretó
fuerte, como para impedir que un grito se escapase de sus labios. El
auricular del teléfono se quedó colgando del cable, balanceándose de un
lado a otro, hasta que finalmente se detuvo.
Por último, tras respirar hondo unas cuantas veces, mi madre se acercó a
mí. Se arrodilló a mis pies y me tomó de las manos. Sus ojos eran dorados.
¿Siempre lo habían sido? Pestañeó con fuerza y recobraron su tono gris
habitual. Me dije que debían de haber sido imaginaciones mías. Mi madre
se llevó mis dedos a sus labios y me besó los nudillos uno a uno.
—Mamá se tiene que marchar —dijo entre besos—. Pero volveré. Es
importante que no olvides esto. Tu madre siempre regresará. Pase lo que
pase.
Sentí que las comisuras de la boca me comenzaban a temblar y que la
frente se me empezaba a arrugar, pero no me permití fruncir el ceño, a pesar
de sentir las ya conocidas punzadas en la tripa que precedían a la formación
del nudo que pronto me subiría hasta la garganta. Me costaba respirar.
Nadie me habló jamás de lo que había ocurrido cuando mi madre había
desaparecido y había vuelto a casa enferma y diminuta. Ni siquiera la tía
Marla, que no se callaba nada. Me resultaba desagradable toparme con ese
recuerdo y peligroso albergarlo, pero no tenía dónde ponerlo, no había
ninguna balda en mi mente donde poder archivarlo. Permaneció tabú y, por
ende, inclasificable, lo que significaba que tenía que llevarlo conmigo cada
día, a pesar de lo mucho que me dolía.
—Vale —dije.
Entrelacé las manos sobre mi regazo e intenté con todas mis fuerzas no
moverme. Quería que mi madre pensase que era una niña buena, a pesar de
que yo no las tenía todas conmigo.
Se ajustó el sombrero con un broche brillante y se abrochó el abrigo con
unos dedos ligeramente temblorosos. Antes de marcharse, se sentó junto a
mí.
—Dame la mano —me pidió.
Yo obedecí sin vacilar. Sus ojos eran grandes y refulgentes. Y dorados de
nuevo. Me dije que siempre habían sido de ese color. Me traté de convencer
de que jamás habían sido grises. Sentí un hormigueo inexplicable en la piel.
Mi madre metió la mano en el bolsillo de su delantal y de él sacó una
cuerda. Rodeó con ella mi muñeca y comenzó a atar un nudo. Incliné la
cabeza.
—¿Es una pulsera? —pregunté.
Mi madre sonrió. Su sonrisa relució ligeramente.
—Más o menos. Mira, yo también tengo una. —Señaló su propia
muñeca. Allí había un hilo que daba tres vueltas y estaba amarrado con un
intrincado nudo.
—Qué nudo tan bonito —dije, porque siempre estaba dispuesta a alabar
el talento de mi madre.
—A mí también me lo parece —asintió—. Los nudos son especiales.
Los matemáticos se pasan la vida estudiándolos. Un buen nudo requiere de
mucha entereza, y puede ser una fuerza imperturbable en un mundo tan
inestable como este. No te lo quites nunca, por favor.
Ya me lo quería quitar.
La mirada de mi madre se volvió afilada, y yo sabía que era mejor no
replicar.
—Lo digo en serio. No te lo quites jamás.
Me dijo que me pusiese a hacer los deberes y también me dio una pila de
papeles y lápices de colores para que dibujase hasta que regresara. Me dio
un último beso en la frente, cogió su bolso y salió a toda prisa, aunque antes
de cerrar la puerta a su espalda todo su cuerpo se estremeció dos veces. Yo
ya había terminado los deberes en clase y ya no me gustaba demasiado
dibujar, así que me dediqué a inventar problemas matemáticos en los que
había aviones que despegaban y trenes que abandonaban estaciones y
bancos de peces que se combinaban y se separaban para alterar sus
proporciones. Intenté que fuesen lo bastante complicados como para que
resultasen interesantes pero no tan enrevesados como para que no se
pudiesen resolver. No miré el reloj. No miré por la ventana para ver si venía
alguien. No levanté la vista del papel.
Al fin, cuando el sol comenzaba a descender hacia el horizonte, mi
madre regresó a casa. Llevaba a Beatrice colgada de la cadera. El pelo de
mi prima estaba cubierto de ceniza. Sus ojos estaban abiertos como platos y
sombríos, y se aferraba al vestido de mi madre con sus pequeños puñitos.
—¡Beatrice! —exclamé, dejando de lado los papeles y alzando los
brazos hacia mi persona favorita.
Mi madre me entregó a la niña, que se resistió, pero cedió. Miré hacia la
puerta.
—¿Dónde está la tía Marla? —pregunté.
La expresión de mi madre era completamente neutra.
—No tengo ni idea de quién me hablas.
Sacudí la cabeza de forma reflexiva.
—La tía Marla. ¿Dónde...?
—Esa persona no existe —zanjó mi madre—. Ahora llévate a tu
hermanita al salón y poneos a jugar. Tengo cosas que hacer.
—Pero Beatrice no es...
Mi madre alzó una mano. Inspiró lentamente por la nariz.
—Llévate a tu hermana —dijo lenta y enfáticamente— al salón y poneos
a jugar. —Cerró los ojos durante un momento y volvió a inspirar muy
despacio por la nariz—. Por favor —añadió. Otra pausa—. No volveré a
explicarlo.
Y no lo hizo. Me dio la espalda, se ajustó el delantal a la cintura y
empezó a preparar la cena. Beatrice daba pataditas y meneaba la mano. Me
hizo una pedorreta con la boca en el cuello.
—¿Mamá? —dijo, señalando la puerta.
—Sí, cariño —respondió mi madre sin prestarle mucha atención
mientras lavaba las patatas.
—¿Mamá? —repitió Beatrice, señalando esta vez a la ventana.
—Tu mamá está aquí. Siempre he estado aquí. —Me lanzó una mirada
significativa—. Id a jugar —me dijo—. Y que tu hermana no haga mucho
ruido, me está empezando a doler la cabeza.
Sus labios se contrajeron en una fina línea. Nos golpeó un pequeño
silencio, como una piedrecita que cae sobre el duro suelo de baldosa:
delicado, nítido, definitivo. No había más que hablar del tema.
Y desde ese momento, Beatrice fue mi hermana. Sucedió como por la
mera voluntad de mi madre. Era mi hermana. Siempre lo había sido.
Cualquier intento de decir lo contrario era claramente ridículo, e incluso
peor: insubordinado. No hubo ni discusión ni explicaciones. Mis preguntas
eran o bien interrumpidas o ignoradas o sancionadas. Desaparecieron todas
las fotografías de mi tía. Mi madre instaló una cuna y un cambiador en mi
cuarto y me informó de que siempre habían estado allí. Y punto.
La Dragonización Masiva de 1955 sucedió cuando yo tenía ocho años.
Entre ese momento y el de la muerte de mi madre, seis años después, jamás
contestó ninguna de mis preguntas; mantuvo los labios sellados hasta el
final. Cuando se le metía algo entre ceja y ceja, sabía llevarlo hasta el
último extremo.

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8

Vivíamos en un pueblo de Wisconsin que distaba unas dos horas en coche


de Milwaukee. Los hombres de mi barrio trabajaban en la fábrica de papel,
o en la de cristal, o en una de las fábricas pequeñas que producían objetos
que acabarían siendo utilizados en el montaje de coches o aviones o trenes.
Mi padre trabajaba en el banco. Mucho tiempo atrás, mi madre también lo
había hecho, antes de casarse, lo que —como decía mi padre a menudo—
era el objetivo final.
Solo que no lo era. Incluso entonces yo sabía que no lo era. Había
presenciado cómo mi tía se volvía menos ella misma después de casarse.
Surcos de frustración le horadaron la piel. Estaba pálida y distraída.
Trabajaba más que antes, durante más horas, porque ahora tenía más bocas
que alimentar, y una de ellas parecía obcecada en beberse cada céntimo que
entrase en la casa. De ese matrimonio sacó a Beatrice, pero poco más.
Mis padres dejaron de ir a la iglesia cuando mi tía... eso. Cuando mi tía
dejó de existir. No solicitaron el subsidio de la Fundación Madres Perdidas,
porque eso los obligaría a admitir que Marla había existido alguna vez.
Pidieron al cura que no incluyese su nombre en la letanía anual por las
madres desaparecidas, pero este se negó. Marla había pertenecido a la
congregación. Su nombre permaneció en la lista y, por consiguiente, mi
madre juró no volver a misa. Durante el resto de la primavera y el
subsiguiente verano, los domingos eran días de estasis. No hacíamos planes,
apenas hablábamos, incluso la casa parecía contener el aliento. No se me
había ocurrido pensar que mis padres solo iban a misa por la insistencia de
mi tía. Lo lógico era pensar que sería al revés. Pero tras la desaparición de
Marla, mi madre no veía el sentido a que toda la familia tuviese que
madrugar y acicalarse en domingo, y mi padre aceptó esa nueva rutina de
sentarse en el jardín trasero y leer el periódico en silencio sin ningún
problema.
Oficialmente seguíamos siendo miembros de la parroquia. Yo continué
yendo a la escuela parroquial y mi madre a las reuniones de la Junior
League, que tenían lugar en el sótano de la iglesia, y también acudía a
preparar sopa para los pobres y a repartir comida precocinada a los
confinados. También ofrecía su encaje de renombrada belleza para la
subasta navideña. Pero con la misa no podía. No sin...
Eso. Nadie podía decirlo.
Además, nos estábamos ajustando al aumento de la familia mientras
hacíamos como si no hubiese habido dicho aumento y, por lo tanto, no
necesitásemos ajustarnos a nada. Nos estábamos haciendo a la pérdida de
mi tía mientras negábamos que hubiese existido. Este tipo de cosas acaba
por agotar a uno.
Y mientras mi madre estaba ocupada no hablando y no explicando, yo
comenzaba a tener secretos propios.

Tres días antes del caos de la dragonización, mi tía vino a cenar por última
vez, aunque entonces no lo sabíamos. La acompañaron mi tío y Beatrice.
Antes de que esta fuese mi hermana.
(¿Qué estoy diciendo? Beatrice siempre ha sido mi hermana. Nunca no
lo ha sido. ¿Ves? Es muy fácil mentir. A veces, lo complicado es dejar de
hacerlo.)
En aquella ocasión, se estaba haciendo tarde, y mi padre y mi tío habían
salido al jardín a fumarse un puro. Era abril, pero por las noches aún
refrescaba y había humedad. Se pusieron las chaquetas de lana y unas
gruesas bufandas y aferraron sus cigarros. Tiritaban en la oscuridad entre
calada y calada.
Mi madre fregó los platos. Ella siempre estaba fregando los platos.
Beatrice estaba dormida en la cuna de viaje que habían montado en el salón.
Mi tía no solía ayudar a mi madre con los cacharros porque esta siempre la
reñía por hacerlo mal.
—¿Qué te parece si preparo a la niña para acostarse? Así te puedes
sentar y tomarte una copa cuando termines aquí —propuso mi tía.
Mi madre no respondió. En cambio, golpeó las cazuelas. Mi tía lo tomó
como un sí. Antes de subir al piso de arriba, mi tía cogió su bolso, un zurrón
militar de su etapa como piloto de la Armada. Se pasó la correa sobre el
hombro y me siguió escaleras arriba. Se quedó sentada a los pies de la cama
mientras yo me ponía el camisón, me cepillaba los dientes y me lavaba la
cara. Hojeó mis cuadernos (en los que solo había problemas matemáticos y
dibujos de naves espaciales que había copiado de los tebeos que mis
compañeros de colegio leían con fruición pero que a mí no se me permitía
tocar por razones que no comprendía). Examinó las estructuras que había
construido con palos de polo y cola (puentes y castillos y una catapulta), y
se percató de la papelera llena de muñecas relegada a un rincón. Me
arrodillé frente a ella y me cepilló el pelo una y otra vez, agarrando con el
puño mechón tras mechón mientras alisaba el cabello contra mi espalda. Ya
entonces deseaba tenerlo corto. A menudo le preguntaba a mi madre si
podría tener el pelo rizado y corto como mi tía, y ella siempre me
contestaba que mi melena era mi mejor rasgo y yo acababa llorando.
Mi tía me hizo dos trenzas apretadas. Me puso en pie y me miró a la
cara. Nos quedamos así durante un largo rato, mirándonos a los ojos,
mientras parecía intentar encontrar las palabras que comunicasen lo que
tenía que decirme. Yo ya sabía que no debía romper el silencio. Sabía que
no debía hablar si no me hablaban antes. Era una niña paciente que sabía
esperar mi turno.
Al fin:
—¿Sabes? —dijo. Se llevó las manos a la cara y se presionó sus rollizas
mejillas con los dedos—. Cuando yo era pequeña, tenía un escondrijo
secreto en mi cuarto, donde le ocultaba cosas a mi madre. Nada grave, ya
me entiendes. No era una niña traviesa, pero había ciertas cosas que eran
mías. No podía enseñárselas a mi madre porque eran solo para mí. ¿Me
comprendes?
—No —contesté.
Pero sí que lo entendía. Claro que sí. Llevaba tiempo escondiéndole
cosas a mi madre. Había descubierto cómo levantar un panel de madera del
interior del armario para meter cosas en la abertura que quedaba. Después
lo volvía a encajar en su sitio y parecía que jamás lo había tocado. Tenía
varias cosas allí escondidas. Nada grave. Yo tampoco era traviesa. Pero
tenía un cuaderno en el que dibujaba caricaturas grotescas de mis profesores
y de mis padres. También guardaba allí unas cartas que me había escrito una
niña que ya no iba a mi colegio y que eran muy importantes para mí de una
forma que me resultaba imposible identificar, pero sabía en lo más hondo de
mi ser que mi madre no lo comprendería, porque no querría y porque no
podría. También había dibujado autorretratos en los que aparecía con un
uniforme de generala, o pilotando un avión, o en traje de negocios, o con
cuerpo de caballo o de robot. Estas también me parecían subversivas y
privadas por razones inexplicables, pero ciertas de todas formas. No se las
iba a enseñar a nadie, ni siquiera a mi tía. Intenté mantener una expresión
neutra. Con mi madre siempre me funcionaba.
La boca de mi tía se curvó en una sonrisa.
—Mentirosa —dijo, y luego me besó en la frente—. Pero te quiero. Te
quiero muchísimo. Te voy a dar algo. No es nada malo, y no debes
preocuparte por ello. Es solo que no creo que tu madre lo comprenda. Pero
para mí es importante que lo tengas. ¿Lo entiendes?
Entrelacé los dedos y jugueteé con ellos. No sabía qué decir.
Mi tía me dio un apretoncito en el hombro. Metió la mano en su bolso y
sacó un fajo de cartas, atadas con un nudo intrincado. Y también un folleto
titulado «Datos básicos sobre las dragonas: una explicación médica». Y un
álbum de fotos en cuya portada aparecían tres mujeres uniformadas que se
abrazaban por la cintura. Mi tía estaba en el medio. Llevaba el pelo largo,
recogido en un moño apresurado. Su cabeza reposaba en el hombro de una
de las mujeres. Todas parecían inmensamente felices.
Puso las tres cosas sobre mi cama. Yo me las quedé mirando. Mi tía se
levantó y se dirigió a la puerta. Se detuvo.
—¿Qué tengo que hacer yo con esto? —pregunté.
Mi tía se encogió de hombros.
—Tal vez nada. Quizá sea inútil. Pero pase lo que pase durante los
próximos días, quiero que estas cosas estén en tu poder. Hay cosas de las
que cuesta mucho hablar, y el mundo entero cierra el pico y hacen como si
no fueran gran cosa. O como si no hubiera pasado nada. Pero tal vez eso sea
un error. Solo porque la gente se niegue a mencionar algo, no significa que
sea menos real o menos importante.
—¿Quieres que lo lea? —Fruncí el ceño para señalar el librito.
Tenía dos imágenes en la cubierta. Una era una forma que jamás había
visto en mi vida pero que ahora sé que es la silueta del sistema reproductor
femenino. La otra era el mismo dibujo transformado y rellenado para
formar una cara de dragón. En la parte inferior ponía «Investigación y
redacción a cargo de un médico que desea mantener el anonimato». Justo
debajo, alguien había escrito a mano: «También conocido como el doctor
Henry Gantz». Parecía la letra de mi tía. Yo no tenía ni idea de quién era ese
tal doctor Gantz. De todas formas, el libro no parecía demasiado
interesante.
—O sea, ¿tengo que leerlo?
La tía Marla sonrió.
—Eso depende de ti. Puedes leer el libro o las cartas, o mirar los dibujos
o jamás volver a posar los ojos sobre ninguna de estas cosas. Hay una carta
para ti ahí, pero también eres libre de ignorarla. No te pienso obligar a nada.
Lo único que... —Hizo una pausa. Su mirada se desvió hacia la ventana.
Durante un momento, la luz de la luna iluminó su cara, y sus ojos reflejaron
el cielo. Me rodeó con los brazos y me estrujó con cariño—. Estos objetos
son importantes para mí, y quiero que estén en un lugar seguro. No tienes
que volver a pensar en ellos si no quieres. De verdad. Me basta con saber
que los tienes. ¿Tiene sentido eso?
—Sí —dije, a pesar de que no se lo veía.
Me abrazó una última vez y noté que le temblaban el pecho y los
hombros. Se separó de mí y sonrió, pero tenía los ojos húmedos. No dijo
nada más.
Y con eso, cerró la puerta.
Deslicé el librito y las fotos y el fajo de cartas en mi escondrijo del
armario y volví a colocar el panel.
Nunca, jamás, se lo conté a mi madre. Ni siquiera después de las sirenas
y los incendios. Ni cuando tuvimos que fijar la vista en el suelo mientras
enormes sombras cruzaban el asfalto. Ni siquiera cuando llegó con Beatrice
con el vestido cubierto de cenizas y el pelo apestando a humo. Los tesoros
de mi tía se quedaron donde estaban, sin leer, sin tocar, sin nombrar.
No era mi primer secreto. Y no fue el último. Pero era el más grande. Y
lo sigue siendo.

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9

A pesar de que mi madre tenía aversión a las conversaciones difíciles, el


país atravesó una corta y poco profunda fase de análisis de lo que había
ocurrido. Fue complicado, dado que se asumía que los dragones pertenecían
al género femenino y la Dragonización Masiva parecía guardar relación con
algo tan íntimo como la maternidad. La vergüenza, según parece, es más
potente que la información. Y es también la enemiga de la verdad.
Pero el alcance y las cifras de la Dragonización Masiva de 1955, y el
impacto en el censo, en la fuerza de trabajo, en la economía y en la
estructura familiar provocó una conversación a nivel nacional, aunque esta
fue breve, incómoda y bastante imprecisa. En el colegio, tras una ligera
resistencia por parte del personal, tuvimos que incorporar al plan de
estudios un tema especial diseñado por el Departamento de Salud,
Educación y Bienestar que fue obligatorio para todos los colegios, tanto
religiosos como laicos. Dicho tema, sin embargo, sufrió importantes
revisiones durante los siguientes dieciocho meses, lo que supuso que
tuviésemos que deshacernos de los libros de texto cada poco (de hecho, los
teníamos que quemar) para cambiarlos por copias más actualizadas hasta
que esas también acababan por quedar desfasadas. En las primeras caóticas
semanas tras la Dragonización Masiva, la hermana Margareta, mi profesora
de tercero, nos transmitió la primera versión aceptada de los hechos: que los
dragones, que o bien habían escapado del infierno o bien habían sido
liberados de sus puertas demoníacas por siniestras fuerzas de la eterna lucha
oculta entre el bien y el mal (los rusos, probablemente), habían devorado
una cierta cantidad de madres estadounidenses por causas que aún no se
conocían. Y que probablemente no se pudieran llegar a conocer. Porque, al
fin y al cabo, ¿quién es el guapo que puede razonar con un dragón? Todo
esto no se atenía a la verdad ni por lo más remoto, claro está, pero la
mayoría de la gente estaba aún tratando de comprender los hechos: los
edificios en llamas, los maridos devorados, las casas medio derruidas y los
niños huérfanos llorando por las calles. Los presentadores del telediario
trataron de explicarlo lo mejor que pudieron, y una vez más fueron los
reporteros, siempre firmes y pacientes, quienes ayudaron al país entero a
aceptar estos acontecimientos tan complicados.
Había personas en el Departamento de Salud, Educación y Bienestar, e
incluso en el Congreso, que habrían preferido que el público creyese en lo
que más tarde se denominó teoría de la devoración, ya que obviaba el
porqué del asunto. Yo creo, incluso ahora (sobre todo ahora), que si la
dragonización hubiese sido de menor alcance, se habría hecho un mayor
esfuerzo por reprimir la información y una campaña más robusta de
desinformación en esos primeros días. Al fin y al cabo, ya les había
funcionado en el pasado. Pero a cualquier organización propagandística, por
muy avanzada que sea, le resulta complicado contrarrestar la fuerza de
millones de testigos oculares. Por eso emborronar los hechos, ya algo
inexactos y descontextualizados, fue la mejor opción.
Al final del año escolar, cuando cursaba cuarto (un poco más de un año
después del acontecimiento), las noticias y los libros de texto y los
consternados profesores habían, al fin, alcanzado una explicación
congruente de lo que había sucedido en la Dragonización Masiva. En
concreto, fue esto: que un día, una tarde perfectamente normal de abril,
exactamente 642.987 mujeres no fueron devoradas por dragones, como se
había informado en un principio, sino que se habían convertido en
dragonas. Todas a un tiempo. En masa. Y entonces lo habían dejado todo
atrás: bebés en carricoches y asados en el horno y colada a medio tender.
Hubo algunas devoraciones en las horas posteriores a la transformación,
cuando las dragonas, aún impactadas por la transmutación, y todavía
aclimatándose a las nuevas necesidades y modificaciones de un cuerpo que
de repente se había vuelto enorme y afilado y brillante, quizá se habían
pasado de la raya. No devoraron ni a bebés ni a niños, a pesar de que los
televangelistas lo predicaron en su día y aún lo predican ahora. Sin
embargo, más de seis mil maridos acabaron devorados, y otros dieciocho
mil sufrieron graves quemaduras al incendiarse sus oficinas. Entre las
víctimas también se contaban: 552 ginecólogos; más de seis mil pastores,
ministros, rabinos, imanes y curas de diferentes denominaciones; varias
docenas de monitores juveniles; veintisiete asociaciones de padres y
profesores en pleno, en nueve estados diferentes; y docenas de encargados
de oficinas, capataces de fábricas, políticos y detectives de la policía (así es
como se descubrió que las dragonas ostentaban una piel a prueba de balas),
por no mencionar una cantidad considerable de profesores y orientadores
escolares jubilados.
Y luego, de pronto, las dragonas se fueron.
Muchas se dirigieron a las montañas, con una marcada preferencia por
los Alpes (el turismo jamás se recuperó). Una gran cantidad se instaló en el
océano. Rara vez salían en las noticias, excepto cuando, ocasionalmente, se
topaban con submarinos y radares, pues según parece las dragonas estaban,
y aún siguen, intentado proteger las manadas de ballenas azules. Hubo
dragonas que crearon comunas en islas deshabitadas, y otras que se
asentaron en la Antártida, dragonas que construyeron tranquilos hogares en
la selva y otras que se lanzaron a la exploración del cosmos.
Hubo algunas que intentaron mantener las apariencias, reticentes a dejar
sus casas y a sus maridos mientras sus hermanas escapaban volando.
Trataron de volver a enfundarse los delantales y los guantes de horno, de
atarearse con la colada y las camas y de preparar la cena hasta que sus
esposos regresaban a casa al final de la jornada laboral. Las tareas del
hogar, como es lógico, no resultaban sencillas de realizar dado su abultado
tamaño y sus garras afiladas, así como el hecho de que escupieran llamas
cada vez que tenían hipo o que soltaban un eructo. A pesar de todo,
persistieron y dieron la bienvenida a sus maridos con el maquillaje recién
aplicado y con una comida casera y un tentativo: «¿Qué tal te ha ido el día,
cariño?», como de costumbre.
Por desgracia, las dragonas que obraron así eran el tipo de esposas que se
casaban con el tipo de maridos a quienes no les agradaban los grandes
cambios en su rutina. Los hombres que reaccionaron a la dragonización con
gritos y reproches, como era de esperar, no duraron mucho. De todas
formas, hubo algunos que consiguieron mantener el tono de voz suave y
agradable, y les dijeron a sus mujeres con tono tierno que lo comprendían, y
que superarían este y todos los demás escollos de su matrimonio, y que
seguían estando muy enamorados de ellas. Y la verdad es que esos maridos
pusieron todo de su parte. No obstante, a pesar del esfuerzo, sus mujeres
dragonas no estaban hechas para la vida de amas de casa. La vida que
llevaban ya nos las complacía. Desviaban la mirada hacia otro lado, más
allá de la casa, del jardín, de las tareas diarias de lavar y planchar y
mantener las apariencias. Se dieron cuenta de que su visión se había
ensanchado y ahora abarcaba todo el cielo, y más allá. Y cuanto más
miraban, más ansiaban, y cuanto más ansiaban, más planeaban, y al final
llegó el día en el que los maridos llegaron a casa para encontrarse la cena en
el horno, varias comidas en el congelador y una nota en la mesa del
comedor, algo chamuscada, que decía: «Gracias por haberlo intentado, mi
amor, pero ambos sabíamos que no iba a funcionar».
Los maridos buscaron a sus mujeres dragonas, pero fue en vano. No iban
a regresar.
Dicho todo esto, la Dragonización Masiva de 1955 fue un desastre de
proporciones inimaginables, y puso al país entero, por un momento, de
rodillas, en un estado de pérdida y confusión y dolor. Muy poca gente podía
decir que no conocía a alguna familia que no hubiese sufrido una
transformación. No existía un precedente para un duelo nacional de esta
escala, y como consecuencia no hubo ni una sola respuesta —ni a nivel
nacional ni regional, ni siquiera familiar— que fuese honesta, ni útil ni
amable. Era una pérdida de magnitudes impronunciables. Y muchos
decidieron no mencionarla jamás.
Como, por ejemplo, mi madre. Nunca volvió a pronunciar el nombre de
su hermana. Ni una sola vez. Tampoco hablaba de su cuñado. Desaparecido.
Probablemente devorado. No comentó ningún aspecto de la dragonización.
Y mi padre parecía no ver la necesidad de decir nada que no fuese: «No
hagáis tanto ruido» o «¿Dónde están mis calcetines?». También vendió el
televisor y derramó café «accidentalmente» sobre la radio. Tiraba los
periódicos en cuanto mi padre terminaba de leerlos y a mí no se me
permitía ni tocarlos. Mi casa era un vacío de información y explicaciones.
La verdad, el contexto, lo tenía que descubrir por mí misma.

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10

Cargamos con recuerdos que no son nuestros.


O tal vez solo sea yo. Cargo con recuerdos que no son míos. Esto debería
ser imposible. Y sin embargo...
Mi tía Marla fue, durante mi primera infancia, una figura imponente. Era
ligeramente más alta que mi padre cuando llevaba puestas sus botas de
tacón bajo y, antes de su transformación y subsecuente desaparición,
ocupaba más espacio que cualquier otro adulto al que conociera. La
recuerdo con pantalones anchos y una blusa sin mangas amarrada a la
cintura, haciéndose visera con una mano de dedos largos para seguir la
trayectoria de un avión que atravesaba el cielo. Tenía la mandíbula afilada y
unos ojos amplios y penetrantes. Era musculosa y muy rápida con las
manos, y tenía una gran habilidad para saber cómo había que montar
cualquier cosa.
Me quería, y también a Beatrice, pero creo que a la que más quería era a
mi madre. Puede que ella siempre hubiese acaparado el amor del corazón de
mi tía. Era la niña de sus ojos del corazón.
Según he tenido a bien entender, mi tía casi dragoniza en el trabajo.
Llevaba todo el día sintiendo que se acercaba la transformación.
Marla era la única mujer del taller mecánico. Su jefe, un hombre sucio y
encorvado que tenía una risa nerviosa muy característica, había intentado
despedirla unas dos docenas de veces para darle ese puesto a un padre de
familia. Pero siempre le suplicaba que volviese, con la gorra llena de aceite
en las manos, porque sin ella el taller se caía a pedazos.
(Además, todos conocían la historia de mi tío. Su racha de despidos. Su
amor por la botella. Decidieron que mi tía era tan padre de familia como
cualquiera.)
El día de la Dragonización Masiva, mi tía se sentó en una silla de madera
en la salita de los trabajadores completamente doblada sobre sí misma, con
el pecho apretado contra las piernas. Se agarró los tobillos con las manos y
apretó fuerte. Intentó recuperarse. Según cuentan los testigos, llevaba una
fotografía en la mano, hasta que quedó arrugada y húmeda por el sudor de
sus palmas. Era un retrato en el que aparecíamos mi madre, Beatrice y yo
sentadas en el sofá de mi casa. Normalmente la tenía en un marco en su
casillero, pero uno de sus compañeros de trabajo —Earl Kotke, un
borracho, de eso no cabe duda, pero un tío decente y bastante perspicaz—
dijo que la vio sacarla del marco y guardársela en el bolsillo. La vio sacarla
de vez en cuando para llevársela al corazón. La vio acariciar, una y otra vez,
nuestras caras con el pulgar.
No fue hasta muchos años más tarde que me atreví a localizar a sus
compañeros de trabajo —los que seguían con vida, claro está— para
preguntarles qué había pasado. Al haber pasado tanto tiempo, a muchos les
costó poner palabras a su sentimiento de pérdida. Sus corazones estaban
demasiado rotos. Adoraban a Marla, como todo el mundo. Muchos se
limitaron a enterrar la cara en sus manos callosas y llorar.
Transcribí todas y cada una de esas conversaciones. Soy una científica,
al fin y al cabo, y sé que los datos son de suma importancia. Las entrevistas
se van un poco por las ramas, y en ocasiones se contradicen, pero el hecho
clave que me revelan es el siguiente: alrededor de la una de la tarde, Marla
sacó la plataforma de debajo de una vieja camioneta, dejó sus herramientas
bien ordenadas en el suelo y se llevó las manos al corazón durante unos
instantes. Luego miró a su jefe y dijo: «Os podéis quedar con lo que
queráis, chicos. No lo voy a necesitar más». Y luego salió por la puerta.
Los hombres no lo comprendieron. «Supusimos que tenía que ver con
cosas de mujeres y que ya volvería», dijo su jefe, Arne Holfenson, cuando
lo entrevistaron para la única noticia que se publicó en el periódico local.
Lo que me contó a mí años después fue lo siguiente: «Cuando vi su mirada,
recé a Dios para que regresase, le rogué con todas mis fuerzas para que
volviese al taller. Pero no lo hizo. Incluso ahora, después de tantos años,
sigo machacándome por no pedirle que se quedara. A lo mejor lo habría
hecho si se lo hubiésemos pedido. O tal vez la hubiera confundido y nos
hubiese devorado a nosotros en lugar de al idiota de su marido. De todas
formas, me gustaría haberle dicho lo mucho que deseábamos que se
quedase con nosotros».
Hoy por hoy, sigo siendo capaz de ver a mi tía en aquel momento. La
veo decidir dejar su coche en el trabajo, caminar por las calles en dirección
a su casa. La veo detenerse, mirar sin inmutarse cómo ardía una casa, y
otra, o cómo un malhadado marido salía corriendo por el jardín hasta la
acera con la parte trasera de los pantalones carbonizada y humeante
mientras una dragona con cara de pocos amigos lo seguía volando por el
medio de la carretera.
La veo llegar a casa.
La veo despachar a la canguro e informarla con amabilidad de que no
hará falta que vuelva.
La veo tomar a Beatrice en brazos y acunarla para que se duerma, inhalar
el dulce aroma de su cabecita de bebé cada vez que le besaba la coronilla.
Yo no estaba presente. Por supuesto que no. Pero lo he visto. Lo he
sentido. En mi mente. En sueños. Y en los lugares secretos de mi cabeza
por donde a menudo vagabundean los ojos. Ese recuerdo no es mío. Y sin
embargo, lo es.
En este recuerdo no recordado, veo a mi tía junto a la cuna, separando
los dedos de los rizos húmedos de Beatrice y luego cerrando la puerta de su
cuarto para alejarse de puntillas por el pasillo. La veo detenerse en el salón.
Llevarse las manos al pecho. Alzar la cara hacia la ventana. Quitarse las
botas de hombre. Deshacerse del mono de trabajo. Retirarse la ropa interior.
Despojarse de su piel. Evadirse de su vida. Recibir a su marido con garras
afiladas y dientes puntiagudos y un fuego refinado antes de alzar el vuelo.
Quería a mi tía.
No pude llorarla.
Y luego no tenía tía alguna.
Mi primita, Beatrice...
Perdón, me he equivocado.
Mi hermana siempre había sido mi hermana. No tengo primos, igual que
no tengo tía ni un tío devorado.
¿Ves? Mentir es fácil. Cuando estamos despiertos, claro está.
En cambio, por la noche mis sueños son incapaces de ignorar la verdad.
En cada sueño veía a mi tía dragonizada, viviendo con otras de su misma
especie en el mar, o en las montañas, o en la selva, o en la Luna. A veces
soñaba que era una de las dragonas que habían alzado el vuelo y
continuaban viajando por los confines del universo, tragándose el cosmos
con las pupilas.
Beatrice no lo sabía. Mi madre nunca se lo dijo. Y, de todas formas, daba
igual. «Beatrice y yo somos hermanas», le decía a quien me quisiera
escuchar.
«Siempre hemos sido hermanas.
»Y siempre lo seremos.
»Y ya está.»

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BETHESDA, MARYLAND
DEPARTAMENTO DE POLICÍA
DIVISIÓN: ______ PATRULLA: _______
AGENTE(S): N. Scofield y B. Martínez
FECHA DEL INFORME: 15/06/1957 HORA: 10.25

Recibimos un aviso del número 309 de Marigold Lane relacionado con


una orden judicial expedida esa misma mañana. El agente que suscribe
entabló contacto con dos individuos, un varón y una mujer, ambos no
residentes y con un atuendo de estética beatnik. Los individuos intentaron
evitar que los agentes entrasen en el inmueble y huyeron tras un breve
altercado. Al entrar, el agente observó varias cajas llenas de documentos
desordenados y algunas estanterías vacías. Se desconoce por el momento
cuánto material se había evacuado. Seis individuos jóvenes, supuestamente
estudiantes, trataron de posicionarse entre los agentes y las cajas restantes.
El agente que suscribe trabó contacto con el doctor Henry Gantz, un médico
exempleado del Hospital Universitario Johns Hopkins. Es una persona de
interés para el departamento y ha sido interrogado en numerosas ocasiones.
Los agentes informaron al doctor Gantz acerca de la orden judicial, que les
daba permiso para incautarse de pruebas. Varios jóvenes protestaron y se
presentaron como una amenaza para los agentes, pero la situación fue
solucionada por otro individuo, una mujer mayor de nombre Helen
Gyzinska, que se identificó como una bibliotecaria de Wisconsin. Tras
recibir la orden de la señora Gyzinska, los jóvenes desocuparon el inmueble
sin incidentes. Los agentes procedieron a recolectar el material que
encontraron en la estancia para usarlo como pruebas y a arrestar al doctor
Gantz por posesión y distribución de material obsceno. La bibliotecaria se
negó a abandonar el inmueble y los agentes se vieron obligados a arrestarla.
Rechazó atenerse a su derecho de permanecer en silencio y solicitó que las
siguientes declaraciones figurasen en el informe: «La biología, la
investigación y los hechos no son obscenos, caballeros, y se presentan
ustedes como grandes ignorantes al tratar de tildar la búsqueda de la verdad
como un hecho indecente. Lo único más obsceno que la ignorancia es el
desconocimiento deliberado. Arréstense a ustedes mismos».

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11

La vida siguió y de repente me vi en quinto curso. Para el resto del mundo,


mi familia era de lo más normal, nuclear y completamente intacta: una
madre, un padre y dos niñas pequeñas.
Nadie mencionó nunca a mi tía. Era inmencionable. En cambio,
admiraban los detalles de los vestidos que mi madre nos cosía con amor a
Beatrice y a mí, y las chaquetas que nos tricotaba a mano. Admiraban la
delicadeza y la hermosura de mi madre: su piel pálida, sus labios carmesíes,
su figura, tan ligera que parecía que fuese a salir volando con una corriente
de aire. Admiraban sus sombreros, decorados con encaje casero y con flores
de macramé, y el pulido de sus zapatos. Admiraban a mi padre como figura
adusta y como proveedor estable de la familia. Admiraban las caléndulas
que mi madre había plantado en filas perfectamente rectas a ambos lados
del camino de entrada, y los rosales meticulosamente podados para que
encajasen bajo las ventanas. Fuera de casa, mi madre sonreía y mi padre
sonreía, y Beatrice y yo aprendimos a irradiar felicidad cuando poníamos la
mente en blanco. Mis padres jamás se sonreían cuando estábamos en casa.
De hecho, no recuerdo que se hablasen demasiado. A no ser que fuera
estrictamente necesario.
El resto del mundo cambió, otra vez. Ya había pasado bastante tiempo
desde la Dragonización Masiva como para que mencionar a las dragonas
fuese, una vez más, tabú, un tema vedado en una conversación educada. Y
no solo en mi casa. Hablar de las dragonas se evitaba en cualquier contexto.
Era preferible presentarse en la iglesia en ropa interior o charlar sobre la
menstruación con el cartero o comentar temas sexuales en la radio.
Simplemente no se hacía.
Cuando quedó claro que la Dragonización Masiva no había sido causada
por fuerzas siniestras (los rusos, el Ejército rojo chino, trotskistas
radicalizados que habían escapado de las garras del senador McCarthy, y
demás), sino que, en realidad, parecía un proceso biológico que afectaba a
ciertas mujeres (aunque aún no se sabía a ciencia cierta a cuántas), las
conversaciones sobre dragonas o dragonizaciones o las consideraciones
prácticas de la vida en un mundo posdragonizado se volvieron más...,
bueno, vergonzantes.
Los adultos se sonrojaban cuando los niños levantaban la mano para
formular preguntas sobre el tema.
El tema de las dragonas de pronto se desvaneció de los noticieros
vespertinos.
A finales de septiembre de ese año, mi profesora, sor San Esteban
Mártir, nos informó de que vendría un invitado a clase. Se trataba del doctor
Angus Ferguson, un hombre de poblada barba y ojos grises y apagados que
vestía una chaqueta de lana larga y gruesa a pesar de que hacía bastante
calor. Llevaba un maletín de médico en una mano y una carpeta de cuero en
la otra, que pronto descubriríamos que estaba llena de ayudas visuales. Le
dedicó a mi profesora una breve reverencia y procedió a mirar justo por
encima de nuestras cabezas, evitando nuestros ojos.
Nos dividieron en dos filas, una para las niñas y otra para los niños.
Mientras los niños hablaban con el visitante, a las niñas nos llevaron al aula
de labores del hogar, donde nos dedicamos a terminar el organizador de
escritorio. Para ello teníamos que construir robustas cajas de contrachapado
y coserles una cubierta de tela y colocarlas en una bandejita adorable. Una
caja cuadrada para los clips y otra rectangular para los lápices y una más
amplia para objetos más grandes, como tijeras y transportadores y demás.
Nos habían indicado que debíamos hacer dos: una para nosotras y otra para
un «amigo». En este caso, el amigo en cuestión era un compañero de clase.
A cada una nos habían asignado un niño para el que trabajar. Era nuestro
amigo designado. Ya ni me acuerdo de quién me había tocado a mí. Lo que
sí sé es que lo hice mal a propósito.
Cuando el visitante terminó de darles la charla a los niños, entramos
nosotras al aula. Nuestros compañeros se pusieron en fila para salir. Tenían
las caras rojas como piruletas, y no eran capaces de mirarnos a los ojos.
Uno incluso se estremeció. Y otro se tapó la boca para reírse.
—Ya basta, caballeros —dijo el doctor Ferguson, que continuaba
inmóvil al frente de la clase.
Los niños se tranquilizaron y comenzaron a salir.
Asumí que a ellos también se los llevarían al aula de labores del hogar.
Me equivoqué. Los sacaron al patio. «Para liberar energías», dijo sor San
Esteban Mártir al pastorearlos hacia fuera.
Nos sentamos en nuestros pupitres y entrelazamos las manos, como nos
habían enseñado. El visitante no dijo nada. Estaba esperando a que
regresase nuestra profesora. Sabíamos que no debíamos hablar si no se nos
dirigía la palabra. Al fin, sor San Esteban Mártir entró en el aula.
—Gracias por su paciencia —se disculpó. Con el doctor, no con
nosotras.
El hombre asintió con la cabeza una sola vez y dirigió su vista hacia la
clase.
—Ah, sí —dijo la profesora, de nuevo azorada—. Señoritas, hoy vamos
a hablar de higiene femenina. El doctor Angus Ferguson es uno de los
especialistas más reputados de la región. Su perspectiva es muy especial,
puesto que no solo es doctor en Medicina, sino también en Filosofía. Esto
nos permitirá tratar el tema desde un punto de vista práctico, pero también
hablar de las consideraciones éticas con las que estáis a punto de
enfrentaros.
Sor San Esteban Mártir hizo una pausa y se aclaró la garganta. Se llevó
la mano al velo en un gesto instintivo. Frunció el ceño y continuó.
—Seguro que algunas habréis oído hablar de los... cambios. Otras
sentiréis curiosidad por... otros cambios.
Titubeó, se sonrojó y luego, mediante pura fuerza de voluntad, alejó el
rubor de sus mejillas y lo convirtió en una expresión adusta. Asintió con
firmeza mientras su cara retomaba el color de la avena y el mundo volvió a
su rumbo habitual.
Mis compañeras y yo, aún con las manos entrelazadas sobre nuestros
pupitres, intercambiamos miradas confusas. No se nos había indicado que
pudiéramos levantar la mano. Pero yo tenía preguntas. La confusión se
acumuló en el aula como los gases del tubo de escape en un garaje cerrado.
Una de las cosas que me había enseñado mi tía era que eso te podía matar.
Alcé la mano, ya que nadie parecía tener intención de hacerlo. Sor San
Esteban Mártir y el invitado barbudo intercambiaron una mirada sombría.
Levanté la mano un poco más. La profesora se encogió de hombros y me
señaló.
—Sí, Alexandra —dijo con resignación.
—Alex —la corregí.
Cerró los ojos durante un segundo e inspiró lentamente a través de la
nariz.
—Alexandra, ¿qué es lo que querías preguntar?
—Bueno —comencé. Me aclaré la garganta—. He oído que muchas
niñas se empiezan a poner... implementos cuando están en quinto, así que
me alegra que por fin vayamos a...
—No más preguntas por ahora —me cortó sor San Esteban Mártir.
—Solo quería saber qué clase de cambios se van a tratar. Si se trata de
los cambios propios de la edad o..., bueno..., los otros cambios. Los que
pueden destrozar casas. Porque, sabe usted...
—YA BASTA.
Las mejillas de sor San Esteban Mártir se pusieron de color escarlata.
Esperaba que se persignara, pero no lo hizo.
—La que se ría se ganará un castigo de cuatro días. La que interrumpa
quedará expulsada. Y a la que se le ocurra hacer comentarios obscenos —
me lanzó una mirada— se granjeará una llamada a sus padres para
concertar una reunión con ellos a la que asistiremos yo misma, el doctor
Ferguson, el señor Alphonse y puede que incluso el padre Anderson —
incidió mucho en esa última parte—. Ante la duda, sacad el rosario y rezad
una o dos décadas para reflexionar largo y tendido antes de hablar. Seguro
que agradecéis no haber dicho la tontería que se os había pasado por la
cabeza. Y que no se os olvide agradecerle a la Virgen que haya evitado que
quedarais como unas bobas delante de todo el mundo. Ahora, doctor, tiene
usted la palabra. —Señaló el estrado y se dirigió al fondo del aula.
Los siguientes cincuenta minutos están borrosos en mi mente. Aún
conservo la libreta que usé aquel día y todos los apuntes que tomé. Incluso
entonces era una alumna brillante. Incluso entonces se me daban muy bien
los dictados.
Nos habló largo y tendido de la polinización.
—Ya comprendéis la relación entre las dos cosas —dijo el buen doctor.
No la comprendimos.
Nos instruyó en la germinación de semillas. Aprendimos la función de
las flores en el ciclo de la vida de una planta. Nos enumeró las intrincadas y
privadas partes de una flor: el valeroso estambre, cuyos filamentos se
alzaban firmes como soldados, y el lúgubre mundo del pistilo, el pegajoso y
seductor agujero de lo que se conocía como el estigma, que a mis oídos de
niña de quinto ya le sonó un poco demasiado obvio, la verdad. Nos habló de
la metamorfosis en el mundo natural: los renacuajos que se convierten en
rana y los leptocéfalos que acaban siendo anguilas, las larvas que se
convierten en mariquitas y las orugas que serán mariposas. Nos mostró
imágenes de esqueletos de animales y complejos diagramas del sistema
endocrino y una sola representación del aparato reproductor femenino. Me
acordé de la portada del folleto que seguía oculto en mi armario, en la que
aparecía un útero con sus dos ovarios superpuesto sobre una cara de
dragona. Aún no lo había leído. No tenía claro si lo iba a hacer.
El doctor cerró los ojos durante un instante. Alzó la mano. Mucho más
tarde descubrí que en 1955 también él había regresado a una casa
destrozada por una dragona. También supe que en la puerta de entrada le
había dejado un mensaje grabado a fuego para que todo el mundo lo viese.
Rezaba ME PLANTEÉ COMERTE, PERO NO QUERÍA ARRIESGARME A QUE ME
RESULTASES INDIGESTO. GRACIAS POR NADA. Todo el mundo hizo como si no
existiera. El barrio entero evitó mirarlo. Pero todos lo vieron.
—Señoritas, permítanme que les haga una pregunta: ¿recuerda la
mariposa su vida de oruga, cuando era feliz en las hojas del árbol que la
amaba? Probablemente no. ¿Recuerda la rana su existencia como renacuajo,
nadando despreocupadamente en la zona más calma de la charca bajo la
protección amable de los machos centinelas? Seguramente tampoco. Se
transforman sin pensar y se lanzan a las fauces de las crueles cigüeñas y de
los halcones, y, para ser sinceros, la mayoría acaba muriendo. En la
naturaleza, la vida de un individuo no vale mucho y la metamorfosis es una
fuerza inexorable. Una oruga no puede negarse a convertirse en mariposa
de la misma forma que no tiene la capacidad de decidir cruzar el canal de la
Mancha a nado ni correr una maratón. Está a merced de la biología. Pero
vosotras no. Los datos científicos no son demasiado claros de momento,
pero creemos que los cambios a los que me refiero son tan biológicos como
voluntarios. Las pruebas nos hacen creer que es una metamorfosis elegida.
Y si ese fuera el caso, les ruego que tengan prudencia al elegir. No se lo
tomen a la ligera. La maldad adopta muchas formas, unas más obvias que
otras. No creo que haya lugar a abrir una ronda de preguntas. Sé que me he
explicado bien.
No teníamos ni idea de lo que nos estaba hablando.
Un rato después, los niños regresaron al aula y dimos la clase de
Matemáticas. Cuando nos levantamos para ir a Gimnasia, Mary Frances
Lozinsky, la niña que se sentaba a mi lado, descubrió que la parte trasera de
su falda estaba cubierta con sangre espesa y oscura. Chilló, las niñas que la
rodeaban gritaron, y el niño que se sentaba detrás de ella se desmayó. Sor
San Esteban Mártir acudió al lado de Mary Frances, le rodeó los hombros
con el brazo y se la llevó afuera mientras le hablaba en calmados susurros.
Al día siguiente Mary Frances caminaba de forma extraña. No nos miraba a
los ojos. Comentó algo sobre un cinturón, pero no dio muchas más
explicaciones. Al otro día, tenía seis granos enormes en la cara.
Mary Frances había cambiado. Era evidente. Pero seguía siendo Mary
Frances y era capaz de recordar a la Mary Frances que había sido. Al
contrario que la oruga del doctor Ferguson, no se había olvidado a sí
misma, ni su vida anterior al cambio. El doctor se había equivocado en eso.
¿En qué más se habría confundido? Y entonces, a pesar de que nos parecía
imposible, Mary Frances siguió cambiando. Empezó a quejarse de las tiras
del sujetador. Olía distinto. Le salían granos en la cara de vez en cuando y,
cada tres o cuatro semanas, le salían ojeras. Empezó a maquillarse y a
meterse en líos por llevarlo. Le salió una sombra oscura y velluda sobre el
labio superior. El cuerpo comenzó a ensanchársele hasta que la blusa del
uniforme ya no fue capaz de estirarse más y las costuras parecían incapaces
de contenerla. Los niños la seguían por los pasillos como patitos detrás de
la mamá pata.
Cada día cambiaba un poco más, se alejaba de la Mary Frances a la que
creíamos conocer y se acercaba a la Mary Frances a la que conoceríamos.
Y sabíamos sin lugar a dudas que no había sido elección suya.

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12

Tras el impacto de la metamorfosis de Mary Frances, el resto de las niñas


de mi clase tuvimos nuestra primera regla en los siguientes dos años, una
tras otra. Aprendimos a anticiparnos, a dirigir a nuestras compañeras
primerizas al baño cuando llegaba el momento, a amarrar un jersey a la
cintura de la persona a la que le aparecía una mancha oscura en la parte de
atrás de la falda. Empezamos a llevar bolso y a meter material de sobra para
poder asistir a una amiga en apuros. Teníamos aspirinas, chicles e incluso
un paquete de pañuelos de papel. Nos cuidábamos entre nosotras. Incluso
aunque no fuésemos amigas. Descubrimos que esto no tenía que ver con la
amistad, era algo más profundo, más antiguo, más importante. Sabíamos
que toda niña —daba igual cuántas hubiesen pasado por lo mismo antes—
pasaba un tiempo impactada tras el cambio. A causa del dolor. De la
cantidad de sangre roja. Del asalto inexorable, mes tras mes, tanto si querías
como si no. Sabíamos que ese impacto requería cuidados y comprensión.
A mí me sucedió en el colegio, justo al final de sexto. Dos compañeras
me llevaron al lavabo con mucho tiento y comprensión, hablándome en voz
baja y calmada, y me ayudaron a limpiarme. Ni habían sido mis amigas
antes de ese momento ni lo fueron después. Jamás me senté con ellas en el
comedor ni me invitaron a jugar a las cuatro esquinas. No me molestó.
Sabía sin que nadie me lo tuviese que explicar que este tipo de interacciones
eran más profundas, más antiguas, más importantes que la amistad. Una de
ellas me enjugó la cara con una toalla húmeda mientras la otra me mostraba
cómo fabricar un cinturón improvisado con los cordones y un calcetín para
sostener la compresa y cómo amarrármelo con una serie de nudos bajo la
ropa. Era incómodo, pero me sentía bastante segura con él.
—Se lo deberías contar a tu madre cuando llegues a casa —dijo una, que
se llamaba Lydia, mientras se retocaba el pintalabios.
No se nos permitía usar maquillaje en el colegio, de modo que usaba el
tono más parecido al color natural de sus labios para que nadie se diese
cuenta de que los llevaba pintados. Le pregunté por qué y me contestó:
«Para practicar».
—No creo que se lo cuente —dije sinceramente. Les expliqué lo bien
que se le daba a mi madre guardar silencio.
Lydia se lo pensó.
—¿Tienes alguna tía? —preguntó—. O primas mayores.
Durante un breve instante, pensé en la tía Marla. De inmediato se me
alojó un bulto afilado en la garganta y los ojos me empezaron a arder. Me lo
tragué y me di la vuelta. Me estremecí. La tía Marla ya no existía, me
recordé. O, al menos, la tía Marla ya no existía como antes. Sus anchos
hombros habían desaparecido. Lo mismo que sus rizos y sus labios rojos y
su presencia imponente y sus carcajadas estruendosas. Recordé cómo me
cargaba sobre su cadera cuando yo era pequeña. Recordé el tierno tacto de
sus manos callosas. Recordé cómo sus ojos se volvían dorados los días
previos a la dragonización. Si su cuerpo había cambiado y se había vuelto
irreconocible, ¿Marla seguiría siendo Marla? ¿Nos recordaría tras haberse
desprendido de su antigua vida y haberse sumergido en otra en la que era
toda escamas y tendones y rabia y fuego? No lo sabía. Y, ahora que lo
pensaba, ¿seguiría siendo yo misma cuando me creciesen los pechos y las
demás erupciones incluso más desagradables? ¿Sería mi cuerpo mío a pesar
de ser incapaz de controlar lo que hacía?
Negué con la cabeza.
—No —respondí—. No tengo a nadie. Solo a mi madre. Y dudo que
pueda hablar con ella de esto.
Joyce, una niña muy guapa cuya familia acababa de mudarse a
Wisconsin desde California (y que no paraba de quejarse del frío a pesar de
que estábamos en abril y hacía una temperatura muy agradable) me
comprendió.
—No te queda más remedio, me temo. Alguien te tiene que comprar las
cosas. Necesitarás más cinturones y un surtido inagotable de compresas.
Esto que te hemos enseñado te sirve para salir del paso, pero al final tienes
que tener en cuenta la colada. Además, necesitas tener a mano muchas
cosas, tanto en casa como en el colegio, y la que más te puede ayudar es tu
madre. Toma. —Metió la mano en su enorme bolso, que era tan grande que
podría acarrear una biblioteca entera si colocara bien los libros. Sacó tres
cajas blancas rectangulares con letras azules en los lados y me las entregó
—. Las cogí de la enfermería. Supuse que yo haría mejor uso de ellas que la
enfermera. No las da a la ligera, ni mucho menos. Podría conseguirte más,
pero tienes que coger el toro por los cuernos y hablar con tu madre.
—Vale —acepté. Me sentía mareada y enferma. Me dolía el estómago y
la espalda y lo único que quería era que se acabase esa experiencia de una
vez—. Cuando llegue a casa se lo cuento. Prometido.
No lo hice, pero mi madre se enteró de todas formas. Cuando llegué a
casa, había un montón de cajas de color crema sobre mi cama,
acompañadas de instrucciones manuscritas. No le pregunté al respecto y
ella no lo mencionó. Eso básicamente resume nuestra relación.
Beatrice examinó una de las cajas: tenía letras azules en un lado y la
silueta de una mujer vestida de gala. Me miró con suspicacia.
—¿Qué es esto? —preguntó, indicando la caja. Sus ojos brillantes se
achinaron—. ¿Es un juguete?
Beatrice tenía casi cuatro años y deseaba que todo objeto fuera un
juguete.
—No —contesté. Estaba más cortante con ella que de costumbre.
Beatrice se apoyó contra mi cama y reposó una mejilla sobre sus manos
entrelazadas.
—¿Es para mí? —quiso saber.
Negué con la cabeza.
—No, es para niñas mayores.
—Yo también soy mayor —argumentó. Se subió a la cama y luego a mis
hombros. Era tan ágil como una ardilla—. ¡Somos las niñas más mayores!
—exclamó.
Le rodeé la barriga con el brazo y nos desplomamos en el suelo, riendo
como locas, lo que me permitió distraerme de los retortijones que sentía en
el vientre.
—¡¿A que no me pillas?! —chilló, y salió corriendo por la puerta.
—¡Ahora mismo voy! —grité.
Cogí las cajas y las instrucciones y las guardé en la balda superior de mi
armario, a plena vista. No hacía falta esconder lo que mi madre ya sabía.
Me palpitaba la cabeza. Me quedé un segundo parada en el armario. No
pude evitar mirar hacia el panel suelto de la parte de atrás. De pronto añoré
a mi tía con tanta intensidad que sentí como si un arpón me atravesase las
entrañas. Aún no había tocado lo que me había dado tanto tiempo atrás. No
había mirado las fotos ni leído las cartas ni hojeado el folleto que tenía una
cara de dragona en la portada. Desconocía la razón. A veces soñaba que el
panel se abría solo y todo el contenido salía a borbotones: los secretos de mi
tía, los míos y los de mi madre y los de mi padre mezclados eran radiados al
mundo entero. Siempre me despertaba jadeando, toda sudada y aterrada.
Pero ahora...
Volví a contemplar el armario. Me puse de rodillas y me acerqué
centímetro a centímetro.
—¡Alex! —me gritó Beatrice desde el salón. Me dio tal susto que casi
me asfixio—. Alex, TE NECESITO YA MISMO.
—Alexandra no se encuentra bien —escuché que le decía mi madre para
acallarla—. Seguro que se siente mejor si se da un baño y descansa un rato.
—El volumen de su voz aumentó al final de la oración para asegurarse de
que la entendía.
Beatrice se quejó y yo sabía que mi madre la había cogido en brazos y la
mecía de lado a lado.
—Dulce Bea, dulce Bea, dulce Bea —le canturreaba—. ¿Quieres que
vayamos al parque?
Escuché los pasitos de mi hermana cruzar la estancia. Y así, mi madre y
Beatrice cerraron la puerta tras de sí y me dejaron en paz.
Se me ralentizó la frecuencia cardíaca y me quedé sentada en el suelo un
rato mientras miraba el armario.
Al final, me obligué a apartar la mirada, me levanté, puse a llenar la
bañera y regresé a mi cuarto, donde retiré con cuidado el panel suelto y
saqué el fardo que me había dado mi tía hacía tres años. Me temblaba un
poco el pulso cuando deshice el nudo. El papel susurró entre mis manos.
Uno por uno, dejé los sobres en el suelo, en filas. Una por una, saqué las
cartas y las coloqué sobre sus respectivos sobres; alisé el papel con el envés
de mis dedos.
No sabía qué estaba buscando. Solo quería hablar con alguien, incluso si
esa persona ya no estaba presente.
Marla había guardado cartas escritas con una caligrafía redonda y
hermosa de una mujer llamada Clara, y cartas escritas con una caligrafía
firme y angulosa de una mujer llamada Jeanne, y cartas escritas con una
caligrafía exuberante e infantil de una mujer llamada Edith. También había
dos cartas de un hombre llamado doctor Gantz, el mismo nombre que había
anotado mi tía en el folleto para atribuirle su autoría. Las cartas del doctor
Gantz eran indescifrables, incluso su firma era casi ilegible. Las aparté a un
lado. Me centré en el folleto. Tenía varias páginas y la tipografía era
diminuta. El hecho de que las cartas ilegibles y el folleto indescifrable
hubiesen sido redactados por la misma persona tenía sentido de un modo
tan obvio como molesto. Hojeé el folleto y me fijé solamente en los ladillos
y en las fotografías. Gracias a la charla que nos había dado aquel médico en
quinto, tenía una vaga idea de cómo era el aparato reproductor femenino,
pero seguía sin comprender por qué habían transformado el útero y los
ovarios en una cara de dragona. Los títulos de los capítulos eran del estilo
de «Un derecho natural de sangre y fuego: el destino de la biología» o «El
poder inexplotado de la rabia femenina». Había gráficos y tablas y un
impresionante número de palabras en latín. Leía con fluidez a esas alturas
de mi vida, pero esto se me quedaba un poco grande.
Pasé los dedos por encima de las cartas y mi piel susurró contra el papel.
Me detuve al llegar a la carta que me escribió mi tía a mí y me quedé sin
aliento. La cogí y la sostuve durante un instante. Apreté con el pulgar mi
nombre escrito con su letra. «Alex.» No me llamó Alexandra ni una sola
vez que yo recordase. Jamás se me ocurrió agradecérselo. La carta seguía
sellada. La cara de mi tía llenó de repente todo mi cerebro. Sus rizos
acaracolados, su boca roja, su peto usado y sus botas contundentes, su risa
estridente. Mi tía con un bebé en su cadera izquierda y una caja de
herramientas en la mano derecha. Me la imaginé sacando el papel, con
Beatrice dormida sobre su regazo, para escribir su despedida. «No», decidí.
No estaba lista para abrirla, y mucho menos para leerla. Necesitaba que mi
tía me ayudase, no que me volviese a abandonar. En cambio, agarré la carta
que estaba más cerca de mi mano. El papel era frágil y la caligrafía
mostraba los trazos cuidados de una persona que pretendía que cada palabra
le saliese perfecta.
«Marla, amor mío», empezaba la carta.

Casi vuelve a pasar, esta vez cuando estaba volando. ¡Y menudo vuelo
fue! El mar bajo mis pies era de un azul hiriente, igual que el cielo sobre
mi cabeza, y en el centro, calor y fuego. Cada día el calor y el fuego que
siento dentro crecen un poco más, a veces cada hora. ¿Qué parte de mí
no está en llamas? Mi mente, mi corazón, mi cuerpo cuando pienso en ti.
Una tía mía sufrió este mismo cambio. En mi familia no se habla del
tema, pero todos lo sabemos. Te habría caído muy bien. Criaba pinzones
y los vendía desde su casa. Plumas de colores y cantos maravillosos. Se
ganaba bien la vida, la mayor parte de sus clientas eran amas de casa
de la parte rica de la ciudad, mujeres que lo único que querían era algo
bonito que fuese solo suyo. Mi tía tenía su propio dinero y su propio
poder adquisitivo, y su marido no lo soportaba. Un día, cuando volvió a
casa, se encontró con una escena terrorífica. Su marido había abierto
todas las jaulas y les había retorcido los diminutos pescuezos y había
dejado sus bellos cadáveres en el suelo. Había tirado pájaros muertos en
su cama de matrimonio. Una escena horrible. Un hombre horrible. Fue
llorando a sus hermanas, que la comprendieron, pero no la ayudaron. Le
explicaron que el marido es el cabeza de familia. Si no le gusta su
trabajo, ¿para qué discutir? Mi madre aplica la misma lógica para
justificar todos los pecados de mi padre. ¿Por qué se hacen estas cosas
las mujeres? ¿Qué clase de hermana da la espalda a sangre de su
sangre? Jamás he sido capaz de comprenderlo. Y creo que mi tía
tampoco.
En fin, que dos días después su casa ardió. Las autoridades dijeron
que había sido una explosión de gas lo que había reventado el techo y le
había retorcido el cuello a mi tío y había dejado su cadáver en el suelo.
Yo sabía que no. Siempre creí que había sido la rabia lo que había
provocado la transformación, y quizá sea así. Pero yo no siento rabia. Y,
aun así, siento que este cambio es inevitable. Desde el primer momento
en el que mi mano tocó la tuya y mis labios se encontraron con los tuyos
solo he sentido alegría, alegría, alegría, por siempre jamás. La alegría
es lo que me incendia y la alegría es lo que provoca que mi espalda
anhele alas, y es la alegría lo que me llama a ser más de lo que soy.
Pero el amor me hace parar, me ata a este cuerpo y a esta vida, y la
noción de que siempre tengo la posibilidad de volver a casa contigo. Mi
querida Marla, hay un anhelo que me parte por la mitad. No sé cuánto
tiempo más seré capaz de aguantar. Pase lo que pase, Marla, por favor,
espérame siempre. O sígueme.

Edith

Me quedé contemplando la carta durante mucho tiempo. Solo tenía once


años. No tenía un marco de referencia. No podía comprender lo que estaba
leyendo. Y, por descontado, no podía preguntarle a mi madre. No me vi
capaz de leer más. Me sentía aún más sola que cuando había empezado.
Volví a amontonar las cartas, las metí en su escondrijo, recoloqué el panel
de madera y me fui al lavabo a tomar un baño.

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No tengo claro exactamente cuándo decidió mi madre dedicarse a la


jardinería. No guardo un recuerdo explícito del momento preciso en que
sucedió, sino que el jardín pareció brotar de pronto. Había bancales
elevados, enredaderas, estructuras caseras y matorrales de hierbas
aromáticas que desprendían un olor complejo y embriagador que se nos
pegaba a la ropa y llegaba casi hasta el final de la calle. A mi padre no le
hacía ninguna gracia. Había demasiada tierra, decía. Y abejas. Además,
producía una sensación de descuido y desorden. El césped parecía más
limpio, y ¿qué iban a hacer ahora con el cortacésped, que había costado un
ojo de la cara y por el que no le había dado ni las gracias? ¿No le bastaba
con la casa y la familia? Pero mi madre nunca le llegó a pedir permiso, de
modo que él no tuvo la oportunidad de negárselo. Cuando nos dimos cuenta
de lo que estaba haciendo, ya había seis filas de maíz alzándose hacia el
cielo, montañas de patatas, brotes de ajo, tomateras y una maraña creciente
de flores de calabaza. La caseta del jardín parecía haber estado siempre allí
(¿la había construido ella misma? Eso parecía), igual que los manojos de
espárragos y el ruibarbo en el lateral de la casa.
—¿Cuándo te ha dado por esto? —le preguntó mi padre un sábado por la
tarde, cuando salió con un whisky y un puro y el periódico.
Mi madre le dio una azada y le pidió que arreglase los laterales. Él se
quedó mirando la azada durante un buen rato, como cuestionándose su
funcionamiento. Al final, mi madre perdió la paciencia y acabó por hacerlo
ella misma.
—Llevas comiendo lo que produce este huerto desde hace bastante
tiempo —informó sin mirarlo—. Pero no me sorprende que no te hayas
dado cuenta.
Mi padre se daba cuenta de muy pocas cosas. Cada vez trabajaba más
horas. Cuanto mayor me hacía, menos lo veía. Cada mañana antes de
marcharse abría la puerta principal y nos daba un beso en la mejilla a cada
una. Era la única ocasión en la que nos mostraba afecto. Cuando había
gente mirando. Caminaba por nuestra calle mientras silbaba una melodía,
que rebotaba contra la acera y contra las casas y permanecía en el aire, y se
esfumaba cuando doblaba la esquina. Cada día, mi madre se dejaba la piel
limpiando cada centímetro de la casa, y la cena se servía a las 6.15, con un
whisky de centeno para mi padre, por si se presentaba.
De todas formas, mi madre insistía en que el jardín era sobre todo para
Beatrice. En aquel entonces, era un torbellino de movimiento y sonido, y
necesitaba estar entretenida en algo. Desde la primavera hasta el otoño, las
dos se pasaban la mayor parte del día en el jardín. Mi madre le confeccionó
un mono de trabajo, y con él puesto...
(Me dejó sin aliento lo mucho que se parecía a mi tía.)
(Qué cosas digo. Si yo no tengo ninguna tía. Jamás la tuve. Beatrice era
mi hermana. Siempre lo había sido.)
... se ponía a cavar un agujero o a arrancar dientes de león o a empujar su
pequeña carretilla de un extremo al otro del jardín. Mi madre añadió más
bancales y construyó enrejados a mano. No paraba de envasar y conservar,
y hacía mermelada con todo lo que se le ponía por delante. Incluso con
zanahorias. Y remolachas. (Ambas sorprendentemente deliciosas.)
Al año siguiente, cuando el séptimo curso iba tocando a su fin y el
verano empezaba a mostrarse ante nosotros, casi dos tercios de nuestro
jardín trasero habían sido arados y sembrados. Beatrice tenía ahora cinco
años, y seguía siendo un torbellino. Corría en zigzag entre mi madre y yo,
como una luciérnaga, toda luz y calor y velocidad. Mi madre confeccionó
redes anudando ramas de sauce para los guisantes y estructuras de macramé
para las calabazas y los melones. Los calabacines crecían sobre cúpulas
hechas de madera de balsa y alambre. Sus tomateras se enroscaban a estacas
robustas. Alineaba la corteza de árbol en filas impecables y había instalado
tres bancos por si se cansaba. Trabajaba todo el día. La casa se adolecía más
cada verano. Se le ensancharon los hombros. Se le bronceó la piel. Le
salieron pecas en la nariz, lo que hizo que mi padre arrugase la suya.
—No puede ser bueno pasarse todo el día fuera —objetó—. Y ¿dónde
está mi comida?
Su comida estaba en la nevera bajo un trapo. Otra vez. Mi madre se lo
comunicó. Él rezongó algo sobre la comida fría y la mala salud, pero mi
madre lo ignoró.
Era un domingo de finales de junio y hacía mucho calor. El huerto estaba
empezando a producir. Aún seguíamos consumiendo las mermeladas y las
hierbas aromáticas secas del verano anterior, y yo estaba en esa edad en la
que no le veía el sentido a esto. ¿No había oído mi madre hablar de las
fruterías? ¿Para qué esforzarse tanto?
Justo aquel día me había percatado de lo desagradable que era mi sudor
y, aún más, el olor de mi sudor, como nunca antes. Era consciente de que
había sudado otras veces, por supuesto, pero nunca me había avergonzado
de ello. La tela de mis axilas estaba empapada, y también la de mi espalda,
y mi ropa interior. Mi madre también sudaba, se veían riachuelos bajar por
sus brazos cuando revolvía el compost o cuando retiraba las pilas de malas
hierbas. Se le alojaba sudor en los huecos de las clavículas como dos
charquitos. Me mortificaba siquiera mirarla.
Mi madre me había pedido que hiciese unas tareas antes de irme a casa
de mi amiga Sonja. Sonja Blomgren. Hasta su nombre me daba escalofríos
de emoción, con sus letras escondidas y su capacidad para provocarme una
sonrisa cada vez que lo pronunciaba. Sonja, Sonja, Sonja. No iba a mi
colegio porque sus abuelos eran luteranos. Jamás mencionó a sus padres.
Nunca me dijo lo que les había pasado. Pero lo supuse.
Los abuelos de Sonja vivían en la vertiente sur del lago Superior. Ambos
eran artistas, ilustraban libros infantiles entre otros proyectos. Se mudaron a
nuestro pueblo porque les resultaba más cómodo que Sonja pudiese ir al
colegio caminando, y porque el abuelo sufría de los pulmones y tenía que ir
al médico a menudo. Alquilaron una casa al otro lado de la calle, un poco
más abajo que la nuestra, siete casas más allá del lugar donde vi una
dragona por primera vez (que después de tantos años seguía tapiada y
comida por la maleza y solo servía de hogar a gallinas asilvestradas y a
alguna que otra manada de gatos salvajes que cazaban a las gallinas).
(Sonja se interesó por la casa el primer día que quedamos. No me
sorprendió, porque a ella no la detenía el silencio que el resto del mundo
aceptaba como inamovible. Yo no supe qué decir. Quería contarle la historia
de la ancianita de las judías y las fresas y los huevos. Quería contarle lo del
calor asfixiante y la tormenta acechante y el calmo y sorprendido «¡Oh!».
Quería hablarle del silencio que siguió, y sobre mi sensación de pérdida
irreparable. En cambio, dije: «No tengo ni idea». No me cupo duda de que
no me creyó.)
Sonja tenía el pelo rubio platino y los ojos alargados y separados de
color avellana oscuro, que contrastaban con la blancura de su piel. Era la
única persona con la que me apetecía hablar la mayor parte del tiempo. No
sabía por qué. Solo sabía que quería verla. O quizá lo necesitara. En
realidad, la necesidad era palpable e insistente. No tenía palabras para
comprenderla. Me faltaba contexto. Solo necesitaba ver a mi amiga.
Completé fatigosamente la lista de tareas, imaginándome
dramáticamente como Sísifo empujando el peñasco montaña arriba. Mi
madre, después de años de fatiga tras su enfermedad cuando yo era
pequeña, tenía ahora energía ilimitada. Trabajaba en el jardín
incesantemente y esperaba lo mismo de mí.
—¿Puedo irme ya? —pregunté al agacharme junto al diminuto riego que
había dibujado en la tierra para plantar con exasperación minúsculas
semillas de zanahoria.
Beatrice pisoteaba todo el huerto mientras proclamaba que era la niña
que mejor se lo pasaba del mundo entero.
—Bien por ti —susurré.
Beatrice no parecía percatarse de mi mal humor. Se acercó a mí, mucho,
y se agachó a mi lado, apoyando el trasero sobre los talones. Entrelazó las
manos sobre las rodillas y posó la barbilla sobre los nudillos. Se quedó así
durante un minuto excepcionalmente largo. Yo no levanté la vista. Seguí
colocando las minúsculas semillas de zanahoria en el bancal, una tras otra
tras otra, maldiciéndolas cuando se me pegaban a las manos. Apreté las
muelas e hinché las narinas y continué con la tarea, intentando no gritar.
Beatrice giró la cabeza y posó la mejilla sobre los nudillos. No se apartó.
Al final preguntó:
—¿Qué son?
Solté un sonido, a medio camino entre un gruñido y un resoplido y un
suspiro.
—Zanahorias —farfullé.
Beatrice se inclinó hacia mí y miró las semillas.
—No parecen zanahorias.
Con mucho cuidado, tomé una semilla de mi mano y la puse
dramáticamente en su riego.
—Lo serán. Una semilla puede parecer una cosa inmóvil y sin vida, una
mota de polvo, pero es un truco. Quiere ser otra cosa. Muy pronto, se
deshará de su piel, brotará de sí misma y se volverá... más grande. —Nada
más decir esto se me puso la piel de gallina, a pesar de que hacía calor.
Pensé en mi tía. No me haría ningún bien pensar en ella.
—¿Por qué lo hacen? —preguntó Beatrice. Se irguió y se subió al viejo
tocón. A veces le molestaba ser pequeña.
—Todo cambia. Todo comienza siendo una cosa y se convierte en otra.
Es parte de la vida. Nadie es igual que ayer. Recuerdo cuando eras tan
pequeña que me cabías en el bolsillo.
Beatrice se quedó pensativa.
—¿Yo soy una semilla? —preguntó.
—Quizá —respondí. Me puse a cubrir las semillas con la tierra, un
poquito de cada vez, con cuidado de no enterrarlas demasiado.
—¿Y en qué me convertiré?
—En una zanahoria —le dije.
—Qué va. —Negó con la cabeza—. Eso es mentira.
—Vale. —Terminé el riego y me puse en pie. Me dolían un poco los
hombros—. Te convertirás en un elefante.
Beatrice se rio. Me enjugué el sudor de la cara y sonreí. Era imposible
estar de mal humor cuando ella se reía. «¡En eso tampoco!», gritó, y se me
subió a la espalda. Yo la hice girar hasta que acabamos las dos tumbadas en
la hierba.
Me saqué la lista de tareas del bolsillo. Todavía me faltaba remover el
compost y recolectar los guisantes. Suspiré.
—Vale. Entonces, si no te vas a convertir ni en una zanahoria ni en un
elefante, la única opción que te queda es...
Hice una pausa dramática, pero Beatrice estaba impaciente.
—¡UNA DRAGONA! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡ME
CONVERTIRÉ EN DRAGONA!
Volvió a encaramarse al tocón y estiró los brazos como si fuesen alas.
El efecto fue inmediato. Mi madre, sin pronunciar ni una palabra, se
puso en pie, se acercó a nosotras, agarró a Beatrice con un brazo y se la
llevó adentro. Mi hermana estaba demasiado impactada para llorar. Me
quedé mirándolas con la boca abierta.
Archivé este recuerdo en la zona más apartada de mi mente. No sabía
cómo procesarlo en aquel momento. Era afilado e inestable y peligroso.
Recuerdo el olor de la tierra. Recuerdo el zumbido de las abejas que
volaban por el jardín. Recuerdo el cloqueo de las gallinas asilvestradas de la
casa donde vivía mi vecina de la que nadie hablaba y que era como si nunca
hubiera existido. Recuerdo el piar de los carboneros en los grandes olmos
que resguardaban todas las casas de mi calle. Y el de los cardenales. Y el de
algún que otro cuervo. Recuerdo lo incómoda que me sentí, como si la piel
me picara y se me estirase a la vez. Tenía frío y calor a un tiempo. Sentí que
mi cuerpo ya no me servía. Como si necesitase cambiarlo.
Quería a mi hermana. A mi prima. A mi hermana.
Se parecía a mi tía. No tenía tía. Echaba de menos a mi tía.
Quería ver a mi amiga. A mi Sonja. Mi Sonja, Sonja, Sonja. Por razones
que no era capaz de identificar. De pronto mi piel reaccionó a su nombre, y
mi corazón se tropezó con su propio latido de lo rápido que iba, luego fue
lento, y rápido otra vez, y era maravilloso tener una amiga.
Amiga.
Incluso entonces, incluso aquel día, sabía que la palabra «amiga» no era
apropiada para describir lo que sentía por ella, lo que significaba para mí,
pero no tenía términos para expresármelo a mí misma. Ni contexto. Se
trataba de otro asunto inmencionable.
Mi madre gritó. Beatrice también. Quería ir a ver a Sonja. Pero la ira de
mi madre me clavó los pies al suelo. No habría sido capaz de marcharme
aunque hubiera querido.
Hay momentos en los que sentimos que el esqueleto de la tierra se ha
reestructurado sin nuestro permiso. Estaba furiosa sin razón aparente.
Nunca había sentido rabia. Había leído esa palabra en los libros, pero no la
había experimentado. Los huesos me ardían. Le di una patada a una piedra.
Mi madre volvió a salir, con una expresión inescrutable en la cara. Se
cernió sobre mí. Parecía estar creciendo. No era posible. Debo de estar
recordándolo mal. Mi madre era una mujer diminuta. Pero en aquel
momento, se alzó sobre mí. Su cara era una sombra.
—Eso no ha estado bien —siseó.
—Pero, mamá —comencé.
—No ha estado bien y punto —repitió—. No pienso permitir eso en esta
casa.
—Pero si yo no...
—¿Cuántas veces tengo que repetirlo?
Inhaló profundamente por la nariz. Y me pegó. Una vez. En toda la cara.
No me dolió. Pero me impactó. Mi madre nunca me había pegado. Jamás.
Me quedé mirándola. Con la boca abierta.
—No ha estado bien. Que no vuelva a ocurrir.
Pero ¿el qué exactamente? ¿Que Beatrice mencionase a las dragonas?
¡Solo tenía cinco años! Seguro que no había querido insinuar nada. Y yo no
había hecho nada. Seguro que mi madre se dio cuenta de lo poco razonable
que había sido. Para cambiar de tema, le mostré los riegos de zanahorias
que había plantado, guiada por una cuerda atada al suelo. Pero ya no estaba.
Los nudos que la amarraban a las estacas se habían deshecho y la cuerda
había quedado hecha trizas. Observando con mayor detenimiento, vi que los
nudos que sostenían el entramado donde se enredaban los guisantes se
habían soltado y las plantas se habían desmoronado. Y lo mismo había
pasado con los cabestrillos que sujetaban las calabazas. Todo se había
deshecho, excepto el nudo que llevaba en el bolsillo.
Lo supe porque lo comprobé.
Y me percaté de que mi madre también lo hizo. Su cara se puso tensa y
pálida. Cerró los ojos.
—Bueno, pues parece que tenemos mucho trabajo.
Y eso hicimos.
Me quedé sin ir a ver a Sonja aquel día.

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En el año 785 d. C, un joven sacerdote, de nombre Aengus, llegó al pueblo
marinero de Kilpatrick, en la isla de Rathlan, donde se asentó en la
sacristía. Fue el primer párroco letrado de la localidad, de modo que
decidió llevar un diario exhaustivo de sus días en aquella costa rocosa y
salvaje. No era un escritor demasiado pulido, pues mezclaba el gaélico y el
latín, añadía toques de nórdico antiguo y galés y a menudo el resultado era
indiscernible. No obstante, su testimonio es vital por ser el único legado del
ataque vikingo sobre las islas, y también por revelar la responsabilidad del
propio Aengus del desastre.
Durante su estancia en la isla, Aengus se interesó por los nudos. No era
un tema de interés extraño en una comunidad pesquera, donde este arte
tenía muchos usos, tanto prácticos como místicos. Los pescadores los
usaban para fabricar redes y los corrales de sus animales; también para
afianzar las jarcias que ayudaban a sus barcos a sobrellevar las constantes
tormentas. Tejían densos nudos en la lana de sus chaquetas y capas, que les
permitían aislarse del frío y de la lluvia en alta mar. La magia de los nudos
tampoco les era ajena, y estaba aceptada dentro del marco de la
cristiandad. Las mujeres ataban nudos para mejorar las capturas, para
proteger barcos, para espantar a los tiburones. Ataban nudos para
granjearse buen tiempo, para aumentar la fertilidad, para hallar el amor
verdadero y para ahuyentar a sus rivales. Cada clan tenía su nudo
característico, y era tradición que las novias jóvenes diseñaran un nudo
nuevo en el que se combinase el de su clan con el del clan de su futuro
esposo para representar la unión de las familias, además de un nudo
especial para cada uno de sus hijos. Estos siempre los llevaban encima,
amarrados a la cintura, bajo la ropa. Nunca los deshacían.
Se decía que Kilpatrick, en aquella época, estaba custodiado por una
pequeña cantidad de dragonas de agua que vivían en el puerto y en las
cuevas submarinas. Estas bestias no representaban ninguna amenaza, sino
que formaban parte de la comunidad, puesto que cada año un grupo de
chicas adolescentes se encaminaban al mar y se convertían en dichas
bestias salvajes antes de sumergirse en las profundidades. Jamás
retornaban a su antiguo ser. Se dejaban ver de vez en cuando, jugando
entre la espuma, velando por los barcos de sus padres o de sus antiguos
prometidos. Cuidaban del mar e impedían que se acercasen a sus playas los
piratas, los bretones, los griegos y los daneses sedientos de sangre. Los
bardos entonaban canciones sobre ellas y se representaba su imagen en
barriles y en las paredes de los castillos, así como en los frescos de las
iglesias y en pinturas e ilustraciones de textos. Aengus habla de ellas con
tono mundano, de la misma forma que describiría la existencia de un ave
marina o una turbera.
En una entrada, un joven llamado Maol acude al sacerdote desesperado.
Está enamorado de una chica y quiere casarse con ella, pero lo ha
rechazado. Los padres de la joven le han comunicado que su hija mayor se
había unido con el mar dejando su piel atrás y que la benjamina no
tardaría en seguir sus pasos. Maol llora y se golpea el pecho. Le dice al
sacerdote que no podrá casarse con ninguna otra, que ella es su único
amor. Si se lanzara a las olas, él la seguiría, a pesar de que eso lo llevase a
la muerte. Aengus, preocupado por la seguridad del muchacho y por su
alma, a la que un hecho tal condenaría a pasar la eternidad en el infierno,
lo envía a casa y le dice que Dios le mostrará el camino. Entonces se
sumerge en sus conocimientos sobre los nudos. Tras un mes de sesudas
investigaciones (minuciosamente documentadas), va a casa del muchacho y
le enseña un nudo que, atado en secreto en torno a la mujer a la que ama,
evitará su transformación. Ella, además, será incapaz de desatarlo, tal es
la magnitud de su poder.
Funciona. La pareja se casa en menos de una semana.
Aengus describe en su diario, en el día de la boda, a una joven hermosa
cuyos ojos llorosos no hacían más que mirar hacia el mar. Quedó
impresionado por su inocencia y su pía resignación ante la vida que la
esperaba. Se corrió la voz de cómo el sacerdote había salvado al joven
Maol de una muerte segura y sus nudos se convirtieron en un fenómeno.
Acudieron a él hombres de todos los pueblos de la isla, e incluso de las
islas vecinas, para que les proporcionase un nudo que evitase el cambio. O
un nudo que garantizase disciplina. Un nudo para que se guardase silencio.
Otro para la obediencia. Para la docilidad. Para la felicidad aparente. Y, el
más importante, un nudo para que el portador pudiese encontrar una
dragona de agua, atraparla, amarrarla y devolverle su forma humana.
Docenas de hombres se lanzaron a la mar. Poco después, ya no se veían
escamas brillantes en la superficie. Ya no había ojos brillando en el
horizonte. Ni potentes mandíbulas persiguiendo a los barcos pesqueros
para mantenerlos a salvo. El puerto, por primera vez desde que se podía
recordar, estaba expuesto.
Los vikingos asolaron Rathlin en el año 795. Fue un ataque rápido y
brutal que destruyó casi todo a su paso. La aldea de Kilpatrick ardió hasta
los cimientos, y con ella la vieja iglesia y la sacristía donde moraba el
párroco. Apenas hubo supervivientes. Milagrosamente, los diarios de
Aengus se salvaron. La última entrada está escrita enteramente en latín,
con faltas de ortografía, pero comprensible. En ella, el sacerdote
condenado dice así:
«Fue arrogante, sin duda, pensar que tenía el poder de atar lo que no
debe ser atado, alterar lo que no debe ser alterado, y cambiar el corazón
de quienes no desean ser cambiados. Es mi culpa, mi culpa, mi grandísima
culpa, y no creo que ni siquiera Dios nuestro señor, que sufre por nuestra
causa, sea capaz de admitirme en la otra vida. Quizá así deba ser. En
cambio, usaré mis últimos momentos en la tierra para declarar mis
pecados a quienes he agraviado y rogar su perdón. Lo lamento, oh,
deslumbrantes y doradas hijas de las olas. Disculpadme, niñas de garras y
dientes, de tendones y escamas, de intelecto y poder. Perdonadme, o no, es
lo mismo. Mi último aliento agónico será un testamento de mis afrentas
hacia vosotras, y de la terrible osadía de los hombres».

Breve historia de las dragonas, del doctor H. N. Gantz.

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14

La agitación de mi madre crecía al mismo ritmo que Beatrice. Todo parecía


molestarla, pero nada tanto como mi padre.
—Tu hija te está hablando —lo reprendía cuando dejaba de prestar
atención por enésima vez.
—¿Hmmm? —decía él.
¿Cuándo habían empezado estas discusiones? Es difícil determinarlo.
Pero en cuanto dieron comienzo, ya no hubo tregua. Discutían acerca de si
mi padre le leería un cuento a Beatrice antes de dormir, y sobre si me
ayudaría a mí con los deberes, y sobre si una palmadita en la cabeza era
suficiente, y sobre si tendría tiempo de asistir a las funciones escolares y
sobre lo mucho que estaba aumentando la frecuencia de sus viajes de
negocios. En un momento dado, mi madre se trasladó a nuestro cuarto. A
veces se acurrucaba en la cama de Beatrice. Otras, en la mía. Pero lo más
habitual era que durmiese hecha un ovillo en el suelo, de cara a la ventana,
con las estrellas titilando en sus pupilas.
La gente comentaba que mi madre parecía más joven —casi infantil—
con cada año que pasaba. Sus manos parecían más pequeñas. Los pies le
nadaban en los zapatos. Cuanto más crecíamos nosotras, más se encogía
ella. En aquel momento asumí que sería a causa de que dormía en nuestro
cuarto, que eso hacía que se nos pareciera cada vez más. No descubrí lo que
sucedía hasta que fue demasiado tarde.
Cada noche mi madre nos enrollaba un trozo de cuerda en las muñecas,
le daba tres vueltas y le hacía un nudo muy complicado en el espacio que
queda entre los huesos, justo bajo la palma de la mano. Los nudos eran
pequeñas maravillas de giros y espirales y bucles entrelazados. A veces
parecían flores. Otras, un cúmulo de estrellas. Otras, los diagramas que
aparecen en los libros de física para representar el tiempo y el espacio. Mi
madre ataba nudo tras nudo, con sus diferentes formas y procesos.
Consultaba su libreta, atestada de cuentas y diagramas y algoritmos y
cálculos. Miraba en uno de sus múltiples libros sobre nudos, todos
marcados y subrayados y garabateados hasta la saciedad con notas al
margen. Decía que quería encontrar uno que durase una semana como
mínimo. Normalmente se deshacían durante la noche. Al despertarme me
topaba con los cordeles en el suelo, o colgando de la cama, o enredados en
el pelo de mi hermana. La casa antiguamente inmaculada de mi madre
ahora estaba repleta de trozos de cuerda.
—Madre —le dije una mañana en la que la exasperación me sobrepasó
—, ¿es necesario?
Me había levantado con la boca llena de cuerda, pero ella insistió en
volver a atarme un nudo alrededor de la muñeca. Intenté zafarme, pero me
agarró firmemente con una sonrisa en la cara.
—Los nudos son maravillosos, ¿no crees? —Juntó tres lazos y no dijo
nada más, de modo que mi pregunta quedó sin contestar.
—Sí —asentí—, pero ¿para qué sirven?
Mi madre realizó un giro complicado, seguido de un patrón secuencial
de hojas de trébol, cada una insertada en la precedente. A causa de la
concentración, la lengua le asomaba ligeramente entre los labios. Y tenía las
fosas nasales muy abiertas. Cuando habló, fue más para sí misma que para
mí.
—Cuando mi tatarabuela migró aquí desde Irlanda, llevaba una banda
alrededor de la cintura con los nudos matrimoniales de cada pareja de su
familia de las últimas doce generaciones. Era fascinante. —Achinó los ojos
al envolver el cabo alrededor de la base del nudo. No tenía intención alguna
de contestar mi pregunta. No sabía para qué me esforzaba. Aun así,
continuó—: Los nudos los mantenían unidos, ¿sabes? Y también a su nueva
familia, pues cada vuelta, cada hebra, cada giro conformaba una figura
capaz de aguantar cualquier calamidad. El poder del nudo es asombroso.
—Preferiría no llevarlo, madre —dije—, si a ti no te importa.
—Sí que me importa —zanjó, y sus ojos se endurecieron durante un
segundo. Luego se ablandaron de nuevo—. Piensa en que es un nudo de
amor. —Lo apretó con el centro de su pulgar—. Porque te quiero.
Entonces se dirigió al pasillo y hacia las escaleras.
Miré la muñeca de Beatrice. Su nudo ya se había deshecho. Solo le había
durado unos minutos.
—No parecen muy resistentes, ¿verdad? —susurré para que mi madre no
me escuchase.
No obstante, ella no cejó en su empeño. No volví a preguntarle nada
sobre el tema. Y mucho menos le pregunté por qué dormía en nuestro
cuarto. No servía para nada formular preguntas en esa casa. No había ni una
respuesta a la vista.
Beatrice iba a empezar al colegio ese otoño, y mi madre sacó la caja de
la costura y el centímetro y comenzó a remendar los jerséis de mi uniforme
para que se ajustasen al físico diminuto de mi hermana. Yo siempre había
sido más pequeña que mis compañeras de clase, pero Beatrice era
minúscula. Ligera y rápida y flexible. Se movía como si tuviese muelles y
alas, saltaba de estancia en estancia como un grillo.
(Y, ¡ah!, qué cosas tan extrañas hace la memoria, ¿no te parece? Los
saltos y las vibraciones y la resistencia que oponía Beatrice a que mi madre
la retuviese para coserle el uniforme me hicieron pensar en esa palabra en
concreto: grillo. De pronto, me encontré atenazada —no, anegada— por el
recuerdo del mito de Titono, que escuché que mi madre le contaba a mi tía
mientras esta le frotaba las cicatrices con aceite cuando yo tenía solo cuatro
años. Esa historia hablaba de un amor perdido, y de cómo la salud y la
juventud acaban por reducirse, secarse, encogerse hasta ser solo la cáscara
de sí mismas. Recordé la suave cadencia de la voz de mi madre, y el aroma
del aceite y del perfume y de la enfermedad. Los músculos de la espalda de
mi tía tensándose y relajándose mientras pasaba los pulgares por el cuerpo
de mi madre. La voz entrecortada de mi tía por el solo hecho de imaginar a
mi madre convertida en un grillo al que poder guardar para siempre en el
bolsillo. Sacudí la cabeza, tratando de alejar ese recuerdo, pero persistía, el
pasado se entrelazaba con el presente, ambos enredados inexorablemente en
un nudo indestructible. Por mucho que tirase, era imposible deshacerlo.)
—¿Tengo que ir al colegio? —preguntó Beatrice taciturna.
—Sí —dijo mi madre mientras continuaba cosiendo el jersey—. Y deja
de menearte.
—Pero ¿de verdad tengo que ir? —insistió Beatrice.
—Sí —repitió mi madre, con la boca llena de alfileres y el pulgar
enganchado en la cinturilla de la falda de Beatrice, para evitar que saliera
corriendo—. Todo el mundo va al colegio. Lo dice la ley. Y, por lo que más
quieras, estate quieta.
—Estoy quieta —dijo Beatrice mientras se contoneaba y daba saltitos—.
Estoy lo más quieta que puedo. —Seguía botando.
Tenía que quitarle cinco centímetros de largo al vestido y un buen trozo
de ancho. Ni me molesté en preguntarle a mi madre por qué no le compraba
un vestido nuevo a Beatrice. Mi padre ganaba un buen sueldo y, según decía
mi madre a menudo, era un excelente sustentador. Sin embargo, no le
gustaba que mi madre se gastase dinero en mi hermana.
Estábamos a finales de agosto y la humedad era insoportable. Las clases
empezarían en menos de dos semanas. Mi padre estaba de viaje de negocios
de nuevo. Mi madre se negaba a mencionarlo. Salimos de casa a las dos
para ir a una fiesta de bienvenida para los nuevos alumnos. Beatrice iba a
conocer a su profesora. La invitación estaba dirigida al señor y la señora
Green, y advertía en negrita que debía acudir toda la familia.
—¿Y papá? —pregunté.
Estaba enfadada. Yo tampoco quería ir. Prefería ir a la biblioteca, pero
mi madre llevaba un tiempo sin dejarme ir por razones que se negaba a
darme y yo era incapaz de preguntar. Otros años se me permitía pasar allí
todo el tiempo que me apeteciese y podía ir y venir a mi antojo. No quedaba
lejos y conocía el camino y mi madre quería incentivar mis intereses.
Además, ella y la bibliotecaria, la señora Gyzinska, una mujer
increíblemente vieja, habían sido bastante amigas; de vez en cuando me las
encontraba en una esquina de la biblioteca charlando sobre política o lógica
o geometría. Yo me había elaborado un plan de estudios personal sobre
matemáticas, cosa que tanto mi madre como la bibliotecaria alentaban, e
incluso me animaban a profundizar más en mis estudios —se habló de algo
que tenía que ver con la universidad, pero no me enteré del todo bien—. Me
gustaba cómo sonaba todo eso. Me encantaban las matemáticas. Y aprender.
Y, sobre todo, me apasionaba la biblioteca. Me deleitaba en pasar los dedos
sobre los lomos de los libros y en sacar libros prestados a pesar de que
apenas pudiera entenderlos con la esperanza de llegar a descifrarlos algún
día. Además, sabía que Sonja se pasaba las tardes de los fines de semana
allí. El estómago me daba un vuelco solo de pensarlo. Qué bueno era tener
una amiga.
Pero desde hacía un tiempo, la biblioteca había quedado fuera de mis
límites. Solo podía ir acompañada, y nunca me dejaba quedarme mucho
rato. Parecía que mi madre y la señora Gyzinska hubiesen tenido algún
conflicto. O más bien que hubiese sido mi madre la que hubiese tenido el
conflicto y que se hubiera aferrado a una combinación de frustración y
resentimiento que la bibliotecaria ignoraba. La señora Gyzinska saludaba a
mi madre como a cualquier otra persona: con la briosa benevolencia de las
personas que tienen más tareas pendientes de lo que pueda parecer.
En el pícnic de bienvenida me senté sola a un lado, un poco de morros.
El nudo que llevaba en la muñeca se estaba empezando a deshacer. Me lo
metí en la manga de la rebeca para que mi madre no lo viese. No me
apetecía hablar con el director. Ni mucho menos con mis profesoras. Lo que
quería era ir a la biblioteca. Miré a mi madre, que estaba dando sorbos a su
limonada un poco apartada del grupo. Las demás madres hablaban con otras
madres, y los padres con los padres, y las profesoras iban de grupo en
grupo; las monjas parecían urracas y las laicas, pequeños gorriones pardos.
Beatrice atravesó la multitud de niños a todo correr, como un borrón de
velocidad y fuerza y color. Era la más rápida de todos, y la más ágil. Les
costaba seguirle el ritmo.
A la hora de marcharnos, el vestido de Beatrice estaba sucísimo, sus
trenzas, deshechas, y su cabello brillante le rodeaba la cabeza como un halo.
Mi madre suspiró.
—Bueno —dijo—, al menos lo hemos intentado.
Estábamos a punto de irnos cuando el director apareció como de la nada.
—Gracias por venir, señora Green —dijo el señor Alphonse—. Qué pena
que el señor Green no haya podido acompañarla, quizá en otra ocasión.
Estamos encantados de aceptar en nuestra escuela a su... hija menor. —La
más mínima vacilación.
—Por supuesto —comentó mi madre, con la cara impasible.
Pestañeó muy despacio. De pronto, el aire a su alrededor se volvió gélido
y tenso. El señor Alphonse palideció. Dio un paso atrás. Mi madre no se
movió de su sitio. Simplemente volvió a pestañear despacio. Jamás había
visto un pestañeo tan peligroso. El señor Alphonse se aclaró la garganta,
nervioso, y los hombros se le encogieron. A pesar de lo pequeña que era mi
madre, parecía cernirse sobre él. Yo me agarré los labios con los dientes y
noté que los pelos de la nuca se me erizaban como soldados.
—No me puedo creer que ya haya llegado el momento —continuó mi
madre, haciendo caso omiso a la incomodidad del director—. Es verdad que
el tiempo vuela.
Le lanzó una sonrisa serena. Él abrió la boca como para hablar, pero de
ella no salió ni un sonido. Mi madre entrelazó las manos y mantuvo la cara
impasible. Noté que me había empezado a sudar la espalda.
El señor Alphonse hizo una serie de gestos con las manos sin sentido,
murmuró algo sobre el tiempo y luego se marchó a saludar a unos padres,
con los que compartió unas carcajadas y unas palmadas en la espalda. Su
cuerpo irradiaba alivio por haberse librado de mi madre. Lo notaba incluso
a distancia.
Mi madre no mostró emoción alguna. Se quedó donde estaba, con las
manos entrelazadas, contemplando la retirada del director. Otro pestañeo
lento. Y en sus labios, la más sutil de las sonrisas.
Caminamos hasta casa en silencio. Me detuve cuando pasamos por
delante de la biblioteca y me metí las manos en los bolsillos. Miré a mi
madre. Sonja estaba allí. Lo notaba.
—Por favor —le supliqué—. Solo un ratito. Volveré a casa tan pronto
como pueda.
Mi madre alzó la barbilla sin mirarme, más bien centrándose en la
biblioteca. La señora Gyzinska estaba en la puerta charlando con un
anciano que llevaba una chaqueta de lana azul a pesar de que hacía mucho
calor. Ambos llevaban insignias en la solapa, pero no fui capaz de distinguir
lo que ponían. Saludaban a la gente que se acercaba a la biblioteca con paso
nervioso, mirando a todas direcciones, como para comprobar si alguien los
estaba siguiendo. Había un cartel en la puerta que rezaba REUNIÓN HOY. No
sabía de qué tipo sería. Los ojos de mi madre se estrecharon. La vi fijarse en
la bibliotecaria, quien la saludó con la cabeza y le sonrió.
La cara de mi madre era tan implacable como la roca. Negó con la
cabeza.
—Por favor, madre —rogué.
Ella se dio la vuelta, provocando un notorio escalofrío en el aire.
—Hoy no —dijo—. Y mucho menos tú sola.
Agarró la mano de Beatrice y se encaminó hacia casa.
No me ofreció explicación alguna. Yo no la pedí. No habría servido para
nada. Me metí los puños en los bolsillos y las seguí, con mi irritación
planeando tras de mí como una nube en formación.

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15

A pesar de que era de mala educación hablar de dragonas —lo mismo que
de dinero o de higiene femenina o de algunas enfermedades—, hubo
indicios de que la Dragonización Masiva de 1955 no sería la última. A
pesar de lo que nos intentaron hacer creer en el colegio. A pesar de que se
había llegado a un acuerdo sobre lo que se contaría al público, y de que los
medios de comunicación habían rechazado cubrir dragonizaciones aisladas,
dragonizaciones tardías, por así decirlo.
A pesar de todos estos tabúes culturales y prohibiciones implícitas, hubo
dragonizaciones espontáneas que llegaron a superar la reticencia de la
educación impuesta y alcanzaron la conciencia popular.
En el verano de 1957, por ejemplo, dos hermanas se llevaron a nueve
niñas de una asociación de guidismo a una expedición de dos semanas en
los Everglades. Las niñas tenían todas trece años y provenían de familias
acomodadas de Miami. Las monitoras eran dos hermanas solteras y sin
hijos, pero estaban criando juntas a un sobrino huérfano cuya madre había
desaparecido en 1955 y de quien jamás se había vuelto a hablar. No se
mencionaban estas cosas, al fin y al cabo. El sobrino tenía quince años y era
un fanático del escultismo, y a pesar de que no estaba del todo permitido
por el reglamento que las acompañase en la expedición, los padres de las
niñas se sentían aliviados de que un jovencito tan habilidoso y robusto
estuviese presente para ayudar a sus hijas en ese viaje tan arriesgado.
No se los volvió a ver. Los equipos de búsqueda peinaron la zona y no
encontraron nada. Meses más tarde, un grupo de pescadores que estaban
explorando los Everglades en una chalana se despertaron a causa de un grito
de pánico, en medio de lo más profundo de la espesura. Encontraron a un
muchacho, desnudo, medio muerto de hambre y desvariando por la orilla de
los humedales. Nadie supo decir cuánto tiempo llevaba solo.
—Se han ido —decía una y otra vez, mientras sus gritos se convertían en
un doloroso rugido—. Todas se han ido.
No tenía ni canoa ni campamento, ni salvavidas ni ropa, tan solo un par
de calcetines que había decidido usar como guantes. Los guardaparques
intentaron sacarle cualquier información que pudiera darles alguna
indicación para continuar la búsqueda de las niñas desaparecidas, pero los
ojos del chico eran grandes y salvajes, y su boca era incapaz de formar frase
alguna. Lo ingresaron en un hospital, donde permaneció seis meses,
llamando a gritos a su madre.
Un año más tarde, un equipo de guardaparques, mientras realizaba el
recuento anual de cocodrilos, encontró lo que se cree que son los restos del
campamento de las niñas de la tropa de guidismo en una zona apartada de la
ruta que planeaban seguir. En el informe oficial, que poco después se filtró
a la prensa, se decía que habían encontrado bastantes tiendas de campaña
chamuscadas, tres maltrechas canoas y los restos destrozados de dos más,
partidas por la mitad como si fuesen de papel. Hallaron las sillas de
campamento que las niñas habían confeccionado con gruesas tiras de cuero
en las que habían bordado sus nombres.
Lo que no figuraba en el informe oficial, y que descubrí años más tarde,
fue que cada niña llevaba en su mochila un pequeño diario. En un principio,
los debían rellenar para conseguir la insignia de encuadernado y arte
literario. De ese modo, durante unos meses, las guidistas habían ido
anotando la fecha y los acontecimientos del día con su diminuta y cuidada
caligrafía. Las entradas comenzaban en diciembre de 1956 y terminaban el
14 de mayo de 1957, en todos y cada uno de los diarios sin excepción.
Después de esa fecha, las niñas dejaron de escribir. En su lugar, comenzaron
a dibujar dragonas. Grandes y pequeñas. Dragonas que destruían rascacielos
y dragonas que nadaban con ballenas y dragonas que bailaban en la cabeza
de un alfiler y dragonas que se deslizaban por un brazo de la vía láctea.
Dragonas en pupitres. Dragonas en coches. Dragonas fregando los platos.
Dragonas abatiendo misiles. Dragonas destruyendo ejércitos, gobiernos o
clases de Economía Doméstica. No había palabras. Ni explicaciones. Ni
declaración de intenciones. Solo dragonas.
Nadie supo nunca lo que les pasó a aquellas niñas. Hubo especulación,
por supuesto, pero la gente que se atrevió a hacerlo fue duramente criticada.
Se los acusó de criticar a los muertos. O de caer en las garras del
pensamiento negativo. Algunos incluso perdieron sus empleos. La
Dragonización Masiva era historia, al fin y al cabo, y todos la habían dejado
atrás. Era mucho más sencillo decir que las niñas se habían volatilizado.
—Que todos los padres tomen nota de este suceso —decían los
presentadores de las noticias. Y luego daban el tema por zanjado.
Algo más de un año después, en el invierno de 1958, las miembros del
recién creado sindicato de una lonja del sur de Alabama, todas de raza
negra, llevaban meses en huelga. Pedían salarios dignos, condiciones más
seguras y el fin de los abusos racistas por parte de sus supervisores. Los
dueños de la empresa, cansados de la mala prensa que la persistencia de las
sindicalistas les estaba acarreando, contactaron con varios expolicías y otros
hombres ofendidos de la zona para darles una lección a las huelguistas.
Esperaban pisotear la voluntad de las sindicalistas lo justo para incitarlas a
aceptar un contrato favorable.
—¿Quiénes se creen que son? —decían los jefes al repartir sobres llenos
de dinero en efectivo y promesas de inmunidad—. Caballeros, confío en
que sean capaces de atajar este problema de raíz.
Los sobres tenían un buen peso. Los hombres comentaron que incluso lo
habrían hecho gratis mientras se embolsaban el dinero con una sonrisa.
Las huelguistas habían cortado la única vía de acceso a la fábrica con
barricadas y tiendas de campaña, donde se reunían para planear la estrategia
y para rezar, y también como centro de distribución de comida y
suministros. En una tienda aparte se ofrecía cobijo a los niños en una
especie de guardería de campaña. Había mesas abarrotadas de pan casero y
ollas de alubias cocidas, así como un flujo constante de estofado para
rellenar fiambreras con las que alimentar a las familias afectadas. Siempre
había personal en las tiendas, día y noche, mujeres armadas con bates y
palos y honradez y la plena convicción de que la justicia acabaría por
imponerse. Estaban preparadas para que la huelga se extendiera
indefinidamente, si fuese necesario.
Los matones a los que había contratado la empresa decidieron atacar en
Nochebuena. Habría menos gente, imaginaron. Y nada distrae a las mujeres
tanto como preparar las fiestas. Era de cajón.
—Va a estar chupado —se reían mientras planeaban su ataque—. Como
quitarle un caramelo a un grupo de bebés grandotes —decían mientras
vaciaban botellas de whisky y salían con gran estruendo hacia la oscuridad
de la noche.
Nunca se los volvió a ver.
Hubo rumores de que se dispararon armas de fuego. De que un temblor
sacudió edificios, tiró platos de aparadores, sacó a niños de la cama y causó
socavones en carreteras. Se dijo que se había notado desde Heron Bay hasta
Montgomery.
A la mañana siguiente, las tiendas habían ardido y las mesas se habían
volcado y el estofado, por primera vez desde hacía meses, estaba frío. El
suelo estaba alfombrado de botellas de licor rotas y escopetas dobladas por
la mitad como ramitas, y de zapatos de hombre. Por lo demás, el piquete se
mantuvo, e incluso creció. Llegaron mujeres de parroquias vecinas para
ayudar a limpiar, arreglar lo que se había roto y formar una barrera
inquebrantable en la carretera.
La empresa, por su parte, negó haberse reunido con los hombres
desaparecidos, negó saber nada sobre sus planes, negó la existencia de los
sobres y del dinero y de las promesas y, lo más importante, negó haberse
mostrado en desacuerdo con las huelguistas. «Ha sido solo un
malentendido», dijeron. Llamaron a la prensa y firmaron nuevos contratos
con gran pompa, e insistieron en que en las fotografías apareciesen hombres
blancos sonrientes con traje dando la mano a mujeres negras con monos de
trabajo. Accedieron a todas y cada una de las demandas por las que las
huelguistas llevaban meses peleando.
Las mujeres no sonrieron para la foto. Mantuvieron las caras altas y los
ojos ligeramente oscurecidos por un repentino rayo de luz.
Y luego, en mayo de 1959, los parroquianos de un bar de Los Ángeles
dieron aviso de un suceso asombroso que ocurrió durante un espectáculo de
drag queens, que se repetía cada cierto tiempo. Tres artistas, todas
exquisitamente vestidas, peinadas y maquilladas, estaban en plena
actuación, que se podría describir como la mejor de sus vidas, adornadas
con purpurina, color y luces, cuando salieron de sus ya de por sí hermosas
pieles ante un público anonadado. Tres cuerpos dragontinos se desplegaron,
uno tras otro, con sus escamas multicolores refulgiendo bajo los focos. Eran
tan hermosos que los allí presentes se quedaron sin aliento. Algunos incluso
se postraron de rodillas. Muchos lloraron. Dado que los artistas travestidos
en este momento de la historia eran bastante dados a desarrollar su arte bajo
circunstancias difíciles, violentas y a veces incluso estrafalarias, a nadie se
le ocurrió detener el espectáculo. La música siguió sonando, se continuó
bailando, y las drag-dragons no perdieron ni un compás. Continuaron
bailando al ritmo de la canción y acabaron en medio de un aplauso
ensordecedor y no menos de diez ovaciones antes de romper el techo y
desaparecer entre las sombras nocturnas. Los clientes miraron a las
dragonas volar en formación; sus enormes cuerpos menguaban al ritmo que
se alejaban, como un brillo persistente que rasgaba la noche hasta que, al
final, refulgieron entre las estrellas. Los testigos oculares contaron que
había sido el espectáculo más hermoso que habían presenciado.
Y por último, el día de fin de año de 1959, los asistentes a más de
seiscientas fiestas a lo largo y ancho del país informaron sobre una o dos
transformaciones, todas justo al comenzar la cuenta atrás hacia el nuevo
año. No hubo daños, ni destrucción. Solo un suspiro, un estremecimiento y
un grito de regocijo justo cuando lo que era pequeño de pronto se volvió
grande.
Todas se elevaron hacia el cielo.
Ninguna miró atrás.
Y nada de esto salió en las noticias. Era, de nuevo, inmencionable. Y el
mundo no levantó la vista del suelo.

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16

Sonja y sus abuelos vivían en una casa mágica. O, al menos, eso me parecía
a mí. Antes de que se mudasen, la casa estaba revestida de tablillas blancas
con molduras grises y el techo negro; resultaba prácticamente invisible
entre las casas vecinas. El casero era un solterón bastante despreocupado
que vivía en el otro extremo del pueblo y le daba igual de qué colores la
pintasen o cuánto alterasen la casa siempre y cuando pagasen el alquiler
puntualmente. Cuando llevaban un mes viviendo en ella, la habían
transformado por completo: habían pintado las paredes de amarillo, las
molduras de las ventanas ahora eran cada una de un color y en la puerta
habían dibujado flores. En el interior de la casa, habían pintado una estancia
con un paisaje de un bosque encantado, otra con una pradera noruega, y otra
con montañas habitadas por troles, y otra con las playas del lago Superior,
lugar que aún amaban y añoraban a diario. Los abuelos de Sonja tenían un
estudio para cada uno: ella se había quedado con el salón de la planta baja y
él había reformado el garaje para instalar una estufa de leña y ventanas
amplias, también había pintado el suelo de un tono brillante y había
colocado una butaca para pensar. Se nos permitía entrar en sus estudios y
observarlos trabajar siempre que quisiéramos. (Esto contrastaba mucho con
la política de mi padre, cuyo despacho yo jamás había visto. No tenía ni
idea de cómo sería verlo trabajar.)
Los abuelos de Sonja tenían los mismos ojos separados y de color
avellana que ella. También tenían el pelo rubio, aunque, al hacerse mayores,
el suyo se había vuelto tan blanco que parecía brillar, y el rosa de sus cueros
cabelludos se hacía patente a través de su rala cabellera.
Nadie nombraba a los padres de Sonja, al menos cuando yo estaba
presente. Había solo una fotografía suya en toda la casa, una instantánea de
cinco centímetros de largo por siete de ancho en un marco sencillo colgado
en la pared de la cocina junto con otros retratos familiares. Sonja nunca la
mencionó, y sus abuelos tampoco. Pero yo sabía lo que era. En ella aparecía
Sonja de la mano de sus padres en lo que parecía ser su primer día de
colegio. Tenía una amplia sonrisa a la que le faltaba un diente. Su padre
llevaba un mono de carpintero y tenía en la mano una caja de herramientas.
Su madre llevaba tacones bajos, una falda plisada con una americana a
juego y un sombrero sujeto al moño. Trabajaba (según supe más adelante)
de ayudante de investigación para un profesor de Psicología de la
Universidad de Wisconsin y era, según parece, indispensable para él. Sonja
agarraba las manos de sus padres, pero dos de sus dedos se escapaban de la
mano de su madre para asir el dobladillo de su americana. Su padre
contemplaba con amor la cabeza rubia y refulgente de la niña. La mirada de
su madre se alzaba ligeramente hacia el cielo; había anhelo en sus pupilas.
Sonja y yo nos pasábamos cada minuto que podíamos juntas, aunque yo
siempre prefería ir a su casa. Allí, sus abuelos nos daban papel y lienzos y
botes de pintura y me enseñaban cómo deslizar el pincel, y cómo hallar un
mundo entero en una sola línea trazada. En mi casa, mi madre nos enseñaba
a tejer y tricotar (a Sonja se le daba mejor que a mí) y a seguir recetas
recortadas de la revista Ladies’ Home Journal. Mi madre adoraba a Sonja.
Beatrice no tenía claro cómo se sentía, vacilaba entre los celos más
extremos y la ardiente devoción sin asentarse en un término medio. Sonja le
contaba historias sobre Noruega, donde habían nacido sus abuelos (a pesar
de que ninguno de los dos recordaba su país natal, ya que habían emigrado
de niños), y el lugar de procedencia de su padre. De hecho, había sido entre
las aguas de Noruega y de Islandia donde su pequeña barca había sido
avistada por última vez, y donde se asume que descansa bajo las olas.
—¿Qué estaba haciendo allí? —le pregunté en una ocasión, sin pensarlo.
Sonja se llevó los dedos a los labios durante un momento.
—Buscando a alguien —respondió al fin. Y luego reinó el silencio.
Sonja también le enseñó a Beatrice a dibujar, le mostró las partes de la
cara, el truco para que el ojo rellenase lo que el lápiz sugiere. Le enseñó la
técnica para dibujar árboles y pájaros y mamíferos pequeños, y también
hadas y troles. (Me percaté de que mi madre no tenía problema con estas
criaturas. También me di cuenta de que en cuanto Beatrice trataba de
dibujar una dragona, Sonja arrugaba el papel y lo tiraba. «Hoy no, Beíta», le
decía. Lo enunciaba sin emoción alguna, sin intención de regañarla ni de
abochornarla. Simplemente era un hecho incontestable, como mojarse
cuando llueve.)

Cuando empecé octavo, me pasaba los días contando los minutos que
faltaban para que sonase el timbre y poder ver a Sonja. Se resintió mi
rendimiento académico (aunque seguía muy por delante de mis compañeros
en cuanto a las calificaciones). No prestaba atención. Estaba distraída.
Dibujaba. Le escribía cartas a Sonja. Trazaba aventuras en las que nos
embarcaríamos algún día. Mis profesores estaban que echaban chispas,
luego comenzaron a preocuparse, y la primera semana de octubre llamaron
a mis padres.
Solo vino mi madre. Estaba, según recuerdo, bastante pálida. Sor
Angélica, mi profesora de Lengua, y el señor Alphonse, el director, se
sentaron frente a ella, al otro lado de la mesa, mientras que a mí me
colocaron en una silla separada. Me rodeé el pecho con los brazos muy
firmemente y fruncí el ceño.
Mi madre, bendita sea, vino preparada con documentación. Explicó lo
diligente que era con los deberes. Les mostró los trabajos y proyectos y
tareas que había realizado durante el mes de septiembre, todos con una
calificación de sobresaliente. Les contó la cantidad de veces que iba a la
biblioteca a visualizar la amplia colección de lecciones de física y
matemáticas que tenían grabadas, impartidas por grandes eruditos de las
universidades de Harvard y Oxford y otras igual de lejanas. Incluso aportó
una carta firmada por la bibliotecaria en la que confirmaba que resolvía
problemas matemáticos de libros mucho más avanzados que los que nos
proporcionaban en el colegio. En ella también recomendaba que se me
incluyera en un programa que yo no llegaba a comprender, y al que mi
madre aún no había dado su visto bueno, en realidad. De todas formas, le
pareció que era importante mostrarles todo eso a mis profesores ese mismo
día. No mencioné nada al respecto, pero tomé nota de todo. Les enseñó el
trabajo extracurricular que había podido realizar gracias a la magia del
préstamo interbibliotecario.
—Si se distrae en clase —dijo mi madre con tranquilidad—, creo que
deberíamos considerar la posibilidad de que simplemente se aburra. En tal
caso, deberían estimularla más. Yo pasé por lo mismo en mi época de
estudiante. Con solo catorce años se me permitió matricularme en la
universidad para estudiar Cálculo. Como ven, era poco mayor que ella.
Cuando me gradué en el instituto, ya había aprobado más de la mitad de las
asignaturas de la carrera de Matemáticas. Quizá deberíamos considerar que
ese es el camino que debería seguir ella también.
Sor Angélica y el señor Alphonse escucharon a mi madre con expresión
indulgente, igual que se escucha a un niño que intenta explicar por qué aún
cree en las hadas.
—¿Y cuánto provecho le ha sacado a su licenciatura en su carrera como
ama de casa, querida? —le preguntó sor Angélica.
La estancia se heló. Los ojos de mi madre eran como dos piedras
sombrías en una cara marmórea. Contuve la respiración. Sentí que el nudo
que llevaba en el bolsillo se deshacía ligeramente.
—No nos referimos a usted en concreto, señora Green. Todos estamos
muy orgullosos de sus logros, sin lugar a dudas. No obstante, eso es parte
del problema. Hemos tenido que dejar de publicar las notas de los exámenes
en el tablón de anuncios porque los chicos la ven gandulear en clase y aun
así llevarse la mejor calificación, sin tener en cuenta sus sentimientos. Le
pregunto entonces: ¿qué podemos hacer con una niña que no tiene en
cuenta a los demás?
—Que... no... tiene... en cuenta —dijo mi madre muy despacio, como si
las palabras fuesen pesos pesados.
Sus ojos parecieron ensancharse ligeramente. Y alargarse. O quizá me lo
estuviera imaginando. Se apretó las palmas de las manos y se hincó las uñas
—que ahora eran afiladas y puntiagudas— en la piel del dorso de las
manos.
—Y también está esto otro —dijo sor Angélica, que tensó los labios
hasta que parecieron una línea sólida.
Sacó un archivador lleno de dibujos de las horas que había pasado Sonja
intentando mejorar mis cualidades artísticas. La había retratado sentada en
el sofá, en una banqueta, en un campo de flores, las puntas de su cabello
deslizándose entre sus dedos. La había pintado bailando en el agua. En una
montaña. Surcando el cielo. Mis dibujos eran inseguros y me faltaba visión
artística, pero aun así dibujaba con empeño, con pasión, con desesperación
por mejorar, con intención de plasmar algo bonito y honesto y real. Me
quedé sin respiración. No podía soportar que sor Angélica tocase mis
dibujos. No quería que nadie los viese, ni mucho menos que los tocase.
Esos dibujos eran más míos de lo que nada en mi vida lo había sido, y
privados de una forma que era incapaz de describir. Había escrito el nombre
de Sonja en ellos, había experimentado con distintas fuentes, con trazos
ostentosos. «Sonja —decían todos—. Sonja, Sonja, Sonja.»
Mi garganta emitió un grito ahogado.
—¿Quién —dijo sor Angélica, dirigiendo su avispada mirada hacia mí—
es Sonja?

No recuerdo lo que pasó durante el resto de la reunión. La mente se me


quedó en blanco. El corazón también. El mundo entero se volvió turbio y
confuso. Estaba avergonzada y abochornada, pero no tenía claro por qué.
Deseaba estar en casa de Sonja, o que ella estuviese en la mía. Deseaba
estar con ella en un barco, muy lejos, navegando hacia costas más
acogedoras.
Un puño impactó contra la mesa y me devolvió al presente de un susto.
—Jovencita, ¿me está escuchando? —ladró el señor Alphonse; los
pliegues de su cuello se estremecían por lo alto de su voz.
Pegué un brinco.
—¿Qué? —No lo había escuchado.
El señor Alphonse suspiró. La mirada de sor Angélica se estrechó aún
más. Y la cara de mi madre estaba tan inexpresiva como la ladera de una
montaña. No tenía ni idea de lo que pensaba.
—Discúlpese y punto —dijo el señor Alphonse—. Es lo que hace la
gente que sabe que ha obrado mal.
Miré a mi madre. No dijo nada. Noté que se me calentaban las entrañas.
¿Había obrado mal? No tenía ni idea de cómo. Pero era una niña obediente.
Una niña diligente. Y odiaba meterme en líos.
—Vale —dije—. Lo siento.
Noté que la piel se me sonrojaba y que el estómago se me contraía, pero
no supe por qué. De todas formas, mi disculpa satisfizo a mi profesora y al
director. Intercambiaron una seca y sombría afirmación con la cabeza. Mi
madre no dijo nada. Se levantó, me tomó de la mano y nos fuimos a casa.
Nuestra vecina, la señora Everly, estaba cuidando de Beatrice, es decir,
estaba en la cocina fumándose los cigarrillos de mi padre y tomándose un
chupito de su whisky mientras mi hermana escuchaba la radio en el salón.
Antes de que subiéramos los escalones de la entrada, mi madre me cogió la
cara y me miró con contundencia a los ojos.
—Debes tener más cuidado, mi niña —dijo en voz baja.
—¿Con qué? —pregunté.
Su urgencia repentina me resultó impactante. No sabía si lo que sentía
era ira, miedo, o si tenía ganas de llorar. Quizá fuesen las tres a la vez.
Mi madre respiró profundamente y se recompuso. Por un momento, me
pareció ver un atisbo de lágrimas en las comisuras de sus ojos, pero luego
pestañeó y desaparecieron. No sabía si me lo había imaginado. Al fin:
—En este mundo, hay límites respecto a lo que podemos soportar y a lo
que debemos aferrarnos. No es aconsejable aferrarse a cosas que no podrías
soportar perder. Por eso acabamos reventando, ¿comprendes? —Entrelazó
los dedos y posó la barbilla sobre los nudillos—. ¿Comprendes?
—Sí, madre —contesté.
No comprendía. Pero esa respuesta pareció satisfacerla. Se giró y entró
en casa.
Tres días después, estábamos cenando y mi padre, entre su whisky de
centeno y su último cigarrillo, miró al techo e hizo algo que jamás hacía
cuando estábamos a la mesa. Habló.
—El señor Alphonse ha venido a verme a la oficina —dijo, a nadie en
particular. Y luego se fue al salón a terminar de leer el periódico.
Miré a mi madre. Estaba muy pálida. Pero esto no era una novedad.
Hacía tiempo que estaba muy pálida.
Con el paso de las semanas el tema se olvidó. O eso pensaba yo. Hice un
esfuerzo para parecer más interesada en clase. Seguía esforzándome al
máximo en los trabajos y en los deberes y en los controles y en los
exámenes. A veces, me ponían una nota en la parte inferior de los trabajos
que decía: «Una cosa es la excelencia académica y otra la fanfarronería», o
algo de ese estilo. No reconocí la letra de mi profesora en aquella frase. No
podía probarlo, pero estaba casi segura de que era cosa del señor Alphonse.
Una noche, hacia finales de octubre, el viento arreció y sopló tan fuerte
que creí que la casa se venía abajo. La mañana siguiente era domingo, dos
días antes de Halloween. Salí para ver si todo estaba en su sitio y me quedé
parada en los escalones de entrada durante un minuto, disfrutando de la
brisa fresca y del cálido aroma a hojas húmedas en lenta descomposición
bajo la luz matutina. El sol era del color de una yema de huevo sobre un
amplio plato azul. Los árboles lucían desnudos, las hojas alfombraban el
suelo en grandiosos montículos multicolores. Cogí la chaqueta del perchero
de la entrada y me calcé los zapatos y corrí hasta la casa de Sonja para
rastrillar hojas.
Una vez hubimos terminado de limpiar su jardín, nos dirigimos al mío,
cantando a pleno pulmón. ¿Qué nos había dado? Los vecinos miraban a
través de las cortinas y negaban con la cabeza y emitían sonidos de
desagrado. Íbamos abrazadas por los hombros, con las cabezas inclinadas
hacia dentro, con las mejillas casi rozándose. No tenía buena voz, pero
cantaba con todas mis ganas todo mi repertorio de canciones y notaba la
melodía vibrar por todos mis huesos. El brazo de Sonja se deslizó hasta mi
cintura y me abrazó fuerte. Era tan agradable, tan increíblemente agradable,
tener una amiga, pensé.
Sonja me esperó en el jardín delantero mientras yo iba al cobertizo a
buscar los rastrillos; el corazón me latía desbocado, pero de forma
agradable, cuando volví corriendo. Teníamos un gran roble en el lateral de
la casa y dos arces delante, de modo que había un buen manto de hojas.
Beatrice salió ataviada con sus botas de goma y un jersey de lana grueso y
se puso a coger brazados de hojas que luego lanzaba al cielo. Apilamos un
montón del tamaño de una camioneta Ford.
—¡Saltad! —gritó Beatrice, pero entonces empezó a estornudar y mi
madre le dijo que entrase en casa. Mi madre siempre la estaba regañando
por casi coger una enfermedad letal.
Sonja y yo miramos el montón de hojas. Su cabello refulgía bajo el sol
de octubre.
—¿Estás lista? —dijo, deslizando su mano en el interior de la mía.
La brisa hizo gruñir las ramas vacías y removió las hojas del suelo,
haciéndolas girar alrededor de nuestros pies. El aire era dulce y húmedo,
olía a manzanas y a tierra y a agradable descomposición y a todo lo que una
vez fue verde y que ahora caía entregándose a la tierra. Me quedé sin
aliento y sin palabras. Solo le apreté la mano y corrimos, saltamos y
aterrizamos en la suavidad fibrosa de color y polvo y luz.
¿Cómo identifico un recuerdo como este? ¿Cómo sé dónde archivarlo o
cómo categorizarlo? Me pareció imposible entonces y me parece imposible
ahora.
Así es como lo recuerdo:
El cielo era tan azul que me rompió el corazón y el mundo olía a nuevos
comienzos. Aterrizamos en las hojas, que nos hicieron de almohada. Había
hojas en su refulgente cabello, enmarcando su cara. Las ramas vacías
sostenían el cielo. Recuerdo cómo se enroscaban a su alrededor como una
corona cuando se inclinó sobre mí, me inmovilizó los brazos y me dijo que
era su prisionera y, ay, Sonja, no sabes lo dispuesta que estaba a serlo.
Recuerdo rodar sobre las hojas, el frufrú que emitían bajo mi cuerpo y la
palidez de los brazos de Sonja en contraste con la terrosidad de los míos, y
la delicadeza de los finos dedos de Sonja en contraste con la rudeza de los
míos, y su mejilla contra la mía, y su pelo entre el mío, y su boca rozándose
contra la mía, y, ay, Sonja, Sonja, Sonja.
Y entonces gritó.
Mi padre, inclinado sobre nosotras, la había agarrado por un brazo y la
había levantado de un tirón.
Recuerdo la cara de Sonja mientras la alejaba de mí, la viva y dura
imagen del asombro, el dolor y el miedo. Intenté alcanzarla, pero mi padre
fue demasiado rápido y mis manos agarraron el vacío.
—Es hora de irse —dijo él.
—Pero —comencé yo.
—Es hora de irse —repitió, mientras atravesaba el jardín a grandes
zancadas con ella tropezando detrás.
Y se la llevó.

No me permitieron volver a ver a Sonja aquel día. Ni el siguiente. Pasaron


largos días.
—¿Cuándo? —rogué yo.
—Nunca —dijo mi padre, rápida y contundentemente, como una
bofetada.
Les dije a mis padres que me escaparía, pero ellos me informaron de que
los abuelos de Sonja también le tenían prohibido verme.
—¿Por qué? —pregunté. La estancia se balanceaba. Mis ojos se
anegaron. La respiración me pesaba en el pecho.
—Lo entenderás cuando seas mayor —dijo mi padre, mientras mi madre
se miraba las manos.
Mi padre me mandó a mi habitación.

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17

Mis padres me castigaron una semana sin salir. Mi madre me acompañaba


al colegio cada mañana y me recogía a la salida cuando terminaban las
clases. Yo la seguía en un silencio resentido, con las manos apretadas en
puños dentro de los bolsillos. No la miraba a la cara. Ella no intentó
entablar conversación conmigo ni una sola vez, cosa que me enfadaba aún
más. Mis compañeros se nos quedaban mirando cuando pasábamos a su
lado. Ninguna otra madre iba a recoger a su hijo al colegio. Lógico, ya que
estábamos en octavo. Éramos prácticamente adultos. Sabían que la única
razón por la que lo hacía era porque yo había hecho algo horrible. Nadie
podía imaginar el qué.
Yo seguía sin comprenderlo.
En casa, mi madre me encomendaba tareas arduas, inútiles y sin sentido.
Restregar las juntas de los azulejos. Barrer y quitar el polvo del sótano.
Abrillantar los plafones cromados. Pulir la cubertería que jamás usábamos,
lo que, para ser sincera, no tenía ninguna utilidad. Limpiar los cristales
hasta que refulgieran.
Me ató un nudo nuevo alrededor de la muñeca, pero esta vez, en lugar de
cuerda, usó una estrecha tira de cuero. Era más rígida que el cordel, de
modo que tardaba más en amarrarla. Además, olía raro. Arrugué la nariz.
Hacía falta tenacidad y esfuerzo para domar el cuero. Parecía más resistente
que todos los anteriores.
—¿Para qué es este? —le pregunté.
—Es solo un nudo. —Se encogió de hombros.
—¿Me lo puedo quitar?
—No.
—Entonces ¿para qué sirve? —insistí.
—Es bonito, ¿no te parece? Mira, Beatrice también lleva uno.
Mi hermana tironeaba del suyo como si le picara, pero no se lo quitó, a
pesar de que era obvio que se moría de ganas. Si existía una persona en el
mundo a la que quisiera más que a mí era a mi madre.
Nuestra madre, quiero decir.
Mi madre me había enseñado a elaborar nudos intrincados y me había
dado un libro imposiblemente más viejo, titulado El libro de encaje de
macramé de lady Sylvia (ella tenía una copia, pero la suya estaba plagada
de notas y ecuaciones y anotaciones y papeles garrapateados metidos entre
las páginas y a mí no se me permitía ni tocarlo). También me regaló una
cesta llena de cuerdas y me hizo atar nudo tras nudo tras nudo de una pila
constantemente atestada de hilos. Me pasaba horas amarrando y rotando y
tirando fuerte.
—¿Por qué tengo que hacer esto? —le pregunté cuando se me
empezaron a pelar los dedos.
—Para que sepas cuál es tu sitio —dijo con voz tenue, sin mirarme a los
ojos.
—Ya sé cuál es mi sitio —rugí, solo porque mi padre no estaba en casa
—. Estoy castigada, no puedo ir a ningún otro sitio, ¿recuerdas? ¿Por qué
me obligas a hacer todas estas cosas?
—Ya lo entenderás algún día.
Sabía que eso era mentira.
Beatrice, en su línea, hizo lo que pudo para distraerme y entretenerme.
Creó elaboradas pantomimas basadas en las historias que Sonja le había
contado, protagonizadas por elfos de las montañas y troles de los bosques y
un Fossegrim que tocaba con tanta dulzura el violín que ninguna criatura
era capaz de resistir su melodía; incluso los árboles sacaban los pies y se
ponían a danzar. No me cabía duda de que mi madre pensaba que estas
historias salían de la imaginación de Beatrice, puesto que si hubiera
conocido su origen, seguro que las hubiese prohibido. Beatrice acompañaba
sus relatos de ilustraciones que había dibujado para cada momento. Un trol
de los bosques huyendo con un bebé robado. El Fossegrim enseñándole a
regañadientes a una joven a tocar el violín, a pesar de que sabía que le
acarrearía la ruina y que todo aquel a quien amaba bailaría hasta morir
cuando la oyeran rasgar las cuerdas con el arco. Con cada relato añoraba un
poco más a Sonja. Beatrice solo intentaba ayudarme, no podía decirle que
sus escenas me pesaban como una gran roca sobre el corazón.
Beatrice terminó su historia con una reverencia. Esperó a que yo
aplaudiera —y lo hice, a pesar de que me dolían no solo las manos sino
también el mundo entero— y luego volvió a saludar.
—¿Te sientes mejor? —me preguntó, mientras inspeccionaba mi cara—.
Te he alegrado un poco, ¿verdad?
Una sonrisa deslumbrante iluminaba su rostro. Le sonreí de vuelta a
pesar de mi dolor.
—No puedo estar triste si tú estás a mi lado —respondí. Era mentira. Era
completamente cierto. Ambas cosas al tiempo.
Al cabo de dos semanas, se me levantó el castigo. Mi madre guardó la
cesta de hilos. Las tareas interminables volvieron a reducirse a mi lista de
trabajos habituales y se me volvía a permitir ir y volver sola del colegio sin
que mi madre me escoltase.
Pensaba en Sonja. Soñaba con Sonja. No era capaz de decir su nombre
en voz alta, pero mi madre se dio cuenta de todas formas.
—Las reglas son las reglas —dijo con toda la intención durante la cena.
Mi padre no habló. Simplemente atacó su asado con patatas como si le
hubiese ofendido.
—Siempre sigo las normas —dije, bajando la vista a mi regazo y
apretando los puños.
—Alexandra —dijo mi madre.
—Alex —susurré.
—Las reglas siguen siendo las reglas.
No dijo de qué reglas estaba hablando. Obviamente, yo ya lo sabía. Y
tenía toda la intención de quebrantarlas.
Al día siguiente, después de clase, fui directamente a casa de Sonja.
Y me quedé parada en el camino de entrada durante un buen rato, con la
boca abierta. Creo que no lloré. Tuve que recordar a mis pulmones que
debían respirar, y cuando lo hicieron, cada inspiración me parecía el filo de
un cuchillo. Con cada exhalación, experimentaba una sensación de asfixia,
de ahogo.
Los colores de la casa mágica de Sonja se habían esfumado. Alguien la
había pintado de blanco, y no muy bien. Había brochazos y pegotes y
salpicaduras en las ventanas. Las jardineras, otrora llenas de flores noruegas
—salvia y dedaleras y ranúnculos y saxífragas—, estaban yermas y
cubiertas de corteza de árbol. Había un cartel en el centro del jardín cuyas
esquinas aleteaban ligeramente con la brisa. SE ALQUILA, rezaba.
Y allí, abajo del todo, aparecía el logo del banco donde trabajaba mi
padre.
Me acerqué a la casa muy despacio. Los vapores de la pintura eran tan
intensos que me provocaban náuseas. Me aproximé a las ventanas y me hice
visera con las manos para ver el interior. Los colores y las escenas de los
bosques y los paisajes de Noruega y los troles y el lago Superior habían
quedado enterrados bajo una gruesa capa de blanco roto, y Sonja y sus
abuelos se habían marchado. Me quedé de pie en el escalón de entrada
durante más de una hora, temblando de incredulidad. Al fin, me tambaleé
hasta mi casa y me atrincheré en mi armario. No bajé a cenar.
A la mañana siguiente, aún llorando, me senté en el salón en silencio,
con la mochila sobre los hombros, contando los minutos que faltaban para
irme al colegio. Beatrice, que no tenía ni idea de lo que me pasaba, se sentó
a mi lado y me tomó la mano. Luego vino mi madre y se sentó en frente de
mí durante mucho rato.
—Probablemente sea para bien —dijo al final. No me miró a los ojos.
Me entregó la tartera con la comida y abrió la puerta. Era noviembre,
con su frío atroz y repentino. El tipo de frío que te cala hasta los huesos. El
cielo era de color del polvo de tiza. Me apreté el abrigo contra los hombros,
tomé la mano de Beatrice y salimos hacia la mañana.
Éramos niñas buenas. No levantamos la vista del suelo.

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Declaración del doctor H. N. Gantz ante el Comité de Actividades Antieamericanas,
12 de marzo de 1960
PRESIDENTE: Se abre la sesión del comité. Se retoman las audiencias sobre el asunto
de vital importancia del uso de pasaportes estadounidenses y documentos de viaje para el
fomento de objetivos de aquellos que buscan perturbar, deformar o alterar de cualquier otra
forma el estilo de vida estadounidense.
SR. ARENS: Doctor Gantz, tengo entendido que usted solicitó un pasaporte para asistir
a una conferencia científica en Praga. ¿Es correcto?
DR. GANTZ: Sí, señor, pero quiero que conste en acta que no tenía nada que ver con
el comunismo. Esta conferencia llevaba años celebrándose en Zúrich —es decir, en Suiza,
país históricamente neutral—, pero a muchos científicos de otras naciones menos libres
que la nuestra les resultaba imposible acudir a causa del miedo que dichos Estados tienen
a la defección. Los organizadores de la conferencia determinaron que sería beneficioso
para la ciencia y para el intercambio de conocimientos que el evento tuviese lugar en un
país que fuese más aceptado por las naciones que son... menos libres, en teoría, que la
nuestra.
SR. ARENS: Sin embargo, se le negó el pasaporte.
DR. GANTZ: Así es.
[Nota del transcriptor: Hay una pausa de unos momentos.]
PRESIDENTE: El testigo se está tomando demasiado tiempo para completar su
respuesta.
DR. GANTZ: Bueno, es que no hay mucho más que responder, ¿no le parece? Solicité
la expedición de un pasaporte —es normal y razonable que un ciudadano solicite que su
Gobierno le expida documentación para viajar— y se me negó sin una explicación
apropiada por parte de dicho Gobierno. Mi carrera académica se centra en la mejora de la
salud y de la ciencia en nombre de mi país, un acto patriótico y una prueba del amor por el
sistema estadounidense que aún siento, a pesar de haber sido destituido de mi puesto en
el Instituto Nacional de Salud por razones aparentemente confidenciales.
SR. ARENS: Señor presidente, el testigo se desvía del tema en lugar de responder a la
pregunta.
PRESIDENTE: Doctor Gantz, no es un revolucionario en las barricadas. Solo se le pide
que responda a la pregunta. Basta de discursos, por favor.
DR. GANTZ: Mis disculpas, caballeros. Deben comprender que esta situación me ha
alterado enormemente. Las autoridades federales han registrado mi laboratorio e
interrogado a mis alumnos y a mis pacientes. Una pobre mujer fue arrestada por un
desconocido, trasladada en un coche sin identificación oficial —todo esto delante de sus
hijos, caballeros— y fue retenida durante un día y medio. Esto es inaceptable. Nadie nos
ha explicado el motivo de estas acciones. El hecho de que se me haya negado el
pasaporte es otra evidencia en la interminable lista de actos vejatorios y ataques a mis
libertades personales perpetrados por mi propio Gobierno, lo que hace que me cuestione la
validez y la salud de las libertades que se supone que hay en este país.
SR. ARENS: ¡Estamos en la tierra de la libertad, caballero! ¡Un respeto!
DR. GANTZ: ¿Está usted seguro? ¿Acaso no lee la prensa? En lugares como Little
Rock o Greensboro muchos de nuestros compatriotas se están organizando para pedir que
su Gobierno les conceda una pizca de los derechos básicos que les garantiza la
Constitución, pero este comité se dedica a esforzarse por deshacer entuertos y amenazas
que no existen mientras hace oídos sordos a las atrocidades que comete la policía, que no
solo son actos ilegales, sino también antiestadounidenses. Y esto lo sufren nuestros
compatriotas. Sucede en todas las ciudades del país. En los laboratorios. En las
universidades, en las agencias de servicios sociales, en las diminutas oficinas de grupos
que se dedican a buscar justicia para todos.
SR. ARENS: Señor presidente, el testigo se muestra hostil y beligerante.
PRESIDENTE: Doctor Gantz, debería recordar dónde se encuentra.
DR. GANTZ: Soy consciente de dónde estoy. Me encuentro rodeado de los mismos
hombres que me solicitaron que investigase el fenómeno de dragoniz...
PRESIDENTE: Doctor Gantz.
DR. GANTZ:... dragonización espontánea, y que luego procedieron a destruir...
PRESIDENTE: DR. GANTZ.
DR. GANTZ:... y a declarar mis investigaciones tanto inexistentes como confidenciales,
lo que es un ataque tanto a la razón como a los hechos.
Presidente: ABOGADO, CONTENGA A SU CLIENTE. Y haga el favor de explicarle las
desagradables consecuencias de cometer desacato ante el Congreso.
[Nota del transcriptor: Hay una pausa de unos momentos.]
SR. ARENS: Doctor Gantz, cuando solicitó el pasaporte, se le pidió que firmase una
declaración jurada en la que asegurase que no era, ni había sido jamás, miembro del
Partido Comunista, y que no tenía ninguna intención de afiliarse en el futuro. También se le
pidió que firmase una declaración jurada en la que declarase que no formaba parte, ni
había formado parte en el pasado, del Equipo de Investigación Wyvern, y que no tenía
ninguna intención de unirse a él en el futuro. ¿Recuerda haber recibido dichos
documentos?
DR. GANTZ: Así es.
SR. ARENS: Aun así, esos documentos no figuraban en su solicitud.
DR. GANTZ: En efecto. Decidí no incluirlos deliberadamente.
SR. ARENS: ¿Conoce el paradero de esas declaraciones juradas?
DR. GANTZ: Las tiré a la basura.
SR. ARENS: Lo admite.
DR. GANTZ: Sin vacilar.
PRESIDENTE: Que conste en acta que el testigo admite haber manipulado
fraudulentamente documentos oficiales.
[Nota del transcriptor: Hay una pausa de unos momentos. El abogado del
testigo le susurra algo con urgencia mientras este niega con la cabeza.]
DR. GANTZ: No entiendo por qué se asombran. Esos documentos me pertenecían. Y
en el encabezado se dice claramente que son suplementarios. Comprobé el estatuto y
descubrí que no tenía obligación de firmarlos si no era bajo orden de un juez. No tenía
intención de firmarlos, de modo que estaba en mi derecho de ignorarlos. No existe una ley
que prohíba tirar la basura a la basura.
SR. ARENS: Tal vez se sorprenda al saber que tenemos esos documentos en nuestro
poder.
DR. GANTZ: Para nada. ¿No leyó mi nota?
PRESIDENTE: Que conste en acta que en la declaración jurada en la que se requiere
la renuncia irrevocable al comunismo el testigo escribió «Que os lo habéis creído,
capullos», por lo que se añade un cargo adicional de indecencia. Dado que lo que escribió
en la otra declaración jurada se considera confidencial, no está en poder de este comité,
sino que ha sido enviado al Subcomité de Amenazas Nacionales y Extranjeras para que
ellos determinen si se trata de un acto bélico.
DR. GANTZ: Esto es un disparate y lo saben. Este comité es una vergüenza y una
patraña.
PRESIDENTE: El testigo se muestra beligerante. Por la presente se le acusa de
desacato.

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18

El invierno se asentó y el mundo entero se heló.


Y luego se descongeló.
Y luego se inundó.
Y después, una vez más, todo quedó infestado de calor y verdor y
capullos anhelantes y flores abultadas y vida en abundancia. Yo estaba de
tan mal humor que no me di ni cuenta. El verano había llegado pronto aquel
año, e incluso a principios de mayo nos moríamos de calor en clase y
empapábamos de sudor los uniformes. Al final de la jornada acabábamos
rojos y apestosos y anhelando con desesperación la libertad que nos llegaría
en junio. Al fin terminó octavo, con su letanía de humillaciones y
sentimientos heridos y aburrimiento opresivo. Las puertas del colegio se
abrieron y todos archivamos nuestra identidad de la escuela primaria y nos
preparamos para lo que estaba por venir. El instituto. O algo. A pesar de que
no iba a suponer demasiado cambio —la mayoría íbamos a ir al mismo
centro—, lo sentíamos como una transición significativa. Estábamos
dejando atrás una parte de nosotros.
Hasta el cielo parecía percibirlo, pues estaba pesado y expectante.
Echaba de menos a Sonja, muchísimo. Su mero recuerdo hacía que se
me hundiese el pecho y que me dolieran los huesos.
A pesar de que ya sabía cómo hacer amigos —amigos de verdad—, no
parecía ser capaz de trasladar esa habilidad a mis compañeros de curso. No
es que fueran desagradables conmigo. Simplemente se mostraban
indiferentes. Igual que yo con ellos. No pensaba quedar con nadie durante
el verano. No los echaría en falta, del mismo modo que ellos no me
añorarían a mí. Lo digo sin un ápice de autocompasión, es sencillamente un
hecho.
Ese verano, el huerto de mi madre alcanzó su cénit de producción y
abundancia. Su canto del cisne, según supe más adelante. Se pasaba la
mayor parte del tiempo fuera, y me fijé en que se ponía los monos de mi tía,
aunque les había arrancado el rótulo con su nombre y les había cortado las
mangas y unos doce centímetros de largo a las perneras para que no le
sobrasen. Por las tardes se daba un baño y se ponía sus medias y sus faldas
almidonadas y tenía la mesa lista cuando mi padre llegaba a casa. Si
llegaba. Ella le servía la cena y el whisky de todas formas.
Recuerdo percatarme de que empezó a perforar agujeros adicionales en
los cinturones porque se le iban quedando grandes. Recuerdo percatarme de
lo gruesa que era la capa de maquillaje que debía ocultar sus ojeras.
Recuerdo percatarme de que mientras que nuestros platos estaban repletos
de comida, ella cada vez comía menos. Recuerdo percatarme de todas estas
cosas, pero no sabía qué hacer con esas señales, de modo que las archivé sin
más. Era una cría egoísta del modo en el que todos los niños lo son, y
estaba segura de la inmutabilidad del mundo del mismo modo en el que
todos los niños lo están. Mi madre no era más que mi madre. La ocasión en
la que había desaparecido de mi vida formaba parte del pasado. Durante la
infancia, es muy difícil pensar en el pasado. En la infancia, lo único que
existe es el presente.
Echaba de menos a Sonja. Le escribía cartas a su antigua casa, con
instrucciones de remitirlas a su nueva dirección. Le escribí cada semana
durante todo el curso. A principios de junio, justo después de que
comenzaran las vacaciones, me llegaron devueltas todas mis cartas en un
gran fardo, con el mensaje DEVOLVER AL REMITENTE. NO HAY DIRECCIÓN DE
REEXPEDICIÓN estampado sobre su nombre. El apellido de sus abuelos no era
el mismo que el suyo, y yo no lo conocía. No tenía manera de encontrarla.
Cogí las cartas, las envolví en papel marrón y las até con bramante. Las
escondí detrás del panel secreto de mi habitación. Por si acaso.
Ese verano mi madre a menudo me dejaba a cargo de Beatrice para ir a
tumbarse un rato, cosa que necesitaba hacer cada vez con mayor frecuencia.
Mi hermana, que ya tenía seis años, era un torbellino de actividad. Trepaba
a los árboles y saltaba de las ramas. Usaba la verja del jardín trasero como
barra de equilibrio. Escalaba al tejado del garaje para tomar el sol sobre las
tejas. Usaba la enredadera de las campanillas como escalera.
La tuve que ir a buscar al refugio para tornados y a los jardines de los
vecinos y hasta el final de nuestra calle, que iba a morir a un matorral que
separaba nuestro barrio de las vías del tren abandonadas. Cada día la tenía
que llevar a cuestas a casa mientras aullaba con entusiasmo o rabia o
deleite. No siempre era fácil diferenciar las emociones.
Un día de principios de agosto, Beatrice se escapó cuando yo no la
estaba vigilando y me pasé horas buscándola. Mi madre no se enteró.
Estaba echándose una siesta. La busqué por todas partes, fastidiada durante
la primera hora y angustiada durante la segunda. Me reprochaba a mí
misma no haberla vigilado mejor. Buscaba la forma de explicárselo a mi
madre.
Al fin, con los pies destrozados y presa del pánico, cuando iba por un
callejón mirando dentro de los cubos de la basura de los vecinos para ver si
estaba allí escondida o dormida o algo peor, la oí reírse. Seguí el sonido de
su voz y me detuve con un derrape en la puerta trasera de la casa
abandonada. Había malas hierbas enroscadas en la verja y zarzas por todo el
jardín. Apenas se podía distinguir la casa, que asomaba por encima de la
espesura.
Las gallinas asilvestradas picoteaban la tierra entre los arbustos. Los
gatos salvajes aparecían por los huecos que había dejado el revestimiento de
madera que se había ido derrumbando. Y Beatrice estaba tumbada sobre
una mata de hiedra, con los zarcillos retorciéndose alrededor de sus
extremidades, formando nudos de un color verde brillante contra su piel
terrosa.
—¿QUÉ ESTÁS HACIENDO AQUÍ? —rugí al tiempo que saltaba por
encima de los matojos y aterrizaba de rodillas a su lado.
Giró la cabeza, parpadeó un par de veces y me ofreció una leve sonrisa.
—Ah, hola, Alex —dijo, como si pasar horas desaparecida y echarse una
siesta en un jardín abandonado fuese lo más normal del mundo.
Tuvo que romper los nudos de los zarcillos de la hiedra para llevarse los
puños a los ojos y restregárselos. Bostezó.
—¿Sabías que había gallinas por aquí?
Apoyé la frente contra las rodillas y suspiré.
—Sí, Beatrice. —Negué con la cabeza—. Sí que lo sabía.
—Y gatitos —añadió sin aliento—. Hay muchísimos gatitos.
Como si hubiesen oído su nombre, dos gatitos, que no parecían haber
dejado aún la leche materna, se aproximaron a los pies de mi hermana.
Beatrice los tomó en brazos y les acarició el suave pelaje hasta que
empezaron a retorcerse y a gruñir. No estaban acostumbrados a tratar con
humanos. Beatrice les dio un beso en el lomo y los dejó en el suelo con
cuidado.
—También sabía lo de los gatitos —dije con paciencia—. Creo que es
hora de irse.
Beatrice me ignoró.
—¿Por qué no tenemos gatitos? Podrían dormir conmigo —añadió,
probablemente para demostrar que ya había pensado en todo.
—Papá los odia —le expliqué—. Por eso no podemos tenerlos.
—Papá es malo. —Pataleó y puso cara de mala uva.
Nunca la había oído hablar mal de mi padre. Jamás. Pero ahora parecía
tener ganas de darle una patada a alguien.
Apreté los labios durante un minuto.
—A mamá no le gusta que digamos cosas como esa.
No le dije que lo que había dicho no fuese verdad. Pero a mi hermana no
se le escapaba ni una. Me sostuvo la mirada durante un momento y luego
me guiñó un ojo. Volvió a la zona donde había estado el huerto para
enseñarme dónde estaban los arbustos de arándanos y dónde escondían sus
huevos las gallinas. Se arrodilló junto a la mata de fisalis y comenzó a
descascarillarlos para recolectar el fruto. Se los fue metiendo uno a uno en
la boca, dejándolos rodar como canicas. Sonrió con la boca llena.
Beatrice no tenía ninguna prisa por marcharse, así que me senté a su
lado. El jardín era un batiburrillo de colores vivos sobre un fondo verde
vibrante. Todo lo que había cultivado en su día la anciana se había
asilvestrado tras generaciones de evolución. Las plantas se expandían, se
multiplicaban y se entremezclaban con todo lo demás. Una mata de
calabazas espontáneas se enredaba en un montón en una esquina, con sus
flores amarillas y sus calabazas de tamaños y formas y colores variopintos.
Los calabacines más raros que hubiera visto en mi vida se deslizaban por la
pared del gallinero destartalado, eran redondos y de color amarillo chillón
con puntitos verde oscuro. Y había fresas silvestres por todas partes. El
lateral de la casa estaba plagado de matas de frambuesa.
Beatrice asió un brote de tomillo silvestre y pasó la uña por el tallo para
que las hojas le cayesen en la palma de la mano. El mundo olía a compost y
a verdor. Dos gallinas, las más atrevidas, se nos acercaron y picotearon el
suelo sin perdernos de vista ni un momento. Un gato las vigilaba desde la
mata de calabazas.
—Me encanta este sitio —dijo Beatrice con un bostezo—. Deberíamos
venir todos los días.
—Yo venía aquí cada día —le conté—. Cuando era muy pequeña. En
esta casa vivía una ancianita que me daba regalos.
Esto llamó la atención de mi hermana.
—¿Qué tipo de regalos? —se interesó.
—Bueno —comencé, aprovechando la oportunidad para ayudarla a
levantarse y llevarla de vuelta a casa—. Regalos de ancianita. Una galleta o
zanahorias o un huevo. En una ocasión, me dio una bolsa llena de guisantes
floridos que se podían comer. Sabían a pimienta.
—Me encantaría probarlos. —Miró alrededor en busca de un brote que
pudiera llevarse a la boca.
—Le podemos pedir a mamá que los plante. No sé cómo se llaman, por
desgracia. En fin, que me encantaba venir aquí, pero un día la ancianita se
marchó y no he vuelto a poner un pie en su casa.
—¿Adónde fue? —preguntó Beatrice.
Había pasado mucho tiempo desde que había pensado en ello por última
vez. El alarido del hombre. El grito de la mujer. El revuelo y el forcejeo y el
grito ahogado y el «¡Oh!» y luego el...
Negué con la cabeza. No podía ni pensarlo. En cuanto se me colaba la
imagen de una dragona en la mente, me forzaba a ponerla en blanco.
—No lo sé —dije—. Desapareció sin más. Tal vez se mudó.
Nos quedamos paradas junto a la puerta de atrás. Beatrice se dio la
vuelta para mirar el jardín; su mirada era ávida y escrutadora.
—A lo mejor la dragona sabe dónde está.
Incluso hoy por hoy me resulta complicado describir la sensación física
que me invadió con las palabras de Beatrice. Y me es mucho más
complicado todavía explicarla. La piel —desde los dedos de los pies hasta
la coronilla— se me llenó de lo que me parecieron pinchazos y se me nubló
la vista. De pronto fui muy consciente del sonido de los latidos de mi
corazón. Y la mente se me llenó de imágenes que se movían cada vez más
rápido, como un proyector fuera de control; era incapaz de encontrarle
sentido a lo que estaba viendo en mi cabeza. Me agarré a la verja para
mantener el equilibrio.
—¿De qué estás hablando, chiflada? —dije, intentando mantener un tono
de voz bajo y estable—. Ya no hay dragonas. Se fueron y no volverán. Todo
el mundo lo sabe. Y nadie las echa de menos. Es lo que pone en los
panfletos que nos dan en el colegio. Y los han escrito científicos.
Investigadores que trabajan para el Gobierno. De modo que tiene que ser
verdad.
Beatrice frunció el ceño.
—Pues aquí vive una dragona.
—No seas grosera —dije por instinto—. Además, ¿qué te hace pensar
eso?
—A ver —encogió sus diminutos hombros—, no hay más que mirarla.
Y eso hice. Vi una casa destartalada con agujeros en el revestimiento que
la hacían parecer una boca mellada. Un gallinero derrumbado. Un cobertizo
que no se venía abajo porque lo sostenía el tronco de un arce centenario.
—Lo único que veo es caos —dije—. Vámonos.
Beatrice no se movió.
—A las dragonas les encanta el caos. Y los gatitos. Y las gallinas. Y que
todo el mundo se lleve bien, eso es lo que más les gusta.
—¿Ah, sí? —dije escéptica—. Creo que estás hablando de lo que te
gusta a ti. Según tengo entendido, a las dragonas les va más el asesinato y la
destrucción y quemar granjas y pueblos enteros y destrozar familias. Al
menos eso es lo que pasa en los cuentos. Venga, vamos a casa. Mamá se va
a preocupar.
Esto no era verdad. Mi madre seguro que seguía dormida. Estaba muy
cansada últimamente, pero en aquel momento de mi vida lo único que yo
sabía hacer era exasperarme. Era demasiado egocéntrica como para saber
preocuparme por mi madre.
—Los cuentos son una chorrada —dijo Beatrice—. La gente que escribe
historias de dragonas nunca ha conocido a ninguna. A las de verdad les
gustan las listas de tareas y compartir y los clubes de lectura. Eso lo sabe
todo el mundo.
—Pues yo no tenía ni idea —dije mientras le indicaba la salida a mi
hermana.
—Es verdad —me aseguró—. Y, además, ¿quién te crees que se encarga
de todo? De engordar a las gallinas y de hacer felices a los gatos y de
espantar a los halcones.
—Ya veo que has pensado en todo. Haz el favor de guardarte estas ideas
para ti —le aconsejé. Y Beatrice se fue dando saltitos hasta nuestro jardín.
Y entonces, sin saber muy bien por qué, me di la vuelta. Y volví a
contemplar el jardín de la anciana. Olía a hierbas aromáticas y a matojos y a
flores silvestres, a tierra y a madera en descomposición y a generaciones de
orina de gato. Mis ojos se posaron en un agujero en la pared, una sección
del revestimiento que quedaba justo debajo de la ventana de la cocina y que
se había podrido o se había caído durante una tormenta. Parecía que ese
agujero atravesase la pared, como una ventana hacia la profunda oscuridad
del interior. Un par de ojos parpadearon en ese hueco del revestimiento,
brillaron en la oscuridad. Incliné la cabeza. Los ojos volvieron a pestañear.
—Ven, gatito, gatito, gatito —lo llamé.
El gato —asumí que eso era— resopló. La pared tembló ligeramente.
Di un paso al frente.
—Gatito bueno, sal a saludar.
Di otro paso. Los ojos volvieron a parpadear. Entonces me di cuenta de
que eran demasiado grandes para ser de un gato. Pero tenían que ser de un
gato. ¿No había gatos más grandes de lo habitual? ¿Y no brillaban los ojos
de todos los gatos?
Di otro paso al frente. Noté que la tierra bajo mis pies temblaba. Como
un ronroneo. O como un motor. U otra cosa.
—Como quieras —dije.
Y me di la vuelta, me alejé y cerré la puerta rota tras de mí.

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19

A mi madre le detectaron la recidiva del cáncer en marzo de mi primer año


de instituto. Al principio no nos lo contó. Tal vez no tuviera intención de
hacerlo, sino que pretendía desaparecer sin previo aviso, pero una tarde de
mediados de abril, mientras nos servía patatas asadas y guisantes de bote, se
desplomó, sangrando por la boca y por la nariz. Mi padre, que justo estaba
en casa, se levantó de un salto y ahogó un grito antes de acercarse a ella a
toda velocidad. La tomó entre sus brazos mientras le susurraba y le
canturreaba y le chistaba, como si fuese su madre en lugar de su marido.
—Ay, querida —lloraba mientras aferraba su cuerpo con fuerza. Jamás lo
había visto hablarle de esa forma a mi madre. Soltó un gruñido de pánico
cuando la levantó—. Ay, no. Ay, mi amor. ¿Por qué pesas tan poco? —Su
voz era quebradiza e insustancial, un rastrojo de lo que solía ser.
La cabeza de mi madre se balanceaba de un lado a otro mientras se
esforzaba por no perder el conocimiento. Mi padre la abrazó fuerte, luego la
apartó para examinarle la cara, luego la volvió a abrazar, y ligeros gemidos
de angustia emergían de su pecho involuntariamente.
—¿Por qué no me contaste que había regresado? —murmuró contra su
cuello. Se atragantó y tosió—. Ay, Dios, ¿por qué me lo las ocultado?
¿Quería mi padre a mi madre? Incluso ahora soy incapaz de saberlo con
seguridad. Creo que la mayor parte del tiempo no, pero en ese momento,
cuando intento traerlo a la memoria, cuando intento observarlo durante un
buen rato para poder escribirlo... sí, creo que sí. Me parece que en ese
momento, mientras la abrazaba, mientras la llevaba en volandas, la quería
profundamente.
Me quedé ahí parada, sin palabras, mirándolo. Beatrice se acercó y me
cogió la mano. Los seguimos hasta la puerta y nos detuvimos cuando
llegamos al umbral, incapaces de mover ni un músculo.
Mi padre colocó a mi madre en el asiento del pasajero con una ternura y
con un cariño que jamás le había visto y que no volvería a presenciar. Le
alisó el pelo y le acarició la mejilla y le besó la frente antes de cerrar la
puerta. Se palpó los bolsillos y de pronto lo asaltó la preocupación. Se giró
hacia la puerta, donde estábamos nosotras, con los ojos muy abiertos y con
una mirada de súplica.
—¡Las llaves! —me gritó.
Me giré al instante, corrí hacia el interior de la casa, encontré las llaves y
se las llevé a toda prisa. Mi padre ya estaba en el asiento del conductor,
asiendo la mano de mi madre. Tenía los ojos rojos. Apretaba los labios en
una línea doliente y tensa. Se le entrecortaba el aliento con cada inhalación.
—Alexandra —dijo. No me detuve a corregirlo—. Cuida de tu... —
Tragó y negó con la cabeza—. Cuida de la niña. No sé cuánto tardaremos.
Mi madre se llevó los dedos a los labios, que estaban tan pálidos como
ramas de abedul. Me lanzó un beso y ese mínimo gesto pareció acabar con
sus fuerzas, como si cada respiración supusiese un calvario. Yo no sentía las
manos ni la cara ni el mundo a mi alrededor. Justo entonces me di cuenta,
con un tremendo sobresalto, de lo enferma que estaba. ¿Desde cuándo
llevaba así? ¿Cómo no lo había visto antes? ¿Por qué no lo había contado
nadie?
—¿Cuándo regresaréis? —conseguí preguntar. Miré a mi madre, no a mi
padre.
—Cierra con llave y piensa qué vais a desayunar mañana —dijo mi
padre—. Es posible que tengáis que pasar un tiempo solas.
—¿Mamá? —dije, con la voz temblorosa. O quizá lo que temblaba era el
suelo bajo mis pies. Tal vez el mundo entero se estuviera tambaleando.
Cuando yo era pequeña, mi madre había desaparecido. Y los adultos no
me habían explicado nada, no me habían consolado, no me habían
proporcionado ningún contexto para que yo fuese capaz de comprender mi
situación. Era una niña, ¿sabes? Debía tener buenos modales y ser
obediente. No levantar la vista del suelo. No necesitaba saber nada. Y
esperaban que se me olvidase.
—¿Mamá? —repetí.
Alargué la mano hacia el interior del coche y la pasé por delante de mi
padre.
—Me pondré bien —dijo ella.
Mi padre me retiró la mano de un golpe, encendió el coche y aceleró por
la carretera.
Noté que algo se movía en mi muñeca. Miré abajo y vi que el nudo de la
correa de cuero se había deshecho. Me quedé mirando cómo se aflojaba, se
abría y se caía al suelo. No lo recogí. En cambio, busqué el coche de mis
padres en la lontananza. Ya no estaba.
No regresaron a casa esa noche, ninguno de los dos. Ni al día siguiente
tampoco. Pasamos cinco días solas.
Los médicos dijeron que no había nada que hacer, aparte de evitar que
sufriera más de lo necesario.
Mi madre no salió del hospital hasta el día de su muerte, el 5 de junio de
1961. Beatrice y yo la visitábamos cada día después de clase, cuando
nuestro padre estaba en la oficina. Nos quedábamos a su lado, haciendo los
deberes en silencio o leyendo un libro o dibujando hasta que las enfermeras
nos echaban a las cinco y nos íbamos a casa caminando. Yo preparaba la
cena. Y limpiaba. Mi padre cada día llegaba más tarde del trabajo. A veces
no aparecía por casa en toda la noche, y por la mañana venía ya duchado y
vestido para comenzar otra jornada laboral. Le pagaba al tendero para que
nos trajera la compra a domicilio y nos colocara los víveres en la despensa.
No nos preparaba el desayuno (me encargaba yo) ni la comida (también la
hacía yo). En lugar de eso, nos daba una palmadita a cada una en la cabeza
como si fuésemos un par de labradores y nos decía que fuésemos niñas
buenas y que rezásemos nuestras oraciones y que obedeciésemos a los
profesores. Y luego se daba la vuelta y se iba silbando a la oficina.
Cuando le pregunté a mi madre si mi padre la visitaba alguna vez, me
dijo que iba cada día a la hora de comer. Pero yo nunca lo había visto allí.
Por lo que yo sé, la única ocasión en la que pisó el hospital fue cuando la
acompañó durante las primeras cinco noches. Y luego, nunca más. A veces,
incluso ahora, después de tantos años, intento ser compasiva. Tal vez no
pudiese soportarlo. Quizá le doliese demasiado ver cómo se iba. Puede que
la quisiera demasiado como para perderla. A lo mejor todas estas cosas son
verdad, y el resto de las características que he descrito hasta ahora, que son
más obvias y menos agradables, sean... verdad también. Y quizá sea el caso
con todas las personas, que nuestra mejor parte y nuestra peor parte y la
infinidad de partes mediocres existen simultáneamente en un alma que
alberga una multitud de seres. De todas formas, no se me escapó que las
enfermeras apretaban los labios cada vez que mi madre cantaba las
supuestas alabanzas de mi padre. Por mucho que quisiera a mi madre, sabía
que no podía confiar en su palabra.
Me pasé semanas junto a su cama en el hospital, acurrucada junto a lo
que quedaba de su cuerpo: manos frías, pies helados, hoyos oscuros donde
habían estado sus mejillas. Era ligera como las cenizas. Se la estaba
llevando el viento. Beatrice se tumbaba entre nosotras un ratito, pero luego
se arrebujaba en el sillón y se dormía al instante. Mi hermana era diminuta.
Todo calor compacto y energía potencial y posibilidades ocultas, como un
huevo. Mi madre siempre decía que le cabía en el bolsillo. Y cada vez que
lo decía, se le quebraba la voz.
El día en el que murió, durante sus últimos momentos, me pidió que le
leyese el poema de lord Alfred Tennyson que versa sobre Titono. No me
chocó, porque desde que estaba ingresada me pedía que leyese casi a diario.
No me di cuenta de que esta vez era distinto. No me percaté de que sería la
última. ¿Cómo iba a saberlo? La mano de mi madre se aproximó hacia la
mía. Sus ojos eran como dos nubes opacas.
—Vuelve a leerlo —me pidió, con una voz débil y seca y ligera, como el
exoesqueleto que la cigarra deja atrás después de haberse ido volando.
No hizo falta que me explicase lo que quería que le leyera. Ya lo sabía.
Tenía un libro medio roto de lord Alfred Tennyson en la mesilla de noche
con un marcapáginas estratégicamente colocado. Lo abrí. Beatrice roncaba
en la silla, justo a mi lado, con las mejillas sonrosadas y la boca medio
abierta. Incluso sus ronquidos resultaban adorables. Me aclaré la garganta.
—Los bosques perecen, los bosques perecen y caen —leí—. Las nubes
lloran su carga sobre la superficie terrestre. —Mi madre abrió la boca con
un suspiro. Continué—: El hombre llega, labra la tierra y luego yace bajo
ella. —Mi madre gruñó ligeramente—. Tras un largo número de veranos, el
cisne muere.
El poema continuó. Yo creo que al pobre Titono no le salió muy bien la
jugada. Los dioses son egoístas. Solo piensan en sí mismos. Despojar a una
persona que está dispuesta a morir del descanso eterno y del paraíso que
supuestamente lo acompaña me parece de lo más cruel. Y aun así. Si yo
hubiera podido concederle la vida eterna a mi madre con un golpe de varita
divina, aunque esto implicase que se marchitara y encogiera como un grillo,
¿no lo haría? Si pudiese tenerla a mi lado hasta mi último aliento. Si pudiera
tenerla aquí incluso ahora. Sé que no sería justo para ella, por supuesto.
Pero mentiría si dijese que no lo habría hecho.
La miré. Pasó mucho rato sin moverse cuando terminé de leer. Entré en
pánico.
«Respira —pensé como hablando con ella, como si mis pensamientos
valiesen para algo—. Respira, mamá, por favor, por favor, respira.»
Observé su pecho y le puse la mano delante de la boca, en una búsqueda
desesperada de flujo de aire. De pronto, mi madre inhaló un intenso y
repentino aliento y me tomó de la mano. Tenía los dedos congelados. Me
miró a los ojos, aunque no sé hasta qué punto me podía ver. Sus ojos eran
dos borrones anubarrados.
—Mamá —dije. Mi voz era increíblemente pequeña. Como de niña—.
¿Quieres que te lea el poema otra vez?
—Para —chirrió. Sus dedos se entretuvieron en el nudo de la cuerda que
me rodeaba la muñeca. Lo apretó entre las yemas.
Yo no sabía qué era lo que tenía que parar de hacer.
—¿Necesitas calmantes? —le pregunté.
—Para —insistió.
Levantó la otra mano unos centímetros sobre la cama y luego la dejó
caer sobre las sábanas, como si no pudiese soportar el esfuerzo que le
suponía. Se la levanté y tomé ambas manos entre las mías. Sus dedos se
entrelazaron con los míos y apretó todo lo fuerte que pudo, que no era
mucho.
—Vale, madre, pararé.
Seguía sin saber a qué se refería, pero el mero hecho de que lo hubiese
dicho pareció surtir efecto. Se relajó y soltó un leve suspiro.
—Yo también podría haberlo hecho, ¿sabes? —Tenía la mirada perdida.
Era casi seguro que no podía verme.
—¿Qué podrías haber hecho? —le pregunté. Tenía las manos heladas.
—Podría haberlo hecho. Como cualquiera de las demás. Pero escogí. —
Mi madre respiró hondo, pero no terminó la frase. Aguardé a que volviera a
respirar. Esperé a que continuase. Esperé durante mucho rato. Y entonces
sus dedos se soltaron de los míos, y me dejó ir, me dejó...
Respiró otra vez y luego nunca más.
La habitación en la que estaba ingresada tenía cuatro camas, dos de las
cuales estaban vacías. En una había una anciana que en aquel momento se
encontraba dormida. Beatrice también dormía. Mi madre estaba muerta. Yo
era la única persona que estaba despierta. Había gente caminando por los
pasillos, pero no avisé a nadie. No tenía palabras para describir lo que
acababa de suceder. No disponía de marco de referencia para comprender
mi situación. ¿Cómo puedes contar la muerte de tu madre? Yo era incapaz.
Era innombrable.
Me acerqué al sillón y tomé a Beatrice en brazos y la sostuve en mi
regazo durante mucho rato. El calor denso de su cuerpecito me penetraba en
la piel y me caldeaba los huesos. Mi madre estaba muy quieta, y más fría
con cada minuto que pasaba. No llamé a la enfermera. Ni a mi padre. En
cambio, pensé en mi tía. Hacía mucho tiempo que no se me venía a la
cabeza. Pero me imaginé a Marla irrumpiendo en la habitación, reviviendo
a mi madre como hacía con los coches antiguos. Me la imaginé pegando
puñetazos a los médicos que nos habían fallado. Me la figuré volando junto
al lateral del edificio y abriendo un boquete en la pared de un golpe para
entrar en medio de una lluvia de cristales rotos. Sus ojos refulgirían como
rubíes, sus escamas dragontinas brillarían en contraste con la escasa luz del
hospital, sus músculos se marcarían tras su flexible piel. Un asombro de luz
y calor e intelecto violento. Ahogué un grito solo de pensarlo.
Pero entonces negué con la cabeza. No iba a aparecer. Claro que no.
Nadie en su sano juicio podía pensar que las dragonas regresarían a su lugar
de origen. Las dragonas nunca volvían. Era una verdad autoevidente. No
obstante. Miré hacia la ventana de todas formas.
Beatrice no se despertó. Suspiró y murmuró en sueños, el calor de su
cuerpo me templaba como si tuviese el fuego de Prometeo en el regazo y lo
estuviese llevando a la tierra desde el Olimpo, sano y salvo hasta que la ira
se desatase sobre nosotros.
El día en el que se cumplía un mes de la muerte de mi madre, mi padre nos
levantó a Beatrice y a mí muy pronto y nos dijo que nos vistiéramos. Nos
condujo a la planta baja. Era muy temprano. Había una mujer sentada en el
sofá. Llevaba una bata de dimensiones generosas que apenas cubría el
contorno de su oronda barriga. No se parecía en nada a mi madre. Era muy
alta, rubia, de grandes pechos y muslos carnosos. Llevaba pintalabios rojo,
como Marla. Apoyó el codo en el brazo del sofá y posó la mejilla en el
puño. Recuerdo que se le arrugó la piel y le envolvió los nudillos al
hundirse en la suavidad de su cara. Era hermosa del mismo modo que lo es
la comida abundante. Mi padre la miraba hambriento. Mi madre era frágil y
fría, como la escarcha que cubre las ventanas en invierno. Esta mujer no se
le parecía en nada.
—Niñas —dijo mi padre—. Recordaréis a la señora Olson.
La mujer nos ofreció una media sonrisa.
Era obvio que no la recordábamos. La señora Olson era la secretaria de
mi padre, y tal vez habríamos podido conocerla si se nos hubiera permitido
visitarlo alguna vez en el trabajo. Pero no era el caso. Habíamos oído su
nombre, eso sí, en susurros tensos y airados que provenían del dormitorio
de mis padres.
—Me alegro de verte, Alexandra —dijo—. Tu padre habla maravillas de
ti.
No le dirigió la palabra a Beatrice. Tomé a mi hermana de la mano.
Esperé una explicación. No llegó.
Mi padre se llevó la mano al sombrero a modo de saludo, le dijo a la
señora Olson que volvería pronto (debí darme cuenta de que no había
hablado en plural) y nos llevó a visitar la tumba de mi madre. Nos
quedamos allí durante mucho rato, mi padre y yo sentados en un banco y
Beatrice correteando por la hierba entre los parterres de flores, intentando
que las ardillas tomasen una nuez de su mano. En un momento dado, se
rindió y se arrodilló junto a la lápida de mi madre, puso un trozo de papel
sobre su nombre y con una cera sin envoltorio coloreó el papel de modo que
el nombre de mi madre quedó marcado en relieve.
BERTHA GREEN decía el papel. Me descubrí articulando en silencio el
nombre de mi madre, sintiéndolo sobre los dientes y la lengua. Nunca había
dicho su nombre en voz alta. Para mí, su único nombre era «madre». ¿Qué
más le habría arrebatado el mundo, además de su nombre?
Después, no fuimos a casa. Mi padre nos llevó a un pequeño
apartamento a tres manzanas de distancia del colegio de Beatrice y a un
corto recorrido en bici de mi instituto. No habló cuando apagó el motor del
coche. No dijo nada cuando nos indicó con la mano que entrásemos allí y
que subiésemos las escaleras. El apartamento estaba en el tercer piso. En el
bajo del edificio había una tienda polaca, justo al lado del despacho de un
contable que solo trataba con personas de habla polaca. Esto lo descubrí
después. No podía descifrar ninguno de los dos letreros. Había dos hombres
metiendo y sacando cajas sin descanso. Algunas ponían «Niñas»; otras,
«Libros»; otra, «Cocina»; otra, «Documentos». Instalaron una cama en el
dormitorio, que era poco más amplio que un armario. Y también estrujaron
una cómoda. Subieron mi escritorio.
Observé a mi padre. Me había quedado sin palabras. ¿Por dónde
empezar? Beatrice me tomó de la mano y esperó. De su cuerpo emergía una
sensación de calma y entusiasmo, como si este fuese un día normal y
corriente.
—¿Dónde ponemos la otra? —preguntó el hombre al subir la segunda
cama.
Mi padre miró alrededor.
—En esa esquina, supongo.
Posaron la cama y enseguida se vio cubierta de cajas.
Había una caja de Sears que contenía una mesa y unas sillas, con sus
instrucciones para ensamblarlas. Jamás había montado nada en mi vida.
Miré con atención la caja y me di cuenta de que en la etiqueta aparecía
nuestra dirección. La habían enviado a nuestra casa. La fecha del matasellos
era de hacía dos meses. ¿Cuánto tiempo llevaba mi padre planeando esto?
Beatrice no habló. Yo tampoco. Mi padre no nos ofreció explicación
alguna. Ni contexto. Dejó que los hechos hablasen por sí solos.
Había una caja que ponía «Beatrice».
Había una caja que ponía «Sábanas».
Había una caja que ponía «Verano».
Había dos cajas con comida.
Había cuatro lámparas y una pila de toallas.
Pagó a los dos hombres y se fueron. El grifo goteaba y la nevera hacía
ruido y en algún lugar del pasillo había un hombre y una mujer discutiendo
a gritos. Mi padre miró su reloj.
—Bueno —dijo, dándose unos golpecitos en los bolsillos para localizar
las llaves—. Hogar, dulce hogar, como se suele decir. Espero que os guste.
—Hizo una pausa—. No ha sido barato —añadió.
Parecía barato, pensé.
—¿Dónde están tus cajas, papi? —preguntó Beatrice. Lo miró, su cara
no revelaba ni una pizca de ansiedad. No tenía razones para no confiar en
nadie—. ¿Dónde dormirás tú?
Me sentí como si me hubiese tragado una piedra.
Mi padre se aclaró la garganta. Me miró a los ojos al fin.
—Tú lo entiendes, ¿verdad? —dijo.
No lo entendía, y así se lo dije. Me empezaron a pitar los oídos.
—Bueno —dijo mi padre, y dio un paso atrás, hacia la puerta—. Hay un
bebé en camino, al fin y al cabo. Hay que tomar decisiones. Todos tenemos
que aportar nuestro granito de arena y tal. Además, Alexandra, tú has
demostrado ser perfectamente capaz. De verdad que no entiendo cuál es el
problema. —Otro paso.
Me quedé sin aliento. De pronto, me dio la sensación de que mi padre
estaba muy lejos, como si lo estuviese observando a través de un telescopio
del revés. El suelo, toda la estancia, parecía estar inclinada de una forma
enrevesada, y se balanceaba adelante y atrás. Sentí náuseas, como si me
hubiese mareado en alta mar. Cerré los ojos y traté de centrarme.
—No es posible que este sea el plan, papá —dije, con la voz ahogada de
una forma extraña. No era capaz de tragar—. No puedo llevar una casa. Ni
criar a una niña. —«¡Es obvio que no puedo!», quise gritar—. ¿Qué hay de
mis estudios?
Mi padre apartó la vista. Miró al techo, lleno de grietas y remaches. Se
miró los zapatos. Sus ojos acabaron por posarse en los armarios y en la
encimera de la cocina; estaban llenos de porquería. Se le arrugó la boca en
un gesto de desagrado. Nos quedamos allí los tres, Beatrice, él y yo, de pie
en el apartamento. Era pequeño, con ventanas estrechas que daban a la
calle. Recuerdo el rechinar de una puerta que se cerró con un sonoro
portazo. Recuerdo el sonido de pisadas en el pasillo. Recuerdo el olor denso
y grasiento que venía de otro piso. Se me aceleraron los pensamientos. ¿De
dónde sacaríamos el dinero? ¿Qué comeríamos? ¿Dónde estudiaría? ¿Quién
cuidaría de nosotras? Nadie. Quería que me ocupase yo sola de todo. No
tenía a nadie. Quería sentarme, pero no había sillas.
—Tu madre fue capaz. Sin que nadie le enseñara. Tu... ya sabes quién.
La hermana de tu madre también lo hizo cuando tus abuelos se murieron.
Terminó de criar a tu madre ella sola. No es para tanto. Cualquiera puede
hacerlo. Es de lo más natural. —Mi padre volvió a mirar el reloj. Las cajas
seguían sin abrir. No tenía intención de ayudarnos a recoger nada—. Tienes,
como se suele decir, instinto innato para estas cosas.
—Mamá era una persona adulta cuando me tuvo a mí. —Lo miré
fijamente—. Había ido a la universidad y todo. Además, te tenía a ti. Y mi...
—incluso entonces fui incapaz de decir «tía Marla»», de lo acostumbrada
que estaba a mentir al respecto. Negué con la cabeza—. Ella también era
adulta. No puedo encargarme de todo yo sola. Papá, tengo quince años.
—Eres muy madura, todo el mundo lo dice. —Volvió a mirar el reloj.
Me incliné hacia atrás, como si me hubiese impactado una ráfaga de
viento.
—¿Y mis estudios, papá? Soy la mejor de mi promoción. Tomo clases
extraordinarias. Me encanta ir al instituto. Adoro aprender. Y un día iré a la
universidad y...
Los labios de mi padre se estremecieron como si tuviese vinagre en la
boca.
—No hace falta tener un diploma universitario para limpiar un baño o
preparar la cena. Y cuidar a una niña que pasa casi todo el día en el colegio
no puede ser para tanto. Esto mismo le decía a tu madre a todas horas.
Hacía todas las cosas de casa, se ocupaba de todos los asuntos familiares
ella sola, incluso con el cáncer, y sabes bien lo enferma que estaba; ¿nunca
te has parado a pensarlo?
Mi padre se aclaró la garganta. Miró por la ventana, hacia el cielo. En un
fugaz y salvaje momento, me lo imaginé lleno de dragonas. Quemando
casas, arrasando edificios, tragándose a hombres sin masticar. Fantaseé con
que la Dragonización Masiva volvía a ocurrir, aunque a mayor escala: cada
ciudad, cada pueblo, cada manzana cubiertos de alas oscuras y mandíbulas
afiladas y escamas brillantes. Me imaginé liberada, desatada, desmandada,
una explosión de calor y rabia y frustración. Me ardían los huesos. Me
apretaba la piel. El aire chisporroteaba dentro de mis pulmones.
«No», me dije. Cerré los ojos y traté de apartar la visión de mi mente.
Intenté forzarme a olvidar. El olvido es liberador en cierto modo. No
importaba lo que hubiera pasado con anterioridad. Ya no había dragonas.
No iban a volver. Todos lo sabíamos. Intenté ralentizar mi respiración y
calmar mi mente. Me cubrí la cara con las manos, apreté los dedos contra la
piel durante un breve momento para intentar contenerme.
Volví a encararme con mi padre y me negué a apartar la vista,
desafiándolo a mirarme a los ojos. Dio dos pasos más hacia la puerta. Se
quedó quieto y luego volvió a poner el peso sobre los talones. Dio otro paso
hacia la salida.
Negué con la cabeza, incapaz de creer lo que estaba haciendo.
—No me puedo encargar yo sola de todo, papá —dije.
Nunca había sido mucho de llorar, incluso de pequeña. Pero en aquel
momento casi rompo en llanto. Apreté las muelas y recompuse la cara.
—No estarás sola. Vendré a diario para ver cómo os va. Y te daré el
dinero necesario para llevar la casa.
—¿Lo prometes? —Se me atascó el aliento en la garganta. Beatrice se
acercó a mí y engurruñó los bajos de mi camisa con el puño. Se aferró con
fuerza. No dijo ni una palabra.
—Lo prometo —dijo mi padre. Su voz era fina y volátil como el humo.
No me reconfortó.
Me estrechó la mano, como si fuésemos socios y no padre e hija. Y cerró
la puerta tras de sí.
Mi padre era un mentiroso. Yo estaba sola. Jamás vino a ver qué tal nos
iba.
La última promesa sí que la mantuvo. Cada mes me ingresaba en una
cuenta a mi nombre una cantidad generosa y confiable. Nos pagaba el
alquiler con carácter anual y con un pico para que el casero no se fuera de la
lengua. Nos asignaba fondos para cada una con los que cubrir los gastos de
matrícula y las facturas, y delegaba en los cajeros para no tener que lidiar
con nosotras. Y a pesar de que seguía llamándonos por teléfono cada
domingo para saludarnos de forma cada vez más incómoda y para
recordarnos que fuésemos buenas, pasé casi tres años sin verlo desde aquel
día. Cuando se pasaba por el apartamento para traernos algún paquete o la
correspondencia o suministros, siempre aprovechaba el momento en el que
estábamos en clase y lo dejaba en la puerta.
Estuve a punto de olvidar la forma de su cara.
Pero conocía a la perfección el aspecto de su dinero.

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El molino Pinsley de Herefordshire, en Inglaterra, fue construido en 1675
para la molienda del maíz. Se reconvirtió en un molino de algodón de
última tecnología en 1744 y fue una de las primeras industrias en aplicar
las máquinas de hilado inventadas por John Wyatt. El señor Wyatt, más
famoso por sus pinitos en la poesía que por sus logros de ingeniería, había
diseñado máquinas de hilado para que fuesen remolcadas por ocho burros,
un buey, una cascada y aproximadamente doscientas veinte niñas y
jovencitas —algunas de solo doce años—, que serían las encargadas de
manipular la maquinaria, ya que debido a su pequeño tamaño eran
capaces de introducirse por los recovecos cuando el mecanismo se
atascaba.
El señor Wyatt se jactaba ante sus amigos en la taberna de que el
secreto de la producción de las telas más finas del mercado era la pureza y
la belleza de las muchachas que trabajaban en su fábrica. Las obligaba a
vestir de blanco y a lavar la ropa con cal cada domingo, para eliminar la
mugre del pecado. Vivían hacinadas en un barracón sin ventanas a media
legua de la fábrica, donde la matrona les leía la Biblia cada noche para
que supiesen lo que les pasaba a las chicas buenas y que no se desviasen de
la senda de la virtud. A los dieciocho años se las despedía, antes de que sus
rostros comenzasen a curtirse y su belleza a desvanecerse; nadie sabía
adónde las mandaba. O, si lo sabían, no lo comentaban.
Ninguno de los vecinos del pueblo había visto nunca a las chicas. El
señor Wyatt no lo permitía. Se las traían de lo más profundo de Escocia y
de lo más oscuro de Gales en carretas cubiertas. Se susurraba que incluso
había irlandesas impías entre ellas. Todo el mundo ansiaba echarles el ojo
encima, pero el señor Wyatt espantaba a los mirones y el vigilante de la
fábrica echaba a los muchachos que, presas de la curiosidad, trataban de
acceder al barracón. Corría el rumor de que había gente que había
logrado ver los rostros de las chicas a través de los huecos de ventilación
que se encontraban en lo más alto del edificio. Se decía que tenían la cara
blanca como el algodón y los labios de color añil de tanto llevarse los
dedos teñidos a la boca. «Princesas encerradas en la torre —decían los
hombres en la taberna—, elaborando telas dignas de un rey.» Si estas
palabras eran de cosecha propia o tomadas de las odas floridas que
componía el señor Wyatt en loor de las muchachas —casi siempre borracho
— es aún un misterio. En todo caso, tras los incendios ya nadie le dio
importancia.
El primero ocurrió en 1754. Destruyó solo una pequeña parte del
edificio, y la matrona había tenido tiempo de sacar a la mayor parte de las
trabajadoras. El fuego causó un derrumbe en la pared norte, chamuscó el
revoque y derruyó algunas de las construcciones anexas (cosa que nadie
era capaz de explicarse, dado que las llamas no solían derruir nada).
También provocó daños en una de las máquinas de hilado inventadas por el
señor Wyatt. El guardia escribió en el informe que «la gloriosa máquina
construida por el señor Wyatt, en cuerpo y alma, quedó aplastada en el
suelo, como si una gorgona o un trol que hubiese pasado por allí la hubiera
confundido con un cómodo asiento. Fue una pena que una creación tan
noble fuese reducida a una arrugada pila de escombros». El señor Wyatt,
casi —que no totalmente— arruinado, se fue a la taberna entre alaridos
sobre dragones. Tras varias calmantes rondas de licor, compuso, para los
allí reunidos, un poema épico sobre un hábil hombre de negocios que se
había enfrentado a la monstruosidad de la naturaleza con las espadas de la
industria y de la modernidad como garantes de su triunfo. Muchos hombres
acabaron vertiendo abundantes lágrimas al finalizar el relato.
Aquella noche, el guardia tomó declaración a varios vecinos, que
corroboraron haber oído desde sus casas, cercanas al barracón, sonidos
como de látigos y alaridos femeninos. Pero nadie había podido acudir en
su auxilio porque las puertas, como de costumbre, estaban cerradas.
A lo largo de los siguientes dos años, varios incendios más dañaron o
bien el edificio o bien la maquinaria, y cada uno provocaba otra oda ebria,
para el regocijo de los parroquianos o para aplacar a los acreedores, eso
no ha quedado claro. Los últimos dos incendios gemelos sucedieron en
mitad de la noche. Según los informes, una llamarada monstruosa arrasó el
barracón de las chicas y, más tarde, esa misma noche, un segundo incendio
acabó con el molino. Ambos edificios quedaron destruidos sin solución. Las
muchachas, todas sin excepción, desaparecieron. La matrona consiguió
salvar la vida, pero no la dignidad: se la vio, cuando los voluntarios
acudían al lugar del sinestro cargados con cubos, atravesar el pueblo
desnuda. Se asumió que sus ropas habían sido calcinadas, por supuesto,
pero no tenía ni una sola quemadura en la piel. De todas formas, pasó el
resto de sus días en un manicomio, ya que era incapaz de dejar de
parlotear sobre dragones. El señor Wyatt, en el juicio por bancarrota,
también aseguraba que su infortunio había sido causado por las dragonas,
pero dada su propensión a la poesía, se tomó esa declaración como una
mera metáfora.
Desde su celda, el señor Wyatt compuso otra epopeya sobre un valeroso
ingeniero que había tratado de aplacar el brutal instinto que portaban en
su interior las muchachas y que había intentado moldearlas a imagen del
prototipo de la buena mujer cristiana: casta, trabajadora, obediente y
buena. A pesar de sus denodados esfuerzos, la naturaleza monstruosa
ganaba la partida. Su poema alcanzó a pocos lectores y agradó a menos
críticos aún. Un periódico bromeó sobre ello: «Los desvaríos de un deudor,
tan vacíos como sus bolsillos, que, sin poder adquisitivo ni relevancia,
pronto serán relegados al olvido». El señor Wyatt murió en presidio. Fue
enterrado bajo una sencilla cruz de madera, que fue calcinada por un
vándalo anónimo varios meses más tarde.

Breve historia de las dragonas, del doctor H. N. Gantz

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20

¿Cómo explicar los siguientes dos años? Me resulta complicado recordarlo


todo. La mayor parte de mis recuerdos de ese periodo se resumen en un
torbellino de ropa que lavar, libros de texto, platos y listas y cartas y
preocupación atenazadora. Cuidé de Beatrice. Le leí cuentos cada noche. Le
lavé la ropa y le preparé baños y le planché las sábanas y le cepillé el pelo.
Le tomé la temperatura y le di medicamentos y me preocupé por ella
cuando enfermaba. La llevé al colegio. Le preparé tarjetas para estudiar y
comprobé que llevase hechos los deberes y le enseñé a estudiar para los
exámenes de gramática. Aprendí a cocinar y la alimenté. La mantuve sana y
salva. Era mi primer y último pensamiento, y la mayoría de los intermedios,
cada día.
Beatrice era mi mundo entero.
Me aseguraba de que llegaba al colegio limpia y con el pelo trenzado y
con la ropa remendada y planchada y sin manchas, con los zapatos pulidos
y embetunados y siempre a tiempo. Mi padre me había dejado claro que
nadie debía enterarse de la forma tan fuera de lo común en la que vivíamos.
No quería que nadie formulase preguntas ni metiese las narices en nuestros
asuntos. Instalé cortinas y nunca subía demasiado el volumen de la radio.
Le enseñé a Beatrice a hablar bajito para no molestar a los vecinos.
Estudiaba a todas horas, a menudo me quedaba despierta hasta pasada la
medianoche, cuando Beatrice ya estaba dormida. Empollaba para los
exámenes mientras hacía la colada en la lavandería. Tomaba clases por
correspondencia en la universidad gracias a un programa interno de la
biblioteca, lo que me permitía acumular créditos universitarios antes incluso
de graduarme en el instituto.
Porque no me importaba lo que opinase mi padre. Yo iba a sacarme una
carrera, cayera quien cayese. E incluso seguiría estudiando después. Cuanto
más profundizaba en las matemáticas y en la química y en la física, más me
convertía en mí misma. El mundo también se convertía más en sí mismo.
En aquel momento, para mí aprender era como comer, y estaba famélica.
La señora Gyzinska, bibliotecaria y antigua amiga de mi madre, me
había tomado bajo su protección y me había convencido para apuntarme al
programa universitario por correspondencia y para seguirlo hasta el final, lo
que me dio la oportunidad de estudiar matemáticas y física avanzadas por
mi cuenta en la biblioteca. Además, tenía el apoyo de profesores
universitarios, que guiaban mi aprendizaje por carta. La señora Gyzinska a
menudo me decía que albergaba muchas esperanzas en mi futuro, lo que me
daba a mí también esperanzas, aun a mi pesar. Me enseñaba fotografías de
universidades de todo el mundo y me ofrecía información sobre becas y
programas especiales. Me supervisaba los exámenes y me proveía de clases
magistrales grabadas en cintas de 35 mm que podía ver en la sala de
audiovisuales. Además, se aseguraba de que no faltase material para mis
clases en la sección de consulta.
Mi padre había llegado a un acuerdo con el tendero para que nos dejase
una caja de comida y provisiones en la recepción del edificio cada sábado
por la mañana, antes del desayuno. Le había dicho que formaba parte de un
esfuerzo filantrópico por su parte, porque éramos «pobres de solemnidad».
Sabía que si tenía que ir sola a la tienda cada poco, la gente comenzaría a
sospechar y a formular preguntas, y en ocasiones esas preguntas se las
formularían a él, y eso lo incomodaría. A mí me daba igual. Era una tarea
menos de la que ocuparme de las infinitas que poblaban mi lista, de modo
que eso me proporcionaba una hora libre más a la semana para estudiar.
Es sorprendente lo rápido que se hace una a una situación imposible.
Cómo el terror y el pánico se convierten en una sensación familiar, incluso
ordinaria. Mi padre nos llamaba cada domingo a las nueve. Me decía que no
se me ocurriese ir detrás de los hombres porque a las frescas nadie las
quiere. No me interesaban los chicos ni por lo más remoto, así que esto no
suponía un problema. Me aconsejaba que me apuntase a las clases de
Dictado y Taquigrafía para granjearme un buen empleo cuando terminase el
instituto. Me pedía que siguiese siendo una buena chica para que él
continuase sintiéndose orgulloso de mí. A Beatrice no le decía nada más
que hola y adiós. A ella no parecía importarle. Había más niños en nuestro
edificio, y organizaban partidas épicas de escondite en el callejón, así que al
fin y al cabo hablar con un adulto a quien apenas recuerdas acaba por
resultar aburrido. Siempre salía corriendo por el pasillo a toda velocidad.
Corría de forma salvaje, mi Beatrice. No veía el sentido a intentar
contenerla. Corría más rápido, trepaba a mayor altura y gritaba más alto que
cualquier otro vecino del barrio. También era colaboradora, trabajadora y
amable, y siempre sacaba unas notas excelentes. Asumí que no había nada
de lo que preocuparme.
Precisamente por eso me sorprendió que dos semanas antes de empezar
mi último año de instituto me llamase el director para hablarme de una
trastada de mi hermana. No tenía ni idea de qué habría hecho Beatrice, pero
dado que el director quería vernos antes de empezar el curso, supe que sería
algo gordo.
—Quizá te apetezca contarme lo que has hecho —le dije, mientras releía
la carta del señor Alphonse por quinta vez—. Así podemos ir coordinando
nuestros testimonios antes de la reunión.
Beatrice negó con la cabeza y levantó las manos desnudas.
—Alex, no tengo ni idea. Te lo prometo.
No tenía claro si estaba mintiendo o no. Se tomó un largo trago de leche,
y por la cara que puso supe que se había vuelto a cortar. Tiré el resto del
contenido en el fregadero y me propuse parar a comprar más de regreso del
colegio. ¿Nos estaría vendiendo el tendero leche pasada de fecha para
embolsarse el importe? ¿Lo haría a instancias de mi padre, que quería
ahorrarse unos céntimos en nuestra manutención? Ambas posibilidades
parecían plausibles.
Me senté a su lado en la mesa de la cocina y apoyé la frente sobre las
palmas de las manos, en un intento de prevenir un dolor de cabeza
inminente. Solté un suspiro.
—¿Cómo no vas a tener ni idea, Beatrice? Al menos tendrás alguna
suposición.
Estaba fastidiada. Tenía demasiadas cosas que hacer. Aún no había
terminado los deberes de verano (cada junio nos mandaban más y más, ¿de
qué servía tener vacaciones si las teníamos que pasar estudiando?), y las
clases por correspondencia ya habían comenzado. Tenía que escribir las
redacciones de las solicitudes de plaza universitaria, un trámite que me
provocaba tanta ansiedad que solo quería tumbarme. ¿Qué sería de nosotras
el año que viene? ¿Cómo me las apañaría para hacerme cargo de Beatrice?
No tenía ni idea. Lo único que le pedía al mundo era poder seguir
aprendiendo, tragarme el universo entero con el cerebro. Solo de pensar que
existía la posibilidad de no poder continuar con mis estudios se me partía el
corazón.
—Te juro que no, Alex. Creo que me tiene manía y ya está.
Se escucharon las voces de los Sasu en la calle. Eran seis hermanos que
vivían en el edificio de enfrente y que hacían todo lo que Beatrice les
mandaba. Le encantaba mangonearlos. Me miró con desesperación y
articuló un «por favor» silencioso.
Negué con la cabeza.
—¿Tengo que ir? —preguntó con las manos hundidas en la revuelta
cabellera—. Podrías ir tú y decirme luego por lo que tengo que
disculparme. Le escribiré una carta.
—Claro que tienes que venir. No pienso enfrentarme yo sola a ese
hombre.
Beatrice hizo un puchero, pero estaba claro que era puro teatro.
Le pedí que se pusiera el vestido marinero que le había hecho mamá, el
que había confeccionado para mí cuando era bastante más pequeña que ella
pero que a mi hermana todavía le quedaba bien. Supuse que la reunión
marcharía mucho mejor si Beatrice parecía infantil y adorable. Era un truco
sucio, pero no me avergonzaba recurrir a él.
No era la primera vez que me veía forzada a regresar a mi antiguo
colegio. Como tutora extraoficial de Beatrice, tenía que cruzar el umbral de
ese edificio más a menudo de lo que me gustaría: para conciertos de
Navidad, concursos de deletreo o cuando Beatrice hacía de oveja en la
función teatral. Cada vez que entraba, me aseguraba de estar lo más
presentable posible. Sin manchas a la vista, con la blusa planchada, los
zapatos untados con un poco de mantequilla para que brillasen y la rebeca
cepillada meticulosamente la noche anterior. Me frotaba la cara hasta que
refulgía, como siempre, y me sujetaba el pelo, que ahora llevaba corto, con
una diadema. Esto me hacía parecer más joven de lo que en realidad era, a
lo que no ayudaba el hecho de ser bajita y de complexión delgada, como mi
madre. Nunca sería tan guapa como ella, pero teníamos la misma figura.
Hombros estrechos. Muñecas débiles. El cordel de cuero que mi madre me
había amarrado hacía años se había estirajado considerablemente y se me
escurría de la mano. Era molesto, pero decidí conservarlo como recuerdo.
Me habría gustado ser alta y ancha, como mi tía. Me habría encantado
ocupar espacio, alzar el mundo sobre mis hombros o mirarlo por encima de
ellos, dependiendo de lo que requiriese la situación. Mi tía sabía llenar una
estancia mejor que nadie a quien yo conociera.
(Ay, qué tonta, me lo tenía que repetir una y otra vez. Si yo no tenía tía.
Jamás había existido. Beatrice era mi hermana. Nunca había sido otra cosa.
Me aferré a esto como a un salvavidas en medio de una tormenta en alta
mar. La mentira de mi madre era lo único que me mantenía a flote.)
Mis antiguos profesores sonreían al verme. O al menos algunos. Me
preguntaban por mi padre, pero no sentían tanta curiosidad como para
insistir demasiado. Cuando yo era pequeña, era mi madre quien se
encargaba de lidiar con el colegio. Mi padre nunca se metía. Ahora, con
Beatrice, me tocaba a mí.
—Qué raro que no haya venido —comentaba algún profesor—. ¡Es la
función navideña!
O una reunión. O el concierto del coro. O la misa de fin de año.
—Viaje de negocios —decía yo.
»Mi padre trabaja demasiado, Dios lo bendiga.
»Jamás lo admitiría, claro está, pero le resulta duro acudir a estas cosas
ahora que mi madre ya no está con nosotros.
»Ha pillado la gripe. Ya sabe lo que es. Pero yo estoy encantada de echar
una mano.
—Vaya —replicaban los profesores—. Eres una buena hermana.
Cualquier otra muchacha de tu edad preferiría estar por ahí con sus amigos.
O quizá en una cita con uno de sus muchos admiradores. ¿Tienes novio? ¿O
te resulta difícil escoger solo a uno?
A esto respondía con una vaga sonrisa y me alejaba para buscar asiento.
Seguro que lo decían con la mejor de las intenciones. Pero en realidad yo no
tenía amigos. Y mucho menos novios. ¿De dónde saca la gente el tiempo
para eso? Tenía que centrarme en mis estudios. Y en mi futuro. Y tenía que
cuidar de Beatrice. Le preparaba la comida y la aseaba y me aseguraba de
que hiciese los deberes y la llevaba a la biblioteca cada sábado. La cuidaba
cuando enfermaba. Beatrice era mi universo. Nuestras vidas se reducían a
nosotras dos. Ella y yo, conquistadoras del mundo.
Pero esta visita no implicaría interacciones positivas de ningún tipo. Esta
era una visita disciplinaria. Me habían convocado por carta; o, más bien,
habían convocado a mi padre.
«Querido señor Green —decía la carta—: He intentado contactar con
usted en varias ocasiones, pero ni su esposa ni su secretaria han tenido a
bien transmitirle mi mensaje. Le solicito una reunión para hablar de su hija
Beatrice acerca de su comportamiento en el aula. Insisto en la necesidad de
que tenga lugar antes de que comience el curso. De otro modo, me veré
obligado a negarle la asistencia a Saint Agnes hasta que usted se reúna
conmigo. Haga el favor de contactar con la Secretaría del centro para
organizar el encuentro.»
Como toda la correspondencia escolar se remitía a casa de mi padre
(porque, obviamente, nadie sabía que nosotras dos estábamos viviendo en
un apartamento), no tuve noticia de la carta de inmediato, sino que mi padre
nos la deslizó por el hueco del correo, ya abierta, con una nota garabateada
en la parte delantera del sobre.
«Ocúpate de esto», decía.
Llamé enseguida y nos dieron cita para el miércoles de la semana
anterior al inicio del curso.
—Pero ¿acudirá también tu padre? —preguntó la secretaria—. Es
imprescindible que el señor Alphonse hable con él.
—Por supuesto —mentí—. No se lo perdería por nada.
Wisconsin es implacable a finales de agosto. Por el día te asfixias y por
la noche te cueces. Ni siquiera el viento nos proporcionaba algún alivio.
Beatrice y yo caminamos lentamente hacia Saint Agnes, deteniéndonos en
cada trocito de sombra que veíamos. El aire era denso y cálido y húmedo.
Nuestros cuerpos intentaban transpirar, pero no servía de mucho: nada se
evapora en una sauna. Las paredes de ladrillo de la escuela titilaban por el
calor.
—Vamos —dije.
Subí las escaleras del colegio con tanta determinación y resolución como
pude. Beatrice correteó (a ella parecía no afectarle el calor) y cuando se
aburrió, intentó subir los peldaños a la pata coja. Se saltó uno y acabó
despatarrada y muerta de la risa.
—¿Te puedes centrar, por favor? —siseé—. Esto es serio.
Beatrice inclinó la cabeza.
—¿Cómo va a ser serio? —preguntó—, si tú dijiste que era una tontería.
—No debería haber dicho eso en voz alta. —Suspiré y me senté a su
lado—. ¿Seguro que no sabes de qué va esto? Lo que dicen de tu
comportamiento, que parece tenerlos muy alterados. Con las cartas y las
voces urgentes y todo eso.
Beatrice se encogió de hombros. Se la veía completamente
desconcertada.
—De verdad que no, Alex —dijo—. Creí que era una buena alumna. O
sea, en general lo soy. Me meto en líos de vez en cuando, pero como todo el
mundo. A lo mejor los convocan a todos al despacho del director.
Le di unos golpecitos en la espalda y un beso en la coronilla.
—No te preocupes, Bea. Seguro que no es nada. Vamos.
Le ofrecí la mano y atravesamos el umbral.
El edificio olía a friegasuelos y a jabón y a bolas de naftalina y a polvo
veraniego y a adultos sudorosos. Nuestros pasos resonaban sobre las
baldosas. Los profesores estaban en sus despachos, ventilando las estancias,
ordenando sus pertenencias o transportando carritos por el pasillo entre el
armario de suministros y la biblioteca y de vuelta al pasillo. Apreté la mano
de Beatrice lo más fuerte que pude mientras atravesábamos el corredor que
desembocaba en el despacho del director. La secretaria —una anciana que
se llamaba señora Magin— me miró por encima de la montura de sus gafas.
—Ah —dijo, sin mucho entusiasmo—, eres tú. —Miró a Beatrice y
luego de nuevo a mí—. ¿Dónde está tu padre?
Yo ya sabía qué decir.
—En una reunión —respondí sin titubear—. Me ha pedido que tome
nota de todo lo que se me diga y que se lo transmita. Dijo que intentaría
acercarse si la reunión acababa pronto, y yo espero que así sea. Habría
venido mi madrastra, pero el bebé está enfermo.
En mi repertorio de excusas, hacer enfermar al bebé estaba entre las más
utilizadas. El bebé era mi hermano, supongo, pero jamás en mi vida lo
había visto. El mismo bebé que tenía un hermano mayor al que yo tampoco
conocía.
La señora Magin entrecerró los ojos.
—En la carta lo dejamos bien claro. —Le lanzó una mirada severa a
Beatrice—. Esta niña... —Volvió a posar los ojos en mí—. Hay
comportamientos que son intolerables. E inapropiados. Su padre debe
intervenir.
—Lo hará —aseguré—. Siempre lo hace. Pero, como usted bien sabe, mi
padre no tenía intención de quedarse viudo, de la misma forma que Beatrice
y yo no elegimos quedarnos huérfanas. Pero hacemos lo que podemos para
plantarle cara a las adversidades de la vida con determinación y elegancia,
como nos han enseñado en este maravilloso colegio.
A menudo recurría a este argumento, quizá demasiado, lo admito, pero
siempre funcionaba. A la gente le encantaba decirme lo valiente que era. Le
lancé lo que esperaba que percibiese como una sonrisa noble y encantadora.
La secretaria apretó los labios con fuerza, el pintalabios resaltaba las
arrugas y los pliegues y los hacía parecer un acordeón rosa. Golpeteó la
mesa con las uñas. Me caló enseguida.
—Bueno —dijo con una dulzura fulminante—, ¿cómo no adorar a una
valiente huerfanita? Sentaos.
Con una de sus uñas rosas nos señaló el duro banco de madera que había
en un lateral y luego volvió a centrar su atención en la revista que estaba
leyendo.
Nos sentamos, y Beatrice no dejaba de menearse. Había intentado domar
sus rizos salvajes conteniéndolos en unas trenzas francesas, pero tardaron
poco en deshacerse y varios mechones rodeaban su cabeza como un halo de
llamas. Saqué de mi bolso una libreta y un lápiz para que se entretuviese
dibujando.
El señor Alphonse se retrasó. Eso no era normal. Siempre había sido
compulsivamente puntual y esperaba lo mismo de los niños que acudían a
su colegio. Intenté relajarme, pero mis ojos se desviaban hacia el reloj y
llevaban la cuenta de los segundos.
Beatrice jugueteaba con el bordado de la bastilla de su vestido. Eran
libélulas confeccionadas con hilo dorado, rojo, rosa y verde, porque de
pequeña me encantaban las libélulas y mi madre quería hacerme feliz.
Siempre que un vestido se me quedaba pequeño, lo lavaba, lo planchaba y
lo envolvía en tisú con ramitas de romero seco y lo guardaba en una caja
con las demás prendas que había usado ese año: todas hechas a mano, con
nudos especiales en los bolsillos, todas con bordados en una esquina, o en
las mangas, o sobre toda la prenda, porque a mi madre le encantaba lo bello
y quería verlo en todas partes. Ahora mi ropa provenía de tiendas de
segunda mano (aún no me sentía preparada para ponerme la ropa de mi
madre) y no había casi nada bello en ella. Siempre obligaba a Beatrice a
ponerse las prendas que mi madre me había cosido, sacadas de las cajas que
guardábamos en el sótano, todas marcadas con la cuidada caligrafía de mi
madre: «Alexandra, 7 años». «Alexandra, 8 años.» Mi padre nos enviaba la
caja correspondiente en el cumpleaños de Beatrice, con una tarjeta que
ponía simplemente: «Que cumplas muchos más». No incluía ni el nombre
de mi hermana. Nunca le regaló nada más que eso.
Beatrice toqueteaba el bordado con una mano y dibujaba con la otra
mientras esperábamos a que el señor Alphonse nos diese acceso al
despacho. Sor San Esteban Mártir había fallecido hacía un año, y su
sustituta como jefa de estudios, sor Teresa, había sido la profesora de
Beatrice en parvulitos. Todo el mundo adoraba a sor Teresa, lo que me
hacía sospechar que la idea de nombrarla jefa de estudios no había venido
del señor Alphonse. Las monjas a veces hacen lo que les viene en gana, al
fin y al cabo.
—Deja de menearte —le dije a Beatrice.
Por fin, oí al señor Alphonse y a sor Teresa aproximarse por el pasillo.
Sus pasos eran raudos y entrecortados, y hablaban en voz baja y tensa.
—No se crea que me va a costar reemplazarla. Hay muchas de las suya
—escuché que decía el señor Alphonse.
—Las monjas no crecen en los árboles, Leonard —contraatacó sor
Teresa—. De verdad.
Las monjas no están obligadas a rendir pleitesía a los seglares. Lo había
presenciado alguna que otra vez. Y me gustaba como sonaba. Escuché sus
pasos —pies pequeños en calzado adecuado— alejarse entre chirridos.
El señor Alphonse entró y se dirigió directamente hacia la señora Magin.
Apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó considerablemente.
—Ha habido otro... incidente —dijo.
La señora Magin no respondió, sino que nos lanzó una mirada
significativa a mi hermana y a mí como para indicarle al director que había
ropa tendida. No obstante, el señor Alphonse no se percató de la señal.
—En la sala de profesores. Sigue allí, o allí la dejé al menos, y se ha
llevado por delante una ventana, pero de momento nada más. Llame a los
bomberos. No hay ningún incendio, pero creo que deberíamos comunicarlo
de todas formas.
—Ha venido Beatrice Green con su hermana —dijo a toda prisa la
señora Magin, antes de que el director pudiese continuar hablando.
El señor Alphonse se quedó completamente inmóvil durante un segundo
antes de darse la vuelta para mirarnos. Tenía la cara bastante roja, pero
sabía dejar claro quién mandaba allí. Dio un paso adelante y se cernió sobre
nosotras con un toque de agresividad.
—Dónde está tu padre —dijo, sin signo de interrogación.
—Trabajando —respondí—. Está muy ocupado últimamente, no pudo
escaparse. No se preocupe, he traído un cuaderno de taquigrafía y se me da
genial tomar apuntes.
Todas las chicas teníamos que tomar clases de Taquigrafía, así como de
Economía Doméstica. Y no mentía: se me daba genial tomar apuntes, era
rauda y rigurosa y transcribía las conversaciones palabra por palabra. He de
admitir que esta habilidad me ha sido útil a lo largo de los años, a pesar de
que me fastidiaba sobremanera tener que tomar esas clases.
—En la carta dejé muy claro que...
Asentí compasiva.
—Es cierto —aseguré—. Tiene toda la razón del mundo. Por supuesto
que mi padre debería haber venido. Él también se mostraría de acuerdo con
usted. Si estuviese aquí. Por desgracia, le ha sido completamente imposible
acudir. Y a él le da más rabia que a nadie. ¿Comenzamos? —Saqué papel y
bolígrafo para demostrar lo preparada que estaba.
—¡Hola, señor Alphonse! —dijo Beatrice muy animada. Se sentó en el
borde del banco, con las manos entrelazas sobre el regazo, prestando
atención con entusiasmo. Beatrice nunca se sentía intimidada por la
presencia de un adulto. Ni siquiera cuando se metía en algún lío. Sobre todo
cuando se metía en algún lío—. ¿Va a venir sor Teresa?
La señora Magin se quedó quieta con la mano sobre el teléfono. Miró al
director con ansiedad en el rostro.
—¿Quiere que llame ahora, señor? —dijo, y nos lanzó otra mirada
significativa.
—Por supuesto —gruñó el señor Alphonse—. Dígale a sor Teresa que
comenzaremos sin ella. Acompañadme.
Nos guio hacia su despacho y cerró la puerta con el talón.
Después de aquella reunión descubrí que hay diferentes tipos de hombres en
el mundo. El señor Alphonse, por ejemplo, es de los que tienen sillas más
bajas delante de su escritorio y sube la suya lo más alto posible. Creo que
piensa que eso lo hace parecer más magistral. A mí me parecía —y me
sigue pareciendo— una ridiculez. Y, aún peor, lo hacía parecer un abusón.
Ayudé a Beatrice a acomodarse en su silla y, de paso, la eché hacia atrás
unos centímetros y adelanté la mía otro tanto, no mucho, y también la ladeé.
Me senté en el borde delantero de mi silla, con la espalda recta y la barbilla
inclinada, usando mi cuerpo para absorber la perpetua mirada penetrante del
señor Alphonse y evitar que esta se posase en Beatrice. Me di cuenta de que
la rabia que sentía era extrañamente relajante. Respiré hondo y despacio a
través de la nariz y sonreí con dulzura, mientras procedía a afilar la lengua.
El señor Alphonse se quedó sentado en silencio durante un momento,
con los dedos clavados bajo la barbilla. Estaba esperando a que yo hablase
primero. No quería darle esa satisfacción. De tal palo, tal astilla. Sabía
esperar. Al fin:
—¿Ha admitido Beatrice el motivo de esta reunión? ¿Ha confesado lo
que ha hecho?
La sirena de un camión de bomberos aulló en la lontananza y se fue
aproximando. Al señor Alphonse le apareció un tic nervioso en el ojo.
—Creo que ignora por qué estamos aquí —respondí.
—Eso es imposible —argumentó el señor Alphonse. Los tendones del
cuello se le hincharon ligeramente—. Se lo dije claramente el último día del
curso pasado. Lo sabe, pero no lo quiere decir, lo que, en realidad, es típico
de ella. Llevo intentando concertar esta reunión todo el verano. Repito:
¿dónde está vuestro padre?
Me posé las manos sobre la rodilla, una encima de la otra. Pestañeé muy
despacio, deliberadamente, como solía hacer mi madre. Me giré hacia mi
hermana.
—¿Sabes por qué nos ha convocado el señor Alphonse? —le pregunté.
—Nop —dijo ella alegremente.
—Bueno, pues creo que podemos descartar que se trate de una
mezquindad, dado que Beatrice no recuerda nada. ¡Menudo alivio!
Golpeé el cuaderno con el bolígrafo varias veces, para mostrar que el
tema estaba zanjado.
Otra sirena se unió a la primera. Y una tercera. La señora Magin, desde
la otra estancia, ahogó un grito y sonó un estruendo, como una silla al
caerse.
—Sor Claire. ¡Sor Claire! ¡Hoy no! Respira y cálmate, por favor.
Escuchamos pasos apresurados y un portazo abrupto.
Miré al señor Alphonse y alcé las cejas.
—Esto no os concierne —sentenció, y los músculos de la mandíbula se
le tensaron.
Respiró hondo, como intentando mantener la compostura. Al final,
alargó el brazo y sacó un archivador. Era grueso y estaba abarrotado de
papeles ligeramente arrugados. Lo dejó caer sobre el escritorio de golpe.
—¿Sabes lo que es esto? —preguntó.
Una de las sirenas se detuvo muy cerca. Escuché gritos de hombres.
—Ni idea —respondí.
—Tu hermana dibuja imágenes inmorales en horas lectivas. Estas
imágenes inmorales están dibujadas en papel del colegio y con materiales
escolares. Ha soliviantado a las profesoras, a sus compañeros y, lo peor de
todo, se ha rebajado y depravado a sí misma al permitir que su cerebro
vague por lugares por los que claramente no debería vagar.
Nos fulminó con la mirada. Yo contemplé a Beatrice con las cejas
levantadas. Ella alzó las suyas a su vez, pero como gesto de confusión, no
como muestra de insubordinación. Beatrice, a pesar de su rebeldía, no tenía
ni una pizca de insolencia en la sangre.
Me giré hacia el señor Alphonse.
—Quizá me ayudase que me dijera lo que ha dibujado exactamente.
Confieso que estamos las dos un poco perdidas.
Esperaba que abriese el archivador. No lo hizo. En cambio, se cruzó de
brazos.
—Bueno —dijo con delicadeza—, no sé si lo quiero revelar a vuestros
delicados oídos femeninos.
Se ruborizó. «Qué interesante», pensé.
—¿Se trata de... palabrotas? —aventuré.
—Jamás escribo palabrotas —protestó Beatrice—. Ni siquiera sé cómo
se escribe la mayoría.
Se oyó una colisión en el pasillo. Supuse que dos carritos se habrían
estrellado. Escuchamos varias voces hablar a toda velocidad,
superponiéndose unas a las otras. Oí una voz femenina cuyas palabras no
era capaz de descifrar, pero cuyo tono era de súplica. Las mejillas del señor
Alphonse volvieron a encenderse.
—Mire —le dije—, sospecho que hay un asunto del que debería
ocuparse con cierta urgencia. Quizá quiera salir un momento. Además, creo
que Beatrice y yo deberíamos tener una conversación privada. De ese modo
podremos revisar los dibujos problemáticos en la intimidad.
El señor Alphonse asintió y cruzó el despacho, luego salió sin decir ni
una palabra más. Miré a Beatrice, quien se encogió de hombros. Yo hice lo
mismo. La voz del señor Alphonse reverberó en el pasillo, aunque no
supimos a quién se dirigía. Me coloqué el archivador en el regazo. Y lo
abrí.
En la vida de una persona hay momentos en los que todo cambia. Las
relaciones. El futuro. La sociedad. Quizá incluso el mundo entero.
En nuestra experiencia el tiempo es lineal, pero en realidad también es
cíclico. Es como un trozo de hilo, cuyas secciones giran y dan vueltas unas
sobre las otras, un complejo nudo en el que las partes no tienen sentido por
sí solas. Todas están en contacto. Todas se afectan unas a las otras. Cada
giro, cada doblez, cada vuelta interactúa con los demás. Está todo
conectado, y todo es uno.
Pero de vez en cuando hay experiencias que seccionan y separan los
momentos individuales. Eventos escuetos e independientes que establecen
el límite entre el antes y el después. Estos momentos están aislados de los
demás. Incluso del propio hilo. No se los puede apretar ni soltar. No se los
puede enroscar para formar algo hermoso ni intrincado ni decorativo. Están
hechos de una sustancia aparte. Desasidos del tiempo y en asincronismo
con los patrones y procesos de la vida. He tenido muchas de estas
experiencias. El momento en el que vi a la dragona en el jardín de la
ancianita, por ejemplo. O cuando los nudos de mi madre se desataron. O
cuando Beatrice se convirtió en mi hermana. O cuando mi padre me
arrebató a Sonja. El momento en el que mi madre espiró el último aliento y
tras ello se quedó horriblemente quieta.
Y luego estaba esa reunión en el despacho del señor Alphonse.
Antes de ese momento, Beatrice y yo siempre nos habíamos enfrentado
al mundo juntas. Teníamos una sola mente, un solo objetivo, un corazón.
Estábamos unidas en todo. Beatrice era mi hermana. Beatrice es mi
hermana. Beatrice siempre sería mi hermana.
Pero en ese instante...
era...
otra cosa.
Comencé a hojear los dibujos. En el primero aparecía una casa. Esta
estaba dividida en cuatro estancias. La cocina en la planta principal, y lo
que parecía un salón. En la segunda planta, había un dormitorio en el que
un hombre y una mujer se encontraban de pie uno junto al otro, mirando en
direcciones opuestas, y otro cuarto donde una personita pequeña y otra
personita más pequeña aún estaban sentadas entre una cama y una cuna. Y
encima del tejado había una dragona.
—Ah, sí —comentó Beatrice.
No estaba abochornada. Miró el dibujo de la dragona como si fuese
cualquier otra cosa; un zapato, quizá. O un árbol. La dragona era grande y
roja. Sus ojos parecían brillar ligeramente. La había dibujado con precisión
y cuidado. Había dedicado tiempo a dibujarla.
Me ardía la piel. A pesar de que yo consideraba que la aversión general
por las dragonas era una tontería. Era un hecho que había sucedido. No veía
motivos para avergonzarse de ello. De todas formas. No me quedé
mirándolo. No me gustaba la atención que Beatrice le había prestado. Era
demasiado bochornoso. Demasiado femenino. Me escandalicé de una forma
que no puedo describir. Era como si hubiese dibujado pechos al aire. O
compresas manchadas.
—Lo dibujé yo —admitió alegremente.
—Ya me lo imagino —dije. La voz me raspó la garganta y sentí la boca
seca. Cerré los ojos durante un segundo para alejar la imagen mental.
—Y Ralphie hizo un ruido muy desagradable e Inez se puso a llorar y
sor Claire me mandó al rincón.
Procesé lo que me estaba contando.
—Ya veo —dije.
Pasé la página. Me topé con un dibujo de una dragona montada encima
del autobús escolar.
Pasé la página. Me topé con un dibujo de una dragona disfrutando de un
pícnic en el bosque.
Pasé la página. Me topé con un dibujo de una dragona en un escenario
ataviada con un tutú.
Pasé la página. Me topé con un dibujo de una dragona encerrada en una
jaula en el zoo.
—¿Quieres que te enseñe mi favorito? —me ofreció Beatrice.
Yo estaba perpleja. ¿Cómo no mostraba mi hermana ni un atisbo de
incomodidad? Hice acopio de toda mi fuerza de voluntad para no salir
corriendo de aquel despacho.
—No, gracias —respondí, aunque mi voz era poco más que un susurro.
Beatrice frunció el ceño. Me puso una mano en la mejilla y arrugó las
cejas con preocupación.
—¿Alex? —dijo—. No te enfades conmigo.
Eché la cabeza hacia atrás y examiné el techo, en un intento de aclararme
las ideas.
—¿Sabes por qué te requisaron estos dibujos?
Se llevó las manos a la altura de los hombros con las palmas hacia arriba
y ligeramente inclinadas hacia delante.
—Mi profesora dijo que son inmorales —respondió sin ninguna
emoción.
La vi forzar una expresión de mansedumbre. Clavó la vista en el suelo y
entrelazó las manos, a pesar de que sus ojos de vez en cuando se desviaban
hacia arriba como para comprobar mi respuesta. Supuse que así era como se
comportaba en el colegio. No me extrañaba que la hubieran reprendido.
—¿Sabes lo que significa eso? —aclaré—. ¿Sabes qué quiere decir
«inmoral»?
—No —respondió con una sonrisa esperanzada.
—¿En serio? —dije fríamente.
Se encogió en la silla y se cruzó de brazos. Sabía perfectamente lo que
significaba «inmoral». Beatrice era inteligente. ¿Por qué se estaría
comportando de forma tan obtusa?
Pasé la página. Una dragona reparando un coche.
Una dragona en la playa.
Una dragona cogiendo de la mano a una hilera de niños, guiándolos por
la calle.
Una dragona durmiendo en una cama normal.
Una dragona comiendo sopa.
—¿Te castigó sor Claire por cada uno de los dibujos?
—Por casi todos —dijo—. Me mandaba al rincón o me obligaba a copiar
una frase o me amenazaba con llamar a papá.
—¿Y lo llamó?
—No lo sé.
Beatrice giró la cara hacia la pared, como si allí hubiese una ventana. En
cambio, lo que había era un póster anticomunista en el que varios hombres
se daban de puñetazos con agentes de la policía soviética. Detrás de ellos
había un muro de llamas y encima un mensaje que rezaba ANTES MUERTO
QUE ROJO. El señor Alphonse veía amenazas comunistas por todas partes.
Quizá también en los dibujos de Beatrice.
Yo estaba a punto de consolarla. Estaba a punto de arrodillarme frente a
ella y tomarle las manos y asegurarle que todo saldría bien. Estaba a punto
de inclinarme hacia ella para susurrarle en tono conspirativo algún
comentario jocoso sobre el señor Alphonse que nos haría reír y reír.
En cambio, pasé la página.
Y en lugar de un dibujo, me topé con una página llena de texto. Las diez
siguientes estaban plagadas de letras. Diferentes caligrafías y estilos de
escritura. Diferentes colores. Diferentes tamaños. Las mismas palabras.

Soy una dragona. SOY UNA DRAGONA.


Soy una dragona.
Soy una dragona. Soy una dragona. SOY UNA DRAGONA.
Una dragona. Una dragona. UNA DRAGONA.

Se me nublaron los pensamientos. Me ardían las mejillas. Noté


pinchazos en la piel y un reguero de sudor que me recorría la columna.
Incluso la estancia encogió un poco. Me hundí en la tierra, profundamente
mareada. Me aferré al asiento de la silla con una mano y al escritorio del
señor Alphonse con la otra. Intenté respirar, pero me costaba mucho.
—¿Alex? —dijo ella, con la voz diminuta—. Alex, ¿qué te pasa?
Ahora sé que se trataba de un ataque de pánico. No conocía ese concepto
entonces, no tenía ese contexto. Lo único que sabía era que el corazón me
latía muy intensamente y que las paredes se aproximaban cada vez más y
que mi respiración se había vuelto tortuosa y rara. Los folios que tenía
sobre el regazo de pronto me parecieron muy pesados y sentí que el pecho
se me había vuelto de plomo. Lo único que tenía claro era que las palabras
que había en esa hoja —y, aún peor, el deseo que escondían— eran
peligrosas. Tragué con esfuerzo e intenté con todas mis fuerzas no vomitar.
Le di la vuelta al montón de papeles y di un puñetazo a la mesa.
Beatrice se sobresaltó. Y luego se quedó completamente quieta. Jamás
me había tenido miedo. Nunca antes de ese momento. Pero ahora me temía.
Podía percibir el miedo, penetrante y atenazador, en la expresión de su
rostro. Era imposible hacer desaparecer ese momento. Otro antes y después.
Recordé cómo mi tía abrazaba a mi madre por la cintura cuando regresó
del hospital, acompañándola con cuidado hasta su dormitorio. Recordé
cómo se preocupaba por ella y le daba de comer. Cómo le masajeaba la piel.
Cómo la cuidaba a cada momento. Aun así. No pudo quedarse. Abandonó
su cuerpo y su vida y se marchó. Y mi madre se quedó sola. Y luego se
murió. Y ahora estábamos solas.
Comprendía la razón por la que mi madre no quería oír hablar de las
dragonas.
«Tú —dijo una pequeña y temblorosa voz desde el centro de mi ser
mientras el recuerdo se hacía grande en mi cabeza—. Tú nos abandonaste.
Nos abandonaste.» No sabía a quién dirigía esas palabras. A mi madre. A
mi padre. A mi tía Marla. A todos, tal vez. En mi interior comenzó a arder
una rabia de la que no me creía capaz. Sentí que la piel me hervía por su
causa.
El aire del despacho se electrificó.
—¿Alex? —dijo Beatrice tímida.
Metí el archivador y los folios en mi bolso. Me giré hacia mi hermana de
forma repentina. No sabía cómo me sentía en aquel momento. Pero era un
sentimiento ardiente y afilado y desagradable.
—Inmoral —siseé.
«No me abandones», dijo la voz de mi interior. La ignoré. No pensé en
ello. Hice como si no existiera.
—Pero...
—Inmoral. —Mi voz sonaba afilada.
«Por favor, no me abandones. No puedes abandonarme. No tengo a
nadie más.»
—Pero, Alex.
—Eso que escribiste no es verdad. —Me puse en pie. Di unos pasos por
el despacho. Sentía que el cuerpo me venía pequeño. No sabía exactamente
lo que me estaba molestando. Solo que estaba molesta.
—Ya lo sé, pero...
—Nunca será cierto, jamás. —Mi voz era dura y afilada y veloz. La
impactó como una bofetada—. No puede ser verdad.
Beatrice rompió a llorar.
—Alex, no quería...
La cogí de la mano y salimos del despacho. Quería castigarla. Quería
contenerla. Quería rebobinar el tiempo para no tener que sentirme así nunca
más. Cerré la puerta con un golpe terrible y la señora Magin casi da un
salto. Le lancé una mirada helada.
—Aún no ha v-vuelto —balbuceó, pero yo alcé la mano.
—Por favor, dígale al señor Alphonse que ya he visto lo que tenía que
ver y que estoy de acuerdo con él. Este comportamiento no puede seguir
así. Dígale que yo misma me encargaré de que cambie. —Fulminé a
Beatrice con la mirada—. De inmediato. —Comenzó a sollozar. La ignoré
—. No volverá a ocurrir.
—De todas formas, no creo que debáis...
—No pienso quedarme en este edificio ni un minuto más.
Me dirigí hacia la puerta y salí en tromba al pasillo, arrastrando a mi
hermana tras de mí.
—¡Cuidado! —gritó la señora Magin, pero solo la oí a medias.
Había gente en el pasillo hablando a toda velocidad, y un semicírculo de
bomberos bloqueaba la puerta de la sala de profesores. Casi ni los vi.
Arrastré a Beatrice hasta la puerta principal y salimos de la penumbra del
colegio. Hacia la luz.

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21

Obviamente me sentí fatal. Jamás me había comportado tanto como mi


madre. Casi parecía que era su voz la que salía de mi garganta.
Tras pasar más de una hora en extremos opuestos del apartamento, de
morros y en silencio, Beatrice y yo acabamos por acercar posiciones. Mi
rabia había dado paso al dolor y al agotamiento. Me senté en el suelo y le
tomé la mano.
—Lo siento —le dije.
—Lo siento —respondió ella.
No explicité qué era lo que lamentaba, y ella tampoco. No tenía las
palabras necesarias para comprender mis propios sentimientos. Beatrice
posó la cabeza en mi regazo. La pierna se me humedeció al instante a causa
de sus lágrimas.
—Por favor, Alex, ¿podemos volver a ser amigas? —suplicó—. Te
prometo que no volveré a hacer nada malo.
A pesar de que había tirado sus dibujos a la basura, las imágenes
permanecían ancladas en mi memoria. No podía apartar la mirada. «No
puede suceder», me dije a mí misma una y otra vez, con una incomodidad
honda y visceral y persistente. No era capaz de comprenderlo mejor que mi
hermana.
Alcé a Beatrice con cuidado y le sostuve la mirada mientras tomaba sus
manos entre las mías y les daba un apretoncito. Le besé los nudillos, uno
por uno.
—Solo nos tenemos la una a la otra —dije.
—Solo nos tenemos la una a la otra —respondió. Era nuestro mantra. La
única verdad absoluta.
—Somos Beatrice y Alex, soberanas del mundo.
Mi hermana sonrió y me abrazó, y durante un momento todo estuvo
bien. O bastante bien al menos.
Para compensarla, preparé un pícnic y nos fuimos a cenar al parque.
Era una de esas tardes de finales de verano, toda verde y amarilla. Las
varas de oro inundaban los bulevares y los parterres, y flotaban
perezosamente en la brisa, provocando a todo el mundo ojos llorosos y
goteo nasal. Las bandadas de pájaros se reunían en los robles y en los
olmos, como para planear su inminente migración al abrigo del calor
estival. Soplaba bastante viento como para que la humedad fuese llevadera,
lo que, sin lugar a dudas, anticipaba una tormenta de verano. Se veían
nubarrones negros en el horizonte. Llegaría, según pensaba yo, con la
noche.
—¡Mira qué rápido corro, Alex! —gritó Beatrice al lanzarse al trote por
el prado—. Mira qué velocidad.
Y no mentía. Era un borrón de calor y movimiento y posibilidades.
Beatrice era incontenible; era el momento de cambio en el que la energía
potencial se vuelve cinética. Me compadecía de sus profesoras. No sabía si
sería posible mantener a una niña así dentro de las veredas de la docilidad y
de las filas de la sedación. ¿Cómo le enseñas a dividir a un torbellino? Y, a
pesar de todo, lo conseguían. No obstante. Aquellas páginas volvieron a mi
mente.
«Soy una dragona», aseguraban.
«No lo eres», insistía mi corazón.
«Soy una dragona.» Negué con la cabeza solo de pensarlo. Beatrice, a
pesar de no ser una niña perfecta, era molestamente honesta. No habría
escrito esas frases de no creer a pies juntillas lo que decían.
«No. No puedes serlo.» Una aguja atravesaba mi corazón. No era capaz
de explicarlo. La necesitaba. Beatrice era mi hermana. Estábamos solas en
el mundo. Mi madre había tenido una hermana, pero se había marchado. Y
no había vuelto. Y mi madre, a pesar de su marido, a pesar de sus hijas,
murió sola. ¿Ese sería también mi destino?
Sacudí la cabeza para deshacerme de ese pensamiento. Beatrice era
Beatrice y siempre sería Beatrice. Ella y yo éramos una familia, y no había
más que hablar. Todo esto pasaría. La miré correr, sus pies apenas rozaban
la hierba. El sol de la tarde estaba bajo y la iluminaba con su característico
fulgor, la luz le caía sobre la piel y la hacía brillar: amarillo, naranja,
dorado. Su cabello ensortijado relucía como una nube de mechones y nudos
flotando sobre su cabeza. Estiró los brazos, como si fuesen alas.
«Soy una dragona», había escrito.
—Beatrice —la llamé, con la voz repentinamente tensa y entrando en
pánico—. ¡Beatrice!
Se detuvo, giró sobre un solo pie y posó con una sonrisa.
Yo estaba temblando. Y, a pesar del calor, sentía sudores fríos.
—Ven a cenar, mi dulce Bea —dije, obligándome a relajarme, y coloqué
la comida sobre la manta.
Ella obedeció, y nos comimos los bocadillos tumbadas boca arriba,
mirando al cielo. No vimos nada. Tras unos minutos, Beatrice se acercó y
comenzó a enroscarse uno de mis mechones rizados en los dedos,
enrollándose mi pelo en sus nudillos.
—Solo nos tenemos la una a la otra, ¿verdad, Alex? —dijo.
Envolví su mano con la mía y le di un apretón.
—Solo nos tenemos la una a la otra —le aseguré.
Era la única verdad absoluta.
Luego, cuando fui al edificio del parque a lavarme las manos, vi un
panfleto pegado a un poste de la luz. Este mostraba un dibujo de una
dragona. Era una reproducción de una ilustración antigua, como de un
grabado medieval. La dragona tenía alas de murciélago y un cuello
serpentino y una cola larga enroscada en una torre. ¿CREES QUE SE HA
ACABADO?, decía en la parte de arriba. Y en la parte de abajo ponía: PUES
CREES MAL. Y luego, debajo de esto, en letras diminutas, aparecía la
siguiente información: EQUIPO DE INVESTIGACIÓN WYVERN: SABEMOS LO QUE
ELLOS NO OS CUENTAN.
Me quedé mirándolo un rato largo. Había oído hablar de esa
organización, pero no recordaba dónde.
—¿Qué es eso, Alex? —preguntó Beatrice desde los columpios.
Sus piernecitas se mecían adelante y atrás, adelante y atrás, refulgiendo
con la luz del ocaso. Las nubes de tormenta estaban más cerca, tendríamos
que marcharnos pronto.
—¡Nada, cariño! —le grité de vuelta—. Sigue jugando.
Me puse de puntillas, agarré el panfleto y lo arrugué con la mano.
Lo dejé caer y no miré atrás.

Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno y doblaba la ropa y


remendaba alguna prenda y limpiaba el apartamento y elaboraba listas de lo
que le hacía falta a Beatrice para empezar el colegio y lo que necesitaba yo
para empezar el instituto y elaboraba listas interminables de lo que
necesitábamos y cómo nos apañaríamos para llegar a fin de mes, puse la
radio para distraerme un poco. Beatrice seguía dormida. Roncaba, con la
boca abierta, en un embrollo de sábanas, con su pelo rojo rodeándola cual
llamas. Era lo único que tenía. La quería tantísimo que me dejaba sin
aliento. Saqué su uniforme, y sus calcetines, que necesitaban un buen
zurcido, y sus rebecas, a las que les hacían falta unas puntadas. En ese
momento, la radio comenzó a dar las noticias.
Me quedé paralizada cuando el presentador mencionó Saint Agnes.
«Varias patrullas de bomberos acudieron al aviso de la Escuela Primaria
Saint Agnes para atender una pequeña explosión acaecida por causa de una
acumulación de sustancias gaseosas en las tuberías del lavabo de la sala de
profesores. Dicho evento tuvo como consecuencia la rotura de una ventana.
Dos profesoras, ambas miembros de la congregación, resultaron levemente
heridas. Ambas se acogerán a la jubilación anticipada para no alterar el
inicio del curso escolar. El director ha hecho las siguientes declaraciones,
cito sus palabras textuales: “Espero que esto aplaque cualquier rumor
infundado que circule por ahí. Varios teóricos e instigadores han intentado
acceder al edificio para promover sus ridículas teorías. Si vuelven a pisar el
recinto escolar, se alertará a las autoridades. No hay nada que ver —nada
fuera de lo normal— en Saint Agnes”.»
El que hablaba no era el señor Alphonse, sino el presentador repitiendo
sus palabras. No obstante, escuché el grandilocuente acento del director en
cada frase. ¿Por qué sería?, me pregunté. Y ¿por qué se había puesto tan
colorado durante la reunión?
Negué con la cabeza. No me hacía ningún bien cuestionarme esos
asuntos. Tenía demasiadas cosas que hacer. Estaba a punto de comenzar el
curso. Tenía que cuidar de mi hermana. Había que poner comida en la mesa
y hacer deberes y hacer planes para el... Volví a negar con la cabeza. Me
resultaba muy complicado pensar en el futuro. Lo que me esperaba tras la
graduación era una sima insondable. ¿Qué sería de nosotras? ¿Cómo iba a
ser capaz de seguir criando a Beatrice a la vez que continuaba mis estudios?
Sabía que necesitaba hacer ambas cosas, era consciente de que las dos eran
ineludibles, pero la forma como lo llevaría a cabo era un misterio. No tenía
contexto ni para empezar a imaginarlo. Me faltaba información. En el lugar
del universo donde debía estar la verdad, donde debía alojarse mi vida, solo
había un agujero.
Y, para ser sincera, estaba aterrada.
De pequeñas nos habían dicho que no levantásemos la vista del suelo.
Nos habían prohibido preguntar por las casas en llamas. Nos habían forzado
a olvidar. Y éramos niñas buenas. Seguíamos las normas.
Ahora sé que hay cierta liberación en el olvido.
O al menos algo similar a la libertad.
Es liberador no hacer preguntas.
Es liberador no cargar con el peso de información desagradable.
Y a veces una se tiene que aferrar a los resquicios de libertad que pueda
obtener.

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A estas alturas del artículo considero que ha llegado el momento de hacer
una confesión: formé parte de un grupo clandestino de investigadores,
científicos, médicos y bibliotecarios llamado Equipo de Investigación
Wyvern. El trabajo de este colectivo nunca ha podido salir a la luz, por
motivos legales. Nuestros descubrimientos solo se debaten y revisan en las
sombras, y de ese modo se evita que arrojen luz sobre problemas en los
campos de la biología, de la rama reproductiva, de la fisiología y de la
aeronáutica. Silenciar u ocultar aspectos de la naturaleza —a causa de
tabúes o miedos o aprensión general— perjudica a la ciencia. No me
arrepiento de haber trabajado con dicho colectivo, ni de los avances que
realizamos. Sí que lamento que la divulgación de nuestros estudios haya
tenido que hacerse en secreto y de forma anónima, lo que impidió que
nuestros descubrimientos llegasen a formar parte de la conversación de la
comunidad científica.
En el otoño de 1948 publiqué un folleto que llevaba por título «Datos
básicos sobre las dragonas: Una explicación médica». Lo hice de forma
anónima, como siempre, pero consideraba que los descubrimientos que
había hecho tenían una aplicación tan concreta y universal que hice todo lo
que estuvo en mi mano para que la información llegase a tantos ojos como
fuese posible. Por esa razón, no usé los medios habituales y no tomé las
debidas precauciones. Al haber obrado sin el consentimiento del equipo de
investigación, decidimos terminar nuestra relación profesional. Los datos
empíricos que había recogido acerca de las dragonas para este proyecto
habían llegado a mí de forma un tanto accidental: se trató de una serie de
hallazgos realizados en el marco de la investigación sobre un grupo de
voluntarias de la Fuerza Aérea de Mujeres Pilotos al inicio de la segunda
guerra mundial. Este proyecto fue financiado con fondos militares. El tema
que se me asignó en un primer momento no fueron las dragonas, por
supuesto. El Ejército apenas era capaz de admitir que había reclutado a
mujeres, de modo que no se vería compelido a tocar un asunto tan delicado
y profano como las dragonas. En cambio, me pidieron que controlara la
fisiología de las reclutas, seguramente para encontrar un motivo para
excluirlas del servicio militar. (A este efecto mis superiores sufrieron una
gran decepción. No fui capaz de hallar pruebas que condonaran dicha
exclusión. Los sujetos de mi experimento prosperaron.) No obstante, la
investigación científica es una criatura curiosa. Cualquier científico que se
precie puede asegurar que, la mayoría de las veces, lo que acabamos por
descubrir no suele ser lo que pretendíamos demostrar en un principio. Un
buen investigador nunca debe perder la curiosidad, la apertura de mente,
la humildad ni, sobre todo, la obediencia a los datos y a los hechos.
Las mujeres a las que estudié eran jóvenes, sanas y fuertes. Chispas
brillantes, todas sin excepción. Mostraron tal entusiasmo por volar que
alarmaron a sus superiores, por no hablar de sus colegas masculinos.
Saludaban al cielo cada mañana y lo contemplaban con anhelo cuando
caía la noche y debían regresar a sus barracones. Solo llevaba trabajando
con ellas un mes cuando, de pronto, una dragonizó. Se trataba de una chica
de diecinueve años natural de Iowa, de nombre Stella. Su dragonización fue
bastante consistente con los demás casos documentados a lo largo de los
años por el EIW. Sin lugar a dudas, se transformó durante un episodio de
ira. Cuatro pilotos fallecieron al instante. Un mecánico llamado Cal fue el
único testigo que vivió para contarlo. Según su testimonio, vio a los
hombres rodear a Stella. Lo llamó «acoso». La escuchó gritar que la
dejasen en paz y él salió corriendo hacia ella con la esperanza de poder
ayudarla. En cambio, la oyó gritar y la vio transformarse en un horrible
estallido de fuego. La explosión fue tan intensa que lo lanzó volando unos
seis metros. La tierra tembló como si hubiese caído una bomba. Los
soldados habían volado en pedazos. No quedó claro si la transformación o
la muerte de los pilotos habían sido deliberadas. El mecánico no lo creía.
Cuando la dragona recobró el sentido, se percató de la presencia de Cal,
que se orinó encima del miedo. La bestia le dio unos golpecitos en la
cabeza y se fue volando.
Las dos siguientes dragonizaciones fueron más atípicas. Una ocurrió en
pleno vuelo. Yo me comunicaba con la piloto por radio cada quince
minutos para que me proporcionara datos sobre su respiración,
transpiración, visión, audición, agudeza verbal y razonamiento lógico. Sus
respuestas, reflejadas en mi cuaderno, demuestran un constante aumento
del optimismo, de la alegría y de un entusiasmo intenso y fuera de lo
común. Cuando llevaba sobrevolando la base dos horas, dando vueltas y
vueltas en forma de óvalo, se detuvo y dijo: «Discúlpeme, doctor, es que
aquí arriba todo es... demasiado maravilloso». Le pregunté qué quería
decir y la única respuesta que recibí fue la alarma de desbloqueo de
emergencia y la eyección de la piloto. Temiendo lo peor, salimos del
edificio, donde nos esperábamos encontrar con una lluvia de fuselaje. En
cambio, vimos que había apagado el motor cuando aún tenía forma
humana y, ya convertida en dragona, sostenía el avión con las garras,
había extendido las alas y lo estaba devolviendo a la base. Era un
espécimen impresionante: de color verde oscuro con el vientre dorado, y
asombrosamente grande. Brillaba tan intensamente que era difícil mirarla
de frente. Las normas del Ejército establecían que se debía disparar a las
dragonas de inmediato (a pesar de que no servía para nada porque las
balas rebotaban en las escamas y en ocasiones acababan matando a los
propios francotiradores), pero esta dragona era tan extraordinaria que los
soldados se quedaron mirándola anonadados. La dragona dejó el avión en
la pista de aterrizaje, se quedó quieta un instante y luego alzó el vuelo.
Recuerdo la escena con bastante lujo de detalles: el interrogatorio caótico,
los hombres corriendo sin rumbo aparente, y un grupo de reclutas WASP en
fila, unas junto a las otras, con las caras iluminadas por el sol matutino y
los ojos mirando hacia arriba.
La siguiente dragonización sucedió una semana después. Este incidente
es algo más delicado de relatar, de modo que usaré ciertos circunloquios.
Dos reclutas WASP a las que estudiaba eran buenas amigas. Uña y carne,
como se suele decir. Jamás las veía separadas. Su devoción era obvia. Eran
como hermanas, solo que más unidas. Su intimidad llegaba a niveles que...,
en fin, creo que me estoy sobrepasando. Lo que puedo asegurar es que les
realicé la revisión rutinaria un jueves, para tomar nota de su peso,
frecuencia cardíaca, temperatura basal, presión sanguínea. Les saqué
sangre para analizarla, les pregunté por su estado mental, por la
regularidad de sus ciclos menstruales y les comprobé la agudeza visual.
Ambas estaban tan sanas como la semana anterior, pero me percaté de que
una de ellas —una joven llamada Edith— tenía la frecuencia cardíaca algo
elevada. Lo anoté, por si pudiera ser un indicio de infección. Las dos
salieron de mi despacho y se marcharon solas. Era su día de descanso,
habían preparado un pícnic y llevaban un par de mantas: les apetecía
disfrutar de un poco de intimidad. Sin embargo, al final del día solo regresó
una de las dos, una mujer llamada Marla. La entrevisté, a pesar de su
estado de duelo. Su testimonio no resulta muy útil, pues está plagado de las
declaraciones de una mujer que acaba de sufrir una pérdida devastadora.
No obstante, es notable mencionar que en su informe dijo: «Edith era feliz.
Era muy feliz. Su felicidad no se podía contener». ¿Por qué dragonizó
Edith? Aún no estoy seguro. Los datos no son claros ni consistentes. Las
pilotos permanecieron en tierra varios meses, por seguridad, y no habrían
recibido el permiso para volver a volar de no ser porque la necesidad de
pilotos cualificados pesó más que dichas preocupaciones. Mi estudio fue
cancelado al día siguiente y me enviaron de vuelta a casa.
Desde la capitanía del Ejército se me informó de que mis hallazgos eran
confidenciales y que se me confiscarían todos los materiales. La única
razón por la que pude conservar mis apuntes fue por el hábito que siempre
he tenido de tener dos copias de absolutamente todo, y porque los hombres
que registraron mi lugar de trabajo no fueron del todo exhaustivos. Tanto el
Instituto Nacional de Salud como mi universidad vieron con malos ojos mi
investigación sobre las dragonizaciones y me alentaron a dedicarme a un
tema más importante (y menos embarazoso). El EIW me prohibió tratar de
divulgar mis conocimientos dado que pondría al colectivo al completo en
peligro. Pero yo no estaba de acuerdo. Mis investigaciones demostraban
que las dragonizaciones eran más comunes de lo que la gente creía y que
iban en aumento. Publiqué «Algunos datos sobre dragonizaciones» ese
mismo año. Lo envié a todas las facultades de Medicina del país y también
a las europeas. Fue censurado casi de inmediato.
No podía saber lo que el futuro le tenía reservado a nuestro país, ni lo
que nos aguardaba en 1955. Lo que sé es que nuestra única esperanza, la
única forma de salir de esta y de cualquier otra calamidad es volver a
cuestionar, a observar, a analizar y a sacar conclusiones. Tenemos que ser
siervos de los datos y ayudantes de los hechos. Creo con toda mi convicción
que la ciencia es la única esperanza para la humanidad, y pongo toda mi
confianza en ella, ahora y siempre.

Breve historia de las dragonas, del doctor H. N. Gantz

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22

El curso comenzó con su letanía de humillaciones.


«Solo un año más», me dije, pero se me cortaba la respiración solo de
pensarlo. Me dirigía de cabeza a toda velocidad al borde de un precipicio,
sin idea de lo que me esperaba allí. ¿Un puente? ¿Una escalera? ¿Unas
cuantas cuerdas y picos? ¿El vacío del espacio? ¿La perdición ineludible? O
tal vez un par de alas...
Me aparté ese pensamiento de la cabeza de una sacudida. La
preocupación no friega los platos, como decía mi madre. Y tampoco nos iba
a ayudar a sobrevivir al curso escolar.
En el primer día de clase, acompañé a Beatrice al colegio. Se había
quejado porque consideraba que ya era lo bastante mayor como para ir sola,
pero insistí y, a pesar de todo, fuimos de la mano, como siempre, mientras
yo sostenía y conducía mi bici con la otra. El señor Alphonse nos esperaba
en las escaleras de entrada a Saint Agnes, con los brazos cruzados con
rigidez y la cara extrañamente hinchada. Beatrice, para la ocasión de su
primer día de clase, estaba tan limpia que casi brillaba en la oscuridad.
Había puesto en remojo su camisa y sus calcetines en una mezcla de bórax
y lejía y los había tendido al sol para que se secasen. Había usado gomina
para meter en vereda sus rizos y tirabuzones y un peine muy fino para
atacar los nudos, luego había acorralado su melena en dos trenzas francesas
tan pegadas a su cuero cabelludo que la piel de su cabeza mostraba todos
sus relieves. Nadie podía acusarme de descuidar la apariencia de Beatrice ni
de consentirle ni un solo desliz. Nadie tendría ningún motivo para examinar
de cerca nuestra extraña manera de vivir, sin adultos, sin guía, sin nadie que
nos echase una mano. Nuestro pequeño universo particular. Era mejor que
nadie se enterase.
Al acercarnos al edificio, Beatrice me soltó la mano y dobló la esquina
dando saltitos, emocionada como de costumbre por ver a sus amigos y
profesoras. Se detuvo en seco al ver al señor Alphonse. Yo, en cambio, ya
me lo esperaba y estaba preparada. Le puse la mano en el hombro a mi
hermana y me coloqué entre ella y el director. Saqué un sobre de mi
bolsillo. Me giré para encararme con Beatrice y le lancé un guiño que solo
ella pudo ver.
—Beatrice —le dije en tono firme—. Espero que vayas directa al
despacho de sor Claire y que le des la carta de disculpa. —Levanté la mano
como si ella hubiese estado a punto de protestar—. ¡Ni una queja! —Le
volví a guiñar el ojo en secreto—. Y ahora, ¡marchando!
Beatrice tomó el sobre —que sí que contenía una carta de disculpa,
escrita, por obligación y bajo mi atenta supervisión, al día siguiente de la
reunión— y subió corriendo las escaleras. Hizo lo posible para no
establecer contacto visual con el director, y el alivio que sintió cuando supo
que no tenía que hablar con él emanaba por sus poros como en olas.
Desapareció tras las puertas abiertas. Yo alcé la vista para mirar al señor
Alphonse, con la misma pose y barbilla alta que él, solo porque sabía que
eso le molestaba. Se le arrugó la frente. Le lancé lo que esperaba que
percibiese como una sonrisa enternecedora.
—Beatrice ha escrito una disculpa muy sentida por propia voluntad, con
la esperanza de dejar atrás el pasado y reparar el daño infligido —dije—.
Tenía usted razón, señor Alphonse, y merece usted mi más profundo
agradecimiento por habernos expuesto el asunto. Mi padre también le da las
gracias, lo menciona a menudo. —Había practicado este discurso,
obviamente—. Estamos ante un nuevo curso, un nuevo comienzo. Me
alegro de que opinemos igual.
El señor Alphonse tenía muy mal aspecto. Tenía ojeras y su piel, aunque
seguía plagada de manchas, estaba del color de la avena. Los pantalones le
quedaban grandes, a pesar de que la barriga le sobresalía por encima del
cinturón. Sospeché que estaba enfermo. Frunció el ceño y dio un paso hacia
mí.
Yo miré el reloj.
—Si me disculpa, preferiría no llegar tarde en mi primer día de clase.
Me di la vuelta, coloqué bien la mochila y me subí a la bici.
—Debo insistir en que tu padre me devuelva las llamadas y se presente
en mi despacho —dijo—. Es de gran...
—Que tenga un buen primer día de curso, señor Alphonse —dije
mientras pedaleaba para alejarme de él.
—¡No hemos terminado, señorita Green!
«Eso ya lo veremos», pensé, y me percaté no sin sorpresa de que la voz
que resonaba en mi cabeza se parecía cada día más a la de mi madre.

Llegué al instituto con tiempo suficiente como para ir al baño de chicas y


estar diez minutos sentada en el borde del retrete con la frente sobre las
rodillas, asfixiándome con la laca que se habían echado las que habían
entrado antes que yo. Inspiré y espiré, con las manos apoyadas en las
paredes del cubículo; no es que estuviera disfrutando este momento de paz
y tranquilidad, pero al menos lo apreciaba. Solté un suspiro, me levanté, me
enjugué el sudor de la cara y de las axilas con papel higiénico, me puse el
uniforme y cambié las zapatillas de deporte por los zapatos reglamentarios.
Me detuve y respiré durante un minuto en un intento de calmarme.
Escuchaba los gritos y las risas de los demás alumnos en el exterior.
(«Tuve una amiga —me descubrí pensando— que vivía en una casa
mágica.» Sacudí la cabeza para intentar quitarme la imagen de la cara de
Sonja de la mente. Había sido muy agradable tener una amiga, pero eso ya
se había terminado. No necesitaba amigas, tenía a Beatrice. Y los deberes.
No solo los escolares, sino también los extraescolares. Me quedaba mucho
que aprender. Tenía que vivir en el presente. No me hacía ningún bien
formular preguntas.)
Me lavé las manos y me adentré en el pasillo, dejando atrás grupos de
chicos recostados contra las taquillas y grupos de chicas caminando hombro
con hombro, siempre en manada.
Aferré los libros contra el pecho y mantuve la vista baja hasta que llegué
a la zona de despachos. Me habían enviado el horario a casa de mi padre,
como cada año, por eso me tocaba ir a dirección para contarles la mentira
de que lo había perdido («yo, que jamás perdía nada», pensé enfurruñada)
para que me diesen otra copia.
No levanté la vista al entrar. Todavía tenían la lista de los mejores
alumnos del curso pasado. Mi nombre debería figurar en lo más alto. Todo
el mundo lo sabía. En cambio, estaba en séptimo lugar. «Ha sido un error de
imprenta —me había informado el decano—. Lo arreglaremos en cuanto
podamos.» Pero ahí seguía.
La responsable de Secretaría, una monja viejísima de nombre sor Kevin,
me ofreció una sonrisa radiante.
—¡Alexandra! —dijo—. ¡Benditos sean los ojos!
De no ser por el hábito de monja, su mirada refulgente y su cara de
manzana arrugada la harían parecer más bien uno de los troles que
aparecían en los libros ilustrados que Sonja me había enseñado cuando
éramos pequeñas. (El mero pensamiento provocó que se me cortase el
aliento y que me escociesen los ojos. Inspiré hondo para calmarme y
obligué al pensamiento a abandonar mi mente.)
—Buenos días, hermana —dije con una voz repentinamente densa. Me
aclaré la garganta—. Por desgracia, he traspapelado mi horario. ¿Podría
darme una copia?
—¿Sabes? Llevamos hablando de ti toda la mañana —dijo mientras
sacaba la copia manuscrita del horario. No la había pillado de improviso,
según parecía—. Seguro que te ardían las orejas.
Dio una palmadita y sonrió. Se comentaba que cuando era profesora
daba bastante miedo. Todo exigencias y grandilocuencia y decepciones y
gritos. Me costaba imaginarlo. Ahora era todo sonrisa y entusiasmo
desmedido.
—Tengo las orejas perfectamente, gracias, hermana. —Comprobé el
horario y fruncí el ceño—. Disculpe, creo que ha habido un error. —Se lo
mostré—. Aquí sale Cálculo y no debería. Ya lo cursé en el programa por
correspondencia, en noveno. Me han convalidado los créditos en la
universidad. —No tomó el horario. Solo mantuvo su expresión de deleite—.
Saqué sobresaliente. Y fui la mejor de la clase. El profesor me escribió una
nota para felicitarme y todo. El curso pasado hablé con sor Frances...
—Ella ya no es la directora, querida —dijo sor Kevin amable—. ¿Te
apetece un dulce? —Me ofreció un frasco lleno de caramelos. Negué con la
cabeza.
—Ah, ¿no? —Yo no sabía nada—. ¿Desde cuándo? —Me contuve. No
me convenía sonar demasiado brusca—. O sea, me sorprende. Nadie
comentó nada al respecto el curso pasado. ¿Se ha jubilado?
Entrecerré los ojos, en un intento de determinar la edad aproximada de
sor Frances. No se me daba muy bien estimar los años de la gente, y mucho
menos de las monjas.
Sor Kevin sacó una grajea de limón y se la metió en la boca.
—No, simplemente, ya sabes, voló del nido, como se suele decir. Estiró
las alas. O sea, las piernas. Siempre había querido viajar, la pobre, y
decidimos no retenerla más.
Cerró los ojos e hizo rodar la grajea de limón por la boca. La escuchaba
repiquetear contra sus muelas. Lo que me decía no tenía ningún sentido.
—¿Va a volver?
Sonrió y sus hombros botaron ligeramente.
—Quién lo sabe. ¿Seguro que no quieres un caramelo? —Negué con la
cabeza—. El señor Alphonse, de Saint Agnes, se encargará de dirigir ambas
escuelas hasta que la diócesis designe un sucesor. —Arrugó los labios—. Es
mucha carga para cualquiera. Espero que tanto trabajo no acabe con él,
pobrecito.
«Estupendo.» Suspiré. Posé el horario sobre la mesa. Señalé el hueco en
el que ponía «Cálculo».
—De todas formas, yo ya aprobé esta asignatura. En noveno. Y luego
Cálculo Multivariable y luego Matemáticas Discretas y ahora estoy con
Álgebra Lineal y Probabilidad a través de la universidad. Estas clases son
muy complicadas, y sor Frances y yo llegamos al acuerdo de que sería
beneficioso para mí tener una hora libre para estudiar.
—Sor Frances no está aquí, cariño —dijo indulgente.
—Ya lo sé —dije, intentando no mostrarme demasiado frustrada—. Pero
me dijo que lo haríamos así. Lo decidimos entre las dos. Sor Frances lo
certificó y todo. —Hice una pausa—. Con bolígrafo —añadí sin convicción.
—Sor Frances no está aquí, cariño —repitió sor Kevin sin modificar su
tono ni su expresión.
Esto no estaba yendo a ninguna parte. Decidí hablarlo directamente con
el profesor.
—Gracias, sor Kevin. Siempre es un placer hablar con usted.
—¡Y contigo! —exclamó, y me lanzó un beso. Me di la vuelta para
marcharme—. ¡Ah! ¡Vaya, cómo hablaba todo el mundo de ti esta mañana!
¡Cuántas opiniones! Tu amiga vino con una pila enorme de información y
de panfletos. Obligó a todo el mundo a coger uno, incluso a los que se
mostraban reacios. ¡Menuda personalidad! Tiene muchas esperanzas
depositadas en ti, querida. El único límite es el cielo, dijo, lo que me hizo
bastante gracia. ¿Cómo te va a limitar el cielo? —Soltó una carcajada.
A veces, sor Kevin me daba dolor de cabeza.
—Disculpe. ¿Quién dice que ha venido?
—Sí, mujer —respondió—. Esa bibliotecaria amiga tuya. «No se lo
pongáis fácil a esta, no, señor», nos dijo. Creo que lo único que la hará feliz
es verte en la torre de marfil más alta de la historia. Serás nuestro pequeño
rey de la filosofía. O reina, supongo. Ay, Helen... Siempre fue una líder
nata, incluso en nuestros años de primaria. ¡Qué alegría da ver que hay
cosas que nunca cambian!
Se metió otra grajea de limón en la boca. Y luego otra. Ambas giraban
como en un torneo de canicas. A pesar de los dos bultos de sus mejillas, me
mostró una amplia sonrisa.
No sabía qué decir al respecto, de modo que me decanté por:
—Gracias, hermana.
Se me nubló el pensamiento, pero decidí ignorarlo. Tenía planeado ir a la
biblioteca después de clase de todas formas. Tal vez la señora Gyzinska me
explicaría de qué iba el parloteo de sor Kevin cuando la viera.
A tercera hora comprendí por qué me habían metido en la clase de
Cálculo. Aparte de que era la única chica, el profesor, el señor Reynolds, no
había dado una clase de Cálculo en su vida y no había tocado la materia
desde la universidad. Al final de la clase, me había pedido que saliese al
encerado unas nueve veces para explicar problema tras problema, y me
había pedido que corrigiese los controles de todos mis compañeros.
También me había encargado pasar lista, contestar preguntas y borrar la
pizarra. Traté de explicarle mi situación al final de la lección, pero no me
hizo ni caso.
—Los estudios por correspondencia no se pueden comparar con los
presenciales —dijo altanero—. Creía que sería usted lo bastante inteligente
como para saberlo. —Señaló al rincón—. ¿Le importaría vaciar la papelera
antes de irse?
—Pero hice el mismo examen que los alumnos universitarios. Y en ese
curso se cubría más materia que en este. Todos estos chicos tendrán que
volver a cursar esta asignatura en la universidad, pero yo no. Y, señor.
Acaba de verme explicar conceptos que no he repasado desde hace más de
un año. Está claro que los domino. Me parece una pérdida de tiempo.
—El aprendizaje —dijo finamente— nunca es una pérdida de tiempo. La
veré en clase mañana. Espero que se esfuerce tanto como sus compañeros.
No le otorgaré un tratamiento especial.
Insistí, pero la respuesta siguió siendo la misma. Le pregunté si podía ser
su ayudante —que al fin y al cabo era lo que parecía querer de mí—, pues
de ese modo podría serle de ayuda y además tener tiempo para estudiar
mientras los demás alumnos hacían los problemas. Siguió sin cambiar de
opinión. Me fui con un resoplido de frustración.
El día solo fue a peor.
Me fui a casa de un humor de perros, caminando con la bici en la mano,
haciendo listas mentales de lo que tenía que conseguir antes de irme a la
cama. Tenía que darle de cenar a Beatrice y jugar con ella. Probablemente
tuviera deberes. Había que reparar el fregadero de nuevo, y no me servía de
nada pedírselo al casero. Gracias a algunos libros de consulta y una caja de
herramientas viejas pero medianamente decentes que me regaló el conserje
de la biblioteca cuando le compraron unas nuevas, tenía unos
conocimientos rudimentarios sobre cómo reparar una tubería o un retrete,
cómo soldar un cable y reparar un circuito, cómo montar una estantería no
muy bonita, pero funcional. Y demás. Sabía encontrar las vigas en la pared
y protegerme de los calambrazos cuando tenía que arreglar algo eléctrico y
reparar la nevera cuando dejaba de funcionar.
Tenía que preparar la cena.
Tenía que terminar los deberes.
Tenía que redactar un trabajo.
Tenía fichas de problemas y bibliografía que leer para los cursos por
correspondencia.
Y la señora Gyzinska me había dicho que había llegado el momento de
comenzar a preparar las solicitudes de plaza en la universidad. Se me
encogió el estómago al pensar en eso. ¿Cómo iba a apañármelas? ¿Qué
sería de Beatrice? ¿Qué iba a pasar?
Beatrice ya estaba en casa y había dejado la mochila hecha un gurruño
en las escaleras de entrada al edificio. Había un jardincillo estrecho entre
nuestro edificio y el de al lado, y una pequeña zona verde en la parte de
atrás que daba al callejón. Beatrice, dos niñas y seis niños aparecieron
corriendo por la esquina. Rodearon el edificio y desaparecieron por el otro
lado. No se percataron de mi presencia. Beatrice llevaba algo en la mano:
dos trozos de madera, uno largo y uno corto, atados en diagonal con cuerda
en el centro para formar una especie de espada casera.
—¡Preparaos para morir, soplones! —gritó mi hermana, y los otros niños
chillaron en respuesta.
Volvieron a dar la vuelta. Alcé una mano y frenaron en seco, colorados y
jadeantes.
—Hola, Alex —dijo Beatrice.
—Nos vamos a la biblioteca —le dije—. Vamos a dentro a por tus cosas.
—¿Ahora? —se quejó—. Justo ahora mismo no. Llevo en el colegio
todo el día.
Igual que yo, pero no dije nada. Suspiré. A lo mejor podíamos esperar un
rato. Beatrice, tras su limpieza reluciente de esa mañana, era un desastre
andrajoso.
—Vale —acepté—. Juega un rato si te hace falta. Pero no mucho. Tengo
que pasar por la biblioteca sí o sí. Necesito sacar prestados algunos libros.
Puedes quedarte con tus amigos un poco más, si te apetece. Pero entra en
cuanto te llame, hoy cenaremos pronto.
No le hizo falta más.
—¡ADELANTE! —aulló, y los otros niños se unieron a ella y todos
salieron corriendo hacia la parte de atrás del edificio y se perdieron de vista.
Recogí la mochila de Beatrice y subí las escaleras despacio. Estuve a
punto de tirarme sobre mi cama, que hacía las veces de sofá por el día.
Calenté el guiso de pollo con nata y preparé arroz, y añadí unas rodajas de
rabanito y de pepino como acompañamiento. Preparé lo que haría en cuanto
Beatrice se hubiese ido a la cama y puse lo que necesitaba llevar a la
biblioteca en mi mochila. Hice una lista, taché cosas, recordé que el
fregadero estaba estropeado, lo añadí a la lista. Miré el reloj. Me faltaban
horas en el día.
Sonó el teléfono. Me sobresalté. No nos llamaba nadie excepto mi padre
los domingos. Cuando se acordaba. Que era cada vez menos. Estuve a
punto de no descolgar.
Cogí el teléfono y escuché el silencio durante un instante. Luego oí toser
a mi padre.
—¿Papá? —dije. Tosió otra vez. Y otra—. Papá, ¿estás ahí?
Emitió un gruñido impaciente. No cabía duda de que se trataba de mi
padre.
—Me alegra saber de ti —dije—. ¿Sabes que no es domingo? Bueno. No
es que me importe.
Al fin:
—El señor Alphonse ha venido por casa. Se me había olvidado cuánto lo
detesto.
«No hemos terminado», había dicho el señor Alphonse.
La ansiedad me mordió la nuca. Intenté aliviarla con un masaje.
—¿Fue una visita de cortesía? —pregunté.
Me ignoró.
—Llamó a mi despacho y le dijeron que estaba pasando la convalecencia
en casa —tosió, maldijo y volvió a toser.
—¿Te encuentras bien, papá?
—Eso a ti no te incumbe. —Se aclaró la garganta—. De modo que se
presentó aquí sin otra invitación más que la suya propia. Se preguntó dónde
estabais tú y... —Hizo una pausa—. Bueno, quería conversar con todos
sobre no sé qué estupidez. Molestó a mi mujer. Ya sabes que esto me pone
en una posición muy incómoda. Confiaba en que te encargarías de este tipo
de asuntos. Deberías mantener a esa niña a raya. Es lo que habría querido tu
madre.
Noté que se me calentaban las mejillas. Apreté la mano libre en un puño
y presioné los nudillos contra la pared. Sabía que no me hacía ningún bien
enfadarme. Así que cerré los ojos y respiré hondo, intentando con todas mis
fuerzas aplastar el calor que crecía en mi pecho. Una sirena aulló en la
calle. Últimamente pasaba mucho. Había habido incendios en Saint Agnes
y en la tienda Odd’s-N-End’s y en un silo a 24 kilómetros de aquí. Y
también en una residencia de ancianos en Eau Claire. Y en un bar en la
frontera con Minnesota. Siempre los apagaban rápido. Solo los
mencionaban de pasada en las noticias.
—Comprendo la posición en la que te encuentras, papá. Lamento que
tu... —Hice una breve pausa—. Lamento que tu mujer se disgustase.
¿Cómo era que se llamaba?
—No seas insolente.
—Perdón, papá.
Otra sirena. Hacía demasiado calor en ese apartamento. La biblioteca no
estaría mucho mejor, pero al menos en el sótano haría fresco y podía
trabajar allí. No había un minuto en el que no estuviese trabajando,
estudiando, escribiendo, demostrando, resolviendo o amarrando complejas
expresiones matemáticas en nudos pulcros y elegantes. Hacer algo,
cualquier cosa, le daba a mi mente un respiro de preocuparse por lo que
vendría. El año siguiente. Otro mundo. ¿Qué plan tenía mi padre? Me daba
miedo preguntárselo.
—Mira, no tengo ni idea de por qué sintió el impulso de ir a verte el
señor Alphonse. Tengo la situación bajo control. Beatrice se pasaba
demasiado tiempo dibujando en clase en vez de hacer sus tareas. Se ha
disculpado y ya está todo arreglado.
—Me dijo que le faltaste al respeto.
—No hice tal cosa.
—No le gusta tu corte de pelo. Ya sabes lo que dicen de las mujeres que
llevan el pelo corto.
Resoplé.
—¿Que gastan menos en laca?
—¡Insolente! —me regañó de nuevo.
—Me retracto de mi comentario insolente —dije—. Mira, papá, no te
preocupes por nada. Lo tengo todo por la mano. Siempre me he ocupado de
estas cosas. Además, solo me queda este curso. Me graduaré con honores,
según parece. De modo que probablemente tengamos que hablar sobre lo
que pasará cuando...
Mi padre volvió a toser.
—¿En serio te vas a meter en esos berenjenales? Podrías ponerte a
trabajar ya mismo, labrarte un porvenir. El graduado escolar no es más que
un papelajo. Cosas de chicos universitarios y poco más. En mi opinión, es
más importante que los hombres de negocios vean de lo que eres capaz y
que te coloquen según tus habilidades. Cualquier oficina del país estaría
encantada de tener a una chica como tú entre sus secretarias. Además, te
casarás enseguida, así que todo esto en realidad da lo mismo.
«¿Casarme?» Se me revolvió el estómago solo de pensarlo. ¿Con quién
se pensaba que estaba hablando?
—Papá, no me estás entendiendo. Y nada de eso entra en mis planes.
Estoy en pleno...
—¿Sabes una cosa? Acabo de reunirme con el dueño de la emisora de
radio y le he hablado de ti. Tiene un puesto de secretaria disponible, si te
interesa. Lo único que tienes que hacer es solicitarlo.
—¿Qué? Papá. No tengo formación de secretaria. Para conseguir esos
empleos hay que ir a una academia. Además, todas las empleadas tienen el
graduado escolar, que no es solo un papelajo. En serio. Además, voy a
solicitar plaza en...
Mi padre volvió a interrumpirme.
—Es buena gente. Y es un buen empleo. Y esto es un pájaro en mano,
sería una estupidez dejar pasar esta oportunidad. No obstante, tu madre te
inculcó todas estas tonterías, de modo que quién sabe lo que harás. ¿A
quién le importa un papelajo cuando hay un empresario que necesita chicas
jóvenes y bonitas y demasiado ingenuas y va repartiendo oportunidades
como churros? —Mi padre no me explicó qué quería decir. Pero me lo
imaginé—. Te está ofreciendo un atajo. Con esa cabecita que tú tienes,
dirigirás el cotarro en menos de un mes. Deberías pensártelo.
Respiré hondo y traté de aclararme las ideas. No estaba yendo nada bien.
Mi padre tuvo otro ataque de tos. Esperé a que se le pasara.
—Lo que me estoy pensando, papá, es sacarme la carrera de...
Me volvió a interrumpir.
—Bueno, me alegro de haber escuchado tu voz, Alexandra, pero tengo
que dejarte. —Tosió por última vez, una tos fuerte y perruna—. Sé buena.
No te desvíes. No me avergüences. Piensa en lo que habría querido tu
madre y no la decepciones.
—No lo haré —dije, pero él ya había colgado y no me escuchó.

Dos días después, me llegó una carta de mi padre. No tenía sello ni


matasellos. La había colado por debajo de la puerta y la había dejado en el
suelo. ¿Se había pasado por aquí y no había querido ni saludar? ¿Se la
habría dado al casero para no tener que vernos? No sé cuál de las dos
opciones me parecía peor.
«Querida Alexandra:» decía la carta.
Me percaté de una pregunta encubierta en nuestra conversación
telefónica del otro día, y me parece que estás ligeramente confundida.
Creía que había dado mi opinión inequívoca sobre el tema de la
educación universitaria de las chicas. Pero como parece haber cierta
confusión, permíteme que te lo aclare.
No, no pienso costearte, ayudarte ni apoyar bajo ningún concepto
cualquier intento que hagas de estudiar una carrera. En junio, cuando te
gradúes, dejaré de manteneros a las dos, puesto que creo que eres
perfectamente capaz de hacerlo tú misma. Tu madre habría querido que
terminaras tus estudios secundarios, de modo que, para honrar su
memoria, financiaré lo que queda de curso a regañadientes, a pesar de
que esa meta me parece arbitraria. El apartamento está pagado hasta
finales de agosto, fecha en la que tendrás un sueldo propio y serás capaz
de hacerte cargo del alquiler. He sido más que generoso, al fin y al cabo.
Le prometí a tu madre que cuidaría de ti y de tu «hermana», y me
enorgullezco de haberlo cumplido, a pesar de que tú no estás de acuerdo
con el procedimiento que he escogido. Lo comprenderás cuando seas
mayor. Ahora tengo una nueva familia y he tenido que hacer
concesiones.
Estoy orgulloso de ti, Alexandra. Seguro que ya lo sabes. Sé que tu
madre también lo estaría. Te desearé lo mejor cuando te gradúes.
Saludos.

Papá

La leí. Y la releí. Arrugué el papel y lo tiré a la basura.


«Bueno —me dije—. Pues eso ha sido todo.»

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El día previo a la Dragonización Masiva de 1955, un grupo de veinticinco
acomodadas alumnas de Literatura cogieron el tren desde la Universidad
de Vassar hasta Manhattan para visitar el solar donde había estado el
edificio de la centralita de Feibel-Ross.
No le contaron a nadie que fueran a ir a Nueva York. Ni siquiera
parecían haber planeado el viaje con antelación. Al entrevistar tanto a
profesores como a estudiantes que no formaban parte de las veinticinco,
todos relataron el mismo fenómeno: que cada alumna, en sus respectivas
clases, o en la biblioteca, o en medio del campo de hockey hierba, se
pusieron en pie a las 9.35 y se marcharon sin decir ni una palabra. Se
reunieron en Main Street y se dirigieron a la estación de Poughkepsie,
donde se subieron en el tren de las 11.25 con destino a Manhattan.
Las alumnas de Vassar se agruparon en la acera, mirando el solar.
Estaban erguidas y tenían la mirada clara y una actitud serena. Se habían
pasado la vida en escuelas privadas de élite, entre clases particulares y
recitales de piano y lecciones de historia del arte, formándose para ser
mujeres acaudaladas, como sus madres. Se quedaron de pie, en silencio,
ante el espacio vacío que antaño había ocupado la centralita Feibel-Ross;
otro agujero en el universo. Sus rostros refulgían, según relataron los
testigos, y estaban preciosas. Al unísono, alzaron la vista al cielo, y luego,
todas a la vez, en una fila larga y bien definida, sacaron las libretas y
comenzaron a dibujar.
Nadie les hizo demasiado caso. El solar de Feibel-Ross resaltaba como
un diente caído en medio de una boca. Era un vacío sonoro. La gente
apretaba el paso y bajaba la vista. Nadie se daba cuenta de que actuaba de
esta forma.
Las alumnas de Vassar se quedaron allí durante toda la tarde. Dibujaron
sin descanso, hasta bien entrada la noche. La gente lo rememoraría más
adelante, a pesar de que no eran capaces de explicar por qué les había
parecido importante. Por qué su presencia —completamente quietas, en fila
a lo largo de la acera, con las caras sumergidas en sus cuadernos en un
estado de concentración o consternación o alzadas hacia el cielo con una
expresión que podía considerarse anticipatoria o preocupada o llena de
alegría, dependiendo de quién lo mirase— era reseñable. O por qué no se
dieron cuenta hasta que fue demasiado tarde.
A la mañana siguiente, en las primeras horas de la Dragonización
Masiva, los habitantes de Manhattan se toparon —desparramados por los
bancos de los parques, en las escaleras del metro y en las alcantarillas—
con dibujos de figuras femeninas. Miles de ellos abarrotaban las calles.
Acababan enganchados en los parabrisas de los coches como hojas
otoñales y revoloteaban alrededor de los rascacielos como bandadas de
pájaros. Mujeres en trajes de negocios. Mujeres en vestidos de estar por
casa. Mujeres con abrigos. Mujeres manejando maquinaria pesada.
Mujeres en cabinas de aviones. Mujeres al mando de arados. Mujeres en
ropa interior y desnudas. Mujeres en la playa. Mujeres en vestidos de novia
y en camas de matrimonio. Mujeres con bebés en brazos. O hinchadas con
más bebés. O sonando naricillas. Mujeres en los escalones de entrada del
colegio. Mujeres diciendo adiós con la mano. Estaban por todas partes.
Nadie sabía lo que significaban.
Y, de vez en cuando, aparecía una hoja sin ningún dibujo. Simplemente
con una frase redactada con una caligrafía agradable: «Los Martin
O’Leary del mundo se lo merecen».
Nadie sabía lo que eso significaba.
Las chicas de Vassar perdieron el tren de vuelta y jamás regresaron a
sus residencias. Madres preocupadas llamaron a la policía y a sus familias
y alertaron a la prensa. Las chicas no volvieron. En un contexto normal,
habría salido en todas las noticias al día siguiente, pero no fue así. Toda la
nación presenció cómo sus propias madres se transformaban en una
demostración masiva de rabia y violencia y fuego. De pronto, había más
cosas en las que pensar. Y todo el mundo olvidó a las chicas de Vassar.
Bueno, casi.

Breve historia de las dragonas, del doctor H. N. Gantz

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23

A lo largo del mes siguiente, comencé a ver panfletos diminutos en lugares


extraños. Pegados al buzón de mis vecinos o en el aparcamiento para
bicicletas o tirados en las escaleras de entrada del instituto. Eran pequeños,
como del tamaño de la palma de mi mano.

CENTROS DE SALUD PARA CURIOSOS


¿SUFRES SÍNTOMAS QUE NO PUEDES EXPLICAR?
¿UN SENTIMIENTO DE QUE LO DE DENTRO ES DEMASIADO
GRANDE PARA LO DE FUERA?
NUESTROS MÉDICOS TIENEN RESPUESTAS.
OFRECEMOS SINCERIDAD EN LUGAR DE MENTIRAS,
INFORMACIÓN EN LUGAR DE OFUSCACIÓN.
SIN CITA PREVIA.

Me quedé quieta a medio camino de abrir la puerta de mi apartamento,


cuando descubrí que había una tarjeta pegada al cristal. La cogí para ver si
había una dirección en el envés, pero en ese momento el señor Watt, mi
casero, me la quitó de las manos. Era un hombre bajito con calvas
irregulares, que dejaban frágiles mechones enganchados aleatoriamente en
su pecoso cuero cabelludo. Parecían el plumón que recubre el cuerpecito de
los polluelos al nacer. Tenía una cara retorcida y sin afeitar que llevaba
siempre ceñuda.
—Si te vuelvo a pillar mirando esas porquerías, se lo diré a tu padre.
Siempre me amenazaba con contarle cosas a mi padre. Según creía yo,
jamás había cumplido sus amenazas.
Me crucé de brazos.
—No tengo ni idea de a qué se refiere. Eso estaba pegado a la puerta. No
lo iba a tirar sin leerlo. Creía que era una nota suya. —Esto último era
mentira, pero me fastidiaba el tono con el que me había hablado.
—Pfff. Marginados chiflados y sus chifladuras. Deben de ser liberales de
Madison, creo yo. O peor aún. —Su expresión se volvió sombría—. De
California. Bueno, pues no pienso permitirlo aquí. No, señor. —Levantó la
vista y miró hacia el final de la carretera, como si en ese mismo momento
estuvieran a punto de aparecer camiones llenos de gente de la Costa Oeste
para tomar nuestras calles.
Rasgó el papel en dos y se metió los trozos en el bolsillo.
—Pero ¿al menos sabe de qué va eso? —le pregunté—. No hago más
que ver estas tarjetas por todas partes.
—No pienso decirte ni una palabra —aseguró—. Le envié una nota a tu
padre para avisarle de que esa niña tuya anda por ahí corriendo como una
salvaje. Es lo que me faltaba. O la controlas, u os buscáis otro sitio donde
vivir.
Era una amenaza vana, pero me alteró de todas formas. Se chocó
conmigo al pasar y bajó las escaleras para dirigirse a su apartamento.
Negué con la cabeza.
«Centros de salud para curiosos.»
Tenía que admitir que a mí me picaba la curiosidad.
Al día siguiente, en clase de Francés, las tres chicas que se sentaban
delante de mí examinaban sendas tarjetas, todas ligeramente distintas, pero
que anunciaban los mismos ambulatorios. Le di un toque en el hombro a la
que estaba más cerca de mí, una chica alta que se llamaba Emeline, que
llevaba el pelo recogido en un moño alto para resaltar su largo cuello, y que
le enseñaba su anillo de compromiso a cualquiera que se le acercase. Nunca
llevaba maquillaje —estaba prohibido—, pero siempre parecía brillar.
—Disculpa —dije.
—Sí —dirigió su brillo hacia mí y extendió la mano para mostrarme su
anillo—, es auténtico, si era eso lo que querías preguntarme. —Me lanzó
una sonrisa indulgente.
—¿Perdona? —dije—. En realidad no era eso lo que me interesaba. Lo
que me produce curiosidad son esas tarjetas. ¿Hay una dirección en ellas?
La chica que se sentaba a su lado, Marie-Louise creo que se llamaba,
echó un vistazo por encima del hombro de Emeline y puso los ojos en
blanco.
—No pueden anunciar un sitio como ese sin más —explicó—, los
cerrarían. Ya sabes. —Me miró por encima de su hombro—. El Gobierno.
—¿Por qué iba a cerrarlos el Gobierno? —pregunté.
Entonces entró sor Leonie. Era una mujer diminuta, con cara de nuez y
ojillos grises que brillaban como dos monedas nuevas. Sus zapatos
rechinaron cuando se aproximó al encerado. Necesitaba un palo muy largo
con un trapo en la punta para borrar la parte de arriba.
Marie-Louise recogió las tarjetas y se las guardó en el bolsillo.
—Piensa un poco —susurró—. ¿Cómo no iban a cerrarlos? Pero si te
pica tanto la curiosidad, seguro que encuentras uno enseguida.
—¿Cómo? —quise saber.
Marie-Louise no me contestó. Se limitó a darse unos toquecitos en la
sien.
Sor Leonie se giró.
—Silence, s’il vous plaît —dijo, en tono amable.
Abrimos los libros.
Antes de que me diera cuenta, septiembre se había terminado y octubre se
estaba estableciendo, con sus colores y cielos claros y brisas recias. Beatrice
se portaba bien en el colegio y traía comentarios muy positivos en sus
trabajos y eso cada día me provocaba un suspiro de alivio. Quizá lo de
dibujar dragonas hubiera sido una fase.
Beatrice no se quejaba de que nos pasáramos horas en la biblioteca casi a
diario. Yo le permitía hacer exactamente lo que mi madre me había
prohibido. La dejaba que vagara sin límites y que leyese todo lo que le
apeteciera. Alababa su curiosidad. La señora Gyzinska tenía varios
ayudantes que le echaban un ojo de vez en cuando a mi hermana, a veces
incluso la llevaban a la sala infantil para que hiciese manualidades y volvía
a casa con excéntricas coronas de purpurina o brazaletes brillantes cubiertos
de papel de plata, o un par de alas de colores vibrantes. (Las alas las tiré.
Era pequeña. Esperaba que se le olvidase que las había tenido. Me odié por
ello.)
Por mi parte, yo iba a lo mío en el instituto. No levantaba la vista del
suelo. Estaba acostumbrada a estar sola. Más de una vez creí ver a Sonja
por el rabillo del ojo. Sentada sola a la hora de comer. O de pie en el umbral
de una puerta. Nunca era ella. Pero cada vez sentía que se me quebraba el
corazón un poco más. Había tenido una amiga. Pero mi padre me la había
arrebatado. Esa historia tenía más detalles, pero se encontraban fuera de mi
alcance, tan insustanciales como el humo. Intenté sacármela de la cabeza.
No me hacía bien regodearme en el pasado, al fin y al cabo. Olvidar es
liberador. O esa era la historia que me contaba a mí misma en aquel
entonces.
El primer sábado de octubre, Beatrice y yo fuimos a la biblioteca. Yo
sostenía con la mano el peso de mis libros y ella corría delante de mí.
Llevaba los brazos estirados, a modo de alas.
—¡Estoy volando, Alex! —gritaba—. ¡Estoy volando de verdad!
Aleteaba las manos de forma hermosa, como una bailarina. Saltó sobre
un muro y luego se bajó de un brinco. En cualquier otra ocasión, me habría
admirado de su fuerza y de su agilidad y de su gracia. Pero, en este día en
concreto, me sentí abatida y aterrada. ¿Cómo iba a poder con todo?, me
pregunté por la cienmillonésima vez en las últimas veinticuatro horas. ¿Qué
sería de nosotras el año siguiente? Estaba inquieta. Cada pregunta era como
cargarme otra piedra a la espalda. Empecé a encorvarme al caminar.
—Las niñas no vuelan —dije.
Se detuvo y me observó.
—¿Por qué no dejas de arruinarlo todo? —lloriqueó.
Yo no tenía tiempo para estas chorradas.
—No es que lo quiera arruinar. Es un hecho científico. Las niñas no
vuelan. Caminan, igual que las chicas mayores.
No volvimos a abrir la boca hasta que llegamos a las escaleras de la
biblioteca.
La biblioteca municipal había sido edificada en la década de 1890 por
iniciativa del señor Carnegie y había sido renovada en los años treinta. La
señora Gyzinska, que ya ocupaba el puesto de bibliotecaria en aquel
entonces, se las había apañado para conseguir que el Cuerpo Civil de
Conservación enviase a un par de artistas para que pintasen un mural en la
sala infantil y otro en la sala de lectura. Se trataba de escenas forestales que
reproducían con gran lujo de detalles criaturas silvestres paseando sin prisa
por los frondosos árboles de copas anchas, así como alguna que otra hada o
espíritu benévolo o trol asomando la cabeza desde sus escondrijos. En el
techo que estaba encima de la sección de ciencia habían pintado un cielo
plagado de galaxias y estrellas. Tenía... contactos poco comunes para una
bibliotecaria de un pueblo pequeño. Había asumido el cargo cuando era
muy joven y simplemente jamás lo había dejado. Y menos mal. La
biblioteca era el edificio más bonito de todo el pueblo. Todos los caminos
parecían llevar a ella.
Beatrice entró dando saltitos y saludó con alegría a uno de los
empleados.
—¡Hola, señor Burrows! —dijo demasiado alto, pero él no la mandó
callar. Mi hermana volvió a aletear los brazos—. ¿Te gustan mis alas? Hoy
soy una...
—Niña —solté sin pensar, y también más alto de lo que pretendía—.
Hoy es una niña, lo mismo que todos los días.
Recordé a mi madre, vestida con su peto, arrastrando a Beatrice dentro
de casa cuando decía alguna inconveniencia. Hice una mueca e intenté
sacarme el recuerdo de la mente.
Beatrice me observó. El señor Burrows nos ofreció una lánguida sonrisa
y se levantó con un movimiento suave. Era, la mayor parte del tiempo, un
joven imperturbable.
—Todo lo que a ti concierne es adorable, Beatrice —dijo con diplomacia
—. Incluso las alas. Por cierto, hemos comprado material nuevo para la
zona de manualidades y me muero por estrenarlo. —Cosa que era
claramente mentira, pero no dije nada—. Podríamos hacerle un par de alas a
tu hermana. O para mí. ¿Pueden tener alas los bibliotecarios? Tal vez todo
el mundo debería tenerlas.
—A Alex no le hacen falta. —Beatrice se acercó al señor Burrows y le
tomó la mano—. Solo camina. Como una pringada.
Me lanzó una mirada punzante, pero yo sabía que, de momento, la
habíamos apaciguado. Se dirigió hacia las escaleras dando saltitos.
Llevaba estudiando unas dos horas cuando la señora Gyzinska se acercó
a la mesa donde me encontraba encorvada sobre unos problemas
particularmente complicados.
Desde que falleció mi madre y yo había empezado a pasar más tiempo
en la biblioteca, la señora Gyzinska siempre sacaba un rato cada día para
sentarse conmigo. A veces me daba conversación, pero lo más normal era
que se sentase allí durante un buen rato sin decir ni una palabra,
dedicándose a ordenar sus documentos o simplemente a leer un libro. A mí
me parecía maravilloso. Sonará raro, pero agradecía no tener que dar
explicaciones. Me gustaba disfrutar de su compañía sin verme forzada a
hablar. De vez en cuando me acompañaba hasta el jardín y conversábamos
durante mucho tiempo sobre matemáticas o sobre química o sobre Jane
Austen. Disfrutaba de su compañía.
Nunca le llegué a revelar a la señora Gyzinska nuestra situación. Sabía
seguro que me encargaba de cuidar a mi hermana sola. A menudo me
preguntaba por mi padre y por mi madrastra, y yo siempre le respondía
«Están bien, gracias por preocuparte», a pesar de que en realidad no tenía ni
idea; luego ella apretaba los labios hasta que formaban una línea fina y
tensa.
—Bueno —solía decir—. Al menos tienen buena salud.
Lo que a mí me parecía un comentario un poco extraño. Nunca se lo hice
notar. Lo dejábamos ahí, entre nosotras, no lo tocábamos.
No alcé los ojos cuando se acercó a mi mesa. Como de costumbre, no
dijo nada. La señora Gyzinska obedecía hasta límites fastidiosos la norma
de guardar silencio en la biblioteca. Repiqueteó con sus hinchados nudillos
sobre la mesa de roble para llamar mi atención. Me hizo un gesto para que
la siguiera y luego se dirigió hacia el despacho de la parte posterior. A pesar
de la curvatura de sus hombros y de la escoliosis, y a pesar de la leve
cojera, caminaba a buen ritmo. Me apresuré para alcanzarla.
La señora Gyzinska era muy mayor (me resultaba difícil adivinar su
edad exacta) y había enviudado hacía mucho tiempo. Cuando era joven,
consiguió una beca para una universidad de prestigio situada al este del
país, donde se casó en secreto con el descendiente de una familia
prominente (totalmente en contra de los deseos de sus padres). Eran viejos
ricos, como se los suele llamar, de esos que tienen su propio sistema
climático. Su marido murió joven, poco después de la boda, y en
circunstancias embarazosas. Nunca llegué a descubrir cuáles habían sido en
particular, solo que la familia las utilizó para evitar que ella pudiese heredar
la parte de la fortuna familiar que le correspondía. Para que se estuviese
callada, le ofrecieron una pequeña cantidad de dinero pero suficiente para
sobrevivir de manera cómoda, además de otra más grande para financiar
cualquier organización en la que quisiera involucrarse, conscientes de que
la filantropía le abriría mayor cantidad de puertas, y de mayor enjundia, a su
exnuera que cualquier título universitario. Fue gracias a los hondos bolsillos
de su familia política —que no tenía ningún tipo de lazo con mi pequeño
pueblo de Wisconsin en absoluto— que pudimos tener una biblioteca tan
excelente y solvente económicamente. Todo el mundo conocía esta historia,
pero todo el mundo hacía como si fuese un gran secreto. La señora
Gyzinska asumió el cargo de bibliotecaria jefa y de presidenta del condado
cuando solo contaba veinticuatro años de edad, y preservó la excelencia de
la biblioteca hasta el día de su muerte.
Cuando entramos en el despacho, la señora Gyzinska cerró la puerta y
me indicó que me sentase a la larga mesa que solían utilizar para ordenar
libros o para encolar lomos despegados. Fue al rincón y nos sirvió dos tazas
de café muy caliente. Me quemó la lengua, pero lo agradecí de todas
formas. Me quería enseñar las nuevas adquisiciones que había realizado
para la sala de consulta. Comencé a hojearlos con entusiasmo. La señora
Gyzinska me observó mientras tomaba sorbos de su café. Su piel se
amontonaba sobre sí misma, como pétalos, y sus ojos eran pequeños y
brillantes y entusiastas. Tenía un montón de sobres sobre el regazo. Los alzó
para que yo los viera.
Se me encogió el estómago.
—Me he tomado la libertad —dijo despacio— de enviar algunas cartas
en tu nombre. —Dejó que los sobres se deslizasen de sus dedos hasta la
mesa, uno a uno, susurros de papel contra papel, como el sonido del viento
entre los árboles. Me los quedé mirando—. Son solicitudes de plaza en
varias universidades. Eres una candidata apta. Tu sexo juega en tu contra,
me temo, porque el mundo sigue siendo como es, pero tus logros hablan por
sí mismos. Conozco a todos los profesores del programa por
correspondencia, si alguno de ellos duda sobre si escribirte una carta de
recomendación, yo me ocuparé de convencerlo. Pocos hay que no me deban
grandes favores. Si me lo permites, te sugeriría que usases el nombre de
Alex y que... «olvidases» marcar la casilla que te identifique como mujer.
Ya se enterarán cuando llegue el momento.
—Eso era lo que pensaba hacer —dije.
Desde que había empezado a tomar clases por correspondencia, mis
profesores me conocían por el nombre de Alex. Me habían enviado
evaluaciones llenas de halagos. Hoy por hoy dudo que lo hubiesen hecho de
haber sabido que me llamaba Alexandra.
Me obligué a revisar los sobres, a mantener una expresión neutral, pero
la ansiedad me aferraba las entrañas como un sargento. Se me nubló un
poco la vista y noté que me comenzaba a sudar la nuca. ¿Qué sería de
Beatrice? ¿Cómo me las apañaría? No lo sabía, y no podía verbalizarlo en
voz alta. La señora Gyzinska pareció escucharme de todas formas. Cambió
de postura en la silla e hizo rechinar las patas contra el suelo. Me aclaré la
garganta y miré los sobres. Me di cuenta de que había colocado el de su
alma mater en lo alto de la pila. Me la imaginaba como un castillo, todo
cubierto de enredaderas.
Se lo devolví.
—Esto es inviable —le dije con tono llano—. Aunque me aceptasen, no
podría ir.
La señora Gyzinska me contempló en silencio. Tomó otro sorbo de café.
No hizo ninguna pregunta.
El silencio se mantuvo hasta que no pude soportarlo ni un minuto más.
—O sea —dije—, se lo agradezco. De verdad. Y pienso seguir con mis
estudios, pero... —seguí diciendo, pero mi voz se desvaneció.
La señora Gyzinska dejó la taza sobre la mesa. Su cara era apacible y
agradable. No parecía incómoda ni por lo más remoto.
Tragué y volví a intentarlo:
—Está demasiado lejos. Y, vaya donde vaya, me tengo que llevar a
Beatrice. Así que...
Otro silencio interminable.
—Beatrice no vivirá aquí —habló al fin la señora Gyzinska—. Con tu
padre. Y con tu madrastra. Eso es lo que quieres decir. —Estiró los dedos y
se los colocó bajo la barbilla—. Su familia...
—Soy yo —rematé la frase. Me miré las manos—. La formamos solo
ella y yo, juntas. Así es como será siempre. A mi padre no le interesa que
vaya a la universidad, me lo ha dejado muy claro, de modo que tendremos
que financiarlo por nuestros propios medios. Resultará complicado, pero lo
será aún más en una universidad para niños ricos. Ya me comprende. No
deben de tener a mucha gente en mi misma situación por allí. Dudo que
sean capaces de comprenderla, y mucho menos que me apoyen.
Su expresión titiló ligeramente, pero luego volvió a ser tan implacable
como siempre.
—Bueno —dijo, acompañado de un gesto casual con las manos—, me
temo que tienes razón. Da igual. La carta de recomendación que te he
redactado servirá tanto para la Universidad de Wisconsin como para
cualquier otra. También tengo mucho peso allí. El caso es que debemos
hacer que te permitan acceder a las viviendas reservadas para los
matrimonios y las familias, dado que, al fin y al cabo, Beatrice y tú formáis
una unidad familiar, en lugar de tener que buscarte un apartamento en una
ciudad desconocida y con escasos recursos. Nadie debería tener que
afrontar eso sin ayuda. Y mucho menos una —apretó los labios—
matemática.
Frunció el ceño. Creo que habría preferido que estudiase filosofía.
Escuchamos un chapoteo en el exterior del edificio. Miré por la ventana
y vi a Beatrice y al señor Burrows atravesando un barrizal ataviados con
botas de agua. El señor Burrows llevaba una rejilla llena de tubos de ensayo
y Beatrice, una jeringa muy larga.
—Ándate con ojo —lo escuché explicarle—, tenemos que ser muy
meticulosos al escoger de dónde tomamos las muestras, de ese modo
podremos... Pero, Beatrice, esto es exactamente lo opuesto a lo que... Ay,
Señor.
La señora Gyzinska puso los ojos en blanco.
—Por eso no he tenido hijos —dijo, negando con la cabeza. Luego se
percató de mi presencia, se reconvino y me dio unos golpecitos en la mano
—. No soy tan competente como tú —añadió diplomática.
Yo suspiré. Apoyé la frente sobre la palma de las manos.
—Yo a veces dudo que lo sea —confesé. Era demasiado. Me
sobrepasaba.
Abrí el libro y comencé a leer. No lo hice con intención de ofender, es
que tenía mucho que estudiar y muy poco tiempo para hacerlo. Intenté
acallar el torbellino de pensamientos ansiosos que se me enredaban en la
mente. La noción de pausar mi educación me parecía el fin del mundo.
¿Quién era yo sin la claridad de las matemáticas? ¿Quién era sin los
teoremas y las ecuaciones y los ángulos y las variables? ¿Quién sin las
mediciones meticulosas y el análisis razonado? Pensé en mi madre, en el
cáncer que se la había comido desde dentro. En mi mente su tumor tenía
forma de dragón. Me imaginé con una armadura, como un caballero. Me vi
adentrándome en las entrañas del cuerpo de mi madre, buscándolo,
encontrándolo, enfrentándome a él y matándolo. Subrayé fragmentos y
tomé notas al margen en el libro de texto con tal ímpetu que casi agujereo el
papel.
La señora Gyzinska no se movió.
Se quedó allí sentada durante mucho rato.
Beatrice seguía saltando en el barrizal, seguida por un irritado señor
Burrows. Ella se reía a carcajadas.
La señora Gyzinska inclinó la cabeza hacia la izquierda.
—Es una pequeña salvaje, tu Beatrice —comentó.
No respondí. ¿Qué podía decir? ¿Era salvaje porque no se me daba bien
criarla? Quizá, pero lo dudaba. Beatrice siempre había sido así.
—Cuéntame cosas sobre su madre —dijo la señora Gyzinska con calma.
Alcé la cabeza como por resorte.
—Nuestra madre está muerta —dije. Las palabras salieron raudas y
veloces, como una bofetada.
La señora Gyzinska se quedó en silencio durante un momento.
—Lo que quiero... —Hizo una pausa—. Lo que quiero es que me
cuentes algo de su otra madre —dijo, en un volumen ligeramente superior a
un susurro.
No volvimos a hablar durante mucho rato. De pronto fui muy consciente
del zumbido de la sangre en mis venas y del pitido de mis oídos. Notaba
que el calor de mi cuerpo aumentaba con cada respiración, hasta tal punto
que me empezó a preocupar estallar en llamas. Apreté más los puños y me
clavé las uñas en las palmas tan fuerte que me hice sangre.
¿Cómo recordamos los momentos en los que nos desmoronamos? El
tiempo no funciona igual cuando nos asustamos o nos frustramos o nos
enfadamos. Los momentos se enredan unos con otros y se separan, como un
nudo deshaciéndose de dentro afuera. Lo que pasa en ese momento es una
maraña. Me he pasado años tratando de desenredar el hilo de la memoria y
dejarlo liso, pero es imposible. Lo único que sé es que mi reacción a su
pregunta fue instantánea, desafiante y claramente fuera de lugar. Recuerdo
haber levantado la voz. Recuerdo haber lanzado un libro contra una pared
cubierta de carteles. Recuerdo haber olido a pegamento y haber oído el
chirriar de las patas de madera contra el parqué y el golpe de mis manos
sobre la mesa. Recuerdo haber visto a la señora Gyzinska con las manos
entrelazadas sobre su regazo, con la cabeza ligeramente inclinada hacia la
izquierda, con su cara llena de suaves arrugas mirando en mi dirección con
una expresión de ligera curiosidad y sin ningún tipo de ira, lo que solo
provocó que me enfadase aún más. Recuerdo haberme marchado dando
grandes zancadas entre las estanterías y haber cerrado el despacho de un
portazo. Recuerdo haberme sentido muy avergonzada por mi
comportamiento.
En efecto, lo que mejor recuerdo es la vergüenza.
Entre rabia y maldiciones, mientras me colgaba la mochila de la espalda
y salía en tromba del despacho, me inundaron los recuerdos. Recuerdos de
mi madre. Recuerdos de mi tía. Densos y rápidos y afilados, como una
agresión. Recuerdo rememorar la mesa del comedor de mi casa, los adultos
incómodos, los halagos que le lanzaba mi tía a mi madre sobre su potencial
y sus logros y a mi madre quitándoles hierro.
Mi madre no dragonizó, pero ¿podría haberlo hecho?
Mi tía sí que dragonizó, pero ¿y si no lo hubiera hecho? ¿Qué habría
pasado si se hubiese quedado y Beatrice y yo hubiésemos tenido la
posibilidad de mudarnos con ella tras la muerte de mi madre? Viviríamos
con su presencia amplia y su sonrisa, que lo era aún más. Con sus hábiles
manos y sus observaciones agudas.
Estaba furiosa. Muy furiosa. Con mi madre. Con su cáncer. Con mi
padre. Con su abandono. Y estaba enfadada con mi tía. Por dejar en la
estacada a mi madre. Por abandonar a Beatrice. Por abandonarme a mí.
Porque yo la necesitaba.
Subí las escaleras a trancas y barrancas, con la señora Gyzinska tras de
mí. Parecía no tener prisa, a pesar de que se movía con rapidez y me
aguantaba el paso. Esto también me enfadó.
—Beatrice no tiene madre —dije sin girarme—. Yo tampoco. Solo nos
tenemos la una a la otra.
Eso no es todo lo que dije. Sé que de mi boca salieron más palabras.
Palabras hirientes. Palabras llenas de odio. No recuerdo cuáles fueron. Sí
que recuerdo haberla llamado vieja metomentodo y mandona y muermo
esnob. Nunca antes había pensado esas cosas de ella, y creo que tampoco
las pensaba entonces. Solo las dije para molestarla. A pesar de que la señora
Gyzinska creía en mí. Tal vez incluso me quisiese. La mochila me golpeó la
cadera. Tenía que encontrar a Beatrice.
—Lo único que digo... —comenzó.
—No hay nada que decir —casi escupí. Avancé por la biblioteca, en
busca de mi hermana.
—Solo creo que te gustaría saber... —me trató de apaciguar la señora
Gyzinska, aguantándome el paso a pesar de su edad y de la escasa longitud
de sus piernas.
—¡Beatrice! —grité. Alto. A pesar de que estábamos en la biblioteca.
—... que existe la posibilidad de iniciar un contacto. ¿Me entiendes? Tu
tía, sea cual sea el estado en el que se encuentre, podría...
—¿Dónde se ha metido esta niña? —gruñí para mí misma. Los usuarios
de la biblioteca levantaron la mirada.
—Vas a necesitar toda la ayuda posible. Venga de donde venga. Así que
merece la pena...
—¡BEATRICE! —grité.
No estaban en la sala infantil. Miré por la ventana. Tampoco estaban
fuera. Giré sobre los talones y avancé a toda prisa hacia la sala de
manualidades.
La señora Gyzinska era muy mayor. Y aun así. Seguía intentando
interponerse en mi camino, cortarme el paso mientras yo avanzaba entre las
estanterías. Las madres tomaban a sus hijos de la mano y los apartaban de
mi camino.
—Sé que es un asunto difícil de tratar, dada la ridícula situación en la
que la sociedad nos coloca. Pero he de decir que hay científicos que se
dedican a estudiar con paciencia, cautela y, por desgracia, en secreto este
tipo de situaciones. No es fácil. El Congreso se dedica a investigar a todo el
mundo últimamente. De todas formas, es posible que existan opciones. ¿Me
comprendes? Hay un precedente, Alex, un precedente. Esto es lo que
intento decirte.
La ignoré y eché a correr escaleras abajo. Encontré a Beatrice cubierta
de pintura para dedos hasta los codos.
—Venga —le dije—. Nos vamos.
—¡Pero si acabo de empezar! —se quejó, y se llevó las manos a las
mejillas en un gesto de desaliento, donde dejó dos marcas simétricas: una
roja y una azul.
—Lávate —dije bruscamente. Le lancé al señor Burrows una mirada
acerada—. ¿Podría ayudarla?
El señor Burrows, impasible como siempre, llevó a Beatrice al
lavamanos.
—¡Pero! —dijo, sin intención siquiera de terminar la frase.
—Alex, ¿podrías hacer el favor de escucharme? —La señora Gyzinska
jadeaba a mi espalda.
No sabía por qué estaba tan enfadada. Pensé en mi tía, en su casa
destrozada, en la dragonización. Pensé en lo mucho que anhelé que
apareciese en la habitación del hospital de mi madre. Para vengarla. Para
vengarnos. Una fuerza elemental de ira y violencia y furia justificada. Me
ardía la piel. Me ardían los huesos. La biblioteca entera era un horno.
—Coge tus cosas —le ordené a Beatrice.
La señora Gyzinska se recompuso. Entrelazó las manos, las reposó sobre
su vientre protuberante y respiró hondo. Hasta su calma me enfurecía.
—Estás en tu biblioteca, Alex, cariño. Siempre ha sido y siempre será
tuya. Lamento haberte disgustado. No obstante, creo que te interesaría leer
esos estudios. Los tengo disponibles, si te apetece echarles un vistazo. Los
censuraron, ¿sabes? Los desmanteló la misma organización que los había
financiado. Te puedo poner en contacto con algunos de los científicos que
trabajan en este campo, si te interesa. Pero lo que tienes que comprender es
que lo que pasó en este país ya había sucedido antes. Es un fenómeno
habitual. Y cabe mencionar que no siempre se van para no volver.
—¿Quién no se va? —dijo Beatrice al acercarse a la señora Gyzinska
para darle un abrazo, como hacía siempre.
—Las dragonas, cariño mío.
De pronto me quedé congelada. Sin aliento. Sin tiempo ni movimiento.
Como una mariposa clavada a un corcho con un alfiler. ¿Qué es la rabia en
realidad? ¿Cuál es su propósito? Mi madre no era una mujer rabiosa. O al
menos a mí no me lo parecía. Mi tía tenía tanta furia que su cuerpo acabó
por no ser capaz de contenerla. La rabia destruyó su casa y se tragó a su
marido y dejó atrás una familia destrozada. Yo no quería que me pasase eso,
pero no sabía qué hacer con mi ira. Notaba que el mundo temblaba, y que
mi piel ardía, y liberé un volcán de palabras que me sacudieron los dientes
al salir.
No recuerdo exactamente cuáles fueron. Solo que fueron crueles. Solo
que provocaron que el pobre señor Burrows se sonrojase y dijese: «¡Esa
boca!». Solo que hicieron llorar a Beatrice.
Agarré la mano de mi hermana y salimos de la biblioteca.
No me habló durante todo el trayecto hasta casa.

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24

¿De dónde había salido esta ira? Me criaron para ser una persona tranquila.
Y aun así.
De camino a casa, la rabia no desapareció. Se enroscó en mi interior
como un muelle a punto de saltar.
Hacía calor para ser principios de octubre, y las hojas justo estaban
comenzando a cambiar de color, pinceladas de rojo pasión o de dorado
intenso atravesaban las capas de verde. Pasamos por delante de una casa
que tenía un árbol en el límite del jardín, lleno de manzanas y con un cartel
que decía «Por favor, sírvete». Ambas lo ignoramos, aunque normalmente
no lo hacíamos. Beatrice me tenía cogida la mano. Caminaba un poco por
delante de mí, con pasos lentos y aturdidos.
Quería que dijera algo. Que me echase algo en cara. Que se enfadase.
Que me reprochase mi comportamiento. Cualquier cosa. Recordé la cara de
mi madre cuando nos regañaba por habernos pasado de la raya. ¿En qué
momento se pasa del miedo a la ira? ¿Y de la ira al miedo? ¿O son la misma
cosa?
—¿Beatrice? —farfullé. Apuró el paso—. Beatrice, escucha...
Mi hermana aumentó la distancia que nos separaba. De todas formas, yo
no sabía qué decir, así que lo dejé estar. La ira no se disipó. Cambió de
forma y se reajustó. Se enrolló en mi estómago y se enroscó en mis huesos.
Seguimos avanzando en silencio hasta llegar a casa. Beatrice era una
niña buena. No levantaba la vista del suelo. Yo también, por costumbre. Y
aun así. Tenía que esforzarme para evitar que mis ojos se alzaran, el cielo
parecía atraerlos como un imán.
Sobre la medianoche, mucho después de que ambas hubiésemos cenado
y yo la hubiese acostado de mal humor, mucho después de haber escuchado
el inicio de sus ronquidos, me levanté, me puse las botas y el abrigo y salí
afuera. Cerré la puerta con llave.
Me avergüenza admitir que no era la primera vez que salía de noche yo
sola y dejaba a Beatrice en casa. Con lo pequeña que era. ¿Y si se
despertaba? ¿Y si entraba alguien en el apartamento? ¿Cómo se me ocurría?
Si tuviese hijos ahora, de adulta, no se me pasaría por la cabeza hacer tal
cosa ni en sueños. Pero entonces era irreflexiva e impulsiva como todos los
adolescentes. Y activa. Desde que había comenzado el curso estaba más
activa que antes, era como un picor, como si mi piel ya no fuese de mi talla.
El mundo era una prenda incómoda de tela rígida y costuras duras y con
una etiqueta molesta. Lo único que me apetecía era arrancármelo todo, pero
¿para cambiarlo por qué? No lo tenía del todo claro.
Giré en Spencer Street y me dirigí hacia el río. Por aquel entonces, la
margen del río que daba hacia el pueblo era una mezcla de industrias
abandonadas y vegas sin edificar llenas de matojos que estaban destinadas a
convertirse en fábricas en el futuro. Era una zona de espera, y tranquila. En
la otra orilla había un humedal donde se cultivaban arándanos, salpicado de
pequeños grupúsculos de sauces enredados. En el verano, el humedal tañía
con las voces de las ranas que cantaban a la lujuria y a la esperanza y al
anhelo en la oscuridad. Ahora, en cambio, el humedal estaba en silencio,
salvo por el ulular del viento que atravesaba la marisma y el gemir de las
ramas de los sauces por efecto de la brisa constante.
Las monjas nos habían prevenido acerca de ese lugar. Nunca vayáis al
río solas, decían. Allí había hombres escondidos en las sombras y
agazapados en las zanjas. Borrachos. Vagabundos. Maleantes que no eran
capaces de encontrar un empleo por falta de competencia o de carácter.
Beatniks, con sus pensamientos antipatrióticos y su devoción lasciva por la
poesía, que fumaban como carreteros y escuchaban jazz (en realidad, en
1963 y en esta zona de Wisconsin jamás se había avistado a un solo beatnik,
pero todo el mundo sabía que, de acercarse por aquí, se reunirían en el río).
Sin embargo, a mí me encantaba estar junto a la corriente. Los restos de la
antigua papelera, de antes de que se trasladasen hacia la parte alta del río,
aún estaban en pie, enormes y descomunales y cubiertos de pájaros. Se
había hablado de convertir la zona en un parque, pero los amantes de la
industria no podían soportar pensar en que el río perdiese las nociones
masculinas de la productividad. Mejor esperar, decían. Por si acaso aparecía
otro industrial y quería aprovechar el edificio. De modo que allí estaba, su
existencia solo servía como refugio para zorros y visones y negras nubes de
cuervos. Rodeé el complejo y me aproximé al dique. Solía estar vacío. De
vez en cuando me encontraba con un grupo de estudiantes de la
Universidad de Wisconsin tomando muestras del agua o de la tierra, o
contemplando el cielo nocturno con sus telescopios.
Caminé a lo largo del dique hasta un lugar donde una escalera bajaba
hasta el río. No parecía haber nadie, para mi alivio. Me senté en mitad de la
escalera, me apoyé sobre los codos y me quedé mirando a la oscuridad. La
marisma y el humedal de arándanos de la otra orilla eran invisibles. Incluso
el río corría y fluía en la penumbra. Las luces del pueblo quedaban
bloqueadas por la descomunal fábrica, de modo que el cielo se abrió ante
mis ojos y las estrellas, una a una, se me hicieron visibles.
«El río es peligroso.»
«Las chicas no deberían salir solas.»
Y a lo mejor tenían razón. De todas formas, me sentaba muy bien el
silencio. Y la soledad. Y verme liberada de los grilletes, como se debe de
sentir un pájaro cuando se da cuenta de que lo único que lo constreñía era
una cáscara de huevo, delicada y frágil, y que solo aguarda a que alguien la
rompa.
Estaba enfadada, pero no con la señora Gyzinska. Me sobresalté al
darme cuenta de ello. Entonces ¿con quién estaba enfadada? No sabía ni por
dónde empezar.
Algo se movió en el humedal de la otra orilla. Algo grande entre los
abedules. No pude verlo, pero asumí que sería una vaca que se había
escapado de una de las granjas que había en las proximidades del pueblo,
aunque también podía ser un ciervo o un alce. Sea lo que fuere, se tambaleó
entre el lodo con paso firme. Me recosté sobre los codos y miré hacia
arriba. Hacía frío, cada vez más, y la brisa me mordió la piel. Pero las
estrellas brillaban nítidas y claras en el cielo, con una claridad agresiva. La
vergüenza que sentía al pensar en cómo me había comportado se me asentó
en el pecho como un peso pesado. Gruñí, alto.
—Chisss —dijo una voz a mi izquierda—. La vas a asustar.
Me levanté con un chillido.
—Baja la voz —insistió.
Traté de ver algo en la oscuridad. A unos diez metros de distancia había
un hombre sentado en un taburete plegable con una mesita diminuta
delante, un rectángulo poco mayor que su regazo con patas desmontables.
Ante él había un aparato que se parecía ligeramente a unos prismáticos,
pero era más grande y parecía más pesado; lo tenía colocado en un trípode
sobre la mesa. Sobre ella también había un cuaderno de taquigrafía y una
linterna de bolsillo. Estaba mirando a través de sus extraños prismáticos. Y
tomando apuntes. Sin cesar.
No estaba segura de qué decir. ¿Lo estaba interrumpiendo yo a él o él a
mí?
—Lo siento —dije al final.
—No pasa nada —me respondió, acompañado de un gesto con la mano
—. Me parece que no te ha oído.
Miré alrededor. No vi a nadie más. Aunque, claro, a él tampoco lo había
visto.
—¿Quién? —pregunté.
Señaló la otra orilla del río. Los álamos se bambolearon. Aún se oían los
pasos pesados y húmedos en el lodazal.
—Esa de ahí —me indicó. La luna era fina, pero la luz que emitía se
reflejaba en el agua. El hombre era muy mayor. Llevaba un jersey grueso y
lo que parecía una chaqueta militar. Su gorro de lana le tapaba las orejas—.
¿No es preciosa?
Volví a intentar desentrañar la oscuridad.
—No veo nada —dije—. ¿Es un animal?
—Tanto como tú y como yo —murmuró. Subrayó lo que había escrito y
luego se irguió en la silla, se giró y me miró de frente—. Disculpa —dijo
con una sonrisa—. Soy un maleducado. Me llamo Henry. Henry Gantz.
¿De qué me sonaba ese nombre?
—Hola —saludé, ignorando el picor que sentía en lo más profundo del
cerebro—. Yo soy Alex. —Omití el apellido.
Se le ensanchó la sonrisa.
—¡Ah! ¡Claro! La huérfana. Me han hablado de ti. Los bibliotecarios te
tienen en muy alta estima. Se pasan el día contándome anécdotas sobre la
chica brillante cuyo futuro lo es más aún. —Hizo una breve pausa—.
Asumo que están en lo cierto, pero necesitaría recabar datos para verificar
sus afirmaciones.
—Ah —dije—. ¿Gracias?
—No hay de qué. —Sonrió con indulgencia—. Tus bibliotecarios, y tu
biblioteca, me han acogido en su seno y me han proporcionado un espacio
para llevar a cabo mis investigaciones. Yo también soy una especie de
huérfano, un huérfano científico. Y político también, supongo, pero esa es
otra historia.
No sabía lo que me estaba queriendo decir, pero sentí un ligero
cosquilleo cuando me llamó huérfana, a pesar de que técnicamente era
bastante acertado. Esa palabra en sus orígenes significaba «desamparado»,
un término que había archivado en cuanto lo había aprendido en el colegio.
Y a pesar de que era una palabra bastante certera, dado que había perdido a
mi madre, mi padre se había desentendido de mí, mi tía ya no existía y tenía
que sacarme yo misma las castañas del fuego, al menos tenía a Beatrice.
Nos teníamos la una a la otra.
Me metí las manos en los bolsillos para calentarlas.
—La palabra «huérfana» no me parece demasiado agradable —dije con
educación.
Si me escuchó, no lo demostró.
—También me han contado que has tenido un pequeño arrebato en la
biblioteca esta tarde —se carcajeó—. Eso también está en boca de todos.
Se me revolvió el estómago de vergüenza. Le tendría que pedir disculpas
a la señora Gyzinska. Y al señor Burrows también, seguramente. Pero no de
inmediato. Decidí cambiar de tema.
—¿Trabaja en la biblioteca? —Di un paso adelante para intentar verle la
cara más claramente. No lo reconocí—. Jamás lo he visto por allí.
—No del todo —contestó mientras escribía en su cuaderno—. Y no me
sorprende que no me reconozcas. Gracias a la generosidad de la señora
Gyzinska puedo llevar a cabo mi trabajo en la biblioteca. Ya me entiendes.
Qué gran mujer, que Dios la bendiga. El mundo no la merece. Pero no me
dejo ver muy a menudo. Es preferible no llamar demasiado la atención en
mi campo de estudio, ya sabes, de modo que mi despacho está ligeramente
apartado. Me apropio del edificio cuando echa el cierre. Pero no es un mal
negocio para aquellos que nos ganamos la vida siendo curiosos.
Me quedé en silencio durante un buen rato. El hombre no se percató de
que estaba intentando descifrar sus palabras. Miró a través de su aparato y
tomó más apuntes. Me apetecía leer lo que estaba escribiendo.
—Entonces ¿es usted... profesor? —pregunté.
—Lo fui en otro tiempo —dijo, con un ojo clavado en la lente ocular del
artilugio—. Cuando todos me llamaban doctor. ¿No te suena bien? Doctor
Gantz. Ahora solo me llaman anciano.
Escribió una palabra y la subrayó con un trazo decidido.
—Probablemente pueda llamárselo a sí mismo —propuse—. Si le hace
feliz... Yo diría que cuando una persona adquiere el título de doctor, lo
posee de por vida, ¿no? —En realidad, no tenía ni idea de cómo funcionaba
el tema.
Él me ignoró.
—Por favor, no levantes la voz. No quiero que la asustes.
Volví a mirar al otro lado del río. ¿Todo este revuelo por una vaca?
—¿Cómo sabe que es una hembra? —pregunté, pero luego me sentí muy
tonta; todo el ganado de las granjas lecheras estaba compuesto por hembras,
a los machos los traían de vez en cuando, cuando llegaba el momento de
procrear. Era obvio que se trataba de una hembra.
Pasó la página y comenzó de nuevo a escribir.
—¡Excelente pregunta! ¡Muy astuta! Es verdad que la mayoría son
hembras, pero no todos. No obstante, esta es una opinión muy controvertida
y no hay consenso al respecto, debido a la escasez de intercambio de datos
y a la constricción de las ideas, pero mejor no me tires de la lengua. —
Ahogó una risita, como si esto fuese una broma privada entre nosotros dos.
Yo no tenía ni idea de lo que me estaba contando—. En respuesta a tu
pregunta, sé que esta es una hembra porque llevo observándola varias horas.
Es una criatura fascinante. Bastante vieja. Este tipo de procesos suele llevar
más tiempo cuando se trata de criaturas mayores, lo que en realidad se
aplica a todas las especies, pero aún te quedan muchos años para
descubrirlo. De todas formas, el ritmo lento es una bendición, y fantástico
para mi investigación. Me da más oportunidades para observarla.
Era un hombre extraño. Perturbador. Parecía conversar consigo mismo
en lugar de conmigo. No me apetecía seguir allí.
—Bueno. Ha sido un placer conocerle. Me tengo que ir. —Me despedí
con la mano.
Levantó la vista de sus apuntes.
—Ah, ¿tan pronto? Si te quedas la verás despegar. Es maravilloso verlas
usar sus alas por primera vez.
Palidecí.
—¿Alas? —pregunté. El río gorgoteaba y el humedal eructaba y el
viento agitaba los matojos y los árboles. Me estremecí. Escuché un suspiro
que no supe localizar. ¿Era un animal? O se trataba de la brisa que exhalaba
a través de las ventanas vacías del edificio que había detrás de nosotros—.
Ah, ¿es un pájaro? Hacía tanto ruido que pensé que debía de ser una v... —
No quise revelar lo que había pensado. ¿Qué pintaba una vaca en un
humedal de arándanos? No quería que pensase que era estúpida—. Bueno.
Un pájaro, dice. —No estaba causando muy buena impresión.
Hizo una pausa bastante larga, con la boca apretada y ligeramente
torcida hacia un lado.
—Claro —dijo. Anotó algo en la libreta—. Un pájaro, por supuesto. —
Su voz era monótona—. Que tengas una noche maravillosa.
Volvió a mirar por los prismáticos y comenzó a dibujar sin mirar al
papel. Me di la vuelta y me fui sin decir ni una palabra más.
Me metí las manos en los bolsillos, demasiado consciente de que la
conversación había terminado de forma abrupta e incómoda. Me alejé en la
oscuridad.
¿De qué me sonaba ese nombre? Gantz. No era muy común. Me devané
los sesos repasando antiguos compañeros y profesores. Quizá fuese el autor
de uno de los libros de texto. ¿Quién si no? Además, me planteé, ¿cómo era
posible que un ave anciana usara sus alas por primera vez?
Subí por las escaleras hacia Spencer Street. La luna planeaba bajo sobre
los árboles, su tenue luz creaba sombras largas que se extendían por el
suelo. Las hojas secas se arrastraban por el asfalto junto a mí. Me detuve,
miré al cielo y me quedé maravillada por las estrellas, por la oscuridad, por
la placidez de la noche, por la luna fina, por la extensión del humedal. Vi la
silueta de un par de alas emerger de los abedules y alzar el vuelo; una
sombra oscura contra el reflejo de la luz. Estaba usando sus alas por
primera vez. «Buena chica», pensé antes de darme la vuelta y echar a andar
hacia casa.
No me di cuenta hasta más tarde de que aquel era el pájaro más enorme
que había visto en mi vida. Negué con la cabeza. «Sería un efecto óptico.»

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25

El 25 de abril de 1947 (ocho años antes de la Dragonización Masiva), cinco


académicos y una bibliotecaria fueron citados a testificar ante el Comité de
Actividades Antiamericanas. O, para ser más exactos, fueron llamados a
testificar ante un subcomité de un subcomité de dicho comité. El nombre de
dicho subcomité, el del subsubcomité y el de los congresistas que asistieron
a la reunión eran considerados información confidencial y jamás han salido
a la luz. Probablemente sea imposible revelarlos, pues habrán quedado
perdidos en un mar de censura. El testimonio también permanece bajo
secreto de sumario, a pesar de los esfuerzos que están realizando tanto
historiadores como investigadores por comprender el modo en que la
ciencia fue reprimida y silenciada en los años previos a la Dragonización
Masiva y en la década posterior.
El subsubcomité pretendía que la vista pasase desapercibida. Las
citaciones venían selladas, y los seis individuos fueron sometidos al secreto
de sumario por orden judicial. Los cinco académicos respetaron esta orden.
La bibliotecaria, por su parte, la ignoró por completo, y a pesar de que los
medios de comunicación de masas evitaron contactar con ella por temor a
las represalias, concedió animadas entrevistas a algunos periódicos
clandestinos de corte socialista, pro derechos civiles y feminista: Cultura
Proletaria, The Liberator, La Fuerza y The Daily Worker, entre otros. Era
plenamente consciente de que esta actitud podía hacer que acabase entre
rejas por desacato al Congreso, pero también que la mayoría de los
congresistas no se dignan a leer los diarios clandestinos y que era muy poco
probable que dichas entrevistas alcanzaran al común de la población hasta
mucho después de que regresase a su casa, en Wisconsin.
Después de las declaraciones a puerta cerrada, cuatro miembros del
subsubcomité expresaron su frustración porque no se les había
proporcionado información que pudiese relacionar al grupo con «amenazas
a nivel global contra nuestra forma de vida», lo que claramente se refería al
comunismo. Uno de los miembros dijo, de manera extraoficial: «Hemos
perdido muchísimo tiempo para no descubrir nada de enjundia, salvo lo que
se siente cuando una bibliotecaria te machaca en un combate dialéctico».
No se sabe con exactitud a lo que se refería este individuo. Ni a quién.
De los seis entrevistados, tres se vieron forzados a acogerse a la quinta
enmienda para no proporcionar nombres de compañeros de profesión, por
lo que fueron sentenciados a una pena de cárcel de entre tres y cuatro años.
Los cinco científicos fueron despedidos de sus puestos de trabajo y
señalados como incontratables en el ámbito académico para el resto de sus
vidas.
Se rumoreó que acabaron trabajando de bibliotecarios. En la misma
biblioteca.
En cuanto a la bibliotecaria, a pesar de los esfuerzos de un senador de
Wisconsin, no perdió su empleo: según se descubrió, la bibliotecaria en
cuestión era la principal mecenas del sistema de bibliotecas en el que
trabajaba y contaba con un patrimonio cuantioso con el que mantenía la
institución no solo a flote, sino lo bastante rica como para dar becas a otros
distritos menos afortunados. Era, según parecía, intocable. Salió de allí sin
pena de cárcel ni multa alguna. Simplemente regresó a su biblioteca.
Y si se hubieran seguido las normas y procesos del Congreso, jamás se
habría revelado su identidad. Fue gracias a la prensa clandestina (y a su
compromiso laboral por catalogar, preservar, almacenar y dar acceso a
dichas publicaciones) como hemos sido capaces de conocer su nombre:
Helen Gyzinska.
En aquel entonces no sabía nada de esto. La señora Gyzinska no era de
las que iban contando por ahí todo lo que sabían, ni promocionaba las
numerosas buenas causas con las que colaboraba activamente. Se limitaba a
hacer su trabajo sin darle demasiada importancia. No supe nada de esto
hasta después de su muerte.
¿A cuántos científicos clandestinos dio cobijo? ¿A cuántos académicos
en la lista negra financió en secreto? En el momento de la redacción de
estas líneas, su impacto en la preservación y continuación de la ciencia —
conectando a investigadores de todo el mundo entre sí, compilando lo que
se conocía y motivando nuevas preguntas— sigue sin conocerse del todo.
Su red de influencia era amplia y variada, e intrincadamente compleja.
No es una mala forma de vida, si te paras a pensarlo.

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26

No volví a pisar la biblioteca en toda la semana después de mi estallido.


Como consecuencia, estaba más irritable. La echaba muchísimo de menos.
Llevaba a Beatrice al colegio con cara de perro, le grité a un compañero en
clase de Cálculo por quejarse de la nota que había sacado en un examen, le
salté a la yugular a una chica que me dijo que estaría más guapa si me
dejase crecer un poco el pelo y mandé callar a mi profesor de Literatura. No
sé por cuál de todas estas cosas, pero la cuestión es que acabé en el
despacho del director.
No me importó porque eso significaba que vería a sor Kevin. No
obstante, me encontré con una mujer con cara de agobio que llevaba una
chapa enganchada en el jersey que decía VOLUNTARIA.
—Hola —saludé—. Me han mandado aquí por problemas de conducta.
¿Está sor Kevin?
La voluntaria parecía estar al borde de las lágrimas.
—No —dijo—. Sor Kevin lleva días sin aparecer por aquí. Seguro que
está, ya sabes. Haciendo... cosas de monja. Alimentando a los pobres o algo
así. Y se le debe de haber olvidado dejar una nota. No es preocupante. Me
encantaría que hubiese dejado unas instrucciones. ¡No tengo ni idea de
cómo funciona nada!
Noté un nudo de ansiedad en el estómago. Me caía bien sor Kevin.
—¿Está bien?
—Claro que está bien. Ya la conoces. Es... veleidosa. —Rebuscó en los
cajones del escritorio—. Debería rellenar un formulario, no me cabe duda.
¿Por qué nadie me ha dado instrucciones?
—Podría preguntarle al director —propuse.
Ambas nos giramos hacia la puerta de su despacho. Estaba cerrada. El
señor Alphonse estaba gritándole al teléfono. La voluntaria palideció. Yo
hice una mueca.
—O —sugerí— podría volver a clase.
La mujer asintió agradecida.
—Sí, creo que sería lo mejor. Sea lo que sea lo que hayas hecho, no lo
vuelvas a hacer.
—Lo prometo —aseguré.
Cada día me arrepentía más de cómo me había comportado en la
biblioteca. Tenía un examen parcial dentro de poco y tenía que hacerlo en la
sala de audiovisuales con la señora Gyzinska, que era la encargada de
supervisarme. Ella tenía que firmar el papel cuando yo hubiese terminado
de escribir y estamparle el sello de la universidad. No me iba a quedar más
remedio que volver.
Cada día aumentaban las preguntas. ¿Cómo lo sabía? Lo de mi tía. Lo de
nuestra situación. Todo. ¿Cómo lo sabía? Y ¿qué había querido decir con lo
de que existían precedentes?
Traté de apartar el pensamiento de mi mente. Mis preguntas no tenían
respuestas.
Cada día estudiaba y trabajaba. Le hacía la comida a Beatrice y la
bañaba y la ayudaba con los deberes y le leía y le insistía en que se tenía
que ir a la cama a su hora. Tenía trabajos que redactar y novelas que
analizar y libros de texto que leer y fichas de problemas que completar y
teorías científicas que memorizar. Cada día nos levantábamos y volvíamos a
empezar. Nadie nos venía a echar una mano. Estábamos completamente
solas.
El sábado siguiente preparé arroz y alubias de bote para cenar y le añadí
salchichas en rodajas. Calenté unas espinacas congeladas y las mezclé con
crema de champiñones. A Beatrice no le iba a gustar, pero era mejor que
nada. Entonces salí a buscarla.
En el callejón había un contenedor que compartíamos los inquilinos de
los tres edificios aledaños. Siempre estaba lleno y apestaba. Llamé a mi
hermana.
—¡Ya voy! —dijo desde lejos.
Había un panfleto pegado en el contenedor.
TIENES PREGUNTAS —decía—. NOSOTROS TENEMOS RESPUESTAS. EL EQUIPO
DE INVESTIGACIÓN WYVERN. Sin imágenes. Sin símbolos. Sin número de
teléfono. Me estaba empezando a fastidiar. Lo arranqué del contenedor y
me lo metí en el bolsillo.
Beatrice se despidió a gritos de sus amigos y apareció corriendo tras la
esquina, colorada y sucísima. Nos miramos durante un buen rato, ambas en
silencio. Lo detestaba. Odiaba esta incomodidad que había entre nosotras.
—La cena está en el fuego —dije.
Me di la vuelta y me dirigí hacia el apartamento. Beatrice me siguió.
Quería decir algo. No sabía el qué. Subimos las escaleras en silencio. Me
quedé parada ante la puerta más tiempo del necesario. No era capaz de
forzarme a entrar. No sabía por qué. Beatrice deslizó su mano contra la mía.
—Alex —dijo. Su voz era diminuta.
No le había contado mis tribulaciones, por descontado. Era una niña. Y
merecía seguir siéndolo. Forcé una sonrisa. Le di un apretón a su mano.
—¿Estás enfadada conmigo? —me preguntó.
Entré en el apartamento, cerré la puerta, me senté en el suelo e invité a
mi hermana a acomodarse en mi regazo. No necesitó que se lo pidiera dos
veces. La rodeé con los brazos y la apreté fuerte. Era tan pequeña,
prácticamente un grillo. Me imaginé cómo sería llevarla en el bolsillo, y de
pronto el mero pensamiento me abrumó.
—No estoy enfadada —le respondí—. Nunca me enfado. Reaccioné de
forma excesiva e hice el ridículo, nada más.
—¿Por qué? —quiso saber.
¿Qué podía decirle? Quería contarle la verdad, pero no sabía por dónde
empezar. Tal vez podría comenzar por el hecho de que mi madre me
hubiese obligado a mentir una y otra vez, y que habíamos cimentado
nuestra familia en ese engaño. Beatrice era mi hermana. No tenía tías. No se
habla de dragonas. Mi madre ya no estaba, pero sus reglas permanecían
aquí. Y, en realidad, me resultaba agradable seguir ajustándome a ellas. Me
sentía segura.
—No lo sé —dije, que era bastante verdad—. Te quiero —añadí, que era
verdad del todo.
Beatrice posó la cabeza sobre mi hombro. Solo nos teníamos la una a la
otra. No había más familia que esta.
«No creo que sea tan difícil», había dicho mi padre.
«Sí que lo es», en realidad. Él no tenía ni idea.

Esa misma noche, me concedí la libertad de perderme en mis estudios. Era


una sensación profundamente placentera; fuera del tiempo y del espacio, e
incluso de mí misma. Beatrice respiraba en la habitación de al lado y el
fregadero goteaba, y al otro lado del pasillo, dos hombres se gritaban, sus
voces amortiguadas por las paredes. Nada de eso importaba. Cada
problema, cada prueba, era un universo en sí mismo: equilibrado, intrincado
y completo. Terminar uno a uno cada problema me proporcionaba un
subidón de satisfacción plena. Podría haberme pasado la noche entera
trabajando y no me habría cansado.
Un golpe en la puerta me trajo de vuelta al mundo, sobresaltándome
como un bofetón en plena cara. Casi chillé. Miré el reloj. Las doce y media.
¿Ya era tan tarde? Y ¿quién vendría a llamar a mi puerta a estas horas?
Se me disparó el pulso y la piel se me erizó. Mi padre me había
advertido de los peligros de los hombres desconocidos, pero enseguida
había puntualizado que, como no era tan guapa como mi madre, no debía
preocuparme tanto. De todas formas, me proveyó de un bate de béisbol y
me aconsejó dejarlo junto a la puerta, por si acaso. No le hice caso —más
que nada porque Beatrice lo habría usado para romper una ventana durante
alguna rabieta, seguro—, pero sí que lo tenía encima de la nevera y lo cogí
en ese instante. Me planté ante la puerta, sin abrir.
—¿Quién es? —pregunté, aferrando el bate, tratando de sentirme más
ruda de lo que en realidad era.
—La señora Gyzinska —dijo la voz desde el otro lado de la madera.
La estancia se bamboleó durante un instante.
—¿Disculpe? —dije.
—Soy la señora Gyzinska —repitió—. Abre y déjame entrar. Tu vecino
me está mirando por una rendija de la puerta y lamento decir que no me
agrada la pinta que tiene. Quizá alguien debería decirle que los mirones no
son muy bien aceptados. —Siguió un silencio y luego el sonido de cerrar
una puerta y correr el pestillo. No se equivocaba respecto al señor Hanson.
Era un tipo raro.
Yo seguía con la mano sobre el cerrojo. Aún no lo había abierto.
—Pero —comencé. Tragué—. ¿Cómo ha sabido dónde vivo?
Ni siquiera le habíamos dado esta dirección al colegio. Todo el correo
iba a parar a casa de mi padre.
—Soy bibliotecaria —explicó—. Forma parte de mi trabajo. Ahora,
abre.
Y eso hice.
Debería aclarar que mi apartamento era diminuto. Tenía una estancia
principal que servía prácticamente para todo y un dormitorio escasísimo en
la parte de atrás. Este era poco más amplio que un armario, solo tenía una
ventana y había el espacio justo para la cama de Beatrice y un colgador para
la ropa al otro lado. La cómoda estaba en la estancia principal, que medía
solamente seis metros de pared a pared y albergaba una pequeña cocina en
uno de los lados. Una mesa cromada con dos sillas ocupaban el centro de la
estancia y las paredes estaban cubiertas de estanterías, la mayoría hechas
por mí a partir de madera desechada y ladrillos viejos unidos con sujeciones
que había fabricado yo misma en clase de Tecnología, en la época en la que
era la única niña que tomaba esa clase.
Puse la tetera al fuego, porque eso era lo que habría hecho mi madre, y
saqué dos tazas con sendas bolsitas de té Lipton. Mi madre también habría
puesto azucarillos y rodajas de limón, pero yo no tenía, así que nos tuvimos
que tomar el té frunciendo los labios. La señora Gyzinska no había abierto
la boca desde que había entrado y yo tampoco. Colgué su abrigo en silencio
y ella se sentó a la mesa en silencio y yo preparé el té en silencio y nos
sentamos, una frente a otra, tomando sorbos en silencio.
Al fin:
—Lo siento, cielo —dijo—. Lamento lo que sucedió la semana pasada.
Y también no haber venido antes. Esperaba que regresases a la biblioteca.
Perdóname. Debería haber sido más... —Se quedó pensando durante un
rato. Beatrice soltó un ronquido en el dormitorio, una onda calma y
ondulante—. De joven, sabía cómo entrar de puntillas en una conversación.
Cómo escuchar lo que se dice, pero también lo que se calla. Era una
habilidad que me había sido de gran ayuda, pero me temo que se me ha
oxidado con el tiempo. Mi extensa carrera me ha permitido dar zancadas en
lugar de pasitos, y según parece he metido la pata hasta el fondo. —
Entrelazó las manos y reposó la barbilla sobre los nudillos, mirándome
atentamente—. No pretendía disgustarte, Alex, de verdad que no. Y me
rompe el corazón haberlo hecho.
Y nos volvimos a quedar en silencio.
Me revolví en la silla y rodeé con las manos la taza humeante.
—Mira. No siempre he sido la vieja pendenciera que vive en la
biblioteca, a pesar de que no me cabe duda de que así es como me ves. Te
entiendo, Alex, al menos en parte, porque yo me parecía mucho a ti. A los
trece años, mi profesor les dijo a mis padres, ambos inmigrantes, que tenían
que mandarme a la universidad, de modo que el sacerdote de nuestra
parroquia organizó una colecta y allí que me fui. No sabía dónde me estaba
metiendo, pero en el examen de acceso sobresalí, que es lo mismo que te
pasará a ti, estoy segura. No me cabe ninguna duda de que me merecía lo
que había obtenido y que mi capacidad de aguante y de pensamiento crítico
era bastante mayor que la de los nietos de ricachones con los que me veía
obligada a codearme. —Frunció el ceño, probablemente solo de pensar en
sus antiguos compañeros de estudios—. Pero necesitaba que alguien me
ayudase a llegar allí. Una de las profesoras de mi colegio de donnadies
conocía ese mundillo y sabía que no me sería fácil acceder a él, porque las
puertas de las torres de marfil no se abren automáticamente para las hijas de
granjeros pobres. —Cerró los ojos un instante y respiró hondo por la nariz
—. Era consciente de lo valiosa que era aquella oportunidad y peleó hasta
que la domó y me la entregó. Yo confiaba en ella. Mis padres, también.
Pienso mucho en qué habría pasado si no lo hubiéramos hecho. —Tomó un
sorbo de té—. Necesito que confíes en mí, Alex. Es imprescindible. Y ya sé
que es mucho pedir.
Beatrice, soñando en el cuarto de al lado, suspiró y sorbió por la nariz y
se dio la vuelta. Su cama crujió. Levanté la cabeza y agucé el oído; la
señora Gyzinska me vio ponerme alerta. Beatrice retomó sus suaves
ronquidos y yo me relajé.
—Tu situación es distinta, por descontado. Es más compleja. Tienes una
prima que es tu hermana y tu hija a la vez. Sé que no lo ves así, pero es la
realidad.
Negué con la cabeza.
—Tengo una hermana. Mi madre está muerta. Mi padre hace lo que
puede.
La señora Gyzinska desdeñó esto con un resoplido.
—Tienes una madre a la que estuviste a punto de perder cuando eras
pequeña y que estuvo a punto de marcharse durante la dragonización. Anda,
no te asombres tanto. Es pura biología. ¿Acaso las orugas sienten repulsión
por las mariposas? No. Claro que no. La aversión que siente la gente por
ese asunto no tiene ningún sentido. Huelga decir que yo sé exactamente lo
que sucedió. Soy bibliotecaria, por el amor de Dios. Mi trabajo consiste en
catalogar información. Perdiste a tu madre para siempre en el peor
momento posible. No fue culpa suya, lo hizo lo mejor que pudo, pero la
realidad es esa, y te quedaste sola. Ahora tienes un padre que ha relegado
sus responsabilidades en una adolescente, que es de lo más bajo que puede
llegar a hacer un hombre. Y la única razón por la que no he llamado a los
servicios sociales —y créeme cuando te digo que lo he pensado— es que no
podría soportar ser la persona que os separase a ti y a Beatrice. Si se
involucrasen las autoridades, podría suceder, y sería una verdadera
calamidad. No permitiré que suceda.
Miré mi libro de texto. Era de la biblioteca, pero la señora Gyzinska me
había permitido quedármelo durante el curso entero. «Sé que eres de fiar —
me había dicho—. Y, además, sé dónde vives», había añadido con un guiño.
En aquel momento asumí que se refería a la casa de mi padre. ¿Desde
cuándo lo sabía?
Mis pensamientos se revolvieron, se enredaron y luego se quedaron
increíblemente quietos. ¿Qué se dice en una situación como esta? ¿Cuál es
la respuesta? Mi madre siempre sabía qué decir: sabía mostrarse
imperturbable, serena y clara en cualquier situación. Sacudí la cabeza,
completamente perdida. Me sentía como las ruinas calmas de una casa que
acaba de ser destrozada por un tornado. No tenía piezas que encajar, nada
tenía sentido, no había manera de imponer orden en el caos. Pero tenía que
hablar.
—¿Le apetece comer algo? —conseguí decir tras un buen rato.
La señora Gyzinska sonrió.
—No, gracias, cielo. Tenemos muchas más cosas de las que hablar, pero
prefiero no lanzar un órdago tan pronto. Pienso volver a tocar el tema de las
dragonas, así que ya te puedes ir preparando. Comprendo que te puede
resultar incómodo, e incluso que te puedas enfadar. Es lógico, teniendo en
cuenta todo lo que te ha pasado, pero quiero que comprendas que tus
sentimientos se ven magnificados por factores culturales que son,
claramente, ridículos. Ciertas personas tienen problemas con el sexo
femenino y, por desgracia, muchas de ellas forman parte de él. Esto sucede
por un fenómeno llamado «patriarcado», del que seguro que no te han
hablado en ese instituto al que vas. No obstante, no conocerlo no lo hace
desaparecer, sigue siendo un obstáculo innecesario y opresivo, y es mejor
que nos deshagamos de él cuanto antes. Quédate con esto: todo lo que hago
es por tu bien. Y por el de Beatrice. Estoy intentando encontrar la manera
de que puedas continuar con tus estudios, que es imprescindible que no
dejes, así como la forma de que puedas mantener a tu familia. Y creo que
voy por el buen camino. Aún no te lo puedo contar, pero quiero que sepas
que el plan está en marcha. Estamos a punto de conseguir algo grande. Algo
que no se menciona en las noticias. Por ahora.
Me dio unos golpecitos en las manos y se levantó.
Yo también me puse en pie.
—Lo... —Me dolía la garganta. Intenté tragar pero era como si estuviese
hecha de arena—. Lo único que quiero... —Me ardían los ojos.
La señora Gyzinska se apretó el sombrero e introdujo los brazos en las
mangas de su abrigo rosa.
—No hace falta que digas nada, cielo. Tú solo confía en mí.
Me apreté la frente con las manos para que mis pensamientos dejasen de
dar vueltas.
—De todas formas, lo siento —dije. No era capaz de mirarla a la cara, de
modo que fijé la vista en sus zapatos. Eran de cuero marrón con cordones
lisos y suela robusta—. Yo... no me enfado. —Negué con la cabeza—. No
me suelo enfadar. Pero últimamente... —La frase murió ahí.
La señora Gyzinska me sostuvo la cara entre sus manos ahuecadas y me
la alzó para que no me quedase más remedio que mirarla a los ojos. Sus
pupilas emitían un brillo fuera de lo común.
—La ira es un sentimiento extraño. Y nos hace cosas extrañas cuando la
encerramos en nuestro interior. Te aconsejo que consideres esta cuestión: ¿a
quién beneficia que te fuerces a no sentir rabia? —Inclinó la cabeza y me
miró con tanta intensidad que me pareció que podía verme los huesos. Alzó
las cejas—. Claramente a ti no.
Palidecí. Nunca me lo había planteado desde esa perspectiva.
Miró a su alrededor.
—Mira dónde vives. Piensa en lo que se te ha pedido que hagas. ¿No
estás rabiosa? Anda ya. Si lo estoy hasta yo. Tengo que ausentarme durante
una temporada: debo quedar con cierta gente y mantener ciertas
conversaciones. El señor Burrows se encargará de supervisarte en los
exámenes en mi ausencia. No tengo nada que añadir al respecto, pero
mañana es día lectivo. No tienes a nadie que te diga que es hora de
acostarse, así que te lo digo yo misma. Deberías cuidarte. El mundo está
cambiando y te necesita sana. Vete a la cama. Duerme. Y empieza a
mantener la vista alta. El cielo está lleno de posibilidades. Estás menos sola
de lo que crees.
Me dio un suave golpecito en la mejilla antes de darse la vuelta y salir
por la puerta.
Me quedé en medio de la estancia un buen rato. Se oía el tictac del reloj
y el ronroneo de la nevera. En las entrañas del edificio, las tuberías
entrechocaban. Oí la puerta del coche de la señora Gyzinska abrirse y luego
el motor alejarse.
Luego hice lo que me había mandado. Me arropé con la manta y me
dormí antes incluso de haberme acostado.
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27

Aquel año el invierno llegó pronto. La mañana del once de octubre, el cielo
se atenuó, el viento arreció y la nieve comenzó a caer hasta formar grandes
montículos en el suelo. Los granjeros salieron en desbandada, las cosechas
se habían echado a perder. El frío se asentó en la tierra, muy hondo, y
nuestras botas rechinaban contra la nieve compactada y el hielo gris.
Tapamos los huecos de las ventanas con calcetines viejos y yo cociné
incontables ollas de sopa. Llegábamos al colegio cada mañana envueltas en
capas y capas de bufandas, con las caras rígidas por el frío.
Llamé a mi padre para que me enviase dinero para comprarle a Beatrice
botas y ropa de nieve, ya que las que tenía al final se le habían quedado
pequeñas. Además, los guantes, que había guardado en el trastero del
edificio en una caja de cartón, habían sido masacrados por las polillas. Con
la paga mensual de mi padre venía incluido un extra para imprevistos, pero
los abrigos costaban mucho dinero. Y las botas también.
Marqué el número. Para mi desgracia, contestó mi madrastra.
—Tu padre no está —dijo. De fondo se oían los gritos de un bebé y un
niño pequeño. Hermanos a los que no conocía. En el momento en el que
redacto estas líneas, sigo sin conocerlos. Algunos agravios duran mucho.
—Ah —dije yo—. ¿A qué hora podré hablar con él?
No había mantenido charlas insustanciales por teléfono con mi madrastra
demasiadas veces, pero sabía que dejar un mensaje no serviría para nada.
—No te sé decir —respondió. Su voz era monótona—. Quizá deberías
confiarme tu petición a mí.
Me quedé en silencio un instante. Ni siquiera recordaba del todo cómo
era físicamente. Había trabajado de secretaria. De secretaria de mi padre. La
imaginé en un traje sastre y con su melena amarilla en un moño apretado,
con manchas de tinta en los dedos y tacones que repiqueteaban contra el
suelo de manera que siempre sabías si iba o venía. Imaginé medias suaves y
una blusa planchada y una curva perfecta trazada sobre su ceja para
acentuar sus ojos. Supuse que ya no sería así. Vivía en la casa de mi madre
y cocinaba en su cocina, y muy probablemente hubiese desbaratado su
huerto para plantar cualquier cosa aburrida, como petunias o césped. Sabía
que dormía en la cama de mi madre. Por lo demás, no sabía nada sobre ella.
Nunca me había parecido raro hasta ahora.
—Vale —dije. El grito del bebé subió de frecuencia y el niño pequeño
estalló en un llanto similar a una sirena. Decidí darme prisa—.
Normalmente, cuando nos surgen gastos extraordinarios, se lo comento a
papá y él nos manda algo más de dinero.
—Ah, ya veo, ya —dijo mi madrastra, con un tono de furia contenida.
De fondo algo se hizo añicos, pero ella no pareció inmutarse. La escuché
respirar honda y lentamente, como un bufido seco.
—Sí —dije, intentando mantener un tono ligero—. Beatrice lleva las
botas y el abrigo del año pasado, bueno, en realidad de hace dos años, y le
quedan demasiado pequeños. Necesitaría comprarle unos nuevos. Por eso
quería pedirle a mi padre que nos enviase algo más de dinero para cubrir
esos gastos.
«O también podría venir a dárnoslo —pensé con amargura—, en
persona. Como nos prometió.»
—No sé si será posible —respondió mi madrastra.
—¿Por qué no? —pregunté.
—¿Sabes? —dijo, cambiando de tema. Luego se quedó callada, un
zumbido denotaba el silencio que se había instalado entre las dos, como una
brisa que atraviesa un campo de cereal—. Tenemos varias cajas con cosas
de tu madre. Ropa y abrigos y zapatos. Yo no la puedo aprovechar; era de
tamaño reducido, como una niña. Y también están aquí sus libros. Todos
de... —Otra pausa. Otro chisporroteo siseante—. Matemáticas. —Pude
percibir el desagrado en su voz—. ¿Por qué no te pasas esta tarde a
buscarlos?
Me quedé con el teléfono pegado a la oreja un momento o dos. En ese
instante, me había olvidado por completo del dinero.
—Las cosas... viejas... de mi madre —dije, intentando encontrarle
sentido—. ¿Cuántas cajas son? —pregunté.
—Cinco o seis. Asumo que algunas de ellas serán tuyas también. No las
he examinado de cerca. Y a lo mejor también hay algo de tu... —Otra pausa
—. De tu amiguita.
—Beatrice —apunté—. Mi hermana.
—Sí, por qué no —dijo ella.
«Así que lo sabe —pensé—. Tiene sentido. ¿Quién más lo sabrá?»
Mi madrastra tosió.
—Intenté llevarlas a la tienda de segunda mano, pero tu padre no me lo
permitió. —Otro zumbido siseante. ¿Era su aliento? La imaginé con las
narinas hinchadas—. Dijo que deberías heredarlas cuando te hubieses
independizado del todo. Cuando ya no fueses una carga para... nadie. —
Otro siseo. Caí en la cuenta de que probablemente estuviese fumando. Mi
madre nunca lo había hecho. Mi tía sí, pero no a todas horas, y jamás dentro
de casa. Volvió a hacer ese mismo ruido y escuché el chisporroteo adjunto.
El bebé seguía llorando—. En fin, necesitas cosas y me parece una tontería
comprarlas cuando tienes aquí estas ocupando sitio en el sótano. Nos vemos
esta tarde, entonces.
—¡Espera! —La mente me iba a mil por hora. Pensé en el tiempo que
me llevaría atravesar la ciudad a pie entre la nieve. Y volver. Calculé lo que
tardaría y negué con la cabeza. ¿Cómo iba a apañármelas?—. Pero —dije—
¿cómo voy a transportarlas hasta aquí? ¿Tienes coche?
Otro siseo largo.
—No —dijo con una risa apagada—. Tu padre no me permite conducir.
Según parece, no es muy femenino. De todas formas, en el sótano también
está tu trineo. Y tenemos cuerda. Eres una chica lista. Y muy dada a la
mecánica, según tengo entendido. Tus profesores no dejan de llamarme para
decírmelo, así que no me cabe duda de que algo apañarás.
Ahogué un grito.
—¿De verdad llaman?
Entonces colgó.
Me quedé junto al teléfono un buen rato, con el vello de la nuca erizado
en señal de alarma. Mi madrastra había hablado con mis profesores. ¿Qué
les habría dicho?

Beatrice y yo llegamos sobre la una de la tarde. Esperaba que mi padre


hubiese llegado ya a casa. No sé por qué. Quizá parte de mí esperase que se
comportara como la voz de la razón, pero ¿qué me haría pensar tal cosa? Mi
padre no era una persona razonable. Llamamos a la puerta. Beatrice botaba
sobre las puntas de sus pies.
—¡Me acuerdo de esta casa! —dijo.
—¿Ah, sí? —comenté de forma ausente.
Cuando mi madre desapareció, mi tía y mi padre directamente no lo
mencionaron. Esperaban que me olvidase. Obviamente, no fue así..., pero,
para ser sincera, a veces sí que lo olvidaba. Pasaba días enteros sin pensar
en ella. Ese hecho sigue pareciéndome fascinante: cuanto más mayor me
hago, más cuenta me doy de que no puedo pasar ni una hora sin acordarme
de mi madre al menos una vez.
La puerta se abrió y mi madrastra apareció en el quicio. La esperaba ver
impecablemente vestida, igual que mi madre. Pero no. A pesar de que ya
había pasado la hora de comer, seguía en bata. Esta era de un tejido brillante
con flores bordadas y estaba bien apretada alrededor de su cintura. Al verla
de pie por primera vez descubrí que era alta, incluso más que mi tía Marla,
y mucho más voluptuosa. Su pelo —rubio teñido— estaba enroscado en
rulos y envuelto en un pañuelo vaporoso. Cruzó los brazos sobre su amplio
pecho y nos miró a Beatrice y a mí como contemplaría un dios de la
Antigüedad a sus acólitos desobedientes desde la cima de su montaña. Era
guapa, a pesar del desdén que reflejaba su expresión.
Beatrice había dejado de lado su entusiasmo inicial y de pronto se
mostraba tímida. Se colocó detrás de mí y se aferró a mi abrigo.
—¿Está mi padre? —pregunté.
De pronto, no me pareció seguro entrar en la casa con la única compañía
de esta mujer hostil. Dudé.
—No —dijo, y me dio la espalda para comenzar a avanzar por la entrada
—. Viaje de negocios.
—¿Y los niños? Nuestros... —No sabía cómo llamarlos. ¿Mis hermanos?
¿Mis mediohermanos? No estaba segura.
—Los he dejado en casa de mi madre —respondió, sin siquiera mirarme
—. No tengo intención de que os conozcan.
Me agarré fuerte a la mano de Beatrice.
El salón estaba muy cambiado. Los visillos y los tapetes de ganchillo
que había hecho mi madre ya no estaban, y tampoco las fotografías
enmarcadas en las que intentábamos parecer una familia feliz. También
faltaba el retrato de los padres de mi madre delante de su vieja granja
luciendo sus mejores galas. Los muebles eran distintos y las paredes
estaban cubiertas de un papel pintado que no me acababa de gustar.
—Bueno —dijo mi madrastra—. Vamos a por esas cajas. No tengo todo
el día.
Le dije a Beatrice que me esperase sentada en el sofá leyendo los tebeos
que había traído y me dirigí al sótano. Estaba más húmedo de lo que
recordaba. Parecía que hacía siglos que nadie lo barría ni lo ventilaba. Las
cajas pesaban bastante, pero no eran demasiado grandes ni tenían formas
extrañas. Había cinco en total. Todas llevaban el nombre de mi madre
escrito por mi padre, parcialmente tachado con garabatos de otro tipo de
rotulador por encima.
—¿Estas son todas? —pregunté.
—Sip —dijo, sin mirarme a los ojos—. Más te vale no esperar que te
ayude. Tengo la espalda destrozada.
—No, tranquila —dije lo más amablemente que pude—. Soy pequeña,
como mi madre, pero también he heredado su fuerza.
—No me parece que debas querer parecerte a tu madre —soltó mi
madrastra, y con las mismas subió las escaleras y me dejó acarrear las cajas
a mí sola.
Vi nuestros trineos, ambos de madera con patines de metal. Si Beatrice
llevaba el más ligero, llegaríamos a casa sin problemas. Encontré una
botella de aceite mineral y un trapo y engrasé el metal para que se deslizase
mejor sobre la nieve. Tracé un plan rápido para decidir cómo apilar las cajas
y qué tipo de nudo usar para atarlas y me puse manos a la obra. Saqué los
trineos al exterior y luego, una a una, subí caja tras caja por las escaleras y
las amarré a los trineos.
Volví al salón con el abrigo puesto y la mochila a la espalda. Beatrice
estaba absorta en los tebeos. Mi madrastra estaba sentada enfrente de ella,
leyendo una revista. Si no nos hubiesen echado de casa, tal vez esta sería
una estampa familiar habitual. Mi madrastra y Beatrice pasaron la página al
unísono; ambas giraron la cara hacia la izquierda. Me planteé si habría
funcionado. Quizá la alegría de Beatrice hubiese aplacado la ira de mi
madrastra. Tal vez una casa llena de niños hubiese ablandado a mi padre.
Quizá..., pero entonces mi madrastra levantó la vista, me miró a los ojos y
la tensión regresó.
«Tal vez no», decidí.
Con un repentino e inexplicable dolor llegué a la conclusión de que esa
podría ser la última vez que pisase esa casa. Se me alteró la respiración por
un momento e hice lo que pude para controlarla. De pronto me vi aplastada
por los recuerdos. Mi madre con su peto. Mi madre con su vestido de
encaje. Mi madre jugando a las cartas con mi tía en la mesa, ambas con las
cabezas reclinadas y riéndose. Mi madre desnuda sobre la cama, mi tía
aplicándole aceite a sus heridas (dos mordeduras donde habían estado sus
pechos; los restos enrojecidos de quemaduras controladas; obviamente sé
que no se las había provocado un monstruo, pero, ¡ay!, la memoria tiene
esas cosas). Mi madre tambaleándose de regreso del hospital. Mi madre
inconsciente y sangrando en el suelo. Esta casa estaba llena de mi madre. Y
también...
Ahogué un grito.
«Mi tía.
»La última vez que la vi.»
—Eh —comencé—. ¿Podría ir a ver mi antiguo dormitorio?
«Me pidió que guardase sus tesoros secretos. Me preguntó si tenía un
escondrijo.»
Mi madrastra frunció el ceño.
—¿Para qué, si puede saberse?
«Mi madre no se enteró.»
Me metí las manos en los bolsillos para evitar juguetear con los dedos.
—Para verlo, nada más —dije.
Intenté no mostrar ninguna emoción. Poner la cara en blanco. Como mi
madre. Me balanceé sobre los talones en lo que esperaba que mi madrastra
percibiese como un gesto despreocupado.
Mi madrastra se metió la revista debajo del brazo.
—Adelante —dijo, y salió del salón hacia las escaleras. Continuó
hablando sin darse la vuelta—. No voy a salir a despediros. Me voy a dar un
baño. Los sábados me los suelo reservar para mí, ¿sabes?
Como si todo este asunto hubiera sido idea mía. Como si le hubiese
suplicado limosna. Giró justo antes de llegar a la escalera y cerró la puerta
del baño tras de sí. Esperé hasta que escuché que se encendía el grifo. Corrí
al piso de arriba. Beatrice no me siguió. Dudo que levantase la mirada del
tebeo ni una sola vez.
Mi cuarto estaba irreconocible. Las nubes que mi madre me había
pintado ya no estaban, igual que el póster de ALÍSTATE A LA RESERVA
FEMENINA VOLUNTARIA que mi tía me había regalado. Tampoco estaba ya la
pintura de color lavanda claro que cubría las paredes. Ahora eran blancas, y
estaban desconchadas y sucias a causa de los juegos descontrolados de dos
niños revoltosos, y había juguetes por todas partes.
Abrí el armario y me arrodillé en el suelo.
El panel suelto seguía suelto. Metí la mano y saqué todo lo que allí
había: varias libretas, unos cuantos dibujos, un libro encuadernado a mano
que me había regalado Sonja hacía mucho tiempo, y el folleto sobre
dragonas y el fajo de cartas que me había dado mi tía. No miré nada. No me
detuve ni un segundo. Metí todo en mi mochila, volví a colocar el panel y
salí a toda prisa.
Mi madrastra ya se había metido en el baño y el grifo seguía atronando.
Beatrice levantó la vista de su tebeo.
—¿Sigue igual nuestro cuarto? —preguntó.
—No —le respondí.
Apretó los labios uno contra el otro.
—Pues entonces no quiero verlo.
—No hace falta que subas, Bea.
Beatrice miró alrededor. Todo estaba más deslucido que antes. Y más
feo. No me había dado cuenta de cuánto había cuidado la casa mi madre, de
lo mucho que había puesto de sí misma en ella; su ausencia era palpable en
este lugar.
Beatrice y yo nos fuimos a casa caminando sobre la nieve, arrastrando el
peso de los recuerdos de mi madre.

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[ARTÍCULO DEL DAILY CARDINAL, 19 DE NOVIEMBRE DE 1963]

REDADA FEDERAL EN UNA CLÍNICA UNIVERSITARIA


Los responsables de la administración del campus de Madison de la
Universidad de Wisconsin han decidido no comentar nada acerca de la
redada llevada a cabo durante el fin de semana en el Centro de Salud
Estudiantil. Varios testigos aseguran haber visto varias furgonetas
estacionar en la calle el sábado por la mañana. De ellas salieron docenas
de agentes federales y unos cuantos policías del estado, que procedieron a
entrar en el edificio.
La clínica había sido objeto de polémica por distribuir informaciones a
los estudiantes que no se ajustaban a los estatutos de la institución, y había
recibido una orden de comparecencia para presentarse ante el Gobierno
estatal bajo los cargos de indecencia, vulgaridad, calumnias y por
practicar la medicina sin licencia. Gracias a los esfuerzos de la defensa,
los juicios habían acabado o bien nulos o bien con la retirada de los
cargos. Los hechos ocurridos el sábado parecen revelar una escalada de la
presión, así como una actuación conjunta por parte de la fiscalía federal y
estatal.
Desde esta publicación se ha solicitado declaración al portavoz del
gobernador, al Departamento de Salud del Estado, a la comisaría del
sheriff del condado de Dane y a las delegaciones regionales del FBI y del
Cuerpo de Alguaciles, pero ninguno ha respondido antes de la hora del
cierre de la edición. El portavoz del jefe de policía de Madison ha ofrecido
el siguiente comunicado: «Que todo el que quiera montar una clínica
temporal ilegal, esas que se conocen como “clínicas para curiosos”, me
escuche bien. No siga por ese camino. Vamos a por usted. Y estamos
preparados para procesar a todos y cada uno de los implicados para que
dejen de corromper a jóvenes incautos».
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28

Me llevó mucho tiempo, pero, poco a poco, fui adecentando las cosas de mi
madre. Planché los vestidos, di forma a los sombreros, tendí las medias al
aire. Puse en remojo los guantes y lavé a mano las bufandas. Me pasé horas
cada noche estudiando la lacería de mi madre, las matemáticas que
albergaba cada giro y nudo, la lógica escondida tras la progresión de los
círculos concéntricos. La lacería se mostraba en el encaje hecho a mano, en
los complicados patrones entretejidos en forma de ojal que había cosido en
un arreglo decorativo en todas sus faldas, en el endiabladamente intrincado
ribete que ponía en cada una de sus cinturillas y cinturones. La obsesión de
mi madre con los nudos tenía un significado, no me cabía duda, estaba
basada en una fe sincera. Pero por más que lo intentaba, era incapaz de
descubrir de qué se trataba.
Encontré la libreta donde garabateaba diagramas y ecuaciones, y también
su pila de libros llenos de notas al margen. Incluso entonces mi madre
parecía estar reuniendo pruebas para ratificar una hipótesis que jamás había
plasmado. No comprendía su razonamiento. No compartía su punto de
vista. Mi madre era tan enigmática como siempre. Lo único que sabía es
que era todo precioso. Muy muy hermoso. Su pérdida había supuesto un
abismo en mi vida, un agujero en el universo donde mi madre debería estar.
Muy despacio, o bien envolvía cada prenda en papel de seda y la colgaba
en la parte de atrás del armario, o bien la apartaba para venderla en algún
momento. Encontré bastante ropa de invierno en las cajas marcadas con el
nombre «Alexandra», y lo que aún nos hacía falta nos lo podríamos costear
con la venta de los vestidos más elegantes en la tienda de segunda mano.
Nos las apañaríamos de momento. Era incapaz de plantearme cómo nos
las apañaríamos en el futuro, lo que me imposibilitaba imaginarlo y
planearlo. La única opción que nos quedaba era confiar.
Mi padre se podía decir que había dejado de llamarnos, pues no volví a
saber de él hasta finales de diciembre. Lo único que nos ofrecía era la
asignación mensual y silencio. Me alegré al principio, pero después me
empezó a parecer extraño. No me esperaba echarlo de menos. Llamé a su
casa varias veces, pero nunca me cogían el teléfono.
Nos llamó cuatro días antes de Navidad. Apenas podía decir ni hola de lo
mucho que tosía.
—¿Papá? —le dije a las toses explosivas del otro lado de la línea—.
¿Eres tú?
—Claro que soy yo —me ladró—. ¿Quién te iba llamar si no a esta línea,
que te recuerdo que pago yo? —Volvió a toser—. En realidad, es una buena
pregunta. ¿Quién te anda llamando? Como se te ocurra aprovecharte de esta
situación para tomar decisiones horribles y avergonzar a tu familia...
—Yo también me alegro de hablar contigo —dije seca—. Cuando te
llamo a casa, nadie me contesta. ¿Va todo bien?
Intenté no mostrar ni un ápice de petulancia. Intenté ocultar la necesidad
imperiosa que tenía en mi interior, tan enorme que amenazaba con tragarse
el mundo entero. Me había dicho que no estaría sola. Me había mentido.
—Pero ¿qué me estás contando? Claro que va todo bien. ¿Por qué
narices iba a ir algo mal? —Sonaron varios tragos. Esperaba que fuese agua
para aplacar la tos, pero sabía que lo más probable era que no lo fuera.
Beatrice estaba jugando fuera, construyendo fuertes de nieve con los
niños del barrio. Tenía deberes y las notas se le estaban resintiendo, pero no
tenía ánimo para decirle que entrase.
Al final, no fui capaz de contenerme más.
—¿Tienes planes para Navidad, papá? ¿Vendrás a vernos? —No sé para
qué preguntaba. Nunca nos veíamos.
Ignoró la pregunta.
—Me encontré con tu profesor de Matemáticas en el club —dijo, y yo
sabía que en realidad había sido en el bar.
—¿Ah, sí? —dije, con tono neutro—. ¿Te contó que no debería estar en
esa clase y que me está empleando como mano de obra gratuita? Me
deberían pagar un sueldo, de verdad.
—Las señoritas no deben hablar de dinero, es una grosería —dijo mi
padre—. Tu madre debería habértelo enseñado. —Soltó una risita sosa que
sonó más bien como un bufido—. Siempre has sido demasiado lista para tu
propio bien. Desde bien pequeña. Tu profesor me comentó que te había
escrito una carta de recomendación para la universidad. Bajo coacción,
imagino. Ya sabes lo que pienso de que continúes estudiando. Es una
pérdida de tiempo. Y de recursos. Ya estás lista para convertirte en una
ciudadana de provecho, para poner tu granito de arena en la economía
patria. Además, esa es la forma de pillar un buen marido, ¿no es eso lo que
quieres? Sería una insensatez esperar demasiado, puedes acabar perdiendo
la oportunidad. No sé por qué desprecias esa forma de vida. Ni por qué
pretendes superarte. Le advertí a tu madre que no te llenase la cabeza de
pensamientos ridículos, pero a ella tampoco se le daba bien escuchar.
Me mordí el labio inferior para no reaccionar. Respiré honda y
lentamente por la nariz.
—Bueno, pues qué charla tan agradable, ¿no? ¿Algo más que añadir,
papá? O quizá debería llamarte señor Green.
—Impertinente —me reprendió mi padre, con la voz ahogada por otro
ataque de tos. Esperé mucho rato hasta que se le pasó. Al fin—: No voy a
ser capaz de hacerte cambiar de opinión, asumo.
—¿Sobre la universidad? No. —Ya había enviado las solicitudes de
plaza. Ya había solicitado becas. Lo único que me quedaba por hacer era
esperar—. Según parece, me gustan más las matemáticas que el
matrimonio. —«Igual que a mamá», quise añadir, pero me contuve.
Mi padre volvió a toser.
—La bibliotecaria esa también me vino a ver. A la oficina nada menos.
Nunca la soporté.
—¿La señora Gyzinska?
—Supongo que se llama así, sí. Tiene la mala costumbre de meter las
narices donde nadie la llama. Siempre ha sido igual. Cuando tu madre cayó
enferma por primera vez, esa mujer insufrible apareció en el hospital y
mangoneó y arengó a las enfermeras hasta que la incluyeron en la lista de
visitantes y pudo ir cada día a llenarle a tu pobre madre la cabeza de
sandeces. Poco después, las enfermeras me llamaron para quejarse de que tu
madre no dejaba de recitar poesía, todo gracias a esa maldita bibliotecaria.
Tuve que llamar al administrador del hospital para que le impidiese el paso.
—¿Poesía? —pregunté. La estancia comenzó a bambolearse. Me apoyé
contra la pared—. Los bosques perecen —recité—. Los bosques perecen y
mueren.
—Veo que te ha corrompido a ti también.
Veía la cara de mi madre con el ojo de mi mente, transformándose de
una fase a otra. Mi madre antes de la enfermedad, toda sonrisa y mejillas
sonrosadas. Mi madre cuando volvió a casa mal. Mi madre en el jardín,
bronceada por el sol y fuerte como nunca. Mi madre con la cara retorcida de
ira y aquella bofetada fuerte y afilada. Mi madre con nubes grises en los
ojos y cuevas en las mejillas. Mi madre encogiéndose, vaciándose. La
cáscara de un grillo, llevada por el viento.
Recité:

Fríamente me bañan tus rosadas sombras, frías


son todas tus luces, y fríos son mis arrugados pasos
sobre tus luminosos umbrales cuando la niebla flota
desde esos lóbregos valles que albergan los hogares
de dichosos hombres que tienen la posibilidad de morir
y los musgosos túmulos de aún más dichosos muertos.
¡Oh, libérame de una vez y devuélveme a la tierra!

—Odio ese poema —dijo mi padre.


—A mamá le encantaba —dije. Cerré los ojos—. Me pidió que se lo
recitara. En el hospital, antes de morir. Cada día, una y otra y otra vez.
Jamás se lo habría admitido —ni entonces ni nunca—, pero estaba de
acuerdo con él. Yo también odiaba ese poema.
Mi padre se quedó callado durante un buen rato.
—Bueno, ella era así. —Un trago. Y otro más—. Te llamo porque, al
contrario de lo que probablemente te creas, me preocupo por ti, Alexandra.
El país entero está perdiendo la chaveta. Hay protestas en las cafeterías y en
los colegios y caos en el capitolio y los matones de los sindicatos están
acabando con negocios rentables y hay revueltas en esos bares para... ya
sabes... esa gente, y jovencitas a las que se les mete en la cabeza que pueden
hacer lo que se les venga en gana sin pensar en sus familias ni en sus
futuros. Y más cosas. Cosas peores. Cosas que no puedo ni mencionar, y tú
tampoco deberías. El país corre el riesgo de perder la cabeza. Los chiflados
campan a sus anchas por aquí, por el pueblo, por nuestro pueblo, con sus
panfletos y sus reuniones clandestinas y sus sociedades secretas. Y luego
marchas y disturbios y caos absoluto. Está sucediendo ahora. Y tienes que
protegerte.
—Papá, ¿estás oyendo lo que dices? Es una locura. No ha habido ni una
sola marcha por aquí. Ni una. La habría visto. Ni disturbios tampoco.
Quienquiera que te haya contado estas cosas no tiene ni idea de...
—Mira —me interrumpió, su tono era firme y desesperado—. Hay
opiniones que son peligrosas, ¿vale? Y hay nociones que trastocan la vida
de la gente. Que arruinan familias. Tu madre y yo intentamos alejarte de
esas cosas. Decidimos que lo más seguro era preservar tu inocencia. Ojalá
te hubieras buscado un hombre decente y ya estuvieras prometida. Sería un
gran alivio, sinceramente, saber que estás bajo control. Le dije a tu madre
que te debería haber preparado mejor para el matrimonio, pero nunca me
hacía caso. Creía que llevar un hogar te haría bien. Te obligaría a mantener
la vista en el suelo y te daría práctica para un futuro sólido y apropiado.
Pero no, esa bibliotecaria te llenó la cabeza de matemáticas y universidades
y demás mierdas. Y ahora aquí estamos.
Me mareé. Me agaché hasta quedar sentada sobre los talones y el cable
del teléfono se tensó.
—No sé qué esperas que haga.
Mi padre suspiró.
—No salgas por la noche —dijo—. Y no te acerques a esa bibliotecaria.
Tiene unos antecedentes que no te los imaginas. Tengo entendido que
incluso J. Edgar Hoover le tiene miedo.
—A nadie le dan miedo las ancianitas, papá. No digas tonterías.
—Qué ilusa eres. Hazle caso a tu padre. Haz caso a tus profesores. No
hables con desconocidos. No voy a protegerte eternamente, ¿sabes?
Me mordí el labio. No nos estaba protegiendo. ¿Sabía que estaba
mintiendo o creía que yo no me daría cuenta? No estaba segura de que
importase. De todas formas, iba a pagarnos el apartamento hasta agosto, y
la compra llegaba cada sábado y el dinero entraba en el banco cada mes sin
falta, no iba a jugarme el sustento.
—Vale, papá —dije.
—Me alegro de que hayamos tenido esta conversación, Alexandra.
—Me llamo Alex —dije. Y colgué.

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¿Podrían volver? Desde un punto de vista científico, la respuesta es obvia.
No es raro que un organismo regrese a la zona donde nació, como por
ejemplo el salmón, o al lugar donde sufrió su metamorfosis, como en el
caso del lagarto cornudo. ¿Por qué no podrían hacer lo mismo las
dragonas? Que no hayamos visto un regreso masivo de las transformadas
durante la Dragonización Masiva no nos indica que nunca vaya a suceder.
De hecho, las historias de la tradición folclórica en las que se relata de
forma oblicua —y a veces aterradora— la dragonización de muchachas en
tiempos antiguos aluden ocasionalmente a su regreso. ¿Eran las bestias
que peleaban en el castillo de Pendragon una malinterpretación de una
disputa entre dos tías? Tiendo a creer que es posible. ¿Fue el dragón
Vishap, que vivió durante varias décadas en la cumbre del monte Ararat
con su estirpe de descendientes (tanto humanos como dragones),
únicamente una madre, tanto natural como adoptiva, que se dedicó en
cuerpo y alma a construir un hogar para sus seres queridos? Es difícil
saberlo. Pero al acabar este trabajo, debo advertir a mis colegas, a mis
superiores, al Congreso de Estados Unidos y a mi país de que no hace bien
a nadie cerrar los ojos y dejar de pensar. Nos queda mucho por
comprender, y tenemos mucho trabajo por hacer. Cuando nos enfrentamos
al trauma colectivo, al duelo y al temor que asoló la nación en el momento
en el que vimos a miles de mujeres salir de sus propias pieles y
transformarse en criaturas de grandes colmillos y garras, de calor y
violencia, surgió una presión inexorable de darles la espalda, negarnos a
mencionar lo que había pasado y olvidarlo. El olvido era la opción más
fácil. Pero sin preguntas no hay conocimiento. ¿Qué hace el río cuando
regresa el salmón? ¿Construye presas para prohibirle la entrada? ¿Qué
hace el árbol cuando la mariposa vuelve a la hoja donde una vez había
sido huevo, larva y crisálida? ¿Tiembla de miedo o acoge a la nómada con
los brazos abiertos? Entonces ¿qué debe hacer un pueblo cuando la madre
que escapó hacia el cielo con un grito de fuego y rabia decide regresar?
¿Qué debería hacer este país si todas vuelven a casa?

Breve historia de las dragonas, del doctor H. N. Gantz

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29

La mañana del 23 de marzo de 1964 comenzó como cualquier otra: con


Beatrice saltando sobre mi cama y despertándome con una llave de lucha
libre hasta que las dos caímos al suelo.
—¡Llegas tarde! ¡Llegas tarde! ¡Llegas tarde! —canturreó. A voz en
cuello.
Me llevé el dedo a los labios para recordarle que no debíamos dar gritos.
No eran más que las cinco de la mañana y las paredes del apartamento eran
muy finas.
—¿Adónde llego tarde? —bostecé.
—Al día —cacareó ella—. ¡Llegas tarde al día! —dijo, dando vueltas
por toda la estancia.
Me froté la cara. Las cinco era una hora como cualquier otra para
empezar la jornada. Había dejado a medias dos fichas de problemas y las
tenía que enviar por correo antes del viernes.
—Vale —acepté—. Ponte el uniforme y lávate la cara. Voy a preparar el
desayuno.
Tras unas tostadas, unos huevos y un café soluble para mí, le puse una
bata a Beatrice encima del uniforme y la puse a trabajar en la mesa de
manualidades mientras yo completaba mi tarea de Física.
Sonó una sirena en el exterior. Me preparé la tercera taza de café,
terminé los deberes, le pegué los sellos al sobre y me preparé para ir al
instituto.
Beatrice apretaba la cara contra la ventana. El cielo estaba rojo y dorado.
—¡Ha llegado el día! —le gritó al mundo—. ¡Ha llegado el día!
—¿De qué hablas? —le pregunté sin prestarle demasiada atención
mientras buscaba un par de calcetines limpios. Ella no me lo quiso decir.
Fuera, las garras del invierno estaban comenzando a recular. Los
montículos de nieve que habían enmarcado todas las aceras hasta hacerlas
parecer pasos de montaña al borde de la avalancha ahora se desmoronaban
para formar charcos oscuros que anegaban cada calle. Todos llevábamos
zapatos de goma al colegio, para luego cambiarnos al entrar en el edificio.
Yo iba empujando mi bicicleta mientras que Beatrice avanzaba dando
saltitos.
—¡Ha llegado el día! ¡Ha llegado el día! —canturreaba lo más alto que
podía.
Me estaba empezando a fastidiar. Llegamos a su colegio. Me agaché
para volver a atarle las botas y para volver a colocarle los pasadores que le
sujetaban la melena sobre las sienes. Este era un gesto inútil. Al mediodía
volvería a parecer un nido de ratas.
—Qué contenta estoy. —Me abrazó con fuerza—. Te quiero muchísimo,
Alex. ¡Qué día tan maravilloso!
Alzó la vista hacia el cielo y luego se dirigió hacia las escaleras, aún
dando saltitos, y entró en el edificio sin mirar atrás.
—Locuela —dije, sonriendo sin querer. De pronto me quedé sin aliento.
La quería muchísimo. Y de vez en cuando, la inmediatez de ese amor me
pillaba desprevenida y me noqueaba. No importaba lo que sucediese
después de la graduación: siempre estaríamos juntas. Beatrice y yo contra el
mundo.
Pasé la pierna por encima de la bicicleta y me impulsé para arrancar.
Pasé por encima de los anchos y negros charcos, dejando olas largas y
delicadas a mi paso.
Una vez en el instituto, nos distribuimos entre las aulas y los altavoces
anunciaron el mismo mensaje que habían emitido cada día desde hacía un
mes. «Cualquier..., eeeh..., acontecimiento fuera de lo común o rumor debe
ser informado a las autoridades de inmediato.» Nadie se lo tomaba en serio.
Para nosotros, era como las advertencias fatalistas sobre presuntos espías
rusos o los anuncios de búnkeres prefabricados o los simulacros de
bombardeo. Ya éramos lo bastante mayores para saber que los pósteres que
advertían del peligro de la marihuana eran una exageración y que cantidad
de chicas se habían montado solas en coche con los chicos y habían
mantenido sus notas altas y su estatus en el instituto. Había muchísimas
falsedades en el mundo y parecía que la gran mayoría aparecía en los
pósteres de los pasillos y por el sistema de altavoces del instituto. Yo hacía
oídos sordos.
Sor Leonie, mi profesora de Francés, golpeó la mesa con un libro para
que le prestásemos atención.
—Oui, ma soeur —dijimos sumisos.
Emitieron otro mensaje en mitad de la tercera hora. Ni lo escuché. Me
picaba el sostén y me dolía la espalda. No sabía muy bien por qué.
Sonó el timbre y me fui a Cálculo. El señor Reynolds hizo una mueca
cuando me vio entrar por la puerta.
—Llegas tarde —dijo. Pero no era verdad. Simplemente era su forma de
recibirme. Lo que quería decir en realidad era: «Necesité tu ayuda en algún
momento de la mañana y tuviste la desfachatez de no estar presente».
Estaba a punto de responderle, pero el timbre comenzó a sonar y no
paró. Simulacro de bombardeo. El señor Reynolds casi da un bote, y su cara
pasó del susto a la exasperación.
—Pero vaya por... —Tiró la libreta sobre su mesa, frustrado—. Si
hicimos uno hace nada. —Me miró, como si fuese culpa mía—. Estos
chicos se tienen que preparar para el examen estatal. Me juego la
reputación.
«¿Qué reputación?», pensé mordazmente. Abrí la puerta y vi que el
pasillo se llenaba de gente.
—¡Ya sabéis lo que hay que hacer! —gritaban los profesores mientras
todos se sentaban en el suelo con la espalda contra la pared y un libro sobre
la cabeza.
El señor Reynolds indicó a mis compañeros de clase que hicieran lo
mismo. Yo no me senté. Algo no me olía bien acerca de este simulacro. De
pronto, percibí con demasiada intensidad la distancia que me separaba de
mi hermana. Intenté ignorar el nudo de ansiedad que se me había formado
en el estómago.
—¿Y bien? —dijo el señor Reynolds, señalando el suelo.
—Lo siento, señor. Deme un minuto —le pedí, mostrándole mis manos
vacías—. Se me ha olvidado el libro. —Volví a entrar en el aula y miré por
la ventana.
No había ningún camión de bomberos aparcado junto al edificio, pero se
oían las sirenas en la distancia. Qué raro. Lo normal era que los bomberos
llegasen con antelación y fuesen ellos quienes accionaran las alarmas.
Luego paseaban por los pasillos para darnos consejos sobre cómo usar el
libro de Biología para protegernos los cráneos de una aniquilación nuclear.
Y casi siempre lo hacían sin que se les escapase la risa. En cualquier caso,
era una actividad preparada. Esto no parecía planeado. Dado que no habían
sido los bomberos quienes habían iniciado el protocolo de ataque aéreo,
¿quién lo había hecho? ¿Estaríamos ante un bombardeo de verdad? Yo no
había escuchado ningún avión.
El camión de bomberos llegó al fin, seguido de otro, y ambos derraparon
hasta detenerse. Los bomberos salieron en tromba, pero no accedieron al
edificio. En cambio, se agruparon en la acera, hombro fornido con hombro,
y dirigieron la vista hacia el tejado. Uno de ellos señaló. Tenían la boca
abierta.
—¡Alexandra! —me gritó mi profesor.
—¡Un minuto! —le grité a mi vez, pero no me moví.
Los bomberos tenían la mirada fija un par de pisos por encima de la
ventana por la que yo estaba mirando. Y sus caras se giraron al unísono más
alto, más alto, más alto, y luego comenzaron a trazar un arco muy
lentamente sobre sus cabezas. Lo que estaban mirando tardó un rato en
aparecer en mi campo de visión, y cuando lo hizo no pude distinguirlo con
claridad. Era grande. Y volaba. Fuera lo que fuese, su superficie reflejaba
los rayos del sol tan intensamente que tuve que entrecerrar los ojos y no
pude mirarlo de frente. Solo fui capaz de vislumbrar su contorno con el
rabillo del ojo. Volaba demasiado bajo para tratarse de un avión. Y, además,
había estado en el tejado de mi instituto. ¿O no?
Los bomberos decretaron el fin de la alerta, sonó el timbre y todos se
levantaron y volvieron a sus aulas. Yo no me moví de la ventana.
—¿Alexandra? —dijo mi profesor.
Vi a los bomberos volver a subirse a sus camiones.
—Alexandra, ¿no ibas a repartir los exámenes corregidos?
Sonaron más sirenas. Uno de los camiones salió pitando hacia el oeste.
Dos coches patrulla doblaron la esquina a toda velocidad y lo siguieron.
Llevaban las luces encendidas.
—Alexandra, ¿me oyes? Los alumnos tienen preguntas sobre sus
exámenes.
Nos dijeron que fuésemos niños buenos. Yo siempre había sido buena.
Siempre había obedecido. Pero ahora... me volví y encaré el aula. Mis
compañeros me miraron con una expresión de desconcierto en sus caras
desaboridas. Mi profesor me tendió el manual como si de un salvavidas se
tratara. Señaló la pila de exámenes que había sobre su mesa.
—¿Y bien? —insistió.
Cuando era muy pequeña, mi madre me enseñó a ocultar mis
sentimientos. A eliminar la ira o la tristeza o la decepción de la cara. «No
debes mostrarte demasiado interesada, ni demasiado contenta, demasiado
nada. Solo agradable. E imperturbable. Llegarás muy lejos con una cara
agradable. Nadie te interrumpe y nadie se ofende. Así, cariño.» Y me lo
mostró.
Puse esa misma cara.
—Por supuesto, señor Reynolds —dije suavemente, a pesar de que lo
que me apetecía era prenderle fuego—. No se preocupe por nada.
Comencé a repartir los exámenes. Los chicos que estaban conformes con
su resultado trataron de sonreírme. Los que se sentían avergonzados por su
nota intentaron consolarse humillándome con comentarios de mal gusto.
Me dio igual. No les funcionó. Mi cara era impávida. Cuando el último
examen estuvo sobre la última mesa, me aproximé a la pizarra y escribí tres
problemas que todos y cada uno de los presentes habían resuelto mal. No
eran particularmente difíciles. Solo un poco capciosos. Sabía que el señor
Reynolds no sería capaz de resolverlos sin consultar el manual.
—Señor Reynolds —dije con dulzura—. Le cedo la palestra, y le
agradecería, si no es mucho pedir, que me diese permiso para ausentarme.
Creo que tengo que ir a la enfermería.
En realidad no me hacía falta. Me encontraba perfectamente. Pero
haberlo hecho sentir incómodo por partida doble merecía la pena. Abrió la
boca, pero de ella no salió sonido alguno, y luego la volvió a cerrar. Se
aclaró la garganta y volvió a intentarlo.
—¿Estás segura? —me preguntó.
—Bastante —respondí. Bajé un poco la voz—. Asuntos femeninos —
susurré.
Se puso pálido. Parecía estar a punto de desmayarse. Mantuve la
expresión empecinadamente neutral, como si mi cara estuviese tallada en la
ladera de una montaña. ¿Era el objeto inamovible o la fuerza imparable?
Quizá fuese ambas. Tal vez esto es lo que nos enseñan nuestras madres.
—Solo un momento —dijo el señor Reynolds.
No me costó convencer a la enfermera de que me encontraba mal y
necesitaba irme a casa. No tuve ni que terminar la frase.
—¡Claro que no te encuentras bien! ¡Mira qué cara me traes! Estás
pálida, y demacrada —gimió la enfermera—. Y menudas ojeras tienes.
¡Pobrecita mía!
He de admitir que esto me escoció un poco. Llevaba sin dormir como es
debido varios meses. Asentí débilmente y fingí llamar a mi padre por
teléfono. Le dije a la enfermera que lo esperaría fuera.
—Un poco de sol me vendrá bien... —comencé. No me hizo falta decir
más.
Me echó de allí y me dijo que un poco de base de maquillaje y colorete
me vendrían de perlas, y que no me preocupase por meterme en líos, porque
sería nuestro pequeño secreto. Le di las gracias y salí a toda prisa; cogí la
bici y pedaleé en la misma dirección que...
Bueno, no estaba segura del todo. Pero sabía que algo había estado en el
tejado y que algo había despegado y trazado un arco a través del cielo y que
algo había hecho que los bomberos se rascasen la cabeza. No iba ni a pensar
en la palabra «dragona». No pretendía pensar nada. Ya me estaba
considerando una científica, y en la ciencia no hay cabida para las
conjeturas: solo para preguntas, datos y más preguntas. Debería mantener la
mente abierta y una actitud imparcial, y limitarme a anotar observaciones y
mantenerme fiel a los hechos. Pedaleé todo lo que pude, en busca de los
datos.

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30

Volví a ver el objeto en Sycamore Street y lo seguí por el parque y por la


Séptima Avenida hasta que se posó primero en el tejado de una casa y luego
definitivamente en el jardín delantero. La casa en cuestión estaba en
Chestnut. La calle donde vivíamos antes.
Era mi antigua casa. A la que no tenía pensado volver.
Y aun así, allí estaba.
Y aun así, allí estaba ella.
Una dragona.
Estaba sentada sobre sus cuartos traseros con la cola enroscada alrededor
de su cuerpo como una bufanda y rebuscaba en su bolso.
Me apeé de la bicicleta y la dejé caer al suelo.
Ella, la dragona, bueno. Era... enorme. Pero la palabra «enorme» ni
siquiera se aproxima a clarificar la experiencia de estar cerca de ella, ni a
describir la sensación de su enormidad. El aire se combaba a su alrededor.
La tierra parecía bambolearse bajo mis pies. Su piel exudaba ondas de calor,
que derretían los escasos montículos de nieve sobre la anegada hierba. Se
había sentado en una de las sillas de exterior, a pesar de que la madera era
incapaz de soportar su peso. Había un montón de astillas de color azul
esparcidas bajo sus anchas nalgas y su cola serpenteante. Sus escamas eran
negras y verdes, con algunos detalles plateados. No era que brillase, sino
que parecía poseer la luz y le permitía titilar y vibrar en sus centelleantes
escamas, sobrevolando su vasto volumen a su merced.
Bajó la cabeza. Inclinó la barbilla ligeramente a la izquierda. Me miró a
los ojos.
Y era mi tía. Lo supe antes de que abriese la boca. Lo supe incluso
cuando sonó la alarma antibombardeos en el instituto y cuando escuché
aquel ridículo mensaje por los altavoces. Lo supe incluso al ver su inmensa
sombra alejarse sobrevolando el cielo sin que yo pudiese llegar a verla.
Supe que había sido quien había habitado los sueños de mi hermana. Quién
iba a ser si no.
Me aclaré la garganta. La dragona asintió. Dejó caer el bolso sobre la
hierba. Se llevó las garras al corazón.
—Alex —comenzó. Se le quebró la voz. Sus ojos gigantescos se
llenaron de lágrimas.
No sabía que las dragonas podían hablar. No sabía que recordaban
quiénes habían sido. No sabía que llevaban bolso y reconocían a los
miembros de su familia ni que podían llorar. Apreté los dientes, sentí que se
me calentaban las mejillas. Si todo eso era cierto, ¿dónde se había metido
todos estos años?
—Alex —dijo mi tía Marla, enjugándose las lágrimas. Me ofreció un
intento de sonrisa llena de dientes afilados—. Cielo, soy yo.
Se me nubló la mente.
—Llegas tarde —dije, y ahogué un grito.
No había anticipado esas palabras, ni siquiera era consciente de pensar ni
de sentir eso. Noté que empezaba a temblar y que me atacaba la sensación
punzante de estar aguantándome las ganas de verter lágrimas de duelo, de
pérdida, de frustración. Se me nubló la vista. La rabia me calentaba hasta
los huesos.
—¿Tu madre? —titubeó. Sus grandes ojos de dragona estaban medio
cerrados. Entrelazó las garras a modo de plegaria.
—Muerta —siseé entre dientes.
La dragona hundió la cara entre las zarpas y se presionó el cráneo con
ellas. Comenzó a sollozar. Sus lágrimas explotaban en nubes de vapor en
cuanto tocaban el suelo. Con cada espasmo del llanto, la tierra vibraba.
—¿Cuándo? —preguntó sin levantar la vista.
—Hace mucho —casi escupí—. Se cumplen tres años en junio.
—Debería haberlo imaginado —gimoteó la dragona—. Debería haberlo
percibido.
—Pues sí —dije, mi voz era alambre de espino y veneno.
Si aquella dragona esperaba recibir compasión, no estaba llorando ante
la adolescente apropiada. Me agaché junto a la acera, donde había un
sendero de gravilla, y cogí una piedra de un tamaño considerable. Se la
lancé a la panza. Rebotó. Ella no pareció darse ni cuenta.
—¡Nos abandonaste! —le grité—. Dejaste a mi madre sola. Nos dejaste
a todas a nuestra suerte. Y ¿para qué? —Se me quebró la voz y no me cabía
duda de que los vecinos nos estaban escuchando, pero decidí no
preocuparme por eso.
—Debería haber venido con nosotras. —Las lágrimas dragontinas de mi
tía seguían fluyendo, calderadas de agua hirviente que caían desde sus ojos
alargados hasta el camino de entrada. El vapor nublaba el jardín,
componiendo una nube espesa y blanca que nos daba un mínimo de
intimidad—. De ese modo, quizá pudiera haber sobrevivido. Cuando vi que
Beatrice y tú estabais solas en el apartamento, esperaba que... bueno.
Esperaba que nos hubiera seguido en algún otro momento.
—Ella jamás nos habría abandonado. Nunca. Ni en un millón de vidas.
Nos quería y se preocupaba por las dos. Se aferró a cada minuto de cada
día. Fue más madre para mi hermana que tú. Fue la única madre a la que
Beatrice consideró como tal.
Mi tía cambió de postura, se alzó sobre las patas traseras e irguió la
columna vertebral hacia el cielo. El envés de sus alas era rojo. Sus dientes
afilados brillaban como el oro.
—Eso no es cierto —afirmó. Sus largos ojos me miraron de cerca. Sentí
como si estuvieran examinando mi interior—. Tú también has sido su
madre. La huelo en ti. La has abrazado y la has alimentado y la has querido.
Le has enseñado a diferenciar lo que está bien de lo que está mal. Le has
lavado las manos y le has leído cuentos. ¿O no? Es tuya, y tú eres suya.
—Beatrice es mi hermana —dije automáticamente.
—Pamplinas —soltó mi tía—. No serás su madre. Pero eres su madre.
Es un hecho.
Se oían sirenas acercándose. Miré hacia atrás y vi un par de ojos
asomando por el borde de una cortina en casa de uno de los vecinos.
Intentaba ver a través de la nube de vapor. La señora Knightly, si mal no
recuerdo. Nunca me cayó bien.
—Me tengo que marchar volando —dijo mi tía—. Volveré. Dile a
Beatrice que vendré pronto.
Se llevó una garra afilada a su boca insincera y me lanzó un beso. Y
luego se lanzó al cielo, causando tal terremoto en la acera que casi pierdo el
equilibrio.
—¡NO TE MOLESTES! —grité—. NO TE NECESITAMOS. NO
QUEREMOS VERTE LA CARA. ESTAMOS PERFECTAMENTE BIEN
SOLAS.
—¡YA VEREMOS! —gritó de vuelta mi tía mientras sobrevolaba las
copas de los árboles. Sus escamas refulgían y titilaban y brillaban. Y luego
desapareció.

Me quedé sentada en los escalones de la entrada de casa de mi padre


durante un buen rato. Llamé a la puerta y al timbre. No hubo respuesta. Las
cortinas estaban echadas. Y la casa parecía... estéril. O más bien en estasis.
Era como si no respirase. No había juguetes en el jardín. Ni dibujos pegados
a las ventanas. Nada daba a entender que en ella viviesen niños.
No es que me apeteciera hablar con mi madrastra. Pero sí que quería
hablar con alguien.
Al otro lado de la calle, la señora Knightly seguía fisgoneando entre las
cortinas. Era la que siempre se chivaba cuando llevaba los calcetines por
debajo de las rodillas o cuando me veía sonarme la nariz con la mano o
cuando me veía empujar a algún niño del barrio que se metía con Beatrice.
No tenía claro qué opinión le merecerían las dragonas, pero sí sabía lo que
pensaba de mí. Le habría faltado tiempo para llamar a mi padre a la oficina.
Seguro que estaba a punto de llegar.
Tardó diez minutos.
Se quedó parado en el camino de entrada y dejó caer el maletín al suelo.
No lo había visto desde que nos habíamos mudado al apartamento.
Parecía..., era complicado de describir. Era como un dibujo a medio borrar.
Las líneas de su cuerpo estaban emborronadas y difusas. Casi no le quedaba
pelo; ¿había tenido indicios de alopecia antes? No lo recordaba. Su cara era
gris.
—Alexandra —dijo. Su voz también se estaba disipando.
—Alex —lo corregí—. ¿Sabías que...?
—¿Cuándo te percataste de que era ella?
—Hace nada. Se sentó aquí mismo. —Señalé la silla rota—. Vi algo
sobrevolando las casas y lo seguí hasta aquí.
Frunció el ceño.
—No debes de haber visto el periódico. Difundieron una fotografía. De
Marla. Hace una semana. Al día siguiente se retractaron y publicaron una
disculpa. Lo tildaron de bulo, lo que, claramente, no tenía ningún sentido.
Yo la reconocí al momento. No sé cómo. La foto estaba borrosa y tomada
desde lejos, pero era ella. —Su mirada se dirigió a los restos de la silla rota
y al cráter de hierba esponjosa en medio de la nieve derretida—. Así que ha
venido por aquí. —Asentí. Él me devolvió el gesto—. Tiene sentido. Le
gustaba más esta que su propia casa, que era mucho más triste.
Nos quedamos en silencio durante un minuto eterno. Su barbilla se
hundió en su cuello. Tenía los labios secos. Lo recordaba mucho más
grande. ¿Había encogido? Incluso sus hombros no parecían ser capaces de
sostener el peso de su arrugada camisa. Se aclaró la garganta.
—¿Quieres pasar?
No respondí, pero me levanté. Abrió la puerta y me invitó a entrar.
Era un desastre. Mucho peor que cuando estuve allí en octubre. Había
polvo en todas las superficies, y la mugre asomaba en cada rincón. El
ambiente estaba cargado y olía a humedad, y había que sacar la basura. La
mayor parte de los muebles había desaparecido. Las paredes estaban casi
desnudas, y clavos vacíos y rectángulos polvorientos marcaban el lugar
donde había habido un cuadro.
—¿Y tu nueva mujer? —pregunté.
—Se ha largado —respondió—. Y los niños también. Viven en casa de
su madre. Es lo mejor.
—Ya veo —dije.
No pregunté cuánto hacía de eso. Podría habernos dicho que
regresásemos a casa, pero no lo hizo. En cambio, pagaba dos viviendas, y
probablemente también mantuviera a su exmujer. Intenté que no me
afectase. Tomé una buena bocanada de aire y compuse la cara. No me iba a
ver disgustada.
—¿Una cerveza? —me ofreció, como si yo fuese un hombre.
Palidecí.
—No bebo, papá —respondí.
—Mejor —dijo—. Yo me tomaré algo más fuerte.
Me hizo un gesto para indicarme que me sentase a la mesa —que estaba
pegajosa y cubierta de trozos de papel— y regresó con un buen vaso de
whisky y nada para mí. Había telarañas en las esquinas. A las ventanas no
les cabía más mugre. Algunos maridos habían sido devorados en la
Dragonización Masiva. Otros, como mi padre, simplemente languidecieron.
Dirigí la mirada hacia la puerta.
—¿Has pensado en lo del puesto de trabajo que te mencioné? —dijo
mientras se metía la mano en el bolsillo para sacar la cajetilla de tabaco.
—Ya te lo he dicho, papá. Voy a ir a la universidad.
Su risa sonó como el rebuzno de un burro.
—¿Con qué dinero? —preguntó, al tiempo que exhalaba la primera
bocanada de humo.
—Ya me las apañaré. —Me crucé de brazos y apoyé la espalda contra la
silla—. De todos modos, eso no es de lo que hemos venido a hablar. Mi tía
ha vuelto. Y es una dragona.
—¡Alexandra! —Mi padre alzó las manos y desvió la mirada; de repente
parecía avergonzado de mirarme a los ojos—. Ese asunto no me incumbe.
—Se puso de color escarlata.
—Claro que sí —insistí—. Te guste o no, eres el padre legal de Beatrice.
Y el mío también, obviamente. Y esa dragona no parece tener intenciones
de marcharse. Ha dicho que volverá. ¿No te molesta? ¿Y si nos hace daño?
¿O algo peor?
No explicité lo que quería decir con «algo peor». Recordé los dibujos de
Beatrice. Dragonas por todas partes. Mi padre no se inmutaría si mi
hermana... cambiase. Si alzase el vuelo y jamás regresara. Pero a mí se me
hundiría el mundo. Cerré los ojos un instante, intentando con todas mis
fuerzas no llorar.
—Bueno, me pondría triste, claro. —Tomó otro trago de whisky—. Eres,
ya sabes. Importante. —Otro sorbo—. No me creerás, pero os tengo cariño,
Alexandra. A ti y a tu..., eeeh, Beatrice. —Posó el vaso. No me miró.
Nos quedamos allí sentados durante un buen rato, sin decir nada. Puse
los ojos en blanco.
—Bueno, papá, ha sido muy divertido charlar contigo. Tal vez
podríamos volver a vernos dentro de unos años.
Me levanté. Él puso su mano sobre la mía. Giró el cuerpo y reposó la
frente en la palma de la otra mano. Tardé un rato en darme cuenta de que
estaba llorando.
—Se fue la hermana que no debía —dijo al fin, enjugándose los ojos—.
Tendría que haber sido tu madre. Se lo dije y todo. Ese mismo día. Sabía
que iba a suceder, y yo también. Lo sentía. Ambos sabíamos que era
cuestión de tiempo que reapareciese el cáncer y si se hubiese transformado,
quizá lo habría podido evitar. Le aconsejé que le dijese a Marla que hiciese
lo correcto, que se comportase como una adulta y resistiese la tentación
pueril de salir huyendo. O volando, en este caso. Tendría que haberse
quedado. Marla podría haberos criado a ti y mi Bertha... —Se quedó sin
aliento—. Podría haber... —Negó con la cabeza—. Bueno, lo más probable
es que me hubiese puesto de patitas en la calle, pero al menos sabría que
ella había sobrevivido. Incluso si ambas hubieran..., ya sabes...,
desaparecido, me habría parecido mejor. Habría buscado una familia como
es debido para que os criase a Beatrice y a ti. En cambio, nos pasamos
varios años esperando el retorno de la enfermedad. Viéndola morir
centímetro a centímetro. Sabía que no se me daría bien esto. Sabía que no
sería capaz de soportarlo. Es todo culpa suya. —Se terminó el vaso.
Me giré para mirar el desastre de casa. El resplandor había desaparecido.
Cuando era niña, todas las superficies sin excepción relucían. Ahora todo
era polvo.
—Me tengo que ir, papá.
—Espera.
Se puso en pie y se dirigió al sótano. Regresó con una caja de madera del
tamaño de una hogaza de pan. Tenía enredaderas y flores talladas en los
bordes. Me la puso en las manos. No era capaz de mirarme a los ojos.
—Era de tu madre. No la guardé con el resto de sus pertenencias
porque... bueno, mi mujer tiene los dedos muy largos. Todas las joyas de tu
madre se han volatilizado. Y esto, bueno, esto es especial. Hecho a mano.
Tu madre insistió en que te lo diese cuando fueses mayor. Imagino que
ahora es tan buen momento como cualquier otro.
—¿Qué es?
—Ni idea. No he sido capaz de abrirla. No estábamos... muy unidos
cuando murió. Ni mucho menos. No me pareció correcto husmear en el
interior. Dijo que era para ti. Así que aquí lo tienes.
Entonces se dio la vuelta y se metió en su cuarto. Se llevó la botella
consigo.
Esa fue la última vez que vi a mi padre. Esa misma semana, le dio un
ataque al corazón cuando estaba en la oficina y se desplomó sobre su mesa.
No llegó con vida al hospital. Dos días más tarde, su casa ardió hasta los
cimientos mientras todo el barrio dormía. Según el periódico, lo causó una
colilla lanzada por un vagabundo que pasaba por allí. «Una lección sobre
los peligros del tabaco», rezaba el editorial. Pero eso no explicaba por qué
la ventana de su dormitorio, amén de la pared que la circundaba, había sido
arrancada de la casa. La habían encontrado a la mañana siguiente apoyada
contra el roble que había al otro lado del callejón.

Yo tampoco abrí la caja. Tampoco me sentía capaz de husmear en el


interior. Tal vez mi padre y yo no fuésemos tan distintos, después de todo.
Me senté con ella en el regazo durante un buen rato, paseando los dedos
sobre el cierre. Al final, me rendí y la guardé al fondo del armario.

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31

Aquella misma noche, durante la cena, Beatrice casi dragoniza. Ante mi


mirada atónita. Sus ojos se hicieron grandes, luego anchos, luego dorados.
Pestañeó una vez y, cuando volvió a hacerlo, una membrana nictitante, una
telilla azul celeste se deslizó sobre su globo ocular. De su dedo índice brotó
una garra. La miró crecer con fascinación; después, en un estado de
asombro, alzó la vista al cielo y se llevó la mano al esternón muy despacio.
Dejé caer la sartén en la que estaba preparando la cena al suelo.
—¡Beatrice! —dije en un grito ahogado.
—Ha llegado el día —susurró. Cara dorada. Lengua brillante.
Salté por encima de la mesa y la tomé en brazos. Emitía tal calor que me
salieron ampollas en la piel. No me importó. Me agarré a ella como si me
fuese la vida en ello. Me ardían las manos. Y los brazos. El cuello. La
mejilla. Y, ay, mi corazón. Todo ardía.
—¡Para! —le supliqué—. ¡Beatrice, por favor, para! —La abracé con
fuerza. Mis brazos la apretaban con tanta fuerza que daban la vuelta a su
cuerpecito y abrazaban también el mío—. Mamá estaba sola y, ay, Dios, por
favor, no me dejes sola a mí también. Eres una niña, eres una niña pequeña,
eres mi niña pequeña. No te vayas. —Se me quebró la voz. Comencé a
sollozar. La apretaba tanto que apenas la dejaba respirar—. Por favor,
Beatrice. No podría soportarlo.
Mis lágrimas cayeron sobre su cuello y se convirtieron en vapor de
inmediato.
Beatrice se estremeció entre mis brazos y suspiró. Y luego, bastante
rápido, se enfrió. Parecía extenuada. Su cabeza reposaba sobre el hueco de
mi codo, como si fuera un bebé. Parpadeó. Y otra vez. Luego me miró con
sus ojos de niña pequeña, grandes y marrones, no dorados. Ahora estaban
inyectados en sangre, o bien por la transformación o bien por el llanto, no lo
sabía seguro. No la solté.
Frunció el ceño.
—Pero. —Se detuvo, ligeramente desorientada.
Se pasó la lengua por los labios. Miró al techo. Sus pensamientos, era
obvio, se movían muy despacio, como si estuviese vadeando aguas muy
profundas. Le empezaron a caer lágrimas por las sienes que formaron
charcos en sus orejas. Tomó una bocanada de aire, interrumpida por la
tristeza al darse cuenta de lo que había pasado.
—Pero ¿por qué? —dijo al fin.
Me derrumbé en el suelo y la arrastré hacia mi regazo. Le acaricié el
cabello. Le besé las mejillas. Aún estaban calientes, pero no quemaban. La
comida se enfriaba en el suelo. En algún otro apartamento, la radio
zumbaba sin cesar. Abracé a Beatrice con fuerza, mi cuerpo se balanceaba
adelante y atrás.
—¿Quieres que te cuente un cuento? —le pregunté. No respondió, pero
me dio igual. Cerré los ojos, no me atrevía a sostenerle la mirada. ¿Sabía
que debía avergonzarme por cómo había actuado? Creo que, en el fondo,
probablemente sí—. Había una vez —dije— dos hermanas. Ambas eran
buenas. Ambas eran malas. Tenían la mitad de cada. Se cuidaban la una a la
otra, se esforzaban, y las dos lo hacían lo mejor que podían, lo que a
menudo era suficiente. Se querían muchísimo. Un día, escucharon la
llamada de las dragonas. «Venid con nosotras —dijeron—. Venid a jugar.
Uníos a nosotras.» Las dragonas las llamaron sin descanso, no se callaban
ni un minuto. Una de las hermanas respondió a la llamada. Se quitó la piel.
Salió de su vida. Dragonizó. La otra no. Tenía trabajo por hacer y gente a la
que cuidar y cosas que aprender. Adoraba el mundo y todo lo que en él
había y no quería dejar su vida. Se quedó tal como era, pero añoraba a su
hermana cada día más. Sentía una tristeza tan intensa que un día fue incapaz
de soportarlo más. Se le partió el corazón por la mitad y se murió de pena.
Fin.
Beatrice levantó la vista, me miró a los ojos y me sostuvo la mirada un
buen rato. Se limpió la nariz con el dorso de la mano.
—¿Te lo contó mamá? —dijo con la voz medio entrecortada.
—No —contesté—. Lo descubrí yo misma. Me llevó mucho tiempo
comprenderlo. —La miré. Tomé sus manos y le besé los nudillos—. Pero
ahora lo entiendo. Sé lo que perdió mamá. Comprendo lo que sacrificó por
su familia. Nada de dragonizar. Por favor. Beatrice, si dragonizas, será el fin
de nosotras. Si dragonizas, te irás y puede que me olvides y yo me quedaré
sola. No sé cómo estar sola. No me dejes, Beatrice, prométemelo.
—Pero ¿y si...?
—Prométemelo —enfaticé.
Me miró. Las comisuras de su boca temblaron hacia abajo a pesar de que
intentaba mantener una expresión neutra.
—Pero —se detuvo. Sus labios se estremecieron. Me puso la mano en la
mejilla—. Pero ¿y si no has contado bien el cuento? ¿Y si lo que hizo que la
niña muriese de pena fue precisamente no haber dragonizado? A lo mejor,
si la hermana dragona se hubiese quedado, también se habría muerto. Quizá
hubiesen muerto las dos de pena.
«¿Qué habría pasado si mi madre hubiese dragonizado? ¿Qué habría
pasado si hubiese seguido a su hermana? ¿Se habría muerto?» Me obligué a
dejar de pensar en eso. No me hacía ningún bien. Le lancé una mirada
severa a Beatrice. Me puse en pie y la aupé sobre mi cadera, a pesar de que
ya era demasiado grande. La llevé al fregadero para que se lavase las manos
y la cara.
—Creo que no has prestado atención al relato.
—A lo mejor la que no ha prestado atención has sido tú.
—Hora de acostarse —zanjé.
En realidad aún era pronto. No eran ni las seis. El cielo estaba claro.
Había niños jugando en la calle. Beatrice fue al baño a cepillarse los
dientes. A los veinte minutos ya se había dormido. Según parecía,
dragonizar agota. O casi dragonizar. O dragonizar y desdragonizar. No lo
tenía claro. Me senté junto a ella y le puse la mano en la frente. Estaba
profundamente dormida, respiraba despacio y tranquilamente, pero aún
estaba caliente. ¿Tendría fiebre? ¿Un virus poscasidragonización? ¿Qué le
pasaba a una persona que casi dragonizaba pero al final no? No tenía ni
idea. Me dirigí a la única fuente que conocía sobre el tema. Me subí a la
encimera de la cocina y metí la mano en el hueco que había entre el
aparador y el techo. Saqué la bolsa donde había escondido el fajo de tesoros
de mi tía Marla.
Dejé las cartas y las fotografías de lado y me centré en el folleto titulado
«Datos básicos sobre las dragonas: una explicación médica». Había pasado
mucho tiempo desde la última vez que lo había ojeado. Pero ahora lo estaba
contemplando fijamente. Bajo «Investigación y redacción a cargo de un
médico que desea mantener el anonimato» mi tía había escrito: «También
conocido como el doctor Henry Gantz. A mí no me la cuelas, vejestorio».
Lo posé y me llevé las manos a la cabeza.
El anciano al que había visto junto al río. Creía que estaba observando
una vaca. ¿Por qué iba nadie a tomar tantos apuntes sobre una vaca que se
había quedado atrapada en un humedal? Y luego había considerado que
estaba contemplando a un ave. «Ay, Dios —pensé—. Qué tonta he sido.»
Si hubiera tenido el número de teléfono de la señora Gyzinska, la habría
llamado de inmediato. Pero no lo tenía. Había una cosa que me había
quedado clarísima: necesitaba ir a la biblioteca cuanto antes.
Esa misma tarde, justo después de que se pusiera el sol, cuando el cielo aún
estaba bañado de púrpura y dorado y resplandores de luz rosada, mi tía se
presentó en el exterior de nuestro apartamento. Esperó en la acera, usando
una maceta de hormigón a modo de taburete. La miré desde mi ventana,
pero no levantó la vista. En cambio, sacó su labor de punto del bolso y
empezó a tejer lo que parecía un jersey. Las agujas bailaban velozmente
entre sus garras.
Salí al exterior. Todos los vecinos de mi bloque de viviendas corrían en
dirección opuesta, desde sus coches hacia los portales. Todo el mundo
escapaba. Lo más probable era que se apresurasen a llamar a la policía.
Había una dragona en la acera, al fin y al cabo. A Marla no parecía
preocuparle. Miré hacia el fondo de la calle y ahogué un grito. Había otra
debajo de un arce deshojado, mirando melancólicamente una ventana de
uno de los pisos superiores, con el cuello desplegado y emitiendo un
balanceo gracioso; la cabeza le oscilaba de arriba abajo. Tenía las patas
sobre el corazón.
«¿Cuántas habrá?»
La tía Marla no levantó la vista, tenía los ojos centrados en su labor. Me
aclaré la garganta. Aun así, siguió sin mirar hacia arriba.
—¿Qué has hecho? —pregunté con una voz tremendamente rasposa.
Intenté componer la cara. No funcionó tan bien como antes ni por asomo.
Marla siguió tricotando.
—No sé de qué me hablas —dijo amablemente. El jersey era precioso.
El cielo también. Mi tía era tan hermosa que me creí morir. Hacía frío, pero
no me hizo falta el abrigo. El calor que emitía Marla era todo lo que
necesitaba.
Cerré los ojos e inspiré hondo a través de la nariz. Quería tirarle algo,
pero no me parecía que fuese a servir de nada. Casi pierdo a mi hermana, y
ella era la única culpable. Si pudiese convertirme en san Jorge, con su lanza
y su corcel, le atravesaría el corazón sin pensármelo dos veces.
—Beatrice es la única familia que me queda y la quiero más de lo que
puedes llegar a creer. Casi... cambia hoy. Estuvo a punto de convertirse en
una de las vuestras. Te lo vuelvo a preguntar. ¿Qué has hecho?
Miró hacia arriba. Me sostuvo la mirada. Y me lanzó una sonrisa
dragontina, toda dorada y brillante.
—Esto no funciona así, cielo. Lo que le ha pasado a Beatrice salió de
ella misma. Yo no he tenido nada que ver.
—No te creo. —Me entraron ganas de emprenderla a patadas con algo.
Mi tía inclinó la cabeza. Le refulgieron los ojos.
—Ya te lo dije. Hace mucho tiempo, cuando eras pequeña. Es magia,
simple y llanamente. Todas tenemos un poco. Nos llama, todo el tiempo,
pero a veces más intensamente. Y algunas tenemos más capacidad de
ignorarla que otras. Hace años nos llamó bastante alto, fue como un gemido
insistente que resonó por todo el país. Sonó más alto que nunca y nadie sabe
por qué. Muchas contestamos, por razones que deberían ser bastante obvias.
Miles de nosotras dimos el paso. Todas a la vez. Nos llamó y yo contesté y
no miré atrás. Tu madre podría haber... A ella también la llamó. Quizá
estuvo a punto. Es imposible saberlo. Lo único que sé es que debió haber
respondido. Pero no lo hizo. Y aquí estamos. Si Beatrice estuvo a punto de
cambiar, lo único que ha hecho es responder a la llamada que lleva
escuchando desde que nació. Incluso de bebé se lo podía ver en la cara. Esa
niña es mitad dragona desde la primera patada que me dio cuando aún
estaba dentro de mi vientre. ¿De verdad quieres interponerte en el curso de
la naturaleza? —bufó—. Buena suerte.
—Eso es ridículo —opiné.
La dragona que estaba al final de la calle comenzó a cantar. Parecía una
nana. Una ventana se abrió y un hombre sacó la cabeza.
—¡Largo de aquí! ¡Ya te lo he dicho! Te fuiste y no te necesitamos.
Márchate o llamaré a la policía.
La ventana se cerró de un golpe tan fuerte que el cristal se resquebrajó.
La dragona pareció deshincharse. Su cabeza se desmoronó entre sus zarpas
y comenzó a sollozar.
Miré a mi tía. Me crucé de brazos.
—Escúchame bien. Esta es mi familia, mis reglas, mi vida. Beatrice es
mi hermana y solo nos tenemos la una a la otra. Voy a ir a la universidad el
curso que viene, aún no sé cómo, pero Beatrice vendrá conmigo y punto
final. Te puedes volver a..., bueno, de donde hayas venido. Nos las
apañaremos perfectamente solas. —Ya mientras decía estas palabras sabía
que no eran verdad. Llevábamos dos años y medio apañándonoslas bien
solas, pero solo porque había alguien costeándonoslo. Y la verdad es que
tampoco es que nos hubiera ido tan bien.
No había respuesta acertada, pero de ninguna manera pensaba expresarle
mis dudas a una maldita dragona. Me di la vuelta y entré en el edificio
dando zancadas. Hasta que abrí la puerta no me di cuenta de que mi tía se
estaba riendo de mí. Me di la vuelta y la fulminé con la mirada.
—Ay, cielo. Cuánto te pareces a tu madre. Tienes grandes planes pero
descuidas los detalles.
Se me puso la cara al rojo vivo. ¿Cómo se atrevía?
—¿Alguna vez te has planteado cómo se pagó tu madre los estudios? O,
más bien, ¿quién se los pagó?
La dragona comenzó a enrollar la lana que no había tejido y se guardó de
nuevo las agujas y el jersey en su voluminoso bolso.
Traté de hablar, pero no me salían las palabras. Claro que lo sabía. Pero
eso no era importante. Yo era casi una adulta, o al menos así me sentía, pero
cuanto más tiempo pasaba junto a mi tía, más niña me sentía. Y cuanto más
lo percibía, más me enfurecía, y más pueril me volvía.
Marla inclinó la cabeza y se llevó las manos al corazón.
—Era mi hermana pequeña, al fin y al cabo. —Le brillaron los ojos—.
No había nada en el mundo que no estuviera dispuesta a hacer por ella, nada
que no estuviese dispuesta a sacrificar. Dejé el trabajo que adoraba, y lo
hice encantada. —Negó con la cabeza y suspiró. Abrió su bolso y rebuscó
hasta que dio con un pañuelo (en realidad era una bufanda doblada en forma
de pañuelo) y se enjugó los ojos. Luego sacó un lápiz de labios y un espejo
del bolsillo exterior del bolso y se comenzó a acicalar. Me lanzó una mirada
dura—. Llevo demasiado tiempo fuera. He desatendido mis deberes. Me
acabo de dar cuenta. —Hizo una pausa y me sostuvo la mirada durante un
buen rato—. Sé que te cuesta aceptarlo, Alex, pero somos familia y me
necesitas. Hace mucho que me necesitas. Y ahora he vuelto.
«Ridículo —pensé—. No, gracias.» ¿Qué clase de ayuda podría
ofrecerme una dragona? ¿Prenderle fuego a mi futuro? ¿Llevar y traer a
Beatrice del colegio volando? Hasta donde yo sabía, su única intención era
abandonarme de nuevo. No tenía espacio en mi vida para dragonas.
—No quiero...
Estaba a punto de decirle que no quería nada de ella, pero varios coches
patrulla y camiones de bomberos aparecieron a toda velocidad por la
esquina y se aproximaron a nosotras. Mi tía miró hacia la otra dragona y la
llamó.
—Clara, cielo —dijo—. No podemos quedarnos aquí eternamente.
Aceptarte o no es decisión suya, tú no puedes forzarlo. —Se volvió hacia
mí, se deslizó la correa del bolso por el brazo y lo aferró con el codo—.
Volveremos mañana.
—No te molestes —respondí, pero mi voz se perdió en el gran flusss de
alas y calor y viento.
Se alzaron hacia el cielo con gran velocidad, a pesar de sus voluminosos
cuerpos. Hicieron temblar la tierra y agrietaron la acera al despegar. Ya en
el aire, mi tía volaba cerca de la otra dragona. Llevaban los cuellos estirados
y las cabezas giradas la una hacia la de la otra, con las mejillas pegadas. Sus
garras afiladas estaban entrelazadas con una ternura que no había creído
posible.
Los camiones de bomberos y los coches patrulla frenaron en seco y sus
ocupantes se apearon. Las dragonas volaron deprisa sobre los edificios
bajos y los árboles vacíos, deslizándose hacia las nubes, brillando con los
vistosos colores del anochecer. Eran —ay, Dios— muy hermosas. Me
estremecí sin querer. Y luego, en el intervalo entre una inspiración y su
subsecuente espiración, desaparecieron. Ocultas por las nubes, quizá. O por
algún tipo de magia. Era complicado saber lo que pasaba cuando se trataba
de dragonas. Estoy segura de que emití un sonido —un ligero grito ahogado
o un suspiro lastimero— porque uno de los policías se giró para mirarme.
Sus ojos estaban enrojecidos y sus mejillas, húmedas, pero su expresión era
dura.
—Aquí no hay nada que ver —dijo.
—¿Qué? —dije yo.
—Que se vaya. —Su voz era fría, y rígida.
Entré en el edificio.

Al día siguiente, le robé el periódico al señor Watt y lo leí en el baño de las


chicas del instituto. No se mencionaba a las dragonas. Había un artículo en
el que se hablaba de que varias patrullas de policía habían sido llamadas
para investigar un «disturbio sospechoso», pero nada más. Supongo que no
me sorprendió. No era de buen gusto tocar ese tema.

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Queridos colegas:
En primer lugar quiero agradecer a nuestra apreciada bibliotecaria
el favor de haberos entregado esta carta. Ya ha pasado un tiempo desde
mi expulsión del Instituto Nacional de Salud, y desde mi caída en
desgracia propiciada por las acciones del Comité de Actividades
Antiamericanas del Congreso. Perdí mi título universitario, mi licencia
médica y mi laboratorio, pero mantuve mi alma, mis valores y mi temple,
y protegí los nombres y la labor de mis colegas y amigos del equipo de
investigación. Este será, por encima de cualquier otro, mi mayor logro.
Dentro de este paquete se encuentra la totalidad de mis
investigaciones, llevadas a cabo durante mi, digamos, prolongado
periodo sabático. Me he vuelto menos ortodoxo en los procedimientos y
más valiente y abierto de mente en la recolección de datos. Durante mis
viajes, me han invitado en varias ocasiones a conocer y examinar a
miembros de comunas dragontinas, donde también se me permitió llevar
a cabo extensas entrevistas (en efecto, el habla, la capacidad mental y la
memoria resultan completamente intactas, a pesar de lo que habíamos
considerado en un principio), exámenes médicos completos (con análisis
de sangre, de tejidos, temperatura basal —nos harán falta termómetros
más potentes—, mapas dentales, test neurológicos básicos y un análisis
exhaustivo de las funciones cardíacas y pulmonares), y eso sin
mencionar los apuntes acerca de las estructuras sociales y emocionales
de la subcultura dragontina. Tuve la gran suerte de presenciar dieciséis
dragonizaciones, cinco de las cuales habían sido planeadas de
antemano por una persona capaz de presentir el cambio, lo cual me
permitió recabar gran cantidad de datos. (Se incluyen fotografías; los
negativos están guardados en la caja fuerte de la biblioteca. Ya sabéis la
que os digo.)
Con todo, he entrevistado a más de mil dragonas, por todo el
mundo, y os aseguro que la mayoría de nuestras hipótesis iniciales eran
erróneas. Estas son, por supuesto, noticias muy emocionantes. No existe
un momento de mayor relevancia para un científico que en el que se le
refutan las teorías, o el hecho de estar vivo en un momento en el que el
canon científico da un vuelco total. Entonces, el investigador se da
cuenta de que el mundo es mucho más interesante incluso que el día
anterior. Os aseguro, por ejemplo, que la dragonización no tiene nada
que ver con la maternidad —menos de la mitad de las dragonas a las
que entrevisté tenían hijos—. Tampoco está relacionado con la
menstruación —232 dragonas eran menopáusicas, 109 habían sufrido
histerectomías y 74 eran mujeres por elección, y por el anhelo de su
corazón; a pesar de que no se les hubiese asignado ese género al nacer,
eran tan mujeres como las demás y habían dragonizado, lo mismo que
sus hermanas—. «Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que
todas las que pueda soñar tu filosofía», nos dice Shakespeare, y yo opino
que tiene toda la razón. Amigos, he sido testigo de las cosas más
maravillosamente extrañas, y certifico que hay cosas aún más
maravillosas por venir.
Estamos en las vísperas, creo yo, de otra transformación a gran
escala. No sé deciros cuándo sucederá, pero confío en que lo hará. He
trabajado con las miembros de las comunas dragontinas para intentar
transmitirles el daño que causó —a sus hogares, a sus familias, incluso
al alma de nuestro país— no tanto su transformación como su
desaparición. El daño que causaron las mentiras que la nación se contó
a sí misma en su ausencia. Sostengo que no es la pérdida lo que hirió a
nuestra cultura, sino la presión por ignorarla. La presión por olvidar.
Entonces, yo me pregunto, ¿qué pasaría si no se nos hubiese permitido
olvidar? ¿Qué pasaría si la existencia de sus parientes dragonizadas
fuese imposible de ignorar?
Por favor, amigos, leed mis apuntes. Analizad mis descubrimientos.
Criticad lo que veáis oportuno. Decidme dónde me he equivocado. Pero
tomadlo en serio. Y preparaos. Vuestros pacientes os necesitarán. Así
como vuestras comunidades, vuestro país, y el mundo entero. Todo está a
punto de cambiar.
Gracias por vuestro trabajo.

Henry Gantz

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32

Después de aquel incidente, la cantidad de dragonas que visitaban mi


pueblo aumentó. Casi cada día, alguien conocía a alguien que había visto
algo. La gente susurraba y murmuraba. Los rumores comenzaron a correr.
Una dragona color esmeralda con pestañas largas y rosas y una cola con
púas afiladas aparecía cada día a las dos de la tarde en el patio de una
residencia de ancianos. A veces estiraba el cuello para mirar a través de una
ventana en particular, pero la mayor parte del tiempo simplemente se
sentaba a esperar. Nadie sabía por qué.
Una dragona de color rubí comenzó a sentarse junto a la ventana de un
aula en la que se impartía un curso de Historia de la Novela, en la
universidad popular. El profesor trató de ahuyentarla, pero al ver que no
servía de nada, le dio una pila de libros, la informó de la fecha de entrega
del siguiente trabajo y le dijo que no aceptaba gandules en su clase. La
dragona se puso manos a la obra de inmediato.
Otra dragona, cuyas escamas tenían el color y el aroma de un melocotón
en su justo punto de maduración, se empeñó en encontrar un lugar donde
sentarse cómodamente justo al lado de la ventana de la sala de maternidad
del hospital. Ni siquiera miraba hacia dentro. Solo se quedaba allí sentada,
con la mejilla apoyada contra el edificio, y cantaba. Seguramente hubieran
intentado espantarla, pero su canción era tan relajante para los recién
nacidos que las enfermeras insistieron en que se quedara donde estaba. Los
bebés que escuchaban la nana de la dragona ganaban peso con mayor
rapidez, se enganchaban al pecho con mayor vigor y estaban más contentos
y plácidos en general, lo que mejoraba considerablemente las condiciones
de trabajo. Esa... cosa, insistían las enfermeras (no se atrevían a pronunciar
la palabra «dragona»), se quedaría allí. Y punto.
Ninguno de estos incidentes apareció en la prensa. Ninguna emisora de
radio ni de televisión trató de cubrir estas historias. Criaturas gigantes
descendían sobre un pequeño pueblo de Wisconsin y a nadie le parecía
digno de incluirlo entre las noticias. Al fin y al cabo, se trataba de dragonas.
La gente se sonrojaba solo de pensar en ellas.
Y no solo pasaba en mi pueblo. Estaba sucediendo por todo el país.
Debido a la falta de cobertura mediática (que no estaba impuesta por
ninguna agencia ni ley, sino ardientemente acatada por los propios
periodistas, o sus editores o los propietarios de las empresas), no existe
ninguna prueba fehaciente de lo que se llegó a conocer como el Gran
Retorno, aparte de alguna que otra investigación municipal y una pesquisa
del Congreso, todas aún protegidas bajo secreto de sumario. No obstante,
desde entonces, académicos e investigadores han recolectado entradas de
diario, cartas, vídeos caseros y fotografías privadas de aquellos tiempos, y
tienen miles de horas de entrevistas grabadas, de modo que han podido
crear una lista de incidentes corroborados y verificados que son
considerados veraces por la mayor parte de la comunidad. En la primera
semana del Gran Retorno, 77.2256 dragonas o bien visitaron o bien
regresaron a sus antiguos hogares.
Por ejemplo:
Al este de Los Ángeles, una chica que celebraba su fiesta de quinceañera
en el jardín trasero de la casa de sus tíos estaba a punto de cortar la tarta
cuando una dragona de color de la espuma de mar aterrizó suavemente en el
tejado de la cochera. Se paró la música. La chica dejó caer su plato. Varias
mujeres mayores gritaron a la dragona, tanto en inglés como en español,
que se marchase de inmediato. Ella no se movió. Mantuvo la vista fija en la
chica. Esta dio un paso adelante. Su tío le dijo que se metiera en la casa. La
chica lo ignoró. No podía apartar los ojos de la dragona. Tenía nata en la
mano izquierda. Se la limpió con desgana en su falda de gasa. La dragona
descendió hasta el suelo. Se quedó completamente quieta, con su precioso
cuello estirado y las garras sobre el corazón. La familia y los amigos que
allí estaban reunidos pusieron tierra de por medio. La chica rompió a llorar.
Varios testigos coinciden en que se le corrió el rímel y le moqueaba la nariz.
La dragona no dijo nada. En cambio, le hizo una reverencia a la chica y
dejó un par de zapatos de tacón muy bonitos a sus pies. Luego despegó sin
pronunciar ni una palabra.
Al sureste de Montana, dos dragonas de tamaño pequeño llegaron a un
rancho de ovejas de tamaño mediano y se pusieron a trabajar de inmediato.
Pusieron a punto las camionetas, rotaron los neumáticos y retejaron un
granero. Araron un campo para la siembra estival y dragaron el estanque. El
granjero, un anciano viudo que no era famoso por su don de gentes,
construyó un cobertizo detrás de su casa, donde las dragonas se asentaron a
partir de entonces. Según se descubrió, se les daban de perlas las ovejas.
Durante el servicio religioso en la Iglesia Misionera Baptista del Buen
Pastor, en Cullman, Alabama, dos niñas vestidas de domingo con lazos
multicolor en el pelo miraron por la ventana del lado este y ahogaron un
grito. Como era de esperar, se les ordenó guardar silencio de inmediato, y el
servicio continuó su curso durante dos horas y media. Las niñas sabían que
no debían hablar; de todas formas, la gente lo vería dentro de poco. Era
costumbre en la iglesia del Buen Pastor compartir una comida después de la
misa, y luego se estudiaban las santas escrituras y se cantaban himnos. Las
mujeres eran las encargadas de organizar estos eventos y, como se preveía
un tiempo muy agradable ese mediodía, habían decidido servir la comida
fuera. Pero cuando salieron por la puerta lateral de la iglesia, se encontraron
con la comida ya preparada y lista para ser servida en los platos de los
comensales. Una dragona estaba al lado de la mesa, llevaba tres delantales
atados unos a otros y enrollados alrededor de su amplia cintura. Aplaudió
con sus garras una sola vez. «Buenos días, hermanas —dijo vacilante—.
Me alegro de volver a veros.» Las mujeres dudaron, pero solo durante unos
momentos. Tenían que servir la comida, al fin y al cabo.
En Kansas, un grupo de tres dragonas se enteró de que un matrimonio
mayor de granjeros había sufrido una apoplejía (el marido) y una pierna
rota (la mujer), de modo que las dragonas trabajaron sin descanso (parecían
no dormir) para terminar de cosechar el trigo. La mujer, con la pierna
escayolada, se sentaba en el porche a observarlas. Tenía la piel
permanentemente quemada por el sol y una mueca de desagrado constante
en la boca. No hablaba con las dragonas. Cuando terminaron, una de ellas
se acercó a la vieja casa. Era una dragona del color del ónice con ojos de
color esmeralda. Se quedó junto al porche, con una postura excelente, con
los dedos entrelazados a modo de plegaria, como le habían enseñado, y con
el aliento atascado en la garganta. La mujer contempló a la dragona durante
mucho rato. No dijo nada. Agarró sus muletas y se tambaleó hacia el
interior. La dragona se marchó entre lágrimas.
En los Outer Banks de Carolina del Norte, un huracán que se adelantó a
la temporada destrozó un pueblo pesquero durmiente. Llegaron cuatro
dragonas provistas de herramientas y madera (nadie sabía de dónde las
habían sacado) y construyeron un refugio en muy poco tiempo. Cinco más
las siguieron y recuperaron treinta y dos barcos que se habían perdido bajo
las olas, con sus jarcias y todo. Nadie les dirigió la palabra a las dragonas
excepto un anciano caballero, que se acercó a una dragona amarilla con
púas por el lomo. La dragona se quedó muy quieta mientras el hombre se le
acercaba. Este tenía la piel oscura y una barba canosa de varios días, y sus
ojos podrían abarcar el océano entero de un solo vistazo, cosa que hacían a
menudo. Se quedó delante de la dragona durante mucho rato. Se llevó las
manos a la cara. Ella cerró los ojos. Él unió su mejilla contra la de ella.
«Bienvenida a casa, hija», le dijo.
Un grupo de dragonas llegó a un orfanato de Chicago justo cuando un
incendio originado en la cocina se salía de control. Era un edificio antiguo y
endeble con un cableado muy defectuoso y la única salida había quedado
bloqueada por escombros ardientes. Las dragonas entraron como una
brigada conquistadora y salvaron a todos los niños antes de que llegase el
primer camión de bomberos. Dos niñas y tres jóvenes monjas dragonizaron
esa misma tarde, justo cuando los vecinos llegaban con comida, mantas y
planes para alojar a los afectados. La transformación sucedió en un abrir y
cerrar de ojos; un golpe de calor y masa y luz y energía. Y luego, todas a
una, se marcharon volando.
Por todo el país se avistaron dragonas por las cunetas, en solares
abandonados o simplemente paseando por los parques. Estaban solas. O en
parejas. O en grupos pequeños. En ningún momento de mis investigaciones
me he encontrado con un grupo de más de cinco, a pesar de que existieron
rumores en aquellos tiempos de que algunos pueblos habían sido invadidos
por la población dragontina. Hubo dragonas que se ocuparon de ayudar a
los migrantes que vivían con lo justo en chabolas de hojalata en los campos
de fruta de California; otras se colaron en los antros de Queens donde se
explotaba a los trabajadores y amenazaron con quemar las fábricas durante
la noche si no se mejoraban las condiciones de trabajo de inmediato; y otras
se unieron a las marchas de Nashville y Atlanta y Birmingham,
simplemente haciendo uso de su presencia silenciosa como elemento
disuasorio para cualquiera que pretendiese buscar camorra.
Hubo dragonas que se presentaron en grupos de costura femeninos.
Y dragonas que acudieron a reuniones de sindicatos.
Y dragonas que se manifestaron con los granjeros.
Y dragonas que se unieron a comités antibélicos.
Nadie sabía qué hacer con ellas en un principio. Los periódicos no las
mencionaban. Los noticieros mantenían silencio. La gente apartaba la vista
y cambiaba de tema. Las mejillas se sonrojaban, las voces flaqueaban. La
mayor parte de la población asumió que si ignoraban a las dragonas se
acabarían marchando.
Las dragonas no se marcharon.

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33

Todavía estaba alterada por la visita inesperada de Marla, de modo que hice
algo que jamás había hecho antes: me salté las clases. Después de dejar a
Beatrice en los escalones de entrada de Saint Agnes («No dragonices en el
colegio —le advertí—. En serio»), me fui a casa y llamé a mi instituto. Puse
voz ronca y fingí un par de toses falsas para añadir realismo. «Una gripe —
le dije a la voluntaria de turno—. Debe de haber un virus rondando por
ahí.» Oí al señor Alphonse gritar de fondo y la pobre mujer parecía estar a
punto de romper a llorar. Me prometí a mí misma jamás trabajar en un
instituto.
Tomé el libro del doctor Gantz, lo metí en la mochila y me dirigí a la
biblioteca a pie. El señor Burrows estaba en el mostrador principal. Tenía la
vista fija en el gran archivador que tenía delante y negaba con la cabeza
cada vez que pasaba la página. Me miró, sonrió y dijo:
—¡Señorita Green! —Pero entonces frunció el ceño—. ¿No deberías
estar en clase?
Había hablado con el señor Burrows unas mil veces, pero me di cuenta
con sobresalto de que nunca me había fijado en él. Era un adulto más. No
obstante, cuando me acerqué a su puesto en el mostrador de préstamos, lo
observé bien. Estaba mordisqueando el lápiz mientras ojeaba un libro que
reposaba sobre su regazo, casi oculto a la vista. Lo vi negar con la cabeza y
escribir algo en la página. Era un hombre pequeño. Nervioso y amable. Era
el único hombre al que conocía que tuviese una cesta de ganchillo en su
lugar de trabajo. Creaba planos hiperbólicos, bandas de Möbius, enigmas
topográficos, unas cosas a las que llamaba snarks y representaciones
tridimensionales de objetos cuatridimensionales. Me lo había explicado
hacía tiempo, pero nunca le había hecho caso. Estaba demasiado ocupada
con el peso de mi vida como para prestarle atención a cualquier otra cosa.
Lo sorprendí cuando lo saludé, pero se recobró enseguida.
—Señor Burrows —le dije. Me quedé en silencio un momento mientras
él hacía girar el lápiz entre los dedos—. ¿Cuál es su trabajo?
Se puso pálido.
—¿Disculpa? No entiendo lo que quieres decir. Soy bibliotecario. —
Señaló débilmente las estanterías como si eso fuese explicación suficiente.
Metí la mano en mi mochila, saqué el libro del doctor Gantz y lo puse
sobre la mesa. Se lo quedó mirando. Y luego a mí. Su nuez ascendió y
descendió. Puse los codos sobre la mesa y reposé la barbilla sobre los
puños.
—Es que me ha picado la curiosidad. —Pestañeé muy despacio y lo vi
palidecer aún más—. ¿Cuál fue su otro trabajo?
Se levantó. Le temblaban un poco las manos.
—¿Sabes?, la señora Gyzinska ha vuelto de su viaje. Está abajo. Vamos
a verla, ¿te parece?
Cuando llegamos, la señora Gyzinska ya nos tenía servido el café —para
él con leche y para mí negro— y nos estaba esperando. Cómo supo que iba
a acudir a verla sigue siendo un misterio para mí hoy por hoy.
—Siéntate —dijo, y le dio un sorbo al café—. Entiendo que tienes
preguntas.
—Deduzco que no es bibliotecario, ¿verdad? —dije señalando al señor
Burrows con el pulgar. Se sonrojó—. Al menos no de formación.
—No —me respondió ella, con una expresión indulgente en la cara—. A
pesar de que tiene una predisposición impecable para el oficio. El señor
Burrows es astrofísico, y muy bueno además: elegante y cuidadoso, un
intelecto de lo más creativo y perspicaz. —El aludido se sonrojó aún más,
pero la señora Gyzinska continuó—. Lo ayudé a financiar sus estudios
posdoctorales en Princeton y fue un dinero muy bien invertido. Es experto
en las lunas de Júpiter y en su tiempo libre estudiaba el movimiento de las
dragonas en ellas y entre ellas, asunto que le granjeó la entrada en la lista
negra. Y después, por desgracia, le tomaron manía cierto número de
congresistas demasiado entusiastas y ahora está un poco prófugo, el pobre.
Estas cosas pasan. Michael, cielo, no hace falta que estés presente si no
quieres. Gracias por acompañarla hasta aquí.
El señor Burrows salió de la estancia a toda prisa. Yo cogí mi taza de
café y me la terminé de pocos tragos. Le tendí el libro a la señora Gyzinska.
Ella me sonrió y le dio un golpecito cariñoso a la portada.
—Deberías quedártelo, sin lugar a dudas. Ya no quedan muchos. Está
lleno de datos erróneos, según se ha ido descubriendo. Henry será el
primero en admitirlo. Lo bonito de la ciencia es que no sabemos lo que no
podemos saber y no lo sabremos hasta que lo sepamos. Hace falta una
cantidad inconmensurable de humildad para estar dispuesto a equivocarse la
mayor parte del tiempo. Pero es preciso que nos permitamos equivocarnos y
que nos refuten para aumentar el conocimiento general. Es una labor ingrata
y esencial. Gracias al cielo. —Le dio otro sorbo al café, mirando con cariño
el libro del doctor Gantz.
Pues qué frustración. Lo que necesitaba yo era información, y lo que
tenía era basura. Fulminé el libro con la mirada, como si contuviese todos
esos errores a propósito, y me entraron ganas de decirle cuatro cosas al
doctor Gantz.
—¿Está aquí?
La señora Gyzinska frunció el ceño.
—Por desgracia, ciertas personas lo vieron hace un mes o así, lo
reconocieron y llamaron a la policía. Menos mal que me enteré y lo envié a
un profesor de la Facultad de Medicina de Madison. Está en su salsa, según
parece. Incluso tiene acceso a un laboratorio de verdad. Y pasa consulta en
una clínica... poco convencional. Creo que están contentos de recibir su
ayuda, al fin y al cabo, lleva metido en el asunto más años que la mayoría
de los demás. Y las cosas se están empezando a poner... interesantes por
allí.
Todo esto me sobrepasaba. Posé la frente sobre la mesa y me cubrí la
cabeza con los brazos.
—Señora Gyzinska —suspiré—. Es que no sé lo que va a pasar después.
No sé qué es lo que tengo que hacer.
—Bah, paparruchas —dijo con un gesto de la mano—. ¿Qué tonterías
dices? Vas a hacer exactamente lo mismo que llevas haciendo todo este
tiempo. Vas a cuidar de esa niña tuya y a volcarte en tu trabajo y sobresalir
en todos los aspectos en los que elijas destacar y simplemente vivirás tu
vida. Elevarás las matemáticas al grado de arte y dirigirás la ciencia como
una sinfonía, y te juro que no espero menos de ti. Habrá gente que haga lo
que le plazca y viva su vida como decida y no entiendo por qué debería
afectarte en lo más remoto. Estás disgustada porque tu tía ha vuelto,
¿verdad? —Se terminó lo que le quedaba de café.
Me levanté y la miré.
—¿Cómo lo...? —conseguí decir. Después me quedé sin palabras. No
debería haberme sorprendido tanto. Al fin y al cabo, había salido su
fotografía en el periódico.
—Y has descubierto la conexión con el doctor Gantz, claro. Siempre se
te dio bien atar cabos. Le debe una disculpa, me temo, pero ya sabes cómo
son los hombres. Son niños, básicamente. Mira, conozco a Marla desde que
era adolescente. Siempre fue más grande por dentro que por fuera. Su vida
jamás le encajó. Incluso ahora. Incluso como dragona. Eso es lo malo de
dragonizar, que no soluciona todos los problemas. El cuerpo cambia, pero la
esencia sigue siendo la misma, con sus dificultades y preocupaciones. Pero
también con su capacidad para aprender. Jamás nos quedamos atascados en
un sitio. Siempre seguimos cambiando.
Me sentí abrumada.
—Yo estoy atascada —dije—. Me siento muy atascada.
«Como con pesos en los tobillos —pensé—, y también en las muñecas.»
Me sentía como si me hubiesen clavado al suelo.
—No lo estás —dijo la señora Gyzinska con amabilidad—. Todos nos
sentimos así de vez en cuando, pero te aseguro que no lo estás de verdad.
Lo que pasa es que no estás mirando el panorama en su conjunto.
—No puedo perder a Beatrice. —Estaba llorando.
La señora Gyzinska tamborileó sobre la mesa con los nudillos, su
expresión era inescrutable.
—Pues no lo hagas —dijo, como si fuera tan fácil—. De verdad, no es
tan complicado. Podemos controlar muy pocos aspectos de la vida. Lo
único que nos queda es aceptar lo que nos venga, aprender lo que podamos
y aferrarnos a lo que más queremos. Y ya está. Al final, lo único que puedes
aspirar a controlar es a ti misma. En este preciso momento. Lo que supone
tanto un alivio como una enorme responsabilidad, ambas al mismo tiempo.
—Abrió su calendario de escritorio—. Eso me recuerda que tienes dos
exámenes esta semana. Ya que has decidido fumarte las clases, tal vez
deberías aprovechar para estudiar. Informé a tu profesor de la universidad al
principio del semestre que esperaba que fueses la primera de la clase, y odio
equivocarme. Vamos a ello, ¿vale? —Se levantó—. Tengo cosas que hacer
en el despacho. Tienes todo el material en tu casillero. —Se giró, abrió una
taquilla y sacó un enorme archivador blanco sin ninguna marca visible,
igual que el que estaba leyendo el señor Burrows—. Puedes hojear esto
también, si te ves capaz. Es una recopilación de las investigaciones más
actuales sobre dragonizaciones del doctor Gantz. Pero te lo advierto. Tengo
a Henry en la mayor estima y llevo apoyándolo casi cuarenta años. Pero se
enrolla como una persiana. —Puso los ojos en blanco.
Me dio un golpecito en la espalda al pasar a mi lado y cerró la puerta tras
de sí.
No estudié. Me pasé el día leyendo los informes del doctor Gantz.
La señora Gyzinska no me había engañado. Cómo se enrollaba.

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34

El 1 de abril me enteré de que me habían aceptado en la Universidad de


Wisconsin como estudiante de honor. Hablé con el director de Vida
Estudiantil por teléfono para preguntarle acerca de las opciones de
alojamiento, dada mi situación familiar. Me informó de que no podía vivir
con Beatrice en la residencia porque no se admitían niños, y tampoco podía
vivir en las dependencias reservadas para las parejas casadas porque yo no
lo estaba.
—Bueno —dije—, pues esto me deja en un ligero aprieto. Por
curiosidad. ¿Qué hacen los estudiantes que se encuentran en una situación
de maternidad sin matrimonio pero que pretenden seguir con sus estudios?
¿Existe un plan viable?
El director exhaló. No lo veía a través del teléfono, claro está, pero sonó
como si pusiese los ojos en blanco.
—Bueno —dijo—, yo no lo sé. Imagino que abandonarán los estudios.
Me percaté de que no tenía nada más que decirme. Le di las gracias y le
dije que ya encontraría una solución por mi cuenta.
Por suerte, unos días más tarde me enteré de que me habían concedido
una beca parcial. No sería bastante para pagarlo todo, por desgracia, de
modo que seguí buscando apartamentos, trabajos a media jornada y niñeras.
La señora Gyzinska también hizo alguna llamada en mi nombre.
—No te comprometas a nada aún —me aconsejó—. Toda institución
tiene manantiales ocultos de dinero, y me propongo hacer que al menos uno
fluya hacia ti. Permíteme hacerlo.
Eso hice. No tenía energía para ocuparme de nada que no fuese lo que
tenía delante de las narices, e incluso con eso me costaba concentrarme.
Mi tía seguía viniendo a saludar casi todos los días, y también a mirar a
Beatrice por la ventana mientras dormía. Yo no estaba lista para permitir
que se conocieran. Beatrice, como es de esperar, no recordaba a Marla. Aún
no había cumplido el año cuando... eso. Cuando todo cambió. Su única
madre era la mía. Y aun así. El recuerdo de Marla con Beatrice en brazos en
los momentos previos a su transformación, de mi tía besando cada dedito y
maravillándose con sus mejillas regordetas y con su boca dormidita y sus
rizos humedecidos por el sudor se removía en mi mente e interrumpía mis
pensamientos. Ese recuerdo no era mío, por supuesto, pero lo acarreaba de
todas formas. ¿Se le había roto el corazón a Marla cuando había dejado a
Beatrice durmiendo en la cuna? ¿Se había llevado la mano a la boca y luego
había salido corriendo de su habitación para evitar sollozar? Sí. Era lo más
probable. Sentí que mi propio corazón se rompía solo de pensar en ello.
De todas formas, aún no estaba preparada para perdonarla. No estaba
lista para que entrase en nuestras vidas. Sabía que estaba siendo cruel. Pero
era una adolescente: la crueldad era mi única moneda de cambio.
A pesar de que intentaba mantener las distancias con ella, incluso
entonces sabía que tener una dragona cerca tenía sus ventajas. Los hombres
ya no me silbaban cuando me veían montar en la bicicleta. En cambio, se
inclinaban el sombrero, eso si se atrevían siquiera a mirarme. Además,
nuestro casero se volvió mucho más agradable, y de repente no vacilaba en
limpiar un desagüe o en arreglar una fuga. No me cabía duda de que era
gracias a mi tía. Nunca se lo agradecí. No le podía dar esa satisfacción.
Estaba distraída, ansiosa y más desagradable de lo normal. Las jornadas
escolares pasaban a trancas y barrancas, como una neblina turbia.
Por extraño que parezca, la muerte de mi padre me pesaba mucho.
¿Cómo se llora a una persona a la que apenas conoces? Aparte del dinero
que me había metido en la cuenta bancaria y la renta que le había pagado al
casero, no me había dejado nada. Y a Beatrice tampoco, claro. Mi
madrastra no nos invitó al funeral. Que yo sepa, ni siquiera lo organizó. Se
limitó a mandarme los sobres con el dinero del mes —para abril, mayo,
junio, julio, agosto, cada uno con su nombre escrito— todos juntos en una
carpeta con una nota que decía: «Tu padre tenía esto sobre la mesa. No
esperes recibir nada más». Ni siquiera la firmó.
Lo único que me quedaba de mi padre era la cajita de madera. Pasaron
las semanas, pero no fui capaz de abrirla. Seguía donde la había guardado:
al fondo del armario, bajo una pila de trastos cuidadosamente colocada. No
me sentía capaz ni de mirarla.
Esa misma semana de abril empezaron a presentarse dragonas en el
instituto. A diario. Al principio solo un par. Luego una docena.
Deambulaban por el patio y tomaban el sol en el tejado. Les pedían
cigarrillos a los alumnos que tenían pinta de tener de sobra y se los fumaban
junto a la puerta de atrás. Los camiones de la basura dejaron de venir tras
una temporada —porque, en realidad, aquellas no eran condiciones para
trabajar—, pero no supuso un problema. Las dragonas se encargaban de la
limpieza y llevaban los contenedores al vertedero dos veces por semana.
También recogieron la basura del suelo, cortaron el césped y arrancaron las
malas hierbas. Incluso trajeron cubos y trapos y limpiaron todos los
cristales. Al cabo de un mes, el edificio refulgía. Nacían azafranes a ambos
lados de los caminos. Apareció un bancal labrado para plantar verduras
junto al campo de fútbol. Nadie mencionó lo que se había ahorrado el
instituto porque era de mal gusto hablar de las dragonas.
En aquel momento, las normas del instituto —según nos comunicaron
entre eufemismos en panfletos impresos a toda prisa y repartidos en las
aulas y también periódicamente radiadas por los altavoces— prohibían que
mencionásemos la infestación de dragonas que estábamos sufriendo. Bajo
ninguna circunstancia debíamos entablar conversación con ellas, ni tan
siquiera reconocer su presencia. Si una se interponía en nuestro camino, la
rodeábamos y ya estaba. No se comentaba. Las dragonas jamás se habían
mostrado amenazadoras, de modo que no había motivo para cerrar el
centro. No interrumpían las clases. Simplemente estaban allí. Las monjas
nos decían que no podía salir nada bueno de pararnos a conversar con ellas.
Al fin y al cabo, se trataba de mujeres peligrosas que habían sucumbido al
peligro.
Pero abril dio paso a mayo y yo comencé a percatarme de que había
chicas que no se limitaban a rodear a las dragonas que se interponían en su
camino. Algunas se paraban a charlar. Incluso las buscaban. Las dragonas
se dieron cuenta y comenzaron a traer mantas y cestas de pícnic.
Organizaban merendolas y grupos de conversación entre alumnas y
dragonas detrás del gimnasio y en el aparcamiento. No tengo ni idea de qué
temas trataban. No me interesaba. Me llamaron, me invitaron a acercarme,
pero preferí no escucharlas. Al fin y al cabo, me quedaban cuatro días mal
contados en aquel instituto. Me esperaban, o eso sentía, cosas mayores. Un
universo de ciencia por descubrir con una infinitud de preguntas que
plantear. Estaba hambrienta de conocimiento y dudaba que algún día fuese
a saciarme. En ese edificio ya no quedaba nada que me resultase de interés.
Por eso me sorprendió tanto que cinco días antes del baile de fin de
curso, Randall Hague me acorralase al salir de Cálculo y me preguntase si
quería ser su pareja para el baile. Su voz era vacilante e impostada, y su
sintaxis demasiado formal. Puso las manos delante del pecho, como si
estuviese sosteniendo un sombrero. Y lo más sorprendente de todo: me
sentí tan aturullada que, sin saber muy bien cómo, acabé por aceptar.
No era que me cayese mal Randall. Simplemente no tenía una opinión
sobre él, a pesar de llevar yendo juntos a clase desde parvulitos. Dudaba
incluso de ser capaz de reconocerlo entre un grupo de gente. Era uno de
esos chicos que estaban difusos entre la multitud. Pero apareció con su
balbuceante «Me-me harías el honor» y yo salí con un corto «Sí, vale, por
qué no». Y ya estaba. Me dio la mano formalmente, como si hubiésemos
cerrado un trato de negocios, y luego ambos nos dirigimos a la tercera clase
del día. Nunca había asistido a un baile escolar. Pero, según parecía, iría al
baile de graduación. No tenía claro cómo me sentía al respecto.
Beatrice, por su parte, estaba entusiasmada hasta cotas insospechables.
Saltó sobre la cama e hizo dos ruedas laterales por el apartamento, tirando
una lámpara en el proceso. El anciano que vivía debajo de nosotras aporreó
el techo con una escoba.
—Espera —dijo, pausando de pronto su exuberancia—. ¿Qué es el baile
de graduación?
—Es un baile —dije—. Y una fiesta. La gente se engalana.
—¡Deberías ir de dragona! No hay criatura más elegante —gritó
Beatrice.
—Nada de dragonas —dije sin prestarle demasiada atención. Ya era una
reacción refleja. Como recordarle que mirase a ambos lados antes de cruzar
la calle—. Además, no es una fiesta de ese tipo.
—¿De qué tipo es? —preguntó.
—Una fiesta de gala —le contesté.
—Pues vístete de gala —dijo en tono paciente, como si yo fuese
demasiado corta de entendederas para comprender una obviedad—. Una
dragona de gala.
La fulminé con la mirada y ella se encogió un poquito, lo que me hizo
sentir mal. Me senté a su lado en la cama y la tomé de las manos.
Le expliqué de qué iba el baile de graduación. Que las chicas llevan
guantes largos, tacones y vestidos que susurran al caminar, y los chicos, una
cosa que se llama esmoquin, que en realidad nadie entiende. Se quedó
decepcionada. A Beatrice le encantaban los disfraces.
—Además —añadí—, incluso aunque fuese una fiesta de disfraces, no
iría de dragona. Son una... —me corté a tiempo. Casi dije «panda de
alimañas», pero me di cuenta de que sería poco decoroso. Con insultos no
ganaría nada. Apreté los labios—. Son una distracción. De todas formas, no
importa. Lo que me hace falta es un vestido bonito.
Por suerte, tenía unos cuantos. Fui sacando los vestidos de mi madre,
uno a uno, de sus envoltorios de papel tisú y los extendí sobre la cama.
También extraje los sombreros y los zapatos de sus saquitos protectores y
los combiné para crear conjuntos. Beatrice unió las manos y ahogó un grito
de reverencia. El apartamento se había llenado de un aroma a romero. Los
vestidos estaban algo anticuados, pero aun así eran preciosos.
Me los probé todos —junto con los bolsos, zapatos y guantes a juego—
mientras Beatrice comentaba sus cualidades y defectos. Me pedía que
caminase por la estancia, que me diese la vuelta, que me pasease y que
dijese algo interesante.
—Quiero que estés guapa —me explicó—, pero también que parezcas tú
misma. Ponte ese y di algo sobre matemáticas. Nunca eres tan tú como
cuando hablas de matemáticas.
Los vestidos me servían, tenía la misma figura que mi madre, algo que
me fascinaba. Teníamos la misma forma. O la habíamos tenido, ya que su
cuerpo había sido reducido a fuego, cenizas y viento. («Los bosques
perecen, los bosques perecen y caen.») Me estremecí. ¿Me traicionaría mi
cuerpo como había hecho el suyo? ¿Dejaría atrás a aquellos a los que más
quería?
—Llevaré el rosa —le dije a Beatrice.
Era un traje de seda rosa con enaguas de tul y una cobertura de encaje
sobre la falda, hecha a mano con un patrón complejo que parecía casi como
constelaciones. Me lo probé y giré un par de veces sobre mí misma para
darle el gusto a Beatrice, que me imitó.
—El rosa es siempre la mejor opción —dijo con tono autoritario—. Es
un hecho científico.
Se fue directamente a su mesa de manualidades a dibujarme ataviada con
el vestido rosa a lomos de una dragona. Era el primer dibujo de esa temática
que dibujaba desde hacía un mes. Me molestó, pero decidí no entrar al
trapo, de modo que cuando terminó lo colgué en la puerta del frigorífico
para contentarla, a ver si así se iba a la cama a su hora. Luego, lo quité de la
nevera y estuve a punto de tirarlo a la basura.
Me detuve.
La dragona era negra y verde. Con detalles plateados por todo el cuerpo.
Era exactamente igual que Marla. ¿Cuánto era Beatrice capaz de
comprender? Tomé el dibujo y lo guardé al fondo del armario, junto a la
cajita de madera de mi madre.

Llegó la noche del baile y Randall Hague, como habíamos acordado, se


acercó a la entrada principal del edificio en el coche de su padre. Llevaba
un traje oscuro, como el que se suele usar en las entrevistas de trabajo o en
los funerales. Casi no lo reconocí, cosa que no me sorprendió. Salí a
recibirlo al exterior porque no quería que viese nuestro apartamento. No me
avergonzaba, pero nunca había invitado a entrar a nadie que no fuese una
canguro. También había entrado la señora Gyzinska, pero a ella en realidad
no la había invitado. A veces, una se acostumbra a mantener el mundo a
raya.
El vestido era de tafetán y raso y tul y susurraba cuando me movía.
Sobre los hombros me había puesto un chal de encaje, hecho a mano por mi
madre con hilos de seda; era del color del cielo. Me arreglé el pelo como lo
solía llevar mi tía y también me puse lápiz de labios rojo, como ella. No
pretendía parecerme a ella, pero tal vez sí que nos diésemos un aire. De
forma inconsciente, me percaté de que adoptaba una pose amplia. Y de que
anhelaba llevar botas militares.
No me cabía duda de que Beatrice me observaba a través de la ventana,
junto con la señora Darga, la viuda que vivía en el edificio de ladrillo que
había junto al nuestro. Me caía bien, y a Beatrice también. La cuidaba a
menudo. Tanto su hijo como su hija habían muerto en la guerra. Su hija era
enfermera y su hijo, aviador, y a ambos los había alcanzado fuego enemigo,
aunque en diferentes países. A pesar del dolor, la señora Darga era una
mujer muy alegre. Tenía la estatura y la textura de un tocón, con un gran
moño brotando de la parte trasera de la cabeza como un nudo. A menudo
traía bandejas de pierogis y golabkis y boles de sopa de repollo, y nos decía
que si no nos comíamos todo de inmediato seguro que nos moríamos de
hambre en ese mismo instante.
A través de la ventana, escuché a la señora Darga decirle a Beatrice:
—Córuchna, ese puede ser tu nuevo papá.
A lo que mi hermana respondió con una carcajada estridente y un:
—NO DIGA RIDICULECES.
Yo me sonrojé, y esperé que Randall no las hubiese escuchado.
Aparcó el coche, se dirigió a la puerta del copiloto y estaba a punto de
abrirla sin decir ni una palabra, pero recapacitó, se dio la vuelta y me miró.
No era un chico feo, sino... extremadamente fácil de olvidar. Me ofreció la
mano y yo se la estreché, otra vez. Su expresión era seria y formal.
Alargó la mano hacia mi vestido, pero recapacitó y se la metió en el
bolsillo.
—Tu vestido es muy bonito —dijo, y un ligero rubor le cubrió las
mejillas.
Su expresión se tornó en una de pánico.
—¡Ay! —exclamó—. ¡Madre! —Se dio una palmada en la frente—.
Casi se me olvida.
Se volvió a girar hacia el coche, abrió la puerta, se inclinó hacia el
interior y rebuscó durante un momento. Salió con una caja pequeña. Me la
plantó en las manos. Era un ramillete de claveles rosas con un lazo para que
me lo colocase a modo de pulsera.
—Gracias —le dije.
—Mi madre me advirtió que tenía que dártelo —explicó—. Ella misma
lo eligió.
Me hizo un gesto como para indicarme que extendiera la mano para que
me pudiese colocar el lazo.
—Ah —dije—. Bueno, pues gracias a tu madre.
—Yo la ayudé —dijo Randall Hague, más sonrojado si cabía.
Me abrió la puerta y me invitó a entrar en el coche, luego nos sentamos
en silencio mientras avanzaba lentamente por la calle. Se lo notaba tenso.
No perdía detalle de todos y cada uno de los peligros potenciales que
podían afectar al coche de su padre. De este modo, nos fuimos acercando
poco a poco al instituto.
Había varias dragonas en el tejado cuando llegamos. Nunca había visto
tantas juntas. No vi a mi tía, pero eso no quería decir que no estuviese
presente. Miré hacia arriba para intentar diferenciar sus caras a la
menguante luz del ocaso, pero las crecientes sombras me lo ponían difícil.
Las dragonas no dijeron nada. No se movieron. Solo se llevaron las manos
al corazón. Su postura era apropiada y mantenían los pies a una distancia
sensata con las rodillas ligeramente dobladas y las barbillas levemente
inclinadas hacia el cielo. Llevaban bolsos, bolsas de papel, archivadores y
lo que parecían bolsas térmicas. Una incluso llevaba una maleta anticuada.
Sus ojos estaban claros y grandes y buscaban algo.
Me estremecí. Esperé a que Randall rodease el coche y me abriese la
puerta para permitirme salir. Nunca entendí por qué esto se considera de
buena educación. Nadie le había abierto la puerta a él. Y tampoco es que
abrir puertas fuese complicado. De todas formas, esperé, con los tobillos
cruzados y las manos enguantadas entrelazadas sobre la voluminosa falda
que ni siquiera era mía. O al menos no había sido confeccionada para mí.
Ahora sí que me pertenecía, supuse. Llevaba los zapatos de mi madre. No
tenía claro si me gustaba o no. Me recoloqué el chal.
Randall abrió la puerta y me ofreció su mano. La tomé y me levanté.
Tenía la mano fría, lo noté incluso a través de los guantes. Y demasiado
húmeda. Le di un apretón para indicarle que ya podía soltarme y me agarré
las manos delante del pecho, como si estuviese rezando. No sé por qué,
pero volví a mirar hacia arriba y me percaté de que una de las dragonas me
observaba con interés. Me hizo una reverencia antes de volver la vista al
cielo.
No entendí qué me había querido decir.
Randall se dio cuenta de que yo me di cuenta y arrugó la nariz en un
gesto de desagrado.
—Buf —dijo—. ¿No les basta con molestarnos en clase que también
tienen que venir al baile? —Su voz traslucía un tono de queja al que decidí
no prestar atención.
Mi madre decía que no había nada peor que los hombres quejicas. No
podía referirse a mi padre, que apenas hablaba. Creo que hablaba en
general. Ojalá le hubiese hecho más caso.
—A mí me gusta —le dije. Me miró confuso—. Es como una guardia de
honor, ¿no? Mira qué majestuosas son. Y dignas.
De pronto me acordé de la señora Gyzinska.
—Las guardias de honor las forman hombres —puntualizó mordazmente
—. Y, además, no hay nada digno en las... —Su voz se fue apagando y se
aclaró la garganta. No era capaz de pronunciar la palabra.
—¿Dragonas? —rematé. Por imposible que pareciese, se puso más
colorado—. No entiendo por qué a la gente le cuesta tanto decir esa palabra
—dije—. Como cuando nos separan en clase para que los chicos no tengan
que oír hablar sobre la menstru...
—¡Ah! —Se tapó los oídos con las manos y pareció a punto de
desmayarse—. Por favor, cambiemos de tema.
—Vale. Entremos —propuse, caminando sin tocarlo.
Me había ofrecido el brazo, pero yo le devolví una vaga sonrisa y no lo
acepté. En cambio, aceleré el paso. Me detuve un instante y contemplé el
cielo. Uno a uno, los planetas y las estrellas más brillantes comenzaron a
aparecer. Me dolía la espalda. Una bandada de dragonas volaba en círculo
sobre el edificio, descendiendo y girando sobre el azul cada vez más oscuro.
Aún no era de noche, pero estaba a punto de llegar.

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35

El comité organizador había elegido el tema «Romance en alta mar», más


que nada para reaprovechar la decoración de la obra de teatro que se había
representado aquel año en el instituto: Los piratas de Penzance. Las
bombillas estaban recubiertas de celofán azul y había serpentinas azules que
simulaban las olas del mar a ambos lados del gimnasio. Cuatro chicas de mi
clase de Literatura habían convertido una bandera francesa, otra inglesa,
otra estadounidense y una pirata en capas y se las habían atado a los
hombros con un lazo. Cada una de ellas llevaba un sombrero pirata en la
mano, pero no se lo pusieron para no estropearse el peinado, claro.
Todo el mundo estaba muy contento. O al menos las chicas. Se movían
entre la multitud como aves, todo color y aleteos y contoneos. Sus caderas
ondulaban a cada paso, lo que hacía que sus faldas ondeasen y fluyesen
contra sus piernas mientras sus tacones bajos taconeaban deprisa contra el
suelo. Entrelazaban los brazos con sus amigas y reposaban sus hermosas
cabezas en sus hombros torneados. Se saludaban unas a otras, y también a
mí, algo que encontré fascinante. De hecho, se emocionaban al verme, y en
cada par de labios pintados se dibujaba una sonrisa. Nadie me había
sonreído de esa forma en todos mis años de escolarización. Vale, tampoco
yo lo había hecho. Las chicas de las banderas se hacían reverencias entre sí.
Se dividieron en parejas y deslizaron el brazo alrededor de la cintura de su
compañera y la tomaron de la mano y se lanzaron a bailar un breve vals.
Ahogué un grito. Tuve que apartar la mirada. Eran demasiado hermosas
para soportarlo.
Me alisé el corpiño del vestido con las manos y dejé que los dedos
acariciaran la gasa rosa. El vestido de mi madre. Me sentaba de maravilla.
Mi cuerpo se había convertido en lo que en su tiempo había sido el suyo.
Antes del primer cáncer. Y del segundo. Antes de que el cáncer lo devorase.
Antes de convertirse en ceniza y aire. Antes de salir volando.
No había dragonas en el gimnasio. Ni en ninguna otra parte del instituto.
No obstante, todos éramos conscientes de que estaban en el tejado.
Montando guardia. Todos sabíamos que descendían y giraban por el cielo,
sobre nuestras cabezas. De vez en cuando, aparecía una por alguna ventana
—un destello de color, de dientes y de escamas, y de músculos y de ojos—
y se desvanecía tan rápido como había llegado.
—Necesitas ponche —dijo Randall de repente—. Mi madre me dijo que
debía ofrecerte ponche.
No tenía sed, pero Randall ya se estaba alejando. «Qué chico tan
extraño», me dije para mis adentros, mientras me cuestionaba por qué
habría aceptado la invitación. Para cuando Randall llegó a la mesa de los
refrescos —de la que se encargaban el señor Reynolds y dos profesores de
ciencias— se había mimetizado tan bien con el resto de los chicos que
habían ido a por ponche para sus parejas que no habría sido capaz de
distinguirlo ni aunque hubiese querido. Me volví a centrar en la pista de
baile.
Sor Leonie y otras dos monjas patrullaban la zona e iban colocando la
vara de medir entre las parejas, para que los bailes guardaran un mínimo de
decoro.
—Dejad sitio al Espíritu Santo —decía sor Leonie, tanto en inglés como
en francés, para dejar claro que no estaba de broma.
Randall regresó con dos vasos de ponche y derramó un poco sobre sus
zapatos. Yo me lo fui tomando a sorbitos.
Las chicas comenzaron a aglutinarse en grupos más numerosos, dejando
a sus parejas solas a ambos lados de la pista de baile, sujetando abrigos o
bolsos y sin saber muy bien qué hacer con ellos. Algunos chicos se
quedaban de pie, cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro, otros se
dirigían hacia las sillas que había junto a la pared del fondo para descansar.
Los grupos de chicas se dirigieron hacia mí, cada uno era un caos de rojos
rubí y verdes esmeralda y dorados oscuros; las chicas eran todo purpurina y
color y luz. Sonreían mostrando los dientes. Parpadeaban aleteando las
pestañas. Bailaban en grupos de tres, luego de siete, luego de trece, una
maraña de brazos y faldas y cabello medio suelto. Las pulseras de sus
muñecas repiqueteaban. Los abalorios que llevaban al cuello titilaban de
forma encantadora sobre su refulgente piel. Los chicos se mantenían en los
costados y se tapaban los ojos con las manos para ensombrecer el brillo.
Uno a uno, comenzaron a fruncir el ceño. No comprendía por qué. «Pero
miradlas —me apetecía decirles—. Si pudieras rodearte de tanta belleza,
¿no lo harías sin dudarlo?» Jamás me lo había planteado. «Sí —pensé—, sí
que lo haría.» Me llevé la mano al corazón. Sentí que me ardía la piel. Me
palpitaba todo el cuerpo.
El grupo musical que amenizaba el baile estaba compuesto por el
profesor de Plástica, su hermano, tres chicos que se habían graduado el año
anterior tocando la trompa y una mujer mayor a la batería. No eran muy
buenos que digamos. Desafinaban y perdían el ritmo y a veces se les
olvidaba la letra. Nadie parecía percatarse.
—¡Me encanta tu vestido, Alexandra! —me gritó una chica que bailaba
en brazos de su amiga.
Eso parecía mucho más divertido que bailar con alguien como Randall:
el frufrú de las faldas y el taconeo de los zapatos. Inhalé fuerte y me llevé la
mano a la mejilla.
—¡Gracias! —le respondí—. Mis amigos me llaman Alex —añadí, a
pesar de que no era del todo cierto (no tenía amigos), pero, ¡ay!, cuánto
deseaba que lo fuera. Jamás me había sentido sola en el instituto, pero
ahora...
Una chica me sonrió, como un destello repentino de luz. Creí que las
rodillas cedían ante mi peso.
—Alex es un nombre muy bonito —comentó, y me lanzó un beso.
Ojalá hubiera sabido su nombre. Ojalá lo recordase. Jugueteé con los
nudos del encaje que había hecho mi madre. Me sentía atada al suelo, atada
a esta vida, de una forma que jamás había experimentado hasta ese
momento.
—¡Tus zapatos son perfectos! —exclamó una chica de otro grupo.
—¡Ese pasador rosa te sienta de maravilla! —Un grupo entero comenzó
a rizarse el pelo con el dedo sin pensar, como niñas pequeñas.
—¡Qué bien que hayas venido! —Otro grupo, desde el otro lado de la
pista.
La mayoría de las chicas habían abandonado a sus parejas. Se movían
juntas, enlazadas de forma inexorable, como la masa de partículas que
forma una estrella. ¿Qué provoca esos comportamientos? Resulta más
seguro formar parte de un grupo, quizá. O tal vez así es como las cosas
pequeñas forman algo de tamaño inconmensurable. O a lo mejor
simplemente preferían la compañía de su propio sexo. En realidad. ¿Por qué
no iban a hacerlo?
El aire cambió. Lo noté primero en el pelo, como una sensación seca,
cortante, parecida a la electricidad estática. No toqué nada por miedo a
electrocutarme.
Los grupos se acercaban, nos halagaban a mí y a todos los demás, y se
volvían a alejar. Giraban, se desmembraban y volvían a unirse: una danza
de atracción, acumulación, ignición y aceleración. Las chicas se
bamboleaban con los brazos entrelazados, con las mejillas reposando sobre
las de sus parejas, con el cabello devanándose en complejos nudos de amor.
Eran preciosas, y desconcertantes. Yo no formaba parte de ellas, de esa
sensación de intimidad y cercanía, en ningún modo. Nunca lo había hecho.
Mi madre tampoco tenía amigas. Tenía a su hermana y a nadie más. Yo
tenía a mi hermana y a nadie más. No tenía ni idea de por dónde empezar.
Siempre era la chica que se quedaba apartada. Una estrella solitaria en un
mar de galaxias. Siempre me había parecido bien. Ahora ya no estaba
segura.
Una dragona se detuvo ante una de las ventanas que daban al oeste.
Verde hoja. Ojos rojos como manzanas. Pestañeó. Randall se percató de que
la estaba mirando. Frunció el ceño y su boca se tornó seria.
—Más les vale no cargarse el baile —gruñó—. Es nuestra gran noche.
No sería justo.
Lo miré.
—¿Cómo van a cargarse el baile? —pregunté—. Si son solo dragonas.
Se atragantó. Volvió a sonrojarse. Pero se recompuso y decidió tirar para
adelante.
—Pues precisamente por ser... eso. —Se terminó la bebida—. Con todo
el sinsentido que las rodea. En público y todo. A la vista de todo el mundo.
No deberían permitírselo. Mi padre dice que durante la guerra no les
habrían pasado ni una a esas cosas.
Me reí bien alto.
—¿De qué hablas? ¿Cómo que «no les habrían pasado ni una»? —dije
—. ¡Si no les habría quedado más remedio!
Randall se puso más colorado aún, aunque en esta ocasión no era a causa
de la vergüenza. No le gustaba que me riese de él, eso era obvio. Endureció
la expresión.
—Bueno, pues eso. Que existen reglas y tal durante la guerra. Y honor.
Y esas cosas. Ejércitos que acatan órdenes. Con armas. —Miró por la
ventana.
—Randall Hague, esa es la tontería más grande que he oído en mi vida.
—No entendía por qué me estaba enfadando tanto, pero había algo en la
forma en la que me estaba hablando que me hacía brotar un manantial de
rabia en el pecho, caliente y brillante y enorme. Temí no ser capaz de
contenerlo—. Las balas no les hacen nada a las dragonas. Y no se trata de
«pasarles ni una». Se trata de aceptar que el mundo no es como tú creías
que era antes. Pensábamos que no existían las dragonas, y resultó que sí.
Pensábamos que jamás volverían, y aquí las tenemos. Pensar que tenemos
algo que decir al respecto es una quimera.
Randall me fulminó con la mirada.
—Qué opinión tan antipatriótica.
Solté un bufido.
—¿Ah, sí? —Le di mi vaso y me crucé de brazos. Intenté componer la
cara, pero creo que mi expresión resultó más dura y recia de lo que
pretendía. Randall se puso pálido y dio un paso hacia atrás—. Explícame
por qué. —Antes de que pudiese empezar, alcé un dedo—. Pero, por favor,
elabora una tesis clara con argumentos lógicos apoyados por ejemplos.
Ardo en deseos de escuchar tus conclusiones, y no dudo de que apreciarás
mis comentarios sin ambages.
Se estremeció. Se me ocurrió que esta debía de ser la razón por la cual
no tenía muchos amigos. Decidí que no me importara.
—Eh... —dijo Randall.
—Sin prisa. —Miré el reloj—. Esperaré.
No me hizo falta. Otro grupo de lazos y faldas y brazos esbeltos giró
cerca de mí y me agarró por los hombros.
—¡Solo chicas! —gritaron—. Vosotros observad y aprended.
Me introdujeron en la maraña de brazos y faldas y piernas envueltas en
medias, y fui absorbida por la gravedad de las chicas.
Las dragonas se colocaron en las ventanas para mirar al interior del
gimnasio. Tenían las garras sobre los cristales. Nadie parecía darse cuenta.
Yo no era capaz de apartar la mirada de ellas. Las chicas estaban demasiado
ocupadas bailando, completamente absortas por lo que estaban viviendo.
Los chicos estaban demasiado ocupados rabiando, completamente airados
por lo que estaban viviendo. Yo estaba a la vez presente y ausente,
observando y observada, allí y en todas partes, en ese momento y en otros
pasados. Una dicotomía y una paradoja. Me encontraba en todos los
momentos al tiempo. La música sonó y sonó, giraba sobre sí misma y
apretaba el nudo. Las chicas bailaban y se contoneaban, luego se cruzaban
de un lado de la pista de baile hacia el otro, como enhebradas por el roce de
sus manos. Dos chicos se pelearon junto a la mesa de los refrescos, uno
hizo sangrar por la nariz al otro y acabó siendo derribado sobre el bol de
ponche y cayendo sobre un charco pegajoso en el suelo. Nadie más miraba
a las dragonas. Yo no era capaz de dejar de hacerlo. Recordé aquel día en el
hospital, cuando murió mi madre, cuánto deseaba que mi tía apareciera por
la ventana y reventara los cristales para salvarnos; una explosión de rabia y
duelo y venganza. Una explosión de esperanza y cariño y conexión. Todo a
la vez. En aquel entonces no se presentó, y las dragonas se quedaron donde
estaban. De nuevo, me encontraba en todos los momentos a la vez, pasado,
presente y futuro preocupante, los hilos del tiempo y del espacio se
enrollaban alrededor de mi experiencia, se entrecruzaban unos con otros
para formar un nudo en el centro de mí misma, donde cada uno tocaba todo
lo demás: los lugares, los momentos, los latidos, las unidades discretas de
tiempo, los giros del hilo de mi vida. La música palpitó. Dos manos
tomaron las mías y me hicieron girar, lo que puso el mundo en un
movimiento circular. Cuando mi madre murió, no era más que una sombra
de lo que había sido: papel y polvo y aire. («Los bosques perecen, los
bosques perecen y caen.») Otra chica me pasó el brazo por la cintura y noté
el calor de su cadera contra la mía, y la tierra se deslizó bajo mis pies,
provocándome una sensación de mareo. Vi una dragona cuando tenía cuatro
años y ese mismo día aprendí a estarme callada; no se me dio ningún
contexto, ningún marco de referencia, ninguna forma de comprender mi
experiencia, y los adultos de mi vida esperaban que lo olvidase y, por eso,
casi me obligan a olvidar. Una chica pasó su mano enguantada por mi
clavícula sudorosa y la deslizó por mi brazo. Me estremecí. Mi tía estuvo a
punto de destruir su casa y huyó volando de su vida y mi prima se convirtió
en mi hermana y una parte de mi familia fue borrada para siempre. O eso
pensaba yo. Una chica me tocó la mejilla con la parte de atrás de los dedos
y me miró a la cara. Noté que la piel de la nuca se me empezaba a sonrojar.
Había galaxias en sus ojos. Había dragonas que exploraban el cosmos, y
dragonas que exploraban los mares, y dragonas que se asentaban en lo más
profundo de la selva; se habían marchado sin mirar atrás. Creíamos que no
regresarían. No debían regresar. Y aun así. Aquí estaban. La música
aumentó. La notaba en los huesos. Las bailarinas giraron. Estas chicas eran
fascinantes. Y estaban fascinadas. Se movían como un único organismo, o,
más bien, se movían con una única mente colectiva. Una colmena de chicas.
Un enjambre de mujeres. Una bandada de bailarinas. Echaban las cabezas
hacia atrás en un gesto de puro gozo. Sus cuerpos emitían ondas de placer;
el mismo que nacía del simple hecho de ser esta misma persona en este
mismo momento experimentando esta misma vida. Las mejillas se
sonrojaron. Los labios enrojecieron. Los dedos rozaron otros dedos y las
caderas se contoneaban unas contra otras a través del murmullo espumoso
de las faldas.
Yo formaba parte de ellas. Pero también estaba aparte. Era consciente de
ello. Me dolía. Pero también resultaba interesante. El recuerdo de aquel
momento está entrelazado con todos los demás: mi propio nudo gordiano.
El rubor de aquellas mejillas y la exuberancia de aquellos labios se
entremezclan con el último aliento de mi madre, la caída de mi padre en la
bebida, la cara de Sonja cuando me la arrebataron, los sollozos de Beatrice
en mis brazos, todos están pegados y despegados en el tiempo,
experimentados a la vez. Me estiré. Lloré. Anhelé. Me aferré. Salí
disparada.
Tras las ventanas, las dragonas suspiraban. ¿Cómo iban a contenerse?
Esas chicas eran preciosas. Eran tan hermosas. Y quizá yo también. Alcé
los brazos y comencé a girar. Me sentó tan bien dejarme ir durante un
segundo. Por completo.
El guitarrista dejó de tocar. La batería también. Los de las trompas no se
habían dado cuenta. Siguieron tocando empecinadamente.
—¡Parad de inmediato! —exclamó sor Leonie.
—Chicas —advirtió el señor Reynolds—. Dejad de bailar.
No se detuvieron.
Las miré más de cerca. Comencé a observarlas como lo haría un
científico: desapasionadamente y desde fuera. Aunque solo estaba tocando
la mitad del grupo, la danza de las chicas aumentó en fervor e intensidad.
Me quedé quieta. Observé. Y entonces comprendí. Sus bocas refulgieron.
(Me toqué la mía. No había cambiado.) Sus ojos se agrandaron. (Me toqué
los míos. Seguían como siempre.) Alzaron las caras al cielo. Olía a canela, a
clavo y a fósforo. Olores cálidos. Las uñas de Maeve O’Hara se alargaron y
se retorcieron hasta quedar bellas y puntiagudas. La sonrisa de Loretta
Nowak se volvió dorada. De pronto deseé tener una libreta a mano para
anotarlo todo. Para registrar las observaciones. Para apuntar los datos. Miré
a las ventanas. Las dragonas habían comenzado a dar golpes en el vidrio.
—Ay, madre —dije.
Marlys Larsen buscó la hermosa boca de Betty Shea y la besó con
fuerza. Las monjas estaban paralizadas. Nadie se movía, excepto las
bailarinas. Alice Cummings contemplaba con admiración cómo crecían las
garras dentro de sus sandalias. Se pasó el pulgar por la parte delantera de su
vestido de gala y suspiró al verlo caer. Dio un paso adelante. Con los pies
descalzos. Con las piernas desnudas. Con los pechos ligeramente
asimétricos, pero hermosos de todas formas. Rizos delicados sobre su pubis.
Incluso la gota de sangre que se deslizaba sobre su cadera era preciosa. Casi
me atraganto. Era tan guapa...
Randall Hague, con sendos vasos de ponche en las manos, halló su voz.
—¡UN MOMENTO! —gritó.
—Cállate, Randall —le dije.
Me llevé las manos al corazón. Había tanta belleza... Las rodillas me
comenzaron a flaquear.
Me percaté de sopetón de que la música se había detenido. No tenía claro
cuándo. El tiempo ya no importaba demasiado. Era posible que las chicas
hubiesen estado bailando en silencio. O al ritmo de la música que ellas
mismas estaban creando. ¿Era cierto que mi madre había tenido la
oportunidad de dragonizar? Pensé en las monjas del colegio y en la señora
Gyzinska y en la viuda que estaba cuidando de Beatrice en esos momentos.
¿Todas habían escuchado la llamada? ¿La escucharía yo? ¿Iría si la
escuchara? ¿Era posible que hubiese gente que la escuchara pero que no la
entendiera? ¿Habría mujeres a las que no les llegara? Pasé las manos sobre
el encaje de mi madre, cada nudo representaba una promesa. Imaginé sus
dedos atando cada uno de ellos. Un nudo conecta dos cosas separadas y
forma un todo inmutable. ¿Era yo mi madre? ¿Era mi madre yo? ¿Estaba
ella aquí conmigo, sus dedos sobre los nudos que mis dedos asían en ese
momento? No lo sabía. Estaba mareada. Había demasiada belleza por todas
partes.
Los dientes de Eunice Peters de pronto se volvieron diamantes. Ella no
pareció darse cuenta. Una de las monjas se empezó a poner verde. Nadie se
percató de eso tampoco. En aquella maraña de gritos y movimiento, de
calor y cambio, de transformación y velocidad, yo me quedé en pie, clavada
al suelo, perfectamente inmóvil. Un punto fijo en un universo caótico. Las
dragonas velaban. El momento giró a mi alrededor. «Van a cambiar todas
—comprendí, en lo más profundo de mis huesos— menos yo.» No tenía
claro por qué, pero sabía que era cierto.
Alice deslizó su pulgar entre sus senos y se me rompió el corazón.
Aparté la mirada. No podía soportar verlas marchar.
La estancia se calentó. Las caras enrojecieron y las pieles se
humedecieron. Una dragona pestañeó en la pista de baile. Alice ya no era
Alice. O no. Era más que Alice. Era Alice desatada. Era infinitos grados de
Alice. Extendió sus alas recién estrenadas. Soltó un grito de alegría que
reventó los cristales.
Esquirlas de vidrio, duras y brillantes como recuerdos, llovieron sobre
nosotros. Se esparcieron y refulgieron por el suelo.
Las dragonas entraron volando.
Las nuevas dragonas alzaron el vuelo.
Los vestidos alfombraron el suelo. Las chicas que no habían dragonizado
aún bailaban desnudas. Chicas con ojos de dragona y bocas de dragona.
Emergían pinchos de las vértebras. A la tierna piel le salían escamas
brillantes. Uñas pintadas se convertían en garras.
Me aparté. Los chicos no eran capaces de moverse. Mis manos eran mis
manos y mi boca seguía siendo mi boca; yo no estaba dragonizando en
absoluto. Tenía los dedos sobre los nudos de mi madre. No era capaz de
soltarla. Caminé marcha atrás, paso a paso, lentamente. Maeve dragonizó.
Eunice dragonizó. Marlys y Loretta y Emeline y Betty y seis monjas
dragonizaron. Me choqué con una gran dragona negra y verde. Era mi tía.
—Marla —susurré.
Beatrice estaba aferrada a su cuello. Brazos de niña. Piernas de niña.
Ojos de dragona. Boca de dragona. Sentí que me mareaba.
—¡No, Beatrice! —grité—. ¡De ninguna manera!
«No me abandones cuando no puedo seguirte —sollozó mi corazón—.
No me dejes sola. Por favor.»
La pared de ladrillos gimió. Dos chicos gritaron. La parte trasera del
edificio se derrumbó.
Mi tía me ofreció la garra.
—Este lugar dejará de ser seguro dentro de muy poco. Vámonos.
Me subí a su cuello, rodeando a Beatrice con los brazos, y mi tía salió
hacia la oscuridad de la noche.

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36

Aquel año no hubo graduación. En realidad, no deberían habernos dado los


diplomas, ya que nos saltamos el último mes del curso. Casi un tercio de mi
promoción desapareció. Debería entrecomillar esa palabra. «Desapareció.»
Ese fue el comunicado oficial. Pero no habían desaparecido. Sabíamos
exactamente lo que les había sucedido a esas chicas. Y también sabíamos
dónde había ido la gran mayoría de ellas.
No solo sucedió en mi instituto. En todo el país, otra vez en masa,
dragonizaron aquel mes de mayo. Lo llamaron la Minidragonización, pero
solo los periodistas que tenían intención de quitarle hierro al asunto.
Dragonizaron niñas y adolescentes de entre diez y diecinueve años aquel
día.
No llegaba a la magnitud de la Dragonización Masiva de 1955. Casi
treinta mil chicas dejaron la piel atrás y se alzaron hacia el cielo. Hubo
bastantes zonas que no experimentaron dragonizaciones; en cambio, hubo
focos concentrados en lugares al azar a lo largo del país. Otra diferencia: a
pesar de que muchas chicas extendieron las alas y se marcharon, como sus
madres y sus tías antes que ellas, a buscar fortuna en los océanos o en las
montañas o en las selvas o en el cielo, muchas otras se quedaron donde
estaban.
Las chicas a las que echaron de casa (por desgracia, esto fue bastante
común) crearon comunas en parques u ocuparon fábricas o graneros
abandonados. Muchas de las chicas dragonizadas intentaron seguir con sus
estudios y acudieron a los centros educativos con normalidad al lunes
siguiente. Trataron de hacer pasar sus enormes cuerpos por las puertas de
sus colegios, pero la policía, la Guardia Nacional o las recién formadas
brigadas antidragonas se lo impidieron. Los directores y jefes de estudios
no aceptaron de buen grado a estudiantes rebeldes con la capacidad de
escupir fuego. Consideraban que el riesgo de insubordinación de las
estudiantes dragonizadas era inconmensurable. ¿Cómo iban a ser capaces
de instruirlas si no podían dominarlas?, se preguntaban. Al principio, los
centros se mostraron firmes. Todas las cartas al editor de todos los
periódicos versaban sobre dragonas. Grupos de madres plañideras
preocupadas por sus hijas no dragonizadas salieron por televisión y
exigieron que sus hijas no estuvieran en contacto con malas influencias en
el colegio. Pidieron al país que por favor pensase en los niños.
SOLO PARA HUMANOS decían los carteles.
Las bibliotecarias, por su parte, se mostraron más empáticas. Y flexibles.
Muy pronto se comenzaron a crear en las bibliotecas de todo el país grupos
de estudio dedicados específicamente a las necesidades de las recién
dragonizadas.
Mi pueblo fue uno de los grandes focos de transformación. A la mañana
siguiente del baile, había dragonas por todas partes. En los parques.
Sentadas en las paradas de autobús. Asoleándose junto al río. O dando
largos paseos por las carreteras rurales, antes de recordar de pronto que
podían volar. Pequeñas ancianitas espantaban a las dragonas de sus rosales
o de sus árboles frutales. Los viejos insistían en que no les pisasen el
césped. Los agentes de la policía pedían a la gente que siguiese con sus
quehaceres. Pero no se trazó un plan oficial sobre cómo lidiar con las
nuevas dragonas, la mayoría de las cuales eran menores de edad. No había
una política globalmente aceptada. El presidente de Estados Unidos, al
pronunciar un discurso acerca de los «nuevos retos» en términos generales,
se negó a decir la palabra «dragona». Pero, por la forma en la que
tartamudeaba, todo el mundo se percató de que la estaba pensando. La
nación, una vez más, decidió seguir adelante como si todo siguiese su curso
normal.
Nada era normal.
Las dragonas mayores —las de la Dragonización Masiva y las de otras
dragonizaciones espontáneas— siguieron regresando en grandes números a
sus lugares de procedencia. No todas. Pero una cantidad importante. Aquí y
allá. Las dragonas simplemente llegaban. No se anunciaba su llegada, y no
parecía haber un patrón, sin embargo, la señora Gyzinska siempre parecía
saber cuándo iba a aparecer una nueva tanda. Había instalado un merendero
junto a la biblioteca y había contratado a dos trabajadoras sociales (ambas
transformadas) para que coordinasen el apoyo y los servicios para las
dragonas recién regresadas. También solicitó (y recibió) becas cuantiosas de
diferentes fundaciones, que sirvieron para financiar la creación de casas
comunes para dragonas en varias fábricas fuera de servicio en todo el
Medio Oeste. Las dragonas parecían apreciar el gesto. No pretendían causar
problemas. Se quedaban en las casas comunitarias durante un tiempo, pero
luego se ponían a trabajar. Algunas ayudaban con la siembra en las granjas.
Otras se ofrecieron voluntarias para distribuir comida en zonas pobres.
Otras merodeaban por las riberas de los ríos, retirando los desechos de la
industria y recuperando el verdor de la naturaleza.
—Bueno, pues a mí no me sorprende —me dijo la señora Gyzinska
cuando se pasó por mi apartamento para darme el regalo de graduación o,
bueno, más bien el regalo de fin de curso—. No podemos solucionar
nuestros problemas si no trabajamos en equipo. Todos. Y cielo santo. Vaya
que si tenemos problemas.
Un grupo de dragonas se presentó a arreglar el gimnasio del instituto.
Arreglaron los coches que habían volcado sin querer la noche del baile.
Organizaron grupos de costura en el parque y donaron jerséis y ropa de
bebé y mantas a la organización benéfica local.
—Ignoradlas —aconsejaban los mandatarios públicos, sin explicitar a
quién se referían. Como si ignorándolas, en algún momento las dragonas se
fuesen a marchar.
No se fueron.

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Caballeros, me sorprende tanto como a ustedes volver a encontrarme ante
este comité, aunque sospecho que por diferentes razones. Sé que estos están
siendo momentos complicados para muchos de ustedes, a nadie le resulta
fácil lidiar con los cambios. Duele dejar atrás las nociones que un día
consideramos verdaderas. Hemos alcanzado, creo yo, la nube del
desconocimiento de los místicos. O el saltus fidei de Kierkegaard. Su salto
de fe.
Como científico, me resulta extraño presentarme ante ustedes para
decirles que la ciencia no tiene la solución. Pero, en realidad, la ciencia no
suele tener todas las respuestas. En cambio, nos proporciona los medios
para plantearnos más preguntas: nos da contexto, conexión y antecedentes.
Aumenta nuestra curiosidad. Si atravesamos el tórax de una mariposa para
que deje de moverse y poder así examinarla de cerca, no podremos
contemplarla batir las alas contra la piel del viento y marcharse aleteando
por el cielo. Jamás sabremos qué dirección decidiría tomar, o qué
pretendería hacer después. La ciencia tiene sus límites.
Me han llamado porque algunas de sus hijas han dragonizado. Uno de
sus hijos también. Tres de sus hermanas se han transformado. Y sus
vecinas. Sus colegas. Una esposa dragona. Sé que es mucho que procesar.
Comprendo que algunos quieran aferrarse a la creencia de que la
dragonización no solo es una tragedia catastrófica, sino también un hecho
de naturaleza biológica, de modo que debe de haber un antídoto natural.
He de quitarles esa idea de la cabeza.
He de pedirles que acepten lo que no son capaces de cambiar.
He de aclararles que, en la Antigüedad, la humanidad adoraba a la
divinidad femenina, y que en aquellos tiempos la raza humana era esclava
de su poder y de su fuerza, tanto procreadora como destructiva, tanto
fecunda como yerma, tanto alegre como terrorífica, todo al mismo tiempo.
Si he aprendido algo en todos mis años de investigación es que la respuesta
nunca es solo una. La partícula es la onda, es la partícula, es la onda. Al
final, el universo entero es la unión de los opuestos.
Me han llamado, caballeros, con la esperanza de conquistar, en un
intento de controlar la grandeza femenina, para reducirla y forzarla a
acatar su control patriarcal, para permitir a la sociedad olvidar que todo
este asunto de las dragonas ha sucedido. Esto, amigos míos, es inviable. A
pesar de que acepto que existe una libertad asociada al olvido —y que este
país ha hecho un gran uso de dicha libertad—, existe un poder inmenso
asociado al recuerdo. De hecho, la memoria es lo que nos enseña, y nos
recuerda, una y otra vez, quiénes somos y quiénes hemos sido siempre. Las
dragonas no van a desaparecer. Permitidnos recordar lo que nos ha traído
hasta el momento presente. Y lo que hemos perdido. Dejad que recordemos
a nuestros seres queridos tal como eran para poder aceptarlos tal como
son, del mismo modo que aceptamos a nuestra nación —cambiada,
imperfecta, creciente— tal como es. Del mismo modo que debemos aceptar
el mundo.
Personalmente, considero que es bastante maravilloso.

Extracto del argumento de apertura del doctor H. N. Gantz (exjefe de Medicina Interna
del Hospital Universitario Johns Hopkins y antiguo investigador adjunto al Instituto Nacional
de Salud, al Cuerpo Médico del Ejército y a la Administración Científica Nacional) para el
Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso, el 12 de marzo de 1967.

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37

El primer semestre de mi primer curso en la Universidad de Wisconsin ya


había comenzado hacía tiempo cuando recibí por fin mi diploma en el
correo. A los de la oficina de correos les costó encontrar mi nueva
dirección, y no debería culparlos. Mi nueva casa no era... una residencia
típica. El correo llegaba de forma irregular.
El sobre estaba arrugado y aplastado y el propio diploma parecía como si
alguien le hubiese derramado café encima, pero allí estaba. Mi nombre en
letras magnificentes. Con honores. A pesar de la pérdida de mi madre. A
pesar del abandono y de la abdicación de mi padre. A pesar de estar criando
a una niña irascible. A pesar de la profunda herida del duelo. A pesar de
todo.
Habría llamado a mi padre para contárselo, pero ya no estaba con
nosotros. De modo que llamé a la señora Gyzinska.
—Justo estaba pensando que no sabía cuándo volvería a oír tu voz —dijo
la señora Gyzinska. Y luego—: ¿Has ido a ver al doctor Gantz, como te
aconsejé? Hablé con él el mes pasado y me volvió a preguntar por ti.
No había ido. No tenía tiempo. Había creído que con mantener el ritmo
de trabajo al que estaba acostumbrada me serviría, y que al llegar a la
universidad todos los secretos del universo me caerían como llovidos del
cielo, y que captaría los nuevos descubrimientos científicos con la misma
facilidad con la que un niño acumula luciérnagas en un tarro, y que
desentrañaría los nudos matemáticos de un solo tirón. Según descubrí, la
universidad requiere mucho esfuerzo. El doctor Gantz trabajaba en un
laboratorio apartado en la Facultad de Medicina. No estaba en la guía
académica, pero la señora Gyzinska me había dado el teléfono de su
despacho, localizado en el sótano. Sin embargo, no había tenido tiempo de
llamar.
—Sigo intentando mantenerme a flote —le dije.
—No te preocupes —dijo la señora Gyzinska, y me la podía imaginar
descartando mi incomodidad de un manotazo—. No obstante, no dejes de
llamarlo. Aunque sea dentro de un tiempo. Te alegrarás de haberlo hecho.
Esperó a que yo interviniese. Tragué. No sabía qué decir. De repente, me
parecía raro explicarle por qué la había llamado o decirle lo que necesitaba
de ella —¿buscaba aprobación?, ¿validación?— y me encontré sumida en
una ola de vergüenza extrema y luego de irritación por sentirme
avergonzada.
La señora Gyzinska se percató de mi silencio. Se aclaró la garganta con
decisión y continuó hablando.
—Llevo tiempo queriendo llamarte, pero varios —hizo una pausa y
escuché que sus nudillos repiqueteaban en la madera de su escritorio—
proyectos interesantes me han tenido muy ocupada.
Sabía que se refería a los esfuerzos por integrar a las nuevas dragonas. A
pesar de que había algunos centros educativos que se saltaban las leyes que
prohibían el acceso a las dragonas a las escuelas primarias y secundarias,
estaba bastante segura de que mi instituto no estaría entre ellos. No me
extrañaba que la señora Gyzinska removiera Roma con Santiago para
ayudar a sus dragonas. No era de las que aceptaban que se pusieran
impedimentos a la educación de la gente. En especial a la gente femenina.
O, en este caso, dragontina.
Más adelante me enteré de que había encargado que se construyese un
hangar prefabricado en el solar vacío que estaba al lado de la biblioteca para
las dragonas a las que no habían aceptado sus familias y no tenían otro
lugar donde vivir. También había instalado puertas gigantes en la entrada
oeste para que las inquilinas pudieran entrar y salir cuando les placiera.
Había convertido el auditorio en una especie de aula. Había colgado un
cartel en la entrada que decía ESTA BIBLIOTECA ES PARA TODOS, y había
desafiado a los antidragonas a que la contradijesen (y que Dios los asistiera
si se atrevían). Se comentaba que había vapuleado a algún que otro
manifestante en las escaleras de entrada de la biblioteca con ayuda de su
muy pesado bolso. Ahí residía la fuerza de la señora Gyzinska: no la veías
venir.
Le hablé de Beatrice y de su nuevo colegio. Le dije que ya estábamos en
noviembre y aún no se había metido en líos ni una sola vez. Era un récord.
Le enumeré los libros que había leído mi hermana últimamente y que estaba
aprendiendo a pintar y a crear complejas esculturas metálicas que giraban
con la fuerza del viento y que estaba comenzando a hacer pinitos en
alfarería. No le mencioné cómo era que tenía acceso a instalaciones como
forjas u hornos de altas temperaturas ni cómo se me ocurría pensar que tales
cosas eran seguras para una niña de su edad. De todas formas, la señora
Gyzinska no me preguntó nada de eso.
—Bueno —dijo—. Beatrice siempre tendrá una presencia enorme en el
mundo. Yo, por mi parte, siempre he esperado que llegara muy alto. Y
¿cómo está...? —Hizo una larga pausa—. ¿Cómo está el resto de tus
personas convivientes, cielo? Los... miembros más voluminosos.
«Malditas bibliotecarias —pensé—. ¿Cómo se habrá enterado?»
No me debería haber sorprendido. Claro que lo sabía. Al fin y al cabo,
así era ella. Suspiré.
—Bien —respondí—. Están todas... Bueno. Seguimos tratando de
acostumbrarnos las unas a las otras. Son muy voluntariosas y me ayudan
una barbaridad. Pero nos hemos tenido que adaptar al cambio. —Sonreí un
poco—. Bueno, la que más se ha tenido que adaptar he sido yo. Beatrice,
cómo no, está encantada. Pero yo... después de todo lo sucedido. Sigue
siendo mucho que procesar. —¿Estaba siendo demasiado ambigua?
¿Sonaba demasiado incómoda? ¿Prejuiciosa incluso? Probablemente.
Seguía sin resultarme fácil hablar de este tema. Inspiré despacio—. Es raro.
Antes estaba desesperada por que alguien me echase una mano con
Beatrice, ahora que tengo ayuda... Y tengo muchísima ayuda, me sale la
ayuda por las orejas, y, bueno, también me revolotea sobre la cabeza... Sé
que tienen buenas intenciones, en serio. Pero, a veces, tener demasiada
ayuda puede ser... —busqué la palabra apropiada— irritante. —Estaba
siendo cruel, lo sabía. Y desagradecida. De pronto me preocupó que la
señora Gyzinska me juzgase—. No es la palabra adecuada. Es simplemente
demasiado. ¿Tiene sentido?
En lugar de juzgarme, se rio, una carcajada grave y cavernosa, seguida
de una tos seca.
—Por supuesto —dijo. Volvió a toser, fuerte, y cubrió el teléfono con la
mano para ocultar su gravedad, pero la percibí de todas formas. Le había
oído esa misma tos a mi padre—. Perdona. Este frío acaba con una. Aunque
no pienso dejar que un pequeño resfriado me detenga.
No tenía forma de saber —y yo tampoco— que un pequeño resfriado
acabaría por detenerla, un año y pico después de aquella conversación. Lo
que comenzaría como un catarro se convertiría en una neumonía, que se la
llevaría el día de Navidad de 1965. El recuerdo de lo que iba a suceder y el
recuerdo de lo que me dijo aquel día están inseparablemente unidos en mi
mente. Un recuerdo dentro de otro recuerdo. Lo cortante y lo blando
coexisten en el mismo espacio. Ahora, en este momento en el que me
encuentro, no puedo pensar en esa conversación sin que me entren ganas de
llorar.
Le conté lo del diploma, que me había graduado con honores.
—Sí, ya lo sé —dijo, y volvió a toser—. Ojalá tu madre lo hubiera visto.
Tuvimos nuestras diferencias hacia el final, pero la quería mucho. Sé que tu
educación le importaba inmensamente y que estaba decidida a arriesgar
todo lo que hiciera falta para que la continuaras. Estaría muy orgullosa de ti,
Alex. Incluso te diré que estoy segura de que lo está, en algún plano de la
existencia.
De pronto, no me veía capaz de mirar el diploma. Echaba tanto de menos
a mi madre que apenas era capaz de hablar. Aguanté la respiración para no
derrumbarme.
—Señora Gyzinska —conseguí decir—. Es que. O sea. Gracias. Por
todo.
Volvió a toser.
—Bueno. Lo que hice no fue nada y sigue sin serlo. Lo único que
importa es lo que viene después. Y sospecho que será bastante interesante,
¿no crees?
Intercambiamos algunas banalidades: qué estaba estudiando, qué
profesores eran los peores, qué libros había leído ella últimamente. Y luego
nos despedimos. Cruzamos algunas cartas después, pero aquella fue la
última vez que hablamos.
Subí al tejado, donde habíamos instalado una especie de sala de estar al
aire libre con una alfombra vieja y resistente a las inclemencias del tiempo.
Varias sillas medio destrozadas y un par de bancos muy resistentes
rodeaban un gran cuadrado de ladrillos reservado para encender hogueras.
Busqué unos palitos en el cubo de la yesca y unas hojas de periódico del
cubo del papel, los amontoné y les prendí fuego. Enseguida tuve una buena
llama. Contemplé el diploma durante mucho rato, pensé en mi madre, en su
cuerpo reducido a papel y cascarilla y viento. Y en mi padre, desaparecido
en el trabajo, y luego en una botella y luego en la nada. Pensé en nuestra
casa, que mi madre cuidaba con tanto esmero, ahora destruida en un
destello de calor y humo y llama.
—Aquí tienes, mamá —le dije. Apreté el diploma contra mi pecho y
luego lo eché a la hoguera y lo vi arder—. «Aquí, en los silenciosos
confines del mundo —recité— / una canosa sombra que vaga como un
sueño / por los siempre tranquilos páramos del Este, / los campos de neblina
y los dorados salones del alba.»
El amor que mi madre sentía por el poema «Titono» me había
confundido cuando aún vivía, y me confundió cuando murió, y me sigue
confundiendo tantos años después. No obstante, eso nunca me impidió
recitarlo y albergarlo en mi corazón. Las palabras que ella susurraba
pasaron a mi propia boca. Las vestía con incomodidad, como un vestido
que en teoría te sirve pero no acaba de sentarte bien. ¿La memoria perece?
¿Se marchita, se seca y se derrumba? ¿Es un grillo en el bolsillo de la diosa,
vivo por la sola fuerza del amor mal emplazado? Si me aferraba al recuerdo
de mi madre, ¿significaba que ella seguía conmigo? ¿Vería lo que yo veía,
sentiría lo que yo sentía? Era huérfana, pero mi madre jamás se separaba de
mi lado. Y no era suficiente. Cerré los ojos y olí el humo y escuché el papel
arder. Lo vi con el ojo de mi mente, tratando de encontrar la mirada de mi
madre al mismo tiempo. Ojalá lo viese. Ojalá me viese a mí. Ojalá mi
madre hubiese crecido tras la muerte. Ojalá fuese más grande que una
dragona. Más grande que todo.

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No fui, bajo ningún concepto, una estudiante universitaria típica. Para


empezar, vivía bastante lejos de las residencias, en un barrio de antiguas
fábricas y almacenes. Éramos las únicas residentes. Además, tenía que criar
a una niña de diez años. Una niña cuya mirada estaba fija en el cielo y que
pedía a diario que la dejase dragonizar.
—Aún no —respondía yo cada día—. Por favor, espera un poco.
A pesar de que mi reacción emocional ante el hecho era cada vez —
según me di cuenta en aquel momento— menos intensa. Era como aplazar
lo inevitable. Aparte, la diferencia de aspecto físico cada día me parecía
más arbitraria. Quizá esta sea una de las funciones de la universidad: que
nos liberamos de nuestras nociones preconcebidas, por muy aferradas que
las tuviésemos. O, más probablemente, Beatrice estuviese acabando con mi
paciencia. Cada día veía cómo se iluminaba su cara al ver un grupo de
dragonas dar su paseo diario sobre nuestras cabezas cuando la llevaba al
colegio. Esgrimía una expresión de dolor, esperanza y anhelo. No había
ningún colegio en la zona que admitiese alumnas dragonizadas, lo que me
proveyó de la excusa para retrasar su transformación: yo consideraba que su
educación era fundamental y que debía ser protegida a toda costa. Pero
¿hasta cuándo me serviría esa excusa? Ya había dragonas en las aulas
universitarias. Y en las iglesias. Y en los parques, reuniéndose con amigos.
Y manifestándose ante el Capitolio. Cada día, entre nuestra casa y el
colegio, Beatrice veía a dragonas ayudar a la brigada municipal en la poda,
adecentando las aceras o echando una mano al Departamento de
Saneamiento.
Las dragonas, según parecía, estaban por todas partes.
Por no hablar de las que vivían en nuestra casa.

Allá por mayo, antes de empezar la universidad, en aquella noche aciaga y


maravillosa del baile de fin de curso, con bandadas de chicas recién
dragonizadas arrojando los vestidos al suelo y alzando el vuelo con
emoción, mi tía Marla me sacó del gimnasio antes de que se viniera abajo y
me puso a salvo. Aterrizamos en la acera delante de mi edificio, jadeando.
Beatrice había revertido su dragonización parcial y el proceso la había
agotado de tal manera que se sentó en el primer escalón y se quedó dormida
al instante. Mi tía me miró con unos ojos repentinamente salvajes. Se
acababa de acordar de algo.
—Tu padre nunca lo supo, ¿verdad? —me preguntó con urgencia. El
ambiente nocturno estaba inundado de sirenas. Había dragonas volando en
círculos por el cielo. Un coche pasó a toda prisa por la calle y derrapó para
cambiar de sentido cuando vio a Marla en la acera—. Lo de las cuentas.
—¿Qué cuentas? —quise saber yo.
Se llevó las garras a los labios.
—¿Qué tienes de tu madre? Enséñamelo todo —me pidió.
Marla me explicó que le había aconsejado a mi madre que se abriese una
cuenta a su nombre antes de casarse, a mi nombre cuando nací y a nombre
de Beatrice cuando era un bebé. Las tres estaban en un banco de Madison,
fuera del alcance de mi padre.
—Las abrimos con lo que nos dejaron nuestros padres: sus ahorros, los
restos de la granja después de que el banco se llevara su parte, un seguro de
vida miserable, y luego ambas ingresábamos algo cada mes. Tu madre tenía
que hacerlo a espaldas de tu padre, pero no le resultaba demasiado difícil,
dado que él no prestaba atención a las cuentas de la casa porque era, y lo
digo con el corazón en la mano, un patán sexista que no servía para nada.
Los fondos que yo aportaba no eran nada comparado con las virguerías que
hacía tu madre con ellos. Te lo conté, ¿no te acuerdas? Te dije que era una
maga de los números, y lo decía en serio. Lo hacía crecer solo con mirarlo.
—Los ojos de Marla brillaron por las lágrimas—. Nunca tocamos ni un
centavo. Dijo que lo podríamos usar cuando llegase el momento. Creo que
el momento ha llegado. Enséñame lo que tienes.
Yo entré en el apartamento mientras Marla, desde fuera, estiró su largo
cuello hasta asomar la cabeza por la ventana. Beatrice estaba encantada.
Apenas era capaz de mantener los ojos abiertos, pero estaba entusiasmada.
Una dragona. Una dragona de verdad. Allí, en nuestro apartamento. Bueno,
solo su cabeza, pero aun así. Qué día tan maravilloso.
(«¿Cómo la llamamos?», me preguntó Beatrice antes de quedarse
dormida de nuevo.
«Es mi tía —le contesté—. A mamá no le gustaba hablar de ella. Se puso
muy triste cuando se fue.» No estaba lista para contarle a Beatrice la
historia al completo. No sabía si lo estaría algún día.)
Después de pasar demasiados minutos rebuscando entre los archivadores
caóticos que mi padre nos había ido dejando a lo largo de los años —cajas
llenas de certificados de nacimiento, de fes de bautismo y de cosas por el
estilo—, por fin se me ocurrió abrir la cajita de madera tallada. La que me
había dado mi padre en marzo, que seguía escondida en el fondo del
armario. Me temblaban las manos al colocármela sobre el regazo. Los ojos
de Marla se ensancharon.
—Ay —dijo, tan bajito que apenas fue más que un susurro—. Se la hice
yo. Hace una vida.
Abrí el cerrojo y levanté la tapa. El aroma a romero, caléndula y tomillo
me inundó las fosas nasales. Cerré los ojos para poder absorberlo. La caja
parecía un lugar donde acumular recuerdos: fotografías, un cantoral, varios
anillos, un pez con cara de susto tallado en hueso, un collar con un colgante
en forma de foca, muñequitas diminutas hechas de nudos, una regla de
cálculo antigua. Descubrí el falso fondo al instante. Lo levanté, junto con el
contenido del compartimento superior, y encontré dos sobres de manila que
contenían información relevante de las cuentas bancarias, junto con el
nombre, dirección y número de teléfono del hombre que las gestionaba.
Mi tía insistió en ir volando a Madison al día siguiente, a primera hora
de la mañana, a pesar de mis reticencias. («Con tantas dragonas en el cielo
nadie se fijará en nosotras», insistió. Pero se equivocaba. Fuéramos donde
fuésemos, la gente se nos quedaba mirando. Una anciana incluso nos sacó
una foto. Un hombre nos lanzó una piedra, aunque falló el tiro.) Marla
esperó fuera con Beatrice mientras yo entré a entrevistarme con el
banquero. Tenía más o menos la edad de mi padre, dedos largos y afilados y
un traje de lana bastante polvoriento. Era un antiguo compañero de estudios
de mi madre y, en cuanto me vio, se aferró el pecho durante un instante.
—Seguro que te han dicho mil veces que eres la viva imagen de tu
madre —dijo sin aliento.
Yo me limité a sonreír. En realidad, nadie me lo había dicho nunca. Me
mostró los archivos y me explicó que él lo único que hacía era seguir las
meticulosas indicaciones algorítmicas de mi madre, lo que se había
traducido en un gran éxito para las cuentas.
—Era un genio, tu madre. Simplemente excepcional —dijo maravillado.
Entre los documentos había un porcentaje en una pequeña granja que
producía exiguos beneficios cada año —porque mi madre opinaba que el
dinero debe estar atado a la tierra— y un edificio en una zona industrial que
estaba apartado pero no alejado de la universidad. En esos momentos no
estaba ocupado, dijo el gestor a modo de disculpa.
Yo no había encontrado un apartamento aún. La búsqueda de fondos de
la señora Gyzinska había resultado infructuosa de momento. Miré el mapa.
Desde el edificio industrial podía llegar al campus en bicicleta.
—Estupendo —dije—, pues que siga así un tiempo.
Y me mudé.
Con mi hermana.
Y cuatro dragonas: Marla, Clara, Jeanne y Edith.
Clara, la cantante. Jeanne, la albañil. Edith, la cuidadora. Marla, la que
se encargaba de que todo funcionase. Su presencia fue idea de mi tía, o más
bien una condición.
—Te hará falta ayuda —dijo en un tono neutro que me fastidió de
inmediato—. Y nosotras estamos disponibles. Alex, he pasado demasiados
años sin intervenir cuando debería haberlo hecho, y callándome cuando
debería haber hablado. Soy tu tía. Y soy... —No se sintió capaz de decir «la
madre de Beatrice», pero las palabras flotaron en el ambiente, ignoradas,
pero verdaderas. Cerró los ojos durante un instante antes de recuperarse. Se
agachó y me miró a los ojos—. Ahora estoy aquí —dijo—, e insisto.
Las dragonas eran grandes, obviamente. Y ruidosas. Grandes opiniones,
grandes voces y una presencia imponente. Beatrice se encariñó con ellas
desde el primer momento. Contemplaba su reflejo en sus escamas
relucientes, escalaba por sus lomos y se agarraba a sus largos y hermosos
cuellos. Se sentaba en sus regazos y les contaba cuentos y estaba encantada
de tener a alguien nuevo con quien hablar. Yo, por mi parte, estaba
acostumbrada al mundo oculto y controlado en el que vivía con mi
hermana. Yo era la responsable de mantenerlo y gestionarlo. Beatrice y yo
reinábamos en nuestro pequeño universo. Y, de pronto, tenía que compartir.
Me llevó mucho tiempo aceptarlo.
Cuando nos mudamos, derribamos varios tabiques y techos para darles
mayor libertad de movimiento a las residentes más voluminosas. Las
dragonas habían decidido aprender a fabricar ladrillos, de modo que
excavaban la arcilla en las canteras del sur de Wisconsin (allí tiene un color
más bonito) y usaban sus propios recursos para calentar los hornos. Luego
usaron sus propios ladrillos para construir un horno enorme y a
continuación se pusieron a elaborar pan. Se les daba muy bien y en poco
tiempo comenzaron a vender sus productos a restaurantes de postín y a
cafeterías e incluso tenían un puesto en el mercadillo local. La gente de
Madison, en general, tenía menos reparos en hacer negocios con las
dragonas que los habitantes de nuestro pequeño pueblo. Al fin y al cabo, es
una ciudad universitaria, lo que conlleva un cierto nivel de apertura de
miras. Incluso existía una especie de madisoniano que compraba
específicamente el pan de las dragonas y luego se vanagloriaba de lo
orgulloso que estaba de hacer negocios con ellas y comentaba lo terrible
que era que hubiese gente que no pudiese dejar atrás los prejuicios. A mi tía
le encantaba este tipo de clientes porque siempre acababan llevándose algo
extra. Y, además, daban propina.
—Los ingresos son los ingresos —solía decir—. Por muy insufrible que
sea la fuente.
Esperaba que sus esfuerzos generaran suficiente dinero para
mantenernos a flote cuando el dinero de mi madre se nos acabase: teníamos
suficiente para pagarme los estudios y ahorrar para los de Beatrice, y
también para mantener a dos niñas y cuatro dragonas durante un tiempo,
pero en algún momento deberíamos buscarnos otra fuente de ingresos.
La verdad es que agradecía que mi padre se hubiese mostrado
ambivalente respecto a mi madre y que hubiese sido tan perezoso respecto a
las labores paternales. Si hubiera descubierto las cuentas secretas, las habría
liquidado, sin lugar a dudas, y se habría bebido hasta la última gota.
También agradecía que mi tía me hubiese explicado lo que implicaba todo
esto. Cuando cumplí los dieciocho, justo después del baile, recuperé mi
propia custodia. Heredé todo lo que mi madre me había dejado, pero
también mi propia vida. Era una sensación extraña. También me convertí en
la tutora legal de Beatrice, a pesar de que llevaba años actuando como tal,
ahora era oficial. No debería haberme importado, pero me importó mucho.
Las dragonas, según parecía, eran parte del trato.
Y demostraron ser útiles. Instalaron cañerías y arreglaron la red eléctrica
e incluso pusieron un lavavajillas automático, lo que me pareció un milagro
de la vida moderna. Encontraron muebles desechados y los trajeron
volando, y construyeron mesas y sillas cómodas y altas librerías. Marla
fabricó una lavadora y varias cocinas de leña, que servían para caldear las
estancias en invierno. Construyeron un banco de trabajo en una zona del
edificio y lo llenaron de herramientas. También araron un huerto en el
jardín. Nos construyeron habitaciones separadas para Beatrice y para mí,
para que pudiésemos disfrutar de un poco de intimidad, pero con puertas
adyacentes para que nos sintiéramos cerca. Me construyeron un estudio con
un telescopio y una pizarra para resolver problemas enrevesados, y un
rocódromo para Beatrice. Incluso instalaron un invernadero en el tejado con
una gran terraza al lado donde relajarse, plagada de árboles frutales y
arbustos de bayas y una parra que trepaba por la pared de la parte de atrás.
Yo no estaba del todo cómoda, pero no me quedaba más remedio que
admitir que las cosas me podrían haber ido peor.

La mañana posterior a mi conversación con la señora Gyzinska cogí mi


mochila de uno de los resistentes ganchos que había junto a lo que había
sido la entrada de la mercancía.
—¡¿Te vas a clase, cielo?! —me gritó mi tía desde el otro extremo del
edificio.
Suspiré y apoyé la frente contra los ladrillos. «Sé amable —me recordé
con firmeza—. Sé amable, sé amable, sé amable.» Todo lo que hacía Marla
me molestaba. Siembre estaba ahí, siempre presente. Y se preocupaba
tantísimo que me costaba respirar. Además, era demasiado dragona. Mis
circunstancias me habían impedido ser una adolescente normal, pero ahora,
de vez en cuando, todos esos años de petulancia reprimida parecían querer
hacerse notar, sin invitación, de modo que me esforcé en mantenerlos a raya
y en evitar decir algo que pudiera llegar a lamentar.
Me colgué la mochila del hombro, la correa me rodeaba el cuerpo, el
peso de mis estudios reposaba sobre mi cadera. No me apetecía lo más
mínimo mantener una conversación. Apreciaba disponer de cuatro niñeras
gigantescas que mimasen a Beatrice y le preparasen la cena y le trenzasen el
pelo y la ayudasen con los deberes y se cerciorasen de que se lavaba los
dientes, pero yo aún me sentía... gélida respecto a mi tía.
Se había marchado, al fin y al cabo. Había abandonado a Beatrice en la
cuna. Y a su hermana. Y a mí. No habíamos sabido nada de ella durante
varios años. Y, de momento, no se había disculpado.
Y, de momento, yo no la había perdonado.
—¿Alex? —La enorme cabeza de mi tía se asomó al pasillo. Me
sobresalté—. ¿No me has oído?
—¿Qué? No, lo siento. Debía de estar sumida en mis pensamientos. Los
deberes y demás. Y... cosas de mates. —Eso no era verdad. Aún no tenía
claro por qué sentía la necesidad de mentir, pero lo hacía todo el tiempo.
Por costumbre, quizá. Los ojos de mi tía se entrecerraron. Un efecto
colateral de haber estado casada con un alcohólico es que no se le escapaba
ni una. No dijo nada, pues claramente había decidido dejar el tema estar—.
Llegaré tarde —dije, con una media sonrisa. Empujé la pesada puerta con la
bota—. Por favor, no permitáis que Beatrice dragonice.
Beatrice había aprendido a dragonizar parcialmente y luego retomar su
forma humana a voluntad. Siempre cambiaba partes aisladas: le salían
colmillos resplandecientes en la boca, o escamas doradas por los brazos. En
una ocasión le habían brotado garras en medio de un ensayo de flauta en
clase de Música. Era complicado que llevase zapatos, porque los pies se le
convertían en patas de dragona de repente. A veces dragonizaba los ojos
solo para espantar a sus compañeros del colegio. Y se le daba fenomenal.
Sus tías dragonas, como ella las llamaba, estaban perplejas: ninguna sabía
que esto fuese posible. Y era un misterio si este fenómeno era causado por
la propia plasticidad de la infancia —y, por definición, temporal— o si era
exclusivo de Beatrice. Apenas se había investigado este tema y era
completamente imposible encontrar fuentes fiables. Sabía que en el futuro
esta situación cambiaría —no le quedaba otra—, pero no alteraba el hecho
de que volábamos a ciegas con respecto a los efectos a largo plazo de las
dragonizaciones parciales en la salud y el bienestar de mi hermana. Era
posible que retuviese la capacidad de dragonizar y desdragonizar tan a
menudo como quisiese. También podía ser que acabase por ser incapaz de
retomar la forma que prefiriese tener. Tal vez acarreara consecuencias. No
había forma de saberlo.
Me preocupaba mucho.
Y a mis compañeras de piso dragonas también. Queríamos que Beatrice
tuviese una infancia normal, bueno, tan normal como fuera posible viviendo
en un almacén lleno de guardianas aterradoras.
Mi tía se aclaró la garganta.
—Para que lo sepas, van a venir algunas señoras...
—Creo que la palabra adecuada es «dragonas» —la interrumpí, más
mordazmente de lo que pretendía.
Mi tía me lanzó la sonrisa más tenue que podía mostrar una dragona.
—Sí, exacto. Dragonas. Van a venir de visita. Esta noche, cuando
Beatrice ya esté dormida. Son amigas mías, de hace mucho tiempo. No
habían vuelto desde 1955. Se habían lanzado a explorar el cosmos. Una se
instaló en el ojo de la tormenta de Júpiter. Fascinante. Supuse que quizá
tuvieses alguna pregunta para ellas, dados tus intereses. Si te apetece
pasarte y conocerlas...
—Ya veremos. Me he apuntado a la lista del observatorio esta noche.
Tengo mucho que hacer. No sé cuánto tiempo me llevará. Me tengo que ir.
Y salí por la puerta sin mirar atrás. Estaba siendo injusta. Lo sabía. Y
desagradable. Mi tía quería que fuésemos una familia. Pero Beatrice era mi
única familia. ¿Cuánta familia necesita una persona?
La ventana del tercer piso se abrió y apareció la cara de Beatrice por ella.
—¡Adiós, Alex! —gritó, despidiéndose con la mano intensamente.
—Jovencita —escuché a Edith reñirla desde dentro. Era la que más se
ocupaba de Beatrice—, ya llegas media hora tarde al colegio. ¡Cálzate de
una vez!
—Pero llegaría varias horas pronto si el colegio estuviera en Hawái, tía
Edith —se carcajeó Beatrice—. ¡Volemos a Hawái!
Beatrice llamaba a las cuatro dragonas «tía» desde el día después de que
nos mudásemos al almacén. Incluso Marla era tía Marla para ella. Con los
meses, me fui dando cuenta de que Marla prolongaba los momentos en los
que le cepillaba el pelo a Beatrice y de que se llevaba las garras al corazón
cuando oía su voz.
Tenía que contárselo, pero no estaba preparada.
—¡Sé lista en clase, Alex! —Beatrice me despidió con una sonrisa.
Cerró la ventana. Sabía con certeza que no tenía ninguna intención de
ponerse los zapatos. Beatrice prefería vivir según sus propios horarios.
Suspiré. Si no fuese por las dragonas, sería yo la encargada de pelearme con
ella. De exigir que siguiese las normas. De reclamar que se mostrase
sumisa. Para ser sincera, era un alivio haber dejado eso atrás.
Traté de sentirme agradecida con las dragonas.
Había kilómetro y medio desde el almacén hasta el aula de mi primera
clase. A veces iba en bicicleta y otras tomaba el autobús. Pero cuando tenía
tiempo, prefería caminar. Era noviembre, pero hacía un calor poco usual
para la fecha. Los árboles habían perdido las hojas y el césped marrón
refulgía cubierto de escarcha, pero el cielo era de un color azul brillante y el
sol lucía cálido y claro. Cerré los ojos durante un instante y levanté la cara,
embebiéndome del calor y de la luz.
Sin querer, pensé en las chicas dragonizadas. Recordé sus vestidos en el
suelo, sus pieles inservibles rodando como cáscaras de cigarras. No escuché
la llamada aquel día, en el baile, cuando muchas de mis compañeras sí. No
me transformé cuando lo hicieron ellas. Mi cuerpo seguía siendo el mismo.
Yo seguía siendo la misma. Y aun así. Me dolía la espalda y las puntas de
los dedos. Todo el tiempo. Los huesos me crujían como muelles encogidos.
Mi espalda era la misma, pero a veces sentía como si tuviera alas fantasmas.
Mis manos eran las mismas, pero a veces sentía como si tuviera garras
fantasmas. Y colmillos fantasmas. Y notaba un fuego en el interior de mi
vientre. No era capaz de explicarlo. No había forma de obtener información
veraz. No podía saber qué me estaba pasando, ni siquiera si me estaba
pasando algo o no. Tal vez mi tía se equivocase. A lo mejor hay mujeres
que no son mágicas. Quizá todos mis síntomas fuesen psicosomáticos. El
cerebro es una herramienta potente, al fin y al cabo.
Daba igual. No tenía ninguna intención de dragonizar. Me gustaba mi
cuerpo tal como era.
Bueno. Estaba casi segura.

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De camino a clase, vi a Sonja.


Al principio no creí que fuese ella.
La había imaginado tantas veces desde aquella tarde en la que mi padre
me la arrebató que me había empezado a plantear si había sido real en algún
momento. La veía con el rabillo del ojo en las escaleras, en el vestuario, en
la fuente bebiendo. Varias veces creí haberla visto en la biblioteca, o en la
calle, o conduciendo un coche. Pero cada vez, al mirar bien, me daba cuenta
de que era simplemente una chica rubia, o morena, o de otra raza diferente.
Una vez la confundí con una mujer de mediana edad con hijos. Y otra, con
un hombre trajeado. Y otra, con una monja anciana. Cada vez sacudía la
cabeza o me daba un ligero cachete. «Céntrate», me decía con dureza.
Me detuve en State Street para comer algo; mi tía estaba en lo cierto,
cómo no, y me di cuenta de que tenía hambre en cuanto salí de casa. State
Street estaba abarrotada de gente y se hacía complicado maniobrar entre la
muchedumbre y las barricadas. Otra manifestación. Dos, en realidad. En un
extremo de la calle había manifestantes antidragonas (¡WISCONSIN NO
ADMITE MONSTRUOS!, decía un cartel. LAS DRAGONAS SON TONTAS, rezaba
otro), y en el otro extremo se encontraban las dragonas y sus defensores (MI
CUERPO, MIS NORMAS, declaraba el cartel que sostenía una dragona.
NUESTRAS VIDAS SON MÁS GRANDES DE LO QUE CREÉIS, rezaba otro. LOS
HOMBRES DE VERDAD AMAN A LAS DRAGONAS, insistía un cartel que portaba
un hombre con aspecto desaliñado y con el pelo recogido en una coleta que
miraba con arrobo a la dragona que tenía al lado). Me paré a saludar a unos
amigos que estaban repartiendo panfletos y manifestándose a favor de la
integración de las dragonas en la sociedad: un chico de mi clase de
Astronomía, dos chicas que iban conmigo al seminario de Matemáticas y
una dragona que se llamaba Milly y que acudía al mismo grupo de estudio
de Física que yo.
Unos minutos después, el chico —que se llamaba Arne— miró por
encima de mi hombro y escaneó la multitud. Entonces se le iluminó la
mirada.
—¡Eh! —gritó, sacudiendo la mano como un loco y haciéndole señas a
alguien para que se acercase—. Chicas —nos dijo—, venid a que os
presente a mi prima.
Tenía la boca llena de sándwich de queso cuando me giré, y tuve que
ahogar un grito. El barullo de la muchedumbre —con sus cánticos, su
música, sus bocinas, sus tambores y sus gritos— se acalló de repente y fue
sustituido por un pitido agudo en mis oídos. Una chica se nos acercó. Le
sonreía a Arne. No me había reconocido aún. Sus ojos de color avellana
resaltaban contra su piel pálida, y su pelo rubio platino estaba recogido en
una trenza que colgaba a su espalda. Era... Ay, Dios. Su cara. La cara de
Sonja. El mundo entero se detuvo. La cara de Sonja. Se me calentaron las
mejillas. La cara de Sonja. No podía respirar. La cara de Sonja. La vista se
me emborronó y la calle, la gente, los carteles, los edificios y el ancho cielo
comenzaron a bambolearse todos a una. Traté de hablar, pero no me salían
las palabras.
—Ay, madre —dijo Arne—. Alex, ¿te estás asfixiando?
Mis amigos me dieron unas palmadas en la espalda y Milly la dragona
me colgó boca abajo y me sacudió hasta que el trozo de sándwich que se
había alojado en mi esófago salió propulsado hacia fuera. Me desplomé de
rodillas y sufrí algunas arcadas. Me limpié la cara con la chaqueta y me
puse de pie. La cara de Sonja. De pronto me sentí demasiado consciente de
mí misma, de una forma que hacía tiempo que no experimentaba. Mi pelo,
mucho más largo de lo que me gustaba, estaba casi completamente tapado
por mi gorro. (Jamás había pensado en mi gorro, ni me había parado a
pensar si me sentaba bien o no, pero en aquel momento mi único
pensamiento era «Ay, no, ¿parezco imbécil con este gorro puesto?». Se
repetía una y otra vez en mi mente, como un bucle infinito.) Tenía sándwich
de queso entre los dientes y estaba casi segura de que no había lavado mis
pantalones de pana desde hacía como mínimo una semana. Tal vez un mes.
Llevaba un jersey que me había tejido Clara, y esa no era una de sus
mejores habilidades, de modo que, a pesar de que era muy calentito, era
burdo y deforme y del horrible color del óxido. De pronto me sentía
demasiado consciente de mis manos, y me percaté de que no tenía ni idea
de dónde debía ponerlas. Entonces me di cuenta de que estaba en una
postura un poco extraña, pero era incapaz de recordar cómo organiza la
gente el cuerpo para quedarse de pie como las personas normales. La cara
de Sonja, la cara de Sonja. ¿Cómo podían los demás hacer como si nada
cuando Sonja estaba...?
—¿Alex? —dijo Sonja.
Sus pecas se habían oscurecido desde la última vez que las había visto y
resaltaban sobre su piel como joyas. Sus mejillas y sus labios relucían por
efecto del frío viento de noviembre. Llevaba una chaqueta con flecos y
botas con flores y montañas y troles pintados a mano, y una camiseta de la
Universidad de Wisconsin. «Ay, madre mía —pensé—. Si vamos a la
misma universidad. Lleva aquí todo este tiempo.» Sonja parpadeó. Estaba
llorando.
—¡Eres tú, Alex! No me lo puedo creer.
—Sonja —conseguí decir, pero no tuve que esforzarme por hablar más
porque ella me había rodeado con los brazos y me había estrujado en un
abrazo.
Olía a canela y a clavo, y desprendía también un aroma metálico que
más adelante supe que provenía de las pinturas de su estudio de arte.
Incluso en aquel momento, noté que tenía colores alojados en las cutículas.
—¿A los demás no nos piensas presentar? —se quejó Milly.
Arne se disculpó y enumeró los nombres de todos. De pronto, me dio por
mirar el reloj.
—¡Mierda! —exclamé—. Llego tarde.
No me quería ir. Dudé, volví a abrazar a Sonja y luego la abracé otra vez
más. Sentía como si la tierra hubiese dejado de girar durante un instante y
todo se hubiese detenido: el viento, los gritos de la muchedumbre, las
preguntas de mis amigos, todo. ¿Qué era el tiempo? Lo único que podía
existir era el ahora. Solo este segundo exacto. Todos los presentes se
estremecían y daban patadas al suelo para alejar el frío, pero lo único que
yo sentía era la calidez de su cuerpo entre mis brazos, el calor de su mejilla
contra mi piel. Me dolió separarme. Señalé a Arne.
—Te dará mi número —le dije a Sonja con voz rasposa y desesperada—.
Te escribí tantas cartas y... —Apreté los dientes y me callé. No podía fiarme
de mi voz.
Sonja me tomó la mano. Y la otra después.
—Yo también —dijo, negando con la cabeza—. Mi abuela no me
permitía enviarlas. Me dijo que te causarían problemas. También le escribí a
Beatrice. Alex, las tengo todas. Cada una de las cartas. Una caja entera. Me
aterraba que te olvidases de mí. —Me volvió a abrazar—. No me puedo
creer que seas tú.
El gentío se comenzó a alterar. Se desataron peleas entre los
manifestantes y algunos chicos comenzaron a tirar piedras. Supe más
adelante que se habían producido varios arrestos. Había una pequeña
hoguera en el centro de la calle. La gente soltaba palabrotas y se burlaban
unos de otros. No me enteré de nada. Tenía las manos de Sonja entre las
mías. No era capaz de soltarlas.
—Llámame en cuanto tengas ocasión —le pedí—. Me tengo que ir, pero
necesito verte. Tan pronto como sea posible. Tengo muchas cosas que
contarte.
Me di la vuelta y me dirigí a clase a todo correr. Me detuve un instante
para mirar atrás y vi que alguien le había dado a Sonja una pancarta que
decía TODOS SOMOS VALIOSOS con las siluetas de personas y dragonas con las
manos unidas. La izó, como una bandera.
Dudo que mis pies tocasen el suelo durante el resto de la mañana.
Ese mes nos vimos todos los días, varias veces al día. No compartíamos
clases —ella estudiaba Arte y Literatura, y su facultad se encontraba en otra
zona del campus—, pero a veces nos coincidían las horas libres y nos
veíamos en la biblioteca, o en una cafetería, o en una sala común.
Paseábamos junto al lago y nos pasábamos horas sentadas en un banco,
viendo la nieve planear sobre las finas capas de hielo recién formadas. Vino
a mi casa y conoció a mi familia. Era la primera vez que la llamaba mi
familia. Marla intentó que no se le notara, pero la vi darse la vuelta y
enjugarse una lágrima con la punta de la cola y luego rebuscar en su bolso
hasta dar con un pañuelo.
Y no sucedió solo cuando Sonja estaba presente. Me volví más cercana
con todas. Conversé con Jeanne. Ayudé a Edith a amasar el pan. Le
pregunté a Marla cómo funcionaban los motores. No puse los ojos en
blanco cuando las cuatro se relajaban con las extremidades entrelazadas
leyendo novelas en voz alta: a Dickinson o a Shelley o a Proust.
Mi tía, cómo no, estaba encantada con esta evolución y se desvivía por
elogiar a Sonja y la invitaba a cenar a todas horas. Beatrice insistía en que
Sonja se sentase junto a ella a la mesa y de vez en cuando le mostraba su
capacidad para dragonizar parcialmente, aunque no muy a menudo, ya que
la agotaba, y además las dragonas se oponían tenazmente. Beatrice insistía
en organizar talleres de dibujo con Sonja, o jugar con ella a juegos de mesa
los fines de semana, o invitarla a asar nubes en el tejado con nuestras tías
dragonas. Sonja y yo nos pasábamos horas allí arriba, avivando el fuego y
contemplando las estrellas, o la nieve, con el peso de su cuerpo recostado
sobre el mío y con mi mejilla reposando sobre su hombro, hablando sobre
el mundo y todo lo que en él existe hasta las horas más oscuras de la noche.
Nos pasábamos cada minuto que podíamos juntas. No había suficientes
minutos en el día. Ni en toda una vida.
Su abuelo había muerto hacía dos años, pero su abuela vivía y pintaba en
un pequeño apartamento en Madison, no muy lejos del campus. Sonja iba a
verla cada domingo. La señora Blomgren no quería verme, al fin y al cabo,
mi padre había sido el causante de su desahucio, y hay heridas complicadas
de sanar. Yo intentaba no tomármelo como algo personal. Sonja jamás
mencionó a su madre, y yo seguí sin preguntar por ella. Al principio había
mirado a mi familia dragontina con timidez, luego con una creciente
curiosidad y al final con cariño. Ayudaba con el pan y aprendió sobre la
fabricación de ladrillos. Incluso se atrevió con la producción de vidrio.
—Encaja como un guante, ¿no crees? —dijo Marla una tarde cuando
estábamos terminando de fregar los platos. Sonja y Beatrice estaban
tumbadas boca abajo en el suelo, dibujando castillos. Sonja tenía la mejilla
apoyada en el puño y me miró. Sonrió. Me sonrojé. Marla hinchó las
narinas y reprimió una sonrisa—. Lo dicho —murmuró.
¿Se resintieron mis notas? Quizá un poco.
Tal vez mereciera la pena.

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40

Los exámenes finales tal como vinieron se fueron, y me pasé bastantes


noches sin dormir como para mantener mi nombre en lo alto de la lista de
las mejores notas de la clase. Uno de mis profesores, que tenía cara de
amargado, me ofreció el puesto de asistente de laboratorio de su asignatura.
«Esto suele interesarles a los alumnos que planean sacarse un doctorado.
Asumo que es tu caso.» Incluso cuando me elogiaba, parecía que escupía
vinagre por la boca. Acepté antes de que hubiese terminado la oración.
Comencé a trabajar de voluntaria un par de días a la semana en el
laboratorio de astronomía. La señora Gyzinska, no sé muy bien cómo, se
enteró de todo esto y me envió un ejemplar antiguo de Mis ideas y
opiniones, de Albert Einstein (se lo había dedicado el propio autor en el
mismo día de su publicación. Yo dudaba de que hubiese una persona en el
mundo a la que esta bibliotecaria no conociese) junto con una planta.
Adjuntó una nota que decía: «Me pareció apropiado», y nada más.
Entretanto, la abuela de Sonja me había perdonado lo bastante como para
tejerme una bufanda, y le bordó un trol de fieltro en el borde.
Haciendo balance, me pareció una buena conclusión de mi primer
semestre universitario.
No me había olvidado de la promesa que le había hecho a la señora
Gyzinska de visitar al doctor Gantz. Durante todo el semestre lo fui
anotando en mi calendario para sacar un hueco. Y cada vez, dudaba y
acababa por echarme atrás. Tenía que ir a verlo, eso lo tenía claro, y no solo
para cumplir la promesa. Tenía preguntas, muchas de las cuales no me
dejaban dormir por las noches. Pero no estaba segura de querer conocer las
respuestas.
El último día de clase antes de las vacaciones de Navidad, me planté
frente al achaparrado edificio del conjunto de la Facultad de Medicina y
subí varios pisos hasta llegar al despacho del doctor Gantz.
No había llamado ni le había dicho que iba a ir. No importó.
—¡Ah, visita! —exclamó—. Adelante, por favor.
No estoy segura de si fue por haberlo visto en la penumbra aquella
noche, pero en ese momento me pareció mucho más viejo.
Sorprendentemente viejo. Su cabeza tenía forma de champiñón y estaba
casi calvo, con manchas dispersas por el cuero cabelludo. Sus ojos
marrones parecían haber sido cálidos en algún momento, pero ahora el
glaucoma los había dejado casi azules y borrosos. Su piel de la textura del
papel tisú se arrugaba sobre sí misma y sus dedos se arrastraban sobre una
pila de papeles plagada de cifras y diagramas.
—¿Me recuerda? —le pregunté.
—¿Cómo olvidarte? Confundiste a una dragona con una vaca. —Me
sonrojé, pero él no se percató—. O con un ave. Si te digo la verdad, me
preocupó que nuestra querida Helen se hubiera confundido respecto a tu
potencial.
Me metí las manos en los bolsillos y deseé con todas mis fuerzas no
haber ido.
—Para ser sincera, yo también me lo he planteado alguna que otra vez
—admití.
Se le dibujó una sonrisa en su cara redonda, parecía una calabaza de
Halloween.
—Estaba deseando volver a verte, en realidad. Habría deseado que no
hubieses tardado tanto en venir. Como ves, no soy precisamente un
muchachito. Los hombres de mi edad caen fulminados sin previo aviso. Por
suerte, la señora Gyzinska me ha mantenido al día de tus progresos
académicos. —«Cómo no», pensé sorprendida—. Enhorabuena. —Alzó su
taza de té hacia mí a modo de congratulación—. Vas viento en popa.
Me indicó que me sentase y al momento puso a funcionar el hervidor de
agua y llamó a su secretaria para que le trajese una botella de leche y dos
tazas.
—Tranquilo, de verdad —protesté—. No es necesario. No quiero
causarle ninguna molestia.
(Tenía una pregunta, enclavada en el centro de mi ser, que se retorcía y
picaba. Pero no estaba lista para plantearla. Aún.)
—Pamplinas —dijo—. Ponte cómoda, como si estuvieras en tu casa. No
viene casi ningún estudiante a verme. Esto es una ocasión especial.
Volvió a llamar a la secretaria. Al no recibir respuesta, se levantó para
buscar la tetera. Y el té. Y una botella de leche, según parecía. Yo me quedé
sentada en la silla y esperé.
Las paredes estaban salpicadas por un caos de obras de arte, cartas
astrales, documentos antiguos y fotografías enmarcadas. Algún que otro
mapa antiguo. Carteles publicitarios impresos. No había un centímetro
cuadrado que no estuviese cubierto por algo. Las estanterías estaban llenas
de artefactos extraños y cachivaches, amén de fósiles varios y boles llenos
de escamas brillantes. Había una caja de madera abierta en el suelo, llena de
lo que parecían dientes gigantescos. También vi esculturas y vidrieras y
peonzas. Ninguno de estos objetos parecía encajar en el despacho de un
científico. Había varios grabados medievales de dragonas atacando pueblos
o sentadas serenamente sobre collados o guardando las entradas a cuevas.
Tenía como una docena de fotografías de tallas y pictografías, así como otra
imagen de un tapiz en el que aparecían hombres y mujeres bailando en
plena transformación. Había tres representaciones de la anatomía
dragontina: una moderna, una de la Ilustración y otra de un papiro del
Antiguo Egipto. Tenía una fotografía borrosa de una mujer en mitad de su
dragonización. Sus manos eran nubes. Su vestido, retales. Su cara mostraba
una expresión de rabiosa alegría.
El hervidor eléctrico borboteó y el profesor regresó a toda prisa y se
atareó en la preparación del té.
—Como te decía, llevaba tiempo esperando tu visita —dijo—. Pero
albergaba la esperanza de que, en vez de acudir aquí, me invitases a conocer
tu casa. Sé que suena un poco atrevido, pero llevo mucho tiempo en este
campo de estudio y tengo algunas... preguntas para ti. O, más bien, me pica
la curiosidad la estructura y organización de tu hogar. —Vertió el agua
hirviendo sobre las hojas de té y envolvió el recipiente con un paño. Puso
un temporizador. Se dio cuenta de que lo miraba embobada—. La
preparación del té requiere precisión si pretendes prepararlo como es
debido. Al fin y al cabo, soy científico. Y los detalles son cruciales. —Me
guiñó un ojo.
Entrelacé las manos sobre mi vientre y presioné. El olor del despacho —
espray desinfectante mezclado con polvo y humedad subterránea— me
estaba provocando náuseas. O quizá fuesen los nervios.
—¿Cuánto te ha contado? —No me hizo falta aclarar a quién me refería.
Se sentó a la mesa y se estiró los dedos. Luego posó la barbilla sobre
ellos. Sonrió.
—Ay, Dios, pues todo. Sobre ti no se ha dejado nada en el tintero. Tal
vez me haya dicho cosas que incluso tú no sabes. Así es Helen, ya la
conoces.
—Leí su librito —dije—. «Una explicación médica de la
dragonización.» Tengo una pregunta y...
—Espero que hayas olvidado todo lo que pone. Al año de haberlo escrito
descubrí que un buen porcentaje de lo que había escrito era falso. Ahora
creo que lo es casi todo.
Asentí.
—No me cabe duda. —Me di unos golpecitos con los dedos en la
barbilla, un tic nervioso que había desarrollado y que Marla me advirtió que
me provocaría espinillas—. Mi tía me lo dio hace mucho tiempo. Cuando
yo aún era pequeña.
—Ah, sí. Tu tía —sonrió—. Marla. Formaba parte del grupo al que
estudié. La ciencia nos sorprende a veces, una piedrecita nos puede aportar
información crucial sobre la composición de la montaña. Una partícula
solitaria puede desentrañar grandes secretos de las estrellas. Le tenía cariño
a Marla. Y a su... amiga especial. Estuve presente el día que se le partió el
corazón para siempre.
—Bueno —dije con el ceño fruncido—. Para siempre no. Edith ahora
vive con nosotras.
Se le iluminó la mirada. Sacó un bloc de notas y anotó algo.
—Pues, mira, jovencita, eso no lo sabía. —Hizo una pausa y dio una
palmada—. Ahora sé algo que Helen Gyzinska desconoce. Esto nunca pasa.
¡Qué maravilla! —Dio unos cuantos saltitos sobre la silla y añadió otra
frase—: Me pregunto cómo se habrán reencontrado después de tanto
tiempo.
—No tengo ni idea —respondí—. Nunca se lo he preguntado.
Cambié de postura, incómoda. Él volvió a tomar apuntes en su cuaderno.
—¿Siguen enamoradas? —preguntó el doctor, con voz ligera y tono
neutro. No levantó la vista.
La pregunta me tomó por sorpresa. ¿«Enamoradas»? Tampoco se lo
había preguntado nunca. Simplemente eran dos adultas que habían entrado
en mi vida de una forma u otra y habían invadido mi existencia y me
ayudaban de la manera que podían. Jamás me había interesado por sus vidas
interiores ni por sus motivaciones ni por sus sentimientos. Las cuatro
dragonas dormían juntas en un montón, acurrucadas en un nido que se
habían construido en un rincón. Las colas enroscadas en los vientres y las
extremidades entrelazadas. Nunca me había parado a darle un nombre a
esto, y ellas tampoco me lo habían explicado. Simplemente trabajaban
juntas y se cuidaban las unas a las otras y admiraban las cualidades de sus
compañeras y sus talentos y su humor. Simplemente estaban unidas. Se
daban las buenas noches con dulzura y se besaban por las mañanas. Y todas
eran muy buenas madres para Beatrice.
«Enamoradas.» Le di vueltas al concepto en mi mente, en un intento de
proporcionarle sentido, tamaño, forma y masa.
—Sí —respondí, comprendiéndolo por primera vez. Sentí un rayo de luz
iluminar mi mente—. Mucho. Las cuatro están muy enamoradas, creo yo.
Me llevé las manos a las mejillas. No había abrazado a Marla desde que
había vuelto, pero en ese momento sentí un deseo ardiente de hacerlo.
Pensé en Sonja. Si las dragonas estaban enamoradas, ¿cómo estaba yo? Me
pasaba los días con ella. Cada minuto que podía. Nos aferrábamos la una a
la otra. Aun así. Había una especie de neblina cuando trataba de ponerle
nombre a lo que sentía, a lo que suponíamos la una para la otra. De pronto
sentí una urgencia por saber, pero hice un gran esfuerzo para dejar ese
anhelo de lado hasta más tarde. Estaba hablando de mis tías. Miré al doctor
a la cara.
—Es increíblemente agradable.
—Claro, no lo dudo —dijo mientras anotaba en el cuaderno—. Así es el
amor. Para eso estamos todos aquí, a fin de cuentas. Y por eso nos
aferramos a la vida.
Pasamos lo que a mí me pareció un buen rato en silencio. «Ha llegado el
momento de contarle por qué he venido», me dije. Me agarré a los brazos
de la silla tal como lo haría un náufrago a su bote salvavidas, como si el
mundo a mi alrededor fuese viento y olas y el abismo oceánico.
El temporizador sonó y el buen doctor nos sirvió el té.
—Asumo que lo tomas con leche. Siempre asumo que todo es mejor con
leche, pero, claro, es que soy de Wisconsin.
Me tendió una taza. El té era casi blanco, y la nata flotaba en la
superficie como una densa balsa. Hice una mueca.
—Doctor Gantz —dije—, hay algo que debo saber. Mi padre, antes de
morir, me dijo que mi madre debería haber dragonizado. Creía que de esa
forma el cáncer quizá no la hubiera matado. —Me tembló la voz.
El doctor tomó un sorbo de té. Reflexionó un instante antes de hablar.
—He escuchado esa hipótesis —dijo al fin—. Creo que no existen
pruebas ni para confirmarla ni para refutarla.
—Entonces ¿se equivocaba? —insistí. Sentía la garganta constreñida,
como si tuviese una herida, como si me hubiese tragado un anzuelo. Hice lo
que pude para mantenerme impasible. No sé hasta qué punto lo conseguí.
El doctor Gantz dejó la taza sobre la mesa.
—No, no puedo afirmar que se equivocase. Lo único que puedo decirte
es que no es posible saber si estaba en lo cierto. Tenemos muy pocos datos.
Mira, hay gente empeñada en que la dragonización solo afecta a las mujeres
y que se trata de una cuestión de voluntad: en otras palabras, que se trata de
mujeres malvadas que toman malas decisiones. Malinterpretan los datos
para validar una conclusión ineludible y un punto de vista limitado. Por
suerte, disponemos de suficientes pruebas para rechazar la primera noción.
A pesar de que el sexo de la mayoría de las personas que han dragonizado
es femenino, el organismo humanodragontino es más completo de lo que
pensamos en un principio. Sí que apoyo, con reservas, la teoría del albedrío;
no obstante, con la condición de que algunos individuos sienten la
necesidad de dragonizar con tal intensidad que se convierte en una fuerza
inexorable. No serían capaces de resistirse aunque lo intentaran. —Se
encogió de hombros—. Esta condición es multifactorial. —Volvió a dar un
sorbo de té—. Respecto a tu madre. Se podría argumentar que quizá el
propio cáncer fuese lo que le impidió transformarse. Pero no estoy seguro
de si me creo eso. También se podría argumentar que el cambio podría
haber interrumpido la progresión de la enfermedad por la reorganización de
los tejidos y las células. Quizá eso encajase si su cáncer estuviese activo,
pero en 1955 se encontraba en remisión. Las dragonas mueren por muchas
causas: neumonía, ataques al corazón, insuficiencias orgánicas, y, sí,
también cáncer. Solo porque vivan más años que los humanos y porque
existan diferencias notables en su anatomía, respiración, metabolismo y
otros sistemas, no significa que sean inmunes a la enfermedad y a la muerte.
Tu madre murió de cáncer. La forma que presentara en el momento de su
fallecimiento es irrelevante, pero eso no hace que la pérdida sea más fácil
de sobrellevar. ¿Te ayuda en algo?
Me sentí molesta por razones que al principio no podía comprender. Me
erguí en la silla, incliné el cuerpo hacia delante. ¿Estaba siendo agresiva?
Quizá.
—El cuerpo de mi madre —dije con cautela— no era «irrelevante». —
Sentía las mejillas arder.
—Por supuesto que no. No pretendía dar a entender eso. —Le dio otro
sorbo al té, cerró los ojos y ordenó sus pensamientos. Parecía no
preocuparle mi repentina rabia. Quizá estuviese acostumbrado a ser el
blanco de la ira de la gente—. Se podría argumentar que nunca sintió la
necesidad de transformarse como el resto de la gente. Pero también me
parece poco probable. Lo más cabal es pensar que sintió la llamada, y de
forma muy potente, sin embargo, decidió quedarse aquí: escogió ese
cuerpo, esa vida, a pesar de sus limitaciones y a pesar de que sería segada
demasiado pronto. Incluso las cosas imperfectas pueden ser valiosas. La
elección en sí misma lo es. Lo ínfimo y lo grandioso de una vida humana no
cambia el honor y el valor fundamentales en cada manifestación de la
persona. Creo que no es útil ponderar si tu madre tomó la decisión adecuada
o no, dado que eso no existe, ¿entiendes? Lo único relevante es que fue.
Vivió. Os crio a ti y a Beatrice lo mejor que pudo y durante el mayor tiempo
que le fue posible y os quiso cada segundo de su existencia. Y su vida fue
valiosa.
Tenía más preguntas, pero no estaba segura de tener la fuerza para
plantearlas. Quizá fuera verdad que el cáncer habría acabado con ella
hiciera lo que hiciese. O tal vez le asustara lo que sería una vida sin
ataduras. O puede que no confiara en la capacidad de mi padre para criarnos
solo. O, simplemente, mi madre me quería hasta tal extremo. ¿Fue el amor
o el miedo lo que la impulsó a quedarse? No había forma de saberlo. Lo
único que era seguro era que la echaba de menos. Noté una oleada de duelo
impactar contra mí.
Miré el reloj.
—Tengo que estar en el laboratorio dentro de un rato, de modo que
necesito darme prisa. Hablaré con mi tía Marla y miraremos cuándo nos
viene bien que venga de visita. Seguro que la señora Gyzinska le ha
hablado de mi hermana.
Se le encendió la cara.
—¡Sí! Un caso interesantísimo. Jamás me había encontrado con una
situación similar, ni en las investigaciones actuales ni en los documentos
históricos. Una niña verdaderamente extraordinaria. ¿Alguna vez ha
dragonizado del todo y luego ha retomado su forma humana?
—Del todo no. Normalmente solo cambia ciertas partes del cuerpo. Si ha
dragonizado del todo, yo no lo he visto. Solemos pedirle que vuelva a ser
una niña. Por si acaso.
El doctor escribió algo.
—¿Por qué crees que lo hacéis? —quiso saber.
Nadie me había preguntado eso. Abrí la boca, pero no salió nada. Pensé
en las reglas de mi madre. En sus silencios. En la ira repentina. En la
bofetada. Me dijo que lo comprendería algún día. Solo que nunca llegué a
hacerlo. En cambio, la bofetada salió de mí de formas oblicuas e
inesperadas. En mi explosión de rabia contra la señora Gyzinska aquel día
en la biblioteca. Contra Beatrice cuando vi su cuaderno lleno de dragonas.
Se mostró en mi terror a quedarme sola. El miedo de mi madre se convirtió
en el mío propio, tanto si lo quería como si no. Percatarme de esto me hizo
ahogar un grito.
—No puedo perder a mi hermana —le dije, mientras grandes lágrimas
anegaban mis ojos y resbalaban por mis mejillas. Estaba anonadada. No
tenía intención de llorar.
—¿Qué es lo que hace que pienses que la perderás? —Negó con la
cabeza en un estado de desconcierto y anotó algo—. Toda una vida
investigando y todavía nadie entiende ni lo básico —murmuró para sí.
Garabateó otra cosa en un trozo de papel y me miró con los ojos
entrecerrados.
—Beatrice y yo solo nos tenemos la una a la otra —susurré, cosa que no
respondió a su pregunta. Estas palabras me salían de forma automática y
por primera vez me di cuenta de lo vacías que sonaban. Llevaba diciendo
esa frase tanto tiempo que jamás me había parado a pensar lo rápido que
una perogrullada reconfortante podía convertirse en una limitación, o en
una trampa.
El doctor se inclinó hacia delante.
—A ver, para empezar, está claro que esa creencia ya no es verdad. Hay
más seres en tu vida. De hecho, vives en una casa llena de individuos que
arriesgarían todo por protegeros y cuidaros a ti y a Beatrice. Ambas formáis
parte de algo mayor que vosotras. ¡Qué maravilla! Ojalá todos tuviésemos
esa suerte. A pesar de que es comprensible que en otro tiempo te
preocupase que la dragonización de tu hermana te la arrebatase, creo que la
experiencia reciente debería haberte quitado esa noción de la cabeza. En
estos momentos, las familias mixtas de dragonas y humanos, tanto
formadas por nacimiento como creadas según circunstancias y lazos
compartidos, se cuidan y se sientan a cenar juntas y hacen planes y de vez
en cuando discuten y siguen con sus vidas, tal como siempre ha sido. Te
estás aferrando a un miedo que no es compatible con la realidad actual.
¡Déjalo atrás! —Se terminó el té y se quedó en silencio durante un rato
largo. Me miré las manos—. Básicamente, tienes una decisión que tomar: o
fuerzas a tu hermana a mantener la forma que conoces o la aceptas tal como
ella quiere ser. Pero plantéate esta cuestión: ¿sería tan terrible tener otra
dragona más en casa? ¿No pelearías tanto por ella, no protegerías sus
intereses ni la querrías y la cuidarías como siempre lo has hecho?
—Pero en el colegio... —empecé sin convicción.
Apartó la idea con la mano.
—¡Burócratas cerrados de mente! —bufó—. ¡No me hables de esa
gentuza! Llevo peleándome con payasos como ellos durante toda mi
carrera.
No sabía qué decir. Miré el reloj. Iba a llegar tarde, sin lugar a dudas.
Pero no estaba lista para marcharme. Me tragué el resto del té, lo que puso
al doctor Gantz muy contento, no sé por qué razón.
—¿Quieres más? —ofreció.
—No, gracias. Me tengo que marchar.
Me coloqué la correa de la mochila en el hombro. El doctor Gantz me
puso la mano sobre el brazo.
—¿Quieres que te dé un consejo? Deja que dragonice. Puede que se
quede en ese estado. Puede que no. Pero no tiene sentido evitar que una
crisálida se abra si está lista. De hecho, eso podría provocar la muerte de la
criatura que alberga en su interior. Yo elegiría tener a Beatrice a mi lado, en
la forma que fuese —dijo el doctor Gantz. Volvió a estirar los dedos y se los
puso bajo la barbilla—. Y, si no te importa, me encantaría presenciar su
transformación. En pos de la ciencia. Quizá no sea tan extraordinaria como
creemos, pero la información de la que disponemos es escasa. La única
forma de contrarrestar el pensamiento retrógrado y las malas ideas es la
examinación de los hechos y la publicación de los datos. Siempre lo he
creído. —Entrelazó los dedos a modo de plegaria—. Por favor —dijo.
Lo admito: no vi con buenos ojos la propuesta del doctor Gantz.
—Me lo pensaré —dije. Mi tono de voz era llano. En aquel momento,
eso significaba que no. Una cosa era que yo dejase las precauciones de lado
y permitiese que mi mayor miedo se hiciese realidad, sin pensar en las
consecuencias y sin saber cuál sería el resultado emocional, biológico y
situacional (y sí, comenzaba a comprender, con mayor claridad, que mi
miedo era muy probablemente infundado), pero aceptar que un hombre al
que apenas conocíamos presenciara algo tan... privado, e incluso tomara
apuntes que quizá intentaría publicar en una revista que revisarían otros
investigadores... Bueno, ya veríamos. La ciencia está muy bien y todo eso,
pero los científicos también deberían darse cuenta de cuándo se están
pasando de la raya. No quería que mi hermana se convirtiese en una rata de
laboratorio, a pesar de que fuese con buenas intenciones.
No le dije nada de esto a él.
—Gracias, doctor Gantz —dije—. Me alegro de que hayamos podido
conocernos.
Y me fui.

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41

No les conté a Marla y a las tías lo que me había aconsejado el doctor Gantz
cuando volví a casa. Apenas podía verbalizarlo en mis propios
pensamientos. Solo de pensar que no sería posible trenzarle el pelo a
Beatrice, ni sentarla sobre mi regazo, ni tomarla de la mano al andar me
dolía como si me atravesasen el corazón con una aguja. Y a pesar de que no
comenté con nadie qué había hablado exactamente con el doctor Gantz, sí
que le mencioné a Marla su deseo de visitarnos y conocer a toda la familia.
Creía que lo rechazaría sin pensarlo dos veces. En cambio, y para mi
sorpresa, Edith y ella se mostraron eufóricas por verlo de nuevo y hablar de
los viejos tiempos, de modo que lo llamaron de inmediato y lo invitaron a la
cena de Navidad. Ya habíamos invitado a Sonja y a su abuela —y sabe Dios
a cuántas dragonas más, aparte de a algunos tenderos del mercado—, así
que ¿qué importaba añadir a uno más? A mí me mosqueaba tener a tanta
gente alrededor de la mesa navideña. Siempre habíamos pasado las fiestas
Beatrice y yo solas. Y ahora éramos muchos. Costaba acostumbrarse al
cambio.
Las clases de Beatrice terminaban una semana más tarde que las mías, y
sus vacaciones no empezaban hasta el día de Nochebuena, cosa que le
parecía profundamente injusta. Yo había organizado mis horarios para tener
libre cada día a las tres y media para poder recogerla del colegio y
acompañarla hasta casa. Como en los viejos tiempos. Antes de mudarnos.
Antes de vivir con dragonas. Quería que Beatrice supiese que había algunas
cosas que jamás cambiarían.
Bueno, sí que hubo un cambio: ahora me acompañaba Sonja.
La nieve caía lentamente del cielo mientras aguardábamos a la puerta del
colegio. Estábamos delante del patio, frente a la puerta principal, sentadas
una al lado de la otra en uno de los bancos que allí había. El timbre aún no
había sonado, pero el sol ya estaba bajo, justo por encima de las copas de
los árboles, y ya sabíamos que quedaba poco para que llegase el ocaso.
Varias madres merodeaban por delante del colegio, mirando el reloj,
pateando el suelo con las botas para calentarse los dedos de los pies. Nos
ignoraban. Ninguna de nosotras era una madre, según podían ver, de modo
que les resultábamos completamente indiferentes. Cosa que me parecía
estupendamente. Yo solo quería hablar con Sonja.
Sin embargo, resultó que no tenía mucho que comentar.
—Estás callada —observó. No había petulancia en sus palabras, ni una
pizca de disgusto. Simplemente constataba un hecho. Me pasó el brazo por
detrás de la espalda y me abrazó durante un momento.
—Ya lo sé —dije.
El consejo del doctor Gantz se me había alojado en el centro de mis
entrañas como una piedra pesada. No había dormido. Había entrado de
puntillas en el cuarto de Beatrice por la noche y me había echado en el
suelo, junto a su cama, justo como había hecho mi madre, mirando a la
ventana, con los ojos llenos de estrellas.
—Tengo mucho en lo que pensar, supongo.
Me giré para mirar a Sonja. Gruesos copos de nieve se le pegaban al
cabello y a las pestañas. Relucían en la oblicua luz de la tarde. Era tan
guapa que apenas podía respirar. Tomé su mano enguantada en la mía. Y,
luego, me aproximé a ella y la besé. En la mejilla. Luego en la frente.
Luego en la boca. ¿Alguien se percató? ¿Alguien nos vio? Ni lo sabía ni me
importaba. ¿Qué otra cosa podía hacer ante esa belleza? El aroma a clavo y
pintura. El aroma a canela y algo más, algo oscuro y ligeramente acre,
como el humo. Sus labios agrietados, su pálido cabello pegado a mi piel
húmeda. No existía nadie más en el universo. Éramos un universo de dos.
«Podría ser así de feliz toda mi vida», pensé al principio.
«Pero ¿y Beatrice? —pensé después—. ¿No merece ella ser feliz?»
La piedra que tenía en el abdomen se volvió aún más pesada.
Sonó el timbre y los niños comenzaron a salir en tromba, corriendo hacia
los autobuses o hacia sus bicicletas, o dirigiéndose a casa en pequeños
grupitos. Sonja y yo nos pusimos de pie y nos separamos (a pesar de que un
hilo nos unía a través del espacio que nos separaba). Vi a Beatrice emerger
por la puerta principal. Llevaba la mano sobre las cejas, como una visera, y
examinaba la zona. Se le relajaron los hombros cuando nos localizó.
Arrastraba su mochila como si pesase una tonelada y se movía a trancas y a
barrancas por la nieve.
«Lo he hecho —pensé—. Lo voy a hacer.» Intenté mantenerme en el
presente. Pero era difícil.
—Hola, Beatrice, cielo —la saludó Sonja.
—Me alegro de verte yo también —dije.
Beatrice pasó por nuestro lado. Sin abrazos. Sin mil historias. Sin
canciones improvisadas. No saltó sobre las piedras ni hizo piruetas en los
bancos del parque. Sus tías dragonas le habían peinado los rizos y los
habían amarrado en dos moños a ambos lados de su cabeza, como una
valquiria, en los que Beatrice había clavado cuatro lápices, dos colores, seis
rotuladores y un compás. Me sorprendió no ver su cepillo de dientes allí
clavado. Beatrice frunció el ceño y siguió caminando hacia casa sin decir ni
una palabra. Sus ojos dragonizaron de emoción, pero volvieron a su forma
normal antes de que yo pudiera decirle nada.
¿Cuántas veces le había pedido que no dragonizase en el colegio? Y
¿para qué? ¿Merecía la pena? Beatrice sorbió por la nariz y se frotó los
ojos. Durante un breve momento le aparecieron escamas doradas por la
nuca.
Había tres dragonas en mi clase de Física y otras cuatro en mi grupo de
Civilización Occidental. Había voluntarias dragontinas en la biblioteca y
varias en el laboratorio de Ingeniería Nuclear, y al menos dos profesoras
habían dragonizado en mitad de una clase durante el semestre y
simplemente habían retomado la lección donde la habían dejado. ¿Cuántas
veces le había querido contar a Beatrice todo esto? Casi cada día. Pero no
quería confundirla, de modo que me guardaba esta información para mí, lo
que la hacía sentir aún más sola.
—¿Te apetece quedarte un rato a jugar? —ofrecí—. Algunos de tus
amigos están en el parque. —No estaba segura de que fuesen sus amigos.
Me di cuenta de pronto de que no había jugado con otros niños últimamente
—. Sonja y yo podríamos acompañarte.
—No, gracias —respondió. Su cara, normalmente activa, estaba plomiza
y quieta.
—Ah, vale —dije, tratando con todas mis fuerzas de que no se notase
que estaba herida, pero sin éxito—. Lamento que hayas tenido un mal día.
Beatrice me lanzó otra mirada. Ojos dragontinos. Boca dragontina.
Volvieron a su estado normal.
—No he tenido mal día. Es solo que... —Clavó la vista en el suelo—. A
mis compañeros de clase no los acompañan sus hermanas mayores a casa.
Como bebés.
Sonja me apretó la mano y me soltó. Rodeó a Beatrice con el brazo
durante un momento.
—Me acabo de acordar de que tengo que ir a ayudar a mi abuela a mover
un objeto muy pesado —dijo—. Me habría encantado acompañarte a casa,
pero me tengo que ir.
Me miró a los ojos y alzó una ceja. Sonja era una persona muy perspicaz.
Mucho más de lo que yo llegaría a ser en mi vida.
Se acercó y me plantó un beso en la mejilla.
—Tenéis mucho de qué hablar —me susurró, sus labios acariciaron mi
oreja. Me vibró la piel y caldeó todo mi cuerpo.
Mientras se alejaba por la nieve, su contacto permanecía sobre mi piel,
como un fantasma.
Beatrice le dirigió a Sonja un saludo con la mano y luego siguió
avanzando bajo el peso de su mochila. Me incliné sobre ella y se la quité
para llevarla yo.
—Perdona, Bea —le dije—. No hago más que meter la pata.
—No pasa nada. Olvídalo. Quiero caminar sola.
Apuró el paso y me dejó atrás. No intenté alcanzarla. Le dejé caminar
mientras observaba el impulso de sus pasos, el arco de su espalda. Como si
estuviese esperando el momento de que le brotaran las alas. Aguardando
ese instante para salir volando, desatada del abrazo de la gravedad, su
silueta recortada contra el cielo. Sabía lo que era que te abandonasen, ya lo
había experimentado cuando mi tía había dragonizado, cuando mi madre
había muerto, cuando mi padre nos había relegado a aquel apartamento sin
tan siquiera mirar atrás. Cada una de esas experiencias había dejado un
hueco, una falta, un agujero en el universo que debería haber estado lleno
de amor. ¿Cómo llevaría la marcha de Beatrice? Me imaginé de pie en el
suelo, buscándola sin descanso: el cuello permanentemente estirado, la
mano haciendo visera, la mirada constantemente aguzada. ¿Sería así mi
vida?
Cuando llegamos a casa, Beatrice abrió la pesada puerta de acero con
una fuerza asombrosa y salió corriendo hacia las escaleras. Se detuvo para
mirarme, señalarme y decirme: «No me sigas», y tras una pausa añadió:
«Por favor». Luego salió zumbando. No pude más que mirarla irse.
Había manifestaciones de dragonas por todo el país. Y de familias de
dragonas. Y de gente que apoyaba a las dragonas. Y yo ¿qué estaba
haciendo? Me dirigí hacia la sala grande y me encontré a todas las tías con
las manos en la masa, cociendo el pan y preparando galletas y marinando
carne. Cantaban canciones y se alentaban las unas a las otras.
Escuché a Beatrice subir las escaleras con gran estruendo y cerrar la
puerta de su habitación de un portazo. Me apoyé contra la pared de ladrillo
y deslicé el trasero hasta el suelo. Posé la barbilla sobre las rodillas y me
esforcé por no llorar.
Mi tía alzó la vista y se fijó en mi cara.
—Alex —dijo—. Alex, cielo, ¿qué pasa?
Las otras dragonas dejaron lo que estaban haciendo. Se limpiaron las
garras en los trapos de cocina y me rodearon. Sus caras rebosaban cariño y
preocupación. Mi familia. Era obvio que no podía ocuparme de todo yo
sola. No me cabía duda de que debía hablarlo con ellas. Suspiré y puse mi
mano sobre la garra de Marla. Me apretó los dedos.
Reposé la barbilla sobre las rodillas y acerqué los tobillos al cuerpo.
—Señoras —dije. Me detuve y negué con la cabeza—. O sea, mis
queridas tías. Si hubieseis podido detener vuestra dragonización, como si de
un interruptor se tratase, ¿lo habríais hecho?
Marla emitió un ruido como si le hubiesen dado una patada en el
estómago. Se cruzó de brazos y me dio la espalda.
—¿Y tú, Jeanne? Si un médico apareciese y te dijera: «Toma, esta
medicina te hará desdragonizar». ¿La tomarías?
—¡Claro que no! —afirmó Jeanne—. Ya sé adónde quieres ir a parar,
pero creo que nuestra situación...
No la dejé terminar.
—¿Y tú, Clara? —Esta miró al techo, evitando encontrarse con mis ojos
—. ¿En algún momento has intentado... dejar de ser una dragona?
Clara negó con la cabeza.
—Por supuesto que no —susurró, apretando los labios—. No digas
tonterías.
—Edith —continué—. Encontraste a Marla donde menos lo esperabas, y
fue el amor de tu vida. Habías planeado largarte cuando terminase el
servicio militar. También habría funcionado. Sin embargo, te resultó
demasiado esperar. La dragonidad creció en tu interior, ¿verdad? Una
profunda e imparable...
—Alegría —terminó Edith por mí, con la voz tomada. Asintió y
pestañeó rápidamente, como para alejar las lágrimas—. Era una honda
alegría. —Suspiró, miró a Marla y la tomó de la mano—. Creía que Marla
me seguiría. Ese mismo día, a poder ser. Como el sol que sigue a la
tormenta. Y seríamos felices para siempre.
Marla se llevó las manos a la cara. Se le entrecortó la respiración y su
cuerpo comenzó a temblar. Yo seguí insistiendo.
—Sin embargo, Marla, no lo hiciste. Sentiste la llamada en aquel
momento, una necesidad grande e inexorable, y la rechazaste. Al menos
durante un tiempo.
Mi tía suspiró hondo.
—Mis padres habían muerto. Y mi hermana aún estaba en el instituto. Y
me necesitaba. No podía abandonarla. Aún no era capaz de decir que sí.
—Y yo no fui capaz de decir que no —añadió Edith—. Y no me
arrepiento. Fue demasiado fantástico.
Lo consideré.
—¿Qué coste tuviste que pagar, Marla?
Mi tía pegó la frente al suelo. Se estremeció.
—Uno muy elevado —dijo—. Tenía a mi hermana. Te tenía a ti. Tenía a
Beatrice. Y todo eso era maravilloso. Pero el coste fue muy elevado.
Edith y Jeanne se arrodillaron una a cada lado de Marla y la rodearon
con los brazos.
—Lo comprendo —dije. Me presioné las mejillas con las palmas de las
manos y luego me tapé los ojos. No me sentía capaz de mirarlas—. Ahora
lo entiendo todo. Señoras, tenemos un problema. Beatrice es muy
desgraciada. Cada día es más difícil evitar que dragonice. Todo su ser lo
está pidiendo a gritos. En el colegio. En casa. Todo el tiempo. No puede
seguir así. Le está haciendo daño.
Me levanté y me metí las manos en los bolsillos. Las costillas me
temblaban un poco. Edith se estiró y me puso la garra sobre el pie. Me miró
firme, sus ojos estaban húmedos de amor y preocupación. Clara me posó la
cola sobre el hombro. Jeanne alargó el cuello y presionó su frente contra la
mía para demostrarme que estaba allí. Nunca había tenido una familia así,
ni siquiera cuando mi madre aún estaba viva y los cuatro vivíamos bajo el
mismo techo. No estaba sola. Jamás lo estaría. Me acerqué a Marla y me
arrodillé ante ella. Al fin, me miró a los ojos.
—Está en su cuarto y de verdad creo que es necesario darle un poco de
intimidad. Señoras, ha llegado el momento. Me he resistido mucho, pero sé
que he obrado mal. Todas nos hemos equivocado. Beatrice lo necesita.
Necesita la libertad para ser ella misma. Tal vez dragonice o tal vez no, pero
debe ser elección suya. No más reglas. No más límites. Puede dragonizar
parcial o totalmente, o ir cambiando cuando le apetezca, o quedarse
atrapada en una de las formas. No es decisión nuestra. Sino suya. Si en el
colegio no lo aceptan, pues peor para ellos.
De pronto me sentí exhausta, como si mis huesos se hubiesen convertido
en papilla.
—Pero, Alex —dijo mi tía.
—¡¿Y sus estudios?! —exclamó Edith.
—La educaremos entre todas —afirmé—. En algún momento volverán a
aceptarla en el sistema escolar. Prefiero que estudie en la biblioteca a que
pase un solo día más siendo así de infeliz. No tiene por qué dragonizar hoy
mismo, pero debe saber que le está permitido hacerlo.
—Es que... —comenzó Jeanne. Hizo una pausa y sacó un pañuelo
bordado—. Es que la queremos muchísimo. Nosotras éramos adultas
cuando nos transformamos. Sabíamos en lo que nos estábamos metiendo.
¿Y si cambia de opinión y no puede volver atrás? —Se sonó la nariz con un
rugido tremendo.
Me encogí de hombros.
—Si algo conoce Beatrice es su propia mente. Desde siempre ha sido así.
Y si se queda atrapada, será porque su naturaleza se está reafirmando a sí
misma. Si puede cambiar a voluntad, pues será que a lo mejor algunos niños
tienen esa capacidad. Incluso quizá también algunas mujeres puedan. Nadie
sabe nada porque nadie se atreve a hablar del tema y nadie se molesta en
formular estas preguntas, y mucho menos en contestarlas. Yo misma entre
ellos. Y es una tontería. Vivo en una casa llena de dragonas. Mis dudas no
tienen sentido. Si existe una niña que deba sentirse cómoda dragonizando si
le da la real gana, es Beatrice.
Mi tía me sostuvo la mirada durante un buen rato.
—Si dragoniza y no puede volver a su forma de niña, ¿no te importaría
que yo me ocupase de su educación?
Noté que algo se reorganizaba en mi interior. Me acerqué a mi tía y le di
un abrazo. Giró la cara, tratando de que las lágrimas hirvientes no tocasen
mi piel humana.
—Te quiero mucho —le dije—. Claro que no me importaría. Es tu hija,
Marla. Es hora de que se lo contemos. Es el momento de que comprenda
cuánto has sufrido y lo que has tenido que sacrificar y cuánto la quieres. Es
tu hija, Marla. Y yo también. Te considero una madre tanto como a mi
propia madre. Ojalá me hubiera dado cuenta de esto antes.
Mis tías me levantaron en volandas. Mis zapatos se zarandeaban a unos
cinco centímetros del suelo. Sus cuerpos eran suaves y bastante cálidos.
Resultaba agradable, en realidad, que me abrazase gente que me quería. No
recordaba la última vez que ese hubiera sido el caso.
No sucedió de inmediato. Pasamos el resto del día en estado de alerta,
aguardando la transformación. En cambio, Beatrice solo se relajó, ayudó a
adornar la casa y a decorar las galletas. Fregó su plato y ayudó a barrer, se
lavó los dientes sin que nadie se lo tuviese que pedir y se fue a la cama sin
rechistar. Al día siguiente era Nochebuena y fuimos a la iglesia a
medianoche para oír una misa especial para familias mixtas que tuvo lugar
al aire libre. Beatrice y yo nos sentamos en brazos de una de nuestras tías
dragontinas y la caldera de sus barrigas nos dio calor. Yo medio esperaba
que dragonizase entonces, delante de toda esa gente. Pero no lo hizo.
Beatrice se quedó dormida justo antes de la segunda liturgia.
A la mañana siguiente, se levantó como un resorte y corrió a abrir sus
regalos bajo el árbol. Todo el edificio estaba impregnado de los aromas a
canela y clavo, a manzanas y a pavo asado, a azúcar y a chocolate y a nata.
Sonja y su abuela, y el doctor Gantz, llegaron a la fiesta de Navidad a las
dos de la tarde. Desde el primer instante fue evidente que el doctor Gantz se
sintió atraído por la señora Blomgren: se puso nervioso y se le trababa la
lengua; además, cada vez que abría la boca, se sonrojaba. También
habíamos invitado a la señora Gyzinska, pero nos informó de que había
pillado un resfriado y le resultaría imposible asistir. (No nos contó que
estaba ingresada en el hospital. De esto me enteré más adelante.) Cantamos
villancicos y leímos relatos y Beatrice tocó una canción con la flauta y
Sonja entonó cánticos típicos noruegos mientras sus largos dedos tañían
acordes y arpegios en la vieja mandolina de su abuelo. Las dragonas se
mostraron cariñosas las unas con las otras, y Sonja y yo nos sentamos
abrazadas y muy juntas en el sofá. Nadie nos impedía hacerlo.
La dragonización comenzó tras la cena y los villancicos, justo antes de
que Edith presentase su maravilloso tronco de Navidad, con capas de
bizcocho de chocolate y ganache y nata montada, rematado con hojas de
acebo de hilo de azúcar.
—¿A alguien le apetece algo dulce? —preguntó Edith. Se bamboleaba
un poco de tanto vino y de tantas risas.
Beatrice se levantó.
—Sí, pero. —Y se calló. Se llevó las manos al corazón.
Mis ojos se agrandaron. Tomé a Sonja de la mano.
—Ah —dijo Beatrice, sus ojos brillaban dorados—. Ah.
—¿Beatrice? —pregunté.
Jeanne, que anduvo muy rápida, apartó los muebles para hacer sitio.
Clara llenó un caldero de agua, por si acaso. El doctor Gantz sacó su bloc
de notas. Sacó una cámara de su bolsa y se la tendió a Sonja.
—Por favor, saca tantas fotos como te sea posible. Intenta mantener la
cámara quieta. Es en pos de la ciencia, al fin y al cabo.
No sé cómo supo que debía confiarle a ella esta tarea. Quizá fuese por su
carácter impasible y su pulso de acero. En cualquier caso, aún conservo las
fotografías, después de tantos años. Siguen siendo extraordinarias.
El doctor Gantz formulaba una pregunta tras otra y escribía tanto si
obtenía respuesta como si no.
Beatrice no dijo nada. La vi alzar la cara hacia el cielo, hinchar y
deshinchar el pecho. Tenía la boca abierta, como si su alma escapara en
cada suspiro. En su cara se reflejaba la felicidad más absoluta. Me acerqué,
me arrodillé en el suelo. Puse mi mano sobre la suya: estaba tan caliente
que me dolía, pero no la solté, sino que entrelacé mis dedos con los suyos.
Le di un beso en la mejilla. Me salieron ampollas en los labios, pero solo un
poco.
—Está bien, Bea —le aseguré—. Está bien. Estamos juntas, tú y yo, y
eso nada lo va a cambiar. Tú eres tú, y yo soy yo, y nosotras somos
nosotras, y eso es bastante genial.
Se giró, abrió los ojos. Eran anchos y grandes y dorados. Refulgían tanto
que tuve que entrecerrar los míos.
—Alex —dijo Beatrice, con la voz tomada. Se le estiraba la piel. Le
brillaba la lengua. Aún tengo cicatrices en las manos de haberle tomado las
suyas y haberlas apretado fuerte. No la solté por nada. Su piel emanaba luz
—. ¿Lo sabías, Alex? ¿Sabías lo grande que puede ser el mundo? ¿Lo
sabías?
«Ay, Beatrice, sí. Al fin lo sabía. Y aún lo sé.»
Su piel cayó como pétalos. Soltó un rugido que hizo retemblar los
ladrillos, tiró los libros de las estanterías y vibró en mis huesos.

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42

Para sorpresa de nadie, a Beatrice la expulsaron del colegio. Marla, Edith,


Jeanne, Clara y yo entramos en tromba en el despacho del director, con
Beatrice a la zaga a regañadientes, y exigimos que se la readmitiese en
clase. Cuando el director se negó, exigimos que nos lo pusiera por escrito.
Los periodistas y los fotógrafos del periódico de la universidad (todos
amigos de Sonja) aguardaban en el pasillo. Plantearon preguntas y
plasmaron la historia en primera plana al día siguiente. En una semana,
apareció también en la prensa de Milwaukee, luego en la de Chicago y a
finales de mes, se habían publicado varias historias similares en periódicos
de todo el país. Parecía que no éramos las únicas dispuestas a montar un
escándalo para proporcionar acceso a la educación a una niña recién
dragonizada.
A pesar de todo, Marla y las demás tías estaban encantadas con educar
en casa a Beatrice y se repartían las tareas de forma equitativa. Mi hermana
se lo tomó con un entusiasmo sorprendente. Jeanne construyó un espacio de
aprendizaje en una esquina con un escritorio de tamaño dragón, varias
estanterías e incluso un laboratorio improvisado para las lecciones de
ciencias. Clara le enseñaba Economía Doméstica e Historia, Edith se
encargaba de Literatura y Retórica, y Marla impartía Matemáticas y
Mecánica de coches. Jeanne era la responsable de Ciencias y de Educación
física, y no me preguntes cuál era el temario de esta última, porque no tengo
ni idea. Beatrice me había mencionado algo llamado «danza del fuego» y,
para ser sincera, ya el nombre me dio tanto miedo que preferí cambiar de
tema. Según descubrí, mi madre tenía parte de razón: a veces es mejor no
hacer preguntas.
A través de los vendedores del mercado se pusieron en contacto con
otras familias que tenían hijas dragonizadas, de modo que Beatrice tenía
compañeras y colegas, y, más adelante, grupos de estudio. Organizaba
juegos y tramaba planes similares a cuando vivíamos en el viejo
apartamento, pero ahora sus compañeros de juegos podían volar. Y escupir
fuego. Yo apreté los dientes y esperé que todo saliese bien. Beatrice, al
haberse librado de ataduras y restricciones, era mucho mejor compañía.
Seguía cambiando de forma de vez en cuando, pero el proceso le resultaba
tan arduo y la dejaba tan exhausta que no era capaz de hacer nada el resto
del día. Normalmente prefería ser dragona y solo niñizaba en contadas
ocasiones. Decía que a veces le gustaba sentirse pequeña. La comprendía.
Yo también era pequeña. Y me encantaba. Beatrice se reía a menudo y
ayudaba con las tareas de la casa y llenaba cada estancia con su luz. Su
mente era un río inagotable de ideas y preocupaciones y preguntas y planes.
Quería comprender el mundo entero. No pretendo dar a entender que todo
fuera perfecto. Pero estábamos bien. Todas opinábamos lo mismo.
En mi caso, esto supuso un gran cambio en cómo entendía mi vida. Ya
no estaba a cargo de Beatrice. Marla y las tías eran sus cuidadoras
principales. No solo eso, tampoco tenía que encargarme yo sola de mi
propia vida. Marla y las demás dragonas me ayudaban con las finanzas y se
aseguraban de que durmiese lo suficiente, insistían en que comiese de
forma equilibrada y me recordaban que me tomase mis vitaminas. Se
preocupaban cuando mis mejillas palidecían o cuando me daba la tos.
Acogían a mis amigos cuando venían de visita y hacían la vista gorda
cuando Sonja se quedaba a dormir. Aconsejaban sin entrometerse;
escuchaban sin juzgar; se preocupaban sin agobiarme. Me pedían consejo
sobre los intereses, el comportamiento o el aprendizaje de Beatrice. Dado
que compartíamos estas responsabilidades, por primera vez en mi vida
podía ser una estudiante: inmersa en la vida de la mente y en la práctica de
la investigación sin el peso de la preocupación. Marla, de nuevo, se
convirtió en el pilar que sostenía mi vida. Se abría un futuro ante mí lleno
de posibilidades, todo gracias a su apoyo.
La gratitud es un sentimiento extraño. Se parece muchísimo a la alegría.
Me reuní con algunos de mis profesores para hablar de la posibilidad de
cursar un doctorado. Le escribí a la señora Gyzinska para que me
aconsejase sobre el tema (tenía varias opiniones) e incluso contacté con el
señor Burrows, aunque él me respondió usando su nombre real desde su
nuevo laboratorio en la Universidad de Nuevo México. Comencé a planear
mi futuro: lo que en algún momento me había parecido una carrera hacia un
precipicio ahora me parecía un sendero interesante en un hermoso bosque
que quizá llegase a la cima de una montaña o quizá no. Y era verdad, las
posibilidades de que coronara esa cima eran inciertas, pero, ¡ay!, ¡qué
montaña! Y, ¡ay!, ¡qué vistas! Y qué placentero resultaba avanzar.
El nuevo semestre dio comienzo y me volqué en mis estudios y en la
investigación. Trabajé en el laboratorio y me uní a grupos de investigación
e incluso conseguí becas para mis propios proyectos. Me ofrecí voluntaria
para hacer el turno de noche de los jueves y los viernes en el observatorio,
hasta las dos de la madrugada. Sonja me acompañaba los viernes y se
dedicaba a estudiar o a trabajar en sus obras de arte o a relajarse o a echar
siestas en el sofá hasta las altas horas en las que terminaba mi turno. De vez
en cuando, me tomaba un descanso solo para tocarle la cara, o el pelo, o
posarle el brazo en la espalda. No escondía el hecho de que éramos pareja.
Si alguien tuvo un problema con ello, no lo mencionó. Dejar patente de vez
en cuando que vives con cuatro dragonas tiene ciertos beneficios.
A veces, Sonja y yo nos quedábamos toda la noche en el observatorio.
Estábamos despiertas, llenas de energía, y caminábamos por los senderos
que bordeaban el lago hasta que el cielo se teñía de rojo y llegaba la aurora.
Quería pasar cada momento con ella. Quería que cada momento se estirase
y se enroscase con todo otro momento posible.
Una maraña infinita de tiempo.
Un nudo de amor cuántico.
Lo malo del primer amor es que no suele durar, pero siempre da la
impresión de que debería. Me aferraba a cada segundo que tenía con Sonja.
Cada uno me parecía valiosísimo. Cada uno me parecía un tesoro muy fácil
de perder.
¿Cuándo me di cuenta de que Sonja había empezado a dibujar solamente
dragonas, a pintar dragonas, a grabar dragonas en las caras de diminutas
piezas de vidrio pulido que llevaba en los bolsillos como amuletos táctiles?
¿Cuándo me percaté de que su mirada se desviaba hacia el cielo en vez de
fijarse en mí? No quería pensar en ello. No le pregunté al respecto. Traté de
decirme a mí misma que eso no estaba pasando.
Un viernes de principios de febrero, Sonja llegó tarde. Sus mejillas
estaban sonrosadas y sus ojos, brillantes. Pero estábamos en febrero, al fin y
al cabo, y aquella noche hacía un frío demoledor. Había otros cuatro
estudiantes allí, todos chicos, que se dedicaban a explicarme el
funcionamiento de las máquinas (a pesar de que yo les había enseñado todo
lo que sabían) o a explicarme las teorías (había visto sus apuntes y no,
gracias) y a ofrecerse para comprobar mis operaciones matemáticas (lo cual
rechacé con educación). En un momento dado, cuando uno de ellos
intentaba explicarme cómo funcionaban las lentes, dije:
—Gracias, amigo, pero tus explicaciones me resultan tan útiles como un
chicle pegado en el pelo. ¿Por qué no le haces un favor a todo el mundo y te
callas un rato?
—Jolines, Alex —suspiró—. No me arranques la cabeza.
Los cuatro chicos se marcharon apresuradamente poco después. El
doctorando que estaba al mando aquella noche —un chico alto de Dakota
del Norte— se había quedado dormido, como siempre, sobre su escritorio.
Eso solía pasarles mucho a los estudiantes de doctorado. Vivían la vida
muertos de cansancio y demacrados, y se alimentaban únicamente de café.
Me dio pena despertarlo, así que me ocupé de las tareas de mantenimiento
del observatorio, reemplacé lo que hacía falta, apagué las máquinas y
comprobé el inventario. Estaba bien tener algo que hacer. Sonja seguía en
su rincón, embebida en su libreta, con una expresión de alegría salvaje en la
cara. No veía qué estaba dibujando. De vez en cuando levantaba la vista,
me miraba a los ojos y sonreía. Siempre me dejaba sin aliento.
Despertamos al doctorando, que miró a su alrededor presa del pánico
hasta que le expliqué que había hecho todas las tareas y que solo faltaba que
cerrase para poder irse a la cama. Sonja y yo cogimos nuestras mochilas y
lo dejamos allí.
Cuando estuvimos en el pasillo, Sonja me tomó de la mano.
—No me apetece que se acabe la noche, ¿y a ti?
Me giré para mirarla. Le tomé la otra mano. Me acerqué a ella.
—Tampoco —dije, con más aliento que voz.
—Vamos al tejado —susurró Sonja—. Quiero enseñarte una cosa.
En aquel momento no se me ocurrió que estábamos bajo cero y que
probablemente estuviese helado y pudiéramos resbalar. Simplemente asentí
con el corazón en la garganta. Sonja comenzó a caminar de espalda, tirando
de mí por las manos.
No sabía qué me quería enseñar. Sí sabía que aún no me apetecía volver
a casa.
Me estremecí al salir al exterior. El negro cielo refulgía lleno de estrellas
sobre nuestras cabezas, cada una de ellas nítida y clara y fría. Era una de
esas noches poco habituales en las que la gélida temperatura extraía todo
rastro de humedad que pudiese empañar el aire y emborronar las vistas, y el
viento había decidido quedarse completamente quieto. Mi aliento se
convertía en vaho y se me congelaron las pestañas. No me importó. Mi
vientre, mis huesos y mi piel parecían irradiar calor. Sonja Blomgren me
colocó las manos en las mejillas. Sus dedos estaban fríos, pero sus palmas
no. Yo no quería volver adentro. Sus mejillas se sonrojaron por la
expectación. («¿De qué?», no pregunté. Ay, Dios, ¿por qué no lo pregunté?)
—El cielo es perfecto —dije—. ¿Te apetece mirar las estrellas conmigo?
La mejor forma de mirar las estrellas es tumbado boca arriba y con la
cabeza recta, para que el centro de tu mirada esté en la parte más oscura del
cielo. Varios años atrás, unos estudiantes de Astronomía habían construido
un baúl en el tejado para mirar las estrellas, en el que había mantas de lana
para protegernos del frío del tejado y del viento gélido y algunas almohadas
viejas para nuestra comodidad. Nos tumbamos, nos acurrucamos lo mejor
que pudimos y miramos hacia arriba. Sonja me agarraba la mano. Sus ojos
estaban llenos de estrellas. El lago Mendota estaba completamente helado e,
incluso desde allí arriba, se escuchaban el retumbar y el restallar del hielo,
un sonido frío y solitario. También se oía música, proveniente de varias
fiestas en las residencias de estudiantes, y el sonido de chicos corriendo al
aire libre, jugando a juegos bien cargados de testosterona en la oscuridad.
Tras un rato, Sonja Blomgren se giró hacia mí y posó su mejilla sobre
sus nudillos.
—A mi padre se le ocurrió una idea ridícula —dijo Sonja, con los ojos
aún fijos en el cielo nocturno en vez de en mí. Me acarició la mejilla sin
pensar, como si su piel estuviese memorizando la mía—. Cuando mi madre
dragonizó, me llevó a casa de mis abuelos, en la orilla sur del lago Superior,
y me dijo que no pensaba despedirse de mí porque volvería y traería a mi
madre consigo y entonces todos viviríamos juntos. Quizá en una isla del
lago. Mis abuelos aprobaron que se marchase en busca de su hija, pero
pensaban que estaba chiflado. Y así era. Creía que podríamos vivir en un
faro de las islas o en una cabaña que tuviese el lago a un lado y el espeso
bosque al otro. Y mi madre podría ser una dragona y hacer sus cosas
dragontinas y yo podría ser una niña que viviera con sus dos amorosos
padres, y él pescaría o cazaría o cultivaría la comida y todos seríamos
felices. Menuda ridiculez. Para empezar, no sabía pescar. Era demasiado
impaciente y mucho más escrupuloso. Jamás en su vida había ido de caza.
Por el mismo motivo. Y el único huerto que había tenido era un cuadrado
de tierra y malas hierbas. No había podido cultivar ni espárragos, que es lo
más sencillo del mundo. Mi padre era carpintero, no colono. Además, mi
madre tenía sus razones para haberse marchado. No nos dijo adiós ni a mí
ni a sus padres, y mucho menos al mío. Me resulta complicado aceptarlo,
pero es la verdad. Y seguro que tiene sus razones para no haber regresado.
Se irguió hasta quedarse sentada. Mantuvo la vista en el cielo. Las
lágrimas comenzaban a curvar sus párpados inferiores. Sus pestañas estaban
salpicadas de diminutos cristales de hielo que refulgían con la tenue luz. Yo
tenía las mejillas calientes. Y los labios. No podía ni moverme ni hablar.
Sabía que debía intervenir, pero mi boca estaba llena de cenizas.
Sonja se mordió el labio inferior.
—Cuando se transformaron las chicas yo estaba en una fiesta de pijamas.
Con otras cinco amigas. Los padres de la anfitriona habían ido a una boda y
teníamos la casa para nosotras solas, de modo que, obviamente, asaltamos
el mueble bar. Salimos al jardín en paños menores y nos sentamos en las
tumbonas para mirar las estrellas. Tenía la mente nublada. Besé a mi amiga
Joanne, un beso de verdad, y estaba tumbada junto a mí en la silla, con su
piel pegada a la mía, y me pareció la mejor sensación del mundo entero.
Contemplamos el cielo durante más de una hora. Y luego, de pronto, me
pidió perdón. Se levantó. —La voz de Sonja comenzó a temblar. Tomó
aliento rápidamente, como ahogando un sollozo—. Y entonces se
transformó. Todas se transformaron. Las vi alejarse volando, una tras otra, y
me quedé en el jardín trasero yo sola. Fue uno de los días más solitarios de
mi vida. Todas mis amigas habían dragonizado. Todas. Me habían dejado
atrás.
Por encima de nuestras cabezas, las estrellas titilaban y ardían. Metí el
brazo por debajo de la espalda de Sonja y la abracé fuerte.
Por fin hallé mi voz.
—Hace mucho tiempo, antes de dragonizar, mi tía me contó que todas
las mujeres somos mágicas. Me dijo que todas escuchamos la llamada y que
algunas responden y otras no. Pero yo no estoy segura. Estaba allí, en el
baile de fin de curso. Vi lo felices que eran. Y se transformaron. Estábamos
bailando todas juntas y me sentí fenomenal y entonces sus ojos cambiaron
de forma y sus bocas también y se deshicieron de la piel y se marcharon. Y
me dejaron atrás. Yo no escuché nada. Nada me llamó.
No revelé lo que estaba pensando. «¿No seré suficiente? ¿No era lo
bastante buena?» Incluso en aquel momento sabía que esas preguntas no
eran las adecuadas. En cambio, sabía que debía preguntar «¿Qué vida
escogería? ¿Qué vida prefiero?». En lo más profundo de mi corazón sabía la
respuesta.
Sonja tomó mis manos con las suyas. Acercó su boca a mi mejilla y dejó
los labios allí posados. Sentí su aliento. Noté su beso. Teníamos las bocas
abiertas y los brazos entrelazados, como un nudo. Sus labios estaban tibios.
Luego calientes. Su piel quemaba. Mis labios ardían, ardían también mis
huesos y mi corazón ardía y ardía y ardía.
«Ay, no —pensé—. Ay, Sonja.» La rodeé con los brazos y la abracé
fuerte. «No vayas a donde no soy capaz de seguirte.»
Tras el beso, nos quedamos pegadas durante un largo rato. Nuestras
mejillas sonrojadas seguían en contacto. Nuestras manos enguantadas
estaban unidas por las palmas. Sonja se retiró. Me miró durante mucho
tiempo, sus ojos grises refulgían.
—A veces pienso en mi madre. ¿Cuántos dibujos de su cara tendré?
¿Cuántas pinturas y esculturas? No soy capaz de llevar la cuenta, en
realidad. Pero me ayuda a asegurarme de que no olvido su rostro, ni el de
mi padre. Me reconforta recordar la cantidad inabarcable de amor que
sentían el uno por el otro. A pesar de que no fuese suficiente. Porque a
veces el amor no basta. —Metió la mano bajo mi gorro y entrelazó sus
dedos con mi pelo. Hundí mi cara entre su bufanda y su largo cuello—. No
escuché la llamada aquella noche, en casa de mi amiga. Pero quería. Y
seguí queriendo. Así que al llegar a la universidad, me propuse hacerme
amiga de muchas dragonas. Pensé que quizá eso desencadenaría algo. No
pasó nada. En mucho tiempo.
—Bueno, pues —dije. No la solté—. A lo mejor ahí tienes la respuesta.
Bajó los brazos, dio un paso atrás y me miró a la cara. Negó con la
cabeza.
—Ay, Alex, ¿no lo ves? Sí que siento algo. Ahora. Comenzó el día que
nos reencontramos. Sentí algo en mi interior. Como si mi vida fuese más de
lo que es. Como si yo fuese más de lo que soy. Quizá sea una modalidad
diferente de llamada. —Dio otro paso atrás. Sus ojos ahora eran dorados y
brillantes. Había rubíes en su boca.
—Ay, Sonja —susurré—. ¿Estás segura?
—Mi padre murió mientras buscaba a mi madre, pero ella no estaba
aquí. Creo, en realidad sé, que se lanzó a explorar las estrellas. Creo que
sigue allí. En lo más profundo del espacio.
Se le alargó el cuello. Un par de garras le destrozaron las botas. Era tan
hermosa que me creí morir. Me besó de nuevo, en la boca. Su abrigo
comenzó a humear y a chamuscarse. Me ardían los labios. Se rasgó la ropa
de un ligero tirón y colocó una garra en la piel que separaba sus pechos. Yo
desvié la mirada. La noche era fría. Las estrellas, brillantes. Las dragonas
sobrevolaban el lago barrido por el viento y el aire estaba lleno de gritos
masculinos. Beatrice estaba en casa. Me necesitaba. A esta forma de mí. O
no. Quizá no me necesitaría siempre. Tal vez preguntarme qué necesitaba
Beatrice no fuera lo correcto. ¿Qué necesitaba yo? ¿Qué quería yo? ¿Cómo
me apetecía que fuese mi vida? El suelo se movió bajo mis pies en ondas.
«Sonja Blomgren crea terremotos», pensé, y jamás me pareció más cierto
que entonces. Sonja presionó su piel con su garra y comenzó a arrastrarla
hacia abajo.
—Quiero ser más grande de lo que soy —dijo, y cerró los ojos—. Me
gustaría encontrar a mi madre. Me encantaría explorar las estrellas. Y más
allá. Quiero tragarme el universo con los ojos. Ven conmigo, Alex. No
puedo quedarme aquí ni un minuto más. No puedo permanecer en este
cuerpo ni un minuto más. Esta no es la vida que elijo. Elijo otra cosa. Te
quiero muchísimo, Alex. ¿Vendrás conmigo?
¿Cómo retengo este recuerdo? ¿Cómo enlazo cada detalle, cada hebra,
cada filamento entre sí? Recuerdo el chirriar de mis zapatos contra el frío
inenarrable del hielo y la nieve. Recuerdo el dolor que sentí en el corazón y
el calor en el cuerpo. Me dolía la espalda. La piel me apretaba. Se me nubló
la vista... ¿con lágrimas? ¿O con otra cosa? Recuerdo el aroma de Sonja, ya
no era a romero, sino a cenizas y caramelo y humo. Recuerdo el brillo de
sus escamas, el fulgor de sus ojos, el resplandor de cada diente, de cada
canto, de cada garra. Un chico borracho la piropeó y le silbó desde el suelo.
Un coche hizo sonar el claxon y otro salió quemando rueda. Sonja flotó
ante mí, un alboroto de luz y belleza, una grieta en el universo. Lo único
que pude hacer fue mantenerme en pie.
Se expandió, sus escamas titilaban en la tenue luz. ¿Qué podía hacer yo?
Tomé su garra entre las manos. Acaricié cada escama con mi pulgar.
Agaché la cabeza como en una plegaria.
—¿Y bien? —dijo Sonja.

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Para la primavera de 1965, un año después de la Minidragonización, la


mayoría de las chicas que había dragonizado volvía a vivir en familia. En
gran parte esto se debió a un cambio de opinión por parte de sus familias de
origen, que buscaron desesperadamente a sus hijas vagabundas y
abandonadas y les suplicaron que los perdonasen. Una vez estas
reconciliaciones salieron a la luz y las imágenes de familias felices y
reconciliadas pasaron a formar parte del imaginario colectivo, la sensación
de urgencia respecto al bienestar y el desarrollo moral de las jóvenes
dragonas que vivían solas comenzó a aumentar. Empezaron a surgir como
setas agencias de servicios sociales que se dedicaban a buscar familias de
acogida que estuviesen dispuestas a hacerse cargo de las necesidades
físicas, espirituales y morales de las adolescentes transformadas.
Los padres de las familias tanto reconciliadas como recién formadas
comenzaron a defender los derechos de sus hijas. Y no estaban dispuestos a
aceptar un no por respuesta.
En 1966, muchos directores de instituto se saltaron los decretos locales y
aceptaron a las dragonas en las aulas (ya fuera trasladando las lecciones al
exterior o adaptando auditorios, salas comunes o gimnasios; en algunos
casos, se instalaron soportes en el exterior de las ventanas para que las
dragonas pudiesen participar en las clases pero también disponer de libertad
de movimiento). La primera escuela primaria apta para dragonas abrió en
1967. Y, en 1969, un grupo de ocho mil almas —tanto humanas como
dragontinas— se plantaron ante la Casa Blanca para reclamar igualdad de
oportunidades para sus hijas transformadas.
Las perspectivas eran funestas. Ningún político se plantearía mostrarse
contrario al acceso a la educación. El presidente Nixon, recién elegido, no
es que fuera un gran admirador de las dragonas en general, pero incluso él
sabía distinguir un suicidio político cuando se le ponía delante. Su mujer y
él invitaron a comer a la Casa Blanca a una familia de buena cuna (y que
donaban cantidades generosas al partido) y a su hija dragonizada que se
había graduado en Radcliffe. Lo anunciaron a los cuatro vientos, para que
se enterase todo el mundo. Hizo muy buen tiempo, la conversación fue
agradable y se hicieron promesas. Desde el punto de vista de Nixon, dichas
promesas eran vanas, obviamente, y servían solo para aplacar a los padres
preocupados y para darle a él el aspecto de estar posicionándose sin tener
que hacer ningún cambio sustancial. No tenía ni idea de lo que se le vendría
encima.
La cuestión de la ciudadanía, así como la de la escolarización, fueron
ratificadas por el Tribunal Supremo en 1971. Se revocaron certificados de
defunción falsos, se reactivaron números de la Seguridad Social y las
dragonas se convirtieron en personas completas ante la ley. Solicitaron
carnés de biblioteca, de conducir y abrieron cuentas bancarias y se censaron
para poder votar. Se beneficiaron de todos los derechos y de los deberes
sagrados de los ciudadanos. Se hicieron hueco en las instituciones
educativas de mayor prestigio, se graduaron summa cum laude de
universidades famosas y sacaron provecho de dichos títulos. Había
dragonas litigando casos en juzgados estatales y del distrito, presentando
argumentos en nombre de otros que, como ellas, habían sido silenciados.
Obtuvieron empleos de trabajadoras sociales, de guardas forestales, de
científicas, de ingenieras, de filósofas, de granjeras y de maestras. Se les
daba impresionantemente bien la construcción y estaban muy demandadas
por su fuerza, destreza, habilidad para volar, para resolver problemas y para
escupir fuego. Eran de lo más versátil. No solo se mostraban trabajadoras y
voluntariosas y muy habilidosas, sino que también reducían los costes.
A pesar de que los antidragonas seguían existiendo, incluso hoy por hoy,
el impacto que las dragonas tuvieron en el comercio tanto a nivel local
como nacional no se puede subestimar. Sea cual sea el punto de vista de un
individuo, es complicado quejarse de un periodo de abundancia económica.
Beatrice solo tuvo que estudiar en casa algo menos de dos años, pues
entonces su colegio cedió y permitió que las niñas dragonizadas regresasen
a las aulas. Ella no duró mucho. Una vez hubo descubierto lo que suponía
estudiar por su cuenta, le resultaba muy complicado —por no decir
imposible— permanecer en el colegio demasiado tiempo. El yugo de la
monotonía le parecía una cárcel, y el aburrimiento de pasar todo el día
encadenada a una mesa le resultaba insoportable. Incluso cuando todas las
escuelas se adaptaron para aceptar a las de su especie, siguió rechazando
asistir.
—¿Por qué perder el tiempo aprendiendo lo que quieren enseñarme
cuando puedo ir a la biblioteca y aprenderlo todo?
Yo no tenía una respuesta adecuada para esa pregunta. Con el tiempo,
Beatrice siguió manteniendo la habilidad de transformarse a voluntad —en
dragona o en niña— con cierta facilidad, a pesar de que las transiciones
cada vez la agotaban más. No obstante, su fluidez se mantuvo durante su
adolescencia y en la edad adulta. El doctor Gantz publicó seis artículos al
respecto. Encontró a otras en una situación parecida, pero eran muy pocas.
Beatrice era, y siempre será, exquisitamente especial.
En 1980 ya había cuatro congresistas dragontinas, dieciocho dragonas
directoras de grandes empresas y 422 ciudades, pueblos o municipios
disponían de al menos una dragona en sus equipos de gobierno. Las
organizaciones no gubernamentales dragontinas comenzaron a trabajar en
todo el mundo para proveer apoyo, pacificación, bienestar animal,
protección medioambiental y para reconstruir infraestructuras en países
afectados por la guerra. En el otoño de 1985, el comité noruego del Nobel
le otorgó el premio de la Paz a la dragona fundadora de una de estas ONG.
La organización en cuestión —Dragonas Guardianas— se había fundado
hacía diez años. Una joven dragona de Wisconsin se había marcado el
objetivo de llevar paz y seguridad a las regiones más delicadas del mundo,
donde las máquinas de guerra se acercaban peligrosamente a la vida civil.
Decidió mantener el anonimato y usar el alias Leviatán Amable como vía
de proteger a su familia. La tarea de pacificación, por desgracia, trae
consigo bastantes enemigos. En sus orígenes, la misión de estas dragonas
era plantarse en las zonas de riesgo y poner a los niños a salvo. Tiempo
después se dieron cuenta de que si avanzaban a gran velocidad eran capaces
de interceptar balas y bombas sin sufrir ningún daño. Se convirtieron en
excelentes zapadoras y en voladoras raudas como el rayo para devolver
cada bala disparada a su origen. Gracias a su excelente olfato, y a su
habilidad de planear a ras del suelo, también fueron capaces de barrer
poblaciones enteras en busca de minas. Por todo el mundo, las Dragonas
Guardianas se convirtieron en símbolos del poder de la no violencia, pues
sus técnicas de protección pasiva forzaban a los iracundos señores de la
guerra, a los dictadores ególatras y a los empresarios sociópatas a negociar
y frustraban sus esfuerzos por imponerse por la fuerza, el miedo y la
extorsión, tal vez para siempre.
La prensa internacional o bien alababa la elección como algo obvio y
que debería haberse hecho hacía mucho tiempo, o bien la condenaba como
acoso dragontino y escupía titulares apabullantes mediante los que
condenaban el ascenso de las serpientes y la caída del hombre y otros
histrionismos por el estilo. Los tertulianos de los programas de noticias lo
debatieron hasta la saciedad. Pero es complicado criticar la posibilidad de
que la guerra, tal como la conocíamos, fuese a llegar a su fin. En el
Congreso se aprobó una resolución para honrar tanto a las Dragonas
Guardianas como a su fundadora anónima, pero la moción recibió el primer
veto de la Administración Reagan, por temor a ofender a los dictadores
aliados del presidente y a sus amigos que se beneficiaban de los conflictos
armados. (El veto fue revocado. Por unanimidad.) Los locutores de radio
reflexionaban acerca de si Leviatán Amable daría un discurso al recibir el
premio, dado que aceptarlo anónimamente estaba prohibido. Si rechazaba
comparecer, rechazaría asimismo el galardón y al mismo tiempo el
cuantioso cheque que venía con él. Y, como cualquier otra institución sin
ánimo de lucro, las Dragonas Guardianas siempre iban escasas de fondos.
Sería una locura dejar escapar ese dinero.
El 10 de diciembre de 1985, dignatarios de todo el mundo, tanto
humanos como dragonas, comenzaron a llegar a Noruega. La preocupación
por la seguridad de la Universidad de Oslo, así como de los alrededores del
edificio Domus Media, donde se celebraba el evento, puso en guardia no
solo a la policía y el Ejército noruegos, sino a todo el país. Era inaudito,
huelga decir, que la entrega del premio Nobel de la Paz fuese a tornarse
violenta. Pero dado el veneno y el crujir de dientes de los señores de la
guerra y de los tratantes de sangre, nadie podía asegurar cómo iba a
desarrollarse esta ceremonia en particular. Muchos de los asistentes
decidieron ponerse chalecos antibalas bajo la ropa. Por si acaso.
La cena estaba servida. La mesa de los galardonados, como era tradición,
se encontraba en el centro de la sala, donde el primer ministro, el comité
elector y varios miembros del Gobierno y de la élite cultural comían
cautelosamente su comida bellamente emplatada. Pero ni rastro de la
dragona. ¿Acudiría? Los asistentes al banquete empezaban a susurrar.
El presidente del comité, como es costumbre, llamó al orden y pronunció
su discurso anual, con pequeños tintes de humor. Los asistentes le regalaron
lánguidas sonrisas. Se reprodujo una cinta en la que se mostraban los
esfuerzos heroicos de las Dragonas Guardianas. Se proyectaron también
entrevistas a las familias a las que habían rescatado, imágenes de los
pueblos protegidos y fragmentos de las reuniones con los mandatarios. En
estas se negociaban tratados de paz alabados por todo el mundo por sus
innovaciones de cara a la protección de los derechos humanos y de la
dignidad de las personas, y también al establecimiento de nuevos protocolos
para empoderar a los ciudadanos de las regiones afectadas. Cuando el poder
no corresponde al que emplea la violencia, ni al rico ni al que se vale de sus
contactos, sino al pueblo, un futuro muy distinto se abre ante nosotros. La
paz mundial duradera parecía no solo posible, sino probable.
La multitud estaba emocionada. Varias dragonas lloraron. El director del
comité llamó a la laureada al estrado, que accedió por una puerta lateral.
Era una dragona hermosa, solo que sorprendentemente pequeña. Todo
potencial y energía y calor compacto. Parecía vibrar de entusiasmo. La
acompañaba una mujer menuda con el pelo muy corto y ligeramente
canoso. Se abrazaron con ternura, la mujer posó la mano sobre la cara de la
dragona y le dio un beso en la mejilla. Estaban muy cerca del micrófono.
Los asistentes al banquete oyeron a la mujer decir: «Eres mi hermana
favorita, cielo. Estoy muy orgullosa de ti». Y escucharon a la dragona
contestar: «O mucho me equivoco o soy tu única hermana. Pero gracias».
El público se levantó y aplaudió hasta que las manos les quedaron en
carne viva. A las mujeres se les corrió el maquillaje. Los hombres de ruda
expresión vertieron abundantes lágrimas. La dragona se aclaró la garganta y
los asistentes volvieron a sentarse.
—Muchas gracias por haber venido —dijo la dragona—. Gracias por
compartir nuestro compromiso colectivo en pos de la paz. Quiero hablarles
de lo que estamos haciendo y de la gente a la que entre todos podemos
ayudar a salvar. Pero primero debería presentarme. De manera oficial. En
público. Me llamo Beatrice. Beatrice Green. Encantada de conocerlos.

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Al escribir estas palabras, la mente se me nubla un poco, pero sospecho que


es a causa de las indignidades de la tercera edad. Me crujen las
articulaciones, tengo la espalda encorvada y el cabello más blanco, más fino
y menos abundante. Cada día soy más ligera, más débil, más frágil; mi piel
es como papel de arroz arrugado sobre un esqueleto de hierba. Así es la
vida. En otro tiempo fui astrofísica, y tal vez aún lo sea. Diseñé modelos
matemáticos para comprender mejor la composición de las estrellas y
utilicé esa base para predecir estructuras más y más grandes y aproximarme
a una comprensión unificada del movimiento del universo. Cada día tenía
galaxias en las retinas. Me agencié una vida mayor que yo misma, una
presencia en el mundo más grande que la que se me había dicho que me
estaba reservada. Así los hilos del universo con la mente e intenté unirlos.
Podría haber dragonizado con mi primer amor. Pero no lo hice. Escogí este
trabajo, este sendero, esta vida. Esta vida tan valiosa. Ojalá pudiera haber
elegido las dos.
Mi carrera me llevó a universidades de todo el país y de todo el mundo
para dar conferencias, presentar artículos, explorar el universo y
convencerla de que me revelase sus verdades más absolutas hasta que, al
final, tomé las riendas del Departamento de Física de mi alma mater: la
Universidad de Wisconsin, donde permanecí hasta que me jubilé. Mi
adorada esposa, Camilla —una ceramista romana, vocinglera y en
ocasiones soez—, se quejaba amargamente del clima y pasionalmente de la
comida, pero adoraba vivir cerca de mis tías dragonas, que seguían en el
mismo edificio de siempre y ganándose la vida con su panadería. Camilla
las cuidó con ternura cuando se fueron haciendo mayores. Se hizo cargo de
la casa y del jardín, y se ocupó de preparar cantidades masivas de comida
(todas recetas de su abuela) y de que todo el mundo —desde las tías hasta
sus enfermeras pasando por los vecinos e incluso el cartero— comiese. Sus
manos de escultora eran amables y atentas. Les acariciaba las caras y les
colocaba las sábanas, y las tomaba de la mano cuando llegaba el momento
de partir. La querían como si de una hija se tratase. No debería haberme
sorprendido, pero así fue. A veces, la naturaleza expansiva de la familia me
deja sin aliento.
Camilla..., ay, señor, hasta me duele escribir su nombre. La herida es
demasiado reciente. Qué puedo decir, aparte de que nuestra vida fue
hermosa. Que ella fue hermosa. Que su obra es hermosa. Engrandeció el
mundo y me ató a él: ató mi mente a mi cuerpo, mi corazón al suyo. Un
nudo irrompible. A veces, pienso que el amor nos engaña, dado el requisito
de dolor que conlleva. Encontramos al amor de nuestras vidas y nos
aferramos a él cuando somos muy jóvenes y aún no comprendemos que
debemos, por naturaleza, morir algún día. En cualquier matrimonio que se
precie, una de las partes debe hacer frente a que será muy viejo y estará
muy solo. ¿Qué es el duelo si no un amor que ha perdido su objeto?
Si hubiera conocido el final de esta historia, ¿habría cambiado algo? ¿La
habría querido igualmente, en cuerpo y alma? En mi mente puedo imaginar
a Camilla formulándome esa misma pregunta.
«Ay, cariño mío —siento que le contesta mi corazón—. No cambiaría
absolutamente nada.»
Murió un mes después de que yo me jubilase, cuando estábamos
planeando emprender un viaje para ver mundo. Aún veo su cara titilando en
las estrellas de vez en cuando. Por eso me he acostumbrado a dormir en la
hamaca por las noches. Beatrice sigue preocupada hasta la saciedad. Me
agobia sin descanso. A veces llega volando y me lleva adentro, acunándome
en sus brazos como mi madre hizo con nosotras hace mucho tiempo. De
nuevo, el pasado y el presente se entrelazan: se trenzan, se entretejen, se
amarran fuerte. Tensión y respuesta, filamento y fricción y tiempo. Un
nudo. Mi madre comprendía muchas cosas, a pesar de que erraba en otras.
Me hice construir una casa en la finca donde vi una dragona por primera
vez en mi vida. La casa original había desaparecido. Así como el gallinero.
Beatrice me acusó de morbosa por vivir tan cerca de donde nuestros padres
habían llevado una existencia desgraciada juntos, a pesar de que aquella
casa también había desaparecido hacía mucho tiempo. Le conté que mi
elección respondía a la unidad, aunque no le expliqué por qué. Jamás le
revelé que presencié la transformación de aquella anciana, no le conté lo del
grito y el revuelo y el golpe. Nunca le transmití aquel sereno y maravillado
«¡Oh!». ¿Resulta extraño que no le hubiese hablado de ello? Tal vez sí.
Incluso ahora, con contexto y comprensión, ese recuerdo sigue siendo una
cosa dura, brillante y peligrosa. Cristales rotos en los estantes de mi mente.
Ese recuerdo aún me pertenece. Y lo valoro, a pesar de todo.
Ahora soy yo la ancianita del huerto y las gallinas. La que les da comida
o conversación o una hermosa cesta de huevos a los niños que se detienen
en busca de un poco de compañía. Tal vez este sea mi destino: ser el único
reducto de sentido en un mundo irreverente.
Mi casa está llena de trocitos de mi vida. Cada estancia contiene
elementos de la lacería de mi madre —desde cortinas hasta tapetes—, cada
uno confeccionado siguiendo sus notas y diagramas. Incluso pude hacerme
con una copia de su tesis, archivada en el Departamento de Matemáticas, un
tratado sobre topografía, que ahora está expuesto sobre la mesa del
comedor. Cuando murió mi madrastra, heredé una caja de sombreros viejos
de mi padre, que ahora ocupan un estante bajo la moldura del techo, todos
silenciosos y vacíos y de cierta forma mermados. Cada esquina de mi casa
está cubierta del arte de Camilla: sus platos decorativos, sus jarrones
ondulantes y sus hermosos desnudos hechos a mano. Cada obra alberga el
tacto de sus manos, y es lo más parecido que me queda de su cuerpo. He
pintado las paredes de mi estudio con paisajes montañosos noruegos y
flores y troles, en honor a la juventud que compartí con Sonja. He
construido cenadores y perchas para que Beatrice o cualquier otra dragona
que se pase por aquí pueda descansar las alas un rato. Cada día trabajo en el
huerto. Regalo libros a niñas furiosas en honor a la señora Gyzinska, y les
escribo cartas de recomendación cuando solicitan plaza en la universidad.
También he aprendido a arreglar motores como tributo a mi tía. La
jubilación es maravillosa, al fin y al cabo. Y llena de diversas actividades.
La recomiendo vivamente.
Esta mañana me desperté en la hamaca, por lo que sé que Beatrice no se
ha pasado por aquí. Estará cambiando el mundo de nuevo. Hablando.
Organizando. Intimidando a políticos o líderes mundiales o religiosos para
que cambien de opinión a fin de hacer del mundo un lugar mejor. Beatrice,
mi prima. Beatrice, mi hermana. Beatrice, mi hija. Y ahora, tal vez,
Beatrice, mi madre, que me cuida mientras mi cuerpo declina. Alimento a
las gallinas y riego las judías. Recojo un bol de cerezas de tierra y busco los
huevos. Y luego descanso en la tumbona en el jardín y miro al cielo.
Hay pájaros dando vueltas por encima de mi cabeza. Y dragonas
también. Cosas hermosas. Hay tanta belleza...
Aquí cerca, ladra un perro.
Aquí cerca, susurra un motor.
Cierro los ojos y escucho el canto de las cigarras, llamándose de un árbol
a otro. La memoria es un asunto extraño. Se reorganiza y conecta. Provee
contexto y claridad; revela patrones y divergencias. Encuentra los agujeros
en el universo y los cose, atando los hilos en un apretado e irrompible nudo.
Esto lo aprendí de mi madre.
Y ahora te lo enseñaré a ti.

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Agradecimientos

La página de agradecimientos es, por definición, incompleta. En la creación


de un libro debería de agradecerse la ayuda, la preocupación y la
amabilidad de mil personas, y de mil veces mil personas a las que habremos
olvidado. Admito que habría sido incapaz de no haber contado con el apoyo
de Martha Brockenbrough, Olugbemisola Rhuday-Perkovich, Laurel
Snyder, Laura Ruby, Tracey Baptiste, Anne Ursu, Kate Messner y Linda
Urban, ni con las críticas amables e incisivas de Lyda Moorehouse, Naomi
Kritzer, Theo Lorenz, Adam Stemple y Eleanor Arnason, que se hacen
llamar las Wyrdsmiths.
Debo agradecer a Steven Malk, mi agente, que me apoyara con toda su
alma durante la redacción de este libro tan chiflado, a pesar de que se
desviaba diametralmente del resto de mi obra y se salía con creces de mi
zona de confort. «Diviértete», me dijo cuando le enseñé unas páginas
iniciales en las que describía el festín entusiasta que se daba una dragona
con su desafortunado esposo. «Siembra el caos.» Y eso hice. También
quiero agradecer a mi estupendo editor, Lee Boudreax, que creyó en esta
historia desde la primera palabra y cuyo entusiasmo sin límites me
proporcionó el valor necesario para darle la forma que acabó por tomar.
Me gustaría darles las gracias a los empleados de la Biblioteca Central
de Mineápolis y a la sorprendentemente concienzuda biblioteca de la
Sociedad Histórica de Minnesota. También quiero mostrarme agradecida
por el Acta de Libertad de Información, que permite que cualquiera, hasta
mindundis como yo, pueda leer las transcripciones de los horribles
interrogatorios del Comité de Actividades Antiamericanas en el cénit de la
era McCarthy, para prevenir que volvamos a repetir tan vergonzante
tropiezo.
Y gracias a mi maravillosa familia —mi marido, mis hijos, mis
hermanos, mis padres, mis primos y mi familia elegida de vecinos y amigos
—, que tiene que convivir con una persona a menudo secuestrada por su
propia imaginación y herida por el mundo. La labor de contar historias
requiere ponerse en un estado de vulnerabilidad brutal y empatía punitiva.
Lo sentimos absolutamente todo. Nos desgarra. No seríamos capaces de
llevar a cabo nuestro trabajo sin rodearnos de gente que nos quisiera sin
descanso y nos ayudase a recomponernos. Me siento muy agradecida de
estar rodeada de amor sin medida. Le debo una muy grande al universo por
verme colmada de tanto cariño.
Suelo decir que escribo libros por accidente, y suele ser verdad. En este
caso también ha sido así. Este libro no existiría si no fuese por la existencia
de un maravilloso editor y antologista llamado Jonathan Strahan, quien me
pidió que le redactase un relato sobre dragones para su nueva obra. Me
había convencido a mí misma de que mis días de escritora habían pasado,
pero acepté porque el señor Strahan es condenadamente majo y, en realidad,
¿cómo podía meterme en problemas si se trataba de un mero relato?
Entonces, junto con toda la nación, escuché con horror y furia
incandescente el valeroso e incondicional testimonio de Christine Blasey
Ford al rogar al Senado que reconsiderase la elección del candidato al
puesto de miembro del Tribunal Supremo y decidí escribir una historia
sobre la rabia. Y sobre dragonas. Pero más que nada sobre la rabia.
Sin embargo, las historias son cosas muy curiosas. Sabemos lo que serán
al empezar a redactarlas, pero tienen mente propia. Se parecen a los hijos en
este aspecto. Creía que iba a redactar un relato. Pero no. Esta historia me
informó desde el principio que quería ser una novela. ¿Quién era yo para
rebatírselo? Creía estar escribiendo sobre la rabia. Pues tampoco. Sí que hay
rabia en esta novela, pero también mucho más. En lo más profundo de su
ser, versa sobre la memoria, y sobre los traumas. Trata sobre el daño que
nos hacemos a nosotros mismos y a la sociedad cuando nos negamos a
hablar del pasado. Trata sobre los recuerdos que no comprendemos y, por
tanto, no somos capaces de darles contexto hasta que aprendemos más
acerca del mundo. Y yo que creía estar escribiendo sobre un puñado de
mujeres poderosas que escupían fuego... Este libro versa sobre un mundo
desbaratado por el trauma y obligado al silencio. Y ese silencio crece y se
hace tóxico e infecta cada aspecto de la vida. Tal vez te suene familiar,
dados los tiempos que nos han tocado vivir.
Este libro no está basado ni en Christine Blasey Ford ni en su testimonio,
pero no habría existido sin el valor que mostró esta mujer, sin su forma de
atenerse a los hechos ni sin su voluntad de revivir uno de los peores
momentos de su vida para ayudar a nuestro país a salvarse de sí mismo. No
tuvo éxito, pero sí impacto. Y quizá con eso haya sido suficiente, pues no
perdemos la ferviente esperanza de que la siguiente generación lo haga
bien.

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Cuando ellas fueron dragones
Kelly Barnhill

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70 / 93 272 04 47.

Título original: When Women Were Dragons.


© del texto: Kelly Barnhill, 2022
© de la traducción: Verónica García, 2023
Ilustración de cubierta de Charlotte Day
© Editorial Planeta, S. A., 2023
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona
infoinfantilyjuvenil@planeta.es
www.planetadelibrosjuvenil.com
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Primera edición en libro electrónico (epub): marzo de 2023

ISBN: 978-84-08-27127-7 (epub)

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