Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Lema
Saludos...
Caballeros...
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
Agradecimientos
Créditos
OceanofPDF.com
Gracias por adquirir este eBook
Alex tenía una vida normal y una familia normal. O eso creía ella,
hasta que el 25 de abril 1955 una noticia golpeó Estados Unidos y el
mundo entero: 642.987 mujeres de todo el país se transformaron en
dragonas. Algunas de estas dragonas causaron graves daños en
edificios e incluso llegaron a matar a hombres antes de salir volando
para no ser vistas nunca más. Tras un tiempo de desconcierto, el
Gobierno decidió negar el evento, conocido como Dragonización
Masiva, y prohibir cualquier referencia a este acontecimiento ni a las
mujeres que dragonizaron.
Pero, a pesar de que Alex es una chica a la que han educado
para ser buena y obediente, también es inteligente y observadora. Y
aunque ella se esfuerza para ser la clase de mujer que la sociedad
espera, hay algo que la llama a querer saber más sobre ese suceso
que también impactó en su familia. Y cuanto más profundice, más
claro le quedará que la transformación de las mujeres en dragonas
tiene mucho que ver con ella misma, y con un hilo invisible que nos
une a todas de una manera tan fuerte que nadie podrá nunca
romper.
OceanofPDF.com
CUANDO ELLAS FUERON
DRAGONES
Kelly Barnhill
OceanofPDF.com
Para Christine Blasey Ford, cuyo testimonio desencadenó
esta narrativa;
y para mis hijos: todos dragones
OceanofPDF.com
El dragón está en el túmulo, sabio y orgulloso de sus tesoros.
Proverbio anglosajón
OceanofPDF.com
Saludos, madre:
No tengo mucho tiempo. Un cambio (una transmutación
maravillosa) está a punto de sobrevenirme. No podría detenerlo ni
aunque quisiera, y no tengo ningún interés en intentarlo.
No escribo estas líneas con pena. No hay lugar para la melancolía
en un corazón rebosante de llamas. Le dirás a la gente que no me
inculcaste la rabia, y tendrás razón. Jamás se me permitió sentir ira,
¿verdad? Siempre se me negó la habilidad para descubrir el poder de mi
furia. Hasta que, al fin, aprendí a dejar de negar mi propio ser.
Me dijiste el día de mi boda que me iba a casar con un hombre rudo
al que tendría el placer de dulcificar. «La buena mujer —me dijiste—
saca lo mejor del hombre.» Esa mentira quedó patente la primera noche
que pasé con él. Mi marido no era un buen hombre, y nada habría sido
capaz de cambiarlo. Me casé con un hombre petulante, volátil, sin
fuerza de voluntad y moralmente vil. Lo sabías y lo único que hiciste fue
susurrarme secretos de vieja al oído y decirme que el dolor era el único
camino para obtener los bebés que algún día te traería.
Pero nunca llegaron, ¿verdad? Las palizas que me propinaba mi
marido lo impidieron. Y ahora pienso enfrentarme a él. Con uñas y
dientes. La oprimida porta una llama celestial, justiciera. Me inflama
incluso ahora. Me siento desligada de la tierra, de la humanidad, del
dolor de las esposas y de las mujeres.
No me arrepiento.
No te echaré de menos, madre. Quizá ni siquiera te recuerde.
¿Recuerda la flor su vida como semilla? ¿Se reconoce el ave fénix
cuando renace de sus cenizas? No me volverás a ver. Seré solamente una
sombra en el cielo, pasajera, veloz, y desapareceré.
Fragmento de una carta escrita por Maya Tilman, ama de casa de Lincoln, Nebraska, que
constituye el primer caso de dragonización espontánea en Estados Unidos anterior a la
Dragonización Masiva de 1955 —también conocida como «la desaparición de las
madres»—. Dicha transformación, según relatos de testigos oculares, sucedió a plena luz
del día, el 18 de septiembre de 1898, mientras los vecinos se encontraban celebrando una
fiesta de compromiso en su jardín. Las autoridades ocultaron toda información referente al
caso de la señora Tilman. A pesar de la gran cantidad de pruebas —que incluyen un
daguerrotipo tomado en la casa vecina en el que se distingue con inequívoca claridad el
proceso de dragonización y testimonios firmados por los asistentes a la fiesta—, ningún
periódico cubrió la noticia, ni a nivel local ni nacional. Además, se bloqueó el acceso tanto a
los datos como a becas a los equipos de investigación que se interesaron por el evento.
Cualquier científico, periodista o académico que formuló preguntas al respecto perdió su
empleo y pasó a engrosar las filas de las listas negras de la época. No era la primera vez
que sucedía algo como esto, pero la calidad de las pruebas y el vigor con el que el
Gobierno las trató de ocultar bastó para que se fundase el Equipo de Investigación Wyvern.
Esta asociación de científicos, doctorados y estudiantes dedica sus esfuerzos a preservar
la información (contrastada, siempre que es posible) y a estudiar tanto las dragonizaciones
espontáneas como las intencionales, para entender mejor dicho fenómeno.
OceanofPDF.com
Caballeros, no es mi intención decirles cómo deben realizar su trabajo. Yo
soy científico, no congresista. Mi labor es plantear preguntas, registrar
minuciosamente observaciones y analizar datos vigorosamente, con la
esperanza de que a continuación otra persona vuelva a plantearse
preguntas. Para que la ciencia exista debemos cuestionar las creencias más
arraigadas y demoler las aversiones y los sesgos personales. La ciencia
requiere que se disemine la verdad sin restricciones. Cuando ustedes, como
legisladores, pretenden usar su poder para limitar y frustrar la libre
circulación de conocimiento y de ideas, no soy yo quien sufre las
consecuencias, sino el país entero, y, también, todo el mundo.
El 25 de abril de 1955 perdimos a cientos de madres y esposas debido a
un proceso que apenas comprendemos. No porque su naturaleza sea
inescrutable, sino porque se nos ha impedido formular preguntas y se han
restringido las respuestas. Esta situación es insostenible. ¿Cómo pretenden
enfrentarse a una crisis como la presente sin la colaboración de los
científicos y doctores, sin compartir hallazgos clínicos ni datos de
laboratorio? La transformación masiva no tiene precedentes en cuanto a
magnitud ni en cuanto a alcance, pero no fue —por favor, caballeros, es
crucial que me dejen terminar— una anomalía. Ya habían sucedido eventos
similares en el pasado, y les aseguro que siguen dándose casos de
dragonización en el presente. Si los investigadores que intentaron estudiar
este fenómeno no hubiesen perdido sus empleos y sus sustentos, si no
hubiesen tenido que presenciar cómo las autoridades registraban y
destruían sus laboratorios, hoy por hoy sabríamos mucho más sobre este
fenómeno. Estoy convencido de que hablar con tanta franqueza sobre este
asunto pone en grave peligro mi carrera. Pero, señores, soy un científico, y
mi lealtad no es para con esta cámara, ni siquiera para conmigo mismo,
sino para con la verdad. ¿Quién sale beneficiado de enterrar los
conocimientos? ¿Quién gana cuando la ciencia sucumbe a los intereses
políticos? Yo no, señores congresistas. Y mucho menos la gente a la que
juraron servir.
Fragmento del discurso del doctor H. N. Gantz (exdirector de medicina interna del Hospital
Universitario Johns Hopkins y antiguo investigador adjunto del Instituto Nacional de Salud,
del Cuerpo Médico de la Armada y de la Administración Nacional de Ciencia) al Comité del
Congreso sobre Actividades Antiamericanas, 9 de febrero de 1957.
OceanofPDF.com
1
La primera vez que vi una dragona tenía cuatro años. Jamás se lo conté a mi
madre. Imaginé que no lo comprendería.
(Me equivocaba, claro está, como en la mayoría de las cosas que suponía
sobre ella, algo que no es poco común. Creo que es posible que nadie
conozca de verdad a su madre, al menos hasta que ya es demasiado tarde.)
El día que vi una dragona fue una jornada de pérdida, inserta en un
periodo de inestabilidad. Mi madre se había marchado hacía un par de
meses. Mi padre, cuyo rostro se había vuelto tan vacío e inexpresivo como
una mano enguantada, no me dio ninguna explicación. Mi tía Marla, que
había venido a cuidarme mientras mi madre no estaba, se mostraba igual de
reservada. Nadie hablaba del estado de mi madre ni de su paradero. No me
decían cuándo pensaba volver. Yo era una niña y, por tanto, no me
consideraban merecedora de información ni de marco de referencia, y bajo
ningún concepto debía formular preguntas. Me dijeron que fuese buena.
Esperaban que se me olvidara.
En aquel entonces, al otro lado de la callejuela vivía una mujer mayor.
Tenía un jardín en el que había un cobertizo maravilloso y un pequeño
gallinero, someramente poblado, con una lechuza de pega en el tejado. A
veces, cuando entraba a saludarla, me daba un manojo de zanahorias. Otras,
un huevo. O una galleta. O una cesta llena de fresas. La adoraba. Era lo
único que tenía sentido en aquel mundo irreverente. Tenía un acento muy
cerrado —polaco, según supe mucho más adelante— y me llamaba su
pequeña żabko, porque siempre andaba dando saltitos como una rana.
Siempre me ponía a trabajar: si no era recogiendo cerezas del suelo, era
recolectando tomates tempraneros, o capuchinas, o guisantes. Luego, un
rato más tarde, me tomaba de la mano y me acompañaba a casa, y regañaba
a mi madre (antes de su desaparición) o a mi tía (durante los largos meses
en los que faltó mi madre). «No le quites los ojos de encima —les advertía
—, o cualquier día le brotarán alas y saldrá volando.»
El encuentro con la dragona sucedió a finales de julio, en una tarde
sofocante y húmeda. Era uno de esos días en los que la tormenta se queda
esperando justo en el horizonte, imponente, murmurando de forma irregular
durante horas, a la espera de descargar sus torbellinos de antónimos:
oscurecer la claridad, aullar los silencios y estrujar la humedad del aire
como una esponja enorme y empapada. En ese momento, en cambio, la
tormenta aún no había estallado y el mundo entero se encontraba a la
expectativa. El aire era tan húmedo y caluroso que parecía casi sólido. Me
sudaba el cuero cabelludo entre las trenzas, y el guardapolvo estaba todo
arrugado por culpa de mis manos sudorosas.
Recuerdo el ladrido en staccato de un perro del barrio.
Recuerdo el rugido lejano de un motor revolucionado. Seguro que se
trataba de mi tía, que se encontraba reparando otro coche más de algún
vecino. Era mecánica, y la gente decía que tenía manos mágicas. Podía
devolver a la vida cualquier máquina estropeada.
Recuerdo el extraño rumor eléctrico de las cigarras llamándose de un
árbol al siguiente y al siguiente.
Recuerdo las motas de polvo y polen en suspensión, reluciendo a
contraluz.
Recuerdo una serie de sonidos provenientes del jardín trasero de mis
vecinos. Un gruñido de hombre. Un alarido de mujer. Un grito ahogado de
pánico. Una pelea y un golpe seco. Y, luego, un leve y asombrado «¡Oh!».
Cada uno de estos recuerdos es tan claro como el agua. En aquel
entonces no tenía las habilidades necesarias para comprenderlos, ni para
encontrar el nexo entre momentos e informaciones aparentemente
inconexos. Me llevó años unirlos. Había almacenado estos recuerdos como
lo haría cualquier niño: como un batiburrillo de objetos afilados y
relucientes apilados en las estanterías más oscuras del rincón más
polvoriento de nuestra mente. Y allí permanecieron, traqueteando en la
penumbra. Arañando las paredes. Alterando el cuidadoso orden de lo que
consideramos verdadero. E hiriéndonos cuando nos olvidamos de lo
peligrosos que son y los agarramos con fuerza.
Abrí la puerta de atrás y me dirigí al jardín de la anciana, como había
hecho cientos de veces. Las gallinas estaban en silencio. Las cigarras habían
dejado de murmurar y los pájaros de cantar. No había ni rastro de la mujer.
En cambio, en medio del jardín, vi una dragona sentada, a medio camino
entre los tomates y el cobertizo. Su colosal rostro lucía una expresión de
asombro. Se miraba las manos. Se miraba los pies. Giró el cuello para
observar sus alas. Yo no grité. No salí corriendo. Ni siquiera me moví. Me
quedé allí parada, arraigada al suelo, y contemplé a la dragona.
Al final, armándome del valor necesario, me aclaré la garganta y
pregunté dónde estaba la anciana. La dragona me miró, sobresaltada. No
dijo nada. Guiñó un ojo. Se llevó un dedo a los labios como para decir
«chis» y entonces, sin más dilación, enroscó las patas a modo de muelle
bajo su inmenso cuerpo, inclinó la cabeza hacia las nubes, desplegó las alas
y, con un gruñido, apartó la tierra y alzó el vuelo hacia el cielo. La vi
ascender a las alturas y en cierto punto virar hacia el oeste. Desapareció
sobre las anchas copas de los olmos.
No volví a ver a la anciana. Nadie la mencionó. Fue como si nunca
hubiese existido. Intenté preguntar por ella, pero no disponía de la
información suficiente ni para componer la pregunta. Traté de encontrar la
seguridad que me faltaba en los adultos de mi vida, pero no hallé nada. Solo
silencio. La ancianita se había ido. Yo había visto algo que no podía
comprender. No había lugar para mencionarlo.
Con el tiempo, se tapiaron las ventanas, la hierba creció descontrolada y
su bonito jardín se convirtió en una masa enmarañada. La gente que pasaba
por allí ni siquiera se fijaba en la casa.
La primera vez que vi una dragona tenía cuatro años. La misma edad que
cuando descubrí que era un tema del que no se podía hablar. Quizá sea así
como aprendemos lo que es el silencio: una ausencia de palabras, de
contexto, un hueco en el universo donde debería residir la verdad.
OceanofPDF.com
2
OceanofPDF.com
La primera dragonización espontánea de la que se tiene noticia aparece en
los supuestamente desaparecidos apuntes de Timeo de Tauromenio, que
datan del año 310 a. C. Estos manuscritos fueron hallados durante la
excavación de las vastas bibliotecas que se encontraban en el corazón del
palacio de Néstor, pero permanecieron olvidados hasta hace relativamente
poco debido a un error de clasificación en el almacén donde se guardaron.
Estos fragmentos, entre otras cosas, arrojan luz sobre la histórica reina
Dido de Cartago: sacerdotisa de Astarté, embaucadora de reyes y timadora
de los mares. Los relatos acerca de su vida que nos han llegado a través de
la literatura clásica (desde Cicerón hasta Virgilio, pasando por Plutarco y
todos los patanes insufribles que hubo entre medias) varían enormemente,
pues cada uno la describe como una mujer compleja, inescrutable y
fundamentalmente desafiante. Las noticias sobre su muerte, sin embargo,
son bastante uniformes. En especial el hecho de que Dido —ya sea por
duelo, por rabia o por venganza, ya por deseo de sacrificarse para salvar
la ciudad que fundó y construyó y amó— se subió con gran calma a su
propia pira funeraria y se lanzó sobre la espada de su marido. Se cuenta
que exhaló su último aliento mientras las llamas la envolvían.
Y quizá sea verdad.
De todas formas, los escritos de Timeo nos ofrecen una visión
alternativa. En ciertos fragmentos de los libros 19, 24 y 49 de su obra, se
da por consabida una parte de la historia que no se menciona en el texto,
que derivaría en un final bastante diferente para la reina. Estas referencias
podrían considerarse relevantes en el sentido de que el autor no ve
necesario argumentar sus palabras, sino que da una visión distinta de la de
sus contemporáneos de tal forma que sugiere que ambas son válidas y
aceptables. Timeo narra que la reina Dido, escoltada por sus sacerdotisas,
se plantó en la costa y vio cómo el océano se oscurecía por la llegada de
las naves troyanas, hambrientas del puerto de Cartago, y de sus riquezas, y
de sus recursos, y de sus mujeres. Timeo describe la ciudad como un pecho
rebosante del cual Eneas y sus secuaces pretendían alimentarse, y toda la
ciudad tembló ante el poderoso apetito de los hombres.
Los fragmentos de Timeo nos proporcionan pistas prometedoras. En el
libro 19 describe cómo la reina y sus sacerdotisas se retiraron las
vestimentas y las dejaron caer al suelo. «Se desnudaron como ninfas y
emergieron de sus cuerpos como monstruos —escribe, y añade que—: el
mar ardía con el fuego de mil piras.» ¿Qué clase de monstruos? ¿Y de
quién eran las piras? Timeo no lo aclara. En el libro 24 escribe: «¡Oh,
Cartago, ciudad de dragones! ¡Ay de ti por dar la espalda a tus divinas
protectoras! En la próxima generación, la noble ciudad de Dido yacerá en
ruinas sobre la tierra». Y en el libro 49 describe el engaño de Dido al rey
Pigmalión y su subsecuente huida por mar de esta manera: «Durante su
travesía, la joven reina viajó a islas que no aparecían en mapa alguno y
demandó que sus hombres la aguardasen en los barcos mientras ella
nadaba hacia la costa sin escolta. En todas las ocasiones regresaba con
mujeres, cuyo cometido era convertirse en sacerdotisas y en esposas, según
les contó a sus súbditos. Estos temblaban al posar los ojos sobre dichas
mujeres, incapaces de descubrir por qué. ¡Oh, cómo brillaban sus ojos! Y
qué fortaleza ardía en sus vientres. Estas sacerdotisas eran fuertes como
varones. Se asoleaban en cubierta como lagartos. Los marineros aceptaron
respetarlas, y los que olvidaban su promesa y traspasaban los límites de la
decencia guiados por la lujuria, a la mañana siguiente habían
desaparecido y sus nombres jamás volvían a ser pronunciados».
¿Dragonizó Dido? ¿Se transformaron sus sacerdotisas? No hay forma
de saberlo. Sin embargo, hay dos detalles que nos dan pie a indagar más en
la historia de Timeo. En primer lugar, el hecho de que Timeo fuese el
primero en relatar estos eventos y, de este modo, menos proclive a recibir
presiones políticas para censurarse. Los hombres se vanaglorian de ser el
centro de la historia, después de todo. Y en segundo lugar, el patrón que
hemos notado a lo largo de la historia mediante el cual las esporádicas
dragonizaciones femeninas aparentemente espontáneas (en realidad no son
espontáneas, pero eso lo trataremos más adelante en este mismo artículo)
casi siempre aparecen seguidas de un rechazo universal a aceptar los
hechos y un acuerdo general de olvidar eventos que se consideran
demasiado alarmantes, demasiado caóticos, demasiado incómodos. La
reina Dido no fue la primera en recibir este tratamiento, y tampoco la
última.
Me dispongo a explorar veinticinco discretos ejemplos de dragonización
masiva y la subsecuente represión histórica para culminar, por supuesto,
con los asombrosos hechos acaecidos en Estados Unidos en el año 1955.
Esta, aunque sin precedentes en cuanto a cantidad y alcance, no fue única
en el contexto de la historia universal. Mi intención es demostrar que la
dragonización masiva no es un fenómeno moderno. No obstante, dada la
gran cantidad de conversiones que sucedieron en 1955, es imperativo que
aprendamos de los errores del pasado y que creemos un nuevo camino. La
hipótesis que pretendo presentar es que todas las dragonizaciones masivas
vienen seguidas de un «olvido masivo». Estoy convencido de que es esta
parte, la del olvido, la que resulta mucho más dañina y deja más cicatrices
en la psique y en la cultura. Y lo que es más, saco como conclusión que
Estados Unidos se encuentra, en estos momentos, sumido en un proceso de
olvido de dicha clase, cuyas repercusiones serán rastreables y
cuantificables, y, con suerte, reversibles, si se actúa de manera inmediata y
coordinada.
OceanofPDF.com
3
OceanofPDF.com
4
A pesar de que mis tíos venían de visita bastante a menudo desde que se
casaron, él se convirtió en alguien insignificante, y mucho más desde que
nació mi prima Beatrice. Ahora, tantos años después, apenas recuerdo su
aspecto. Solo me acuerdo de su barbilla sin afeitar y de su aroma acre y de
que a veces era cruel. Cuando Beatrice llegó a nuestras vidas, él se volvió
muy fácil de ignorar.
¡Ay, Beatrice, Beatrice, Beatrice! Llegó a mi vida como un ave rara, todo
color y movimiento y cotorreo entusiasta. Tenía el pelo naranja y los ojos
del color y del resplandor de las alas de los escarabajos y su piel
enmugrecía incluso segundos después de lavarse. El día en el que nació,
juro que el cielo se congeló y el sol se quedó quieto y la tierra comenzó a
vibrar. El día en el que nació, nadie me dijo que mi tía se dirigía al hospital,
ni que ese era el día en el que el ser humano más maravilloso que existiría
jamás haría su aparición en el mundo. Pero yo lo supe de todas formas. El
universo se volvió más puro cuando Beatrice llegó.
Beatrice y yo estábamos hechas la una para la otra. Éramos las alas
gemelas de una libélula, o el rayo y su ineludible trueno, o la danza
giratoria de las estrellas binarias.
Las visitas vespertinas de mis tíos fueron muy diferentes desde entonces.
Mi obligada presencia en la mesa —para practicar las convenciones
sociales, para estarme quietecita, para hablar solo cuando se me dirigiera la
palabra— pasó de ser un ligero fastidio a convertirse en una tarea
interminable. ¿Qué me importaba a mí el mundo de los adultos cuando
Beatrice estaba en mi casa? Beatrice, con el puño entero metido en su
sonrisa babosa. Beatrice, que justo estaba descubriendo sus dedos de los
pies. Beatrice, que seguía el ritmo de una canción infantil, cuya voz clara y
ligera imitaba mi tono y volumen con exactitud e intención, que estallaba en
risas al final de cada estrofa. Beatrice, que chillaba de gozo cuando el
juguete volvía a aparecer. Beatrice fue, desde el momento en el que nació,
mi persona favorita del planeta. A veces me parecía que era la única
persona del planeta. O más bien que lo éramos las dos. Éramos Beatrice y
Alex, soberanas del mundo.
Me sentaba a la mesa de los adultos en mi silla infantil, pintada de rojo,
con las manos entrelazadas y la servilleta sobre el regazo, contando los
momentos que faltaban para poder pedir permiso para levantarme e ir a la
sala de estar a jugar con el bebé. «Diez minutos», me había dicho mi madre.
Tenía que quedarme allí diez minutos más y dar conversación, aunque no
tenía muy claro cómo, ya que me habían inculcado que a los niños hay que
verlos pero no oírlos. Contemplé el reloj. Me parecía que los minutos
duraban milenios.
Y en ese momento, cuando vi que la aguja del minutero avanzaba a
trompicones hacia el siguiente punto, me di cuenta de que la voz de mi
padre se volvía abrupta y rígida.
—Eso forma parte del pasado —dijo, y su voz me impactó en la cara
como una bofetada. Me estremecí—. Es de mala educación sacar el pasado
a colación.
Un pesado silencio se instaló en la estancia y me empezaron a pitar los
oídos. La piel de mi madre palideció y sus hombros se encogieron hacia
dentro. La expresión de mi padre me confundía. Su mandíbula tensa y su
boca le daban un aire serio y rígido, pues dejaba ver el filo serrado de sus
dientes inferiores. Sin embargo, sus ojos húmedos, serenos e implorantes
contaban otra historia.
Mi tía comenzó a juguetear con la pulsera que llevaba en su muñeca
izquierda, un regalo de bodas que mi madre le había confeccionado
entrelazando una pieza de alambre con sus agujas de ganchillo. Llevaba
dos, una en cada mano. Las espirales y los nudos resplandecían y titilaban a
la luz de las velas como si también estuviesen hechos de fuego.
—Bueno, hay varias cosas que no son del todo agradables —dijo con
una sonrisa ahogada. Dejó el tenedor sobre la mesa y comenzó a limpiarse
los dedos y la boca con la servilleta—, pero eso no evita que la gente las
haga. En viajes de negocios, por ejemplo. —Guiñó un ojo y tomó un sorbo
de su copa de vino; su pintalabios rojo dejó un surco en el vaso, como el
espectro de un beso.
—¿Podríamos, por favor, no discutir? —imploró mi madre con una voz
diminuta.
El aire se tensó. Las mejillas de mi padre se contraían y se relajaban, se
contraían y se relajaban. Se le enrojeció la piel del cuello. Yo miré el reloj.
Parecía haberse detenido. Beatrice gorjeaba en su trona, en la sala de estar.
Seguramente se estuviese contemplando los dedos de los pies de nuevo. Se
rio de algo. Del aire, quizá. O tal vez de su propio ser maravilloso. Me
mordí el labio. Beatrice estaba haciendo monerías y yo me las estaba
perdiendo.
Mi tío hizo girar el líquido oscuro que le quedaba en el vaso y luego lo
apuró. Y lo rellenó en un abrir y cerrar de ojos.
—No la hagas enfadar, George —carraspeó, dirigiendo los ojos
enrojecidos hacia mi tía—. Ya sabes lo que dicen que les pasa a las mujeres
rabiosas.
Mi tía le lanzó una mirada recia y se quedó pálida. Sus ojos estaban
oscuros y ardientes.
—¿Qué es lo que dicen, querido? —preguntó con la calma de una
serpiente a punto de atacar. Se reajustó las pulseras como si le picasen.
Los labios de su marido estaban resecos. No pronunció ni una palabra
más. Volvió a llevarse el vaso a la boca y echó la cabeza hacia atrás para
verter la bebida en su garganta.
—No tenemos que hablar de esto ahora —intervino mi madre, apilando
los platos en una torre inestable—. Ya da igual, de todas formas.
Se metió en la cocina a toda prisa y dejó caer los platos en el fregadero
con un sonoro estruendo.
Mi tía paseó la mirada por la estancia y la acabó posando sobre mí. Sus
ojos volvieron a la normalidad.
—Alex, estás muy callada —comentó—. Cuéntame en qué has estado
pensando, amor mío.
No me esperaba que nadie me hablase, y su mirada repentina casi me
hace dar un brinco.
—No lo sé —dije, tropezando con mis palabras—. En el reloj seguro que
no —añadí, un poco demasiado alto, a pesar de que mis ojos se dirigieron
de vuelta a la aguja del minutero, que por alguna razón inexplicable no se
había movido desde que habíamos comenzado a cenar.
Se me había dicho, en repetidas ocasiones, que mirar al reloj durante las
comidas era de mala educación. Suponía una falta de respeto para con
nuestros invitados, me había explicado mi madre.
—Ah —dijo mi tía—, ya veo.
Intercambió una mirada divertida con mi madre, que en ese momento se
encontraba en el umbral de la puerta que comunicaba el comedor con la sala
de estar, pero según pude comprobar, no le hizo ninguna gracia. Mi tía
volvió a centrar su atención en mí.
—¿Sabes de qué estamos hablando, Alex? —preguntó.
—No le importa de lo que estamos hablando —respondió mi madre,
interponiendo su cuerpo entre mi tía y yo para interrumpir el momento.
Agarró la bandeja y metió dentro los cubiertos sucios, que emitieron un
ruido metálico al impactar contra la fuente. Se volvió a retirar a la cocina.
—Déjalo ya, Marla —instó mi padre. Su voz era fría y plana y
despiadada.
Ella no me quitaba los ojos de encima.
—Estamos hablando sobre tu madre, esa mujer de ahí. —La señaló con
un gesto mientras esta se alejaba—. Creo que te la han presentado. —
Sonrió a la mesa. Nadie le devolvió el gesto. Ella no se amedrentó—.
¿Sabes que tu madre, tu propia madre, tenía las notas más altas de su
promoción pero el Departamento de Matemáticas se negó a concederle la
matrícula de honor porque era una chica?
—¿Qué es matrícula de honor? —pregunté, a pesar de que me daba
igual. Beatrice se estaba riendo y esta conversación me parecía una tontería
y lo único que quería era que me permitiesen levantarme de la mesa.
—Es como graduarse pero con más clase —explicó mi tía—. Porque la
persona que la obtiene tiene clase.
—Mamá tiene clase —dije. Ella me dio unas palmaditas en la cabeza
cuando pasó a toda prisa por detrás de mí en uno de sus múltiples viajes del
comedor a la cocina y mi padre soltó un bufido de aprobación.
—¿Ves? —dijo él—. Alexandra sabe lo que hay.
Se encendió un cigarrillo, se recostó en la silla y se relajó un poco.
—Alex —lo corregí en voz bajita y con el ceño fruncido. Nadie se dio
cuenta.
—Pero ¿te parece justo, cariño? —insistió mi tía al tiempo que se
encendía un cigarrillo ella también y le lanzaba el humo a mi padre—. ¿No
deberían haber dicho sus profesores, delante de todo el mundo, que ella era
la más lista, cuando en realidad lo era?
La mirada de la tía Marla me inmovilizó en la silla. Sus ojos parecían
algo más grandes que de costumbre. Los bordes de sus iris brillaban como
el oro. No podría haberme movido ni aunque hubiese querido.
—Claro que sí —respondí. Estaba en tercero. Ya sabía lo que era justo.
—No importa —intervino mi padre mientras se apartaba el humo de la
cara, enfadado—. Alexandra, vete al salón. —Le lanzó una mirada
significativa a mi tía—. ¿A quién le importan los problemas que resolvió y
los trabajos que entregó? ¿Qué más dan los honores y los premios? Nadie
los recuerda. ¿De qué le sirve un diploma universitario a una persona que es
feliz cuidando de su casa? En mi opinión, es una pérdida de tiempo y de
dinero. Y, al final, ¿para qué? Ocupó una plaza en la universidad que podía
haber sido para un chico inteligente con un futuro prometedor que podría
haber contribuido de forma valiosa a la sociedad. Me parece un desperdicio.
De repente subió la temperatura de la estancia. Mi tía era corpulenta y
ruidosa y brillante. A veces se reía más fuerte que cualquier hombre al que
yo conociese. La consideraba apasionante, pero también aterradora. Su
forma de copar la sala era peligrosa. Era calor y garra y velocidad
intencionada. Incluso entonces.
Me ruboricé. Mi tía ignoró a mi padre. Mantuvo la mirada fija en mí, con
un resquicio de sonrisa oculto en su boca.
—Entonces tu madre, la más lista y la mejor de su clase, una estrella
reluciente, solicita una plaza para cursar el doctorado en Matemáticas y no
la aceptan. Dicen que no. No porque no sea lo bastante inteligente, sino
porque es una chica. Vaya, pues. ¿Te parece justo eso?
No dije nada, pero es que no creía que mi tía estuviese hablando
conmigo en realidad.
—En cambio, tu querida mamá aceptó un empleo de cajera en el banco
en el que trabaja tu padre. Con sus algoritmos y sus reglas de cálculo y su
rapidez aritmética. Era un hacha. Era una maga de los números. Era capaz
de hacer crecer cualquier fondo, el que fuese, como por arte de magia.
Relacionaba las hojas de cálculo como con nudos místicos y hacía que los
números aumentasen solo con mirarlos.
Marla movía las manos en gestos grandilocuentes al hablar y las pulseras
resplandecían en sus muñecas como si estuviesen en llamas. Cerró los ojos
y su cara relució.
—No seas ridícula —dijo mi madre desde la cocina. Estaba molesta. Se
lo notaba. Pero no sabía por qué.
Beatrice soltó una risotada y mi padre volvió a decirme que me fuera al
salón, pero yo no parecía ser capaz de moverme. Mi tío se sirvió otro vaso.
—Mujeres contables —se carcajeó—. Menuda estupidez...
Marla alargó el brazo y le dio una colleja. Y lo hizo sin alterar su
posición ni su postura, y sin mirarlo en absoluto.
—¡Ah! —se atragantó él—. ¡Marla!
Mi tía hizo como si no lo oyera.
—Eso es magia, cariño —me dijo mi tía a mí—. ¿Qué te parece a ti?
Mi madre volvió a aparecer en el umbral. Tenía lágrimas en los ojos.
Odiaba verla disgustada. Me volví hacia mi tía y le lancé una mirada
desafiante, con los brazos cruzados sobre el pecho. ¿Cómo se atrevía?,
pensé. ¿Cómo osaba disgustar a mi madre? Cierto era que yo no
comprendía por qué mi madre estaba molesta. Solo que lo estaba. Y que era
culpa de mi tía, de eso estaba casi segura. Le saqué la lengua, cosa que le
hizo reír.
—¿No estás de acuerdo conmigo, Alex? —me dijo.
—Alexandra —la corrigió mi padre, mientras daba la última calada al
cigarrillo y lo aplastaba en el cenicero que había en mitad de la mesa.
Yo echaba chispas por los ojos, pero no respondí.
Marla no me quitaba la vista de encima. Noté que la piel me empezaba a
arder.
—¿Pones en duda los poderes de tu madre? —preguntó.
Mi madre seguía en el umbral, como un pilar de sal. La luz proveniente
de la cocina alumbraba a su alrededor.
—Los números no son mágicos —respondí con firmeza.
Sabía que no era este el motivo de mi agitación, exactamente. A veces, la
tensión en el ambiente era como ácido sobre mi piel; a pesar de no dejar
herida física, me quemaba de todos modos. Mi tía había entristecido a mi
madre. O quizá hubiera sido mi padre. Pero yo era incapaz de explicar
cómo había sucedido, puesto que las palabras que conocía en aquel
momento eran difíciles de manejar, mal calibradas para el tema en cuestión.
Esto me enfadó aún más. Con mi tía, mayormente. Fruncí el ceño para que
se diese cuenta.
—Los números —dije con un énfasis particular— son números.
Mi tía absorbió esta información, claramente impresionada.
—Estoy de acuerdo —dijo. Me recosté en la silla y me relajé. Ya por
aquel entonces me gustaba ganar—. Pero en realidad —continuó— yo
jamás dije que los números fuesen mágicos. Dije que tu madre era mágica.
Una hechicera, para ser exactos, pero podemos dejarlo en mágica. Es más
sencillo. Pero escúchame bien, Alex, amor mío. Esto no es nada nuevo, y tu
madre no es la única. Todas las mujeres somos mágicas. En serio, todas y
cada una. Forma parte de nuestra naturaleza. Es buen momento para que lo
aprendas.
Mi padre soltó un gruñido incrédulo, y mi tío, con demasiadas copas
encima, rebuznó como un burro.
—Pero menuda sarta de...
Y, de pronto, la mesa quedó en silencio. El sonido se detuvo en la
garganta de mi tío. Una simple mirada de mi tía era suficiente para frenar
las palabras en su lugar de origen. Yo la miré y vi que sus ojos eran como
carbones ardientes. Los nudos de alambre que rodeaban sus muñecas
estaban tan calientes que brillaban y dejaban quemaduras en su piel. Nadie
se movió. Nadie respiró. Mi tío parecía clavado a su silla, como si los ojos
de mi tía lo hubiesen perforado por la mitad y vuelto a coser. Él estaba en su
poder y a su merced. Ella sonrió cuando él palideció.
Y luego, con un gesto de la mano de mi tía, el momento pasó. Mi tío
inhaló una bocanada de aire.
—¿Qué estabas diciendo, amor mío? —siseó mi tía.
A mi padre le temblaba el pulso. Tenía los ojos abiertos como platos. No
dijo ni esta boca es mía. Mi tío vació el vaso y se fue a trompicones hacia la
puerta. Descubrí algo más tarde que se había ido de farra, como lo llamó mi
padre (a pesar de que no supe lo que significaba esa palabra hasta muchos
años después), y no supimos de él en más de una semana. Nadie lo echó en
falta.
OceanofPDF.com
A modo de prefacio para el análisis de los múltiples casos de dragonización
masiva documentados a lo largo de la historia que planeo realizar en este
artículo, me gustaría añadir un comentario personal, dado que considero
que resultará de ayuda a la hora de crear la lente a través de la cual
debemos mirar estos eventos.
En aquel fatídico día de abril de 1955, a pesar de que ningún miembro
de mi familia dragonizó, yo presencié una transformación: la de la señora
de Norbert Donahue, la mujer de uno de mis colegas. La había conocido
por su nombre de soltera, doctora Edna Wood, años antes, pues había sido
una de mis residentes en el Hospital Universitario Johns Hopkins. Al poco
de terminar su formación, abandonó la práctica de la medicina para
casarse y tener hijos, y, por tanto, dejó su título atrás. El día de la
Dragonización Masiva, vi a la señora Donahue instantes antes de su
transformación, cuando pasó corriendo por los pasillos con el bolso
colgando de su brazo derecho como un péndulo. «Señora», la saludé con
una leve inclinación de cabeza. Ella no se detuvo, ni siquiera pareció
oírme. Me fijé en que le brillaba la nuca, y en que parecía más alta de lo
que recordaba.
Entró al despacho del doctor Donahue, gritó algo ininteligible y salió
llorando. Había sido, me permito añadir, una de mis residentes favoritas, y
a pesar de que hacía muchos años que no nos tratábamos, me conmovió su
evidente angustia, de modo que me acerqué a ella para ofrecerle ayuda o
consuelo. «Doctora Wood —dije—. Disculpe, señora Donahue», me
corregí, y entonces tuve que reprimir un grito. Sus dientes se habían
alargado, volviéndose afilados como cuchillas. Sus ojos, otrora pequeños y
azules, eran entonces del tamaño de puños, de un tono dorado oscuro, con
pupilas horizontales semejantes a horizontes gemelos.
Me quedé anonadado. Sabía lo que le estaba sucediendo, por supuesto,
ya que conocía los escasos documentos que versaban sobre el tema. Sin
embargo, jamás lo había presenciado en persona. De hecho, muy pocos lo
han visto de cerca y han vivido para contarlo. Como no estaba seguro de si
retendría la habilidad de hablar una vez se hubiese completado la
mutación, me pareció prudente realizar una entrevista in medias res, y
comencé a transcribir mis observaciones según le planteaba preguntas a la
señora Donahue, ahora convertida en el sujeto del experimento. Por
desgracia, la prueba no resultó del todo fructífera. Le pedí que me
describiese la experiencia, con especial hincapié en las sensaciones que
notaba en la zona del útero, pues entonces creía que ahí era donde se
originaban aquellas transformaciones (más adelante se han recogido datos
que refutan esta teoría). También le solicité, si le era posible, una
descripción de las funciones vitales básicas: respiración, visión, dolor
muscular. Todos los datos relevantes. ¿Experimentaba sofocos, como ocurre
durante la menopausia? ¿Sentía náuseas o contracciones como durante el
embarazo y el parto? ¿La erupción de las escamas producía ardor? ¿La
emergencia de los colmillos provocaba sangrado de las encías?
La señora Donahue no respondió. En cambio, me miró fijamente
durante un instante. Luego habló, y marcó cada palabra con un aliento
estentóreo: «Todo, es, demasiado, PEQUEÑO». Su voz era un chirrido
estridente. Hizo una pausa. Su piel comenzaba a rasgarse, pues de la parte
trasera de su vestido emergía un espinazo creciente. Inclinó el rostro y sus
ojos se clavaron en mí. Sonrió. «Probablemente debería escapar, doctor»,
dijo.
Y eso hice.
OceanofPDF.com
5
OceanofPDF.com
6
OceanofPDF.com
EXTRACTO DE LA EDICIÓN DE THE WASHINGTON POST DEL 23 DE ENERO DE 1956
Una reunión del misterioso Subcomité del Congreso para la
Compensación y la Resolución terminó en caos el martes por la tarde
cuando un grupo de activistas que se habían disfrazado de conserjes
invadió la sala cerrada con llave e impidió que los congresistas se
marchasen. Como de costumbre, el orden del día de la reunión no se puso a
disposición pública, y no se nos proporcionó ninguna minuta. Ninguno de
los miembros del subcomité ofreció declaraciones y a los activistas, que
fueron arrestados, se les prohíbe conceder entrevistas. Pasaron nueve horas
antes de que la policía fuese capaz de acceder a la sala de conferencias,
donde los asaltantes fueron detenidos sin incidentes. No disponemos de más
información.
OceanofPDF.com
7
OceanofPDF.com
8
Tres días antes del caos de la dragonización, mi tía vino a cenar por última
vez, aunque entonces no lo sabíamos. La acompañaron mi tío y Beatrice.
Antes de que esta fuese mi hermana.
(¿Qué estoy diciendo? Beatrice siempre ha sido mi hermana. Nunca no
lo ha sido. ¿Ves? Es muy fácil mentir. A veces, lo complicado es dejar de
hacerlo.)
En aquella ocasión, se estaba haciendo tarde, y mi padre y mi tío habían
salido al jardín a fumarse un puro. Era abril, pero por las noches aún
refrescaba y había humedad. Se pusieron las chaquetas de lana y unas
gruesas bufandas y aferraron sus cigarros. Tiritaban en la oscuridad entre
calada y calada.
Mi madre fregó los platos. Ella siempre estaba fregando los platos.
Beatrice estaba dormida en la cuna de viaje que habían montado en el salón.
Mi tía no solía ayudar a mi madre con los cacharros porque esta siempre la
reñía por hacerlo mal.
—¿Qué te parece si preparo a la niña para acostarse? Así te puedes
sentar y tomarte una copa cuando termines aquí —propuso mi tía.
Mi madre no respondió. En cambio, golpeó las cazuelas. Mi tía lo tomó
como un sí. Antes de subir al piso de arriba, mi tía cogió su bolso, un zurrón
militar de su etapa como piloto de la Armada. Se pasó la correa sobre el
hombro y me siguió escaleras arriba. Se quedó sentada a los pies de la cama
mientras yo me ponía el camisón, me cepillaba los dientes y me lavaba la
cara. Hojeó mis cuadernos (en los que solo había problemas matemáticos y
dibujos de naves espaciales que había copiado de los tebeos que mis
compañeros de colegio leían con fruición pero que a mí no se me permitía
tocar por razones que no comprendía). Examinó las estructuras que había
construido con palos de polo y cola (puentes y castillos y una catapulta), y
se percató de la papelera llena de muñecas relegada a un rincón. Me
arrodillé frente a ella y me cepilló el pelo una y otra vez, agarrando con el
puño mechón tras mechón mientras alisaba el cabello contra mi espalda. Ya
entonces deseaba tenerlo corto. A menudo le preguntaba a mi madre si
podría tener el pelo rizado y corto como mi tía, y ella siempre me
contestaba que mi melena era mi mejor rasgo y yo acababa llorando.
Mi tía me hizo dos trenzas apretadas. Me puso en pie y me miró a la
cara. Nos quedamos así durante un largo rato, mirándonos a los ojos,
mientras parecía intentar encontrar las palabras que comunicasen lo que
tenía que decirme. Yo ya sabía que no debía romper el silencio. Sabía que
no debía hablar si no me hablaban antes. Era una niña paciente que sabía
esperar mi turno.
Al fin:
—¿Sabes? —dijo. Se llevó las manos a la cara y se presionó sus rollizas
mejillas con los dedos—. Cuando yo era pequeña, tenía un escondrijo
secreto en mi cuarto, donde le ocultaba cosas a mi madre. Nada grave, ya
me entiendes. No era una niña traviesa, pero había ciertas cosas que eran
mías. No podía enseñárselas a mi madre porque eran solo para mí. ¿Me
comprendes?
—No —contesté.
Pero sí que lo entendía. Claro que sí. Llevaba tiempo escondiéndole
cosas a mi madre. Había descubierto cómo levantar un panel de madera del
interior del armario para meter cosas en la abertura que quedaba. Después
lo volvía a encajar en su sitio y parecía que jamás lo había tocado. Tenía
varias cosas allí escondidas. Nada grave. Yo tampoco era traviesa. Pero
tenía un cuaderno en el que dibujaba caricaturas grotescas de mis profesores
y de mis padres. También guardaba allí unas cartas que me había escrito una
niña que ya no iba a mi colegio y que eran muy importantes para mí de una
forma que me resultaba imposible identificar, pero sabía en lo más hondo de
mi ser que mi madre no lo comprendería, porque no querría y porque no
podría. También había dibujado autorretratos en los que aparecía con un
uniforme de generala, o pilotando un avión, o en traje de negocios, o con
cuerpo de caballo o de robot. Estas también me parecían subversivas y
privadas por razones inexplicables, pero ciertas de todas formas. No se las
iba a enseñar a nadie, ni siquiera a mi tía. Intenté mantener una expresión
neutra. Con mi madre siempre me funcionaba.
La boca de mi tía se curvó en una sonrisa.
—Mentirosa —dijo, y luego me besó en la frente—. Pero te quiero. Te
quiero muchísimo. Te voy a dar algo. No es nada malo, y no debes
preocuparte por ello. Es solo que no creo que tu madre lo comprenda. Pero
para mí es importante que lo tengas. ¿Lo entiendes?
Entrelacé los dedos y jugueteé con ellos. No sabía qué decir.
Mi tía me dio un apretoncito en el hombro. Metió la mano en su bolso y
sacó un fajo de cartas, atadas con un nudo intrincado. Y también un folleto
titulado «Datos básicos sobre las dragonas: una explicación médica». Y un
álbum de fotos en cuya portada aparecían tres mujeres uniformadas que se
abrazaban por la cintura. Mi tía estaba en el medio. Llevaba el pelo largo,
recogido en un moño apresurado. Su cabeza reposaba en el hombro de una
de las mujeres. Todas parecían inmensamente felices.
Puso las tres cosas sobre mi cama. Yo me las quedé mirando. Mi tía se
levantó y se dirigió a la puerta. Se detuvo.
—¿Qué tengo que hacer yo con esto? —pregunté.
Mi tía se encogió de hombros.
—Tal vez nada. Quizá sea inútil. Pero pase lo que pase durante los
próximos días, quiero que estas cosas estén en tu poder. Hay cosas de las
que cuesta mucho hablar, y el mundo entero cierra el pico y hacen como si
no fueran gran cosa. O como si no hubiera pasado nada. Pero tal vez eso sea
un error. Solo porque la gente se niegue a mencionar algo, no significa que
sea menos real o menos importante.
—¿Quieres que lo lea? —Fruncí el ceño para señalar el librito.
Tenía dos imágenes en la cubierta. Una era una forma que jamás había
visto en mi vida pero que ahora sé que es la silueta del sistema reproductor
femenino. La otra era el mismo dibujo transformado y rellenado para
formar una cara de dragón. En la parte inferior ponía «Investigación y
redacción a cargo de un médico que desea mantener el anonimato». Justo
debajo, alguien había escrito a mano: «También conocido como el doctor
Henry Gantz». Parecía la letra de mi tía. Yo no tenía ni idea de quién era ese
tal doctor Gantz. De todas formas, el libro no parecía demasiado
interesante.
—O sea, ¿tengo que leerlo?
La tía Marla sonrió.
—Eso depende de ti. Puedes leer el libro o las cartas, o mirar los dibujos
o jamás volver a posar los ojos sobre ninguna de estas cosas. Hay una carta
para ti ahí, pero también eres libre de ignorarla. No te pienso obligar a nada.
Lo único que... —Hizo una pausa. Su mirada se desvió hacia la ventana.
Durante un momento, la luz de la luna iluminó su cara, y sus ojos reflejaron
el cielo. Me rodeó con los brazos y me estrujó con cariño—. Estos objetos
son importantes para mí, y quiero que estén en un lugar seguro. No tienes
que volver a pensar en ellos si no quieres. De verdad. Me basta con saber
que los tienes. ¿Tiene sentido eso?
—Sí —dije, a pesar de que no se lo veía.
Me abrazó una última vez y noté que le temblaban el pecho y los
hombros. Se separó de mí y sonrió, pero tenía los ojos húmedos. No dijo
nada más.
Y con eso, cerró la puerta.
Deslicé el librito y las fotos y el fajo de cartas en mi escondrijo del
armario y volví a colocar el panel.
Nunca, jamás, se lo conté a mi madre. Ni siquiera después de las sirenas
y los incendios. Ni cuando tuvimos que fijar la vista en el suelo mientras
enormes sombras cruzaban el asfalto. Ni siquiera cuando llegó con Beatrice
con el vestido cubierto de cenizas y el pelo apestando a humo. Los tesoros
de mi tía se quedaron donde estaban, sin leer, sin tocar, sin nombrar.
No era mi primer secreto. Y no fue el último. Pero era el más grande. Y
lo sigue siendo.
OceanofPDF.com
9
OceanofPDF.com
10
OceanofPDF.com
BETHESDA, MARYLAND
DEPARTAMENTO DE POLICÍA
DIVISIÓN: ______ PATRULLA: _______
AGENTE(S): N. Scofield y B. Martínez
FECHA DEL INFORME: 15/06/1957 HORA: 10.25
OceanofPDF.com
11
OceanofPDF.com
12
Casi vuelve a pasar, esta vez cuando estaba volando. ¡Y menudo vuelo
fue! El mar bajo mis pies era de un azul hiriente, igual que el cielo sobre
mi cabeza, y en el centro, calor y fuego. Cada día el calor y el fuego que
siento dentro crecen un poco más, a veces cada hora. ¿Qué parte de mí
no está en llamas? Mi mente, mi corazón, mi cuerpo cuando pienso en ti.
Una tía mía sufrió este mismo cambio. En mi familia no se habla del
tema, pero todos lo sabemos. Te habría caído muy bien. Criaba pinzones
y los vendía desde su casa. Plumas de colores y cantos maravillosos. Se
ganaba bien la vida, la mayor parte de sus clientas eran amas de casa
de la parte rica de la ciudad, mujeres que lo único que querían era algo
bonito que fuese solo suyo. Mi tía tenía su propio dinero y su propio
poder adquisitivo, y su marido no lo soportaba. Un día, cuando volvió a
casa, se encontró con una escena terrorífica. Su marido había abierto
todas las jaulas y les había retorcido los diminutos pescuezos y había
dejado sus bellos cadáveres en el suelo. Había tirado pájaros muertos en
su cama de matrimonio. Una escena horrible. Un hombre horrible. Fue
llorando a sus hermanas, que la comprendieron, pero no la ayudaron. Le
explicaron que el marido es el cabeza de familia. Si no le gusta su
trabajo, ¿para qué discutir? Mi madre aplica la misma lógica para
justificar todos los pecados de mi padre. ¿Por qué se hacen estas cosas
las mujeres? ¿Qué clase de hermana da la espalda a sangre de su
sangre? Jamás he sido capaz de comprenderlo. Y creo que mi tía
tampoco.
En fin, que dos días después su casa ardió. Las autoridades dijeron
que había sido una explosión de gas lo que había reventado el techo y le
había retorcido el cuello a mi tío y había dejado su cadáver en el suelo.
Yo sabía que no. Siempre creí que había sido la rabia lo que había
provocado la transformación, y quizá sea así. Pero yo no siento rabia. Y,
aun así, siento que este cambio es inevitable. Desde el primer momento
en el que mi mano tocó la tuya y mis labios se encontraron con los tuyos
solo he sentido alegría, alegría, alegría, por siempre jamás. La alegría
es lo que me incendia y la alegría es lo que provoca que mi espalda
anhele alas, y es la alegría lo que me llama a ser más de lo que soy.
Pero el amor me hace parar, me ata a este cuerpo y a esta vida, y la
noción de que siempre tengo la posibilidad de volver a casa contigo. Mi
querida Marla, hay un anhelo que me parte por la mitad. No sé cuánto
tiempo más seré capaz de aguantar. Pase lo que pase, Marla, por favor,
espérame siempre. O sígueme.
Edith
OceanofPDF.com
13
OceanofPDF.com
En el año 785 d. C, un joven sacerdote, de nombre Aengus, llegó al pueblo
marinero de Kilpatrick, en la isla de Rathlan, donde se asentó en la
sacristía. Fue el primer párroco letrado de la localidad, de modo que
decidió llevar un diario exhaustivo de sus días en aquella costa rocosa y
salvaje. No era un escritor demasiado pulido, pues mezclaba el gaélico y el
latín, añadía toques de nórdico antiguo y galés y a menudo el resultado era
indiscernible. No obstante, su testimonio es vital por ser el único legado del
ataque vikingo sobre las islas, y también por revelar la responsabilidad del
propio Aengus del desastre.
Durante su estancia en la isla, Aengus se interesó por los nudos. No era
un tema de interés extraño en una comunidad pesquera, donde este arte
tenía muchos usos, tanto prácticos como místicos. Los pescadores los
usaban para fabricar redes y los corrales de sus animales; también para
afianzar las jarcias que ayudaban a sus barcos a sobrellevar las constantes
tormentas. Tejían densos nudos en la lana de sus chaquetas y capas, que les
permitían aislarse del frío y de la lluvia en alta mar. La magia de los nudos
tampoco les era ajena, y estaba aceptada dentro del marco de la
cristiandad. Las mujeres ataban nudos para mejorar las capturas, para
proteger barcos, para espantar a los tiburones. Ataban nudos para
granjearse buen tiempo, para aumentar la fertilidad, para hallar el amor
verdadero y para ahuyentar a sus rivales. Cada clan tenía su nudo
característico, y era tradición que las novias jóvenes diseñaran un nudo
nuevo en el que se combinase el de su clan con el del clan de su futuro
esposo para representar la unión de las familias, además de un nudo
especial para cada uno de sus hijos. Estos siempre los llevaban encima,
amarrados a la cintura, bajo la ropa. Nunca los deshacían.
Se decía que Kilpatrick, en aquella época, estaba custodiado por una
pequeña cantidad de dragonas de agua que vivían en el puerto y en las
cuevas submarinas. Estas bestias no representaban ninguna amenaza, sino
que formaban parte de la comunidad, puesto que cada año un grupo de
chicas adolescentes se encaminaban al mar y se convertían en dichas
bestias salvajes antes de sumergirse en las profundidades. Jamás
retornaban a su antiguo ser. Se dejaban ver de vez en cuando, jugando
entre la espuma, velando por los barcos de sus padres o de sus antiguos
prometidos. Cuidaban del mar e impedían que se acercasen a sus playas los
piratas, los bretones, los griegos y los daneses sedientos de sangre. Los
bardos entonaban canciones sobre ellas y se representaba su imagen en
barriles y en las paredes de los castillos, así como en los frescos de las
iglesias y en pinturas e ilustraciones de textos. Aengus habla de ellas con
tono mundano, de la misma forma que describiría la existencia de un ave
marina o una turbera.
En una entrada, un joven llamado Maol acude al sacerdote desesperado.
Está enamorado de una chica y quiere casarse con ella, pero lo ha
rechazado. Los padres de la joven le han comunicado que su hija mayor se
había unido con el mar dejando su piel atrás y que la benjamina no
tardaría en seguir sus pasos. Maol llora y se golpea el pecho. Le dice al
sacerdote que no podrá casarse con ninguna otra, que ella es su único
amor. Si se lanzara a las olas, él la seguiría, a pesar de que eso lo llevase a
la muerte. Aengus, preocupado por la seguridad del muchacho y por su
alma, a la que un hecho tal condenaría a pasar la eternidad en el infierno,
lo envía a casa y le dice que Dios le mostrará el camino. Entonces se
sumerge en sus conocimientos sobre los nudos. Tras un mes de sesudas
investigaciones (minuciosamente documentadas), va a casa del muchacho y
le enseña un nudo que, atado en secreto en torno a la mujer a la que ama,
evitará su transformación. Ella, además, será incapaz de desatarlo, tal es
la magnitud de su poder.
Funciona. La pareja se casa en menos de una semana.
Aengus describe en su diario, en el día de la boda, a una joven hermosa
cuyos ojos llorosos no hacían más que mirar hacia el mar. Quedó
impresionado por su inocencia y su pía resignación ante la vida que la
esperaba. Se corrió la voz de cómo el sacerdote había salvado al joven
Maol de una muerte segura y sus nudos se convirtieron en un fenómeno.
Acudieron a él hombres de todos los pueblos de la isla, e incluso de las
islas vecinas, para que les proporcionase un nudo que evitase el cambio. O
un nudo que garantizase disciplina. Un nudo para que se guardase silencio.
Otro para la obediencia. Para la docilidad. Para la felicidad aparente. Y, el
más importante, un nudo para que el portador pudiese encontrar una
dragona de agua, atraparla, amarrarla y devolverle su forma humana.
Docenas de hombres se lanzaron a la mar. Poco después, ya no se veían
escamas brillantes en la superficie. Ya no había ojos brillando en el
horizonte. Ni potentes mandíbulas persiguiendo a los barcos pesqueros
para mantenerlos a salvo. El puerto, por primera vez desde que se podía
recordar, estaba expuesto.
Los vikingos asolaron Rathlin en el año 795. Fue un ataque rápido y
brutal que destruyó casi todo a su paso. La aldea de Kilpatrick ardió hasta
los cimientos, y con ella la vieja iglesia y la sacristía donde moraba el
párroco. Apenas hubo supervivientes. Milagrosamente, los diarios de
Aengus se salvaron. La última entrada está escrita enteramente en latín,
con faltas de ortografía, pero comprensible. En ella, el sacerdote
condenado dice así:
«Fue arrogante, sin duda, pensar que tenía el poder de atar lo que no
debe ser atado, alterar lo que no debe ser alterado, y cambiar el corazón
de quienes no desean ser cambiados. Es mi culpa, mi culpa, mi grandísima
culpa, y no creo que ni siquiera Dios nuestro señor, que sufre por nuestra
causa, sea capaz de admitirme en la otra vida. Quizá así deba ser. En
cambio, usaré mis últimos momentos en la tierra para declarar mis
pecados a quienes he agraviado y rogar su perdón. Lo lamento, oh,
deslumbrantes y doradas hijas de las olas. Disculpadme, niñas de garras y
dientes, de tendones y escamas, de intelecto y poder. Perdonadme, o no, es
lo mismo. Mi último aliento agónico será un testamento de mis afrentas
hacia vosotras, y de la terrible osadía de los hombres».
OceanofPDF.com
14
OceanofPDF.com
15
A pesar de que era de mala educación hablar de dragonas —lo mismo que
de dinero o de higiene femenina o de algunas enfermedades—, hubo
indicios de que la Dragonización Masiva de 1955 no sería la última. A
pesar de lo que nos intentaron hacer creer en el colegio. A pesar de que se
había llegado a un acuerdo sobre lo que se contaría al público, y de que los
medios de comunicación habían rechazado cubrir dragonizaciones aisladas,
dragonizaciones tardías, por así decirlo.
A pesar de todos estos tabúes culturales y prohibiciones implícitas, hubo
dragonizaciones espontáneas que llegaron a superar la reticencia de la
educación impuesta y alcanzaron la conciencia popular.
En el verano de 1957, por ejemplo, dos hermanas se llevaron a nueve
niñas de una asociación de guidismo a una expedición de dos semanas en
los Everglades. Las niñas tenían todas trece años y provenían de familias
acomodadas de Miami. Las monitoras eran dos hermanas solteras y sin
hijos, pero estaban criando juntas a un sobrino huérfano cuya madre había
desaparecido en 1955 y de quien jamás se había vuelto a hablar. No se
mencionaban estas cosas, al fin y al cabo. El sobrino tenía quince años y era
un fanático del escultismo, y a pesar de que no estaba del todo permitido
por el reglamento que las acompañase en la expedición, los padres de las
niñas se sentían aliviados de que un jovencito tan habilidoso y robusto
estuviese presente para ayudar a sus hijas en ese viaje tan arriesgado.
No se los volvió a ver. Los equipos de búsqueda peinaron la zona y no
encontraron nada. Meses más tarde, un grupo de pescadores que estaban
explorando los Everglades en una chalana se despertaron a causa de un grito
de pánico, en medio de lo más profundo de la espesura. Encontraron a un
muchacho, desnudo, medio muerto de hambre y desvariando por la orilla de
los humedales. Nadie supo decir cuánto tiempo llevaba solo.
—Se han ido —decía una y otra vez, mientras sus gritos se convertían en
un doloroso rugido—. Todas se han ido.
No tenía ni canoa ni campamento, ni salvavidas ni ropa, tan solo un par
de calcetines que había decidido usar como guantes. Los guardaparques
intentaron sacarle cualquier información que pudiera darles alguna
indicación para continuar la búsqueda de las niñas desaparecidas, pero los
ojos del chico eran grandes y salvajes, y su boca era incapaz de formar frase
alguna. Lo ingresaron en un hospital, donde permaneció seis meses,
llamando a gritos a su madre.
Un año más tarde, un equipo de guardaparques, mientras realizaba el
recuento anual de cocodrilos, encontró lo que se cree que son los restos del
campamento de las niñas de la tropa de guidismo en una zona apartada de la
ruta que planeaban seguir. En el informe oficial, que poco después se filtró
a la prensa, se decía que habían encontrado bastantes tiendas de campaña
chamuscadas, tres maltrechas canoas y los restos destrozados de dos más,
partidas por la mitad como si fuesen de papel. Hallaron las sillas de
campamento que las niñas habían confeccionado con gruesas tiras de cuero
en las que habían bordado sus nombres.
Lo que no figuraba en el informe oficial, y que descubrí años más tarde,
fue que cada niña llevaba en su mochila un pequeño diario. En un principio,
los debían rellenar para conseguir la insignia de encuadernado y arte
literario. De ese modo, durante unos meses, las guidistas habían ido
anotando la fecha y los acontecimientos del día con su diminuta y cuidada
caligrafía. Las entradas comenzaban en diciembre de 1956 y terminaban el
14 de mayo de 1957, en todos y cada uno de los diarios sin excepción.
Después de esa fecha, las niñas dejaron de escribir. En su lugar, comenzaron
a dibujar dragonas. Grandes y pequeñas. Dragonas que destruían rascacielos
y dragonas que nadaban con ballenas y dragonas que bailaban en la cabeza
de un alfiler y dragonas que se deslizaban por un brazo de la vía láctea.
Dragonas en pupitres. Dragonas en coches. Dragonas fregando los platos.
Dragonas abatiendo misiles. Dragonas destruyendo ejércitos, gobiernos o
clases de Economía Doméstica. No había palabras. Ni explicaciones. Ni
declaración de intenciones. Solo dragonas.
Nadie supo nunca lo que les pasó a aquellas niñas. Hubo especulación,
por supuesto, pero la gente que se atrevió a hacerlo fue duramente criticada.
Se los acusó de criticar a los muertos. O de caer en las garras del
pensamiento negativo. Algunos incluso perdieron sus empleos. La
Dragonización Masiva era historia, al fin y al cabo, y todos la habían dejado
atrás. Era mucho más sencillo decir que las niñas se habían volatilizado.
—Que todos los padres tomen nota de este suceso —decían los
presentadores de las noticias. Y luego daban el tema por zanjado.
Algo más de un año después, en el invierno de 1958, las miembros del
recién creado sindicato de una lonja del sur de Alabama, todas de raza
negra, llevaban meses en huelga. Pedían salarios dignos, condiciones más
seguras y el fin de los abusos racistas por parte de sus supervisores. Los
dueños de la empresa, cansados de la mala prensa que la persistencia de las
sindicalistas les estaba acarreando, contactaron con varios expolicías y otros
hombres ofendidos de la zona para darles una lección a las huelguistas.
Esperaban pisotear la voluntad de las sindicalistas lo justo para incitarlas a
aceptar un contrato favorable.
—¿Quiénes se creen que son? —decían los jefes al repartir sobres llenos
de dinero en efectivo y promesas de inmunidad—. Caballeros, confío en
que sean capaces de atajar este problema de raíz.
Los sobres tenían un buen peso. Los hombres comentaron que incluso lo
habrían hecho gratis mientras se embolsaban el dinero con una sonrisa.
Las huelguistas habían cortado la única vía de acceso a la fábrica con
barricadas y tiendas de campaña, donde se reunían para planear la estrategia
y para rezar, y también como centro de distribución de comida y
suministros. En una tienda aparte se ofrecía cobijo a los niños en una
especie de guardería de campaña. Había mesas abarrotadas de pan casero y
ollas de alubias cocidas, así como un flujo constante de estofado para
rellenar fiambreras con las que alimentar a las familias afectadas. Siempre
había personal en las tiendas, día y noche, mujeres armadas con bates y
palos y honradez y la plena convicción de que la justicia acabaría por
imponerse. Estaban preparadas para que la huelga se extendiera
indefinidamente, si fuese necesario.
Los matones a los que había contratado la empresa decidieron atacar en
Nochebuena. Habría menos gente, imaginaron. Y nada distrae a las mujeres
tanto como preparar las fiestas. Era de cajón.
—Va a estar chupado —se reían mientras planeaban su ataque—. Como
quitarle un caramelo a un grupo de bebés grandotes —decían mientras
vaciaban botellas de whisky y salían con gran estruendo hacia la oscuridad
de la noche.
Nunca se los volvió a ver.
Hubo rumores de que se dispararon armas de fuego. De que un temblor
sacudió edificios, tiró platos de aparadores, sacó a niños de la cama y causó
socavones en carreteras. Se dijo que se había notado desde Heron Bay hasta
Montgomery.
A la mañana siguiente, las tiendas habían ardido y las mesas se habían
volcado y el estofado, por primera vez desde hacía meses, estaba frío. El
suelo estaba alfombrado de botellas de licor rotas y escopetas dobladas por
la mitad como ramitas, y de zapatos de hombre. Por lo demás, el piquete se
mantuvo, e incluso creció. Llegaron mujeres de parroquias vecinas para
ayudar a limpiar, arreglar lo que se había roto y formar una barrera
inquebrantable en la carretera.
La empresa, por su parte, negó haberse reunido con los hombres
desaparecidos, negó saber nada sobre sus planes, negó la existencia de los
sobres y del dinero y de las promesas y, lo más importante, negó haberse
mostrado en desacuerdo con las huelguistas. «Ha sido solo un
malentendido», dijeron. Llamaron a la prensa y firmaron nuevos contratos
con gran pompa, e insistieron en que en las fotografías apareciesen hombres
blancos sonrientes con traje dando la mano a mujeres negras con monos de
trabajo. Accedieron a todas y cada una de las demandas por las que las
huelguistas llevaban meses peleando.
Las mujeres no sonrieron para la foto. Mantuvieron las caras altas y los
ojos ligeramente oscurecidos por un repentino rayo de luz.
Y luego, en mayo de 1959, los parroquianos de un bar de Los Ángeles
dieron aviso de un suceso asombroso que ocurrió durante un espectáculo de
drag queens, que se repetía cada cierto tiempo. Tres artistas, todas
exquisitamente vestidas, peinadas y maquilladas, estaban en plena
actuación, que se podría describir como la mejor de sus vidas, adornadas
con purpurina, color y luces, cuando salieron de sus ya de por sí hermosas
pieles ante un público anonadado. Tres cuerpos dragontinos se desplegaron,
uno tras otro, con sus escamas multicolores refulgiendo bajo los focos. Eran
tan hermosos que los allí presentes se quedaron sin aliento. Algunos incluso
se postraron de rodillas. Muchos lloraron. Dado que los artistas travestidos
en este momento de la historia eran bastante dados a desarrollar su arte bajo
circunstancias difíciles, violentas y a veces incluso estrafalarias, a nadie se
le ocurrió detener el espectáculo. La música siguió sonando, se continuó
bailando, y las drag-dragons no perdieron ni un compás. Continuaron
bailando al ritmo de la canción y acabaron en medio de un aplauso
ensordecedor y no menos de diez ovaciones antes de romper el techo y
desaparecer entre las sombras nocturnas. Los clientes miraron a las
dragonas volar en formación; sus enormes cuerpos menguaban al ritmo que
se alejaban, como un brillo persistente que rasgaba la noche hasta que, al
final, refulgieron entre las estrellas. Los testigos oculares contaron que
había sido el espectáculo más hermoso que habían presenciado.
Y por último, el día de fin de año de 1959, los asistentes a más de
seiscientas fiestas a lo largo y ancho del país informaron sobre una o dos
transformaciones, todas justo al comenzar la cuenta atrás hacia el nuevo
año. No hubo daños, ni destrucción. Solo un suspiro, un estremecimiento y
un grito de regocijo justo cuando lo que era pequeño de pronto se volvió
grande.
Todas se elevaron hacia el cielo.
Ninguna miró atrás.
Y nada de esto salió en las noticias. Era, de nuevo, inmencionable. Y el
mundo no levantó la vista del suelo.
OceanofPDF.com
16
Sonja y sus abuelos vivían en una casa mágica. O, al menos, eso me parecía
a mí. Antes de que se mudasen, la casa estaba revestida de tablillas blancas
con molduras grises y el techo negro; resultaba prácticamente invisible
entre las casas vecinas. El casero era un solterón bastante despreocupado
que vivía en el otro extremo del pueblo y le daba igual de qué colores la
pintasen o cuánto alterasen la casa siempre y cuando pagasen el alquiler
puntualmente. Cuando llevaban un mes viviendo en ella, la habían
transformado por completo: habían pintado las paredes de amarillo, las
molduras de las ventanas ahora eran cada una de un color y en la puerta
habían dibujado flores. En el interior de la casa, habían pintado una estancia
con un paisaje de un bosque encantado, otra con una pradera noruega, y otra
con montañas habitadas por troles, y otra con las playas del lago Superior,
lugar que aún amaban y añoraban a diario. Los abuelos de Sonja tenían un
estudio para cada uno: ella se había quedado con el salón de la planta baja y
él había reformado el garaje para instalar una estufa de leña y ventanas
amplias, también había pintado el suelo de un tono brillante y había
colocado una butaca para pensar. Se nos permitía entrar en sus estudios y
observarlos trabajar siempre que quisiéramos. (Esto contrastaba mucho con
la política de mi padre, cuyo despacho yo jamás había visto. No tenía ni
idea de cómo sería verlo trabajar.)
Los abuelos de Sonja tenían los mismos ojos separados y de color
avellana que ella. También tenían el pelo rubio, aunque, al hacerse mayores,
el suyo se había vuelto tan blanco que parecía brillar, y el rosa de sus cueros
cabelludos se hacía patente a través de su rala cabellera.
Nadie nombraba a los padres de Sonja, al menos cuando yo estaba
presente. Había solo una fotografía suya en toda la casa, una instantánea de
cinco centímetros de largo por siete de ancho en un marco sencillo colgado
en la pared de la cocina junto con otros retratos familiares. Sonja nunca la
mencionó, y sus abuelos tampoco. Pero yo sabía lo que era. En ella aparecía
Sonja de la mano de sus padres en lo que parecía ser su primer día de
colegio. Tenía una amplia sonrisa a la que le faltaba un diente. Su padre
llevaba un mono de carpintero y tenía en la mano una caja de herramientas.
Su madre llevaba tacones bajos, una falda plisada con una americana a
juego y un sombrero sujeto al moño. Trabajaba (según supe más adelante)
de ayudante de investigación para un profesor de Psicología de la
Universidad de Wisconsin y era, según parece, indispensable para él. Sonja
agarraba las manos de sus padres, pero dos de sus dedos se escapaban de la
mano de su madre para asir el dobladillo de su americana. Su padre
contemplaba con amor la cabeza rubia y refulgente de la niña. La mirada de
su madre se alzaba ligeramente hacia el cielo; había anhelo en sus pupilas.
Sonja y yo nos pasábamos cada minuto que podíamos juntas, aunque yo
siempre prefería ir a su casa. Allí, sus abuelos nos daban papel y lienzos y
botes de pintura y me enseñaban cómo deslizar el pincel, y cómo hallar un
mundo entero en una sola línea trazada. En mi casa, mi madre nos enseñaba
a tejer y tricotar (a Sonja se le daba mejor que a mí) y a seguir recetas
recortadas de la revista Ladies’ Home Journal. Mi madre adoraba a Sonja.
Beatrice no tenía claro cómo se sentía, vacilaba entre los celos más
extremos y la ardiente devoción sin asentarse en un término medio. Sonja le
contaba historias sobre Noruega, donde habían nacido sus abuelos (a pesar
de que ninguno de los dos recordaba su país natal, ya que habían emigrado
de niños), y el lugar de procedencia de su padre. De hecho, había sido entre
las aguas de Noruega y de Islandia donde su pequeña barca había sido
avistada por última vez, y donde se asume que descansa bajo las olas.
—¿Qué estaba haciendo allí? —le pregunté en una ocasión, sin pensarlo.
Sonja se llevó los dedos a los labios durante un momento.
—Buscando a alguien —respondió al fin. Y luego reinó el silencio.
Sonja también le enseñó a Beatrice a dibujar, le mostró las partes de la
cara, el truco para que el ojo rellenase lo que el lápiz sugiere. Le enseñó la
técnica para dibujar árboles y pájaros y mamíferos pequeños, y también
hadas y troles. (Me percaté de que mi madre no tenía problema con estas
criaturas. También me di cuenta de que en cuanto Beatrice trataba de
dibujar una dragona, Sonja arrugaba el papel y lo tiraba. «Hoy no, Beíta», le
decía. Lo enunciaba sin emoción alguna, sin intención de regañarla ni de
abochornarla. Simplemente era un hecho incontestable, como mojarse
cuando llueve.)
Cuando empecé octavo, me pasaba los días contando los minutos que
faltaban para que sonase el timbre y poder ver a Sonja. Se resintió mi
rendimiento académico (aunque seguía muy por delante de mis compañeros
en cuanto a las calificaciones). No prestaba atención. Estaba distraída.
Dibujaba. Le escribía cartas a Sonja. Trazaba aventuras en las que nos
embarcaríamos algún día. Mis profesores estaban que echaban chispas,
luego comenzaron a preocuparse, y la primera semana de octubre llamaron
a mis padres.
Solo vino mi madre. Estaba, según recuerdo, bastante pálida. Sor
Angélica, mi profesora de Lengua, y el señor Alphonse, el director, se
sentaron frente a ella, al otro lado de la mesa, mientras que a mí me
colocaron en una silla separada. Me rodeé el pecho con los brazos muy
firmemente y fruncí el ceño.
Mi madre, bendita sea, vino preparada con documentación. Explicó lo
diligente que era con los deberes. Les mostró los trabajos y proyectos y
tareas que había realizado durante el mes de septiembre, todos con una
calificación de sobresaliente. Les contó la cantidad de veces que iba a la
biblioteca a visualizar la amplia colección de lecciones de física y
matemáticas que tenían grabadas, impartidas por grandes eruditos de las
universidades de Harvard y Oxford y otras igual de lejanas. Incluso aportó
una carta firmada por la bibliotecaria en la que confirmaba que resolvía
problemas matemáticos de libros mucho más avanzados que los que nos
proporcionaban en el colegio. En ella también recomendaba que se me
incluyera en un programa que yo no llegaba a comprender, y al que mi
madre aún no había dado su visto bueno, en realidad. De todas formas, le
pareció que era importante mostrarles todo eso a mis profesores ese mismo
día. No mencioné nada al respecto, pero tomé nota de todo. Les enseñó el
trabajo extracurricular que había podido realizar gracias a la magia del
préstamo interbibliotecario.
—Si se distrae en clase —dijo mi madre con tranquilidad—, creo que
deberíamos considerar la posibilidad de que simplemente se aburra. En tal
caso, deberían estimularla más. Yo pasé por lo mismo en mi época de
estudiante. Con solo catorce años se me permitió matricularme en la
universidad para estudiar Cálculo. Como ven, era poco mayor que ella.
Cuando me gradué en el instituto, ya había aprobado más de la mitad de las
asignaturas de la carrera de Matemáticas. Quizá deberíamos considerar que
ese es el camino que debería seguir ella también.
Sor Angélica y el señor Alphonse escucharon a mi madre con expresión
indulgente, igual que se escucha a un niño que intenta explicar por qué aún
cree en las hadas.
—¿Y cuánto provecho le ha sacado a su licenciatura en su carrera como
ama de casa, querida? —le preguntó sor Angélica.
La estancia se heló. Los ojos de mi madre eran como dos piedras
sombrías en una cara marmórea. Contuve la respiración. Sentí que el nudo
que llevaba en el bolsillo se deshacía ligeramente.
—No nos referimos a usted en concreto, señora Green. Todos estamos
muy orgullosos de sus logros, sin lugar a dudas. No obstante, eso es parte
del problema. Hemos tenido que dejar de publicar las notas de los exámenes
en el tablón de anuncios porque los chicos la ven gandulear en clase y aun
así llevarse la mejor calificación, sin tener en cuenta sus sentimientos. Le
pregunto entonces: ¿qué podemos hacer con una niña que no tiene en
cuenta a los demás?
—Que... no... tiene... en cuenta —dijo mi madre muy despacio, como si
las palabras fuesen pesos pesados.
Sus ojos parecieron ensancharse ligeramente. Y alargarse. O quizá me lo
estuviera imaginando. Se apretó las palmas de las manos y se hincó las uñas
—que ahora eran afiladas y puntiagudas— en la piel del dorso de las
manos.
—Y también está esto otro —dijo sor Angélica, que tensó los labios
hasta que parecieron una línea sólida.
Sacó un archivador lleno de dibujos de las horas que había pasado Sonja
intentando mejorar mis cualidades artísticas. La había retratado sentada en
el sofá, en una banqueta, en un campo de flores, las puntas de su cabello
deslizándose entre sus dedos. La había pintado bailando en el agua. En una
montaña. Surcando el cielo. Mis dibujos eran inseguros y me faltaba visión
artística, pero aun así dibujaba con empeño, con pasión, con desesperación
por mejorar, con intención de plasmar algo bonito y honesto y real. Me
quedé sin respiración. No podía soportar que sor Angélica tocase mis
dibujos. No quería que nadie los viese, ni mucho menos que los tocase.
Esos dibujos eran más míos de lo que nada en mi vida lo había sido, y
privados de una forma que era incapaz de describir. Había escrito el nombre
de Sonja en ellos, había experimentado con distintas fuentes, con trazos
ostentosos. «Sonja —decían todos—. Sonja, Sonja, Sonja.»
Mi garganta emitió un grito ahogado.
—¿Quién —dijo sor Angélica, dirigiendo su avispada mirada hacia mí—
es Sonja?
OceanofPDF.com
17
OceanofPDF.com
Declaración del doctor H. N. Gantz ante el Comité de Actividades Antieamericanas,
12 de marzo de 1960
PRESIDENTE: Se abre la sesión del comité. Se retoman las audiencias sobre el asunto
de vital importancia del uso de pasaportes estadounidenses y documentos de viaje para el
fomento de objetivos de aquellos que buscan perturbar, deformar o alterar de cualquier otra
forma el estilo de vida estadounidense.
SR. ARENS: Doctor Gantz, tengo entendido que usted solicitó un pasaporte para asistir
a una conferencia científica en Praga. ¿Es correcto?
DR. GANTZ: Sí, señor, pero quiero que conste en acta que no tenía nada que ver con
el comunismo. Esta conferencia llevaba años celebrándose en Zúrich —es decir, en Suiza,
país históricamente neutral—, pero a muchos científicos de otras naciones menos libres
que la nuestra les resultaba imposible acudir a causa del miedo que dichos Estados tienen
a la defección. Los organizadores de la conferencia determinaron que sería beneficioso
para la ciencia y para el intercambio de conocimientos que el evento tuviese lugar en un
país que fuese más aceptado por las naciones que son... menos libres, en teoría, que la
nuestra.
SR. ARENS: Sin embargo, se le negó el pasaporte.
DR. GANTZ: Así es.
[Nota del transcriptor: Hay una pausa de unos momentos.]
PRESIDENTE: El testigo se está tomando demasiado tiempo para completar su
respuesta.
DR. GANTZ: Bueno, es que no hay mucho más que responder, ¿no le parece? Solicité
la expedición de un pasaporte —es normal y razonable que un ciudadano solicite que su
Gobierno le expida documentación para viajar— y se me negó sin una explicación
apropiada por parte de dicho Gobierno. Mi carrera académica se centra en la mejora de la
salud y de la ciencia en nombre de mi país, un acto patriótico y una prueba del amor por el
sistema estadounidense que aún siento, a pesar de haber sido destituido de mi puesto en
el Instituto Nacional de Salud por razones aparentemente confidenciales.
SR. ARENS: Señor presidente, el testigo se desvía del tema en lugar de responder a la
pregunta.
PRESIDENTE: Doctor Gantz, no es un revolucionario en las barricadas. Solo se le pide
que responda a la pregunta. Basta de discursos, por favor.
DR. GANTZ: Mis disculpas, caballeros. Deben comprender que esta situación me ha
alterado enormemente. Las autoridades federales han registrado mi laboratorio e
interrogado a mis alumnos y a mis pacientes. Una pobre mujer fue arrestada por un
desconocido, trasladada en un coche sin identificación oficial —todo esto delante de sus
hijos, caballeros— y fue retenida durante un día y medio. Esto es inaceptable. Nadie nos
ha explicado el motivo de estas acciones. El hecho de que se me haya negado el
pasaporte es otra evidencia en la interminable lista de actos vejatorios y ataques a mis
libertades personales perpetrados por mi propio Gobierno, lo que hace que me cuestione la
validez y la salud de las libertades que se supone que hay en este país.
SR. ARENS: ¡Estamos en la tierra de la libertad, caballero! ¡Un respeto!
DR. GANTZ: ¿Está usted seguro? ¿Acaso no lee la prensa? En lugares como Little
Rock o Greensboro muchos de nuestros compatriotas se están organizando para pedir que
su Gobierno les conceda una pizca de los derechos básicos que les garantiza la
Constitución, pero este comité se dedica a esforzarse por deshacer entuertos y amenazas
que no existen mientras hace oídos sordos a las atrocidades que comete la policía, que no
solo son actos ilegales, sino también antiestadounidenses. Y esto lo sufren nuestros
compatriotas. Sucede en todas las ciudades del país. En los laboratorios. En las
universidades, en las agencias de servicios sociales, en las diminutas oficinas de grupos
que se dedican a buscar justicia para todos.
SR. ARENS: Señor presidente, el testigo se muestra hostil y beligerante.
PRESIDENTE: Doctor Gantz, debería recordar dónde se encuentra.
DR. GANTZ: Soy consciente de dónde estoy. Me encuentro rodeado de los mismos
hombres que me solicitaron que investigase el fenómeno de dragoniz...
PRESIDENTE: Doctor Gantz.
DR. GANTZ:... dragonización espontánea, y que luego procedieron a destruir...
PRESIDENTE: DR. GANTZ.
DR. GANTZ:... y a declarar mis investigaciones tanto inexistentes como confidenciales,
lo que es un ataque tanto a la razón como a los hechos.
Presidente: ABOGADO, CONTENGA A SU CLIENTE. Y haga el favor de explicarle las
desagradables consecuencias de cometer desacato ante el Congreso.
[Nota del transcriptor: Hay una pausa de unos momentos.]
SR. ARENS: Doctor Gantz, cuando solicitó el pasaporte, se le pidió que firmase una
declaración jurada en la que asegurase que no era, ni había sido jamás, miembro del
Partido Comunista, y que no tenía ninguna intención de afiliarse en el futuro. También se le
pidió que firmase una declaración jurada en la que declarase que no formaba parte, ni
había formado parte en el pasado, del Equipo de Investigación Wyvern, y que no tenía
ninguna intención de unirse a él en el futuro. ¿Recuerda haber recibido dichos
documentos?
DR. GANTZ: Así es.
SR. ARENS: Aun así, esos documentos no figuraban en su solicitud.
DR. GANTZ: En efecto. Decidí no incluirlos deliberadamente.
SR. ARENS: ¿Conoce el paradero de esas declaraciones juradas?
DR. GANTZ: Las tiré a la basura.
SR. ARENS: Lo admite.
DR. GANTZ: Sin vacilar.
PRESIDENTE: Que conste en acta que el testigo admite haber manipulado
fraudulentamente documentos oficiales.
[Nota del transcriptor: Hay una pausa de unos momentos. El abogado del
testigo le susurra algo con urgencia mientras este niega con la cabeza.]
DR. GANTZ: No entiendo por qué se asombran. Esos documentos me pertenecían. Y
en el encabezado se dice claramente que son suplementarios. Comprobé el estatuto y
descubrí que no tenía obligación de firmarlos si no era bajo orden de un juez. No tenía
intención de firmarlos, de modo que estaba en mi derecho de ignorarlos. No existe una ley
que prohíba tirar la basura a la basura.
SR. ARENS: Tal vez se sorprenda al saber que tenemos esos documentos en nuestro
poder.
DR. GANTZ: Para nada. ¿No leyó mi nota?
PRESIDENTE: Que conste en acta que en la declaración jurada en la que se requiere
la renuncia irrevocable al comunismo el testigo escribió «Que os lo habéis creído,
capullos», por lo que se añade un cargo adicional de indecencia. Dado que lo que escribió
en la otra declaración jurada se considera confidencial, no está en poder de este comité,
sino que ha sido enviado al Subcomité de Amenazas Nacionales y Extranjeras para que
ellos determinen si se trata de un acto bélico.
DR. GANTZ: Esto es un disparate y lo saben. Este comité es una vergüenza y una
patraña.
PRESIDENTE: El testigo se muestra beligerante. Por la presente se le acusa de
desacato.
OceanofPDF.com
18
OceanofPDF.com
19
OceanofPDF.com
El molino Pinsley de Herefordshire, en Inglaterra, fue construido en 1675
para la molienda del maíz. Se reconvirtió en un molino de algodón de
última tecnología en 1744 y fue una de las primeras industrias en aplicar
las máquinas de hilado inventadas por John Wyatt. El señor Wyatt, más
famoso por sus pinitos en la poesía que por sus logros de ingeniería, había
diseñado máquinas de hilado para que fuesen remolcadas por ocho burros,
un buey, una cascada y aproximadamente doscientas veinte niñas y
jovencitas —algunas de solo doce años—, que serían las encargadas de
manipular la maquinaria, ya que debido a su pequeño tamaño eran
capaces de introducirse por los recovecos cuando el mecanismo se
atascaba.
El señor Wyatt se jactaba ante sus amigos en la taberna de que el
secreto de la producción de las telas más finas del mercado era la pureza y
la belleza de las muchachas que trabajaban en su fábrica. Las obligaba a
vestir de blanco y a lavar la ropa con cal cada domingo, para eliminar la
mugre del pecado. Vivían hacinadas en un barracón sin ventanas a media
legua de la fábrica, donde la matrona les leía la Biblia cada noche para
que supiesen lo que les pasaba a las chicas buenas y que no se desviasen de
la senda de la virtud. A los dieciocho años se las despedía, antes de que sus
rostros comenzasen a curtirse y su belleza a desvanecerse; nadie sabía
adónde las mandaba. O, si lo sabían, no lo comentaban.
Ninguno de los vecinos del pueblo había visto nunca a las chicas. El
señor Wyatt no lo permitía. Se las traían de lo más profundo de Escocia y
de lo más oscuro de Gales en carretas cubiertas. Se susurraba que incluso
había irlandesas impías entre ellas. Todo el mundo ansiaba echarles el ojo
encima, pero el señor Wyatt espantaba a los mirones y el vigilante de la
fábrica echaba a los muchachos que, presas de la curiosidad, trataban de
acceder al barracón. Corría el rumor de que había gente que había
logrado ver los rostros de las chicas a través de los huecos de ventilación
que se encontraban en lo más alto del edificio. Se decía que tenían la cara
blanca como el algodón y los labios de color añil de tanto llevarse los
dedos teñidos a la boca. «Princesas encerradas en la torre —decían los
hombres en la taberna—, elaborando telas dignas de un rey.» Si estas
palabras eran de cosecha propia o tomadas de las odas floridas que
componía el señor Wyatt en loor de las muchachas —casi siempre borracho
— es aún un misterio. En todo caso, tras los incendios ya nadie le dio
importancia.
El primero ocurrió en 1754. Destruyó solo una pequeña parte del
edificio, y la matrona había tenido tiempo de sacar a la mayor parte de las
trabajadoras. El fuego causó un derrumbe en la pared norte, chamuscó el
revoque y derruyó algunas de las construcciones anexas (cosa que nadie
era capaz de explicarse, dado que las llamas no solían derruir nada).
También provocó daños en una de las máquinas de hilado inventadas por el
señor Wyatt. El guardia escribió en el informe que «la gloriosa máquina
construida por el señor Wyatt, en cuerpo y alma, quedó aplastada en el
suelo, como si una gorgona o un trol que hubiese pasado por allí la hubiera
confundido con un cómodo asiento. Fue una pena que una creación tan
noble fuese reducida a una arrugada pila de escombros». El señor Wyatt,
casi —que no totalmente— arruinado, se fue a la taberna entre alaridos
sobre dragones. Tras varias calmantes rondas de licor, compuso, para los
allí reunidos, un poema épico sobre un hábil hombre de negocios que se
había enfrentado a la monstruosidad de la naturaleza con las espadas de la
industria y de la modernidad como garantes de su triunfo. Muchos hombres
acabaron vertiendo abundantes lágrimas al finalizar el relato.
Aquella noche, el guardia tomó declaración a varios vecinos, que
corroboraron haber oído desde sus casas, cercanas al barracón, sonidos
como de látigos y alaridos femeninos. Pero nadie había podido acudir en
su auxilio porque las puertas, como de costumbre, estaban cerradas.
A lo largo de los siguientes dos años, varios incendios más dañaron o
bien el edificio o bien la maquinaria, y cada uno provocaba otra oda ebria,
para el regocijo de los parroquianos o para aplacar a los acreedores, eso
no ha quedado claro. Los últimos dos incendios gemelos sucedieron en
mitad de la noche. Según los informes, una llamarada monstruosa arrasó el
barracón de las chicas y, más tarde, esa misma noche, un segundo incendio
acabó con el molino. Ambos edificios quedaron destruidos sin solución. Las
muchachas, todas sin excepción, desaparecieron. La matrona consiguió
salvar la vida, pero no la dignidad: se la vio, cuando los voluntarios
acudían al lugar del sinestro cargados con cubos, atravesar el pueblo
desnuda. Se asumió que sus ropas habían sido calcinadas, por supuesto,
pero no tenía ni una sola quemadura en la piel. De todas formas, pasó el
resto de sus días en un manicomio, ya que era incapaz de dejar de
parlotear sobre dragones. El señor Wyatt, en el juicio por bancarrota,
también aseguraba que su infortunio había sido causado por las dragonas,
pero dada su propensión a la poesía, se tomó esa declaración como una
mera metáfora.
Desde su celda, el señor Wyatt compuso otra epopeya sobre un valeroso
ingeniero que había tratado de aplacar el brutal instinto que portaban en
su interior las muchachas y que había intentado moldearlas a imagen del
prototipo de la buena mujer cristiana: casta, trabajadora, obediente y
buena. A pesar de sus denodados esfuerzos, la naturaleza monstruosa
ganaba la partida. Su poema alcanzó a pocos lectores y agradó a menos
críticos aún. Un periódico bromeó sobre ello: «Los desvaríos de un deudor,
tan vacíos como sus bolsillos, que, sin poder adquisitivo ni relevancia,
pronto serán relegados al olvido». El señor Wyatt murió en presidio. Fue
enterrado bajo una sencilla cruz de madera, que fue calcinada por un
vándalo anónimo varios meses más tarde.
OceanofPDF.com
20
OceanofPDF.com
21
OceanofPDF.com
A estas alturas del artículo considero que ha llegado el momento de hacer
una confesión: formé parte de un grupo clandestino de investigadores,
científicos, médicos y bibliotecarios llamado Equipo de Investigación
Wyvern. El trabajo de este colectivo nunca ha podido salir a la luz, por
motivos legales. Nuestros descubrimientos solo se debaten y revisan en las
sombras, y de ese modo se evita que arrojen luz sobre problemas en los
campos de la biología, de la rama reproductiva, de la fisiología y de la
aeronáutica. Silenciar u ocultar aspectos de la naturaleza —a causa de
tabúes o miedos o aprensión general— perjudica a la ciencia. No me
arrepiento de haber trabajado con dicho colectivo, ni de los avances que
realizamos. Sí que lamento que la divulgación de nuestros estudios haya
tenido que hacerse en secreto y de forma anónima, lo que impidió que
nuestros descubrimientos llegasen a formar parte de la conversación de la
comunidad científica.
En el otoño de 1948 publiqué un folleto que llevaba por título «Datos
básicos sobre las dragonas: Una explicación médica». Lo hice de forma
anónima, como siempre, pero consideraba que los descubrimientos que
había hecho tenían una aplicación tan concreta y universal que hice todo lo
que estuvo en mi mano para que la información llegase a tantos ojos como
fuese posible. Por esa razón, no usé los medios habituales y no tomé las
debidas precauciones. Al haber obrado sin el consentimiento del equipo de
investigación, decidimos terminar nuestra relación profesional. Los datos
empíricos que había recogido acerca de las dragonas para este proyecto
habían llegado a mí de forma un tanto accidental: se trató de una serie de
hallazgos realizados en el marco de la investigación sobre un grupo de
voluntarias de la Fuerza Aérea de Mujeres Pilotos al inicio de la segunda
guerra mundial. Este proyecto fue financiado con fondos militares. El tema
que se me asignó en un primer momento no fueron las dragonas, por
supuesto. El Ejército apenas era capaz de admitir que había reclutado a
mujeres, de modo que no se vería compelido a tocar un asunto tan delicado
y profano como las dragonas. En cambio, me pidieron que controlara la
fisiología de las reclutas, seguramente para encontrar un motivo para
excluirlas del servicio militar. (A este efecto mis superiores sufrieron una
gran decepción. No fui capaz de hallar pruebas que condonaran dicha
exclusión. Los sujetos de mi experimento prosperaron.) No obstante, la
investigación científica es una criatura curiosa. Cualquier científico que se
precie puede asegurar que, la mayoría de las veces, lo que acabamos por
descubrir no suele ser lo que pretendíamos demostrar en un principio. Un
buen investigador nunca debe perder la curiosidad, la apertura de mente,
la humildad ni, sobre todo, la obediencia a los datos y a los hechos.
Las mujeres a las que estudié eran jóvenes, sanas y fuertes. Chispas
brillantes, todas sin excepción. Mostraron tal entusiasmo por volar que
alarmaron a sus superiores, por no hablar de sus colegas masculinos.
Saludaban al cielo cada mañana y lo contemplaban con anhelo cuando
caía la noche y debían regresar a sus barracones. Solo llevaba trabajando
con ellas un mes cuando, de pronto, una dragonizó. Se trataba de una chica
de diecinueve años natural de Iowa, de nombre Stella. Su dragonización fue
bastante consistente con los demás casos documentados a lo largo de los
años por el EIW. Sin lugar a dudas, se transformó durante un episodio de
ira. Cuatro pilotos fallecieron al instante. Un mecánico llamado Cal fue el
único testigo que vivió para contarlo. Según su testimonio, vio a los
hombres rodear a Stella. Lo llamó «acoso». La escuchó gritar que la
dejasen en paz y él salió corriendo hacia ella con la esperanza de poder
ayudarla. En cambio, la oyó gritar y la vio transformarse en un horrible
estallido de fuego. La explosión fue tan intensa que lo lanzó volando unos
seis metros. La tierra tembló como si hubiese caído una bomba. Los
soldados habían volado en pedazos. No quedó claro si la transformación o
la muerte de los pilotos habían sido deliberadas. El mecánico no lo creía.
Cuando la dragona recobró el sentido, se percató de la presencia de Cal,
que se orinó encima del miedo. La bestia le dio unos golpecitos en la
cabeza y se fue volando.
Las dos siguientes dragonizaciones fueron más atípicas. Una ocurrió en
pleno vuelo. Yo me comunicaba con la piloto por radio cada quince
minutos para que me proporcionara datos sobre su respiración,
transpiración, visión, audición, agudeza verbal y razonamiento lógico. Sus
respuestas, reflejadas en mi cuaderno, demuestran un constante aumento
del optimismo, de la alegría y de un entusiasmo intenso y fuera de lo
común. Cuando llevaba sobrevolando la base dos horas, dando vueltas y
vueltas en forma de óvalo, se detuvo y dijo: «Discúlpeme, doctor, es que
aquí arriba todo es... demasiado maravilloso». Le pregunté qué quería
decir y la única respuesta que recibí fue la alarma de desbloqueo de
emergencia y la eyección de la piloto. Temiendo lo peor, salimos del
edificio, donde nos esperábamos encontrar con una lluvia de fuselaje. En
cambio, vimos que había apagado el motor cuando aún tenía forma
humana y, ya convertida en dragona, sostenía el avión con las garras,
había extendido las alas y lo estaba devolviendo a la base. Era un
espécimen impresionante: de color verde oscuro con el vientre dorado, y
asombrosamente grande. Brillaba tan intensamente que era difícil mirarla
de frente. Las normas del Ejército establecían que se debía disparar a las
dragonas de inmediato (a pesar de que no servía para nada porque las
balas rebotaban en las escamas y en ocasiones acababan matando a los
propios francotiradores), pero esta dragona era tan extraordinaria que los
soldados se quedaron mirándola anonadados. La dragona dejó el avión en
la pista de aterrizaje, se quedó quieta un instante y luego alzó el vuelo.
Recuerdo la escena con bastante lujo de detalles: el interrogatorio caótico,
los hombres corriendo sin rumbo aparente, y un grupo de reclutas WASP en
fila, unas junto a las otras, con las caras iluminadas por el sol matutino y
los ojos mirando hacia arriba.
La siguiente dragonización sucedió una semana después. Este incidente
es algo más delicado de relatar, de modo que usaré ciertos circunloquios.
Dos reclutas WASP a las que estudiaba eran buenas amigas. Uña y carne,
como se suele decir. Jamás las veía separadas. Su devoción era obvia. Eran
como hermanas, solo que más unidas. Su intimidad llegaba a niveles que...,
en fin, creo que me estoy sobrepasando. Lo que puedo asegurar es que les
realicé la revisión rutinaria un jueves, para tomar nota de su peso,
frecuencia cardíaca, temperatura basal, presión sanguínea. Les saqué
sangre para analizarla, les pregunté por su estado mental, por la
regularidad de sus ciclos menstruales y les comprobé la agudeza visual.
Ambas estaban tan sanas como la semana anterior, pero me percaté de que
una de ellas —una joven llamada Edith— tenía la frecuencia cardíaca algo
elevada. Lo anoté, por si pudiera ser un indicio de infección. Las dos
salieron de mi despacho y se marcharon solas. Era su día de descanso,
habían preparado un pícnic y llevaban un par de mantas: les apetecía
disfrutar de un poco de intimidad. Sin embargo, al final del día solo regresó
una de las dos, una mujer llamada Marla. La entrevisté, a pesar de su
estado de duelo. Su testimonio no resulta muy útil, pues está plagado de las
declaraciones de una mujer que acaba de sufrir una pérdida devastadora.
No obstante, es notable mencionar que en su informe dijo: «Edith era feliz.
Era muy feliz. Su felicidad no se podía contener». ¿Por qué dragonizó
Edith? Aún no estoy seguro. Los datos no son claros ni consistentes. Las
pilotos permanecieron en tierra varios meses, por seguridad, y no habrían
recibido el permiso para volver a volar de no ser porque la necesidad de
pilotos cualificados pesó más que dichas preocupaciones. Mi estudio fue
cancelado al día siguiente y me enviaron de vuelta a casa.
Desde la capitanía del Ejército se me informó de que mis hallazgos eran
confidenciales y que se me confiscarían todos los materiales. La única
razón por la que pude conservar mis apuntes fue por el hábito que siempre
he tenido de tener dos copias de absolutamente todo, y porque los hombres
que registraron mi lugar de trabajo no fueron del todo exhaustivos. Tanto el
Instituto Nacional de Salud como mi universidad vieron con malos ojos mi
investigación sobre las dragonizaciones y me alentaron a dedicarme a un
tema más importante (y menos embarazoso). El EIW me prohibió tratar de
divulgar mis conocimientos dado que pondría al colectivo al completo en
peligro. Pero yo no estaba de acuerdo. Mis investigaciones demostraban
que las dragonizaciones eran más comunes de lo que la gente creía y que
iban en aumento. Publiqué «Algunos datos sobre dragonizaciones» ese
mismo año. Lo envié a todas las facultades de Medicina del país y también
a las europeas. Fue censurado casi de inmediato.
No podía saber lo que el futuro le tenía reservado a nuestro país, ni lo
que nos aguardaba en 1955. Lo que sé es que nuestra única esperanza, la
única forma de salir de esta y de cualquier otra calamidad es volver a
cuestionar, a observar, a analizar y a sacar conclusiones. Tenemos que ser
siervos de los datos y ayudantes de los hechos. Creo con toda mi convicción
que la ciencia es la única esperanza para la humanidad, y pongo toda mi
confianza en ella, ahora y siempre.
OceanofPDF.com
22
Papá
OceanofPDF.com
El día previo a la Dragonización Masiva de 1955, un grupo de veinticinco
acomodadas alumnas de Literatura cogieron el tren desde la Universidad
de Vassar hasta Manhattan para visitar el solar donde había estado el
edificio de la centralita de Feibel-Ross.
No le contaron a nadie que fueran a ir a Nueva York. Ni siquiera
parecían haber planeado el viaje con antelación. Al entrevistar tanto a
profesores como a estudiantes que no formaban parte de las veinticinco,
todos relataron el mismo fenómeno: que cada alumna, en sus respectivas
clases, o en la biblioteca, o en medio del campo de hockey hierba, se
pusieron en pie a las 9.35 y se marcharon sin decir ni una palabra. Se
reunieron en Main Street y se dirigieron a la estación de Poughkepsie,
donde se subieron en el tren de las 11.25 con destino a Manhattan.
Las alumnas de Vassar se agruparon en la acera, mirando el solar.
Estaban erguidas y tenían la mirada clara y una actitud serena. Se habían
pasado la vida en escuelas privadas de élite, entre clases particulares y
recitales de piano y lecciones de historia del arte, formándose para ser
mujeres acaudaladas, como sus madres. Se quedaron de pie, en silencio,
ante el espacio vacío que antaño había ocupado la centralita Feibel-Ross;
otro agujero en el universo. Sus rostros refulgían, según relataron los
testigos, y estaban preciosas. Al unísono, alzaron la vista al cielo, y luego,
todas a la vez, en una fila larga y bien definida, sacaron las libretas y
comenzaron a dibujar.
Nadie les hizo demasiado caso. El solar de Feibel-Ross resaltaba como
un diente caído en medio de una boca. Era un vacío sonoro. La gente
apretaba el paso y bajaba la vista. Nadie se daba cuenta de que actuaba de
esta forma.
Las alumnas de Vassar se quedaron allí durante toda la tarde. Dibujaron
sin descanso, hasta bien entrada la noche. La gente lo rememoraría más
adelante, a pesar de que no eran capaces de explicar por qué les había
parecido importante. Por qué su presencia —completamente quietas, en fila
a lo largo de la acera, con las caras sumergidas en sus cuadernos en un
estado de concentración o consternación o alzadas hacia el cielo con una
expresión que podía considerarse anticipatoria o preocupada o llena de
alegría, dependiendo de quién lo mirase— era reseñable. O por qué no se
dieron cuenta hasta que fue demasiado tarde.
A la mañana siguiente, en las primeras horas de la Dragonización
Masiva, los habitantes de Manhattan se toparon —desparramados por los
bancos de los parques, en las escaleras del metro y en las alcantarillas—
con dibujos de figuras femeninas. Miles de ellos abarrotaban las calles.
Acababan enganchados en los parabrisas de los coches como hojas
otoñales y revoloteaban alrededor de los rascacielos como bandadas de
pájaros. Mujeres en trajes de negocios. Mujeres en vestidos de estar por
casa. Mujeres con abrigos. Mujeres manejando maquinaria pesada.
Mujeres en cabinas de aviones. Mujeres al mando de arados. Mujeres en
ropa interior y desnudas. Mujeres en la playa. Mujeres en vestidos de novia
y en camas de matrimonio. Mujeres con bebés en brazos. O hinchadas con
más bebés. O sonando naricillas. Mujeres en los escalones de entrada del
colegio. Mujeres diciendo adiós con la mano. Estaban por todas partes.
Nadie sabía lo que significaban.
Y, de vez en cuando, aparecía una hoja sin ningún dibujo. Simplemente
con una frase redactada con una caligrafía agradable: «Los Martin
O’Leary del mundo se lo merecen».
Nadie sabía lo que eso significaba.
Las chicas de Vassar perdieron el tren de vuelta y jamás regresaron a
sus residencias. Madres preocupadas llamaron a la policía y a sus familias
y alertaron a la prensa. Las chicas no volvieron. En un contexto normal,
habría salido en todas las noticias al día siguiente, pero no fue así. Toda la
nación presenció cómo sus propias madres se transformaban en una
demostración masiva de rabia y violencia y fuego. De pronto, había más
cosas en las que pensar. Y todo el mundo olvidó a las chicas de Vassar.
Bueno, casi.
OceanofPDF.com
23
OceanofPDF.com
24
¿De dónde había salido esta ira? Me criaron para ser una persona tranquila.
Y aun así.
De camino a casa, la rabia no desapareció. Se enroscó en mi interior
como un muelle a punto de saltar.
Hacía calor para ser principios de octubre, y las hojas justo estaban
comenzando a cambiar de color, pinceladas de rojo pasión o de dorado
intenso atravesaban las capas de verde. Pasamos por delante de una casa
que tenía un árbol en el límite del jardín, lleno de manzanas y con un cartel
que decía «Por favor, sírvete». Ambas lo ignoramos, aunque normalmente
no lo hacíamos. Beatrice me tenía cogida la mano. Caminaba un poco por
delante de mí, con pasos lentos y aturdidos.
Quería que dijera algo. Que me echase algo en cara. Que se enfadase.
Que me reprochase mi comportamiento. Cualquier cosa. Recordé la cara de
mi madre cuando nos regañaba por habernos pasado de la raya. ¿En qué
momento se pasa del miedo a la ira? ¿Y de la ira al miedo? ¿O son la misma
cosa?
—¿Beatrice? —farfullé. Apuró el paso—. Beatrice, escucha...
Mi hermana aumentó la distancia que nos separaba. De todas formas, yo
no sabía qué decir, así que lo dejé estar. La ira no se disipó. Cambió de
forma y se reajustó. Se enrolló en mi estómago y se enroscó en mis huesos.
Seguimos avanzando en silencio hasta llegar a casa. Beatrice era una
niña buena. No levantaba la vista del suelo. Yo también, por costumbre. Y
aun así. Tenía que esforzarme para evitar que mis ojos se alzaran, el cielo
parecía atraerlos como un imán.
Sobre la medianoche, mucho después de que ambas hubiésemos cenado
y yo la hubiese acostado de mal humor, mucho después de haber escuchado
el inicio de sus ronquidos, me levanté, me puse las botas y el abrigo y salí
afuera. Cerré la puerta con llave.
Me avergüenza admitir que no era la primera vez que salía de noche yo
sola y dejaba a Beatrice en casa. Con lo pequeña que era. ¿Y si se
despertaba? ¿Y si entraba alguien en el apartamento? ¿Cómo se me ocurría?
Si tuviese hijos ahora, de adulta, no se me pasaría por la cabeza hacer tal
cosa ni en sueños. Pero entonces era irreflexiva e impulsiva como todos los
adolescentes. Y activa. Desde que había comenzado el curso estaba más
activa que antes, era como un picor, como si mi piel ya no fuese de mi talla.
El mundo era una prenda incómoda de tela rígida y costuras duras y con
una etiqueta molesta. Lo único que me apetecía era arrancármelo todo, pero
¿para cambiarlo por qué? No lo tenía del todo claro.
Giré en Spencer Street y me dirigí hacia el río. Por aquel entonces, la
margen del río que daba hacia el pueblo era una mezcla de industrias
abandonadas y vegas sin edificar llenas de matojos que estaban destinadas a
convertirse en fábricas en el futuro. Era una zona de espera, y tranquila. En
la otra orilla había un humedal donde se cultivaban arándanos, salpicado de
pequeños grupúsculos de sauces enredados. En el verano, el humedal tañía
con las voces de las ranas que cantaban a la lujuria y a la esperanza y al
anhelo en la oscuridad. Ahora, en cambio, el humedal estaba en silencio,
salvo por el ulular del viento que atravesaba la marisma y el gemir de las
ramas de los sauces por efecto de la brisa constante.
Las monjas nos habían prevenido acerca de ese lugar. Nunca vayáis al
río solas, decían. Allí había hombres escondidos en las sombras y
agazapados en las zanjas. Borrachos. Vagabundos. Maleantes que no eran
capaces de encontrar un empleo por falta de competencia o de carácter.
Beatniks, con sus pensamientos antipatrióticos y su devoción lasciva por la
poesía, que fumaban como carreteros y escuchaban jazz (en realidad, en
1963 y en esta zona de Wisconsin jamás se había avistado a un solo beatnik,
pero todo el mundo sabía que, de acercarse por aquí, se reunirían en el río).
Sin embargo, a mí me encantaba estar junto a la corriente. Los restos de la
antigua papelera, de antes de que se trasladasen hacia la parte alta del río,
aún estaban en pie, enormes y descomunales y cubiertos de pájaros. Se
había hablado de convertir la zona en un parque, pero los amantes de la
industria no podían soportar pensar en que el río perdiese las nociones
masculinas de la productividad. Mejor esperar, decían. Por si acaso aparecía
otro industrial y quería aprovechar el edificio. De modo que allí estaba, su
existencia solo servía como refugio para zorros y visones y negras nubes de
cuervos. Rodeé el complejo y me aproximé al dique. Solía estar vacío. De
vez en cuando me encontraba con un grupo de estudiantes de la
Universidad de Wisconsin tomando muestras del agua o de la tierra, o
contemplando el cielo nocturno con sus telescopios.
Caminé a lo largo del dique hasta un lugar donde una escalera bajaba
hasta el río. No parecía haber nadie, para mi alivio. Me senté en mitad de la
escalera, me apoyé sobre los codos y me quedé mirando a la oscuridad. La
marisma y el humedal de arándanos de la otra orilla eran invisibles. Incluso
el río corría y fluía en la penumbra. Las luces del pueblo quedaban
bloqueadas por la descomunal fábrica, de modo que el cielo se abrió ante
mis ojos y las estrellas, una a una, se me hicieron visibles.
«El río es peligroso.»
«Las chicas no deberían salir solas.»
Y a lo mejor tenían razón. De todas formas, me sentaba muy bien el
silencio. Y la soledad. Y verme liberada de los grilletes, como se debe de
sentir un pájaro cuando se da cuenta de que lo único que lo constreñía era
una cáscara de huevo, delicada y frágil, y que solo aguarda a que alguien la
rompa.
Estaba enfadada, pero no con la señora Gyzinska. Me sobresalté al
darme cuenta de ello. Entonces ¿con quién estaba enfadada? No sabía ni por
dónde empezar.
Algo se movió en el humedal de la otra orilla. Algo grande entre los
abedules. No pude verlo, pero asumí que sería una vaca que se había
escapado de una de las granjas que había en las proximidades del pueblo,
aunque también podía ser un ciervo o un alce. Sea lo que fuere, se tambaleó
entre el lodo con paso firme. Me recosté sobre los codos y miré hacia
arriba. Hacía frío, cada vez más, y la brisa me mordió la piel. Pero las
estrellas brillaban nítidas y claras en el cielo, con una claridad agresiva. La
vergüenza que sentía al pensar en cómo me había comportado se me asentó
en el pecho como un peso pesado. Gruñí, alto.
—Chisss —dijo una voz a mi izquierda—. La vas a asustar.
Me levanté con un chillido.
—Baja la voz —insistió.
Traté de ver algo en la oscuridad. A unos diez metros de distancia había
un hombre sentado en un taburete plegable con una mesita diminuta
delante, un rectángulo poco mayor que su regazo con patas desmontables.
Ante él había un aparato que se parecía ligeramente a unos prismáticos,
pero era más grande y parecía más pesado; lo tenía colocado en un trípode
sobre la mesa. Sobre ella también había un cuaderno de taquigrafía y una
linterna de bolsillo. Estaba mirando a través de sus extraños prismáticos. Y
tomando apuntes. Sin cesar.
No estaba segura de qué decir. ¿Lo estaba interrumpiendo yo a él o él a
mí?
—Lo siento —dije al final.
—No pasa nada —me respondió, acompañado de un gesto con la mano
—. Me parece que no te ha oído.
Miré alrededor. No vi a nadie más. Aunque, claro, a él tampoco lo había
visto.
—¿Quién? —pregunté.
Señaló la otra orilla del río. Los álamos se bambolearon. Aún se oían los
pasos pesados y húmedos en el lodazal.
—Esa de ahí —me indicó. La luna era fina, pero la luz que emitía se
reflejaba en el agua. El hombre era muy mayor. Llevaba un jersey grueso y
lo que parecía una chaqueta militar. Su gorro de lana le tapaba las orejas—.
¿No es preciosa?
Volví a intentar desentrañar la oscuridad.
—No veo nada —dije—. ¿Es un animal?
—Tanto como tú y como yo —murmuró. Subrayó lo que había escrito y
luego se irguió en la silla, se giró y me miró de frente—. Disculpa —dijo
con una sonrisa—. Soy un maleducado. Me llamo Henry. Henry Gantz.
¿De qué me sonaba ese nombre?
—Hola —saludé, ignorando el picor que sentía en lo más profundo del
cerebro—. Yo soy Alex. —Omití el apellido.
Se le ensanchó la sonrisa.
—¡Ah! ¡Claro! La huérfana. Me han hablado de ti. Los bibliotecarios te
tienen en muy alta estima. Se pasan el día contándome anécdotas sobre la
chica brillante cuyo futuro lo es más aún. —Hizo una breve pausa—.
Asumo que están en lo cierto, pero necesitaría recabar datos para verificar
sus afirmaciones.
—Ah —dije—. ¿Gracias?
—No hay de qué. —Sonrió con indulgencia—. Tus bibliotecarios, y tu
biblioteca, me han acogido en su seno y me han proporcionado un espacio
para llevar a cabo mis investigaciones. Yo también soy una especie de
huérfano, un huérfano científico. Y político también, supongo, pero esa es
otra historia.
No sabía lo que me estaba queriendo decir, pero sentí un ligero
cosquilleo cuando me llamó huérfana, a pesar de que técnicamente era
bastante acertado. Esa palabra en sus orígenes significaba «desamparado»,
un término que había archivado en cuanto lo había aprendido en el colegio.
Y a pesar de que era una palabra bastante certera, dado que había perdido a
mi madre, mi padre se había desentendido de mí, mi tía ya no existía y tenía
que sacarme yo misma las castañas del fuego, al menos tenía a Beatrice.
Nos teníamos la una a la otra.
Me metí las manos en los bolsillos para calentarlas.
—La palabra «huérfana» no me parece demasiado agradable —dije con
educación.
Si me escuchó, no lo demostró.
—También me han contado que has tenido un pequeño arrebato en la
biblioteca esta tarde —se carcajeó—. Eso también está en boca de todos.
Se me revolvió el estómago de vergüenza. Le tendría que pedir disculpas
a la señora Gyzinska. Y al señor Burrows también, seguramente. Pero no de
inmediato. Decidí cambiar de tema.
—¿Trabaja en la biblioteca? —Di un paso adelante para intentar verle la
cara más claramente. No lo reconocí—. Jamás lo he visto por allí.
—No del todo —contestó mientras escribía en su cuaderno—. Y no me
sorprende que no me reconozcas. Gracias a la generosidad de la señora
Gyzinska puedo llevar a cabo mi trabajo en la biblioteca. Ya me entiendes.
Qué gran mujer, que Dios la bendiga. El mundo no la merece. Pero no me
dejo ver muy a menudo. Es preferible no llamar demasiado la atención en
mi campo de estudio, ya sabes, de modo que mi despacho está ligeramente
apartado. Me apropio del edificio cuando echa el cierre. Pero no es un mal
negocio para aquellos que nos ganamos la vida siendo curiosos.
Me quedé en silencio durante un buen rato. El hombre no se percató de
que estaba intentando descifrar sus palabras. Miró a través de su aparato y
tomó más apuntes. Me apetecía leer lo que estaba escribiendo.
—Entonces ¿es usted... profesor? —pregunté.
—Lo fui en otro tiempo —dijo, con un ojo clavado en la lente ocular del
artilugio—. Cuando todos me llamaban doctor. ¿No te suena bien? Doctor
Gantz. Ahora solo me llaman anciano.
Escribió una palabra y la subrayó con un trazo decidido.
—Probablemente pueda llamárselo a sí mismo —propuse—. Si le hace
feliz... Yo diría que cuando una persona adquiere el título de doctor, lo
posee de por vida, ¿no? —En realidad, no tenía ni idea de cómo funcionaba
el tema.
Él me ignoró.
—Por favor, no levantes la voz. No quiero que la asustes.
Volví a mirar al otro lado del río. ¿Todo este revuelo por una vaca?
—¿Cómo sabe que es una hembra? —pregunté, pero luego me sentí muy
tonta; todo el ganado de las granjas lecheras estaba compuesto por hembras,
a los machos los traían de vez en cuando, cuando llegaba el momento de
procrear. Era obvio que se trataba de una hembra.
Pasó la página y comenzó de nuevo a escribir.
—¡Excelente pregunta! ¡Muy astuta! Es verdad que la mayoría son
hembras, pero no todos. No obstante, esta es una opinión muy controvertida
y no hay consenso al respecto, debido a la escasez de intercambio de datos
y a la constricción de las ideas, pero mejor no me tires de la lengua. —
Ahogó una risita, como si esto fuese una broma privada entre nosotros dos.
Yo no tenía ni idea de lo que me estaba contando—. En respuesta a tu
pregunta, sé que esta es una hembra porque llevo observándola varias horas.
Es una criatura fascinante. Bastante vieja. Este tipo de procesos suele llevar
más tiempo cuando se trata de criaturas mayores, lo que en realidad se
aplica a todas las especies, pero aún te quedan muchos años para
descubrirlo. De todas formas, el ritmo lento es una bendición, y fantástico
para mi investigación. Me da más oportunidades para observarla.
Era un hombre extraño. Perturbador. Parecía conversar consigo mismo
en lugar de conmigo. No me apetecía seguir allí.
—Bueno. Ha sido un placer conocerle. Me tengo que ir. —Me despedí
con la mano.
Levantó la vista de sus apuntes.
—Ah, ¿tan pronto? Si te quedas la verás despegar. Es maravilloso verlas
usar sus alas por primera vez.
Palidecí.
—¿Alas? —pregunté. El río gorgoteaba y el humedal eructaba y el
viento agitaba los matojos y los árboles. Me estremecí. Escuché un suspiro
que no supe localizar. ¿Era un animal? O se trataba de la brisa que exhalaba
a través de las ventanas vacías del edificio que había detrás de nosotros—.
Ah, ¿es un pájaro? Hacía tanto ruido que pensé que debía de ser una v... —
No quise revelar lo que había pensado. ¿Qué pintaba una vaca en un
humedal de arándanos? No quería que pensase que era estúpida—. Bueno.
Un pájaro, dice. —No estaba causando muy buena impresión.
Hizo una pausa bastante larga, con la boca apretada y ligeramente
torcida hacia un lado.
—Claro —dijo. Anotó algo en la libreta—. Un pájaro, por supuesto. —
Su voz era monótona—. Que tengas una noche maravillosa.
Volvió a mirar por los prismáticos y comenzó a dibujar sin mirar al
papel. Me di la vuelta y me fui sin decir ni una palabra más.
Me metí las manos en los bolsillos, demasiado consciente de que la
conversación había terminado de forma abrupta e incómoda. Me alejé en la
oscuridad.
¿De qué me sonaba ese nombre? Gantz. No era muy común. Me devané
los sesos repasando antiguos compañeros y profesores. Quizá fuese el autor
de uno de los libros de texto. ¿Quién si no? Además, me planteé, ¿cómo era
posible que un ave anciana usara sus alas por primera vez?
Subí por las escaleras hacia Spencer Street. La luna planeaba bajo sobre
los árboles, su tenue luz creaba sombras largas que se extendían por el
suelo. Las hojas secas se arrastraban por el asfalto junto a mí. Me detuve,
miré al cielo y me quedé maravillada por las estrellas, por la oscuridad, por
la placidez de la noche, por la luna fina, por la extensión del humedal. Vi la
silueta de un par de alas emerger de los abedules y alzar el vuelo; una
sombra oscura contra el reflejo de la luz. Estaba usando sus alas por
primera vez. «Buena chica», pensé antes de darme la vuelta y echar a andar
hacia casa.
No me di cuenta hasta más tarde de que aquel era el pájaro más enorme
que había visto en mi vida. Negué con la cabeza. «Sería un efecto óptico.»
OceanofPDF.com
25
OceanofPDF.com
26
Aquel año el invierno llegó pronto. La mañana del once de octubre, el cielo
se atenuó, el viento arreció y la nieve comenzó a caer hasta formar grandes
montículos en el suelo. Los granjeros salieron en desbandada, las cosechas
se habían echado a perder. El frío se asentó en la tierra, muy hondo, y
nuestras botas rechinaban contra la nieve compactada y el hielo gris.
Tapamos los huecos de las ventanas con calcetines viejos y yo cociné
incontables ollas de sopa. Llegábamos al colegio cada mañana envueltas en
capas y capas de bufandas, con las caras rígidas por el frío.
Llamé a mi padre para que me enviase dinero para comprarle a Beatrice
botas y ropa de nieve, ya que las que tenía al final se le habían quedado
pequeñas. Además, los guantes, que había guardado en el trastero del
edificio en una caja de cartón, habían sido masacrados por las polillas. Con
la paga mensual de mi padre venía incluido un extra para imprevistos, pero
los abrigos costaban mucho dinero. Y las botas también.
Marqué el número. Para mi desgracia, contestó mi madrastra.
—Tu padre no está —dijo. De fondo se oían los gritos de un bebé y un
niño pequeño. Hermanos a los que no conocía. En el momento en el que
redacto estas líneas, sigo sin conocerlos. Algunos agravios duran mucho.
—Ah —dije yo—. ¿A qué hora podré hablar con él?
No había mantenido charlas insustanciales por teléfono con mi madrastra
demasiadas veces, pero sabía que dejar un mensaje no serviría para nada.
—No te sé decir —respondió. Su voz era monótona—. Quizá deberías
confiarme tu petición a mí.
Me quedé en silencio un instante. Ni siquiera recordaba del todo cómo
era físicamente. Había trabajado de secretaria. De secretaria de mi padre. La
imaginé en un traje sastre y con su melena amarilla en un moño apretado,
con manchas de tinta en los dedos y tacones que repiqueteaban contra el
suelo de manera que siempre sabías si iba o venía. Imaginé medias suaves y
una blusa planchada y una curva perfecta trazada sobre su ceja para
acentuar sus ojos. Supuse que ya no sería así. Vivía en la casa de mi madre
y cocinaba en su cocina, y muy probablemente hubiese desbaratado su
huerto para plantar cualquier cosa aburrida, como petunias o césped. Sabía
que dormía en la cama de mi madre. Por lo demás, no sabía nada sobre ella.
Nunca me había parecido raro hasta ahora.
—Vale —dije. El grito del bebé subió de frecuencia y el niño pequeño
estalló en un llanto similar a una sirena. Decidí darme prisa—.
Normalmente, cuando nos surgen gastos extraordinarios, se lo comento a
papá y él nos manda algo más de dinero.
—Ah, ya veo, ya —dijo mi madrastra, con un tono de furia contenida.
De fondo algo se hizo añicos, pero ella no pareció inmutarse. La escuché
respirar honda y lentamente, como un bufido seco.
—Sí —dije, intentando mantener un tono ligero—. Beatrice lleva las
botas y el abrigo del año pasado, bueno, en realidad de hace dos años, y le
quedan demasiado pequeños. Necesitaría comprarle unos nuevos. Por eso
quería pedirle a mi padre que nos enviase algo más de dinero para cubrir
esos gastos.
«O también podría venir a dárnoslo —pensé con amargura—, en
persona. Como nos prometió.»
—No sé si será posible —respondió mi madrastra.
—¿Por qué no? —pregunté.
—¿Sabes? —dijo, cambiando de tema. Luego se quedó callada, un
zumbido denotaba el silencio que se había instalado entre las dos, como una
brisa que atraviesa un campo de cereal—. Tenemos varias cajas con cosas
de tu madre. Ropa y abrigos y zapatos. Yo no la puedo aprovechar; era de
tamaño reducido, como una niña. Y también están aquí sus libros. Todos
de... —Otra pausa. Otro chisporroteo siseante—. Matemáticas. —Pude
percibir el desagrado en su voz—. ¿Por qué no te pasas esta tarde a
buscarlos?
Me quedé con el teléfono pegado a la oreja un momento o dos. En ese
instante, me había olvidado por completo del dinero.
—Las cosas... viejas... de mi madre —dije, intentando encontrarle
sentido—. ¿Cuántas cajas son? —pregunté.
—Cinco o seis. Asumo que algunas de ellas serán tuyas también. No las
he examinado de cerca. Y a lo mejor también hay algo de tu... —Otra pausa
—. De tu amiguita.
—Beatrice —apunté—. Mi hermana.
—Sí, por qué no —dijo ella.
«Así que lo sabe —pensé—. Tiene sentido. ¿Quién más lo sabrá?»
Mi madrastra tosió.
—Intenté llevarlas a la tienda de segunda mano, pero tu padre no me lo
permitió. —Otro zumbido siseante. ¿Era su aliento? La imaginé con las
narinas hinchadas—. Dijo que deberías heredarlas cuando te hubieses
independizado del todo. Cuando ya no fueses una carga para... nadie. —
Otro siseo. Caí en la cuenta de que probablemente estuviese fumando. Mi
madre nunca lo había hecho. Mi tía sí, pero no a todas horas, y jamás dentro
de casa. Volvió a hacer ese mismo ruido y escuché el chisporroteo adjunto.
El bebé seguía llorando—. En fin, necesitas cosas y me parece una tontería
comprarlas cuando tienes aquí estas ocupando sitio en el sótano. Nos vemos
esta tarde, entonces.
—¡Espera! —La mente me iba a mil por hora. Pensé en el tiempo que
me llevaría atravesar la ciudad a pie entre la nieve. Y volver. Calculé lo que
tardaría y negué con la cabeza. ¿Cómo iba a apañármelas?—. Pero —dije—
¿cómo voy a transportarlas hasta aquí? ¿Tienes coche?
Otro siseo largo.
—No —dijo con una risa apagada—. Tu padre no me permite conducir.
Según parece, no es muy femenino. De todas formas, en el sótano también
está tu trineo. Y tenemos cuerda. Eres una chica lista. Y muy dada a la
mecánica, según tengo entendido. Tus profesores no dejan de llamarme para
decírmelo, así que no me cabe duda de que algo apañarás.
Ahogué un grito.
—¿De verdad llaman?
Entonces colgó.
Me quedé junto al teléfono un buen rato, con el vello de la nuca erizado
en señal de alarma. Mi madrastra había hablado con mis profesores. ¿Qué
les habría dicho?
OceanofPDF.com
[ARTÍCULO DEL DAILY CARDINAL, 19 DE NOVIEMBRE DE 1963]
Me llevó mucho tiempo, pero, poco a poco, fui adecentando las cosas de mi
madre. Planché los vestidos, di forma a los sombreros, tendí las medias al
aire. Puse en remojo los guantes y lavé a mano las bufandas. Me pasé horas
cada noche estudiando la lacería de mi madre, las matemáticas que
albergaba cada giro y nudo, la lógica escondida tras la progresión de los
círculos concéntricos. La lacería se mostraba en el encaje hecho a mano, en
los complicados patrones entretejidos en forma de ojal que había cosido en
un arreglo decorativo en todas sus faldas, en el endiabladamente intrincado
ribete que ponía en cada una de sus cinturillas y cinturones. La obsesión de
mi madre con los nudos tenía un significado, no me cabía duda, estaba
basada en una fe sincera. Pero por más que lo intentaba, era incapaz de
descubrir de qué se trataba.
Encontré la libreta donde garabateaba diagramas y ecuaciones, y también
su pila de libros llenos de notas al margen. Incluso entonces mi madre
parecía estar reuniendo pruebas para ratificar una hipótesis que jamás había
plasmado. No comprendía su razonamiento. No compartía su punto de
vista. Mi madre era tan enigmática como siempre. Lo único que sabía es
que era todo precioso. Muy muy hermoso. Su pérdida había supuesto un
abismo en mi vida, un agujero en el universo donde mi madre debería estar.
Muy despacio, o bien envolvía cada prenda en papel de seda y la colgaba
en la parte de atrás del armario, o bien la apartaba para venderla en algún
momento. Encontré bastante ropa de invierno en las cajas marcadas con el
nombre «Alexandra», y lo que aún nos hacía falta nos lo podríamos costear
con la venta de los vestidos más elegantes en la tienda de segunda mano.
Nos las apañaríamos de momento. Era incapaz de plantearme cómo nos
las apañaríamos en el futuro, lo que me imposibilitaba imaginarlo y
planearlo. La única opción que nos quedaba era confiar.
Mi padre se podía decir que había dejado de llamarnos, pues no volví a
saber de él hasta finales de diciembre. Lo único que nos ofrecía era la
asignación mensual y silencio. Me alegré al principio, pero después me
empezó a parecer extraño. No me esperaba echarlo de menos. Llamé a su
casa varias veces, pero nunca me cogían el teléfono.
Nos llamó cuatro días antes de Navidad. Apenas podía decir ni hola de lo
mucho que tosía.
—¿Papá? —le dije a las toses explosivas del otro lado de la línea—.
¿Eres tú?
—Claro que soy yo —me ladró—. ¿Quién te iba llamar si no a esta línea,
que te recuerdo que pago yo? —Volvió a toser—. En realidad, es una buena
pregunta. ¿Quién te anda llamando? Como se te ocurra aprovecharte de esta
situación para tomar decisiones horribles y avergonzar a tu familia...
—Yo también me alegro de hablar contigo —dije seca—. Cuando te
llamo a casa, nadie me contesta. ¿Va todo bien?
Intenté no mostrar ni un ápice de petulancia. Intenté ocultar la necesidad
imperiosa que tenía en mi interior, tan enorme que amenazaba con tragarse
el mundo entero. Me había dicho que no estaría sola. Me había mentido.
—Pero ¿qué me estás contando? Claro que va todo bien. ¿Por qué
narices iba a ir algo mal? —Sonaron varios tragos. Esperaba que fuese agua
para aplacar la tos, pero sabía que lo más probable era que no lo fuera.
Beatrice estaba jugando fuera, construyendo fuertes de nieve con los
niños del barrio. Tenía deberes y las notas se le estaban resintiendo, pero no
tenía ánimo para decirle que entrase.
Al final, no fui capaz de contenerme más.
—¿Tienes planes para Navidad, papá? ¿Vendrás a vernos? —No sé para
qué preguntaba. Nunca nos veíamos.
Ignoró la pregunta.
—Me encontré con tu profesor de Matemáticas en el club —dijo, y yo
sabía que en realidad había sido en el bar.
—¿Ah, sí? —dije, con tono neutro—. ¿Te contó que no debería estar en
esa clase y que me está empleando como mano de obra gratuita? Me
deberían pagar un sueldo, de verdad.
—Las señoritas no deben hablar de dinero, es una grosería —dijo mi
padre—. Tu madre debería habértelo enseñado. —Soltó una risita sosa que
sonó más bien como un bufido—. Siempre has sido demasiado lista para tu
propio bien. Desde bien pequeña. Tu profesor me comentó que te había
escrito una carta de recomendación para la universidad. Bajo coacción,
imagino. Ya sabes lo que pienso de que continúes estudiando. Es una
pérdida de tiempo. Y de recursos. Ya estás lista para convertirte en una
ciudadana de provecho, para poner tu granito de arena en la economía
patria. Además, esa es la forma de pillar un buen marido, ¿no es eso lo que
quieres? Sería una insensatez esperar demasiado, puedes acabar perdiendo
la oportunidad. No sé por qué desprecias esa forma de vida. Ni por qué
pretendes superarte. Le advertí a tu madre que no te llenase la cabeza de
pensamientos ridículos, pero a ella tampoco se le daba bien escuchar.
Me mordí el labio inferior para no reaccionar. Respiré honda y
lentamente por la nariz.
—Bueno, pues qué charla tan agradable, ¿no? ¿Algo más que añadir,
papá? O quizá debería llamarte señor Green.
—Impertinente —me reprendió mi padre, con la voz ahogada por otro
ataque de tos. Esperé mucho rato hasta que se le pasó. Al fin—: No voy a
ser capaz de hacerte cambiar de opinión, asumo.
—¿Sobre la universidad? No. —Ya había enviado las solicitudes de
plaza. Ya había solicitado becas. Lo único que me quedaba por hacer era
esperar—. Según parece, me gustan más las matemáticas que el
matrimonio. —«Igual que a mamá», quise añadir, pero me contuve.
Mi padre volvió a toser.
—La bibliotecaria esa también me vino a ver. A la oficina nada menos.
Nunca la soporté.
—¿La señora Gyzinska?
—Supongo que se llama así, sí. Tiene la mala costumbre de meter las
narices donde nadie la llama. Siempre ha sido igual. Cuando tu madre cayó
enferma por primera vez, esa mujer insufrible apareció en el hospital y
mangoneó y arengó a las enfermeras hasta que la incluyeron en la lista de
visitantes y pudo ir cada día a llenarle a tu pobre madre la cabeza de
sandeces. Poco después, las enfermeras me llamaron para quejarse de que tu
madre no dejaba de recitar poesía, todo gracias a esa maldita bibliotecaria.
Tuve que llamar al administrador del hospital para que le impidiese el paso.
—¿Poesía? —pregunté. La estancia comenzó a bambolearse. Me apoyé
contra la pared—. Los bosques perecen —recité—. Los bosques perecen y
mueren.
—Veo que te ha corrompido a ti también.
Veía la cara de mi madre con el ojo de mi mente, transformándose de
una fase a otra. Mi madre antes de la enfermedad, toda sonrisa y mejillas
sonrosadas. Mi madre cuando volvió a casa mal. Mi madre en el jardín,
bronceada por el sol y fuerte como nunca. Mi madre con la cara retorcida de
ira y aquella bofetada fuerte y afilada. Mi madre con nubes grises en los
ojos y cuevas en las mejillas. Mi madre encogiéndose, vaciándose. La
cáscara de un grillo, llevada por el viento.
Recité:
OceanofPDF.com
¿Podrían volver? Desde un punto de vista científico, la respuesta es obvia.
No es raro que un organismo regrese a la zona donde nació, como por
ejemplo el salmón, o al lugar donde sufrió su metamorfosis, como en el
caso del lagarto cornudo. ¿Por qué no podrían hacer lo mismo las
dragonas? Que no hayamos visto un regreso masivo de las transformadas
durante la Dragonización Masiva no nos indica que nunca vaya a suceder.
De hecho, las historias de la tradición folclórica en las que se relata de
forma oblicua —y a veces aterradora— la dragonización de muchachas en
tiempos antiguos aluden ocasionalmente a su regreso. ¿Eran las bestias
que peleaban en el castillo de Pendragon una malinterpretación de una
disputa entre dos tías? Tiendo a creer que es posible. ¿Fue el dragón
Vishap, que vivió durante varias décadas en la cumbre del monte Ararat
con su estirpe de descendientes (tanto humanos como dragones),
únicamente una madre, tanto natural como adoptiva, que se dedicó en
cuerpo y alma a construir un hogar para sus seres queridos? Es difícil
saberlo. Pero al acabar este trabajo, debo advertir a mis colegas, a mis
superiores, al Congreso de Estados Unidos y a mi país de que no hace bien
a nadie cerrar los ojos y dejar de pensar. Nos queda mucho por
comprender, y tenemos mucho trabajo por hacer. Cuando nos enfrentamos
al trauma colectivo, al duelo y al temor que asoló la nación en el momento
en el que vimos a miles de mujeres salir de sus propias pieles y
transformarse en criaturas de grandes colmillos y garras, de calor y
violencia, surgió una presión inexorable de darles la espalda, negarnos a
mencionar lo que había pasado y olvidarlo. El olvido era la opción más
fácil. Pero sin preguntas no hay conocimiento. ¿Qué hace el río cuando
regresa el salmón? ¿Construye presas para prohibirle la entrada? ¿Qué
hace el árbol cuando la mariposa vuelve a la hoja donde una vez había
sido huevo, larva y crisálida? ¿Tiembla de miedo o acoge a la nómada con
los brazos abiertos? Entonces ¿qué debe hacer un pueblo cuando la madre
que escapó hacia el cielo con un grito de fuego y rabia decide regresar?
¿Qué debería hacer este país si todas vuelven a casa?
OceanofPDF.com
29
OceanofPDF.com
30
OceanofPDF.com
31
OceanofPDF.com
Queridos colegas:
En primer lugar quiero agradecer a nuestra apreciada bibliotecaria
el favor de haberos entregado esta carta. Ya ha pasado un tiempo desde
mi expulsión del Instituto Nacional de Salud, y desde mi caída en
desgracia propiciada por las acciones del Comité de Actividades
Antiamericanas del Congreso. Perdí mi título universitario, mi licencia
médica y mi laboratorio, pero mantuve mi alma, mis valores y mi temple,
y protegí los nombres y la labor de mis colegas y amigos del equipo de
investigación. Este será, por encima de cualquier otro, mi mayor logro.
Dentro de este paquete se encuentra la totalidad de mis
investigaciones, llevadas a cabo durante mi, digamos, prolongado
periodo sabático. Me he vuelto menos ortodoxo en los procedimientos y
más valiente y abierto de mente en la recolección de datos. Durante mis
viajes, me han invitado en varias ocasiones a conocer y examinar a
miembros de comunas dragontinas, donde también se me permitió llevar
a cabo extensas entrevistas (en efecto, el habla, la capacidad mental y la
memoria resultan completamente intactas, a pesar de lo que habíamos
considerado en un principio), exámenes médicos completos (con análisis
de sangre, de tejidos, temperatura basal —nos harán falta termómetros
más potentes—, mapas dentales, test neurológicos básicos y un análisis
exhaustivo de las funciones cardíacas y pulmonares), y eso sin
mencionar los apuntes acerca de las estructuras sociales y emocionales
de la subcultura dragontina. Tuve la gran suerte de presenciar dieciséis
dragonizaciones, cinco de las cuales habían sido planeadas de
antemano por una persona capaz de presentir el cambio, lo cual me
permitió recabar gran cantidad de datos. (Se incluyen fotografías; los
negativos están guardados en la caja fuerte de la biblioteca. Ya sabéis la
que os digo.)
Con todo, he entrevistado a más de mil dragonas, por todo el
mundo, y os aseguro que la mayoría de nuestras hipótesis iniciales eran
erróneas. Estas son, por supuesto, noticias muy emocionantes. No existe
un momento de mayor relevancia para un científico que en el que se le
refutan las teorías, o el hecho de estar vivo en un momento en el que el
canon científico da un vuelco total. Entonces, el investigador se da
cuenta de que el mundo es mucho más interesante incluso que el día
anterior. Os aseguro, por ejemplo, que la dragonización no tiene nada
que ver con la maternidad —menos de la mitad de las dragonas a las
que entrevisté tenían hijos—. Tampoco está relacionado con la
menstruación —232 dragonas eran menopáusicas, 109 habían sufrido
histerectomías y 74 eran mujeres por elección, y por el anhelo de su
corazón; a pesar de que no se les hubiese asignado ese género al nacer,
eran tan mujeres como las demás y habían dragonizado, lo mismo que
sus hermanas—. «Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que
todas las que pueda soñar tu filosofía», nos dice Shakespeare, y yo opino
que tiene toda la razón. Amigos, he sido testigo de las cosas más
maravillosamente extrañas, y certifico que hay cosas aún más
maravillosas por venir.
Estamos en las vísperas, creo yo, de otra transformación a gran
escala. No sé deciros cuándo sucederá, pero confío en que lo hará. He
trabajado con las miembros de las comunas dragontinas para intentar
transmitirles el daño que causó —a sus hogares, a sus familias, incluso
al alma de nuestro país— no tanto su transformación como su
desaparición. El daño que causaron las mentiras que la nación se contó
a sí misma en su ausencia. Sostengo que no es la pérdida lo que hirió a
nuestra cultura, sino la presión por ignorarla. La presión por olvidar.
Entonces, yo me pregunto, ¿qué pasaría si no se nos hubiese permitido
olvidar? ¿Qué pasaría si la existencia de sus parientes dragonizadas
fuese imposible de ignorar?
Por favor, amigos, leed mis apuntes. Analizad mis descubrimientos.
Criticad lo que veáis oportuno. Decidme dónde me he equivocado. Pero
tomadlo en serio. Y preparaos. Vuestros pacientes os necesitarán. Así
como vuestras comunidades, vuestro país, y el mundo entero. Todo está a
punto de cambiar.
Gracias por vuestro trabajo.
Henry Gantz
OceanofPDF.com
32
OceanofPDF.com
33
Todavía estaba alterada por la visita inesperada de Marla, de modo que hice
algo que jamás había hecho antes: me salté las clases. Después de dejar a
Beatrice en los escalones de entrada de Saint Agnes («No dragonices en el
colegio —le advertí—. En serio»), me fui a casa y llamé a mi instituto. Puse
voz ronca y fingí un par de toses falsas para añadir realismo. «Una gripe —
le dije a la voluntaria de turno—. Debe de haber un virus rondando por
ahí.» Oí al señor Alphonse gritar de fondo y la pobre mujer parecía estar a
punto de romper a llorar. Me prometí a mí misma jamás trabajar en un
instituto.
Tomé el libro del doctor Gantz, lo metí en la mochila y me dirigí a la
biblioteca a pie. El señor Burrows estaba en el mostrador principal. Tenía la
vista fija en el gran archivador que tenía delante y negaba con la cabeza
cada vez que pasaba la página. Me miró, sonrió y dijo:
—¡Señorita Green! —Pero entonces frunció el ceño—. ¿No deberías
estar en clase?
Había hablado con el señor Burrows unas mil veces, pero me di cuenta
con sobresalto de que nunca me había fijado en él. Era un adulto más. No
obstante, cuando me acerqué a su puesto en el mostrador de préstamos, lo
observé bien. Estaba mordisqueando el lápiz mientras ojeaba un libro que
reposaba sobre su regazo, casi oculto a la vista. Lo vi negar con la cabeza y
escribir algo en la página. Era un hombre pequeño. Nervioso y amable. Era
el único hombre al que conocía que tuviese una cesta de ganchillo en su
lugar de trabajo. Creaba planos hiperbólicos, bandas de Möbius, enigmas
topográficos, unas cosas a las que llamaba snarks y representaciones
tridimensionales de objetos cuatridimensionales. Me lo había explicado
hacía tiempo, pero nunca le había hecho caso. Estaba demasiado ocupada
con el peso de mi vida como para prestarle atención a cualquier otra cosa.
Lo sorprendí cuando lo saludé, pero se recobró enseguida.
—Señor Burrows —le dije. Me quedé en silencio un momento mientras
él hacía girar el lápiz entre los dedos—. ¿Cuál es su trabajo?
Se puso pálido.
—¿Disculpa? No entiendo lo que quieres decir. Soy bibliotecario. —
Señaló débilmente las estanterías como si eso fuese explicación suficiente.
Metí la mano en mi mochila, saqué el libro del doctor Gantz y lo puse
sobre la mesa. Se lo quedó mirando. Y luego a mí. Su nuez ascendió y
descendió. Puse los codos sobre la mesa y reposé la barbilla sobre los
puños.
—Es que me ha picado la curiosidad. —Pestañeé muy despacio y lo vi
palidecer aún más—. ¿Cuál fue su otro trabajo?
Se levantó. Le temblaban un poco las manos.
—¿Sabes?, la señora Gyzinska ha vuelto de su viaje. Está abajo. Vamos
a verla, ¿te parece?
Cuando llegamos, la señora Gyzinska ya nos tenía servido el café —para
él con leche y para mí negro— y nos estaba esperando. Cómo supo que iba
a acudir a verla sigue siendo un misterio para mí hoy por hoy.
—Siéntate —dijo, y le dio un sorbo al café—. Entiendo que tienes
preguntas.
—Deduzco que no es bibliotecario, ¿verdad? —dije señalando al señor
Burrows con el pulgar. Se sonrojó—. Al menos no de formación.
—No —me respondió ella, con una expresión indulgente en la cara—. A
pesar de que tiene una predisposición impecable para el oficio. El señor
Burrows es astrofísico, y muy bueno además: elegante y cuidadoso, un
intelecto de lo más creativo y perspicaz. —El aludido se sonrojó aún más,
pero la señora Gyzinska continuó—. Lo ayudé a financiar sus estudios
posdoctorales en Princeton y fue un dinero muy bien invertido. Es experto
en las lunas de Júpiter y en su tiempo libre estudiaba el movimiento de las
dragonas en ellas y entre ellas, asunto que le granjeó la entrada en la lista
negra. Y después, por desgracia, le tomaron manía cierto número de
congresistas demasiado entusiastas y ahora está un poco prófugo, el pobre.
Estas cosas pasan. Michael, cielo, no hace falta que estés presente si no
quieres. Gracias por acompañarla hasta aquí.
El señor Burrows salió de la estancia a toda prisa. Yo cogí mi taza de
café y me la terminé de pocos tragos. Le tendí el libro a la señora Gyzinska.
Ella me sonrió y le dio un golpecito cariñoso a la portada.
—Deberías quedártelo, sin lugar a dudas. Ya no quedan muchos. Está
lleno de datos erróneos, según se ha ido descubriendo. Henry será el
primero en admitirlo. Lo bonito de la ciencia es que no sabemos lo que no
podemos saber y no lo sabremos hasta que lo sepamos. Hace falta una
cantidad inconmensurable de humildad para estar dispuesto a equivocarse la
mayor parte del tiempo. Pero es preciso que nos permitamos equivocarnos y
que nos refuten para aumentar el conocimiento general. Es una labor ingrata
y esencial. Gracias al cielo. —Le dio otro sorbo al café, mirando con cariño
el libro del doctor Gantz.
Pues qué frustración. Lo que necesitaba yo era información, y lo que
tenía era basura. Fulminé el libro con la mirada, como si contuviese todos
esos errores a propósito, y me entraron ganas de decirle cuatro cosas al
doctor Gantz.
—¿Está aquí?
La señora Gyzinska frunció el ceño.
—Por desgracia, ciertas personas lo vieron hace un mes o así, lo
reconocieron y llamaron a la policía. Menos mal que me enteré y lo envié a
un profesor de la Facultad de Medicina de Madison. Está en su salsa, según
parece. Incluso tiene acceso a un laboratorio de verdad. Y pasa consulta en
una clínica... poco convencional. Creo que están contentos de recibir su
ayuda, al fin y al cabo, lleva metido en el asunto más años que la mayoría
de los demás. Y las cosas se están empezando a poner... interesantes por
allí.
Todo esto me sobrepasaba. Posé la frente sobre la mesa y me cubrí la
cabeza con los brazos.
—Señora Gyzinska —suspiré—. Es que no sé lo que va a pasar después.
No sé qué es lo que tengo que hacer.
—Bah, paparruchas —dijo con un gesto de la mano—. ¿Qué tonterías
dices? Vas a hacer exactamente lo mismo que llevas haciendo todo este
tiempo. Vas a cuidar de esa niña tuya y a volcarte en tu trabajo y sobresalir
en todos los aspectos en los que elijas destacar y simplemente vivirás tu
vida. Elevarás las matemáticas al grado de arte y dirigirás la ciencia como
una sinfonía, y te juro que no espero menos de ti. Habrá gente que haga lo
que le plazca y viva su vida como decida y no entiendo por qué debería
afectarte en lo más remoto. Estás disgustada porque tu tía ha vuelto,
¿verdad? —Se terminó lo que le quedaba de café.
Me levanté y la miré.
—¿Cómo lo...? —conseguí decir. Después me quedé sin palabras. No
debería haberme sorprendido tanto. Al fin y al cabo, había salido su
fotografía en el periódico.
—Y has descubierto la conexión con el doctor Gantz, claro. Siempre se
te dio bien atar cabos. Le debe una disculpa, me temo, pero ya sabes cómo
son los hombres. Son niños, básicamente. Mira, conozco a Marla desde que
era adolescente. Siempre fue más grande por dentro que por fuera. Su vida
jamás le encajó. Incluso ahora. Incluso como dragona. Eso es lo malo de
dragonizar, que no soluciona todos los problemas. El cuerpo cambia, pero la
esencia sigue siendo la misma, con sus dificultades y preocupaciones. Pero
también con su capacidad para aprender. Jamás nos quedamos atascados en
un sitio. Siempre seguimos cambiando.
Me sentí abrumada.
—Yo estoy atascada —dije—. Me siento muy atascada.
«Como con pesos en los tobillos —pensé—, y también en las muñecas.»
Me sentía como si me hubiesen clavado al suelo.
—No lo estás —dijo la señora Gyzinska con amabilidad—. Todos nos
sentimos así de vez en cuando, pero te aseguro que no lo estás de verdad.
Lo que pasa es que no estás mirando el panorama en su conjunto.
—No puedo perder a Beatrice. —Estaba llorando.
La señora Gyzinska tamborileó sobre la mesa con los nudillos, su
expresión era inescrutable.
—Pues no lo hagas —dijo, como si fuera tan fácil—. De verdad, no es
tan complicado. Podemos controlar muy pocos aspectos de la vida. Lo
único que nos queda es aceptar lo que nos venga, aprender lo que podamos
y aferrarnos a lo que más queremos. Y ya está. Al final, lo único que puedes
aspirar a controlar es a ti misma. En este preciso momento. Lo que supone
tanto un alivio como una enorme responsabilidad, ambas al mismo tiempo.
—Abrió su calendario de escritorio—. Eso me recuerda que tienes dos
exámenes esta semana. Ya que has decidido fumarte las clases, tal vez
deberías aprovechar para estudiar. Informé a tu profesor de la universidad al
principio del semestre que esperaba que fueses la primera de la clase, y odio
equivocarme. Vamos a ello, ¿vale? —Se levantó—. Tengo cosas que hacer
en el despacho. Tienes todo el material en tu casillero. —Se giró, abrió una
taquilla y sacó un enorme archivador blanco sin ninguna marca visible,
igual que el que estaba leyendo el señor Burrows—. Puedes hojear esto
también, si te ves capaz. Es una recopilación de las investigaciones más
actuales sobre dragonizaciones del doctor Gantz. Pero te lo advierto. Tengo
a Henry en la mayor estima y llevo apoyándolo casi cuarenta años. Pero se
enrolla como una persiana. —Puso los ojos en blanco.
Me dio un golpecito en la espalda al pasar a mi lado y cerró la puerta tras
de sí.
No estudié. Me pasé el día leyendo los informes del doctor Gantz.
La señora Gyzinska no me había engañado. Cómo se enrollaba.
OceanofPDF.com
34
OceanofPDF.com
35
OceanofPDF.com
36
OceanofPDF.com
Caballeros, me sorprende tanto como a ustedes volver a encontrarme ante
este comité, aunque sospecho que por diferentes razones. Sé que estos están
siendo momentos complicados para muchos de ustedes, a nadie le resulta
fácil lidiar con los cambios. Duele dejar atrás las nociones que un día
consideramos verdaderas. Hemos alcanzado, creo yo, la nube del
desconocimiento de los místicos. O el saltus fidei de Kierkegaard. Su salto
de fe.
Como científico, me resulta extraño presentarme ante ustedes para
decirles que la ciencia no tiene la solución. Pero, en realidad, la ciencia no
suele tener todas las respuestas. En cambio, nos proporciona los medios
para plantearnos más preguntas: nos da contexto, conexión y antecedentes.
Aumenta nuestra curiosidad. Si atravesamos el tórax de una mariposa para
que deje de moverse y poder así examinarla de cerca, no podremos
contemplarla batir las alas contra la piel del viento y marcharse aleteando
por el cielo. Jamás sabremos qué dirección decidiría tomar, o qué
pretendería hacer después. La ciencia tiene sus límites.
Me han llamado porque algunas de sus hijas han dragonizado. Uno de
sus hijos también. Tres de sus hermanas se han transformado. Y sus
vecinas. Sus colegas. Una esposa dragona. Sé que es mucho que procesar.
Comprendo que algunos quieran aferrarse a la creencia de que la
dragonización no solo es una tragedia catastrófica, sino también un hecho
de naturaleza biológica, de modo que debe de haber un antídoto natural.
He de quitarles esa idea de la cabeza.
He de pedirles que acepten lo que no son capaces de cambiar.
He de aclararles que, en la Antigüedad, la humanidad adoraba a la
divinidad femenina, y que en aquellos tiempos la raza humana era esclava
de su poder y de su fuerza, tanto procreadora como destructiva, tanto
fecunda como yerma, tanto alegre como terrorífica, todo al mismo tiempo.
Si he aprendido algo en todos mis años de investigación es que la respuesta
nunca es solo una. La partícula es la onda, es la partícula, es la onda. Al
final, el universo entero es la unión de los opuestos.
Me han llamado, caballeros, con la esperanza de conquistar, en un
intento de controlar la grandeza femenina, para reducirla y forzarla a
acatar su control patriarcal, para permitir a la sociedad olvidar que todo
este asunto de las dragonas ha sucedido. Esto, amigos míos, es inviable. A
pesar de que acepto que existe una libertad asociada al olvido —y que este
país ha hecho un gran uso de dicha libertad—, existe un poder inmenso
asociado al recuerdo. De hecho, la memoria es lo que nos enseña, y nos
recuerda, una y otra vez, quiénes somos y quiénes hemos sido siempre. Las
dragonas no van a desaparecer. Permitidnos recordar lo que nos ha traído
hasta el momento presente. Y lo que hemos perdido. Dejad que recordemos
a nuestros seres queridos tal como eran para poder aceptarlos tal como
son, del mismo modo que aceptamos a nuestra nación —cambiada,
imperfecta, creciente— tal como es. Del mismo modo que debemos aceptar
el mundo.
Personalmente, considero que es bastante maravilloso.
Extracto del argumento de apertura del doctor H. N. Gantz (exjefe de Medicina Interna
del Hospital Universitario Johns Hopkins y antiguo investigador adjunto al Instituto Nacional
de Salud, al Cuerpo Médico del Ejército y a la Administración Científica Nacional) para el
Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso, el 12 de marzo de 1967.
OceanofPDF.com
37
OceanofPDF.com
38
OceanofPDF.com
39
OceanofPDF.com
40
OceanofPDF.com
41
No les conté a Marla y a las tías lo que me había aconsejado el doctor Gantz
cuando volví a casa. Apenas podía verbalizarlo en mis propios
pensamientos. Solo de pensar que no sería posible trenzarle el pelo a
Beatrice, ni sentarla sobre mi regazo, ni tomarla de la mano al andar me
dolía como si me atravesasen el corazón con una aguja. Y a pesar de que no
comenté con nadie qué había hablado exactamente con el doctor Gantz, sí
que le mencioné a Marla su deseo de visitarnos y conocer a toda la familia.
Creía que lo rechazaría sin pensarlo dos veces. En cambio, y para mi
sorpresa, Edith y ella se mostraron eufóricas por verlo de nuevo y hablar de
los viejos tiempos, de modo que lo llamaron de inmediato y lo invitaron a la
cena de Navidad. Ya habíamos invitado a Sonja y a su abuela —y sabe Dios
a cuántas dragonas más, aparte de a algunos tenderos del mercado—, así
que ¿qué importaba añadir a uno más? A mí me mosqueaba tener a tanta
gente alrededor de la mesa navideña. Siempre habíamos pasado las fiestas
Beatrice y yo solas. Y ahora éramos muchos. Costaba acostumbrarse al
cambio.
Las clases de Beatrice terminaban una semana más tarde que las mías, y
sus vacaciones no empezaban hasta el día de Nochebuena, cosa que le
parecía profundamente injusta. Yo había organizado mis horarios para tener
libre cada día a las tres y media para poder recogerla del colegio y
acompañarla hasta casa. Como en los viejos tiempos. Antes de mudarnos.
Antes de vivir con dragonas. Quería que Beatrice supiese que había algunas
cosas que jamás cambiarían.
Bueno, sí que hubo un cambio: ahora me acompañaba Sonja.
La nieve caía lentamente del cielo mientras aguardábamos a la puerta del
colegio. Estábamos delante del patio, frente a la puerta principal, sentadas
una al lado de la otra en uno de los bancos que allí había. El timbre aún no
había sonado, pero el sol ya estaba bajo, justo por encima de las copas de
los árboles, y ya sabíamos que quedaba poco para que llegase el ocaso.
Varias madres merodeaban por delante del colegio, mirando el reloj,
pateando el suelo con las botas para calentarse los dedos de los pies. Nos
ignoraban. Ninguna de nosotras era una madre, según podían ver, de modo
que les resultábamos completamente indiferentes. Cosa que me parecía
estupendamente. Yo solo quería hablar con Sonja.
Sin embargo, resultó que no tenía mucho que comentar.
—Estás callada —observó. No había petulancia en sus palabras, ni una
pizca de disgusto. Simplemente constataba un hecho. Me pasó el brazo por
detrás de la espalda y me abrazó durante un momento.
—Ya lo sé —dije.
El consejo del doctor Gantz se me había alojado en el centro de mis
entrañas como una piedra pesada. No había dormido. Había entrado de
puntillas en el cuarto de Beatrice por la noche y me había echado en el
suelo, junto a su cama, justo como había hecho mi madre, mirando a la
ventana, con los ojos llenos de estrellas.
—Tengo mucho en lo que pensar, supongo.
Me giré para mirar a Sonja. Gruesos copos de nieve se le pegaban al
cabello y a las pestañas. Relucían en la oblicua luz de la tarde. Era tan
guapa que apenas podía respirar. Tomé su mano enguantada en la mía. Y,
luego, me aproximé a ella y la besé. En la mejilla. Luego en la frente.
Luego en la boca. ¿Alguien se percató? ¿Alguien nos vio? Ni lo sabía ni me
importaba. ¿Qué otra cosa podía hacer ante esa belleza? El aroma a clavo y
pintura. El aroma a canela y algo más, algo oscuro y ligeramente acre,
como el humo. Sus labios agrietados, su pálido cabello pegado a mi piel
húmeda. No existía nadie más en el universo. Éramos un universo de dos.
«Podría ser así de feliz toda mi vida», pensé al principio.
«Pero ¿y Beatrice? —pensé después—. ¿No merece ella ser feliz?»
La piedra que tenía en el abdomen se volvió aún más pesada.
Sonó el timbre y los niños comenzaron a salir en tromba, corriendo hacia
los autobuses o hacia sus bicicletas, o dirigiéndose a casa en pequeños
grupitos. Sonja y yo nos pusimos de pie y nos separamos (a pesar de que un
hilo nos unía a través del espacio que nos separaba). Vi a Beatrice emerger
por la puerta principal. Llevaba la mano sobre las cejas, como una visera, y
examinaba la zona. Se le relajaron los hombros cuando nos localizó.
Arrastraba su mochila como si pesase una tonelada y se movía a trancas y a
barrancas por la nieve.
«Lo he hecho —pensé—. Lo voy a hacer.» Intenté mantenerme en el
presente. Pero era difícil.
—Hola, Beatrice, cielo —la saludó Sonja.
—Me alegro de verte yo también —dije.
Beatrice pasó por nuestro lado. Sin abrazos. Sin mil historias. Sin
canciones improvisadas. No saltó sobre las piedras ni hizo piruetas en los
bancos del parque. Sus tías dragonas le habían peinado los rizos y los
habían amarrado en dos moños a ambos lados de su cabeza, como una
valquiria, en los que Beatrice había clavado cuatro lápices, dos colores, seis
rotuladores y un compás. Me sorprendió no ver su cepillo de dientes allí
clavado. Beatrice frunció el ceño y siguió caminando hacia casa sin decir ni
una palabra. Sus ojos dragonizaron de emoción, pero volvieron a su forma
normal antes de que yo pudiera decirle nada.
¿Cuántas veces le había pedido que no dragonizase en el colegio? Y
¿para qué? ¿Merecía la pena? Beatrice sorbió por la nariz y se frotó los
ojos. Durante un breve momento le aparecieron escamas doradas por la
nuca.
Había tres dragonas en mi clase de Física y otras cuatro en mi grupo de
Civilización Occidental. Había voluntarias dragontinas en la biblioteca y
varias en el laboratorio de Ingeniería Nuclear, y al menos dos profesoras
habían dragonizado en mitad de una clase durante el semestre y
simplemente habían retomado la lección donde la habían dejado. ¿Cuántas
veces le había querido contar a Beatrice todo esto? Casi cada día. Pero no
quería confundirla, de modo que me guardaba esta información para mí, lo
que la hacía sentir aún más sola.
—¿Te apetece quedarte un rato a jugar? —ofrecí—. Algunos de tus
amigos están en el parque. —No estaba segura de que fuesen sus amigos.
Me di cuenta de pronto de que no había jugado con otros niños últimamente
—. Sonja y yo podríamos acompañarte.
—No, gracias —respondió. Su cara, normalmente activa, estaba plomiza
y quieta.
—Ah, vale —dije, tratando con todas mis fuerzas de que no se notase
que estaba herida, pero sin éxito—. Lamento que hayas tenido un mal día.
Beatrice me lanzó otra mirada. Ojos dragontinos. Boca dragontina.
Volvieron a su estado normal.
—No he tenido mal día. Es solo que... —Clavó la vista en el suelo—. A
mis compañeros de clase no los acompañan sus hermanas mayores a casa.
Como bebés.
Sonja me apretó la mano y me soltó. Rodeó a Beatrice con el brazo
durante un momento.
—Me acabo de acordar de que tengo que ir a ayudar a mi abuela a mover
un objeto muy pesado —dijo—. Me habría encantado acompañarte a casa,
pero me tengo que ir.
Me miró a los ojos y alzó una ceja. Sonja era una persona muy perspicaz.
Mucho más de lo que yo llegaría a ser en mi vida.
Se acercó y me plantó un beso en la mejilla.
—Tenéis mucho de qué hablar —me susurró, sus labios acariciaron mi
oreja. Me vibró la piel y caldeó todo mi cuerpo.
Mientras se alejaba por la nieve, su contacto permanecía sobre mi piel,
como un fantasma.
Beatrice le dirigió a Sonja un saludo con la mano y luego siguió
avanzando bajo el peso de su mochila. Me incliné sobre ella y se la quité
para llevarla yo.
—Perdona, Bea —le dije—. No hago más que meter la pata.
—No pasa nada. Olvídalo. Quiero caminar sola.
Apuró el paso y me dejó atrás. No intenté alcanzarla. Le dejé caminar
mientras observaba el impulso de sus pasos, el arco de su espalda. Como si
estuviese esperando el momento de que le brotaran las alas. Aguardando
ese instante para salir volando, desatada del abrazo de la gravedad, su
silueta recortada contra el cielo. Sabía lo que era que te abandonasen, ya lo
había experimentado cuando mi tía había dragonizado, cuando mi madre
había muerto, cuando mi padre nos había relegado a aquel apartamento sin
tan siquiera mirar atrás. Cada una de esas experiencias había dejado un
hueco, una falta, un agujero en el universo que debería haber estado lleno
de amor. ¿Cómo llevaría la marcha de Beatrice? Me imaginé de pie en el
suelo, buscándola sin descanso: el cuello permanentemente estirado, la
mano haciendo visera, la mirada constantemente aguzada. ¿Sería así mi
vida?
Cuando llegamos a casa, Beatrice abrió la pesada puerta de acero con
una fuerza asombrosa y salió corriendo hacia las escaleras. Se detuvo para
mirarme, señalarme y decirme: «No me sigas», y tras una pausa añadió:
«Por favor». Luego salió zumbando. No pude más que mirarla irse.
Había manifestaciones de dragonas por todo el país. Y de familias de
dragonas. Y de gente que apoyaba a las dragonas. Y yo ¿qué estaba
haciendo? Me dirigí hacia la sala grande y me encontré a todas las tías con
las manos en la masa, cociendo el pan y preparando galletas y marinando
carne. Cantaban canciones y se alentaban las unas a las otras.
Escuché a Beatrice subir las escaleras con gran estruendo y cerrar la
puerta de su habitación de un portazo. Me apoyé contra la pared de ladrillo
y deslicé el trasero hasta el suelo. Posé la barbilla sobre las rodillas y me
esforcé por no llorar.
Mi tía alzó la vista y se fijó en mi cara.
—Alex —dijo—. Alex, cielo, ¿qué pasa?
Las otras dragonas dejaron lo que estaban haciendo. Se limpiaron las
garras en los trapos de cocina y me rodearon. Sus caras rebosaban cariño y
preocupación. Mi familia. Era obvio que no podía ocuparme de todo yo
sola. No me cabía duda de que debía hablarlo con ellas. Suspiré y puse mi
mano sobre la garra de Marla. Me apretó los dedos.
Reposé la barbilla sobre las rodillas y acerqué los tobillos al cuerpo.
—Señoras —dije. Me detuve y negué con la cabeza—. O sea, mis
queridas tías. Si hubieseis podido detener vuestra dragonización, como si de
un interruptor se tratase, ¿lo habríais hecho?
Marla emitió un ruido como si le hubiesen dado una patada en el
estómago. Se cruzó de brazos y me dio la espalda.
—¿Y tú, Jeanne? Si un médico apareciese y te dijera: «Toma, esta
medicina te hará desdragonizar». ¿La tomarías?
—¡Claro que no! —afirmó Jeanne—. Ya sé adónde quieres ir a parar,
pero creo que nuestra situación...
No la dejé terminar.
—¿Y tú, Clara? —Esta miró al techo, evitando encontrarse con mis ojos
—. ¿En algún momento has intentado... dejar de ser una dragona?
Clara negó con la cabeza.
—Por supuesto que no —susurró, apretando los labios—. No digas
tonterías.
—Edith —continué—. Encontraste a Marla donde menos lo esperabas, y
fue el amor de tu vida. Habías planeado largarte cuando terminase el
servicio militar. También habría funcionado. Sin embargo, te resultó
demasiado esperar. La dragonidad creció en tu interior, ¿verdad? Una
profunda e imparable...
—Alegría —terminó Edith por mí, con la voz tomada. Asintió y
pestañeó rápidamente, como para alejar las lágrimas—. Era una honda
alegría. —Suspiró, miró a Marla y la tomó de la mano—. Creía que Marla
me seguiría. Ese mismo día, a poder ser. Como el sol que sigue a la
tormenta. Y seríamos felices para siempre.
Marla se llevó las manos a la cara. Se le entrecortó la respiración y su
cuerpo comenzó a temblar. Yo seguí insistiendo.
—Sin embargo, Marla, no lo hiciste. Sentiste la llamada en aquel
momento, una necesidad grande e inexorable, y la rechazaste. Al menos
durante un tiempo.
Mi tía suspiró hondo.
—Mis padres habían muerto. Y mi hermana aún estaba en el instituto. Y
me necesitaba. No podía abandonarla. Aún no era capaz de decir que sí.
—Y yo no fui capaz de decir que no —añadió Edith—. Y no me
arrepiento. Fue demasiado fantástico.
Lo consideré.
—¿Qué coste tuviste que pagar, Marla?
Mi tía pegó la frente al suelo. Se estremeció.
—Uno muy elevado —dijo—. Tenía a mi hermana. Te tenía a ti. Tenía a
Beatrice. Y todo eso era maravilloso. Pero el coste fue muy elevado.
Edith y Jeanne se arrodillaron una a cada lado de Marla y la rodearon
con los brazos.
—Lo comprendo —dije. Me presioné las mejillas con las palmas de las
manos y luego me tapé los ojos. No me sentía capaz de mirarlas—. Ahora
lo entiendo todo. Señoras, tenemos un problema. Beatrice es muy
desgraciada. Cada día es más difícil evitar que dragonice. Todo su ser lo
está pidiendo a gritos. En el colegio. En casa. Todo el tiempo. No puede
seguir así. Le está haciendo daño.
Me levanté y me metí las manos en los bolsillos. Las costillas me
temblaban un poco. Edith se estiró y me puso la garra sobre el pie. Me miró
firme, sus ojos estaban húmedos de amor y preocupación. Clara me posó la
cola sobre el hombro. Jeanne alargó el cuello y presionó su frente contra la
mía para demostrarme que estaba allí. Nunca había tenido una familia así,
ni siquiera cuando mi madre aún estaba viva y los cuatro vivíamos bajo el
mismo techo. No estaba sola. Jamás lo estaría. Me acerqué a Marla y me
arrodillé ante ella. Al fin, me miró a los ojos.
—Está en su cuarto y de verdad creo que es necesario darle un poco de
intimidad. Señoras, ha llegado el momento. Me he resistido mucho, pero sé
que he obrado mal. Todas nos hemos equivocado. Beatrice lo necesita.
Necesita la libertad para ser ella misma. Tal vez dragonice o tal vez no, pero
debe ser elección suya. No más reglas. No más límites. Puede dragonizar
parcial o totalmente, o ir cambiando cuando le apetezca, o quedarse
atrapada en una de las formas. No es decisión nuestra. Sino suya. Si en el
colegio no lo aceptan, pues peor para ellos.
De pronto me sentí exhausta, como si mis huesos se hubiesen convertido
en papilla.
—Pero, Alex —dijo mi tía.
—¡¿Y sus estudios?! —exclamó Edith.
—La educaremos entre todas —afirmé—. En algún momento volverán a
aceptarla en el sistema escolar. Prefiero que estudie en la biblioteca a que
pase un solo día más siendo así de infeliz. No tiene por qué dragonizar hoy
mismo, pero debe saber que le está permitido hacerlo.
—Es que... —comenzó Jeanne. Hizo una pausa y sacó un pañuelo
bordado—. Es que la queremos muchísimo. Nosotras éramos adultas
cuando nos transformamos. Sabíamos en lo que nos estábamos metiendo.
¿Y si cambia de opinión y no puede volver atrás? —Se sonó la nariz con un
rugido tremendo.
Me encogí de hombros.
—Si algo conoce Beatrice es su propia mente. Desde siempre ha sido así.
Y si se queda atrapada, será porque su naturaleza se está reafirmando a sí
misma. Si puede cambiar a voluntad, pues será que a lo mejor algunos niños
tienen esa capacidad. Incluso quizá también algunas mujeres puedan. Nadie
sabe nada porque nadie se atreve a hablar del tema y nadie se molesta en
formular estas preguntas, y mucho menos en contestarlas. Yo misma entre
ellos. Y es una tontería. Vivo en una casa llena de dragonas. Mis dudas no
tienen sentido. Si existe una niña que deba sentirse cómoda dragonizando si
le da la real gana, es Beatrice.
Mi tía me sostuvo la mirada durante un buen rato.
—Si dragoniza y no puede volver a su forma de niña, ¿no te importaría
que yo me ocupase de su educación?
Noté que algo se reorganizaba en mi interior. Me acerqué a mi tía y le di
un abrazo. Giró la cara, tratando de que las lágrimas hirvientes no tocasen
mi piel humana.
—Te quiero mucho —le dije—. Claro que no me importaría. Es tu hija,
Marla. Es hora de que se lo contemos. Es el momento de que comprenda
cuánto has sufrido y lo que has tenido que sacrificar y cuánto la quieres. Es
tu hija, Marla. Y yo también. Te considero una madre tanto como a mi
propia madre. Ojalá me hubiera dado cuenta de esto antes.
Mis tías me levantaron en volandas. Mis zapatos se zarandeaban a unos
cinco centímetros del suelo. Sus cuerpos eran suaves y bastante cálidos.
Resultaba agradable, en realidad, que me abrazase gente que me quería. No
recordaba la última vez que ese hubiera sido el caso.
No sucedió de inmediato. Pasamos el resto del día en estado de alerta,
aguardando la transformación. En cambio, Beatrice solo se relajó, ayudó a
adornar la casa y a decorar las galletas. Fregó su plato y ayudó a barrer, se
lavó los dientes sin que nadie se lo tuviese que pedir y se fue a la cama sin
rechistar. Al día siguiente era Nochebuena y fuimos a la iglesia a
medianoche para oír una misa especial para familias mixtas que tuvo lugar
al aire libre. Beatrice y yo nos sentamos en brazos de una de nuestras tías
dragontinas y la caldera de sus barrigas nos dio calor. Yo medio esperaba
que dragonizase entonces, delante de toda esa gente. Pero no lo hizo.
Beatrice se quedó dormida justo antes de la segunda liturgia.
A la mañana siguiente, se levantó como un resorte y corrió a abrir sus
regalos bajo el árbol. Todo el edificio estaba impregnado de los aromas a
canela y clavo, a manzanas y a pavo asado, a azúcar y a chocolate y a nata.
Sonja y su abuela, y el doctor Gantz, llegaron a la fiesta de Navidad a las
dos de la tarde. Desde el primer instante fue evidente que el doctor Gantz se
sintió atraído por la señora Blomgren: se puso nervioso y se le trababa la
lengua; además, cada vez que abría la boca, se sonrojaba. También
habíamos invitado a la señora Gyzinska, pero nos informó de que había
pillado un resfriado y le resultaría imposible asistir. (No nos contó que
estaba ingresada en el hospital. De esto me enteré más adelante.) Cantamos
villancicos y leímos relatos y Beatrice tocó una canción con la flauta y
Sonja entonó cánticos típicos noruegos mientras sus largos dedos tañían
acordes y arpegios en la vieja mandolina de su abuelo. Las dragonas se
mostraron cariñosas las unas con las otras, y Sonja y yo nos sentamos
abrazadas y muy juntas en el sofá. Nadie nos impedía hacerlo.
La dragonización comenzó tras la cena y los villancicos, justo antes de
que Edith presentase su maravilloso tronco de Navidad, con capas de
bizcocho de chocolate y ganache y nata montada, rematado con hojas de
acebo de hilo de azúcar.
—¿A alguien le apetece algo dulce? —preguntó Edith. Se bamboleaba
un poco de tanto vino y de tantas risas.
Beatrice se levantó.
—Sí, pero. —Y se calló. Se llevó las manos al corazón.
Mis ojos se agrandaron. Tomé a Sonja de la mano.
—Ah —dijo Beatrice, sus ojos brillaban dorados—. Ah.
—¿Beatrice? —pregunté.
Jeanne, que anduvo muy rápida, apartó los muebles para hacer sitio.
Clara llenó un caldero de agua, por si acaso. El doctor Gantz sacó su bloc
de notas. Sacó una cámara de su bolsa y se la tendió a Sonja.
—Por favor, saca tantas fotos como te sea posible. Intenta mantener la
cámara quieta. Es en pos de la ciencia, al fin y al cabo.
No sé cómo supo que debía confiarle a ella esta tarea. Quizá fuese por su
carácter impasible y su pulso de acero. En cualquier caso, aún conservo las
fotografías, después de tantos años. Siguen siendo extraordinarias.
El doctor Gantz formulaba una pregunta tras otra y escribía tanto si
obtenía respuesta como si no.
Beatrice no dijo nada. La vi alzar la cara hacia el cielo, hinchar y
deshinchar el pecho. Tenía la boca abierta, como si su alma escapara en
cada suspiro. En su cara se reflejaba la felicidad más absoluta. Me acerqué,
me arrodillé en el suelo. Puse mi mano sobre la suya: estaba tan caliente
que me dolía, pero no la solté, sino que entrelacé mis dedos con los suyos.
Le di un beso en la mejilla. Me salieron ampollas en los labios, pero solo un
poco.
—Está bien, Bea —le aseguré—. Está bien. Estamos juntas, tú y yo, y
eso nada lo va a cambiar. Tú eres tú, y yo soy yo, y nosotras somos
nosotras, y eso es bastante genial.
Se giró, abrió los ojos. Eran anchos y grandes y dorados. Refulgían tanto
que tuve que entrecerrar los míos.
—Alex —dijo Beatrice, con la voz tomada. Se le estiraba la piel. Le
brillaba la lengua. Aún tengo cicatrices en las manos de haberle tomado las
suyas y haberlas apretado fuerte. No la solté por nada. Su piel emanaba luz
—. ¿Lo sabías, Alex? ¿Sabías lo grande que puede ser el mundo? ¿Lo
sabías?
«Ay, Beatrice, sí. Al fin lo sabía. Y aún lo sé.»
Su piel cayó como pétalos. Soltó un rugido que hizo retemblar los
ladrillos, tiró los libros de las estanterías y vibró en mis huesos.
OceanofPDF.com
42
OceanofPDF.com
43
OceanofPDF.com
44
OceanofPDF.com
Agradecimientos
OceanofPDF.com
Cuando ellas fueron dragones
Kelly Barnhill
OceanofPDF.com
¡Encuentra aquí tu próxima
lectura!
OceanofPDF.com
9788408271277_epub_cover.jpg
OceanofPDF.com