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Derrida, J., El Principio de Hospitalidad, en Le Monde, 2 de diciembre de 1977.

Entrevista realizada por Dominique Dhombres. Trad. De Cristina Perettiy Paco


Vidarte.

DERRIDA, Jacques (Argelia francesa 1930 - Francia, 2004) Ciudadano francés nacido en Argelia. Considerado
uno de los más influyentes pensadores y filósofos contemporáneos. Su trabajo ha sido conocido popularmente
como pensamiento de la deconstrucción. El trabajo inicial en su filosofía en buena medida fue fenomenológico,
influenciado principalmente por el trabajo de Husserl. Otras influencias fueron: Nietzsche, Heidegger y Freud.
En 1967 publicó los textos que lo hicieron mundialmente conocido: De la gramatología, La escritura y la
diferencia, y El habla y los fenómenos. La deconstrucción –que ya comienza a trabajarla en De la gramatología-,
pasa a ocupar un papel relevante en la filosofía anglosajona –a pesar de la crítica de la línea analítica de la
filosofía- y también en los campos de la crítica literaria y los estudios culturales. Otras obras: Espectros de
Marx, Políticas de la amistad, La hospitalidad.

Le Monde. —En su último libro, La hospitalidad, opone usted «la ley incondicional de la
hospitalidad ilimitada» y «las leyes de la hospitalidad, esos derechos y esos deberes siempre
condicionados y condicionales». ¿Qué quiere usted decir con ello?
J.D. —Es entre estas dos figuras de la hospitalidad como, en efecto, deben asumirse las
responsabilidades y cómo deben tomarse las decisiones. Prueba temible porque si estas dos
hostilidades no se contradicen, permanecen heterogéneas en el momento mismo en que se reclaman
una a la otra, de modo desconcertante. Todas las éticas de la hospitalidad no son las mismas, sin
duda, pero no hay cultura ni vínculo social sin un principio de hospitalidad. Este ordena, hace incluso
deseable una acogida sin reserva ni cálculo, una exposición sin límite al arribante. Ahora bien, una
comunidad cultural o lingüística, una familia, una nación, no pueden no poner en suspenso, al menos,
incluso traicionar este principio de hospitalidad absoluta: para proteger un «en casa», sin duda,
garantizando lo «propio» y la propiedad contra la llegada ilimitada del otro; pero también para intentar
hacer la acogida efectiva, determinada, concreta, para ponerla en funcionamiento. De ahí las
«condiciones» que transforman el don en contrato, la apertura en pacto vigilado; de ahí los derechos
y los deberes, las fronteras, los pasaportes y las puertas, de ahí las leyes sobre una inmigración,
cuyos «flujos», según se dice, hay que «controlar».
Es cierto que lo que está en juego en la «inmigración» no se solapa con todo rigor, es preciso
recordarlo, con lo que está en juego en la hospitalidad, que va más allá del espacio cívico o
propiamente político. En los textos que usted cita, analizo lo que, entre «lo incondicional» y lo
«condicional», no es, sin embargo, una simple oposición. Si ambos sentidos de la hospitalidad
permanecen irreductibles uno al otro, siempre es preciso, en nombre de la hospitalidad pura e
hiperbólica, para hacerla lo más efectiva posible, inventar las mejores disposiciones, las condiciones
menos malas, la legislación más justa. Esto es preciso para evitar los efectos perversos de una
hospitalidad ilimitada cuyos riesgos he intentado definir. Calcular los riesgos, sí, pero no cerrar la
puerta a lo incalculable, es decir, al porvenir y al extranjero, he aquí la doble ley de la hospitalidad.
Esta define el lugar inestable de la estrategia y de la decisión. Tanto de la perfectibilidad como del
progreso. Este lugar se busca hoy en día, por ejemplo en los debates sobre la inmigración.
Con frecuencia se olvida que es en nombre de la hospitalidad incondicional (la que da su sentido
a toda acogida del extranjero) como es preciso intentar determinar las mejores condiciones, a saber,
tales límites legislativos, y sobre todo tal puesta en funcionamiento de las leyes.
L.M.-En la misma obra, plantea usted esta cuestión: «Consiste la hospitalidad en interrogar al
arribante?», en primerísimo lugar, preguntándole su nombre, «¿o bien comienza la hospitalidad por la
acogida sin preguntas?». ¿La segunda actitud es más conforme al principio de «hospitalidad
ilimitada» que usted evoca?
J.D. —Una vez más, la decisión se toma en el corazón de lo que parece un absurdo, lo imposible
mismo (una antinomia, una tensión entre dos leyes igualmente imperativas pero sin oposición). La
hospitalidad pura consiste en acoger al arribante antes de ponerle condiciones, antes de saber y de
pedirle o preguntarle lo que sea, ya sea un nombre o ya sean unos «papeles» de identidad. Pero
también supone que nos dirijamos a él, singularmente, que lo llamemos, pues, y le reconozcamos un
nombre propio: « ¿Cómo te llamas?». La hospitalidad consiste en hacer todo lo posible para dirigirse
al otro, para otorgarle, incluso preguntarle su nombre, evitando que esta pregunta se convierta en
una «condición», una inquisición policial, un fichaje o un simple control de fronteras. Diferencia a la
vez sutil y fundamental, cuestión que se plantea en el umbral del «en casa», y en el umbral entre dos
inflexiones. Un arte y una poética, pero toda una política depende de ello, toda una ética se decide
ahí.

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