Hace unos días leí en un periódico de difusión nacional un artículo acerca
de la inviolabilidad del Rey. El tema es, como sabemos, complejo, pero no fue ese asunto el que reclamó mi atención, sino una afirmación que dejó caer de pasada el autor. Decía así: “aun cuando pueda ser verdad que la república es más racional que la monarquía, sin embargo, no siempre la política se guía por la razón”. La segunda parte de la frase despeja las posibles dudas que pudiera suscitar la primera. Parece claro que la república es más racional que la monarquía, aunque esta es el tributo que pagamos por nuestros comportamientos políticos irracionales.
No entraré en la segunda parte de la afirmación acerca de nuestra
irracionalidad cuando actuamos políticamente. Solo me ocuparé de la primera, la forma de Estado monárquica es menos racional que la republicana. Esta idea se encuentra asentada en nuestra conciencia, en nuestras prácticas y nuestros hábitos. La institución de la monarquía es anacrónica, decimos, antes de defender al rey. En realidad, asumimos esos pensamientos como algo dado y correcto. Cuantas veces no hemos dicho que nuestro rey es el primer republicano; cuantas otras que el rey es quien mejor encarna los valores republicanos, en suma, un rey republicano. De esta manera logramos que nuestra atención se desplace de la monarquía hacia la república y lo justificamos porque encarna los principios de esta, no porque sea rey.
A esta razón añadimos otras que se desprenden de la idea de fondo. Así
cuando defendemos que la monarquía es completamente democrática, para lo que nos apoyamos en que las democracias más plenas de este mundo, son también monarquías parlamentarias. De este hecho deducimos la bondad de la institución monárquica. Si existe un número considerable de países entre las primeras democracias que se han instituido como reinos, no parece que andemos excesivamente descarriados cuando nuestra monarquía es perfectamente equiparable a esas monarquías europeas. El problema con este argumento es que solo añade cantidad, número, sin que profundice en la razón o razones que hubiera para defender o no un régimen monárquico. Únicamente sabemos que una parte importante de las democracias plenas son monarquías Otro argumento al que se suele recurrir es el del dinero. Las repúblicas son mucho más costosas que las monarquías. Recuerdo una anécdota del rey sueco cuando los socialistas llegaron al poder en los años treinta del siglo pasado. Naturalmente, el rey los recibió. Los socialistas habían vencido en las elecciones con un programa republicano, por lo que tendrían que llevarlo a cabo. El rey así lo reconoció, aunque les rogó que primero trataran durante algún tiempo de seguir con él y probar a ver cómo les iba. Finalizada la reunión y una vez que el líder socialista abandonaba el despacho, el rey le espetó, “Ah, además le aseguro que es más barato”.
Ninguna de estas explicaciones es capaz de poner en cuestión la posible
consistencia del argumento que acompaña la caracterización de la monarquía como un régimen menos racional que la república. En un libro de cuasimemorias escrito hace más de veinte años a cuatro manos entre Felipe González y Juan Luis Cebrián, incidía el primero en esta misma idea: la monarquía “no es racional. Desde el punto de vista de la lógica representativa, no hay ninguna razón” para sostenerla. Puede haber otras razones que la justifiquen, como las de utilidad, moderación, estabilidad, pero razón razón, no, pues la monarquía “no pertenece a la lógica democrática”. Esta idea ha pervivido en nuestro país a lo largo del tiempo, hasta el extremo de llegar a ser defendida por gentes que podríamos caracterizar de ideologías muy diversas y contrapuestas. Pareciera que solo estuviesen de acuerdo en su oposición, por su debilitada racionalidad, a la monarquía.
En mi opinión esta manera de pensar implica un entendimiento erróneo de
la democracia, lo que conduce a no entender tampoco el papel del monarca en ella. A fin de comprenderlo, habría que remontarse a las monarquías constitucionales del siglo XIX. Estas se asentaban en la soberanía popular al mismo tiempo que desconfiaban del acierto de las decisiones a las que pudiera llegar quien la encarnaba. Esta es la razón por la que, defendiendo el papel primigenio del pueblo, se sostuvo a la vez la necesidad de que hubiera una sola voz que hablara en nombre del mismo y con ello se evitase el caos de una pluralidad de voces, todas ellas expresión de la voluntad popular. Así se introdujo el papel del monarca como la voz del pueblo, garante de su unidad. El monarca asumía un papel central y único a la hora de determinar lo que el pueblo como soberano deseaba.
La monarquía parlamentaria no es sino una evolución de esa monarquía
constitucional, en la que el papel del rey ha dejado de ser determinante y se limita a asumir uno de carácter simbólico. Nuestra democracia se asienta sobre la soberanía del pueblo, esto es, sobre la voluntad general, pero esta es una mera abstracción que requiere de su determinación. Esto se puede llevar a cabo en una democracia solo y exclusivamente a través de la libre participación de las voluntades particulares expresadas en las urnas. Así, la universalidad de la voluntad general se diluye en la suma y resta de voluntades individuales que, si no son capaces de reconciliarse con la universalidad de la voluntad soberana del pueblo, puede conducir a que esas decisiones, democráticamente adoptadas, puedan considerarse como irracionales.
Es verdad que nuestro sistema posee muchos mecanismos que tratan de
corregir de un modo u otro esa posibilidad de que las voluntades particulares terminen imponiendo la arbitrariedad de sus intereses egoístas. Por ejemplo, el reconocimiento de derechos y libertades individuales; la división de poderes; el sometimiento a la ley y, entre ellos, la institución de la monarquía. Su labor fundamental consiste en recordarnos que el Estado democrático de derecho se sostiene sobre el interés general del pueblo como soberano. Esta es la razón por la que el rey nunca puede hablar en nombre de los intereses particulares, que quedan lanzados al terreno de la lucha política. El rey solo se mueve en el plano que expresa la abstracción del interés general y la necesidad de que su determinación por medio de las voluntades de los ciudadanos se realice siempre dentro del marco de la ley.
De lo anterior puede concluirse que la monarquía no es menos racional que
la república, sino todo lo contrario, más racional. La razón radica en que saca de la lucha partidista el elemento básico sobre el que se construye nuestro sistema de convivencia, la voluntad general o soberanía popular. Es decir, la institucionalización de la monarquía es la expresión más evidente de la necesidad de combatir las insuficiencias de una lógica representativa abandonada a sí misma en la tormenta de los diversos y enfrentados intereses particulares de los ciudadanos. En suma, la lógica democrática bien entendida nos exige no la institucionalización de una república que no puede evitar el estado de arrojamiento en la lucha partidista, que por tal es arbitraria y egoísta, sino justamente la necesidad de que nuestro edificio jurídico político pueda simbolizarse en una institución como la de un monarca que ha de encontrarse siempre imbuido solo y exclusivamente por el interés general.
Las exigencias de una institución de este tipo son inmensas y no porque
pueda considerarse como irracional o menos racional que la de una presidencia de la república, sino por lo contrario, precisamente porque es más racional. Si existe un sistema jurídico racional y justificado frente a los sistemas republicanos que se nos tratan de imponer, es el de la monarquía parlamentaria. Pregúntenselo a G. W. F. Hegel, se lo dirá mejor, pero no más claro.