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La racionalidad de la monarquía

José J. Jiménez Sánchez


Granada, 2022

Hace unos días leí en un periódico de difusión nacional un artículo acerca


de la inviolabilidad del Rey. El tema es, como sabemos, complejo, pero no
fue ese asunto el que reclamó mi atención, sino una afirmación que dejó
caer de pasada el autor. Decía así: “aun cuando pueda ser verdad que la
república es más racional que la monarquía, sin embargo, no siempre la
política se guía por la razón”. La segunda parte de la frase despeja las
posibles dudas que pudiera suscitar la primera. Parece claro que la
república es más racional que la monarquía, aunque esta es el tributo que
pagamos por nuestros comportamientos políticos irracionales.

No entraré en la segunda parte de la afirmación acerca de nuestra


irracionalidad cuando actuamos políticamente. Solo me ocuparé de la
primera, la forma de Estado monárquica es menos racional que la
republicana. Esta idea se encuentra asentada en nuestra conciencia, en
nuestras prácticas y nuestros hábitos. La institución de la monarquía es
anacrónica, decimos, antes de defender al rey. En realidad, asumimos esos
pensamientos como algo dado y correcto. Cuantas veces no hemos dicho
que nuestro rey es el primer republicano; cuantas otras que el rey es quien
mejor encarna los valores republicanos, en suma, un rey republicano. De
esta manera logramos que nuestra atención se desplace de la monarquía
hacia la república y lo justificamos porque encarna los principios de esta,
no porque sea rey.

A esta razón añadimos otras que se desprenden de la idea de fondo. Así


cuando defendemos que la monarquía es completamente democrática, para
lo que nos apoyamos en que las democracias más plenas de este mundo,
son también monarquías parlamentarias. De este hecho deducimos la
bondad de la institución monárquica. Si existe un número considerable de
países entre las primeras democracias que se han instituido como reinos, no
parece que andemos excesivamente descarriados cuando nuestra monarquía
es perfectamente equiparable a esas monarquías europeas. El problema con
este argumento es que solo añade cantidad, número, sin que profundice en
la razón o razones que hubiera para defender o no un régimen monárquico.
Únicamente sabemos que una parte importante de las democracias plenas
son monarquías
Otro argumento al que se suele recurrir es el del dinero. Las repúblicas son
mucho más costosas que las monarquías. Recuerdo una anécdota del rey
sueco cuando los socialistas llegaron al poder en los años treinta del siglo
pasado. Naturalmente, el rey los recibió. Los socialistas habían vencido en
las elecciones con un programa republicano, por lo que tendrían que
llevarlo a cabo. El rey así lo reconoció, aunque les rogó que primero
trataran durante algún tiempo de seguir con él y probar a ver cómo les iba.
Finalizada la reunión y una vez que el líder socialista abandonaba el
despacho, el rey le espetó, “Ah, además le aseguro que es más barato”.

Ninguna de estas explicaciones es capaz de poner en cuestión la posible


consistencia del argumento que acompaña la caracterización de la
monarquía como un régimen menos racional que la república. En un libro
de cuasimemorias escrito hace más de veinte años a cuatro manos entre
Felipe González y Juan Luis Cebrián, incidía el primero en esta misma
idea: la monarquía “no es racional. Desde el punto de vista de la lógica
representativa, no hay ninguna razón” para sostenerla. Puede haber otras
razones que la justifiquen, como las de utilidad, moderación, estabilidad,
pero razón razón, no, pues la monarquía “no pertenece a la lógica
democrática”. Esta idea ha pervivido en nuestro país a lo largo del tiempo,
hasta el extremo de llegar a ser defendida por gentes que podríamos
caracterizar de ideologías muy diversas y contrapuestas. Pareciera que solo
estuviesen de acuerdo en su oposición, por su debilitada racionalidad, a la
monarquía.

En mi opinión esta manera de pensar implica un entendimiento erróneo de


la democracia, lo que conduce a no entender tampoco el papel del monarca
en ella. A fin de comprenderlo, habría que remontarse a las monarquías
constitucionales del siglo XIX. Estas se asentaban en la soberanía popular
al mismo tiempo que desconfiaban del acierto de las decisiones a las que
pudiera llegar quien la encarnaba. Esta es la razón por la que, defendiendo
el papel primigenio del pueblo, se sostuvo a la vez la necesidad de que
hubiera una sola voz que hablara en nombre del mismo y con ello se
evitase el caos de una pluralidad de voces, todas ellas expresión de la
voluntad popular. Así se introdujo el papel del monarca como la voz del
pueblo, garante de su unidad. El monarca asumía un papel central y único a
la hora de determinar lo que el pueblo como soberano deseaba.

La monarquía parlamentaria no es sino una evolución de esa monarquía


constitucional, en la que el papel del rey ha dejado de ser determinante y se
limita a asumir uno de carácter simbólico. Nuestra democracia se asienta
sobre la soberanía del pueblo, esto es, sobre la voluntad general, pero esta
es una mera abstracción que requiere de su determinación. Esto se puede
llevar a cabo en una democracia solo y exclusivamente a través de la libre
participación de las voluntades particulares expresadas en las urnas. Así, la
universalidad de la voluntad general se diluye en la suma y resta de
voluntades individuales que, si no son capaces de reconciliarse con la
universalidad de la voluntad soberana del pueblo, puede conducir a que
esas decisiones, democráticamente adoptadas, puedan considerarse como
irracionales.

Es verdad que nuestro sistema posee muchos mecanismos que tratan de


corregir de un modo u otro esa posibilidad de que las voluntades
particulares terminen imponiendo la arbitrariedad de sus intereses egoístas.
Por ejemplo, el reconocimiento de derechos y libertades individuales; la
división de poderes; el sometimiento a la ley y, entre ellos, la institución de
la monarquía. Su labor fundamental consiste en recordarnos que el Estado
democrático de derecho se sostiene sobre el interés general del pueblo
como soberano. Esta es la razón por la que el rey nunca puede hablar en
nombre de los intereses particulares, que quedan lanzados al terreno de la
lucha política. El rey solo se mueve en el plano que expresa la abstracción
del interés general y la necesidad de que su determinación por medio de las
voluntades de los ciudadanos se realice siempre dentro del marco de la ley.

De lo anterior puede concluirse que la monarquía no es menos racional que


la república, sino todo lo contrario, más racional. La razón radica en que
saca de la lucha partidista el elemento básico sobre el que se construye
nuestro sistema de convivencia, la voluntad general o soberanía popular. Es
decir, la institucionalización de la monarquía es la expresión más evidente
de la necesidad de combatir las insuficiencias de una lógica representativa
abandonada a sí misma en la tormenta de los diversos y enfrentados
intereses particulares de los ciudadanos. En suma, la lógica democrática
bien entendida nos exige no la institucionalización de una república que no
puede evitar el estado de arrojamiento en la lucha partidista, que por tal es
arbitraria y egoísta, sino justamente la necesidad de que nuestro edificio
jurídico político pueda simbolizarse en una institución como la de un
monarca que ha de encontrarse siempre imbuido solo y exclusivamente por
el interés general.

Las exigencias de una institución de este tipo son inmensas y no porque


pueda considerarse como irracional o menos racional que la de una
presidencia de la república, sino por lo contrario, precisamente porque es
más racional. Si existe un sistema jurídico racional y justificado frente a los
sistemas republicanos que se nos tratan de imponer, es el de la monarquía
parlamentaria. Pregúntenselo a G. W. F. Hegel, se lo dirá mejor, pero no
más claro.

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