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Quevedo
Quevedo
QUEVEDO
Española, X L , 1956, págs. 234-235. James O. Crosby, “N oticias y docum entos de Q uevedo,
1616-1621”, en Hispanófila, 1958, núm . 4, págs. 3-22. D e l m ism o, “N u evos docum entos
para la biografía de Q uevedo, 1617-1621”, en Boletín de la Biblioteca Menéndez y Pelayo,
X X X IV , 1958, págs. 229-261. D e l mismo, “Quevedo and the Court o f P hilip III: neglected
satirical letters and new biographical data”, en PMLA, LX X I, 1956, págs. 1117-1126. M a
nuel Cardenal, “A lgunos rasgos estéticos y m orales de Q uevedo”, en Revista de Ideas
Estéticas, V , 1947, págs. 31-52. Francisco Ynduráin, El pensamiento dé Quevedo, Zara
goza, 1954. A m édée M as, La caricature de la femme, du mariage et de l’amour dans
l’oeuvre de Quevedo, Paris, 1957. Aportaciones a la bibliografía de Quevedo. Homenaje
del Instituto Nacional del Libro Español en el III Centenario de su muerte, M adrid, 1945.
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latoria —dice M arañón— que más valiera a su fama no haber escrito jamás” 4.
Llegó Quevedo a gozar de gran amistad con el valido, y así ya en 1623 inter
vino, con otros poetas, en los festejos oficiales para solemnizar la estancia en
M adrid del príncipe de Gales (futuro Carlos II Estuardo); en 1624 acompa
ñó al cortejo real a las costas de Andalucía, llegando a hospedar al monarca
una noche en su casa de la Torre ; y en 1626 acompañó nuevamente al rey en
su viaje a Aragón. P ara complacer al conde-duque (no es muy injusto decir
que a sueldo suyo) y defender su política económica, muy atacada ya por en
tonces, escribió Quevedo un libelo, El chitón de las Taravillas, publicado en
1630. En 1632 fue nombrado el poeta secretario del rey, título más honorífico
que activo, pues se negó a aceptar más directas responsabilidades. Todavía de
1636 hay indicios de la buena amistad con el valido y del favor real; por
otra parte, entre 1635 y 1639 vivió Quevedo casi seguido en la Torre, entregado
a su tarea literaria y a sus pleitos.
Resulta, pues, difícil de enlazar lo precedente con el repentino cambio de
situación. Estando Quevedo ocasionalmente en M adrid, hospedado en la casa
del duque de Medinaceli, en la noche del 7 de diciembre de 1639 fue detenido
—tan de repente, que ni siquiera le dieron tiempo de vestirse del todo— y,
conducido a León, encerrado en el convento de San Marcos, en oscuro y húme
do calabozo, donde sufrió graves penalidades y se destruyó su salud en los casi
cinco años que estuvo preso. Y aquí corresponden los discutidos hechos. Se ha
venido diciendo desde los mismos días de Quevedo, y es versión tradicional
mente aceptada, que el rey encontró debajo de su servilleta el famoso memorial
que comienza “Católica, sacra, real M ajestad...” (otros, en cambio, sostienen
que fue E l Padre Nuestro glosado, “Filipo, que el mundo aclam a...”), y que el
enfado regio decidió la persecución. Quevedo había escrito otras varias compo
siciones satíricas, que circulaban manuscritas, y en muchas de sus obras de los
años últimos podían espigarse ataques más o menos disimulados contra la polí
tica del valido.
Según aquella aludida interpretación, que encaja perfectamente con las más
nobles vertientes del gran satírico, Quevedo, ante el creciente desgobierno y
la senda de ineptitudes por que se conducía al país, se había apartado heroica
mente de su trabajada amistad con Olivares y entregado a la arriesgada tarea
de la oposición ; Quevedo se había convertido en una voz demasiado incómoda
y los versos de la servilleta colmaban la medida. No obstante, la contradictoria
personalidad del poeta —hombre de enconados rencores, de sañudos resenti
mientos, de grandes pasiones alimentadas precisamente por su propia genia
lidad, no exento de lunares, por tanto— ha conducido en nuestros días a poner
en entredicho la silueta tradicional del mártir, vejado por la arbitrariedad del
conde-duque. M arañón inició este criterio5, compartido luego por otros comen
taristas ; concretamente se ha puesto en duda la anécdota del “memorial”, que
M arañón califica de “chiquillada” y de “travesura” —im propia de Quevedo,
dice, e innecesaria además—, así como tam bién considera inverosímiles tan
“terribles represalias de la autoridad” ; supone, en cambio, otras razones de
alta política, que, de ser ciertas, no redundarían, al menos por su intención, en
desdoro de Quevedo. Creemos que es en este campo, y con documentos fe
hacientes, donde debe combatirse la existencia y efectos del “memorial” ; en
tretanto, las razones que aduce M arañón p ara negarlo nos parecen débiles. La
“travesura” en sí mismo no nos suena como del todo im propia del peregrino
espíritu de Quevedo ; si se dio, no estimamos inverosímil el que una testa coro
nada, que gobernaba —o desgobernaba— por la gracia de Dios, castigase in
clemente unos versos insultantes, y más si llovía sobre m ojado; que Quevedo
en sus cartas, desde la prisión, al rey y a su valido, no mencionase la causa
de su encierro, nos parece lógico, pues sus carceleros no precisaban que se les
explicara: lo necio hubiera sido recordarla, sobre todo por tratarse de cosa
que lindaba con lo grotesco.
Es bien posible, en cambio, que el discutido “memorial” no fuese de Que
vedo ; pero merecía serlo, y al cabo, después de escribir muchos versos de aquel
jaez, quizá vino a pagar por los únicos que no había compuesto. Quevedo re
pite en sus cartas —sin aludir al asunto, ¿para qué?— que había sido acusado
falsam ente; pero su propia historia hacía verosímil la calumnia. Así lo dice
claramente en carta al conde-duque : “Yo protesto en Dios nuestro Señor, que
en todo lo que de mí se ha dicho no tengo otra culpa sino es haber vivido con
tan poco ejemplo, que pudiesen achacar a mis locuras tantas abominaciones” 6.
A l dedicarle a Don Juan Chumacero, presidente de Castilla, la Vida de San
Pablo que había compuesto en la prisión, afirma: “Escribíla el cuarto año de
mi prisión, para consolar mi cárcel, en que cobré el estipendio de otros pe
cados” 7.
L o único cierto es que Quevedo no fue sacado de la prisión hasta junio
de 1643, cinco meses después de la caída de Olivares ; Chumacero pidió la
libertad del poeta, pero el m onarca la negó, y el presidente hubo de insistir
hasta vencer la resistencia regia. L a irritación contra el poeta parecía, pues,
cosa más del m onarca que del valido. Quevedo fue libertado sin que nunca se
le hubiese abierto proceso ni tomado declaración alguna; así lo proclama él
mismo en la mencionada dedicatoria de la Vida de San Pablo : “nunca se me
hizo cargo ni tomó confesión, ni después, al tiempo de mi soltura, se halló al-
Sin embargo, en 1634 —tenía ya, pues, 54 años— cedió a las propuestas de
otro casamentero, el duque de Medinaceli, y contrajo matrimonio con doña
Esperanza de Aragón, señora de Cetina, viuda, entrada en años y con tres
hijos. L a inconsecuencia de Quevedo fue muy breve, porque a los pocos meses,
después de muchos disgustos, se separó de ella, y definitivamente en 1636 n .
LA POESÍA DE QUEVEDO
volumen de lo obtenido, publicó por separado las seis primeras “M usas” con
el nombre de E l Parnaso Español, que vio la luz en 1648. González de Salas
no sólo excluyó las poesías que, por su tono, no le parecían dignas del autor,
sino que corrigió, pulió y atildó de su minerva frases y palabras que, a su jui
cio, estaban necesitadas “de refingirse a forma nueva”. Así, ofreció una edi
ción en la que resultaba imposible determinar lo que era de mano de Quevedo
y lo que fue arreglo de Salas. Éste murió sin publicar las “M usas” restantes,
tarea que realizó en 1670 el sobrino y heredero de Quevedo, don Pedro Alde
rete, bajo el título de Las tres musas últimas castellanas. Alderete, que carecía
por completo de formación y criterio literario, mezcló con las de su tío com
posiciones de otros autores y alteró las originales.
El poeta no tuvo mejor edición de sus versos (Janer se había limitado a
reproducir los textos de González de Salas y de Alderete) hasta fines del pa
sado siglo, cuando Menéndez y Pelayo publicó en la Sociedad de Bibliófilos
Andaluces parte de aquéllos, aunque con grandes imperfecciones todavía. As
trana M arín ha editado la primera colección de las “poesías completas” de
Quevedo tras ingente esfuerzo para lograr los textos más legítimos; pero de
jaba todavía pendientes problemas cronológicos y atribuciones discutidas, que
la reciente edición de Blecua 106 ha contribuido a esclarecer.
L a división de las poesías seguida por Salas, y que quizá había ideado el
mismo Quevedo, es muy imprecisa, no tanto por la diversidad de atribuciones de
cada musa como por el cruce de géneros y la combinación o lucha de contra
rios que innumerables composiciones, como propias de Quevedo, ofrecen. A s
trana adopta la división que dimos en páginas precedentes, pero que ofrece,
a su vez, idénticas dificultades. Así, por ejemplo, en el grupo de los romances,
que el editor reúne aparte por haber sido Quevedo inimitable y fecundo culti
vador, los hay de todas las especies, y por su carácter y contenido podrían
incluirse en cualquiera de los otros apartados. Con la misma razón podría ha
cerse uno de sonetos, ya que Quevedo fue un sonetista impar, y en ellos en-
106 José M anuel Blecua, Poesías de Quevedo, Barcelona, 1963, cit. Em ilio Carilla, gran
conocedor de Q uevedo, no cree que las injerencias de G onzález de Salas en las poesías
del gran satírico fuesen tantas ni tan im portantes com o pretende Astrana. Concretamente,
en lo que concierne a las “peculiaridades cultistas” que se observan en bastantes com po
siciones de Q uevedo, sobre todo de sus últim os años, supone Carilla que n o deben atri
buirse siempre, necesariamente, a la m ano de su editor; Quevedo — según advierte el
propio Salas— gustaba de volver sobre sus obras para rehacerlas y limarlas, y en sus
años postreros fue permeable a form as gongoristas que antes había com batido; diversas
variantes de una m ism a poesía pueden, pues — concluye Carilla— , mostrar rasgos cultis
tas que sean de m ano del propio Q uevedo (“Q uevedo y El Parnaso Español”, en Estudios
de Literatura Española, R osario, República Argentina, 1958, pág. 147 y ss.). Cfr.: Benito
Sánchez A lonso, “Las poesías inéditas e inciertas de Q uevedo”, en Revista de la Biblio
teca, Archivo y Museo del Ayuntamiento de Madrid, IV , 1927, págs. 387-431. Em ilio
O rozco D íaz, “Sonetos inéditos de Q uevedo” , en Boletín de la Universidad de Granada,
X IV , 1942, págs. 3-7. Joseph G. F ucilla, “Intorno ad alcune poesie attribuite a Q uevedo”,
en Quaderni Ibero-Americani, Turin, III, 1957, págs. 364-365.
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contrariamos desde la sátira más grosera hasta la sutileza amorosa y los altos
consejos morales. Puesto que alguna clasificación es imprescindible adoptar,
puede seguirse la de Astrana, aunque sólo para poner algún orden en la exposi
ción o, casi mejor, por mera comodidad.
Porque el carácter más notable que la poesía de Quevedo ofrece es el es
trecho abrazo de las vertientes más contrarias: la invasión del mundo real en
las ficciones ideales, el asalto de la palabra extrapoética a las delicadezas del
petrarquismo, la fusión del plano noble con el plebeyo, la degradación de lo
bello hasta la vulgaridad o, por el contrario, la conversión en poesía de la
realidad más baja. En su penetrante estudio sobre el poeta, Dámaso Alonso
ha definido espléndidamente este carácter: “El alma de Quevedo —dice—
era violenta y apasionada. Transplantada la violencia a su arte, en él se quie
bran los tabiques de separación de los dos grandes mundos estéticos del Siglo
de Oro, esa polarización a la que caprichosamente he llamado una vez Escila
y Caribdis de la literatura española. Quevedo, para la m irada más exterior,
aparece aún fuertemente dividido por esa doble atracción: mundo suprahuma-
no, mundo infrahumano. Pero, cuando nos acercamos, vemos que en las sacu
didas de su apasionada alma se quiebran las barreras. Hemos llamado ‘desga
rrón afectivo’ a esa penetración de temas, de giros sintácticos, de léxico, que
desde el plano plebeyo, conversacional y diario, se deslizan o trasvasan al
plano elevado, de la poesía burlesca a la más alta lírica, del mundo de la
realidad al depurado recinto estético de la tradición renacentista. Sí, ese mundo
apasionado y vulgar es como una inmensa reserva afectiva que lanza emana
ciones penetrantes hasta la poesía más alta. Lo plebeyo y lo hombre se funden
en Quevedo en una explosión de afectividad, en una llam arada de pasión que
todo lo vivifica, mientras mucho destruye o abrasa (valores sintácticos, léxi
cos, etc.). Y ese mundo apasionado —que trae la vida— irrumpe ahora victo
rioso en el recinto convencional de perlas = dientes y oro = cabello. Expre
sémoslo de otro m odo: en la amargura, en la pasión, en la ira, en el odio,
en el amor, en la ternura, Quevedo es un poeta indivisible que sólo unitaria
mente puede ser entendido” 107. Casi lo más que puede, pues, intentarse, es
agrupar sus poesías por el predominio de una u otra condición.
107 D ám aso A lonso, “El desgarrón afectivo en la poesía de Q uevedo”, cit., págs. 573-
574. Cfr. : Pedro Lain Entralgo, “La vida del hombre en la poesía de Q uevedo”, en
C uadernos H ispanoam ericanos, 1948.