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CAPÍTULO XI

QUEVEDO

DATOS BIOGRÁFICOS Y PERFIL HUMANO

Pocas figuras tan inequívocamente grandes, tan variadas y complejas, tan


ricas de matices y contradicciones, como la de Quevedo. L a fam a literaria de
que gozó en su tiempo no h a hecho sino robustecerse con los años, sin conocer
— como tantas otras cumbres de las artes o de las letras— períodos de eclipse
o disvafor. Y, sin embargo, pocos hombres tan discutidos como él; no en su'
valor global, nunca en entredicho, sino en sus múltiples facetas como escritor
y tom o hom bre público. Todavía hoy, después de estudios numerosos sobre
su obra literaria y su actividad, quedan puntos oscuros de sus escritos y de
su vida, sujetos a las más opuestas interpretaciones.
Don Francisco de Quevedo y Villegas nació en M adrid en septiembre de
1580x. Su padre, Pedro Gómez de Quevedo, fue secretario de la princesa

1 C fr.: Aureliano Fernández-Guerra, Vida de don Francisco de Quevedo, introduc­


ción al volum en I de sus Obras en BA E, X X III, nueva edición, M adrid, 1946. E . M érimée,
Essai sur la vie et les oeuvres de Francisco de Quevedo, Paris, 1886. L. Astrana Marin,
La vida turbulenta de Quevedo, 2? éd., M adrid, 1945. D e l m ism o, Ideario de don Fran­
cisco de Quevedo, Madrid, 1940. Julián Juderías, Don Francisco de Quevedo y Villegas.
La época, el hombre, las doctrinas, M adrid, 1923. J. L. Borges, “M enoscabo y grandeza
de Q uevedo”, en Revista de Occidente, 1924. Clara Cam poam or, Vida y obra de Que­
vedo, Buenos A ires, 1945. A . de C ossío y Corral, “G enio y figura de don Francisco
de Q uevedo”,- en Anales de la Universidad de Sevilla, núm . 2, 1946. M* L asso de la
V ega, “Q uevedo vecino de M adrid”, en Boletín de la Real Academia de la Historia,
C X X V III, 1951. Jam es O. Crosby, “Q uevedo’s alleged participation in the conspiracy
o f V enice”, en Hispanic Review, X X III, 1955. Segundo Serrano Poncela, “Quevedo, hom ­
bre político (Análisis de u n resentimiento)”, en Formas de vida hispánica, M adrid, 1963,
págs. 64-123. D uque de M aura, Conferencias sobre Quevedo, M adrid, 1946. Agustín G .
de A m ezúa, “Las almas de Q uevedo”, en Opúsculos histórico-literarios, tom o I, M a­
drid, 1951, págs. 374-416. E m ilio Carilla, Quevedo (entre dos centenarios), Tucum án,
1949. R ené Bouvier, Quevedo homme du diable, homme de Dieu (trad, esp.), Buenos.
A ires, 1951. J. Reglá, “U n dato para la biografía de Q uevedo”, en Revista de Filología
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M aría —hija de Carlos V y esposa del emperador Maximiliano I I — y luego de


la reina doña A na de Austria, cuarta esposa de Felipe I I ; su m adre, M aría de
Santibáñez, fue dam a de la reina. Am bos eran oriundos de la M ontaña. Que­
vedo perdió pronto a su padre (1586), y su m adre entró entonces al servicio
de la Infanta Isabel Clara Eugenia; con todo ello, el futuro escritor anduvo
desde niño p o r palacio y pudo adquirir m uy tem prana experiencia de la turbia
vida cortesana.
Cursó, sus prim eras letras en el Colegio de los Jesuítas de M adrid. E n la
Universidad de A lcalá estudió lenguas clásicas, francés, italiano y filosofía,
desde 1596 a 1600. Licenciado en Artes, se matriculó en Teología, pero un
incidente no bien conocido le forzó a dejar Alcalá y trasladarse a Valladolid,
donde siguió sus estudios teológicos y de los Santos Padres. L a corte residía
en esta últim a capital desde el año anterior, y Quevedo por mediación de la
duquesa de Lerm a encontró un empleo en palacio. M uy pronto comenzó a
ser conocido como poeta en aquel ambiente de fiestas y actividad literaria;
aparecieron varias composiciones suyas en libros ajenos, y al publicarse en 1605
las Flores de poetas ilustres de Pedro Espinosa, figuraba Quevedo con 18 com­
posiciones, entre ellas su fam osa letrilla “Poderoso caballero — es D on Dine­
ro”. Durante estos años mantuvo correspondencia con el famoso hum anista
Justo Lipsio, trabó am istad con numerosos escritores, Cervantes entre ellos, y
comenzó su enemistad con Góngora.
Quevedo había recibido órdenes meñores con intención de dedicarse al
sacerdocio, pero renunció a este propósito y regresó con la corte a M adrid en
1606. Comienza entonces u n período de gran actividad literaria: aquel mismo
año compuso el prim ero de sus Sueños, el del Juicio final, que dedicó al conde
de L em os; en 1607 escribió el de E l alguacil endemoniado; E l sueño del in­
fierno en 1608 ; E l m undo por de dentro en 1612. Los Sueños no fueron im­
presos, sin embargo, hasta 1627. E n 1610 solicitó permiso para publicar el
primero de ellos, pero la censura del dominico fray Antolín Montojo fue tan
dura, que se negó la autorización. Dos años más tarde Quevedo solicitó nuevo
permiso, y el franciscano fray Antonio de Santo Domingo lo concedió, aunque
exigiendo supresiones y retoques. No obstante, por razones que se desconocen,
la obra no fue publicada hasta 1627, como queda dicho, en que apareció con
todos los Sueños restantes. Entretanto, lo mismo estas obras que otros diversos

Española, X L , 1956, págs. 234-235. James O. Crosby, “N oticias y docum entos de Q uevedo,
1616-1621”, en Hispanófila, 1958, núm . 4, págs. 3-22. D e l m ism o, “N u evos docum entos
para la biografía de Q uevedo, 1617-1621”, en Boletín de la Biblioteca Menéndez y Pelayo,
X X X IV , 1958, págs. 229-261. D e l mismo, “Quevedo and the Court o f P hilip III: neglected
satirical letters and new biographical data”, en PMLA, LX X I, 1956, págs. 1117-1126. M a­
nuel Cardenal, “A lgunos rasgos estéticos y m orales de Q uevedo”, en Revista de Ideas
Estéticas, V , 1947, págs. 31-52. Francisco Ynduráin, El pensamiento dé Quevedo, Zara­
goza, 1954. A m édée M as, La caricature de la femme, du mariage et de l’amour dans
l’oeuvre de Quevedo, Paris, 1957. Aportaciones a la bibliografía de Quevedo. Homenaje
del Instituto Nacional del Libro Español en el III Centenario de su muerte, M adrid, 1945.
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escritos de Quevedo se difundieron en innumerables copias manuscritas, lo que


explica que “de ningún autor español se conserven tantas en nuestras biblio­
tecas”. Aunque por entonces no aparecía colección que no incluyese obra de
Quevedo, casi siempre sin arte ni parte del autor, es preciso llegar a 1620 para
encontrar la primera obra publicada, completa y autorizada por él : el Epítome
a la historia de la vida ejemplar y gloriosa muerte del bienaventurado F. Tho-
más de Villanueva.
Por aquellos años de su estancia en M adrid tuvo lugar el famoso incidente
con el maestro de armas Luis Pacheco de Narváez. Quevedo, que era consu­
mado esgrimador, discutió con el “m aestro” —estando ambos en casa del conde
de M iranda— sobre un género de acometimiento explicado por aquél en uno de
sus libros, y Quevedo le demostró su error quitándole el sombrero de un boto-
nazo. Desde entonces fueron enemigos irreconciliables; Quevedo ridiculizó a
Pacheco en varios de sus libros, y éste le atacó violentamente en el Tribunal
de la justa venganza y denunció a la Inquisición varios de sus escritos. Bastan­
tes años más tarde Pacheco fue encarcelado por haber agraviado a Quevedo en
una “comedia en prosa” ; todo lo cual arroja suficiente luz sobre lo enconado
de su enemistad.
Se ha venido repitiendo hasta fechas recientes que la vida de Quevedo va­
rió repentinamente debido a un lance caballeresco. El día de Jueves Santo de
1611, mientras asistía a los oficios de la iglesia madrileña de San M artín, vio
cómo un caballero abofeteaba a una dama. El escritor, aunque no conocía a
ninguno de los dos, sacó al caballero del templo, lo desafió y lo mató de una
estocada. Tuvo entonces que esconderse por algún tiempo y huir luego a Sici­
lia, donde el duque de Osuna, virrey de la isla a la sazón, lo acogió y retuvo
a su lado. Pero el supuesto lance, que prueba la aureola legendaria que ha
dejado Quevedo tras de sí, ha sido desmentido documentalmente por Gonzá­
lez P alencia2.
L a madre de Quevedo había invertido la casi totalidad de sus bienes en
un censo de la Torre de Juan Abad, pequeña villa de Ciudad Real, pero ésta
no pagaba sus réditos. Para cobrarlos se trasladó Quevedo a la Torre y co­
menzó una larga carrera de pleitos que arrastró toda su vida y aún legó a su
sobrino y heredero Pedro Carrillo y A lderete3.
E n 1610, poco después de regresar de Flandes, don Pedro Téllez Girón, du­
que de Osuna, fue nom brado virrey de Sicilia. Osuna y Quevedo, tempera­

2 Según consta en docum entos publicados por el m encionado investigador, Quevedo


se encontraba en T oledo y en M adrid precisam ente en los días en que se supone sucedido
el lance; no sólo no m archó entonces a Italia, sino que se quedó a vivir en la Torre de
Juan A b ad durante los años 1612 y 1613, V éase A . G onzález Palencia, “Quevedo, plei­
tista y enam orado”, en D e l ‘L azarillo’ a Q uevedo, Madrid, 1946, págs. 257-271.
3 V éase del propio G onzález Palencia y en el mism o libro citado en la nota prece­
dente, “Q uevedo por de dentro” (págs. 273-304), y “Quevedo pleitista” (págs. 305-418),
además del otro trabajo arriba m encionado.
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mentos de excepción, se atrajeron mutuamente, y el duque invitó a Quevedo


a acompañarle, cosa que éste no hizo hasta 1613, después de pasar algún tiem­
po en la Torre con sus pleitos. Así comienza lo que puede calificarse de “etapa
política” de nuestro escritor. Es posible que una de las grandes vetas, al cabo
truncadas, de Quevedo fuese la política; lo cierto es que al lado de Osuna
no fue un mero poeta cortesano, al modo de los innumerables que poblaban la
corte de los magnates y los cantaban, aduladores. Muy al contrario, fue el. bra­
zo derecho del duque, manejó los hilos de la administración, intervino en su
nombre en los complicados manejos de la política italiana, fue enviado a di­
versas comisiones, y al cabo logró en M adrid —con hábil diplomacia y cuan­
tiosos sobornos bien distribuidos en la podrida corte— que Osuna fuese nom­
brado virrey de Nápoles. Quevedo fue entonces el alma —si no el instigador—
de los audaces planes del duque para hundir a Venecia, la gran tramoyista de
toda la política contra España, y levantar en el M editerráneo central el pres­
tigio español, gravemente debilitado. No es lugar éste para tratar tan debatidas
cuestiones históricas; basta decir que Quevedo fue enviado a Venecia por su
señor como agente secreto, y al producirse la famosa “Conjuración”, fingida
o real, Quevedo pudo escapar de la ciudad disfrazado de mendigo, gracias a lo
perfecto de su acento italiano, mientras la policía veneciana asesinaba en la
noche del 19 de mayo de 1618 a todos los enemigos de la Señoría.
E l fracaso de la empresa comprometió la posición del virrey en la corte,
mientras los venecianos difundían arteramente la especie de que Osuna tram aba
el plan de independizarse de España al frente de un poderoso estado italiano.
Quevedo, en nuevo viaje a la corte, no consiguió rehabilitar al duque, las re­
laciones entre ambos se enfriaron, y hubo de regresar definitivamente a M a­
drid. L a persecución contra Osuna, depuesto del virreinato, arreció al adve­
nimiento de Felipe IV y ascenso al poder del conde-duque de Olivares. Osuna
fue encarcelado y Quevedo desterrado a la Torre, cuyo señorío había com­
prado. A l m orir Osuna en la prisión, Quevedo lo defendió gallardamente y de­
dicó cinco magníficos sonetos —entre los que destaca “F altar pudo su patria
al grande Osuna”— al gran político, cuyas ideas y gestión había compartido.
Dueño absoluto del poder el conde-duque, comienza uno de los períodos
en la vida de Quevedo m ás discutido y propicio a encontradas apreciaciones ;
se desconocen además, por falta de documentación suficiente, los móviles y
hasta la realidad de muchos sucesos. Evidentemente Quevedo trató ensegui­
da de ganarse la amistad del nuevo favorito; en 1621, desde su destierro de
la Torre, le envió una elogiosa carta privada, solicitando la libertad —que no
se hizo esperar— y remitiéndole su Política de Dios y gobierno de Cristo ;
siguieron otras cartas, una — de 1624— de particular interés, vuelto ya Que­
vedo a M adrid desde mucho tiempo antes. Este mismo año le dedicó su fa­
mosa Epístola satírica —“No he de callar, por más que con el d ed o ...”— ; en
1627 compuso la comedia Cómo ha de ser el privado, “estupenda pieza adu-
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latoria —dice M arañón— que más valiera a su fama no haber escrito jamás” 4.
Llegó Quevedo a gozar de gran amistad con el valido, y así ya en 1623 inter­
vino, con otros poetas, en los festejos oficiales para solemnizar la estancia en
M adrid del príncipe de Gales (futuro Carlos II Estuardo); en 1624 acompa­
ñó al cortejo real a las costas de Andalucía, llegando a hospedar al monarca
una noche en su casa de la Torre ; y en 1626 acompañó nuevamente al rey en
su viaje a Aragón. P ara complacer al conde-duque (no es muy injusto decir
que a sueldo suyo) y defender su política económica, muy atacada ya por en­
tonces, escribió Quevedo un libelo, El chitón de las Taravillas, publicado en
1630. En 1632 fue nombrado el poeta secretario del rey, título más honorífico
que activo, pues se negó a aceptar más directas responsabilidades. Todavía de
1636 hay indicios de la buena amistad con el valido y del favor real; por
otra parte, entre 1635 y 1639 vivió Quevedo casi seguido en la Torre, entregado
a su tarea literaria y a sus pleitos.
Resulta, pues, difícil de enlazar lo precedente con el repentino cambio de
situación. Estando Quevedo ocasionalmente en M adrid, hospedado en la casa
del duque de Medinaceli, en la noche del 7 de diciembre de 1639 fue detenido
—tan de repente, que ni siquiera le dieron tiempo de vestirse del todo— y,
conducido a León, encerrado en el convento de San Marcos, en oscuro y húme­
do calabozo, donde sufrió graves penalidades y se destruyó su salud en los casi
cinco años que estuvo preso. Y aquí corresponden los discutidos hechos. Se ha
venido diciendo desde los mismos días de Quevedo, y es versión tradicional­
mente aceptada, que el rey encontró debajo de su servilleta el famoso memorial
que comienza “Católica, sacra, real M ajestad...” (otros, en cambio, sostienen
que fue E l Padre Nuestro glosado, “Filipo, que el mundo aclam a...”), y que el
enfado regio decidió la persecución. Quevedo había escrito otras varias compo­
siciones satíricas, que circulaban manuscritas, y en muchas de sus obras de los
años últimos podían espigarse ataques más o menos disimulados contra la polí­
tica del valido.
Según aquella aludida interpretación, que encaja perfectamente con las más
nobles vertientes del gran satírico, Quevedo, ante el creciente desgobierno y
la senda de ineptitudes por que se conducía al país, se había apartado heroica­
mente de su trabajada amistad con Olivares y entregado a la arriesgada tarea
de la oposición ; Quevedo se había convertido en una voz demasiado incómoda
y los versos de la servilleta colmaban la medida. No obstante, la contradictoria
personalidad del poeta —hombre de enconados rencores, de sañudos resenti­
mientos, de grandes pasiones alimentadas precisamente por su propia genia­
lidad, no exento de lunares, por tanto— ha conducido en nuestros días a poner
en entredicho la silueta tradicional del mártir, vejado por la arbitrariedad del

4 Gregorio M arañón, E l conde-duque de O livares (La pasión d e mandar), Madrid,


1936, pág. 123. Cfr.: Raimundo Lida, L etras hispánicas, M éxico, 1958 (contiene un es­
tudio de la com edia de Quevedo).
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conde-duque. M arañón inició este criterio5, compartido luego por otros comen­
taristas ; concretamente se ha puesto en duda la anécdota del “memorial”, que
M arañón califica de “chiquillada” y de “travesura” —im propia de Quevedo,
dice, e innecesaria además—, así como tam bién considera inverosímiles tan
“terribles represalias de la autoridad” ; supone, en cambio, otras razones de
alta política, que, de ser ciertas, no redundarían, al menos por su intención, en
desdoro de Quevedo. Creemos que es en este campo, y con documentos fe­
hacientes, donde debe combatirse la existencia y efectos del “memorial” ; en­
tretanto, las razones que aduce M arañón p ara negarlo nos parecen débiles. La
“travesura” en sí mismo no nos suena como del todo im propia del peregrino
espíritu de Quevedo ; si se dio, no estimamos inverosímil el que una testa coro­
nada, que gobernaba —o desgobernaba— por la gracia de Dios, castigase in­
clemente unos versos insultantes, y más si llovía sobre m ojado; que Quevedo
en sus cartas, desde la prisión, al rey y a su valido, no mencionase la causa
de su encierro, nos parece lógico, pues sus carceleros no precisaban que se les
explicara: lo necio hubiera sido recordarla, sobre todo por tratarse de cosa
que lindaba con lo grotesco.
Es bien posible, en cambio, que el discutido “memorial” no fuese de Que­
vedo ; pero merecía serlo, y al cabo, después de escribir muchos versos de aquel
jaez, quizá vino a pagar por los únicos que no había compuesto. Quevedo re­
pite en sus cartas —sin aludir al asunto, ¿para qué?— que había sido acusado
falsam ente; pero su propia historia hacía verosímil la calumnia. Así lo dice
claramente en carta al conde-duque : “Yo protesto en Dios nuestro Señor, que
en todo lo que de mí se ha dicho no tengo otra culpa sino es haber vivido con
tan poco ejemplo, que pudiesen achacar a mis locuras tantas abominaciones” 6.
A l dedicarle a Don Juan Chumacero, presidente de Castilla, la Vida de San
Pablo que había compuesto en la prisión, afirma: “Escribíla el cuarto año de
mi prisión, para consolar mi cárcel, en que cobré el estipendio de otros pe­
cados” 7.
L o único cierto es que Quevedo no fue sacado de la prisión hasta junio
de 1643, cinco meses después de la caída de Olivares ; Chumacero pidió la
libertad del poeta, pero el m onarca la negó, y el presidente hubo de insistir
hasta vencer la resistencia regia. L a irritación contra el poeta parecía, pues,
cosa más del m onarca que del valido. Quevedo fue libertado sin que nunca se
le hubiese abierto proceso ni tomado declaración alguna; así lo proclama él
mismo en la mencionada dedicatoria de la Vida de San Pablo : “nunca se me
hizo cargo ni tomó confesión, ni después, al tiempo de mi soltura, se halló al-

5 E n la obra m encionada en la nota anterior.


6 Carta C L X X l, “D e Q uevedo al Conde-Duque de Olivares”, fechada en San M arcos
de L eón el 7 de octubre de 1641; en O bras C om pletas d e Q uevedo, edición Astrana M a­
rín (luego citada), P rosa, pág. 1581.
7 E n ídem, id., pág. 1.083.
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guna cosa escrita jurídicamente” 8. M uy quebrantada su salud, Quevedo, des­


pués de pasar unos meses en M adrid, se retiró a la Torre, y luego, buscando un
médico mejor, a Villanueva de los Infantes, a casa del gran hum anista Barto­
lomé Jiménez Patón, donde murió el 8 de septiembre de 1645, tres años antes
de Westfalia.
Quevedo, el sempiterno antifeminista, permaneció soltero casi hasta su ve­
jez. Vivió bastante tiempo amancebado con una mujer llam ada la Ledesma,
de la que tuvo varios hijos de quienes no se tiene noticia9. Quevedo adoraba a
la Mujer, pero le fastidiaban las m ujeres; en lo cual no hay contradicción.
Durante la época de amistad con Olivares, la esposa del valido trató de casar
al poeta, pero éste rehusó el compromiso con una carta muy sabrosa, que con­
firmaba sus opiniones sobre el casorio:

.. .Antes para m i entierro venga el cura


que para desposarme; antes me velen
por vecino a la muerte y sepoltura;
antes con m il esposas m e encarcelen
que aquesa tome, 7 antes que sí diga
la lengua, las palabras se me hielen. . . 10.

Sin embargo, en 1634 —tenía ya, pues, 54 años— cedió a las propuestas de
otro casamentero, el duque de Medinaceli, y contrajo matrimonio con doña
Esperanza de Aragón, señora de Cetina, viuda, entrada en años y con tres
hijos. L a inconsecuencia de Quevedo fue muy breve, porque a los pocos meses,
después de muchos disgustos, se separó de ella, y definitivamente en 1636 n .

L a biografía que acabamos de abocetar permite advertir la complejidad


de este hombre, cima y compendio de su tiempo ; y tan complejos como su vida
fueron su obra y su carácter. Poseyó Quevedo una vastísima cultura, supe­
rada por pocos españoles de su época; dominó con pareja profundidad las
ciencias más dispares, lo mismo religiosas que profanas; hablaba el francés,
el italiano y el portugués como su propio idioma, y dominaba el latín, el grie­
go y el hebreo. Estudiaba y leía con tenaz constancia; su biógrafo Tarsia es­
cribe sobre sus afanes de lector: “Sazonaba su comida, de ordinario muy par­
ca, con aplicación larga y costosa ; para cuyo efecto tenía un estante con dos
tomos, a modo de atril, y en cada uno cabían cuatro libros, que ponía abiertos,
y sin más dificultad que menear el tom o se acercaba el libro que quería, ali­
mentando a un tiempo el entendimiento y el cuerpo...” n . Y luego: “Saliendo

8 ídem , id., pág. 1.084.


9 Cfr.: G onzález Palencia, “Q uevedo por de dentro”, cit., págs. 290-291.
10 Riesgos del matrimonio en los ruines casados, edición Astrana, Verso, pág. 104.
11 C fr.: G onzález Palencia, “Quevedo por de dentro”, cit., págs. 294-296.
12 P ablo A ntonio de Tarsia, Vida de don Francisco de Quevedo y Villegas..., ed. A s­
trana, Verso, pág. 774.
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de la corte para ir a la Torre de Juan Abad, o a otra parte, y en todos los


viajes que se le ofrecieron, llevaba un museo portátil de más de cien tomos de
libros de letra menuda, que cabían todos en unas bisazas, procurando en el
camino y en las paradas lograr el tiempo con la lectura de los más curiosos
y apacibles. Fue tan aficionado a los libros, que apenas salía alguno cuando
luego le com praba...” 13. Tan sólo esta avaricia del minuto puede explicar, en
medio de tantos afanes y andanzas, los conocimientos que llegó a poseer y
que pudiese lograr tan vasta y diversa obra literaria. Porque Quevedo, a tono
con su saber, escribió de todo, aunque más que la pluralidad de temas sorpren­
de la variedad de sus actitudes : junto a la prosa o la poesía más desvergonzada,
al chiste más soez, a la más envenenada alusión, la obra seria y elevada del
moralista, del historiador o del político. Todo, ese hervidero de contrarios se
aglutina —aparte la inconfundible personalidad literaria del escritor, que lue­
go veremos— por la fuerza de su brillante ingenio, siempre vivo y zigzagueante,
y su intención satírica, que no es sino la form a agresiva de un propósito moral :
Quevedo fue el gran satírico de aquel sombrío momento de la decadencia
española; de aquí su gran inclinación a los satíricos de la latinidad, con los
que tiene una larga deuda.
Persuadido de la ruina de su país, zarandeado por todos los vaivenes de la
fortuna, curtido desde niño en todos los enredos y liviandades de la corte, los
días fueron acrecentando sus amarguras y desilusión y aguzando su pesimismo
natural, perfil dominante en todos sus escritos ; el sarcasmo, la burla desgarra­
da con que tantas veces los viste, no es sino la máscara de su cansancio y
desengaño. En la exacta y apretada silueta que Serrano Poncela traza del
gran escritor, alude al profundo influjo de aquella tem prana lección en el mundo
palatino: “Despertáronse en él desde muy pronto, al contacto con tales reali­
dades, ciertas dotes defensivas de sagacidad y malicia. Si algo se percibe, de
inmediato, en la obra quevedina es su absoluta falta de ingenuidad... Sus
obras de mocedad son ya las de un avisado...” 14. Y luego, aludiendo al “hu­
m or negro”, existente ya en sus escritos más tempranos, añade: “especie de
zumba que viene de lejos, desde la infancia desprovista de afectos y generadora
de cierta insensibilidad ante lo tierno y lo sentimental, con su correspondiente
gusto por el im pudor y la obscenidad” 15. L a clara conciencia de su valer y
el choque humano con la turbia grey cortesana tenían que provocarle —y él los
tuvo— “profundos resentimientos vitales” . “De aquí una obra y una conducta
personal en Quevedo cargadas de agresividad, ironía, audacia, resentimiento,
conciencia singular de la persona, escepticismo y, al final, esa actitud desen-

13 ídem , id., pág. 775.


14 “Estratos afectivos en Q uevedo”, en El secreto de M elibea y otros ensayos, Madrid,
1959, págs. 42-43.
15 ídem , id., pág. 46.
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ganada y estoica de quien está de vuelta de tantas cosas deseadas y no con­


seguidas” 16.
Humano, muy humano sin duda, en su íntimo cogollo, Quevedo no lo es ni
en su ademán moral ni en el común tono de su obra ; en lo que viene a encar­
nar el polo opuesto de Cervantes. Quevedo retuerce y estiliza, am ontona m aca­
bras o grotescas ingeniosidades, deforma los rasgos, se estira y contorsiona en
caricaturas, se mueve en cimas o profundidades de hipérbole ; sus figuras —pues
que no puede hablarse de personajes en sus libros— son muñecos desarticula­
dos, fantoches guiñolescos, puras alegorías, abstracciones, caprichosas, siluetas,
agitadas por un huracán de ingenio, siempre a presión. Todo ello compone un
mundo cerebral, rabiosamente literario, deshumanizado, cuya enésima raíz hay
que extraer para llegar a la vulgar realidad, creado con una voluntad de estilo,
que se impone a cada frase con huella inconfundible.
Tocado con su habitual idealización, Tarsia nos ha dejado un retrato de su
biografiado, en el que no pueden faltar los dos conocidos defectos físicos de Que­
vedo: “Fue don Francisco de m ediana estatura, pelo negro y algo encrespa­
do : la frente grande ; sus ojos muy vivos ; pero tan corto de vista, que llevaba
continuamente antojos; la nariz y demás miembros, proporcionados; y de
medio cuerpo arriba fue bien hecho, aunque cojo y lisiado de entrambos pies,
que los tenía torcidos hacia dentro...” 17. Sus numerosos enemigos, según era
costumbre de la época, hicieron burla despiadada de sus defectos corporales:
Góngora le llamaba “pies de cuerno” ; Ruiz de Alarcón, “pata coja”, palabras
que tomó como estribillo de una letrilla de lo más grosero ; Suárez de Figue­
roa, con pintoresco neologismo, “antojicoxo”, agrupó, en solo un vocablo,
doble vejamen. Quevedo, lejos de ocultar sus menguas físicas —aunque no
dejarían de atormentarle— convirtió su cojera y su miopía “en instrumentos
agresivos, y con ello desarrolló en su carácter ciertas modalidades, diríamos
desvergonzadas, si no supiéramos que tras ellas se esconde, muchas veces, un
temperamento sensible y tímido. Fue por tal razón sujeto dado a las querellas
personales y a la exageración del arrojo físico ; violento de carácter sin necesi­
dad, mano pronta y lengua larga, buen espadachín. H e aquí al cojo dirigiendo y
administrando compensatoriamente su cojera... Quevedo se apretó el cinturón
del sentimiento e hizo la higa a sus propios defectos, burlándose de ellos el
primero” 18.

CLASIFICACIÓN DE LA OBRA DE QUEVEDO

L a vasta y polifacética obra de Quevedo necesita de minuciosa división.


Astrana Marín, que ha reunido y editado por vez primera la producción com­

16 Idem, Id., pág. 38.


17 V ida d e don F ran cisco..., cit., pág. 801.
18 Serrano Poncela, E stratos a fe c tiv o s..., cit., pág. 52.
Quevedo 631

dad, y el estilo de sus escritos políticos, morales, doctrinales, debe reflejarla.


Entonces el escritor troquela cada frase, concentrando en ella toda su aten­
ción, como quien trabaja un objeto sagrado. Media un abismo — siendo siem­
pre el mismo Quevedo— entre la prosa aguda, cortante, sugerente, vivaz y
juguetona de los Sueños y del Buscón, y el tono apelmazado, retorcidamente
grave, de muchos de sus últimos escritos. No es justo pensar que aquellas obras
han monopolizado, en la atención común, el nombre de su autor, por sólo sus
gracias y su tema. Creemos que la fama no se equivoca esta vez y que la for­
tuna, que les permite desafiar el tiempo, no cambiaría con ellas de actitud aun­
que sonara nuevamente “la hora de todos”.

LA POESÍA DE QUEVEDO

Los textos. Carácter de su poesía. La producción poética de Quevedo


iguala casi en extensión a su obra en prosa y está a par de ella en im portan­
cia y calidad: Quevedo es uno de los grandes poetas de nuestra literatura y
superior a todos en no pocos aspectos. También, como su prosa, la poesía de
Quevedo se extiende a lo largo de toda su vida de escritor; y, como corres­
ponde a su propio genio, encontramos en ella idénticos contrastes: el Quevedo
grave, doctrinal, poeta religioso, apocalíptico moralista, censor sañudo, incluso
—lo que parece ya más extraño— profundo enamorado, junto al desgarro más
popular, la chocarrería desvergonzada, el procaz insulto, la sátira despiadada,
el chiste escatológico. Según luego veremos, la cronología de la obra poética
de Quevedo es bastante incierta; no obstante, parece que podemos señalar
una diversidad entre su prosa y su poesía. M ientras las “obras de burlas” en
aquélla se localizan casi exclusivamente en sus años de juventud, la poesía
“desgarrada” alterna constantemente con la grave sin conocer límites de tiem­
po. El Quevedo que ya no escribía prosa burlesca o descoyuntada, desahoga­
ba su malhumor, su escéptico desencanto, o hasta sus fobias y rencores, si pen­
samos en el Quevedo menos noble, en poemas cortos como en breves descargas :
indispensables, según afirma Dámaso Alonso, para vaciar en poesía aplebeya­
da su enorme carga de afectividad; poesías que corrían luego en copias m a­
nuscritas, propicias a todas las alteraciones, que huían de la mano del poeta
como pájaros, y que luego han creado tan enormes problemas para ser reco­
gidas y depuradas.
Quevedo no llegó a publicar ninguna edición completa de sus versos, aun­
que parece que en sus años postreros se disponía a prepararla; composiciones
sueltas habían aparecido innumerables en colecciones y en libros de otros
escritores, aunque casi siempre sin la asistencia del autor. Un gran amigo del
poeta, Jusepe Antonio González de Salas, se propuso coleccionar las poesías
de Quevedo, después de muerto éste, utilizando los papeles del propio Queve­
do y copias sueltas que pudo reunir. Su plan consistía en agrupar las com­
posiciones por “M usas”, según los temas a éstas atribuidos ; pero dado el
632 Historia de la literatura española

volumen de lo obtenido, publicó por separado las seis primeras “M usas” con
el nombre de E l Parnaso Español, que vio la luz en 1648. González de Salas
no sólo excluyó las poesías que, por su tono, no le parecían dignas del autor,
sino que corrigió, pulió y atildó de su minerva frases y palabras que, a su jui­
cio, estaban necesitadas “de refingirse a forma nueva”. Así, ofreció una edi­
ción en la que resultaba imposible determinar lo que era de mano de Quevedo
y lo que fue arreglo de Salas. Éste murió sin publicar las “M usas” restantes,
tarea que realizó en 1670 el sobrino y heredero de Quevedo, don Pedro Alde­
rete, bajo el título de Las tres musas últimas castellanas. Alderete, que carecía
por completo de formación y criterio literario, mezcló con las de su tío com­
posiciones de otros autores y alteró las originales.
El poeta no tuvo mejor edición de sus versos (Janer se había limitado a
reproducir los textos de González de Salas y de Alderete) hasta fines del pa­
sado siglo, cuando Menéndez y Pelayo publicó en la Sociedad de Bibliófilos
Andaluces parte de aquéllos, aunque con grandes imperfecciones todavía. As­
trana M arín ha editado la primera colección de las “poesías completas” de
Quevedo tras ingente esfuerzo para lograr los textos más legítimos; pero de­
jaba todavía pendientes problemas cronológicos y atribuciones discutidas, que
la reciente edición de Blecua 106 ha contribuido a esclarecer.
L a división de las poesías seguida por Salas, y que quizá había ideado el
mismo Quevedo, es muy imprecisa, no tanto por la diversidad de atribuciones de
cada musa como por el cruce de géneros y la combinación o lucha de contra­
rios que innumerables composiciones, como propias de Quevedo, ofrecen. A s­
trana adopta la división que dimos en páginas precedentes, pero que ofrece,
a su vez, idénticas dificultades. Así, por ejemplo, en el grupo de los romances,
que el editor reúne aparte por haber sido Quevedo inimitable y fecundo culti­
vador, los hay de todas las especies, y por su carácter y contenido podrían
incluirse en cualquiera de los otros apartados. Con la misma razón podría ha­
cerse uno de sonetos, ya que Quevedo fue un sonetista impar, y en ellos en-

106 José M anuel Blecua, Poesías de Quevedo, Barcelona, 1963, cit. Em ilio Carilla, gran
conocedor de Q uevedo, no cree que las injerencias de G onzález de Salas en las poesías
del gran satírico fuesen tantas ni tan im portantes com o pretende Astrana. Concretamente,
en lo que concierne a las “peculiaridades cultistas” que se observan en bastantes com po­
siciones de Q uevedo, sobre todo de sus últim os años, supone Carilla que n o deben atri­
buirse siempre, necesariamente, a la m ano de su editor; Quevedo — según advierte el
propio Salas— gustaba de volver sobre sus obras para rehacerlas y limarlas, y en sus
años postreros fue permeable a form as gongoristas que antes había com batido; diversas
variantes de una m ism a poesía pueden, pues — concluye Carilla— , mostrar rasgos cultis­
tas que sean de m ano del propio Q uevedo (“Q uevedo y El Parnaso Español”, en Estudios
de Literatura Española, R osario, República Argentina, 1958, pág. 147 y ss.). Cfr.: Benito
Sánchez A lonso, “Las poesías inéditas e inciertas de Q uevedo”, en Revista de la Biblio­
teca, Archivo y Museo del Ayuntamiento de Madrid, IV , 1927, págs. 387-431. Em ilio
O rozco D íaz, “Sonetos inéditos de Q uevedo” , en Boletín de la Universidad de Granada,
X IV , 1942, págs. 3-7. Joseph G. F ucilla, “Intorno ad alcune poesie attribuite a Q uevedo”,
en Quaderni Ibero-Americani, Turin, III, 1957, págs. 364-365.
Quevedo 633

contrariamos desde la sátira más grosera hasta la sutileza amorosa y los altos
consejos morales. Puesto que alguna clasificación es imprescindible adoptar,
puede seguirse la de Astrana, aunque sólo para poner algún orden en la exposi­
ción o, casi mejor, por mera comodidad.
Porque el carácter más notable que la poesía de Quevedo ofrece es el es­
trecho abrazo de las vertientes más contrarias: la invasión del mundo real en
las ficciones ideales, el asalto de la palabra extrapoética a las delicadezas del
petrarquismo, la fusión del plano noble con el plebeyo, la degradación de lo
bello hasta la vulgaridad o, por el contrario, la conversión en poesía de la
realidad más baja. En su penetrante estudio sobre el poeta, Dámaso Alonso
ha definido espléndidamente este carácter: “El alma de Quevedo —dice—
era violenta y apasionada. Transplantada la violencia a su arte, en él se quie­
bran los tabiques de separación de los dos grandes mundos estéticos del Siglo
de Oro, esa polarización a la que caprichosamente he llamado una vez Escila
y Caribdis de la literatura española. Quevedo, para la m irada más exterior,
aparece aún fuertemente dividido por esa doble atracción: mundo suprahuma-
no, mundo infrahumano. Pero, cuando nos acercamos, vemos que en las sacu­
didas de su apasionada alma se quiebran las barreras. Hemos llamado ‘desga­
rrón afectivo’ a esa penetración de temas, de giros sintácticos, de léxico, que
desde el plano plebeyo, conversacional y diario, se deslizan o trasvasan al
plano elevado, de la poesía burlesca a la más alta lírica, del mundo de la
realidad al depurado recinto estético de la tradición renacentista. Sí, ese mundo
apasionado y vulgar es como una inmensa reserva afectiva que lanza emana­
ciones penetrantes hasta la poesía más alta. Lo plebeyo y lo hombre se funden
en Quevedo en una explosión de afectividad, en una llam arada de pasión que
todo lo vivifica, mientras mucho destruye o abrasa (valores sintácticos, léxi­
cos, etc.). Y ese mundo apasionado —que trae la vida— irrumpe ahora victo­
rioso en el recinto convencional de perlas = dientes y oro = cabello. Expre­
sémoslo de otro m odo: en la amargura, en la pasión, en la ira, en el odio,
en el amor, en la ternura, Quevedo es un poeta indivisible que sólo unitaria­
mente puede ser entendido” 107. Casi lo más que puede, pues, intentarse, es
agrupar sus poesías por el predominio de una u otra condición.

Poeta de amor. Aunque el concepto más arraigado sobre Quevedo —y en


m odo alguno injusto— puede sentir asombro ante este hecho, la poesía amo­
rosa representa entre las suyas la porción más nutrida; Quevedo, con su insis­
tente antifeminismo, con sus burlas crueles vertidas en todos los tonos contra
la mujer, es uno de nuestros máximos poetas amorosos ; el mayor lo proclama
Dámaso Alonso : “Estos hombres enteros pueden pensar y sentir el amor, car­
garse de la idea de esta pasión como de un fluido de una intensidad tal,

107 D ám aso A lonso, “El desgarrón afectivo en la poesía de Q uevedo”, cit., págs. 573-
574. Cfr. : Pedro Lain Entralgo, “La vida del hombre en la poesía de Q uevedo”, en
C uadernos H ispanoam ericanos, 1948.

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