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DEL FUEGO

El niño sueña con el fin del mundo


el hombre con la muerte de la madre
-del cielo y de la tierra, de todos los vivientes-
pero tú, allá, en la cima del insomnio
no.

De pie desde el principio del poema


te bañas en el río de la noche
-tu reino de promesas y plegarias-
aleteas o caminas sobre la piel del mar
mientras espesa negrura recubre a lo lejos
el cuerpo siempre hermoso de tus hijos
-y te complaces-
y permaneces
como astuta estatua en vela
por la sonora decapitación
del alba.

Digo tu nombre y el mundo se estremece


soberana del fuego y las naciones
por tu signo la borrasca se prolonga.

El eco de sibila se desdobla


resuena entre las puertas del oído:

“Las hormigas y pájaros horaden blancos muslos


huellen y piquen labios y hombros
oficien el festín en vientres vírgenes.
Que venga la gozosa garra del incendio
y humille a los castos, yertos y justos.
Solo ceniza en silencio persista
solo sea la sombra de hermosos cuerpos
de vuelta a la boca del abismo.
Nadie exista, no más”.

Delirante luz
-furioso fulgor de soles en celo-
se desparrama y arrastra la terrible
lozanía de los durmientes.

Ya nadie detendrá
el curso del tropel de la venganza
-vuelta victoria de la voluntad-
sobre la arena hostil del sueño.

Al fondo de la imagen siempre aguarda


desnuda, oscura, real:
la bella de la zarza nunca duerme.

Ella dice mi nombre y me despierta:


El mundo es bueno: todos nuestros dioses
-ángeles del azar- al fin se han ido.

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