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Título: La novia del dragón

Autor: Margaret South

©2022 Primera edición

Todos los derechos reservados. Se prohibe la copia total o parcial del


presente libro, por cualquier tipo de medios

Diseño de portada: Mónica Araya.

Diagramación: Mónica Araya

ISBN:

Sello: Independently Published

Contenido

SINOPSIS 7

1. PEQUEÑA ISABEL 9

2. PESADILLA 15

3. ES ÉL 19

4. ADOLFO MONDRAGÓN 23

5. NERVIOSA 27

6. INDIFERENCIA 33

7. CONOCIDOS 39

8. REENCUENTRO 45
9. SECRETO 51

10. INMADURA 57

11. OBSESIÓN 63

12. LLÁMAME ISABEL 69

13. PACIENCIA 75

14. MIEDO 81

15. TE CUIDO 87

16. DESESPERADA 93

17. ESTOY AQUÍ 99

18. PASIÓN AMARGA 105

19. EL ADIÓS MÁS CARO 109

20. CRUEL FINAL 115

21. MAL RECUERDO 121

22. ANITA 127

23. OTRA VEZ DE FRENTE 133

24. EMPLEO SECRETO 139

25. AÚN ERES MÍA 145

26. NO QUIERO 151

27. AÚN DUELE 157

28. SEDUCTOR 163


29. RECUERDOS 169

30. CANALLA 175

31. CHICA FÁCIL 181

32. TENTADORA 187

33. FALSA 193

34. SEDUCCIÓN 199

35. NO JUEGUES 205

36. RAMERA 211

37. REPUTACIÓN 217

38. MODELO A LA VISTA 223

39. ME HACES DAÑO 229

40. MIS VERDADES 235

41. NO VUELVO A CAER 241

42. TE AMO, PAPI 247

43. NUNCA SABRÁS 253

44. DE NUEVO JUNTOS 259

45. ADOLFO ENAMORADO 265

46. TRAICIÓN 271

47. LA NOVIA DEL DRAGÓN 275

49. POSESIVO 285


50. GOLPE DE REALIDAD 291

51. PAPARAZZI 297

53. SIN SECRETOS 309

54. LA HIJA DE MIKEL 317

55. ABORTO 323

56. DESCONFIANZA 329

57. ADIÓS CENICIENTA 335

58. GRAVE ERROR 341

59. DE NUEVO SOLA 345

60. DISCUSIÓN 349

61. NO MÁS 355

62. ALGUIEN MÁS 361

63. SECUESTRO 367

64. DESGRACIA 373

65. SENTIMIENTOS ENCONTRADOS 379

66. SOY TUYO 385

67. LA ESPOSA DEL DRAGÓN 391

EPÍLOGO 397

SINOPSIS

Isabel Allen sabía que no debía confiar en los hombres. Mucho menos, en
uno cuyo apellido trajo la desgracia a su hermana.
Adolfo Mondragón era un hombre poderoso y deseado por las mujeres, no
solo por su atractivo físico, sino por su fuerza seductora, la misma que
podría hacerla perder la cabeza si se lo permitía. Y si algo ansiaba Adolfo,

como nunca en su vida, era que Isabel dejara de comportarse como una
virginal jovencita; pues él mejor que nadie la conocía bien.

Años atrás la vio amenazar a su hermano con delatar su irresponsable


paternidad ante la prensa sin importarle dañar la reputación de su madre:
una famosa diseñadora de ropa. Luego lo estafó y desapareció.

Adolfo y su familia querían la custodia de la niña que una vez fue


rechazada por un mal entendido; el problema era que Isabel la tenía y
simplemente se negaba a dársela, tanto o más como entregar su voluntad al
hombre que intentaba seducirla con falsas promesas de amor.

1. PEQUEÑA ISABEL

Mikel De la Plata permaneció en silencio mientras su novia trazaba en un


cuaderno de dibujo los rasgos aún infantiles de Isabel; quien —con más
cariño que paciencia— esperaba ver su rostro plasmado en papel.

—¿Ya Rosie? —inquirió con la barbilla apoyada en el hombro derecho.

—Solo un poco más —respondió la hermana mayor.

—Me duele el cuello —se quejó con voz cansada.

—¡Deja de hacer gestos! —replicó Rosie.

—¡Tengo hambre! —reclamó Isabel, poniéndose de pie tras estar más de


una hora sentada en un banco.

Rosie se le acercó para regresarla a su asiento, tomándola de los hombros


por la espalda.

—Siéntate, por favor. Casi termino.


—Si te quedas quieta, las llevaré a comer y al cine —prometió Mikel, que
había estado observando a las hermanas recostado en el único sofá de la
casa.

Su promesa causó que la adolescente dibujara una enorme sonrisa y sus


ojos brillaran al escucharlo.

—¡Sííí! —exclamó entusiasmada y retomó su lugar.

Isabel es feliz con poco, pensó, mirando la pobreza en la que vivía con su
novia; era una casa humilde, en una zona igual de necesitada. Miró a Rosie.

La chica de cabello castaño y hermoso rostro ovalado le agradeció su gesto.

Rose Allen era distinta a su entorno. No pertenecía a ese ambiente. Era


glamorosa; lo contrario a su hermana menor.

—¿Qué te parece? —inquirió la artista minutos después.

—¿Qué te puedo decir? —respondió dudoso, observando a detalle el dibujo

—. O eres una pésima artista —opinó, sorprendiéndolas— o Isabel es


horrible —agregó, soltando una risotada que causó que la adolescente se
acercara de prisa.

—¡Déjame ver! —Se metió entre ambos y le arrebató el cuaderno.

—¡Mikel, qué grosero! —replicó Rosie tratando de no reírse; era casi


imposible contenerse.

—¡Mentiroso! —Isabel le golpeó el hombro—. ¡Me veo hermosísima!

Mikel frunció el ceño y volvió a mirar el retrato.

—¿Te parece?

—¡Claro que sí! —respondió, mirándose en la obra—. ¿Te parece que


Rosie es fea?
Mikel miró a su novia y sonrió.

—No; ella es perfecta —reconoció viendo el dulce rostro de la chica.

Acarició su mejilla tersa y apartó un mechón de cabello ondulado.

—Somos muy parecidas —replicó la menuda Isabel, cruzando los brazos.

Él no le simpatizaba; sin embargo, era agradable ver feliz a su hermana.

Rosie iba cruzando la calle; Mikel la vio en un restaurante de la zona VIP

de la ciudad y no contuvo el deseo de seguirla para conocerla. Pronto


descubrieron que tenían mucho en común, como su amor por el arte gráfico.

Ella amaba pintar y dibujar. Sin duda, merecía todo lo bueno que la vida
pudiera ofrecerle.

Mikel la sacó de su ensimismado momento.

—Hey, niñita, intenta ponerte bonita; aunque dudo que lo consigas.

Isabel hizo una mueca.

—Eres tan idiota.

—¡Isabel, compórtate! —la reprendió Rosie, apenada. La chiquilla se


arrepintió de tener la boca tan suelta.

—Lo siento, no te alteres —respondió con voz tersa.

No debía alterar a Rosie, ni darle más problemas. Se prometió que en


cuanto terminara el bachillerato empezaría a trabajar. Debía ayudarla con
los gastos.

—Date prisa o te quedas —advirtió Mikel nuevamente.

Isabel lo miró y sus ojos cafés se toparon con los azul cielo del chico. Mikel
vio a la adolescente de cabello rubio oscuro.
—¿Qué? —inquirió.

—¿Recuerdas que vamos al cine? —dijo Rosie—. Ve a cambiarte.

Isabel miró su overol azul de mezclilla y alisó su cabello largo hasta mitad
de la espalda.

—Ya voy; no me tardo —Sonrió, ocultando en ese gesto todo aquello que la
preocupaba desde que tenía memoria.

—¿En qué mundo vives, niña? —cuestionó Mikel abrazando a Rosie—.

Seguro tienes novio y te tiene loquita, porque estás muy distraída.

—¡Claro que no! —replicó tensa—. Tengo cosas más importantes en qué
ocuparme.

Les dio la espalda y lo escuchó reír. Odiaba que se burlara de ella, pero no
le importaba si a cambio de soportarlo su hermana estaba contenta. Ningún
sacrificio por Rosie era demasiado.

—Supongo que ir a preescolar debe tenerte muy ocupada —comentó


sarcástico. Isabel se volvió hacia él.

—Rosie, dile que se calle por favor.

—Ve y quítate esa ropa de electricista —sugirió Rosie, recordando el taller


que eligió como carrera técnica en su escuela.

Isabel obedeció y entró a su habitación. Mikel se sentó en el sofá y Rosie lo


acompañó.

—¿Cuántos años tiene la enojona? ¿Doce?

—Tiene diecisiete.

—No se le nota —dijo Mikel, recordando su rostro casi infantil—. ¿Nació


prematura? —preguntó, provocando una risita de ella.
—No seas malo.

—¿Siempre es tan amarga?

Isabel lo escuchó. No era la primera vez que alguien la calificaba así. No


podía evitarlo, ni terminaba de ocultarlo.

Ya no los oyó hablar; seguramente se estaban besando... o algo más. Se


tomaría su tiempo para arreglarse.

Se paralizó al escuchar un gemido contenido. Era Mikel.

Se le erizó la piel y deseó cubrirse los oídos. Luego vino un gemido


ahogado de Rosie. Se aclaró la garganta y tomó el cepillo. ¿Por qué no se
iban a su recámara? ¿Tenían que hacerlo en la sala?

Comenzó a castigar su alborotada melena con el cepillo y, enseguida, sus


propios lamentos la libraron de la tortura sexual cuando los nudos del
cabello se hicieron presentes. Odiaba todo en su físico, no había nada que le
agradara. Por eso no entendía que tiempo atrás...

Perdió el aliento. No quería recordar absolutamente nada de su corto


pasado. La vida no había sido fácil; ni para Rosie ni para ella. Aún no lo
era; pero ambas se esforzaban en vivir de la mejor manera, sin importar lo
que hubiera sucedido.

Terminó de alistarse. Se maquilló torpemente las pestañas y culminó con un


poco de brillo labial sin color. No era nada vanidosa y reconocía que, a
diferencia de su hermana, ella no nació femenina.

Aspiró profundo y salió de la pequeña recámara haciendo el mayor ruido


posible; no quería llevarse una sorpresa. Se aclaró la garganta antes de
aparecer. Vio a Mikel parado en la ventana y a Rosie sentada. Isabel la notó
agitada; supuso que se debía a lo que había pasado entre ellos.

—Estoy lista.

Rosie se levantó y fue a tomar el brazo de Mikel para salir. Algo más había
ocurrido entre ellos; podía sentir la tensión entre ambos.
Después de ir al cine, decidieron pedir la cena para llevar y regresaron a
casa. Para entonces, la pareja ya había retomado su relación habitual, llena
de mimos y roces.

—Quiero invitarlas a un desfile de modas que se hará en tres semanas —

anunció él.

—¿En tres semanas? ¿Un desfile? —repitió Isabel, confundida. Nadie las
había invitado con tanta anticipación a un evento. Y mucho menos a uno
que sonara tan distinguido.

—Será espectacular —anunció entusiasmado—. Habrá muchísimos


modelos importantes, fotógrafos internacionales, artistas de todos los
ámbitos...

—Suena muy elegante —señaló Rosie con ojos brillantes.

Isabel los ignoró y siguió comiendo esa cosa rara que compraron en un
restaurante hindú.

—Así es, hermosa. De rigurosa etiqueta.

—¿Y eso significa que...? —intervino Isabel levantando el rostro de su


condimentado platillo, presintiendo que no le iba a gustar la respuesta.

—Significa: vestido y tacones —aclaró su duda.

—¡Nooo! —replicó como si la hubiera insultado—. ¡Yo no voy!

Isabel se levantó de la mesa sin dejar de masticar. Mikel se divertía viendo a


la chica reaccionar. ¿En verdad era hermana de Rosie?

—Isabel, nunca he ido a una fiesta glamorosa. —Tocó su brazo mientras le


hablaba con dulzura.

Mikel fue testigo de cómo la adolescente cedía inmediatamente a su deseo.

Esa niña tenía una extraña debilidad por su hermana


—Por favor... —la invitó sutilmente a sentarse e Isabel obedeció como un
dulce cachorro.

—Sabes que no me gusta verme la cara llena de pintura ni el cabello como


siempre me dices que debo usarlo —se lamentó.Rosie le acarició la mano.

—Podría ser la primera y la última vez que te vea así —musitó. Isabel se le
quedó viendo fijamente.

—Sabes que no será así —murmuró seria.

—No sabemos. —La soltó y miró a Mikel—. Por eso hay que vivir la vida
como si fuera el último día —señaló lo más alegre que pudo y se levantó
para quitar los platos.

Repentinamente, se puso pálida; quiso respirar profundo, mas no pudo.

Isabel se levantó aún más pálida que ella y la sentó de nuevo.

—¡Rosie! —exclamó con la garganta apretada.

—¿Qué sucede? —preguntó Mikel asustado.

—¿Dónde está tu bolsa? —indagó la adolescente mirando alrededor.

Corrió al sillón y la tomó; sacó un frasco de pastillas y regresó con su


hermana. De repente la casa le parecía inmensa. Isabel le puso una pastilla
en la boca de Rosie. Mikel estaba paralizado, viendo lo que sucedía.

—Isabel, ¿qué tiene?

—Llévala a su habitación, por favor —le pidió con falsa entereza; sus
manos temblaban y luchaba por controlarse.

La recostó en la cama y, súbitamente, la vieron perder el sentido.

Isabel se acercó angustiada para reanimarla.

—¡Rosie! —Acarició su cara. La joven se veía pálida—. ¡Rosie responde!


—le habló con más fuerza.

Mikel recordó que, horas atrás, se enfadó con ella cuando le dijo que le
costaba respirar. Sin embargo, ahora que Isabel intentaba reanimarla, tuvo
un mal presentimiento.

La chiquilla lo miró con una expresión tan tensa que le erizó la piel.

—Será mejor llevarla al médico.

—¿P... por qué?

—Por favor, no me preguntes ahora.

Cardiomiopatía hipertrófica era el diagnóstico. Una enfermedad con la que


podría vivir, siempre y cuando se mantuviera sin estrés; al menos, hasta que
su cuerpo decidiera lo contrario.

De las dos, Rosie heredó la enfermedad de su padre. Tenían un par de años


sabiéndolo. Ambas estaban seguras de que la situación se pondría cada vez
peor y el ser pobres solo las llenaba de angustia.

Isabel se quedó en el hospital con su hermana hasta que estuvo mejor.

Mikel, simplemente desapareció. Era la historia de siempre, pensó la


adolescente con amargura, sentada en la sala de espera. Los hombres se
acercaban a ella impresionados por su belleza; luego —al saber de su mal
cardíaco— desaparecían sin dejar huella.

El dolor de su hermana era el suyo. Sentía su enfermedad como propia; su


desilusión amorosa era suya también y odiaba a esos hombres que la
ilusionaban. Con una vida así, ¿cómo podía no estar amargada?

Miró hacia la nada y se sintió consumida por la soledad y el desencanto.

Quizás fuera mejor que hiciera la promesa de morir junto con Rosie.

2. PESADILLA
Rosie fingía que no le dolía que Mikel se hubiera desaparecido como todos
los demás, pero el hecho de que se mantuviera en cama durante los

siguientes días decía lo contrario.

Isabel la dejó sola una mañana. Vestía el uniforme escolar cuando salió; en
la mochila llevaba ropa de calle, porque realmente había salido a buscar
empleo.

Fue en vano. Le ofrecían medios turnos por ser estudiante, con una paga
risible; iba a gastar más en transporte de lo que podría ganar. En otros no
tenían seguro social y, en la mayoría, le pedían que llevara un permiso legal
firmado por un adulto, donde autorizara que podía trabajar; no le creían que
tuviera la edad que decía. Una razón más para odiar su físico.

—Si tuvieras una identificación de mayoría de edad, podría hacer que


entraras al almacén donde trabajo —dijo Claudia, una vecina.

—¿En el almacén donde van los más ricos de la ciudad?

Claudia asintió.

—Una blusa cuesta un mes de sueldo.

Isabel recordó que la tienda manejaba la marca de una diseñadora


reconocida, dueña del lugar. Si pudiera vender una sola de aquellas prendas,
podría pagar un día en el hospital más caro de la ciudad; podría buscarle la
mejor atención a su hermana.

Sintió que la observaba mientras caminaban por la acera, afuera del lugar
que podría ser la salvación de Rosie, donde la paga era buena gracias a las
comisiones. Se miró a sí misma.

—Mi ropa es mala, ¿verdad?

—Eso tendría solución. Tu problema no es la ropa, sino la cara.

Isabel se sintió menospreciada. Claudia extendió una mano y le quitó una


migaja de chocolate que tenía en la mejilla.
—No eres fea. —La miró con simpatía al ver su preocupación—. Pareces
una niñita.

Hizo una mueca.

—¿Y si me corto el cabello y me maquillo?

—¿Sabes usar tacones?

La muchacha resopló.

—No muy bien.

—¿Podrías conseguir una identificación falsa?

—¡No!

—Entonces, no hay mucho qué hacer.

Isabel pensó que su única esperanza se desvanecía.

La realidad le mostraba —una vez más— su cara más desagradable. Se


sintió angustiada; entrelazó las manos y siguió caminando detrás de
Claudia. Se negaba a darse por vencida.

—Debe haber alguna manera.

—Lo siento, pequeña. —La secretaria siguió andando.

Estaban frente a los aparadores cuando, de pronto, unos intensos ojos azules
atrajeron la mirada de la adolescente. Se quedó mirándolos hipnotizada;
jamás en su vida había visto algo tan hermoso. El modelo era un hombre de
unos veinticuatro o veinticinco años, de piel muy blanca y cabello castaño.

Claudia se detuvo al notar que ya no la seguía por mirar al modelo.

—Es muy guapo.

—Sí —musitó Isabel con los ojos pegados en él, como si tuviera un imán
—. Parece un ángel... —Recorrió su cara.

—Tú lo has dicho: es como un ángel —susurró Claudia tomándola del


brazo; debía apartarla de esa distracción—. Y está muy lejos de tu alcance.

Isabel la miró y regresó a la realidad.

—No me hago ilusiones; nunca lo voy a conocer.

—Entonces, regresa a tu casa y cuida bien de tu hermana.

Claudia sacó del bolso unos volantes e Isabel se los sostuvo; descubrió que
eran una versión similar a la imagen que acababa de robarle el aliento. Casi
sonríe al mirarlo.

—Ten. —Le ofreció dinero—. Con esto te regresas de inmediato y compras


algo de comida.

Isabel se sintió apenada. Había ido a buscarla tras la hora de su almuerzo


para que le prestara y poder regresar con su hermana, que ya tenía una
semana sin trabajar; la economía era cada día más penosa. Si no fuera por
Claudia y su hermano —ambos vecinos— ya estaría pidiendo limosna. Tal
vez exageraba, pero si no conseguía pronto un trabajo, no sabía qué iba a
hacer.

—Gracias, Claudia; te prometo que en cuanto consiga empleo te pagaré


todo.

—Olvídalo; vete ya.

Sonrió y la abrazó; la secretaria le dio unas palmaditas en la espalda. Se


apartaron e Isabel se retiró de inmediato. En su paso, se topó nuevamente
con esos hermosos ojos de cielo; su corazón latió apresurado y se mojó los
labios.

De repente recibió una llamada telefónica. Era Rosie.

—Hola, hermanita —la saludó fingiendo estar alegre.


—Isabel... —La voz temblorosa de Rosie le erizó la piel—. Estoy muy
mal...

Isabel perdió el aliento y apretó el celular.

—¿Dónde estás? —inquirió, sintiendo el peso del mundo en sus espaldas.

—Acabo de llegar a casa —dijo débilmente; su respiración era pesada—.

Me duele mucho... —Sollozó y dejó escapar un gemido doloroso; de


pronto, Isabel escuchó un golpe ahogado.

—¿Rosie? —inquirió. Un silencio mortal se hizo presente—. ¡Rosie,


contéstame! —Su garganta se cerró.

Miró alrededor y buscó un taxi que la llevara de inmediato a su casa. La


angustia se apoderó de su ser; la cordura la abandonó y siguió insistiendo.

—¡Rosie, háblame, por favor!

¿Cómo era posible que no pasara un taxi?, se preguntó mientras colgaba y


se guardaba el móvil en el bolsillo del pantalón. Sin que se diera cuenta,
Claudia regresó a su lado.

—¡Isabel! ¿Qué pasa? —preguntó nerviosa—. Te oí gritar.

La joven le tomó los brazos desesperada; sus ojos derramaban lágrimas sin
control. Estaba a punto del colapso de solo pensar en su hermana, sin nadie
que la auxiliara, tirada en el suelo, convulsionando.

—Rosie me llamó, dijo que se sentía mal y luego se desmayó —pudo decir
entre sollozos. Claudia se preocupó—; ¡o le dio un infarto! ¡Oh Dios!, ¡que
no le haya pasado nada, por favor!

Claudia la rodeó con los brazos; estaba conmocionada por su dolor. No


sabía qué era peor: si padecer la enfermedad como Rosie o vivir en

constante angustia como Isabel, por no saber si su única familia iba a vivir
en el minuto siguiente.
—Ven, vamos en mi auto.

La muchacha siguió llorando sin parar. Claudia llamó a su hermano y le


pidió que fuera a ver a Rosie. Ambos eran de las mejores personas que
había conocido en su vida; agradeció en silencio el tenerlos cerca.

—Ya fue a verla, tranquilízate; a lo mejor solo fue una descompensación.

Isabel quiso convencerse de ello. Claudia la miró de reojo; marcó a su


trabajo para avisar a su jefe que tenía una emergencia.

Se quedó sola en el hospital luego de que Rosie fuera trasladada de


emergencia con los latidos muy débiles. Claudia quiso quedarse, pero
insistió en que regresara a su trabajo; no quería darle más problemas. Lo
mismo sucedió con su hermano, un chico de aspecto dulce y de baja
estatura. El muchacho se veía cansado, pues trabajaba como electricista en
una compañía que a veces lo contrataba de noche.

—Muchas gracias a los dos; si pasa algo más, yo les aviso.

—Por favor, no dudes en hacerlo.

—Si... —murmuró, conteniéndose.

Y allí estaba una vez más en el hospital, sola, esperando la respuesta del
médico; la misma que ya conocía. Rosie necesitaba estar en completa calma
en espera de un trasplante, que no podían hacer en ese lugar por no contar
con el equipo necesario. Aun así, harían lo posible para estabilizarla y todo
eso costaba. Estaría algunos días —si no es que semanas— internada.

Se sentó en la sala de espera, rodeándose con los brazos. La angustia


regresó con más fuerza y su rostro se desfiguró por el dolor. Se sentía
frustrada. ¿Cómo iba a conseguir tanto dinero?

Recordó las palabras de su borracho padre y se negó a creer que su destino


fuera el que tanto les señalara: que terminarían siendo unas putas.

Se levantó desesperada y miró alrededor. ¿Por qué no llegaba el médico, o


la enfermera, para darle alguna noticia sobre Rosie? Se iba a volver loca. Le
faltaba aire; tenía que salir un momento para despejar la mente. Debía
pensar en algo para resolver la situación.

El clima fresco golpeándole la cara no la despejó mentalmente. Al


contrario, esa frialdad le seguía restregando la maldad que habían tenido
que soportar durante toda su vida; las muchas veces que su hermana debió
irse a trabajar de noche para que, tras la muerte de su miserable padre,
pudieran vivir con dignidad.

Rosie se había esforzado mucho para que no le faltara nada y debía


compensarle tantos sacrificios; más que nada, tanto amor.

Se daría permiso de llorar antes de regresar; tenía que estar desahogada


cuando su hermana despertara. Sollozó con fuerza y las lágrimas que no
tenían fin inundaron sus ojos, mojaron sus mejillas y se dejó llevar, sin
importar que la gente alrededor la mirara.

A nadie le importaba sus razones para soltar ése doloroso sentimiento que
ahogaba su interior; un dolor que era lo más cercano al problema cardíaco
de Rosie. El mismo que tenía que liberar para aparentar fortaleza. A veces
sentía que la iba a superar.

¿Acaso algún día serían felices? Lo único cierto era que, si Rosie no se
recuperaba, su vida no tendría sentido. Tenía que buscar la manera de
ayudarla. Se negaba a aceptar un destino de infelicidad.

Se sentó en una fría banca de cemento y siguió llorando. Esa pesadilla tenía
que terminar.

3. ES ÉL

Se cortó el cabello bajo el hombro, lo onduló un poco y se puso un vestido


largo hasta la rodilla; le siguieron los tacones. Claudia no lucía convencida.

—Me gusta el cuerpo, pero la cara no —señaló Claudia a disgusto—. No


arrugues la nariz. —Vio su expresión molesta—. No eres fea, ya te lo he
dicho. Tienes un rostro de niña que, cualquiera que se fije en ti, se sentirá
como un pedófilo.
La muchacha apretó los labios; la piel se le erizó al pensar en esa situación.

—Tal vez debas recogerlo en una cola de caballo; un chongo, aunque


parezca anticuado. Necesitas agregarte años.

Isabel se paró frente al espejo de su tocador; tomó la cabellera de hilos


delgados y lo recogió en la nuca.

—Tal vez una coleta de viejita, como la señora Crew —mencionó a la


anciana de al lado. Claudia rió.

—Mejor vamos a ponerte unas buenas capas de maquillaje y a hacerte un


chongo.

Cuando la secretaria terminó su labor levantó las cejas.

—¿Ya crecí?

—Mmmh… ya no te ves tan menor.

Con ayuda de su hermano, Claudia le consiguió una identificación falsa.

Usarían el acta de Rosie para que la chica pudiera recibir los beneficios del
seguro social y, con ella como secretaria de recursos humanos del almacén,
Isabel podría entrar a trabajar. Sabía que se estaba arriesgando al cometer
un ilícito, pero fue terrible ver a la chica desesperada por no poder ayudar a
su hermana moribunda.

—Ay, Rosie Allen —dijo Claudia, incrédula al ver a la chica saliendo con
un elegante y ajustado uniforme de falda negra, blusa blanca y tacones

negros muy altos—. Vámonos; hoy es un día muy importante.

La miró interesada. Dejar a su hermana le había preocupado, pero el médico


dijo que estaría bien si se mantenía sin altibajos emocionales.

¿Cuál fue la causa de su mortal malestar?: de nuevo, Mikel De la Plata.


Isabel encontró en su bolso una revista, donde el joven rico estaba con una
rubia a la que calificaban de ser su nueva conquista. ¿Hasta cuándo dejaría
Rosie de sufrir por los hombres? ¿Qué tenían de especial?

Pensó en el volante publicitario del modelo que tenía enmarcado en su


habitación y sonrió. Ese sí era un ejemplar por el cual se podía perder la
cabeza.

Llegó al trabajo con Claudia y allí le explicó en qué consistiría su labor.

Luego la llevó con el encargado del departamento de artículos de belleza y


él le amplió lo que debía saber. Isabel estaba tan ansiosa por salir de las
necesidades económicas que haría lo que fuera. Jamás había sido
vendedora, pero se convertiría en la mejor.

A las pocas semanas empezó a ver la hermosa imagen del modelo en todas
partes. Era la estrella de la diseñadora más reconocida del país, LDP —así
firmaba sobre las exclusivas prendas que diseñaba—. El dueño de los ojos
aguamarina la representaba, dándole un auge extraordinario a la línea
masculina que sacó esa temporada.

—En quince días vendrá a presentar la colección en persona —anunció el


gerente del almacén, causando revuelo entre el personal. Para entonces,
Isabel tenía un par de meses trabajando en el lugar—. Tranquilos —señaló,
tratando de aplacar los gritos, más no el corazón acelerado de la chica que
entrelazó las manos nerviosamente a la altura de los labios y se mordió los
nudillos—. Y no sólo eso... —continuó, también contento—. La señora De
la Plata nos pidió que preparáramos una fiesta de gala ¡para todos ustedes!

—Se escuchó un alboroto mayor, que hizo saltar a Isabel en su lugar,


contagiada por la alegría—. Silencio, déjenme continuar. Está tan contenta
con las altas ventas de este almacén que decidió, además, que será la noche

del lanzamiento; obviamente, estará su modelo principal: Adolfo


Mondragón.

Isabel sintió que flotaba en una nube. Estaría en la fiesta donde el hombre
de sus sueños desfilaría. Sonrió, sintiendo que no cabía tanta felicidad en su
cuerpo. Rió al escuchar a sus compañeras suspirar por él; no sintió celos por
su hombre. Meneó la cabeza. Ni ella se creyó ese pensamiento. Estaba muy
consciente de sus dificultades con el sexo opuesto, aunque Adolfo
Mondragón era el primero que inquietaba sus pensamientos. Era una bonita
fantasía.

Esa noche, recostada en la cama, empezó a contar los días que faltaban para
el gran evento. Miró la foto que tenía de él —ese volante que se había
convertido en su adoración— y se mordió los labios.

—¿Qué haces, Isabel? —preguntó Rosie desde la puerta. Entró para


acercarse; la adolescente se sentó sobre la camita individual y sonrió
ilusionada.

—Solo sueño despierta.

Rosie tomó el marco fotográfico y miró al modelo.

—Es muy guapo.

Isabel se recostó nuevamente; Rosie la imitó y continuaron mirándolo.

—Nunca vi a nadie tan bello.

Rosie la miró de perfil.

—¿Y qué sueñas con él?

Isabel le quitó la foto de las manos y la dejó sobre su pecho.

—Tonterías —declaró—. Imagino que lo conoceré, que se fijará en mí...

Rosie dudó antes de preguntar.

—¿Solo eso? —Sonó traviesa.

—Sí, solo eso —aseguró Isabel, sentándose nuevamente para poner la foto
sobre el mueble al lado de la cabecera.
—¿En tus fantasías no hay besos? ¿Caricias? ¿Algo más intenso?

Isabel se tensó. Se levantó de la cama y se cruzó de brazos.

—¡Claro que no! —Un gesto desganado se dibujó en sus labios.

—¿Nada?

—Sabes que no me gusta hablar de esas cosas.

La hermana se estiró en la cama.

—Deberías intentarlo.

Isabel la miró.

—No quiero; no me interesa.

—Más bien: no sabes. —Se acostó de lado y la miró apoyada en un codo—.

El sexo es...

—¡Basta, Rosie! ¡No quiero saber!

—Ya no eres una niña; es hora de superar la infancia. Las ideas locas que
papá trató de meternos en la cabeza solo fueron creaciones de su mente
alcohólica.

—¡No quiero tener nada con los hombres! —aseguró, soltando los brazos

—. No soy como tú.

Rosie se sentó sobre la cama.

—Claro que no eres como yo. —Se levantó y se le acercó—. Eres una chica
con mucha entereza —añadió, mirándola con amor—. Pero me gustaría
verte feliz, en todo sentido, antes de...
Isabel la abrazó de prisa. Apoyó la barbilla en su hombro y contuvo el
aliento.

—¡No lo digas! No quiero escuchar...

—Es la única verdad en nuestras vidas: la muerte.

—Por favor, déjame soñar.

Rosie la apartó. Le dolió verla sufrir por su causa.

—Deberías buscar tu felicidad.

—Sin ti, no.

Isabel cerró los ojos cuando una caricia rozó sus mejillas.

—Sé feliz, hermanita.

—Ya te dije que...

—Apenas esté mejor, volverás a la escuela.

—Haré lo que quieras, pero no sueñes que me verás babear por un hombre.

—¿No? —Sonrió divertida— Ya lo vi.

Se rió contra su voluntad.

Todo parecía confabularse para que su obsesión por el modelo creciera;


bastaba con mirar en cada rincón del centro comercial para toparse con esos
penetrantes ojos azules, que la seguían a cada paso.

Se sentó a descansar en una banca, frente a un cartel publicitario. En sus


manos tenía un vaso con limonada, del cual bebió, ocultando un suspiro
mientras veía al modelo.

Bajó la mirada cuando sintió deseos. Alucinaba que Adolfo —desde el


cartel— podía percibir su excitación. Enrojeció jugueteando con el vaso
transparente que tenía entre las manos y lo acercó a los labios para sorber
un poco. Sonrió, burlándose de sí misma. Levantó la cara y lo vio una vez
más. Pero me gustas tanto, pensó.

Aún faltaban tres días para que Adolfo llegara al almacén y contaba las
horas. Se conformaría con verlo de lejos, solo un instante; unos minutos,
antes de que desapareciera para siempre de su vida.

Pronto sería su cumpleaños. La llegada del hombre coincidiría con su


mayoría de edad. Qué mejor regalo que ese.

Sonrió emocionada; luego el gesto desapareció. Lástima que no pudo


terminar la escuela. Rosie decía que volvería; pero, honestamente, lo veía
difícil. Debía seguir trabajando hasta que su salud mejorara. No importaba
el tiempo que debiera sacrificarse a sí misma.

Caminaba de regreso a su trabajo, sintiendo el ánimo en descenso. No podía


aceptar que llevaran una vida con tantas necesidades. Se sentía tan gris
como las nubes que empezaban a cubrir el cielo de Austin.

¿Qué iba a hacer con su vida? No trabajaría para siempre con el nombre de
Rosie; quien no se quejaba, aunque seguía teniendo altibajos en la salud.

Llegó a la entrada para clientes del almacén y aligeró el paso, hasta


detenerse frente al aparador donde estaba otra imagen de cuerpo entero del
modelo. Observó su delgada silueta metida en el uniforme. La triste imagen
la llevó al borde de las lágrimas.

Una lágrima rodó por su mejilla. No debía delatar sus sentimientos delante
de nadie, se dijo, limpiando rápidamente la humedad. Aspiró profundo y se

tragó sus sentimientos. Giró a la izquierda para andar el último tramo a la


puerta de empleados y todo su cuerpo se paralizó.

—¡Ya sé que me adelanté! —Lo escuchó decir mientras estacionaba el auto.

Del lujoso deportivo, una esbelta figura de hombre se bajó sin prisa, con el
teléfono pegado a la oreja.
—Mamá, quiero conocer el lugar. Luego descansaré un poco antes de
empezar la campaña aquí.

Isabel se quedó petrificada. ¡Era él! ¡Adolfo Mondragón!

4. ADOLFO MONDRAGÓN

Seguro murió y ese ángel la estaba esperando.

—No mamá, no tengo seguridad; sabes que no me gusta —replicó Adolfo


tratando de ser paciente—. Ah, ya te encargaste…

Echó un vistazo alrededor y descubrió figuras sospechosas rondando.

Seguridad y paparazzis.

Apoyó la mano en el techo del auto y puso la cabeza sobre la misma, a la


vez que escuchaba la voz de la mujer que lo trajo al mundo dándole un
sermón como si fuera un chiquillo.

Isabel aspiró su aroma cuando una brisa sopló en su dirección. Se llevó una
mano al pecho, donde su corazón latió con tanta fuerza que podría salirse de
un momento a otro.

Adolfo pasó el móvil de una mano a otra. Se enderezó para recargarse de


espaldas en el BMW, ignorando a la chica de uniforme que estaba a pocos
metros de distancia, embobada con él.

Ella pasaría forzosamente frente a su amor platónico. Todo su ser se


convirtió en una fuente de fuegos pirotécnicos que amenazaban con estallar
en cualquier instante. Respiró profundamente; debía calmarse. Empezó a

soltar el aire lentamente. La debilidad en sus piernas le anunció que era


imposible estar tranquila, teniendo a Adolfo tan cerca.

—Ánimo, Isabel, ánimo... —susurró—. Tú puedes —agregó.

Notó lo distraído que estaba viendo el cartel con su imagen; decidió


aprovechar el momento para cruzar ante él sin ser vista. Sin embargo, no
pudo evitar mirarlo para asegurarse de que era tan perfecto como siempre
había creído. Recordó haber cerrado un instante los ojos y aspirar su
perfume embriagante.

—Tranquila, mamá... —dijo Adolfo, viendo con desagrado su cara en el


enorme aparador del almacén. Hizo una mueca; odiaba esa etapa de su vida.

Se incorporó repentinamente, dio dos pasos al frente y su cuerpo tropezó


con una mujer de poca estatura que se atravesó. El celular voló por el aire
cuando trató de evitar que ella cayera. La oyó soltar un gemido y, aunque
reaccionó rápido, no pudo evitar que el cuerpo de la chica cayera al piso de
nalgas.

—¡Ay! —se lamentó, doblando las rodillas. No era cierto que tener nalgas
grandes amortiguaba las caídas, pensó, adolorida.

—Lo siento tanto —se disculpó, acuclillado a su lado sin saber cómo
ayudarla. Incluso perdió una zapatilla; la encontró cerca de él y la tomó.

Ignoró que su celular había desaparecido.

Isabel estaba tan centrada en el dolor punzante de su trasero que olvidó por
un instante con quién se encontraba.

—¡Auch! —se quejó, llevándose la mano derecha a la sentadilla.

—Perdóname, no fue mi intención —dijo apenado, viéndola sentarse de


lado para masajearse. Le ofreció su mano para ayudarla a levantarse; luego
vio la falda corta subir, revelando unas hermosas piernas que lo distrajeron
de su buena acción.

Sin pensarlo, Isabel apoyó las manos en su pecho cuando el equilibrio


delató que le faltaba un zapato. Bajó la mirada. Adolfo se inclinó ante ella y
sus ojos recorrieron sus muslos; tenía unas piernas muy lindas. Era
imposible ver su rostro, pues llevaba el rubio cabello suelto, con un
flequillo que ocultaba su cara.
Isabel empezó a temblar cuando le tomó el tobillo con delicadeza y calzó la
zapatilla negra. Su mano era suave y cálida.

—Lo siento... —dijo sin aliento. Entonces sus miradas se encontraron.

—Perdón —musitó él, enderezándose—; fui yo el que no se fijó. —Le


tomó una mano; estaba helada y temblaba. Aun así, se notaba ruborizada.

—Estoy bien. Debo ser más cuidadosa; los tacones no me ayudan mucho —

tartamudeó, insegura de mirarlo.

—Eres pequeña… —Notó que apenas llegaba a su nariz—. Y no, no


ayudan mucho con el equilibrio —dijo sonriendo.

Lo miró apenada y Adolfo borró su sonrisa. Mas no fue su gesto serio el


que lo dejó mudo; fue el hermoso rostro que ella por fin le permitió ver al
quedarse quieta.

Isabel se apartó repentinamente. Vio en el suelo el pequeño monedero, que


había estado apretado en su cintura por no tener un bolso.

—Lo siento —se disculpó, pensando que dijo algo que no le gustó—. Si
dije una tontería, discúlpame. —Notó que tenía unas lindas pecas
adornando su nariz, lo cual le pareció muy bello y tierno.

Los ojos cafés de la chica se centraron en su monedero, que junto con el


celular del hombre estaban bajo el coche.

—No te preocupes, no dijiste nada... —Se apartó de él para agacharse a un


lado de la puerta del carro.

—Si te molesta ser pequeña... —musitó al verla acuclillándose con


dificultad—. Lo siento; no quise decir... —Se oyó tartamudear como un
tonto.

—No es eso. —Isabel se incorporó; con esos tacones no podía agacharse


para tomar su monedero. Pensó en arrodillarse, pero se vería poco decente
levantando el trasero en una posición a gatas. Solo necesitaba su monedero.
Vio al modelo tratando de acercarse de nuevo. Tenía una piel blanca
perfecta y los ojos aún más azules, enmarcados por unas envidiables
pestañas negras.

—Debo volver al trabajo —señaló, pensando quitarse las zapatillas como


último recurso para agacharse. ¡Malditos quince centímetros!

Adolfo descubrió su mirada insistente en dirección a la parte baja de su


coche. Allí estaba su celular y una bolsita de tela café. Se acercó al auto y
se agachó para tomar ambas cosas.

Volvió a tener una magnífica vista de sus muslos. Eran las mejores piernas
que había visto en su vida y el rostro más encantador que había encontrado
en mucho tiempo. Deseó ser atrevido y rozarlas con sus labios hasta subir al
cielo. Resopló, sintiéndose excitado.

—Supongo que es tuyo… —Miró la bolsita que tenía dibujado un cupcake


sonriente. Isabel vio hacia abajo; asintió y tomó el monedero.

—Gracias —dijo en tanto el hombre se incorporaba lentamente,


recorriéndola en su ascenso.

La distancia desapareció; lo tenía demasiado cerca. Estaba muy perturbada


por su presencia. No le iba a decir que no si le pedía que lo acompañara a
tomar algo.

Se humedeció los labios. La llevaría a su cama a la primera señal de interés;


allí descubriría qué tan tímida era realmente. Rogaba que fuera solo una
máscara y que, estando en sus brazos, le diera una grata sorpresa.

—¿Puedo preguntarte algo? —Su voz sonó ronca y seductora. Isabel se


puso dura cuando tocó su antebrazo. Miró su mano, luego a él; abrió la boca
y meneó la cabeza. Adolfo no comprendió su gesto; la soltó para no
incomodarla.

—Adiós —dijo la chica, obligándolo a borrar su encantadora sonrisa.

—¿Adiós? —repitió con el ceño fruncido.


Isabel retrocedió dos pasos antes de darle la espalda. Él miró su trasero y
abrió la boca para respirar.

—¡Por Dios! —Era realmente linda; no podía dejarla ir así. Jamás había
visto a una chica petite que atrajera tan estúpidamente la atención.

En su mundo estaba rodeado de mujeres, tanto o más altas que él, delgadas
como espigas, sin esas formas y curvas tan marcadas, bellísimas y viéndose
siempre perfectas; vestidas a la moda y, en su gran mayoría, buscando su
atención aunque fuera por una noche. Estaba muy consciente de su atractivo
físico y de lo que conseguía con ello.

La alcanzó caminando rápidamente. La joven notó su presencia y clavó la


mirada en el piso. Se rodeó con los brazos; sentía frío por haber olvidado su
abrigo.

—¿Podemos hablar un minuto? —inquirió Adolfo, andando a su lado.

Incluso, empezó a hacerlo de espaldas para seguirla mirando.

Isabel estaba temblando. No quería mirarlo, pero resultaba imposible


ignorarlo. ¡Eso no le estaba pasando! ¡Adolfo no le estaba hablando!, ¡y
mucho menos la seguía! Debía estar soñando. Tenía miedo de despertar y
regresar a su dura realidad.

—No puedo; debí regresar a mi trabajo hace cinco minutos.

Adolfo se rió y detuvo su paso. Sus manos estaban tocándola de nuevo.

—¿Y por cinco minutos vas corriendo? —La soltó. La chica lo miró;
definitivamente estaba soñando.

—Mira, soy solamente una empleada y vivo de mi sueldo; no puedo perder


mi trabajo.

Sabía que no debía distraerse de la razón por la que llegó a trabajar al


almacén. Adolfo Mondragón era un sueño maravilloso y, el que ahora le
dirigiera la palabra —quien sabe por qué extraña razón—, no iba a ser más
fuerte que su deber hacia su hermana. Ese hermoso ejemplar masculino no
la iba a hacer cambiar el rumbo de sus planes para ayudar a Rosie a
sobrevivir. Además, ¿para qué soñar con tener una relación con él? Mejor
que nadie sabía que tenía una razón poderosa que le impedía relacionarse
con quien fuera.

—¿Puedo verte algún día?

Isabel se sorprendió. No estaba soñando, ¡se estaba volviendo loca! Debía


comer más seguido; últimamente había dejado de hacerlo como
acostumbraba. Comer era importante, para no tener esas alucinaciones.

Adolfo la vio levantar una ceja. Se veía pensativa y sospechaba que no lo


estaba admirando precisamente.

—¿Hola? —dijo, observándola fijo.

Isabel despertó de pronto; se reencontró con sus ojos. Lo miró sin parpadear
y se sintió más cohibida. ¿Qué quería de ella? ¿Conocerla? Dudaba mucho
que le pareciera atractiva.

—En verdad lo lamento; debo correr a mi trabajo —acertó a decir—. Adiós.

Adolfo abrió la boca para soltar alguna palabra que la detuviera; la joven
apuró el paso aún más y desapareció rápidamente en la esquina. Se quedó
parado a mitad de la acera. Estaba completamente desconcertado. ¿Qué
pasó?

¿Dónde estaban las mujeres que se desmayaban al verlo? Apenas se


preguntó esto, un grupo de chicas se detuvo cerca. Cuchicheaban entre ellas
y sus enormes sonrisas le anunciaron que lo abordarían. Miró alrededor y
vio otras más. Incluso, del otro lado de la calle apareció un fotógrafo, que
tal vez captó todo el incidente. Recordó que un equipo de seguridad estaba
cerca; le hizo una señal a uno de ellos para que se acercaran al reportero.

No quería escándalos en la prensa.

—¡Maldición! —masculló por lo bajo y sonrió a las chicas que llegaron


hasta él—. Hola —las saludó, fingiendo amabilidad.
Esa noche, Isabel miró la foto de Adolfo. Recordó la manera en que se le
acercó y se estremeció.

—Dios mío, te conocí... —musitó emocionada; asustada por lo que sintió.

Suspiró profundamente y extendió una mano para acariciar el marco


fotográfico—. Buenas noches, Adolfo.

5. NERVIOSA

—¡Feliz cumpleaños a ti, feliz cumpleaños a ti; felices dieciocho, Isabel;


feliz cumpleaños a ti!

La voz de Rosie la despertó y la chica sonrió, sentándose en la cama. Miró


el cupcake de chocolate —que seguro estaba relleno de mermelada de fresa

— y se le hizo agua la boca.

—Gracias, hermanita —dijo. Rosie se acercó con el pastelito, que tenía una
velita encendida.

—Pide un deseo —le propuso. Isabel miró el pequeño fuego; luego a ella.

—Deseo...

—Un deseo para ti, no para mí —la interrumpió, sabiendo que pediría por
ella—. No lo pidas en voz alta. Hazlo para ti; por ti.

Isabel se quedó pensando. A su mente llegó la imagen de Adolfo; suspiró y


sonrió. Sopló la velita y, antes de que pudiera agarrar el cupcake, Rosie se
lo alejó.

—Ah, ah, señorita. Usted no lo va a comer sin haber desayunado.

Isabel miró el cupcake con cara de sufrimiento.

—Pero...
—Es tarde, debes ir a trabajar. Te llevarás el pastelito; pero lo guardarás
hasta que desayunes algo.

—Rosie…

—¡Por Dios Isabel, apúrate! Te haré un tazón de avena y te la llevas en un


vaso térmico. Pero ya levántate y báñate.

Salió corriendo de casa, olvidando el termo con avena. A pocos minutos de


irse, el estómago le reclamó alimento.

Se bajó del camión frente al almacén y se tocó el estómago. Llevaba en un


recipiente desechable el cupcake y lo miró. Debía comerlo para calmar un
poco el hambre.

Abrió la cajita, sacó el pastelito y tiró el empaque; aún tenía quince minutos
antes de entrar. Postre en mano, cruzó la calle de doble sentido y le dio un
gran mordisco, devorando casi la mitad. Parte del relleno se quedó pegado
en su mejilla izquierda.

Adolfo bajó la escalera, hablando por teléfono con el responsable de


vestuario de la pasarela que tenía en puerta. Llegó al primer piso, donde la
entrada aún estaba cerrada al público; se acercó al ventanal.

—Sabes que soy perfeccionista, Michelle; no quiero que ocurra lo de Nueva


York. —Entonces vio a la chica de las hermosas piernas llegando a la acera.

Dejó de hablar; no podía concentrarse en nada más. Ese día llevaba el


cabello recogido en una cola de caballo y el fleco cubría su frente de un
lado a otro. Recorrió su cuerpo; su manera de caminar tenía un imán que lo
atraía poderosamente.

Fue evidente que no podía ver al interior, porque llegó hasta el cristal y
observó con un suspiro el cartel donde él posaba.

Así que no te soy indiferente, pensó al verla suspirar.

La recorrió de pies a cabeza; realmente era preciosa. Lo que no entendía,


era por qué actuó tan extraña el día anterior. Quizás fue demasiado
impetuoso al acercarse y la incomodó. Pero en ese momento sería diferente,
si lograba ocultar cuánto le gustaba.

Idiota, te estás comportando como un principiante —se reclamó—. Como si


fuera la única mujer sobre la faz de la tierra. —Apenas lo pensó, perdió el
aliento—. Oh, Dios, sí lo es... —agregó, excitándose al verla acabarse el
pastelito y chuparse los dedos. Descubrió una mancha de relleno en la
mejilla y su lengua rosada salió para lamerse las comisuras sin conseguir
limpiarse mucho.

Adolfo deseó desaparecer el cristal y limpiarle labios y mejillas con su


lengua; recorrerla de pies a cabeza con su boca.

Isabel se acercó más al cristal, para asegurarse de que su cara estaba limpia.

Se chupó los dedos un poco más, antes de tocarse la mejilla. Palideció al


descubrir que era observada. Se congeló al saber que todo el tiempo la vio
con la cara sucia, chupándose los dedos y lamiéndose como si fuera un
gato.

Adolfo corrió a la puerta para salir y llegar a su lado. La chica trató de


escapar.

—¡Oye, espera! —la llamó.

Ella siguió andando hasta que la alcanzó. Las piernas le temblaban de una
manera que no podía controlar. Él era una aparición divina; quizás por eso
le daba miedo. Sabía que, si hablaban, cuando ya no lo viera sería terrible.

Ese día, Adolfo Mondragón llevaba puesta una chaqueta negra sobre una
camisa del mismo color, lo cual acentuaba la blancura de su piel y el intenso
azul de sus ojos. Isabel se derritió ante su mirada curiosa.

—Hola —la saludó, esbozando una sutil sonrisa; su voz era profunda y
varonil—. Me llamo Adolfo —se presentó, extendiendo la mano. Isabel
dudó en responder—. Lamento haberte incomodado ayer... —señaló, sin
dejar de mirar sus ojos esquivos.
—Yo... No quiero ser grosera, pero... —Miró su mano extendida.

—¿No quieres saludarme?

—No es eso; es que... —Levantó la palma un poco manchada por su saliva


y el chocolate—. Ya sé quién eres... —musitó, elevando la vista hacia el
cartel.

—Menos mal. —Sonrió otra vez y ella trató inútilmente de limpiarse la


mano con los dedos—. Solo es chocolate... —contestó, tomando su nerviosa
extremidad.

Isabel agrandó los ojos sorprendida por su gesto espontáneo; Adolfo sintió
su temblor al percibir su calidez.

—Tranquila, no muerdo —le dijo en tono bajo—. También me encanta el


chocolate.

Adolfo llevó su pequeña mano hasta los labios y la besó con delicadeza. La
joven se quedó quieta un par de segundos; se ruborizó y se apartó rápido. Él
se quedó perplejo.

—Me llamo Isa... ¡Rosie! —se corrigió, tocándose la mano que él había
acariciado con los labios. Adolfo frunció el ceño.

—Y cuéntame, Rosie: ¿por qué huyes?

Isabel abrió los labios; sentía la boca reseca.

—Perdón, no quiero ser grosera —dijo con voz temblorosa—. Es que...me


pongo muy nerviosa y... —Apretó las piernas, atrayendo la atención hacia
esa parte de su cuerpo que el hombre deseaba explorar.

Sonrió malicioso. Nada podía ser más excitante que una inexperta. Lo había
olvidado, después de pasar muchas noches entre las sábanas de tantas
amantes atrevidas.

Supo que la deseaba y decidió ser honesta consigo misma. ¿Le gustaba a
Adolfo Mondragón? ¿Por qué?
—¿Te pongo nerviosa? No lo creo —dijo divertido. Notó que su mejilla aún
tenía restos de crema y sonrió; lucía adorable—. Más bien, te parezco muy
feo.

La chica meneó la cabeza, negando rápidamente.

—¡Oh no! ¡Nunca dije eso! —respondió ingenuamente y deseó devorarla


por ser tan dulce—. Yo... —Se ruborizó al darse cuenta de lo apasionado de
su respuesta—. Debo ir a trabajar. —Evadió su mirada.

—¿Y adónde vas?

Adolfo contuvo el deseo de saltar sobre ella al verla lamerse los labios
nerviosamente.

—Adentro... Se me hace tarde.

—¿Adentro? ¿Dónde?

—A... aquí. —Señaló el almacén.

Se sorprendió. El día anterior no la vio porque, después del primer


encuentro, pasó todo el día en la oficina. Además, no quiso que su presencia

alterara el orden en el trabajo.

—Entonces, ¿estarás en la fiesta?

—No lo sé.

—Todos los empleados están invitados.

—Sí, pero es que hoy...

—¿Saldrás con tu novio?

—¡Claro que no! No tengo novio —respondió, llenándolo de satisfacción

—. Es por mi hermana; ella no es empleada de la tienda y no podrá entrar.


—Invitala; autorizaré su entrada. Las esperaré a la llegada.

Isabel sonrió; por fin se relajó.

—¿En serio?

—Te doy mi palabra. —Recorrió su rostro y, nuevamente, esa manchita de


crema lo atrajo. Levantó una mano; Isabel percibió su intención y tomó su
muñeca para evitar su contacto—. No puedes ir a trabajar con esa carita
manchada —le dijo muy suavemente.

La joven cedió al ver en sus ojos una limpia intención de ayudarla. Adolfo
acarició con el pulgar su mejilla, a la vez que desaparecía la mancha de
dulce.

—¿Ya?

—Ya casi —respondió el modelo, fingiendo que se esforzaba; luego la soltó


a disgusto.

—G... gracias... —murmuró, aturdida por sentirse tan cómoda con su


caricia. Tenía años sin sentir esa calma al estar cerca de un hombre.

Él dio un paso atrás; algo pasaba en esa cabecita, que lo intrigaba.

—Entonces, te espero esta noche —le recordó, sin darse por vencido. Debía
conocerla mejor.

—Sí, aquí estaré.

Adolfo esbozó una leve sonrisa.

—Perfecto.

Isabel sintió mil mariposas revoloteando en su estómago; se tocó la barriga


y sonrió una vez más. El modelo pensó en darle la espalda para marcharse,
pero iba a odiarse si no probaba la tersura de su piel con los labios.

—Nos vemos, Rosie.


Volvió a acercarse y le tomó la mano; ella tragó saliva al verlo inclinarse y
recibir un beso muy cerca de los labios. Cerró los ojos, sintiendo su boca
cerca de la suya.

—Hasta entonces, hermosa —susurró, acariciando su oído con el aliento.

Fue su turno de observarlo irse sin mirar atrás. No podía creer que la
hubiera besado.

Adolfo regresó a la puerta de clientes y, antes de que llegara, un grupo de


chicas y reporteros aparecieron, atrayendo aún más la atención de quienes
pasaban en sus autos. Fue envuelto por un grupo de mujeres que hablaban
al mismo tiempo, que lo tocaban y deseaban fotografiarse con él.

Entre el barullo, volteó a verla, pero no encontró a una chica impresionada


por la fama. Allí estaba ella, con una calma casi de tristeza. ¿Qué pensaba
esa chica? Era un misterio.

—¡Demonios, Adolfo! —dijo de pronto una elegante mujer de cabellera


oscura que salió de la tienda, distrayendo a Isabel de la irrealidad. Estaba

acompañada de varios hombres de negro; parecía una modelo con ropa


ejecutiva. Se veía molesta—. ¡Jamás vuelvas a salir sin seguridad!

La muchacha sintió su mirada azul una vez más, antes de ser llevado al
interior del almacén. De pronto recordó que debía correr a la entrada de
empleados; no debía olvidar lo que era. Muchísimo menos, quién era él.

6. INDIFERENCIA

Mientras trabajaba, se preguntaba si lo que ocurrió esa mañana fue real.

Creyó que vería a Adolfo en la tienda, mas no fue así. Se sintió


desilusionada; sin embargo, no disminuyó lo emocionante que fue tenerlo
frente a ella.

—¿Le pusiste algo al pastelito? —preguntó a su hermana por teléfono


después de almorzar.
—No —contestó divertida—. ¿Por qué lo preguntas?

Isabel miró alrededor, cuidando que su jefe no la viera usar el teléfono para
hacer llamadas personales.

—Es que... —Sonrió, sintiendo una descarga de adrenalina que le subió por
los pies y movió los dedos con ansiedad por la emoción—. ¡Conocí a
Adolfo Mondragón! —susurró sin aliento.

—¿Qué? —replicó su hermana, dejando de pintar un paisaje urbano en una


plaza cercana.

—Fue esta mañana, cuando llegué a trabajar —contó, dando un giro.

Miró el cable del teléfono antiguo —como lo llamó, aunque su jefe insistió
en que era vintage—; se enredó en su cintura. Siguió sonriendo, lo más
discreta que pudo; fingía que era una llamada de atención a clientes.

—¿Y qué pasó?

—Ay, Rosie —murmuró—; es tan guapo… Es increíble lo hermoso que es.

Tiene los ojos más divinos y celestiales que te puedas imaginar; azules muy
muy claros. Y es alto y encantador.

—¿Hablaste con él o lo miraste de lejos?

—¡Sí, hablé con él! —Saltó de alegría.

—¿Y en serio está mejor que en las fotos?

—Mil veces mejor.

—¿Pero qué te dijo? ¿Cómo sucedió?

Se movió de nuevo y el cable siguió enredándose en su cuerpo. Se tocó el


cabello, del que había desaparecido la alisada cola de caballo cuando la liga
se le reventó antes de entrar a trabajar; estaba ondulado y constantemente
trataba de aplacarlo. El clima húmedo no ayudaba, aunque sus compañeras
le habían dicho que se veía sexy.

—Los detalles te los daré después. Ahora solo quiero que sepas que me
pidió que no faltara a la fiesta de esta noche en el almacén.

—¿Te pidió? ¿No me digas que le gustaste?

Isabel frunció el ceño.

—No sé, sólo insistió en que no faltara; pero cuando le dije que no iría
porque tú no podrías entrar por no ser empleada, me aseguró que él mismo
estaría esperándonos en la puerta para que asistas al evento.

—¡¿En serio?! —exclamó emocionada—. ¡Dios, siempre he querido ir a un


desfile! ¡Apenas nos dará tiempo de buscar algo qué ponernos!

—Busca algo para mí; ya sabes que no sé vestirme —le pidió, recordando
su poco sentido de la moda. Bajó la vista y se vio hecha un nudo con el
aparato antiguo.

—Déjalo en mis manos.

—Ahora voy a colgar; estoy usando un teléfono del trabajo. —Bajó la voz;
luego se recargó en el mueble.

—Te prometo que te verás como nunca.

—Nada escotado ni corto. Quiero verme fabulosa para impresionarlo —

bromeó, contoneándose en esa posición.

No sospechaba que, detrás de ella —en el mismo mostrador con forma de


isla—, su cuerpo era observado por un hombre que también se había
recargado a disfrutar de la vista.

Adolfo sonrió, apoyando la barbilla en un puño; ya no le quedaba la menor


duda de que le gustaba. Sin embargo, no significaba que fuera una
conquista fácil. Aun así, disfrutaría lo que durara. A nadie le caían mal unos
cuantos besos ingenuos.

Dudaba que consiguiera más en tan poco tiempo. Tal vez con ella viviría
por primera vez lo que nunca tuvo, por estar siempre rodeado de reflectores.

No sabía con exactitud, pero iba a ser muy excitante. Miró su redondo
trasero y sus muslos. Contuvo el aliento.

—¿Quién es ella? —preguntó Paula Simpson al gerente del almacén.

—Es Rose Allen —respondió el hombre a la bellísima morena de un metro


setenta, vestida con una falda recta larga hasta la rodilla y blusa de seda gris

—, una de nuestras mejores vendedoras.

—¿Cuántos años tiene? —inquirió, viéndola tratar inútilmente de salirse de


un enredoso cable ondulado.

—Desconozco el dato.

—Ya tiene rato pegada al teléfono. Me da la impresión de que no está


negociando, precisamente. —Miró seria al gerente.

—No sería bueno llamarle la atención delante de Adolfo —contestó el


hombre de traje gris—. Se ve muy complacido con el desempeño de la
chica.

Paula apretó la mandíbula. Adolfo estaba muy atento a los movimientos de


la muchacha. Lo conocía mejor que nadie; era su asistente desde hacía tres
años. Conocía sus debilidades y, esa criatura sin la menor pinta de
sofisticación, no era lo que acostumbraba a usar para sus placeres
personales.

—Ya veremos qué tanto —señaló, retirándose a disgusto a ver otra área de
la tienda.

—Salgo a las siete. Te llevaré ese broche para el cabello que tanto quieres.
—No, Isabel; tú eres la del cumpleaños.

—Nada; ya lo decidí —insistió con firmeza—. Eres mi hermana y voy a


cuidarte y mimarte ahora que puedo. Cuando consigas empleo me
comprarás un buen regalo de cumpleaños. Aunque estoy contenta con el
pastelito de esta mañana.

Sonrió y jugueteó con el cable. Recordó el sabor a chocolate y se le hizo


agua la boca; se humedeció los labios y suspiró.

—Te lo comiste temprano, ¿verdad?

—Es que tenía mucha hambre. Aún tengo hambre —se tocó la barriga y
trató de dar un giro para salir de su embrollo; terminó dándolo en sentido
contrario—. ¡Diablos! ¿Ahora cómo salgo de este nudo? —Jaloneó el cable.

—Puedo ayudarte con eso —comentó Adolfo, enderezándose para ir en su


auxilio.

Isabel saltó. Lo miró con ojos enormes y la boca abierta. No tenía excusa;
con el cable enredado no podía escapar de su presencia. Seguramente se
veía muy estúpida por haberse metido en ese lío tan infantil. Con razón

desaparecieron esa clase de aparatos, eran una molestia. Tal vez en la tienda
lo tenían para atrapar a empleadas bobas como ella.

—Adolfo... —musitó, alejando un poco la bocina de su oreja.

—¿Allí está? —inquirió Rosie.

—S... sí; te veo en la noche. —Colgó, sabiéndose observada por él. Se veía
divertido; sus ojos brillaban.

—Entonces, ¿te ayudo a salir de allí?

Miró su cintura enredada y él se acercó. Él encontró en esa situación el


pretexto ideal para estar a pocos centímetros, una vez más.

—Hola, Rosie —saludó, analizando su situación.


—Hola, Adolfo —musitó apenada.

—Date la vuelta y podré ver qué tan grave es tu problema —le pidió con
voz ronca.

Isabel se tensó al sentirlo tan cerca. Aun así, obedeció y sintió su cuerpo
atrapado contra el mostrador. Había una sensación de intimidad. Su mente
la puso en alerta; eso le ocurría cada vez que un miembro de su sexo se
acercaba.

Le quitó la bocina y comenzó a pasarla alrededor de su cuerpo; la rodeó con


ambos brazos, envolviéndola. Isabel casi no podía respirar. Sintió su vientre
en el trasero, rozándola. Estaba duro; excitado.

Se apartó y la volteó hacia él. La joven comenzó a temblar y la piel se le


puso de gallina. ¡Le gustaba a Adolfo! ¡Se sentía atraído; lo excitaba!

¡Adolfo quería sexo con ella!, se dijo. Su cuerpo no mentía.

Su aroma la hizo cerrar los ojos un segundo y una imagen desconcertante la


regresó a la realidad de manera violenta. Su cuerpo pasó de la dolorosa
tensión que tenía en las quijadas a temblar casi sin control. Empezó a sentir

que le faltaba el aire. Estaba atrapada. Tenía que escapar. Tenía que irse.

Cuanto antes desapareciera de su vista, mejor.

—Listo —musitó el modelo tras conseguir su logro, después de un sutil giro


final.

Isabel escapó de su encierro apenas se sintió liberada. Adolfo la recorrió


con discreción; al menos, eso creyó. La hermosa chica lo miró con la
respiración entrecortada. ¿Estaba excitada? Su pecho subía y bajaba
rápidamente. Sin embargo, también se veía pálida. No recordaba ese efecto
en las chicas.

—Gracias —murmuró ella con la garganta apretada.

—¿Estás bien? —Notó sus labios inquietos. Asintió nerviosa.


—Sí... No... ¡Sí!

—Rosie... —Dio un paso hacia ella, quien retrocedió hasta topar con el
mostrador de cristal que estaba a sus espaldas; el mismo donde estuvo
recargado. Se tocó nerviosamente el cabello y lo miró seria.

—Debo ir a trabajar — señaló con rapidez.

—Rosie, ¿qué pasa? ¿Hice algo que te molestó?

La chica recorrió velozmente su bella presencia y sus ojos se humedecieron.

—No, tú no has hecho nada... —Su voz se quebró—. Soy yo la que... —

Meneó la cabeza—. Lo siento; me voy a trabajar.

—Rosie...

—Perdón, no puedo con esto. Adiós.

Adolfo estaba desconcertado; esa chica en verdad era fuera de lo común.

Siempre conseguía intrigarlo y hacerlo dudar de su capacidad de conquista.

No podía estar perdiendo atractivo. ¡Apenas tenía veinticinco años!

Paula Simpson vio con agrado que la chica se retiraba, llorando.

Seguramente Adolfo le llamó la atención. Se sintió tranquila, pues hubo un


momento en que llegó a pensar que podría estar interesado en ella. Qué
tontería.

Esa noche, Isabel lloraba tirada en su cama; se preguntaba si algún día


dejaría de sentir miedo. Rosie estaba a su lado, sin saber cómo hacerla
entrar en razón.

—Sentí pánico —confesó Isabel, sentándose. Aún llevaba puesto el


uniforme del trabajo; se quitó los tacones enojada y los lanzó lejos—. ¡Creí
que lo había superado!
—¿Adolfo te hizo algo? ¿Se propasó contigo?

—¡Nooo! —gimió—. Me enredé con el cable del teléfono y se acercó a


ayudarme. Pude sentir que estaba... excitado... De pronto cerré los ojos y
me acordé de Cristian. Me sentí tan mal... Creí que me desmayaría por el
miedo. ¡Odio sentir miedo!

Empezó a llorar con dolor. Rosie le acarició una mano.

—Adolfo y Cristian no se parecen en nada —intentó consolarla—. Ni


físicamente ni como personas.

—¿Cómo puedes decir eso? ¡No lo conocemos!

—No, pero...

—¡Es un hombre!, ¡y vi sus intenciones! ¡Sus ojos estaban sobre mí! ¡No
soy estúpida!

Se levantó de la cama y se rodeó con los brazos. Lloraba, a la vez que sentía
rabia.

—Isabel... —Se levantó con ella.

—Cristian parecía quererme y luego… ¡ya sabes lo que me hizo! —sollozó


con la voz quebrada—. ¡Maldito cerdo asqueroso!

—Isabel… —Le dolió saber que su pequeña hermana aún padecía lo


sucedido.

—¡No quiero que ningún hombre me mire! No quiero que se me acerque


nadie; ni que vuelvan a tocarme así. ¡No quiero!

Rosie se acercó y la abrazó.

—¡Claro que no! —La consoló, apoyando su cabeza en el hombro—. Jamás


permitiré que nadie te lastime. Y por Adolfo no te preocupes; después del
desfile, se irá.
Cuando el reloj marcó las once, supo que no llegaría. No sabía si enfadarse
o verlo como una experiencia que debía enseñarle que siempre iba a haber
una mujer que no se derretiría ante su encanto. Para Rosie, no era el hombre
de sus sueños.

Días después se toparon en el almacén y ella fingió no verlo. Para entonces


estaba tan metido en la promoción de la colección masculina que decidió
ignorarla también. Había más mujeres en el mundo.

7. CONOCIDOS

Al año siguiente...

Con la entrada del verano la salud de Rosie era inmejorable. Trabajaba


haciendo retratos rápidos y caricaturas de la gente en un centro comercial, a
pocas cuadras de donde Isabel aún trabajaba. Cuando salía temprano del
almacén, la alcanzaba para comer o volver juntas a casa.

Ese sábado al mediodía, Isabel aminoró la rapidez de su paso cuando vio


una multitud arremolinada en el centro de la plaza.

—Señoritas, dejen trabajar —pidió un guardaespaldas bien vestido.

—¡Adolfo! —gritó una histérica adolescente, que inició un barullo hiriente


a los oídos.

El corazón de Isabel se detuvo un instante; sintió el impulso de observar


más allá de la multitud y comenzó a dar saltitos detrás de ellas para alcanzar
a ver.

—¿Qué sucede? —preguntó a una pelirroja.

Quizás no se trataba del mismo hombre, sino de algún artista nuevo.

Además, ya habían pasado ocho meses desde que lo vio por última vez.

—Es una sesión fotográfica —contestó muy emocionada—. Y allí está él.

—Casi llora al decirlo.


Isabel miró en dirección a donde señaló y se quedó boquiabierta.

—¡Es divino! —gritó de repente otra chica, casi en su oído.

Se estremeció, volviendo la mirada al gigantesco póster publicitario. Su


aspecto, que antes era pulido, ahora lucía salvaje y sensual; el cabello
estaba más largo y tenía una barba incipiente que realzaba aún más sus
azules ojos seductores.

Entendió por qué estaban tan hormonales y descontroladas: ese hombre era
la expresión más clara de la sensualidad masculina.

—¡Isabel! —exclamó una voz conocida cuando apenas había avanzado


unos pasos entre la multitud; miró hacia atrás y vio a su hermana, que
sonreía demasiado. Fue hasta ella y Rosie le tomó una mano para apartarla
de la gente.

—¡Qué bueno que llegaste!

—¿Qué sucede?

—Sé que vas a querer ahorcarme por esto, pero... —Se mordió los labios—.

¡Me reconcilié con Mikel! —exclamó jubilosa.

—¡¿Cómo?!

—¡Sí! —La llevó a sentarse en una banca—. Fue tan tierno… —dijo
emocionada mientras Isabel sentía que se apagaba por dentro—. Apenas me
vio, se acercó a saludarme y me explicó por qué ya no regresó después de
dejarnos en el hospital —agregó ilusionada ante la mirada llena de dudas de
la menor—. Estoy segura de que me ama —remató, dándole el tiro de
gracia.

—Tú lo amas; él... quién sabe.

—Isabel, no seas negativa.


—No lo soy, solo digo lo que veo. Y algo que tengo bien claro, es que no
puedo creer en él porque hizo lo que otros: te enfermaste y desapareció.

—Pero ahora sabe perfectamente lo que tengo y regresó.

Isabel resopló, tratando de ser paciente.

—Y nada de lo que te diga va a hacer que cambies de opinión.

—Ya me conoces...

—No quiero verte sufrir.

—No va a ser así —dijo Rosie segura y la chica de rubia cabellera sintió
que la piel de los brazos se le erizó, como si tuviera un mal presentimiento

—. Sabes que lo amo —murmuró, buscando su comprensión—. Además,


ambas sabemos que aunque me he sentido mejor, no está muy distante el
día en que... —Calló, tocándose el pecho en su lado izquierdo.

Isabel sintió un golpe bajo con esas palabras. ¿Por qué la chantajeaba de esa
manera?

—Basta —pidió con la voz apagada —. Está bien; haz lo que quieras. Yo
intentaré ser feliz viéndote feliz. Pero si ese desgraciado te hace sufrir, ¡te
juro que le voy a romper la cara de imbécil que tiene!

Rosie levantó las cejas; luego rió.

—No lo dudo. Será mejor que busques novio para que te relajes. —Se
pausó al ver la mueca en sus labios—. ¿No crees que debas darte una
oportunidad para dejar atrás tu miedo? Ya es hora de que experimentes el
amor.

—No me interesa el amor. No en el sentido en que lo dices.

Rosie se preguntó qué tendría que suceder para que su pequeña y orgullosa
hermana dejara de lado su armadura. Se necesitaría un hombre muy
insistente para despojarla del miedo.
Recordó que Adolfo estuvo allí minutos atrás; que se retiró cuando ella
llegó, dejando un mar de admiradoras frustradas por no poder tocarlo.

Oportunidad que Isabel tuvo a manos llenas y la rechazó. Dudó que se le


volviera a presentar la ocasión. Habría sido una buena opción para salir de
apuros económicos.

—Insistiré en que te des una oportunidad. No por libertinaje, sino por salud
mental.

La joven jugó con los labios; odiaba que tocara ese tema, tanto como el de
su salud. Finalmente resopló y escuchó el bullicio femenino cada vez más
fuerte.

—Muy bien; te prometo que si Adolfo Mondragón se me vuelve a aparecer


con aquellas intenciones poco decentes que tuvo conmigo y me pide sexo
loco y desenfrenado, aceptaré su oferta.

—Eres tan mala tratando de ser sensual…

Isabel se rió suavemente.

—¿Lo ves? No sirvo para eso.

Adolfo apenas pudo escapar del mar de mujeres que se deshacían por
tocarlo, saludarlo, y hasta besarlo. Había seis guardias rodeándolo a él y a
su fotógrafo; sin embargo, ellas se las arreglaban para meter las manos y
rozarlo.

—¿Vas a ir al cóctel? —inquirió Mikel, caminando muy cerca de él.

—No, prefiero descansar.

—Va a haber muchas chicas hermosas. Ve y luego te vas a tu departamento


acompañado.

—Estoy harto de las modelos y nenas de papi.

Mikel sonrió malicioso.


—Invité a una exnovia; llevará a su hermana. Es algo bruta, pero quizás
solo le falta cariño.

—Una exnovia bruta… No me extraña de ti; tienes gustos muy idiotas.

—Hablo de su hermanita. Es muy joven; podrías cumplir una fantasía


sexual muy pervertida con ella. —Sonrió malicioso y Adolfo lo miró con
reproche.

—Eres un imbécil. No sé cómo puedes ser tan buen fotógrafo.

—Vamos, así me ayudas a quitarme a la hermana de encima; de otra


manera, no se irá conmigo por causa de la chiquilla.

Adolfo negó con la cabeza.

—Solo lleva a la ex y a su hermana a la fiesta, y allá te le pierdes.

—No conoces a esta chica. Es linda, muy diferente a lo que conoces; te lo


juro.

Adolfo resopló y, en ese instante, sintió un pinchazo en el trasero que lo


hizo quejarse.

—¡Chicas! —intervino Mikel, buscando inútilmente a la culpable —. ¡Vive


de su cuerpo, no lo maltraten!

Adolfo se masajeó, mirándolo con reproche. Eso sonó denigrante.

Isabel llegó a rastras a la fiesta esa noche. En realidad solo llegaron a la


acera frente a la elegante casona, donde modelos, empresarios y
diseñadores festejaban el éxito de la nueva campaña. Llevaba tacones altos

—que, según Rosie, mejoraban su postura— y un vestido rojo sin mangas


que resultaba incómodo al mostrar sus piernas hasta los muslos.

En los últimos meses había descubierto que era atractiva para los hombres;
sin embargo, seguía en su postura de evitarlos. Reconocía, sólo para sí
misma, que se quedó con la curiosidad de saber qué habría pasado si
hubiera sentido menos miedo ante la cercanía de Adolfo.

Suspiró viendo los lujosos autos que arribaban a la mansión. Muchos


personajes bien vestidos y desconocidos para ella. Rosie estaba radiante y
solo por eso se animaba a seguir.

—¿Estás segura de que podemos entrar sin dificultad? —inquirió Isabel,


apartando un mechón de cabello suelto de su rostro. Había demasiada
vigilancia, tanto en la puerta como en la calle.

—¡Claro que sí! —aseveró la mayor—. Mikel De la Plata es mi novio —

señaló Rosie al guardia, sin que este se inmutara por sus palabras. —.

Llámelo, él le confirmará mi invitación.

Isabel miró ansiosa hacia la calle, donde las luces de un auto la


encandilaron. Tomó del brazo a la hermana, pues estaban a mitad de la
entrada cuando la desesperación se apoderó de ella.

Suspiró, armándose de valor para lo que le diría.

—Vámonos Rosie —le pidió con voz temblorosa. Hacía frío.

—¡No; Mikel quedó en esperarme!

El auto entró e Isabel se fue a sentar en una de las aceras; no le importaba el


glamour. Se rodeó las rodillas con los brazos y apoyó la mejilla en ellas.

Pasó media hora y no dudó que fueran casi las once. Cerró los ojos; al otro
día debería levantarse temprano para ir a trabajar.

Se puso de pie y regresó con Rosie. Aspiró profundamente, escuchando la


voz insistente y ansiosa de su hermana.

De repente, un auto tocó el claxon muy cerca de ella, que no se fijó al


cruzar hacia el guardia que seguía hablando con su hermana.
—¡Oye, sube a la banqueta! —le gritó un hombre metido en un Ferrari
plateado. Isabel se protegió los ojos, poniendo la mano sobre la frente
cuando las luces la dejaron sin visión clara.

El guardia se acercó al lujoso coche y sonrió.

—Señor Mondragón...

—Por favor, despeje la entrada. —Su voz sonó molesta.

Isabel creyó reconocer ese timbre. El guardia mencionó su apellido. ¿Sería


él? Bajó el brazo y buscó su rostro en la oscuridad. Las luces en el interior
del auto se activaron cuando tomó un papel que le dio el de seguridad. La
chica se quedó impactada. ¡Era Adolfo!

El modelo levantó la mirada y se encontró con la de ella. Por unos


segundos, se observaron fijamente. Pareció identificarla, mas no demostró
emoción.

Isabel sintió ese revuelo de emociones en el estómago; su atractiva


presencia tenía la facultad de poner sus nervios a flor de piel. Se subió a la

banqueta y el Ferrari pudo entrar. Ella se llevó una mano al pecho; su


corazón latía desbocado.

Rosie insistió una vez más; hasta que, llorando, regresó a su lado y se echó
en sus brazos.

—Debiste decirle que nos esperara en la puerta. —La abrazó y miró a todos
lados; sus ojos buscaron inevitablemente al modelo. Lo vio bajar del
automóvil a unos quince metros de la entrada.

—Le marqué y no me contestó —sollozó Rosie, angustiada.

Isabel se mordió los labios. Adolfo sonreía, siendo fotografiado en la


entrada. Algunas chicas se le acercaban y se tomaban fotos con él,
abrazándolo e —incluso— murmurando en su oído.

De pronto, una idea cruzó por la cabeza de la chica de dieciocho años.


—Ahora vuelvo —musitó, apartando a su hermana.

Fue hasta el barandal de la entrada y se aferró a los barrotes; sabía que los
guardias estaban atentos.

—Demonios... —murmuró para sí misma antes de empezar a gritar a todo


pulmón—. ¡Adolfo, Adolfo!

Rosie no podía creerlo; Isabel gritaba ante las amenazantes miradas de los
gigantes de seguridad. Los vio murmurar en los radios de comunicación y
se aferró más a los barrotes de la reja, para insistir en gritar hasta que captó
su atención. Para entonces, le dolía mucho la garganta.

Rogó al cielo para que en verdad la hubiera escuchado. Se desalentó cuando


lo vio acercarse a un guardia. Seguramente sabía quién era y la iba a echar.

No perdonó lo que le hizo meses atrás.

Sin embargo, al mirar a los de seguridad, notó que ellos dejaron de


preocuparse por su presencia. En un par de eternos minutos, el bellísimo

hombre de sus sueños se acercó a la reja. Un guardia le abrió la puerta con


respeto.

Isabel se echó a temblar al ver a su dios de la perfección caminar hacia ella;


las manos delataron un funesto y próximo ataque de nervios. Se sintió
avergonzada por lo que hizo, mas no tanto por lo que aún le faltaba hacer.

Lo vio meterse las manos en los bolsillos del pantalón gris del traje. Su
mirada altiva la hizo tragar saliva; la poca que le quedaba.

A espaldas del modelo estaba el guardia con el que Rosie insistiera,


mirándola con desconfianza; como si una chiquilla de complexión tan
pequeña pudiera hacerle daño al alto y molesto Adolfo Mondragón.

Mondragón sonaba a mi dragón. Y eso parecía al mirarla. Sentía el fuego de


su mirada recorriendo con intensidad su figura. Sin embargo, esa vez era
fría, indiferente.
—Mira a quién tenemos aquí... —La observó de cerca—. La señorita
modestia.

8. REENCUENTRO

—¿Se le ofrece algo a la señorita? —inquirió con un frío hiriente. Vaya que
era un hombre orgulloso, pensó Isabel.

Estuvo a punto de desistir, pero al mirar de reojo a su hermana, recordó que


no se trataba de ella. Se tragó su orgullo, sabiendo que era la única
esperanza de Rosie; no iba a romper su corazón. Se estremeció y se rascó
nerviosa el cuello cuando una suave brisa meció su cabello ondulado.

—Sí —respondió con inseguridad a su pregunta.

—¿Qué? —Adolfo se llevó un dedo al lóbulo.

Isabel se le acercó un poco.

—¡Que sí!

—¿Sí… qué? —insistió en hostigarla; sabía que estaba padeciendo y lo


estaba disfrutando—. No te escucho. —Se acercó hasta casi rozarla.

—Necesito tu ayuda —murmuró casi en su oído, donde su aroma la


derritió. El calor que emitía su cuerpo era inquietante.

—Creí que hablabas más fuerte —comentó, ruborizándola—. Pero como no


es así; es una pena... —Se encogió de hombros y le dio la espalda.

—¡Adolfo, por favor! —Tomó su brazo efusivamente y, de la misma


manera, el modelo tomó sus hombros y la atrajo, hasta convertirla en uno
con él—. ¿Qué... qué haces? —inquirió sorprendida, mientras su cintura era
rodeada por sus brazos.

Adolfo miró su boca y se humedeció los labios. Se inclinó hacia ella y


buscó su calidez. Ella gimió, poniendo las manos en su pecho, palpando la
dureza de sus músculos bajo la camisa de seda. Su primer impulso fue
empujarlo.
La apretó contra su firme torso. Estaba muy perturbado; a pesar del tiempo
transcurrido, seguía sintiendo una poderosa atracción por ella y sospechaba
que era esa dulce resistencia que le ofrecía. Quería descubrir qué había
detrás de ese miedo. Acercó sus labios a los de la belleza de rojo —que
estaban apretados— y los rozó suavemente.

Isabel echó la cabeza hacia atrás; él puso una mano en su nuca para
obligarla a responder. Insistió un poco, con una sutil caricia, hasta que ella
entreabrió los labios para tomar aire y por fin entró. La chica cerró los ojos
y se estremeció profundamente al sentirse invadida por su cálida lengua.

Adolfo fue muy delicado al acariciar su interior; al morder sin prisa su labio
inferior, antes de regresar adentro y retomar esa caricia tan íntima para la
joven. En realidad, era el primer beso que recibía en su vida...

voluntariamente.

Se despertó de repente y enrojeció de pies a cabeza al saber que se había


quedado con los ojos cerrados, aun cuando él se había apartado para

observarla.

—Si después de esto quieres que te ayude a entrar, así será; pero si te
molesté... —Soltó un suspiro—, lo siento.

Isabel sentía aún los labios con su humedad sobre ellos. Él la soltó y
retrocedió; la chica saboreó su sabor y entreabrió la boca. Estaba más
perturbada de lo que pensaba.

Adolfo no vio respuesta a su comentario y supuso que no le interesaba. Era


evidente lo tensa e incómoda que estaba con su beso; tanto, que se había
desconectado de la realidad para ignorarlo. Se alejó para regresar a la fiesta,
donde quedó de verse con Mikel y esa chica salvaje de la que tanto le habló.

Rosie se le acercó cuando la miró quedar como estatua, para despertarla.

—¡Isabel! —exclamó en voz baja. La sacudió hasta que reaccionó.

—¿Qué?
—¿Cómo que qué? —replicó señalando a Adolfo, que se marchaba.

Isabel lanzó una exclamación ahogada, antes de correr con dificultad hasta
él y tropezar con su espalda debido a los tacones tan altos.

Adolfo debió sostenerla tomando sus brazos.

—Ayúdame a entrar —le dijo sin aliento. No estaba acostumbrada a hacer


ejercicio.

—Tranquila, estás muy agitada. Deberías comer menos pasteles.

Isabel sonrió, apoyando las manos en sus brazos.

—Lo sé. —Iluminó su cara, derritiendo al hombre con su ingenua belleza.

La soltó y ella lo miró a la expectativa.

—Muy bien, Rosie... —Le hizo ver que aún no olvidaba su nombre—.

Vamos adentro —añadió y le ofreció su brazo. La chica sintió que el cielo


se abrió ante sus ojos.

—Una amiga viene conmigo; mi hermana, quise decir...

Adolfo vio a pocos metros a una linda chica y sonrió con desgano.

—Lo que un beso te consiguió esta noche… —musitó, más para sí que para
Isabel. Dudaba que tuviera suerte con la chica si su amiga estaba cerca.

Le hizo una señal a Rosie, que se unió a ellos en un instante.

En el interior, Adolfo se separó de ellas e Isabel no lo volvió a ver.

Tampoco encontraron a Mikel, lo cual le pareció una buena noticia; no


quería verlo.

Tras andar de aquí para allá por otra hora, llegaron a la mesa del banquete.
Había toda clase de bocadillos, que Isabel estaba dispuesta a averiguar de
qué eran.

—Te vas a acabar todo —le reprochó Rosie, que no dejaba de estirar el
cuello para ver si se topaba con el fotógrafo.

—Y tú ya tienes cinco centímetros más de cuello. Terminarás siendo un


cisne.

—Al menos los tendré en mi cuello… —Señaló esa parte—, no en mi


cintura —agregó, tocándole la barriga. Isabel miró su plato lleno de
bocadillos.

—Prefiero comer; porque si no me gustara tanto la comida andaría por allí,


detrás de algún hombre.

—¡Cállate, tonta! —replicó Rosie, risueña—. Si fuera cierto, ya habrías


cumplido la promesa que hiciste esta tarde en la plaza; esa de irte a la cama
con Adolfo.

—Nunca prometí tal cosa.

—Lo dijiste exactamente así: te prometo que si Adolfo Mondragón se me


vuelve a aparecer con intenciones indecentes y me pide sexo loco y
desenfrenado, aceptaré su oferta. —Isabel abrió la boca sorprendida; su
hermana tenía una memoria espeluznante.

—¡Fueron palabras al aire! —replicó masticando un sándwich.

—La vida te lo volvió a poner enfrente. Es una señal que deberías tomar en
cuenta.

—Sí, dije que me acostaría con Adolfo; pero ya no le intereso.

—El beso que te dio dijo otra cosa.

—Fue para desahogar su enojo, no porque realmente deseara besarme.


—Entonces, ¿no te vas a acostar con él como alardeas? —inquirió antes de
descubrir que el aludido estaba detrás de su hermana, a muy corta distancia.

—Con todo lo que he tragado esta noche, no. Lo siento, Adolfo


Mondragón… —Rosie se aclaró la garganta para alertarla—. Terminaré
como una anaconda y no como una mujer cachonda que lo quiere devorar.

—Se echó otro bocado y sus cachetes se hincharon como fauces de


serpiente engullendo una presa—. Mmmh… Necesito algo de beber; si no
tomo algo ahora, voy a ... —Soltó un hipido y se cubrió la boca para evitar
que se le saliera la comida.

—Dios, qué pena... —murmuró la elegante Rosie.

—Necesito tomar algo —insistió Isabel sin soltar el plato.

Rosie notó que el modelo se acercaba lento, poniendo toda su atención en la


jovencita; seguro las había escuchado.

—Iré a dar una vuelta —avisó la pintora, retrocediendo con una sonrisa
algo forzada.

—¡Consígueme algo de beber!

Rosie la ignoró y se dio a la fuga.

—Este vino parece bueno.

Isabel escuchó una voz a sus espaldas. Giró rápidamente con su plato y
lanzó un gritito al ver a Adolfo, quien se acercó ágilmente, evitando que
tirara la comida.

—¡Cuidado! —dijo sosteniendo el plato. Iba a echarse a reír al ver sus


mejillas rojas y llenas de comida, pero Isabel comenzó a toser al sentir que
se ahogaba.

Colocó en la mesa el plato y la copa de vino que había estado bebiendo. Se


acercó y le dio unos golpecitos suaves en la espalda. La chica tragó con
dificultad el resto de la comida; entonces, le ofreció su copa de vino. Isabel
ya había probado alcohol en el último año y se lo tomó de golpe. Se quedó
sin aliento al terminar.

—Tranquilízate y respira.

—¿Por qué tienes la costumbre de aparecer en mis peores momentos? —

inquirió ceñuda, limpiándose la boca con la mano hasta que él,


caballerosamente, le ofreció una servilleta. El hombre llamó a un mesero
con bebidas y tomó un par.

—No es costumbre; es tu destino. —Le ofreció una copa—. Y no


comprendo por qué me lo echas en cara, siempre ha sido para bien.

Isabel lo observó fijamente un instante; su mirada la atrapaba de una


manera poco usual.

—Tal vez... —musitó dando un sorbo a su vino—. Siempre es vergonzoso...

—Se pausó, notando que elevaba una mano hasta su rostro—. ¿Qué? —

inquirió, sintiendo que rozaba su comisura. Adolfo sonrió y tomó la


servilleta de sus manos.

—Traes un poco de paté... —La limpió.

—De verdad no entiendo cómo alguien como tú se acerca a mí sin sentir...

repulsión —murmuró tocándose con los dedos. Adolfo frunció el ceño al


escuchar la manera tan dura en que se criticó—. Soy un desastre.

—Pues sí, estás bastante lejos de mi concepto de lo que es refinado.

—¿Sabías que odio este maquillaje y, sobre todo, los malditos tacones? Me
están matando. Pero como soy tan buena hermana, acepté vestirme como
ofrecida para que ella pudiera venir a esta fiesta, para encontrarse con el
bueno para nada de su novio.
—Yo creo que te ves bastante bien. Además, gracias a ese look de
ofrecida… —Entrecomilló con los dedos—, es que acepté mirarte una vez
más y pudiste entrar a esta fiesta exclusiva.

Isabel bajó la mirada.

—Sí, fue un milagro haberte encontrado.

—Entonces, el reencuentro ha sido bueno, ¿verdad?

Isabel sonrió.

—Sobre todo por mi hermana —musitó y Adolfo hizo una mueca; no era la
respuesta que quería escuchar. Miró sobre su cabeza un segundo, antes de
buscar sus ojos.

—Entonces, dejaré de incomodarte.

Isabel comprendió que había sido egoísta al no apreciar su intervención.

Abrió grande los ojos cuando un mareo la puso en alerta.

—Adolfo...

Quiso disculparse y extendió su brazo para tocarle el brazo, mas no se


atrevió y su mano quedó en el aire. El modelo notó que sus ojos se

entrecerraban.

—Rosie...

—Creo que me estoy mareando.

—Ven, vamos al jardín. —Se le acercó, dejando a un lado la copa.

—No; tengo que ir al baño.

Adolfo rodeó su cintura para darle apoyo. Si estaba mareada, no llegaría


muy lejos con esos tacones.
Minutos después de escucharla vomitar, la vio salir del baño con el cabello
un poco revuelto y los ojos llorosos. Se había quitado los tacones; los traía
en la mano. Sus pies pequeños y delicados caminaron hasta él, sin acercarse
demasiado.

—¿Ya estás mejor? —preguntó al abandonar la habitación. Isabel miró


alrededor; luego a él.

—Si... —dijo cohibida—. ¿Sabes?, acabo de descubrir que, aparte de mal


educada...—El modelo la invitó a sentarse en un sillón de tres plazas
ubicado afuera del cuarto—. No, gracias... —Él se sentó, sospechaba que
iba a escuchar un discurso; además—. He sido malcriada contigo y debo
disculparme por eso. Gracias por todo lo que has hecho por mí desde que
nos conocimos... hasta ahora.

—Qué bien que lo reconozcas.

—No sabría por dónde empezar a disculparme. —Decidió sentarse cuando


sus pies le recordaron cuánto le dolían—. Ni a darte las gracias.

Miró a la chica, que al fin daba muestras de confianza.

—Voy a ser honesto... —La sorprendió. Vio su cuerpo girar hacia ella e
inclinarse un poco—. Hay algo que quiero saber.

—¿Qué?

—¿Por qué me dejaste plantado?

Isabel tragó saliva.

—P...p... pues... Fue por tu comportamiento tan extraño. —Decidió ser


honesta.

—¿Extraño? —repitió, levantando ambas cejas. Era un hombre sumamente


expresivo, notó Isabel.

—Sí... Aunque quizás yo me equivoqué al malinterpretarte.


Adolfo se hizo hacia atrás.

—No entiendo.

Isabel se mordió los labios.

—Es que… yo pensé que tú querías... algo de mí... —Lo miró apenada—.

Pensé que querías tocarme. —Adolfo la miró atento, sin expresión—. Sentí
mucho miedo —confesó y se hizo pequeña ante sus ojos—. No estaba lista,
así que… huí aterrorizada.

—¿Eso pensaste?

—Si —respondió, confundida por su reacción—. Cuando me enredé con el


cable del teléfono, te acercaste demasiado. Sentí tu cuerpo muy cercano; te
pegaste y sentí...

—Lo excitado que estaba.

Isabel enrojeció.

—Sí.

—¿Y saber que pones así a un hombre te hace sentir tan mal?

La chica jugueteó con los bordes de sus zapatillas.

—Sí.

—¿Te dio miedo saber que me atraías?

Me atraías, fue lo único que Isabel pudo escuchar. Qué desilusión.

—Así fue.

—¿Y ahora ya no te doy miedo? Porque, déjame recordarte el beso que te di


en la calle.
Isabel se sintió nerviosa. No quería hablar de temas sexuales; era incómodo
aún.

—Supongo que es el alcohol que tengo en las venas lo que me tiene aquí.

—Bebiste muy poco.

—No acostumbro beber.

—Temes cometer alguna locura. —Miró sus labios.

—No hace falta estar ebrio para hacerlas.

Isabel sonrió nerviosa.

—Es verdad.

—Lo importante es que: por fin me quedó muy claro que ni mi fama ni mi
cara te impresionan.

—Sabes que eres guapo —susurró, captando su total atención.

—¿En serio lo crees? Comienzo a dudarlo. Nunca me he sentido guapo.

Isabel lo miró incrédula.

—¡Claro que lo eres! —replicó—. Y no solo eso, las mujeres se derriten al


verte. —Adolfo sonrió para sus adentros—. Pero… —Esa palabra fue una
señal de alarma—. Yo no puedo creer que alguien como tú se fije en mí, sin
desear algo que no sea pasar el rato. Por eso no fui aquella noche, porque
tuve miedo.

Adolfo recorrió su pequeño rostro. ¿Cómo podría fingir que no la deseaba?

Lo único que pensaba era en llevarla a la cama y poseerla cuanto antes.

Con cualquier otra se habría hecho el importante y la hubiera ignorado


después del desplante que le hizo; pero esa mujer que tenía delante era
diferente. Ella era una tentación que no se le iba a escurrir de entre los
dedos. La deseaba y sería suya.

9. SECRETO

Ese vestido rojo la hacía ver sensual. La piel de sus hombros estaba más
bronceada que la última vez que la vio y le sentaba de maravilla; eran un
antojo que deseaba devorar hasta escucharla gemir

. Solo había un pequeño problema: Rosie dijo que no fue a su encuentro


aquella noche por miedo a ser solo una amante de ocasión. Debía tener
cuidado. No buscaba una relación seria y, si ella deseaba algo así, quizás
debía retirarse.

Su mente coherente se distrajo al verla cruzar las piernas para ponerse los
tacones nuevamente. Se inclinó un poco hacia el frente y la piel de su
espalda lo volvió loco. Contuvo el aliento al imaginarse sobre ella en la
cama, mordisqueando toda esa suavidad bajo su cuerpo.

—Entonces debo entender que, porque no confías en mí, no te gusto lo


suficiente como para darme una oportunidad de conocernos.

—Sería una locura; una pérdida de tiempo.

Se enderezó, mirándolo con desilusión. Se levantó y Adolfo se quedó


paralizado. Miró esas hermosas piernas, que a cada minuto se alejaban más

de sus fantasías de verse entre ellas. Se incorporó, empezando a reconocer


la frustración.

—Rosie, si lo que dices es verdad, ¿por qué tú hermana comentó que te


irías a la cama conmigo?

Isabel se petrificó. ¡La escuchó pavonearse!

—M...mentí, fue sólo un alarde. Realmente no quise decirlo.

—Oh... —Su dignidad sufrió un duro golpe—. Me usaste.


Su seriedad inquietó a Isabel.

—¡No! El haberte encontrado fue sólo una casualidad. Y la verdadera causa


por la que no le veo sentido a salir o conocernos es porque... —Se pausó al
ver su expresión de incredulidad—, nunca podré darte lo que como hombre
esperas.

Adolfo estaba ceñudo.

—Gracias por la excusa. —Levantó ambas manos al ver que abría la boca

—. Será mejor dejarlo así. Nunca me habían rechazado con una mentira
tan... ingenua.

—Adolfo...

—En realidad, nunca me habían rechazado —dijo, tratando de recuperar su


amor propio.

—Pues no es tan malo poner de repente los pies sobre la tierra —musitó
Isabel. Él recibió otro golpe. ¿En verdad le dijo eso que creyó oír?

—¿Sabes qué es lo peor de todo esto? —preguntó, tratando de mantener la


calma.

—¿Hay algo peor?

—¡Sí! —respondió sobresaltado. Se dio cuenta y miró su rostro, afectado


por su tono de voz fuerte—. Lo siento, es que no sé qué me pasó contigo —

confesó, tranquilizándose—. Desde nuestro primer encuentro, simplemente


no pude quitarte los ojos de encima y, después, cuando te vi cruzando la
calle, ya no pude ocultar lo mucho que me gustabas. Parecías un ángel; tan
hermosa y perfecta con esa mejilla llena de crema…

Isabel no podía creerlo; realmente le gustaba.

—Pero no soy una chica como las que sueles conocer, en ningún sentido.
Nos conocimos por un tropiezo; luego mi cara sucia, mi enredo con el
cordón del teléfono… y así sucesivamente.

—Pues quizás eso fue lo que me encantó de ti: que no eres como las demás.

—No me gusta aparentar lo que no soy.

—¡Eso es precisamente lo que me fascinó de ti! —Se acercó y le tomó el


rostro con ambas manos—. Y no quiero ocultar que me vuelves loco —

murmuró, con tal pasión que Isabel se estremeció. Se inclinó a besar su


mejilla, tan cerca de su boca que la chica cerró los ojos—. Me gustas tanto
que, si no te vuelvo a besar, no sé lo que haré.

—Adolfo... —musitó y se apartó un poco. Él la atrajo por la cintura.

—Dime... —susurró cerca de su mejilla.

—Si me besas... —Vio sus ojos posarse sobre los suyos, con un brillo que
erizó su piel—. No pasarás de allí, ¿verdad?

Adolfo se mostró perplejo.

—Será como tú quieras. —Jugó con sus labios sin llegar al beso—. Si
quieres puedes amarrarme a una cama y abusar de mí; lo aceptaré con
gusto.

Sus palabras fueron una cubetada de agua helada para la chica. Se apartó al
instante y lo miró, nerviosa y molesta.

—¡No digas eso ni en broma! —Su voz salió temblorosa.

—Cariño, ven aquí… —Quiso atraerla, sin éxito, hasta que el muro a sus
espaldas la detuvo.

—Suéltame; no puedo. Dijiste algo espantoso.

Adolfo insistió en acercarse.


—Oye, solo jugaba. —Sonrió, logrando atraerla—. ¿Por qué te pones así?

—Percibió su temblor.

—Olvida lo que dije, ya no quiero continuar... Fue una tontería... —La


ansiedad empezó a apoderarse de su ser—. Quiero irme a casa. —Miró
alrededor y el hombre la tomó de las manos para obligarla a mirarlo.

—No, no quiero dejarte ir.

—¡Suéltame, por favor!

Lo miró angustiada.

—¿Por qué me haces esto?

La empujó hacia la puerta de la habitación e Isabel entró en pánico.

—No me hagas daño —suplicó, empezando a llorar.

—Rosie —musitó sorprendido—. No quiero lastimarte. Es que me


confundes; me haces creer que te gusto y luego te pones así.

Isabel bajó la mirada.

—Es que sí me gustas —confesó entre lágrimas—. Pero el miedo es más


grande que yo y ahora solo quiero irme de aquí.

Pasó un grupo de invitados y atrajeron la atención.

—Tenemos que hablar en privado.

—¿Qué? —Lo miró con los ojos aún más abiertos—. ¿A dónde vamos?

Adolfo abrió la puerta de la habitación y la hizo entrar.

—Tranquila, solo hablaremos.


Isabel tembló sin control al verlo cerrar la puerta con seguro y recargarse en
ella.

—¿Por qué cierras?

—No quiero interrupciones.

La chica miró alrededor. Jamás debió llegar tan lejos; nunca debió aceptar
la invitación de Rosie; nunca debió...

—¡Aaah! -gritó cuando le tocó los brazos.

—Siéntate.

—No. —Apenas podía contener el pánico.

Adolfo se sentó sobre la cama y la recorrió con aparente calma.

—A ti te paso algo, ¿verdad?

Isabel se rodeó con los brazos. Se sentía desnuda ante él; era sumamente
incómodo.

—Quiero salir.

El modelo captó su intención de escapar y la atrapó antes de que llegara a la


puerta.

—¡Tranquila! No voy a lastimarte.

Gimió angustiada y no paró de llorar.

—¡Me quiero ir! —gritó y él le cubrió la boca.

—¡Te dije que no te haría daño! ¡Solo quiero hablar contigo!

La chica se removió y lo hizo tropezar al retroceder. Llegó al borde de la


cama y allí cayó, con ella sobre su cuerpo. Isabel siguió luchando hasta que
la rodeó con sus piernas y quedó de lado, con la joven removiendo su
trasero contra su torso. La dejó pelear hasta que se cansó; después solo
hubo un llanto silencioso.

Adolfo no podía creer que estuviera metido en semejante lío; su mente


estaba tan perturbada como la de ella, aunque por situaciones diferentes.

—Oye… —musitó en su oído—. Oh, Dios; olvidé tu nombre —confesó—.

¿Cómo te llamas?

La muchacha sorbió un poco su nariz.

—Me llamo Isabel.

—¿Isabel? —repitió, soltándola; ella rodó y quedó bocarriba bajo su


cuerpo. La chica se dio cuenta de su error.

—Es mi primer nombre; Rose es el otro.

El hombre se sentó al borde de la cama.

—Oh, sí. —Recordó que así era—. Ven, Rosie. —Extendió una mano.

—Isabel —lo corrigió y tomó su mano.

—No, Isabel suena muy aniñado.

Se sentaron uno al lado del otro y miraron al frente.

—Es mi nombre —susurró dolida.

—Rosie —insistió en llamarla así—, a ti te pasó algo; no lo niegues. —

Notó su renovado nerviosismo—. Me das la impresión de ser virgen, ¿lo


eres? —Isabel desvió la mirada—. A veces pareces decidida y valiente;
pero ahora te ves como una niña asustada a la que algo muy malo le pasó.

—Quiero irme...
—Por ese miedo es que huiste despavorida de mí, ¿verdad?

Lágrimas silenciosas volvieron a correr por sus mejillas.

—Ya sabes demasiado. —Lo miró dolida—.Por favor, déjame ir.

—¿Fue hace mucho? —insistió.

—No —respondió con dificultad—. Fue hace dos años —confesó


avergonzada.

—Fue un novio —señaló y ella negó rápidamente.

—Decía ser mi amigo y yo le creí; me mintió. Una noche, al salir de la


escuela me llevó engañada a un lugar donde, según dijo, estaba mi hermana
enferma y...

Empezó a llorar. Adolfo la abrazó e Isabel se quedó quieta, sollozante.

—Conmigo no temas, no voy a lastimarte. Lo prometo. —Logró que se


apoyara voluntariamente en su pecho y sus manos descansaran en él—.

Lamento haberte asustado. Perdóname.

La joven apretó los ojos; él la estrechó y ella cedió, quedando acurrucada en


su pecho.

—¿Ya estás mejor? —inquirió cuando su llanto cesó y sintió su respiración


más tranquila. Isabel asintió—. Entonces, salgamos de aquí.

—Señorita… —La detuvo un camarero al bajar la escalera acompañada de


Adolfo.

El modelo pudo ver en la expresión de la mayoría de los invitados que


pensaban que había pasado el rato en la cama con la chica. De alguna
manera, era cierto; sin embargo, estaban lejos de la realidad. Estaba a
mucha distancia de conseguir lo que había deseado desde que la conoció;
más ahora que sabía lo que le había ocurrido.
—¿Qué hizo mi hermana?

—Se retiró con alguien; fue todo lo que me pidió que le dijera.

—¿Qué pasó? —preguntó Adolfo.

—¡Mi hermana se largó con su novio!

—Oh...

—¡Me dejó para irse con él! —exclamó indignada—. ¡Y se llevó mis llaves
de la casa porque perdió las suyas! ¿Dónde cree que voy a pasar la noche?

Adolfo levantó las cejas. Eso era lo que llamaba suerte, se dijo. Suerte o
destino. Sonrió malicioso.

Isabel buscó en su cintura el pequeño monedero que siempre la acompañaba


y recordó que lo traía en un lugar más íntimo. Le dio la espalda a Adolfo y
lo sacó de entre sus senos —después de todo, no era tan malo usar escote
strapless—. Sacó la bolsita con forma de muffin y la abrió. Debía tener
dinero para regresar a su hogar; estando allá, le pediría ayuda a Claudia.

—No puede ser… —Sintió un frío recorriendo su espina dorsal.

—¿Alguna mala noticia... extra?

Adolfo se le acercó y ella giró sobre los tacones con cara de angustia.

—No tengo dinero suficiente para regresar ni dónde pasar la noche —

respondió, mostrándole su muffin con un billete de baja denominación—.

Aún no he cobrado mi quincena.

—Pasa. —Abrió la puerta de su departamento y las luces se activaron


automáticamente. Isabel se paralizó un instante.

¿Por qué llegó a ese lugar? Tuvo tiempo de arrepentirse durante el trayecto;
sin embargo, no vio ninguna señal de peligro en Adolfo. Después de todo,
él tenía razón: solo había aparecido en su vida para ayudarla. No era
casualidad, era destino. Eso dijo él. ¿Qué tan cierto sería?

—Entra, con confianza; estoy demasiado cansado como para acosarte. Y

mucho menos pienso molestarte después de lo que sé.

Observó su semblante; en verdad lucía agotado. Incluso después de que


rechazara su oferta de ir a su departamento —la primera vez que se lo
ofreció—, se quedó un largo rato dándole tiempo para pensar mejor.

De repente se le desapareció y entró en pánico. Corrió al estacionamiento;


allí lo encontró, recargado en su lujoso auto, esperándola.

Y ahora estaba en su departamento, dudando de su honestidad. Se sintió


mal y entró.

Le ofreció una habitación para ella sola; era tan lujosa como el resto de la
casa.

—Aquí podrás pasar la noche tranquila; te puedes encerrar, si quieres. Yo


caeré muerto en cuanto me dé un baño.

—Gracias.

—Buenas noches, preciosa.

Isabel sonrió.

—Adolfo... —Lo detuvo antes de que saliera—. En verdad, gracias —dijo


tímida y se mordió el labio inferior—. ¿Puedo... —Se ruborizó — darte un
beso? Uno inocente.

Miró sus labios, ya sin color, que igual lo tentaban.

—Preferiría que no. —La sorprendió con su respuesta—. Corro mucho


peligro.

—¿Peligro?
—Sí; tú eres un peligro para mí. —Sonrió cansado; luego caminó a la salida
de la habitación—. Corro el riesgo de enamorarme de ti, muy muy
fácilmente.

Isabel abrió la boca, incrédula. Adolfo le mandó un beso con los dedos y
salió; ella sonrió. ¿Podría ser más perfecto? Definitivamente, no.

10. INMADURA

Se levantó muy temprano; se bañó y se vistió con el mismo vestido rojo.

Adolfo salió de su habitación al mismo tiempo que ella; iba a saludarla,


pero la desconoció al verla con el cabello húmedo y el rostro
completamente desmaquillado. Parecía una niña metida en el vestido de su
madre.

—Buenos días —saludó, insegura por la reacción que veía en su cara.

—Buenos días, extraña. Había escuchado hablar del sueño reparador, pero
nunca a ese extremo. ¿Cuántos años tienes? ¿Quince?

—No entiendo —respondió Isabel. Él se acercó con la camisa abierta,


mostrando su torso desnudo.

—Te ves como una niña.

La joven se tocó la mejilla. ¿Por qué no se cerraba esa camisa de una vez?

—Oh, eso...

—Con razón anoche me miraban como a un pervertido.

—No soy menor —aseguró risueña—. Tengo la suficiente edad para estar
contigo. —Adolfo la miró, interesado. Isabel le dio la espalda.

—¿En verdad?

—No eres tan mayor... —Sintió su presencia detrás.


—Cumplí veintiséis el mes pasado.

—Pues... tres o cuatro años —u ocho, agregó mentalmente— no es gran


diferencia.

—Claro que no. —Miró sus hombros desnudos—. Si estás lista para que te
lleve a tu casa, espérame; me termino de vestir y nos vamos… —Se cerró
los botones lentamente y se derritió al ver su boca—, a desayunar.

Isabel se aclaró la garganta. A pesar de la crisis pasada, seguía sintiendo


una atracción por él, que luchaba por vencer al miedo.

El deportivo quedó en la parte trasera del almacén, mientras Isabel


convencía al encargado de seguridad de que la dejara entrar; en su casillero
guardaba un uniforme extra y cosméticos. De los zapatos altos no se
libraría, pero podría dejar atrás el vestido de noche para irse a desayunar
con Adolfo.

La blusa tenía unos detalles muy femeninos al frente; eso la ayudaría a


disimular la falta de sostén. No tenía unos pechos enormes, pero sí poseía
una sensual talla de copa. Más adelante se pondría la mascada que
completaba el atuendo, pero no aún.

Mientras desayunaban, en un restaurante cruzando la calle, sintió la mirada


de Adolfo viendo con insistencia su blusa y bajó la mirada hacia su escote.

—¿Me manché? —indagó. Él sonrió malicioso y siguió comiendo.

—No es nada, princesa. Come; se hace tarde.

Isabel hizo caso y, al tomar un bocado, volvió a verlo.

—¿Qué te causa gracia?

—Es algo sin importancia. La verdad es que... —Odió delatar el motivo de


su entretenimiento, pero no iba a permitir que otros disfrutaran de la vista

—, se abre el segundo botón de tu blusa y se ve que no traes sostén. Muy


linda vista, por cierto.
Comprobó que era cierto y enrojeció; soltó los cubiertos ruidosamente y,
apenada, se cerró rápidamente el botón traidor.

—Dios...

—No sientas pena. —La vio enrojecer—. En mi medio es común ver


cuerpos desnudos.

—Pero no este. —Se apretó el escote—. Qué vergüenza.

—No seas tan dura contigo —replicó Adolfo—. En cuanto a tu cuerpo...

—¡No verás más de lo que ya has visto! —soltó incómoda.

—Anoche, mientras descansabas tranquilamente en la cama, ¿no


contemplaste la posibilidad de que quizás yo podría ayudarte a recuperar la
confianza en ti misma? —Isabel frunció el ceño.

—No entiendo. —Comenzó a malpensar—. ¿Cómo podrías tú ayudarme?

Adolfo se recargó un poco sobre la mesa.

—De la única manera en que ni el psicólogo ni el tiempo podrán hacer… —

La intrigó—: Enfrentando tu mayor miedo —continuó con voz


aterciopelada—. Solo que, esta vez sin violencia. —Se pausó al verla
ponerse seria.

—¿Me engañaste, verdad?

Adolfo abrió la boca. Tal vez fue demasiado rápido; pero ¿cuándo había
esperado tanto por alguien?

—Rosie...

—¡Sabía que no debía confiar en ti!

Se levantó enojada y se fue sin más. Él se quedó azorado. ¿En verdad se


había marchado? Debía estar bromeando.
Isabel caminó de prisa hasta llegar al estacionamiento del almacén. Contuvo
las ganas de llorar; no se desgastaría como su hermana, por un patán.

Empezaba a creer que solo llamaba la atención de miserables, que solo


querían aprovecharse de ella. Confirmó que debía evitar el contacto
masculino a como diera lugar.

—¡Rosie, espera! —La alcanzó donde se vieron por primera vez.

Isabel lo ignoró. Adolfo no podía creer que fuera tan estúpido como para
insistir en estar cerca de ella.

—Déjame en paz; ya te dije que nunca tendrás nada de mí.

—¡Escúchame! —la tomó por un brazo.

—¡No lo haré! —Se soltó y siguió andando—. ¿Quién te crees que eres? —

inquirió sin dejar de caminar—. ¿Piensas que porque te conté lo que me


pasó tienes derecho sobre mí? —Lo enfrentó, muy molesta—. No soy
virgen, pero mi dignidad está completa. Y más te vale que te saques
cualquier idea que tengas sobre mí, Adolfo Mondragón. No porque tengas
una bonita voz y cara… —Lo señaló y él sonrió complacido—, voy a caer a
tus pies o me voy a ofrecer, como seguramente estás acostumbrado a que te
pase.

—¿Eso piensas de mí? —Fingió sentirse herido.

Isabel siguió caminando, hasta doblar en la esquina y ver el auto del


modelo.

—¿Después de que me plantaste? —insistió en apelar a su conciencia—.

Medio año después, llegas y me coqueteas; me miras con ojos de cachorro


abandonado, para convencerme de ayudarte a entrar a una fiesta. Y el idiota
del modelo sin cerebro ni sentimientos te ayuda, olvidando tu desplante...

¡Y después de que tu hermana te abandonó con un montón de extraños en


esa reunión! Porque, no olvides que se fue, dejándote sin llaves, sin dinero;
sin importarle lo que te pasara. ¡Y este estúpido modelo te ayudó a pasar la
noche en un bonito lugar, en una cama cómoda y caliente!, y ahora te llevó
a comer y te está dejando sana y salva en el trabajo. Y aun así, ¿dudas de
mí?¿Crees que cualquier otro te habría ayudado sin exigir un pago a
cambio?

Isabel vio que varios empleados llegaban y eran testigos de su discusión. Se


sintió avergonzada; no solo por lo que veían, sino por lo que decía.

—Solo porque pasamos la noche juntos —agregó, arruinando las


intenciones de Isabel de arrepentirse; lo único que consiguió, fue que se
sintiera humillada por la mentira. Adolfo lo hizo para marcar su territorio

—. No te toqué ni un cabello. —Se le acercó—. Y ahora me acusas de


querer llevarte a la cama, como si el sexo lo fuera todo. —Se oyó decir y él
mismo se acusó de hipócrita. Sin embargo, estaba dispuesto a todo con tal
de obtener lo que deseaba—. No me conoces, Rosie. También tengo
sentimientos. Estoy cansado de que las mujeres piensen que todo el tiempo
estoy ansioso por llevarlas a la cama.

Guardó silencio un instante. Aspiró profundo, lo soltó de una manera casi


dramática y le dio la espalda. Hubo silencio. Miró sobre su hombro y la
pudo ver.

—Ya que no logré ganar ni un poco tu confianza, será mejor que me vaya.

—Giró hacia ella y vio la sorpresa en su delicado rostro de niña; una gran
señal de interés, dedujo—. No volveré a molestarte. Adiós, Rosie —se
despidió antes de retirarse. Caminó lentamente; escuchó el ruido de sus

tacones. Contó mentalmente los segundos; no llegaría al diez sin escuchar


su nombre, creyó.

Subió al deportivo y lo puso en marcha; contuvo una sonrisa. Era un hecho:


la chica estaba loca por él. Bajó la mirada, fingiendo ocuparse de la radio.

Al levantar los ojos alcanzó a verla entrar al almacén. ¿Qué estaba


haciendo? ¡No podía creerlo! ¡Estaba loca!
¡Entró al almacén! ¡Lo estaba rechazando abiertamente! Golpeó el volante,
sintiendo que la frustración se apoderaba de su ser. Se puso rojo de rabia y
apretó el timón. ¿Qué le ocurría a esa chica? ¡Esa no era una mujer! ¡Era
una mocosa inmadura; una malcriada! ¿Cómo pudo rechazarlo? ¿Acaso no
sabía que él era Adolfo Mondragón? ¡Un hombre importante, al que
ninguna mujer se le resistía! Nadie se le resistía. Nadie... ¿Nadie?

—Vamos, Adolfo —dijo Mikel, enfadado, después de varios intentos por


quitar la expresión de amargura de su cara. El modelo resopló y lo miró de
una manera que se arrepintió de haberle señalado su actitud; sabía que
cuando estaba molesto podía ser terrible.

—Sabes que odio hacer esto —le recordó.

—Y tú sabes que tienes que hacerlo. —Mikel remarcó las palabras—.

Tienes una jefa perfeccionista. Como tú.

—La misma que, por tu maldita bocota, me eligió para esta campaña de
nuevo... ¡Gracias! —Finalizó con una mueca que pretendió ser una sonrisa.

—Y las que faltan —se rió.

—Dos más —replicó, cansado. Faltaba al menos otro año para que Lorena
De la Plata lo liberara.

—No te quejes. En muy poco tiempo te has convertido en un modelo


cotizado, aquí y en el extranjero.

Adolfo se talló la frente.

—No soy un modelo —le recordó molesto y se alejó de él.

—Hey, no te vayas... Discúlpeme, señor ejecutivo.

—Debería estar en mi oficina; no aquí, haciéndole al payaso.

Mikel abrió la boca.


—Tampoco menosprecies el trabajo de los modelos.

—Lo sé; es mucho viajar y andar de un lado a otro. Pero extraño mi


encierro.

—Ya volverás en un par de semanas. No te enfades, dragoncito —le


recordó su apodo en diminutivo, con que un reportero financiero lo señaló
como el ejecutivo joven del año cuando tenía solo veintidós años.

—Dos semanas que serán interminables.

—Te dije que te consiguieras una novia. Te ayudaría a desestresarte.

—O me pondría peor.

—¿Tan mal te fue con la chica que te llevaste aquella noche del cóctel?

—No me la recuerdes. Es una nenita voluble.

—Pero bonita, supongo.

Adolfo recordó su dulce rostro.

—Mucho. Pero se comportó muy difícil; no me dejó tocarle ni la punta del


cabello.

—¿Qué?

—Tenía muchos traumas. Eso me dijo.

Mikel frunció el ceño.

—¿Traumas o complejos? —repitió, luego sonrió—. Ten cuidado, no vaya a


ser como una novia que tuve. Me dijo que no era virgen porque fue violada.

—Lo sorprendió—. La conocí hace un año; es una belleza con cara de ángel
y cuerpo divino. Recuerdo que cruzaba una calle por el centro comercial,
donde está el almacén, y me embobé mirándola. La seguí y... Lo demás es
asunto mío.
Adolfo sintió que conocía la historia. Debía ser una simple coincidencia.

—¿Tu chica mentía?

—Sí.

—¿La confrontaste?

—No; me gusta el jueguito de la niña ingenua.

—¿Sigues con ella?

—A veces... Es un juego muy adictivo, mi querido dragón.

Adolfo lo miró molesto. Odiaba a ese columnista neoyorquino que le puso


el apodo; en parte por su apellido y por sus habilidades negociando, pero
más por la manera en que llegó al mundo del modelaje: arrasando con todo
a su paso con su carácter.

—Eres un idiota, Mikel; te dejas seducir por cualquier mujer.

—Te aseguro que, si una inocente criatura de ojos dulces se te pusiera


enfrente suplicando tu protección, no dudarías en abrazarla y llevártela a la
cama. Aunque, la última vez que quedamos de vernos, la muy arpía se largó
con un modelo.

Adolfo estaba incómodo. Esa historia de Mikel se parecía demasiado a la


que estaba viviendo con Rosie.

—¿La has vuelto a ver?

—La vi poco antes de la fiesta. Pero no me preocupa; no tardará en


buscarme. Sabe dónde vivo.

Adolfo vio la confianza con que lo dijo y se preguntó si Rosie haría lo


mismo por él.

11. OBSESIÓN
—¡Por fin lo hiciste! —exclamó Rosie con una sonrisa, viendo el dibujo a
lápiz. En realidad era espantoso.

—¿Crees que se parece? —Miró su dibujo e hizo una mueca.

—Yo creo que sí. —Intentó ser positiva; pero, definitivamente, el arte no
era el fuerte de su hermanita.

Isabel era magnífica con los aparatos eléctricos. Había hecho lo imposible
por evitar que se dedicara a esa actividad tan masculina; sin embargo, sabía
que los vecinos le pagaban por arreglar sus electrodomésticos cada tanto.

La joven se cruzó de brazos.

—Eres tan mentirosa.

Rosie se sentó en la banca de la plaza donde trabajaba y la pequeña rubia


hizo lo mismo.

—Si tanto te gusta Adolfo, ¿por qué no aprovechaste la oportunidad?

Isabel jugueteó con su lápiz y suspiró.

—Porque no me siento capaz de tener intimidad en plan de aventura.

Además, él es... de otra clase. —Recordó su auto y el departamento.

—¿En verdad no has tenido pensamientos impuros con él? —la provocó y
se ruborizó.

—Cállate —sonrió apenada.

—No es malo fantasear. Significaría que, tal vez, Adolfo sea el hombre
indicado para perder esos traumas.

Isabel se puso seria.

—Eso mismo me dijo él. —Recordó y se estremeció.


—¿Qué? ¿Fue aquella noche en la fiesta? No me digas que pasó algo y no
me has contado…

La joven se encogió de hombros.

—No me lo recuerdes o me voy a enojar contigo otra vez.

—Ya te pedí perdón.

—Pues sí, pero no debiste irte con él sin pensar en mí.

—¿Qué pasó? Vi cuando subiste a la habitación con Adolfo.

—Me acompañó al baño. Estuvimos platicando.

—¿Nada más?

—Hubo una confusión y terminé teniendo una crisis de nervios. Le conté lo


que me pasó.

—¿Lo de tu secuestro?

—¡No! —respondió alterada—. Solo la peor parte —agregó irónica.

—Isabel...

—Fue muy lindo conmigo. O eso fingió. —Rememoró con una pequeña
sonrisa—. Luego me fui con él a su departamento. —Rosie abrió la boca,
sorprendida—. ¡No pasó nada! —aclaró rápidamente —. Adolfo me dejó

dormir en una habitación, sola. Al día siguiente fuimos a desayunar y me


dejó en el trabajo; pero luego discutimos y él se fue. —Mintió sobre lo
último, porque fue ella la que realmente se retiró.

—¿Por qué discutieron?

—Le dije que no soy el tipo de mujer que quiere.

—¡Isabel, eres hermosa! ¡Claro que mereces un hombre así!


—¿Para qué? ¿Para tener una aventura? ¡No! Sabes que no soy así.

Rosie se levantó y la miró enfadada.

—¡Cómo quisiera quitarte lo testaruda! ¿Vas a permitir que tu vida esté


regida por el miedo?

—No necesito una aventura para saber que puedo sentirme bien.

—¿Y qué vas a hacer mientras tanto? ¿Esperarás a que aparezca tu príncipe
azul? ¿Un tipo X, que te propondrá matrimonio para creer que es lo
máximo, y en la noche de bodas descubrirás que es un fiasco como amante?

¿Para qué esperar tanto? El amor por sí solo no es suficiente para que una
relación crezca.

Isabel se quedó muy callada. Recordó que Rosie estuvo casada a su edad y
un año después se divorció. ¿Habrá sido esa incompatibilidad lo que
ocasionó la ruptura? Nunca lo sabría; no se atrevía a preguntarle.

—No quiero que me lastime —confesó Isabel.

—¿Emocional o físicamente?

—De ningún modo. Grábate bien esto: el amor y el deseo no van de la


mano.

—Isabel, Adolfo es muy atractivo. Vi la manera en que reaccionaste


estando con él y eso nunca te había pasado. Vi la cara del hombre al

mirarte; está loco por ti. ¿Acaso no viste que a su alrededor había muchas
modelos bellísimas buscando su atención, pero él solo tenía ojos para ti?

La joven no se dio cuenta de ello hasta ese momento.

—¿Tú crees?

—No seas bebé —replicó mientras la abrazaba—. Cuando te besó, no te


veías nada asustada.
—Me tomó por sorpresa.

—¿Y besa bien?

Isabel recordó el roce de sus labios cálidos, su piel suave…

—Sí, fue muy bueno.

—¿Lo ves? Sólo date una oportunidad.

—No sé...

—Estoy segura de que él podría hacer la gran diferencia en tu vida —

insistió Rosie—. Muy pocas tienen la oportunidad de conocer al hombre


que admiran, y más aún, que ese hombre les corresponda. ¿Acaso fue tan
malo contigo?

Isabel se mordió los labios.

—No; pero es que me parece imposible que alguien tan perfecto se haya
fijado en mí.

—Ay, pobre Isabel; se siente tan poquito al lado de ese supermodelo, que
prefirió dejarlo ir antes que darse la oportunidad de su vida.

—Rosie...

—A él no le importó que fueras poco refinada. ¿No crees que merezca algo
de crédito, después de lo que me contaste que hizo por ti?

—Me desnuda con los ojos.

—Al menos es sincero y no oculta sus intenciones; deberías tomarlo en


cuenta.

—Tengo demasiados complejos con mi cuerpo. Y lo otro, ni se diga.


—Adolfo lo sabe y no le importó. Si fuera tú no perdía el tiempo. Tiempo,
Isabel; con eso ya lo tienes todo. Yo no.

La chica desvió la mirada. Quizás tenía razón. Lo cierto era que no podía
dejar de pensar en él; pero ¿cómo amante?

—Ojalá Mikel se interesara así por mí.

Isabel sintió un golpe en el estómago al escuchar ese nombre; resopló y


miró al frente.

—Hagamos algo divertido y diferente —musitó la menor y los ojos de


Rosie brillaron.

—Y yo sé exactamente qué hacer —comentó, intrigándola.

Mikel abrió la puerta de su departamento y frunció el ceño.

—¿Isabel? —inquirió recorriendo su delgada figura de pies a cabeza —.

¿Qué rayos te pasó?

La joven se tocó un mechón.

—¿De qué hablas?

—Esa cosa que tienes allí, ¿está viva?

Isabel lo acribilló con los ojos.

—¿Tú qué sabes de moda?—espetó, mordiendo su lengua al instante. Su


sonrisa burlona le dio la respuesta—. Una señora en el almacén, me dijo
que el tinte está de moda.

Mikel se le acercó para mirar de cerca su cabello.

—¿Qué color es esto? ¿Gris, azul o plomo? ¡Es horrible! —Dio un paso
atrás, riéndose.
—Rosie se puso un tono parecido.

—¿Rosie? ¿Quién es Rosie?

—Mi única hermana, a la que dejaste plantada la noche de la fiesta. Fiesta a


la que casi no pudimos entrar, porque no estabas en la puerta.

—Ah, esa Rosie. Pasa, estoy terminando una sesión fotográfica.

Mientras Mikel terminaba su trabajo, Isabel comenzó a curiosear entre los


vestidos de los modelos y encontró uno que atrajo su atención.

—No me pienso meter en eso; es común; tan simple... —Oyó comentar a


una voz femenina. Miró a la larguirucha modelo de piel blanca, quien se
acercó hasta ella y le arrebató el vestido corto de las manos—. Ese color no
me va.

—Claro que sí —insistió el encargado de vestuario, ansioso por terminar su


trabajo.

—Ese modelo debe aparecer en las fotos —le recordó Mikel.

—Hanna, por favor —insistió el vestuarista.

—No, Mikel; no me lo voy a poner. Que lo use ella. —Miró a Isabel y


frunció el ceño al ver su cabello—. Por Dios, ¿estás enferma? Te ves muy
pálida.

Isabel entendió su mensaje venenoso.

—Es cierto —dijo Mikel, viéndola con detenimiento—. Vamos a hacer un


milagro. Adiós, Hanna. Maquillaje y peinado, hagan su magia en esta
Cenicienta.

—¡¿Qué?!

—Si quieres hablar conmigo, ayúdame a terminar la sesión. Ponte el


vestido.
Dudó un instante. Miró la prenda; a ella le gustaba.

—Te puedes quedar con él —señaló Mikel y el rostro se le llenó de luz. Lo


dicho: esa chica se conformaba con muy poco.

—Hecho.

Casi dos horas después, Isabel entendió el mal humor de la modelo; estaba
cansada y tenía hambre.

—Esto es peor que posar para Rosie —se quejó.

—Pero saliste hermosa —comentó, viéndola en la cámara.

—Claro, porque tú tomaste las fotos.

—No, niña; realmente eres hermosa —musitó viendo su rostro.

—Viniendo de ti, no es un halago.

Mikel hizo una mueca.

—Ahora sí, dime a qué viniste.

La gente empezó a recoger sus instrumentos de trabajo, en lo que se


sentaban a conversar.

—Antes que nada, quiero que sepas que no te odio; pero tampoco confío en
ti.

—Qué sorpresa—dijo sacando una caja de cigarrillos. Le ofreció uno, pero


Isabel lo rechazó.

—Tú sabes por qué. Dejaste a mi hermana cuando más te necesitaba.

—No tenía, ni tengo, ningún compromiso con ella.

—Y ahora que iban a regresar...


—Íbamos.

—Rosie está enamorada de ti; no sé por qué —comentó. Mikel se recostó


un poco en el sillón; sus ojos azules brillaron con malicia, en tanto su mano
se deslizaba a su entrepierna Isabel arrugó la cara con desagrado ante el
gesto puramente sexual; le daba asco que coqueteara con ella.

Mikel tenía pequeños ojos azules, que le recordaban a los de Adolfo;


aunque los de su modelo eran más bellos y grandes, de un azul
diabólicamente seductor. Aun así, había algo en Mikel que le resultaba
similar a Adolfo.

—Soy joven y rico. —La sacó de sus pensamientos—. ¿No te parece que
son dos buenas razones para que Rosie me ame?

Se enderezó y se inclinó hacia ella. La recorrió con intenciones libidinosas.

—Retiro lo dicho de que no te odio; eres despreciable. Además, Rosie no es


tan superficial.

Mikel supo que la chiquilla no era como su hermana.

—Parece que la conozco mejor que tú. —Sonrió mirando sus piernas, las
mismas que Isabel apretó, antes de levantarse para poner distancia entre
ellos.

—Eres un miserable. Ojalá Rosie abra los ojos y se aleje de ti; solo la harás
perder el tiempo.

—¿Cómo es posible que, siendo tan niña, hables como una anciana?

—Amor y respeto son dos cosas que desconoces, animal.

Mikel se levantó; se rió y meneó la cabeza. Rascó su frente con la mano que
sostenía el cigarrillo y la miró.

—Tontita, tu hermana sabe que tengo lo que le gusta. —Se tocó el sexo con
descaro—. Y se lo voy a dar cuando quiera... y si te animas, también… —
No terminó la frase; una bofetada le cruzó el rostro.

—¡Maldito, poco hombre! ¡Ojalá Rosie estuviera aquí para escucharte!

Mikel se tocó la mejilla; al hacerlo, se quemó con la colilla. Isabel decidió


marcharse para no quedarse a solas con él. No quería verlo nunca más.

Se deshizo del vestido que le había regalado ese don Juan de quinta y salió
del departamento. Llegó de prisa al elevador, intentando peinar con la mano
el cabello platinado. Se detuvo en seco cuando vio a Rosie salir de allí.

—¡Isabel! —exclamó sorprendida —¿Qué haces aquí?

—¿Qué haces tú aquí?

—Dijiste que vendrías a ver a Mikel y no me quedé tranquila.

—Vine a advertirle que no jugara contigo.

—¿Qué?

—¡Mikel es un mujeriego!

—Isabel, soy mayor que tú; no tienes que hablar por mí.

—¿Qué no te das cuenta de que ese infeliz solo quiere jugar contigo? ¡Te
quiere para pasar el rato!

—¡Tú piensas eso de todos los hombres!

—¡Y tú apenas lo miras te vuelves una tonta!

—¡Basta, Isabel, sé lo que hago!

—Dios, estás obsesionada con él.

—Lo amo. Estoy enamorada de Mikel.


Isabel meneó la cabeza; no podía creer tanta ceguera. Mikel se asomó a la
puerta del departamento para despedir a sus compañeros de trabajo y su
mirada atrapó como imán a Rosie.

Le decepcionó verla con tan poca voluntad ante ese ser sin sentimientos.

Sabía que, cuando estuvieran a solas, Rosie se entregaría estúpidamente a


su pasión por él; que su cabeza se llenaría de falsas ilusiones y terminaría
con el corazón destrozado. Sintió un nudo en la garganta. Contuvo las
lágrimas y prefirió irse cuanto antes.

Bajó en el ascensor con la vista nublada y caminó hacia la salida. Tenía la


mirada fija en el piso; no quería ser vista llorando. Se pasó los dedos por las
mejillas para secarse y apresuró el paso.

—¿Rosie? —Escuchó una voz conocida llamándola por ese nombre.

12. LLÁMAME ISABEL

Adolfo la vio, mas no estuvo seguro de que fuera ella, debido al feo tinte
que daba a su piel una apariencia pálida y descompuesta.

—Adolfo...

Recibió una mirada extraña. Supo que era por su cabello esponjoso y
dañado por el químico al teñirlo.

Se limpió las mejillas y su presencia cambió en un instante su ánimo.

—¿Qué...? —señaló su cabello, sin hallar palabras para describirlo. Isabel


se mordió los labios; era vergonzoso. Sin embargo, al ver sus ojos risueños,

no le pareció tan malo si lograba verlo sonreír a pesar del último encuentro.

—Ya sé, mi tinte es asqueroso.

—Yo no diría asqueroso; más bien: horrendo.

—La que me lo tiñó juró que me quedaba bien.


—Su trabajo es vender. Y no; definitivamente, no me agrada. No puedo ver
otra cosa que no sea tu cabeza.

La recorrió de cuerpo entero y lo que halló abajo tampoco fue muy


favorecedor. Sandalias, un pescador viejo de mezclilla y un suéter grueso
que le iba grande; no podía estar peor. Además, se había lavado
completamente el rostro para quitarse el maquillaje que le pusieron para la
sesión fotográfica. Debía lucir muy pálida.

—No es tan malo pasar desapercibida. No me molesta.

—Sí; en tu caso es preferible no atraer gente indeseable. —Sonrió forzado.

Su reproche le dolió. Adolfo no esperó una respuesta y siguió su camino

—Adolfo —lo llamó suavemente y dio unos pasos tras él, que escuchó esa
vocecita aterciopelada y se detuvo—. Lo siento mucho —murmuró
nerviosa—. Lamento lo que hice. Me equivoqué contigo.

El modelo contuvo el aliento; aun con ese aspecto tan desaliñado, le


gustaba. Había algo en su esencia que lo enloquecía.

—No te preocupes, te entiendo. —Volvió a caminar, dejándola atrás. Isabel


apretó los puños.

—Fui a b...buscarte... a tu departamento —confesó, casi tartamudeando, lo


que hizo antes de llegar con Mikel. Adolfo le prestó toda su atención al
instante.

—¿En serio?

—Me dijo el conserje que no estabas; que habías salido...

—¿Para qué querrías verme, si soy un pervertido? —inquirió, mirándola


con esos hermosos ojos que la ponían a temblar.

Su ironía, aunada a lo que acababa de pasar con su hermana, lo hizo más


doloroso; se sintió herida y no pudo ocultarlo. Era mejor ignorar lo que
habló con Rosie y desaparecer de su vida.
—Yo... solo quería disculparme... —Se pausó al ser asaltada por un nudo en
la garganta; respiró profundo y se ajustó el suéter—. No fue intencional...

—Sintió la boca seca—. El miedo, me volvió grosera.

—No fuiste tan grosera, como malagradecida y desconfiada. —Vio sus ojos
humedecerse, derritiendo su ego lastimado—. Me hiciste un desplante que
no merecía.

—Me imagino...

—No; ni te lo imaginas. Pero acepto tu disculpa, aunque no logro


entenderte. —Actuó con indiferencia—. Así como tienes una percepción
extraña del tiempo, supongo que igual te pasa con los sentimientos —le
reprochó por dejar pasar un mes sin saber de ella—. Adiós, Rosie.

El corazón de Isabel se paralizó; no podía irse así. Él le dio la espalda una


vez más y se sintió angustiada. Ese era el hombre con el que quería dejar de
sentir miedo; no deseaba a nadie más. No podía dejarlo ir así, sin luchar.

—¡Adolfo! —exclamó en un acto desesperado; pero cuando la miró, todo


su valor se fue. Sólo encontró indiferencia—. Gracias por ayudarme.

Apenas podía respirar. Odiaba ser tan cobarde; pero esa falta de valor la
mantendría segura. Meneó la cabeza, luchando contra sí misma. Se alejó y
llegó a la salida. Iba a echarse a llorar; necesitaba hacerlo.

—¡Eres una estúpida cobarde! —gruñó apretando los dientes y se golpeó la


frente con un puño—. ¡Idiota, idiota!

Se detuvo y respiró profundo; debía calmarse. Exhaló y giró sobre los


talones para regresar. Al hacerlo se topó con una pared. Gritó asustada y su
corazón dio un vuelco al ver que era el muro más bello que había visto en
su vida. Pudo descubrir que en su cuerpo vivían más emociones, aparte del
temor.

—Adolfo...

—Así que estás loca por mí.


Puso las manos sobre su pecho; no podía creer que la hubiera seguido.

—Sí. —Sonrió nerviosa.

—Estás temblando. —Tomó sus manos y las besó.

—Por favor, pellizcame y dime que estás aquí. —Él se humedeció los
labios.

—Haré algo menos doloroso. —Isabel supo que la besaría.

—Sí, hazlo... Es lo que más quiero.

El deseo de Adolfo estalló y buscó lo que tanto anhelaba: besarla, sabiendo


que no lo rechazaría.

Isabel cerró ingenuamente los ojos. Él sonrió y besó su frente; después, las
mejillas. Se derretía con cada caricia. Cuando llegó a besar sus comisuras,
entreabrió los labios.

Contuvo el aliento cuando sus brazos le rodearon la cintura. Su boca se


apoderó finalmente de la suya, sutil y seductoramente. Lo abrazó; metió las
manos bajo su saco y percibió la dureza de sus músculos. Gimió con el
juego de sus lenguas entrelazadas.

Adolfo la atrajo más y disfrutó enormemente cuando su erección la rozó y


ella no escapó despavorida. Deseó restregarse en su pequeña figura, pero no
era el mejor lugar para intentar arrancarle esa horrible ropa.

—Vamos a otro lado.

Isabel lo acompañó a su departamento. Necesitaban estar solos para besarse


libremente; para descubrir que no tenía miedo estando a su lado.

Apenas entrar, la abrazó por detrás; besó su cuello y se encogió cohibida.

—Si no quieres muchos besos, dímelo.

—Perdón, es que estoy nerviosa —murmuró la chica, girando hacia él.


Adolfo la atrajo íntimamente.

—¿Y qué crees que podría pasarte estando aquí, a solas conmigo?

Isabel se mordió los labios y él siguió ese movimiento. Se puso serio.

—Sé que serás paciente.

—Supongo que sí.

La joven lo empujó suavemente.

—¿Cómo que supones?

—Sé que tienes miedo, pero también sé que estás muy interesada en mi
cuerpo.

—¡No seas vanidoso!

Adolfo sonrió y jaló su mano.

—No temas, no te obligaré a nada. Esperaré pacientemente a que me tomes


cuando quieras.

Isabel supo que se estaba enamorando de él. ¿Qué podría impedir que
sintiera placer al estar íntimamente?

—Hey, ¿qué estás pensando? ¿Por qué me desnudas con la mirada?

—¡No hago eso! —Se soltó de su agarre. Adolfo la siguió, sin poder quitar
sus manos de ese cuerpo que moría por explorar.

—Si no fuera por ese cabello tan antisensual, ya te habría comido a besos.

La chica se rió y le dio un beso para callarlo.

Al paso de los días, Isabel se sintió cada vez más entusiasmada con esas
caricias que trataban de adentrarse en su intimidad.
Adolfo recorrió sus piernas, besándola. Aprovechó su descuido para meter
los dedos entre sus muslos, pero lo detuvo y él se apartó con una sonrisa
traviesa.

—No iba a hacer nada.

—¡Tenemos dos semanas juntos y ya quieres todo! —le reprochó.

—Perdón, mi amor, es que no me aguanto las ganas de sentirte. Eres... —La


besó rápido en los labios— una adicción.

Lo miró con desconfianza, pero sin miedo.

—¿A dónde iremos? —indagó, cambiando de tema. La miró con malicia;


recorrió su rostro y agradeció infinitamente que se arreglara ese cabello.

—¿Estás mirando mi pelo, verdad? —Adolfo se rió—. La mujer con la que


me mandaste dijo que pronto estará perfecto con los tratamientos.

Miró sus muslos. Amaba ese uniforme; le sentaba de maravilla.

—Ya estás perfecta.

A partir de esa tarde, los encuentros estuvieron llenos de largos y


apasionados besos. La sensualidad reprimida de Isabel fluía lentamente,
poniendo a Adolfo en aprietos.

Esa noche —después de que la recogió en el trabajo— acudieron a su lugar


favorito, desde donde podían ver la ciudad. Las manos de Adolfo se
atrevieron a rozar su vientre e Isabel saltó, apartándolo con rapidez.

—¿Qué? —inquirió él con falsa inocencia.

—Aún no.

Adolfo fingió sonreír. Por dentro, estaba a punto de estallar.

—No te estoy pidiendo que lo hagamos ya. —Se inclinó a besar su mejilla
con deseo contenido.
—Tenme paciencia, por favor —le pidió dulcemente. El modelo se
humedeció los labios.

—Claro, preciosa; seré un santo y mantendré mi cinturón bien ajustado —

dijo, apartándose en el asiento trasero del coche para recostarse contra la


puerta. Tenía los botones de la camisa abiertos; con ello ponía a la chica en
un dilema.

Adolfo sonrió en la oscuridad y ella se inclinó sobre su pecho para besarlo.

Aprovechó la ocasión para jalarla sobre su cuerpo y acomodar sus piernas a


los costados; sabía que estaba muy tentada a ceder a su antojo y la
provocaría al límite.

Pegó sus vientres y se frotó de una manera que evidenciaba su gran


excitación. Isabel abrió las piernas y la falda subió hasta las caderas. Era
innegable que lo deseaba también, porque no se opuso a ese grado de
intimidad.

Se besaron con desesperación, ansiando fundirse en uno solo. Adolfo logró


quitarle la blusa y apretar sus senos con menos ropa. La joven se pegó con
fuerza, le besó el cuello y comenzó a descender. El modelo cerró los ojos;
amaba esos labios húmedos y candentes. Lo volvía loco; lo excitaba, aun
cuando no estaban juntos. Isabel era fantástica y se amoldaba bien a sus
deseos.

Sintió su boca dulce mordisqueando su piel blanca. Se entretuvo en su


cuello, besándolo como él le había enseñado.

Puso las manos en las caderas femeninas y subió la falda aún más, para
acariciar su redondo trasero. La apretó y se metió bajo la tela de sus bragas;
pero el encanto duró poco, porque Isabel siguió bajando por su pecho.

Gimió al imaginar a dónde se dirigía. La boca de la chica llegó a su


estómago; estaba tan hambrienta de placer que dejó de razonar.
Deseaba enderezarse y ponerla bajo su cuerpo para enseñarle lo que era la
pasión en su punto más placentero, cuando sus cuerpos se fundieran en uno.

Gimió fuertemente, debía contenerse. Por más que pensaba en una y mil
maneras de sumar y restar para no estallar, a cada segundo era más difícil.

Se quejó cuando ella lo mordió. Isabel se incorporó, despertando de su


locura. Notó una mancha roja en su pectoral y se cubrió la boca. Se bajó al
instante de su cuerpo.

—¡Perdón!

Adolfo se miró; se tocó la herida y ella aprovechó para reajustarse la ropa.

—Si tenías hambre, debiste decírmelo.

—En serio, lo lamento; no sé qué me pasó. ¿Qué van a decir cuando vayas a
modelar? No podrás posar sin camisa.

—De momento estoy libre de ese trabajo, no te preocupes. Menos mal que
no fue más abajo.

—¿Duele mucho en el ombligo?

—Sí, amor, abajo es muy muy doloroso. —La atrajo de nuevo y la besó—.

Pero si tu boca me muerde y me besa allí, no importa —gruñó —. Ay,


Rosie, me encantas.

—No me llames Rosie; me gusta más Isabel.

Adolfo siguió besándola.

—Mmmh... No, Isabel suena a nombre de niñita.

—Pero...

—Mejor vámonos, que estoy a punto de no portarme bien. Aunque no


puedo decir lo mismo de ti.
—¡Adolfo!

13. PACIENCIA

Lo que para Isabel fue una tarde perfecta, no lo fue para su hermana. Llegó
a la casa y Rosie estaba llorando en su recámara.

—Me usó y luego me pidió que me largara, como si fuera una prostituta. —

Sollozó, llenándola de rabia; odiaba verla sufrir por Mikel—. ¿Por qué me
trata así? No entiendo.

Isabel la abrazó.

—No te alteres por él, no vale la pena.

—Lo amo, Isabel.

Días después, Adolfo la buscó en la tienda, a pesar de que ella le había


pedido que mantuvieran la relación discretamente.

—Mi vida… —Llegó al mostrador y la besó en los labios, tomando su


rostro entre las manos—. Eres tan hermosa… —dijo, mirándola.

Isabel se puso roja. Había clientes y empleados viéndolos sorprendidos.

—Adolfo —replicó suavemente.

—¿Qué? —Sonrió, mordiéndose los labios. No podía ocultar cuánto la


deseaba.

—Nos están mirando —dijo y extendió una mano para limpiarle los labios
manchados de su maquillaje.

—¿Y qué? —Miró alrededor—. No me importa.

—Trabajas para la dueña del almacén. ¿No tendrás problemas? Soy una
vendedora.
—Si se entera, tal vez me mande a París o Nueva York; es una señora
quisquillosa.

—Debes cuidar tu imagen.

Adolfo levantó las cejas.

—El hambre, mi pequeña… —Le besó el cuello, arrancándole una risita—,


te hace decir tonterías. Vamos a comer, que tú siempre quieres comer.

—Te extraño —le dijo a su cansado novio por videollamada, después de


tres semanas sin verlo.

En donde él se encontraba era de noche. Acababa de regresar de un desfile


y, aun así, se había molestado en no perder el contacto con su chica.

—Y yo más, princesa. Me haces falta.

Isabel sonrió.

—Ya quiero abrazarte.

—¿Solo eso? —respondió desde su habitación frente al computador.

—Sabes que no.

—Te ves tan hermosa. Pareces una bebé, y yo un pervertido que quisiera
arrancarte la ropa.

Isabel sonrió apenada. Siempre decía lo mismo cuando se quitaba el


maquillaje. Su cuerpo deseaba lo mismo que el de él, pero temía a esa gran
pasión que siempre le demostraba.

—Ya regresarás y veremos si puedes convencerme —lo tentó. Adolfo


sonrió; era una promesa.

—Regresaré pronto.

La chica sintió que su corazón se detenía un instante.


—Ya quiero tenerte aquí.

El modelo sonrió malicioso y le mandó un beso con los dedos, al que ella
correspondió.

—Deberías ir conmigo —le dijo Adolfo semanas después, mientras


cenaban en un lujoso restaurante.

—Estoy contigo.

—Hablo de mis viajes.

Isabel se quedó muda un instante.

—¿Tus viajes?

—¿Tienes pasaporte?

—No.

—Habrá que tramitarlo.

—¿Para... irme contigo?

—Aunque podríamos irnos a un lugar menos lejano… y para eso no


necesitas pasaporte.

Recorrió su figura; se veía hermosa esa noche, con ese vestido ajustado que
mostraba su escote y esa falda amplia que más tarde le permitiría llegar
hasta sus caderas y bajarle las...

—¡Adolfo! —exclamó Isabel al ver que la desnudaba con la mirada y no


escuchaba sus palabras.

No podría sacar un pasaporte. No tenía un empleo que avalara que era una
persona digna de recibir una visa, pues sus documentos de trabajo eran
falsos.

—Quiero que estés pegada a mí todo el tiempo.


Isabel se humedeció los labios.

—Como niños buenos, no creo.

—Seré muy buen niño. —Extendió una mano para acariciar la suya; ella se
sacudió.

—Entonces, mi respuesta es no.

Adolfo se tensó y la soltó.

—¿N...no? —repitió, sintiendo una sutil frustración; sentía que todos sus
esfuerzos por conquistarla se venían abajo. Aun así, iba a insistir. Se acercó
a su silla y la envolvió en sus brazos—. ¿Prefieres perderme?

—¡Claro que no! Pero debo pensar en mi hermana; no puedo dejarla sola.

—Ya está grande, puede cuidarse.

—Ella me necesita; no es tan fácil.

La tormentosa relación de Rosie y Mikel había llegado por fin a su


momento de calma. Así pudo disfrutar realmente lo que tenía con Adolfo.

Llevaban tres meses de relación; tres meses en los que fue todo ternura y

paciencia. Tres meses en los que le demostró que no era como los demás
hombres.

La tarde del sábado fue a recogerla a su casa. Entró a la pequeña vivienda.

Rosie no estaba; se había ido con Mikel desde la mañana, para pasar juntos
el fin de semana. No era la primera vez que ocurría.

Adolfo se sentó a esperarla en la sala. La chica le había dado un vaso con


agua, pues llegó caminando; según él, para no atraer la atención de los
curiosos. Mientras esperaba, miró en la pared un dibujo hecho a lápiz.
Primero escupió el líquido, luego se empezó a ahogar. Isabel salió de su
habitación y se le acercó preocupada.

—¿Qué pasó?

Adolfo le dio el vaso y siguió tosiendo. Se había mojado la camisa. Ella


seguía sin saber qué le ocurría.

—¿Qué rayos es eso?

Isabel miró la pared y abrió la boca horrorizada; apretó el vaso y arrancó el


marco de un solo manazo.

—¿Cómo pudo mi hermana colgar esto aquí?

—¿No me digas que esa atrocidad es lo que dibuja?

—¡No! Esto debió parar en la basura —respondió. Él notó que se había


puesto roja.

—¿No me digas que tú lo hiciste? —Se rió un poco, tosiendo aún.

—¡Claro que no!

Le arrebató el dibujo enmarcado. Isabel quiso recuperarlo; él soltó una risa


más fuerte.

—Aquí dice que una Isabel lo hizo. —Paró de reír—. Ese es tu primer
nombre, ¿no?

—Pues sí, fui yo —confesó, haciendo una mueca—. Parece que fue hecho
por un niño de preescolar, lo sé.

Se acercó y la abrazó. Ella notó que estaba mojado; aun así, él no la soltó.

—Si en verdad te gustara tanto, no te conformarías con esto.

—Adolfo...
—No quiero presionarte, de verdad; pero mentiría si te digo que no sueño
con hacerte el amor.

Isabel lo abrazó y deseó con todo su ser decirle que sí, que también lo
deseaba.

—Será mejor que me dejes secar la camisa.

Se apartó. No era lo que deseaba escuchar; fingió una sonrisa.

—Muy bien, me desnudaré para ti.

—Dije que me des la camisa.

El hombre dio unos pasos atrás y comenzó a desabrocharse los botones.

—Posaré desnudo para ti, cuando quieras —ofreció seductor.

La chica miró las manos abrir lentamente la prenda. Perdió el aliento.

—No, no soy buena dibujando; ya lo viste. Lo mío es la electricidad. Soy


buena instalando... cosas de esas —balbuceó viendo su abdomen marcado,
los límites decentes de su cintura y su vientre.

—¿Y qué más saben hacer esas manos? —La rozó.

—Postres; bueno, no mucho. Más bien me los como. —Se pausó cuando él
se deshizo de la camisa y pudo ver sus hombros anchos y musculosos.

Tragó saliva. No podía mirarlo sin tener malos pensamientos; pero ¿cómo
haría para convertir esos pensamientos en realidad?

Adolfo notó que su rostro delataba una tremenda lucha interna; entonces se
dio cuenta de que quizás nunca tendría oportunidad de consumar la relación
de manera íntima.

—Hey, princesa; regresa a la tierra.

Isabel se despertó de su mal sueño y lo miró con ansiedad.


—Perdóname.

—¿Perdonarte, por qué?

—No es justo que yo te haga esperar por algo que es evidente que deseas.

—¿Estaba a punto de terminar con él? Un escalofrío lo recorrió.

—No te atrevas a terminar conmigo —le advirtió, sin poder evitar sonar
angustiado. Él mismo se sorprendió.

—Es más que evidente que quieres tener sexo y yo...

—¿Sabes qué? Dame mi camisa y vámonos de aquí.

—Al menos déjame usar la secadora de cabello y te la doy seca.

La miró serio. No podía estarle pasando eso. La chica realmente le gustaba;


mucho más de lo que pudo imaginar que llegaría a suceder. Se sentó en el
sillón.

¿Cómo era posible que, sin llegar a la cama, lo hubiera interesado para tener
una relación? ¿Relación? Se sorprendió una vez más.

Cayó en cuenta de que había pasado más tiempo con Rosie que con nadie
que recordara. Muchas veces se veían en su departamento, cenaban o iban

al cine; nada era más excitante que estar juntos, abrazados, besándose. Él,
intentando sobrepasarse, y ella, manteniendo sus manos a raya. Había
aprendido a no sentirse rechazado; sin embargo, no podía dejar de insistir
en hacerle el amor.

Isabel se asomó por la puerta de su recámara y se sintió mal. Adolfo era un


hombre con necesidades y no dudaba que cualquier otra pudiera ofrecerse a
satisfacerlo; incluso, no descartaba la posibilidad de que pasara las noches
acompañado. No podía reprocharle. Ella solo era su... Frunció el ceño. En
realidad no sabía lo que era; nunca habían aclarado esa parte.
¿La veía como un reto? Podría ser. Estaba resultando más difícil de seducir
de lo que se imaginó; quizás allí estaba la razón de lo emocionante que
podía ser su lucha por llevarla a la cama. Debía ser consciente de que el
futuro era inestable. Realmente no sabía nada de él; ni siquiera si tenía
parientes en Texas.

Isabel miró las zapatillas; era momento de terminar de vestirse para que se
fueran. Se sentó sobre la cama y tomó los zapatos de tacón alto. No quería
verse como un duende al lado de su espectacular modelo.

Adolfo se acercó a la puerta de su recámara y notó lo concentrada que


estaba en sus pensamientos. Mas no fue lo único que vio; sonrió fascinado
al mirar a su chica doblar la rodilla y ponerse las zapatillas.

Definitivamente, tenía las piernas más hermosas que había encontrado en su


vida. Se humedeció los labios, observando un poco más allá; meneó la
cabeza y suspiró. Isabel lo escuchó tras ponerse la segunda zapatilla.

Al descubrir su presencia en el marco de la puerta se sobresaltó y se levantó


de inmediato. Se llevó las manos a los bordes de la falda y lo vio sonreír; se
ruborizó al notar su gesto travieso.

—¡Adolfo!

—¿Qué?

—¡Me asustaste!

—¿Por qué?

Isabel tomó su camisa y se la entregó.

—Me miraste todo.

—Ojalá —murmuró al verla pasar a su lado.

—No tienes remedio —dijo, tratando de no demostrarle que empezaba a


confiar en que sus ojos atrevidos no iban a pasar de eso si ella no lo
deseaba.
Adolfo la alcanzó y la atrajo.

—Dame un beso.

Isabel sonrió y le rodeó el cuello; miró sus ojos bellos y se sintió


enamorada. No podía dejarlo. Lo amaba. Acercó sus labios y tocó los de él.

Fue un beso muy dulce. Se apartó y lo vio morderse ambos labios.

—¿Es todo?

Le sonrió y acarició su mejilla con los dedos.

—Espérame, por favor... Solo un poquito más.

Adolfo levantó las cejas. Miró su rostro pequeño y se sintió atrapado; con
ello bastó para aceptar su propuesta. Asintió con aparente desgano y recibió
otro beso.

14. MIEDO

Entraron a su departamento en silencio. Adolfo encendió la luz y la condujo


suavemente a la sala.

—¿Quieres beber algo?

Isabel sonrió. Estaba un poco mareada por el vino que tomó en la cena. Se
sentó con descuido en el largo sillón; su falda subió aún más, elevando las
intenciones del hombre de propasarse con ella esa noche.

Adolfo fue a su lado y se contuvo. No era un abusador.

—Entonces, yo tampoco tomaré nada. —La miró, apoyando un brazo en el


respaldo del sillón—. Solo platicaremos.

Extendió la mano y le acarició una mejilla.

—Sí, platicaremos —musitó Isabel, mirándolo con ganas de comérselo.


—Así que mi hermosa chica sabe de electricidad… —Recordó un tema que
tocaron tiempo atrás—. Un día de estos te pondré a prueba.

Isabel rió.

—Soy una experta. —Lo besó en los labios, inocente.

—¿Y qué más saben hacer esas manos? —inquirió, tomándolas para
ponerlas sobre su pecho.

—No lo sé. —Sonrió atrevida, por el alcohol.

Se acercó y buscó su boca; ella le correspondió. Rodeó su cuello y se pegó


con ansiedad. Lo deseaba.

Adolfo le quitó el saco que completaba su uniforme de empleada del


almacén; enseguida, se levantaron para abrir los botones de su blusa y su
camisa.

Las caricias y el alcohol despertaron la libido de la chica, quien se portó


más atrevida de lo normal. La levantó y enroscó las piernas de la joven en
su cintura. Estaba muy emocionado; era la primera vez que podía llevarla a
su habitación. Cuando sus cuerpos se encontraron en ropa interior, ella
titubeó.

Era excitante sentir su piel ardiente. Adolfo no sabía lo mucho que deseaba
ser suya; sin embargo, algo no estaba bien.

—Adolfo...

—Rosie, mi amor...

No le agradó que la llamara por el nombre de su hermana.

—Llámame Isabel —le pidió en la penumbra; solo una luz tenue los
iluminaba. Él le besó el cuello.

—Ya te dije que... —Iba a replicar, pero vio sus ojos casi suplicantes—.
Realmente te molesta tu nombre, ¿verdad?

—No tienes idea de cuánto.

—Es que Isabel...

—Me gusta mucho mi nombre; es el primero.

—Bien, te llamaré así, sólo para que te sientas cómoda.

—Gracias.

Con su nombre en labios de Adolfo, pudo relajarse y disfrutar del placer


que ese hombre le ofrecía.

Al sentir su piel desnuda lo abrazó fascinada. Era tan agradable sentir su


calor, lo suave y firme de su torso sobre ella en la cama, la manera en que
sus pezones se endurecían bajo su contacto… Gimió cuando los tocó con la
punta de la lengua.

—Isabel, mi amor... —susurró, jugando con el borde de sus bragas. Las


manos de la chica lo detuvieron.

—No... No puedo...

Adolfo la miró bajo su cuerpo.

—Iremos despacio; será como quieras.

—Es que no puedo dejar de sentir miedo.

—Preciosa, lo entiendo. Lo que te pasó fue muy difícil.

Isabel lo apartó y se sentó al borde de la cama.

—Ojalá pudiera olvidarlo. Ojalá solo hubiera sido una vez —sollozó.

Adolfo se sentó a su lado.


—Cariño...

—Ese hombre fingió ser mi amigo y, cuando menos lo esperé, me secuestró

—confesó esa parte que hablaba de su larga pesadilla en manos de Cristian

—. Me tuvo encerrada no sé cuántos días... Luego supe que mi papá lo


permitió. —Se echó a llorar, avergonzada—. ¿Cómo pudo hacerme eso? Mi
papá fue tan cruel...

Adolfo enmudeció un instante; no pensó que fuera más terrible de lo que le


había dicho. Con razón no confió en él al inicio. Si su propio padre fue
capaz de ofrecerla, ¿qué podía esperar de los demás?

—Amor, lo siento muchísimo —dijo sincero; Isabel se levantó, escapando


de sus brazos. Lo miró llorosa.

—¡Lo dices para que me sienta bien y vea lo comprensivo que eres! —le
reprochó temblorosa—. ¡Solo porque quieres que me acueste contigo!

Adolfo se levantó; fue a encender la luz y regresó con ella.

—¡Por supuesto que no! ¿Por qué gastaría mi tiempo así, si puedo
acostarme con quien se me dé la gana?

Isabel lo miró horrorizada.

—Eso mismo me pregunto...

—¡Por favor, Rosie, no exageres! —Se desesperó; no por el rechazo, sino


por su desconfianza.

—¡No me llames así!

Adolfo aspiró profundo.

—Será mejor que nos calmemos.

Isabel se sintió avergonzada.


—Lo siento, tengo miedo. No quiero una aventura.

Adolfo se le acercó y la abrazó.

—Cariño, tenemos tres meses juntos y hasta hoy no habíamos tocado la


cama. —La miró en sus brazos—. ¿No te parece que tenemos algo que
puede ser más que una pasión momentánea?

—¿De verdad te importo?

Adolfo la besó en la frente.

—Ponme a prueba.

—Nunca me has pedido que seamos algo más.

—¿Algo así como… novios? —inquirió risueño.

—Sí.

—¿Quieres que te lo pida?

—Si no quieres, no... —musitó, fingiendo desinterés.

—¿No?

—Bueno, un poco... —Lo miró de reojo.

—Primero dame un beso —dijo, echándose los brazos femeninos alrededor


del cuello.

Isabel se paró de puntillas para besarle los labios, al principio, con timidez;
después le rodeó el cuello y su beso recobró la pasión que el temor
ahuyentó.

—Hey, no prometas lo que no vas a cumplir —le advirtió, excitado.

—Ayúdame a cumplir.
Adolfo se humedeció los labios; sabía que podría ser su noche, pero
también podía ocurrir todo lo contrario. Correría el riesgo.

—Y ni así pude llegar a donde quería —confesó ante la burlona sonrisa de


Mikel, quien revisaba unas fotografías distribuidas sobre la mesa.

—Tal vez no le gustas tanto.

—¡Claro que le gusto! Es solo que sigue con miedo.

—¿Miedo a qué?

—Tuvo una mala experiencia —explicó, bajando el tono de voz.

—Creo que te conté que con esa mentira me atrapó mi amante del
momento.

—Sí, lo recuerdo.

—La investigué y resultó que la señorita perfecta estaba divorciada.

Además, tuvo amoríos con un hombre mayor, que le daba dinero para
pagarse unas clases de pintura; ya sabrás a cambio de qué. Y así con otros
más.

—No creo que el pasado de una mujer deba someterse a juicio; tú tampoco
eres un santo.

—No, pero es de cuidado cuando descubres que es una especie de


cazafortunas; una bellísima y seductora vampiresa con cara de niña buena,
que solo consigue novios ricos, de preferencia temporales, para sacarles
cuanto puede antes de que se aburran de ella.

Adolfo se levantó del sillón, intrigado. Mikel era casi dos años menor que
él, pero siempre fue un mujeriego.

—¿Eso hace tu novia? ¿Te ha sacado dinero?


—No, pero temo que quiere algo más. Algo que me horroriza con solo
pensarlo.

—¿Crees que quiere un compromiso serio? ¿Que busca atraparte?

Mikel miró al modelo.

—Atrapado me tiene; pero no de la manera que quiere. —Miró una foto de


ella y la tomó; le dio un beso y la depositó nuevamente en la mesa—. Quién
diría que esta cara de ángel oculta a una bandida… —Acarició su rostro y
se alejó para ir al bar a un costado del sillón, en el que Adolfo estuvo
sentado.

El modelo frunció el ceño, sin comprender la complicada vida amorosa de


Mikel. Se acercó a la mesa y vio el trabajo del fotógrafo; realmente era
bueno.

De pronto, una imagen llamó su atención.

—Oye, esta chica...

Mikel vio que apuntaba a algo sobre la mesa.

—Es Rosie, mi mujercita.

Adolfo perdió el color.

—¿Rosie? ¿Estás seguro? ¿La rubia? —miró las fotos en blanco y negro.

Mikel se acercó con un brandy en la mano y le ofreció otro.

—En esa ocasión le tomé las fotos para conservar su belleza antes de
separarnos; aunque estaba un poco enojada. Después de que me dejó en
aquella fiesta, cuando se fue con un modelo, la muy caradura.

Adolfo sintió la sangre hirviendo en sus venas.

—Esta chica... —la señaló. Mikel se rió, interrumpiendo sus palabras.


—Esa niña es hermosa, ¿verdad? —Adolfo estaba tenso; como un volcán a
punto de estallar—. Es hermana de Rosie —agregó, dándole un trago a su
vaso de licor.

—Dijiste que ella era Rosie —le recordó.

—Me confundí. Esta es Rosie. —Mostró una foto de la hermana mayor—.

Un día se tiñó el cabello de un color horrible, pero no tan feo como el de


esta criatura —dijo, señalando la de la menor. Adolfo estaba más que
desubicado.

—Aclárame algo: esta es Rosie, tu novia.

Mikel asintió.

—Sí. Y éste pequeño engendro es Isabel, la hermanita de mi adorada.

—¿Por qué la llamas así?

Mikel se puso serio. Adolfo siguió mirándola.

—Porque Rosie es ambiciosa; pero esta chiquilla… —La señaló poniendo


los dedos sobre la imagen—. Ella sí que es peligrosa. Nunca actúa sin

pensar y, si siguió los pasos de su hermana, imagínate lo que esa carita


angelical puede conseguir. Ahora parece que anda con alguien importante.

—No luce tan peligrosa como dices; es una niña.

—¡Ay, Adolfo! —Le palmeó el hombro—. Eres bueno en los negocios;


pero en cuanto a mujeres malas, eres un bebé.

—Soy mayor que tú.

—Por año y medio, nada más.

—Aun así, no creo que sea tan mala.


Mikel recorrió el cuerpo de la chica con un dedo.

—Pues, con un bombón así de tierno, cualquiera desearía dejarse llevar por
el instinto.

Su comentario libidinoso lo molestó.

—¿Te ha insinuado algo?

Mikel se rió.

—¡Jamás! Me odia; si pudiera, me mataría por hacer sufrir a su hermana.

Además es una niñita y jamás me metería con una de su edad.

Adolfo lo miró sobresaltado.

—¿C... cómo que alguien de su edad?

—Mírala Adolfo: es una nenita. Apenas cumplió dieciocho.

El modelo tragó saliva. ¿Era menor de edad? Se veía tan diferente con el
uniforme y todo ese maquillaje. No podía estar interesado en una chiquilla.

Recordó todas las veces que besó y acarició su cuerpo; la manera en que
ella se entregó las últimas veces a sus manos bajo la ropa, la forma en que
lo tocó íntimamente y lo mucho que deseó que lo explorara… Se aclaró la
garganta y le dio un largo trago a su vaso. No podía estar saliendo con una
menor. Miró las fotografías y sacudió la cabeza.

—Entonces, ¿Isabel no está interesada en ti?

—Ese gremlin me comería vivo y luego me escupiría.

Adolfo lo miró con reproche.

—No le digas así.

—¡Es que lo es!


Sabía que no le costaría trabajo averiguar la verdad. ¿Qué tan cierto era lo
que dijo Mikel?

La desconfianza había nacido, con el simple hecho de saber que no se


llamaba Rosie ni tenía la edad que decía. ¿Por qué mintió? ¿Qué pretendía?

¿Acaso era un gancho para atraer incautos? ¿Para qué mentir? Había
muchos maniáticos ansiosos por tener en sus brazos a una niña como ella. Y

él era uno de esos.

¡No!, se dijo inquieto. Sí era menor de edad, no quería saber más nada de
ella.

Se fue a sentar, agradeciendo en su interior que —por silenciar a la prensa

— nadie sabía de su relación con la chica; habría sido un escándalo que


echaría su buen nombre por la borda. Debía cuidar su apellido. No se iba a
arriesgar. Si comprobaba que todo era cierto, Isabel debería salir de su vida.

Mikel no podía estar mintiendo; la conocía de antes. Y al parecer, conocía


un aspecto de Isabel que él no; por algo la llamaba de maneras tan
despectivas.

En el fondo deseaba que fuera un delirio de la mente retorcida del


fotógrafo. Deseaba que Isabel fuera inocente. Tenía que haber una buena
razón para haber mentido. A su lado había sido dulce; una chica adorable.

¿Cuál de las dos era la verdadera? Tenía que descubrirlo. Y ya sabía cómo.

15. TE CUIDO

Isabel dejó de comer su postre cuando sintió la fría mirada de Adolfo sobre
ella. Tenía un par de días actuando extraño. Supuso que era la falta de sexo.

—¿Qué sucede? ¿Por qué me miras así?

El modelo apoyó la mejilla sobre la palma de su mano y sonrió, ocultando


sus verdaderos pensamientos.
—No te asustes, solo admiro tu belleza.

No le creyó; esa vez no la recorrió con aquél deseo que ya le conocía.

¿Acaso se estaba cansando de ella?

—Pareciera que te preguntas muchas cosas al verme —comentó,


reafirmando lo dicho por Mikel: era inteligente e intuitiva—. ¿Qué piensas?

—Fantaseo contigo, ya que no puedo hacer otra cosa. —Sus palabras


confirmaron los temores de Isabel. Pasó los azules ojos por su cuerpo, pero
había algo más que deseo—. Me pregunto cuándo será que pueda tener tu
amor.

—Ya me tienes —dijo, hechizándolo con una tierna mirada cargada de


inocencia.

—¿Y ese momento llegará pronto o será mejor que lo olvide?

Isabel dejó de sonreír.

—Tal vez, necesito estar segura de lo que tenemos.

Adolfo se puso tenso. Estaba a punto de dar el primer zarpazo. Qué


decepción.

—¿Cómo qué?

—No te asustes, no espero que me propongas matrimonio —señaló


nerviosa y se mordió los labios. Para Adolfo fue evidente que eso era
precisamente lo que buscaba.

—¿No te casarías conmigo? —preguntó, capturando su atención y


dejándola paralizada; extendió una mano y tomó la de ella—. ¿Te casarías
conmigo, Isabel?

—Adolfo... —susurró con voz temblorosa—. ¿Es una pregunta... o una


propuesta?
Él sonrió, aunque por dentro sentía que la decepción se apoderaba de su ser.

Isabel sintió que apretaba su mano con fuerza y lo miró con dolor; supuso
que le hacía daño sin querer, porque estaba nervioso.

—Ambas cosas —aseguró, dándose cuenta de que podía estar delatando sus
verdaderos pensamientos. Aflojó la tensión y acercó su mano para besarla.

—Es muy serio lo que dices. Es un paso muy importante.

—¿Quieres o no? —la interrumpió, soltando su mano.

Se humedeció los labios y sonrió feliz. Se levantó de la silla para acercarse


al hombre que amaba y le rodeó el cuello. Él recibió su efusivo abrazo con
sorpresa; estuvo a punto de tumbarlo de la silla y se agarró de la mesa con
fuerza.

—¡Mi amor, no lo puedo creer! —gimió emocionada. Se sentó en sus


piernas para besarlo largamente.

Acarició sus caderas y disfrutó el momento; se olvidaría por un instante que


estaba ante una posible mentirosa.

Días después le entregó un anillo de diamantes al salir del trabajo y, con ese
regalo, Isabel se deshizo de cuanta duda tuvo sobre él. Adolfo la amaba y
ella a él; no necesitaba decírselo. Creía que era bien correspondida y sí,
estaba dispuesta a ser su esposa.

Fueron a su departamento. Esa noche se entregó a Adolfo como nunca


antes, de una manera dulce, casi virginal, para demostrarle cuánto lo amaba.

Ya no sentía miedo. Sin embargo, apenas pasó el momento, él supo que


todo había sido parte de su plan de conquista; el de ella, no el suyo.

Isabel se levantó en medio de la oscuridad y lo encontró sentado a sus pies,


observándola. Se cubrió el pecho con la sábana.

—Adolfo... —lo llamó.


—Ya es tarde, ¿te llevo a tu casa o te quedas conmigo?

La chica notó tensión en su voz.

—¿Quieres que me vaya?

Adolfo se levantó y la miró.

—Claro que no.

Regresó a su lado, dispuesto a disfrutar de la aventura, el tiempo que


durara.

—En estos días va a venir la señora De la Plata —anunció el gerente—. Sus


hijos la acompañarán y, créanme, más de una deberá preocuparse —señaló
y la joven sintió que la miró de un modo especial—, porque cuando
descubran que esos jóvenes que ya han visto por aquí son dos de los
solteros más ricos del país, habrá pleitos y guerra sucia para ganarlos.

Isabel ignoró los comentarios del gerente; su única preocupación era tener
noticias de Adolfo, a quien no veía desde hacía más de diez días. Recordó
con preocupación la manera poco efusiva con la que se despidió.

Cada noche, su mente se llenaba de dudas; lloraba sin saber qué estaba
pasando. Era como si, después de hacerla suya, el encanto se hubiera roto.

Se consolaba mirando el hermoso anillo que le regaló. Rosie no lo había


visto y ella no se lo había querido enseñar para no empeorar la situación
emocional; menos en esos días, que era evidente que había vuelto a tener
diferencias con Mikel.

—No lo entiendo —decía Rosie, tirada bocabajo en la cama—. He sido


paciente, cariñosa; nunca lo he presionado… y a él no le interesa cómo me
siento.

Isabel apretó los labios.

—Mikel no te ama, Rosie.


—Ya lo sé... —Sollozó fuerte, destrozándole el corazón. Odiaba a ese
fotógrafo idiota—. Tengo tanto miedo de que me deje definitivamente,
ahora que le diga que estoy embarazada…

Isabel se paralizó; su cabeza se nubló súbitamente.

—¡¿Qué?! ¿Qué dijiste?

Rosie se sentó sobre la cama para mirarla de frente.

—¡Ya me oíste! Estoy embarazada; tengo dos meses.

Isabel se apartó de su lado.

—¡Por Dios! ¿¡Cómo pudiste!? —le reprochó con temor—. ¿Sabes lo


peligroso que es para ti?

—¡Lo sé! ¡Pero no lo pude evitar!

—¡No quisiste evitarlo! —le espetó, imaginándose lo que podría suceder.

—Pues no.

—¿Por qué poner tu vida en riesgo por alguien a quien no le importas?

¿Para qué? ¿Acaso pretendes atraparlo con un hijo? ¡Él no es de esa clase
de hombres! ¡Qué digo hombre!, ¡alimaña!

Rosie se desesperó también y lloró más fuerte.

—Si, lo sé, Mikel nunca se casará conmigo.

—Entonces estás loca, porque lo único que conseguirás es morirte.

Rosie la miró con el rostro descompuesto por el dolor.

—Eso espero: morirme.


Si Isabel creyó que sería lo peor que pudiera ocurrirle en esos días, no fue
así. Todo siempre podía ser peor.

—Señorita Allen, siéntese —dijo el encargado de personal. Isabel obedeció,


pero no le gustó la manera irónica en que la llamó.

—¿Para qué me hizo venir?

—Allen; así se apellida, ¿verdad?

Isabel tuvo un mal presentimiento.

—Sí, ese es mi apellido.

—¿Y su verdadero nombre es...?

Isabel se puso pálida. Un escalofrío recorrió su espalda.

—Señor Rhodes, no lo entiendo.

—Claro que me entiende. Señorita Allen, me ha llegado información acerca


de su verdadera identidad —señaló el hombre. Isabel sintió que se le secaba
la boca—. Durante casi un año, nos ha engañado. Usted no se llama Rose
Allen, sino Isabel; lo cual es una falta gravísima, por la cual podría incluso

ir a la cárcel —la asustó—. Pero no se angustie, podemos llegar a un


arreglo —agregó y le acercó una hoja. Era su renuncia.

Salió de la oficina con las piernas temblorosas. ¿Cómo pudieron enterarse?

Claudia no fue. También la despidieron esa mañana; lo supo al firmar su


renuncia, sin recibir cantidad alguna por ello. Se sintió culpable por su
amiga. Sin embargo, la mayor preocupación que tenía ahora era la salud
emocional de Rosie; estaba muy deprimida y había dejado de comer.

Tristeza y embarazo no eran una buena combinación para su corazón.

Aunque ahora pudiera conseguir otro empleo, no lograría que su seguro


cubriera los gastos médicos que la hermana necesitaba.
Al salir del almacén, una idea llegó a su mente: había una manera de cuidar
a Rosie y su bebé.

El portero le comentó que Mikel no estaba solo; aun así, Isabel continuó su
camino hasta el departamento del miserable. Estaba a punto de llegar a la
puerta, cuando vio la escena más terrible de la que pudo ser testigo. Rosie
estaba siendo empujada hacia afuera, al pasillo, mientras lloraba y
suplicaba.

Con el corazón estrujado y la rabia fluyendo por sus venas caminó rápido
hasta la pareja.

—¡Por favor, Mikel! —le rogó Rosie, intentando tocarlo.

—¡Lárgate de aquí! —replicó el fotógrafo.

—¡Fue un error, lo lamento!

—¡No quiero que me expliques! —La miró con enfado.

—¡Estoy esperando un hijo tuyo! ¡No me dejes!

—¡Deja de engañarte! ¡A mí no me vas a hacer caer con esa idiotez! ¡Sé la


clase de mujerzuela que eres!

—¡Mikel! —gritó Isabel, sintiendo que ardía en rabia.

—Vaya, llegó la señorita maravilla —se mofó.

—¡No te atrevas a insultarme! —Se le acercó rabiosa, causando la risa del


fotógrafo .

—¡Uy, qué miedo! Como si me importara mucho la opinión de otra zorra


como esta. —La empujó contra su hermana. Isabel se enderezó y le dio una
bofetada que lo descontroló.

—¡Maldita basura! —le reclamó. Mikel le tomó las muñecas y las apretó.
—¡Y tú eres una ingenua estúpida! —La tomó de los hombros con la misma
fuerza—. ¿Acaso no te has dado cuenta de lo que hace tu pobre hermanita
enferma cada vez que tiene oportunidad? ¿De dónde crees que saca para
comprarse esa ropa tan cara? ¿Pintando cuadritos en los parques? —La
soltó y la chiquilla supo que sí era raro; sin embargo, ese no era el punto—.

En cambio tú… mírate, sigues siendo la mocosa miserable que conocí.

Isabel apretó los puños.

—Conozco bien a mi hermana y nada de lo que digas me hará pensar mal


de ella.

—¿Sabes por qué se divorció?

—¡No me interesa! ¡Aquí lo único que debe interesar es que vas a tener un
hijo y que debes hacerte cargo de él!

—Su esposo descubrió que le era infiel —soltó con una sonrisa. Isabel se
quedó muda un instante.

—Tal vez, pero es algo del pasado. No importa. Ahora sólo debe interesar
que Rosie esté bien atendida para que tenga a tu hijo.

—Mikel, el bebé es tuyo, mi amor —sollozó Rosie.

—¡Cállate, ramera! Me molesta oír tu voz. ¡Mejor lárguense! —Entró al


departamento—. Váyanse ya o llamaré a seguridad para que las eche.

—¡Rosie necesita tu ayuda!

Mikel las miró con desprecio.

—¿Estamos hablando de dinero, entonces?

—¡No quiero tu dinero!

—No lo quieres, pero lo necesitas —la corrigió Isabel—. En este momento,


yo no puedo ayudarte.
Mikel rió y se apoyó en el marco de la puerta.

—¡Qué bien! —exclamó—. ¡Par de pobretonas! ¡Conmigo no van a


tenerlo! ¡Así que, lárguense!

Isabel se sobresaltó cuando les cerró la puerta en la cara. Se volvió a su


hermana; la tomó de la mano y la obligó a retirarse.

—¡Mikel! —gimió Rosie.

—Vámonos ya; no sigas humillándote.

Rosie se soltó de su mano y corrió a la puerta, donde empezó a golpear con


fuerza.

—¡Mikel! ¡Mikel! ¡Ábreme, por favor! ¡No puedo vivir sin ti! ¡No quiero
estar sin ti!

Isabel sacó fuerzas de su orgullo —algo que al parecer su hermana no


conocía— y la obligó a andar. Tuvo que arrastrarla. Antes de llegar al
elevador, apareció un guardia y las acompañó a la salida.

En la calle, Isabel levantó la mirada hasta el piso donde vivía el fotógrafo y


pudo verlo asomándose por el balcón. Sonreía con burla. Le dolió el

estómago al saber que no tenía la menor pizca de humanidad; que el dolor


de su hermana le era indiferente; que jamás la ayudaría voluntariamente.

Abrazó a Rosie y su cabecita empezó a idear una manera de hacerlo pagar.

Lo miró una vez más. Mikel le mandó un beso con la mano e Isabel lo vio
con rencor. Al fin su cerebro le regaló una brillante, aunque perversa idea.

No le importaba si era mala; haría lo que fuera para que ese malnacido se
hiciera responsable.

16. DESESPERADA
Las cosas la llevaron al punto máximo de angustia cuando su hermana tuvo
una crisis emocional que la llevó al hospital. Confirmaron lo peligroso de su
embarazo; incluso, podría no llegar a término. Rosie se puso como loca.

Estando en la camilla, le agarró un brazo y la sacudió, desesperada.

—¡No permitas que me lo saquen! —suplicó llorando.

—Cálmate, nadie va a tocar al bebé.

Isabel debía contenerse, aunque le desgarrara su inmenso dolor.

El médico dijo que no había manera de que alguno de los dos sobreviviera
y, si ocurría, sería un milagro. De nuevo, el hospital no contaba ni con una
enfermera que estuviera pendiente de ella las veinticuatro horas del día.

Claudia veía con pesar a la chica de dieciocho, angustiada de no poder


ayudar a su hermana.

—No he conseguido trabajo —dijo la que fuera secretaria del almacén.

—¿Quién pudo delatarme?

—¿Mikel?

—Él no pasa por el almacén, a menos que haya algún evento.

—Es cierto —musitó Isabel, cansada. Tenía varios días buscando empleo y
no podía dormir; sus ahorros se estaban diluyendo como agua entre los
dedos.

—Te dije que esos ricos no se mezclan con mujeres como nosotras —dijo
Claudia—. Y si lo hacen, es solo para pasar el rato.

Isabel miró a la castaña y frunció el ceño.

—¿Qué tan rico es Mikel? Es solo un fotógrafo, ¿no?

Claudia hizo un gesto despectivo.


—¿De verdad no sabes quién es?

Isabel meneó la cabeza.

—No recuerdo su apellido; nunca le puse atención.

—Su apellido lo dice todo —continuó Claudia, incrementando el misterio

—: ¿Mikel De la Plata, te dice algo?

Isabel se mostró asombrada.

—De la Plata —repitió con voz apenas audible—. Se apellida como la


diseñadora.

—No es solo una coincidencia; Mikel es uno de sus dos hijos varones.

Isabel se puso nerviosa. Eso sonaba demasiado bueno.

—No lo puedo creer.

—Así es, pequeñita. Y el viernes en la noche, Lorena De la Plata estará en


el almacén, junto con su otro hijo; que por cierto, escuché que anduvo con
una chica de la tienda. Pero como ya sabes, chismes así corren todo el
tiempo.

Isabel ignoró esas últimas palabras.

—Entonces, el viernes… —recordó; luego empezó a planear lo que haría.

—Tal vez, si hablaras con la señora...

Isabel miró hacia la nada.


—Eso mismo estaba pensando.

—No creo que a ella no se le ablande el corazón con lo que le pasa a Rosie.

Isabel se levantó de su asiento.

—Estoy dispuesta a todo —aseguró. No había espacio para la conciencia,


cuando la necesidad era mayor.

Había una conferencia de prensa y una cena de gala, previa al desfile de


modas del sábado. Isabel sabía que no sería fácil entrar; pero tal como
pensó, haría lo que fuera por conseguir la ayuda económica que Rosie
necesitaba. Aprovechó la confusión que hubo en la puerta, para colarse;
después de todo era una ventaja ser tan delgada y baja de estatura. Luego,
buscó entre la gente a Mikel.

—¿A quién buscas? —preguntó Paula Simpson cuando Adolfo fijó su


mirada en un grupo de personas.

—A nadie en especial. Creí ver a alguien conocido —musitó—. Aunque tal


vez... —Se pausó, atento a la multitud—. Creo que sí; ahora vuelvo.

Paula se quedó intrigada. Ese hombre estaba actuando muy extraño desde
hacía tiempo y sospechaba la causa; sin embargo, aún no lo confirmaba.

Isabel no tardó en encontrar a Mikel, platicando alegremente con varias


modelos, altísimas y ultra delgadas. Se enfureció al verlo tan
despreocupado. Al instante se quedó solo con una y se dirigió con ella al
segundo piso, donde seguramente tendría un encuentro rápido.

—¡Mikel! —le habló fuerte desde abajo y la pareja se quedó viéndola. El


fotógrafo cambió de inmediato su semblante sonriente por una actitud
enfadada.

—Mikel, ¿qué es esa cosa? —preguntó la modelo, viendo a la ojerosa y mal


vestida Isabel. La ignoró y bajó un par de escalones, para que no subiera y
los invitados no tuvieran un espectáculo de primera.
—¿Qué demonios haces aquí? —espetó molesto, poniendo distancia entre
ellos. Lo miró furiosa; era un miserable sin corazón.

—Vengo a exigirte que te comportes como un hombre. —Lo vio bajar


rápidamente y se armó de valor para enfrentar su rabia—. ¡Ah! —se quejó
cuando le clavó los dedos en el brazo para llevársela lejos de las miradas
curiosas. La sacó del salón y la encaró en un rincón solitario.

—No te atrevas a avergonzarme delante de la gente, ¡y menos esta noche!

—La sacudió antes de soltarla.

—¡Si no ayudas a Rosie, ya verás de lo que soy capaz! —replicó frotándose


el brazo.

Mikel quiso atemorizarla, acorralándola contra la inexistente pared.

—¡Eres un maldito dolor de cabeza! —le escupió en la cara. Isabel le dio un


manotazo para empujarlo.

—¡No tanto como tú lo eres para mí! —respondió desafiante.

—¿Y qué quieres? —inquirió, cruzando los brazos a la altura del pecho.

Paula alcanzó a Adolfo a pocos metros de la pareja. Lo detuvo al escuchar


que discutían.

—Adolfo, ¿qué pasa?

—Sssh.. —dijo, ocultándose un poco. Debía enterarse de lo que ocurría.

—Necesito dinero —respondió muy directa—. ¡Mucho dinero! —agregó,


pensando en los largos meses que su hermana estaría internada bajo
cuidados especiales—. Y si no me lo das, en cuanto lleguen los periodistas
voy a gritar a todo el mundo lo que sé de ti. —Notó que tuvo éxito con su
amenaza. Mikel no veía que temblaba al decir esas palabras—. Diré que mi
hermana está en el hospital por tu culpa; ya ellos se encargarán de averiguar
lo demás.
Adolfo estaba mudo. No podía creerlo. Esa no era la mujer que conoció; la
chica dulce y tímida que estuvo en sus brazos. Se estaba comportando como
una mujer ambiciosa y sin prejuicios.

Paula se dio cuenta de la manera en que escuchar a la chica lo afectó.

—Le pidió dinero —musitó el modelo.

La mujer se asomó a ver a la chica. Recordó que tiempo atrás lo vio


interesado en ella. Nunca olvidaba una cara; especialmente, la de las
mujeres que atraían la atención de Adolfo.

—No vayas —le pidió, deteniéndolo del brazo—. Yo iré. Ahora ve con tu
madre.

—Esto no se puede quedar así —replicó entre dientes.

—Por favor, déjame intervenir. Confía en mí —insistió la hermosa morena.

—Esa mujercita debe ser controlada. Sabes a lo que me refiero.

—Si vas tú, empeorarás las cosas.

—Paula, ella quiso envolverme —confesó—. Ahora sé lo que realmente


buscaba.

Se sintió incómoda con esa confesión; fingió sonreír y le tocó suavemente


el brazo. Su teléfono móvil brilló y supo de quién se trataba.

—Es tu madre; iré por Mikel y hablaré con esa joven.

Adolfo estaba furioso. Si enfrentaba a Isabel podría cometer una locura y


empeorar las cosas. Tanto él como Mikel debían tener cuidado de no armar
escándalos esa noche; no tanto por ellos, sino por Lorena De la Plata. Sin
decir palabra, se retiró y Paula se puso en acción.

—Necesito el dinero cuanto antes, Mikel —anunció Isabel. Rosie requería


atención urgente.
—Buenas noches —saludó la asistente.

—Paula —Mikel la miró sorprendido.

—No te angusties; escuché la conversación que acabas de tener con la


señorita y creo que puedo ayudar.

Miró a Isabel por primera vez de cerca y calculó que no tendría ni veinte
años. Pensó en la posibilidad de que fuera menor de edad; fue incómodo. Si
Adolfo se enredó con ella, podría arruinar su incipiente carrera como
empresario serio si ese desliz llegaba a oídos de la prensa.

—Paula... —musitó Mikel nervioso.

—¿Quién es usted? —preguntó Isabel, ceñuda.

—Soy la asistente de...

—Ni te molestes en explicar; no vale la pena.

—De acuerdo —respondió Paula con su acostumbrada serenidad. No


quitaba la vista de la joven de jeans, tenis y camiseta. Al menos debió
molestarse en arreglar su aspecto. ¿Cómo se pudo fijar Adolfo en algo
semejante?—. Mikel, ve con tu madre. Yo arreglo esta situación.

—Paula, no sabes lo que ocurre.

—Se trata de dinero a cambio de silencio —respondió.

Isabel seguía ocultando con dificultad sus emociones. Su cuerpo había


empezado a temblar por la presión que estar en una situación así le exigía.

—¡Vaya, hasta que alguien lo entiende!

Paula se acercó al fotógrafo y lo apartó para hablar en privado. La joven los


observó con cautela; miró alrededor para asegurarse de que no llegara nadie
de seguridad para echarla. Mikel escuchaba muy atento, luego asintió.

Resopló; iba a acercarse, cuando ellos decidieron hacerlo primero.


—¿Qué pasa con el dinero? ¿Me lo van a dar o voy a buscar un reportero
amarillista? —Ambos se tensaron al oírla.

—Habla con Paula; te dará lo que quieras.

Entraron a una oficina donde nadie las escucharía. Paula era una mujer de
cabello largo, casi negro. Sus ojos grandes hablaban de una mujer
inteligente y precavida, a la cual podría llegar a temerse; no porque luciera
peligrosa, sino por la manera en que Mikel dejó el asunto en sus manos.

Aun así, Isabel no se dejaría amedrentar por esa estatua de un metro


ochenta.

—Siéntate. por favor —le pidió a la chica, quien la veía con mucha
desconfianza.

—Prefiero quedarme así —aseguró, con la oreja alerta por si escuchaba


pasos en el pasillo.

—Por favor, Isabel, siéntate; te ves cansada. —Notó su ansiedad—. No


vendrá nadie de seguridad a sacarte, lo prometo.

Su voz suave la convenció. La jovencita se dejó caer en una butaca;


realmente estaba agotada.

—Ya me senté; ahora dígame cuándo me va a dar el dinero.

Paula se sentó detrás del escritorio, como quien está acostumbrada a


negociar siempre.

—Claro que se te dará. Mikel está de acuerdo con eso; pero...

—¿Qué? —Se levantó, cada vez más impaciente; la miró ceñuda—. No


quiera engañarme, porque aunque manden a rodear el edificio con mil
soldados, yo haré lo que sea para obtener ese maldito dinero —gritó, dando
un manotazo sobre el escritorio.

Paula siguió mirando a la chica con serenidad. Era muy bonita;


evidentemente, inteligente. Su juventud seguía molestándole. Adolfo nunca
se sintió atraído por ese tipo de mujeres; es decir, adolescentes ¿Qué tenía
esta de especial?

—Nadie va a engañarte. A esta hora no hay manera de conseguir dinero, los


bancos están cerrados; pero mañana temprano... —La vio cruzarse de
brazos—. Mañana —insistió—, te tendré el cheque. Te doy mi palabra.

—Necesito muchísimo.

—Lo sé.

—No exagero. No crea que por ser pobre no sé identificar una cantidad
grande de otra, ¿entiende?

Paula entrecerró la mirada.

—Por supuesto; así será.

—Mikel tiene los medios para remediar lo que su irresponsabilidad


provocó.

Paula se levantó.

—Si mañana a las diez no te entrego el cheque, por la tarde podrás armar tu
gran escándalo. Lo cual no sucederá, porque te doy mi palabra de que
cumpliré.

Isabel la miró a los ojos; parecía sincera y deseaba creerle. En realidad, no


le quedaba otra opción.

—Muy bien —susurró—. Mañana la veré.

17. ESTOY AQUÍ

Mikel miró a Isabel de lejos; ahora sabía que lo odiaba como nunca. Se
preguntó qué habría sido si esa belleza hubiera correspondido a sus
insinuaciones. Jamás las captó; lo repudió desde el primer día. Suspiró. Era
hermosa, inteligente y con un fuerte carácter; que para su gusto era un
estorbo. Ese tipo de mujeres solo traían problemas, como ahora.
Hizo una mueca. Pobre del tipo que tratara de conquistarla. Isabel Allen era
un hueso duro de roer y a él le gustaba lo fácil. La miró por última vez —

esperaba que fuera la última vez en su vida—. Se preguntó si terminaría


como Rosie: embarazada y abandonada.

De pronto pensó en el embarazo. Rápidamente se sacó la idea de la cabeza;


ese bebé no era suyo.

Adolfo también la observaba, mientras Lorena De la Plata tomaba su brazo


hablando con sus colaboradores.

Cuánto deseaba ir con Isabel. Recorrió su cuerpo; un gesto de pesar


apareció en su rostro y suspiró. Qué pena que tanta belleza fuera solo para
atraer ingenuos; como un juego de caza, donde él fue otro más.

Esa mañana se arregló para ir a la cita con Paula; no se esforzó demasiado,


pero al menos lo intentó. Después de recoger el cheque iría de al banco y
abriría una cuenta.

Pasó a ver a su hermana temprano y la encontró muy demacrada, sin ganas


de vivir. Se preguntaba cómo era posible que el amor provocara eso en una
persona cuando no era correspondida.

—¿A dónde fuiste ayer? — preguntó cansada.

—¿Ayer? A ningún lado.

—No mientas, te conozco bien.

—Digo la verdad.

Rosie extendió una mano hacia ella e Isabel la tomó. La sintió muy caliente.

—Alguien me dijo que irías a ver a Mikel.

Isabel apretó los labios. Seguramente Claudia le comentó; debió callarse.

—Pues sí: lo vi. —El rostro de Rosie se iluminó.


—Entonces, ¿aún tengo esperanzas con él?

Isabel sintió un golpe bajo al escucharla.

—No, Rosie, no te ilusiones. —No pudo evitar sonar dura—. Mikel fue
muy claro: no te ama.

—Si te ofreció ayuda para mí, es porque siente algo —insistió en llenarse
de falsas ilusiones.

—No te emociones demasiado —le pidió; al ver que se quiso incorporar,


puso una mano en su hombro para que se recostara—. Y sí, me va a dar el
dinero para que tú y el bebé reciban la mejor atención; pero sé realista:
Mikel no lo hace por amor.

—¡Claro que me ama! —gritó de pronto, exaltada; se sentó repentinamente.

Se arrancó el catéter que tenía en la mano y se puso seria al ver que le salía
un poco de sangre—. Debo... buscarlo... —Se le fue el aire por el esfuerzo,
pero intentó sacar un pie de la camilla—. Debe regresar conmigo...

—No —murmuró Isabel, asustada; nunca la había visto tan fuera de sí—.

Piensa en tu bebé. —Esperó hacerla recapacitar; ya debía tener el instinto


maternal desarrollado.

—En cuanto me vea… —Se tocó la pequeña barriga de casi tres meses—,
me amará como antes... —Miró la puerta, llenándose la cabeza de ideas
sobre lo que pasaría si estuvieran juntos. Parecía estar delirando cada vez
más, así como su palidez se incrementaba.

—Por favor, Rosie... —Asustada, quiso regresarla a la cama.

El médico que la atendía entró y vio a su paciente de pie.

—Señorita, ¿a dónde cree que va? —la cuestionó serio.

—No me hace caso, doctor —dijo preocupada.


—Mikel me está esperando —anunció como si así fuera—. Me ama y se
casará conmigo. Por eso me va a ayudar. —Sonrió e Isabel supo que estaba
escapándose de la realidad. El médico se acercó y notó su temperatura.

—Tiene fiebre —musitó y llamó a una enfermera—. Es urgente, venga


rápido.

Rosie apenas miró a la mujer de blanco se inquietó y quiso alejarse de la


cama.

—¡Voy a ir con Mikel! —Se alteró.

—Por favor, Rosie, vuelve a acostarte —le pidió la hermana con miedo.

—¡No! —gritó con mucha fuerza, echándose sobre la enfermera. Realmente


estaba enloquecida por el abandono de Mikel.

Isabel y el médico la tomaron de los brazos para subirla a la cama.

—Póngale un calmante —ordenó el médico, buscando mantener a la joven


bajo control.

—¡Nooo! —gritó la paciente. No dejaba de mover su cuerpo; nada le


importaba, más que su amor insano por el fotógrafo.

Lograron aplicarle la inyección; la calma llegó de repente y un último grito


desesperado escapó de su garganta. Creyeron que lo malo había pasado,
pero Rosie abrió la boca jalando aire. Se llevó una mano al pecho y su
cuerpo se sacudió.

—Está teniendo un paro cardíaco —anunció la enfermera. Isabel se


petrificó al escuchar esas palabras. ¡No! Estaba en medio de una pesadilla.

¡No se iba a morir! ¡No era tiempo!

La sacaron de la habitación contra su voluntad. Fueron los minutos más


infernales que haya pasado jamás. Ahora tenía dos razones para estar
preocupada: su hermana y el bebé. ¿Cómo era posible que ocurrieran tantas
desgracias juntas? ¿Qué le habían hecho a la vida para que se ensañara así
con ellas?

Siguió en la sala de espera hasta que el médico le informó que pudieron


estabilizarla. Isabel tenía el rostro hinchado por tanto llorar. Era tan difícil
pasar por esa situación estando sola. Se sentía como un cachorro
abandonado.

Apenas tuvo valor para dejar a su hermana, se puso en camino para ver a
Paula. La conciencia le había reprochado lo que había hecho la noche
pasada; sin embargo, con solo pensar en el estado de Rosie se olvidaba de
que estaba a punto de cometer un atraco.

Mikel era culpable; aun sabiendo que su hermana tenía problemas de salud,
la ilusionó, la embarazó, y luego la dejó. Fue muy cruel, nadie podía decir
lo contrario; ella fue testigo de ese terrible momento. Y con ello en mente,
se armó nuevamente de falta de ética, de honor y de conciencia, para
avanzar al interior del almacén.

Miró el escenario, donde la famosa Lorena De la Plata se pararía —

escoltada por sus elegantes hijos— para presentar su última colección, que
la haría aún más rica. Algo que Mikel veía con sumo agrado, pues parte de
ese imperio sería suyo algún día.

A él no le faltaba nada material, pero sí sentimientos y conciencia. Si él no


los tenía, ¿por qué habría de sentirse mal por tomar un poco de esa
abundancia?

Sintió la boca seca mientras esperaba. No se iba a mover de allí; esperaría a


la mediadora todo el tiempo necesario.

Cuando la ansiedad se apoderó de ella, apareció Paula, vestida con un traje


sastre de saco y falda que le daba distinción.

—Señorita Allen —la saludó cordialmente—; creí que no vendría. —Miró


su juvenil aspecto; apenas pudo ocultar cuánto le desagradaba que fuera tan
bonita. Notó sus ojos rojos e inflamados; no le dio importancia—. Sígame,
por favor.

—S...si —murmuró Isabel, sin poder controlar el temblor de sus piernas; le


dolía mucho la cabeza.

Entraron a la misma oficina de la noche anterior y, después de sentarse


frente al poderoso escritorio de madera café, Paula abrió una gaveta de la
cual sacó un papel.

—Le dije que hoy tendría su cheque y aquí está. —Lo puso sobre la mesa
para deslizarlo hasta ella. Isabel tomó el papel y miró la cifra; su boca se
empezó a abrir, aunque no tanto como sus ojos.

—¡Dios mío!

—¿Le parece una buena suma?

Retrocedió al sentir que se desmayaría por la impresión.

—Supongo que... —Se quedó sin habla. Con esa cifra tan alta, Rosie estaría
bien atendida y podría buscar empleo; no iba a vivir a costa de ese dinero.

—Mikel...

—¡No me hable de él! —la interrumpió, molesta. Su situación nerviosa en


ese momento era muy inestable—. El sólo escuchar su nombre me da
náuseas.

—Mikel quiere pedirle algo —insistió la ejecutiva.

—Cuando nazca su hijo, hablará con mi hermana —señaló Isabel,


deduciendo su inquietud.

—Perfecto; porque Mikel deseará saber si ese bebé es realmente suyo.

—Ya se dirigirá a ella cuando llegue el momento. Yo no quiero saber nada


de él.
—Mikel es un buen hombre.

—¡Mikel es un canalla, un irresponsable! —gruñó, odiándolo por la


reciente situación de Rosie en el hospital; estaba inconsciente.

—Lo conozco desde hace muchos años —comentó Paula, viendo como los
ojos cafés de Isabel se humedecían.

—Bien por usted. No me interesa conocer sus tiernas historias de infancia

—replicó irónica. Se limpió los ojos para mirarla con aparente valentía—.

Esto es lo único que me importa. —Agitó el cheque en su mano—. Es lo


único de valor que un De la Plata puede ofrecer —dijo con rencor. Sus
palabras llenas de desprecio le impidieron escuchar que la puerta se abrió
detrás de ella.

—Perdón, Paula —dijo una voz varonil que reconoció al instante. Su


corazón se paralizó un segundo, antes de reiniciar los latidos con más fuerza
que nunca; dio media vuelta y sus ojos se iluminaron al ver a su gran amor.

—Adolfo —musitó, volviendo a la vida con su sola presencia.

—¿Interrumpí algo? —inquirió la salvación a su vida de pesadillas.

Paula caminó hasta él. Podía ver cómo se miraban; sus ojos estaban atentos
el uno del otro. No existía nadie más.

—No, la señorita Allen y yo terminamos nuestra conversación.

Isabel no se podía mover. Adolfo lucía magnífico con ese traje negro a la
medida. No parecía el modelo de revista que conoció; más bien, lucía como
un importante ejecutivo.

—Debo retirarme —anunció la morena—, con permiso.

—Adelante —dijo él sin mirarla.


El que Paula cerrara la puerta tras de sí sirvió para que Isabel despertara de
su trance. Reaccionó lo más rápido que pudo y se guardó el cheque en la
bolsita delantera de la falda. El hombre la vio sonreír con tal emoción, que
apenas pudo creer que hubiera estafado a Mikel, a él, a su familia.

—Adolfo —dijo Isabel con la voz quebrada por la alegría de verlo al fin.

Fue rápida para acercarse y refugiarse en su pecho. Él sintió sus manos


metiéndose bajo sus brazos y la sien apoyándose en su cuerpo.

—Te extrañé tanto, mi amor —confesó Isabel, experimentando por primera


vez el sentimiento con todo su poder. Lo necesitaba más que nunca. Respiró
profundamente y su cuerpo tembloroso lo apretó aún más; quería fundirse
en él.

Adolfo apretó la mandíbula. Era una pequeña arpía, pero a su cuerpo no le


importaba en lo absoluto. La rodeó y las formas redondas de su silueta le
arrebataron las intenciones iniciales de confrontarla. Tal vez podría
cumplirse un último capricho antes de contarle quién era Mikel De Plata;
quién era él.

Bajó la mirada, apartándose un poco para ver su rostro atribulado.

Realmente era buena fingiendo.

—Me has hecho tanta falta —musitó Isabel acariciando su mejilla; quería
comprobar que no estaba alucinando.

Dejó de respirar cuando sus manos bajaron hasta el pecho. ¿Por qué lo
miraba como si en verdad lo amara? Claro, amaba el dinero y las
comodidades que podría proporcionarle un hombre como él.

Isabel casi lo embruja con esos ojos cargados de adoración.

—Ya estoy aquí... —dijo, mirándola fijamente.

18. PASIÓN AMARGA


Después de un maravilloso instante acurrucada en su pecho, levantó la
mirada y se topó con unos fríos ojos azules. Se apartó un poco; un
escalofrío recorrió su ser desde lo más profundo.

Adolfo se apartó aún más. Recorrió su rostro y notó las ojeras profundas.

¿Acaso estuvo preocupada por las semanas que estuvo sin llamarla?

Seguramente, después de que Mikel terminara con su hermana, debió sentir


que los planes que tenía con él se le esfumaban.

Se humedeció los labios y bajó la mirada hacia la falda. Se quedó sin


aliento. ¿Se habría vestido así a propósito? Ella sabía que le encantaban sus
piernas; se lo había demostrado en los pocos encuentros íntimos que habían
tenido.

La soltó, dejándola desconcertada por un momento. Fue a recargarse en el


escritorio y la recorrió de pies a cabeza. El gesto la confundió; seguía sin
reflejar emociones. ¿Qué le pasaba? ¿Habría escuchado parte de su
conversación con Paula? El color abandonó su rostro.

Dio un paso adelante y su monedero escapó de su cintura, cayendo al suelo.

Adolfo se irguió y dio un paso hacia ella, que dio otro, y se inclinaron al
mismo tiempo; las manos de ambos coincidieron sobre el objeto y sus
miradas se encontraron.

Él lo tomó y posó una mano en la rodilla de Isabel. La acarició, llegando al


muslo; lo apretó, delatando sus ganas. Luego la soltó y jugueteó con el
monedero. Se incorporaron lentamente. Él miró el objeto y sonrió apenas.

—Tu postre favorito. —Le mostró el muffin de chocolate—. Algo así


comías cuando te conocí. —La joven asintió; seguía percibiendo algo
diferente en él.

—Sí, ya me conoces...

Sus palabras dibujaron una sonrisa en los labios masculinos.


—¿Está vacío? —Isabel miró su monedero.

—N...no... Hay un poco de dinero y mi credencial.

—¿Credencial de identidad?

Asintió.

—Sí, ves que siempre me confunden con ser menor de edad. —Intentó
sonreír y tomar su bolsita—. Mi cara no ayuda.

Adolfo sonrió con desgano.

—Veamos esa foto.

Vio que sacaba la credencial y tragó saliva.

—Salí muy mal... —El modelo la miró.

—Claro que no —respondió, aliviado al comprobar que era mayor de edad.

Allí estaba su nombre real, su cara, sus datos...

La chica la tomó y la observó. Adolfo dejó el muffin en el escritorio, detrás


de él; ella metió la identificación en un bolsillo trasero de la falda y lo miró
serio.

—Adolfo... —Volvió a temblar—. Te extrañé muchísimo.

—Isabel... —murmuró ronco, sin emoción. Aspiró profundamente—. ¿Qué


tanto me extrañaste? —Sonrió sutil, menos tenso, y con ello bastó para que
la calma le regresara.

—Mucho —aseguró antes de que la sorprendiera rodeando su cintura.

Se veía tan frágil en sus brazos, pensó Adolfo, sin poder contener el deseo
que se había apoderado de su cuerpo.
—¿Mucho? —ronroneó, inclinándose a su oído para acariciarla con los
labios, erizándole la piel.

—Sí... —musitó muy débil.

—Isabel —gimió ansioso, pegándose a ella y haciéndole sentir el enorme


deseo que estaba conteniendo; vio sus ojos brillar y se inclinó lentamente.

Necesitaba besarla.

La chica cerró los ojos y se dejó envolver por sus brazos. Correspondió al
llamado de sus labios; abrió la boca y su lengua ansiosa la invitó a moverse
con la misma intensidad con que la recorría.

Las manos de Adolfo fueron a su espalda y estrujaron ansiosamente la tela


de su blusa. Los labios bajaron hambrientos a su cuello y devoraron la
delicada piel, hasta que un mordisco se le escapó y la hizo quejarse. Lo
apartó, excitada a pesar del ataque, y los ojos azules le gritaron cuánto la
necesitaba.

La empujó hacia un muro a sus espaldas; Isabel se aferró de sus brazos por
el sorpresivo movimiento. Sus pasos fueron detenidos cuando su trasero
golpeó una mesita.

—Demuéstrame cuánto me extrañaste —susurro sin aliento. Lo miró


sorprendida y se exaltó cuando su mano se metió bajo la falda.

—¿Aquí? —inquirió temerosa, pero con las ganas acrecentándose en su


vientre.

—Si —jadeó, llegando a su trasero y apretándolo.

—No —replicó nerviosa. Adolfo levantó su falda y, antes de que llegara la


protesta, la calló con otro beso arrollador. Le abrió la blusa y volvió a
disfrutar de su piel; la bajó por los hombros y empujó su cuerpo hacia atrás.

Ella gimió. Su cuerpo estaba ardiendo; empezaba a ignorar lo atrevido del


momento.
—Sé mía, Isabel —susurró contra sus labios.

—Ya soy tuya, mi amor —jadeó, rodeándole el cuello. La miró fijamente; la


movió de lugar y su espalda fue a detenerse en una pared. Al menos estaban
fuera de la vista de cualquiera que entrara.

Levantó la falda y ella se tensó un poco al ver lo serio de sus intenciones.

Iba a dar réplica cuando su boca fue callada por un beso ansioso. Escuchó el
cierre de su pantalón siendo bajado y sus piernas se doblaron al disfrutar de
antemano lo que vendría.

—Adolfo... —suplicó que la poseyera con solo mencionar su nombre.

—Sé que lo deseas —aseguró, buscando su vientre bajo la prenda íntima.

Acarició el interior con los dedos, comprobando que estaba tan necesitada
como él de fundir sus cuerpos. Se pegó a ella; apartando la tela de sus
bragas, se abrió paso hasta entrar en su vagina. Cerró los ojos, invadido por
un placer jamás conocido en otras mujeres. Era tan suave, tan cálida. Su
interior lo apretaba tan bien.

Isabel apretó los párpados y Adolfo empezó a moverse contra ella,


deleitando su vientre inexperto con su gran virilidad. Gimió en silencio, en
su oído, mientras él se apoyaba en su hombro, arremetiendo cada vez con
más fuerza ese cuerpo que lo trastornaba.

Apretó las manos en su espalda y se ofreció a él sin complejos. Confiaba en


Adolfo, lo amaba; todo lo que viniera de ese cuerpo era maravilloso y
perfecto. Se dejó llevar por la pasión que vio en su rostro; jamás lo había
visto tan entregado.

En su vientre, las oleadas de placer se multiplicaron y, aunadas a la locura


de las caderas que ese hombre le regalaba, pronto dejó los prejuicios y
empezó a gemir sin pena. Él la poseyó salvajemente, hasta que sintió el
orgasmo sacudiendo su cuerpo entero. No fue la única: se desahogó con
ella, en su interior. Dejó en el vientre femenino toda la pasión que quiso
entregarle desde el primer día.
Isabel se sintió satisfecha, liberada; la adrenalina que invadía su ser era lo
más fabuloso que le había pasado. Por fin sabía lo que era un orgasmo. Solo
con Adolfo le pudo suceder. Sus cuerpos se quedaron apoyados, el uno en el
otro, intentando recuperar el aire. La joven besó a su amante en el cuello y
le arrancó un estremecimiento.

Adolfo fue el primero en apartarse para arreglarse la ropa. Nunca había


perdido el dominio de esa manera; esa mujer era peligrosa. Más de lo que
pensó.

Se arregló la blusa, acomodándose la prenda sobre los hombros y cerrando


los botones; luego bajó la falda. Con ese movimiento, el cheque salió de su
bolsillo y cayó al suelo. Miró el papel doblado; estaba arrugado por la
fricción a la que fue sometido por el cuerpo de Adolfo contra ella. Se puso
pálida cuando él fue más rápido al inclinarse y tomarlo.

—¿Qué es esto? —inquirió, fingiendo curiosidad.

—Sólo un papel —respondió de prisa. Extendió la mano para quitárselo; él


se movió y lo siguió instintivamente—. Es mi liquidación.

—¿Tu liquidación? —repitió, elevando las cejas.

—S...sí... —titubeó.

Retomando esa actitud misteriosa, la recorrió hasta llegar a su mano y se la


tomó por la muñeca.

—¿Por qué no traes el anillo que te regalé?

Isabel sintió la boca seca; verlo juguetear con el cheque la estaba matando.

—Lo tengo guardado. La calle es peligrosa para salir con una joya así.

—Mmmh... Tienes razón. —La soltó y desdobló el papel.

—Por favor, no mires. Es poco lo que me dieron y me da pena.

—¿Tu liquidación te apena?


—Sí; renuncié hace unos días y olvidé cobrar. —Sonrió forzada.

—Olvidaste cobrar —repitió Adolfo, sabiendo que la estaba atormentando.

—Sí; conseguí un mejor empleo.

Adolfo apretó los labios. Vaya que había conseguido un mejor empleo.

—Este cheque podría no ser válido, está todo maltratado —señaló e Isabel
rogó para que no lo leyera; pero él hizo lo contrario—. ¡Wow! —La miró
un instante—. ¿Tanto dinero? —Fingió asombro—. Ni a mí me pagan esa
suma modelando. ¿Qué hiciste para ganarlo?

Su mirada serena le erizó la piel.

—Adolfo...

—¿Isabel? —Esperó una respuesta. Al no recibirla, se acercó al escritorio y


tomó un bolígrafo—. Este cheque tiene un grave error.

—La suma es mucha, lo sé —alegó temblorosa.

—No es eso. Le falta una firma que autorice su validez. —Le hizo notar.

Arrugó la frente al verlo firmar el cheque. Sin embargo, lo que casi le


provoca un paro cardíaco, fue leer su nombre: Adolfo Mondragón De la
Plata.

Se quedó como estatua; pálida y estupefacta. Sintió que se desmayaría.

Trastabilló y, antes de que pudiera caer, él la sostuvo. La dejó en pie


nuevamente, mirándola con todo el frío del mundo reflejado en sus ojos.

Isabel se llevó una mano al escote, sentía un sudor frío perlando su piel.

Allí estaba otra vez el dolor de cabeza. No solo era portador del ilustre
apellido; además, iba a pagarle esa exagerada suma de dinero que el cheque
tenía estampada. ¡Adolfo lo sabía todo!
—Adolfo... tú... —Lo miró horrorizada.

—Soy un De la Plata —confirmó de viva voz—. Y esto… —Le ofreció el


cheque—, es lo único que te puedo ofrecer —apuntó con dureza lo que
tanto miedo le dio saber.

—No puede ser... —gimió, viéndolo arreglarse el saco. Se pasó las manos
por el cabello con vergüenza.

—Y tú eres una Allen —continuó, hablando muy controlado—. Y por lo


visto, tu hermana y tú —remarcó la última palabra—, solo tienen algo que
ofrecernos a Mikel y a mí. —Su mirada lasciva lo dijo todo.

19. EL ADIÓS MÁS CARO

—Adolfo... —Su voz tembló, su cuerpo estaba fuera de control y las


piernas amenazaban con doblarse.

—Debí sospecharlo. Te hiciste la difícil durante semanas y, apenas te di el


anillo, cediste. Y ahora... —Aspiró su aroma por detrás, inclinándose sobre
su hombro—, ni siquiera usamos protección. —Rodeó su cintura,
pegándola a su vientre—. Jamás lo habíamos hecho así y estuvo increíble,

¿no crees?

Con el susto y el doloroso desencanto emocional, Isabel solo podía estar


atenta a las manos apretando su piel, sus pechos.

Todo lo tenía fríamente calculado, pensó dolido; no era tan tonta como su
hermana. Le mordisqueó el lóbulo de la oreja y escuchó un gemido sutil. La
manera en que sus pezones volvían a endurecerse bajo sus dedos
amenazaba con acrecentar sus ganas de repetir lo que hicieron.

Isabel se estremeció. Se recargó en su hombro y Adolfo recorrió el camino


hasta su cuello; su lengua rozándola la dominaba.

¿Cómo pudo entregarse a él con tanta facilidad? Algo le había advertido,


antes de que se fuera de viaje, que había cambiado; por eso no la llamó. Y
ella estuvo tan angustiada por la salud de la hermana, que no pensó más que
en brindarle atención médica.

En ese momento comprendió la debilidad de Rosie ante Mikel; lo amaba


tanto, que dejaba de pensar cuando su cuerpo empezaba a sentir.

Gimió cuando los dedos volvieron a rozar entre sus piernas la humedad que
aún tenía. Adolfo se apartó, la miró de frente y le sonrió irónico. Era
satisfactorio ver que podía someterla a su deseo y, por otro lado, se
preguntaba si reaccionaría así solo con él o con todos.

Recobró la cordura y puso distancia. No confiaba en su propia libido.

—Para fortuna mía, conociendo ahora la clase de mujer que eres —dijo
sarcástico al recorrer su cuerpo—, sé que no habrá consecuencias. Eres
mucho más inteligente que Rosie. —Sus palabras la regresaron a la realidad
y la hirieron; ese hombre se había hecho una idea monstruosa de ella, sin
preguntarle por qué lo hacía—. A menos que quieras sacarme otro cheque
como este… —Lo movió a la altura de sus ojos, atrayendo su atención.

Isabel se sintió humillada, avergonzada, y muchísimo más herida que antes


con ese gesto; pero no podía replicarle. Aunque le explicara sobre la
enfermedad de Rosie, ahora estaba furioso. Sus ojos eran puñales
envenenados en su contra. No parecía dispuesto a escucharla.

—Algún día podremos hablar de...

—Shhh —la interrumpió—; no te molestes en inventar excusas. Anoche fui


testigo de lo que buscas.

Una nueva cubetada de agua helada. ¡Lo sabía desde anoche y aun así la
hizo suya!

Adolfo le ofreció el cheque extendiendo la mano; Isabel se quedó


mirándolo un instante. Deseaba gritarle que no era una mujerzuela, que se
entregó por amor, no por dinero; que lo que había entre ella y Mikel era un
viejo pleito por su irresponsabilidad. No tenía nada que ver con él; con lo
que hubo entre ellos.
Un nudo en la garganta calló su voz. Lo miró, sabiendo que en verdad lo
amaba; pero que él, al igual que su despreciable hermano, Mikel, jamás
tomarían en serio a chicas como ella y su hermana, más que por un corto
tiempo. Aspiró profundo, llenándose de valor. No debía derrumbarse
delante de él. Rosie tenía derecho a vivir, su hijo o hija también. Ya nacería
y los De la Plata se arrepentirían de tratarla como basura.

Para Isabel no había nadie más importante en su vida, ni siquiera ella


misma estaba en primer lugar. No sería egoísta; era su deber proteger a
Rosie y al bebé, sin importar las consecuencias.

Contuvo el llanto; se tragó el orgullo y lo miró altiva.

—Algún día... —Su garganta se cerró. Extendió la mano para tomar el


cheque.

—Nunca vuelvas por aquí.

Adolfo atrapó su muñeca, sorprendiéndola. La atrajo con fuerza contra su


torso y miró sus ojos fijamente, luego su boca. La chica estaba al borde de
un ataque nervioso y ahora él pretendía besarla una vez más. Era tan
insensible... Peor que Mikel. La estaba enloqueciendo a base de seducción,

antes de echarla de su vida. Pero él no sería cruel ni agresivo como su


hermano; le dejaría el dulce sabor de sus labios como recuerdo.

Lo vio inclinarse hasta su boca y rozar sus labios, tal como lo predijo.

—Eres mía, Isabel Allen —musitó en su boca—; no lo olvides nunca.

Ahogó un sollozo, presintiendo que sería una sentencia que cumpliría sin
límite de tiempo. Bajó la cabeza para cortar la caricia; era demasiado
doloroso seguir allí. Era momento de acabar con el sueño de amor que la
ayudó a escapar de las pesadillas de su infancia y adolescencia. Era una
mujer y, como tal, debía afrontar las consecuencias de sus decisiones.

Perdió a Adolfo sin remedio.


Paula casi tropieza con la llorosa joven cuando salió a toda prisa de la
oficina. La escuchó sollozar; sin embargo, no se conmovió. No era la
primera a la que un hijo de Lorena De la Plata le rompía el corazón… o las
ganas de ascender fácilmente.

Llegó a la puerta entreabierta del despacho y encontró a su jefe al pie de la


ventana.

—¿Adolfo? —lo llamó con suavidad mientras caminaba lento hacia él.

Sospechaba que Isabel no sería la única con las emociones alteradas.

—¿Te topaste con ella cuando salió? —inquirió viendo hacia abajo;
esperaba verla una vez más al salir por la puerta de empleados.

—Sí —contestó, deteniéndose a mitad de la oficina—. ¿Le dijiste algo?

Estaba llorando.

Esas palabras hicieron que volteara a verla.

—¿Sí? —dijo, apenas controlado. Tenía la esperanza de que todo lo


ocurrido hubiera sido un mal sueño.

—¿Discutieron? —inquirió y él recordó lo que hicieron en el rincón contra


la pared.

Sacudió la cabeza para despejar las ideas sensuales que eso le provocaba.

Era imposible, se dijo. ¿Cómo hacerlo, si aún sentía el calor de su boca en


la suya, si su cuerpo guardaba su aroma en lo más íntimo?

—No tenía por qué —mintió con falsa calma—; fue una transacción muy
civilizada.

Paula dio otros pasos hacia él, mas no demasiado cerca.

—Quizás lloraba porque fue duro darse cuenta de que perdió la gran
oportunidad de su vida.
Adolfo se cansó de fingir. Paula lo conocía mejor que nadie.

—Sí, eso debió ser. —Volvió a asomarse por la ventana y se aclaró la


garganta en un gesto nervioso.

—Solo piensa en que se libraron de alguien que buscaba aprovecharse de


ustedes.

—Isabel era mi amante —reconoció—. Más que eso; teníamos una relación
de meses.

Paula se sintió incómoda al escuchar esa confesión.

—Entonces, deberías estar doblemente satisfecho; por ti y por Mikel. Con


más razón repetiré que debió estar sufriendo por la gran oportunidad que se
perdió. Ya no podrá aprovecharse de ti... ni de tu amor —agregó lo último
con cautela.

—Nunca la amé —replicó Adolfo con prisa. Sus ojos azules brillaron con
frustración.

—Si tú lo dices... —musitó, bajando la voz.

—Así fue —respondió con sequedad—. Isabel me atrajo desde la primera


vez que la vi; se volvió una obsesión y desee poseerla para sentirme
satisfecho. Era solo deseo. —Se quiso convencer—. Solo quería
conservarla más tiempo. Jamás sospeché la clase de mujer que era; mucho
menos esperé que terminara de esta manera.

—¿Y para qué la querrías más tiempo? No eres un hombre de relaciones


largas.

—Y tú no eres hombre; no lo entenderías. —contestó; Paula hizo una


mueca.

—¿Seguro que no te enamoraste de ella? Porque si hubieras pasado más


tiempo con Isabel, seguro...
—¡No me mezclo con chicas de clase inferior! —gritó y pudo verla salir del
edificio; se le quedó mirando. Su enojo se redujo, pasando a un sentimiento
más difícil de manejar—. Quise decir que... —No pudo dejar de verla hasta
cruzar la calle—, nunca habría llegado a nada serio con ella. Somos muy
diferentes.

Isabel subió a un taxi y desapareció de su vida. Miró el pequeño monedero


y se acercó al escritorio. Paula lo observó asombrada; su jefe estaba
enamorado. Pero después de lo que esa chica le hizo, esperaba que no
regresara. Conocía su lado terrible cuando estaba molesto. Era preferible
estar de su lado.

—Es evidente que te dolió.

—¡No me duele nada! —estalló, apretando el monedero en un puño—.

¡Solo siento mucha rabia! —gritó, poniéndose rojo—. ¿Cómo es posible


que esa chiquilla me haya engañado? —Se puso peor de lo que Paula había
visto jamás—. ¿Quién se creyó que es para venir a exigir lo que no le
corresponde?

—Adolfo, tranquilízate... —Se puso nerviosa, algo atípico en ella—. Aún


podemos hacer algo, si quieres.

—¡Maldita sea! —La ignoró y dio un manotazo a todo lo que había en el


escritorio, mas nunca soltó el monedero de Isabel; como si al apretarlo
ahogara los sentimientos que pudo haberle despertado.

—Esperemos que ese dinero tenga el uso que dijo que tendrá.

—Más le vale —masculló apoyándose en el escritorio, dándole la espalda

—. Porque esa maldita ambición que la mueve la hará pagar algún día todo
lo que me... lo que nos ha hecho —se corrigió.

—Le dije que Mikel querría saber del bebé en cuanto naciera, para hacerle
las pruebas de ADN; pero mentí. A él no le importa.
Adolfo se levantó. Sacar su ira lo regresó a la calma; se enderezó y volteó a
verla.

—Por algo será.

—¿A ti tampoco te importa?, ¿o te da curiosidad?

—No. Nada que venga de las señoritas Allen es importante para nosotros —

contestó; Paula sonrió sutilmente.

—Como tú digas. Sabes que estoy para servirte.

Adolfo miró a la morena. La conocía desde que estudiaban juntos en la


universidad, aunque sus padres fueron amigos de muchos años; siempre fue
la señorita perfección. No había cambiado.

Caminó hasta la puerta con los puños apretados. Paula miró sus manos.

Decía que debía dejar el pasado atrás; sin embargo, no podía soltar un
detalle que ella olvidó antes de irse.

Isabel cambió el cheque en el banco y, de inmediato, abrió una cuenta; no


andaría por la calle con tanto dinero. Pensar en la buena atención que Rosie
recibiría la animaba; esa misma tarde buscaría un buen hospital para
atenderla. Seguramente, el médico le sugeriría uno.

Salió del banco con un poco de efectivo y una tarjeta bancaria. Había
logrado lo que se propuso; sin embargo, al pisar el exterior supo que había
perdido algo más valioso: su dignidad.

Ojalá algún día pudiera sentirse bien otra vez. Ojalá algún día pudiera
explicarle a Adolfo las razones que tuvo para estafar a su familia. No tenía
perdón, pero sí vergüenza. Cuando la desesperación y la pobreza se
encuentran, ningún orgullo debe entrometerse.

Respiró profundo; era momento de mirar hacia adelante y dejar de creer en


cuentos de hadas. Jamás volvería a verlo.
20. CRUEL FINAL

Meses después...

La salud de Rosie no había mejorado, aun cuando recibía la mejor atención.

Cuando despertó le preguntó por Mikel; prefirió guardar silencio.

—¿Has sabido algo de Adolfo? —inquirió con voz cansada; Isabel bajó la
mirada. Habían pasado cuatro meses sin saber de ellos y, la verdad, había
evitado al máximo tener noticias de cualquier miembro de esa familia.

—Terminamos. Casi no nos veíamos y la distancia no es buena en una


relación. Además, conocí a otra persona y estamos saliendo. —Sonrió.

Rosie acarició su mano, luego pasó esa misma mano a su vientre; tenía casi
siete meses de embarazo. La joven le acarició el cabello y besó su mejilla.

Si supiera cuánto la entendía...

Ese momento era uno de los pocos en que Rosie estaba consciente; pero
había otros en los que parecía vivir en una fantasía y le decía lo mucho que
Mikel la amaba, lo que harían cuando naciera la bebé. Ya sabían que tendría
una nena.

—Mientras siga viva, hay esperanza —le dijo Claudia, que se había
convertido en una gran amiga.

—Ha tenido dos infartos en los últimos meses, ¿cómo puedes decir eso? Su
vida pende de un hilo.

Claudia apretó los labios, no quería echarse a llorar con ella; debía ser un
consuelo, no llenarla de más pesar. La vio ponerse de pie con dificultad. Se
veía muy cansada y había perdido mucho peso desde que empezó lo de la
hermana.

Rosie perdió la cordura en los últimos días; ni siquiera la miraba y su


corazón tenía muchos altibajos. Estaba llegando al límite. El médico le
había dicho que se preparara para lo peor.
—La pequeña debe nacer ya. Hemos detectado sufrimiento fetal y hay que
inducir el parto.

—Pero nacería prematura...

—Si no lo hacemos así, ambas morirán. Usted debe decidir y...

De repente, una enfermera entró. Se veía pálida; respiraba con dificultad.

—¡Doctor, la paciente Allen se nos va!

La llevaron de urgencia al quirófano e Isabel tuvo una crisis nerviosa, por la


que debieron atenderla. Cuando se recuperó, las noticias que recibió fueron
devastadoras.

—Lamento informarle que su hermana no sobrevivió. Apenas dio a luz,


cerró los ojos y... —El médico ya no pudo continuar, pues la chica gritó
desesperada, anunciando el inmenso dolor que la consumía.

—¡Nooo! —soltó y se dobló con dolor —¡Rosie! ¡No, por favor! —Miró al
médico, suplicante. El hombre conocía el estado de la chica y se preocupó;
la había tratado por el tiempo que su hermana estuvo internada.

—Lo lamento, Isabel.

—Mi hermana no puede haber muerto... —Sollozó sin fuerzas—. Ella debe
estar conmigo. No tengo a nadie más; Rosie es mi única familia. ¡No puede
estar muerta! —finalizó, gritando nuevamente.

Fueron días de pesadilla, de noches sin poder dormir y con nuevos


problemas que —como a su hermana— la volvieron loca; pero cuando fue
al cunero y tuvo a esa pequeña en sus brazos, supo que tenía un nuevo
motivo para seguir viviendo, para luchar. La tomó en sus brazos y vio lo
frágil que era; estaba muy delicada. Su pronóstico era reservado, pero
confiaba en que lograría sobrevivir.

—Hola, mi amor, soy tu tía… y pronto seré tu mamá también. Nadie te hará
daño; viviré para cuidar de ti, para que nadie te lastime.
Claudia la miró a través del cristal. Sabía cuál era la situación de la
pequeña; sin embargo, la que le preocupaba era Isabel. Ella era la que debía
cuidarse más que nadie; de la pequeña hija de Rosie se harían cargo los
médicos.

La joven acercó la frágil criatura a su cuerpo y miró a su amiga. La castaña


había llegado después de salir del trabajo, para recibir la noticia de que
Rosie Allen había dado a luz.

—Rosie está muerta —le dijo Isabel sin soltar a la pequeña. Claudia se
quedó anonadada. La chica siempre supo que ese momento llegaría; lo que
no supo, fue afrontar esa situación tan dolorosa. En realidad, ¿quién estaba
preparado para perder a un ser amado?

Claudia bajó la mirada y se puso a llorar; Rosie había sido su amiga por
muchos años. Le resultaba imposible creer que ya no estaba.

Adolfo se detuvo en la casa de moda de Lorena De la Plata con sede en


Nueva York. La encontró en su oficina, atareada entre hojas y hojas de
diseño.

—Buenas noches, mamá —la saludó desde la puerta.

Lorena levantó la mirada y sonrió. A sus cincuenta y ocho años, la vista ya


no era tan buena, por lo que llevaba anteojos.

—Amor, pasa; te estaba esperando.

—Veo que no estás lista.

—Claro que sí —dijo la hermosa señora de cuerpo delgado y corto cabello


platinado. Adolfo se acercó para darle un beso y recibir otro; Lorena le
limpió la mejilla que su labial dejó manchada.

—Le pediré a Ronda que termine por mí —mencionó a su asistente.

Andrea Mondragón era la mayor de los hijos de Lorena —después seguían


Adolfo, Mikel y, al final, Renata—. Estaba casada y tenía dos niñas; la
segunda era de un anterior matrimonio de su actual esposo.
Esa noche festejarían el cumpleaños de las pequeñas que, coincidentemente,
nacieron el mismo día. Celebrarían como siempre, de manera íntima y
familiar, el día que era —sin importar que cayera entre semana— y después
harían una gran fiesta con invitados. Para los Mondragón De la Plata, nada
era más importante que el afecto familiar y conservar su intimidad intacta
era el tesoro más valioso que debían cuidar.

—No me mires así, Ren. No pienso compartir esto contigo —dijo Adolfo a
su hermanita menor, con unos tragos encima—. Eres menor de edad.

—¿Qué te pasa? Nunca te había visto tan decaído —señaló la menor de la


familia. Renata tenía dieciséis años y era muy apegada a su hermano, al
cual se parecía mucho físicamente.

—Nada, nena; solo estoy celebrando mi soltería.

—Claro... —se burló—. Ya supe que Mikel tuvo un problema en Texas.

Adolfo dejó de beber para mirarla atentamente.

—¿Quién te dijo?

—Oí a Paula hablando contigo hace rato. Estás triste por eso, ¿verdad? —

Adolfo aspiró profundo. Recordó a Isabel y se acercó a Ren para abrazarla.

—No te preocupes, son cosas de la vida. Nada que no pueda superarse.

Mikel llegó cerca de las diez de la noche; como siempre, tarde. Lo


acompañaba una chica con la que tenía varios meses de relación. Al
parecer, iba en serio.

Adolfo se preguntaba, al verlo tan feliz, si por su mente superficial había


momentos en los que recordara a Rosie y el fruto de su aventura. ¿Qué tal si
la criatura era suya? Lo último que supo fue que ya había nacido, que fue
una niña y que, desgraciadamente, Rosie perdió la vida.

—¿Quieres dejar ese tema en paz? —replicó Mikel cuando lo apartó para
que hablaran—. ¿A ti que te importa lo que haya sucedido con esa
mujerzuela? —Adolfo apretó la mandíbula.

—Rosie está muerta —anunció en la soledad del despacho de su padre,


quien tenía varios años muerto—. Tuvo complicaciones —agregó, notando
que por fin se veía afectado por la noticia. Mikel se sentó; fue un golpe que
lo trajo de regreso a la realidad.

—No lo puedo creer. Sabía que estaba enferma, pero...

—Tuvo una niña. Parece que está sana —contó; el hermano se le quedó
viendo.

—Pero...

—Tal vez deberías hacerte la prueba de ADN.

La sugerencia de Adolfo exaltó al fotógrafo.

—¡Sé que esa niña no es mía! Rosie me traicionó; no necesito comprobarlo


con un estudio.

—Mikel, hay que salir de la duda.

—¡Tú tienes dudas, yo no! —apuntó molesto y miró la mochila con la que
llegó; estaba tirada en el sillón. Adolfo lo vio abrirla para sacar varios
trabajos que realizó ese día. Entre ellos estaba un sobre color manila; lo
tomó y se incorporó.

—Tú lo que quieres es regresar a Texas para reencontrarte con Isabel —dijo
irónico—. ¿Quieres consolar a la hermanita buena?

Adolfo lo miró ceñudo.

—No estamos hablando de mí.

—Debiste conocerla mejor. Esa niña es hermosa; una bruja, pero muy
hermosa.

Adolfo apretó los puños; odiaba que hablara de ella con esas intenciones.
Mikel seguía siendo sarcástico; desconocía lo que pasó entre ellos.

—Toma, para que veas lo que te perdiste cuando tuviste oportunidad.

—¿Qué es?

—Un regalo de hermanos.

Se sintió intrigado al tomar el sobre; Mikel se fue para dejar que


descubriera el contenido a solas. Contuvo el aliento al ver las fotos. Su
primer impulso fue lanzarlas lejos. Era Isabel, en aquella sesión fotográfica
que ya había visto, cuando su fachada de niña buena se empezó a
derrumbar.

Un año después...

Adolfo ya no recordaba dónde había dejado esas fotos. Tampoco debía


seguir pensando en Isabel; nunca fue importante en su vida. Ella no, pero sí
la pequeña, que ahora debía tener más de un año.

Claudia y Fabricio eran hermanos; seguían viviendo juntos desde que, con
Isabel y Anita, decidieron cambiar de vida y se mudaron más a la frontera.

Ambos sabían que el tema de la niña era algo que debían guardar con celo,
ya que el nacimiento de la pequeña convirtió a la dolida amiga en madre
cuando menos lo esperaba, bajo las circunstancias más terribles.

Era temprano; se dirigían a trabajar y el vaivén del autobús, aunado a las


pesadillas que Isabel aún tenía, provocaron que se recargara en el hombro
de Fabricio y durmiera la media hora de trayecto.

—¿Viste eso? —señaló Claudia en voz baja. Fabricio miró la revista de


negocios que el desconocido sentado en el asiento de enfrente leía.

—¿Qué?

—El que está en la portada de la revista.


—¿No me digas que es Adolfo? —Claudia asintió, emocionada—. No te
creo —musitó y agudizó la mirada para intentar leer lo que decía—. Uno de
los... solteros... más ricos de Estados Unidos.

—¿Sigue soltero? Joven, guapísimo, rico, ¿y soltero? Eso es raro. Creí que
ya estaría casado; o al menos, comprometido.

Fabricio miró a la joven recargada en su hombro.

—Pues no ha de ser muy buen partido si nuestra Cenicienta lo dejó ir.

Claudia no conocía los detalles de ese pasaje de su vida, pero sí perdió el


habla cuando supo que tuvieron un romance; luego vinieron las terribles
consecuencias de ello.

—Sí, Isabel lo dejó ir... —Hizo una mueca—. Aunque tú y yo sabemos que
ella podría hacer que regresara a su vida, aunque fuera presionado.

Fabricio descansó su sien en la cabeza de su amiga. Él fue quien, tiempo


atrás, falsificó sus documentos.

—Ella no es así.

—No; pero tiene una pequeña Mondragón, con derecho de vivir muchísimo
mejor de lo que ahora vive.

—Es cierto. Su madre dejó de tener vida propia para atenderla.

Su madre, pensó Claudia, mirando a la chica de veinte años con ternura.

—La vida ha sido una maldita perra con ella; al menos Rosie está
descansando en paz.

—No me recuerdes esa parte. Lo que sí creo, es que esa familia debería
hacerse cargo; Anita necesita mucha atención.

—Ojalá pudiera volver a ver a la señora De la Plata.

—¿La diseñadora?
—Sí. Parece toda una dama; la única vez que la vi me dio una buena
impresión.

—Con más razón, Isabel debería buscar su ayuda.

21. MAL RECUERDO

Isabel hizo una mueca al pasar frente al puesto de revistas y ver a Adolfo en
la portada; no de una, sino de varias revistas. Lo calificaban de ser un
hombre exitoso. Como si tener dinero diera felicidad, dignidad, hombría…

—Es tan guapo… —Oyó comentar a una mujer joven—. Daría lo que fuera
por pasar una noche con él.

Isabel miró a la entaconada oficinista babear por él y miró el rostro perfecto


del modelo. Deseaba lo mismo, tuvo que confesarse íntimamente. ¡Pero no
para hacer el amor! Deseaba tenerlo enfrente y expuesto a su rabia, a su
dolor, para patearlo entre las piernas y abofetear su bella cara hasta
convertirlo en el monstruo que realmente era. Luego le reclamaría lo que le
hizo en la oficina. Abusó de ella, de su amor; la lanzó a la desgracia, como
Mikel hizo con su hermana.

Adolfo sabía lo que iba a hacer para sacarle dinero al bastardo de su


hermano y aprovechó que no podría defenderse, para tomarla como si fuera
una prostituta a la que después le pagó una jugosa cantidad.

Apretó los labios y sacó unos billetes del bolsillo de su pantalón de


mezclilla. Tomó una revista, luego las demás, y privó con ello a las
admiradoras de Adolfo de seguir comentando entre sí lo encantador que les
parecía.

—Es un cerdo —replicó entre dientes mientras pagaba. Su comentario dejó


atónitas a las que escucharon, pero no le importó; se alejó del puesto de
revistas para hacer lo que tanto deseaba.

Iba a tirarlas al suelo para pisotearlas cuando llegaron Fabricio y Claudia,


que sonrieron al verla levantando los ejemplares sobre su cabeza y
rápidamente se los arrebataron. Isabel se sintió frustrada.
—Qué bueno que compraste revistas para entretenernos en el camino —

comentó Claudia.

—Yo voy a manejar, ¿dónde está la diversión para mí?

Los hermanos vieron las portadas, luego a Isabel.

—¿Qué?

Miraron otra vez las revistas.

—¿Puedo preguntar por qué compraste...? —iba a cuestionar Fabricio.

—¡No te atrevas! —respondió alterada. Claudia resopló.

—¿Y piensas que vas a pasar toda tu vida tratando de esconder lo que aún
sientes por él?

—No. Y precisamente porque no puedo matarlo, es que compro las revistas.

Siempre hacían lo contrario a lo que les pedía. Tenían tres años viviendo
juntos y la tortura no cesaba; según ellos, para que superara cuanto antes su
pena amorosa.

Estaba sentada en la sala, quitándose los zapatos, cuando los escuchó leer
en voz alta las hazañas de Adolfo en el campo de los negocios. Él también
le mintió. No era modelo, era empresario.

—¿Cuántos años tiene ahora, Isabel? —preguntó Fabricio, que era dos años
mayor que ella. Isabel se volvió hacia otro lado.

—Tenía veinticinco cuando lo conociste —recordó Claudia. La chica hizo


una mueca.

—No recuerdo. —Los ignoró y fue a la cocina.

—Sigue soltero —leyó Claudia —. Oh, mira, qué interesante. Dice: el


modelaje nunca fue realmente una profesión; lo hice para complacer a mi
madre, a la cual adoro.

—Y acá dice: los negocios son realmente mi ambiente natural, estar en una
oficina y no frente a una cámara fotográfica —sumó Fabricio. Isabel no
dudó que negociar sucio fuera realmente lo suyo; con ella hizo una
transacción muy miserable.

—Voy a buscar a Anita para que venga a comer; aún sigue con María.

—No te muevas —dijo Mikel, apartando la vista del lente fotográfico—. Ya


vamos a terminar. —Adolfo se quedó quieto.

—Éste fue el último capricho de mamá —murmuró, recargado en una cama


llena de cojines, vestido con un traje negro, sin corbata y descalzo.

—Silencio; ya sabes que es una mujer sin límites y, además, es nuestra jefa.

—Jamás me verán como un ejecutivo serio si sigo haciendo estas tonterías.

—Apenas tienes treinta años, te quedan veinte para hacerte de renombre.

—Gracias por el ánimo, hermano.

—No te quejes; tu imagen vale miles de dólares y, para dolor de otros


diseñadores, eres un producto exclusivo.

Adolfo tomó un cojín y se lo lanzó.

—Imbécil.

—Y en cuanto a tu reputación, sabes que eres respetado. Pocos ejecutivos


pueden moverse tan bien en ambos mundos. Eres el rey de Manhattan y,
además, el tipo más sensual del año. Acabo de leerlo.

Para su desgracia, el apodo de Dragón había ganado más fuerza tras su


intervención en la pasarela; algo que dejó de hacer. Ahora solo era la
imagen de algunas campañas; lo que también estaba a punto de abandonar.
—Será mejor que te des prisa; ya me cansé. Esto es una tortura. —El
hermano se puso serio al mirarlo—. Mikel...

El fotógrafo sonrió con cierta nostalgia.

—Hiciste que me acordara de alguien.

—Espero que no sea de una exnovia, porque si tu esposa se entera vas a


tener problemas. —El otro negó con la cabeza.

—No era precisamente una novia. Nunca lo fue. Era hermana de ella.

—¿La conocí?

—Creo que sí. Incluso te regalé las fotos que le tomé una vez para obligarla
a esperar.

El modelo se sentó en la cama, mirándolo con interés.

—¿Y por qué te la recordé?

Mikel hizo a un lado su cámara y se paró cerca de Adolfo antes de


continuar.

—Cuando su hermana la pintaba...

—¿Te refieres a Rosie?

—Sí, Rosie —dijo con pesar —. Cuando la pintaba, Isabel se quedaba


quieta. Isabel es la chica de las fotos. Bueno, si a esa niña se le podía llamar
chica.

—Tenía dieciocho, ¿no es así? —Allí seguía la inseguridad de si no la hizo


suya antes de esa edad; debió revisar su identificación para confirmarlo.

—Sí, cuando le tomé las fotos tenía dieciocho.

—¿Isabel, qué hacía?


—Era un mar de paciencia con Rosie; pasaba horas enteras posando para su
hermana. Pero, igual que tú, no dejaba de quejarse.

Era cierto, siempre tomó todo con simpleza; quizás por eso le gustaba pasar
tiempo con ella. Con Isabel no había que andar de fiesta en fiesta. Siempre
se negó a no dormir en su casa; a excepción de la primera noche que
pasaron juntos.

—Pero de repente, la niña buena se convirtió en una fiera que exigía y


demandaba; incluso, amenazaba como toda una experta en el tema.

Pudo haberse negado a darle el dinero y ser quien amenazara; lo que le dio,
aunque para ella pareció demasiado, no era más que una pizca de lo mucho
que él tenía en su cuenta personal. Sabía negociar; a veces era preferible
fingir que cedían para engañar al enemigo, que ponerse a pelear en una
guerra sin sentido.

—¿Rosie te engañó muchas veces?

Mikel volvió a su cámara.

—En realidad... —Se aclaró la garganta—. No; solo una vez me di cuenta.

—Y con eso debería ser suficiente para vivir con la duda de saber si es tu
hija o no... ¿No lo has pensado?

—Han pasado cinco años, Adolfo. Será imposible encontrarla...

—No lo creo; a menos que otra vez haya cambiado de identidad… —El
hermano lo miró confundido.

—¿Cómo que cambió de identidad?

—Isabel trabajó en el almacén con el nombre de su hermana. Supongo que


porque era menor de edad.

Mikel se quedó pensativo.

—No lo sabía. ¡Vaya con la pequeña ladrona!


—Encontrarla no será un problema.

—¿De verdad lo crees? —Adolfo pensó que, por fin, se veía dispuesto a
buscar a su hija—. Sería maravilloso saber si soy padre... —dijo de pronto,
apagando su felicidad.

—Si no has tenido, es porque no has querido. Ya tienes tres años de casado

—señaló—. Aunque, por tu cara, parece que ocurre algo y no nos has dicho.

¿Donna y tú tienen problemas? —Mikel bajo la mirada.

—Tal vez no me creas, porque no he dejado de ser un maldito don Juan,


pero amo a esa mujer como no tienes idea.

—¡Claro que lo sé!

—Es que tú no sabes lo que sentí por ella la primera vez que la vi. Jamás en
mi vida me había esforzado tanto para impresionar a alguien; ya ves que es
un poco...ñoña... Pero es tan dulce y delicada…

Adolfo se recordó a sí mismo pretendiendo a Isabel. Vaya que fue difícil


llevarla a la cama... Pero entre ellos nunca hubo amor.

—¿No quiere tener bebés?

—No es eso. Ella sabe que quizás tengo una hija; nunca he podido mentirle.

—Entonces, ¿cuál es el gran misterio?

Mikel se mojó los labios.

—Donna no puede tener hijos —confesó; Adolfo se quedó sin habla—.

Cuando supo lo de la niña se molestó; pero luego pensó que, quizás, podría
recuperarla si las pruebas de paternidad resultaran positivas.

Adolfo sonrió y se le acercó.


—Ya verás que así será. Estoy seguro de que esa pequeña estará muy pronto
entre nosotros, como lo que es: una Mondragón. —Mikel apenas pudo
ocultar que estaba conmovido por su gesto.

—¿Y si... si Isabel se niega?

Adolfo se tensó y puso distancia entre ellos.

—Olvídate de ella; ya me haré cargo de la señorita Allen cuando la tenga


frente a mí.

Apenas dijo eso, una sonrisa apareció en sus labios. Una sonrisa que
ocultaba intenciones más profundas e íntimas.

Paula Simpson sonrió al entrar a la oficina de su jefe. Se tocó el cabello y


miró a Adolfo, sentado en el amplió escritorio de su oficina en Manhattan,
sede ejecutiva de la casa de modas. La vista espectacular de la ciudad a sus
espaldas no aminoró el magnífico aspecto pulido del más distinguido
miembro de la familia Mondragón De la Plata, que esa mañana llevaba
puesto un traje oscuro. Realmente era un tipo en extremo apuesto.

—Hola, Adolfo —saludó y él levantó un instante la mirada azul para ver a


su asistente.

—Paula...

Llegó ante el escritorio y se sentó. Adolfo espero a que hablara.

—¿Alguna vez has pensado en casarte? —preguntó, sorprendiéndolo con


algo que solo había pensado. El hombre se echó para atrás en el asiento.

—Esa pregunta deberías hacértela tú. ¿Alguna vez te casarás?

La joven sintió que se ruborizaba.

—Eso espero; aunque mis aspiraciones son altas.

—No esperes demasiado; por lo general, nos enamoramos de la gente más


imperfecta.
Sus palabras no le causaron mucha alegría.

—¿Tú... te has enamorado? —Adolfo se tensó un instante.

—No.

—¿Ni de aquella chica del almacén?

El hombre se incorporó; ajustó su saco y la miró serio.

—Hablando de eso, ¿qué novedades tienes?

Paula dejó un folder sobre el escritorio. Se lo iba a hacer llegar, pero él no


quiso tomarlo y se lo hizo entender con un gesto; le dio la espalda.

—Me habló el detective está mañana; luego vino a dejarme el informe. Te


sorprenderá saber que vive en Dallas; donde, precisamente, en poco tiempo
abriremos un almacén. —Adolfo la miró una vez más.

—¿Y qué averiguó de ella?

—Ni te imaginas a qué se dedica —comentó y él hizo una mueca.

—Si me dirás que es una profesional de lo que ya hacía, no me darás


ninguna sorpresa.

—No sé a qué te refieres, pero sí se dedica a algo no común en mujeres. Ya


la verás para hablar con ella.

—Desgraciadamente, sí; me encargaré de hacer las negociaciones —

mencionó bajando el tono de voz. Sentía un hormigueo recorriendo su piel

—. ¿De la niña, qué dice?

—Está sana, aunque tiene algunos problemas de motricidad; según el


informe, asiste a un centro de rehabilitación. De eso no tiene más
información.
Adolfo se sintió intrigado con la noticia.

—Ya Isabel se encargará de develar esos detalles. Tendrá que llegar a mis
dominios; entonces sabremos si esa pequeña es realmente hija de Mikel.

Algo me dice que sí…

22. ANITA

La hermosa niña había nacido prematura y bajo condiciones de estrés


sumamente altas. Tras llegar al mundo, los médicos le advirtieron que era
probable que presentara secuelas de por vida debido a esa situación. Fue un
nuevo golpe para Isabel. Sin embargo, solo pudo pensar en que haría cuanto
fuera necesario para que su preciosa pequeña lograra algún día ser
independiente.

Desde que fue dada de alta, tras pasar dos meses de hospitalización,
iniciaron las terapias. No hubo un solo día que Isabel no realizara cuanto le
pedía el pediatra y, con el tiempo, los demás especialistas que la vieron en
los últimos tres años.

No lo habría logrado sin la ayuda del dinero que, obligadamente, le cedió


Adolfo. Qué ironía.

—Adolfo... —musitó con pesar.

Estaba sola en su habitación, nadie podía escucharla. Anita había iniciado el


jardín de niños y su vecina María la llevaba, pues ella salía muy temprano a
trabajar; estaba en una escuela de tiempo completo y faltaba más de una
hora para que saliera. Iría a recogerla, como todos los días.

La nena había logrado salvar muchas de sus dificultades motoras, pero aún
quedaba una, que esperaba pudiera superar con su ida al jardín.

Suspiró, reposando la cabeza en la almohada; estaba muy cansada. Tenía


años trabajando como desquiciada, con la única intención de regresar a los
Mondragón parte de lo que les quitó. En su última ida al banco le dieron
algunas noticias favorables. Estaba cerca de la meta; en cinco años más
terminaría de cubrir los gastos que tuvo con Rosie y su bebé.

Los ojos se le llenaron de lágrimas; jamás superaría la muerte de su


hermana. Seguía teniendo pesadillas y su preocupación se había extendido
hasta Anita; temía que un día apareciera esa familia y reclamara a su
pequeñita. Miró sobre el buró cercano a su cama una foto suya con la niña.

Nadie le arrebataría lo que más amaba en la vida.

Miró el teléfono móvil y buscó en su agenda. Seguía conservando el


número que alguna vez la tuvo en contacto con él. Recordó que años atrás,
poco antes de que la niña naciera, le marcó en un arranque de
desesperación. Nunca le quiso contestar. Tiempo después, cuando ya tenía a
la bebé, lo hizo una vez más y él respondió, pero no tuvo valor para decir
que era ella. Era evidente que Adolfo había borrado su número; si no lo
reconoció desde el principio fue porque se deshizo de él. Ya no le
importaba.

Después de eso prefirió hundirse, como Rosie, en semanas de depresión


intensa que fueron un infierno. Moría de amor y soledad, por un hombre
que no le correspondía; un hombre al que necesitó angustiosamente para

que la consolara. Aún con su desprecio, jamás se dejó vencer, porque había
una persona aún más frágil que la necesitaba.

Lloró en silencio, preguntándose hasta cuándo la seguiría el fantasma de ese


mal amor. No era justo que aún se amargara recordándolo, mientras él,
seguramente ya había hecho su vida. Su corazón no había dejado de doler.

Pensar en su hermana la llevaba inevitablemente a Adolfo, y Anita sería por


siempre un recordatorio de ambos.

Enterró el rostro en la almohada y escondió sus gemidos en ella. Apretó el


teléfono y marcó sin darse cuenta. Este cayó al suelo y ella siguió llorando.

¿Sería que en el fondo deseaba volver a verlo? ¿Lo amaba aún, a pesar de lo
que le hizo? Siendo hermano de Mikel, seguramente supo desde mucho
tiempo atrás que era hermana de Rosie y juntos planearon burlarse del par
de ilusas.

Se incorporó de repente, llena de rabia. Se agachó a tomar el móvil.

Adolfo salió de la ducha y oyó su teléfono sonar. Otra vez ese número,
pensó, mirándolo en pantalla. En los últimos años había recibido algunas
llamadas sin respuesta y lo mandó a investigar con Paula, quien le dijo que
era número equivocado.

Lo llevó a su oído; iba a responder, cuando escuchó el llanto de una mujer.

—¿Bueno? —dijo y el silencio se hizo súbitamente. Luego, la desconocida


colgó.

Se quedó pensativo. Lo inundaba una sensación de inquietud cada vez que


ese desconocido llamaba. Semanas atrás, cuando recibió una de allí mismo,
se escuchó la risa de un bebé. Seguramente, algún niño pequeño marcó
algunos dígitos sin querer y coincidieron con su número.

Isabel se puso pálida. ¡Esa fue la voz de Adolfo! Su corazón latió


desmesurado. Se llevó una mano al pecho; limpió las lágrimas y miró la
pantalla. Se alisó el cabello y soltó el teléfono sobre la cama. Recordó que

Anita estuvo marcando ese número cuando tenía dos años, de manera
intermitente, como si supiera de quién se trataba.

Adolfo marcó en respuesta, un par de ocasiones, pero nada más.

Volvió a recostarse; vio la foto de la niña y suspiró. Era un bellísimo ángel


cargado de inocencia; sonrió recordando lo feliz que era gracias a ella. No
todo era tan malo con esa princesita en su vida. Debía estar agradecida por
ese regalo tan inesperado.

Adolfo Mondragón jamás volvería a sus vidas. Eso podía jurarlo.

Él seguía preguntándose si ese pudiera ser el número de...


—No, ella no sería tan cruel... —musitó y sintió una punzada en el centro
del pecho. Cruel, ¿acaso utilizó la palabra cruel? ¿Isabel le parecía cruel?

Se vistió rápido y decidió salir a divertirse. Seguramente, pasaría esa noche


con una bella desconocida, como solía hacer. Era joven y soltero; lo tenía
todo para vivir la vida con intensidad.

Si era cierto, ¿por qué a cada momento lo asaltaban los recuerdos de lo que
vivió con ésa descarada?

Isabel se levantó y fue a buscar a su hija. Su hija, no una Mondragón, sino


una Allen; jamás sería hija del miserable que las abandonó.

Llegó caminando al jardín de niños y la pequeña de rubios y desordenados


cabellos corrió torpemente hasta ella; casi tropieza antes de llegar a sus
brazos.

—¡Ma! —gritó emocionada. Isabel se acuchilló para abrazarla; miró su


carita sonrosada y sucia. Era un pequeño desastre—. Mía… —Señaló una
hoja con su mano estampada en ella.

—Es tu mano, mi amor. Qué linda te quedó.

—Si... yo…sola —Señaló su pecho con la palma.

Isabel la abrazó y le dio un beso en la frente. Anita le correspondió con un


abrazo tan efusivo que casi la tumba. Así era ella: un pequeño remolino. Se
levantó y la tomó de la mano.

—Vamos a casa.

—Mmmh hame... —dijo, tocándose la barriga.

—Sí, mamá también tiene mucha hambre. Y si no llegamos rápido… —La


miró entrecerrando los párpados; la niña comprendió el juego y se puso
alerta, con una sonrisa emocionada—, ¡te voy a comer!

Anita gritó cuando la tomó en brazos y hundió la cara en su cuello; gritó,


riéndose mientras las otras mamás y sus hijos las miraban divertirse como
dos pequeñas de la misma edad.

Desde que supo dónde podría estar Isabel, había descubierto que el tiempo
no había pasado, que aún sentía lo mismo que años atrás: molestia, enojo,
decepción, frustración... Deseo. Se estremeció cuando vio unas fotografías
recientes de ella.

Se veía preciosa; su cuerpo aún era tentador, a pesar del evidente descuido
hacia su persona. Seguía soltera; solo tenía veintitrés años y ya era madre
adoptiva de su sobrina. Los informes mencionaban su trabajo, pero lo dejó
pasar; no quería descubrir un detalle incómodo.

Algunas chicas se le acercaron, pero no estaba de humor para ir a pasar el


rato. Su ser entero tenía una sola idea en mente: Isabel Allen. ¿Qué reacción
tendría al verlo nuevamente? ¿Intentaría seducirlo una vez más? Había sido
poco lo que disfrutó íntimamente con ella.

—Maldita sea... —musitó; sabía que no estaría tranquilo hasta que la


volviera a tener frente a él, para desilusionarse de cualquier duda que le
haya quedado. No debía olvidar que los estafó y puso en riesgo a su familia.

Su madre jamás se enteró del desliz de su hermano y no quería preocuparla.

Lorena se había divorciado de su padre poco antes de que él muriera en

brazos de una prostituta; la vergüenza que pasó cuando la prensa lo supo la


derrumbó. Se deprimió y se encerró en su residencia por semanas; no quería
volver a verla preocupada por causa de su familia. Esta vez no sería la
excepción. No permitiría que una vividora le hiciera el menor daño. Ni su
deseo por ella.

Suspiró agobiado. Sabía lo que haría al tener a Isabel frente a él; conocía su
debilidad por el dinero. Era evidente que vivir a costa de otros ingenuos no
le había rendido frutos.

Volvió a repasar su apariencia. ¿Dónde quedó esa imagen pulida del


almacén? Seguro fue obra de Rosie; ella sí era delicada y con gustos
marcados. Isabel siempre fue muy simple; se conformaba con lo que le
ofreciera, argumentando que no conocía de marcas o lugares exclusivos.

Sería mejor que pensara solo en Anita; la niña debía ser su única meta.

Ojalá las pruebas de paternidad resultaran a favor de Mikel.

Esperaba que Isabel no se pusiera difícil a la hora de negociar. En caso de


que así fuera, se vería en la necesidad de ser más agresivo. La vez pasada
no lo hizo porque el problema ya estaba encima; esta vez sería distinto.

Estaba listo para llegar a las últimas consecuencias.

De regreso a su casa, recibió una llamada de Lorena; apenas había estado


una hora en el bar.

—Hola mamá... —respondió mientras conducía.

—Hola, mi amor; disculpa si interrumpo. Necesito hablar contigo mañana


temprano.

—¿No quieres hacerlo de una vez?

—¿No estás con alguna chica?

—No, mamá; no estoy de humor.

—Uy, te oyes alterado. ¿Vendrías por mí al trabajo y hablamos?

—Llego en media hora.

No era la primera vez que salía con su madre; lo hacían seguido y


disfrutaban de su mutua compañía. Adolfo tenía amigos de parranda, pero
no consideraba a ninguno como real. Solo tenía a su madre; que apenas
subió al auto, supo que sería una tarde interesante.

—Vaya con mi hijo. Creí que jamás lo vería tan afectado por una mujer. —

Adolfo apretó el volante.


—No se trata de una mujer.

—Oh... Entonces, ¿de un hombre? —El hijo no estaba de humor para sus
bromas.

—Mamá... —Lorena sonrió sutilmente.

—¿Quién es ella?

—No hay ninguna ella.

—Claro, cuéntame algo que no sepa. El dolor por amor es siempre muy
evidente.

—Mamá, ya te dije que no se trata de ninguna mujer. Es un problema que


debí resolver hace tiempo, que ahora parece no dejarme en ningún
momento.

—Cuéntame y lo resolvemos juntos.

Adolfo aspiró profundo. No podía decirle que, cinco años atrás, una mocosa
de dieciocho años les exigió dinero a cambio de silencio; que esa misma
mujercita con cara de ángel fue su amante y que aún le quitaba el sueño. La
miró de reojo.

—¿Vamos a cenar?

Lorena sonrió.

—Claro, amor. Pero no me lleves a un restaurante.

Adolfo la miró y sonrió; ya sabía a dónde irían. Su bellísima madre, un día


descubrió que tenía un lado poco elegante. Ese detalle le recordó a Isabel.

Tal vez era momento de decirle algunas cosas sobre lo que iba a hacer.

Un puesto de comida rápida fue su destino. En el camino a la casa de


Lorena, Adolfo se aclaró la garganta.
—Confiesa quién es ella. —Las palabras de su madre lo tensaron.

—Mamá, hace cinco años, Mikel tuvo una relación con una chica… —

Esquivó la confesión personal. La diseñadora masticó una papa frita


lentamente—, y... hubo consecuencias.

Lorena se quedó quieta.

—¿Mikel hizo qué?

23. OTRA VEZ DE FRENTE

Isabel se acomodó la gorra para cubrirse la frente y pasar desapercibida. Su


cuerpo perdía forma dentro del uniforme de la compañía de electricidad
para la que trabajaba junto con Fabricio; de la cual, Claudia era secretaria.

—¡Tuvo que ser precisamente para ellos! —se quejó semanas atrás, cuando
supo para quién trabajarían.

Se acercaban las fiestas decembrinas y faltaba instalar el cableado en las


oficinas principales del almacén. Y allí estaba, disfrazada de muchacho con
coleta de cabello largo, concentrada en su labor. Trataba de no pensar que,
en pocos días, quizás lo vería. Para consolarse, se dijo que lo más seguro
era que no la reconociera; la Isabel que conoció, murió cuando la descubrió
en la extorsión.

El almacén comenzó a llenarse de gente, previo a la inauguración. Entre


luces navideñas y un gigantesco pino adornado, resentía aún más la
ausencia de su hermana y, la probable presencia de los Mondragón, la ponía
todavía más sensible. Todo ello la llevó a revivir lo que sucedió, como si el
tiempo no hubiera pasado.

—¡Ma! —El grito de Anita atrajo su atención. La jaló del suéter que salía
por la manga de su chamarra—. ¡Ese, Ma! —Señaló muy emocionada un
triciclo rojo bajo el árbol.

—¿Ese quieres? —inquirió Isabel, metida en unos ajustados jeans y una


chamarra de mezclilla azul. La niña asintió con una gran sonrisa.
—Sí, ese. —Lo miró una vez más, ilusionada.

Era su día libre. Había ido cuando el jefe la llamó para que revisara un
trabajo que hicieron esa mañana,sin que ella estuviera.

—¿Qué pasó con la luz? —preguntó Adolfo, molesto.

—El encargado vendrá en un rato. Hoy descansó, señor —respondió el


gerente, algo nervioso por el enfadado dueño; conocía su carácter
perfeccionista y exigente.

—Estamos a unos días de la inauguración, la luz es esencial.

—Lo sé, señor, pero...

—¡Nada, Finn! ¡Nadie va a descansar hasta que todo esté terminado! ¿O

usted qué se imagina qué hago aquí?

El gerente pasó saliva; su frente se perló de sudor y su cabeza calva lo hizo


más evidente.

—Le prometo que mañana estará aquí, a primera hora.

—¿Mañana? Mañana no. Quiero a esa persona aquí hoy —remarcó lo


último—. Ya —le exigió, moviéndose por el salón donde realizarían la

conferencia de prensa.

—Como usted ordene señor. Ya mismo hago la llamada.

Isabel miró a su pequeña cerca del árbol navideño. Sonrió, con la bocina del
móvil en el oído.

—Insiste en el triciclo —le dijo a Claudia—. Creo que se lo voy a comprar.

—¡Por Dios, Isabel! ¡Esa niñita es un monstruo! ¿Le vas a dar alas?
—No exageres; es la cosita más dulce del mundo. Además, es mi hija y solo
deseo hacerla feliz.

—No, eso se llama culpa. Amiga, ya sabes lo que tienes que hacer.

—No empieces...

—Esa chiquita tiene un padre, que es un irresponsable por dejarla sola, pero
es su padre y tiene la obligación de hacerse cargo.

—Voy a colgar —advirtió. Vio al gerente conversando con un hombre de


traje azul que estaba de espaldas, al que no podía verle la cara.

—¡Por mi culpa, por mi culpa! —se burló Claudia y decidió cortar la


llamada.

—¡Cuidado! —Se escuchó un grito de varias voces, casi al unísono.

Isabel giró sobre sus talones, para ver con horror que Anita se había subido
al triciclo rojo y empezó a pedalear con una enorme sonrisa. El árbol
gigante se sacudió y luego empezó a venirse abajo. La niña, ignorando el
peligro, aceleró el pedaleo con torpeza.

Luego de una terrorífica parálisis, corrió hacia ella; mas no fue la única. El
hombre de traje azul llegó más rápido hasta la niña. Isabel escuchó el
sonido del árbol cayendo a un lado, a escasos metros de Anita, quien
tranquilamente pasó entre ella y el desconocido con su triciclo robado.

Isabel tenía una palidez de muerte. Sin mirar al desconocido, dio unos pasos
hacia su hija.

—Dios mío —musitó Adolfo sin aliento y se pasó una mano por el cabello.

Vio con asombro la calma con la que esa miniatura rubia pedaleaba de
regreso.

—¡Anne! —exclamó Isabel al fin, tensa por el pánico que sintió, y fue a su
encuentro. Solo entonces, Adolfo miró a la madre de la niña.
—¿Isabel? —murmuró incrédulo.

Anita miró la expresión de su madre y supo que había hecho algo malo. Se
acercó lentamente, con la cabeza baja, arrastrando con dificultad el triciclo.

Cuando volvió a levantar el rostro, se dio cuenta del desastre que había
detrás de los adultos y señaló eufórica con un dedo.

—¡Ma! —exclamó con los ojos muy abiertos. Isabel volteó y el mundo se
detuvo. ¿Estaba alucinando por el susto? ¿Acaso tuvo un ataque de
ansiedad y la vista le estaba fallando?

Adolfo dio unos pasos en su dirección. La miró de reojo al pasar a su lado


de camino a la pequeña. Sus ojos azules —exactamente como los suyos—,
eran una prueba fehaciente de que era una Mondragón. Ese color
aguamarina eran herencia de su padre, pensó, maravillado al estar frente a
su sobrina por primera vez. Sin duda era hija de Mikel.

Sonrió, acuclillándose ante ella, quien lo observó con toda la inocencia de


su edad, callada, atenta, y llena de curiosidad.

—Hola, bebé —la saludó fascinado. Era una pequeña muy hermosa—.

Ven…—Le ofreció su mano.

Isabel sintió un nudo en la garganta. ¿Qué estaba haciendo junto a su niña?

—Ma… —murmuró la criatura; al levantar la vista hacia su mamá, notó su


estado ansioso y nervioso.

Adolfo miró a sus espaldas; allí estaba Isabel, paralizada. La ignoró y siguió
mirando a la bebé.

—Me llamo Adolfo —le dijo y Anita le tomó la mano que le ofrecía. Se
acercó hasta él y lo miró fijamente—. ¿Y tú, cómo te llamas?

La niña solo lo miró. Sus ojos estaban fijos en los suyos. Levantó una
manita y le tocó la mejilla.
—Bapo —dijo ignorando su pregunta y sonrió sutilmente.

—¿Bapo? —repitió Adolfo sin entender y Anita siguió explorando su


rostro. Llegó a sus ojos y tocó uno con el dedo izquierdo.

—Azul —dijo, teniéndolo con el ojo cerrado. Se tocó a sí misma con otro
dedo y señaló—: iguales mamá. —Notó la similitud; luego lo soltó y se
apartó para ir con ella y abrazarse de sus piernas—. Ma... —dijo apenada,
cambiando completamente su actitud. Isabel se inclinó y la tomó en brazos.

La estrechó fuertemente. Estaba temblando.

—No debiste tomar ese triciclo; te dije que no era tuyo. —La miró y Anita
volvió a enterrar la carita en su hombro; estaba avergonzada—. Se cayó el
árbol y pudiste lastimarte —gimió, horrorizada ante la idea.

—Ma… —Se giró hacia el triciclo y lanzó un chillido suave.

—Desobedeciste mi orden. No vas a tener ese juguete.

Anita abrió la boca y, de forma dramática, le echó los brazos al cuello para
llorar.

Isabel no quería mirar a Adolfo. Era aterrorizante. ¿Cómo no se dio cuenta


de que estaba allí? ¡Jamás debió ver a la niña!

Anita descubrió lo que le ocurría a su madre y se apartó para mirarla; su


llanto desapareció al instante. Le tomó el rostro a Isabel con sus pequeñas
manitas y vio preocupada que tenía los ojos húmedos.

Adolfo las observó a ambas. Era una escena muy dulce; la tía siendo
consolada por su sobrina. Era evidente el amor que había entre ellas. Vio
que el árbol empezaba a ser levantado y se les acercó.

—Vamos a movernos de aquí; no queremos otro accidente.

Isabel lo miró llorosa.

—Lamento lo que pasó. Anita no debió tomar el juguete.


—No fue su culpa que el árbol se cayera.

—Pero mira el desastre… —dijo con voz temblorosa—. Creí que se le


vendría encima.

Adolfo acarició el cabello de la niña y sonrió.

—No pasó nada. Dame acá a esta princesa; estás hecha un manojo de
nervios.

La tomó de sus brazos. Anita le pasó una manita por el hombro y,


enseguida, hizo algo que ninguno esperó: atrajo a Isabel del cuello y quedó
pegada al pecho masculino. Adolfo bajó la mirada y sus rostros se hallaron.

Aspiró su aroma. Esa loción que usaba después de la ducha, aún la


recordaba.

Desvió la mirada al suelo. Odiaba ver esos ojos que alguna vez la perdieron.

Por el contrario, él respiró su esencia y supo que seguía irremediablemente


atraído por ella. Rodeó sus delgados hombros y, al sentir su calor tan cerca,
recordó el deleite que sintió al recorrer su piel, en la que creyó que sería su
primera vez.

Isabel volvió a mirarlo, puso una mano en la suya que sostenía a la niña y
descubrió su fría mirada. Ella lo seguía deseando y él la estaba fulminando
con los ojos. Adolfo se apartó al leer su intención de quitarle a la pequeña
de los brazos y se adelantó a caminar.

—Es mejor que haya ocurrido ahora el accidente y no mañana, con la tienda
llena de personas —comentó caminando con Anita, quien desde esa altura
tenía una mejor visión del lugar. Empezó a señalar emocionada todos los
regalos decorativos.

—¡Ma, quieo bebé! —Señaló un oso de peluche. Su mirada brillante hizo


sonreír a Adolfo.

—Afortunadamente, no hay electricidad funcionando en esta área.


—¿Cómo que no? ¡Yo misma me aseguré de que funcionara!, ¡por eso vine!

Adolfo la miró sin comprender.

—¿Y tú qué tienes que ver con ese asunto?

Isabel sacó su gafete de empleada; luego lo pensó mejor y se lo guardó,


dejando a Adolfo con la duda.

—Me mandó la compañía que se encarga de la instalación.

—¿Eres secretaria?

—Sí.

Por suerte, Anita lo distrajo con un nuevo antojo.

—¡Quieo ese! —insistió con un peluche. Adolfo se apartó un poco, dejando


a Isabel recobrar la calma.

—Pero no me has dicho tu nombre. ¿Cómo te llamas?

—Anne... Sabé... Adama —dijo por pausas, moviendo la cabeza.

—Anne Isabel... —musitó—. Qué lindo nombre; qué conveniente. —Miró


a la rubia con ironía.

—Yo buapa... tú buapo. Y mamá tamien.

—Oh, somos guapos. —Por fin entendió y, emocionado, le dio un beso en


la mejilla—. Eres muy hermosa; te pareces mucho a tu abuela. —Esas
palabras inquietaron a Isabel.

—Anita, debemos irnos.

—¡Ma, el oso pa mí!

—¿Quieres el juguete? —dijo Adolfo, bajándola—. Ve por él, yo hablaré


con tu mamita. —La observó con malas intenciones, no muy amigable. La
joven lo miró nerviosa.

—No creo que tengamos tema de conversación.

Iba a ir por su hija cuando la detuvo tomando su brazo. Se soltó con rapidez
y volvió a tomarla con más fuerza.

—¡Claro que tenemos que hablar! —La fulminó con la mirada.

—¡Suéltame! ¡No soy una cualquiera para que me trates así!

Adolfo miró alrededor y la atrajo. La gente estaba ocupada levantando el


árbol y los daños que causó alrededor; Anita estaba esforzándose por
alcanzar al oso que deseaba. Él ya tenía lo que quería pegado a su cuerpo;
palpó las formas de Isabel, quien luchaba por apartarse. Cada movimiento
era más provocador.

Isabel gimió y de repente se quedó quieta. ¡Adolfo estaba excitado!

—¿Qué pasa? ¿Sentiste algo interesante? —murmuró, malicioso.

24. EMPLEO SECRETO

Sintió sus manos apoderándose de su cuerpo como si aún tuviera derecho


sobre ella. Observó alrededor, a donde estaba Anita. ¿Por qué nadie parecía
ponerles atención? Lo miró con molestia; se estaba aprovechando, tal como
hizo siempre. Tal como Mikel hizo con Rosie. Sabía que aún lo deseaba; sin
embargo, Adolfo se equivocó con ella, tanto en el pasado como ahora.

—No hay nada de ti que me interese ya.

—¿En serio, tía Isabel? —se burló, apretando su cintura cada vez más.

—Adolfo, estás abusando de tu fuerza y no tienes ningún derecho.

—¿No? —inquirió meloso—. ¿Estás segura de que no te interesa que haya


regresado?
Tragó saliva; sintió su aliento rozándole las mejillas y se estremeció. Él la
obligó a darle la espalda; pegó su sexo duro en ella y, ahora que no podía
ver su cara, pudo ser honesta consigo misma. Cerró los ojos un instante. Lo
deseaba, tanto como lo despreciaba. Era una situación contradictoria.

—Isabel —gimió con pasión en su oído.

—¿Qué pretendes? —Recobró la cordura por un segundo y fue suficiente


para escapar de su hechizo; se apartó y puso distancia entre ellos. Adolfo la
miró, lleno de deseo.

—Tenemos un pendiente.

—¡No te debo nada! —exclamó apenas. La volvió a pegar a su cuerpo y la


vio fijamente. El deseo se había ido; sus ojos la miraban centelleando. Se
estremeció y quedó paralizada un instante.

—¿Que no me debes nada? —inquirió, obligándola a mirarlo cuando ella


trató de evadirse; le tomó el rostro con una mano y la chica cerró los ojos,
quejándose por el dolor que sus dedos le provocaron. Gimió y Adolfo se dio
cuenta del daño que le estaba ocasionando; la soltó de repente y retrocedió

—. Me debes algo que no podrás pagar nunca, Isabel —dijo entre dientes.

Ella estaba molesta.

—¡Algún día te regresaré tu maldito dinero! —aseguró, tocándose la


mandíbula. El hombre miró sus dedos marcados y deseó tocarla de una
manera muy diferente.

—El adelanto que puedas darme será bien recibido —se le insinuó. Isabel
volvió a ver el brillo en sus ojos. Sentía toda clase de emociones; sobre
todo, rencor.

—Podría hacerlo; solo necesito tiempo.

—¿Y mientras tanto, qué? ¿Jugaremos a la chica inocente que fue violada,
para engatusarme otra vez? ¿De nuevo me harás esperar a que te dé un
anillo para que tu hermoso cuerpo haga a un lado el terror que vivió? —Se
acercó un poco e inclinó la cabeza hacia ella—. ¿Me dejarás hacerte a un
lado las prendas y… las piernas? —inquirió, ofendiéndola una vez más.

Isabel apretó los puños y le dio un golpe tan fuerte que se escuchó por los
alrededores.

—¡Cállate! —exclamó temblorosa—. ¡Tú no tienes la menor idea de por


qué lo hice!

Adolfo quiso tocarse la mejilla, pero se abstuvo. Sabía que los observaban.

—¡Por ambiciosa, porque eres una vividora!

—¡Eso quisiste ver!

—¡Así fue, Isabel! —aseguró, viendo detrás de ella que Anita logró tomar
la pata del oso de peluche—. ¡Te vi amenazando a mi hermano!

—¡Tú no viste lo ruin que fue con mi hermana! ¡La manera tan cruel en que
la echó de su departamento cuando lo buscó!

—Se le ofreció como una ramera; seguramente se lo merecía —afirmó.

Isabel sintió ganas de llorar de frustración.

—¡Tal como me trataste a mí!

—No, cariño; yo te traté muy bien —aseguró sarcástico.

—Me insultaste...

—La evidencia me abrió los ojos a la realidad.

—Eres un cobarde, igual que Mikel.

—Me encanta tu papel de sufrida.

Isabel ya no pudo más.


—Me voy. ¡Al diablo contigo! —Se alejó y le dio la espalda.

—Hablando de cobardes… —siguió mofándose—. Huye mientras puedas,


señorita Allen; no llegarás muy lejos. No estoy aquí solo por el almacén —

sentenció, deteniéndola cerca de la niña. Caminó hasta ellas; bajó el oso que
Anita tanto deseaba y se lo ofreció, jugueteando un poco con él. Se acuclilló
ante la niña y ella, inocentemente, lo tomó.

—Gacia —dijo y miró a Isabel, que al ver la inmensa alegría de su pequeña,


engañada por ese maldito demonio, se sintió profundamente dolida.

—Vámonos, Anita. —Se acercó y la tomó de la mano, recibiendo una


mirada aparentemente calmada de Adolfo. Ahora confirmaba que no debía
confiar en un Mondragón.

El hombre de elegante traje se enderezó y la miró.

—Es evidente que es mi sobrina. ¿O lo vas a negar ahora?

Isabel pegó a la niña a sus piernas, protegiéndola con sus manos.

—¿Tu sobrina?

—El parecido físico con mi familia no se puede ocultar. Hay otra sobrina,
aparte de ella, y es muy similar. Además, tengo el presentimiento de que...

—Ma —Anita le enseñó el oso. Isabel tomó el juguete y lo observó.

—Tú no tienes ningún derecho de venir a reclamar nada. —Lo miró


enojada y llorosa—. ¡Eres aún peor que tu hermano! —replicó y le lanzó el

oso. Él lo atrapó y la chica se retiró entre lloriqueos de la pequeña.

—¡Ma, mi oso! —dijo, volteando a ver cómo se alejaba del que consideró
su juguete. Adolfo miró a la hermosa niña alejarse. Y a la bella y difícil
Isabel. Sonrió y miró el peluche.

—Difícil… —dijo despectivo—. Pronto veremos qué tanto.


Lorena De la Plata miró las fotos de la que podría ser su nieta no
reconocida. No daba crédito a que uno de sus hijos haya tenido
descendencia sin hacerse responsable.

—Es hermosa —dijo ante una foto de Anita.

—Adolfo la vio. Dice que es muy inquieta, muy inteligente.

—¿Y tú también sabías de su existencia, Donna?

—Sí, señora —respondió la chica de veintitrés años, un poco apenada.

—Aquí dice que vive con su tía, Isabel Allen —dijo, leyendo el informe del
investigador—. Es hermana de la madre de la niña, supongo.

—Sí, mamá; Isabel era hermana de Rosie —respondió Mikel, serio.

—¿Era? —repitió Lorena, mirándolo fijamente.

—Rosie murió al dar a luz. —La respuesta la dejó pasmada.

—Oh, qué pena... Con razón la tiene su tía.

—Adolfo se encargará de traerlas para que nos conozca —agregó Mikel


con incomodidad—. Convencerá a Isabel.

—¿Adolfo? Tú eres el padre, ¿por qué tu hermano debe convencerla? —

Mikel y Donna se miraron.

—Es que... Isabel y yo nunca pudimos congeniar. —Lorena lo miró con


nuevas dudas.

—Ambas vendrán, entonces... —murmuró pensativa y encontró una foto de


Isabel.

—Sí. Al parecer, Anita no sabe que Isabel es su tía; cree que es su madre y
así la llama.
—Es obvio, no ha tenido a nadie más como figura materna. Y eso implica
otra dificultad. No creo que Isabel vaya a ver con buenos ojos una posible
separación.

—Si Anita resulta ser mi hija, no le va a quedar más opción que aceptarla.

—Escuché decir a Paula que no es buena persona —señaló Donna,


insegura.

—Exactamente, ¿a qué te refieres?

—No creo que eso sea importante. —Se arrepintió de hablar de más. Donna
era una chica muy insegura, aunque bocafloja; Lorena aún no entendía que
motivó a Mikel a casarse con ella.

—Mikel, habla —lo instó la mujer de cabello platinado.

—Dile, mi amor —musitó la voz suave de Donna, tocando a su esposo en el


brazo—. Es mejor que sepa a qué nos enfrentaremos.

Era un invierno muy frío, así que salió de su casa tapada de pies a cabeza;
vestía una chamarra gris que la cubría hasta las rodillas, una enorme
bufanda y gorro negro. Sospechaba que ese día tendría que quedarse hasta
tarde y le avisó a María para que cuidara a la niña. Tenía el tiempo encima.

Solo esperaba no toparse con Adolfo; ojalá su disfraz la cubriera tanto, que
pasara delante de él sin ser vista

A esa hora, eran contadas las personas en el centro comercial. Al caminar


rumbo al almacén pudo notar que ya había publicidad nueva. Se topó con la
imagen de Adolfo, lucía mejor que nunca; los años parecían aumentar su
atractivo. Su cuerpo estaba menos delgado que años atrás; incluso, sus
músculos estaban más marcados. Tanto como su antipatía. Aun así, nada le
restaba atractivo.

No era grato recordar que la consideraba una prostituta, a la cual


menospreciaba. Sabía que no se tentaría el corazón para hacerle daño de
cualquier modo; que Adolfo Mondragón pondría sus ojos en ella, no con
amor o una pasión sana, sino con las peores intenciones.

Llegó al almacén y saludó al guardia. Sin detenerse a seguir pensando en él,


se dirigió a la oficina principal, donde el gerente insistió que terminara.

La noche pasada lloró tanto que se durmió antes de que sus compañeros de
vivienda llegaran. Anita tampoco estuvo muy feliz después de perder su
oso. A la media noche se dio cuenta de que se iba a enfermar; la garganta
empezó a molestarle y, en la mañana, ya no pudo hablar sin sentir mucho
dolor. La bufanda le cubría la boca para evitar que —al respirar frío— se
pusiera a toser. Se ajustó el gorro y fue al escritorio —sobre el que había
una laptop—, donde había cerca una conexión eléctrica.

Notó un cesto de basura; dentro había una revista tirada con descuido. Se
sentó en el suelo y la tomó con curiosidad; luego esbozó una mueca.

—Otra vez tú —dijo con la voz muy distorsionada por la enfermedad.

Adolfo Mondragón estaba en esa revista de socialités.

—¡Te dije que no quería que salieran esas imágenes! —reclamó molesto,
entrando a la oficina; Isabel deseó que la tierra se la tragara. Hablaba por
teléfono y no se había percatado de su presencia—. ¡Estamos en invierno,
no tiene sentido la desnudez! —Se sintió intrigada y buscó en la revista—.

No, Mikel. Además, no estaba posando; me estaba cambiando de ropa. Y

no, no me interesa poner ardiente a nadie.

Isabel miró la foto y sus labios dibujaron una gran “O”, como expresión de
admiración al recorrer su torso desnudo.

—No estoy de acuerdo; mucho menos si por tu culpa voy a tener que
soportar que las admiradoras salten sobre mí, haciéndome toda clase de
propuestas indecorosas y, ¡peor aún!, me estén manoseando. Sabes que odio
ese tipo de chicas — Isabel entendió por qué la buscó sin descanso—. No
me importa que mamá se enoje o que las ventas estén por los cielos; no soy
un pedazo de carne a disposición de todos. Voy a colgar, estoy esperando a
que llegue el electricista para que revise la luz en el salón donde se hará el
desfile. ¡Maldición! —replicó enfadado.

Isabel sintió que la garganta empezó a picarle; la ansiedad se apoderó de


ella cuando sintió ganas de toser. Adolfo se sorprendió y, con cautela, fue
hasta la persona que tosía. Encontró a un pequeño hombre que no podía
parar de toser, oculto bajo capas de ropa.

—Hey, ¿quién es usted?

Isabel, que estaba sentada en el suelo, se levantó. Evitó mirarlo, pero


Adolfo vio en su espalda que tenía el logo de la compañía eléctrica. Seguía
tosiendo sin parar y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Perdón —murmuró con la voz ronca. Señaló el enchufe que iba a arreglar
y él comprendió lo que había estado haciendo.

—Oh, estaba trabajando. Lo dejaré hacer lo suyo mientras hago unas


llamadas. ¿Tardará mucho? —Isabel respondió que no con la mano—. Muy
bien. Avíseme cuando esté listo.

La chica sintió que le regresaba el color. Adolfo Mondragón no debía


enterarse de su trabajo en el almacén; no sabía de qué sería capaz. Podría
perder el empleo.

25. AÚN ERES MÍA

Adolfo regresó y abrió las persianas; se quedó parado ante la ventana,


mirando hacia afuera; lucía fabuloso, más maduro y glamoroso. Recordó su
cuerpo desnudo y una descarga recorrió su piel.

—¡Ah! —La miró cuando gritó.

—¿Qué pasó?

Con la mano, Isabel dio a entender que nada y continuó su labor; colocó la
tapa al enchufe y se levantó. Luego fue a encender la luz. Adolfo sonrió.
—Listo, señor —dijo adolorida.

—Qué bien. —Sin prestarle mucha atención, se sentó ante el escritorio para
conectar su computadora—. Ya puedo empezar a trabajar.

La joven contuvo el aliento al verlo tan guapo y oliendo delicioso. Era


sumamente perturbador, si tomaba en cuenta que no había vuelto a estar
íntimamente con nadie.

Sintió la mirada del desconocido clavada en él; volteó a verlo y el


electricista lo evadió rápidamente. Miró de nuevo la pantalla y un aroma
dulce llegó a su nariz. Isabel sintió su mirada.

—¿Huele a cereza? —inquirió.

Ignoró sus palabras y escapó de su presencia en un segundo. Trabajó


tranquila durante tres horas más, hasta que apareció el gerente.

—Oiga joven —le habló desde el piso mientras estaba en la escalera—. Ah,
eres tú. —Le miró la cara bajo el gorro de lana.

—Buen día, señor —lo saludó ronca.

—Me dijeron que harás todo el trabajo sola porque dos de tus compañeros
se enfermaron. ¿Es cierto?

—Así es, señor.

—Significa que pasarás aquí la noche; este salón debe estar listo para
mañana.

—No creo que sea necesario dormir aquí.

—Con el genio que se carga el dueño, créeme que no te dará tiempo de


dormir. Es un demonio. ¿O cómo le dicen? Ah ,sí: el Dragón... ¡y con
cuánta razón!

Isabel se puso pálida al ver al invocado en la entrada, a algunos metros de


ellos. Observaba los avances a detalle y, en su recorrido, los ojos azules
llegaron hasta ella, que rápidamente se cubrió hasta las cejas con el gorro y
le dio la espalda. ¿La descubrió?El gerente fue con él y se retiraron. Respiró
tranquila y siguió trabajando.

Adolfo nunca fue su novio, solo su amante.

Cómo olvidar la manera tan atrevida en que la hizo suya la última vez que
se vieron. Todos esos años lo recordó como un acto detestable; sin embargo,
en esos momentos en que reconocía cuanto le atraía aún, se daba cuenta de
que ese día experimentó un placer jamás vivido. Si fuera menos prejuiciosa,
aceptaría la propuesta que vio en sus ojos días atrás, solo por placer.

Sacudió la cabeza al imaginarse seduciéndolo y luego dejándolo con las


ganas. Un hombre como Adolfo no caería estúpidamente rendido a sus pies;
seguramente, ni siquiera pasaba dos noches seguidas con la misma mujer.

Debía ser más precavida que nunca. Una chica como ella jamás
conquistaría su corazón; mucho menos después de que amenazó a Mikel.

Lo que no debía olvidar, era que jamás se molestó en averiguar la causa de


su proceder; simplemente, aprovechó la oportunidad para deshacerse de
ella. Nunca regresó, ni la llamó. Fue una curiosidad en su vida; un error.

Tal vez el dinero que les robó no logró salvar la vida de Rosie, pero sí la de
Anita, su pequeña. Ella era su más grande amor y su debilidad.

Dejó de trabajar al sentir que sus ojos se inundaban de lágrimas.

Su niña valía todos los maltratos e insultos injustos, pues por ese maldito
dinero fue que, al nacer tan delicada, recibió la mejor atención médica que
jamás hubiera podido darle.

Se secó las lágrimas con los dedos y aspiró profundo. Lloraría por su hija
cuántas veces fuera necesario; pero los Mondragón, aún con todo su poder,
jamás lograrían compensar lo que ella pagó por Anita, porque el amor no
tenía precio.

—¿Qué dijo el electricista?


—Trabajará toda la noche si es necesario.

—Muy bien.

El gerente sonrió satisfecho; no solo porque el trabajo se realizaría, sino


porque el jefe se veía más relajado.

—La chica no se irá hasta dejar todo funcionando —le informó.

—¿Cómo? ¿De qué chica habla? —indagó. Finn se paralizó; nuevamente


sonaba tenso.

—Hablo de Isabel, la electricista —contestó, inseguro de por qué se veía


alterado—. Usted mismo habló con ella hace unos días. La rubia con la
niña.

—Isabel Allen —lo interrumpió—. La conozco muy bien.

Le gustaba subir a la azotea, pues mientras almorzaba veía la ciudad.

Estuvo un rato mirándola, hasta que se sentó en el suelo. El viento soplaba


una brisa fresca, que contrastaba con el sol ardiente. Seguía sintiéndose
acalorada; empezaba a sospechar que era temperatura. No sabía qué tan
enferma estaba, solo que le dolían los pies. Se sacó los tenis; se sentó en
posición de flor de loto y buscó su lonche en la mochila. Era un sándwich
sacado de una máquina, un jugo y un postre. Levantó la vista y se

sobresaltó al ver a Adolfo. ¿Qué hacía allí? ¿Cuándo llegó, que no lo


escuchó?

—Hace frío aquí arriba, ¿no crees? —inquirió, acercándose con una cálida
manta en las manos. Isabel se levantó lentamente mientras el aire mecía sus
cabellos; las piernas se le hicieron de trapo al verlo cada vez más cerca.

Llegó hasta ella y vio su almuerzo

—Eso luce antojable —comentó irónico—. Un sándwich viejo, un pastelito


de chocolate y jugo de naranja.
Isabel lo miró poner la manta en el suelo. Sus sentidos se pusieron en alerta.

—Siéntate y sigue comiendo. Aquí estarás más cómoda —señaló; después,


se sentó en una parte de la manta que aún tenía el precio—. ¿Ya puedes
hablar? —Isabel lo miró con desconfianza.

—No mucho...

—Siéntate —insistió al ver su renuencia—; no voy a comerte. —Sonrió con


una malicia que la hizo estremecer.

No era nada gracioso, pensó. Se animó a sentarse cerca para comer; no iba a
dejar de hacerlo, solo porque el Señor Perfecto había llegado. Escapar de él,
sería darle importancia.

—¿Acostumbras a venir a este lugar? —preguntó mirando el cierre de su


overol. Ella asintió como respuesta, ignorando sus intenciones—. Sé que
eres un poco huraña, que no convives mucho con tus compañeros. —

Recordó su conversación con Finn.

Isabel comía sin mirarlo. Adolfo vio su perfil y se preguntaba por qué le
gustaba tanto; no era una chica de su clase social. Ahora lucía mucho más
sencilla que antes. Incluso, estaba despeinada y sin una gota de maquillaje.

Sin embargo, sus mejillas se veían rosadas; casi rojas.

Recordó la sensación de su cuerpo dentro del suyo y se puso serio. La


deseaba de una manera irracional. No había explicación para describir lo
que sentía al tenerla cerca. Se quedó sin aliento por los recuerdos de lo
vivido.

Isabel le robó el sueño muchas noches. Padeció como loco su espera, y su


ausencia. Aún recordaba que, meses después de lo que pasó en la oficina
del almacén, regresó a buscarla. Nunca debió volver.

Apretó los puños, agarrando la manta con fuerza. Su cuerpo se debatía entre
el deseo y la lealtad a su familia.
La joven había ignorado el hecho de que estaba siendo observada, hasta que
lo sintió acercándose; ya no pudo seguir fingiendo que era un fantasma. Se
sobresaltó cuando los nudillos de Adolfo le rozaron una mejilla.

—Tomaste demasiado sol. —Sintió su cuerpo caliente.

—No es eso —apenas pudo decir.

—¿No? —ronroneó cada vez más cerca, deslizándose hacia ella—. ¿No
crees que es peligroso que estés aquí, sola? —susurró provocativo. La chica
lo miró atenta.

Adolfo la vio estremecerse y contener el aliento. Respiraba con dificultad;


eso solo significaba una cosa: lo deseaba. Miró su pequeño rostro; le
encantaba el bronceado de su piel y las sutiles pecas esparcidas en su nariz
y mejillas; la profundidad de sus ojos cafés; sus labios húmedos; su cabello
rubio y suave…

—Nunca pude olvidar lo hermosa que eres —confesó, recorriéndola—. La


manera en que me mirabas cuando te conocí. —Le quitó el sándwich de la
mano y lo puso sobre la mochila, junto al jugo embotellado—. Tan
inocente, tan dulce... Aun con éste overol, me pareces bellísima. —Acercó
su mano al cierre—. ¿Tú me olvidaste, Isabel? —inquirió de manera tan
nostálgica, que no pudo creer que hubiera visto inseguridad en sus ojos al
preguntarle.

Entreabrió los labios al verlo tan cerca. Deseó echarse en sus brazos y
besarlo como antes.

—No —respondió en un casi gemido. Sus hormonas la traicionaron y


Adolfo sonrió; le acarició el cabello detrás de la oreja, arrancando de sus
labios un suspiro.

—¿Ha habido alguien después de mi?

La chica sintió sus labios rozándole la mejilla; cerró los ojos y se rindió.

—No —confesó, aunque hubiera deseado mentir para herirlo.


Adolfo besó sus mejillas suavemente; esperó a estar seguro de que no lo
rechazaría, para acercarse a sus labios y besarla sin prisa. Acarició su rostro
con delicadeza, mientras su boca la seducía. En ese instante no había
espacio para las dudas; todo giraba en torno a lo que ambos estaban
sintiendo.

—Para mí tampoco ha habido nadie más —aseguró, pegando su frente en la


de ella; luego continuó besando su rostro. Isabel puso una mano en su
pecho y se apoyó en él.

¡Maldita sea!, pensó derretida. No puedo sentirme así con él; no está bien.

Adolfo se arrodilló y la invitó a hacer lo mismo; sus manos fueron al cierre


una vez más y lo bajó lentamente. Sus ojos devoraron cada centímetro de
piel que iba descubriendo. Se mojó los labios al ver su ropa interior; el
sostén blanco de algodón le mostró las maravillas que el tiempo había
hecho en su cuerpo. Tenía los senos más grandes y no contuvo las ganas de
inclinarse a besarla mientras los acariciaba sobre la tela.

Isabel abrió la boca para saborear el encuentro tan soñado en muchas


noches de desvelo. Su lengua encendió su pasión dormida y dejó que las
manos del hombre deslizaran el overol por sus hombros. Adolfo
mordisqueó la piel de su cuello, arrancándole suaves gemidos. Llevó las

manos de la chica hasta su camisa para que se la abriera y, cuando lo dejó


con el torso desnudo, la volvió a pegar a su piel.

—Isabel... —gimió como tantas veces ella deseó que lo hiciera. Le


desabrochó el sostén; se inclinó y tomó un pecho con los labios.

Isabel sintió que su vientre se inflamaba. Clavó los dedos en su abundante


melena negra y disfrutó del tormento sobre sus pezones. Gimió sin pudor
cuando una mano de Adolfo bajó entre sus piernas para darle un deleite que
había dejado de sentir desde que él se fue.

Sus gemidos llenaron de alegría al hombre. Percibir su cuerpo mojado


mientras la penetraba rítmicamente con los dedos lo llevó a sentir un placer
que no sabía cómo calificar. Era muy grato saber que Isabel aún era suya,
que podía convencerla de cualquier cosa que deseara. Pero en ese instante,
solo anhelaba hacerle el amor.

26. NO QUIERO

Isabel lo abrazó; sus gemidos se intensificaron y se volvieron constantes; la


iba a hacer llegar. Mas no lo haría sola, se dijo confiado. La recostó en la
manta y besó sus labios, con el mismo hambre de quien no se ha alimentado
en días. Le cubrió el cuerpo de besos, mientras ella solo se dedicaba a
disfrutarlo.

Debía ser un sueño, suspiró la chica; una de esas fantasías eróticas que tenía
cuando las ganas se le acumulaban. Se dejó tocar sin pudor; sintió sus
labios rozándole los senos con devoción, bajando hasta el estómago y
prometiendo maravillas al descender al borde de su ropa interior. Apretó los
puños y se retorció cuando Adolfo quiso ir más allá. Nunca llegaron a esa
clase de sexo, por la timidez de Isabel.

No se sintió ofendido al ver que su área íntima estaba al natural, cubierta


por un vello rubio y fino; prueba de que su actividad sexual era nula. Subió
en ella y se abrió el pantalón; estaba necesitando una cercanía mayor.

La joven lo miró sacar su sexo y, aunque lo deseaba, sintió como si fuera la


primera vez. Muchas cosas habían cambiado en su cuerpo desde entonces;
probablemente estaría igual o más nerviosa que aquel día, cuando ese
hombre intentara llegar a lo más íntimo.

Adolfo supo que pronto estaría lista y que no tardaría en escuchar su grito
culminando el momento. Comenzó a fantasear en lo que sentiría cuando
empezara a entrar en su vientre, sobreestimulado por sus manos; en lo
perfecto que sería sentir cómo su cuerpo se abría paso dentro de ella. Lo
volvería loco, como siempre, porque era una maldita droga.

Estaba perdido en su fantasía, disfrutándola antes de tomarla. Isabel gemía


y sentía que iba a revivir el mismo placer que tuvo aquella vez en Austin.

Aquella vez que la tomó como si fuera un objeto. Su deseo se esfumó.


—No... —La escuchó decir y sintió que lo empujaba por los hombros—.

¡Suéltame! —gritó y se lastimó la garganta.

—Isabel, tranquilizate. —Recordó que fue abusada y se preguntó si estaba


teniendo una crisis o, peor aún, si volvió a ocurrir. De pronto, fue apartado
violentamente.

—¡No quiero que me toques! —La chica recogió las piernas hacia un lado
y, con el cuerpo temblando, lo miró llena de reproche. Buscó su sostén, se
subió el traje y, antes de que se levantara, Adolfo la retuvo.

—Por Dios, Isabel, ¿qué pasa? —La obligó a verlo. La chica notó su
miembro excitado y expuesto, y desvió la mirada con miedo.

—No me toques; no quiero hacerlo...

—¿Qué pasó? ¿Te acordaste de lo que te pasó?

—¿Cómo te atreves a preguntar? —le reclamó furiosa y le dio un puñetazo


en el pecho. Se tocó la garganta—. Hace poco me acusaste de mentir y
ahora tienes ganas de meterme eso... —Señalo su desnudez y Adolfo se
cubrió—. Eres capaz de volverte un hipócrita de lo peor.

—Isabel, lo que siento por ti...

—¡Al diablo con tus mentiras! —gritó, lastimándose una vez más; no le
importaba, si con ello lo pondría en su lugar.

—Preciosa —dijo suplicante—, ven aquí.

Isabel lo empujó con todas sus fuerzas. Estalló en rabia, dejándolo perplejo.

—¡Déjame! ¡Ya te dije que no quiero!

—Pero si apenas hace un instante me dejaste que... —Enmudeció, sin hallar


las palabras por la frustración. Jamás le había ocurrido algo semejante—.

No puedes hacerme esto —agregó dolido. Ella apretó los labios.


—¡La única manera en que un maldito como tú podrá volver a tenerme,
será por la fuerza! —agregó llena de rabia—. ¡Tal como lo hiciste en
Austin! ¿Ya lo olvidaste?

Adolfo frunció el ceño. Se levantó e Isabel hizo lo mismo. Le dio la


espalda, maldiciendo mientras cerraba su camisa. La chica aprovechó para
arreglarse la ropa también; su cuerpo temblaba sin control.

—¡Jamás abusé de ti! —le reclamó, abotonándose.

—¡Sí lo hiciste! —insistió, recordando las ofensas que recibió después.

—¡Tú te entregaste a mí! —le espetó y lo miró con desprecio

—¡Jamás olvidaré que, aun pensando lo peor de mí, me hiciste creer que
habías regresado para estar conmigo! —dijo, sosteniendo con dificultad la
botella de jugo. Sus manos temblaban de forma exagerada, notó Adolfo y se
preocupó.

—¡Eso no tuvo nada que ver con el sexo! —La botella cayó al piso e Isabel
soltó el llanto; con tal desesperación, que realmente lo tenía muy
confundido.

—No te importaba nada más que satisfacerte, ¿verdad? —inquirió,


apretando su mochila—. Igual que ahora. Lo que sienta, nunca será
importante para ti

Adolfo vio una gran tristeza en su semblante y deseó abrazarla.

—Isabel... —murmuró con suavidad. La chica meneó la cabeza al ver su


intención de acercarse. Trató de recobrar la calma, respiró profundo y se
limpió las mejillas; sin embargo, las lágrimas seguían escapando.

—No me toques… Me voy, hay mucho qué hacer.

—Debemos hablar.

—¿De qué? —Recuperó un poco de valor—. Entre nosotros no ha pasado


nada.
Adolfo se sintió menospreciado. Aun así, se arriesgó y la tomó de un brazo
con delicadeza.

—Vamos a hablar.

La miró como si de verdad le importara. Isabel desvió los ojos; entonces le


tomó la barbilla y percibió su temperatura.

—Tienes fiebre.

Isabel se apartó sin delicadeza.

—Cosas peores he vivido por causa tuya… y nunca sabrás qué fue.

—Hablemos, entonces.

—Jamás volveré a confiarte nada de mí. Y eso incluye a mi hija.

Adolfo apretó los dientes. Empezaba a verla como la chica que se enfrentó
a Mikel; realmente tenía un carácter agresivo.

—Será mejor que te tranquilices.

—¡Al demonio contigo! ¡Tú y toda tu maldita familia! —dijo, empeorando


cada vez más su garganta; se tocó con los dedos y mostró dolor. Dio unos
pasos para alejarse de él, pero se detuvo cuando un mareo la asustó; luego
cayó al suelo. Adolfo corrió sin pensarlo dos veces.

—¡Isabel! —la tomó en sus brazos y tocó sus mejillas rojas, por la rabia y
la alta temperatura. La llevó al médico y, tras revisar sus signos vitales y
hacerle algunas preguntas, respiró tranquilo.

—¿Tuvo alguna situación que la haya alterado? Pregunto, porque su tensión


arterial está ligeramente elevada.

Isabel miró a Adolfo, quien no quiso que entrara sola al consultorio.

—Estoy presionada por mi trabajo.


—Después de esto no vas a seguir —dijo él con firmeza. La chica resopló

—. No quiero tener que estar sobre ti todo el día —agregó;


irremediablemente, esas palabras los remontaron a lo sucedido en la azotea.

Isabel lo fulminó con la mirada.

Ignorando las indicaciones del médico, regresó a trabajar. Sin embargo, que
Adolfo apareciera cada tanto tiempo para asegurarse de que no había caído
de algún lugar empezaba a irritarla. Eso, aunado al recuerdo de que se dejó
besar y lo disfrutó, que la tocó íntimamente y le respondió con gemidos que
lo pusieron en celo.

Era un hombre, ella no lo excitaba por ser una chica especial; él


simplemente era un animal que iba tras la oportunidad. Ojalá de verdad
fuera una mujerzuela y aprovechara la ocasión para sacarle miles de
dólares. Después de todo, Adolfo Mondragón era un príncipe no tan
encantador —realmente, nada encantador—, y significaba una oportunidad
para salir de una vida de necesidades.

—¡Estúpida, no te compadezcas! —se reclamó al pensar en él como un


salvador.

No dudaba que muchas, independientemente de su atractivo físico, lo


consideraran un buen partido por ser hijo de quien era. Ella no era como
Rosie, se repitió una vez más; no cometería el mismo error que su hermana.

Los Mondragón eran una maldición en su vida.

El gerente le tocó el antebrazo mientras revisaban unas gráficas en la


computadora.

—No se preocupe por la luz, todo estará listo.

—La chica está enferma.

—Es muy responsable; casi son las ocho y aún sigue en el salón.
Adolfo se levantó y pensó en lo cansada que debía estar; aún más por su
estado de salud.

—Iré a ver cómo sigue... lo del cableado.

Finn levantó las cejas.

—Muy bien.

Antes de que se levantara, tocaron a la puerta.

—Adelante —dijo Finn e Isabel entró. Se tensó al ver que no era la única
que aún seguía en el lugar.

—Buenas noches —saludó con la voz cansada, aunque no tanto como el


resto de su cuerpo.

—Buenas noches, Isabel —saludo Adolfo. Finn los miró de una manera que
la joven se sintió apenada. ¿Acaso sabía que entre ellos ocurrió algo?—.

Adelante —la invitó a entrar.

Isabel dio unos pasos dentro de la oficina y notó que en la silla frente al
escritorio descansaba la manta que... Se ruborizó más. Adolfo miró su
aspecto sonrosado; se preguntó si aún tenía temperatura, hasta que
descubrió lo que había observado y comprendió su error. Sus ojos brillaron.

Así que se acordó del momento apasionado que compartieron... Se


encaminó hacia ella.

—Solo quería que supiera... que supieran, que me falta revisar una
conexión. No será tardado, pero hoy ya no seguiré. Vendré a terminar
mañana temprano.

Adolfo la miró con empatía. Realmente estaba cansada.

—Entonces, la vemos mañana —dijo Finn, mirándolos con curiosidad.

—Sí, hasta mañana.


—Isabel —la llamó Adolfo, deteniéndola antes de que escapara. La chica se
detuvo en la puerta; vio que se acercó con la manta doblada y entrecerró los
párpados. ¿Cómo se atrevía a ofenderla así? La obligó a tomarla, sabiendo
que delante de Finn no le replicaría.

—Yo también me retiro —agregó el ex modelo. Isabel salió antes de tener


cualquier encuentro con él y caminó de prisa. Adolfo iba a seguirla, cuando
recordó su laptop y se regresó.

La parada del autobús estaba cerca, así que no tardó en llegar. Sin embargo,
no fue tan afortunada para librarse de su presencia. Se sentó a esperar al
lado de un cartel publicitario. No se llenaría la cabeza de ideas estúpidas
acerca de ese mentiroso. Solo quería acostarse con ella y, si caía en sus
brazos una vez más, sería con consecuencias aún más terribles que la
primera vez.

—¡No vaya a ser que esta vez sí me embarace el muy idiota! —Recordó
irónica las palabras que le dijo aquella vez y se llenó de rabia.

Adolfo la vio subir al autobús y decidió seguirla en su auto. Condujo casi


una hora detrás del transporte, a una distancia discreta; cuando llegaron a un
vecindario de clase baja, recibió una enorme sorpresa. Un hombre la estaba
esperando y tenía en brazos a una niña. ¿Acaso era Anita? Compartieron
unas palabras; luego Isabel lo abrazó y así estuvieron unos minutos, que le
parecieron eternos. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿De dónde salió ese
infeliz? El tipo era tan bajito como ella, moreno y de cabellos oscuros. ¿Por
qué tenía a la niña con él?

Isabel le acarició el rostro al remedo de hombre y le dio un beso. Luego


besó largamente a la niña y, abrazados, se retiraron. Sus ojos se clavaron en
él; sabía que lo había visto antes. Apretó el volante con rabia, hasta que sus
nudillos se pusieron aún más blancos.

Así que no estaba soltera. Tenía un hombre en su vida y era el mismo con el
que la vio en Austin, cuando regresó para averiguar cómo seguía Rosie.

Jamás podría olvidarlo. Era casi tan pequeño como ella y usaba ese ridículo
cabello. que caía como fleco sobre su frente.
Sintió la mandíbula tensa. Su respiración se volvió irregular.

Conque la señorita Allen quería jugar sucio nuevamente… Pues ya le


enseñaría que no debió tratar de engañarlo de nuevo.

27. AÚN DUELE

Despertó con la sensación de que su encuentro íntimo con Adolfo no había


ocurrido. Al llegar al almacén, un escalofrío sensual la recorrió; el deseo
punzó en el centro de su femineidad y los gritos de su conciencia fueron
apagados con eso.

Antes de ingresar a la oficina se quitó el gorro y su cabello se soltó; el


aroma a champú de fresa —escogido por Anita— inundó su nariz. Lo
apartó del rostro con una mano.

Con la llegada de Adolfo, Isabel empezó a recordar que no era un ser sin
vida, que era una mujer. Era casi lastimoso que, precisamente con él, se

sintiera sexualmente necesitada.

Entró a la oficina y se sorprendió al ver a Finn y a Adolfo tras el escritorio,


viendo la laptop.

—Perdón; creí que la oficina estaba sola.

—Buen día, Isabel —saludó Finn, un poco ojeroso.

—Es que es muy temprano. —dijo. Adolfo no tenía intenciones de hablar,


por lo visto.

—Es muy temprano —concordó Finn.

—Ayer estábamos aquí a la misma hora —le recordó Adolfo, mirándola


fijamente; se le escuchaba tenso. Ese día no parecía amigable.

—El día de la inauguración ya está encima —dijo Finn, cansado.

—Sí, por eso quise asegurarme de que aquí todo está en orden.
Isabel se cohibió por la mirada seria del hombre que el día anterior estuvo
sobre ella, ansiando hacerla suya.

—Hasta hoy todo parece estar bien —dijo el gerente—. Solo estamos
esperando unos correos de Nueva York.

—Entonces iré a revisar el salón.

—¿Por qué no le echas un vistazo al árbol navideño? —sugirió Adolfo.

—Sí, también eso haré. De todas maneras, si tienen algún problema,


llámenme; usted tiene mi número —le dijo a Finn.

—Claro que sí.

Isabel miró una última vez a Adolfo; sus ojos estaban clavados en ella; se
estremeció y él lo notó. Un brillo malicioso apareció en las profundidades

azules. Les dio la espalda y salió. Apenas se dio cuenta de que había
perdido el aliento; abrió la boca para aspirar con fuerza. ¡Qué vergüenza
acababa de pasar! ¿Cómo pudo entrar sin tocar? Dio un paso y las rodillas
le temblaron.

—Isabel… —La repentina voz de Adolfo la hizo gritar y llevarse una mano
al pecho mientras giraba hacia él.

—¡Me asustaste! —dijo sorprendida.

—Acabas de salir...

—Sí, pero mi cabeza anda en otro lado.

—¿En serio? —murmuró sin expresión. Se le acercó, causándole mariposas


en el estómago—. ¿Qué sucede? —inquirió, derritiéndola.

Se le quedó viendo fijamente; esos ojos la perdían. ¿Sería posible que la


razón por la que aún sentía tantas emociones contradictorias fuera porque
aún lo amaba? Suspiró sin querer y se escuchó a sí misma, lo que la regresó
de repente a la realidad.
—Debo revisar algunas cosas —dijo, evadiendo su mirada. Abrazó su
mochila y recordó que adentro traía la manta.

—Tenemos una plática pendiente.

—Lo sé.

—Entonces... —Su teléfono sonó, interrumpiendo la conversación. Miró la


pantalla y una sonrisa sutil curvó sus labios—. Hola, preciosa. —Sonó más
que amigable—. Estuve esperando tu llamada anoche; apenas pude dormir
pensando en ti.

Isabel sacudió la cabeza. ¿Qué le pasaba a ese hombre?

—Mi amor, sabes que solo tengo ojos para ti. —Se alejó con una sonrisa—.

Mi corazón y mi cuerpo son solo para ti, querida mía —agregó con humor,

aunque a ella no le pareció nada gracioso—. Sabes que para mi madre eres
la mujer perfecta para mí —dijo, viéndola de reojo. Estaba ceñuda—. Hace
muchos años que nos conocemos, entre tú y yo no hay secretos. —Miró a
Isabel, todavía sonriendo—. Claro amor, soy más fiel que cualquiera de tus
admiradores. —Le señaló el techo a Isabel con un dedo.

La chica apretó su mochila cuando entendió el mensaje; deseó aventársela.

Lo acuchilló con los ojos, retirándose. Adolfo la vio escapar, muerta de


celos; se sintió satisfecho por haberla enfadado. Se lo merecía, por
engañarlo. Le regresó un poco de lo que le dio la noche anterior.

Ronda Carson era la asistente y amiga íntima de Lorena De la Plata. Era


una delgada y elegante mujer, alta, de cabello rubio dorado; sus labios
sensuales y voluptuosos no podían evitar curvarse al escuchar las palabras
del hombre, quien desde adolescente se mostró impresionado con ella.

—Adolfo está a punto de convencerme de que seas mi suegra —le dijo a


Lorena por teléfono cuando llegó al área donde se encontraba el almacén.

Cerca estaba el hotel de lujo donde se hospedaría.


—Sabes que siempre le has gustado.

—Por Dios, Lorena, le llevo varios años. Siete, para ser exactos.

—Es un hombre responsable. Nunca se ha casado, ni ha dejado hijos


regados por allí; eso para demostrarte que va en serio.

—Basta; si sigues hablando maravillas de él, sé que no podré seguir


resistiendo.

—¿Estás en el hotel?

—Sí, acabo de llegar; pero hoy mismo iré al almacén. Estoy ansiosa por
verlo.

—¿A mi hijo o al almacén? —La asistente se rió. Por supuesto que a él.

Adolfo la encontró montada en una escalera; ocultaba su hermosa melena


en la gorra negra. Hizo una mueca al ver su vestuario. Aunque tal vez era
mejor así; ningún otro podría admirarla. Se tensó al recordar que tenía
pareja. De todos modos, haría lo que fuera para seducirla.

—¿Qué tal está todo allá arriba?

Isabel lo miró; iba metido en un traje negro sin corbata.

—Bien. Ya revisé el árbol.

—¿Terminas hoy?

Decidió bajar al notar que miraba constantemente su trasero y no resultaba


tan incómodo como perturbador.

—Idiota —se dijo entre dientes, por desearlo aun cuando lo escuchó hablar
por teléfono. Adolfo reaccionó.

—¿Perdón?
—No era para ti el insulto —respondió molesta—. Más tarde vendrá mi jefe
a echar otro vistazo, por si se me pasó algo.

—Perfecto; así te regresarás a tu casa para arreglarte y venir a la fiesta de


empleados, previa a la inauguración.

—¿Harán una fiesta esta noche? —inquirió, deteniendo su paso al sentir


que se movió para mirarla bajar desde un mejor ángulo.

—Sí; como siempre, ¿recuerdas? —Le sonrió al recibir una mirada


enfadada por ver su trasero.

—Entonces no vendré —dijo, volteándose en la escalera—. No soy


empleada del almacén.

—Mientras estés trabajando aquí, lo eres —declaró, apreciando su redonda


belleza.

Llegó a los penúltimos escalones y, antes de que finalizara su descenso,


Adolfo se le acercó y la arrinconó. La tocó a propósito con sus caderas e
Isabel se quedó muda y sin aliento. Las manos del hombre apretaron los
lados de la escalera para que no pudiera escapar.

—Entonces... —Se pegó aún más —. ¿Te veo en la noche? —La miró con
ganas. Isabel deseó rodearle el cuello y besarlo.

—¿Podré traer a alguien? —preguntó y él frunció el ceño.

—¿A quién? —Se puso en alerta. —. ¿A tu novio?

Ahora fue Isabel quien apretó las cejas.

—¿Qué? —inquirió y Adolfo se apartó súbitamente.

—¿O es tu esposo?, el tipo diminuto que anoche estaba esperándote en la


parada del autobús.

Sus palabras sonaron a reproche; sin embargo, la dejaron boquiabierta.


—¿Cómo sabes que alguien me esperaba? —Lo dejó sin palabras —. ¿Me
seguiste? ¿Me viste con Fabricio y pensaste que...? —sonrió, incrédula.

—¿No es tu esposo?

—¡Claro que no!

¿Acaso por ese motivo la molestó con esa llamada melosa a su amiga? Una
vieja ilusión llenó de alegría el corazón de la chica; tanto, que estuvo a
punto de sonreír. Sin embargo, recordó que se trataba de un hombre que la
despreciaba.

—¿No? Entonces, ¿qué relación tienes con él?

—Fabricio y yo... —No lo podía creer.

—¿Viven juntos? Anita estaba con él.

—Sí, pero...

—¿Hace cuánto?

—No lo sé… unos tres años... —Iba a aclararle que solo eran amigos, pero
Adolfo levantó la mano y se empezó a retirar.

—Suficiente información —replicó enfadado—. No quiero saber más. —

Tomó una corbata del bolsillo del saco y se la puso con rapidez.

—Pero es que...

—Ahora no, Isabel —la interrumpió—. Llegó una invitada muy especial —

agregó con una sonrisa falsa.

Apenas dijo eso, se dirigió a la puerta de cristal —la principal— y sonrió


viendo a la recién llegada. Le abrió caballerosamente la puerta y le tomó la
mano para entrar. Terminó de bajar y vio a la bella rubia entaconada
sonreírle muy emocionada.
—Pero qué recibimiento tan frío —se quejó la elegancia hecha mujer. Él rió
un poco e Isabel lo odió, por hipócrita. Se abrazaron y se besaron las
mejillas.

—Querida Ronda, bienvenida.

—Adolfo, qué gusto verte.

—No tanto como el que siento yo.

La joven se sintió humillada al verlo coquetear con ella. Acababa de pasar


de la esperanza de que aún le interesaba a la cruda realidad. Suspiró,
desencantada al comprender que esa era una ley de vida para ella.

—Creí que tendría un recibimiento más caluroso —musitó Ronda.

—Nunca me lo has pedido —contestó Adolfo, acabando con la paciencia de


Isabel.

Deseó que la tierra se la tragara para no verlos ni escucharlos. Era tan


humillante como lo que vivió años atrás. Con esas muestras de afecto hacia
otra mujer, le estaba gritando en su cara que ella no significaba nada. Le
dolió el corazón al decirse eso. Para él, era solo un capricho, un antojo; un
cuerpo cualquiera con el que podría desahogar las ganas. No era nada
comparable a la mujer que ahora tenía en sus brazos.

Las mariposas en el estómago se convirtieron en puñaladas. Apretó los


labios y contuvo las lágrimas. No era masoquista, se dijo. No se quedaría a
verlos.

Cinco años atrás, no se permitió llorar por mucho tiempo por la llegada de
Anita al mundo; pero ese día, una vez más entendía la terquedad de Rosie al
sentir esa pasión atroz por un Mondragón. ¿Que tenían de diferente al resto
de los hombres que las volvía unas estúpidas? Comenzó a lagrimear por el
dolor de la desilusión. No iba a permitir que su dignidad —lo único que la
mantenía en pie— se terminara.
Ese mediodía en la azotea, sintiendo el frío golpear su rostro lleno de
lágrimas, tomó la manta que envolvía su cuerpo y la apartó con violencia.

Sentía que guardaba el aroma de ese hombre cruel, que regresó a su vida
para recordarle a la mujer que quiso enterrar el día que murió su hermana;
la que le recordó que aún podía sentir placer en sus brazos. La misma a la
que ahora, con toda la frialdad del mundo, le restregó en la cara que jamás
debió soñar que algún día le correspondería honestamente; que la echaría de
su vida con un insulto, recordándole que nunca una Allen podría ser
considerada respetable por su familia.

Repasó las instalaciones en compañía de su jefe y un compañero, a petición


de Adolfo, a quien no parecía importarle su semblante cansado. Cómo
deseaba que terminara ese estúpido recorrido para irse a refugiar en su
habitación.

Su deseo se convirtió en maldición, cuando él se les unió, acompañado por


Ronda.

Estúpida, ¿cómo puedes estar celosa de ella si no eres nadie para él y nunca
los serás? No lo olvides Isabel, ese hombre es tu enemigo; no debes confiar
en él.

Adolfo vio a la chica escondida detrás de su jefe y el otro electricista; se


veía pensativa y abrumada. ¿Acaso estaba decepcionada por verlo con
alguien más? ¿Acaso en verdad lo amó? Contuvo el aliento y volvió a
mirarla.

Si era una mujer de las que se aprovechaban de hombres ingenuos, como lo


fue Rosie, ¿por qué se escondía del mundo? ¿Por qué siempre se veía tan
triste? Sus ojos recorrieron su cansado rostro y se sintió un villano. Debió
dejarla ir. El problema era que no quería dejar de verla. Entreabrió los
labios; ella le robaba el aliento. Isabel Allen lo volvía loco.

28. SEDUCTOR

Dejó escapar un bostezo, lo más discreta que pudo, que pasó desapercibido
para todos; excepto para esos infiernos azules que, ahora descubría, estaban
clavados en ella. ¿Por qué la miraba tanto? Lo único que le había ofrecido
desde que llegó, fue un feroz deseo mezclado con odio.

Bajó la mirada, sintiendo esa intranquilidad entre los muslos. Cerró los ojos
con una expresión de queja, que Adolfo captó y supo interpretar muy bien.

Levantó las cejas con fingido asombro y ella enrojeció como una
adolescente. Les dio la espalda y se cruzó de brazos.

Sonrió, satisfecho porque, a pesar del mal rato que se habían hecho pasar
con sus respectivos amores, seguían interesados el uno en el otro.

—Debo reconocer el buen trabajo que ha hecho la señorita Allen —dijo de


repente su jefe, abriendo el espacio entre ella y el otro electricista. Ronda lo
miró con curiosidad.

—¿Hay una chica aquí?

—Ella —dijo el otro empleado, obligándola a voltear y pararse ante la


asistente.

Al ver de cerca a Ronda, se percató de su extraordinaria belleza física.

Rubia, blanca, de ojos verdes y piel perfecta. Pensó en sus pecas y contuvo
el deseo de tocarlas, como si con eso pudiera desaparecerlas. Odiaba sus
pecas. Además, la mujer era enorme. Era muy alta; tanto como Adolfo.

—Perdón, no la había notado —señaló Ronda viendo el pequeño rostro de


la chica.

Isabel se quitó el gorro y sus cabellos cayeron sobre los hombros; agradeció
que cubrieran su rostro avergonzado. Se sintió mal por su aspecto
desaliñado.

—Te ves muy joven —dijo la asistente con recelo—. ¿Cuántos años tienes?

La muchacha miró de reojo al atento Adolfo.

—Soy mayor de edad.


—Siempre tan huraña —apuntó su compañero, pasándole un brazo por el
hombro. Adolfo estuvo a punto de ir a quitarle las manos de encima, pero
ella fue más rápida y se lo sacudió.

—No me toques. —La escuchó musitar molesta.

Isabel se apartó, olvidando sus modales. No quería estar allí más tiempo.

—Discúlpenla, ha estado saturada de trabajo y se ve muy cansada —la


disculpó Harvey, su jefe.

—Solo ella ha estado trabajando desde que llegué —señaló Adolfo.

—Siempre ha tenido mal carácter —agregó el otro electricista, viéndola de


espaldas a ellos.

Adolfo la vio pasarse la mano por el cabello mientras se alejaba, ponerse el


gorro nuevamente e ir a la entrada del baño de mujeres. Se preguntó si
subió a almorzar como el día anterior. Se disculpó y dirigió sus pasos tras la
chica, que ignoraba su intención de volver a insistir en suavizar lo que la
molestó cuando habló con Ronda. La halló concentrada, revisando un
enchufe. Se humedeció los labios.

—¿Algún problema con eso?

Isabel detuvo un segundo su labor, pero no lo miró; no necesitó hacerlo para


saber que era él. Su aroma perturbador se percibió mucho antes de que se
acercara.

—No, señor; todo está bien —contestó fríamente, apretando unos tornillos
ante la observación masculina, que solo la ponía más nerviosa. Terminó y
recogió en una bolsa sus herramientas. Se incorporó; iba a retirarse, cuando
Adolfo la jaló de un brazo. Estaban detrás de una pared que formaba un
pasillo hacia los sanitarios; allí la acorraló.

—¡Hey! —Se le acercó repentinamente, cortando sin reparos el límite de


respeto entre sus cuerpos. Bajó la cabeza hacia ella, quien ladeó el rostro—.
No tan de prisa —susurró mirando los ojos brillantes de celos y sus labios,
que se apretaron al sentirse observados. Era magnífico verla enfadada, por
una razón muy diferente al enojo que sintió cuando el otro electricista la
tocó.

El ejecutivo se apartó un poco para asomarse y ver que los demás seguían
ocupados.

—Será mejor que regrese con su amiga; deben estar ansiosos por estar
juntos.

Adolfo escuchó a la celosa mujercita y le quitó la gorra de lana sin que se lo


esperara; Isabel se molestó aún más.

—¿Subiste a la azotea? —inquirió, ignorando sus palabras. La chica quiso


recuperar su gorra, sin éxito, pues él levantó el brazo y ella se estampó

contra su pecho, provocando que regresara esa mirada sexual que tanto la
estremecía. Retrocedió, no quería que la tocara; porque si lo hacía una vez
más...

¿Qué demonios estaba pensando?, se reclamó, enojada consigo misma.

Reacomodó el cabello nerviosamente, detrás de la oreja.

—Sí, fui; tenía hambre... —Quiso cambiar la atmósfera de la plática.

Adolfo siguió sus movimientos con especial atención. Saber que era huraña
con otros hombres lo había puesto en celo nuevamente; la estaba deseando,
casi con angustia. Extendió una mano y apartó un mechón del fleco. Isabel
se quedó como estatua.

¿Qué le pasaba a ese tipo? Hace rato estaba seduciendo a otra, ¿y ahora la
tocaba como si fuera algo suyo?

Los dedos del hombre recorrieron su mejilla y bajaron hasta sus labios. Lo
miró aspirar profundo, en tanto la devoraba descaradamente con los ojos.
—Si Ronda no hubiera venido, habría subido —declaró, evidenciando en la
voz el deseo desbordándose por ella.

Isabel sintió una descarga eléctrica entre las piernas; sabía lo que era y, por
seguridad, quiso escabullirse. Él la detuvo, tomándola por la cintura desde
atrás. La rodeó con sus brazos; debía demostrarle que solo era suya, así, sin
palabras.

La chica cerró los ojos; se sobresaltó al sentir una mano deslizándose entre
sus piernas. Sintió toda su erección y las piernas se le hicieron de trapo.

Adolfo llegó a donde deseaba y, con descaro, empezó a presionar su


intimidad, obligándola a rendirse, a expresar sus verdaderos sentimientos.

—No me rechaces, Isabel. —Sonó casi suplicante—. Sabes que me muero


por ti, pequeña —ronroneó con dolor, frotándose en ella y acariciándola
enloquecedoramente. La joven gimió ahogada; estaba perdida. Moría de
ganas, mas debía hacer un último esfuerzo para salvar su dignidad.

Adolfo la apretó, casi angustiosamente; con ello aprovechó para empujarla


suavemente hasta la pared y seguirla embistiendo discretamente por encima
de la ropa, mientras besaba y mordisqueaba su cuello, dejándola marcada.

—Por favor —suplicó Isabel, cansada—. No está bien. No puedes


aprovecharte así. —Él le bajó el cierre y masajeó sus senos tensos.

—Me deseas; te deseo, desesperadamente —gimió en su oído. Aspiró el


aroma de su cabello—. No me rechaces. Ven conmigo a la fiesta… —

Mordisqueó su cuello otra vez—. Isabel —murmuró, tomando su mano


para que palpara su erección insatisfecha—. Lo que pasó arriba me ha
tenido loco. —Presionó la mano de la chica contra su cuerpo y gimió
nuevamente en su oído—. Muero por tenerte, por estar dentro de ti... —La
giró hacia él para verla a los ojos—. No me dejes así. Sé que también estás
sufriendo por lo mismo. —Se agachó y besó sus labios, los acarició con la
punta de la lengua; luego entró en su boca, reclamando su territorio—. Eres
mía; aunque vivas con ese idiota, eres mía —murmuró y apretó sus caderas;
pegó las suyas en ella y sus besos se volvieron más salvajes y apasionados.
Isabel se dejó llevar. Lo necesitaba tanto... Su cuerpo rogaba para que se
entregara; la necesidad que tenía de él la iba a volver loca. Le rodeó el
cuello y gimió contra sus labios. Adolfo la acarició por debajo del overol,
metiéndose bajo su ropa interior, rozando lo que para él era el paraíso que le
había negado.

Ella apoyó la mejilla en su pecho mientras la frotaba, cada vez más


intensamente; no iba a resistir mucho. No iba a escapar de eso. Tenía que
ceder.

Adolfo sintió espasmos en su vientre; había extrañado su calidez, esa


estrechez que lo trastornaba. Debía escucharla; quería que se corriera en sus
manos, que supiera de una vez que solo él podía ser su hombre. La chica
jadeó al borde del abismo; el momento había llegado.

De repente escuchó que Ronda preguntaba por él; la cordura regresó y lo


empujó para moverse de allí. Isabel le dio la espalda y ajustó con torpeza el

cierre. Adolfo apretó el gorro de Isabel —que nunca soltó—, cargado de


frustración.

—Cariño, aquí estás... —dijo la mujer apareciendo de pronto.

Se ajustó el saco para cubrirse la excitación, evidenciada contra la tela de su


pantalón. Isabel seguía dándoles la espalda; estaba temblando.

—Ronda... —Se pasó una mano por la boca, tenía la saliva de ambos
humedeciendo sus labios; su aroma íntimo le cortó el aliento. Volteó a ver a
la chica que estaba agachada recogiendo unas herramientas y le importó
muy poco la presencia de la otra; quería a Isabel, deseaba hacerla suya
cuanto antes.

La joven se incorporó y los miró.

—Señora... —musitó y vio rápidamente la cara maliciosa de Adolfo. Ese


hombre no tenía vergüenza.
—Vamos a continuar el recorrido, ¿nos acompañas? —inquirió Ronda, que
aparentó no darse cuenta de lo que ocurrió allí. Isabel supo que se había
ganado una enemiga. Con una mirada fugaz la congeló; luego fingió una
sonrisa.

Adolfo no podía creer que la dejaría así; estuvo a punto de provocarle un


orgasmo. Entrelazó las manos e Isabel las miró. Aún sentía las palpitaciones
en su vientre y el roce brusco de sus dedos. Tenía el aroma de su loción
impregnado en la piel y él tenía el suyo en su mano. Enrojeció aún más.

—Si me disculpas un momento, Ronda, quiero pedirle a… Isabel, un favor


grande —apuntó y se pasó los dedos por los labios. La chica deseó que la
tierra se la tragara.

La asistente y el empresario se miraron un instante. No estaba segura de


querer dejarlo con ella; finalmente, comprendió que debía regresar al
recorrido.

—No tardes.

Adolfo fingió una sonrisa. Isabel volvió a mirar sus pertenencias; iba a
tomarlas cuando él, sin perder el tiempo, la atrapó con sus brazos y tomó
sus labios sin compasión. Ella se resistió y luchó por soltarse.

—Déjame —gruñó y el aliento de Adolfo golpeó su cuello.

—No puedo; te necesito. —Marcó su cuello por segunda ocasión y ese acto
desesperado le reavivó la llama del deseo.

—Por favor, Adolfo —suplicó con la voz débil—. Sé lo que quieres y no es


justo —agregó, recibiendo un beso sutil.

—No voy a dejarte en paz hasta que vuelvas a ser mía.

Isabel miró sus ojos; estaban fijos en ella, penetrantes, y le gritaban que
mientras más se resistiera más insistente se volvería, porque era evidente
que correspondía a su pasión; sin que importara el lugar en el que
estuvieran.
—Ve a la fiesta. Ponte aún más hermosa para mí. —Tomó su rostro con
ambas manos; lo acarició y la derritió.

—No.

Un beso lento y suave la traicionó.

—Vamos, Isabel. Ven esta noche y después quédate conmigo.

—¡¿Qué?! —soltó incrédula.

—Pasa la noche conmigo —le pidió, emocionándose al imaginarla en su


cama.

—N...no puedo; Anita no...

—Por favor... —Acarició su rostro con delicadeza y la miró con tal ternura,
que solo pudo guardar silencio y cerrar los ojos. Recibió otro beso pequeño,
antes de verlo retirarse con una sutil sonrisa en los labios.

29. RECUERDOS

El endemoniado recorrido terminó una hora después. Ya estaba más que


cansada. Recogió su cabello en una trenza y lo amarró con descuido en la
nuca; se pondría la gorra al salir. Antes de que se fuera, Finn la llamó.

—Ah, Isabel, qué bueno que te encuentro.

La chica apenas le puso atención; veía a Ronda despidiéndose de Adolfo.

—Mañana pasaré temprano; mi jefe me regaló dos días de descanso.

—Perfecto; mi esposa no ha dejado de molestar con esa instalación.

Pretende que yo la arregle.

Sonrió; Finn era un buen hombre. Sabía que su esposa no quería que entrara
un desconocido a su casa.
—Lo sé, mañana estaré allí. Ahora debo ir a buscar el regalo de mi hija.

—¿Quieres un adelanto por lo de mañana? —Isabel dudó en responder.

—Pues...

—Anda; sé que tú trabajo lo vale.

—En realidad, no quisiera…

—Estoy seguro de que tu jefe no te ha pagado.

—No, aún no.

—Entonces, acompáñame a la oficina.

Gracias a esos trabajos adicionales podía obtener dinero extra; de otra


manera, viviría asfixiada con sus pagos al banco por un viejo préstamo.

Finn tomó la cartera que había dejado en su abrigo y sacó unos billetes.

—Ten; si falta más, me avisas.

—Gracias; Anita me está volviendo loca con ese triciclo. ¡Ojalá pueda
encontrar uno!

—Es una lástima que aquí solo tengamos el que está de adorno en el árbol.

—Sí.

—Bueno, te veo mañana.

Adolfo entró a la oficina.

—Allí me tendrá. —La oyó decir, notando que se guardaba algo en el


bolsillo del overol.

—No lo olvides —sonrió Finn y le tocó una mejilla, en un gesto casi


paternal. Adolfo hizo una mueca. La joven iba a salir con él, pero se
congeló al ver a su acosador.

—Señor Mondragón...

—Finn, ¿podría dejarme solo con Isabel?

El hombre miró a la chica y vio su nerviosismo; sin embargo, se había dado


cuenta de que allí pasaba algo. Prefirió no averiguar y salir. Ella esperó a
que Finn se fuera para tratar de hacer lo mismo; pero antes de que llegara a
la salida, Adolfo se interpuso en su camino y se recargó en la puerta.

—¿A dónde crees que vas?

—A mi casa. —La recorrió con aparente calma. La calma antes de la


tormenta.

—Dejamos algo pendiente —señaló y se empezó a acercar lentamente.

Isabel retrocedió.

—Más vale que no sigas. No creo que tengamos nada pendiente, como
dices. —Adolfo la devoró con la mirada.

—Ese asunto en la azotea me quitó el sueño, pero lo de hoy me está


enloqueciendo aún más. Estuviste a punto de...

—No sucedió.

Adolfo se cansó de fingir; se lanzó sobre ella y la tomó de los brazos.

—¿Cómo puedes decir eso? Aún tengo tu aroma en mis manos; es


afrodisíaco, Isabel. Pero quiero más... mucho más. —Se inclinó a su rostro
y lamió sus labios—. Quiero devorar tu cuerpo entero, cada rincón, cada
milímetro de tu ser; beber de tu cuerpo todo lo que mis manos palparon.

Cerró los ojos cuando su lengua la invadió sin permiso y con descaro.

Maldito Adolfo, la estaba poniendo tan loca como él.


—Cometes un error si crees que...

—Vamos a tener sexo. Y no será como cuando te conocí; esta vez será sin
control ni piedad. No descansaré hasta oírte gritar; tan fuerte, que volverás a
perder la voz.

Isabel se estremeció. Realmente le asustó escucharlo hablar así.

—No puedes obligarme —dijo con voz temblorosa.

Adolfo se humedeció los labios. ¿Lo miró con temor? ¿O estaba jugando
como en el pasado?

—Lo que pasó en el salón, ¿te pareció forzado? —ronroneó estrechando su


cuerpo. Esa chica trastornaba su mente y volvía a su cuerpo un demente.

Tenía que poseerla.

—Fue un error...

Adolfo sonrió con ironía.

—Amor mío... —Quiso besar sus labios e Isabel ladeó el rostro; le tomó la
barbilla y la obligó a mirarlo—. Lo que pasó entre nosotros también fue
sexo. Y muy excitante —susurró, mirándola fijamente—. Pero necesito
más; quiero verte, quiero tocarte... —Bajó la mirada a su cierre.

Se estremeció; lo deseaba igual, pero tenía miedo. Miedo a volverse una


adicta a él, como le ocurrió a su hermana. Lo empujó y Adolfo contuvo el
aliento. Ella estaba jugando con su cordura.

—¿Es todo lo que quieres de mí, verdad? —inquirió con enojo.

Adolfo se tensó íntimamente; empezaba a sentir dolor por las ganas


contenidas. La miró bajar lentamente el cierre y se mojó los labios. ¿Acaso
se iba a desnudar para él? Soltó aire entre los labios y siguió atento cada
movimiento de las manos de la chica.
Isabel bajó el cierre hasta la cintura; las manos le temblaban sin control. Era
una locura, pero debía acabar de una vez con ese acoso; estaba cansada de
saber que solo la buscaba porque quería hacerla suya. Estaba consciente de
que ese acto de su parte no la llevaría a nada bueno; aprendió duramente esa
lección. Sin embargo, sentía que debía hacerlo y acabar definitivamente con
todo... una vez más.

Adolfo la vio desabrocharse los botones de la camisa a cuadros que traía


debajo del overol; notó su temblor y la lucha en su rostro.

—Isabel —murmuró al ver su sostén de encaje. Ese detalle significaba que,


aunque por fuera luciera andrógina, por dentro seguía siendo una hermosa y
sensual mujer. Acabó con la distancia entre sus cuerpos y rodeó su cintura,
apreciando su delicadeza. Sonrió al ver su pequeña cara; la recorrió con una
mano.

—Eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida —declaró


apasionado.

Ella bajó la mirada; sintió un nudo en la garganta. Le dijo esas mismas


palabras cuando hacían… ¡Mentira! ¡Adolfo nunca le hizo el amor!

Levantó la mirada y se encontró con su boca. ¿Por qué debía demostrarle


que era una mujer decente? Él no era nadie para juzgarla.

Adolfo tomó sus labios delicadamente. Cuando la besaba así, como si le


importara, su cuerpo y su mente se perdían en la confusión. Gimió cuando
su mano le apretó un seno mientras seguía besándola.

Le bajó la camisa y acarició su espalda. Descendió por su cuello, ya


marcado por sus labios, y llegó a la curva del hombro; si mal no recordaba,
eso la hacía saltar. Sonrió al sentirla dar un brinquito. Ese era uno de sus
puntos sensibles.

Isabel le aflojó la corbata y abrió unos botones. El hombre le ayudó a quitar


el estorbo; se deshizo de la corbata y le bajó el sostén. Quería sentir su piel
contra la suya.
—Oh, Isabel —gimió cuando sus cuerpos se encontraron y los pezones
duros de la chica lo rozaron.

Sus dedos fueron al encuentro de esas sedosas montañas y las apretó sin
delicadeza, haciéndola quejarse. Puso las manos en sus caderas y se inclinó
ante ella para probarlos. Bajó un poco más el overol y algo sucedió, que lo
distrajo.

Del bolsillo del overol de Isabel, cayó el dinero que Finn le diera.

Irremediablemente, ambos volvieron a lo sucedido cinco años atrás. Adolfo


se agachó y tomó el dinero, que aquella vez fuera un cheque. Isabel
palideció. El momento había llegado; solo que no esperó que fuera tan
pronto.

—¿Tienes cita con Finn? —inquirió con aparente calma, aunque la línea de
tensión resaltaba en su mandíbula. Isabel enmudeció un instante.

—Me pidió que fuera a su casa. —Se pausó, aclarándose la garganta—.

Tiene problemas con la luz.

Retrocedió y se quedó viendo los billetes, con miles de preguntas en la


cabeza.

—¿Ah, sí? —musitó, mirándola fijamente. Meneó la cabeza, irónico, y


sonrió con burla.

Los temores de Isabel se hicieron realidad: allí venía la tormenta. Se arregló


el sostén y levantó la blusa torpemente. Un escalofrío le sacudió el cuerpo.

—Ay, Isabel; sigues pensando que soy ingenuo —dijo con sarcasmo—, y
que seguiré creyendo que eres una chica dulce e inocente. —La miró con
desprecio.

—No te atrevas a insultarme —le advirtió, batallando nuevamente con los


botones de su camisa. Adolfo soltó el dinero y la imitó; se abrochó
lentamente la camisa.
—Solo juzgo por lo que ya sé; por lo que veo... —Miró sus senos por la
blusa aún entreabierta—, y por lo que compruebo.

Isabel sintió que le daba una bofetada a su amor propio; se la merecía, por
estúpida. Evadió su mirada un instante. Acaba de revivir la humillación de
Austin. Tan solo deseó salir de esa oficina y no volver a verlo nunca más.

Recogió sus herramientas y pasó a su lado; pero antes de irse, tenía algo que
decirle.

—¿Sabes qué, Adolfo Mondragón? —comenzó a decir, sintiendo el


estómago revuelto—. Tienes toda la razón. —Sonrió, desconcertándolo.

—Exactamente, ¿a qué te refieres?

—A lo que siempre has pensado de mí —contestó, sintiendo que un dolor


de cabeza se apoderaba de ella—. Rosie y yo siempre quisimos salir de la
pobreza a cualquier precio. Y si atrapando a un millonario idiota como tú o
Mikel con un embarazo lo lográbamos, estábamos dispuestas. —Lo vio
ceñudo—. ¿Por qué no? Aunque no hubiera matrimonio de por medio.

Ambas, especialmente yo, siempre he estado consciente de que la gente a la


que perteneces jamás toma en serio a chicas como yo. Pero sí las miran para
pasar un buen rato. —Sus ojos brillaron con lágrimas contenidas—. ¿O vas
a negarme que no te excitó la idea de quitarle el miedo a la adolescente
violada?

Adolfo aspiró profundo.

—Ya eras mayor de edad. —Quiso aclarar esa inquietud que siempre lo
asaltaba.

—Tal vez... y con la suficiente malicia para hacerte buscarme.

—Exactamente, así fue.

—Si Rosie no hubiera sido la amante de Mikel, nunca me habrías


descubierto. —Recordar a su hermana la hizo flaquear—. Y yo te habría
atrapado.
Adolfo frunció el ceño. Mantenía su distancia con ella.

—Eso jamás habría pasado. —Otro golpe al amor propio de la chica—.

Nunca pensé en casarme contigo.

Isabel bajó la mirada y sonrió con tristeza; no pudo ser más claro al decirlo.

Jamás sintió nada por ella, solo puso en práctica sus artimañas de conquista.

Solo quiso sexo; solo quería sexo. Nada había cambiado.

—Siempre lo supe.

—Aun así...

—Aun así habría seguido siendo tu amante. —Lo miró y se detestó por
desearlo tanto—. Eras el hombre de mis sueños. Aparentemente, un
caballero; un príncipe... —Su voz se quebró al recordar la inocencia con la
que se derritió ante él en aquellos carteles publicitarios—. Aunque no me
hubieras pagado, habría hecho lo que me pidieras.

Adolfo estaba mudo. ¿Qué estaba sucediendo?

—¿Por alguna razón? ¿Por atracción o...?

Isabel se recuperó lo mejor que pudo.

—Me gustabas como nadie. —No debía saber que se enamoró de él, del
falso Adolfo—. Y en cuanto a la razón por la que volviste a acercarte a mí...

olvídate de Anita. Ella no es... —La garganta se le cerró de pronto—. Anita


no es hija de Mikel.

La vio cambiar el tema, dejándolos a ellos de lado.

—No sigas mintiendo.

—No miento. Mi hermana fue la que mintió.


—Anita tiene los mismos rasgos de mi familia.

—Solo coincidencia. Recuerda que Rosie y yo éramos unas mujerzuelas.

Adolfo se tensó más.

—Los lazos de sangre que nos unen se confirmarán con una prueba de
ADN. Lo sentí al verla. Y créeme que no siento esa simpatía por todos los
niños.

—Piensa lo que quieras. Cuando venga Mikel a hacerle la prueba te darás


cuenta de que no miento.

—Mikel no va a venir.

—Entonces, me despido de ti

—¡No! —rugió Adolfo—. ¡Tú, Anita y yo viajaremos a Nueva York!

—¿Qué?

30. CANALLA

Isabel soltó la maleta de herramientas y lo miró con los ojos muy abiertos.

No era posible que la pesadilla se fuera a alargar.

—Iremos a un laboratorio de mi entera confianza. Anita irá a Nueva York


conmigo.

—¡Anita es mi hija! ¡No irá a ningún lado!

—¡Y tú irás con ella, quieras o no!

—¡Estás loco! —Se sacudió tan fuerte que el peinado se le deshizo.

—¡Verdaderamente loco estaría si dejo a mi sobrina en tus manos!

Isabel se fue para atrás.


—¡No me la vas a quitar!

—¡Puedo hacerlo, Isabel! ¡Claro que puedo!

Temblaba de rabia y nervios. Sin embargo, sabía que eso no sucedería; no


había manera de que esa familia se quedara con Anita. La niña era suya y
los estudios lo demostrarían.

—No pierdas tu tiempo. Ya te dije que Anita no es hija de Mikel.

—¿Rosie te lo confesó? —inquirió irónico. La chica tragó saliva; intentó


calmarse, para responder sin alterarlo.

—Ella lo sabía —musitó débilmente.

—Ya lo veremos. Por lo pronto, prepárate, tía Isabel, porque eso es lo que
eres realmente. La niña se quedará en mi familia.

Lo miró angustiada.

—Anita es mi vida —replicó, dolida por su insensibilidad.

—Anita merece una vida digna y, sobre todo, decente.

Isabel recogió la mochila con herramientas y deseó golpearlo con ella. Le


dio la espalda, furiosa; pero antes de irse, abrió la mochila y sacó de ella la
manta que él usara para seducirla. Se regresó para lanzarla en su cara.

—¡No me conoces! ¡No te atrevas a quitarme a la niña! —le gritó


envalentonada. Adolfo no podía creer que lo enfrentara de esa manera.

—¿Qué harás para evitarlo? —Su burla la enfureció.

—Primero, hablaré con tu amada Ronda; veamos qué cara pone esa señora
cuando sepa que su noviecito está detrás de una poca cosa como yo, a la
que acosas porque mueres por acostarte conmigo.

Adolfo sonrió forzadamente.


—¿Crees que te va a hacer caso? —inquirió mirándola hacia abajo—. No
eres más que una...

Isabel le dio una enorme bofetada para callarlo.

—¡Jamás vuelvas a insultarme! —le advirtió, viéndolo tocarse la mejilla


marcada por sus dedos.

—¡Maldita sea! —masculló adolorido. Era la segunda vez, desde que llegó,
que le pegaba. Se puso furioso al verla recoger el dinero que Finn le diera,
para metérselo a la bolsa del overol.

—Tú y tu estúpido dinero no me van a comprar.

Adolfo recorrió su semblante alterado.

—¿Estás segura? ¿No me dejarías faltarte al respeto si te ofrezco otro


cheque como el que te dí en Austin a cambio de entrar en ti?

Isabel apretó la mochila.

—Contigo no quiero nada —espetó, viéndolo quitar la distancia entre ellos.

Adolfo la tomó de los brazos.

—Pagaré mucho más por hacerte lo que yo quiera. Lo que te di aquella vez
fue nada; en el sentido que lo quieras ver. Ahora que sé de lo que eres
capaz… —Miró sus boca—, puedo ser aún más generoso.

—¿Tanto te gusta el sexo? —musitó despectiva—. ¿Acaso no puedes


pensar en otra cosa? Hay muchas mujeres en el mundo, por si no te has
dado cuenta.

Adolfo sonrió.

—Lo sé, y puedo tener a cualquiera.

Isabel respiró, tratando de mantener la calma.


—A cualquiera, pero no a mí. —Fue satisfactorio decirlo. Se sacudió entre
sus brazos, sin conseguir soltarse.

—Si eres inteligente, me aceptarás; incluso, voluntariamente. —La atrajo


contra su pecho—. Deja de hacerte la decente conmigo, ¡ni tú te lo crees!

Eres mía; te mueres por mí. Siempre ha sido así.

—¡Idiota! —se deslizó hacia abajo.

Logró escapar, por muy corto tiempo. Adolfo volvió a abrazarla sin piedad.

Le sacó el dinero del bolsillo y levantó una mano para ponerlo ante su cara.

—Vamos, amorcito, no quiero dormir solo esta noche —gimió,


inclinándose para rozarle los labios. Isabel cerró los ojos; no soportaba que

la tratara de esa manera.

—Aléjate de mí —musitó, harta de luchar.

—Pide lo que desees, lo que quieras —dijo ansioso al sentir que se le iba de
las manos. Ella decidió pensar fríamente.

—Suéltame y hagamos un trato. —Él dejó de aprisionarla.

—¿Cuánto quieres?

—¿Cuánto traes en efectivo?

—No manejo efectivo.

—No confío en ti; así que, paso.

—Isabel, no acostumbro a suplicar.

La chica miró los billetes en su mano. Adolfo retrocedió con ellos; luego,
en un gesto desesperado los tiró al suelo.
—¡El dinero!

—Se lo vas a regresar a Finn y le dirás que ya no te interesa, que alguien


más pagará por ti; porque así será.

Isabel meneó la cabeza. Ese hombre era incapaz de ver más allá de sus
intereses.

Finn regresó y se sorprendió al verlos completamente acalorados.

—Buenas noches, señor —dijo al gerente. Ella aprovechó para escapar—.

Te veo mañana —le recordó a la joven y respondió una llamada telefónica.

—Sí, señor —contestó, con un pie fuera de la oficina.

—Isabel... —Escuchó la amenazante voz de Adolfo.

—Si mujer, ya le dije a la niña que pase temprano a revisar la instalación —

dijo Finn, cerrando la puerta tras de sí—. Es una chica muy seria y
responsable. —Miró a los pies de Adolfo—. Es la misma que viste hace tres
días. —Frunció el ceño; se acercó y tomó el dinero que yacía en el piso—.

Al rato llego. Adiós. —Colgó la llamada—. Isabel tiró el dinero que le di —

comentó, confundido.

Adolfo notó la naturalidad con que lo dijo. Qué descarado.

—¿Para qué es? —inquirió, tentando su capacidad de soportar estupideces.

Moría de celos.

—Irá a trabajar mañana en mi casa. Mi mujer no quiere que un desconocido


entre a la casa, así que se me ocurrió pedirle que viniera a conocer a Isabel
y, siendo una chica, pues ya dejará de molestarme con que sea yo el que
arregle esos desperfectos eléctricos.
Adolfo palideció.

—¿Y el dinero es su pago? —musitó, sintiendo que había cometido un error


terrible.

—Solo una parte; no quería aceptar un adelanto, pero insistí porque sé que
su pequeña quiere un triciclo.

Recordó al remolino infantil. Entonces, todo tuvo sentido. ¡Maldición,


Adolfo! ¿Qué mierdas hiciste? Ya la tenías. ¡Imbécil!

Corrió tras ella hasta la parada del autobús, pero no la encontró. Solo había
un hombre, que leía despreocupadamente una revista.

—Disculpe —le habló sin recobrar el aliento aún. El hombre levantó la


mirada; se sorprendió al verlo.

—Oiga, ¡es usted! —comentó e hizo que mirara el cartel publicitario—.

Mire lo que acaba de pasar.

Adolfo se quedó sin aliento. La publicación con su imagen, que había


estado protegida por una cubierta de vinil duro, ahora estaba cuarteada.

—La chica estaba como loca golpeando su rostro. Y no repetiré lo que


decía.

—¿Vestía un overol?

—Sí; una pequeña furia, con tremenda llave en la mano. De un solo golpe
partió la cobertura.

—¿Sabe si tomó el camión?

—Sí, hace dos minutos.

—Gracias —respondió.
Isabel Allen era una criatura impredecible; aparentaba dulzura y debilidad,
pero en el fondo era más intensa de lo que cualquiera pusiera pensar y esa
pasión era la que quería descubrir.

Desde que llegó, María notó que la joven no estaba bien. Ya había visto
algo diferente en ella y ese día lo confirmo.

—A ti te pasa algo —dijo la señora de cuarenta años.

—Aún no me recupero de la gripe.

—Esos ojos rojos son por lágrimas.

—María, no quiero hablar. Estoy muy cansada.

—Isabel, necesitas desahogarte. —La invitó a sentarse. Anita jugaba con su


nieto, que era también compañero de clase de la niña.

—De verdad... yo... —Las lágrimas acudieron de inmediato. Ya no había


manera de seguir fingiendo ser fuerte.

¿Y si se equivocó? ¿Si las Allen no eran realmente esos ángeles malvados


que habían seducido hombres ricos por dinero? ¿Si Rosie realmente se
enamoró de Mikel y Anita fue el resultado de ese amor? No podía vivir con
la duda y solo Isabel podría decirle con exactitud lo que pasó. Sabía que la
hermana murió al dar a luz; si hubiera sido una mala mujer, habría abortado
y se habría quedado con el dinero… De repente, la imagen frívola de la
chica muerta desapareció. Solo pensaba en una mujer enamorada, enferma
y desesperada; angustiada al ver que el hombre que le hizo el amor no le
correspondió cuando más lo necesitó.

—Adolfo... —La suave voz lo regresó al presente. Después de no encontrar


a Isabel, regresó al hotel; el mismo donde Ronda estaba instalada.

—Hola...

—¿En qué piensas?


El ejecutivo miró una vez más a la belleza y pensó en que durante un
tiempo estuvo enamorado de ella. Ahora tenía mil dudas sobre lo que ese
sentimiento era o cómo se sentía.

—Discúlpame —dijo Isabel, bajando la mirada. Se secó las lágrimas con el


dorso.

—Tranquila.

—Nunca me imaginé que volvería a sentirme así.

—Aún no me dices por qué.

—Es que me encontré con alguien que conocí.

—Un exnovio.

Isabel se mordió los labios; ya no quería llorar.

—Fue más que eso.

—Oh...

—En realidad nunca fue mi novio. Él y yo solo... —Se ruborizó—. Yo lo


amaba y creí que me correspondía; pero luego de que nos peleamos supe
que no. —Sus ojos se humedecieron—. Y ahora que regresó, quiere llevarse
a Anita.

—¿Qué?

—Le dije que no y lo amenacé, pero ahora tengo miedo de que me la quite

—confesó. María estaba confundida.

—No es fácil que te quiten a tu hija. Ni que fuera el rey de Inglaterra o qué
sé yo… —Sonrió para tranquilizarla. Isabel la miró en medio de su llanto.

—No es nada de eso, pero sí es un hombre muy poderoso —respondió y


borró su sonrisa. María se quedó sin habla por un instante.
—¿Es el padre de Anita?

—Hablo de Adolfo Mondragón.

—¿El supermodelo? Eso no es ser rico. Aunque es guapísimo. —Sonrió


nerviosa—. No creo que sea millonario.

—No es solo un modelo. ¿Conoces la firma para la que trabaja?

—Pues sí, solo ha modelado para la misma diseñadora.

—Adolfo es hijo de Lorena De la Plata. —María se quedó muda.

—Adolfo... ¿tu Adolfo? ¿Es hijo de la diseñadora? —Isabel asintió.

—No es mi Adolfo; es mi enemigo.

—Dios mío... —La observó con detalle, como si nunca antes no la hubiera
visto; se preguntó cómo llego a tener una relación con él.

—Imagínate contra quién me enfrento. No quiero llegar a juicio para pelear


la custodia de Anita.

Con solo decirlo se estremeció. Sin embargo, si Mikel peleaba por la


pequeña, sabía que saldría triunfante.

Adolfo vería con frustración que todo su dinero no sería suficiente para
cumplir el capricho de querer quitarle a la niña. Porque Anita era su hija,
una Allen; nunca una Mondragón.

31. CHICA FÁCIL

María se quedó pensativa. De pronto dejó de entender de qué hablaba.

—Espera; creo que me perdí de mucho. ¿Qué tiene que ver Anita con esa
familia? —Isabel la miró angustiada—. No me digas que tu relación con el
modelo tuvo consecuencias y que Anita es su hija…
—¡Anita no le pertenece a nadie más que a mí! —Su declaración nerviosa
delató lo exaltada que estaba.

—Pero, Isabel...

—Anita es mi hija —recalcó. María se humedeció los labios.

Afortunadamente, los niños jugaban en el patio.

—¿Por qué no intentas dialogar con ellos?

—Esa gente no tiene corazón.

—La niña tiene derecho...

—¡No, María! ¡Ellos no piensan en Anita como un ser humano, sino como
una cosa que les pertenece!

—Sé cuánto la amas, pero también, cuánta ayuda ha necesitado… y la que


quizás necesite en el futuro. También es responsabilidad de ellos, del padre
de la niña. No dudo que tu hermana hubiera buscado lo mejor para ella.

—¿Qué no entiendes? Anita es todo lo que tengo. —Sollozó, imaginándose


sin ella—. Perdí a mi hermana, que era mi única familia; no voy a dejar que
se lleven a Anita.

—Quizás solo quieren conocerla.

—No dudo que Adolfo finja venir en son de paz; lo conozco: con tal de
conseguir lo que quiere es capaz de comportarse como un caballero, amable
y gentil —agregó con desprecio—. ¡Pero no es así! Adolfo es el peor; tomó
de mí lo que quiso y luego me acusó de ambiciosa —gruñó, llevándose las
manos al rostro —. ¡Lo odio, María! ¡Es un maldito egoísta!

—¿Cómo lo sabes?

—Ha estado tratando de seducirme otra vez. Sé que miente hasta en eso. —

María abrió la boca, sorprendida.


—¡Isabel! ¿Te has acostado con él? —La chica se ruborizó.

—No, hemos terminado. —Apenas se escuchó decir.

—¡Dios mío! Al menos rompes el mito de que eres lesbiana; en el barrio,


todos lo piensan. Nunca te hemos visto con nadie y, a los que se te han
acercado, los has rechazado.

Isabel se limpió las mejillas.

—Gente entrometida, ¿y qué importa si lo fuera?

—Ahora sé que te gusta lo fino. ¡Y vaya que eres selecta! —agregó,


inclinándose hacia un revistero que tenía a un lado del sillón. Encontró una
portada donde estaba la imagen de Adolfo con el torso desnudo—. Así que
le conoces las carnes a este muñeco…

Isabel la escuchó sin poder creer que, en medio de todo ese drama, su amiga
tuviera humor para hacer esos chistes. Terminó sonriendo un poco y María
vio complacida que mejoró su ánimo.

—¿Fue mi imaginación, o la chica electricista te llamó demasiado la


atención? —preguntó Ronda mientras tomaban una copa en la reunión con
los empleados del almacén. Adolfo miró su reloj de pulso; eran casi las
once.

—Ya la conocía —respondió, sorprendiéndola.

—¿En serio?

—Hace algunos años, trabajando en Austin, nos hicimos amigos.

Ronda lo miró incrédula.

—Deja de bromear. Realmente, ¿cómo la conociste? ¿Hacía solo


conexiones con cables o también con otras partes del cuerpo? —Su
insinuación le pareció molesta.

—Era vendedora del almacén. Así la conocí. —Evitó entrar en detalles.


—No seas tímido, dime qué clase de relación tuvieron.

—Ronda, será mejor que lo dejemos así.

—Me sorprendes... —Lo recorrió—. Te fijaste en una mujercita de clase


inferior.

Adolfo bebió de su copa y miró su reloj una vez más.

—Eso no quita que siga siendo una mujer, ¿por qué no habría de gustarme?

—Pues, porque... ¿ya la viste bien? ¡Luce terrible!

—Esa es tu opinión —respondió—. Porque a mí me encanta.

Ronda hizo una mueca y bebió de un trago su copa.

—¡Pues qué mal gusto! Eres hijo de Lorena De la Plata, no lo olvides.

Adolfo miró hacia la entrada. ¿A qué hora llegaría Isabel?

—Fue mi mujer —confesó con cierta nostalgia—; por poco tiempo.

Ronda se le acercó.

—Ahora entiendo por qué nunca llegaremos a nada. Eres un niño; te gusta
lo barato.

Adolfo sonrió.

—Isabel no es barata. Créeme.

—¿Ah, no?

—No.

—Deberías ser más discreto en tu pasión por ella. Lo que pasó esta mañana
fue patético. —Adolfo frunció el ceño.
—¿Qué, me espiaste?

—¡Por favor!. Tenías una cara de excitado, que no dudo que te hubieras
corrido si no llego a interrumpir el idilio.

—No te pongas celosa. —La miró irónico—. Lo nuestro nunca ha pasado


de ser un juego de palabras. Jamás tocaría a la mano derecha de mi madre.

Ronda se sintió ofendida.

—Lo sé, nene. Tú tampoco me interesas.

—Eso, que te lo crea tu sombra. —Se rió con desgano.

—Entonces, ¿sí tuviste un rapidito con ella? —Adolfo hizo una mueca.

—No, pero ya se dará. Isabel volverá a ser mía.

—Cuidado, Adolfo.

—¿De qué? —inquirió, soltando una copa para tomar otra.

—Nunca te he visto tan ansioso por tener a una mujer y, por la manera en
que te la comías con los ojos, puedo augurar que tendrás problemas —

señaló Ronda, un hecho que empezaba a volverse un dolor de cabeza.

Adolfo resopló.

—No, mi querida Ronda; Isabel es la que tendrá problemas —respondió,


dándole un sorbo a su copa—. No estuve, ni estoy enamorado de ella.

—Por tu bien, espero que así sea.

—Ya tendré tiempo para comprobarlo. Isabel será mía y eso durará lo que a
mí me dé la gana. Ya lo verás.

—¿En serio se te niega?


—No; solo finge.

Esa noche que parecía eterna, en su habitación del hotel, las copas de vino
no lo relajaron. Isabel no llegó a la fiesta; hizo lo mismo que cuando la
conoció. ¿Qué pretendía? Estaba furioso. ¿Cómo podía seguirse negando a
estar con él?

Se despojó del saco; se enredó con la corbata, lo cual lo fastidió aún más.

Se desnudó de la cintura para arriba y entró al baño. Se miró al espejo,


apoyando las manos en el lavabo.

Tenía años luchando contra el recuerdo y la amargura, por la decepción que


Isabel le causó cuando extorsionó fríamente a su hermano. Tenía años
buscando en otras mujeres ese sabor adictivo que tenía su piel; ese aroma
tan particular, que lo ponía como loco y lo hacía anhelar fundirse en ella.

A Isabel le ocurría algo similar. Entonces, ¿por qué seguía negándose a ser
suya? ¿No se daba cuenta de que podría conseguir de él cuanto deseara?

Estaba dispuesto a fingir que lo de Mikel nunca sucedió. Lo que fuera, con
tal de volver a sentir esa cálida piel sedosa, de pasar una y mil noches
sumergido en su vientre.

La rabia por la frustración se apoderó de él y con una mano tiró de un solo


golpe todo lo que había en el amplio lavabo. Gritó, lleno de coraje; sentía
que la sangre corría acelerada por sus venas.

De repente se apoyó en el mueble. Debía calmarse; no podía perder la


cabeza. Se dejó caer de rodillas, se sentó en el suelo y miró alrededor. Se
sentía débil; la pasión que Isabel le despertó iba a acabar con él. Pero antes
de que ese día llegara, doblegaría su orgullo.

—Isabel —murmuró, casi con dolor; dobló las rodillas y se llevó las manos
a la cabeza.

Debía recuperar su amor propio, se dijo. Se levantó, sabiendo que el alcohol


lo volvía estúpido. Volvió a apoyarse en el mueble y respiró lentamente;
abrió el grifo y se mojó el rostro. Miró el reflejo y vio a un hombre que
tenía todo para ser feliz. Todo, menos lo que realmente deseaba. No tenía a
Isabel.

Otra mañana fría la recibió, pero la sonrisa de la esposa de Finn y una taza
de chocolate calentaron su helado cuerpo antes de comenzar a trabajar.

—Tengo una hija de tu edad —comentó Camile—. Ya se casó, pero aún me


quedan dos pequeños.

Isabel sonrió.

—Es usted afortunada al tener una familia tan bonita.

Adolfo suspiró derrotado. ¿A qué hora se callaría esa señora? ¡Nunca!, se


respondió a sí mismo. Finn colgó.

—Dice mi esposa que en una hora más termina el trabajo. —Los ojos de
Adolfo brillaron —. Aquí tiene la dirección: Gardens 815.

—Perfecto —dijo Adolfo y se enderezó—. Ahora necesito saber cómo


llegar lo más rápido posible. —Resopló. Debía hablar con Isabel y aclarar
todas las dudas que tenía.

Jamás debió pedirle a Paula que mandara a un investigador. Él mismo debió


enfrentarla cuando le sacó aquella suma de dinero; averiguar el porqué.

Pero lo detuvo el miedo de descubrir que ella era más perversa de lo que
vio. Y esa inseguridad creció cuando regresó de Nueva York y la vio salir
del hospital, abrazada del mismo sujeto con el que la observó aquella noche
que la siguió.

—Sí, está a punto de terminar ¿Por qué tanto interés?

—Es que en la oficina tuve un problema con el enchufe de la computadora


y... —Se aclaró la garganta.

—¿Quieres que vaya para allá?


—Sí.

—Muy bien, yo le diré; adiós.

Camile colgó e Isabel la miró con atención.

—¿Siempre la llama tanto?

—No; lo cual me extraña. Aunque no tanto como esa camioneta de lujo


estacionada en la acera de enfrente.

La joven se asomó discretamente desde la puerta de la entrada, que tenía un


cristal en el marco con un diseño de tulipanes. Pudo ver una mano blanca,
cuyo brazo trajeado se asomó por la ventanilla.

Camile también se asomó por la sala.

—Wow... —dijo, esbozando una sonrisa. Isabel fue a su lado y no pudo


creer lo que veía.

—Esto debe ser un sueño — murmuró.

—¡Sí que lo es!, ¡qué guapo!

—Tan guapo como imbécil. —comentó y Camile la miró.

—¿Lo conoces?

—Más de lo que quisiera.

La mujer sonrió traviesa.

—¿No me digas que es un pretendiente?

—Algo así.

—¿Vino por ti? ¿Irás con él a la fiesta por la noche?

—¿Qué fiesta?
—Esta noche irán los jefes de departamento, algunos socios y gente de
dinero.

—No, no creo que vaya. No tengo nada que ver.

—¿Por qué no? Me encantaría que fueras; no conozco a nadie.

—No, señora; no estará bien.

—¡Claro que sí!

—Además, no tengo nada adecuado y aún no me pagan.

Camile sonrió y se apartó para observarla.

—No te preocupes por eso. Tengo un vestido que te quedará perfecto.

32. TENTADORA

Adolfo se cansó de esperar y bajó de la camioneta para ir a buscar a Isabel.

Tocó en la reja hasta que Camile se asomó por la puerta. Sonrió al ver al
atractivo desconocido; a la luz del día era aún más guapo.

—Buenas tardes, señora.

—Buenas tardes, ¿qué se le ofrece?

—Busco a Isabel. La rubia, pequeña... —Hizo un ademán con las manos—.

¿Aún se encuentra aquí?

Camile lo miró fijamente; en verdad era una belleza ese hombre.

—¿Isabel?

—La electricista.
—Oh, ella. —Fingió recordar y se acercó a la reja—. Se fueace media; tenía
mucha prisa.

—¿Qué? ¿Media hora? No puede ser... La estuve esperando en mi auto.

—Qué pena… Se fue por la puerta de atrás.

—No.

—No se angustie, tal vez esta noche la vea. Oh, perdón; tal vez usted no
pueda asistir a la fiesta... Ella no se veía muy segura de querer ir.

—Ese no es problema; le pediré a su jefe que le diga que asista.

—¿Usted sabe de la reunión?

—Sí, también trabajo allí.

—Oh, ¿y usted asistirá?

Adolfo casi sonríe al pensar en su buena suerte.

—Sí. Muchas gracias, señora.

Camile sonrió al verlo marcharse con prisa. Vaya que estaba interesado en
la chica.

Paula lo miró ajustarse el nudo de la corbata en silencio. Aspiró


profundamente, con discreción, el aroma de su loción y se conformó con
eso. Ver a Adolfo Mondragón de lejos, aun estando tan cerca, era a veces
una pesadilla.

—¿Nos vamos? —inquirió, sacándola de su momento. Lo miró y sonrió


tímida.

—Claro.

Se levantó del sillón y tomó su bolso bajo el brazo. Adolfo se adelantó a


caminar. Paula apenas pudo ocultar una mueca al no ser apreciado su
arreglo de esa noche. Él jamás se daría cuenta de lo que sentía.

Isabel se estremeció cuando se metió en la lencería fina. Ni siquiera cuando


fue novia... amante de Adolfo, usó algo tan atrevido. Se ruborizó al
imaginar que pudiera verla bajo el ajustado vestido que se pondría. Se
sentía excitada.

Sonrió maliciosa; se puso los tacones altos y se levantó de la cama. Esa


noche esperaba llevar al maldito Dragón al borde de la locura. Solo
esperaba que el valor no la traicionara.

Caminó al tocador; apenas reconoció a la increíble mujer que el maquillaje


y el vestuario le ofrecían. Se sintió segura, por primera vez en años. Se pasó
una mano por el cabello suelto y aspiró profundo. Era el momento de irse;
cuanto antes lo enfrentara, mejor sería.

Se puso el vestido negro que Camile le regaló y vio la manera tan


perturbadora en que sus pechos lucían más exuberantes; se estremeció
nuevamente. Esa no era ella, era una mujer fatal, dispuesta a seducir a un
hombre que la consideraba poco menos que basura. Pero si quería que se

alejara de su hija y de ella para siempre, tenía que reafirmar sus palabras,
aunque la matara con más desprecio.

Si Adolfo Mondragón confirmaba que era una mujer de lo peor, tal como la
calificaron a ella y a su hermana, ese hombre sin corazón no dudaría que
Anita podría llevar en sus venas la sangre de cualquiera, menos la de un
miembro de su familia. Ansiaba verlo comiéndosela con la mirada, mientras
ella le hacía creer que era una mujer con precio. ¡Ya vería lo cara que le iba
a salir!

—Dios mío, Isabel —Fabricio, que la acompañaría, se aproximó y la rodeó

—. ¡Wow! ¡Jamás había visto todas esas armas!

Anita la miró y se acercó también; pero antes de que la tocara, Claudia la


abrazó.
—No toques a mamá con esas manos; deja que otro lo haga.

—¡Claudia! —exclamó Isabel y se puso roja.

—Te ves increíble —le dijo la secretaria—. No creo que Adolfo te vaya a
dejar en paz. Lleva condones, por si las dudas.

Isabel meneó la cabeza.

—¡Claro que no! ¡No me va a tocar ni una pestaña!

Claudia la miró irónica y volteó a ver a Anita.

—¿Ya oíste a tu madre? Nunca le hagas caso sobre como quitarse de


encima a un tipo, que seguramente le arrancará la ropa en cuanto la vea.

—¡Mami mía!

—Ya basta, Claudia.

—¿En realidad piensas que tienes una oportunidad de salir viva?

Isabel le quitó a Anita y la besó en la mejilla, dejándole la huella de sus


labios rojos.

—Por Anita, haré lo que sea —dijo con firmeza—. Y si me tengo que
convertir en una puta para que ese desgraciado nos deje en paz, lo haré.

Fabricio sonrió malicioso.

—Uy, qué sacrificio tan grande —dijo burlón. Isabel le regresó la niña a
Claudia y tomó del brazo a Fabricio.

—Ustedes no lo conocen como yo.

—Creo que te estás exponiendo demasiado —sumó Fabricio—. Ese


ejemplar de belleza masculina se va a infartar en cuanto te vea.
La recorrió una vez más. Su cabello estaba suelto y ondeado naturalmente,
olía delicioso —él mismo le regaló el perfume que estaba usando—; ese
escote era muy revelador, con los delgados tirantes que no ofrecerían mucha
resistencia contra el enemigo.

—Deja que me vea contigo... —dijo Isabel—. Vámonos, no quiero llegar


tarde.

—¿En serio crees que se pondrá celoso de mí? —preguntó extrañado. Isabel
sonrió.

—Piensa que somos amantes.

Claudia se rió. Fabricio era tan pequeño como Isabel, cuando no usaba
tacones, y tampoco era precisamente un adonis; pero la joven lo quería
como a un hermano, sin contar que gracias a él consiguió el empleo que
ahora tenía.

Ronda miró a su encantador expretendiente; lo era desde que confesó su


desesperada atracción por una mujer que era la antítesis de la femineidad.

Adolfo se preguntaba a qué hora aparecería Isabel. La noche anterior no la


vio y pasó unas interminables horas de perros; además de la resaca que se
ganó, por seguir bebiendo después de llegar al hotel.

Si no aparecía esa noche, iría a buscarla, así tuviera que tocar puerta por
puerta para encontrarla. O mejor aún: lo averiguaría directamente del
hombre que tenía enfrente: su jefe.

Ronda tiró sin querer su bolso de mano y Adolfo se inclinó antes que
Harvey, el jefe de Isabel, que se detuvo al verlo actuar con más rapidez que
él; definitivamente, su juventud se imponía. Tomó el pequeño bolso y así,
en cuclillas, sus ojos descubrieron una de sus más grandes debilidades. Se
irguió lentamente, dibujando una sonrisa sutil en los labios.

La mujer notó su distracción y rápidamente descubrió la razón. Le arrebató


su bolso sin lograr distraerlo. Harvey sintió curiosidad y miró en la misma
dirección que ellos.
—Llegó la reina de la noche —comentó Ronda.

La chica se quedó un instante sola en la puerta, con ese vestido corto


pegado al cuerpo como una segunda piel; usaba unas zapatillas negras, tan
altas que daba la impresión de que sus piernas eran largas. Se sintió
observada; era la única mujer joven del lugar.

Debajo llevaba esa sensual lencería que, ahora que se había topado con la
mirada complacida de Adolfo, empezaba a poner su cuerpo en modo
seducción. El cabello suelto rozó los hombros casi desnudos y se
estremeció. Agradeció estar vestida casi correctamente, pues la fiesta lucía
más formal de la que acostumbraban los empleados. Las mujeres vestían de
largo y ella —con su sexy vestido— atraía las miradas masculinas,
despertando los celos de las presentes.

Adolfo no podía quitarle la vista de encima; estaba bellísima. Se quedó sin


aliento al verla andar y sintió una punzada entre las piernas. Estaba
excitándolo. Miró esas extremidades que eran su perdición.

—Dios —murmuró al notar que sus medias presumieron por un instante el


sutil bordado de un liguero.

Isabel sonrió a la esposa de Finn, quien alabó su presencia. La joven abrazó


a la señora y luego apareció a su lado un mini hombrecito vestido con un
traje azul, de tela barata y aspecto poco pulido, que se acercó a Isabel y la
tomó de la mano. ¿Qué demonios hacía con él?

Isabel empezó a sentirse cohibida. Adolfo la desnudaba con los ojos y, a su


vez, mataba al pobre de Fabricio, que estaba muy divertido conversando
con Camile.

—Sabía que Isabel era bonita, pero no tanto —comentó Harvey. Adolfo lo
miró serio y Ronda sonrió. Estaba muerto de celos, pensó la rubia,
satisfecha de verlo sufrir.

—¿Quién la acompaña?

—Es Fabricio, un compañero de trabajo.


—¿Por qué me miran tanto? —inquirió su amigo, volteando alrededor.

—Debes ser el hombre más guapo de la fiesta —bromeó Isabel.

—Eso es verdad.

—Creí que la chica era tuya —se burló Ronda—. Pero veo que ya tiene
pareja.

Afortunadamente, Harvey se apartó y Adolfo la miró con impaciencia.

—Ronda, no estoy para bromas.

—Es que solo hay que verla para preguntarse: ¿qué le viste? Se nota que no
tiene la menor clase. —Recorrió su cuerpo lleno de curvas y ese trasero que
calificó de prominente.

—¿Y no crees que un hombre como yo podría darle eso y más? —inquirió,
comiéndose a la chica con los ojos pese a su incomodidad. Ronda sonrió
irónica.

—¿Con tu dinero?

—Para empezar... —Por fin la miró. Le dio un trago a su bebida.

—Dijiste que no sentías nada por ella.

—Amor, tal vez no.

—Está con otro.

—No por mucho tiempo —murmuró, sintiéndose cada vez más molesto de
saber que Isabel compartía su vida y su cuerpo con otro.

—Si Lorena se entera de que estás interesado en una chica de ese tipo, no le
va a hacer mucha gracia.

—Hace rato que dejé de ser un niño, Ronda.


—Por tu bien, espero que esa chica sea solo un capricho.

—Isabel es más que eso —confesó Adolfo, recibiendo una mirada


fulminante—. Tiene algo que nos pertenece a los Mondragón.

—¿Algo que les pertenece a los Mondragón? —repitió irónica.

—Isabel es tía de mi sobrina. —La sorprendió—. Anita es hija de Mikel.

—Entonces, ¿es cierto lo que me dijo Lorena?

Paula se acercó tras haber ido con unos conocidos y escuchó parte de la
conversación.

—Así es, querida Ronda

—Entonces, lo que realmente pretendes al seducirla, es ganarte su


confianza para que te entregue a la niña.

—Exactamente.

—Esa mujer se ha negado a cooperar, no quiere ir a Nueva York —

intervino Paula—. Es una sinvergüenza; creí que después de lo que hizo


hace cinco años no la vería de nuevo.

—¿Qué pasó hace cinco años? —inquirió Ronda con curiosidad.

Adolfo miró a su asistente con reproche.

—Acompáñame al tocador —pidió Ronda—. No sé dónde queda.

—Paula, sé discreta —le advirtió él.

—Tranquilo, amor; no me interesa saber de ella —aseguró Ronda.

—Claro... —dijo. Un mesero se acercó; dejó la copa vacía y tomó otra.

Necesitaba calmar su ansiedad.


—Tranquilo, bebé. No tomes tan de prisa —le sugirió la mano derecha de
su madre—. Vamos, Paula.

Adolfo les dio la espalda para mirar con satisfacción que, al final, Isabel se
había dejado llevar por la tentación; por él. Por eso estaba allí, vestida de
esa manera, invitándolo a acercarse.

33. FALSA

—Yo que tú, no perdía el tiempo —dijo Fabricio—. Me dan ganas de


acercarme a saludarlo. —Mostró intenciones de hacerlo. Isabel lo detuvo,
abrazándolo por la espalda efusivamente.

Adolfo, al verla así, se ahogó con el vino que tomaba. Isabel apretó a
Fabricio y pegó los labios rojos detrás de su oreja; sus brazos lo rodeaban

desde la espalda, envolviéndolo y descansando sus manos sobre el pecho de


su nervioso amigo.

—Te conozco; sé que soltarás la lengua a la primera oportunidad. Es mejor


que te quedes conmigo, cielito.

—Suéltame, Isabel; nos están viendo.

—No hasta que te comportes. —Lo apretó.

—Quieres que el guapo me mate, ¿verdad? —inquirió inquieto. Isabel


aprovechó que era tan alta como él para manipularlo y hacerlo girar hacia
ella.

—Soy capaz de besarte con tal de que suceda.

Fabricio miró sus labios rojos y tragó saliva. Luego miró al exmodelo.

—Me está mirando horrible —replicó—. Y si cree que soy tu amante, como
dijiste, no dudo que... —Se pausó y lanzó un gritito cuando Adolfo se
encaminó hacia ellos con expresión poco amigable. La chica se apartó y
Fabricio sonrió.
—Iré al baño —anunció Isabel al ver que el encuentro le iba a resultar más
difícil de lo que había creado en su cabeza. Adolfo no pudo detenerla
cuando pasó de prisa, dejándolo con Fabricio, quien de cerca le pareció aún
más pequeño e insignificante.

—Buenas noches —lo saludó con austeridad. De una vez por todas le iba a
poner las cosas en claro: o dejaba a Isabel o asumía las consecuencias.

Probablemente ese personaje intentaría darle guerra. ¿Cuándo volvería a


presentarse una oportunidad como esa, de tener a una mujer como ella?

—B... buenas noches —tartamudeó Fabricio, sonriendo ampliamente.

—¿Usted es...?

—Fabricio. —Le extendió su mano para saludarlo.

—Fabricio —repitió. Dudó un instante en responderle, pero su madre le


enseñó buenos modales; le extendió la mano—. Mucho gusto, Fabricio,
soy...

—¡No hay necesidad de que me diga quien es! —Apretó su mano y la


movió de arriba abajo con demasiado entusiasmo; su mirada estaba llena de
una emoción que causó dudas en Adolfo—. En nuestra casa tenemos pilas
de revistas con su imagen.

—¿En serio? —inquirió sorprendido mientras se soltaba de su agarre lo más


sutil que pudo—. ¿Y quién las compra? ¿Usted o su novia?

—¿Mi novia? —dijo extrañado —. ¿Cuál novia?

—La chica que acaba de irse.

—¡No es mi novia! —exclamó Fabricio, queriendo quedar bien; sus ojos


brillaban al mirarlo. Adolfo comenzó a sospechar que el “novio amante” de
Isabel no existía más que en su mente.

—Vi que llegaron juntos.


—Vivimos en la misma casa, pero solo somos buenos amigos —aclaró.

Adolfo se sintió reconfortado con su comentario y su gesto adusto se


transformó en una sonrisa. Fabricio sonrió, hipnotizado por su belleza; no
podía dejar de mirarlo.

Abrió la puerta del baño y escuchó una voz que la detuvo. Allí estaban dos
mujeres que conocía perfectamente.

—Esa tipa le robó varios miles y Adolfo no hizo nada en su contra —dijo
Paula. Isabel escuchó que la bruja de pelo negro acababa de referirse a lo
que pasó en Austin.

—¿Dijiste que le robó?

—Lo extorsionó con armar un escándalo ante la prensa para delatar a


Mikel.

—¿Cómo lo amenazó?

—Dijo que haría pública su irresponsabilidad, contándole a la prensa que


no se quería hacer cargo del bebé que esperaba...

—¿Isabel esperaba un bebé de Mikel? —la interrumpió asombrada; tenía


los ojos verdes bien abiertos.

—No, ella no; su hermana Una tal... Rose....Rosie... Sí, ese es el nombre.

Isabel iba a aprovechar que estaba la prensa internacional para armar un


escándalo mayor y arruinar la noche.

—¡Qué caradura!

—Y aún hay algo más terrible que averigüé con el investigador. Si Adolfo
se entera, la pasará muy mal. Isabel es peor de lo que fue la zorra de su
hermana.

La joven ya no pudo seguir ocultándose en la entrada.


—¡Un momento! —exclamó

—¡Isabel! —exclamó Paula, sorprendida—. ¿Qué haces aquí?

—Es un baño, ¿qué te imaginas?

Ronda sonrió al ver a la chica de cerca.

—Vaya, vaya con Isabel... —canturreó—. Así que eres una estafadora.

Quién lo hubiera imaginado, con esa carita...

—¡Nunca estafé a nadie! —Miró a la larguirucha rubia—. Solo exigí ayuda


para mi hermana.

—Claro, de un modo muy ético… —se burló Paula.

—¿Y qué esperabas, después de que el maldito de Mikel la echó de su vida


como si fuera una basura?

—Simplemente, debió hacerse a un lado con dignidad —intervino Ronda.

—Rosie lo amaba. —Recordó con tristeza los días en que tuvo que
consolarla—. Nunca entendió el mal que le hacía. Ese amor robó su
cordura… y después le arrebató la vida.

Hubo un silencio.

—Rosie murió al nacer su hija —explicó Paula con seriedad.

—¡Murió por culpa de Mikel! —aseguró Isabel, molesta—. Jamás fue a


verla, ni siquiera por compasión. ¡Él sabía de la enfermedad de mi hermana
y aun así la engañó!

Ronda se estremeció.

—No entiendo qué tuvo que ver Adolfo en ese embrollo —señaló
confundida y llena de curiosidad.
—Él se encargó de las negociaciones con ella —contó la morena y Ronda
frunció el ceño.

—Las negociaciones —repitió —. ¿Te refieres a que Adolfo y ella lo


arreglaron en la cama? —agregó sarcástica—. Sé que fueron amantes.

—Adolfo nunca me dijo nada, pero llegué a sospecharlo.

—Querida Paula, seguramente se acostaban en tu cara y nunca quisiste


verlo. Y ahora que se reencontraron lo volvieron a hacer.

—¡No somos amantes! —se defendió la joven—. ¡Y tampoco les voy a


permitir que ensucien la memoria de mi hermana! —Ambas la miraron con
desprecio.

—Con esa actitud te encargarás de serlo, niña; pareces una mujerzuela


barata —expresó Ronda, rozando con el dedo el tirante caído del vestido de
Isabel, que apretó los labios.

—Afortunadamente, Adolfo no se fijará en serio en una poca cosa como tú

—continuó—. Espero que no le creas sus mentiras. No es nada confiable en


lo sentimental. Te lo digo por experiencia propia.

Isabel la miró confundida.

—Tampoco te conviene intentar atraparlo —agregó Paula.

—¡No pretendo absolutamente nada! ¡Solo quiero que me deje en paz! —

Ninguna creyó su declaración.

—Te advierto: si tratas de enredarlo, le contaré tu oscuro secreto —

amenazó Paula.

—¿De qué hablas? No tengo nada que esconder.


—Te mandé investigar y sé que hiciste algo muy malo. —Isabel frunció el
ceño.

—Jamás he hecho algo que merezca castigo —alegó. Paula se le acercó


amenazante.

—¿Recuerdas que entraste a trabajar con una identidad falsa?

—¿Tú lo sabes? —Isabel la miró sorprendida.

—Yo lo descubrí. Desde el momento en que vi la manera en que Adolfo se


acercó a ti, supe que le darías problemas.

—Si lo hice fue por necesidad. Era menor de edad —respondió—. Mi


hermana necesitaba un seguro y nadie le daba trabajo por su condición de
salud.

Ronda escuchó interesada la historia.

—Alardeas de ser inocente —continuó Paula, sin inmutarse por su dolor—.

Pero ¿qué hay del bebé?

—¿De qué bebé hablas? —cuestionó Isabel—. No entiendo.

—¡No te hagas la tonta! —reclamó Paula con enfado y Ronda se


sorprendió; ella nunca perdía la calma—. Debiste estar muy enojada con
Adolfo, como para hacer algo tan vil en su contra.

—Tú no tienes idea de lo que realmente sucedió, así que, ¡cállate!

—Tengo pruebas.

—Tú... —La señaló llena de rabia— ¡Eres una mentirosa!, ¡y la única que
quedará mal ante él! —replicó Isabel, inquieta—. Si le dices, te juro que...

—¿Qué, Isabel! ¿Qué harás? —La morena, altísima, la miró desde arriba
—. ¡Qué poca vergüenza tienes! —Se apartó para darle la espalda—. Al
menos tu hermana dio su vida para darle una hija a Mikel; en cambio tú…

—¡Te dije que te calles, no sabes lo que dices!

—Por Adolfo no te preocupes; si te mantienes alejada de él, yo no abriré la


boca.

—Ni yo —la secundó Ronda, que también se le acercó amenazante—. Si


eres inteligente como pareces, desaparecerás de su vida. Otra vez.

—Yo no lo busco, él lo hace.

—Claro; por eso estás aquí, vestida de esta manera.

—Adolfo solo quiere pasar el rato contigo —dijo Ronda—; él mismo me lo


confesó ayer. Fue honesto conmigo al decirme que no podía darme nada
formal porque tú lo atraes como un animal en celo.

—Jamás se casará contigo, si a eso aspiras —declaró Paula, recordando las


palabras de Adolfo hace años—. Ha rechazado a mejores candidatas que tú,

así que no esperes nada de él.

Isabel sabía que no mentían. Las miró con detenimiento; esas mujeres eran
bellas y con clase, sabían moverse en el mismo ambiente que Adolfo.

¿Quién era Isabel? Solo una chica de veintitrés años, inexperta en muchos
aspectos.

—Piénsalo, Isabel; si te mantienes alejada de él, callaré muchas cosas que


te rebajarían ante los ojos de Adolfo. Te aseguro que nunca lo has visto
realmente enojado.

—¿Por qué crees que lo apodan el Dragón? —inquirió Ronda con una risita

—. Es un monstruo.

—Él debe mantenerse alejado y no buscarme —insistió Isabel.


—¡Ay, muchachita tonta! Veo que no entiendes —replicó Paula—.

Realmente pareces menos inteligente mientras más hablas. Si de verdad


tuvieras cerebro, hubieras conservado el bebé que esperabas de Adolfo. Si
lo hubieras tenido habrías obtenido más que su protección económica.

¡Hubiera sido capaz de casarse contigo!

Isabel meneó la cabeza; no podía creer que insistiera en eso. Regresó a la


reunión, donde se quedó al lado de Camile; la mujer parecía muy
entusiasmada por preguntarle todo sobre Adolfo.

—¿Cómo lo conociste? Cuéntame, muero de curiosidad. Finn dice que no


ha dejado de buscarte. No puedes negarlo, yo misma fui testigo; incluso
llegó hasta mi puerta y, Dios, ¡qué bello es!

La joven hizo una mueca; sí que lo era. Y todo un maldito.

Contuvo la respiración al verlo enfundado en ese traje formal. Se imaginó la


manera en que, apenas estuvieran juntos, la adrenalina se dispararía; estaba
demasiado sensible ante sus intenciones, a pesar de la conversación que
sostuvo con las arpías en el baño. Estaba dispuesta a llegar a las últimas

consecuencias, para que la dejara en paz de una vez por todas. ¿Por qué
tuvo que volverlo a ver?

No debía olvidar la historia de Rosie; tampoco debía convertirse en una más


en la vida de Adolfo. Mejor que nadie sabía lo cruel que era; lo mucho que
le dolió enfrentar la vida sin su presencia cuando lo necesitó.

34. SEDUCCIÓN

—Conocí a Adolfo hace algunos años, pero nos dejamos de ver. Nunca
fuimos realmente amigos.

—Parece que él quiere ser tu amigo. Aunque con ese chico al lado no creo
que consiga mucho de ti.

—Fabricio no es mi novio.
—Qué buena noticia, porque al verlo junto a Adolfo me da la impresión de
que está muy entusiasmado con su compañía —insinuó lo que Isabel nunca
había comprobado.

—¿Tan obvio es?

—¿Me disculpas si te dejo sola?

—Claro, adelante...

Adolfo saludó caballerosamente a Camile y miró a Isabel tomando un par


de copas de la charola de un mesero.

—Así que usted es Adolfo Mondragón —dijo mientras le tomaba la mano.

—A sus órdenes.

—Jamás imaginé que el protagonista de las pesadillas de mi marido fuera


un hombre tan guapo. —Adolfo sonrió apenado.

—¿En serio? Pobre Finn, lo he estado presionando un poco; pero seré mejor
jefe en el futuro, se lo prometo.

—Qué bueno, porque quería pedirle un favor.

—Dígame.

—¿Podría ir con este joven al piso de venta? —le preguntó dejándolos a


ambos confundidos—. ¿Podemos ir verdad, Adolfo? —inquirió mirando
sobre su hombro a Isabel.

—¿Yo? —dijo Fabricio.

—Hay tantas cosas hermosas que ver antes que los demás.

Adolfo empezó a comprender el juego... a su favor, obviamente.

—Sí, tú —Camile lo tomó del brazo—. Estoy segura de que el señor


Mondragón atenderá muy bien a Isabel —agregó halagando a Adolfo, que
sonrió al notar la intención de la señora.

—Pero...

—Adelante —musitó Adolfo—. Puedes tomar un regalo; el que quieras.

Fabricio abrió la boca.

—¿De verdad?

—Lo que quieras —insistió Adolfo.

—¿Eso incluye ropa?

—Todo un conjunto.

Fabricio no lo dudó más y se marchó entusiasmado con Camile.

Isabel se quedó pasmada cuando Adolfo la miró, como pantera a su presa;


su sonrisa de lado le dio escalofríos. No pudo moverse al verlo andar hacia
ella. Siguió muda cuando llegó a su lado y le quitó una copa; con la otra
mano le rodeó la cintura.

—Gracias —murmuró, sacándola de su sueño.

—¿A dónde fue Fabricio? —inquirió, tratando inútilmente de soltarse de su


abrazo; Adolfo era un pulpo.

—No te preocupes por él, fue de tour por la tienda. —Se bebió media copa
de vino y la apretó más en su costado—. Deja de moverte, me estás
excitando.

Isabel se quedó quieta.

—Pero...

—Te dejaron conmigo.

—¡No quiero estar contigo! —replicó, mirándolo ceñuda.


—Te ves tan hermosa peleando… —La recorrió con esos ojos azules que la
atontaban—. Lamento incomodarte, pero es el momento perfecto para
hablar de nuestra sobrina.

Isabel miró reaparecer a Paula y Ronda. Se tensó.

—Tus novias me están matando con los ojos por tu culpa. No les gusta
verme contigo —trató de quitárselo de encima una vez más.

—¿Mis qué? —inquirió, riendo con suavidad—. Estoy soltero y sin


compromiso, debo aclarar, por si te interesa. —Miró sus labios mientras
mordía los suyos. ¡Era un descarado!, pensó Isabel, escapando.

—Lo sé; pero a tus mujeres no les gusta verme contigo. Piensan que te
puedo inducir a hacer cosas que no quieres.

Adolfo se sintió provocado por ese comentario.

—¿Y qué saben de lo que deseo hacer contigo?

Lo miró, sintiendo la misma excitación creciente. Cuidado Isabel, no vayas


a caer, se advirtió y llevó la copa a sus labios.

Supo que irían a la oficina más elegante del almacén; esa, donde los altos
ejecutivos se instalarían cada vez que visitaran la ciudad. Una mano de
Adolfo se había posado en su espalda cuando se retiraron de la fiesta.

Apenas estuvieron lejos de las miradas de los invitados, esa misma mano
descendió a su trasero y lo apretó fuertemente. Isabel se detuvo y lo miró
ceñuda.

—¿Qué haces? —lo empujó, molesta. Al ver sus ojos llenos de pasión se
sorprendió; jamás lo había visto tan perdido en el deseo.

Dio un paso hasta ella y la hizo retroceder, hasta que se estampó contra la
pared.

—¿Cómo te atreves a vestirte así y ponerme celoso?


—¡Puedo hacer lo que se me dé la gana!

—¿Vas a negar que lo hiciste para provocarme? —Isabel tragó saliva al


sentir su sexo presionando con fuerza su estómago.

—¿En serio? Creí que preferías las damas finas.

Adolfo recorrió su rostro y levantó las manos para tomarlo entre ellas.

—Sabes que solo muero por ti. —Besó sus labios—. Por tenerte a ti —

gimió, rozando sus labios con la lengua. Isabel cerró los ojos; su vientre
explotó con mil sensaciones.

Es Adolfo, se dijo, no lo olvides. Todo lo que sale de su boca es veneno con


sabor a miel.

Lo empujó y se apartó. Adolfo no insistió; la guió hasta la oficina en


penumbras. Isabel presintió que no iba a ser fácil salir de allí sin haber
pasado por sus manos. Le dio un suave empujón para que siguiera entrando;
notó su inseguridad.

—Adolfo —musitó cuando la ansiedad se apoderó de ella. Giró hacia él


sobre los altos tacones y el hombre sonrió malicioso.

—¿Si? —inquirió, cerrando la puerta con seguro antes de acosarla


sensualmente.

—Esto es un error. La gente se dio cuenta de que nos fuimos juntos; seguro
están hablando.

—¿De qué?

Estaban a oscuras y la chica no podía verlo bien en esa penumbra. Adolfo


se rió suavemente, erizándole la piel cuando pasó a su lado. Una tenue luz
apareció cuando encendió una lámpara de noche; se sorprendió al ver que
no era la oficina, sino la sala personal del alto ejecutivo.

—Todos me vieron llegar con Fabricio; no está bien que este ahora contigo
—comentó, tratando de persuadirlo.

Adolfo fue a sentarse en un sillón que había cerca. En su rostro se dibujaba


una media sonrisa, que le demostró lo seguro que estaba de su poder sobre
ella.

—Nadie tiene que murmurar nada. Entre nosotros no ha pasado nada. Ni lo


he pensado siquiera —afirmó con falsa inocencia.

Isabel sintió su mirada azul recorriéndola, con claro interés sexual; fue tal la
intensidad con que lo hizo, que se sintió cohibida. Bajó la mirada. Era hora

de empezar la farsa más grande de su vida; la razón por la que estaba allí.

Debía confirmarle que era eso que tanto odiaba.

—Tienes razón. No hemos hecho nada de qué avergonzarnos.

—Como ya mencioné antes, soy un hombre soltero; igual que tú. —La vio
fruncir el ceño—. Eso me dijo tu amigo —remarcó la última palabra, luego
rió con sutileza—. ¡Vaya amigo tuyo! —murmuró al recodar que la dejó en
sus manos a cambio de unas prendas—. Y pensar que creí que eran algo
más…

Confirmó las sospechas de Isabel y ella no supo qué sentir. Mariposas


revoloteaban en su estómago, pero no debía engañarse.

—¡Qué tonto fui! ¿Cómo pude pensar que te fijarías en tan poca cosa,
después de haber sido mi mujer?

—¡Qué maldito arrogante eres! —explotó—. ¡Fabricio es un hombre


maravilloso!

Se acercó para reprocharle en su cara y Adolfo miró de cerca esas hermosas


piernas, que esperaba ver pronto alrededor de su cintura, meciéndose
rítmicamente contra él. Suspiró pesado al descubrir su sensual liguero.
Llegó hasta los muslos y su sexo se apretó bajo la tela del pantalón, con una
sensación casi dolorosa.

Isabel se desconcertó y regresó a su lugar. Él se veía muy divertido, a costa


suya, pero ya se acercaba su momento de reír al último.

—¿Hombre? —repitió Adolfo, tocándose descaradamente sobre el cierre

—. Es imposible que metro y medio de humanidad sea considerado como


tal.

Isabel sabía que debía ofenderse por su falta de pudor; sin embargo, saber
que su cuerpo lo volvía loco era, precisamente, lo que la animaba a seguir.

Solo esperaba no caer tan bajo como para dejarse ir con él al infierno. Hizo

acopio de toda la amargura que sentía, más que del deseo para realizar un
acto sensualmente malvado.

Adolfo notó su expresión misteriosa y no supo cómo describir el modo en


que sus ojos estaban clavados en él.

Solo ella sabía la guerra que estaba librando en su mente —atormentada por
los recuerdos de la cruel muerte de su hermana—, por lo que estúpidamente
sentía aún por ese desgraciado de cuerpo y cara perfecta.

Su respiración era tan lenta que sentía que el aire apenas le llegaba a los
pulmones; tenía la cabeza completamente turbada. Quería dejar de pensar y
de sentir. Quería olvidar las palabras de Ronda y Paula en el baño; quería
olvidar la manera tan brutal en que perdió su virginidad a manos de un
hombre que se acercó aparentando amistad… Ese mismo hombre que no
podía comparar con Adolfo, pues a este último lo deseaba, con la misma
intensidad con que lo despreciaba.

Una sonrisa curvó los labios del hombre al verla llevarse las manos a los
tirantes del vestido y comenzar a deslizarlos lentamente por los hombros.

—Si Fabricio te parece un remedo de hombre por su estatura, entonces yo...


—Le mostró el sostén negro. Empezó a girar lentamente para darle la
espalda y siguió bajándose el vestido—, no soy una mujer de verdad —

finalizó, dejándolo caer a sus pies.

Adolfo se deslizó hasta la orilla de su asiento para verla, mejor; se quedó


sin aire y empezó a respirar por la boca. Tuvo que aflojarse la corbata. Se
levantó agitado y se abrió los botones de la camisa.

—¿Por qué lo dices?

Isabel notó el cambio en su voz; se escuchaba excitado. No era una cobarde,


se dijo, decidida a enfrentarlo.

—Soy muy pequeña. —Se volvió hacia él. Apenas pudo contener la
sorpresa de ver que se estaba quitando el saco, de que su corbata

descansaba en el suelo y tenía los botones abiertos. ¿Se estaba desnudando?

Tragó saliva.

—Sí, lo eres. Y eres la mujer perfecta para mí. —Se la comió con los ojos

—. Te me antojas para de muchas cosas… —Casi gimió al decirlo. Isabel lo


vio encaminarse hacia ella.

Se acercó y le ofreció su mano; ella no le correspondió. Fingió ignorarlo y


se arregló una tira del liguero. El hombre se aproximó más y la joven se
enderezó, esperanzada en que sus emociones se mantendrían bajo control.

—Precisamente de eso debemos hablar —susurró Isabel, tratando de no


evidenciar inseguridad en su voz.

Adolfo respiró su aroma y se estremeció cuando ella acabó con la distancia


que los separaba. Pegó el cuerpo en su pecho y le rodeó el cuello. La vio
morderse el labio inferior sutilmente y supo que estaba en serios problemas.

35. NO JUEGUES
Isabel acarició su abundante cabello negro y palpó la firme piel de su torso.

Su cuerpo tenso armó un revuelo en sus entrañas; no pudo seguir


resistiendo la tentación de recargarse en él. Adolfo la estrechó rápidamente.

Sus labios se lanzaron hambrientos sobre los de la chica, tomándola por


sorpresa. Su lengua se abrió camino en su boca con desesperación y sus
gruñidos le erizaron la piel, desatando palpitaciones en su vagina. Gimió y
lo apartó, con la poca fuerza que le quedaba.

—Te estoy manchando con mi labial. Deja me lo quito.

—No me importa; ven aquí.

La atrajo nuevamente y otra vez la besó con desesperación. Moría por


probar su boca, por tener el pequeño cuerpo hecho a su medida. Sus labios
buscaron la sensibilidad que escondía en los hombros y supo que pretendía
doblegarla.

—Eres mía, Isabel —ronroneó en su cuello y vio las marcas que


anteriormente había dejado en él.

—Eso quisieras —lo retó. Adolfo la miró serio; lo estaba provocando.

—Así será.

La joven acarició su pecho y lo vio contener el aliento. Con las puntas de


los dedos trazó un camino en su piel, hasta llegar a la línea de vello que la
guiaría hasta su punto más varonil. Era una pena que le faltara
desabrocharse los últimos botones.

Adolfo pareció leer su mente, pues con una habilidad impresionante se


deshizo del problema. Isabel decidió pausar las caricias y seguirlo
atormentando. Se apartó con una pequeña sonrisa y él sintió la súbita
frustración de ver su cuerpo alejándose.

—Maldición, Isabel, ¿qué me diste para tenerme hecho un idiota?


Vio las caderas femeninas contonearse lentamente, mientras su sexo se
erguía desesperado; iba a desbordarse en cualquier momento. Deseaba
acabar dentro de ese cuerpo magnífico metido en lencería —¡vaya que la
deseaba!—. Se llevó una mano a la nuca y deslizó los dedos entre su
cabello. Ella lo atormentaba a propósito; estaba jugando.

—¿A dónde vas sin mí? —Fue por ella y la condujo hacia el sillón.

—Vamos a platicar. —Trató de disuadirlo. Fue un error quitarse el vestido.

—No quiero hablar —susurró apasionado.

—Adolfo —musitó débilmente y se acercó para besarlo en los labios.

—Isabel, di que eres mía, que siempre lo has sido. —La chica sabía que
sería una gran verdad, pero no estaba allí para complacerlo.

—Mejor, siéntate. —Lo empujó sin delicadeza y este cayó en el sillón.

—Nena, estoy a punto de correrme solo por mirarte.

—Adolfo Mondragón, ¿eres un hombre precoz? No lo creo.

Se dejó manipular; era un sueño muy anhelado verla en ese plan de mujer
fatal. Le encantaba saberla en control de la situación. Sin embargo, debía
luchar por contener su deseo; el haberse quedado más de una vez con las
ganas no ayudaba.

Por años quiso engañarse, pensando que esa chica de curvas maravillosas lo
había excitado por la farsa que inventó; sin embargo, ahora que la veía
acomodando su redondo y suave trasero sobre sus piernas, presionando su
entrepierna, supo que jamás había deseado a nadie con tanta desesperación.

Isabel se apoyó en su pecho y las manos del hombre descendieron


rápidamente a sus glúteos. Le besó el cuello y la estrujó sin delicadeza;
quería dejarla sin esencia.

—Adolfo, no sigas —le pidió, sintiendo que le clavaba su sexo en el


trasero; su boca chupaba y mordisqueaba el cuello, dejando más marcas de
las que tenía. Estaba fuera de sí; quería mostrarle al mundo que era de su
propiedad ¿Cómo haría para escapar y salir ilesa?

Lo apartó un poco y su mirada se clavó en esos ojos azules nublados por el


deseo. Se veía tan excitante. Le gustaba como nadie; jamás alguien la había
atraído de esa manera.

—Soy una chica fácil, Adolfo. Especialmente contigo —le dijo y acarició
su rostro.

—Solo conmigo —la corrigió y empujó hacia el frente para que se


levantara y se reacomodara a horcajadas sobre sus piernas. Ese cambio de
posición puso a Isabel en desventaja. Estaba mojada y expuesta. Adolfo
bajó una mano y la metió por un costado de su ropa interior.

Cerró los ojos un segundo al acariciar su humedad. Presionó con los dedos
su centro palpitante y ella dio un brinquito inicial; luego se dejó llevar. Era

hermosa, única. Esa cara bella, su piel sedosa y el cuerpo lleno de pecados
aún no descubiertos, lo ponían al límite. Con Isabel era afrodisíaco que lo
hiciera esperar; de esa manera lo tenía a sus pies.

Ella le acarició el rostro con su aliento; jugó con sus labios,


estremeciéndolo, mientras sentía las manos ansiosas por su espalda,
liberándola de esa necesidad que la trastornaba. Amaba que la acariciara.

—Supiste enredarme, niña.

—No tanto como tú —susurró besando sus labios.

Adolfo le apretó los glúteos y atrajo sus caderas para frotarla contra su
vientre, una y otra vez. Isabel gimió. Para él, esa era una satisfacción
momentánea.

La joven echó la cabeza hacia atrás y se meció suavemente, a ritmo. No


debía perder la cabeza, pero un poco de placer no estaba de más.

Lo observó con los ojos inundados de deseo y se inclinó para besarlo. Él


rodeó su cintura, acarició su espalda y correspondió a sus ganas. Lo empujó
hacia atrás y, en ese preciso instante, su sostén fue desabrochado con una
habilidad sorprendente. No le importaba,qué tanto le hiciera, si con ello lo
manejaba a su antojo.

Adolfo la atrajo y lamió sus senos, uno a la vez. Ella lo deseaba con la
misma desesperación; estaba loca por él. Jadeó cuando su boca le atrapó un
pezón y lo disfrutó, casi provocándole un orgasmo.

Lo detuvo a disgusto; apartó su boca y tomó las riendas. Acercó los labios a
su cuello; le iba a demostrar que era una experta seduciendo hombres. Se
pegó en la yugular y dejó un beso profundo; le regresaría las mismas
caricias posesivas que le dio. Parecían fascinarle.

—¿Te puedo morder un poquito? —ronroneó en su oído. Él se echó hacia


atrás en el sillón.

—Hazme lo que quieras —dijo sin aliento.

Isabel lo miró; vio sus manos grandes abarcando sus senos, apretándolos.

Adolfo notó que lo observaba. Ella sonrió, sabiéndose en control.

—Soy todo tuyo cariño, lo sabes.

—Ahora lo sé.

Se movió sobre las caderas masculinas y de nuevo lo vio respirar pesado.

Continuó besando su cuello, dibujando con su lengua caricias que lo


estremecían. Adolfo la sintió descender lentamente por su pecho; le
encantaba el sutil dolor que sus dientes le dejaban.

Acarició su rubio y sedoso cabello, lo estrujó, y ella aumentó la osadía de


sus caricias. Bajó de su cuerpo y le permitió observarla de pie.

—Eres hermosa; me tienes loco...

La iba a atraer, mas ella retrocedió con una sonrisa suave. Adolfo insistió e
Isabel se alejó un poco más.
—Quieto; déjame darte algo que te va a descontrolar por completo. Algo
que nunca te di.

Puso las manos en sus rodillas, lo miró fijamente y empezó a acuclillarse.

El cabello le cubrió los senos y Adolfo se humedeció los labios; fueron tan
pocos los encuentros sexuales que tuvieron años atrás que, ahora que la veía
acercándose a su entrepierna, el deseo se multiplicaba.

Se acomodó entre sus muslos y besó su estómago. Realmente le gustaba


probarlo. Abrió completamente su camisa y, entonces, el hombre ya no
pudo más.

—Isabel —gimió cuando ella empezó a desabrocharle el cinturón, liberando


su cintura. Después siguió el botón; finalmente, el cierre.

—Voy a demostrarte lo mala que soy. Después de esto, no te quedará la


menor duda de que tuviste suerte al rechazarme en Austin, cuando me
llamaste...

Sus palabras desconcertaron al hombre, que rápidamente se acercó a ella


para cubrir sus labios con un dedo.

—Nunca te rechacé —declaró.

—¿No? —inquirió, enderezándose para regresar a sus piernas.

Era tan excitante saberse en control de ese hombre que la acusó sin
preguntar, que se olvidó del pudor y volvió a montarlo, percibiendo más de
cerca la dureza de su falo.

Recostó su desnudo pecho sobre el de Adolfo y él la recorrió; acarició sus


piernas y besó sus mejillas.

Rodeó su cuello, aplastando los senos contra él.

—Al entregarme aquel cheque me liquidaste —dijo, volviendo a sentir la


incomodidad de aquel dolor.
—¿Necesitabas el dinero? —inquirió, buscando liberar su sexo para rozarla.

Isabel se negaba a mirarlo; el valor se estaba yendo con demasiada


facilidad.

—Así fue, señor Mondragón. —Jugó con el cabello en su nuca—. Haberme


acostado contigo nunca fue con la intención de cobrarte.

Adolfo se sintió incómodo oyéndola hablar de ese tema.

—¿Por qué no hablamos de otra cosa? —jadeó, rozándola con el miembro


duro. Isabel gimió, excitada.

—No te preocupes, ya voy a terminar.

Se besaron en los labios lánguidamente, mientras él entraba suavemente en


su interior; aunque no del todo

—No quiero mentirte —gruñó para sí misma y se levantó con piernas


temblorosas. Adolfo iba a reclamar, pero calló al verla regresar a sus muslos
entreabiertos—. Otra vez necesito dinero —mintió, buscando enfriarlo con
ese comentario y detener lo que insinuaba al estar en la anterior posición.

Dudaba que pudiera complacerlo con algo que jamás había hecho; sin
embargo, sabía que podría enloquecerlo con la simple idea.

—Estoy en tus manos —dijo él en un suspiro.

Isabel miró su sexo duro, erguido, y tragó saliva; era increíble saberlo tan
entregado. Discretamente jaló el sostén que estaba a un costado del sillón.

Acercó una mano al miembro y lo acarició, ocultando su inseguridad.

Adolfo gruñó, casi dolido; echó la cabeza hacia atrás, colmado de deseo, y
cerró los ojos.

Acarició su sexo; realmente era un deleite verlo dominado. En ese bello


cuerpo masculino no había cabida para el amor, solo para el sexo, y eso era
todo lo que buscaba en ella. Lo mismo que Mikel buscó en Rosie.
Se enfrió al recordar a su hermana. Miró su vestido al lado de la puerta; se
sacó los tacones mientras acariciaba ese miembro excitado y listo para
recibirla. En algún momento escaparía, y con esos zapatos sería imposible.

Apretó su virilidad con fuerza, hasta oírlo jadear. Lo descubrió que extrañó
ese miembro que tanto placer le diera; el mismo que estalló por primera vez
en aquella oficina. Qué ilusa fue. Aún sentía muchas cosas por Adolfo, mas
no iba a ser un capricho en su vida.

—¿Isabel? —inquirió Adolfo al sentir que se quedaba quieta.

Fue un error aparecer esa noche y hacerle creer que podía seguirla usando y
pisoteando como a una cualquiera. Pero ¿no era eso lo que deseaba que
creyera para que se asqueara y la dejara en paz?

—Cielo, ¿qué pasa?

Isabel odió que la llamara de esa manera tan cariñosa. ¿Cómo se atrevía?

Lo miró, conteniendo las ganas de abofetearlo.

—Aún no tengo el dinero —respondió mirando el miembro que tenía entre


las manos—; quiero ver mi cheque antes de seguir. —Lo soltó, viendo el
súbito desencanto en su cara. Se levantó despacio, tomó el sostén y se lo
puso lo más rápido que pudo. El aparente valor que sentía era rabia y dolor
acumulados.

—No estés jugando —pidió, acomodando su sexo bajo la tela. Isabel


retrocedió, llegó hasta su vestido y entendió que pretendía dejarlo así. Una
vez más.

—Dije que sería honesta —le recordó. Adolfo se levantó velozmente,


impidiendo que se pusiera el vestido.

—¡Basta, Isabel, te dije que no juegues conmigo!

La joven tragó saliva. ¿Cómo demonios se le ocurrió seducirlo?

36. RAMERA
—¡Te dije que sería honesta y lo estoy siendo! —le espetó. Adolfo apretó
sus muñecas con fuerza.

—¡No me vas a dejar así! ¡No esta noche!

—Desde que nos encontramos, dejaste muy en claro que solamente te


quieres acostar conmigo —replicó firme. Su respiración estaba tan agitada
como la del enfadado hombre—. Lo que te pido a cambio, es lo único que
me puedes ofrecer. —Lo empujó, haciéndolo trastabillar. Adolfo maldijo
entre dientes y la miró con los ojos muy abiertos.

—No puedo creer lo que dices...

Estaba frustrado. Hablaba con tal frialdad y descaro que lo dejaba mudo.

—Veo que no estás preparado para pagar —dijo, metiendo las piernas en la
prenda—. Ah, sí: es porque no manejas efectivo; así que… me voy —

Continuó la farsa, que cada segundo la hundía más.

Sus palabras lo hicieron estallar. Se lanzó sobre ella y la tomó de los


hombros, arrancándole un grito.

Con el vestido a mitad de su cintura, Adolfo la empujó con fuerza hacia


abajo, obligándola a acuclillarse ante él. La chica lo miró con desconcierto
y temor.

—Mentí; siempre traigo efectivo, para las emergencias —espetó,


conteniendo apenas su orgullo herido.

Isabel sintió mucho miedo. Todo se salió de control. ¿Sería capaz de


violarla? Miró el cierre subido y puso sus manos en él. Su orgullo era más
fuerte que el miedo; era lo que la movía en la vida y, aunque estuviera de
rodillas, un Mondragón no la haría doblegarse.

—No haré nada contra mi voluntad —dijo, mirándolo a los ojos desde el
suelo. Adolfo rugió, sintiendo que había caído muy bajo, llevado por el
instinto animal; la levantó.
—¡Sigue fingiendo, Isabel Allen! —La atrajo por los hombros—. Sabes que
por eso me vuelves loco —susurró en su cara antes de soltarla para
arreglarse el pantalón. Luego, sonrió con desdén—. Pero debiste ser más
profesional. Primero debiste convencerme de que valía la pena; que valías
el pago. —La recorrió—. Mejores he tenido —agregó. Ella aprovechó para
meterse el vestido hasta los hombros.

Hubo un dejo de angustia en Adolfo al verla vestida de nuevo, que le indicó


que mentía. Lo agradeció, porque realmente era bueno lastimándola en su
amor propio. El poco que le quedaba. Pero que era suficiente.

—Debiste terminar lo que tan bien habías empezado y luego cobrar por ello

—insistió—. ¿No se te ocurrió?

—No confío en ti —musitó molesta.

—¿Olvidaste la última vez que estuve dentro de ti? —inquirió de pronto,


robándole el aliento —. Incluso, me dejaste terminar. —Se le acercó y miró
sus labios —. Qué delicia —ronroneó—. Gritaste tan lindo en mi oído… —

Desconcertada, se ruborizó; él lo notó e hizo un gesto burlón—. ¿Qué pasa,


nenita? ¿Aún conservas algo de virtud? No creo que una mujer de tu clase,
una pobre ramera, deba esforzarse mucho para hacer un favor tan sencillo
como el de chupar una polla.

Isabel se quedó estupefacta. En verdad podía ser más hiriente.

—¡Sé muy bien lo que soy! —musitó entre dientes. Estaba temblando de
nervios; no era tan buena jugadora—. ¡Tú eres el imbécil que no se ha dado
cuenta de a quién tiene enfrente!

—La vez pasada pagué por algo que no me diste... —Siguió trayendo el
pasado al presente—. Ah, sí —recordó con esa hiriente y retorcida sonrisa
que empezaba a taladrar su última capa de autocontrol—, casi lo olvido —

susurró y le dedicó una mirada llena de reproche—: te regalé un anillo —

agregó sin emoción—. Un anillo, gracias al cual tuve libre acceso sobre ti.
Apenas un par de noches de sexo, en las que te mostraste perfecta para
envolverme.

Isabel bajó la mirada. Para ella ese anillo fue una prueba de su amor; por
eso se entregó. Un nuevo dolor llegó y ya no pudo más. Quiso echarse a
llorar, mas no era una cobarde. Ya no.

—Si tan despreciable te parezco, ¿por qué no me dejas en paz?

Adolfo la recorrió y se preguntó lo mismo. Se le acercó y quiso tocar ese


rostro que ahora estaba hecho una piedra. Notó su quijada tensa y el sudor
que había humedecido su frente. Deseó arrepentirse de cada palabra terrible
que le dijo. Ese no era el rostro de una mujerzuela. No podía creer que no
fuera solamente suya y eso era lo que lo llenaba de rabia. Se reprochó a sí
mismo el sentirse débil ante ella.

Isabel no quería estar a su lado. Ya había logrado que la despreciara aún


más. Había logrado su cometido.

Adolfo le tomó la quijada. La chica cerró los ojos y tragó saliva. Sus manos
eran suaves al acariciar su piel. Él se pegó a su cuerpo y se inclinó a
besarla.

—¡Adolfo! —gritó desde afuera la voz de Ronda, rompiendo el encanto.

Isabel fue la primera en reaccionar. Adolfo la mantuvo en su lugar.

—Quédate —ordenó bajando la voz—; vamos a arreglar nuestro asunto.

—Se acabó tu turno —respondió tensa.

—Te pagaré toda la noche —aseguró, mirándola fijamente.

—Estás loco.

—Seré muy generoso; solo necesito un poco de ti.

La chica sintió su espalda pegándose en la puerta contra su voluntad y


perdió el aliento al saber lo que pretendía.
—No.

Adolfo levantó su falda y se pegó a ella.

—No me rechaces, Isabel —gimió, tenso y excitado—. No lo hagas.

Lo miró luchar contra sí mismo y sintió miedo. Decir que sería un acto
forzado sería mentir, pero el miedo a disfrutarlo como aquella vez estaba
muy presente. Sin embargo, ceder, sería entregarle su voluntad y era lo
último que haría en su vida.

—Oh, Dios —gimió al sentir su boca en el cuello.

—Quédate... —murmuró, cambiando por completo su actitud.

—¡Adolfo! —se oyó la voz de Paula, despertándola una vez más del
embrujo masculino.

—¡Déjame ir! —insistió y buscó el picaporte; estaba cerrado. Adolfo puso


una mano sobre la suya.

Abrió con dificultad y debió empujarlo para salir. Él no se daría por


vencido. Miró sus zapatos en el suelo. Los tomó y corrió detrás de ella. La
alcanzó en el pasillo, donde la detuvo. Isabel se quedó paralizada; apenas
podía respirar.

—¡Por favor, Adolfo, déjame en paz!

Su voz temblorosa fue ignorada. El sólo quería retenerla. Se inclinó


nuevamente hacia ella y la besó; esta vez no fue nada agresivo. Estaba
siendo delicado al tomar su boca, que temblaba tanto como sus rodillas.

—¿Por qué no me deseas igual, Isabel? —gimió contra sus labios—. Solo
dame un poco de ti.

—Por favor —sollozó, tocándole el pecho.

—No; pídeme lo que sea, menos que te deje en paz.


Isabel comenzó a llorar en silencio. Lo odiaba, tanto como lo deseaba;
tanto, como aún lo amaba.

Se escucharon los pasos de las mujeres cada vez más cerca; aparecieron en
una esquina del pasillo. Paula encendió la luz y se quedó muda ante la
escena, de Adolfo con su cuerpo presionando a la chica contra la pared.

Isabel le arrebató los zapatos y salió corriendo. Pasó entre las mujeres;
quienes, al ver el aspecto desaliñado del hombre, se congelaron.

—¡Adolfo! —Ronda fue la primera en reaccionar.

—¡Quítense del camino! —dijo caminando hacia ellas. Paula lo detuvo.

—¡No la sigas!

—¡Déjenme en paz! —gritó rabioso. Ambas mujeres se retrajeron.

—Será mejor que nos hagas caso. Estás en condiciones terribles —comentó
Ronda, viendo las manchas de labial en la boca y el torso.

—Estás todo marcado —acotó la asistente. Adolfo empezó a abotonarse la


camisa, alejándose—. Tu cabello —señaló—, está despeinado.

—Gracias, Paula; siempre tan pendiente —contestó irónico. Se pasó una


mano por la oscura melena.

—Adolfo, no debiste salir de la fiesta con esa mujer.

—¿Quieren dejar de entrometerse? —Entró a la oficina dando un portazo,


dejándolas afuera. Eso no las detuvo; ya conocían su endemoniado carácter.

—Así que te revolcaste con ella —comentó Ronda, ocultando apenas su


envidia. Adolfo se giró a verla, pasándose una mano por la boca.

—Así es, Ronda. Lo hacía, hasta que ustedes empezaron a gritar como
locas. —Miró el labial de Isabel en sus dedos y fue al baño para lavarse.
Las mujeres odiaron esa característica insensibilidad, que lo había
convertido en un excelente hombre de negocios.

—Nos preocupamos por ti —habló Paula.

Antes de entrar al baño, se quedó parado en la entrada y las miró sobre su


hombro.

—Perdón, no sabía que mi madre las había nombrado mis niñeras. Creí que
para eso estaban mis guardaespaldas.

Ambas se removieron molestas.

—Nosotras solo...

—Ustedes dos no se han dado cuenta de que tengo treinta años y que puedo
hacer con mi polla lo que se me pegue la gana, dónde quiera y cómo quiera.

—Señaló su sexo, sorprendiendo a Paula, mas no a Ronda.

—Isabel es peligrosa —dijo la morena. Adolfo apretó los puños.

—Isabel es una... —gruñó ante el deseo insatisfecho. Maldijo una y otra


vez, entrando al tocador.

—¿Ves cómo te pone? —se atrevió a decir Ronda, divertida ante su


molestia.

—¡Cállense y lárguense!

Oyeron la llave de agua abrirse y cerrarse. Luego de unos minutos, volvió a


salir.

—Adolfo, averigüé cosas terribles de ella —recordó Paula, tratando de


interesarlo. El hombre fue a buscar su corbata y se la puso con enojo.

—No me interesa.
—¡Vaya con el señor Mondragón! Está desquiciado por culpa de una
chiquilla —se burló la rubia y la fulminó con los ojos.

—Sí, sí, ¡lo sé! —estalló de nuevo, buscando su saco para ponérselo—.

¡Maldita sea!

—Será mejor que te mantengas alejado de ella —continuó Paula—. Por tu


bien, es mejor que la dejes en paz.

Adolfo tenía la expresión más dura que habían visto en su rostro.

—¡Claro que la voy a dejar en paz! —aseguró, intentando en vano recobrar


la calma—. Pero no ahora. Será después de que se vaya a Nueva York
conmigo. —Ambas lo miraron como si estuviera loco.

—¿Para qué la quieres allá? ¿Sabes la mala publicidad que le daría a tu


apellido? —inquirió Ronda—. Piensa en tu madre.

—Nadie dirá nada que no quiera que se sepa.

—Es por lo de la niña, ¿verdad? —comentó Paula.

—Anita es mi sobrina —dijo—. Ya no me cabe la menor duda. —Empezó a


sentirse más controlado—. Solo necesito un papel que lo pruebe. Ahora más
que nunca, estoy decidido a apartar a esa mujer de la niña; mi sobrina no va
a seguir ni un segundo más con ella, apenas me asegure de que lleva nuestra
sangre.

Paula y Ronda se miraron. Sabían que Adolfo estaba dispuesto a llegar a las
últimas consecuencias para lograrlo. Sonrieron al imaginarse el dolor que
Isabel pasaría cuando le anunciaran que debía ceder la custodia de la
pequeña. Iba a ser muy placentero ver como esa pequeña orgullosa se
retorcería cuando le quitaran lo único valioso que tenía. Lo único bueno que
le había quedado de su hermana Rosie: una sobrina millonaria.

37. REPUTACIÓN
Al siguiente día, después de su noche de locos con Isabel, Fabricio llegó al
almacén con lo que había tomado de la tienda departamental. Lucía
avergonzado y apenas si podía verlo a la cara.

—Nunca debí cambiar a mi amiga por esto. No merezco que me perdone.

Adolfo estaba sin expresión.

—¿Cómo está ella?

Fabricio lo miró con enfado.

—Usted sabe mejor que yo cómo está —dijo en tono de reproche—. Ella no
ha hecho nada para recibir el trato que usted le ha dado; pero algún día lo va
a pagar.

—¿Tan bien la conoces?

—Nos conocemos desde niños. Isabel solo se preocupó por ayudar a su


hermana. Sé que parece que hizo cosas malas, pero no fue así.

Sus palabras lograron intrigarlo.

—¿De qué cosas malas hablas?

Fabricio abrió la boca para contestar, pero se arrepintió.

—Me voy, para no hablar de más. Adiós, señor Mondragón.

Lo vio salir, dejándolo inquieto. Algunos trabajos de electricidad seguían


haciéndose, pero ya no vio a Isabel. Las consecuencias de haber
desaparecido con él comenzaron a molestarla.

—¿El jefe no te ha dicho nada sobre lo que sucede con tus compañeros? —

preguntó Claudia cuando la vio entrar a la oficina. Isabel aspiró profundo;


estaba muy arrepentida por lo que pasó con Adolfo. En todo sentido.
—Como hombre que es, no dudo que crea lo que mis compañeros: que me
fui con él porque tiene dinero.

—Espero que no. Pasa.

—No he querido investigar si has tenido que ver con otros empresarios —

dijo Harvey, viéndola tensarse—. Siempre me has parecido una chica seria,
pero después de ver la manera en que Adolfo Mondragón se dirigió a ti sin
que lo evitaras...

—Sabía que esto sucedería

—Isabel, aún no termino.

—No hace falta señor.

—Eres una de mis mejores empleados, no quisiera que...

—Usted duda de mí, en base a lo que quizás pasó con el señor Mondragón.

—Es que ustedes no fueron muy discretos.

—No soy de las que se va con alguien que no conoce. Además, mi vida
íntima es asunto mío. Si me acuesto o no con él, a nadie debe interesarle.

—Tu comportamiento no fue el adecuado.

—Lo siento. Y si por eso perderé el empleo...

—Yo también lo siento, pero debo cuidar la reputación de este negocio.

Isabel asintió y salió de la oficina. Una nueva metida de pata. Estaba


desempleada, poco antes de Navidad.

Media hora después se encontró cobrando su renuncia. Recordó la manera


en que fue despedida del almacén años atrás, precisamente, tras enredarse
con Adolfo. ¿Por qué tenía tan mala suerte? Por idiota, se reprochó al
instante.
Recordó las palabras de Paula, acusándola de haberse practicado un aborto.

¿De dónde sacó algo tan íntimo? Isabel nunca se había preocupado por ello;
fue algo que sucedió mucho antes de conocer a Adolfo.

Maldita mujer. ¿Por qué le recordó aquella horrenda situación? Tenía


quince años cuando conoció a Cristian; se acercó, aparentando ser su
amigo, para cobrar venganza contra su padre, un policía, un tipo sin
sentimientos, cruel y amargado.

Estuvo varios días en su poder, siendo víctima de sus asquerosos actos.

Rosie se movió para liberarla; estaba casada con un hombre que le doblaba
la edad, con un rango mayor que su padre. Después, pasó semanas
encerrada en su casa, lejos de su padre, al que consideró el causante de su
dolor. Cuando menos cuenta se dio, ya había pasado un mes; entonces la
hermana notó que su periodo no había llegado y decidió llevarla al médico,
donde confirmaron que estaba embarazada.

Isabel se derrumbó al pensar en su vida futura. ¿Cómo iba a tener un bebé a


los quince años, fruto de una violación? Su hermana le prometió que lo
arreglarían. Consiguieron el permiso legal para detener el embarazo y, en lo
que la fecha se acercó, Isabel empezó a sentir el peso de la conciencia. Una
semana antes de la fecha programada, ocurrió que, de manera espontánea,
perdió al bebé. Debieron practicarle un legrado y ya nunca más
mencionaron el tema.

Por eso, cuando Anita llegó a su vida, decidió que sería la niña más amada;
su razón de vivir. Perderla la volvería loca. Sin embargo, también estaba el
otro lado de la moneda. Si Anita se iba con los Mondragón, su vida sería
muy distinta; recibiría toda la atención del mundo y crecería como una niña
mimada, malcriada como Adolfo.

Sonrió, sintiendo una punzada en el corazón. Sería muy diferente a ella y


era, precisamente, lo que más deseaba; que Anita fuera diferente. La quería
ver feliz; aunque fuera al lado de un tipejo como Adolfo.
Aspiró profundo para no llorar. Se estremeció por el aire frío y se encogió
de hombros mientras entraba al almacén, donde se vería con Finn para
cobrar su trabajo. La idea de separarse de la niña la aterrorizaba.

—Anita es mía, y haré lo que sea para no perderla. ¡Nunca la voy a


entregar! —se dijo, decidida a luchar hasta el final, tal como Rosie lo hizo.

Se sorprendió al llegar y ver que ya había una secretaria. Era una chica de
unos veinte años, vestida muy elegante.

—Tengo cita.

—El señor la está esperando; pase.

—Gracias. —Isabel sonrió. Cargaba un estuche de herramientas pequeño


bajo el brazo, que el mismo Harvey le regaló cuando se arrepintió de haber
aceptado su renuncia. Ella ya había decidido no seguir siendo víctima de las
miradas malintencionadas de esos hombres.

—Buenas tardes, señor —lo saludó al entrar.

—Isabel, pasa y siéntate —le ofreció. Se veía cansado.

—Gracias.

Miró sobre su hombro y descubrió que, a un costado de la puerta, estaba


Adolfo. Se tensó. ¿Cómo apareció así, de repente? No lo había cruzado en
cuatro días y le había parecido una eternidad. Se veía malditamente guapo
con ese traje informal que acentuaba el color de su piel y de sus hermosos
ojos azules.

—Buenas tardes, Isabel —la saludó esa voz profunda que le robaba el
aliento. Esbozó una muy discreta sonrisa al verla hipnotizada con él. La
joven se ruborizó y bajó la mirada un segundo.

—Señor Mondragón, buenas tardes.

—¿Por qué tan formal? Creí que éramos amigos.


Isabel frunció el ceño.

—Disculpe, prefiero mantener la distancia. —Lo despreció sin delicadeza.

Adolfo sonrió. Se sintió molesta y centró su atención en Finm, que los


observó atento—. Disculpe que venga tan tarde.

—Claro, hagan de cuenta que no estoy —comentó sarcástico. Caminó hasta


el escritorio; se paró detrás de Finn, tomó una carpeta y fingió revisarla.

Isabel no podía evitar mirarlo.

—He sido un pésimo cliente —empezó a decir Finn. Adolfo apoyó la


espalda en un mueble que tenía detrás; al escuchar sus palabras levantó
ambas cejas, recordándole que también se consideró uno.

—Idiota —le espetó por lo bajo cuando Finn bajó la mirada a su cartera.

Adolfo abrió la boca, fingiendo sorpresa. Sonrió, coqueteándole; luego le


mandó un beso. ¿Cómo se atrevía? Estúpido, pensó Isabel. Él notó que

apretaba los labios. Así que lograba desconcertarla...

Finn la distrajo, ofreciéndole el pago por su trabajo. Se levantó para tomarlo


y lo metió en un bolsillo del ajustado pantalón.

—Gracias —dijo, apretando su abrigo.

—Qué maleducado soy. ¿Cómo has estado?

—Todo bien, gracias.

—Esa caja parece pesada. ¿Es un regalo?

—Sí, me la dio Harvey.

—¿Regalo de Navidad adelantado?

—Sí, fue muy buen patrón.


—¿Lo fue? —inquirió Adolfo—. ¿Qué significa eso?

—Renuncié.

—¿En serio? —preguntó Finn, sorprendido.

—Sí, ya tenía dificultades con ciertas personas. Es mejor estar lejos.

—Al menos tendrás vacaciones.

—Algo forzadas, pero sí. En lo que consigo otro trabajo.

—Si sé de alguien que ocupe tus servicios, te llamaré.

Adolfo levantó el índice derecho, ofreciéndose. Deseó acercarse para darle


un buen golpe.

—Se lo voy a agradecer mucho. Me voy; debo recoger el regalo de Anita.

—Por fin encontraste el triciclo—sonrió.

—Si, tal como ella lo quería: rojo. Aún no sé cómo voy a hacer para
esconderlo hasta Navidad —sonrió también, llena de ternura y emoción por
su niña.

—¿Solo eso te pidió?

—Es una niña ambiciosa, quiere todos los regalos del mundo: una patineta,
un vídeo juego… todo lo que se le ponga enfrente; hasta una muñeca de
carne y hueso. Pero en eso no la puedo complacer.

Adolfo la miró ofendido; puso una mano en su cintura, ofreciendo su


servicio. ¿Acaso le insinuó que...?

—¡Dios, qué arrogante! —murmuró.

Finn notó que miró a su jefe y volteó a verlo. ¿Qué estaba pasando en sus
narices, sin que se diera cuenta? Prefirió guardar silencio. Esos dos tenían
algo serio, se dijo mentalmente. Se levantó y le extendió su mano a la chica.
—Muchas gracias, Isabel. Ten por seguro que seguiremos en contacto; le
agradas mucho a mi esposa.

—Gracias a usted. Lo veo después.

—¿Podemos hablar? —preguntó Adolfo al ver que se marcharía sin


despedirse.

—Ahora no puedo. —Intentó ser cortés.

—Vas a necesitar un chofer para recoger ese triciclo.

Isabel se quedó dubitativa. Pensó en las desventajas de estar a su lado. Pero


si estaban en la calle, no pasaría nada entre ellos; solo hablarían. Y sí,
ocupaba un chofer.

—Siendo así, acepto.

Adolfo se enderezó y acomodó el saco. Fue a su lado y se le acercó para


acompañarla a la salida. Finn lo vio poner una mano en su espalda y
deslizarla hasta su cintura, con la naturalidad de quien ya lo había hecho
antes, más de una vez.

Ella lo empujó con un codazo y el gerente sonrió. Definitivamente, esos dos


tenían una historia, que seguramente su mujer —Camile— se encargaría de
develarle.

Isabel se echó un vistazo mental cuando se le adelantó a caminar. Adolfo


vio a su bella acompañante; era toda una tentación con esos jeans que
dejaban entrever la piel de su cintura. Pero lo más excitante era la manera
en que esos pechos sobresalían. Se imaginó entre ellos, mordiéndolos.

Se pasó una mano por el cabello. Debía irse con calma. Esa vez debía ser
prudente; menos sexual y más mental. Pero ¿cómo podía contenerse, si ese
cuerpo mal vestido lo tenía babeando como un adolescente? Sonrió
malicioso al hallarle solución al problema de moda de la chica: su estado
ideal sería estar en su habitación, permanentemente desnuda.
Isabel lo descubrió mirándola libidinosamente. Ese hombre era
incorregible. ¿Así seducía a todas las mujeres?

—¿Qué? —inquirió el modelo de revista—. ¿También quieres un muñeco


de carne y hueso?

Isabel meneó la cabeza.

—No te atrevas a propasarte; no dudaré en usar esta cajita de herramientas


en tu linda cara.

Adolfo retrocedió fingiendo temor y le indicó el camino hacia el


estacionamiento.

38. MODELO A LA VISTA

Afuera de la oficina el clima estaba frío y, para desilusión de Adolfo, Isabel


volvió a cubrirse de pies a cabeza. La chica notó su gesto de desagrado al
verla.

—¿Qué? ¿No te gusta mi atuendo? ¿Estoy afectando la belleza de tu


camioneta? ¿La tuya? —inquirió, poniéndose el gorro y la bufanda.

Adolfo resopló y le abrió la puerta del coche.

—¿Qué te hace pensar que soy tan superficial?

—Simplemente, te conozco —respondió, ofendiéndolo con su percepción.

Cerró la puerta y rodeó la camioneta.

—Antes te fascinaba —continuó la conversación, abriendo la puerta trasera.

Isabel lo miró seria, ¿en serio iba a seguir con eso?

Sacó una gabardina gris y se abrigó. La temperatura estaba bajando


rápidamente, aunque apenas eran las dos de la tarde. Subió a la camioneta;
miró de reojo a los guardaespaldas y pensó en la manera de deshacerse de
ellos. Odiaba la falta de intimidad.
—Antes era una adolescente impresionable —le recordó.

—Aún eres muy joven. No hace mucho dejaste de ser una adolescente.

—Ahora soy una señora —dijo con toda la dignidad de la palabra. Adolfo
la miró, divertido por la seriedad que le mostró.

—En verdad te tomaste en serio el papel de madre adoptiva.

Isabel se sintió incómoda por la ironía. Abrió la boca para responder, pero
él se inclinó repentinamente sobre ella, sobresaltándola.

—Hay que ponerse el cinturón, mamá —murmuró, rozándole la cara con su


aliento. Isabel se pegó en el asiento mientras le colocaba el cinto, rozando

su pecho y sus piernas con alevosía. Ese estúpido sabía que lo deseaba, a
pesar de su negativa de acostarse con él.

—Perdón, no estoy acostumbrada. El transporte público no tiene estas


cosas.

Adolfo sintió el reproche. Se aseguró de habérselo puesto bien y la miró de


manera intimidatoria, casi pegando sus labios a los de ella.

—Si eres tan señora adulta, ya deberías haberte comprado un auto.

Sus labios se elevaron con una mueca y él entreabrió los suyos, mirando su
boca. Isabel sintió un íntimo palpitar y ladeó la cabeza hacia la ventana.

—Ojalá y no llueva.

El hombre comprendió que lo rechazaba. Miró una huella de su boca en el


cuello, cercano a la línea del cabello, y sonrió.

—Eres mía —susurró; ella se volteó a verlo rápidamente y sus labios se


encontraron. Adolfo se apartó, fingiendo que no hizo nada.

—Vamos por ese triciclo —dijo perturbada.


Mientras conducía, Isabel le daba las instrucciones para llegar a donde
vendían el juguete. En el camino guardó silencio para calmarse. No debía
olvidar que Adolfo Mondragón nunca le trajo cosas buenas... Excepto una
vez; antes de demostrarle que podía herirla como nadie.

Fue tan maravilloso estar enamorada por primera vez, sentir que nada malo
la dañaría, que el hombre de su vida —el que sentía que la amaba— la
protegería contra todo... Pero el sueño se acabó de la manera más
inclemente.

Ni Adolfo ni Mikel se molestaron en buscar la causa de su angustia, en


aliviarla; mucho menos, comprobar que la razón por la que actuó como lo

hizo fue por su hermana, por esa maldita enfermedad, por ese estúpido
amor que acabó con las ganas de vivir de Rosie.

Su hermana no fue la única que perdió la vida; ella también murió por
dentro al perderlo.

Adolfo la escuchó suspirar. Se veía tan pensativa. ¿Qué la preocupaba? Si


era honesto, desde que la conoció había sido una chica introvertida. Quizás
era la reciente falta de trabajo. Aunque el dinero no debía ser un problema
si ella se dedicaba a... Prefirió no pensarlo.

—¿Falta mucho para llegar?

Se sorprendió cuando arribaron a su destino; ese no era un típico centro


comercial.

—¿A dónde me trajiste?

—¿No conoces estos lugares?

—Solo en la India —comentó, mirando alrededor; había techos de lámina.

Isabel sonrió maliciosa cuando se bajaron del auto. Era agradable verlo
sufrir por tan poco.
—Y espera a que entremos. ¿Ya viste eso? —inquirió, observando en un
gigantesco cartel publicitario al otro lado de la calle. Casi se ríe al ver su
cara.

—Tengo que dejar esta profesión cuanto antes.

—¿No lo haces a voluntad?

—¡Claro que no! Es una pésima idea de mi madre.

Isabel se quedó sin palabras. Vaya, era un chico obediente, pensó, sintiendo
algo de simpatía por él.

—¿Lo haces por ella?

—Amo a mi madre, haría cualquier cosa para complacerla; pero eso… —

Señaló su enorme foto—, daña mi imagen de hombre de negocios.

Su respuesta la derritió. Solo escuchó que amaba a su madre; con lo


segundo, no tuvo idea de a qué se refería.

Adolfo estaba ceñudo. Ese lugar estaba atestado. Sospechaba que sería uno
de esos mercados públicos que alguna vez visitó en Bangkok, con Renata.

La simple fachada debió indicarle con qué se encontraría.

—Bueno, no está tan mal —dijo al ver el suelo con cemento.

Isabel escuchó gritos; sabía que la causa de que no hubiera tanta gente era
porque, seguramente, había un evento en el centro del lugar.

Mientras se adentraban, lo vio con un poco de sentimiento. El rostro de


Adolfo delataba sorpresa, novedad y, por momentos, confusión. Los
vendedores ofrecían sus mercancías y eso, para él, era un mundo
completamente ordinario y quizás fascinante, como lo fue ella en su
momento.
Notó que, al pasar, las vendedoras empezaron a seguir al hombre con la
mirada. Su aspecto refinado y galante era imposible que pasara
desapercibido. Un tipo blanco, alto y elegante, no era común en ese sitio.

De repente se vino una marea de gente e Isabel supo que pronto estaría a
reventar; al parecer, el espectáculo había terminado. Volteó hacia Adolfo,
pero ya no estaba.

—¡Isabel! —la llamó desde el interior de un puesto comercial. Miró su


rostro entusiasmado y se le acercó.

—¿Qué hay aquí que te fascinó?

—Mira esta muñeca; se ve muy real. —La joven sonrió al ver que la
muñeca parecía un bebé.

—Es preciosa.

—Dijiste que Anita quería una.

—Sí, eso dije.

—Tómela —dijo la mujer, ofreciéndosela; Isabel dudó, pero la vendedora


se la puso en los brazos. Apenas la tocó se sintió llena de ternura. Recordó
que Anita nació pequeña y débil, sin pesar más que esa muñeca.

—Creo que le gustará mucho a Anita —murmuró Adolfo—. Nos la


llevamos.

—Su hija estará encantada, señor —comentó feliz la vendedora. Él calló un


reclamo de Isabel dejando caer un brazo sobre sus hombros, atrayéndola.

—Por supuesto, nuestra hija estará feliz. —La apretó contra su pecho—.

Así ya no nos pedirá un hermanito, ¿verdad, cielo?

La chica miró la muñeca, luego a la vendedora. Lo apartó con discreción y


sonrió.
—No, ya no lo hará.

Volvieron a caminar entre la gente. Esta vez, Adolfo le tomó la mano y no


la soltó, aun cuando ella intentó separarse. Isabel no quería tenerlo tan
cerca. Tomar su mano era demasiado agradable; sin embargo, eso no la
hacía olvidar lo que pasó noches atrás. Estaba loco si creía que con una
actitud amigable la iba a derretir.

—Si me sueltas, me pierdo —bromeó, inclinándose hacia ella mientras


andaban.

—Eso pretendo. —Adolfo hizo una gran O con los labios.

—Eres mala.

—Mira quién lo dice.

Se adelantó sin mirar atrás y, cuando llegó al local donde estaba la bicicleta,
dio el último pago y esperó a que la envolvieran. Pasaron algunos minutos

—más de quince— y no la alcanzó. ¿Y si en verdad se perdió? Salió del


local para encontrarse una multitud que gritaba y extendía sus brazos hacia
algo.

—¡Adolfo! —gritó una voz casi histérica—. ¡Voltea!

Isabel entreabrió los labios; tuvo un mal presentimiento, por la manera en


que las mujeres se lanzaban unas sobre otras. Miró el local de enfrente, de
donde los encargados salieron a toda prisa.

—Es él, Adolfo Mondragón —señaló alguien, apuntando a la imagen frente


al local que se jactaba de vender la marca.

Un guardia pasó de prisa para ir junto con otros a su rescate; al parecer, las
admiradoras se habían salido de control. De entre la multitud, apareció un
hombre de traje negro y camisa blanca. Isabel se quedó paralizada cuando
llegó hasta ella y la tomó del brazo.

—Venga conmigo.
Apenas logró tomar el regalo de Anita antes de ser arrastrada lejos del
gentío. La subieron a una camioneta; los oyó hablar por dispositivos y sintió
miedo al escuchar que él estaba herido. Frente a ellos iba la camioneta del
modelo.

—¿Dónde está Adolfo?

—Lo verá cuando lleguemos —respondió el tipo a su lado.

El hombre sin expresión la llevó por el lobby de un lujoso hotel, de cuya


existencia solo llegó a saber por pláticas de Fabricio. Al caminar por su
interior se quedó deslumbrada. Pisos de mármol, candelabros, empleados
con uniformes impecables y una suave música de fondo que empezó a
relajarla, aun cuando el tipo que la conducía la llevaba más a prisa de lo que
sus pies podían.

—¡Oiga, póngame unos patines, que no puedo seguirle el paso!

—Disculpe, señorita.

—¡Señora!

—Ni una sola palabra a mi madre sobre esto. —Alcanzó a escuchar que
Adolfo comentaba enfadado a un par de guardaespaldas. Estaba fuera de su
vista.

—Se expuso innecesariamente, señor.

—¡Al diablo con eso!

Isabel frunció el ceño. ¿Por qué hacían tanto escándalo? Solo lo habían
reconocido un poco en la calle.

—Señor, es nuestro deber protegerlo.

—¿Ya llegó la señorita Allen? ¿La encontraron?

El guardia que estaba con Isabel le tomó suavemente el codo.


—Vamos, señorita.

—Señora —repitió por segunda vez al hombre, que parecía no creerle ese
cuento.

Adolfo salió de la recámara y se quedó paralizada al verlo. Tenía la ropa


ajada, algunos rasguños en los brazos y el cabello despeinado.

—Dios mío —murmuró, sorprendiéndolo con su preocupación. Se llevó las


manos a la boca y fue hasta él, que no esperó esa reacción—. ¿Qué te
hicieron? —Adolfo sintió sus manos cálidas y dulces acariciándole el
rostro.

—No debiste abandonarme —apuntó y sintió que lo decía por algo más
profundo que el hecho de dejarlo. Isabel bajó la mirada hasta su camisa, a la

que le faltaban botones.

—Lo lamento. No creí que te pasaría esto. —Se apartó para mirarlo con
detenimiento.

—Yo tuve la culpa; normalmente no visto así cuando estoy en la calle, entre
la gente.

—Ay, Adolfo. Tienes razón, no debí dejarte solo.

—¿Me habrías defendido?

Isabel sonrió, un poco forzada y nerviosa; sentía una repentina angustia


apretando su estómago. Buscó en un bolsillo de la chamarra; sacó su pistola
eléctrica y los guardias se pusieron atentos.

—Creo que sí.

Adolfo les hizo una señal para que se retiraran.

En cuanto se quedaron solos, la miró con atención. ¿Acaso le importaba lo


que le sucediera?
39. ME HACES DAÑO

—Necesito darme una ducha y curar mis heridas. ¿Me ayudas?

—¿A curarte? Claro.

—Y a quitarme la ropa. Me duele todo.

—¿Se propasaron contigo?

—No tanto como me gustaría que tú lo hicieras.

—Hablo en serio. —Lo miró seria. Adolfo vio con frustración que se
apartaba.

—No se propasaron tanto.

—Me iré; no puedo dejar a Anita tanto tiempo.

—Isabel, en verdad necesito ayuda.

La chica aspiró profundo. Le dio pena verlo tan mal.

—Está bien.

Le desabrochó los pocos botones que conservaba. Adolfo notó su


respiración lenta, pausada. No quería que dejara de desearlo; sin embargo,
tampoco la había tratado bien.

—-Promete que cuando me meta a bañar te quedarás y comeremos juntos.

Después te llevaré a tu casa.

Isabel notó que estaba más herido de lo que pensó; parecía que una manada
de animales lo había atacado. Elevó una mano a su pecho y tocó los golpes
que enrojecían su piel blanca. Adolfo se quejó.

—Me duele todo —agregó, esperando se debilitara por su dolor.


Isabel se paró detrás de él y deslizó suavemente la camisa. Perdió el aliento;
realmente lo habían tratado muy mal. Se estremeció al pensar en que las
personas se sentían con derechos sobre otros, solo por ser figuras públicas.

Adolfo la escuchó aspirar por la boca.

—Lamento haberte llevado a ese lugar —se disculpó. Él se volvió hacia ella
y la encontró cabizbaja.

Lo ayudó a limpiar algunas heridas causadas por las uñas. Volver a sentir
esa piel suave le robó el aliento y pudo sentir que tampoco estaba muy
relajado. No debía crear muchas fantasías en su mente; Adolfo Mondragón
era una tentación peligrosa. Debía ser más fría que nunca.

Adolfo no quiso preguntar qué la tenía tan pensativa; siempre fue muy
callada para sus asuntos. Cuando estuvieron juntos, nunca le habló de
Rosie, por ejemplo; solo mencionaba cuanto la quería y lo mucho que la
necesitaba. Desgraciadamente, no mintió cuando decía que no podía dejarla
sola.

Desde la sala, Isabel vio que pasaba con una camisa negra en la mano;
suspiró, admirándolo. No poder quitarle los ojos de encima la apenó.

Recordó la manera en que lo besó y lo acarició en la oficina. Evitó seguirlo


mirando, para alejar los pensamientos lascivos que la asaltaban.

Escuchó que sonaba el teléfono de Adolfo. Apoyó la cabeza en el respaldo


y cerró un poco los ojos. Estaba cansada, emocional y físicamente. No
quería luchar; ya no. ¿En algún momento su vida de pesadilla se terminaría
y empezaría una nueva, donde finalmente sería feliz? Lo dudaba mucho. No
existía un mundo feliz para ella; con el regreso de Adolfo, lo tenía más
presente que nunca.

Él terminó su llamada y salió de la recámara. Sonrió malicioso; dejó la


camisa en la perilla de la puerta y se asomó para preguntarle qué quería
comer. Sabía que verlo así sería una tentación para esa chica con voluntad
de hierro.
—Isabel, voy a pedir...

Se detuvo viendo el abrigo a sus pies. Recargada con descuido en el sillón,


estaba dormida. Se le acercó y notó su respiración tranquila.

—¿Isabel? —la llamó, le tocó el hombro; estaba perdida. Su pequeño plan


de seducción había fracasado.

La joven no quería despertar. Rosie estaba con ella, con su hija; nada había
sucedido. Todo era perfecto.

Adolfo la vio sonreír; acarició su cabello y deseó estrecharla un poco más,


pero no quería que se despertara y el momento se terminara. Le gustaba
verla dormir en sus brazos; lucía frágil e inocente.

—Isabel... —musitó lleno de ternura y dejó un beso en su frente.

Apenas la nombró, la chica se quejó muy bajo. Movió la cabeza; se aferró


del cuello de su camiseta y gimió más fuerte, conteniendo un sollozo.

Adolfo se preocupó.

De pronto, despertó con los ojos muy abiertos y lo miró asustada.

—Tranquila, soy yo.

Sus palabras no la calmaron, causaron todo lo contrario. Aún atontada, se


levantó de la cama donde había estado dormida en sus brazos por un largo
rato.

Después de que la hallara en el sillón, la había tomado en brazos y, cuando


la recostó en la cama, decidió quedarse con ella. Sin embargo, ahora la
joven actuaba con angustia. Adolfo se levantó al verla caminar torpemente.

—Isabel… —La tomó del brazo y ella lo miró.

—Debo ir con mi hija.

—Tranquila, estás conmigo.


—Precisamente por eso, quiero irme.

Isabel lo miró ceñuda. Se talló la cara, preguntándose cómo es que perdió el


conocimiento de esa manera. La respuesta estaba ante ella. Desde que él
regresó, volvió su angustia y la falta de sueño.

—Es tarde, empezará a preguntar por mí.

—No dormiste más de media hora.

—¡Media hora! —exclamó y se angustió aún más. Salió a la sala y


rápidamente buscó su abrigo, que no estaba; ni sus herramientas nuevas.

—Vamos a comer juntos y luego te llevo, apenas son las tres de la tarde.

—Ya hiciste bastante por mí. Además, mi hija...

—Anita aún sigue en el jardín de niños, falta una hora para que salga.

Isabel se paralizó.

—¿Cómo sabes eso?

—Tu amigo me contó que tu vecina la cuida de 6 a 4 todos los días, en lo


que llegas del trabajo.

—No es todo el tiempo, solo en temporadas altas.

Adolfo se encogió de hombros.

—Supongo que sí. Bueno, ya no tarda en subir la comida.

—No voy a quedarme.

—Debemos hablar de la niña.

—Ya la conociste.
—Es rubia, como tú, pero tiene los ojos de mi padre. —Isabel miró sus ojos
aguamarina; eran penetrantes y muy hipnóticos. Realmente bellos.

No debía caer en su juego de seducción. Fue extremadamente doloroso


amarlo y perderlo, para luego reencontrarlo y recibir todo ese odio
inmerecido.

No se puede ser estúpido en el amor, Isabel, se dijo, tratando de darle más


importancia a la comida.

—No necesitas saber más; es una niña de cuatro años, inocente y muy
traviesa.

—Ya lo había notado. —Sonrió, viéndola llevarse el primer bocado a la


boca.

Había cierta timidez en sus actos. Antes no era así con él; solía ser más
espontánea y devoraba su platillo mientras él intentaba seguirle el paso.

Después pedía siempre lo mismo: pastel de chocolate, helado de chocolate,


o esos cupcakes que tanto la enloquecían. Le gustaba bailar, recordó
viéndola disfrutar de la música. Sin embargo, esa niña espontánea, al
parecer ya no existía.

—Noté que no habla bien.

Isabel por fin lo miró.

—Sí, ella es especial.

—¿Especial? ¿Tiene algún tipo de retraso?

—Desde que nació, ha tenido dificultades. Supongo que puede considerarse


como tal.

—¿Ha recibido atención? No la has descuidado...

Isabel recordó las decenas de terapias a las que la llevó desde sus primeros
días.
—Ella está bien. Ha avanzado mucho.

—¿A qué te refieres con bien?

—Anita es independiente; su pequeña discapacidad no es problema.

—¿Es algo permanente?

—Todo depende de la atención que siga recibiendo.

—Pero tú no tienes tiempo de calidad para dedicarle —comentó con cierto


reproche.

—Lo he intentado. Tú no sabes lo que es estar sobreviviendo.

—¿Sobreviviendo? —la interrumpió—. ¿Has estado sobreviviendo


solamente?

—Esa es mi realidad.

Adolfo se echó para atrás en la silla.

—Creí que con tu afición de seducir hombres ricos obtenías ganancia. —Su
comentario ofensivo la paralizó y soltó el tenedor sobre la mesa, causando
mucho ruido—. ¿Te he malinterpretado? ¿Tan pronto gastaste lo que te di?

—Nunca te cansarás de insultarme. —Fue más una dolorosa afirmación que


una pregunta—. No mientras no te regrese aquel dinero que los obligué a
darme, ¿verdad?

—No toques ese tema.

—Tú lo trajiste a la mesa —replicó, echando la silla hacia atrás—. Ya


llegará el día, Adolfo. Igual te anticipo que Anita no es tu sobrina.

—¿Y qué pruebas tienes para asegurarlo?

—Ninguna sobre papel —tuvo que reconocer.


—Entonces ven conmigo a Nueva York. Aprovéchate de mi buena fe y
tómate unos días de descanso.

Isabel se apartó de la mesa.

—No.

—Anita, tú y yo. —Ignoró su negativa.

—¿Insistes en hacer la prueba de ADN? —inquirió, cruzando los brazos.

—Totalmente.

—¿Y si me niego?

Adolfo apoyó los codos en la mesa.

—Por tu bien, lo harás de buena gana; de otro modo...

Isabel sintió miedo. Adolfo no era bueno. ¿Cómo pudo meterse con él?

¿Qué la enamoró de ese hombre que no vio antes? No lo vio, mas siempre
tuvo el presentimiento y lo ignoró.

—¿Qué me harás?

—No me mires así; no soy un matón —señaló al ver su preocupación—.

¿No has pensado que si Anita formara parte de mi familia te quitarías una
carga?

—Anita no es una carga.

—No me salgas con que eres muy maternal.

—Pues sí, lo soy. He tratado de darle todo lo que yo no tuve.

—¿Ah, sí? ¿Y qué te faltó que te llevó por el mal camino?


Todas sus necesidades emocionales se agolparon en la cabeza y el corazón
se le oprimió.

—Me faltó un padre honesto, sobrio, que no apostara a sus hijas; me faltó
una madre que no nos hubiera abandonado por otro hombre. —Su voz se
quebró al recordar esos momentos de su infancia, tan dolorosos—. Me faltó
fuerza física para evitar que me violara aquel imbécil —replicó, sintiendo
que los ojos se le llenaban de lágrimas—; pero sobre todo, me ha faltado
aprender a respetarme, para evitar que me trates como si fuera la peor de las
mujeres.

Aspiró profundo, se limpió los ojos y puso las manos en la mesa,


enfrentándolo. Adolfo se tensó. No conocía tantos detalles de su vida. Se
levantó, rodeó la mesa y le ofreció una silla.

—Isabel, quédate. No quise alterarte. En realidad, no quiero seguir siendo


tan hiriente. Pero entiende que estoy lleno de dudas contigo; tan frustrado,
que me gana la rabia y... —Ya no pudo continuar al ver su rostro dolido—.

Nunca me hablaste de tus padres. Realmente, nunca hablamos de nosotros.

—No te importaba tanto mi vida como quitarme la ropa.

Se sentó nuevamente; tampoco quería pelear. Adolfo tomó una servilleta y


se sentó a su lado; le limpió una lágrima que escapó y la miró atento.

—Eso no es cierto. Duramos algunos meses siendo solo novios. —Levantó


las cejas al comentarlo—. Y en cuanto a tus padres...

—Ambos fueron una basura. Al menos, ella se largó con su amante; él hizo
algo mejor: se murió.

—No te dolió, por lo visto.

—No sabes lo que es soportar a un borracho mañoso, ¿verdad?

—¿Las maltrataba físicamente?


—Siempre; incluso llegó a amenazarnos con su arma. Era un simple policía
con ínfulas de grandeza. —Adolfo contuvo el aliento—. Fui la primera que
quiso huir; pero solo conseguí una paliza del muy maldito. Luego Rosie se
casó con un jefe de policía y así logramos escapar de él. Se la pasaba
diciendo que éramos malas, que solo servíamos para entretener a los
hombres. —Calló al sentir un nudo en la garganta; las lágrimas se le
escaparon contra su voluntad y se puso de pie—. ¿Para qué hubieras
querido saber esto antes? —Lo miró con reproche —. ¿Para tener la
tranquilidad de usarme e irte sin remordimientos de mi vida, porque yo no
valía la pena?

Adolfo arrugó la frente.

—No.

—No eres diferente de aquel maldito violador, o de mi padre. Ambos me


hicieron daño sin merecerlo. Y tú...

—¿Vas a negar que extorsionabas a Mikel aquella noche?

—¡Eso no te dio derecho de usarme como una mujerzuela, aquel maldito


día en la oficina! —gritó, perdiendo el control—. Rosie y yo solo
buscábamos vivir tranquilas, sin problemas. Ella era lo que más amaba, lo
único que tenía... Rosie me cuidaba... Siempre fue como mi madre.

Adolfo sintió su dolor. Sin embargo, tenía algo importante que decirle.

—Isabel… —Se pausó, aún indeciso—, tu hermana sí se dedicaba a la


prostitución.

40. MIS VERDADES

—¡Eso no es cierto!

—Lamento informártelo, pero es la verdad. Ella atendía a señores mayores.

Según el investigador, fue su propio marido el que la metió al negocio.


Isabel se negó a creerlo. Sin embargo, debía reconocer que siempre tuvo un
guardarropa lleno de ropa costosa; según ella, se lo regalaban señoras
elegantes. Incluso sus medicamentos, que eran muy caros sin el seguro.

—¡Dios mío! —Se llevó las manos a la cara. ¿Cómo pudo su esposo...?

¡Con razón estuvo tan enfadada con él tras el divorcio! ¡Qué terrible debió
ser!

—Por tu reacción, veo que no sabías nada —contempló. Isabel lo miró


horrorizada.

—¡Era mi hermana!, es todo lo que me importa. Siempre se preocupó por


mí. —Sollozó, sintiendo pena por lo que debió pasar—. Estaba enferma...

—Eso también lo averiguó el investigador.

Isabel lo miró.

—¿Y de mí, qué te dijo?

—No quise leer tu reporte. —Recordó que le pidió a Paula que no le


entregara esa parte del informe.

—¿Por qué no? —preguntó. Adolfo se le acercó y tomó su rostro con


ambas manos.

—Por celos.

Su respuesta cimbró su mundo entero.

—¿Celos?

—No quise saber que alguien más, aparte de mí, te había tocado; que otros
te acariciaron como yo lo hice. Si lo hubiera leído, te juro que jamás te
habría vuelto a poner un dedo encima.

Frunció el ceño y lo miró horrorizada.


—¿Estás loco? —le reclamó—. ¿Cómo puedes decirme que estás celoso, si
me has tratado como a una zorra?

—Lo sé. —La miró con ansiedad. Para ella fue una burla—. Quiero seguir
creyendo que eres la niña buena por la que perdí la cabeza. La misma que
me ha tenido obsesionado durante todos estos años.

Isabel se alejó de él.

—Eres tan cruel.

—Soy machista, egocéntrico; un patán, ¡lo sé! Y te agradezco mucho que


aquella vez en la azotea me hayas dicho que no has tenido más hombre que
yo.

—¡Eres un maldito, Adolfo! ¡No puedes ir así por la vida, destruyendo los
sentimientos de las personas!

—¡Lo siento! No debería, ¡pero así soy!

—Me odio tanto como a ti, porque ese día no mentí. Jamás ha habido
alguien después de ti, ni creo que lo vaya a haber, porque lo que viví
contigo es una pesadilla de la que aún no despierto. Quiero que
desaparezcas de mi vida.

Adolfo la miró sin emoción, estudiándola. Había conocido a muchas


mujeres que aparentaron ser otro tipo de chica para atraparlo; desde las más
ingenuas hasta las más intensas. Pero a ella no lograba catalogarla.

—¿Estás jugando conmigo, verdad?

—¡Estúpido! ¡Has de ser muy ingenuo para no darte cuenta de lo que soy!

—¡Precisamente por eso es que no confío en ti! Porque lo que me has


causado es algo que jamás esperé que sucediera.

Le dio la espalda. Había mucha rabia en sus palabras, y solo se podía


traducir como desprecio. Adolfo despreciaba todo lo que venía de ella; ni
siquiera Anita podría hacerlo cambiar de opinión. La niña jamás los uniría.
—Eres muy cruel; por eso es mejor que nos dejes en paz —insistió Isabel

—Lo haré, ya que vayamos y regresemos de viaje. Serán tres o cuatro


semanas.

—No.

—Trataré de no molestarte... sexualmente —dijo Adolfo, mirando sus


curvas acentuadas por el tiempo; contuvo el aliento—. Ya serás tú la que me
busque —agregó. Isabel se volvió hacia él.

—Los errores se cometen una, ¡hasta dos veces!, pero no con quien nos ha
hecho la vida peor de lo que ya era.

—Sabes que vas a caer otra vez —decretó, sonriendo con ironía.

Isabel apretó los puños; ya vería ese hombre lo que era tener dignidad. Y si
volvía a caer, esa vez tendría muy claro que lo que se llevaría sería su odio
y su silencio. Jamás se enteraría de que pudo tener algo en verdad muy
valioso; mucho más que el dinero. Esa sería su venganza. Una muy cruel.

Insistió en ayudarla a meter los regalos de Anita a la casa que compartía


con Claudia y Fabricio.

—Mi habitación es la del fondo —señaló, conduciéndolo. Entraron a la


recámara y vieron solo una cama matrimonial.

—¿Dónde duerme Anita?

—Conmigo.

—Oh...

—Deja las cosas aquí —dijo Isabel, corriendo la puerta del sitio donde tenía
su poca ropa y la de la niña. Adolfo encontró varios juguetes regados en el
interior y sonrió.

—Al parecer, alguien se mete aquí a jugar.


Isabel hizo espacio. Él acomodó la caja de lado y admiró ese redondo
trasero, que al bajarse el pantalón por detrás le dejaba ver parte de su
cintura desnuda. La joven lo escuchó suspirar pesado; se enderezó rápido,
con el peluche favorito de Anita, y fue sorprendido admirándola.

—Ya puedes meterla —dijo acalorada. Adolfo levantó ambas cejas—. La


caja —aclaró.

Se acercó y la miró malicioso.

—Eso estaba pensando, precisamente —murmuró y vio el oso café que ella
cargaba—. ¿Ese vestido no es el mismo que usaste en la fiesta?

—Sí, lo es —respondió y se lo quitó de inmediato al peluche—. Aunque al


oso se le ve mejor que a mí.

Dejó la caja y conservó la muñeca. La miró seductor.

—No estoy de acuerdo.

Isabel ignoró su gesto; se acercó al guardarropa para tomar un gancho y


colgar la prenda.

—Tendré que regalarlo, para olvidar esa vergüenza.

Adolfo se acercó más y la empujó entre la ropa.

—Consérvalo. Llévalo en tu viaje y, cuando quieras verme a tus pies,


póntelo; haré lo que me pidas. Lo que sea.

Isabel sintió esa estúpida reacción de deseo que ansiaba satisfacer, pero la
mujer digna que llevaba dentro se negaba a caer.

—Ven —susurró y le tomó la mano sin apartarlo. El hombre se puso serio;


ella lo iba a seducir otra vez.

—¿A dónde me llevas?


—Sé lo que necesitas —siguió hablándole con una suavidad que le erizaba
el cuerpo. Salieron de la recámara; caminaron por un corto pasillo y
entraron al baño. Adolfo sonrió.

—Creo que para esto pudimos quedarnos en mi hotel.

—Aquí podrás sentirte más estimulado.

La tomó de los brazos y la presionó contra la pared de mosaico; Isabel


aceptó un beso, luego otro. Apretó los dedos en sus extremidades y luego
los bajó hasta su cintura. Desabrochó su cinturón y soltó el botón.

Bajó la mirada y notó su erección. Ya estaba listo. Se inclinó ante él y


Adolfo resopló excitado.

—Isabel... —Imaginó lo que le esperaba. La chica lo acarició por encima de


la tela y su vientre palpitó, deseándola. Se recargó en el lavabo y ella estiró
la mano para tomar una toalla mediana.

El hombre sintió que iba a estallar. Se apresuró a bajar el cierre y la chica lo


detuvo.

—Espera...

—Sabes que lo deseo muchísimo.

—¿En verdad deseas descargar toda esa ansiedad que te domina?

—Preferiría hacerlo adentro de ti —gimió, abrazándola.

La joven puso una mano en la perilla y la giró. Se soltó cuando su boca le


mordisqueó una oreja.

—Entonces, comienza a liberarte —dijo sin expresión —. Aquí tienes una


toalla para que te limpies después de terminar. No te tardes.

Adolfo se quedó perplejo.

—¿Qué?
—Mastúrbate. ¿No es eso lo que hacen los hombres cuando tienen muchas
ganas?

Isabel lo vio enfadarse poco a poco. Contuvo —con mucha dificultad— la


sonrisa de satisfacción al verlo frustrado. Sin embargo, su sonrisa se volvió
una mueca al escucharlo jadear en el baño, diciendo su nombre una y otra
vez mientras se autocomplacía.

—¡Qué estúpido es! —masculló, sintiéndose llena de frustración. No


imaginó que sería tan perturbador escucharlo.

Adolfo salió del baño con una cara de tal satisfacción, que no pudo seguir
viéndolo por mucho tiempo.

—¿Vamos por Anita? —le preguntó al momento en que le entregó la toalla.

Isabel se quedó petrificada al sentir que algo húmedo rozaba su mano; se


sintió horrorizada y casi la tira. Sin embargo, un aroma familiar llegó a su
nariz.

—Isabel —la apuró, recargado en la pared del pasillo. La chica lo miró


molesta.

—¿Fingiste?

—Lo sabrías si te hubieras quedado a mirar.

Apretó la toalla y se olió la mano. Era el acondicionador mentolado para el


cabello que usaba Fabricio.

—¡Idiota! —se la lanzó con rabia. El hombre se empezó a reír, esquivando


el proyectil; ella pasó a su lado de camino a la habitación y la siguió,
apurando el paso antes de que cerrara la puerta.

—¿Iremos por Anita, sí o no? Quiero verla.

—Necesito quitarme la blusa —respondió; él se acercó a la cama para


tomar el oso de la niña y se acostó con toda la calma del mundo.
—Perfecto; aquí esperaré.

Isabel miró al descarado con incredulidad.

—¿Podrías dejarme sola?

Adolfo notó la mancha de acondicionador en su blusa y volvió a sonreír.

—No seré tan desconsiderado como tú.

Se quedó viéndolo unos segundos. ¿Qué pretendía con esos cambios de


humor? ¡La iba a volver loca!

Tomó una camiseta limpia y fue al cuarto de Fabricio. Se sacó la blusa


manchada; cuando miró la que se pondría, maldijo por lo bajo: su sostén
quedaba expuesto.

—Muy lindo por cierto. —Escuchó la voz de Adolfo a sus espaldas y gritó.

Él también se sobresaltó al escucharla.

—¡Fuera de aquí! —gritó con los nervios a flor de piel.

—¿Por qué? Ya te he visto desnuda. Y mira que te han crecido… —Hizo


ademán con las manos, refiriéndose a sus senos. .

—¡Sal de aquí, maldito demonio! —Adolfo rió por cómo lo llamó.

—Así me decía una niñera que tuve —recordó, aún en la puerta.

Regresó a su habitación sin que a él le importara que estuviera enfadada. La


ignoró y empezó a husmear en las paredes.

—¿Le damos la muñeca de una vez o esperamos a Navidad? —inquirió.

—Tú se la compraste.

—¿Y si le gusta más la muñeca que el triciclo?


—¡Claro que no! —exclamó. Adolfo se quedó viendo un cuadro.

—¿Cuántos años tenías en esta pintura? —Lo señaló, poniendo una mano
sobre el marco.

—Diecisiete —respondió.

—Diecisiete...

—¿Sigues con el trauma de mi edad? Tranquilo, es de unos meses antes de


conocerte. Cuando me topé por segunda vez contigo... —Se pausó mientras
recordaba aquel momento—. Ese día cumplí mis dieciocho.

—¿Te das cuenta de que hasta en eso me engañaste?

—Fue en lo único que te engañé. Pero aunque pruebe mi inocencia,


seguirás pensando lo peor de mí... Y no, Adolfo, no te acostaste con una
menor.

—Aquella noche que pasaste en mi departamento, cuando te vi


desmaquillada, te veías exactamente igual que aquí. Aún ahora te ves
menor.

—Ya soy grande, señor Mondragón. Tengo veintitrés años —anunció,


orgullosa de su edad—. En aquel entonces fue muy difícil conseguir
empleo.

—¿Por qué?

—Nadie creía que tenía la edad que decía. Y siendo menor de edad, fue una
misión casi imposible conseguir empleo.

—¿Por qué te hiciste pasar por tu hermana?

—Necesitaba el seguro. Fue cuando Rosie enfermó y no podía trabajar. No


había dinero. Suplantarla sirvió para que usara el seguro que me dio el
almacén.
Adolfo contuvo el aliento al escucharla. Ese había sido el motivo para
mentir. ¿Qué más secretos empezarían a salir a la luz?

41. NO VUELVO A CAER

—Aunque hubieras conseguido empleo con tu nombre, tu hermana no


habría podido recibir la atención médica.

—No.

—Ahora entiendo —musitó y aspiró profundo—. Aún recuerdo como


insistías en que te llamara Isabel y no Rosie. —Sonrió, viéndola
incomodarse.

—Vamos por Anita.

—¿Te molesta recordarlo?

—No es algo en lo que desee pensar —se ruborizó.

—¿Por qué te ruborizas?

—No es nada.

—Isabel... —insistió, suavizando la voz.

—A ninguna mujer le gusta que la llamen por el nombre de otra cuando...

—Se detuvo al sentirlo cada vez más cerca.

—A nosotros tampoco nos gusta —sonrió—. Qué mal, ¿verdad?

—No es divertido.

—Ahora lo es.

—Qué bueno que lo tomas con humor; espero que te siga pareciendo
divertido cuando te suceda. ¿Dónde quedó mi estuche de herramientas? —
comentó—. ¿Qué sucede?

—Nada, supongo que tu regalo por ser tan buena empleada se quedó en mi
auto. Y me pregunto ahora si...

—No lo hagas; la respuesta es no. Mi jefe siempre fue solo eso: mi jefe. Y

si como él, piensas que me he acostado con cuanto hombre se me cruza por
enfrente, no es así.

—No dije eso.

—No, claro que no. —Salió de la casa resoplando. Jamás lograría que
creyera que era inocente.

Su enfado se esfumó al entrar al patio de María, donde Anita jugaba con


otro niño de su misma edad. Corrían de un lado a otro, hasta que la pequeña
vio a su madre.

—¡Ma! —gritó eufórica y corrió a su encuentro. Adolfo las miró fundirse


en un abrazo enternecedor.

—¿Qué hace mi amorcito? —Isabel le habló tiernamente, cambiando su


actitud a una más juguetona al ponerse en cuclillas ante ella. Anita rió
cuando le tocó la barriga—. ¿Juegas con Jimmy?

—Sí, mami. —La abrazó y le dio un salvaje beso en la mejilla. El rostro de


la chica se había transformado al estar con la niña; sus ojos tenían un brillo
especial.

—Qué bueno, mi amor.

Adolfo dio unos pasos hacia ellas y la nenita lo descubrió. Sus ojitos se
abrieron sorprendidos.

—¡Ma! ¡Mía! —Lo señaló asombrada. Isabel se irguió lentamente; su


sonrisa se desdibujó.

—Ah, sí; él. ¿Lo recuerdas?


—Hola, princesa. —Adolfo se acuclilló ante la pequeña belleza. Era una
niña muy hermosa, pensó.

Anita sonrió y apretó la mano de Isabel.

—Es papá, Ma —murmuró sin discreción, cubriéndose un costado de la


boca con una mano; la joven se espantó al escucharla. Anita miró esos ojos
azules que la veían atentos y sonrió tímida.

Adolfo le acarició un mechoncito de cabello y la pequeña se soltó de la


mano de Isabel para abalanzarse sobre él, que sintió un calor muy especial
ante la intensidad con que le rodeaba el cuello. La cubrió con sus brazos y
se quedó serio.

La chica estaba estupefacta. Anita era sociable, pero de allí a llamar a un


desconocido papá… Debía ser un mal chiste de la vida. Uno más.

—Papá —repitió Anita, con tanta ternura que lo conmovió. Aunque no


tanto como a Isabel, que sintió que sus ojos se humedecían.

Adolfo sonrió confundido y miró a la joven que los observaba incrédula. El


jamás había tenido esa sensación de cariño por alguien que apenas conocía.

Sin embargo, sabía que la pequeñita, con su gran carisma, lo había


conquistado desde el primer día.

Isabel se rascó la frente y, sin decir nada, se dirigió al interior de la casa.

Entró y cerró la puerta principal con violencia.

—¿Por qué Anita le dijo papá a Adolfo, María? —La mujer se le quedó
viendo sin entender.

—¿Qué dijiste?

—¡Mi hija acaba de decirle papá a ese malnacido que está afuera,
abrazándola como si de verdad le importara! —gritó y se arrepintió al
instante de levantar la voz. Un llanto desesperado se apoderó de ella y
María se le acercó.
—No entiendo de qué hablas. ¿De qué malnacido me estás hablando?

María vio a la chica ir a la ventana y se acercó con ella.

—Oh... —Miró al hombre que, vestido de jeans, tenis y cárdigan negro,


hablaba con Anita—. ¿Ese es el malnacido? Qué guapo… —comentó sin
poder evitarlo.

—No te fíes de su cara, es un desgraciado infeliz.

—Será mejor que te calmes —dijo María, llevándola al sillón—. Ya


entiendo lo que pasó. —Tomó su mano y notó que temblaba—. ¿Recuerdas
la tarea que hizo Anita ayer?

—¿Qué tarea? —María resopló.

—Sí que estás mal desde que ese hombre llegó. —afirmó—. Ayer Anita
hizo una tarea; ocupaba la imagen de un papá. Fabricio la ayudó y...

—¡Fabricio! ¡Ese traidor!

—¡Cálmate! Sé que desprecias a... a... ¿Adolfo? —inquirió y ella asintió


llorosa—. Estás exagerando.

—¡Él quiere quitarme a Anita! —afirmó desesperada—. ¡Y ahora llega


como si nada y la niña le dice papá, lo abraza como si lo conociera, y él le
corresponde y pone esa cara de que realmente le importa!

—¿Y por qué no habría de quererlo, si es su tío?

Isabel se levantó desesperada; sollozó fuerte. Se cruzó de brazos y se paró


en la ventana.

Allí estaba Adolfo, platicando con la niña, y ella reía ante sus
gesticulaciones. ¿Por qué lo hacía? ¿En verdad podía sentir el llamado de la
sangre? Se mordió los labios y bajó la cabeza.

—Ay, María...
—Ay, María, ¿qué? —preguntó, cada vez más intrigada—. Tu reacción es
muy extraña. Ese hombre te afecta demasiado. No me digas que aún sientes
algo por él.

—No; por lealtad a mi hermana, jamás volvería a enamorarme de él. Y

mucho menos por la manera tan cruel en que me ha tratado.

—No sé de qué hablas.

—Hay cosas que no sabes de mí, ni de Rosie.

María la conocía desde hacía dos años, cuando llegaron a vivir en esa casa
que estaba al lado, y aunque habían logrado ser buenas amigas, Isabel tenía
razón: eran pocas las veces que esa chica le compartía sus intimidades.

El único que hablaba de más era ese chico, Fabricio; por él sabía que Anita
era hija de una hermana que murió. No conocía a Rosie ni en fotografías,
pero suponía que la niña debía parecerse al papá, aunque era rubia como la
tía.

Se acercó a la ventana y la vio con Adolfo. Ese hombre era rico y muy
atractivo. Isabel había tenido un romance con él. ¿Qué mujer en su sano
juicio dejaba ir un partido así? El tipo lucía agradable; realmente parecía
disfrutar su momento con la niña. Se arrodilló ante ella y le apartó el
cabello del rostro para reacomodar la diadema que usaba. Anita sonreía
inocente y él la miraba atento y amoroso, como si la quisiera.

—Se parecen, ¿verdad? —inquirió y la chica se echó a llorar de nuevo.

María comprendió que tenía miedo de perderla, que el poder económico y


social que tenía esa familia sería la causa de que el día tan temido llegara.

Anita entró a la casa con Adolfo tomando su mano. María se quedó muy
sorprendida al verlo, por fin de frente. La niña le pidió que la cargara y muy
orgullosa le dijo:

—Es papá, Maía.


La señora se quedó mirándolos fijamente unos segundos.

—Hola, soy Adolfo —se presentó, ofreciéndole su mano.

—Hola, soy María.

—Ya María me explicó que Anita te dice papá porque usaron tu foto para
una tarea —comentó, aún afectada.

—¿Ah, sí? Creí que llamaba así a cualquiera; tengo sobrinas que, cuando
eran más pequeñas, solían hacerlo.

La chica agradeció que no se lo tomara en serio.

—Aunque, si no supiera que eres el tío, juraría que eres su padre —comentó
María risueña. Isabel palideció; la miró con los ojos muy abiertos. Adolfo
notó su actitud y sonrió.

—¿Lo ves? María notó el aire familiar —comentó divertido—. Anita es hija
de Mikel. Nunca lo he dudado.

—¿Quién es Mikel?

Isabel sintió que se le revolvía el estómago.

—Mikel es un hijo de...

—Mikel es mi hermano —la interrumpió Adolfo—. Su hermana y mi


hermano hicieron esta belleza.

La joven le ofreció sus brazos a la niña, pero ella se aferró al cuello del
hombre y se sintió rechazada. Estaba muy sensible.

—Anita, el señor tiene que irse. —Lo intentó de nuevo y la pequeña rió
mientras ocultaba el rostro en el cuello de Adolfo.

—Así es, mi amor, debo arreglar mis maletas para regresar a Nueva York...

Y mamá también. —Isabel abrió la boca.


—¿Aceptaste ir? —inquirió María.

—¿Qué nos detiene para no hacerlo?

Isabel lo miró con su hija en brazos. Anita se vería muy bien formando
parte de esa familia, pensó. Era una lástima que el examen fuera a salir
negativo. De repente, supo que allí estaba la solución.

—Sí, iremos contigo —dijo, pensando en lo que acababa de deducir. Adolfo


la miró dudoso; luego sonrió.

—Perfecto.

—Sí; mientras más rápido compruebes que Anita no tiene nada que ver con
tu hermano, mejor.

Se despidieron de María y caminaron a la calle.

—Si piensas que repitiéndome ese cuento una y otra vez desistiré de que
hagamos el viaje, ni lo sueñes.

—Anita no es hija de Mikel. Aun si lo fuera, haría cualquier cosa con tal de
que no se quedara con ella.

Adolfo se detuvo en la reja mientras ella la abría; los vecinos entrometidos


se asomaban a ver al distinguido desconocido que la visitaba.

—Debe ser el papá. —Alcanzó a oír que la señora de al lado comentaba con
otra. Adolfo les sonrió. Isabel abrió la puerta y entraron.

—Entonces, ¿dijiste que harás lo que sea para que Mikel no se quede con
Anita?

—Lo que sea.

Adolfo besó la mejilla rosada de la niña y la soltó.

—Es bueno saberlo. Espero que cuando lleguemos a Nueva York lo tengas
muy presente.
La chica notó su mala intención.

—No me venderé.

—No pensaba pagarte —dijo, siguiendo el camino de la niña. Isabel cerró


los ojos y respiró para calmarse.

—Olvídalo; no tienes lo suficiente para comprarme.

—Sé que te mueres por mí; que por eso finges odiarme... —Miró a la
pequeña—. Ahora que la he tenido en mis brazos, te confieso que he
deseado que en verdad no sea hija de Mikel. Incluso llegué a preguntarme
qué habría sucedido si tú y yo hubiéramos concebido a esa princesita.

Isabel se estremeció.

—Sé lo que habría pasado, y tú también.

Adolfo la miró atento. Anita se había ido directo a buscar algo en su cofre
de juguetes.

—Exactamente, ¿a qué te refieres? —La joven lo miró, deseando sacar el


dolor que llevaba dentro.

—Dijiste que me darías un gran cheque por ella… —Lo notó confundido.

Ella se puso triste—, siempre y cuando la prueba de ADN saliera positiva.

—¿Eso te dije? —La vio asentir—. Pues ahora te digo que, si Anita hubiera
sido mi hija, con solo mirarla lo habría sabido.

—Claro… Y serías un padre ejemplar.

—Mejor que el tuyo y el mío, sí —aseguró. Anita regresó.

—¡Papá, mía! —Le ofreció una cartulina y Adolfo fue a sentarse en el


sillón con ella.
Allí estaba la tarea causante de su dolor. Anita había dibujado unos
garabatos que simulaban una familia de tres personas. Esos cuerpos tenían

las caras de unas fotos recortadas burdamente y pegadas. Eran Adolfo,


Anita y ella, tomados de la mano. Contuvo el aliento.

—¿Alguna vez pensaste en esta posibilidad? —inquirió Adolfo sin apartar


la vista del dibujo. Isabel se tensó.

—No —respondió seca y se acercó a Anita—. Amorcito —dijo y ambos la


miraron—, ve a la habitación; en la cama hay algo para ti.

La pequeña frunció el ceño.

—Es un bebé —susurró el hombre, sorprendiéndola. Anita lanzó una


exclamación ahogada y se acercó a Isabel para tratar de subirle la camiseta.

Él se empezó a reír.

—No, mi niña. Adolfo te compró una muñeca que parece un bebé de


verdad.

—¡Si, una bebé! —exclamó alegre y salió corriendo.

—Es un encanto —señaló Adolfo, mirándola desaparecer. Isabel también la


miró. Escuchó su grito de alegría y de repente el suyo propio, cuando la jaló
hacia él y cayó sobre sus piernas, recibiendo un beso descarado que le
arrancó un gemido. Se apartó un poco para mirar su rostro.

—Dijiste que no me tocarías —le recordó y él suspiró pesado.

—¿Cuando he sido un hombre de palabra contigo?

Se apartó, aun cuando intentó retenerla.

—Precisamente por eso, no volveré a caer contigo.

Adolfo dejó el dibujo familiar de Anita a un lado y la rodeó para volverla a


besar. Simplemente no podía dejar pasar la oportunidad.
No iba a descansar hasta lograr que Isabel fuera suya y, con ello, se
quedaría también con la niña.

42. TE AMO, PAPI

Adolfo la vio escabullirse de sus brazos, como siempre. Sabía que aún
estaban ligados de manera sexual. Se sentía muy atraída, mas no cedería
fácilmente. Empezaba a sentirse frustrado. Si era la mujer terrible que le
había dicho que era, ya hubiera aceptado acostarse con él por dinero… ¿Y

si se había equivocado? Tal vez no debió juzgar a Isabel como si fuera


Rosie.

Recordó aquel día en que la vio pedirle a Mikel que le diera el dinero. No
solo estaba enojada; también debió estar desesperada al verse sin empleo y
con una hermana enferma. Pero Adolfo, acostumbrado a los falsos amores,
supuso que lo único que busco en él fue su dinero.

De Rosie no recordaba mucho, excepto su buen gusto al vestir. Todo lo


contrario a su pequeña amante, quien nunca buscó impresionarlo. Ni
siquiera en la intimidad usaba conjuntos de lencería seductora; solo esa ropa
interior de algodón que deseaba arrancarle para hacerle el amor. Eso sí lo
recordaba perfectamente. Contuvo el aliento al pensar en su cuerpo
maravilloso.

La escuchó hablar con Anita, corrigiendo su lenguaje de vez en cuando. Un


par de minutos después las vio salir de la habitación, luego de un leve
jugueteo con la muñeca.

—Gacia, papá; me gusta la bebé —dijo la niña espontáneamente. Lo abrazó


cuando se inclinó hacia ella, todavía sentado en el sillón.

—Me agrada mucho que te guste.

—Aunque... —Miró a Isabel—. Quieo uno de allí. —Señaló el estómago de


la chica. Adolfo la miró y se preguntó cómo se vería embarazada. Isabel se
cruzó de brazos.
—¿Dónde quieres que nos veamos para salir de viaje? —preguntó,
cambiando el tema y sacándolo de sus pensamientos. La miró, sin entender
del todo lo que preguntó.

—Pasaré por ti. Mañana compraré los boletos.

Isabel entreabrió los labios.

—¿Y te encargarás de lo demás? —inquirió insegura—. Porque no creo que


Nueva York sea una ciudad barata; al menos para mis ingresos. —Odió
hablar de dinero con él. Adolfo se levantó y le tocó el brazo.

—Yo me haré cargo de ti. —La miró con deseo—. De todo. —Tocó
sutilmente su estómago. Isabel se aclaró la garganta y se alejó; no le gustó
su insinuación.

—Mikel debería venir.

—Mikel no puede; ha estado un poco enfermo.

—No me agrada la idea de depender económicamente de ti; ni de quién sea.

—No seas orgullosa.

—Con ustedes hay que tener cuidado.

—Orgullosa y desconfiada.

—Tengo mis razones. Y tú tampoco deberías confiar en mí; tal vez te haga
gastar demasiado.

—Irónica, además… Mejor ve a preparar una maleta; te llamaré cuando


esté todo listo. Por cierto, no tengo tu número de teléfono.

Anita escuchó la palabra teléfono y buscó en el bolsillo del pantalón de su


madre. Al verlo en manos de la niña, el hombre esbozó una sonrisa. De
repente, su teléfono sonó.
Adolfo frunció el ceño. Descubrió que era el mismo número que le estuvo
marcando años atrás y sintió un vuelco en el estómago. Pocos días antes,
también recibió una llamada. Recordó el llanto de una mujer. Esa debió ser
Isabel, dedujo, mirándola.

—Anita, dame el teléfono —replicó avergonzada.

Ella conservó su número todos esos años, pensó Adolfo, viéndola de otra
manera. En cambio, él lo había borrado después de aquel día en la oficina,
cuando la hizo suya y ella se fue con el cheque.

—Isabel, ¿tú me llamaste?

—No voy a contestar nada. —Fue hasta la puerta y le ofreció la salida.

—Ahora no, pero ya tendremos tiempo de conversar. —Adolfo se iba a


despedir con un beso y lo evadió.

—Hasta luego.

Esa noche, Isabel tuvo una discusión con Fabricio.

—¡Te prohíbo que inmiscuyas a ese hombre en la vida de Anita!

Claudia intervino, sabiendo que cuando la chica se enojaba podía ser


terrible. La distrajo después de la cena, yendo con su hermano a lavar los
platos. Luego prometió darles una sorpresa.

—Ya terminamos —dijo Fabricio, sintiendo aún la mirada de resentimiento


de su amiga.

—Siéntense y agárrense bien del asiento —dijo Claudia con una mirada
brillante—. Se van a ir de espaldas.

—Mientras no nos salgas con que eres lesbiana y tienes un hermano gay —

bromeó Fabricio, dibujándole por fin una sonrisa a Isabel—. Porque yo no


lo soy —aclaró, llevándose una mano al pecho. Claudia le lanzó un cojín.
—Cállate. ¿Tienen alguna idea de lo que voy a decir?

—Pues... —Fabricio empezó a musitar—. A mí se me ocurre que.... podrías


anunciarnos que te vas a casar.

Isabel vio el enfado de Claudia y se puso de pie.

—Claudia —murmuró y la secretaria la miró—, ¿es verdad?

La chica sonrió emocionada.

—¡Sí! ¡Me voy a casar!

—¿Papá va fiesta? —inquirió Anita.

—¿Papá? —repitió Claudia.

—Anita dice que Adolfo es su papá, gracias al cabezón este —respondió


Isabel, dándole un golpe en el brazo a Fabricio.

—¡Auch!

—¡Ya tengo papá! —dijo Anita abrazando a su muñeca; luego miró a Isabel

—. ¿¡Mamá casá con él!? —preguntó de repente, yendo a tomar una revista
en el mueble de la televisión. Lo señaló y todos enmudecieron.

La chica supo que con ese entusiasmo de Anita por Adolfo se vendría otra
lucha más. Esperaba que la prueba de ADN fuera rápida; no quería que la
niña se encariñara demasiado.

Fabricio notó la preocupación de Isabel y supo que rompió la promesa que


hicieron al nacer la niña.

—Perdóname, Isabel. Te prometimos guardar silencio y yo la he cagado. Te


juro que de ahora en adelante seré una tumba.

Isabel se humedeció los labios.


—Voy a confiar en ti una vez más.

—Creo que deberías enfrentarlo... enfrentarlos... Algún día todo se sabrá.

Empieza por decir lo que realmente pasó con tu hermana y la bebé.

Isabel acarició el cabello de la niña.

—Por eso iré a Nueva York; para que de una vez quede bien claro que mi
hija no tiene nada que ver con su asqueroso hermano.

—Isabel —murmuró Claudia, suplicante—. Necesitas ayuda, mucha ayuda


para Anita. Adolfo se confundió con lo que pasó.

La chica se apartó con enojo.

—Ese maldito es tan culpable como Mikel de lo que le pasó a Rosie. Si


hubiera estado conmigo… —Se tocó el estómago—. Si hubiera querido
saber... —Sus ojos se humedecieron—. Solo vio la oportunidad para
dejarme. Aun así, no lo odio tanto como a Mikel. —Apretó los puños—.

Respecto al verdadero padre de Anita, ya veré como me las arreglo.

—Ella querrá saber algún día.

—No necesité un padre para crecer. Mi hija tampoco.

—Pero al menos lo conociste.

—Sé muy bien quién es el padre de Anita; cuando crezca lo sabrá. Pero solo
cuando lo considere necesario.

—Por favor, no te compliques la vida. Anita podría odiarte por callar.

—Por el momento, solo quiero llegar a Nueva York y tener frente a mí a


Mikel De la Plata. Quiero ver su cara cuando le diga que la niña no es suya.

Claudia y Fabricio se miraron. Isabel estaba demasiado resentida y era


lógico. Tener a una hermana muerta —a ella misma muerta en vida— era
sumamente difícil. Como madre, había sido la mejor. Con Anita había
empezado a tener la infancia que nunca tuvo; era común verla jugando con
la niña, riéndose a carcajadas. Sin embargo, desde que Adolfo llegó,
cambió.

El miedo era evidente en sus ojos. Sabían que andaba como alma en pena,
que de noche salía al patio trasero a llorar; incluso, tenía pesadillas.

Realmente estaba aterrorizada con la amenaza de los Mondragón. No


obstante, al parecer, había encontrado la solución para deshacerse de ellos
de forma pacífica y rápida.

Aun así, tenían la sospecha de que Adolfo no se quedaría de brazos


cruzados, que aunque el resultado saliera negativo querría saber quién era el
padre, con tal de estar cerca de Isabel. Porque era evidente, al menos para
Fabricio, que el empresario de la moda moría por ella.

—Isabel es una tonta. Yo aprovecharía el interés de ese hombre para


amarrarlo —comentó con su hermana.

—¿En verdad se ve tan interesado?

—Más que eso: se la come con la mirada. Me atrevería a jurar que quiere
todo con Isabel. Si fuera más inteligente, o ambiciosa, aprovecharía esta
segunda oportunidad que le da la vida. Mikel es asunto aparte. Ojalá
aproveche al máximo este viaje a Nueva York.

Claudia no estaba tan convencida. Aun así, esperaba que todo se aclarara y
que el orgullo de Isabel no fuera impedimento para que Anita sea feliz.

Estaría mejor con un padre como apoyo para Isabel, en todos los sentidos.

Anita insistió en sentarse cerca de la ventanilla, Adolfo quedó en medio y la


nerviosa Isabel cerca del pasillo, por si la ansiedad hacía de las suyas y
tenía que ir al baño.

Aspiró profundo y aferró el apoyabrazos. Se sentía ansiosa, llena de temor


al estar en terrenos de los Mondragón. Apretó más y cerró los ojos cuando
el avión despegó. Adolfo miró la mano que aferraba su brazo y luego a la
hermosa dueña. Era evidente que estaba afectada por el vuelo; tanto, que no
se dio cuenta de que lo apretaba cada vez más. En cuanto el avión se
estabilizó, Isabel abrió los ojos.

—¿Quieres un poco de vino? —le preguntó.

—N...no... Estoy bien.

—¿Segura? —Le hizo notar la manera en que se aferraba a su brazo. Isabel


lo soltó al instante.

—Perdón.

Adolfo se soltó del cinturón y se giró un poco hacia ella.

—Puedes pasar el vuelo entero pegada a mí.

—Ma, mía... —Anita señaló el cielo por la ventana.

—Sí, mi amor; son nubes.

—Mubes —repitió.

—N...nubes. —Adolfo la vio hacer un marcado movimiento de labios y


lengua al repetir la palabra y sonrió. Isabel se dio cuenta de su gesto y se
ruborizó—. No te burles; aún hacemos ejercicios de lenguaje. Si supieras
cuánto han servido, me ayudarías.

Él levantó las cejas.

—Eres graciosa.

—Tú también lo serías si los hicieras.

Anita se arrodilló sobre el asiento para ver mejor.

—¡Mía, mamá, el cielo!¡Soy un ángel!


Isabel sintió muchísima ternura por su hija y no le importó casi subirse en el
torso masculino para tocar el cuerpecito de la niña.

—Sí, mi vida; eres un ángel.

Adolfo miró su perfil y deseó abrazarla. Le gustaba su papel de mamá.

¿Qué hubiera pasado si Isabel hubiera tenido un hijo suyo? La idea lo


sorprendió. Antes de conocerla había decidido no pensar en relaciones
serias; pero ahora que se habían reencontrado, podrían intentar reactivar lo
que vivieron. Después de cinco años, seguía atraído por esa rubia como la
primera vez. De nuevo se sentía entusiasmado con la idea de tener a Isabel,
aunque sabía que esa vez tendría que trabajar el doble para ganarse su
confianza.

Anita se rió cuando su madre le hizo cosquillas. Fue maravilloso escuchar a


ambas reír.

De repente, sin querer, la niña le pegó en la cara cuando quiso echarse a los
brazos de su mamá e Isabel fue la primera en reaccionar.

—Perdón —se disculpó Isabel, riéndose al verlo tocarse la nariz.

—Papi, te lastimé... pobecito —susurró Anita dulcemente; lo abrazó del


cuello y le dio un beso en la mejilla. Isabel lo vio derretirse con el encanto
de la pequeña; se recargó en el asiento, bajó la mirada y contuvo el aliento.

—Te amo, papi.

Adolfo sintió que su corazón se detenía un segundo, luego latió más


emocionado. ¿Cómo era posible que una pequeña desconocida lo hiciera
sentir tanto amor? Miró a su madre y supo que, en esa chica que los
observaba en silencio, estaba la causa.

Suspiró, pensando que una vez más lo estaba robando y no le importaba. Ya


se cobraría, de la única manera que podría quedar satisfecho.

43. NUNCA SABRÁS


—Voy a dejarte con un guardaespaldas que las llevará hasta el auto que nos
espera —le dijo apenas bajaron del avión—. Haz lo que te pida y no me
dirijas ni una mirada.

—¿Qué? —replicó, viéndolo sorprendida.

—Si crees que lo que ocurrido en Dallas fue malo, aquí la prensa es peor.

Van a estar esperándome apenas crucemos el umbral y no quiero que te


relacionen conmigo.

Isabel se sintió menospreciada.

—Claro —dijo dolida.

—Es por seguridad, confía en mí —le dijo serio.

Había cierta preocupación en su mirada azul, que no logró entender; como


si le importara lo que pudiera sucederle.

—Como quieras —respondió, dándole la espalda rápidamente.

Con Anita de la mano, recogió su maleta. Se molestó con Adolfo cuando


vio que todo estaba en calma, a excepción de unos hombres que tenían
cámaras de televisión en las manos. Al parecer, esperaban la llegada de
alguna celebridad.

El hombre de seguridad se acercó y le dijo algo que no entendió, pues de


inmediato el lugar se llenó de gente.

Hubo un operativo a su alrededor, que no pudo ver con claridad y del que
no supo el porqué. Solo escuchaba alrededor gritos que no entendía.

Recordó lo que pasó con Adolfo en el mercado días atrás y se estremeció.

Tomó en brazos a Anita y lo buscó con la mirada. Apenas pudo ver cómo la
prensa lo envolvía; varios guardias lo rodearon y lo ayudaron a caminar
entre el mar de gente.
La angustia se apoderó de ella, mas no podía hacer nada. Se dejó guiar por
el hombre de seguridad y llegaron al estacionamiento. Abrazaba a su
pequeña y pensaba en él. Había entendido por qué quiso que ellas salieran
primero: para protegerlas de ese embrollo.

—Ma, qué fío —dijo Anita, pegándose en ella. Isabel miró alrededor con
miedo; no quiso subir a la camioneta sin Adolfo.

Su ropa no fue suficiente al salir del aeropuerto; se estaba congelando.

Comenzó a temblar. Esperó un par de minutos; de repente, él apareció. Sus


labios dibujaron una sonrisa. Anita también se alegró.

—Mira, allá viene pa... Adofo.

El hombre apuró el paso e Isabel no pudo evitar ir a su encuentro.

No se negó cuando le quitó a Anita de los brazos y le rodeó los hombros.

Sentía una brisa que le erizó el cuerpo y se acurrucó en su pecho. Adolfo la


apretó y no le importó.

Subieron al auto, pero el frío seguía allí. Anita buscó refugio en el cálido
cuerpo masculino; Isabel prefirió mantener la distancia. No se confiaría de
esa manera, que podría malinterpretarse; mucho menos ahora, que estarían
viviendo juntos por días… o semanas.

De pronto, la voz de su conciencia le reclamó tanta falsedad. Lo deseaba,


ansiaba estar cerca de él. Moría por sentir sus labios, por volver a recibir
una mirada llena de cariño... por ilusionarse con que la amaría.

Suspiró y se rodeó con los brazos. Miró con tristeza las luces de la ciudad a
través de la ventanilla. Todo era un sueño. Tantos edificios, tantas tiendas
con nombres de diseñadores. Entre ellas estaba la de los De la Plata, justo
sobre la Quinta Avenida.

—Mi madre trabaja allí —comentó Adolfo, señalando un imponente


edificio—. Y yo estoy en las oficinas corporativas, cinco pisos arriba;
manejo todo lo administrativo.
Isabel no sabía exactamente a qué se dedicaba; solo llegó a conocer su
faceta de modelo.

—Tú... ¿eres el gerente o algo así?

Adolfo sonrió. Ella no tenía la menor idea de con quién estaba tratando.

—Soy el CEO de De la Plata Enterprise —contestó. Ella no lució


impresionada con sus palabras.

—No entiendo.

Adolfo tomó su mano y la sintió fría.

—No es tan importante —dijo con voz suave.

Su ignorancia fue un gesto ingenuo de su parte y un nuevo llamado a su


conciencia. Isabel no sabía quién era Adolfo Mondragón De la Plata. Y si
no lo sabía, entonces, cuando fueron novios estuvo a su lado por otra
razón… ¿Isabel estuvo enamorada de él?

No vio entusiasmo en su rostro al pasar por la avenida tan cara. Cuántas


chicas no saltaron de emoción al ver todos esos almacenes y le sonrieron,
buscando con ello la insinuación de un beneficio económico.

Isabel soltó su mano y se rodeó con los brazos. Lucía preocupada. La vio
aspirar entre los labios y mantener un semblante serio y pensativo.

Adolfo deseaba saber qué la atormentaba. Bajó la mirada hacia Anita, que
había empezado a bostezar y apoyó los labios en su cabecita rubia. Notó
que Isabel vio su gesto y apartó la mirada; sus ojos estaban brillantes.

¿Contenía el llanto?

—Nadie te quitará lo que es tuyo —dijo Adolfo, sacándola de su mente


turbulenta. Lo miró afectada.

—Si me lo dijera cualquier persona en el mundo, lo creería; pero de ustedes


no espero nada bueno. —Sintió un nudo en la garganta.
—No soy un monstruo, Isabel.

—Con los demás, quizás no.

—No has querido sacarme de la confusión.

—¿Acaso has querido escucharme? ¿Alguna vez pensaste en preguntarle a


la mujerzuela que se moría de miedo la primera vez que estuvimos juntos,
por qué odiaba tanto a tu indefenso hermanito?

Anita se sentó al ver que su madre se ponía sensible.

—Mami —murmuró preocupada. Isabel hizo un esfuerzo sobrehumano


para recuperarse y sonreír.

—No pasa nada, mi amor. Es que mamá tiene frío y quiere llegar.

Anita se le acercó y la abrazó. La niña amaba a Isabel y todo lo que le


pasaba la afectaba. Rodeó a la pequeña, que se arrodilló a su lado para
estrecharla y cerró los ojos.

—Anita es muy especial —dijo Adolfo—. No me creas, pero siento que la


amo.

Lo miró y sus ojos se aguaron. El hombre se sintió mal por primera vez;
sentía que la causa de sus miedos y tristezas era él.

—Isabel...

—Sé que me desprecias por lo que crees que soy; por haber querido
lastimar a tu familia; pero te aseguro que solo estaba pidiéndole a... —

Apretó los labios para no soltar un insulto —Mikel —dijo entredientes—

que se hiciera responsable por el bebé de Rosie.

—Un bebé que ahora has insistido en decir que no es suyo. Te estás
contradiciendo.
Isabel estrechó aún más a su hija.

—Anita es mía —musitó con un nudo en la garganta, acariciando la espalda


de la pequeñita que se aferraba a ella—. No me la quites, por favor.

Adolfo entreabrió los labios. Eso no respondía su pregunta. Tampoco era el


momento para pedir respuestas.

Isabel no quiso soltar a la niña cuando entraron al lujoso edificio donde


estaba su penthouse. Se estremeció al darse cuenta de que, ese hombre que
caminaba a su lado, era mucho más rico de lo que había imaginado; prueba
de ello era la seguridad que los cuidaba a distancia. Eso lo volvía aún más
peligroso. Debía pensar con sumo cuidado cada palabra que saliera de su
boca.

Si así estaba el recibidor del conjunto departamental, cuya entrada solo era
posible con una clave, no quería imaginar cómo estaría el departamento.

Sentía que la ansiedad empezaba a recorrer su cuerpo. Se detuvo de repente


ante el elevador. Simplemente, se negaba a avanzar.

—Isabel, ¿estás bien? —Adolfo se paró frente a ella y vio sus ojos llenos de
miedo; respiraba por la boca y estaba pálida.

—No me siento bien.

—Dame a Anita —le pidió al verla aspirar fuerte.

—¡No! ¡Todo está mal! ¡No debí venir! ¡No debí hacerte caso! —Comenzó
a retroceder lentamente. La niña se aferró más a su cuello.

—No voy a lastimarte; lo prometo.

—¿Cuándo has cumplido tu palabra? —le recordó lo mismo que él dijo.

—Por favor —insistió, incómodo por su desconfianza.

—Júralo
—¿Jurarlo?

—Por la vida de quien más quieras, ¡júralo!

—Mami, miedo —dijo Anita, rompiéndole el corazón—. ¿Él... malo?

Se apartó para mirar a su madre. Isabel se dio cuenta de que la estaba


alterando, pero no pudo evitarlo.

—Perdóname, mi amor. No te asustes. Mamá está triste por no estar en


casa.

Anita le tocó un ojo lleno de lágrimas y este se desbordó. Adolfo se sintió


realmente mal.

—Vamos a subir.

Las miradas femeninas se fijaron en él y Anita ya no lo vio con aquel amor


que lo había enamorado; lucía inquieta y pendiente de cada gesto de la
mujer que la sostenía. Era una imagen que ni en sus más locos sueños
imaginó que sucedería. Dos mujeres llenas de incertidumbre, desconfiando
de él, cuando toda su vida las chicas habían peleado por su atención. Este
par le estaba dando un golpe de realidad muy duro.

Pensó rápidamente en lo que pasaría en los siguientes días y en el tiempo


que tendrían que esperar para conocer los resultados de los estudios. Era
más que evidente lo apegada que Anita estaba a su tía. Se preguntaba qué
tan difícil sería separarla de ella sin que resultara traumático. La niña era un
ángel... y su tía... Isabel, simplemente era...

La vio llorosa y llena de un repentino miedo. Aspiró profundo. Deseó


abrazarla y decirle que todo estaría bien, que estaría a su lado para
consolarla cuando tuviera que entregar a la nenita. Incluso, podría pedirle
que se quedara con él… Quedarme con Isabel, se dijo mentalmente y sintió
un suave calor llenando su pecho.

La joven estrechó a la niña y lo miró con angustia; sintió que su cuerpo


temblaba sin poderlo evitar. Le acarició la espalda y siguió pensando en lo
que Adolfo había traído a su vida. La única respuesta fue muy dolorosa. Sus
ojos se llenaron de lágrimas y los cerró, mientras apoyaba la barbilla en el
pequeño hombro de su hija.

Ante ella estaba ese hombre sin corazón; el mismo que cinco años atrás,
después de que tuvieron un sorpresivo encuentro íntimo —que con nadie
más habría tenido por temor al sexo—, agredió su dignidad y minimizó lo
que tuvieron. Lo que ella creyó que tenían.

No le interesó preguntar por qué había estafado a su hermano. Solo la


humilló al tomarla, como si tuviera todos los derechos sobre ella; como si
fuera una mujerzuela, a la que con un anillo tuvo acceso. Finalmente le
destrozó el corazón al decirle que, conociendo la clase de mujer que era,
sabía que no habría consecuencias por el arrebato de tener sexo sin
protección.

—A menos que quieras sacarme otro cheque como este. —Se lo señaló.

Así la terminó de rebajar. Si se embarazaba, según Adolfo, sería solo por


interés.

Humillada, usada y despreciada, Isabel extendió ese rechazo hasta la


persona que ahora tenía en sus brazos; la misma inocente que, entre
bostezos y tensión, se aferraba a ella como su único medio de tranquilidad.

Ese desprecio que Adolfo le demostró una y otra vez, se lo había heredado a
su pequeña; el único amor real que había en su vida.

Recordar su rencor la volvió a levantar. Adolfo seguiría creyendo que Anita


era hija de su hermano hasta que comprobara lo que le había estado
diciendo. Solo entonces podría desaparecer de su vida para siempre. No
debía olvidar que fue ella la que accedió a acompañarlo, sabiendo que la
prueba de ADN saldría negativa.

Que descubriera quién era el padre de la niña, significaría para Isabel que
ese hombre, tarde o temprano, la destrozaría una vez más. Si se mantenía en
silencio, desaparecería rápidamente de su vida. Decidió que era preferible
que ignorara que aquel arrebato que tuvo con ella trajo consecuencias.
Adolfo nunca descubriría que Anita fue fruto de aquel inesperado encuentro
que tuvieron; que esa hermosa niña era suya, la hija de ambos.

44. DE NUEVO JUNTOS

Adolfo consiguió que Anita volviera a sus brazos cuando las fuerzas
abandonaron el cuerpo de Isabel. Entraron al elevador en silencio, con la
pequeña descansando en el hombro de su padre. La joven se preguntó si
Adolfo Mondragón realmente tenía un corazón para querer a una pequeña
desconocida.

Suspiró y sintió una mano cálida buscando la suya. Tragó saliva. Sabía que,
por alguna razón muy extraña, quería reconfortarla.

Cerró los dedos alrededor de esa mano grande y, para su sorpresa, consiguió
un poco de calma. Eso simplemente podía significar una cosa: aún seguía
enamorada de él. Suspiró nuevamente, esta vez más tranquila, y él lo sintió,
por la manera en que apretó su mano, que era su refugio.

Entraron al penthouse y Anita abrió los ojos emocionada al ver la belleza


del lugar. Era impresionante.

Isabel se paralizó por el inmenso ventanal, que ofrecía una vista


espectacular de Manhattan. Entró con pasos tímidos, pero su hija corrió
emocionada a recorrer el lugar. La madre miró el piano; Anita también, y se
apresuró a llegar hasta ella.

—¡Anita, no toques! —dijo al verla al pie del costoso instrumento. La niña


levantó la tapa y tocó las teclas.

Adolfo sonrió al verlas en su apartamento. Era grato compartir su espacio


personal.

De nuevo recordó las veces que había llevado a alguna amante. Observaban
todo alrededor; no con sorpresa, sino sopesando el valor de cada objeto que
había. Incluido él.
Esa deducción resonó en su cabeza. ¿Por qué comenzaba a tener
pensamientos tan viscerales?

Se escuchó un golpeteo altisonante de teclas y una madre que llamaba la


atención a ese pequeño terremoto. Sonrió, recordándose a sí mismo de niño.

Fue el dolor de cabeza de Lorena.

—¡Basta!

—Quieo tocá, Ma —dijo, azotando una tecla antes de que la apartara del
piano.

—Tus manos son de fuego. A él no le agradará si destruyes su piano —

respondió seria.

Adolfo miró la maleta que Isabel soltara antes de correr tras la niña. Creyó
decirle que estaría algunas semanas con él, no unos días.

Escuchó la tapa del piano caer estruendosamente y los nervios de Isabel la


hicieron gritar.

—Anita... —la llamó Adolfo con calma, sabiendo que su invitada mayor
aún estaba inquieta. La pequeña lo miró y su carita dibujó sorpresa. Él se
derritió con su inocencia; con la de ambas, pues el aspecto de Isabel era
muy similar.

—Ven aquí, pequeña. —Anita se le acercó y tomó la mano que le ofrecía.

Debía dejar de mirar a Isabel como una presa a la que quería devorar—.

¿Tienes hambre, princesa?

—Sí, papá... Adofo... —Al oírla, Isabel supo que había logrado sembrar la
duda en su hija; no fue tan agradable como esperó, pero sí lo mejor. Adolfo
se sintió raro también, mas era preferible; después de todo, se trataba de la
hija de Mikel, no de él.
—Este lugar es enorme. —comentó tras echar un rápido vistazo alrededor

—. ¿Dónde dormiremos?

Adolfo supo que pretendía evitarlo escapando a una habitación.

—Ya les diré, ten calma.

La niña aprovechó la distracción de los mayores para ir a investigar cerca


del ventanal.

—Anita... —Isabel iba a ir tras su hija, pero el dueño de casa la detuvo


tomando su muñeca.

—Déjala, no es de cristal... —señaló—. La niña... —aclaró, acercándosele

—. Y el ventanal es seguro.

Isabel miró la mano que la agarraba y fue liberada.

—Vamos a sentarnos; platicamos un rato, así ella tiene tiempo de indagar


alrededor. —Fue al bar para servir un par de brandys.

—No quiero beber —le dijo.

—Estás muy alterada. Afectas a la niña.

Isabel respiró profundo. Tenía razón.

—¿Aquí vives? —inquirió, recibiendo la bebida. Aún sentía fresco el


ambiente.

—Sí, por lo general. Tengo una casa en los Hamptons; allí me gusta ir el fin
de semana. Ya la conocerás.

Una vez más, no comprendió de qué le hablaba.

Adolfo notó sus pezones erguidos bajo la tela y se le quedó mirando un


instante. Debía ir con calma, se dijo. Se acercó a la chimenea y no tardó en
encender el fuego, atrayendo la atención de Isabel.

—¿Quieres acercarte?

La chica se levantó y tomó un asiento más cercano.

—¿No tienes calefacción?

—Sí.

—Hace frío. —Tiritó, cruzándose de brazos y privándolo de la vista

—Es Nueva York en invierno. —Sonrió—. Seguro nevará.

Isabel dio un par de sorbos pequeños. El brandy quemó su garganta, pero lo


necesitaba.

—Creí que iríamos a un hotel —comentó, haciendo un gesto por el sabor de


su bebida.

—No pueden estar solas en una ciudad que no conocen.

—¿Por qué no? Haremos la prueba de ADN y regresaremos a casa.

—Mi departamento es muy grande; aquí caben perfectamente. Un hotel por


la zona es carísimo y, con lo inquieta que es... —Se escuchó de repente la
caída de algo. Ambos se incorporaron y la niña fue descubierta tratando de
levantar un jarrón de porcelana roto; una sonrisa forzada apareció en su
rostro sonrosado.

—No exagero cuando digo que hay que vigilarla —dijo Isabel, yendo hacia
ella. Adolfo la siguió.

—Es solo un jarrón… de varios miles de dólares… que nunca me gustó —

mintió, recordando aquella subasta donde lo compró—. Nada valioso.

Isabel lo miró con reproche.


—Ella debe aprender a comportarse.

—Lo siento, Ma; yo muy mal...

—Vas a disculparte con Adolfo y veremos la manera de pagar ese jarrón. —

Anita la miró apenada.

—Sí, Ma, pomesa... —dijo levantando su manita izquierda. Adolfo


comprendió que tenía razón, debía educarla.

—¿Eres zurda?, como yo —inquirió, acuclillándose para ayudarlas a


recoger los pedazos. Isabel no lo había recordado hasta ese momento.

—Sí, lo es —respondió.

Anita sonrió, olvidando por un instante su travesura. Se acercó al hombre y


le picó los párpados sin lastimarlo.

—Ojos iguales, Ma.

Isabel miró el par de ojos aguamarina y sintió un vuelco en el corazón. Era


parecida a él en muchas cosas y apenas empezó a notarlo.

Adolfo percibió su inquietud. Lo estaba evadiendo; no quería hacer


contacto visual. Entonces, ¿cómo la volvería a seducir para después
convencerla de que se quedara a vivir a su lado?

La chica notó que no apartaba su mirada. ¿Qué estaba pensando ese


maquiavélico hombre? Debía mantener la guardia en alto; no podía
distraerse un segundo. Sin embargo, le seguía gustando tanto… Deseaba
quemarse un poco con el fuego que veía en sus ojos.

—Vamos a conocer sus habitaciones —dijo al ver que se había relajado tras
consumir un par de tragos; la prueba era que ya le sostenía la mirada. Una
mirada algo ebria, pero había logrado su cometido.

—Solo necesitamos... —Se pausó cuando Anita se acercó al fuego. Adolfo


abrazó a la niña, evitando que se acercara más y ella le correspondió.
—Mami huele mal —susurró en su oído, haciéndolo sonreír.

—Sí, necesita darse un baño —respondió, provocando la risa de Anita.

—Tú tamien.

La pequeña le tomó la cara con ambas manitas para tocar su nariz con la
suya; adoró esa inocencia. Isabel se empezó a debatir entre la conciencia y
la conveniencia.

—La niña dormirá conmigo —anunció al llegar a las habitaciones—. Hace


frío.

—Hay calefacción. ¿No lo notaste?

—Es que podría enfermarse.

—Aquí estará segura y sana, en su propia recámara.

—Aun así, es una niña que nació prematura y los cambios climáticos
podrían dañarla.

—¿Nació prematura? Por eso es tan pequeña...

Isabel no quiso dar detalles de la dramática venida al mundo de su hija.

Minutos después, Anita recibía un cálido baño; ella tomó otro enseguida. Se
sentía muy relajada con el brandy. Tal vez fue demasiado; le dolía el
estómago.

Al salir del baño con su hija, la empezó a vestir. Tenía el cuerpo envuelto en
una toalla cuando Adolfo abrió la puerta y se sorprendió.

—¿Necesitas ayuda con Anita?

La pequeña saltó en la cama, vestida solo con un calzoncito.

—¡Mía, papá! ¡Sato, Sato! —Los adultos la miraron fijamente. Lo volvió a


llamar papá.
—Anita, Adolfo no es... —No pudo continuar. Él se movió hacia la niña y
tomó un pijama de pantalón y camiseta rosa con princesas estampadas.

—Ven aquí, pequeño torbellino; vamos a vestirte para que vayas a cenar y
luego a dormir.

Los divertidos ojos azules la recorrieron e Isabel por fin estuvo consciente
de su desnudez; la vio tomar una cosa horrible de dos piezas y escapar.

En la seguridad del baño, se estampó de espaldas contra la pared. ¿Qué le


pasaba a ese hombre? ¿Por qué actuaba con Anita como si supiera qué
hacer? ¿Por qué le hablaba con tanta ternura? Maldijo al sentir que se
derretía por él. Eso era trampa. No iba a seducirla actuando adorable con la
niña.

Su vientre anhelaba sentir a ese maldito engreído. Lo deseaba, de manera


casi desesperada, y con el alcohol metido en sus venas debía tener más
control sobre sí misma. Miró su horrible conjunto de pantalón y sudadera
gris. ¿Por qué no trajo algo más bonito? La respuesta llegó automática:
nunca lo necesitó.

Hizo una mueca y se puso, además, una camiseta sin mangas y pantis.

Adolfo se sentía divertido al notar que su atuendo de cama “espanta


amantes” empezaba a volverse en su contra. Se veía acalorada.

Anita empezó a cabecear durante la cena.

—Alguien se quiere ir a dormir —señaló Isabel tocando el brazo de la niña.

—Yo la llevo. —Una vez más, Adolfo se ofreció y se levantó. La madre


estaba muda; ese bellísimo ejemplar masculino era sencillamente
sorprendente.

No tardó en regresar; al pasar detrás de ella le puso una mano en el hombro,


sobresaltándola un poco.

—Esa sudadera está muy gruesa, ¿no tienes calor?


—Un poco, sí.

—Quítatela —musitó con una voz que le erizó la piel. Era una orden muy
sensual.

—Eso iba a hacer —habló para escapar de su embrujo.

Adolfo se volvió a sentar frente a ella y se quedó observando el erótico


espectáculo. Sonrió malicioso al ver esa horrible prenda elevarse por el
delgado cuerpo de la chica, mostrándole la piel del estómago que deseaba
recorrer con sus labios. ¿Cómo era posible que se sintiera tan excitado por
una imagen así? Amaba la sensualidad femenina y, en esa chica, la
sensualidad estaba en ella, no en la ropa que usaba; su mejor prenda íntima
era su piel.

Se humedeció los labios al ver el borde de un seno redondo cuando casi se


terminó de sacar la prenda. Se recargó en la silla cuando un pezón hizo su
furtiva aparición.

—Oh, Dios... —Lo escuchó murmurar cuando se deshizo de la sudadera.

Ese hombre la miraba de una manera que la abrumaba y lograba que sus
buenas intenciones de comportarse se esfumaran.

Sus ojos azules se posaron en los pechos firmes, más grandes de lo que los
recordaba. Estaba sin aliento. Tomó la copa de vino y le dio un sorbo. Debía
hacer un gran esfuerzo para no ir sobre ella; aún debían hablar.

Terminaron de cenar y recogieron los platos.

—Vas a provocar que mis manos se arruinen —se quejó cuando le pidió que
la ayudara a secar los platos.

—Eso imaginé. —Sonrió, sintiéndose mejor.

—Pareces una experta en esto. ¿Sabes cocinar?

—Obvio, pero prefiero los postres.


—¿Sabes hacer postres?

—No; dije que prefiero los postres. Comérmelos solamente. Los pastelitos
me encantan. Amo el chocolate.

—Lo sé —musitó con una sonrisa. Le gustaba tenerla allí.

Isabel le gustaba demasiado; mucho más que antes.

45. ADOLFO ENAMORADO

—Aún no olvido ese día con la cara manchada de crema batida. —Miró su
delicado perfil—. Esa manera de relamerte los labios fue muy sensual —

murmuró, creando una burbuja de intimidad que Isabel no necesitaba.

La chica se humedeció los labios y miró el utensilio en su mano. Adolfo


deseó besarla y hacerle el amor.

—Ese día cumplí los dieciocho; ya te había dicho. —Lo miró un segundo.

No debió hacerlo; sus ojos la invitaban a responder.

Evitó una conversación que afectara su decisión de mantenerse casta; lo


cual le era cada vez más difícil. Aún se sentía levemente mareada con lo
que había bebido antes y la media copa de vino en la cena.

Adolfo solo miraba sus labios. No la escuchaba tan bien como debía.

—Era muy temprano para comer dulces, ¿no crees? —inquirió amigable—.

Fue nuestro segundo encuentro y no logré impactarte —recordó. Isabel


sonrió con nostalgia.

—Así fue, señor Mondragón —mintió; había sido todo lo contrario.

—Después nos vimos dentro del almacén.

La chica levantó las cejas y borró su sonrisa; de nuevo evitaba la intimidad.


—Rosie me dio el pastelito esa mañana —empezó a decir—. Fue a mi
habitación y así me despertó. —Sonrió triste—. Claramente me advirtió que

lo guardara para la comida, pero me ganó la tentación y terminé frente al


ventanal.

—Y yo adentro, admirándote. Te veías tan hermosa…

—¡Claro que no!, siempre he sido descuidada. Rosie se esforzó mucho


tratando de enseñarme buenos modales. —Terminó de lavar el último
cubierto—. Ahora sé por qué era tan refinada.

—No te sientas engañada —le pidió al verla retirarse del fregadero. Dejó la
servilleta que había usado para secar y la siguió.

—No me siento engañada. Es solo que... —Se sentó en una esquina del
sillón—. Estoy triste por ella. —Lo miró con pesar. Subió los pies descalzos
en el mullido mueble, logrando poner distancia entre ellos—. Rosie estaba
muy enferma; no puedo ni imaginar lo terrible que debió ser para ella vivir
así. Además, debió acostarse con quién sabe qué clase de tipos, para que a
mí no me faltara nada. —Sintió un nudo en la garganta—. Debió ser una
tortura.

Notó el asco con que lo dijo y bajó la mirada hacia sus pequeños pies; deseó
tocarlos. Maldijo en su mente y miró nuevamente su rostro. Isabel era
inocente, se dijo.

—¿Se enfermaba mucho? —inquirió con la mente llena de ideas


tormentosas—. ¿Te daba miedo pensar que moriría?

—Adolfo, ¿qué pregunta es esa? —Lo miró con los ojos húmedos.

—Perdón. —Se acercó para tomar su mano.

—Ambas tratábamos de ignorarlo, pero cuando venían las crisis era una
pesadilla. Todavía recuerdo la primera vez que Mikel la dejó. —Adolfo
empezaba a darse cuenta de la vida difícil que tuvieron—. Rosie se
deprimió tanto que tuve que llevarla a emergencias.
—¿Discutió con Mikel?

—Mi hermana se puso mal delante de él; luego de dejarnos en el hospital,


desapareció.

—¿Las dejó solas?

—Sí; apenas le conté lo que padecía, ya no quiso saber de ella.

—¿Y qué tenía?

—Cardiomiopatía hipertrófica —respondió; jamás olvidaría esas palabras


que, en un principio, le parecieron un trabalenguas.

—Suena terrible.

—Lo era; tenía crisis constantes en los últimos tiempos. No puedo imaginar
cómo soporto tanto dolor, una y otra vez.

—¿Qué te decían los médicos?

—Necesitaba un trasplante. —Soltó su mano para limpiarse una lágrima


que se le escapó—. Mientras tanto, debía mantenerse sin preocupaciones.

—¿Dónde recibía la atención? ¿En un hospital público?

—¿A dónde más puede ir alguien sin recursos? —respondió a la defensiva

—. Yo era una inútil estudiante de bachillerato; hasta esa noche que pasé en
el hospital, pensando en la manera de ayudarla. Luego comencé a buscar
empleo. Algunos no querían contratarme porque estaba estudiando; otros no
me pagaban lo suficiente y, lo más estúpido: mi cara me hacía ver menor de
lo que en realidad era —dijo, negándose a llorar.

Adolfo miró su rostro. Había madurado muy poco físicamente;


emocionalmente se había cerrado aún más. Si en ese momento estaban
hablando, era porque la bebida la había desinhibido.
—¿Y qué hiciste? —inquirió, queriendo escuchar de sus labios la historia
de cómo logró entrar al almacén.

—La que era secretaria en ese tiempo, mi amiga Claudia, me dijo que por
ser menor no podía entrar a trabajar allí, donde el pago y las comisiones
eran buenas —recordó mirando el fuego—. Así que usé el acta de Rosie y
una identificación falsa que Fabricio me consiguió —confesó—. ¡Estaba
tan desesperada! —murmuró, perdida en sus recuerdos—. Solo así conseguí
el empleo: suplantando su identidad. De esa manera, ella podría tener los
beneficios del seguro, los medicamentos tan caros y la atención constante
que nunca pudimos pagar.

—Y durante más de un año, lograste mantener la farsa.

—Hasta que alguien me descubrió.

Adolfo se sintió mal. Lo que Isabel hizo al mentir, nunca fue buscando un
beneficio propio.

—Antes de que te despidieran, ya sabía que mentías.

Su confesión la sorprendió.

—¿Tuviste algo que ver?

—No. Lo descubrí por casualidad; por unas fotos que te tomó Mikel. —

Isabel entreabrió los labios; luego lo miró seria.

—Esas fotos que me obligó a sacarme cuando fui a buscarlo para hablar de
mi hermana. Ese fue el acuerdo; si no aceptaba me ignoraría. Quería que
dejara a Rosie en paz.

Adolfo la notó apretar los labios.

—Él siempre me hablaba de su novia, y por la manera en que la describía,


llegué a pensar que tú eras esa chica. Fueron días infernales.

Isabel se sintió intrigada.


—¿Por qué lo creíste?

—Hablaba de una Rosie con cara de ángel y manipuladora, peligrosa. Una


chica que conoció mientras cruzaba la calle. —Recordó su misma situación

—. La que después le contó que había sido violada.

—¿Te pareció que lo nuestro coincidía con ellos? Y en cuanto a que Rosie
fuera violada...

—Eso le contó a Mikel.

Isabel se quedó pensativa. Aún recordaba la rabia con que su hermana la


libró de Cristian y de cómo se aseguró de que pagara lo que hizo.

—¿Sería posible que también lo hubiera vivido?

—Tú deberías saberlo.

—Nunca me contó. Solo recuerdo lo furiosa que estaba cuando pasó lo de


Cristian; casi golpea a mi papá por permitir que sucediera algo así.

Adolfo bajó la mirada. Era cierto que Isabel fue lastimada de la peor
manera. Le dolió confirmar lo que ya le había contado.

—Ya no hablemos de ese tema.

—¿Por qué? ¿No quieres saber los asquerosos detalles de lo que ese infeliz
me hizo, para estar seguro de que no mentí cuando te lo dije la primera vez?

—No quiero que te atormentes —alegó. Isabel hizo un gesto lleno de


desdén.

—Por eso me dejaste, ¿verdad? Te daba asco estar con una mujer vejada.

Por eso cuando me llevaste a la cama te portaste tan raro —recordó con
dolor. Adolfo la miró, avergonzado y arrepentido.

—Creí que estabas con mi hermano al mismo tiempo que conmigo —


confesó y ella lo miró decepcionada.

—¿Por eso me trataste como una mujerzuela? —Por fin comprendía por
qué lo vio tan desencantado aquella vez que tuvieron su primer encuentro
íntimo—. Para ti solo fui un pasatiempo.

—No fue así.

—¿Cuando me hiciste el amor...? —iba a preguntar—. Perdón, cuando


tuvimos sexo... —Hizo una mueca irónica—. ¿Lo hiciste molesto conmigo?

—inquirió, descubriendo en su rostro una terrible verdad. Estaba serio—. Y

no fue suficiente esa vez, sino que tenías que culminarlo en la despedida
que me diste junto con aquel cheque.

—Isabel, yo no sabía.

—¡Debiste preguntar! —espetó, sintiéndose cada vez más afectada—. El


día anterior, Rosie acababa de tener un infarto, aún peor que los anteriores,
y yo solo pensaba en la falta que me hacías para no sentirme tan sola.

Deseó que la tierra se lo tragara. Cómo olvidar su rostro ojeroso, aquel día
que se encontraron en la oficina. Entonces confundió el brillo enamorado de
sus ojos con ambición y la manera en que corrió a sus brazos buscando
apoyo, con la felicidad de haber recuperado a su proveedor.

—Perdóname, pero eras la hermana de Rosie.

—¡Eso no significaba nada! —le reclamó—. Creí que me amabas... —

Gimió con dolor, conmoviéndolo hasta lo más profundo. Se apartó de su


lado—. Estúpidamente creí que aquel anillo que me diste era una prueba de
amor... —Sollozó—. No como dijiste, pero me habías comprado.

Adolfo apretó los labios. ¿Eso significó para ella?

—¿Me amabas?
—Mucho. —Lo enfrentó—. Te amé mucho, Adolfo. Pero no era lo
suficientemente buena para ti, el hombre perfecto que tantas deseaban. Tal

vez, si hubiera sido virgen todo habría sido diferente. Quizás habría tenido
una oportunidad.

—Isabel, eso nunca me importó.

—¡Claro que era importante para un tipo engreído y arrogante como tú!

—¡No es así!

—¿Me habrías respetado si hubiese sido una chica inocente? —se burló—.

Aunque hubieras tenido dudas, no te habrías detenido a pensarlo un poco —

aseguró.

—¡Te vi y te escuché discutir con Mikel!, ¡le exigías dinero a cambio de


callar! En ese momento, creí todas las cosas que me había contado de ti,
acerca de que usabas tus encantos y tu cara inocente para envolver a los
hombres. Así te veías: pequeña, adorable, y peligrosa.

—¡Estaba desesperada! —gritó frustrada—. ¿Qué habrías hecho tú en mi


lugar? Despedida del trabajo, con mi hermana embarazada muriéndose en
un hospital que no tenía los suficientes medios para mantenerla con vida.

Se estremeció al ver el dolor que aún sentía por Rosie.¡ Claro que la
entendía!, no era tan insensible. Pensó en Anita y se le acercó para
envolverla en sus brazos.

—Cálmate, no debemos asustar a la niña —musitó. Isabel cerró los ojos y


las lágrimas escaparon sin control.

Adolfo le acarició el cabello, imaginando todas las ideas que debieron


cruzar por su cabeza cuando Rosie entró en crisis mientras esperaba a la
niña; lo que debió sentir, siendo tan joven, sin recursos por la reciente
pérdida de trabajo. Seguramente estuvo llorando como lo hacía en ese
momento, llenándolo de culpa.
Isabel se limpió las mejillas y apoyó las manos en su pecho. Deseó tanto
haberlo tenido así años atrás. Con eso habría bastado. Se tranquilizó un

poco y se apartó para mirarlo.

—Tienes razón, ya no tiene caso explicar. Mi hermana murió por culpa de


tu asqueroso hermano. —Lo empujó—. Ese desgraciado que la usaba y
luego la echaba de su departamento como si fuese basura —replicó entre
dientes—. Ojalá no llegue a encontrármelo, porque juro que lo golpearé
hasta cansarme.

—Isabel...

—Tú eres igual. —Lo señaló—. También te odio.

Adolfo resintió esas palabras.

—No soy como Mikel.

—¡Me hiciste lo mismo Adolfo! ¡No te importó usarme y dejarme!

—¡Fue un error, una grandísima confusión!

—Pudiste al menos escucharme, pero no te interesaba más que para tener


sexo. Por eso ahora estás actuando tan falso —lo acusó—. Tal vez tomé un
poco, pero estoy muy consciente de a quien tengo frente a mí.

—Isabel, no fuiste una aventura —dijo y se sorprendió a sí mismo. La chica


sonrió con desgano.

—Solo que volviera a nacer te creería. Pero como eso no va a suceder, te


aviso que no pierdas tu tiempo siendo bueno conmigo, o con esa niña que
has estado fingiendo querer.

Adolfo debió morderse la lengua para no explotar como lo hizo cuando se


reencontraron.

—Aún sientes algo por mí.


—Siento muchas cosas por ti; pero créeme: no son buenas. —Lo miró con
desilusión.

—Vas a permanecer a mi lado al menos tres semanas. En ese tiempo pueden


pasar muchas cosas.

—Sí, muchas cosas pasarán...

—Aunque no resultara ser hija de Mikel, quiero ayudarte con ella —dijo.

Isabel meneó la cabeza.

—Te lo voy a agradecer —respondió irónica—, cuando esto acabe y corra a


esconderme a donde jamás nos encuentres. —Le dio la espalda y
desapareció de su vista.

Lo estaba rechazando, directamente y sin delicadeza. No era posible; se


había derretido en sus brazos. De no ser porque había elegido los peores
lugares para seducirla, ahora sería suya, y seguramente estaría dispuesta a
todo por él. Pero con cada acercamiento, más se retiraba. La idea de verla
desaparecer de su vida lo llenaba de una inquietud pavorosa. ¿Qué haría si
Isabel se iba sin darle una oportunidad?

—No puede ser —musitó, tocándose la cara—. Aún estoy... —Calló al


darse cuenta de que, años atrás, se sintió más que atraído por ella; que la
razón por la que insistió tanto en buscarla y convencerla de estar a su lado,
no fue por un asunto puramente sexual—. Adolfo, estás en un grave
problema...

Y vaya que era un problema, considerando que esa ladrona podría no estar
interesada en robar lo que él deseaba darle: otra oportunidad a lo que
tuvieron; estar real y honestamente enamorados.

46. TRAICIÓN

Supo que se había ido a dormir con Anita cuando la buscó en su habitación
y la halló vacía. Se sentó en la cama junto al peluche de la niña; ese oso con
el que jugueteó después de que le puso el pijama.
Allí estaba la maleta de Isabel, en el mismo lugar. Esa en que no llevaba
más que lo estrictamente necesario, incluida su horrible pijama. Seguía tan

inexperta en el aspecto sensual como cuando la conoció.

—Demonios... —murmuró en un suspiro. ¿Por qué ignoró lo que sentía por


ella? ¿Por qué fue tan duro? Quizás, lo que acababa de vivir con aquel viejo
amor lo afectó más de lo que pensó...

Recordó su vida seis años atrás.

En ese tiempo tenía una novia llamaba Hope; una morena de aspecto dulce,
agradable con todos. Llevaba dos años de relación cuando contempló la
posibilidad de, al terminar la loca idea de su madre de convertirlo en su
modelo principal, pedirle matrimonio.Hope era una chica de su mismo
círculo social; así que, cuando le comentó a su madre sus intenciones, todo
fue alegría. Adolfo esperaba que las quejas de su celosa novia se acabaran
con la propuesta.

La gira tardó más de lo que había imaginado. Fueron dos meses por Europa;
la campaña culminaría en Austin. Regresó ansioso por volver a abrazar a la
que sería su esposa. Sabía que estaba en una fiesta y allá se dirigió; le daría
una gran alegría.

Algunos se sorprendieron cuando les preguntó por Hope; creían que habían
terminado su relación. Cuando supo que estaba en la casa entró ansioso,
llevando el anillo en un bolsillo del pantalón.

Apenas puso un pie en la sala, se detuvo. Hope se estaba besando con un


tipo que conocía perfectamente; era Tony Bradshaw, su supuesto mejor
amigo. La pareja se sorprendió al verlo y se separaron rápido.

Ni siquiera discutió con ellos, la evidencia estaba ante sus ojos. Cuando
Hope supo que regresó a proponerle matrimonio se echó a llorar; jamás
esperó que su frío novio tomaría la decisión de dar el siguiente paso. Lo
acusó de empujarla a buscar atención en otro por no mostrarle cuánto le
importaba. Su ahora examigo confesó que siempre estuvo enamorado de
ella y aprovechó su debilidad para enamorarla.
Meses después se casaron. Poco después empezaron a tener problemas y
Hope creyó que podría regresar con él.

Tenía semanas evadiéndola, y así sería por siempre.

Suspiró profundo. Hope no pudo esperarlo dos meses; pero Isabel pasó
semanas sin verlo y a su regreso siempre lo recibía como si fuera lo más
importante en su vida. Incluso la vez que se fue por un buen tiempo,
después de hacerla suya, sus mensajes estaban llenos de ternura.

Isabel lo había amado con toda la inocencia de una chica que vive su primer
amor. En cambio él, solo le ofreció deseo, lujuria, y finalmente, un lecho en
el que hubo rabia, falsedad y egoísmo de su parte; mientras ella se
entregaba por amor, completamente confiada en él que sentía lo mismo.

Fue un maldito, un abusador. Se aprovechó de Isabel, de su amor.

Se levantó de la cama y fue a su habitación. Llegó al mueble al costado de


su cama y abrió el cajón. Miró el objeto que había conservado durante cinco
años, como un tesoro. Extendió la mano y tomó el monedero que fuera de
Isabel; el mismo que dejó aquel terrible día en la oficina. Tuvo razón, la
tomó sin ningún derecho; nunca debió forzarla.

Apretó la bolsita, sintiéndose cada vez más miserable. Isabel lo esperó cada
vez que salió de viaje, se repitió una y otra vez; no tuvo ojos para nadie
más. No fue débil, como Hope. Y después, cuando se reencontraron en
aquella azotea donde volvió a probar las delicias de su piel, le aseguró que
jamás nadie la volvió a tocar. Siguió siendo fiel al recuerdo de un infame
malnacido.

Se odió por lo que le hizo pasar en los siguientes días. La trató como un
objeto; la acosó, buscó acariciarla como si fuera una mujer fácil y, aunque
ella respondió, no tenía derecho de usarla a su antojo. Se maldijo una y otra
vez; apretó los puños y deseó tener algo qué golpear.

—¡Maldito Adolfo, eres un puto animal!

Apretó la bolsita en forma de muffin y sintió algo dentro que lo distrajo.


Lleno de curiosidad, deslizó el pequeño cierre y lo abrió. Se sentó en la
cama y vació el contenido; unas pocas monedas cayeron sobre el edredón.

Halló una bolsita de seda con un moño rosa muy pequeño. Sonrió al ver que
estaba cosida a mano con torpeza, pero con buena intención; seguramente
ella la hizo.

Sonrió, pensando en que su madre no debía ver esa costura.

La abrió y su sonrisa desapareció.

Allí estaba el anillo que le regaló; el que ella catalogó como su muestra de
amor. El mismo que él calificó como poderío sobre su cuerpo.

Acarició la joya que Isabel recibiera con mucha alegría y entre besos le
agradeció, y que él aprovechó para seducirla, esa vez con éxito. Un éxito
que no disfrutó realmente, por estar lleno de dudas.

Se pasó una mano por la cara con desesperación. Se levantó y salió de la


habitación; se detuvo frente a la recámara que ocupaba con Anita y tomó la
manija. Entró lo más silencioso que pudo y vio a ambas dormir
profundamente. Se acercó y vio el rostro angelical de Anita; acarició su
cabello y le dio un beso en la sien. Enseguida, fue con Isabel y se acuclilló
pegado a la cama. Miró su rostro bajo la tenue luz que entraba desde el
pasillo y tocó un mechón de cabello. Sentía mucha ternura por ella; pero
también deseaba tenerla en sus brazos y besarla. La deseaba
desesperadamente; sin embargo, más que su cuerpo, ansiaba volver a tener
su confianza.

Isabel fue la causa de que descubriera que, en realidad, no sintió nada por
Hope, porque a pocos días de conocerla quedó prendado de ella, dejando lo
vivido con la morena en el completo olvido. Nada se comparaba con las
emociones y sensaciones que esa chica que dormía inocentemente en su
casa le hizo vivir. Tal vez se enamoró a primera vista.

Tomó el anillo que sacó de la bolsita y lo deslizó suavemente por su dedo


anular.
—Perdóname, mi amor, por no haberlo sabido antes… —Besó sus dedos—.

Te amo, Isabel.

Se levantó y acercó sus labios a la frente de la joven; la besó delicadamente,


mientras pensaba en la manera de hacer que las cosas entre ellos mejoraran.

Se enderezó y su teléfono móvil sonó. Hizo una mueca.

—¿Qué quieres? —preguntó enfadado—. Hope, no...

—Adolfo, no me rechaces.

—No quiero hablar contigo —dijo, saliendo de la habitación—. Lo que


tuvimos se acabó.

Isabel miró el anillo y se sentó. ¡Adolfo tenía su anillo! ¿Cómo llegó hasta
él? Recordaba haberlo guardado en la bolsita de muffin que su hermana
alguna vez le regaló; aquella que tanto cuidaba. Se levantó y fue a buscarlo.

Si tenía el anillo puesto, ¿qué significaba? Creyó escucharlo entre sueños;


pero ahora estaba confundida.

Salió de la habitación y vio luz en la sala. Su corazón latió aceleradamente


y tuvo que poner una mano sobre el pecho, sintiendo que se iba a salir. Se
acercó con pies descalzos; se detuvo a mitad de camino cuando escuchó la
risa del hombre.

—Me dejaste por él y ahora pretendes que haga de cuenta que nada pasó. —

Lo escuchó decir—. Lo que haya ocurrido entre nosotros fue un error, un


pasatiempo.

Isabel perdió el color. Estaba hablando con una amante. ¿Y decía que la
deseaba solo a ella? ¡Qué cinismo tan grande! Acarició el anillo que tenía
en el dedo. Una vez más le estaba diciendo que era una mujerzuela a la que
podría tener cuando quisiera.

Adolfo se levantó del sillón; siguió sonriendo irónico.


—Lamento darte malas noticias, Hope, pero ya no estoy disponible.

—Hace unas semanas hicimos el amor.

—Tuvimos sexo casual —dijo cansado—. Ya pasó. Tú te ofreciste a


consolarme.

—Creí que aún me amabas.

—¿Amarte? Despierta, Hope; hace seis años que tuvimos esa relación. Con
el tiempo, las cosas dejan de ser importantes.

Isabel apretó el puño donde estaba el anillo. ¡La marcó con él como si fuera
una vaca! Se cubrió la boca para contener un sollozo lleno de rabia.

¡Maldito mentiroso! Le iba a decir en su cara lo que pensaba de él.

—No quiero ser más grosero. Hace seis años, cuando te encontré con mi
mejor amigo, me heriste en el orgullo, no en lo emocional. Y agradezco que
haya sucedido, porque conocí a una persona especial —agregó Adolfo,
suavizando la voz—. Estoy interesado en alguien más.

—¿Quién es ella?

—No la conoces.

Lo miró con rabia desde su escondite. Seguía manipulando todo a su antojo;


no dudaba que ahora la estuviera usando para deshacerse de otra ingenua.

¿Quién se creía que era? Regresó a la oscuridad del pasillo. Sabía lo que
tenía que hacer.

47. LA NOVIA DEL DRAGÓN

Entró a la recámara del mentiroso y se sentó en la cama. Con suerte, el muy


desgraciado se iría con la tipa esa y así tendría más razones para
despreciarlo. Gruñó furiosa. Sentía que la sangre hervía en sus venas y
corría con la fuerza de un veneno mortal. Soltó un grito ahogado cuando se
dio cuenta de que jamás había sentido esa emoción en el pasado.

Adolfo llegó hasta la puerta de su habitación y escuchó una réplica


altisonante. ¿Era Isabel? Sonrió, sabiendo que la despertó. Entró a su
recámara de manera silenciosa y presionó el interruptor de la luz. La joven
brincó al girar y toparse con una mirada llena de maliciosa curiosidad.

Sintió que las piernas empezaron a flaquear y se dejó caer en la cama.

—Pero mira nada más a quien tenemos aquí… en mi cama.

Isabel apenas podía respirar por el susto y el coraje que sentía. Apretó el
edredón con dedos y uñas.

—No vas a tener esa suerte —espetó, viendo el deseo reflejado en sus ojos.

Adolfo iba a acercarse, pero ella fue más rápida al ponerse de pie para
escapar de sus manos—. ¡No te atrevas a querer enredarme con tus
mentiras! —le reclamó acalorada. Él se cruzó de brazos y levantó las cejas
de esa manera que lo hacía terriblemente irresistible. Odiaba esa fingida
inocencia.

—Es de mala educación espiar a los demás, ¿no lo sabías?

—¡F...fue sin querer! —respondió nerviosa—. De repente desperté y noté


esto en mi mano… —Extendió el brazo para mostrarle su anillo—, y solo
había una explicación, porque lo había perdido con mi monedero.

Adolfo se humedeció los labios. Lo excitaba tenerla en un lugar tan íntimo.

—Fuiste a buscarme y me sorprendiste hablando con una exnovia; a la cual


ni deseo y con la que no tengo nada que ver, si es lo que te tiene tan
alterada.

—¡Cállate, mentiroso! ¡Demonio embaucador! —Allí estaba otra vez ese


adjetivo que, en lugar de molestarlo, le parecía divertido—. ¡Fue tu amante
hace poco!
—Me espiaste y estás muerta de celos. —Se le acercó lentamente,
paralizándola. Odiaba quedarse así, en esa complicada mezcla de amor-odio
que sentía por él.

—No es eso, no te engañes —respondió, llenándose de una falsa dignidad

—. Te crees con derecho de maltratarme cuando se te da la gana, y luego


quieres que me derrita de ganas por ti, pero... —Tragó saliva y bajó un
instante la mirada; luego continuó—. Aunque así sea, no voy a
corresponderte.

Adolfo dio un paso más hacia ella.

—Te derrites por mí —repitió con tono seductor —. No lo sabía —agregó,


consciente de que era mentira—. Entonces, ¿ni para saciar tus ganas te vas a
entregar a mí? —inquirió, acariciando su cuerpo con la mirada—. ¿No me
corresponderías por amor?

Isabel se perdió un instante cuando llegó el roce de sus manos; luego


despertó de golpe a la realidad que tan bien conocía. Se hizo para atrás y lo
miró agitada.

—¡No te amo! ¡Nunca más sería capaz de cometer el error de enamorarme


de ti! —Miró su mano y se quitó el anillo; extendió el brazo para
entregárselo. Él se quedó mirándola; le dolía verla tan desconfiada. Esa
mujer lo deshacía cada vez que lo rechazaba.

—Isabel, el anillo es tuyo.

La chica sintió eso como una bofetada.

—Nunca más seré tu amante; quiero que te quede bien claro. Tómalo, o lo
tiraré.

—Si te lo puse no es para poseerte físicamente, lo cual deseo intensamente


y lo sabes.

Isabel sintió un gran dolor creciendo en su pecho.


—Regresaste a mi vida y me recordaste lo que esta joya significa. Y ahora
que la vi en mi dedo... —Hizo un gesto de incomodidad—, es como si me
estuvieras volviendo a decir que soy una... —Se calló y el hombre supo
cuánto la había dañado.

—No eres nada de lo que dije. Ahora lo sé —murmuró suavemente. Se le


acercó y no pudo evitar sentir un poco de angustia al pensar que nunca más
podría tenerla como la primera vez.

Isabel se sacudió al sentir cuánto lo necesitaba. Su aroma, su piel, su


cuerpo... todo la perturbaba. Adolfo la tomó del brazo, pero ella sabía que si
se dejaba tocar perdería la cabeza.

—Será mejor que tomes esto. —Insistió en darle el anillo. Adolfo lo pensó
antes de extender su mano y tomarlo. Miró la joya; en verdad estaba llena
de malos recuerdos.

—Será mejor que me deshaga de él —murmuró e Isabel miró la argolla.

Allí estaban otra vez sus emociones contradictorias, acosándola. ¡Se iba a
deshacer de su anillo!

—¿Lo vas a regalar a alguien?

Adolfo se encogió de hombros.

—Supongo... O podría simplemente tirarlo por la ventana, para que alguien


lo encuentre.

Isabel abrió los labios un poco. ¿Cómo se le ocurría pensar en tirarlo?

Adolfo suspiró; su movimiento hacia la puerta alertó a la chica.

—¿Qué vas a hacer?

La miró un segundo y se dirigió a la salida. Ella se quedó paralizada; luego


fue detrás de él.
—Me voy a deshacer de este mal recuerdo; no quiero que haya nada que te
incomode. Este anillo también me echa en cara el patán que he sido contigo.

No merezco que me quieras ni como amigo.

Era la primera vez que Isabel veía su rostro sombrío; Adolfo Mondragón
era un hombre orgulloso y prepotente. La confundía verlo andar en silencio
hasta uno de los enormes ventanales, apretando el anillo como si de verdad
le doliera todo lo que le hizo.

Lo siguió hasta una ventana que podía abrirse.

—No lo tires como si fuera basura —dijo la joven, parada detrás de él—.

Dónalo a algún lugar donde puedas ayudar.

—Tengo la sensación de que algún hombre enamorado lo encontrará y se lo


dará a la mujer que ama. Aunque podría hacer algo mejor. ¿Para qué correr
la maldición? —Se dirigió a la sala, donde aún había fuego en la chimenea;
lo avivó. Isabel lo seguía atenta.

—No exageres...

—En verdad lo lamento, Isabel. No sé cómo voy a hacer para que perdones
todo el dolor que te he causado. —Pensó un instante—. Hazlo tú. —Le
entregó el anillo; mientras, acuclillado frente a la chimenea, seguía
avivando las llamas. La joven miró la preciosa joya; había olvidado lo
impresionante que era.

—¿Estás seguro? No creo que el fuego vaya a hacer mucho.

—Es oro y diamante.

—Se ve muy cara.

—No es más valiosa que la dueña.

—Yo creo que sí —dijo y el hombre la vio arrodillarse a su lado.


—Nunca, Isabel. Ningún dinero es más valioso que el amor.

—Ni la dignidad es más valiosa, si la persona que amas está sufriendo y te


necesita.

Adolfo soltó el hierro con que había movido los troncos del fuego.

—No te importó perderme para salvar a tu hermana, ¿verdad?

—¿No hiciste tú lo mismo por Mikel? Quisiste alejarlo de esa mujer, que el
único defecto que tenía fue amar a su hermana menor más que a su propia
dignidad.

Recordó a Rosie suplicando ver a Mikel. Adolfo la hizo sentar junto a él y


la abrazó.

—Ahora te entiendo perfectamente, mi amor.

—Rosie hizo lo que hizo por mí; quería que yo no pasara necesidades. —

Un sentimiento oprimió su pecho—. Mi hermana era buena, muy dulce. Yo


siempre he sido la amargosa, la dura; Rosie era un ángel...

—Lo único que deseo es que vuelvas a confiar en mí, para que Rosie pueda
descansar en paz sabiendo que hay un tipo loco que está dispuesto a cuidar
de su pequeña hermanita. Y que será la mujer más mimada del planeta, si
quiere.

Se miraron un instante, hasta que Isabel se acurrucó en su pecho.

—¿Lo prometes? —inquirió, tratando de recuperar el control.

—Sí, mi amor; lo prometo.

—Entonces, quiero decirte que...

Miró el anillo y Adolfo supo que debía hacer algo; lo tomó nuevamente y se
arrodilló ante ella. Isabel sintió que su corazón daba un vuelco.
—Espera, déjame hacer algo que nunca pensé hacer. —La intrigó—. Isabel
Allen, me harías muy feliz si aceptas ser mi novia —dijo, dejándola

anonadada—. ¿Qué dices? ¿Me darás una oportunidad?

La chica se mordió los labios. Lo hizo esperar, poniéndolo nervioso.

—¿Ser la novia del Dragón? No sé… —Contuvo una sonrisa al verlo


tensarse—. Odias ese apodo, ¿verdad? —Se rió al ver su cara—. Pero a mí
me encanta el título —agregó, emocionándolo.

—Eso significa que...

Isabel asintió y vio emocionada como el anillo volvía a ser una muestra de
amor. La señal que necesitaba para volver a empezar. Adolfo dejó el anillo
justo donde pertenecía.

—Te entrego exactamente lo que debió ser desde la primera vez: mi vida,
mi amor y mi protección —dijo, erizándole la piel por la felicidad de saber
que era plenamente correspondida. Era un sueño bellísimo.

—Cómo quisiera poder darte algo que te hiciera pensar en esto cada vez
que lo veas… —Adolfo se inclinó a besarla en los labios.

—Sé que me lo darás —murmuró en su oído..

—Hay algo que debí decirte hace tiempo… —Pensó en Anita.

—¿Que mueres por hacer el amor conmigo?

Isabel recibió un abrazo fuerte, y de nuevo esa boca llegando a la suya.

—Sí, sí quiero.

Adolfo se levantó, jalándola consigo.

—Con eso tengo suficiente. —La abrazó de nuevo y su boca hambrienta la


devoró hasta dejarla sin aliento.
—¿Seguro? —inquirió, rodeándole el cuello—. Porque para mí no es
suficiente...

—No vas a dormir esta noche, te aviso.

—Estoy acostumbrada a largas noches de desvelo.

La levantó en brazos.

—Aún no me ducho, ¿te importaría tallarme la espalda?

Isabel se acurrucó en su cuello; besó su piel y lo mordisqueó sensualmente.

Adolfo se encogió un poco al sentir lengua y dientes contra su piel.

—Haré lo que me digas —murmuró, probando la sensibilidad en el lóbulo


de su oreja.

—Lo que yo quiera… —gimió, andando con la chica a su habitación.

—Quiero que me enseñes a hacerte feliz.

Adolfo se sintió satisfecho antes de empezar.

—Así me gusta, sumisa y obediente. —Isabel le mordió el cuello.

—No me provoques. —Adolfo fingió seriedad.

—Solo fue un decir; perdón, ama..

—Mmmh… esa palabra me agrada.

Adolfo frunció el ceño.

—No me vas a querer amarrar a la cama, ¿o sí? —Se arrepintió al instante


que dijo eso. Sin embargo, Isabel sonrió traviesa.

—Si con ello tendré libertad sobre el cuerpo del poderoso Dragón, que así
sea.
Llegaron a la puerta de la recámara; la llevó hasta la cama y la recostó. De
inmediato, se acomodó sobre su cuerpo para seguir besándola.

—No tienes idea de cuánto deseé tenerte aquí —dijo, acariciando su rostro
con los dedos—. Y a partir de esta noche, serás solo mía. Promételo.

—No tengo que hacerlo —respondió, desconcertándolo—; siempre ha sido


así. En mi vida no hubo, ni habrá nadie más que tú, mi amor.

Adolfo esbozó una sonrisa arrogante, luego la miró serio.

—Eso es tan cierto...

Se inclinó hasta ella y la besó suavemente. Por fin comenzarían su vida


juntos, ya sin mentiras ni secretos.

Isabel suspiró cuando sintió sus labios hurgando bajo su blusa. Ya le daría
la mejor noticia de su vida.

48. AMOR Y DESEO

Había esperado tanto ese momento, que el simple roce de sus labios
sobresaltaba cada poro de su piel. Amaba a Adolfo con todo su ser.

—Eres tan hermosa… Creí que jamás volvería a estar así contigo.

Lo miró enamorada. Nada que se presentara podría sorprenderla. Estaba


dispuesta a enfrentar lo que viniera.

—¿Te refieres a estar íntimamente?

—En parte —dijo sincero—. Si hubiera deseado solo tu cuerpo, lo habría


tenido con un poco de insistencia; pero no quiero que estés conmigo de una
manera forzada.

—Es cierto. En tu lugar, otro me habría obligado a cumplir por provocarlo.

Se incorporó y la ayudó a hacer lo mismo.


—No hablemos de asuntos incómodos. Mejor, acompáñame.

—¿A dónde vamos?

—Sígueme, te va a gustar.

Entraron al enorme baño de lujo, que era aún más grande que el que había
en su cuarto, y descubrió reflejado en los espejos su imagen pequeña y
despeinada al lado de un hombre alto, extremadamente atractivo y bien
vestido; volvió a cohibirse como cuando era una adolescente.

Adolfo la abrazó por la espalda; notó su timidez por lo que veía y sonrió,
viéndose reflejado con ella.

—No tienes nada de qué avergonzarte, cielo. No es tu ropa la que me atrae


de ti, sino lo que hay dentro de ella.

Isabel no sé sintió cómoda aún. Adolfo besó su mejilla una y otra vez.

—¿Por qué no elegiste una chica de tu clase? Como la que seguramente fue
tu novia.

—Hope fue mi novia por dos años. —Decidió darle una explicación—.

Cuando empecé a modelar me fui de gira; al regresar, la sorprendí teniendo


sexo con otro. ¿Crees que debí seguir con ella?

—¿En serio te engañó?

—Yo mismo la vi. Después de eso me fui a Austin y conocí a una niña que,
cada vez que me veía, parecía que veía al diablo —recordó, estrechándola
íntimamente; la hizo sonreír saber que hablaba de ella—. Esa misma
chica… —Le acarició una mejilla con las puntas de los dedos—, convirtió a
este demonio.

—Dragón —lo corrigió, decidida a molestarlo un poco; lo consiguió, pues


lo vio rodar los ojos mientras echaba la cabeza hacia atrás.
—Estoy tratando de ser romántico —replicó serio y ella se mordió el labio
tratando de contenerse.

—Perdón...

—Te decía que, esa mujercita que conocí...

—¡No soy una mujercita! —lo corrigió de nuevo, empujándolo. Adolfo


sonrió; recorrió ese cuerpo pequeño y sensual bajo el horrible pijama y fue
su turno de inquietarla.

—Claro que no eres una mujercita. Eres mi mujer; por lo tanto, es hora de
hacer un contrato de piel con piel.

Llevó las manos a los botones de la camisa y empezó a desabrocharse


lentamente, hipnotizándola sin esfuerzo. Tiró la camisa a un lado e Isabel
siguió la prenda con los ojos; luego los volvió hacia él. Sin el menor pudor,
abrió el botón de su pantalón, lo deslizó hasta el suelo y lo sacó con los
pies.

Isabel observó ese cuerpo que le robaba el aliento: los brazos marcados; el
torso duro, con un oscuro vello que descendía por el ombligo y se perdía
bajo el bóxer negro que empezó a quitarse, enseñándole orgulloso lo
excitado que estaba.

No pudo mirar más; su cuerpo entero estaba ardiendo. Se sintió tonta por
ser tan pudorosa. No era una niña, y ya lo había visto desnudo. Bajó la
mirada hasta sus propias manos y miró su anillo.

—Te toca quitarte lo que llevas puesto.

Isabel lo miró sorprendida; se había perdido en sus pensamientos.

—Adolfo, es que... Así de pronto...

—¿Te cohíbes al verme así?

La chica escuchó la ropa caer en algún lugar. Ya no había nada que lo


cubriera; además, se estaba acercando.
—No me tengas miedo. Tócame, como lo hiciste aquella noche. La única
manera en que dejarás de temerme, será haciendo el amor conmigo…

muchas veces.

—Oh, Dios —gimió al sentir su piel—. Me avergüenza recordar aquella


vez.

—A mí me excita recordar lo hermosa y atrevida que fuiste —dijo,


atrayéndola.

Isabel sintió su cintura envuelta por esos brazos fuertes y su sexo duro
frotándosele en el abdomen, invitándola a responder. La atrevida mano del
hombre llevó una suya hasta el miembro, que había tocado esa noche que
fingió ser una mujer atrevida.

—Quería que me repudiaras.

Adolfo gruñó. Odiaba recordar lo que ocurrió después; era mejor disfrutar
del momento. Cerró los ojos al envolver la pequeña mano de Isabel en su
miembro. Se quejó con placer, erizándole la piel.

—Acaríciame —le pidió, dejando todo a su cargo.

Isabel envolvió sus dedos en la erección y la presionó suavemente. Era


maravilloso sentirlo vibrar de esa manera.

—Creo que no conseguí que me despreciaras.

Adolfo gimió en su oído.

—Es imposible mirarte sin desearte. Incluso con ese feo overol que usabas.

—La miró fijamente—. ¿O es que no te has dado cuenta de lo que me


causas?

Isabel soltó su sexo y se apartó un poco para quitarse la camiseta. Adolfo


recorrió con detalle esos pechos firmes y redondos. Se humedeció los labios
y, antes de que ella se quitara el pantalón, se acercó; se arrodilló para
ayudarla a deshacerse de la pieza y echarla lejos.

Le acarició las caderas, acarició los pechos y probó su dureza rosada; esos
pezones que atraían a su lengua como imanes. Bajó entre los senos, lamió
su piel, el estómago, el ombligo, la cintura... Luego rozó su vientre con la
nariz, solo para jugar con su buena voluntad. Se desvió a las caderas; probó
la piel de los muslos y llegó con sus manos hasta las rodillas; luego se
apartó un poco para admirarla.

Estaba completamente desnuda, con el aliento del hombre entre las piernas.

Cerró los ojos cuando Adolfo besó su intimidad. Puso las manos en sus
hombros y gimió al sentirlo separar sus piernas y empezar a explorar con
los dedos. Jadeó al sentir la cálida y delicada caricia de su lengua en el
centro hipersensible de su cuerpo.

Adolfo la miró disfrutar su roce y aumentó los toques, los besos; incluso,
llegó un sutil mordisco que arrancó un fuerte sacudimiento en su cuerpo.

Las manos de Isabel se aferraron a él; una a su hombro y la otra a su cabello


abundante. Era muy excitante verla igual de perdida que él.

—Adolfo... —murmuró, sintiendo la dolorosa necesidad creciendo en su


vientre. Él se levantó para buscar su boca y compartirle el sabor de aquello
que lo trastornaba: su humedad.

—Me encanta tu olor —jadeó lamiendo sus labios. La chica los abrió,
ofreciéndole su interior para enroscarse con esa lengua atrevida.

Su cuerpo empezó a desbordarse, podía sentir el deseo acumulado por años


saliendo de su cuerpo, humedeciendo sus muslos. Las manos de Adolfo se
introducían en su sexo solo para provocarla.

Había una intención en ese juego y lo estaba logrando. Isabel correspondía


acariciando ese trasero bien formado, estrujaba su espalda y, de vez en
cuando, arañaba y mordía sus bíceps, víctimas de la deliciosa tortura que
estaba recibiendo.
Llegaron a la regadera; ni el agua fría inicial logró separarlos. Isabel se
pegaba a él como una segunda piel. Adolfo besaba esos hombros desnudos
y los marcaba con sus dientes; era un gesto territorial, dominante, pero ella
se los regresaba, llenándolo de satisfacción.

Enjabonaron sus cuerpos con sumo detalle, no quedó ni un rincón sin ser
explorado. Estaban perdidos en la pasión; una vez más, Adolfo la
enloqueció al voltearla contra un muro y rozarle la espalda con su sexo
duro. Isabel buscó sentirlo más y se inclinó hacia el frente.

—Aún no; solo estamos calentando —dijo, atormentándola con su negativa.

—No quiero esperar más. —Se volvió hacia él y apretó su miembro.

—Sé una niña buena y te daré lo que buscas. —La abrazó, sin que ella lo
soltara.

Con el agua corriendo por sus cuerpos, el jabón empezó a desaparecer. La


levantó hasta la cintura y la chica lo rodeó con sus piernas, sintiendo su
miembro en el umbral de su entrada. Se removió contra él, quien
hábilmente la levantó más para evitar la unión íntima. Quería disfrutarla
todavía. Era egoísta al verla padecer, porque él mismo deseaba enterrarse en
ella sin compasión; pero debía prepararla. Quería sentir su pasión en todo su
poder.

Se deleitó besando la curva de su cuello, saboreando su piel suave y


maravillosa. Llegó a sus orejas; las besó y mordisqueó, oyéndola gruñir.

—Me gustas tanto, Isabel; tanto... —gimió, deslizándola suavemente por su


torso.

La chica sentía una inmensa opresión en su interior, algo que estaba a punto
de estallar; aun así, deseaba seguir padeciendo bajo el roce de sus manos.

La vio acuclillarse frente a él, tomar su sexo con una mano, rodearlo y
acariciarlo. Se estremeció al saber qué haría y se puso serio, expectante.

Apretó los puños y cerró la llave del agua; se quedó muy quieto, sujetando
la manija plateada al recibir el primer roce de la tímida lengua de su
amante. Una segunda caricia llegó y puso ambas manos en la pared. No
quería hacer nada que detuviera el acto.

Isabel escuchó un respiro profundo, un gemido y la tensión creciente en su


boca; se sintió satisfecha de lo que estaba consiguiendo. Se aventuró más y
lo atrapó en su interior; presionó y acarició con la lengua, tal como él
hiciera entre sus muslos.

Adolfo la invitó a tomarlo por completo y la chica siguió jugando,


disfrutando el sentir su boca llena. Apretó con los labios, haciéndolo gruñir;
su lengua rozó el ancho y largo con movimientos que entraban y salían. Él
le sujetó el cabello y jadeó más fuerte.

Verla a sus pies, adueñada de su sexo, era una vista magnífica. Le encantaba
tenerla así; pero quería terminar en su vientre, no en su boca. La apartó con
delicadeza y se fundieron en un beso necesitado. Las caricias de Adolfo
podían ser agresivas cuando lo dominaba el deseo; sin embargo, a Isabel no
le importaba. Le rodeó el cuello y sintió que la elevaba en sus brazos una
vez más, para salir del baño y llegar a la recámara.

—Estoy mojada —replicó cuando vio su intención de tirarla en la cama.

—Eso ya lo sé. —Sonrió y la bajó suavemente.

Isabel subió a la cama y la siguió. No llegó muy lejos; el cuerpo húmedo


del hombre la arrolló. Se acomodó entre sus muslos y ella lo recibió
gustosa, ansiosa de ser suya.

—¿Estás lista? —inquirió y la vio asentir, separando sus piernas aún más.

Adolfo miró hacia abajo y la acarició con los dedos. Isabel cerró los ojos,
desesperada.

—Adolfo... —gruñó y al instante él comenzó a entrar en ese túnel mojado y


ardiente. Cerró los ojos un segundo, luego siguió mirando como su sexo
invadía por fin el paraíso de la chica.
—Dios, Isabel… —Entró lentamente, sintiendo cómo su cuerpo comenzaba
a abrirse paso en el interior femenino.

Volvió a sentirse llena de él, como en sus primeras veces. Las caderas de
Adolfo se movieron contra ella en vaivenes sutiles, arrancándole gemidos,
uno tras otro. Lo escuchó jadear también; embistiendo cada vez más y más
fuerte, sacudiéndola.

Los cuerpos comenzaron un baile intenso y —antes de que pudieran pensar


con cordura— un grito escapó de la garganta de Isabel, logrando que
Adolfo se estremeciera y la alcanzara poco después, alargando el increíble
placer de la chica, que no pudo evitar sonreír al saber que así se sentía hacer
el amor. No había sido solo sexo; había hecho el amor con el hombre de su
vida, Adolfo Mondragón. Nada podía ser más perfecto.

El hombre miró el rostro cansado de Isabel y se quedó quieto sobre su


hombro un instante. Luego se levantó un poco, apoyándose sobre los codos.

—Te amo, Isabel —dijo, aún agitado. La chica sonrió aún más y recibió
otro beso.

—También te amo.

49. POSESIVO

—¿Sabes por qué fui a esa fiesta donde...? Ya sabes; hice todo eso que...

Adolfo la miró mientras desayunaban; le tomó la mano suavemente.

—¿Hubo alguna intención, aparte de querer volverme loco?

—Quería convencerte de que era lo que decías; así te irías de mi vida y yo


podría continuar sin ti.

Se movió a una silla cercana y la abrazó.

—Ojalá pudiera regresar el tiempo.


—Y yo quisiera poder entender por qué, si dices que estás enamorado de
mí, porque supongo que fue desde entonces, jamás preguntaste por qué le
pedí dinero a Mikel.

Adolfo besó su cabello.

—Regresé a buscarte meses después, precisamente, para saber.

Isabel se apartó sorprendida.

—¿Regresaste?

—Sí; pero te vi abrazada con alguien y pensé que ya te habías olvidado de


mí. Después de aquella experiencia que viví con Hope, eso me enfureció
aún más; solo que contigo fue diferente. Estaba, y estoy, enfermo de amor
por ti.

Isabel se sintió halagada, mas no daba crédito a sus palabras.

—Me viste con alguien... —musitó, pensativa—. Los únicos hombres que
estuvieron a mi lado fueron: el médico de Rosie y Fabricio.

—Fabricio —repitió Adolfo—. Ese amigo tuyo... —murmuró, recordando


lo estúpidamente celoso que estuvo de él—. ¿Sabías que por verte de nuevo
con Fabricio fingí interés en Ronda?

Isabel hizo una mueca con los labios. Recordó el encuentro con ella y la
asistente en el baño.

—Nunca dejaste de pensar lo peor de mí —susurro—. Pero tú sí puedes ser


un maldito golfo y revolcarte con cualquier tipa, sin que nadie te reproche
nada.

Adolfo la miró ponerse de pie y la jaló nuevamente; la acomodó sobre sus


muslos y la sujetó por las caderas.

La chica se cruzó de brazos, enfadada.


—¡Es que no soporto que nadie esté cerca de ti! Te amo de una manera
posesiva. Llámame imbécil por eso, pero así ha sido desde que te conocí. —

Isabel soltó los brazos.

—¡Si eso fuera verdad, jamás me habrías dejado sola! —replicó. Sus ojos
delataron que aún no superaba esa parte de la historia de ambos.

—Lo lamento tanto… Estaba loco de celos y desconfianza; acababa de


pasar por una relación en la que fui traicionado —repitió —. Viví el engaño
de mi padre hacia mi madre y pensé que no quería perder la cabeza por
nadie.

—Te amaba tanto… —Recordó la ilusión con que vivió su romance


adolescente—; no por tu dinero, sino por lo que me hacías sentir.

—Sé que tardarás en volver a creer en mí; pero mientras estés conmigo, voy
a demostrarte día a día que no voy a defraudar tu cariño.

—Nunca pienses que me importas porque tienes dinero; te amaría igual


aunque no lo tuvieras.

Adolfo recibió un beso en la boca que lo dejó con los ojos cerrados, aun
cuando ella se separó.

Ya habían pasado tres días desde que le contaron a Anita que eran novios.

Pareció aceptarlo con suma naturalidad.

—¿Cuándo iremos a hacer la prueba de ADN? —inquirió Isabel.

—No hablemos de eso, por favor. Disfrutemos de la Navidad que ya viene;


solo Anita, tú y yo.

Isabel sonrió, removiéndose en sus muslos.

—No me provoques —le advirtió—; traes mi camisa puesta y solo bastará


que me baje el cierre para estar dentro de ti. —Lo miró provocativa.
—Si lo haces con un preservativo puesto, acepto lo que quieras; pero otro
susto como el de nuestra primera noche, no lo quiero.

—Me hiciste perder la cabeza. Empezaste tímida, pero una vez que toqué el
botón entre tus muslos, te volviste un peligro. —Isabel se apenó al
escucharlo.

—¿Te pareció mal? —inquirió coqueta, rodeándole el cuello —. Digo,


porque si no está bien no lo vuelvo a hacer… —Gimió cuando una mano se
coló y empezó a acariciarlo.

Por fortuna, Anita había encontrado diversión en su habitación con unos


juegos interactivos que Adolfo le compró; era seguro que allí se quedaría
varios minutos. Los suficientes para que el hombre se abriera el cierre y
encontrara el centro húmedo y dispuesto de su mujer.

Isabel se montó a horcajadas en la cintura del ejecutivo y se empezó a


mover contra él. Adolfo metió las manos para acariciar sus muslos, subir
por el frente, pellizcar sus pezones erguidos y provocarla hasta que la
adrenalina hizo lo suyo. Se inclinó hacia él y lo besó para callar el grito que
su orgasmo quería soltar.

Adolfo seguía embistiendo su vientre cuando, de repente, su rostro delató


que se iba a correr dentro de ella una vez más.

—Demonios —gimió y se salió de la chica antes de que sucediera. Isabel lo


vio desahogarse manualmente sobre ella. Cuando terminó, tomó una
servilleta para cada uno y se limpiaron. Adolfo se veía agitado y algo
desconcertado—. Maldita sea, casi termino adentro.

—Te dije que usaras preservativo.

Adolfo miró su costoso traje negro manchado y meneó la cabeza.

—Será mejor que empieces a buscar un método seguro.

—Eso pensé.

—No es divertido, Isabel. Podría embarazarte.


La chica pensó en la posibilidad de que sucediera por segunda vez. No
sonaba nada mal.

—Es cierto, aún es muy pronto.

—Demasiado pronto. Primero debemos acoplarnos y luego pensar en algo a


futuro.

Ella sonrió y Adolfo se pasó una mano por el cabello negro.

—Será mejor que nos duchemos para que puedas irte al trabajo.

Adolfo la miró. Estaba desnuda bajo esa camiseta suya. Se derritió por ella
y la atrajo.

—Me vuelves un completo idiota, ¿sabes?

—Ya lo había notado —respondió traviesa. Adolfo la besó; estaba muy feliz
con ambas en su vida y esperaba que ellas lo estuvieran también a su lado.

Caminaron a la habitación y, mientras lo hacían, Isabel pensaba en el mejor


momento para decirle la verdad. Pensó en que sería un buen regalo de
Navidad; pero solo faltaban un par de días y necesitaba estar segura de que
Adolfo la amaba verdaderamente.

Evitó meterse al baño con él para que no se le hiciera tarde por terminar
tendidos en la cama. Podía escuchar la regadera e imaginó su cuerpo
desnudo siendo empapado. Sonrió y miró alrededor. No podía creer que
estuvieran juntos. Quería pensar que todo era real; que no iba a ser uno de
esos sueños que llegó a tener. Los mismos de los que terminaba despertando
con un gran dolor, por haber sido solo un deseo.

El móvil de Adolfo empezó a sonar; seguramente era de su trabajo. Se


acercó a la mesita de noche donde lo había dejado y vio la pantalla. Era la
mujer que fue su novia. ¿Por qué tenía su número, si habían terminado?

¿Por qué, si lo engañó, seguían en contacto, cuando a ella la borró de su


lista? Una incomodidad creciente apareció. ¿Podría ser posible...?
—No te llenes la cabeza de ideas equivocadas —dijo de pronto él, mirando
sobre su hombro. Isabel se sobresaltó.

—¡Adolfo! —gimió, recibiendo un abrazo por la espalda.

El hombre se inclinó por un costado y agarró su teléfono. Ante sus ojos, con
la barbilla apoyada sobre la curva de su cuello, desactivó la contraseña y
fue a contactos.

—Esa mujer no es nadie que deba robarte la tranquilidad —aseguró y la


borró de su lista. Isabel se sintió satisfecha; se giró hacia él y le rodeó la
cintura. Estaba húmedo y solo llevaba una toalla en las caderas. Acarició su
pecho, colocando las palmas sobre los pectorales.

—Te creo... Y no pensé nada —mintió, delatando con su actitud lo


contrario.

—¿Segura? Porque no quiero verte loca de celos... Bueno, solo un poco. —

Besó sus labios hasta que otra llamada entró. Isabel besó su cuello—. Hola,
Paula —dijo con tono seco; Isabel sonrió. La mujer hablaba de un modo
diferente cuando se dirigía a él, la muy zorra—. Llegaré en una hora. —A
Paula no le pareció su respuesta. Isabel metió las manos bajo la toalla y
empezó a frotar su zona íntima—. Sí, Paula; estaré ocupado arreglando un
asunto... —Miró a Isabel y la empujó sobre la cama, arrancándole un gritito
sorpresivo. Ella se cubrió la boca—. Sí, Paula, estoy con una mujer. No te
quito más el tiempo; quiero tener sexo con ella.

Isabel abrió la boca al escucharlo.

—Adolfo, qué grosero —le reclamó con una risita nerviosa; entonces colgó,
sonrió malicioso y con una mano se arrancó la toalla.

—Puedo ser peor que eso —murmuró, dejando el móvil en la mesita de


noche. Isabel sonrió, sabiendo que esas palabras prometían placer.

Se subió a la cama y la obligó a que se pusiera de espaldas. Con las cuatro


extremidades apoyadas sobre el colchón, Isabel sentía que su cuerpo se
preparaba para recibirlo. Adolfo se acomodó detrás de ella y se inclinó para
besar su espina dorsal; se apoderó de sus caderas y pasó un dedo entre sus
muslos, sorprendiéndola.

Gimió ahogadamente al recibirlo de pronto en el interior, donde sus dedos


fueron sustituidos por toda la fuerza de su sexo duro y avasallante.

—Ah —jadeó cuando la tocó hasta lo más profundo. Era una posesión
deliciosa, dura y pasional; quería gritar, mas debía morderse los labios y
enterrar la cabeza en la almohada para no hacerlo.

Adolfo se inclinó a su oído sin dejar de moverse.

—¿Qué pasa, niñita? ¿No puedes gritar lo mucho que te encanta tenerme
adentro?

—No... No puedo... —chilló desesperada.

—Sí puedes. Hazlo para mí. Vamos, nena, grita...

—N...no...

Adolfo se volvió más agresivo y la llevó al cielo con esa dureza. Entrelazó
las manos con las de él y clavó la cara en la almohada para gritar con
fuerza. Él tuvo su propio orgasmo emocional al escuchar la rabia y placer
que había en su desahogo callado. Era una belleza sentir las paredes de su
interior palpitando sin control; era la mejor experiencia de su vida.

La chica se desplomó temblorosa sobre el edredón; sus cuerpos se


separaron. Se acomodó a su lado y apartó el cabello húmedo de su frente.

—¿Te dolió mucho, bebé? —Isabel lo miró exhausta.

—Vete. —Adolfo se rió.

—Te amo.

Isabel siguió inmóvil. No tenía ganas de hablar; estaba muy cansada y,


repentinamente, tenía mucho sueño. Ya había tenido orgasmos en los
encuentros pasados, pero esta vez fue uno multiplicado. Ese hombre sabía
cómo complacerla.

Adolfo anduvo de un lado a otro, vistiéndose. Aspiró su aroma a loción


cuando volvió a acercarse para ayudarla a meterse bajo las cobijas.

—Debo irme —musitó, inclinándose para besar su frente. Isabel lo miró


entre sueños y sonrió.

—Vuelve pronto.

Era el mejor sueño, pensó la chica. Debía disfrutar de su buena suerte.

Obtuvo otro beso en los labios; pero a diferencia de los cuentos de


princesas, ella se quedó dormida al fin.

50. GOLPE DE REALIDAD

Poco antes de la Nochebuena, Isabel salió del edificio con Anita para
comprar adornos navideños y darle un toque festivo al departamento. La
actitud de Adolfo fue poco agradable.

—Será mejor que no salgas. Además, no hace falta. Pide en línea lo que
ocupes.

—No es igual. Va a ser Navidad y, aunque este lugar es hermoso, le falta


alegría de temporada.

Adolfo puso su cara más seria.

—No, Isabel, es peligroso que anden solas en la calle; está de locos en esta
temporada. Además, si alguien se entera de que estás conmigo, no quiero
imaginar el acoso que tendré en los siguientes días.

Isabel no entendió.

—¿Acoso de quién? ¿De qué hablas?

Adolfo la miró impaciente.


—Tu presencia y la de Anita deben mantenerse en secreto. —Siguió
confundiéndola—. Ya me imagino los periódicos y las revistas, poniendo en
primera plana que tengo un romance contigo, que Anita es mi hija...

Cualquier idea que se les venga a la cabeza.

Siguió hablando sin prestar atención a Isabel, quien escuchaba sus palabras
con una punzada dolorosa tras otra. Cuando terminó, ella estaba igual de
seria.

—Está bien —dijo con desgano —. Se hará como tú quieras.

Adolfo se le acercó.

—No te enojes, princesa.

—No voy a pasar mis días encerrada aquí. Anita también se enfada. Tal vez
deberíamos regresar a Dallas y...

—Estás enojada, por eso hablas así.

—¡Es que no te entiendo!

—Cariño, es por seguridad. ¿Aún no sabes que yo, tu... —No supo cómo
nombrarse—, amante, soy un hombre que podría causar algún daño a la
familia si se descuida?

Isabel se apartó.

—¿Por estar conmigo?

—Un poco por tu presencia. Si la prensa se entera de que vivimos juntos,


no van a descansar hasta saber quién eres, de dónde vienes… Y luego se
irán sobre la niña; no quiero que la lastimen.

—Sigo sin entender. Pero tú sabrás mejor que yo —dijo, resentida—.

Entonces no voy a esperar esa prueba de ADN; no hace falta. Sé que Mikel
no es el padre de Anita, porque la niña es mi hija y por lo tanto...
Adolfo la miró impaciente.

—Será mejor que me vaya. No vas a entender y, de momento, no voy a


explicarte. Hablamos en la noche. Espero verte con ese vestido negro,
porque te tengo una sorpresa. —Isabel evitó que la besara, pero él no estaba
dispuesto a irse sin probar sus labios; le tomó el rostro con ambas manos y
la besó en la boca—. Ódiame si quieres, pero jamás te voy a exponer al
peligro. Así tenga que encerrarte en un sótano.

Nuevamente afloraba su arrogancia. Adolfo la besó otra vez; ella no


respondió. Antes de salir la miró. No dijo más y desapareció.

Fue al área de publicidad de la casa de modas, donde Mikel trabajaba con


unas modelos. Meneó la cabeza al verlo entre ellas, abrazándolas. Tenía una
sonrisa de sinvergüenza tan grande, que sintió pena por Donna.

—Dime la verdad, Mikel... —Lo enfrentó a solas. El fotógrafo fingió


entretenerse con unas fotos recientes.

—¿Eso te dijo Isabel? ¿Que traté como basura a su hermanita, la


moribunda? —Su sarcasmo le molestó—. Era una mujerzuela, ¿de qué otra
manera se trata a una vividora?

Adolfo miró su mejilla, raspada por el reciente accidente en motocicleta que


tuvo.

—¿Esa vividora te cobraba por acostarte con ella? —Mikel lo miró sin
saber qué responder.

—N...no; pero su pasado estaba allí.

—Entonces, Rosie te amaba de verdad.

—¡Yo que sé! ¡Solo me gustaba para tener sexo!

—Por eso Isabel te odia tanto.

Los ojos de Mikel brillaron al escuchar su nombre.


—¿La viste? ¿Cómo está? —Su mirada lasciva molestó a Adolfo—. Era
preciosa —dijo sonriendo—. Todo un dulcecito amargo, pero una deliciosa
tentación.

—Sigue igual —respondió parco.

—Era una niña muy tentadora; siempre me pregunté si su carácter


apasionado la hacía desprejuiciada en la cama.

—Cállate. No te aproveches de que saliste hace una semana del hospital.

Mikel lo miró sorprendido.

—¿Qué tienes? ¿Acaso vas a defender a la zorrita menor?

Adolfo se lanzó sobre él y lo agarró del cuello de la camisa.

—¡Te escucho decir una estupidez más sobre Isabel y te rompo la cara!

Mikel siguió irónico. Confiaba en el alto sentido de familia de su hermano.

—¡Suéltame! ¿Qué te contó la mujerzuela esa? —Se apartó con fuerza y


dio dos pasos atrás—. ¿Te dijo lo que hubo entre nosotros?

—No te atrevas a mentirme.

Mikel rió.

—No lo hago. No dije nada. Pero sí te confieso que esa chica fue la
verdadera razón por la que me acerqué a Rosie. —Lo sorprendió—. Era
tan... dulce... En apariencia, porque por dentro es un monstruo. Si me

hubiera dado el más mínimo permiso de acercarme cada vez que le insinué
mi interés, te juro que la hubiera tomado sin dudar.

Adolfo respiró hondo y apretó el puño con toda la rabia del mundo. Sin
dudarlo un segundo le dio un puñetazo directo a la nariz. Lo derribó al
instante y no se detuvo ni cuando entraron Donna y Lorena, que llegaron
para ir a almorzar.
Adolfo se abalanzó sobre Mikel y volvió a sacudirlo, jaloneando su camisa.

—¡Jamás, Mikel, jamás vuelvas a expresarte así de mi mujer! ¡Si vuelvo a


escuchar que hablas así de Isabel, o la miras como el imbécil que eres, te
juro que romperé cada hueso de tu asqueroso cuerpo!

Lorena y Donna estaban estupefactas; jamás habían visto a Adolfo perder la


razón. Sabían que era explosivo y solía gritar por estrés, pero jamás había
golpeado a nadie; mucho menos a su hermano.

Donna fue hasta Mikel y empezó a llorar al ver su cara y su ropa manchada
de sangre.

—¡Demonios, Adolfo! ¿¡Qué pasó!? ¿Cómo pudiste golpear así a tu


hermano? —El ejecutivo miró a su madre, aún muy alterado.

—¡Me avergüenza ser de su misma familia! ¡Es una porquería!

Se fue a su oficina y marcó al departamento, donde Isabel seguía


refunfuñando. Anita corría por toda la casa y gritaba.

Estaba tan concentrada en sus dudas, que no le importaba que su hija


hiciera todo el ruido del mundo. Cuando estaba bien, la acompañaba en sus
juegos; pero ahora que se sentía tan insegura, lejos de lo que conocía, tenía
momentos en que no tenía la menor idea de qué hacer.

—Anita... —Ignoró su teléfono móvil sonando. La niña fue a su lado


corriendo—. Vamos a salir. Es un día soleado; compraremos un pino de
Navidad.

—¡Sííí! —gritó Anita, jubilosa.

Adolfo se recargó en el asiento y vio a su asistente. Enseguida entró Ronda,


evidentemente molesta.

—¡No puedo creer que hayas golpeado a Mikel! —espetó la asistente de su


madre. Adolfo la miró indiferente.
—Se metió con lo que es mío —respondió, haciendo que Paula se erizara;
sabía de lo que hablaba.

—¿Algo tuyo? —repitió la mujer—. Solo dijo que la tipa muerta era una
zorra, y su hermana otra... —Ronda calló al darse cuenta de que lo hizo
enfadar.

—Isabel está viviendo con él —anunció Paula a disgusto, mas no lo


demostró.

Adolfo se levantó y fue a la ventana, donde la luz que entraba lo hizo lucir
aún más increíble. Era muy atractivo; demasiado como para no sentir celos
y rabia de que una insignificante chica lo hubiera atrapado y ahora
disfrutara de su cuerpo, de su amor.

—Si la prensa se entera de que estás con una chica de clase tan baja... —

murmuró Ronda, imaginándose el escándalo.

—Con un pasado oscuro —añadió Paula

—Isabel es inocente.

—No estés tan seguro —musitó su ex amor platónico.

—¿Ustedes creen que me importa lo que piensan?

Ambas apretaron los labios y se enderezaron como soldados.

—Esa mujer te tiene loco. Debe ser toda una experta en la cama para que
estés así de trastornado —replicó Ronda, sacando a flote los pensamientos

que Paula prefería guardar.

—Pues no; aún se ahoga cuando me hace sexo oral. No es tan experta.

Sus palabras hicieron palidecer a amabas; luego, Paula se sonrojó.

—Eres un cerdo.
Adolfo sonrió un momento y se puso serio..

—Deja de entrometerte.

Paula se apartó para recibir una llamada.

—Adolfo... —Lo miró preocupada—. Enciende el televisor.

El hombre solía ver con regularidad la actividad que había en los medios
acerca de su familia.

Ronda miró atenta las imágenes de una Isabel que caminaba tranquilamente
por la calle, sin ser consciente de que estaba siendo seguida por más de un
reportero.

Uno de ellos las abordó y empezó el desastre.

Se sintió confundida ante tantas personas envolviéndola. Anita se pegó a su


cuerpo. De vez en cuando miraba a los desconocidos que la rodeaban, pero
estaba muy nerviosa y no lograba escapar del acoso. De repente se sintieron
empujadas e Isabel gritó al caerse, golpeándose la cara contra una cámara.

Anita empezó a llorar.

Adolfo estaba a punto de estallar. Miró a Paula y con ello le dio una orden.

Ronda lo vio serio y furioso. Solo esperaba que no empeorara cuando


descubriera la verdad que esa mujercita ocultaba; las consecuencias que
tuvo su romance adolescente con él. Era extraño que, si quedó embarazada
de Adolfo, no hubiera conservado al bebé para sacarle dinero.

Él salió detrás de Paula y ella se quedó mirando la imagen de la chica que


un fotógrafo tomó. Contuvo el aliento por un momento. Pensó que esa niña
podría ser hija de Adolfo e Isabel… Si así era, ¿por qué no se lo había dicho
aún? Porque simplemente no lo era, se respondió, tratando de calmarse.

—No, esa niña es de Mikel. —Meneó la cabeza y apagó el televisor. Luego


salió del despacho.
Isabel se dejó guiar por los hombres de traje negro se las llevaron. Aceptó
cuando reconoció al mismo que la escoltó en el aeropuerto.

—¿A dónde vamos?

—Tranquila —dijo al verla asustada—. La llevaremos con el señor


Mondragón.

Isabel palideció. Se iba a enojar. Al fin entendió por qué insistió en que no
salieran. La prensa era como perros salvajes dispuestos a atacar sin piedad.

Tocó su nariz al sentir que sangraba. El guardaespaldas le ofreció una


servilleta.

Llegaron a la casa de modas, donde fue escoltada hasta la oficina de


Adolfo. A su paso era objeto de todas las miradas; Isabel veía al frente,
tratando de ignorar los cuchicheos. Anita seguía apoyada en su hombro,
dormida.

Paula apareció con cara de piedra para recibirla.

—Dame a Anita —le pidió.

—¡No!

—Adolfo quiere hablar contigo. Y no creo que quieras que la niña los
escuche. —Isabel le entregó a la niña y siguió al guardia.

De su oficina pasaron a una gran sala de juntas. Isabel escuchó el cierre de


la puerta tras de sí y miró al fondo, donde había una silla ejecutiva dándole

la espalda. Sintió aún más miedo por lo que le esperaba.

Se talló con fuerza la nariz, lastimándose; una gota de sangre escapó. Iba a
limpiarse cuando la puerta a sus espaldas se abrió de nuevo.

—Así que mis órdenes te parecen una estupidez.


La voz fría y dura de Adolfo detrás de ella la asustó y giró rápidamente,
llevándose una mano al pecho. El hombre la miró con ganas de ahorcarla;
Isabel tragó saliva y entreabrió los labios.

—Lo siento, no sabía que esto pasaría... —Su voz temblaba, pero no tanto
como su cuerpo.

—Si algo le pasó a la niña... —La vio palidecer al dar un paso hacia ella. La
chica retrocedió para escapar y un hilillo le escurrió por la nariz cuando se
tocó de nuevo; Adolfo la detuvo por el codo y miró su sangre. La rabia y la
impotencia hicieron que enrojeciera.

La chica entendió su gesto violento y abrió la boca para jalar aire cuando el
ataque de pánico la asaltó. Luego, el asustado fue él.

—¡Isabel! —exclamó, sosteniéndola antes de que su cuerpo se desplomara.

51. PAPARAZZI

Despertó en un sillón. Se sentó repentinamente y miró a todos lados.

—¡Anita! —exclamó y Adolfo, que estaba hablando por teléfono, se giró


hacia ella.

—Hoy no, mamá, no es un buen día —dijo enfadado.

Isabel quiso levantarse sin éxito. Él fue hasta ella y se sentó a su lado.

—No te muevas; ya viene un médico a revisarte.

—¿Dónde está mi hija?

—Debes tranquilizarte. Anita está bien; sigue dormida.

Isabel lo miró angustiada, con los ojos brillantes.

—Lo siento mucho, no debí salir —gimió—. No sabía lo que había afuera.

No me dijiste.
Adolfo la vio levantarse e imitó su movimiento.

—Tranquilízate.

Lo miró angustiada. No quería que la tocara.

—Pero es que algo pudo pasarle a Anita, y yo la expuse. Solo queríamos


buscar un árbol pequeño.

—Mi amor... —musitó suavemente—. Ya pasó.

—Me ibas a matar si algo le pasaba a Anita —dijo, temblando sin control.

Adolfo resopló suavemente y se inclinó hacia ella.

—Lamento si te asusté —murmuró, tratando de serenar sus nervios. Isabel


lo miró con desconfianza—. Jamás te mataría —señaló, incómodo por su
desconfianza—. No de esa manera... —La acercó a su cuerpo—. Te amo
demasiado. —Rozó una mejilla delicadamente con sus dedos—. Eres parte
muy importante de mi vida —aseguró, buscando tranquilizarla—. Lo
siento, por verme como un energúmeno y haberte asustado; pero estaba
igual de nervioso que tú. Vi en televisión las imágenes y me dio rabia no
estar allí para protegerlas.

Isabel se mordió los labios.

—Fue horrible. Toda esa gente encima de nosotras… —Se erizó y Adolfo
la estrechó.

—Lo sé —susurró dulcemente en su sien. Se apartó un poco y acunó su


rostro con delicadeza—. Bienvenida a mi mundo.

—Están locos...

—Tienes razón, debí advertirte. Pero ya estás aquí, sana y salva.; no voy a
permitir que vuelva a suceder. —Miró su cara angustiada—. Ahora veamos
cómo podemos regresarte la calma.
—Tengo sangre en la nariz. —dijo, tratando de tocarse. Adolfo impidió que
lo hiciera tomándole la mano; entonces, notó que tenía los nudillos rojos—.

¿Qué te pasó en la mano? —preguntó sin recuperarse del todo.

—Le pegué a Mikel hace unos minutos —dijo sin darle mucha importancia.

—¿Qué? —Se sorprendió—. ¿Golpeaste a tu hermano?

—Sí; comenzó a insinuar tonterías sobre ti y no lo permití.

—¿Qué te dijo de mí?

—No voy a repetir su basura.

—Dime, quiero saber. —Adolfo la vio decidida a insistir.

—Habló mal de Rosie, como siempre, y luego dijo que tú le gustabas... —

La cara de Isabel se desfiguró por el asco—; que se acercó a tu hermana


atraído por ti.

Isabel se apartó furiosa.

—¡Maldito cerdo asqueroso! ¡Yo sabía que había algo en su cara de


imbécil! —Recordó esas miradas atentas, la manera en que buscaba que
siempre estuviera cuando salía con Rosie. ¿Cómo pudo hacerle eso?

Adolfo la atrajo cuando sus ojos se humedecieron.

—Ya déjalo ir. Mikel no pondrá sus ojos en ti de ahora en adelante.

—¡Por supuesto que no! —Quiso empujarlo, pero él no lo permitió—.

¡Cómo deseo romperle la cara!

Adolfo resopló.
—Ya lo hice yo. Creo que le rompí la nariz. —Isabel miró a su amante,
sorprendida.

—¿De verdad? ¿Lo hiciste por mí?

—Eres mi mujer —declaró y ella sonrió emocionada.

—Adolfo, te amo. —Le rodeó el cuello y lo besó.

—Sigo nervioso; necesito algo para relajarme, y tú también.

Isabel lo miró quitarse el saco y después la corbata.

—¿Qué vas a hacer?

—He visto que eres ansiosa y no quiero verte sufrir —dijo malicioso—.

Tienes que liberar la tensión, cariño.

Su voz ronca la emocionó. No lo detuvo cuando se acercó y le quitó el


delgado suéter para meter las manos por debajo de la blusa y tocar su piel.

—¿Con sexo? —inquirió, sintiendo su mirada recorrer su cuerpo.

—¿Ya olvidaste cómo quedas después de que lo hacemos? Te duermes


como un bebé. —La besó, comiéndose sus labios como el manjar más
exquisito.

—Sí... —sonrió, sintiendo en la piel el deseo de recibir sus caricias. Isabel


le rodeó el cuello otra vez y las bocas apasionadas se encontraron.

Adolfo la levantó en brazos y la llevó hasta recargarse en la mesa de juntas.

Sonrió al ver que usaba falda y botas altas. Le subió la prenda hasta las
caderas y se abrió el pantalón. Isabel le desabotonó la camisa con prisa;
después, su blusa siguió el mismo camino, lejos de ellos. Se sentó en una
silla ejecutiva y la chica perdió el aliento esperando su cuerpo adentrándose
en ella con rabia. Acarició su miembro antes de que la poseyera y jugó
sobre él moviendo las caderas, rozándolo, provocándolo.

Mordió suavemente sus senos, oyéndola gemir, sintiendo el roce de su


centro húmedo. Isabel echó la cabeza hacia atrás con esa boca torturando
sus pezones; se agarró con fuerza de su cabello y empezó a descender sobre
la firmeza que ya la esperaba. Jadeó cuando sus caderas se movieron
sensualmente contra Adolfo.

Era una belleza, pensó el hombre, viéndola cabalgar sobre su cintura. Ya era
una mujer, no aquella niña que conoció. Era suya; solamente suya. Gruñó;
se apoderó de sus caderas y aceleró los movimientos.

Isabel se aferró a sus hombros desesperada; sentía como, con cada


embestida, las emociones negativas se convertían en descargas eléctricas
que aumentaban los estímulos sensuales, que se esparcían sin control desde
su vientre hacia cada poro de la piel.

—Oh, sí... —gimió en su oído, logrando excitarlo aún más—. Sí... —dijo
fuerte, más de una vez. Le siguió el ritmo y comenzó a sentir las intensas
sensaciones que el orgasmo traía; las paredes vaginales apretaban cada vez
más el miembro masculino, aturdiéndolo con sus espasmos.

—Demonios, no me quiero salir —gruñó. Ella sentía el placer sacudiéndola


internamente; sus gemidos y la tensión en su vientre llevaron a Adolfo a
perder la razón. Jadeó fuerte contra el pecho de Isabel y se corrió en su
humedad con desesperación, mandando al diablo cualquier pensamiento
que arruinara el momento.

El médico la revisó y, aparte de los moretones que pronto tendría, no


encontró nada extraño.

Adolfo estaba inexpresivo nuevamente y ella sabía que era por lo que
sucedió en la sala de juntas. Al parecer, era muy importante para él lo de
conocerse bien antes de pensar en tener algo serio. ¿Es que acaso no lo
tenían ya?
El médico se fue y Anita regresó. Se lanzó a los brazos de su padre y sonrió
dichosa.

—¿Ma, tené u bebé? —preguntó inocente y la tensión de Adolfo se volvió


más evidente.

—No, mi amor, solo revisó los golpes de mamá. —respondió. Anita la miró
con desilusión.

—Quieo u bebé, mamá.

—Aún no, mi vida. Mamá pronto tendrá su período —respondió, dolida por
la actitud de quien decía amarla.

—¿Es verdad?

Isabel se acercó y tomó a Anita de sus brazos.

—Tranquilo, garañón, no eres infalible —le dijo. Él frunció el ceño.

—¿Estás molesta?

—No más que tú. Quiero un árbol de Navidad e irme a casa —contestó y lo
dejó boquiabierto.

—Isabel, no malinterpretes las cosas.

La chica hizo una mueca. Adolfo tomó a Anita y salió con ella en brazos de
la oficina.

—Tu cara de horror ya me contó lo que piensas —dijo, caminando con el


ejecutivo cargando a su hija detrás de ella.

—Amor, no es eso. Yo... solo estoy en shock… A mí nadie me...

—Déjalo así. Quiero mi árbol; no voy a pasar la Navidad encerrada en ese


departamento de película, donde lo más emocionante es ver los horrendos
edificios de al lado, donde la gente se la pasa espiando a otros con unas
cosas raras. —Hizo un ademán que él no entendió—. Como cámaras, ¡o qué
sé yo!

Adolfo se quedó pensativo. Ahora entendía todo.

Apenas notó el cambio, miró alrededor; los curiosos se multiplicaban. Hubo


alguno que se atrevió a sacar una foto y Adolfo lo descubrió. Le dio orden a
su guardaespaldas, al que Isabel conocía, y la chica vio al angustiado
hombre suplicar que no lo corriera cuando le quitó el móvil y se lo dio a
otro para que revisara el contenido.

—¿Qué pasó? ¿Por qué lo echan?

—Está prohibido tomar fotografías en el interior de la casa de moda;


especialmente, a mí o a las personas que me acompañan.

—¿Por qué?

—Será mejor que regreses al departamento y allí me esperes. Te explicaré


todo en cuanto llegue. —La vio abrir la boca—. Tendrás tu árbol —

prometió.

Adolfo llegó en silencio, con el árbol y los adornos. El mozo del edificio y
el guardaespaldas le ayudaron. Arribó antes de lo previsto, para darles una
sorpresa.

—Ya casi lo consigo —decía Isabel al teléfono—. Estoy segura de que este
negocio me va a dar buenos resultados. —Sonrió y Adolfo la miró
intrigado, mientras se paseaba frente al ventanal. Anita no se escuchaba;
seguramente estaba dormida—. Claro que va a aceptar; confía en mí. Con
este asunto que traigo entre manos, nuestro futuro quedará asegurado. En
cuanto le saque esa cantidad, jamás volveré a hacer lo que hacía; ahora
estaré al mando y podré llevar la vida que Rosie y yo siempre quisimos. Y

sí, Adolfo recibirá la parte que le corresponde.

El aludido entró de lleno a la cocina y su figura reflejada en el cristal alertó


a Isabel.
—Debo colgar, Adolfo llegó.

—Hola. —Caminó hacia ella, que fue a su encuentro para besarlo—. ¿Con
quién hablabas?

Isabel sonrió y le acarició la mejilla.

—En su momento te enterarás. Ahora... —Miró detrás de él por un costado

—. ¡Por Dios! ¡Qué árbol tan grande!

—¿Te parece?

Isabel corrió hacia el perfumado pino y sonrió con entusiasmo; sus ojos
brillaban.

—Sí, ¡está precioso! —Se veía tan feliz, que Adolfo prefirió ignorar su
inquietud por la conversación telefónica que le escuchó. Se le acercó y ella
saltó a sus brazos, llenándolo de besos.

Más tarde, le mostró la razón por la que no había querido que los vieran
juntos o que la relacionaran con él.

Isabel estaba asombrada por la manera en que las páginas de sociales


dedicaban artículos enteros, que hablaban de cuanta familia rica vivía en la
ciudad y cómo se vinculaba de manera amorosa a algunos que ni siquiera se
conocían. Incluso, una hizo realidad lo que le dijo días atrás, al señalar que
Adolfo llegó en un vuelo comercial para evitar a la prensa, pues iba
acompañado de una modelo internacional.

—No es gracioso —dijo Adolfo al escucharla reír.

—Es que ya es oficial; soy la novia del... —Le cubrió la boca con una mano

—. Y además, una supermodelo.

—Veamos si esto te parece tan gracioso… —Le mostró las imágenes de un


video, borroso gracias a la distancia que había de un edificio a otro. Isabel
agudizó la mirada.
—Oh, sí —murmuró Adolfo excitado, cuando ella descubrió que era una
pareja teniendo sexo. La chica vio la amplia espalda desnuda del hombre y
comenzó a enrojecer.

—¡Somos nosotros! —Lo miró horrorizada.

—Qué bien se mueve tu hombre, ¿verdad? —susurró.

—¡Por Dios, es espantoso!

—Afortunadamente, logramos detener esto. —La vio abrir los ojos


espantada—; si no, en la calle seríamos la comidilla. Hoy acabaste con la
incógnita al salir de aquí.

—Qué metida de pata. De haber sabido…

—Cada movimiento que hagas, por más pequeño que parezca, tiene
consecuencias. Así son las cosas en mi ambiente.

Isabel se sintió mal. Anita llegó y rápidamente cerraron la laptop.


—Entonces, ¿nunca podré andar en la calle?

—Sola, no. —La chica resopló y lo miró—; conmigo sí. O con seis
guardaespaldas.

—¡Seis! —exclamó mientras Anita luchaba por abrir el portátil.

—No te preocupes, ya te acostumbrarás.

Isabel pensó en sus planes; no iba a convertirse en una esposa parásito. Vio
a Adolfo levantarse de la sala para ir con su hija, lejos de la tentadora
laptop. Sonrió al verlos jugar.

¿En verdad algún día le pediría que se casaran y formaran una familia?

Suspiró, deseando que así fuera. Tenía derecho de ser feliz con su príncipe
azul, se dijo sonriendo.

52. LORENA DE LA PLATA

La prueba de ADN quedó en el olvido por esa semana. Disfrutaron las


fiestas en casa, como una familia de verdad.

Después de Navidad, Adolfo regresó a la oficina con una sonrisa en los


labios, que dejó asombrados a quienes lo conocían; al menos ahora sabían
de quién se trataba.

—Por lo visto, te sientes muy bien —comentó Paula.

—Más que eso; estoy feliz.

—Feliz...

—Más bien, enamorado —aseguró. Paula hizo una mueca.

—No te creo.
—No me interesa. —Sonrió, acomodándose detrás del escritorio—. Jamás
pensé que me sentiría tan vivo —reflexionó—. Lo que creí sentir con Hope,
ni se compara con esto.

Una mujer se aclaró la garganta. La sonrisa de Adolfo se congeló.

—Hola, ¿podemos hablar? —Hope entró a la oficina, quedando cerca de la


puerta.

—No. —Su respuesta tajante la paralizó.

—Adolfo... —musitó la mujer que en el último mes había insistido en


recuperarlo.

—Paula, indícale a la señora la salida. —La asistente miró con indiferencia


a la chica.

—Por aquí...

—Adolfo, no creo que me hayas olvidado tan fácil.

—Sí lo hizo, señora —respondió Paula por él. Se lo agradeció; por su


cabeza cruzó una respuesta menos amable.

—Iré a tu casa y hablaremos.

—No voy a estar; pasaré con mi madre el Año Nuevo. Y ya sabes que te
detesta un poco.

—Adolfo, por favor...

Paula la empujó lo más suave que pudo. La sacó y luego cerró la puerta.

—Por cierto, ¿para cuándo se harán la prueba de ADN?

—Pasando las fiestas. Aunque Isabel insiste en que no es necesario. Tiene


un vínculo emocional muy fuerte con la niña; supongo que por eso se niega.

Va a sufrir muchísimo si la prueba no le resulta favorable.


—Si resulta positiva, ¿qué harán con la prensa?

—Ya veremos. No quiero ver a mamá acosada una vez más por el
escándalo.

—¿Y si saben de tu romance con Isabel?

—Creo que ese asunto ya está controlado —dijo, recordando el mal


momento que la hicieron pasar—. Afortunadamente, los reporteros creen
que se equivocaron y que la chica es la niñera de algún rico del edificio.

—¿Y si se enteran de que es mentira?

—Llegado el momento, yo mismo lo anunciaré.

—El pasado de Isabel no es muy limpio. No has leído el reporte del


investigador; allí dice todo sobre ella.

Adolfo la miró con enfado.

—¡Por Dios, Paula, ni que hubiera matado a alguien!

La asistente calló un momento. Ese gesto lo intrigó.

—Vuélvete un ciego ante sus errores y ya veré tu angustia por no querer


vivir con dudas.

—Dudé de Isabel durante cinco años y no la tuve a mi lado. Ahora soy feliz
y no necesito escuchar tonterías.

—Veremos si piensas lo mismo en unos días más. Por ahora, disfruta de tu


amiguita.

—Mamá quiere conocerte —dijo Adolfo mientras cenaban. Isabel dejó caer
el tenedor al plato. Faltaban pocos días para Año Nuevo y, seguramente, la
señora debía estar molesta porque su hijo no estuvo presente en la fiesta
pasada.

—¿Con... conocerme?
—Sí; ya se enteró de que vivimos juntos. —Sonrió mientras extendía su
mano para acariciar la de ella—. No está nada contenta. —Contuvo la risa
al verla palidecer.

—Me imagino; no soy precisamente una dama.

Adolfo se puso serio.

—No quiero escucharte decir eso nunca más. Eres mi mujer y te amo. Nada
más debe importar. —La joven sonrió un poco—. Hoy iremos a la casa de
modas, para que la veas en su ambiente natural. Un lugar neutro.

—¿Iremos a su oficina?

Isabel se sintió fuera de lugar vistiendo un sencillo suéter color crema con
cuello en V y jeans azules, zapatos de piso negros y el cabello recogido a

los lados con unos broches que Adolfo calificó de infantiles.

—Cállate, me pones más nerviosa... Debí ponerme un vestido formal.

—Te dije que trajeras el vestido negro —ronroneó en su oído.

—Parezco una prostituta con eso.

—Mmmh… Podríamos jugar un rato en mi oficina —propuso y ella lo


fulminó con la mirada.

—No abuses de tu suerte —replicó.

—¿Abusar?, ¿yo?

—Basta, Adolfo. Mira cómo estoy; jamás me he preocupado por mi


apariencia, y ahora que voy a conocer a tu madre, la Reina de la moda, se
me ocurre ponerme esto… ¡Y tú no me dices nada! ¿Qué no te importa lo
que dirán si te ven conmigo?

—Te amo; no puedo ver otra cosa, más que a una mujer hermosa, adorable,
y magnífica amante.
Isabel se ruborizó cuando Anita los miró.

—Ma, roja —se rió. Afortunadamente, su carácter distraído e inocente no le


permitía entender muchas de las conversaciones que tenían.

—Buen día, mamá —saludó Adolfo con voz neutra.

Isabel se paralizó al ver a Lorena De la Plata por primera vez. La señora era
una mujer imponente. Estaba sentada en su hermosa y perfecta oficina, tan
elegante como ella. La chica se sintió cohibida y apretó la manita de su hija.

Lorena se levantó y su hijo dio un paso hacia ella para besarla. Ninguno de
los dos mostró emociones al intercambiar el saludo. Al parecer, la relación
era fría.

—Hola, mi amor —musitó Lorena y observó a las desconocidas.

Bueno, no es tan fría, pensó Isabel.

Por un momento, Lorena miró con humanidad a la niña; al parecer, le gustó


lo que veía. Y cómo no hacerlo; era su nieta. Ya no le quedaba la menor
duda: Adolfo sería un gran padre para su pequeña.

—¿Qué es ella, Ma? —inquirió la nenita, mirando con curiosidad a la


distinguida mujer de vestido color uva y cabello platinado.

Lorena miró a Isabel y allí se echó a temblar. No fue nada discreta al


recorrerla de pies a cabeza. La chica tragó saliva. Anita se soltó y fue hacia
ella llena de curiosidad.

—Tú debes ser Isabel.

La chica se sonrojó y su refinado novio levantó las cejas al verla reaccionar


así. Se estaba burlando de ella; le hizo ademán con las manos de estar
llorando. Isabel se mordió los labios para contenerse, pero terminó por
ceder y se rió. Lorena siguió seria.

—Ay, Adolfo, nunca cambiarás —espetó la señora, sabiendo lo que hacía


—. Siempre ha sido lo mismo con él; por eso es mi favorito —dijo sin pena

—. Tengo cuatro hijos, pero este sinvergüenza me vuelve loca.

—Me da gusto conocerla, señora.

—Mmmh… Podría decir lo mismo, si una figura como esa estuviera mejor
vestida. Lástima de cara y cuerpo.

—Mamá...

—Déjame decir lo que pienso.

—No lo hagas; conozco esa mirada.

—Es tu mujer, ¿no? —La joven miró asombrada a su... ¿suegra?

—Sí, pero no la necesito con ropa. —Isabel y Lorena lo miraron al mismo


tiempo.

—¡Adolfo! —gritaron a la vez. Isabel con reproche, Lorena con autoridad.

Él sonrió travieso y las ignoró, para tomar a Anita en sus brazos y hablarle
como bebé.

Isabel lo amó por ser tan dulce. Lorena notó su mirada embelesada y vio a
su hijo con la pequeña. Tuvo una loca y repentina idea. Se les acercó y miró
a su hijo cerca de la pequeña. Sonrió por primera vez.

—Es perfecta; muy hermosa. No creo que Mikel haya hecho algo tan bien,
ni por una vez en su vida. —Acarició la cabellera de la niña y miró a Isabel.

—¿Rosie era rubia?

—No, señora.

—Pero tu madre sí

—Tampoco. Mi papá sí.


Volvió a recorrer su silueta. Luego mimó a Anita, causando una gran
felicidad en la joven. Ellos parecían aceptar a la niña con buen corazón.

Le agradó ver que el rostro parco de la mujer se transformaba al estar con


ellos. Se rodeó el cuerpo con los brazos y su sonrisa desapareció. Si ocurría
algo malo y ella se separaba de Adolfo… podría quitarle a Anita con las
manos en la cintura.

—No... —musitó con un repentino miedo. Adolfo la notó seria; dejó a


Anita con su abuela, que la llevó a ver unos diseños en una oficina contigua
para distraerla.

—¿Qué tienes? Te ves preocupada.

—Solo pensaba. Tu madre parece una señora fría, y de repente es muy


dulce.

—Yo también soy muy muy dulce, ¿no crees?—dijo, rodeándole la cintura
por detrás.

—Basta, Adolfo. Aún estoy preocupada por lo que hicimos en tu oficina.

—¿Por qué? Dijiste que ya viene tu periodo.

—Aun así, debes contener esas hormonas.

—No hablas en serio; te encanta que te contagie mis ganas. Es mi perdición


estar adentro de ti.

—Cállate. Tu madre y Anita están cerca. —Lo empujó un poco y fue justo a
tiempo, porque ellas regresaron.

—Isabel, vamos al taller de costura. Hay algo que quiero probar y tú eres
perfecta para eso.

—Sí, señora —respondió y la mujer la miró con cierto enfado.

—Llámame Lorena. —Se adelantó con la niña y él atacó de nuevo,


pellizcándole una nalga.
—¡Adolfo! —replicó, dándole un golpe en el pecho. Lorena se viró y lo
miró seria, mientras Isabel se tocaba el trasero.

—Deja de pervertir a la chica y vete a trabajar. Ella y yo tenemos mucho de


qué platicar.

Antes de la plática entraron al taller y Lorena buscó, entre varios vestidos,


uno. Lo sacó de su bolsa protectora y se lo dio. Isabel estaba desconcertada.

—Señora, esto es...

—Sí, se lo que es. Póntelo, necesito ver si le quedará a una clienta que es
demasiado quisquillosa, pero que pagó una fortuna por él. No quiero verla
por aquí hasta asegurarme de que el vestido le quede. Tiene tu estatura y tu
talle.

Isabel se miró a sí misma; era bajita y delgada. Lorena De la Plata medía


casi un metro setenta, dedujo.

Se metió al probador, donde la diseñadora la acompañó para ayudarla a


vestir. Isabel se sintió apenada porque la vería en ropa interior. Cuando se
deshizo de su vestimenta, Lorena miró el bien proporcionado cuerpo de la
joven.

—Eres una chica muy hermosa, Isabel; con razón Adolfo está como idiota
por ti.

La joven se apenó y no sabía si cubrirse o no.

—Lamento que no haya ido en Navidad. Le dije que fuera, pero...

—Las prefirió a Anita y a ti.

—No creo ser más importante que usted. Usted es su madre. —Lorena se le
acercó con el vestido y la ayudó a meterse en él.

—Contigo, es la primera vez que lo hace. Con las novias anteriores siempre
las dejó para ir a nuestra cena familiar... —La emocionaron sus palabras—;
o las llevaba, si era una relación muy importante —agregó, esperando lo
que vio: desilusión. Sintió pena por ella.

—Señora...

—Adolfo es un joven guapo y rico —dijo, viéndola acomodarse los tirantes


del vestido.

—Supongo que sí. Digo, lo de guapo es evidente y tiene un departamento


muy bonito.

Lorena la observó con cuidado.

—No estás consciente de lo rico que es, ¿verdad?

—No acostumbro a fijarme en la gente por lo que tiene, sino por lo que es.

—Déjame subirte el cierre. —Isabel le dio la espalda y por fin se miró al


espejo. Se quedó paralizada.

—Es... muy lindo... —Sintió una repentina emoción, que la desconcertó.

—Solo lindo.

—Precioso.

—¿Usarías esto para casarte?

Isabel la miró por el espejo. Mas no fue la única imagen que encontró. Allí
estaba ella con su sonrisa, siendo observada seriamente por Lorena De la
Plata y Adolfo Mondragón. Este último le borró la sonrisa; no se veía nada
contento. En realidad, era difícil descifrar su expresión.

—Mamá... —Sonó tenso.

—No me digas nada, solo quería que Isabel se midiera esta prenda; si a la
dueña le queda la mitad de bien que a ella, estaré satisfecha.

—¿Ya me lo puedo quitar?


—Claro; que te ayude Adolfo.

—N...no, prefiero hacerlo sola.

—Adolfo, sé un caballero.

Lorena los dejó solos y hubo tensión en el ambiente. Él se le acercó y se


paró detrás para bajarle el cierre.

—Solo es un vestido de novia, Adolfo. No es una insinuación ni nada


parecido. Además...

—Mamá te hizo una pregunta y no le respondiste. —Señaló mirando su


espalda desnuda.

—Sabes que no.

Adolfo frunció el ceño.

—¿No, qué?

—No usaría esto para casarme. Es el sueño de muchas mujeres, pero no el


mío. El vestido no es lo que me importa tener.

Adolfo la giró hacia él. Una sonrisa de satisfacción apareció en sus labios.

—Yo tampoco quiero el vestido. Quiero lo que está adentro —murmuró,


rozándole la espalda con los dedos. La besó y ella sonrió contra sus labios.

—Será mejor que te vayas. No quiero tu ADN en esta prenda.

Adolfo le mordió suavemente el labio inferior.

—Mmmh... No me tientes.

Isabel se apartó de él y lo sacó del probador. A solas, se echó otro vistazo;


se observó y siguió sonriendo. Ya tenía lo que quería. Lo demás vendría con
el tiempo.
53. SIN SECRETOS

—Gracias; apenas regrese a Dallas me pondré en contacto con usted. —

Sonrió—. No se arrepentirá de haber hecho este trato.

Adolfo escuchó una vez más esa plática extraña de Isabel. ¿Por qué decía
que regresaría? ¿Acaso había algo que él no sabía?

Su teléfono móvil sonó y supo que era Hope; esa mujer no se daba por
vencida. Sonrió al ver cómo ignoraba la llamada, hasta que decidió
bloquear su número. Cuando descubriera el secreto sucio de Isabel le haría
lo mismo y Adolfo estaría libre nuevamente. No habría mujer más confiable
en su vida que ella.

—No debiste invitarla a pasar Año Nuevo en tu casa, Lorena. No vale la


pena conocerla.

La mujer miró a su asistente con interés.

—Si Adolfo está saliendo con ella, quiero conocerla mejor. No me parece
que esté a su lado por interés.

—Es una chiquilla vulgar. Si está con ella no es porque la ame, sino porque,
al parecer, le cumple todos sus caprichos en la cama.

—Ronda... —replicó sutilmente mientras volvía a concentrarse en unos


documentos.

—Tu hijo es un pervertido, Lorena —advirtió, logrando enfadarla—. Esa


chica lo envolvió desde que era muy joven. Lo de ellos no es de ahora. —

contó. La diseñadora se sintió intrigada.

—¿Tienes prueba de lo que dices?

—Por supuesto. Además, hace un mes, cuando fui a Dallas, ellos


protagonizaron una escena sumamente bochornosa. Debiste ver cómo llegó
vestida a la fiesta; parecía una mujerzuela. Y tu hijo, apenas la vio se lanzó
sobre ella —comentó, más molesta que horrorizada—. Se apoderó de la tipa
como macho alfa. Luego la llevó a una de las oficinas, donde Paula y yo los
encontramos semidesnudos y llenos de marcas por todo el cuerpo. Al
parecer, les gusta el amor salvaje.

Lorena la miró escéptica. Adolfo no era un hombre posesivo. Al menos, no


lo fue con su antigua novia. Recordó la reacción tímida de Isabel cuando la
ayudó a ponerse el vestido de novia. Esa chica no parecía una vividora.

Sabía que debajo de su dulce apariencia tenía carácter; era inteligente y


sabía lo que quería. Su instinto le decía que no era peligrosa, pero podría
llevarse una sorpresa.

—Tal vez solo se trata de un romance fugaz —musitó Lorena.

—Lo mismo pienso. No le ha propuesto matrimonio, así que ten por seguro
que no es nada serio. Además, la relación entre ellos no es estable; según sé,
discuten constantemente. Créeme que no van a llegar a ningún lado. Apenas
se realice la prueba de ADN, Adolfo dejará ese juguetito.

—Conocí a Isabel cuando terminé con Hope —le explicó Adolfo a su


madre mientras tomaban una copa de vino en el departamento—. Tenía
diecisiete años cuando la vi por primera vez. —Sonrió al recordar.

—¿Diecisiete? —inquirió Lorena mirando la espalda de la joven, que se


había retirado para lavar los platos y los dejó solos en la sala.

—Fue todo un reto. —Rememoró, soltando un suspiro.

—¡Adolfo, dijiste que tenía diecisiete!

—Cuando empezamos a salir ya había cumplido los dieciocho.

—¡Esa no es una hazaña digna de contar! ¿Cuántos años tiene ahora?

—Veintitrés.

—¡Es un año mayor que tu hermana!


—Mamá, no es una niña.

—¡No me digas que fuiste capaz de acostarte con ella! —El hijo hizo un
gesto que lo delató—. ¡Por Dios, Adolfo! ¡Sedujiste a una adolescente!

El hombre se quedó pensativo. En realidad, así fue; no descansó hasta que


Isabel cayó en sus brazos.

—Creí que tenía más años; me ocultó ese detalle...

Isabel escuchó parte de la conversación con una sonrisa.

—Sabes cómo es nuestro mundo. ¿Crees que soportará este modo de vivir?

—Esa respuesta la dará el tiempo.

Isabel sintió que Lorena la observó a detalle al marcharse. Al parecer, la


señora no confiaba en ella ni en sus sentimientos por Adolfo; pero como él
dijo, se lo dejaría al tiempo.

—Lo único que te pido es que no me ocultes nada —le dijo cuando
estuvieron solos en su habitación—. No quiero que quienes nos rodean
busquen cualquier pretexto para separarnos.

Isabel lo miró seria.

—Mañana te diré abiertamente mi único secreto, con detalles y pruebas.

—¿Tienes un secreto?

—Es algo que te va a alegrar. No te asustes.

Adolfo la miró ceñudo. No le gustaban las sorpresas. Ella se inclinó a


besarlo y, con ello, borró cualquier inquietud.

Isabel empacó ropa para Anita y para ella, pues pasarían dos días en casa de
Lorena De la Plata. Adolfo las llevaría; estaría un rato y luego se iría a
trabajar, para regresar temprano.
—Estaremos rodeados de actores y cantantes famosos. No te imaginas lo
que verás en la fiesta de Año Nuevo —le dijo antes de entrar a la mansión
de su madre.

—¡Por Dios, ustedes son realmente ricos!

—Mi madre es una diseñadora internacional —le recordó.

—Ya lo sé, pero... —Miró los extensos jardines, las callecitas empedradas;
el castillo que se erigió ante ella, majestuoso. Al menos, así lo vio—. No
estaba consciente de qué tan ricos son en verdad.

—¿No?

—Para alguien como yo, que ha vivido solo con lo básico, todo esto… —

Señaló alrededor—, ni en sueños pensé que existiera. Y no me estoy


quejando de no tener ni en qué caerme muerta.

—Entonces, ya te quedó claro que te conviene ser muy buena conmigo.

—No empieces —replicó, dejando la emoción de lado.

—Fue una broma. Mejor dime por qué me amas.

—Pues… No se me ocurre una buena razón —respondió, molesta aún.

—Alguna cualidad debo tener.

Isabel se sentó de lado. No podía estar molesta con él; sonrió y se inclinó a
besarle la mejilla.

—Amo tus ojos.

—¿Qué? ¿Mis ojos?

—Eso fue lo primero que me embrujó de ti. —Se acercó y le rodeó el cuello
para besarlo otra vez—. Después, tu boca cuando me besaste… —Adolfo
trató de concentrarse en el camino, aunque estaban a pocos metros de llegar
—. Tu piel, cuando me dejaste morderte... —Le rozó el cuello con los
labios y finalizó con un mordisco que lo hizo cerrar los ojos—. Y muchos
años después, hiciste algo que me volvió loca. ¿Sabes qué fue eso?

—¿Aquello que hicimos la primera vez en el departamento? —preguntó,


sonriendo travieso. Isabel se rió y se regresó a su lugar.

—No; lo que me tiene loca de amor por ti, es lo buen padre que has sido
con Anita.

—¡Papá! —gritó Anita desde atrás.

—¿En serio?

—Has sido tan lindo, tan paciente, tan tierno con ella… —Se derritió al
mirarlo—. Eres otro niño cuando están juntos; jamás lo habría descubierto
si ese torbellino no existiera.

—Vaya; gracias a mi paternidad temporal, resulté atractivo.

—No es algo temporal, Adolfo.

—¡Ma, yo cansada! —interrumpió Anita.

Adolfo acudió a su ayuda; se bajó del auto para quitarle el cinturón de


seguridad a la pequeña.

—Ya, princesa; llegamos.

Entraron a la mansión y dio orden de subir las maletas a las habitaciones.

Con Anita en brazos, se dirigió a la sala.

—La señora sigue en su trabajo, llegará en una hora —informó el ama de


llaves.

—¿Y Andrea?

—Está en la cocina, preparando unos postres.


Andrea Mondragón reía con sus hijas cuando Adolfo entró con sus
invitadas.

—¡Hola, chicas! —saludó con entusiasmo, atrayendo la atención de las


mujeres.

Las tres gritaron al verlo. Adolfo apenas soltó a Anita para acuclillarse y
recibir en sus brazos al par de niñas, que rápidamente le rodearon el cuello
y lo colmaron de besos.

—¡Tío, llegaste!

—Mis amores… —Las besó y Anita se refugió en su madre ante tanto


alboroto. Andrea se inclinó a besar fugazmente a su hermano.

—Hola, soy Andrea, la hermana mayor de Adolfo.

—Hola, me llamo Isabel.

—Encantada —la saludó dándole un beso en la mejilla. Luego se dirigió a


la niña—. Y esta preciosidad es Anita, ¿cierto? —La niña se mostró tímida.

—Amor, saluda a tu tía Andrea. —Las palabras de la chica atrajeron a


Adolfo.

—¿Verdad que es una belleza? —dijo a su hermana. Andrea se acuclilló


ante la pequeña y la observó con cuidado.

—¿Viste el lunar en su oreja? —inquirió—. Es como el de mamá. —Adolfo


observó el pequeño rasgo.

—Cierto. —Sonrió y miró a Isabel—. ¿Ves? Es una Mondragón.

Isabel entreabrió los labios.

—Pero no es hija de Mikel.

Adolfo se incorporó.
—¿Quieres dejar de decir esa tontería?

Isabel lo miró, decidida a confesar la verdad. Ya no podía seguir callando.

—Es cierto; Anita no es hija de tu hermano. Es mi hija; solo mía. —insistió.

Adolfo resopló impaciente.

—Entiendo que la ames; yo también la amo. Pero deja de hablar así. Sé que
tienes un gran apego, solo eso.

—¡Adolfo, escúchame!

—Me voy a trabajar, regreso en la tarde.

—Tengo la prueba de que no es su hija. Te lo he estado diciendo desde que


nos conocimos, pero me has ignorado. ¿Crees que estoy loca?

Adolfo la tomó del brazo con impaciencia y se alejaron del lugar.

—¿Tuviste que estar delante de Andrea para decirlo?

—Ella también piensa que Mikel es el padre y no tiene caso engañar a nadie
más.

—Isabel...

—Créeme por favor.

—Lo que creo es que odias tanto a Mikel, que deseas de corazón que no
tenga parentesco con él.

—Yo soy su madre —dijo con firmeza.

Adolfo contuvo el aliento. Sabía que Isabel había pasado por muchas
dificultades que la habían afectado emocionalmente; sin embargo, el que
dijera que Anita era suya le preocupaba.

—No temas, Anita va a estar siempre cerca de nosotros.


Le dio un beso en la frente y la chica se dio por vencida. No era el mejor
momento para hablar sobre ello.

La joven usaba el cabello recogido en una floja cola de caballo, que a esa
hora de la tarde ya estaba despeinada. No llevaba maquillaje y la blusa
holgada, así como los tenis y los jeans desgastados, provocaban en Lorena
cierta incomodidad. Tenía varios minutos observándola. Seguía con esa
inquietud que sintió al verla con Anita por primera vez.

Isabel era una mujer entregada al cuidado de la pequeña, al grado de


olvidarse de sí misma, pensó. La vio correr por el jardín, siendo perseguida

por la pequeña y sus otras nietas. Se tiró al césped mientras Anita se


montaba en su estómago y con ello deshizo por completo su peinado.

Sonrió con ternura al verla. Era una gran madre, se dijo. Aun así, había algo
que la inquietaba.

—¿Qué miras?

—A tu novia.

Adolfo besó la mejilla de su madre.

—Es un desastre de la moda, ¿verdad? —inquirió divertido y Lorena


levantó ambas cejas.

—Es muy hermosa y no hay nada que la ropa no pueda corregir. Sabe
comportarse y tiene modales en la mesa.

—Su hermana la educó bien. —Recordó una de sus conversaciones acerca


de Rosie.

—¿La madre de la niña?

—Esa misma.

Lorena se quedó pensativa.


—¿Amas a Isabel? —inquirió y Adolfo se acercó a la puerta que los
separaba del jardín. La abrió y salió un poco. Isabel notó su presencia a
varios metros; sonrió al saber que había regresado antes de lo previsto.

—Ronda está muy dolida contigo —continuó la modista.

—Ronda es una mujer madura. Debería entender que lo nuestro nunca


existió —comentó mientras veía a su novia jugando con las tres niñas.

—Creí que de verdad te interesaba.

—Mamá, nunca le propuse nada; ni siquiera tuvimos intimidad.

Isabel dejó a Anita con las hijas de Andrea para buscar a Adolfo. Volvió a
mirar en donde lo había visto, pero ya no estaba.

—Está con la señora De la Plata, en su estudio —le informó la mujer de


servicio que salió con una jarra de jugo para ellas.

—Gracias.

Caminó al lugar señalado y se detuvo en la puerta. No quería irrumpir sin


hacerse notar.

—Entonces, si no te comprometes con una chica formalmente, solo es una


aventura.

—No lo digas así.

—El día que tú y Ronda decidieron verse en Dallas, ella me dijo que por fin
iban a formalizar. Y horas después, resultó que no sucedió.

—Mamá, Ronda se confundió. Ella es muy guapa y siempre me gustó,


pero...

—Durante años la acosaste, y cuando estuvo dispuesta a aceptarte, le dijiste


que preferías a Isabel. Por cierto, tampoco has formalizado con esa
muchacha.
—Isabel y yo tenemos una relación y ya. Sólo eso.

—Solo es tu amante.

—Eso es obvio desde el momento en que vivimos juntos. No soy un


hombre casto.

—¿Ella está conforme?

—Isabel no necesita un papel. No busca matrimonio ni nada de esas


cursilerías.

—A Hope le ibas a proponer matrimonio.

—Hope fue la mujer que creí perfecta para compartir mi vida. Tú también
la querías.

—¿Y esta chica no es la mujer de tu vida?

Adolfo hizo una mueca.

—Así estoy bien.

—Me parece que estás apasionado, mas no enamorado. Dudo que la ames;
es solo deseo. Ronda dijo que antes de vivir con ella le comentaste que ibas
a hacer lo que fuera para que trajera a Anita con nosotros; incluso,
seducirla. Tenerla a tu antojo para que tu obsesión por ella disminuyera.

—Amo a Isabel.

—No te confundas, Adolfo. Lo mismo decías de Hope; pero cuando


terminaron no te vi padecer mucho. Incluso conseguiste otra chica; mejor
dicho, otras chicas...

—Solo hubo una.

—No te confundas. Si crees que la amas, después de haberla hecho tu mujer


será cuestión de días para que tu supuesto amor desaparezca. —Adolfo la
miró con disgusto—. Si en verdad la amaras, querrías pasar el resto de tu
vida a su lado. Y para amarrarse de ese modo a alguien, solo podrás hacerlo
a través de una propuesta que no le has hecho. El amor y el matrimonio no
son una tontería; tampoco están pasados de moda. La familia es lo más
importante, Adolfo. Algún día deberás formar la tuya. Si no lo crees así, no
le hagas perder el tiempo a Isabel.

54. LA HIJA DE MIKEL

Isabel se apartó de la puerta; deseó no haber escuchado lo que oyó. Su


relación con Adolfo no era tan fuerte, pensó, sintiendo un gran pesar.

Caminó de prisa para alejarse. De pronto, algo la detuvo. Se puso pálida.

—Pero mira nada más a quien tenemos aquí.

Isabel se paralizó al ver a Mikel ante ella. El muchacho la recorrió con una
sonrisa inquietante, que le recordó sus insinuaciones cuando Rosie vivía.

De inmediato se tensó; la rabia se apoderó de ella. Apretó los puños y se


lanzó sobre él.

—Mikel... —dijo entredientes. Le pegó sin fijarse donde, sorprendiéndolo


con su acción. Lo escuchó gritar cuando le pegó en la cara, volviendo a
lastimarle la nariz que Adolfo casi le rompiera.

—¡Desgraciada! —La abrazó, atrapando su cuerpo pequeño sin problemas,


y la arrastró a la sala; de allí la llevó al despacho, donde nadie podría verlos.

—¡Suéltame, maldito! —gritó en el camino, mientras era arrastrada como


una muñeca.

—¡Pequeña alimaña! —La empujó contra un sillón—. Así que te revuelcas


con mi hermano…

Isabel se incorporó furiosa y trató de pegarle una vez más.

—¡A ti que te importa! —Le asestó una bofetada.

—Sabía que eras astuta, más que Rosie. Querías al pez gordo.
—¡Eres un maldito, Mikel! ¡Cómo desearía matarte con mis manos! ¡Cómo
quisiera que mi hermana jamás te hubiera conocido!

—¡El que se va a arrepentir de haberte conocido es Adolfo, cuando


descubra la mujerzuela que eres!

—¡Eso hubieras deseado, maldita escoria!

Se enfadó y la empujó una vez más. No midió su fuerza e Isabel cayó cerca
del escritorio, golpeándose la cabeza; cayó al suelo inconsciente. Mikel se
asustó y fue hacia ella. Sufrió un nuevo sobresalto cuando la puerta se abrió
de repente.

Adolfo miró el cuerpo de la chica en el suelo y corrió hasta ella.

—¡Isabel! —gritó asustado, empujando a su hermano a un lado.

—¡Mikel! ¿Qué le hiciste? —dijo Lorena asustada. Adolfo abrazó a la


chica, que reaccionó lentamente.

—Mamá, yo... Solo me defendí —señaló, incorporándose—. Me vio y se


lanzó sobre mí como loca.

Isabel se sentó en el suelo, ayudada por Adolfo, que la levantó con cuidado
para llevarla a un sillón y allí la dejó. De inmediato, se acercó a su hermano
y lo agarró de la solapa del traje oscuro que vestía.

—¡¿Qué le hiciste, infeliz?! —Lo sacudió, furioso.

—¡No le hice nada! —Trató de quitárselo de encima.

Isabel se sintió frustrada por no poder golpearlo como deseaba, para


descargar toda su ira. Sollozó y se tocó la cabeza; por fortuna, solo fue un
rozón.

—¡Mataste a mi hermana! —le gritó con la garganta apretada—. ¡La


embarazaste, aun sabiendo que su corazón no lo resistiría!
—¡Yo no sabía! —replicó Mikel, recibiendo un fuerte empujón de Adolfo
que, por respeto a su madre, no quiso golpearlo delante de ella—. ¡Rosie se
embarazó porque quiso! —dijo con la voz temblorosa.

—¡Mikel, también era tu responsabilidad! —espetó Lorena, alterada.

—Tú la viste ir al hospital cuando tuvo el infarto, aquella primera vez.

Luego te desapareciste, ¡como el cobarde que siempre fuiste!

—¡No teníamos ninguna relación! Además, tu hermana era una ramera,

¡una puta cara!

Isabel gimió con la frustración al límite y se le echó encima como un


animal salvaje. Comenzó a golpearlo con rabia, sin importar si se lastimaba
los puños. Los esfuerzos de Adolfo por detenerla fueron en vano; no podía
controlar todo el dolor y la rabia que ella tenía dentro.

Lorena se cubrió la boca, asustada y dolida por el comportamiento de su


hijo menor.

—Rosie te amaba tanto que no le importaba nada más que mantener viva a
tu hija, ¡maldito perro asqueroso! —grito Isabel bañada en llanto, con los
brazos de Adolfo conteniéndola cada vez más fuerte—. ¡Por eso te busqué
para que la ayudaras! Ella no quería tu dinero, ¡te quería a ti! —gritó,
desgarrándose la garganta y causando que Mikel se volviera consciente de
lo que pasó.

Adolfo la sintió desvanecerse en sus brazos, ahogada en dolor y llanto.

Mikel retrocedió y se fue a recargar en el escritorio. Lorena les dio la


espalda, buscando contener las lágrimas, pero los sollozos de la chica le
erizaron la piel.

—Cuando el médico le dijo que debía acabar con su embarazo para seguir
viviendo, Rosie se negó; me suplicó que no lo permitiera. Luego tuvo un
infarto. Allí decidí pedirte dinero; pero como siempre, menospreciaste todo
lo que venía de nosotras. Por eso te amenacé, porque Rosie estaba entubada
en una cama de hospital, luchando por la vida de tu hija. ¡Una hija que no
merecías! Cuando tuve el dinero la mandé al mejor lugar, pero de nada
sirvió; ella solo rogaba por verte. Iba y venía de la cordura... —Sollozó —.

Rosie se volvió loca; decía que tú regresarías, que la amabas, que estarían
juntos... —Se pausó cuando un nudo en la garganta le impidió continuar. Si
no fuera por los brazos que la sostenían, ya se habría desplomado una vez
más.

—N...no sabía... —murmuró Mikel con voz temblorosa—. Yo pensé que


estaba conmigo por interés.

—No necesitaba tu dinero para vivir.

—No sabía... —repitió, con el rostro desencajado—. Pero la bebé está bien.

Al menos está con nosotros.

Isabel lo miró seria.

—Mi hermana murió por su hija. Apenas dio a luz, la tuvo en sus brazos
unos segundos mientras la vida se le escapaba.

De nuevo, el dolor inundó su cuerpo.

—Isabel —murmuró Adolfo, conmovido también. Escuchó un sollozo de su


madre, que volvió el momento más difícil —. Vamos a tranquilizarnos un
poco, cielo. —La chica se apartó de él repentinamente.

—¡No! Quiero que sufra conociendo los detalles de lo que provocó su


maldito egoísmo.

—Te estás lastimando a ti —dijo.

—Déjala —intervino Mikel con los ojos húmedos—. Déjennos solos; tiene
derecho a insultarme, porque es verdad lo que dice.

Isabel tragó saliva; había tanto aún por reprochar...


—Por favor —insistió el fotógrafo.

—No le vayas a poner un dedo encima —le advirtió el hermano. Mikel


meneó la cabeza.

—Con lo furiosa que está, sería contraproducente. —Adolfo lo miró sin


resultarle gracioso; luego se dirigió a Isabel.

—Estaré bien —aseguró ella.

Apenas se quedaron solos, Mikel la miró.

—Cuéntame todo —le pidió—. Ahora estoy dispuesto a cargar en mi


conciencia con lo que le ocurrió a Rosie.

—Ella te amaba como nadie jamás te amará; eso puedo jurarlo.

—Su corazón latió lo más que pudo por mí, por nuestra hija… —La miró
entre lágrimas.

—Y cada latido le dolió como no tienes idea.

Escuchó el sollozo del hombre y una pizca de pena apareció en su corazón,


mas no la suficiente para desaparecer su desprecio.

—Ma… —La voz dulce de Anita apareció repentinamente y ambos la


miraron. Mikel se derrumbó.

—Hola, mi amor. —Isabel le ofreció sus brazos y la hermosa niña fue hacia
ella, cargando su inseparable oso de peluche. Mikel la miró entre lágrimas.

—Cuando Rosie murió, tu hija tuvo que ser internada de emergencia; tenía
problemas respiratorios y, lamentablemente, otros más. Apenas recuerdo lo
que me dijo el médico, porque en ese instante, yo misma comencé mi labor
de parto. —Mikel la miró atónito.

—¿Qué dijiste? —inquirió, creyendo haber escuchado mal.

—Yo estaba embarazada de Anita; tenía seis meses.


—¿¡Qué!? —masculló asombrado—. ¿Embarazada? Pero ¿cómo? ¿De
quién?

—Hacía tiempo que salía con Adolfo —confesó, dejándolo aún más
asombrado. Miró a la niña y sus ojos le dieron la respuesta: ¡Anita era hija
de su hermano!

—Pero... —Apenas podía balbucear—. ¿Tú y Adolfo...? ¿Ustedes...?

—Él no sabía —contestó, después de respirar profundo.

—Dios mío, te acostabas con él y nunca lo sospeché.

—Fue cuando creyó que me llamaba Rosie.

—¿Cómo?

—Me hice pasar por ella para que tuviera un seguro médico. —Le contó los
detalles de lo sucedido, dejándolo estupefacto—. Yo no sabía que era tu
hermano, hasta el día que fui a recoger el cheque que debías darme. —Bajó
la mirada, reviviendo lo sucedido—. Para entonces, Adolfo ya sabía que lo
había engañado con lo de mi nombre.

—¿Qué dijo al verte?

—Me trató como basura; tal como hiciste con Rosie. Pensó que habíamos
estado saliendo con ustedes para conseguir su fortuna. Dijo que me había
usado, que con ese cheque me dio lo único que ustedes podían darnos a las
Allen: una aventura, a cambio de dinero.

—¿Y aun así estás con él? —inquirió confundido.

—Él no sabía lo que pasó con mi hermana; era lógico que se enfadara
conmigo.

—No quiero imaginar lo que te habrá dicho. Adolfo, enojado, es muy cruel.

—¿Qué dice de papi? —inquirió la niña. Mikel se sorprendió.


—¿Ella sabe?

—Así le dice desde que lo vio, pero aún no se lo he confirmado.

—¿Adolfo no sospecha?

—Ya se lo diré.

—Isabel... Si Anita es hija tuya... entonces, ¿qué pasó con mi hija? —La
niña se apartó de su madre para acercarse a Mikel y le ofreció su oso al ver
sus ojos húmedos. Isabel se conmovió por el dulce gesto de su pequeña.

—Tu hija... —Calló al ver que Anita abría con dificultad el cierre que tenía
el oso en la espalda; se sentó junto a Mikel y este le ayudó. Isabel
entreabrió los labios al ver lo que su hija guardaba en el peluche.

—E una foto de pimita Ilis... —dijo Anita y miró a su mamá.

—¿Ilis?

—Iris... —dijo conmovida y se les acercó —Anita, te dije que no tomaras


eso.

—Ma, tu lloda cuando ve la foto... La guadé.

Isabel se derritió por la sensibilidad de su hija. No le cabía la menor duda


de que Anita había aprovechado al máximo tantos años de terapias.

—Iris... —repitió—. A Rosie siempre le gustó ese nombre.

Mikel vio la imagen de Isabel cargando un par de bebés, mientras ella


recordaba ese día como si el tiempo no hubiera pasado.

—Rosie había muerto para entonces.

—¿Qué ocurrió con Iris?

—Estuvo un mes en cuidados intensivos, al mismo tiempo que Anita. Las


dos fueron prematuras. El día que las dieron de alta, las iba a llevar a casa.
Mi amiga Claudia nos tomó esa foto y luego recogió nuestras pertenencias.

Yo me senté a esperar... —Mikel presintió lo peor y sus ojos se inundaron

—. Noté que la bebé estaba muy quieta en mis brazos... —repitió,


adormecida por el dolor.

El hombre se llevó una mano al pecho viendo. Anita lo miró con atención.

—¿Murió de repente?

—Solo se durmió.

Mikel se levantó, dándoles la espalda. Isabel escuchó un gemido. Se


estremeció al saber que por fin, ese hombre que solo vivía para complacerse
a sí mismo, había sido tocado en lo más profundo.

—Ma, quieo a papi.

—Sí, mi amor, ya le diré a papá la verdad y estarás siempre a su lado.

Mikel la miró con los ojos rojos de tanto llorar.

—¿Aún no lo sabe?

—No; piensa que estoy loca por lo que pasó con mi hermana. Pero apenas
vea esas fotos tendrá que creerme.

Mikel se limpió las lágrimas.

—Isabel, sé que no merezco lo que voy a pedirte, pero quisiera saber dónde
está enterrado el cuerpo de mi hija.

Se levantó, dejando a Anita en el suelo; la tomó de la mano y soltó un


suspiro.

—Déjame darle la noticia a Adolfo y te daré los datos completos.


—Gracias. —Miró a Anita y se acuclilló ante ella. La observó con una triste
sonrisa—. Eres una niña maravillosa, ¿sabías eso, bebé?

—Iguá a mamá —dijo Anita.

—Si ese corazón tuyo es herencia de mamá. Ahora entiendo por qué el
monstruo de tu padre se enamoró de ella. —Miró a Isabel hacia arriba—.

Perdóname por haber sido un imbécil.

—Ya tendrás tiempo de pedir perdón a quien debes.

—Lamento haber sido un patán contigo.

—No te creo; pero supongo que ahora que soy la novia de Adolfo deberás
andarte con cuidado.

55. ABORTO

Lorena De la Plata se sintió satisfecha al ver que el vestido que le regaló a


Isabel le había quedado perfecto; no solo la hacía lucir elegante, sino muy
hermosa también.

—Muchas gracias, señora, me encanta. Es precioso —le dijo muy


emocionada. Su sonrisa brillante llenó de satisfacción a la diseñadora.

—Luces perfecta —afirmó viéndola—. Adolfo quedará encantado al verte.

Siempre era grato ver que alguien apreciaba su trabajo con sinceridad y no
solo porque llevara su firma.

De pronto se paralizó; la joven fue a darle un abrazo tan fuerte que la dejó
muda. La escuchó soltar un suspiro pesado, como si quisiera llorar. Lorena
no pudo evitar el deseo de corresponderle. Isabel apretó los labios. Lo más
cercano a una madre fue su hermana; pero ahora que esa mujer la abrazaba,
podía imaginar que así debía sentirse.

—Discúlpeme. —Se apartó. Lorena la miró alejarse e intentar recuperar la


calma frente al espejo de su estudio.
—Es solo un vestido.

—No, no es solo eso... —Recordó a la esposa de Finn y sonrió—. Es que


creo que Adolfo es muy afortunado al tenerla como madre.

Lorena fue a buscar su bolso y sacó unos pañuelos desechables. Tomó un


par y se le acercó; se paró ante ella y le limpió las mejillas con suavidad.

—No digas eso. No soy tan buena como tú; eso es algo que admiro de ti.

Mira que criar a la hija de tu hermana con esa dedicación… Tu madre debió
ser un buen ejemplo.

—Ella nos abandonó cuando yo era muy pequeña —la interrumpió. Lorena
comprendió la sensibilidad ante su gesto; ra inevitable sentir simpatía por la
chica.

—Lo siento.

—No se preocupe. Ser huérfana nunca fue un problema; tener los padres
que me tocaron, sí.

Lorena respiró hondo. Isabel le dio la espalda. Se miraron en el espejo y


sonrieron.

—Sabes, Isabel, cuando vi a Anita noté lo parecida que es a Adolfo; tan


traviesa y dulce. —La joven le puso toda su atención—. Me cruzó por la
cabeza la loca idea… —Le puso las manos en los hombros—, de que esa
pequeñita podría en efecto ser mi nieta... pero no por ser hija de Mikel, sino
de Adolfo.

Isabel la miró inquieta, nerviosa.

—Señora... —soltó en un murmullo débil.

—Me haría muy feliz tenerte en mi familia.

—Gracias. Usted será una magnífica abuela para mi hija.


Los ojos de Lorena brillaron de una manera muy especial y su gesto llenó
de mucha esperanza a la joven, quien recuperó la calma al saber que estaba
llegando a conseguir lo que Rosie tanto deseó: amor.

Esa noche, la casa se llenó de gente. Un numeroso grupo de amigos —

modelos, cantantes, actores y artistas de toda índole— llegaron. La familia


Mondragón De la Plata tenía un círculo de amistades que para ella resultaba

intimidante. El único más normal había resultado el esposo de Andrea; un


hombre sencillo, que no era para nada guapo; sin embargo, Isabel se dio
cuenta del gran amor que sentía el uno por el otro. Lo conoció esa mañana,
era un contratista.

Ahora, a las diez de la noche, se encontraba lista para bajar a la fiesta.

Adolfo entró a la habitación que compartían desde el día que llegaron y


ambos se miraron con una sonrisa en los labios

—Cielo, te ves hermosa —comentó, devorando su cuerpo con los ojos.

—Gracias, tú también te ves hermoso. —Observó su smoking negro. Su


halago lo hizo sonreír.

—Al parecer, enamoraste a mi madre —dijo yendo a besarle las mejillas


mientras sus brazos la envolvían. Isabel se rió nerviosa cuando sintió esas
manos buscando su trasero, bajando hasta empezar a subir la falda.

—Me encantó su regalo; jamás olvidaré este detalle tan delicado —gimió,
sintiendo los dedos de Adolfo rozándole las piernas—. ¡Adolfo, no!

—Esta tela es resistente a las arrugas; aunque no hay mucha necesidad de


acostarnos para lo que vamos a hacer… —Buscó su boca.

—Tenemos toda la noche —jadeó cuando sus dedos la provocaron


íntimamente. Cerró los ojos y se pegó a su cuerpo, deseándolo ya.

—¿Quieres esperar? —susurró provocativo en su oído y bajó el cierre de la


espalda.
Terminó en la cama, con el vestido descansando en un silloncito y su cuerpo
siendo inundado de placer, por ese hombre que se había vuelto su mayor
debilidad.

Jadeó, sintiéndolo mecerse enloquecedor en su vientre, llevándola al paraíso


con un grito callado. Adolfo se dejó caer en su pecho. La besó en los labios
y miró su rostro cansado.

—Te amo —dijo Isabel.

—Y tú me vuelves loco.

—Creí que me amabas —musitó, acariciando el cabello de su nuca. Adolfo


sonrió; se incorporó y la jaló consigo.

—Para mí es lo mismo. ¿No te pasa igual?

Isabel se dejó levantar y su cuerpo desnudo se estrelló contra él.

—Sí.

Un escalofrío la recorrió cuando miró a Paula acercarse a Adolfo para


apartarlo de un grupo de amigos.

—¿Preocupada, Isabel? —preguntó Ronda, asustándola al aparecer de


repente.

—¿Yo? ¿Por qué habría de temer?

—¿Ves lo que trae Paula en las manos? Allí está la investigación del
detective que averiguó todo sobre tu sucio pasado.

—Adolfo me conoce. No va a creer lo que le digan.

Ronda jugó con la copa de vino entre sus manos y la miró con desdén.

—Ese hombre no confía ni en su sombra.


—Confía en mí. Es todo lo que debe preocuparme. —aseveró. La mujer se
rió.

—Qué bueno que lo crees así. Porque de seguro, por ese inmenso amor que
siente por ti, se sentará a tu lado para llorar juntos por ese hijo suyo que
abortaste.

—No tiene nada que perdonarme. El aborto del que hablas fue natural.

—Qué conveniente, ¿no?

—Ustedes sólo abren la boca para escupir basura, porque están llenas de
eso.

—Ay, Isabel… ya te estoy viendo salir de su vida.

—Eso quisieras —replicó—. Además, ¿no te da pena andarte arrastrando


detrás de un hombre, que obviamente te cambió por mí?

Ronda se enfadó con su comentario.

—Tal vez me rechazó por tu causa, pero al menos fue honesto conmigo y
no me mantiene al margen de su vida social como a ti —señaló despectiva

—. No sabes cuánto dinero ha pagado para evitar que la prensa publique


que existes.

—Lo hace para protegerme.

—Para protegerse —la corrigió —. ¿Qué más prueba quieres, que el hecho
de que ahora no esté contigo? Te dejó bajar sola. Ni siquiera se te ha
acercado, o mirado.

—Adolfo me ama.

—Claro… Como a una mascota que lo recibe a diario, dispuesta a darle lo


que necesita —dijo en doble sentido, logrando lastimarla—. Para un soltero
rico como él, una chica como tú debe ser algo verdaderamente excitante;
toda su vida ha estado rodeado de belleza y glamour. Supongo que estos
días a su lado han sido inolvidables para ti —señaló, logrando inquietarla

—. ¿Cuándo despertarás de tu sueño, Cenicienta? Abre los ojos y mira a tu


alrededor —le dijo, haciéndole notar que no solo Paula estaba a su lado,
sino aquella molesta exnovia con la que se iba a casar—. Tu sencilla forma
de vida no encaja con Adolfo. Tan solo eres la humilde tía de Anita —se
burló antes de dar un sorbo a su vino—. Por cierto; parte de la estrategia de
Adolfo para traerte aquí era seducirte, envolverte, usarte un buen rato y

cuando, viera el resultado de la prueba de ADN, ¡adiós! Se acabó el cuento


de hadas.

—Dices todo eso para que me enoje con él, pero no lo conseguirás.

—Sigue soñando, Isabel; no te queda otra. Solo así alargarás tu momento.

Adolfo se apartó con enfado del grupo de amigos, para ver los documentos
que su asistente traía en las manos.

—No me interesa escuchar tonterías.

Paula apretó los papeles, molesta.

—Hay unas páginas de la investigación que debes leer. No me gustaría que


cometieras un error, del que muy pronto te vas a arrepentir.

—No estoy para perder el tiempo, Paula.

—Hablo muy en serio. Aún estás a tiempo de evitar un escándalo; el peor


de tu vida. Lo que hizo Isabel te hará verla como realmente es.

La joven llegó con prisa hasta donde estaban Paula y Adolfo. Se habían
apartado del resto de la gente en el jardín. Corrió un poco, levantando la
falda del vestido para llegar antes de que la asistente le entregara los
papeles que descubrirían lo que hizo. No se avergonzaba; pero en manos
equivocadas podrían hacerla quedar mal.

—Es una verdad que Isabel no te ha contado.


Adolfo se encaminó hasta el kiosco, donde había la suficiente luz para leer
lo que Paula insistía en que viera.

—No creo que sea el momento para leer esto.

—Entonces te diré lo que dice —se ofreció, tomando las hojas de su mano.

—¡Paula! —gritó Isabel molesta, interrumpiéndola—. ¡No te atrevas a


soltar tu veneno!

La asistente la miró sorprendida; creyó que Ronda la detendría un rato más.

—¡Es hora de que Adolfo se dé cuenta de la clase de escoria que eres!

—¡Si alguien tiene algo qué decir, esa soy yo!

—Hey, ¿qué sucede? —intervino Adolfo, confundido.

—Ven conmigo —dijo Isabel, tomando su mano para llevarlo lejos de Paula

—. Nadie más que tú y yo debemos tener esta plática.

—¿Le vas a seguir mintiendo?

—No, Paula; le diré toda la verdad.

—Déjanos solos —mandó, interesado.

—¡No, Adolfo!, esa mujer solo busca enredarte; si lees esta hoja... —Se la
volvió a ofrecer y, antes de que la tomara, Isabel estiró la mano para
quitársela.

El hombre vio extrañado cómo la nerviosa joven hacía añicos el papel.

—¿Qué hiciste? —inquirió confundido, viendo como caían al suelo los


pedazos del reporte.

—¿Cómo pudiste? —murmuró Paula, horrorizada al ver los papeles


destrozados; fijó su mirada enojada en la joven—. ¡Eres una arpía! ¡Una
mujerzuela!

Adolfo vio a su asistente lanzarse sobre su novia para agredirla; jamás la


había visto perder la compostura. Alcanzó a detenerla antes de que tocara a
Isabel.

—¡Basta! —gritó, echando a Paula a un lado. Se paró delante de Isabel para


protegerla—. ¡Con un demonio, Paula, compórtate!

—¡Es que me da rabia que no te haya dicho que hace cinco años se
embarazó! —gritó rabiosa e Isabel apretó los puños, cansada de callar.

—¿Y a ti qué te importa?, ¡entrometida! —espetó, dando un paso hacia


Paula. Adolfo quedó estupefacto. ¿Acaso dijo que se había embarazado?

—Isabel... —musitó y ella volteó a verlo.

—Te lo iba a decir yo misma —respondió la chica, viendo la gran sorpresa


que le había causado.

—¡Dile lo que hiciste con el bebé!

—¡Cállate, Paula, deja de entrometerte! —contestó Isabel, cansada de su


actitud. La asistente dio un par de pasos hacia Adolfo.

—¿Sabes lo que hizo la maldita con ese pobre bebé? —inquirió, satisfecha
por lo que estaba consiguiendo—. Te odió tanto por la forma en la que se
arruinó su negocio contigo, por la manera en que la despreciaste, que...

Isabel la jaloneó de un brazo para detenerla.

—¡Cállate, no sabes lo que en verdad pasó!

Adolfo se acercó a Isabel y la miró fijamente. Había miedo y desconfianza


en sus ojos.

—¿Qué pasó con el bebé? —Le tomó los brazos. Quería saber la verdad de
sus labios.
—Abortó a tu hijo —intervino Paula una vez más.

Isabel la fulminó con los ojos, luego lo vio a él y se quedó quieta.

Necesitaba saber cuál sería la reacción del hombre que dijo que la amaba.

—No le creo —susurró inquieto, esperando una respuesta suya.

—Adentro tengo el original, para que lo leas. Allí están todos los detalles

—insistió la asistente.

—Adolfo, esa investigación está confundida... Nuestro bebé no...

—¿Es eso lo que ibas a confesarme esta noche? —inquirió; empezaba a


impacientarse e Isabel lo notó.

—Hay algo sobre un bebé, pero... ¡Ah! —gritó asustada cuando le apretó
los brazos.

—¿Abortaste, Isabel? ¿Lo hiciste? —La joven meneó la cabeza. Allí estaba
nuevamente la duda.

—Debes confiar en mí, por favor...

Adolfo retrocedió. Sentía que la cabeza le iba a estallar.

—Habla.

—Nunca quise abortar; lo juro. Ese bebé no iba a nacer...

—No puedo creerlo... ¡abortaste! —La miró con horror.

—¡Nooo! Yo... Eso que dijo Paula no es verdad —gimió dolida.

Adolfo la miró incrédulo. Isabel mató a su hijo. ¿Lo hizo por venganza?

¿Por lo que le hizo?


56. DESCONFIANZA

—¿Lo hiciste? —insistió, apretando sus codos.

—¡Suéltame! —gimió adolorida, pues le clavaba sus dedos cada vez más.

—Como puedes ver, no le remordió la conciencia —señaló Paula,


provocando que la rabia de Adolfo se multiplicara.

—¡Dime la verdad! ¿Lo hiciste?

—¡Me estás lastimando! —sollozó, herida física y emocionalmente. Se


soltó y retrocedió, sintiendo que se tropezaba un poco con el vestido; logró
mantenerse de pie agarrándose la falda.

—¡Respóndeme! —exigió ansioso. Isabel miró a la asistente; no podía creer


que fuera tan mala persona.

—Paula ignora la verdad. No sé qué clase de investigador habrá


malinterpretado lo del aborto.

Adolfo la enfrentó y la chica se sobresaltó.

—¡Maldita sea! ¡¿Lo hiciste o no?! —gritó Adolfo e Isabel se sobresaltó.

—Tienes que calmarte y confiar en mí, por favor… —Temblaba de miedo.

La tomó nuevamente del brazo y empezó a caminar lejos de Paula,


arrastrándola con él. La asistente no quería darle oportunidad de
confundirlo.

—¡No la escuches, Adolfo!

El hombre se detuvo y la miró, sin soltar a la chica.

—¡Lárgate de aquí, Paula! —rugió. Miró alrededor e hizo una señal con la
mano, llamando a alguien. Isabel vio aparecer a un agente de seguridad;
Paula también lo notó y supo que debía mantener su distancia.
—Dígame, señor.

—Mantén la zona libre, no quiero a nadie cerca. Y aleja a la señorita —

señaló con la barbilla a su asistente.

—¡Adolfo! —se quejó.

Enseguida volvió a llevarse a Isabel. Subieron un trío de escalones y se


detuvieron a mitad del gran kiosco.

—Ahora sí, ¡quiero escuchar toda la verdad de tu boca! —exigió alterado.

Ella abrió la boca—. ¡Y no me pidas que me calme!

Isabel comprendió que no había conquistado en absoluto a ese hombre. No


tenía lo más importante de Adolfo Mondragón: su confianza. Unas lágrimas
silenciosas dieron paso a la desilusión. Un escalofrío la recorrió al pensar en
su reacción cuando le dijera la verdad. Si Paula, con la simple duda lo alteró
a ese grado, ¿cómo reaccionaría cuando supiera lo que había estado
ocultando?

—Adolfo... —empezó a decir con voz temblorosa.

—¿Te practicaste un aborto? —preguntó. Isabel sintió que su boca


temblaba.

—Fue un legrado...

Los azules ojos la fulminaron.

—Maldición —masculló, llevándose una mano a la cara.

—No dejes que las palabras de Paula te confundan. ¡Debes creer en lo que
te diga! ¡Por favor, mi amor! —Quiso tocarlo, pero Adolfo le dio la espalda,
lleno de rabia.

—¡Maldición! —La enfrentó—. ¡Fue por odio hacia mí!


—¡Nooo! —sollozó—. ¡Ese bebé no tenía nada que ver contigo!

Se le acercó nuevamente, mas él la rechazó sin delicadeza. La hizo a un


lado, evitando que lo tocara.

—¿Cómo que no tenía nada que ver conmigo? ¿Acaso tenías a alguien
más?

El teléfono sonó insistentemente y lo sacó de su saco. El número de Paula


apareció en la pantalla.

—¿Y ahora qué rayos quieres, Paula? —gritó apretando el móvil.

—Tengo el reporte completo; debes leerlo. Está en el despacho —insistió.

Él miró el móvil con rabia y lo apagó.

—Por favor, Adolfo, créeme. Nuestro bebé...

—¿Cuánto tenía cuando murió? ¿Un mes?, ¿dos?

—¡Escúchame! —gritó desesperada—. ¡Nació cuando Rosie murió! —

Adolfo se paralizó.

—¿Qué?

—La niña nació; fue prematura, el parto se adelantó. La bebé de Rosie...

—¡No me interesa hablar de Rosie! —Volvió a acercarse agresivo y la hizo


retroceder, hasta caer sentada por la impresión de verlo tan furioso—. ¿Por
qué no me lo dijiste? ¡Yo tenía derecho a saberlo! —Tomó sus brazos y la
sacudió. Isabel luchó hasta liberarse y se rodeó con los brazos; le dolían,
pero no tanto como su corazón.

—¡Quería decírtelo!, pero también tenía miedo —confesó—. Al


reencontrarnos nos llevamos tan mal, que temí que pensaras que quería
sacarte dinero provocando lástima en ti.
—¿Sólo eso? ¿Te importó más tu amor propio? —susurró, acercándose de
manera intimidatoria—. ¡Pobrecita, Isabel! —se mofó, tomándola de las
muñecas para atraerla—. La pobre niña maltratada tenía tanta rabia contra
mí, que no fue capaz de buscarme para decirme que esperaba un hijo mío

—dijo, ocultando en su furia contenida el dolor de lo que nunca llegó a


conocer. Isabel cerró los ojos cuando se inclinó hacia ella y ladeó el rostro
cuando su aliento la rozó.

—Te llamé —gimió, apretando los puños.

—Y ahora que nos encontramos, no me lo dijiste porque querías


envolverme como antes. Si no hubiera sido por Paula, jamás me habrías
dicho nada.

—¡Esa es una arpía que está enamorada de ti!

—¿Y tú qué eres, Isabel? —La obligó a mirarlo.

—¡Soy la madre de tu hija! —le gritó desesperada.

Adolfo la miró un instante; luego la soltó, echando sus brazos hacia abajo.

Isabel retrocedió y se sentó en una banca; volvió a llorar, llena de


frustración.

—La madre de mi hija —repitió despectivo—. Ahora veo claramente cuáles


eran tus intenciones. Con razón de repente dejaste de pelear y volviste a ser
dulce y tierna.

—Adolfo, no sigas, por favor.

—¿Por favor? ¿Por favor, ignoremos todo y comencemos a formar la


familia perfecta? ¿Vivamos felices por siempre? —La miró, decepcionado

—. Esto que acaba de suceder me abrió los ojos finalmente; ahora sé que
debo poner distancia entre nosotros definitivamente. En cuanto Anita y
Mikel se hagan el examen de paternidad, tú vas a desaparecer de mi vida, y
de su vida, para siempre. Voy a hacer lo que sea para que Anita esté lejos de
ti.

Isabel se levantó como impulsada.

—¡No! ¡Eso nunca va a suceder! ¡Anita jamás se irá de mi lado!

—Será lo mejor para ella.

—¡No, Adolfo, no puedes hacerme esto! —gritó desesperada y lo agarró de


la solapa del saco—. Si me la quitas, moriré.

—Puedo quitártela, y quiero hacerlo —aseguró, robándole el aliento—.

Anita se quedará con la familia que merece.

—No va a ser tan fácil —sollozó, aterrada ante la idea. Adolfo sonrió con
ironía y la apartó de sí.

—¿Ah, no? Tan solo mira a tu alrededor. ¿Acaso no te has dado cuenta del
dinero que poseo? Tengo una fortuna propia que no podrías ni calcular.

Isabel sintió que las piernas se le doblaban; la cabeza le estaba dando


vueltas. En su mente, todo fue tan diferente… Pensó que al decirle que
Anita era su hija se sorprendería mucho, pero luego se volvería loco de
felicidad. Estaba en una pesadilla. Ni siquiera le daba oportunidad de
explicarle.

—Solo quiero saber algo... —Trató de calmarse—. Ronda dijo que me ibas
a seducir para que aceptara venir con la niña. ¿Es cierto?

—Sí. Y funcionó, ¿verdad?

—Es cierto...

—Por supuesto. La única manera de convencerte, siempre ha sido a través


del sexo. Igual dejé pasar mi oportunidad con ella para poseerte a ti y no me
arrepiento.
Isabel estuvo a punto de perder el conocimiento. Respiró profundo para
controlar sus nervios.

—Dijo que estabas conmigo porque te parecía distinta de lo que ya conoces.

—Especialmente en la cama.

Volvió a tocar ese tema, restregando en su cara que fue el único motivo por
el que la mantuvo a su lado: para disponer de ella. Isabel bajó la mirada. De
repente todo tenía sentido y, lo más patético, es que ya lo sabía. Siempre
supo que su relación con él no llegaría a nada.

—Entonces, ahora que terminamos, podré regresar a Dallas tranquila —

musitó, sintiendo que moría por dentro.

—No hasta que se haga la prueba de ADN.

—No habrá ninguna prueba. No hay necesidad.

—Insistes en eso...

La chica se limpió las lágrimas; de pronto ya no sentía nada. Lo único claro


era que, si él no sabía la verdad de su boca sobre Anita, tendría tiempo de
hacer algo para evitar que se la arrebatara.

—Mikel sabe que Anita no es su hija.

—No te creo.

—Jamás has creído en mí —reconoció, más para sí misma que para él.

—No; es difícil creer en alguien capaz de quitarle la vida a un ser


indefenso.

Isabel bajó la cabeza. De repente tuvo clara la idea para escapar de él. No la
iba a enaltecer, pero ya no le importaba nada.

—Ya descubrirás por ti mismo la verdad… Pero será demasiado tarde.


—Ya la descubrí. Y ha sido una gran desilusión, créeme.

—Tienes razón. Jamás estuve consciente de lo rico que eres, porque jamás
me importó.

—Claro; por eso tomaste aquel dinero, sin importar que tu dignidad quedara
por los suelos.

—Ese dinero es basura... igual que tú —replicó—. Y aunque me maté


trabajando para regresarte cada dólar, creo que no tengo por qué devolverte
ni un centavo. —Lo dejó con una nueva inquietud—. Y ya que ahora no te

pedí nada, me lo quedaré como pago por mis servicios en la cama. A menos
que mis nuevas habilidades te hayan dejado tan satisfecho que sientas que
me debes un bono extra.

Adolfo miró su rostro apagado, sus ojos sin vida.

—No te hagas la víctima.

—Ya no más; te lo aseguro. El cuento de hadas se acabó para mí. —Su


llanto se secó con el último roce de los dedos sobre las mejillas húmedas.

—Qué bueno que por fin te muestras tal como eres. Tal vez ahora sí
podríamos llevar una relación sexual honesta.

Su ironía la hirió aún más profundo.

—He soportado tus malos tratos y las constantes humillaciones, solo por
esperar que de verdad me amaras. Ya no seré tu juguete, jamás... Tu madre
tenía razón: no me amabas como dijiste. Solo era cuestión de tiempo para
que te cansaras de fingir.

—¿Nos escuchaste hablar? —inquirió. Isabel asintió.

—Y aun así quise creer en ti. Supongo que, de la misma forma, Mikel
engañó a Rosie. La única diferencia es que mi hermana quiso vivir la
mentira hasta morir; pero no soy como ella. Para mí, todo lo que tuvimos se
acaba esta noche. Se te acabó el entretenimiento.
Adolfo miró su reloj; faltaba poco para la media noche. Recordó que un par
de horas atrás, después de hacer el amor, pensó en proponerle matrimonio;
luego la vio bajar tan hermosa con ese vestido, como toda una dama, y la
observó durante más de una hora andar con su madre y su hermana de aquí
para allá. Lo hizo sentir orgulloso por la manera de desenvolverse sin su
presencia y pensó que era justo lo que deseaba; una mujer inteligente,
hermosa y con carácter, que no dependiera de él para salir adelante. Ahora,
eso se había esfumado.

—Quiero regresar a casa con Anita.

—Ni lo sueñes.

—¿Quieres que te convenza de la misma manera en que lo hice hace cinco


años?

Adolfo sonrió con desgano y se le acercó.

—¿Te vas a levantar la falda otra vez? —Recordó, ofendiéndola


nuevamente—. Lamento decepcionarte, cielo; pero en este momento no
tengo otro anillo para darte, y te recuerdo que hace rato ya tuvimos nuestro
fugaz encuentro íntimo.

Isabel esbozó una mueca que quiso ser una sonrisa.

—Sigues siendo el tipo orgulloso y egoísta de siempre. Ya veré cómo te


arrastras después... —Extendió una mano y acarició su pecho; luego subió a
su rostro—. Jamás tendrás con otra lo que pude darte. —Le dolió decirlo;
Adolfo se estremeció—. Ahora te advierto: si para dentro de media hora no
tengo un par de boletos de avión en mis manos… —Acarició sus labios,
robándole el aliento—, voy a pararme en mitad de tu grandiosa fiesta llena
de reporteros y cámaras, para gritarle al mundo que el señor Mondragón es
un maniático degenerado al que le gustan las menores de edad. —Convirtió
un gesto de dolor en una falsa sonrisa al verlo tensarse—. De algo servirá
esta carita de mojigata, ¿no crees? —Se tocó la mejilla—. Imagínate el
escándalo; la cantidad de ofertas millonarias que podría recibir por contar la
triste historia de mi vida… más lo que tu hermano le hizo a Rosie. —De
repente, sintió un nudo apretando su garganta—. ¡Ay!, cómo nos han hecho
sufrir… —Apenas pudo decirlo fingiendo una sonrisa—. Y más dramático
aún, porque nos dejaron embarazadas...

Adolfo se puso aún más blanco de lo que era.

—No te atreverías —susurró

—Ponme a prueba, Mondragón. Ponme a prueba o déjame ir. Te juro que


jamás volverás a saber de nosotras. Ni de mi hija ni de mí.

57. ADIÓS CENICIENTA

Nunca le importé, solo es un egoísta que busca satisfacerse, pensó Isabel,


mirándolo con tristeza, enojo, y todos los sentimientos mezclados.

Tenía una hermosa envoltura, se dijo, recorriéndolo —quizás por última vez

—; pero por dentro estaba podrido.

—Dos boletos, Paula, escuchaste bien —replicó molesto al teléfono,


solicitando a su asistente que comprara los pasajes de avión.

Seguramente, esa bruja haría la diligencia con suma alegría, sin importar
que fuera una temporada difícil. Adolfo colgó y la miró altivo.

—¿Ya estás satisfecha?

—Casi... —musitó, rodeándose con los brazos.

—¿Casi? —inquirió, temiendo que tuviera alguna otra amenaza oculta.

—Hasta que no ponga distancia entre nosotros no estaré tranquila.

Su respuesta lo obligó a contener el aliento. No esperaba escuchar eso.

—Acerca de Anita...

—Anita es mía —lo interrumpió.


—Si no es hija de Mikel, ¿de quién es?

—¿Aún no lo adivinas? —Las heridas por su desconfianza estaban abiertas.

Le dio la espalda; no quería seguir hablando con él—. Adiós. Espero no


verte nunca más.

—¡Anita es parte de mi familia, puedo jurarlo!

Isabel se detuvo. Estaba tan frustrada por su ceguera… Giró sobre sus
talones para mirarlo una vez más; tenía los ojos brillantes.

—¿Lo sabes o lo sientes? —inquirió, llorosa y desafiante.

Adolfo no entendió su cuestionamiento.

—Lo sé y lo siento —respondió y un escalofrío lo recorrió.

Isabel sonrió con tristeza.

—Qué bueno —murmuró con pesar—. Y por ese amor que hubieras podido
tenerle, espero que nunca la vayas a lastimar por tu odio hacia mí.

Bajó la mirada cuando sintió un nudo en la garganta. Aspiró profundo y se


enderezó.

—Busco a mi hija y me voy, para que disfrutes de tu fiesta; no vaya a ser


que algún reportero te vea conmigo.

Adolfo se tensó. ¿Por qué le incomodaba verla así? ¿Por qué tendría que ser
cruel con Anita?

—Adiós, Isabel —dijo y la ignoró.

No iba a cambiar de opinión, solo porque era la mejor amante que había
tenido; la única que lo había complacido físicamente. En lo emocional, solo
fue una farsa. Dudaba mucho que Isabel lo amara de verdad; solo lo soportó
por interés.
—Gracias, ya no la necesito —le dijo a la niñera y la vio salir de la
habitación. Isabel escuchó el estruendo de los fuegos artificiales. Anita, que
había estado dormida, se despertó; estaba asustada y la joven aprovechó
para ponerle ropa de calle.

Se quitó el hermoso vestido que Lorena le regalara, los zapatos y las joyas;
incluso se lavó la cara. Se recogió el cabello y, luego de ponerse algo más
de su estilo, miró su mano. Allí estaba el anillo que siempre le había

anunciado la desgracia que no quiso ver. Por segunda ocasión, había sido
usada y burlada.

Escuchó gritos alegres y brindis por la llegada del año nuevo; no se


permitió que la tristeza entorpeciera su mente.

Paula entró a la habitación casi una hora después y, con una sonrisa, le
ofreció el encargo de Adolfo.

—Aquí están tus boletos —le dijo a la mujer recostada en la cama con la
pequeña, que se había vuelto a dormir al recobrar la tranquilidad en el
regazo de su madre—. Te conseguí un taxi, para que vayas al departamento
a recoger tu ropa —dijo contenta—. Incluso te dejaré dinero, por si
necesitas algo más.

Isabel la miró sin emoción; al menos alguien se sentía alegre en esa


situación. Se levantó de la cama y fue a tomar su pasaje.

—Te alegra mucho mi rompimiento con Adolfo, ¿verdad? —preguntó. La


asistente sonrió ampliamente.

—Por supuesto. Una prostituta como tú no merece estar con él.

Isabel se incorporó.

—Nunca fui una zorra. Y a diferencia de ti, mujer envidiosa y frustrada,


puedo presumir que pasé más de una noche en la cama con Adolfo; algo
que ni en tus sueños más sucios sabrás cómo es. Fui la amante de Adolfo,
probé cada centímetro de su cuerpo y él disfrutó del mío; siempre esperaba
cualquier momento para estar dentro de mí y, en esa oficina a la que entras
todos tus amargados días, me hizo cosas que nunca conocerás, porque no te
va a corresponder aunque seas la última mujer sobre la tierra. Él preferiría
mil veces acostarse con esta zorra de nuevo, aunque me desprecie por tu
culpa. Tú no existes en su mundo, Paula; eres menos que un fantasma a su
lado. —Sonrió al ver que la lastimaba—. Mejor no sigo; prefiero irme de
aquí cuanto antes. ¿Hay alguna escalera de servicio?

—Claro, con gusto te la mostraré —respondió, clavándole los ojos como


puñales.

—Gracias. —Se acercó a la cama y tomó a su hija en brazos.

—¿Piensas dejar el vestido?

—Donde pertenezco, no podré usarlo.

—Claro; es demasiado para alguien como tú. Una mujer que mató por
rencor al hijo de Adolfo.

Isabel sonrió, desconcertándola.

—Llevar en el vientre a un hijo de Adolfo, es otra cosa que jamás podrás


experimentar. —La golpeó nuevamente con sus palabras—. Gracias por
recordarme que te lo dijera.

Paula la odió un poco más.

—¿Por qué no te llevas un recuerdo, para que nunca olvides esta noche?

—¿Una foto tuya? No, gracias.

—Un zapato estaría bien; para que recuerdes la vez que te sentiste
Cenicienta, como dijo Ronda. —Su risa forzada la irritó e Isabel decidió
pagarle con la misma moneda.

— No, Paula, ¿cómo crees que me conformaré con tan poco? Nada más
espero que cuando Adolfo descubra mi pequeño secreto… —Besó la
mejilla de su hija—, estés bien preparada para lo que se te vendrá.
—¿De qué secreto hablas? —indagó la mujer con el ceño fruncido. Isabel
estrechó a Anita y empezó a caminar para salir de la habitación.

—Me voy con el recuerdo que mi aventura con tu jefe me dejó hace cinco
años.

Paula no entendió. La miró salir y se quedó paralizada.

Adolfo había estado tomando y ya era evidente que empezaba a afectarle


tanto alcohol.

—Hijo, ¿dónde te habías metido? —preguntó Lorena al verlo llegar del


jardín. Donna y Mikel la acompañaban.

—Estaba tratando de deshacerme de un mal recuerdo.

—Nada mejor para empezar una nueva vida —dijo su hermano—. ¿Dónde
están Isabel y tu hija? —Las tres miradas se posaron velozmente en él,
extrañadas.

—¡Mikel! —replicó Donna—. Ella te dijo que quería darle la noticia.

—¿De qué hablan? —inquirió Lorena—. ¿Isabel te confirmó mis sospechas


sobre Anita?

—¿De qué demonios están hablando? —inquirió Adolfo con un barullo en


su mente. Mikel se dio cuenta de que Isabel no le había dicho.

Paula y Ronda llegaron juntas, como mejores amigas, con una gran sonrisa
en los labios.

—Isabel te iba a dar una sorpresa esta noche —dijo el fotógrafo mirando a
todos, inseguro de si continuar o no.

—¡Pues claro que me dio una sorpresa! ¡Abortó al hijo que íbamos a tener!

Lorena vio a su hija mayor llegar atraída por el grito de Adolfo. Andrea se
le acercó; en vano, intentó quitarle la botella. Con ella estaba su hija menor,
aún despierta y cargando el oso de Anita.
—Adolfo, mira cómo andas —le reclamó la hermana, molesta—. Algunos
invitados me han preguntado por ti.

—Estoy bien; solo he tomado para relajarme.

—Mira, tío; encontré esto en la cocina...

Paula supo que se le cayó a Isabel en su discreta huida. Se lo murmuró a


Ronda y esta rió, divertida.

—Adolfo… —Mikel se acercó a su sobrina y tomó el juguete; lo abrió por


la espalda y descubrió que aún guardaba la foto de Isabel cargando a las
recién nacidas. Los ojos se le aguaron al contemplar la carita de su pequeña

—. Aquí está la única foto de mi hija, que nació y sobrevivió poco tiempo.

Lorena se acercó; Andrea hizo lo mismo. Las mujeres se conmovieron al


contemplar la fotografía.

—¿Por qué Isabel está cargando dos bebés? —preguntó Andrea y al


instante se respondió a sí misma—. Mamá... ¿Anita es hija de...? —No
terminó la frase y miró a su hermano.

Adolfo sintió curiosidad, mas no se acercó.

—¿Dos bebés? —Fue todo lo que dijo.

—Una es Iris, mi hija, y la otra es Anita —explicó con dificultad—. La hija


de Isabel... —Lo miró fijo—. Tu hija.

Adolfo comenzó a borrar toda expresión de su cara; Mikel le ofreció la foto


para que la viera. El mundo se le vino encima cuando su mente sufrió un
impacto terrible.

—Por eso insistía tanto en decírtelo. —Andrea recordó la desesperación de


la chica horas atrás.

—Por Dios... —susurró y vio a Mikel ofreciéndole el oso.


—Hay unas fotos más; incluso, una de Isabel embarazada… Aún no puedo
creer que ustedes hayan concebido a esa niña.

Adolfo tomó el peluche con manos temblorosas; sufrió una fuerte


conmoción al ver a Isabel. Lucía cansada, con una gran barriga, la cual

acariciaba. Amaba al bebé que esperaba; el bebé de ambos. Si estaba triste


era porque estuvo sola, enfrentando el embarazo de alto riesgo de Rosie… y
el suyo. Apretó el muñeco contra su pecho y por fin cayó en cuenta; lo que
Isabel había estado tratando de que entendiera desde que se reencontraron,
era eso.

—Anita es mi hija... —musitó y pasó de la revolución mental a la felicidad.

Lorena se alegró al ver lo bien que recibió la noticia; sin embargo,


sospechaba que algo malo había ocurrido entre ellos.

Isabel recogió sus pocas pertenencias; entró al baño que compartió con él y
tomó sus objetos personales. Se miró al espejo; el mismo que tantas veces
los reflejara juntos. Se quebró al pensar que extrañaría los buenos
momentos que compartieron... Fue puro sexo, se dijo con desprecio; nunca
amor. Solo quiso creerle.

La rabia se apoderó de su cuerpo. Gritó, llena de coraje por haberse


engañado, por haberse traicionado a sí misma al volver a confiar en él.

—¡Estúpida! —gimió furiosa y se dejó caer al suelo para llorar; necesitaba


desahogarse. Golpeó el suelo con las palmas y sollozó hasta cansarse.

Tenía que olvidarse definitivamente de Adolfo; debía arrancar cada


recuerdo de lo que vivió y sintió por él. Nunca la amó. Se repitió esas
palabras, para no olvidar que nunca la respetó. Solo deseó su cuerpo; tal
como la primera vez. Y ella siempre lo supo, pero creyó que podría
manejarlo. No era tan dura para comportarse como una mujer que podía
entregarse sin salir herida.

Una vez más miró el anillo en su dedo; sus manos se mojaron con las
lágrimas que caían sobre ellas al ver la joya. Se levantó con dificultad y se
limpió el llanto con los dedos. Miró su cara irritada y luchó para no seguir
llorando.

—Se acabó el sueño, Cenicienta —repitió las palabras de Ronda.

Lucía patética; trataba de ser fuerte, pero el espejo le regresaba a una mujer
que no podía parar de llorar. Se quitó el anillo y lo dejó sobre el mueble del
baño; ya no tenía ningún valor. Y ella no tenía nada más qué hacer allí.

—¿De dónde sacaste que abortó? —preguntó Donna—. Esa fue una mentira
muy cruel. Mira como está Adolfo.

—Lo dice en el reporte —contestó la morena.

—Paula, ¿dónde está Isabel? —preguntó Adolfo, dando un paso hacia ella.

La asistente lo miró con los ojos como platos.

—N...no sé...

—¿Conseguiste el vuelo? —inquirió nervioso.

—Sí, tal como me pediste.

—¿Qué pasó? —preguntó Lorena—. ¿Quién ocupa viajar?

—Ya te explico mamá —respondió antes de dirigirse nuevamente a Paula

—. ¿Para qué hora?

— A las cinco.

—¿A las cinco? Aún estoy a tiempo de ver a mi hija. No creo que sea para
hoy; las aerolíneas están saturadas, así que debe estar descansando.

Paula comprendió las palabras de Isabel al marcharse: Me voy con el


recuerdo que mi aventura con tu jefe me dejó hace cinco años.
—Adolfo... Le conseguí un vuelo para las cinco... —dijo nerviosa. Tragó
saliva al sentir las miradas de todos encima—. Para las cinco de esta
mañana.

58. GRAVE ERROR

Adolfo palideció.

—¿Qué?

—Querías deshacerte de ella...

—¡Estaba furioso por lo que me dijiste! —estalló rabioso y la mujer se hizo


pequeña ante su arrebato.

—Lo siento; solo seguía órdenes.

—¡Maldita sea, Paula! —gritó y soltó la botella, que cayó al piso.

—Lo lamento; no sabía que era tu hija —susurró, afectada por su reacción.

Bajó la cabeza y fingió llorar.

—Mañana vas a la oficina y recoges tus cosas. Estás despedida —replicó.

Paula lo miró sorprendida; jamás esperó escucharle decir esas palabras.

—Adolfo...

—Desaparece de mi vista —masculló y vio a Ronda sonriendo bajo la


mano que cubría sus labios—. Tú también eres una mujer de lo peor; por
algo nunca te tomé en serio. ¡Váyanse al infierno!

Las mujeres se paralizaron.

—Si peleaste con Isabel por un malentendido, ve a buscarla —dijo Lorena y


su rabioso Dragón, aún tenso, apenas la miró.

Paula gimió dolida por el despido; aun así, se atrevió a decir:


—Isabel ya no está en la casa... Ellas no están aquí.

—¿Cómo que se fue? ¿Sabes el caos que hay en la ciudad?

—Debe estar en el departamento, recogiendo su ropa para ir al aeropuerto.

—La mandaste con el guardaespaldas, supongo —dijo sin quitarle la mirada


de encima. Paula retrocedió un paso.

—N...no...

—¿Tienes idea de lo que has provocado? —Paula negó con la cabeza—.

Insulté a Isabel, la maltraté… —Empezó a recordar lo que sucedió y revivió


las súplicas de la madre de su hija—. Fui el mismo imbécil que hace cinco
años la tachó de... —No pudo continuar. La había vuelta a lastimar sin
razón.

—Ese carácter tuyo tan impulsivo... —le reprochó su madre, molesta—. De


todas las mujeres que has tenido, era la única que no estaba deslumbrada
por nuestro dinero, y la echaste como si fuera una cosa desechable. Isabel es
la única mujer que te ha amado, ¡a pesar de ese maldito carácter! Pero no
pudiste asegurarte primero de si tu infalible asistente hablaba con verdad, o
simplemente porque quería alejarla de ti llevada por los celos…

Adolfo miró a Paula.

—Ella no está enamorada de mí. Y si lo estuviera, no me interesa. No


quiero tener a mi lado una computadora viviente, que solo busca
complacerme. Isabel es dulce, pero no vivía a mis pies.

—Si la amas —señaló Mikel —, más vale que vayas a buscarla. Tendrás
que arrastrarte como un gusano, pra suplicar su perdón; porque aunque seas
el soltero más deseado y rico de Nueva York, no la vas a convencer
fácilmente. Puedo jurar que ni aunque te estés muriendo va a regresar
contigo. —Las palabras del hermano lo sacudieron—. Ahora, si ella te odia,
vas a conocer a la bruja que lleva dentro; esa que viste hace cinco años,
amenazándome sin que le importara quién era yo. Y solo tenía dieciocho;
imagínate cómo será ahora, y con una hija. No solo te vas a arrepentir toda
tu vida por perder a alguien que jamás te había visto como el desgraciado
que eres…

Lo vio enfadarse y levantó las manos para simular defenderse.

—Acéptalo, Adolfo, siempre has sido un mafioso; quizás por eso Isabel
pensó que la protegerías de toda la mierda que ha vivido, incluyéndome. —

Sintió remordimiento—. Si por alguna maldita razón consigues su perdón,

créeme que ya no te amará como antes. Y lo siento por ti, porque con ese
carácter tan endemoniado que tienes, lo único que conseguirás como pareja
será una golfa interesada, egoísta como tu exnovia. Deja en paz a Isabel y a
su hija y cásate con tu mujer ideal. Allí la tienes: Hope.

Adolfo se enojó por sus palabras, pero sabía que tenía razón. Miró su reloj;
era la una de la mañana. Entró a la casa y se abrió paso entre la multitud
que intentó hablarle; no estaba de humor. A su mente llegaron los recuerdos
de su tranquila Navidad al lado de Isabel y su hija... Su hija. Perdió el
aliento. ¡Tenía una hija! ¿Cómo era posible que de un monstruo como él
hubiera salido ese ángel? Sí, era muy traviesa; pero sumamente dulce y
compasiva... Igual que su madre.

—Isabel… —musitó, sintiendo que su duro corazón se contraía al pensar en


ella siendo agredida por sus palabras; se maldijo más de una vez. ¿Cómo
pudo ensañarse con la mujer que dijo amar?—. ¡Maldita sea! —Recordó
que le dijo que no la amaba, que no quería formar una familia con ella.

Llegó al despacho, activó el interruptor y vio sobre el escritorio la


investigación del detective. Se sentó tras el escritorio, puso las manos a los
costados del folder y aspiró profundo. Tenía tiempo antes de ir a buscarla.

Leyó la primera página; en ella empezó a conocer, de mano de un


desconocido, todo lo que Isabel ya le había contado. Excepto esa parte
dolorosa de su vida, cuando era una adolescente.
Era cierto, fue secuestrada por un amigo de su padre que abusó de ella. Le
costó mucho leer el informe en esa parte; también lo del embarazo y la cita
médica para realizarse un aborto. Apartó la vista de los papeles.

—Ese fue el bebé que perdió... —musitó y se hizo un reproche mental;


cerró los ojos un instante.

Isabel se iba a realizar un aborto; sin embargo, no llegó a hacerlo. Perdió al


bebé a las pocas semanas.

—Dios, qué vida tan terrible.

Golpeó el escritorio con un puño y los objetos sobre el mueble se movieron.

No había ninguna actividad extraña, nada de qué avergonzarse; ella estaba


tan limpia, que sentía asco de sí mismo. Frunció el ceño al ver que tenía una
cuenta bancaria; se sorprendió al ver la cantidad.

—¿Es lo que le dí? —inquirió y vio una hipoteca por su casa de Austin. Esa
casa se la dejó Rosie; la otra fue la de su padre y, al parecer, acababa de
venderla.

Se volvió a sorprender al saber que estaba empezando su propio negocio


con algunas socias. Recordó aquellas conversaciones raras que le escuchó
tener por teléfono y que, ahora, tenían sentido.

Al final resultó que Isabel Allen solo se dedicó a cuidar de la hija de ambos,
con toda la dedicación que le conocía. Durante años, la llevó a cuanta
terapia requirió —sin su ayuda—, y era increíble la cantidad de
especialistas que trabajaron con su hija desde que nació.

¿Por qué fue tan cruel con ella? ¿Por qué lastimó a esa mujer, que lo único
que le había dado era su amor, a pesar de su mala experiencia con él años
atrás? Quizás porque siempre le pareció demasiado perfecta para ser
verdad. No sabía con exactitud.

—Soy un imbécil egocéntrico. —Se levantó y marcó al conserje de su


edificio mientras se encaminaba al exterior.
—Hola, Newman, ¿sabe si la señora Allen subió al departamento?

—Sí señor; estuvo menos de media hora. Salió con una pequeña maleta y la
niña en brazos.

Sus palabras hicieron arder la conciencia de Adolfo.

—Gracias, Newman. —Colgó y caminó de prisa al estacionamiento,


decidido a buscarlas. Debían hablar. Si tenía que arrastrarse como un
gusano, lo haría.

Conforme avanzaban los minutos, la cabeza se le llenaba de horribles


pensamientos; podría perder a Anita.

Pensó en su hija. Nació prematura y, con el frío que estaba haciendo, podía
enfermar. Isabel se angustiaría demasiado; no sabría qué hacer ni a dónde ir.

¿Llevaba dinero? No lo creía; tal vez solo lo necesario.

Golpeó el volante con rabia. ¿Cómo demonios pudo reprocharle tantas


estupideces sin dejarla hablar? Isabel calló por miedo a sus arranques de
locura. ¿Cómo pretendió que fuera abierta con él, si toda su vida debió
manejarse con desconfianza por la infancia y adolescencia que tuvo? Y

luego llegó él, a empeorar las cosas con gritos y amenazas.

Ella sabía que le daría problemas desde que la conoció, por eso intentó
evadirlo; rechazarlo, a pesar de lo mucho que le atraía, y después de amarlo
estuvo dispuesta a dejarlo ir por la misma razón: porque sabía que si
permanecía a su lado volvería a sufrir... Y cuando finalmente quiso creerle,
la volvió a defraudar.

Lo que hizo, fue llevada por la desesperación, por querer cuidar de su


hermana y al bebé que venía en camino. Sabía a lo que se exponía al tratar
de realizar aquel fraude a base de amenazas.

Aspiró profundo. No podía imaginar cómo se sintió al descubrir que estaba


embarazada, siendo tan joven. Peor aún, que esperaba al hijo del hombre
que la tachó de interesada y mujerzuela, cuando ella solo se entregó por lo
que creyó que significaba aquel anillo: un compromiso de verdadero amor.

Si lo hubiera buscado para anunciarle su embarazo, seguramente la habría


tratado muy mal. Sabía que la hubiera compensado económicamente...

¿Cuánto debió necesitarlo, para llamarlo en un momento de gran


desesperación? Y él no respondió, por orgulloso.

No debió pensar que estaba a su lado por interés; jamás le pidió nada. Ni
siquiera aceptó la tarjeta de crédito que le ofreció. Apenas si le permitió
comprarle algunas prendas para el frío y juguetes para Anita. Lo que sí
acepto a manos llenas, fueron sus muestras de cariño; sus besos, las noches

en su cama, donde le musitaba cuánto lo amaba… Isabel volvió a confiar en


él como la primera vez; le entregó una vez más su corazón y, en los últimos
días, estuvo empeñada en contarle la verdad. Nunca la escuchó; pensó que
quería tanto a Anita que estaba trastornada.

Y vaya manera de coronar la que sería la mejor noche de sus vidas…

Aquella en que le explicaría los motivos que tuvo para callar durante años
que habían concebido a esa pequeña, que ahora amaba aún más.

Era su hija y no la iba a perder. Estaba dispuesto a lo que fuera para que
Isabel confiara una vez más.

—Ella me ama aún, lo sé —murmuró, sabiendo que probablemente lo que


dijo Mikel sería cierto. Iba a arrastrarse para recuperar a Isabel, su gran
amor.

Se mojó los labios cuando la desesperación y el miedo se apoderaron de él.

Aceleró el coche y rogó para que no fuera demasiado tarde.

59. DE NUEVO SOLA

Se sentó a descansar en una banca. Anita se había despertado y ella tenía los
brazos adoloridos después de caminar un buen rato buscando taxi.
—Qué fio, Ma —dijo la pequeña, rompiéndole el corazón. Isabel deseó
haber sido más precavida al salir; en ese momento, la cabeza no le dio para
pensar mucho. Sin dudarlo, se quitó su abrigo y se lo puso; la prenda le
quedó como gabardina. Al verla sonreír se sintió mejor.

—Ahora vamos a buscar transporte para ir a casa.

—¿Y papi? —preguntó la niña. Isabel contuvo el aliento.

—Tuvo que irse; ya lo verás.

Tomó a su hija en brazos, se volvió a colgar su pequeña maleta y siguió


caminando. Empezó a sentir frío.

—¡Señor, no puede estacionarse allí! —le avisó el guardia al verlo bajar del
deportivo. Adolfo miró el auto cuando subió a la acera y le entregó las
llaves.

—Haga con él lo que quiera; debo entrar ahora mismo.

—Señor, la grúa se lo va a llevar.

—No me importa; tengo algo urgente que hacer. —Miró su reloj.

—Su auto está estorbando; mire: ahí viene un taxi...

Adolfo le dejó las llaves y se fue con prisa.

Isabel le pagó al chofer, que estaba muy molesto por la fila que debía hacer
para estacionarse, porque algún prepotente ocupó el área de descenso de
pasajeros.

—Gracias —dijo, bajando con Anita, que al parecer había descansado lo


suficiente; lo agradeció, pues le dolían los brazos.

Caminaron de prisa entre la gente para llegar y registrarse. Eran las tres de
la mañana y parecía que nadie deseaba dormir. En cambio, ella se sentía
cada vez más agotada.
—Mía mamá, ahí ta papá, —Anita señaló hacia el frente.

—No, amor, no está aquí —contestó, agarrando su manita cálida.

—Mami, tú muy fia —dijo la niña—. Peo sí es papá —insistió, buscándolo

—. ¡Oh, se fue! —Anita se soltó molesta—. Vo’ a busca —agregó y salió


corriendo.

—¡Anita, no! —le gritó antes de correr detrás de ella; los pies apenas le
respondían. La alcanzó cuando se paró detrás de un hombre de traje negro.

Anita le jaló el saco e Isabel sintió que se paralizaba al imaginar que podría
ser él.

—¡Papá! —El hombre se volteó y descubieron que no se trataba de Adolfo.

—Disculpe —dijo Isabel, tomando a su hija nuevamente de la mano. El


hombre sonrió a ambas y siguió su camino.

Media hora después, tras registrarse e ir al baño, se sentaron. Anita había


despertado renovada; en cambio, ella daba uno que otro cabezazo. Los ojos
se le cerraban y los bostezos venían uno tras otro.

Año nuevo y estaba allí: esperando su vuelo de regreso a Texas; cansada,


física y emocionalmente. Se sentía frustrada ante la necesidad de seguir
llorando y no poder hacerlo. Debía evitar que su hija la viera débil ante el
nuevo rechazo del cruel hombre que era su padre.

Se tocó el vientre. Había mucho que la empezaba a inquietar. Sabía que


podría resolver todo lo que el futuro le tuviera reservado. Esa noche
comprendió muchas cosas.

Tomó aire profundamente; debía contenerse, aunque sabía que solo estaba
acumulando emociones negativas. Apenas llegara a su casa, estallaría.

También sabía que no lloraría por él mucho tiempo.


Tenía muchas cosas por hacer; seguir con su proyecto de trabajo era uno de
ellos. Apretó los labios con coraje. Recordó los años de necesidades que
pasó, pensando en que apenas recuperara el dinero que le dio Adolfo se lo
regresaría, en un gesto de orgullo. Ahora sabía que unos cuantos miles de
dólares eran una miserable suma para él, así que no le devolvería nada; si
creía que era una vividora, ya no le importaba. Usaría ese dinero para que el
grupo de mujeres con que trabajaría comenzara cuanto antes sus labores.

Ellas también eran buenas haciendo trabajos típicos de hombres; la


electricidad y la plomería serían su especialidad. Ningún hombre las
discriminaría o las acosaría por el hecho de ser mujeres, jóvenes, madres
solteras o mayores de cincuenta. Estaba cansada de vivir con miedo.

Cerró los ojos un poco y sonrió al pensar en lo ocupada que estaría


gastando el dinero del Dragón.

—¡Ma! —Sintió la mano de Anita tocando la suya—. ¡Es papá! —Creyó


escucharla a distancia; seguramente estaba soñando.

Con los ojos cerrados se fue el frío, la intranquilidad y el dolor, las ganas de
huir, el miedo al futuro… Entonces pensó en Adolfo cuando la amaba.

¿Alguna vez la amó?, se preguntó, sintiendo su embriagante calor


envolviéndola como si en verdad estuviera cerca; incluso podía oler su
perfume. Aspiró profundo, soltando un suspiro que la hundió más en el
sueño. La respuesta a su pregunta fue un rotundo no.

No se llegaron a conocer, más que en la cama; solo allí se dieron todo. En


realidad, nunca hubo un futuro para ellos.

Hacía pocos minutos que la había encontrado. Pudo ver de lejos cómo se
quedaba dormida en la silla del aeropuerto; la culpa lo golpeó con fuerza.

Isabel debía estar con la hija de ambos, descansando en una confortable y


cálida cama, con él, no en ese frío lugar que la había obligado a rodearse
con los brazos.
Sintió una novedosa incomodidad. ¿Eran ganas de llorar por haber actuado
como un miserable? Contuvo el aliento al ver a la niña sentada al lado de su
madre, cuidándola. Los ojos se le inundaron repentinamente y tragó saliva
al notar que usaba un enorme abrigo, que seguramente era de Isabel.

Se limpió los ojos y se acercó, sin importarle que su presencia hubiera


captado el interés de un cazador de noticias. Anita tocó el cabello de Isabel
y luego descubrió su presencia. Su carita se iluminó y abrió la boca con
sorpresa. Enseguida, se bajó de prisa del asiento y le regaló una gran sonrisa
mientras corría a su encuentro.

—¡Papá! —le gritó, causando que su mundo entero se pusiera bocabajo.

Adolfo ya no se pudo hacer el fuerte. Se agachó para esperarla y tomar ese


cuerpecito dulce y cálido entre sus brazos. Anita le rodeó el cuello,
sonriendo, y la besó en repetidas ocasiones.

—Sí, mi amor, llegó papá. —La miró, lloroso—. Dios... —gimió, en


extremo conmovido.

—¡Papi, no llode! —dijo asombrada y le tocó las mejillas húmedas.

—Es que estoy muy feliz de verte, princesa. Te amo mucho mucho.

Anita siguió limpiando su rostro, ahora con ambas manos.

—Ma llodó en casa, mucho; muy nojada. Pobe mami... ¿Tú peleá con ella?

—Yo me porte mal con mamá y se enojó conmigo, pero...

—Mu mal, papi. —Frunció el ceño—. De todo modo, te amo —dijo,


derrumbándolo nuevamente. Estrechó a su hija y así la mantuvo un instante.

—Gracias, mi amor. Y gracias a Dios que saliste igual de buena que tu


madre. Eres inquieta como yo, pero con mejor corazón.

—Lo sé. Y tamien soy bapa.

—Bapa —repitió Adolfo, confundido. Sonrió y recordó lo que significaba


—. Por supuesto, eres muy guapa.

—Ahoa, ve a dale un besito en la boca a mamá pa que despiete.

Adolfo la miró sorprendido.

—¡Oye, eres una bebé! ¿Dónde viste eso?

—Tú besas a mamá cuano queen que no veo y así hace el píncipe de los
cuentos.

Adolfo estaba fascinado con ese pedacito de su ser; era maravilloso saber
que no solo era capaz de esparcir dolor con sus actos. Tuvo a esa pequeña,
que luchó por su vida desde que llegó al mundo y que ahora lo hacía
sentirse muy feliz y orgulloso. Pero el crédito era por completo de Isabel.

—Vamos con mami.

Anita miró a Isabel, que poco a poco perdía la postura. Adolfo la puso en el
suelo y se acercó a la joven. Se sentó a su lado y miró su rostro; no estaba
tan relajada como debía verse por estar dormida.

La chica se fue de lado lentamente y le ofreció apoyo poniendo su cuerpo.

Parecía que despertaría, mas al encontrar donde recargarse siguió


durmiendo. Adolfo se estremeció al verla arrugar la nariz como si estuviera
a punto de llorar.

De la garganta de Isabel escapó un gemido, algo así como un sollozo


contenido, pero no soltó ni una lágrima. La chica se contuvo apretando la
solapa de su saco. Adolfo la abrazó, recostándola contra su pecho; se
despreció por ser tan ruin. Una vez más, ignoró el hecho de que era acosado
por fotógrafos de revistas de cotilleo; no le importaba. Estaba con su hija y
su gran amor.

—Isabel, lo lamento tanto… —Suspiró sobre su cabeza.

Ella era una mujer dispuesta siempre a salir adelante, aunque en el camino
tuviera que golpear y patear a quien intentara detenerla. Con él fue más que
paciente porque lo amaba, de eso estaba seguro; pero la cansó con sus
dudas y sus groserías. Era un ser mezquino, acostumbrado a obtener cuanto
quería. Podía ser el más encantador, si lo deseaba; pero cuando las cosas se
le salían de control, por más mínimo que fuera el detalle, explotaba y —

como dijo Mikel— se convertía en un demonio.

Cerró los ojos, aspirando el aroma de ese cuerpo que empezaba a sentirse
cálido; la estrechó un poco más. La culpa no alcanzaba para controlar el
gran temor que lo invadía al pensar que podría perderla, que no le creería
otra vez. Tragó saliva, estremeciéndose. Debía luchar para recuperarla, por
primera vez.

Ahora sería diferente, se prometió; no podía seguir siendo un idiota que


lastimaba a quien le había dado todo. Se maldijo por haberla intimidado con
lo material. Jamás se aprovecharía de su estatus social para despojarla de lo

que amaba; nunca la apartaría de Anita. Su hija debía seguir creciendo


como la hermosa niña que era: noble, inquieta, fuerte...

Sonrió al ver a la pequeña jugar con los botones de su gabardina


improvisada, tratando de contarlos. Su dinero jamás compraría lo que Isabel
le dio: su propia familia.

60. DISCUSIÓN

Empezó a ser consciente de un latido rítmico; luego, una respiración


profunda.

—Ma, papá. —Escuchó decir a su hija; después sintió su manita tocando la


suya.

—No, Anita —respondió adormecida. Palpó la textura de tela; abrió los


ojos con cautela y levantó la vista por instinto; apenas se dio cuenta de la
situación en la que se encontraba, se apartó rápidamente—. ¡Adolfo! —

exclamó azorada.

—Te dije que ea papá.


Adolfo se levantó lentamente de su asiento. Isabel se talló la cara.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, alterándose—. ¿Se te olvidó decirme algo?

¿Algún nuevo insulto? —Su actitud defensiva le anunció que tendría que
ser cuidadoso—. ¡No te atrevas a usar tus influencias para quitarme a mi
hija! —Se acercó nerviosa a la pequeña—. No vas a evitar que me la lleve,

¡Ella es solo mía!, tu hermano no tiene nada que reclamar.

Adolfo sintió la boca seca y se humedeció los labios.

—No temas. —Quiso acercarse, pero Isabel lo miró con rabia—. No vengo
con malas intenciones.

—¡Te conozco bien, maldito Mondragón! —masculló entre dientes; miró


alrededor, luego hacia él—. Jamás te has acercado a mí sin querer tomar

provecho. No vas a engañarme otra vez.

—Te prometo que no lo haré —dijo, logrando que lo mirara con ironía.

—Claro. Conozco el valor de tus promesas —dijo resentida—. Valen según


el humor del que estés. —Lo recorrió con desprecio. Adolfo supo que
Mikel predijo lo que pasaría: ese mismo rencor que le dio a su hermano,
ahora lo recibía él. Era muy extraño saberse despreciado.

—Isabel... —murmuró suplicante.

—Hay reporteros —lo interrumpió amenazante—; puedo hacer algo


desagradable —sentenció —. Aunque lo peor ya lo hiciste: me estás
hablando. Que estés con alguien tan inferior como yo, será una mancha para
tu buena reputación. Si no quieres empeorar la situación, déjame en paz.

—No vine a pelear —murmuró—. Y jamás te he considerado inferior a mí.

Isabel sintió ganas de llorar, pero sólo le permitió a sus ojos humedecerse.
—No me consideras inferior —repitió sarcástica y con infinito dolor—. La
pobrecita de Isabel...

Le recordó cómo la llamó en casa de su madre. Adolfo entró en pánico;


realmente la había herido menospreciándola.

—Tú no necesitas pelear; tus millones lo resuelven todo, ¿no? —Sonrió con
ironía—. ¿Qué pretendes? No hay nada qué hablar o qué pelear.

—Perdóname, fui arrogante e inmaduro.

Isabel miró alrededor nuevamente; solo deseaba escapar de él. Adolfo la


detuvo cuando se movió un poco.

—Si hubieras sido solo arrogante... —Sintió un nudo en la garganta—, yo


no sentiría este dolor tan grande —confesó, tomando a su hija para
desaparecer de su vista.

—¡Lo lamento! ¡Fui un idiota!

—Qué bueno que lo reconoces. Suerte en tu futura relación. —Empezó a


caminar; ese hombre la alteraba demasiado.

—¡No quiero ninguna relación con nadie más! —dijo nervioso, siguiéndola

—. Reconozco que soy una patada en el trasero…

—¡Peor que eso! —lo interrumpió.

—¡Soy una basura! —La detuvo, angustiado—. Pero esta basura te regaló
algo hermoso y perfecto.

—¿Qué? —lo enfrentó—. ¿Desesperación?, ¿insultos, abusos?, ¿desamor?

—finalizó, cayendo por fin ante el dolor que había deseado guardar para sí
misma. Adolfo se puso igual y se miraron, ambos con los ojos brillantes por
las lágrimas contenidas.

—Por favor, ¡escúchame! —pidió y tomó su rostro con manos temblorosas


—. ¡Te amo! No quiero perderte.

Isabel sintió esas palabras como una burla. ¿Cuántas veces le pidió lo
mismo, que la escuchara, y solo recibió humillación tras humillación?

—No soy estúpida, Adolfo; ya conozco el argumento.

—Lo lamento muchísimo. —Insistió en mantener el contacto visual—.

Estoy dispuesto a lo que sea para que me perdones. ¡Lo que sea!

Isabel quiso echarse a llorar. Su corazón lo deseaba profundamente, pero no


debía ceder.

—Olvídate de mí; ya no existo. Nunca existí para ti. —Se le escapó una
lágrima. Adolfo la tomó de los brazos.

—¡Eres lo más importante en mi vida! ¡Tenemos una hija, por Dios!

—¿Al fin lo descubriste? —inquirió, tensa—. ¿Por eso me buscaste?

¿Quieres hacerle una prueba de paternidad? Ahora no estoy de humor para


soportarte. —Lo apartó de sí y dio un paso atrás.

—No desconfío de ti; sé que es mi hija.

—¡Ah! Supondré que fue la investigación de tu detective quien te lo


informó —dijo con ironía—. Es fácil creer a un desconocido… pero jamás
a mí.

—Paula se confundió cuando mencionó al bebé que ibas a tener.

—No me recuerdes a ésa estúpida entrometida, que sueña con meterse en tu


cama. —Volvió a perder el control—. Tal vez en poco tiempo lo consiga.

Adolfo empezó a desesperarse.

—La despedí. Jamás volverá a entrometerse.


—¿Y qué hay de Ronda, tu gran amor platónico?

—Mi madre tendrá que decidir; pero conociéndola, te aseguro que no le irá
mejor que a Paula. En cuanto a mí, no me interesa.

—Tengo cosas que hacer en Texas. Debemos irnos.

—¿Pretendes viajar hoy?

—¿Qué crees que hago en el aeropuerto?

—Anita, ven aquí —llamó a su hija y la niña miró a Isabel, esperando su


aprobación—. No sabía que todos venían a los aeropuertos a quedarse
dormidos, como mamá, para perder un vuelo.

Anita rió ante su comentario. Isabel frunció el ceño; creyó escuchar mal.

—¿Qué dijiste?

—Que por dormirte en brazos de tu estúpido novio por dos horas se te fue
el vuelo.

—No... —Miró hacia la pista y corrió al ventanal, para ver que algunas
aeronaves despegaban; miró el reloj nuevamente: ¡eran las cinco y veinte!

La sangre se agolpó en su cabeza.

—Disculpa que no te haya avisado —comentó, tratando de no sonar burlón

—. Te veías muy feliz en mis brazos.

—¿Por qué no me despertaste? —lo enfrentó molesta.

—No iba a dejarte ir. —Se removió inquieto. Isabel volvió a ver al hombre
egoísta que era.

—¡Eres un...! —Apretó los labios y no pudo evitar acercarse. Le dio una
bofetada, más fuerte que otras veces. Anita se cubrió la boca con ambas
manos—. ¡Sigues burlándote de mí! —le reclamó, sin importarle que la
gente alrededor los mirara. Adolfo sabía que eran el centro de atención; se
sentía muy expuesto, pero le importaba más llegar a un acuerdo con la chica
furiosa, que ahora se quejaba de dolor en la mano.

—No voy a dejar que te vayas sin que conversemos. —La miró fijamente,
inclinándose hacia ella—. Necesitamos hablar... —añadió ansioso—. Te
amo… te necesito.

Isabel empezó a llorar llena de rabia cuando le puso las manos encima;
apretó los puños y se sacudió su contacto.

—¡No, no, no! Ya no tenemos nada qué decirnos. Anita es tu hija y sé que,
tarde o temprano, querrás una prueba de ello; pero ahora no. ¡No soporto
estar cerca de ti! —Miró a su hija, que seguía pasmada en la misma
posición—. Mi amor, perdóname... —sollozó, inclinándose para abrazarla.

Adolfo imitó su posición, al lado de ambas.

—Perdón, mi vida; papá ha sido malo con mamá.

—Lo sé, papi; mamá se enoja poque potaste mal. Me voy con ella. —

Adolfo sintió un nudo en la garganta al escucharla; hasta la pequeña


percibió lo mal que la hizo sentir.

—Isabel, no puedo dejar que te vayas sin que sepas que reconozco que he
sido el peor de los hombres.

—Nada quitará la humillación, las ofensas… —aseveró, levantándose.

Adolfo se derrumbó; la estaba perdiendo. Sintió la ansiedad recorriendo su


cuerpo; estaba tan desesperado como debió estar ella horas atrás. Su rostro
se volvió una mueca de dolor.

—Perdóname, por favor —suplicó con voz quebrada—. Cuando supe que
Anita era mi hija, solo pensé en venir a buscarlas. Y sí, leí el maldito
expediente; solo para comprobar lo que debí saber desde siempre: que eres
una mujer intachable, honesta, y que aunque no te merezco, también sé que
no eres de las que deja de amar de un día para otro. Tengo miedo de
perderte. —Lloró, arrodillado; ella evitó seguirlo mirando—. No quiero
estar con nadie más; solo contigo soy feliz. Por ti quiero estar en casa;
quiero que formemos una familia; quiero ser parte de tu vida. Anita me
ama, pero no como a ti, y quiero la oportunidad de verla crecer; quiero
ayudarte con sus terapias y con todo lo que venga.

—Anita es tu hija, podrás verla cuando quieras; pero conmigo se acabó.

Esta Cenicienta ya no quiere saber de ti ni de tus mentiras.

Adolfo sintió un dolor aún más grande que la bofetada.

—No te creo. No eres una basura como yo, que solo piensa en sí mismo.

—Me cansé de ser buena. Ahora solo siento desprecio por ti.

—Démonos tiempo.

—Tuviste tu segunda oportunidad, igual que yo, y solo comprobamos que


no funcionamos juntos.

—No me digas eso. Sabes que, antes de la estúpida intromisión de Paula, tú


y yo éramos felices.

—¡Claro que no! —replicó y tomó la mano de su hija—. Tú nunca me


escuchas. Para lo único que tienes tiempo es para... —Lo recorrió—. Tarde
o temprano te vas a cansar de mí, y no voy a esperar ese día.

Adolfo la vio empezar a caminar y la siguió.

—No hay boletos disponibles hasta dentro de dos días; ya pregunté. Y no


vas a quedarte aquí con la niña. Ven conmigo. Prometo que me portaré
como jamás en mi vida.

—Quita tu linda cara de mi camino; ya veré cómo le hago. Nunca me has


hecho falta.

Adolfo se arrodilló nuevamente, poniendo las manos en la cintura de Isabel.


—Te amo, es todo lo que puedo entender —declaró temblando, con tanta
fuerza que ella podía sentir su temblor. La joven seguía llorosa y muy
enfadada.

—Vas a tener que aprender que no puedes andar por la vida lastimando a la
gente; que después de que se te pasa el berrinche, no puedes venir y poner
esa cara… —Miró sus bellos ojos azules, rojos de llanto contenido—, para
que te disculpe. Las cosas no se arreglan así, solo para que te sientas
satisfecho. —Respiró profundo—. No soy una posesión; soy una mujer, a la
que has herido muchas veces.

La soltó y se rascó la frente desesperado, intentando ser fuerte; mas no lo


consiguió e Isabel lo miró soltar unas lágrimas.

—Isabel… —Su voz temblorosa le erizó la piel—. Por favor, dame una
última oportunidad.

Le destrozó el corazón verlo así; sin embargo, más que nunca debía ser
fuerte. No terminaría como su hermana, porque el amor que le tenía a ese

hombre era inmenso.

—Vete, Adolfo.

—Isabel...

—Necesito irme.

—¡Cásate conmigo! —exclamó esperanzado—. Me casaré contigo, si eso


deseas.

Isabel se inclinó hacia él, cambiando por completo su actitud, dejando el


coraje de lado.

—Ay, Adolfo; vi tu cara de terror cuando estaba vestida de novia... —Trató


de no llorar por ese mal recuerdo—. Te amo tanto… —Lo llenó de
esperanza y él se levantó rápidamente para tomar sus manos—, que no sería
capaz de obligarte a hacer algo tan monstruoso, como unirte a alguien tan
simple como una Allen.
Supo que no lo iba a perdonar y se apartó angustiado. Apenas era
consciente de la lucha de sus guardaespaldas contra la multitud de curiosos;
contra la prensa, que había llegado para ser testigo de la que sería la historia
del momento.

—Oh, Dios... —gimió el hombre que tenía el mundo derrumbado a sus pies.

Miró a Isabel y ella estaba igual de afectada.

—Mami... —musitó Anita, nerviosa. Se acercó a Adolfo y este la abrazó


con amor y desesperación. Isabel se volvió un mar de llanto y hubo
alrededor un gran silencio.

¿Sería posible que de verdad hubiera abierto los ojos ante el temor de
perderla y realmente la quisiera a su lado... para siempre?

61. NO MÁS

Se sintió terrible al ver en la televisión a Lorena, siendo acosada por la


prensa, tal como le sucedió la única vez que se atrevió a salir con Anita
ignorando las palabras de Adolfo.

—Tal vez debería llamarla para disculparme —dijo Isabel.

Después del espectáculo que dieron en el aeropuerto, regresaron al


departamento, que ya no le pareció nada bello; tanta perfección era terrible.

Adolfo suspiró profundo; por fin le dirigía la palabra.

—No te preocupes —dijo, admirándola. Estaba sentada cerca del ventanal;


bebía un chocolate caliente. Esa falda corta que se puso llenaba su mente de
pensamientos perturbadores—. Mamá está acostumbrada a... —Miró sus
piernas y perdió el aliento. Isabel se cruzó de brazos; no podía creer que su
atuendo lo excitara.

—¡Por Dios, Adolfo! ¡Ni en una situación tan mala como la nuestra puedes
dejar de verme como un pedazo de carne! —No supo qué responder—. Iré
con Anita —dijo, escapando de su mirada.
—Está bien.

—Soy su madre; ya quiero verla. —Recordó que Andrea se la llevó a su


casa para que jugara con sus primas y se alejara de la tensa situación entre
los padres.

—Y eres la madre más hermosa que he visto.

Isabel hizo un mohín. Estaba loco si pensaba que la haría caer endulzándole
el oído.

—Te agradezco que hayas conseguido alguien que la cuidara estos días, en
los que me recuperaba de mi desvelo; pero ya es hora de regresar.

Adolfo se sintió triste de repente.

—No sé qué haré sin ustedes. —Fue a sentarse frente a ella—. Nunca había
deseado tanto regresar el tiempo para corregir mis errores.

—No te angusties. —Se pausó cuando le tocó las manos—. Los errores nos
ayudan a abrir los ojos.

—Pero tú no te equivocaste; fui yo quien te dejó sola. Si cuando regresé te


hubiera pedido una explicación...

—No me habrías creído.

—Ya te amaba desde entonces.

—Pero igual no habría funcionado.

—Te habría cuidado; no hubieras estado sola cuando murió Rosie, ni


cuando nuestra hija nació con todos esos problemas de salud.

Isabel se levantó. ¿Ahora pretendía debilitarla y aprovecharse de la


situación?

—Me iré en cuanto me avisen de un vuelo.


—Pero... ¿por qué?

—Porque ahora que sé cuán ruin y millonario eres, voy a iniciar un negocio
bastante bueno y no pienso regresarte un dólar de los que me diste a cambio
de sexo.

—No espero que me regreses nada. Y eso de que tuvimos sexo por dinero,
no fue así.

—¿Ah, no? ¿Ya se te olvidó lo que me dijiste? —inquirió con el amor


propio lastimado—. He vivido durante años con ese día en tu oficina… Tú
tampoco lo has olvidado.

—Solo recuerdo tus caderas, la falda en tu cintura y yo moviéndome dentro


de ti. —Isabel le dedicó un ademán para que se callara.

—Tendrías que dejar de ser hombre para no ser tan primitivo.

—Lo siento; soy un pobre rico inculto y sin control sobre sus impulsos.

—Eres un idiota.

—También.

—Y mira que fuiste eficaz en ese encuentro. Me embarazaste.

—¿No crees que podría haber sucedido nuevamente?

Isabel hizo una mueca. El idiota dedujo una gran cuestión, que en pocos
días se podría comprobar.

—Pídele a Dios que no sea así; porque, créeme, en estado hormonal me voy
a volver aún más horrible de lo que ya has visto.

—Pues tendré que prepararme para ver a alguien con peor humor que el
mío.

Isabel meneó la cabeza.


—Llévame con Anita; debe estar extrañándome.

—Creo que no será tan fácil.

—¿Cómo qué no? Está a unas horas de aquí.

—Es que viajaron a Miami.

—¿Qué? ¡Dijiste que no hay vuelos!

—Avión privado.

—¿Avión privado? —Se exaltó, anunciando una tormenta—. ¡Tienen un


maldito avión privado y no pude regresar a Texas porque no me enviaste en
él!

—Estaba ocupado. De verdad.

—No voy a quedarme encerrada aquí. ¿Cuándo regresan?

—En dos o tres días.

—¿Tanto tiempo?

Se iba a levantar, cuando él la mantuvo en su sitio.

—Tranquila, está bien y muy feliz. Hablé con ella hace media hora y...

Isabel lo agarró de la camisa y acercó su rostro a él.

—¿Secuestraste a mi hija, verdad?

Adolfo se puso peligrosamente serio y se apartó; perdió el control. Ella se


asustó al verlo golpear un muro con el puño cerrado.

—¡Adolfo! —gritó, yendo hacia él.

—¡Demonios, Isabel! —gimió rabioso—. ¿Por qué piensas que querría


lastimarte de una manera tan vil?
—Porque desprecios y amenazas es lo que más he recibido de ti. ¿Olvidas
cómo me hiciste venir aquí?

Adolfo iba a dar otro golpe lleno de frustración, pero alcanzó a detenerlo.

—Por favor, no te sigas lastimando —le pidió, preocupada. Adolfo la miró


sin expresión.

—Lo he hecho todo mal contigo —se lamentó y gruñó nuevamente.

—No —aseguró, conmovida al ver sus ojos—. Ahora veo el hombre que
realmente eres; hay cosas rescatables en ti. —Sintió su temblor por las
emociones que estallaban en su interior—. Me diste una hermosa hija, que
es mi vida entera...

—Yo también quiero ser tu vida. —Mostró una vez más su debilidad. Isabel
sintió pena por él; suavizó el gesto tenso y le acarició el rostro con
delicadeza.

—Lo lamento; aunque te amé, no voy a quedarme contigo. No eres bueno


para mí y yo sólo consigo alterarte, al grado de que te lastimes. —Tomó su
mano y ambos vieron los nudillos con sangre—. El amor no es así. Es
respeto, es paciencia; es pensar en el otro antes que en uno mismo. Y es
mejor estar separados que peleando.

—Al menos dime que tendré una oportunidad; aunque no sea por ahora.

—Eres el papá de Anita, y reconozco que eres un gran padre. Al menos,


serás mejor que el que tuve yo.

—Pero nosotros...

—No lo arruines. —Lo detuvo una vez más—. Debes aprender a vivir
contigo mismo, a estar frustrado sin obtener lo que deseas. No es tan malo.

—Se apartó—. Apenas te vi, me derretí por ti; fue un amor platónico
adolescente, que me hacía feliz dentro de las desgracias que vivía. Tenía
una pequeña foto tuya, que veía todas las noches sin siquiera conocerte. —
Recordó, viéndolo calmarse poco a poco—. Cuando supe que te iba a ver en
persona, me puse toda loca, como si fuera a tocar algo inalcanzable. —

Sonrió, mirándolo—. Aquella primera vez que nos vimos...

—Te caíste; llevabas una falda tan corta que se te subió y... —Se calló al ver
su mueca—. Fue la primera parte de tu anatomía que vi; lo siento, pero me
encantó. Cuando miré tu hermosa y perfecta cara, me enamoré a primera
vista; ahora lo sé. —Se miraron, hipnotizados el uno con el otro—. Jamás
había esperado tanto para tener a una mujer; no fue difícil, porque cada
minuto a tu lado era perfecto.

—Nunca has podido mantener las manos quietas.

—Contigo, no. Nunca. —Se miró el puño; Isabel se levantó y lo invitó a


hacer lo mismo. Fueron al baño, donde había un botiquín.

—Lamento haberte tumbado ese día.

—En realidad, yo tuve la culpa. Pasé frente a ti esperando que no me vieras;


al estar justo delante, la curiosidad me ganó y te miré como tonta —

confesó, abriendo la llave del agua para enjuagar la sangre—. Te


enderezaste y… Usar tacones de quince centímetros y bobear, es algo que
no se debe hacer.

—Si te gustaba, por qué me rechazaste tanto.

—No crecí con la mejor autoestima; no me parecía posible que me tomaras


en serio.

—Sí lo hice.

Isabel lo miró en el espejo. Luego sus ojos se encontraron con el anillo que
dejó sobre el lavabo.

—No, no lo hiciste.

Adolfo también miró la joya.


—Tal vez deberíamos deshacernos de este anillo.

—Sí, no deseo volver a verlo.

—Durante años, lo tuve en mi poder sin saberlo.

—Por cierto, no me dijiste cómo llegó a ti.

—Precisamente, fue el día en que concebimos a Anita.

—Ese día perdí mi bolsita de muffin.

—Eso no sé dónde quedó.

—Me dolió perderla; fue un regalo de Rosie.

Adolfo la vio seguir curando sus heridas.

—Prométeme que cuando estés en Dallas me llamarás. Puedo ayudarte con


tu negocio.

—Gracias; te tomaré la palabra, pero no podré pagar tus honorarios.

—No soy tan caro —respondió inseguro—. Tú sabes cómo podríamos...

—¡Por Dios, nunca entenderás!

—Perdón; necesito practicar cómo ser un caballero.

Isabel levantó las manos, dándose por vencida.

—Mejor, deshazte de ese anillo.

Salió del baño y lo dejó solo; Adolfo miró la joya y la tomó. Vaya que
estaba llena de malos recuerdos.

La joven esperó un momento en la recámara y escuchó como jalaba la


cadena. El anillo que tan mala suerte le había traído, se fue. Nunca
representó una muestra de amor. Todo había llegado a su fin y cada uno
haría su vida.

Adolfo salió del baño.

—Cuando estés en tu casa, si pasa algo contigo, quiero saber —dijo. La


chica supo que se refería a un embarazo.

—Lo haré.

Se acercó y la abrazó; ella lo permitió.

—Perdóname.

Una semana después regresó a su casa, tras pasar los tres juntos unos días
en la casa de playa. Isabel lo veía sufrir cada vez más por saber que ya no

tendría a su hija cerca y también le dolía; sin embargo, debían separarse.

—Pronto, mi abogado te avisará para que Anita sea reconocida como mi


hija —le dijo antes de despedirse en el aeropuerto.

—Sí, está bien.

—Isabel... —La miró angustiado—. Nunca te apartaré de ella.

La chica sonrió apenas. Anita lo abrazó como despedida y la madre apretó


los labios para contenerse. No iba a cometer el error de olvidar lo que le
hizo, para volverse a equivocar.

Ahora estaba en su casa, planeando estrategias para hacer su negocio


rentable, y caía en cuenta de que no era buena para eso; que desconocía
cómo hacerlo. Ella no sabía, pero sí su asesor.

Pasó una semana antes de que se atreviera a ir al baño y ver el resultado de


la prueba de embarazo. Resultó negativa. ¿Entonces por qué no tenía
periodo aún?

62. ALGUIEN MÁS


—No estoy embarazada.

Lo pronunció con una sonrisa casi irónica, se dijo Adolfo al verla por
Skype. No pudo ocultar su desencanto porque no estaba embarazada. Ella,
en cambio, parecía tener ganas de gritarlo a los cuatro vientos.

—Fue sólo un retraso por tanto estrés; con lo que pasó desde que nos
encontramos, como tenía problemas de ansiedad, se me complicó.

—Qué mal. —Fue todo lo que le salió decir.

—Me siento tan aliviada…

En verdad se sentía feliz. Por primera vez en su vida hacía lo que le


gustaba; podía andar tranquilamente, sin temer de nadie. Había hecho un

buen trato con el banco para acortar su deuda; le saldría caro, pero quería
deshacerse cuanto antes de ese asunto y aprovechó que tenía a la mano al
hombre más adecuado para hacer las negociaciones a su favor: Adolfo.

Su relación con él había llegado a ser estable, aunque le costaba mantenerse


decente con ella la mitad del tiempo; cuatro meses después, ya casi lo
conseguía. Ahora sólo eran miradas; ya no había manos, ni palabras.

Aunque una mirada de esos ojos azules podían inquietar a cualquiera...

Menos a ella. Era él quien se inquietaba cada vez que la tenía cerca.

Anita seguía mejorando cada día más y ambos eran testigos de esos
avances. Adolfo viajaba desde Nueva York una vez al mes y se quedaba
varios días, en los que iban a cenar y de paseo.

Isabel le contaba cómo iba su negocio y él la escuchaba atento. Había


aprendido a callar. La veía sonreír tanto que por momentos se preocupaba
de que lo estuviera olvidando. Era muy difícil para su corazón, amarla y
sentir que la perdía un poco cada día.

—Mamá quiere que modele para una campaña en el verano —le comentó
en una ocasión que salieron a ver a Anita en un evento de la escuela.
—¿Lo harás? —inquirió la chica, notando las miradas de las otras mamás
sobre Adolfo, que aunque iba vestido muy informal seguía siendo un imán
sexual.

—No he aceptado aún. En realidad, no creo que deba. Tengo casi treinta y
un años, no quiero seguir pareciendo un junior o un playboy.

Isabel sonrió incrédula.

—He leído sobre tus romances.

—Lo he intentado; pero no se me da eso de las relaciones de pareja.

De pronto se veía cansado, aunque no supo si emocional o físicamente.

—Podrías ser bueno si... —Prefirió callar.

—Lo sé, si no fuera tan desconfiado; entre otros adjetivos negativos.

Ninguna mujer inteligente se queda conmigo.

—Mentiroso; te he visto últimamente con una preciosa chica de cabello


negro y ojos azules.

Adolfo sonrió, iluminando su rostro.

—Esa niña me ha vuelto loco desde que tengo memoria.

—¿Te ha acosado?

—Tenía quince años cuando se metió en mi cama una noche y no pude


sacarla de allí, ¿puedes creerlo? ¿Qué podía hacer yo con una adolescente
de esa edad, teniendo mejores cosas qué hacer? Fue horrible... —Recordó,
quedándose pensativo—. Y pensar que ya se va a casar… —Se llevó una
mano a la cara. Isabel se sintió incómoda.

—¿La quisiste mucho?


—Aun la quiero; es uno de mis grandes amores. —Sonrió al notar su
expresión celosa, aunque intentaba ocultarlo—. ¿Y sabes qué es aún peor?

—inquirió, ganando su total atención—. Que cuando se case, ya no volverá


a dormir conmigo cuando su novio la haga sufrir.

Isabel hizo una mueca. Esa era demasiada información para ella.

—¿Qué clase de mujer hace eso, teniendo novio? —replicó molesta. Adolfo
supo que había logrado enfadarla provocando sus celos.

—Mi hermosa y consentida hermanita, Renata; que es casi de tu edad. —

Sonrió satisfecho y ella se dio cuenta de la trampa en que había caído. Se


sintió una estúpida.

Sí, aún le importaba. Sabía que salía con chicas, pero era típico de las
revistas aumentar la realidad. Ninguna mujer cuerda saldría con ese loco.

—¿No me digas que te puse celosa?

Isabel se cruzó de brazos.

—Estúpido.

Un mes después, cuando ya tenían casi medio año separados, Anita salió a
recibirlo; planeaba llevársela una semana. Al despedirse de su madre, lo
hizo con enfado.

—¿Qué tiene? —preguntó Adolfo—. Nunca la había visto molesta.

—No es nada.

—¡Besaste a ese señó! —gritó la niña, muy enojada. Adolfo se paralizó—.

¡Tú solo debes besá a papá!

Isabel se sintió muy mal por lo que le causaba emocionalmente a su hija


mientras veía la cara pasmada del padre.
—¿De qué habla la niña?

—Es que... —dudó en responder—. Estoy saliendo con alguien.

La noticia fue un golpe directo al corazón de Adolfo.

—¿Q... qué?

—Hace dos meses, empecé a salir con alguien.

La miró fijamente; luego, un gesto que contenía rabia apareció. Sin


embargo, el brillo de sus ojos fue el que le erizó la piel.

—Eso me dolió mucho, Isabel. Debiste contarme. —No dijo nada más.

Tomó la maleta y la mano de Anita, y se marchó sin decir palabra.

La relación de Isabel con Morgan era magnífica. Era un hombre mayor que
Adolfo; no tenía una posición económica como la de él, pero sus delicados

detalles eran lo que cualquier mujer deseaba. Se sentía amada y protegida;


hasta podía decir que le tenía mucho afecto.

—Gracias por quererme —le dijo, dándole un beso en los labios. Morgan
sonrió.

—¿Gracias? Eres una mujer hermosa y fuerte; no debes agradecer algo que
te has ganado.

Sonrió recargándose en su brazo y entrelazaron sus manos. La chica


suspiró; le daba mucha paz estar así.

—Es que no creí que encontraría a alguien como tú.

—Mi amor… —La abrazó—. Tengo treinta y cinco años, ¿qué te puedo
decir? Eres un regalo que no esperaba recibir a estas alturas de mi vida.

—¿Ya no dudas de que lo que siento por ti es verdad?


—Nunca lo he dudado. Es solo que, después de que me dijiste quién era el
padre de Anita, como hombre me sentí... indigno de ti.

Estaba pagando con creces cada desprecio y desplante que le hizo. Incluso
Anita, ahora que conocía mejor al novio de Isabel, lo había terminado por
aceptar y veía con agrado que su madre volviera a estar enamorada.

—Lo siento, papi. Morgan es muy lindo y cuida mucho a mamita. Es muy
bueno.

Más doloroso no podía ser, escuchándolo de boca de su hija. Sin embargo la


vida le estaba deparando aún cosas peores.

Mikel y Donna habían salido de viaje y lo invitaron; iban a esquiar en


Aspen. No quiso ir, pues su situación emocional iba en picada. Pasaba
noches enteras en vela, sintiendo que estaba al borde de la depresión.

Renata y el resto de las mujeres estaban locas preparando la boda. Lorena


odiaba ver a su hijo tan mal; apenas salía y, aunque en el trabajo seguía

igual de exigente, había momentos en que sentía que pronto lo vería


explotar.

—Tienes que hacer algo, Adolfo. No eres de los que se da por vencido.

—¿Yo? —dijo irónico—. Tranquila mamá, estaré bien... algún día.

Adolfo decidió ir a reunirse con su hermano y su cuñada. Camino al hotel,


su auto se topó con el que ellos conducían; el idiota de Mikel lo notó y
Donna, que conducía, dio vuelta en U para encontrarse con él. Entonces vio
cómo otro auto, que venía a toda velocidad, los embistió con una rapidez
enloquecedora. El mundo se detuvo en ese instante.

—Mikel —musitó, pensando que iba de pasajero y allí se produjo el golpe


más fuerte.

Descendió del auto y corrió hasta donde el coche había sido lanzado
girando sobre sí mismo. Mikel bajó del auto lleno de sangre, caminó unos
pasos y se desplomó. Adolfo se sintió atrapado en una pesadilla. Eso no
podía estarle pasando. No era verdad. Su hermano no era quien se había
desplomado casi sin vida.

—¡Maldición, Donna está loca! —dijo Mikel con una sonrisa estúpida que
no le regresó la paz. Cuando Adolfo le tocó el rostro, cerró los ojos.

La chica bajó del auto gritando, fue hacia su esposo y se paralizó al ver la
cantidad de sangre que corría por su rostro. Aparentemente, ella estaba
ilesa.

—¡Mikel! —murmuró y sintió miedo, como nunca en su vida.

Lo llevaron al hospital; unas horas después llegó Lorena. De nuevo veía a la


matriarca llorar, como cuando muriera su padre. Solo supo fingir fuerza
para consolarla y decirle que todo iba a estar bien; por dentro deseaba llorar
como su madre.

Las noticias llegaron hasta Isabel. Trató de mantenerse en calma, más fue
imposible; después de todo, eran familia de su hija. Tomó un vuelo a donde
estaban, después de una llamada que le hizo a Andrea. Tras instalarse en un
hotel cercano, llegó al hospital. Al verla, Adolfo no reaccionó; se quedó
quieto en su lugar; caminó hasta el asiento que estaba junto y se acomodó a
su lado.

El seguía ignorándola; hasta que de pronto, su mano se movió y tomó la


suya; entrelazaron sus dedos, con una intimidad que iba más allá de lo
sexual. Por primera vez compartían una emoción que las palabras no podían
expresar. Un nuevo golpe para la conciencia de Adolfo, fue pensar que así
de insignificante debió sentirse ella cuando Rosie estuvo hospitalizada al
borde de la muerte.

Isabel miró sus ojos llenos de lágrimas. Ya no pudo resistir más y se


acurrucó contra él. Adolfo se sintió frágil por vez primera en su vida y
gimió, sintiendo el cálido cuerpo de la madre de su hija en sus brazos A
pesar de todo lo que le hizo seguía a su lado, de los desplantes, de su
desamor cuando más lo necesitó, cuando no tenía a nadie para apoyarla ni
un peso en la bolsa, ella seguía a su lado, apoyándolo en ese momento tan
terrible. Cerró los ojos, sabiendo que el dinero que tenía no era nada si no
tenía amor en su vida; que las cosas materiales de las que se jactó poseer,
esas por las que llegaron a llamarlo el Dragón, no valían absolutamente
nada.

Apretó delicadamente el cuerpo de la chica que se había vuelto lo más


importante en su vida; la misma que le enseñó el valor de amar sin egoísmo,
aun cuando dolor fue lo único que le entregó.

Isabel lo sentía luchar contra sus emociones. Tal vez el poderoso


Mondragón no quería que lo vieran débil. Se incorporó y sus ojos llenos de
lágrimas le partieron el corazón. Se soltó de él y se levantó.

—Vamos a otro lado —le dijo seria.

Adolfo asintió; se limpió los ojos y la siguió. Estaba cansado y no quería


hablar. Mikel ya tenía dos días hospitalizado y no se había alejado de él,
más que esa mañana en que Lorena le suplicó que fuera a comer algo.

Apenas estaba consciente de que había llegado al hotel donde Isabel estaba
instalada. Ella sabía, después de que llegó y habló con Lorena, que no había
dormido en casi veinticuatro horas; mejor que nadie conocía lo difícil del
momento que estaba pasando.

—Si no hubiera ido...

Isabel lo ayudó a desvestirse antes de que se recostara en la cama.

—No es culpa de nadie —musitó, sentándose a su lado.

—Pude ver cómo el auto los chocaba, y luego a Mikel cayendo en el piso.

Perdió el sentido en mis brazos.

—Te entiendo perfectamente —aseguró, recordando sus propias vivencias.

Adolfo la miró, aún devastado por la situación de su hermano.

—Justo ahora, me estoy preguntando: ¿cómo pudiste soportar todo lo que te


pasó, sin nadie a tu lado?
—No estuve tan sola. Fabricio y Claudia son amigos, en toda la extensión
de la palabra.

—Aun así, yo también tengo familia y no puedo evitar sentirme tan


vulnerable. Ningún dinero en el mundo evitó que Mikel sufriera, ni que mi
madre esté otra vez padeciendo —gruñó molestó y se levantó.

—Deja de atormentarte. Mikel va a estar bien; solo necesita tiempo.

—¿Dices que va a estar bien? Después de lo que le hizo a Rosie, ¿no crees
que merezca ese castigo?

—Ya odié demasiado por causa de lo que pasó. Me cansé de sufrir; por eso
decidí que es mejor perdonar y seguir adelante.

—¿Y a mí?, ¿me has perdonado ya? —La miró triste. Isabel se detuvo a
centímetros de su cuerpo y percibió el calor que su piel emanaba.

Adolfo esperó ansioso una respuesta; ella suspiró y lo atrajo hacia sí. El
hombre se volvió pequeño al sentirse abrazado por el dulce poder que tenía
sobre él. Se pegó a su silueta como una segunda piel, rogándole al cielo que
nunca se fuera.

63. SECUESTRO

Mikel despertó con solo algunas lesiones, de las que se repondría tras un
par de operaciones; fue algo casi milagroso. Lorena y el resto de su familia
podían sentir que la vida les daba una nueva oportunidad. Era el segundo
accidente del fotógrafo; esta vez entendió que debía ser menos inconsciente.

—Vamos a adoptar —anunció dos meses después a su familia. Adolfo lo


vio sonreír como nunca y envidió su buena fortuna; tendría un hijo o hija y
a su mujer al lado.

Isabel tenía cuatro meses saliendo con aquel tipo y en verdad se veía feliz
con él.

Alguna vez los sorprendió abrazados; otra, se dieron un beso. Con ello
bastó para perder los estribos apenas estuvo a solas. Tenía mucha rabia por
haber sido un imbécil y perder a la mujer que aún amaba, por no tener la
mínima oportunidad de recuperarla... Delante de ella aparentaba calma;
pero a solas era un torbellino de emociones, las que brotaban de su ser
desesperadamente.

—¿¡Cómo puedes hacerme esto, Isabel!? —gritó furioso—. ¡Tú no eres


como yo! ¡No puedes ser tan cruel!

Terminó deshecho, llorando hasta caer rendido; después continuó avivando


su dolor con una botella de alcohol. Tenía que estar inconsciente para
calmar esa angustia. No sabía cuándo pasaría. Lo merecía; era todo lo que
sabía.

Lorena entró al departamento y vio el desorden. Había pasado un fin de


semana sin verlo ni saber de él y era extraño; preocupada al no recibir
respuesta a sus llamadas, decidió buscarlo, pues hasta a los de seguridad les
había prohibido que respondieran.

—¡No lo puedo creer! —exclamó. Iba acompañada de su hija menor, quien


estaba a un par de semanas de casarse.

—Whisky... Vodka... —Renata comenzó a enumerar las botellas que hallaba


al paso—. Otra vez empezó su etapa de alcohólico abandonado.

—¿Cómo que otra vez?

—Ay, mamá; hace como cinco años, después de que terminó con Hope. ¿No
te acuerdas?

—Se fue a Texas y... —Lorena sospechó que la causa de aquella depresión
de años atrás fue la misma de ahora: Isabel Allen.

Era cierto: siempre estuvo enamorado de esa chica. ¡Y vaya que perdió el
control al separarse de ella! Pasaron muchísimos meses antes de que, una
noche que salieron a cenar, se lo confesara. Sin embargo, nunca le dio su
nombre.
Esta vez, era evidente que estaba peor que la primera. Debía estar
padeciendo el haberse equivocado con ella, el descubrir que tenían una hija
que no iba a crecer a su lado como deseaba; pero sobre todo: que Isabel,
cansada de sus malos tratos y a pesar de amarlo, estaba decidida a rehacer
su vida al lado de otro hombre. Sintió mucha pena por su hijo, mas eso le
había dado la lección más importante de su vida: debía cuidar el amor.

Adolfo estaba en su habitación; para llegar allí tuvieron que pasar por un
cúmulo de objetos y muebles rotos. Halló a su hijo completamente acabado
por el dolor. Contuvo el aliento y se le humedecieron sus ojos. ¿Dónde
estaba el orgulloso Dragón?

Recordó las escenas, de lo que los medios publicaron en televisión y


revistas como la noticia del año: Adolfo, suplicando perdón; Adolfo siendo
humillado por una desconocida. Adolfo llorando por amor. Adolfo tiene una
hija. Adolfo amando sin ser correspondido… Luego vino el acoso de la
prensa morbosa, que amenazó con seguir a Isabel. Él no lo permitió; aun
dolido por el rechazo y consciente de que fue su culpa, evitó que molestaran
a la joven y a su hija. Ellas no iban a ser la comidilla de nadie. Merecían
rehacer su vida tranquilamente.

La chica jamás se dio cuenta de que tenía un guardaespaldas; aún no lo


sabía. De ser una chica sencilla y común, había pasado a ser la novia del
Dragón, y aunque estaban separados, siempre podría ser blanco de gente
indeseable. Adolfo no iba a permitir que nadie le hiciera daño a lo que más
amaba.

—¡Estás tan borracho! —declaró su hermana, entre molesta y asombrada.

La miró, sin sorprenderse por su presencia.

—Solo...un poquito —dijo con la voz descompuesta. Lorena se acercó y le


tomó el rostro entre las manos; su fuerte aliento alcohólico la hizo girar
momentáneamente la cabeza.

—Ay, mi amor… ¿Por qué te dejas caer de esta manera?


—La amo, mamá; pero ella me olvidó, y lo merezco. Fui una mierda con
Isabel.

Renata se preguntó qué tan bonita sería esa chica, como para que su
hermano se encontrara en tal situación. Aún no la conocía ni en foto.

Observó en la cama un marco fotográfico y con curiosidad fue por él: allí
estaba el par de tórtolos.

Hizo una mueca al ver la expresión de Adolfo, completamente posesivo. La


chica era linda, dulce, y seguramente estuvo tan loca de amor como para no
ver lo horrendo que era cuando perdía los estribos. Sin embargo, debió tener
tanto amor propio como para abandonarlo. Le agradaba su inteligencia, su
desinterés por lo económicamente atractivo que podía ser un Mondragón.

De pronto sintió pena por su hermano. Una mujer que lo había llegado a
amar, aun conociéndolo, lo dejó, cansada de no recibir lo mismo.

—¿Vas a pasarte la vida llorando porque fuiste rechazado? —le preguntó


Renata parándose a un lado—. ¿De verdad ya no te ama?

Adolfo miró a su hermanita.

—No; la muy cruel, solo me usó y se fue.

Lorena frunció el ceño.

—¿Cómo que te usó? ¿Vino después de lo que pasó con Mikel?

—No, mamá; solo esa vez. Me llevó a su hotel y fue buena conmigo. Me
consoló; me abrazó y lloré como un estúpido toda la noche. Me arropó
como si fuera un niño, y tanta ternura me mató. ¿Cómo pude lastimar a
alguien tan bueno? ¿Cómo es posible que, a pesar de todo lo que le grité, de
todos mis insultos viles, viniera para saber cómo estoy? ¡Soy un maldito, no
merezco nada de ella!

—¡Será porque aún te ama, idiota! —espetó Renata. Adolfo meneó la


cabeza.
—Si eso fuera cierto, ¿¡porqué deja que otro la abrace y la bese como yo!?

—gritó, levantándose de la cama para buscar otra botella—. ¿Por qué me


hizo el amor aquella noche en su hotel y luego se fue, dejándome una nota
donde decía que lamentaba haberse acostado conmigo y que jamás
habláramos de ello?

—Hijo... —Lorena lo vio seguir tomando y se acercó para quitarle la botella

—. Isabel te ama, pero...

—¡No me ama! ¡Solo se porta adorable para seguirme castigando! ¡Tanta


perfección no existe, mamá! ¡Uno no puede amar de esa manera a otra
persona!

—Adolfo...

—Claro que se puede amar de esa manera. ¿Cuántas veces me lo repetiste,


tonto? —replicó Renata—. Para ser amado de verdad, uno debe ser honesto
y dejar las poses de lado —citó sus propias palabras.

—En tu caso, Isabel siempre supo que tu carácter es... difícil —dijo su
madre, tratando de ser delicada—. Aquella vez en la casa de moda,
hablamos lo suficiente; sabía a lo que iba contigo. Isabel esperaba compartir
su vida con un tipo irritable y entendía que fueras así, en parte por tu
naturaleza y en parte por la enorme responsabilidad que tienes como CEO;
pero a lo que nunca se acostumbró, fue a ser humillada y despreciada.

Adolfo hizo una mueca de dolor.

—Entonces, ¿de verdad me amaba, aun cuando era tan maldito?

—Así me lo dijo… mientras yo pensaba en lo linda que se veía vestida de


novia. —Sonrió; pero dejó de hacerlo al recordar—. Al ver tu cara de
espanto cuando entraste y la viste con aquel vestido, empecé a dudar de que
la amaras igual.

Adolfo volvió a la cama. Se sentó, completamente derrotado.


—Isabel me lo reprochó. Dijo que jamás me obligaría a hacer algo tan
monstruoso como casarme con ella... —De nuevo se lamentaba, por tantos
errores cometidos.

—Por eso te dije que lo pensaras bien; que no le hicieras perder el tiempo.

Si no la ibas a amar de la misma manera, era mejor dejarla.

Adolfo se dejó caer de espaldas; cerró los ojos y sonrió lloroso. Las mujeres
se recostaron a su lado.

—Ay, mamá; ese día que la vi con el vestido, no lo hice con miedo. —

Recordó, tallándose la cara—. Se veía tan feliz, tan nerviosa. Isabel sentía
que no merecía nada bueno de la vida, ni siquiera a mí. —Sintió un nudo en

la garganta que lo estremeció—. Desde que nos conocimos, cuando tenía


apenas dieciocho años, lo único que hacía era rehuir; aun cuando le gustaba.

Tenía miedo por todo lo que le pasó y sentía que yo era demasiado bueno
para una chica tan sencilla. Ahora sé que fui yo el que nunca estuvo a su
altura.

Lorena y Renata se miraron. Sin palabras, compartieron su sentir.

Una cosa era tratar de rehacer su vida y otra muy diferente usarlo para tratar
de olvidarse de Adolfo. Isabel suspiró mientras se llevaba la taza de café a
los labios. No podía olvidar aquella noche en el hotel. Jamás tomó la
iniciativa cuando fueron pareja; la vez que lo hizo, fue sólo una parodia
Pero esa noche, al verlo tan indefenso, no lo pudo evitar. La ansiedad de
volverlo a sentir la llevó a portarse atrevida y dominante. Disfrutó como
nunca de besarlo, de recorrer su cuerpo, de recibir sus vaivenes dulces e
intensos cuando alcanzaron el clímax.

Alguna vez creyó que podría llegar a la intimidad con su novio para librarse
del hechizo de Adolfo Mondragón; pero apenas la acarició sobre la ropa, se
apartó. Él no era Adolfo; no se moría por él. Terminó llorando y confesando
que no podía seguirlo engañando. Morgan se molestó. La acusó de haberlo
engañado y tuvo que reconocer que lo había hecho.

Esa noche regresó a casa con un nuevo dolor; seguía enamorada como
estúpida del padre de su hija. Ahora tenía más de un mes siendo soltera y el
tonto de Adolfo parecía desinteresado. Lo notaba muy distante; no parecía
estar con ellas cuando las visitaba.

—¡Ma, tocan la puerta! —gritó Anita, sacándola de sus pensamientos.

Isabel agradeció la interrupción.

—Ya voy —dijo y caminó a la entrada con un presentimiento que la


incomodó; abrió y su cara se volvió de piedra al ver a Ronda. Iba a cerrarle
la puerta en la cara, pero la mujer la detuvo—. ¡Lárgate de aquí, bruja!

—¡Vengo a decirte algo muy importante!

—¡No quiero saber nada de ti! —Insistió en cerrar la puerta.

—¡Adolfo fue secuestrado!

La sangre abandonó su cuerpo al escucharla y le permitió entrar.

—Siempre ha odiado la seguridad y ahora, con la depresión mortal que trae


desde que lo dejaste, se puso peor; se escapó de los guardaespaldas y no
hemos sabido de él.

—¿Y los secuestradores han llamado?

—Sí, pero al parecer, Adolfo ha pedido que no paguen el rescate —dijo e


Isabel se llevó una mano al pecho.

—Dios mío, no puede ser…

—Ahora necesito que hagas una maleta para ti y para la niña y nos vayamos
de inmediato.

—¿Irnos?¿A dónde?
—Es una cuestión de seguridad.

—¿Por qué te mandaron a ti? —indagó. Ronda hizo una mueca.

—Mi jefa, a la cual amo con todo el corazón, me dijo que si no me


disculpaba contigo me podía olvidar de seguir trabajando con ella.

Isabel seguía confundida.

—¿Y por Adolfo, qué sientes?

—No lo amo; pero reconozco que me dolió que me cambiara por ti. —Miró
su aspecto—. Debes ser muy especial con él como para que te ame tanto.

Finalmente acepté eso. Y para qué me engaño: Adolfo jamás me propuso


nada.

Isabel sintió que se iba a desmayar. No iba a perderlo. Adolfo no podía


dejarlas. Lo amaba; lo deseaba de regreso.

64. DESGRACIA

Subió en la parte trasera del auto y la mujer se sentó junto al chofer. Isabel
miró la espalda del hombre delgado que llevaba puesto un sombrero y se
sintió incómoda. Algo no estaba bien. Ronda volteó a verla y sonrió de una
manera despectiva.

—Vámonos —dijo, mirando un instante a la niña. Isabel dejó que el auto


condujera algunos metros, hasta que ya no pudo seguir callada.

—¿Han hablado con los secuestradores?

—La verdad, no sé; aunque no me sorprendería que quedaras viuda sin estar
casada. O peor aún, que Adolfo se quede sin su amada Isabel. —La rubia
rió y luego una segunda risa la secundó. La piel de la joven se erizó.

—¿Cómo puedes decir esa atrocidad? —inquirió y descubrió que el chofer


era una mujer. Ronda la miró de nuevo.
—¿Y cómo quieres que me sienta, si el maldito pedante me mira como si no
existiera? Por su causa es que mi amistad de años con Lorena se ha
fracturado. Y si eso pasó, fue por tu culpa también.

Isabel comprobó que el reproche era una amenaza velada.

—¿Segura que estás arrepentida de lo que maquinaste con Paula en mi


contra?

—No me inventes intrigas, que todo fue obra de ella. Y en cuanto a que
estoy arrepentida… no.

De nuevo se escuchó la risa que estremeció a la chica. Miró nuevamente al


chofer y descubrió que no solo no era hombre; agudizó la mirada y…

—¿Paula?

La mujer detuvo el auto; apoyando el brazo sobre el respaldo, giró hacia


ella quitándose la gorra que había llevado puesta.

—Hola, Cenicienta.

La chica supo que estaba en peligro. La mirada de la ex asistente fue de


completa ironía. Observó a las mujeres de adelante y por instinto abrazó a
Anita.

—Adolfo no está secuestrado —susurró, ocultando apenas su miedo.

—Mami...

—Él no; pero tú sí lo estarás —dijo Paula sacando un arma para apuntarle,
asustándolas. Ronda se mostró tan sorprendida que se replegó contra la
puerta.

—¡Esto no era parte del plan! ¡No exageres!

—Dijiste que querías que la mujerzuela sufriera… Aunque no tanto como


lo hará Adolfo cuando sepa lo que le pasará. —La recorrió con el arma.
—¡Basta, la niña te está mirando! —insistió Ronda, con una firmeza poco
creíble. Paula miró a Anita sin la menor emoción.

—Su hija... —murmuró con infinito dolor. Sabía que las palabras de Isabel
eran verdad y siempre lo serían: jamás sabría lo que es llevar en su vientre
un hijo de Adolfo, su único amor.

—Mejor, vámonos; es hora de divertirnos. Hay que avisarle a Adolfo —dijo


Ronda, sacándola de sus pensamientos—. Si el idiota cree que ya ha sufrido
demasiado por esta, ahora veremos qué tanto más es capaz de padecer. —

Isabel miró a la rubia asistente de Lorena—. Ha sido patético verlo llorar —

continuó—, como si nunca se hubiera enamorado... Es repugnante ver cómo


muere de amor, por alguien que no lo quiere igual.

Isabel se humedeció los labios. Adolfo estaba bien, a salvo... pero ellas no,
agregó y empezó a rezar. Miró a su hija apretada contra su pecho y cerró los
ojos un instante para no llorar. Se preguntaba cómo podrían escapar.

—La venganza es contra mí, no contra mi hija —pensó en voz alta. Paula
miró sus lágrimas y sonrió con una mueca.

—Contra ti y contra todo lo que venga de ti —sentenció y enseguida le dio


un fuerte golpe en la cabeza con la pistola. Antes de perder el sentido por
completo, pensó en su hija, en lo que ese par de trastornadas podrían
hacerle. Anita empezó a llorar, asustada.

Despertó en una habitación, sin su hija; tenía el cuerpo atado de manos en la


espalda, sentada en una silla de madera. Levantó la mirada del suelo y
escuchó que murmuraban. Ronda y Paula discutían.

—¡No me digas que ya te arrepentiste!

—¡Claro que no! La odio tanto como tú; pero Anita es inocente.

—¡Anita es el fruto del amor obsesivo de Adolfo por esa mujer! —gritó
Paula, perdiendo los estribos.
Ronda tragó saliva. Esa tipa realmente estaba loca, y ella más, por haberse
prestado para atraparla en su intento de lastimar a Isabel, creyendo que sería
fácil como en una película. Ingenuamente, pensó que sería una buena
manera de redimirse ante Lorena y ayudar a capturar a Paula, que días atrás
amenazó con matar a la chica encerrada en la habitación de al lado.

Una noche que salieron y las copas se le subieron, se veía muy dolida por el
despido de Adolfo, a quién durante años adoró en silencio; contó que fueron
a su departamento y hallaron su habitación forrada con fotos del hombre.

Ronda se estremeció al saberlo. Definitivamente, era algo enfermizo para


una mujer de treinta años.

—Lo amo tanto, que haré lo que sea para volver a su lado. Si eso significa
matar a la zorrita, lo haré —dijo Paula, ebria. Ronda pensó en Anita, quien

dormía sola en otra recámara, luego de que logró calmarla asegurándole que
todo estaría bien si descansaba.

Adolfo le había puesto un guardaespaldas a Isabel desde que se separaron;


sin embargo, cuando el primero sufrió un extraño accidente, comenzó a
sospechar que algo no estaba bien. Las averiguaciones aún no aclaraban qué
o quién pudo provocarlo, por lo que, ni sospechaba de la mujer que pasó
años a su lado como su sombra.

Eso sucedió dos meses atrás, después del encuentro que tuvieron en Aspen.

La ex asistente se había vuelto un peligro. Estaba loca por Adolfo y Ronda,


que nunca perdió el contacto con ella porque el instinto se lo sugirió, al
darse cuenta de que Paula no estaba sana mentalmente se lo hizo saber a la
diseñadora. Entonces, en contacto con un fuerte equipo de seguridad, quiso
aprovechar su amistad con ella para descubrir sus planes... Y allí estaba
ahora, aterrorizada, esperando que ese fabuloso equipo de guardaespaldas
hiciera su aparición heroica, acompañado de la policía.

—¿Qué vas a hacer con Isabel? —inquirió. Paula se quedó pensativa.


—Aun no me decido. ¿Qué le dolería más a Adolfo? ¿La muerte de Isabel o
la de su hija?

—Paula, habíamos quedado en asustarla solamente. —alegó. La otra sacó la


pistola de su chaqueta y le apuntó.

—¡No te atrevas a traicionarme! —le advirtió.

—¿Yo, amiga? ¡Sería incapaz! Aunque sí pensé en llevarme a la niña y que


nunca la vuelvan a ver. Es más, nadie dudaría de que es mía. Es preciosa; la
quiero, y ya sé a dónde irme. Estoy segura de que a ese par le dolería aún
más saber que está viva, mas no en qué lugar del planeta.

Paula lo pensó.

—No es mala idea. Y siendo así, yo podría devolverle a Adolfo todos esos
años de dolor que he tenido a su lado, viéndolo ir de mujer en mujer...

Especialmente los últimos cinco, en que lo he visto padecer por esa


insignificante electricista.

Isabel sentía que iba a desmayarse por el estrés tan grande que la inundaba;
sin embargo, debía encontrar a su hija. La idea de que la hirieran le causaba
terror.

Adolfo sabía de las amenazas de Paula, más nunca le hizo caso. Hasta esa
noche en que escuchó a Lorena hablar con su jefe de seguridad; solo lo
llamaba cuando había una situación seria.

—¿Qué pasa, mamá? ¿Ocurre algo con la boda de Renata?

La señora fingió sonreír, pero la cara tensa la delató.

—Claro que no.

—¿Qué hay de mi asunto? ¿Todo sigue bien? —preguntó por la situación de


las mujeres de su vida.

Lorena lo miró angustiada.


—Adolfo... Ronda se fue con Paula a Texas y...

—¿Para qué? ¿Qué hace Paula con Ronda? —inquirió, presintiendo una
situación desagradable—. ¿No me digas que volvieron a molestarla?

—Paula se llevó a Isabel y a la niña —confesó, sorprendiéndolo.

—¡¿Cómo que se las llevó?!

—Hace tiempo, Ronda me compartió que Paula tenía terribles intenciones


hacia Isabel —le contó cómo se ofreció a atrapar a la otra, creyendo que
sería fácil—. Nos llamó hace media hora; se oía agitada y luego la
escuchamos gritar. Parece que Paula la descubrió.

—¡Mamá, eso fue una estupidez!

—Ronda solo quería ayudarnos a detenerla para proteger a Isabel y Anita

—alegó. Adolfo estalló, imaginando lo peor.

—¡Paula es una maniática! ¿¡Por qué crees que me soportó todos esos
años!? ¿¡Y de dónde sacó Ronda la estúpida idea de que podía manejar una
situación tan peligrosa!?

—Señor —habló el jefe de seguridad—. Ronda fue de encubierta para


ayudarnos a encontrar el paradero de su ex asistente.

—¿Y ahora qué pasó? ¿Qué hace aquí, cuchicheando, cuando mi mujer y
mi hija están en peligro?

—Adolfo... Paula llegó hasta ellas.

—¡Maldita sea! Si esa desgraciada les toca un cabello, la voy a matar con
mis manos.

—Señor, no pudimos intervenir porque Paula sacó un arma y, en su estado


nervioso, decidimos esperar un poco más. Hace rato, Ronda nos puso al
tanto de dónde están, pero...
—Fue descubierta y ahora están en peligro —musitó, poniéndose pálido.

Lorena fue presa de una nueva angustia cuando vio a su desesperado hijo
salir de la casa, dispuesto a encontrar a Isabel.

Ronda se despertó cuando estaba muy oscuro y escuchó a Anita llorar


pegada en la puerta. Se incorporó del suelo sucio y escuchó a Paula
gritándole a alguien. Un quejido doloroso le erizó la piel.

—Anita...

—¡Mamá está llodando! —gimió la pequeña. Ronda llamó a la niña y la


abrazó.

—Tranquila, yo te cuidaré.

La rodeó con sus brazos y escuchó los insultos de Paula hacia la chica,
mientras era evidente que la golpeaba con saña. Trató de salir para ayudarla,
pero fue imposible. Estaba bajo llave. Se sintió miserable por causar que
Isabel estuviera en esa situación, pero en verdad creyó que podría controlar
a Paula sin problemas y atraparla en el acto de secuestro.

Al día siguiente, la chica despertó en el piso, llena de sangre por los golpes
que Paula le propinó estando por todo el cuerpo; al carese, los nudos se
habían aflojado. Trató de incorporarse; le dolió todo, pero no se detuvo.

Escuchó el grito de Anita y la rabia la inundó. La puerta del cuarto estaba


entreabierta. Escuchó un nuevo grito; era de Ronda.

—¡No te atrevas a tocarla, maldita loca! —Las escuchó pelear.

—¡Esa niña va a morir, y después haré lo mismo contigo y con su madre!

Mientras aquellas luchaban, Isabel miró alrededor; en el suelo estaba el


barrote con el que Paula la golpeó. Se fue, pensando que quizás la dejó al
borde de la muerte con el golpe que le dio en la cabeza al final. Grave error.

Tomó el barrote y salió decidida a ejercer su furia de madre al saber a su


pequeña en peligro. No le importaba morir si eso salvaba a su hija.
Adolfo consiguió saber dónde estaba y su impulso fue ignorar las
indicaciones del jefe de seguridad.

—¿Qué demonios están esperando? ¿¡Que la mate!? —le reclamó,


haciéndolos a un lado—. ¡Al diablo sus malditas tácticas! —gritó cuando
bajó en el lugar donde estaban sus amores.

—¡Señor, tenga cuidado! ¡Está armada!

Adolfo sacó un arma de su cintura y siguió su camino dispuesto a todo. Iba


a enfrentar a Paula; la iba a matar.

Ronda recibió un golpe de puño cerrado en el estómago y se dobló de dolor.

Se lo regresó y Paula, furiosa, la pateó en la rodilla hasta tumbarla. Aun así


se aferró del cuerpo de Paula y trató de derribarla, hasta que la morena sacó
su arma; entonces se quedó quieta. Miró de reojo a Anita, que se había
escondido detrás de una silla. Vio detrás de la loca a la muy dañada Isabel,
que con la respiración entrecortada cargaba un enorme barrote y se movía
lentamente hacia la ex asistente.

—Es una pena que no podrás ser más la amiguita de Lorena —dijo Paula,
preparando el arma para dispararle sin compasión.

—Es una pena que jamás serás nada para Adolfo —dijo Ronda con orgullo
y recibió un golpe de puño en la boca. Anita gritó aterrorizada al ver sangre
brotar y fue, en ese preciso instante, que Isabel vio su oportunidad.

—¡Maldita niña! Si no fuera por ti… —La miró con desprecio y se dirigió
hacia ella—. ¡Te voy a matar, mocosa! —gritó entre dientes.

Levantó el mazo y volteó por instinto. Un grito de Isabel la sorprendió, y


con él un golpe intenso y directo a la cara. Paula se cubrió el rostro,
bañándose en sangre. Isabel gritó nuevamente y le dio uno y otro más, hasta
verla caer al suelo. No la dejó en paz y siguió golpeándola sin control.

Ronda supo que estaba asustada y enojada.


Adolfo entró con algunos miembros de seguridad y encontraron esa escena
espantosa. Vio la rabia con que su dulce Isabel atacaba a Paula y corrió
hasta ella para detenerla.

—¡Isabel, detente! ¡La vas a matar!

El hombre logró hacerla desistir al abrazarla. Estaba sollozando, a punto de


tener un shock nervioso por la manera en que temblaba. Aun así, Isabel
miró a Paula, que estaba en el suelo, y quiso acabar con ella.

—¡Maldita!, ¡¿cómo pudiste amenazar a mi hija?! —gritó, lastimándose la


garganta.

Anita seguía llorando, escondida. Adolfo estaba incrédulo. Miró a su hija y


fue por ella, para regresar con Isabel.

Paula se quejó y en un par de segundos tomó su arma y apuntó hacia la


pareja. Ronda cayó al suelo, cansada por la pelea previa que tuvo con Paula.

Oían los gritos de la policía, pidiéndole a Paula que soltara el arma.

Isabel miró a su hija. Adolfo las abrazó. No podía dejar que su ira lo
dominara, pero estaba seguro de que Paula se arrepentiría de por vida por lo
que hizo. La mujer ignoró a la policía.

—¿Por qué, Adolfo?¿Por qué nunca me miraste siquiera? —inquirió con los
ojos llorosos—. Te vas a arrepentir…

—De haber ignorado a una cosa como tú, jamás.

—Fueron muchos años...

—Eras una empleada.

Paula apretó el arma.

—Te amaba desde la universidad y fui más que tu sombra, ¡hasta que llegó
esa mugrosa!
Había demasiada ira y celos en su interior como para permitir que ese par se
quedaran juntos y fueran felices.

—Lo siento Paula, el amor no se impone. Amo a Isabel desde que la vi por
primera vez, y ni el tiempo que tenemos separados por causa de mi maldito
carácter ha logrado apagarlo.

—¡Cállate, no quiero escuchar más! ¡Veamos qué tan enamorados siguen


después de esto!

Apuntó su arma hacia la niña y se escuchó una detonación. Adolfo cubrió


con su cuerpo a las mujeres que amaba e Isabel pudo sentirlo ser empujado

por el proyectil cuando impactó en su cuerpo. Volteó a verlas y la expresión


en su rostro le heló la sangre. Había incredulidad, dolor...

—¿Adolfo? —inquirió con miedo, antes de verlo caer a sus pies.

65. SENTIMIENTOS ENCONTRADOS

Adolfo fue llevado de urgencia al mejor hospital. Fueron horas infernales.

Isabel revivió lo que pasó con Rosie. No había gran diferencia entre esos
grandes amores; el dolor era igual de intenso. La espera, un tormento; mas
no se comparaba con lo que Lorena De la Plata debía estar experimentando.

Primero Mikel, que apenas iba recuperándose de su accidente, y ahora el


que alguna vez llamó su hijo predilecto, el que siempre la acompañaba y
protegía, el que le sacaba una sonrisa en medio de su tensa y agitada vida.

Ese era Adolfo Mondragón, un tipo exasperante, dulce y amable hasta ser
empalagoso; sin embargo, su cariño era adictivo. Isabel lo necesitaba; su
hija también.

Se levantó de la camilla con el cuerpo aún adolorido. Salió, ignorando las


indicaciones de las enfermeras, para ver al hombre que amaba, quien
acababa de ser intervenido. Lorena levantó la llorosa mirada hacia la chica
metida en la bata de hospital.
—Señora... —la llamó con un nudo en la garganta. Cuando Lorena la miró
se sintió aún peor.

—Isabel... esa maldita loca... —Recorrió su cuerpo y pudo ver los


moretones en su cara y brazos.

—¿Cómo está Adolfo?

—Señora, debe regresar a la cama —le pidió la enfermera—. Si no lo hace


por usted, hágalo por su pequeña.

Isabel la miró.

—¿Dónde está mi hija? ¿Dónde está Anita?

—Está con tu amiga, María. Anita está bien... dentro de lo posible.

—Señora, si no regresa a la cama por su voluntad, la voy a obligar.

Isabel y Lorena la miraron. Ambas silenciosas y sorprendidas.

—¿Qué dijo? —inquirió Isabel, aturdida.

—Niña, llegó aquí en estado de shock hace dos horas. Se le tuvieron que
realizar varios estudios; debe cuidarse.

Isabel se tocó el estómago. Empezó a llorar asustada y Lorena se le acercó.

—Dios mío, Adolfo está grave... —Se estremeció pensando lo peor.

—Regresa a tu habitación —repitió Lorena, tocándole los hombros con


cuidado—. Aquí estaremos pendientes de cualquier novedad.

—No, Lorena —empezó a decir mientras su cuerpo se echaba a temblar una


vez más. Seguía sin poder creer lo que había pasado—. Adolfo no puede
dejarnos...

Lorena arrugó la frente. No se pondría a llorar con ella.


—Isabel, hazlo por Anita. Por favor.

La chica miró fijamente a la mujer.

—Júreme que, apenas sepa algo, me lo dirá.

—Eso haré. Por cierto, otra persona vino a verte. Dijo que era tu novio.

Sabía que la chica tuvo una relación corta con otro hombre y se sintió
incómoda.

—¿Morgan? No puedo creerlo. Terminamos hace poco.

—Isabel, perdona que te pregunte esto… —Empezó a caminar con ella, de


regreso a su cuarto—, pero ustedes eran pareja, y aun así, tú fuiste a ver a
mi hijo...

—Morgan era mi novio, pero nunca logré enamorarme y se lo dije después


de ver a Adolfo.

—Con razón mi hijo estaba tan afectado después de lo que ocurrió entre
ustedes.

—Adolfo tiene que saber que jamás habrá otro hombre en mi vida. —La
miró angustiada—. Se lo juro, solo él. No podría amar a nadie más, no
podría estar con nadie más... pero si no se recupera, no sabrá que terminé
con Morgan y no podremos estar juntos.

—Tranquilízate; vamos a tu habitación. Cuando él despierte y se recupere


un poco, debe saberlo.

Isabel se movió con cuidado. Llegó a su cuarto y siguió llorando en


silencio. Lorena luchaba por contenerse. La joven se dejó arropar por la
única imagen materna que tenía y la mujer supo que la necesitaba.

El disparo en el estómago lo mantuvo en estado muy delicado; sin embargo,


lo que le pasó a Paula fue terrible. La ex asistente, al atacar a su hijo,
recibió un disparo directo a la cabeza. Ronda apareció a la mañana
siguiente, después de ser dada de alta; le dolía el cuerpo.
—¿Cómo sigue tu futura nuera? —inquirió con el rostro hinchado por los
puñetazos que se dio con Paula para defender a la niña.

—Tiene golpes severos por todo el cuerpo, pero se recuperará en poco


tiempo.

—Nadie sabía que Paula estaba tan obsesionada con él —le explicó Ronda

—. Por fortuna, un guardaespaldas la encontró y denunció a Paula. Cuando


la policía llegó a su departamento, encontraron cientos de fotos de Adolfo y

recortes de muchos años. Estaba obsesionada con él y, cuando la despidió,


empezó a acosarlo.

—Dios mío —se estremeció.

—Lamento haber colaborado con ella y provocar su separación.

—Eso ya no importa. Ahora solo hay que rogar para que Adolfo se
recupere.

—Lo hará; es joven y fuerte.

—Espero que salga pronto de cuidados intensivos —señaló Lorena.

—Ven a sentarte, mamá, debes descansar un poco —pidió Andrea.

—Me moriré si le pasa algo —dijo la diseñadora entre lágrimas.

—Más le vale que se recupere —comentó Renata—. Me tiene que entregar


en mi boda. Me lo prometió.

Las semanas pasaron y, cuando por fin empezó a mejorar, su familia entró a
visitarlo.

—No quiere verte —comentó la diseñadora con pesar.

—¿Por qué no?


—Debe estar deprimido, dice que no merece que estés aquí solo por
lástima.

—Quiero verlo —insistió ante la mirada inquieta de Lorena.

—Espera, no me gustaría que te hiciera una grosería.

—No me importa, solo quiero verlo con mis ojos y saber que está bien.

Lorena no estaba segura. Al final cedió y ella misma le abrió la puerta.

Estaba dormido cuando entró. Sonrió emocionada. Estaba segura de que,


apenas la viera, se alegraría tanto como ella y la pesadilla terminaría.

Acarició su mejilla suavemente. Lo amaba tanto, que el sentimiento apenas


le cabía en el pecho.

—Hola, mi amor… —Se inclinó para besarlo en la mejilla—. Solo vine a


decirte que te amo.

Adolfo abrió los ojos lentamente. Estaba pálido y ojeroso; tras casi un mes
hospitalizado, se veía débil todavía.

—¿Qué haces aquí? —preguntó—. ¿No te dijeron que no quiero verte?

—Sí, lo hicieron; pero no me importa.

—Vete, Isabel —ordenó con voz cansada, pero firme.

—Cuando estés más fuerte, hablaremos.

—No será así y no quiero ser grosero. No pierdas tu tiempo conmigo.

—Adolfo...

—Si de verdad me amas, vete. No quiero verte.

Ella apretó los puños para contener el deseo de tocarlo. Adolfo solo pensaba
en la vida miserable que había tenido a su lado desde el inicio. Ya no quería
hacerle más daño. Cerró los ojos, grabando en su mente las emociones
contenidas de la joven; la tristeza, el desencanto...

Isabel insistió en verlo días después, mas siguió renuente; incluso solicitó
salir antes del hospital.

—Ya se le pasará —le dijo Renata, muy apenada al verla tan decaída.

—Gracias por el ánimo, sé que ahora está muy sensible.

—En un mes me caso y espero verte allí.

—No creo que deba asistir.

—Sabía que dirías eso, así que te obligaré a llevar a mi sobrina a mi boda

—alegó—. Ya para entonces, tanto tú cómo Adolfo estarán mejor.

—Aunque a veces me siento triste sin él, también empecé a sentirme


tranquila. Nada me importa más que saberlo vivo y recuperándose. Lo amo,
pero acepto su decisión de no querer verme.

Claudia sonrió y acarició su hombro. En esos meses se había casado;


incluso, estaba embarazada.

—En el fondo, es un sensiblón. Me alegra que tu enojo se haya disipado;


ahora solo falta que él mejore ese ánimo para que al fin puedan estar juntos.

—Y así será. Ahora soy yo la que quiere estar con él y lo voy a conseguir.

Ese maldito Dragón no se va a deshacer de mí.

—Por fin se casa Renata —dijo Lorena a su hijo. Adolfo estaba hundido en
una butaca de su casa frente a la playa; aún le dolían un poco las heridas. En
lo emocional, estaba terrible.

—No tengo ánimo de asistir.

—Lamento informarte que a tu hermanita no le interesa.


—No me siento bien. Aún me duele todo —mintió, recordando que jugó
esa mañana con Anita hasta que se lastimó.

—¿Y por qué no tienes a tu lado a quién podría hacerte sentir mejor?

—Mamá, lo único que le he dado a Isabel son problemas —replicó bajo,


pues Anita tomaba una siesta a su lado junto con oso de peluche, después de
que se quedó con él para cuidarlo.

—Estás siendo muy egoísta, Adolfo. Creí que habías aprendido la lección.

En verdad no tienes idea de lo afortunado que eres de que una mujer tan
valiente como Isabel te ame. Ojalá yo hubiera sido menos orgullosa con tu

padre... —afirmó, confesando uno de sus más dolorosos secretos—. No


sabes cuánto he llorado por no haberme puesto en su lugar, por saber que
parte de su desliz fue por mi abandono, por estar siempre ocupada... —

Tomó aire para continuar —Tu padre era un buen hombre que deseaba
amor, solo eso; pero siempre lo quise ver como un conformista mediocre.

Fue él quien me enseñó que la familia está ante todo.

Adolfo se recargó en el asiento.

—Mi padre fue un puto infiel, no te arrepientas de la decisión que tomaste.

Y tú fuiste la que nos enseñó a cuidar de la familia. No te merecía, así como


Isabel no merece a un loco como yo.

Lorena recordó los malos ratos al lado del padre de Adolfo y aceptó que
tenía razón.

—¿Entonces no piensas dirigirle la palabra, ahora que venga a la boda de


Renata?

Después de aquella conversación en el hospital, solo la vio fugazmente


cuando dejó a Anita con él. Había empezado a caminar con menos dolor,
pero no la recibió; se conformó con verla de lejos. Se veía tan hermosa
como siempre.

Volvió a verla días antes de la boda. Luego supo que sus conocimientos
sobre electricidad ayudaron a resolver el problema de luces que su cuñado y
su equipo de trabajo no supo arreglar.

Isabel no vivía en la casa de Lorena, que era donde se realizaría la boda, en


los extensos jardines al aire libre; estaba hospedada en un hotel cercano.

Eso lo incomodaba, porque le habían ofrecido su casa de playa y no aceptó.

Era por orgullo, pensó Adolfo.

La observaba desde la ventana de su recámara, entre todos esos hombres a


los que había atraído la atención, primero por su belleza natural y después
por los conocimientos que no aprendió en la escuela, sino en la vida. Su
pecho iba a estallar por las ganas de ir hasta ella y abrazarla. No debía ser

egoísta. Aunque celoso sí se sentía, cada vez que la veía conversando con
alguno de sus compañeros.

Meneó la cabeza; Isabel era una cajita de sorpresas, lo tenía todo para ser la
mujer perfecta. Era hermosa por dentro y por fuera, inteligente,
emprendedora; la chica que cualquier hombre con muchos... mucha
autoestima, desearía por compañera en su vida.

Al pensarlo así, recordó las palabras de Lorena sobre ser orgullosa al no


perdonar la infidelidad de su padre. No era eso lo que debía estar
lamentando, sino el no haberse dado la oportunidad con alguien más, como
una manera inconsciente de castigarse por algo que no hizo. ¿Eso quería
para sí mismo? ¿Castigarse? ¿Despertar años después y descubrir que su
único y verdadero amor había sido echado a un lado, bajo la sombra de un
falso sentimiento que ahora disfrazaba de querer salvarla?

Se sobresaltó cuando Isabel resbaló en la escalera. Su preocupación se


convirtió en una mueca cuando un chico joven, de unos veinte años, corrió
a detener su caída. La tomó en brazos y ella le rodeó el cuello, luego sonrió
y le dijo algo mientras la soltaba. El muchacho la dejó a disgusto, ella
sonrió nuevamente y, de repente, el mocoso la besó rápidamente en los
labios, antes de echarse a correr. Isabel se tocó la boca sorprendida, luego
sonrió y siguió haciendo su trabajo. Adolfo sentía que su temperatura
corporal empezaba a elevarse, como lava cargada de rabia.

—Nadie toca lo que es mío —gruñó.

66. SOY TUYO

Isabel entró a la casa para almorzar con Lorena y su hija; era fin de semana
y harían una fiesta previa a la boda. Esa familia sí que sabía cómo gastar
dinero, pensó. Mientras ella seguía llevando una vida modesta, ellos, en un
simple arreglo floral, soltaban su ganancia de una semana. Sonrió,
acariciando un enorme arreglo de exóticas orquídeas. Olían a gloria.

—Así que rechazas mi hospitalidad de irte a la casa de playa, pero permites


que un cualquiera te manosee y te bese.

Dio un brinco, arrancándole el pétalo a una flor, que de inmediato esparció


su delicado aroma.

—¡Adolfo! —Se llevó una mano al pecho intentando recobrar la calma—.

¡Qué susto! —Miró su piel blanca, aún más por el forzado reposo, y le
pareció una imagen celestial en jeans y camiseta—. ¿Qué haces aquí abajo?

—Es mi casa, ¿tú qué crees?

Isabel entrecerró los ojos y apretó los puños.

—Malcriado hijo de... —replicó entredientes, dejándolo momentáneamente


desconcertado—. Vaya que te sientes mejor… y además estás irritable, ¡qué
novedad! —señaló irónica—. ¿Y a qué se debe tan lindo recibimiento?

—¿En verdad no sabes?

Isabel hizo memoria. El bello e inalcanzable padre de su hija estaba en la


terraza, así que... ¿la estaba espiando? Apretó los labios para no sonreír.
¿Cuántos días había estado bajo su escrutinio y no se había dado cuenta?

No le demostraría lo feliz que estaba de saberlo celoso y nuevamente de


pie.

—¡Que estés en recuperación no te da derecho a hablarme así! —Se le


acercó, más por el deseo de tenerlo cerca que por enojo—. ¿Y por qué dices
que me manosea y me besa cualquiera? —inquirió, cruzando los brazos
para contener el enorme deseo de tocarlo.

—Te vi con el tipo de la escalera. ¿Tan pronto conseguiste un amante? —

preguntó, levantándose y mostrando lo poderoso que era, aún en la


enfermedad. Acortó la distancia entre sus cuerpos, cuya electricidad
rápidamente se esparció y les erizó la piel.

Adolfo se dio cuenta de lo mucho que lo atraía esa mujer despeinada,


metida en esos pegados vaqueros deslavados que delataban las curvas que
tanto le habían robado el sueño, regresándolo a la adolescencia, con sueños
húmedos que solo lo tenían frustrado y molesto. ¡Pequeña bruja!, maldijo

para sus adentros cuando una traidora erección se apretó contra la tela de su
pantalón.

La chica apretó los puños, mezclando el deseo que le tenía con la rabia de
su ofensa.

—¡Estúpido! —dijo igual de reprimida—. ¡Te he sido fiel por años! —

replicó, odiando su cuerpo por estar tan atada a él—. Si Nick me besó es
porque dice que está enamorado de mí, ¡pero es un niño de dieciséis años!

¡Jamás me fijaría en él!

Adolfo creyó que tendría una eyaculación precoz. Su aroma, sus palabras,
toda ella era lo que su cuerpo ansiaba.

—Pues ese mocoso infeliz jamás debió ponerte un dedo encima, ¡tú eres
mía! —estalló, sin importar que su herida le reclamara el esfuerzo rabioso
—. No sabes el infierno que he tenido que soportar todos estos meses sin ti

—siguió confesando—; imaginándote en otros brazos, mientras yo... —La


miró con una expresión casi dolorosa—. Oh, Dios; me voy a... —Se tocó
entre las piernas y la chica dejó de respirar. La deseaba, se estaba muriendo
por tenerla. Miró alrededor y, sin pensarlo, lo jaló hasta llegar a una esquina
donde nadie podía verlos.

—¿Qué haces? —replicó, sometido. Lo besó con locura, con desenfreno,


hasta sentir que solo con eso lograría su propio orgasmo.

Adolfo jamás había sido usado por una mujer y ahora, en manos y boca de
esa pequeña y demandante chica, se derretía; se dejaba conducir dócilmente
y ella deseaba volverlo loco. Estaba en el cielo. El sabor de su boca era
único, sus labios suaves y hambrientos, sus manos estrujando la espalda,
jalando su cabello…

—Isabel... —gimió cuando le mordió el cuello. La chica echó un vistazo


rápido alrededor y bajó al cinturón para abrirlo y liberar su sexo erguido,
húmedo, a punto de estallar.

Se pegó a la pared, siendo un sumiso observador. Hizo un esfuerzo


sobrehumano para no correrse sin antes disfrutar de esa novedosa locura.

Isabel apretó suavemente su miembro y cerró los ojos.

—Elige, Dragón —susurró excitada—: dentro de mí… o en mi boca.

Adolfo perdió la respiración un instante y jaló aire. La devoró con un beso


violento hasta oírla jadear.

—Elijo ambos —respondió, poniéndola al límite de la razón. Isabel pasó


una mano por su trasero y lo apretó; él se apartó y la miró serio.

No podían quedarse allí, no iba a exponer ese momento, a terminar


frustrado si alguien venía; mucho menos, desaprovechar lo que Isabel le
ofrecía. Cerró la puerta con fuerza y volvió a ser una víctima gustosa de su
mujer.
Estaba tan desquiciada a causa de la abstinencia, que la camisa de Adolfo
fue lo primero de lo que se deshizo. La manera en que acarició su piel lo
sacudió violentamente; deseaba sentir su boca cumpliendo la promesa de
llevarlo al paraíso sin escalas.

—Tranquila, no puedes lastimarme demasiado... —dijo. Isabel lo llevó a la


cama.

—Va a sentir el dolor más placentero que jamás hayas tenido. Y si no es así,
acúsame con tu mami.

Adolfo sonrió sutilmente, complacido. Ella se apartó un poco y comenzó a


quitarse la ropa con prisa, ante su atenta mirada. Vaya que estaba
desesperada; tanto como él.

Se paralizó, suspiró pesadamente al ver su cuerpo desnudo; los pechos


suaves, rosados y erguidos. Tragó saliva, se sentó al borde de la cama para
atraerla y jugar con esas dos tentadoras razones para enloquecerlo. Isabel
puso las manos en sus hombros, sintiendo la caricia de su lengua húmeda
haciendo el sensual recorrido por su piel, endureciendo sus pezones al sutil

contacto, y después su boca consumiéndola de manera posesiva. Jadeó con


el primer mordisco sobre la piel hipersensible.

—No te quejes; mi mamita no va a defenderte —dijo Adolfo, con una voz


tan ronca que hizo arder sus entrañas.

La ayudó a sacarse el resto de la ropa y sus ojos azules —esos que parecían
quemar todo a su paso— la recorrieron milimétricamente.

—Eres muy hermosa. Siempre me has tenido a tus pies.

Isabel miró sus ojos, luego sus labios, y allí se dirigió.

—Soy tuya; te amo más que a nada.

—Lo sé.
La atrajo sorpresivamente, olvidándose de aquello que minutos atrás lo
incomodara. Se levantó pasando su lengua desde el estómago, subiendo
lentamente, llegando entre sus senos, y allí se detuvo otra vez. Isabel cerró
los ojos; adoraba su boca, su lengua, la manera en que sabía arrancarle
gemidos a su garganta. Abrió los párpados cuando las manos del hombre
suplieron sus labios y amasaron ansiosamente la textura aterciopelada.

—¡Ay! —se quejó cuando se tornó agresivo y, antes de que se lo


reprochara, tomó su boca y la volvió a dominar.

La chica se derritió al sentir sus manos rozándola entre las piernas. Apoyó
la mejilla en su pecho desnudo y suspiró con placer. Le abrió el pantalón y
lo bajó, para liberar eso que tanto deseaba ver y sentir. Se mordió los labios
al ver su sexo, orgulloso y enorme, tan suave al tacto. Lo acarició sin pudor,
lo estrujó arriba y abajo, oyéndolo gemir y decir cuánto lo excitaba, cuánto
le gustaba su caricia.

Quedaron desnudos el uno frente al otro y se observaron un instante. Isabel


ya no sentía pena de ser inspeccionada de esa manera y una sonrisa coqueta
apareció en sus labios.

—¿Puedes o no, Dragón?

Adolfo sonrió y miró hacia abajo.

—Tu pregunta en la sala no fue esa...

Isabel se humedeció los labios. Miró su sexo, dispuesta a darle el mayor


placer que había conocido. Adolfo se puso serio al verla arrodillarse ante él.

—Isabel... —susurró cuando, sin tocarlo con los dedos, su boca se movió
ávida hacia el centro de su masculinidad. Puso las manos en la base de su
miembro y la ayudó a dejarlo al borde del infierno. Lo escuchó gemir sin
pudor, sin discreción.

La mano masculina tomó el cabello de su nuca y la guió una y otra vez


hacia él. Isabel se aferró a su miembro y lo apretó con ambas manos,
aumentando su placer, viendo su rostro ceñudo por el doloroso gozo que
estaba experimentando.

—¡Detente! —le pidió sin aliento. Le tomó ambos brazos para levantarla,
arrancándole un gruñido ronco y sensual que le puso los vellos de punta.

Miró sus labios mojados, aspiró su propio aroma y se inclinó a probarse a sí


mismo en la boca de su amada. Era un deleite indescriptible, la mejor
sensación; pero sería aún mejor cuando estuviera en su interior. La volteó y
separó sus piernas con una rodilla, besó su cuello, provocándole espasmos
desesperados; luego acomodó la barbilla en la curva del cuello femenino.

Isabel se dobló cuando inició el jugueteo sobre su área íntima; esos dedos
eran mágicos, sabían moverse entre sus labios húmedos con tormentosa
delicadeza. Adolfo mordisqueó el lóbulo de su oreja con languidez, con la
misma lentitud con que frotaba su humedad. Isabel saltó cuando la inclinó
un poco y su erección buscó acomodarse entre sus mojados muslos.

—Te voy a lastimar un poco.

—¡Hazlo ya! —replicó Isabel, sintiendo que una bomba se expandía cada
vez más en su interior y amenazaba con estallar con cada roce de sus dedos.

Adolfo sonrió, estaba dispuesta a probar lo que fuera; señal de clara


abstinencia, como la que él había tenido en los últimos meses. Acarició su
vientre desde atrás y ella gimió frustrada. Eso tenía que verlo. La volvió a
girar hacia su cuerpo y miró su cara, descompuesta por el deseo sin
satisfacer.

—¿Te hace falta algo?

Isabel se retorció bajo sus manos una vez más, hasta que ya no pudo
tolerarlo. Lo empujó sobre la cama y el asombrado Adolfo la miró subirse
en él como una gatita que llevaba las peores intenciones; pero esa vez la
presa iba a jugar un poco con la cazadora.

—¿Qué vas a hacer, pequeña? ¿Vas a obligarme a complacerte?


—¿Tienes miedo de no resistir mucho, Dragón?

Adolfo iba a fanfarronear, cuando la joven se montó en sus caderas y se dio


a sí misma lo que tanto deseaba. Él cerró los ojos, recibiendo el más
exquisito placer que había tenido en su vida: la mujer que amaba,
poseyéndolo como lo que era, completamente suyo.

Las caderas de Isabel se empezaron a mover, hacían suaves círculos sobre


él; después, hacia adelante y hacia atrás. Cada vez lo apretaba más con su
inflamado y mojado interior. Iba a estallar, iba a perder la caballerosidad en
la cama y no podía permitirse eso; no con ella. Hizo acopio de toda su
valentía y la tumbó en el colchón. Antes de que replicara, la besó con saña,
despertando a la loca que llevaba dentro.

Isabel le rodeó el cuello, se aferró de su cabello despeinado, le regresó cada


beso salvaje y gritó colmada de placer cuando la penetró súbitamente hasta
lo más profundo. Se arqueó, llena del cuerpo de su hombre, recibiendo en
repetidas y maravillosas ocasiones sus arrebatos dolorosos y

desgarradoramente sensuales. Amaba que se entregara de esa manera tan


irracional, tan salvaje.

Jadeó como loca; gritó una y otra vez su nombre, sin poderse contener. No
había espacio para el pudor o la consciencia, tenía que entregarlo todo a lo
que se venía.

Adolfo la miró fijamente. Esa mujer era suya y siempre lo sería, pensaba,
entrando y saliendo de su cuerpo. Se sentía tan completo, tan poderoso, que
tenía que verla, escucharla gritar su nombre.

Isabel gimió con desesperación y luego su hermosa cara se convirtió en lo


más excitante del universo; estaba teniendo un orgasmo que apretó su
virilidad. No había nadie en su vida, solo ella, y sólo a ella se entregaba de
la misma manera. Adolfo jadeó fuerte; la penetró con más intensidad y la
alcanzó en la cumbre del éxtasis.

Descansaba a su lado después del alocado encuentro. Nada podía ser mejor
que estar acunada en brazos del hombre que amaba. Suspiró enamorada. Se
apoyó en un codo y lo observó dormir. Era un demente, se dijo y sonrió.

Pero así lo quería, no necesitaba cambiarlo.

Adolfo entreabrió los ojos y la miró.

—Hola, amor... —suspiró, atrayéndola.

Isabel se inclinó a besarlo.

—Hola.

—Dios —susurró dichoso—. Ojalá nunca tuviéramos que salir de la cama;


es el único lugar donde podemos agredirnos sin salir heridos.

—¡Qué dramático!

—¿Vas a negar que me odiaste, después de cómo te recibí?

Isabel se incorporó y lo miró incrédula.

—¿Hablas en serio? —inquirió, saliendo de la cama. Adolfo se puso serio.

—Isabel...

La chica fue a recoger su ropa y se cubrió con ella. Él quiso incorporarse,


pero entonces, ya sin la adrenalina corriendo por su cuerpo, sintió una leve
molestia en la herida.

—¿Qué te hace pensar que me acostaría contigo solo por sexo? ¡Contigo, o
con cualquiera!

Adolfo tuvo que recostarse nuevamente.

—Oye, no me malinterpretes...

—Dios mío, Adolfo, aún no entiendes qué es realmente el amor. Lo que


siento por ti.
—Por favor, no discutamos; me siento mal, ven a cuidarme.

Isabel meneó la cabeza y fue al baño.

¿Qué hice?, se preguntó confundido.

67. LA ESPOSA DEL DRAGÓN

Caminó al baño y encontró la puerta con seguro.

—Isabel... Abre, por favor.

—Nunca he querido cambiarte ¡Me gustas así, te amo así!, y de verdad creí
que me amabas, que el no querer verme era uno de estos ataques impulsivos
que sueles tener; pero veo que tú amor por mí no existe.

Adolfo se sorprendió al escucharla.

—¿De qué hablas? ¡Claro que te amo! ¿Quieres mi mayor prueba? ¿Hablas
de matrimonio? ¿Para ti sería esa la máxima prueba de amor? ¿Quieres una

propuesta? —Pegó la cabeza a la puerta, incrédulo.

—No, Adolfo. Hablo de la convivencia; de pasar tu vida a mi lado, no por


unas semanas, sino por años; de formar una familia, de tener mucho amor
multiplicado, de vivir juntos, conociéndonos y aceptándonos tal como
somos... De no estar bien solo cuando hay sexo de por medio.

—No te amo solo por sexo. Me encanta tener sexo contigo, me vuelve loco
hacerte el amor.

—¡Dijiste que ojalá siempre estuviéramos tan bien fuera de la cama como
dentro de ella!

—¿No te has dado cuenta de lo mal que estoy sin ti? ¿De cómo te conocí y
no he dejado de andar como imbécil detrás de ti? Comportándome como un
cavernícola, lo sé; pero es que mi cerebro no funciona cuando estoy
contigo. Te amo tanto que entro en pánico, como en este momento, y... no
sé qué decir para convencerte de lo que siento por ti.
—Entonces, ¿por qué me has mantenido alejada? Eso no es amor. Y solo
ahora que di el primer paso vuelves a mencionar la palabra matrimonio;
como si atándonos legalmente pudiera uno amar más al otro.

—¡No te atrevas a dudar de mi amor!

—No hables solo por el sexo que acabamos de tener. Necesito más que
unos minutos en la cama.

—¡Pues quedémonos para siempre en la cama! Si es allí donde no vas a


dudar de lo que siento, ¡sal de este maldito baño y ven conmigo!

Hubo mucho silencio. Adolfo se dio por vencido y regresó a buscar su ropa.

Se puso el pantalón solamente; después se sentó en la cama. Abrió la gaveta


del buró y sacó el monedero de Isabel; suspiró al palpar la textura que
tantas veces estuviera en manos de su amada.

—Si supieras cuánto te amo… —susurró apretando la bolsita.

Isabel entreabrió la puerta del baño y se sorprendió al ver lo que tenía en


sus manos. Estaba ceñudo y pensativo. Se recostó en el lecho con el
monedero en la mano y sacó del interior aquel anillo que fingió tirar por el
inodoro, lo que la sorprendió más.

—¿Por qué tienes mi monedero y ese anillo?

—Porque soy un maniático que acostumbra guardar recuerdos de sus


víctimas —contestó irónico.

—Lamento haberlo arruinado —susurró Isabel. Adolfo bajó la cabeza.

—El único que siempre lo arruina, soy yo —reconoció, apretando la argolla


en una mano—; pero vete tranquila, a partir de hoy dejarás de ser la novia
del Dragón.

Isabel palideció. Esa no era la reacción que esperaba. Adolfo se levantó de


la cama y fue al baño. No le dijo nada más; solo pasó a su lado,
ignorándola.
—Hola, mi amor; qué bueno que decidiste acompañarnos a almorzar —dijo
Lorena al verlo más tarde.

—Papi, qué bueno que llegate; mía a mami, está bapa.

Isabel miró a su exnovio, lucía arrebatador con ese traje negro y olía al
mismo cielo.

Las palabras de Anita atrajeron la atención de Adolfo hacia ella. Llevaba


una sencilla blusa de botones, ceñida en la breve cintura; debajo, una
camiseta blanca que se apretaba descaradamente a sus senos, los cuales
mantuvieron sus azules ojos cautivos unos segundos.

—Hola, princesa. —Acarició la cabecita de su hija. Miró a Isabel una vez


más y perdió el aliento al ver la falda corta y esas piernas que lo perdían. Se
humedeció los labios al recordarse entre ellas, recorriéndolas con los labios
hasta llegar a...—. Mamá se ve... preciosa. —Contuvo el aliento.

—Tu tamien, papi —dijo la hermosa rubiecita sonriendo; luego dejó de


hacerlo para agregar seria—. ¿Ya me van a hacé un hemano?

Adolfo abrió la boca, levantó las cejas y balbuceó, antes de responder lo


más coherente que pudo.

—Pues... no lo sé. La señora se ve poco amigable como para permitir que


este pobre hombre se le acerque sin ser lastimado —empezó a decir,
mientras Isabel lo hacía presa de su total e incrédula atención—. Pero si mi
princesa desea un hermanito o hermanita, o muchos, pregúntale a ella si
quiere que yo se los haga... cuando esté menos débil —finalizó, con una
inocencia asombrosa. Isabel se puso roja por la manera en que insinuó
hacerle hijos.

—Cállate —replicó, avergonzada por Lorena.

—Ma, papi está listo pa tené un bebé y luego más —señaló Anita
emocionada y se acercó para tocar su barriga con ternura—. Mucho bebé
aquí.
Isabel quiso acribillarlo con la mirada.

—Claro; papi está listo —susurro la diseñadora.

—Papi siempre está listo —dijo él, insinuante.

—Hace rato, hasta acá se oían sus lamentos —apuntó sin pena Lorena—.

¿Van a vivir juntos o no?

—Isabel y yo ya tomamos una decisión al respecto.

—¿Tendré que seguir soportando a mi hijo llorando por los rincones,


mientras ve a la mujer que ama por la ventana?

La chica sonrió burlona.

—Tengo hambre —dijo Anita, interrumpiendo la réplica de Adolfo.

Después de comer, las mujeres se retiraron al estudio de Lorena, que iba a


probar un modelo con Isabel. Una vez más, la sencilla joven se vio metida
en una situación incómoda. Se mordió los labios para no emocionarse de
más por lo que veía. Fue el delirio de Rosie antes de morir: verse un día
vestida de novia, caminando al altar para encontrarse con el hombre que
amaba, con el que tendría su vivieron felices por siempre.

Renata llegó acompañada de Andrea y ambas gritaron emocionadas al


verla.

—¡Qué vestido tan hermoso! —dijo la mayor, rodeando a la rubia que


sentía que temblaba intentando contener su propia emoción.

—¡Isabel, te ves fabulosa!

Adolfo se asomó con discreción. La chica se había convertido en la


inspiración de su madre, quien deseaba verla convertida en una futura
señora Mondragón. Ahora entendía lo que Isabel siempre había deseado.

No le exigía casarse, pero sí comprometerse en cuerpo y alma.


Entró a la habitación, provocando el silencio entre las mujeres. No dijo
nada, solo fue a sentarse en un rincón para observarla. Parecía un ángel con
ese vestido blanco, moderno y juvenil, de talle ajustado, blusa strapless,
falda amplia y corta hasta la rodilla.

Las mujeres notaron lo hipnotizado que estaba observándola, mientras


Lorena colocaba el último toque al modelo: un estilizado y pequeño
sombrero con velo, en su peinado improvisado gracias a la creatividad de
Andrea.

—¿No sabes que es de mala suerte ver a una novia con el vestido puesto?

—inquirió Renata. Isabel se puso triste; aún no sabían que habían


terminado.

—En nuestro caso, no significa nada —dijo Isabel.

—No —musitó él, admirándola.

—Adolfo y yo decidimos dar por terminado...

El hombre escuchó esas palabras como una alerta y sacó de su bolsillo el


monedero.

—Verla con su vestido de novia no es de mala suerte —la interrumpió y se


levantó.

—Será mejor dejarlos solos un instante —sugirió Lorena. Isabel se acercó a


Adolfo y, con un movimiento, lo obligó a sentarse de nuevo.

—¿Quieres saber por qué conservé el muffin desde aquél día? —preguntó;
se lo ofreció y vio la emoción que la invadió.

—Es un recuerdo de tu víctima favorita, supongo.

—Ya no lo serás.

Isabel apretó los labios.


—No, ya no lo seré.

—Abre el monedero; allí sigue el anillo con el que te pedí matrimonio la


primera vez.

Recordó aquel día en que dijo que sí y se lanzó a sus brazos, creyendo que
hablaba en serio.

—Mentiste; solo querías quitarme la ropa. ¿O cómo fue que dijiste, después
de hacerlo en la oficina?

—¡Maldición! ¿Por qué las mujeres tienen esa memoria tan... ¡tan arruina
momentos!?

—¡Porque quiero encontrar los suficientes pretextos para dejar de pensar en


ti como el único hombre que podré amar en toda mi maldita vida!

—Perfecto; ya no me cabe la menor duda de que debo continuar adelante


con lo que dije, de que ya no serás mi novia —dijo, arrebatándole el
monedero. Verlo sonreír con tal arrogancia hizo que la chica explotara; se
arrancó el sombrero y empezó a quitarse la ropa delante de él. Era bueno
verla desahogarse.

Su serenidad irritó a la chica, que deseaba molerlo a golpes. Entró al baño


para quitarse el maquillaje y vestirse. Salió hecha una furia; sin embargo, no
era maduro de su parte actuar impulsivamente. Respiró profundo y
enderezó la figura; al menos, saldría con dignidad de esa habitación.

Adolfo la siguió, admirando el contoneo de sus caderas. Isabel se volteó a


verlo sobre su hombro y luego continuó. Llegaron al área del jardín donde
vio a Nick besándola y la diversión de Adolfo se acabó cuando los celos
regresaron.

—Oye… —La detuvo, tomando su codo lo más delicado que pudo.

—¿Qué quieres?

—Aún no sé si vas a querer que el siguiente bebé se llame como yo o... —


La incredulidad de Isabel se hizo presente.

—¡No hay, ni habrá ningún otro bebé, tonto!

—¿Te estás cuidando?

—Con alguien como tú, aprendí a ser precavida.

—Entonces… ¿mi sacrificio en la cama no sirvió de nada? —inquirió


dramático.

—¿En verdad crees que estuviste fabuloso? —refutó, buscando bajarle los
humos. Adolfo se mojó los labios al ver los suyos y ella se quedó sin
respirar; aun enojada la perturbaba.

—Sí, creo que fui increíble, por la manera en que me lo pedías. —Isabel
bufó.

—¡Dios mío, eres tan arrogante!

—No, cielo; la frase correcta es: Adolfo mío, eres tan arrogante...

—¿Qué?

—Que te amo —dijo con simpleza—. Desde que te conocí, cuando te caíste
frente al almacén; desde que en el aeropuerto me convertí en el hombre más
miserable cuando me dejaste... Desde que conservé este anillo... —Lo sacó
nuevamente del bolsillo interno de su saco—. El monedero y el anillo son
parte de nuestra historia y no quiero renunciar a ello. No voy a renunciar a
ti.

—Pero dijiste que ya no sería tu novia...

—Y no lo serás. —La confundió más—. Es hora de dar el siguiente paso.

—Isabel dejó de pensar, viendo cómo guardaba el monedero en su bolsillo

— Esto es mío; es como tenerte todo el tiempo conmigo —aclaró—. Me


recuerda lo dulce que eres, y sobre todo, las ganas que siempre tengo de ti.
—La vio emocionarse hasta las lágrimas, mas no lloró—. Y esto —dijo
tomando su mano mientras sostenía el anillo—, es un recuerdo de lo duro
que ha sido llegar a este día en que dejarás de ser...—Esbozó un gesto
incómodo que la hizo reír entre lágrimas— la novia del Dragón —agregó
irónico, pues le costó decirlo—, para convertirte en la esposa de Adolfo
Mondragón.

Isabel gimió para sus adentros cuando lo vio deslizar el anillo por su dedo.

—Oh, Dios —sollozó y recibió una mirada seria. Se rió y corrigió—: Oh,
Adolfo. —Empezó a reír, sintiéndose en un sueño; no podía creer que
estaba pasando. Lo abrazó, apoyando la mejilla en su pecho.

—Aún no te hago la pregunta. —La apartó sin soltarla—. ¿Quieres casarte


conmigo y ser mi dueña, con todo lo que eso representa?

—¡Claro que sí, mi amor!

—Porque no es de mala suerte que te haya visto con vestido de novia dos
veces, sino que ahora estés aceptándome como esposo y...

—¿Quieres callarte y besarme?

Adolfo sonrió y rodeó su cintura.

—No tienes idea de lo que te espera, cariño —murmuró contra sus labios.

Isabel se estremeció.

—Sí lo sé, y por eso te amo.

Sus palabras lo enternecieron.

—No rompas el mito de mi maldad —musitó, estrechándola. Isabel lo besó


sin saber que eran observados. Sus compañeros de trabajo descubrieron,
sorprendidos, que era la mujer del intolerante Adolfo.

Parecía que por fin una de las hermanas Allen tendría su felices por
siempre. Sonrió al sentir la profunda mirada de Adolfo sobre ella. Una
inmensa dicha invadió todo su ser. Acarició con los dedos el anillo en su
mano y pensó en la magnífica boda que tendrían.

Regresaron al interior de la imponente casa, tomados de la mano.

EPÍLOGO

Dos meses después...

Isabel no podía creer que estaba organizando su boda. Había ocasiones en


que se sentía rebasada por las emociones. Tenía días sintiéndose muy
cansada; no quería levantarse por las mañanas. Lloraba al recordar a su
hermana y pensar lo maravilloso que hubiera sido tenerla de compañera en
esa excitante experiencia, en que por fin llegaría al altar con Adolfo. La
extrañaba más que nunca. Se sentía sola, aun cuando Lorena estaba a su
lado y no podía quejarse de su cuñada Andrea.

Había logrado hacer amistad con Donna, la esposa de Mikel; lo que no


podía decir de él. Siempre viviría con resentimiento por el desprecio que le
brindó a Rosie, aun sabiendo de su estado de salud. Ahora reconocía lo
obsesiva que fue con él también; pero no podía evitarlo.

—Isabel... —La voz suave de Lorena la sacó de sus pensamientos, mientras


la ayudaba a ponerse el vestido de novia que había diseñado exclusivamente
para ese día tan especial. La chica la miró a través del espejo; su tristeza
seguía allí.

—Perdón, estaba en otro lado.

—Sé que es aniversario de la muerte de Rosie.

Isabel contuvo el aliento; enseguida, sus ojos se aguaron y ya no pudo


contener las lágrimas. También era el aniversario de la muerte de su
sobrina.

Lorena se mordió los labios y la hizo girar hacia ella para abrazarla.

—Oh, Isabel; lo lamento tanto, cariño. Lamento que Mikel la haya


abandonado con tanta crueldad.
La joven se refugió en el pecho de Lorena para llorar con más fuerza,
erizando la piel de la diseñadora.

—¿Y si Adolfo un día descubre que no me ama y me deja otra vez? ¿Si
todo esto es un sueño y pronto despertaré?

Lorena la apartó para mirarla con el ceño fruncido.

—¡Oye, eso no va a suceder! Todo lo que ves a tu alrededor es real. Mi hijo


te ama, y sé que será para siempre. —Le tomó la mano y ambas miraron el
anillo que le dio aquella primera vez.

—¿Usted lo cree, realmente?

—No importa si yo lo creo o no. Lo que importa es que tú lo sientas. ¿O es


que no crees que te ama de verdad? ¿No lo sientes?

Isabel soltó un último sollozo. Sonrió y se enderezó para mirar en el espejo


el bellísimo vestido de princesa que Lorena había hecho para ella.

—Sí, aún tiene sus arranques de estrés, pero ya aprendió a controlarse


delante de mí. Además, por fin se muestra todo el tiempo como un esposo
atento y cariñoso.

Recordó el día del matrimonio civil, en que la sorprendió llevándola a un


parque temático como primera noche de casados. Pensó que estaba loco,
pero cuando le explicó que lo hizo para regalarle un poco de la diversión
que no tuvo siendo más joven, se dio cuenta de que en verdad deseaba
borrar sus malos recuerdos.

Lorena se rió cuando externó ese recuerdo. Era verdad. Además, la


pequeñita frente a ella podía ser muy dulce, pero Adolfo sabía que si le
hacía una más podría perderla para siempre.

—Ahora, vamos a cerrar este vestido; se te ve precioso.

Isabel respiró profundo y se limpió las lágrimas. Debía dejar de lamentarse


por las cosas que no pudieron ser. Tenía su propia familia, tenía a Adolfo y
a Anita.
—Isabel, no cierra —dijo Lorena extrañada; lo intentó una vez más, sin
éxito. Se asomó detrás de ella y se vieron a través del espejo.

—Dios mío, no pensé que crecería tan rápido. Con Anita fue diferente.

Lorena la miró sin entender. Se puso una mano en la cadera y de repente su


gesto se volvió de completa sorpresa.

—¡Estás embarazada! —gritó con los ojos muy abiertos, como si fuera la
primera vez que le anunciaban que sería abuela. Isabel asintió y se volteó
hacia Lorena, que la abrazó emocionada.

Pasó otro mes y la boda llegó sin que Adolfo supiera que iba a ser padre
otra vez, por más mensajes velados que le enviaba. Lo único diferente que
notaba en su esposa era la forma en que estaba comiendo, pero lo atribuía a
los nervios.

—Me encanta que hayas subido de peso —decía el sinvergüenza cuando lo


acompañaba a alguna reunión social—. Tus pechos están deliciosos. Tus
caderas me dan más agarre cuando me pego detrás y me hundo hasta...

—¡Cállate! —Le puso una mano en la boca; estaba tan ruborizada que tuvo
que enterrar el rostro en su pecho. Adolfo se rió.

—Soy un cerdo, lo sé. —La estrechó; luego buscó su rostro y lo acunó con
sus manos—. Te amo tanto, como no tienes idea, mi cielo. Eres el amor de
mi vida. Y sigo pensando: ¿hasta cuándo sabré de tu boca que estás
embarazada?

Isabel se tensó.

—¿Qué?¿C...cómo sabes? —Una sonrisa irónica le respondió.

—Sé lo que hago en la cama, pequeña pervertida. Y sé que tus ardientes


óvulos y mis majestuosos espermas ansiaban hacer otro bebé desde que nos
reencontramos.

—¡Eres tan vanidoso!


—Igual me amas.

—Pues sí, te amo, y te tolero solo por eso.

—Entonces ven aquí, deliciosa mujercita; aprovéchate de mí, porque en una


semana seré tuyo para siempre.

—Tranquilo, hombre sucio; no te confíes de Caperucita —dijo Isabel,


siendo atraída con firmeza contra el pecho masculino—, que cuenta la
leyenda urbana que fue ella la que se comió al lobo.

Adolfo se rió y le plantó un beso en la boca, largo y debilitante. Ni siquiera


los flashazos lo detuvieron; no le importaba que el mundo se enterara de
que había una mujer que lo era todo en su vida.

El momento llegó. Lorena tuvo que hacer algunos ajustes en el vestido. Ese
mismo día, también fue noticia su próxima maternidad, ante un numeroso
grupo de reporteros.

Fue una boda de ensueño. Isabel se sentía en un cuento de hadas; era como
si la vida la estuviera compensando por todos los años de su infancia y
juventud, que parecieron una pesadilla interminable.

Bailaba en brazos de su esposo con su hermoso traje de novia; lo miraba a


los ojos y solo veía amor. De reojo, vio a Anita con su abuela y su tío
Mikel, quién había desarrollado un cariño especial por la pequeña que le
recordaba a la hija que perdió.

—Te amo, Isabel. Nunca dudes de mis sentimientos.

La chica lo miró y sonrió. Era la primera vez en mucho tiempo que lo veía
tan serio.

—Yo también te amo, mi Dragón.

—Nooo... Eso te va a costar toda una noche de sexo.

—¿Nunca te cansas?
—Mmmh... —ronroneó, inclinándose a su cuello—. Debe ser el embarazo;
me pone más caliente que de costumbre.

La risotada de Isabel quedó plasmada en el diario más importante al día


siguiente. La feliz novia del Dragón, decía.

Meses después nació otra niña, castaña como su padre y con el mismo color
de ojos. La llamaron Grace. Las dos pequeñas crecieron felices, al lado de
unos padres que se amaban. A los ocho años de Anita, llegaron Cristofer y

Melissa. Ambos deseaban una familia grande; rodearse de lo que


verdaderamente era importante: el amor.

Adolfo había aprendido que la vida daba más de una oportunidad al volver
a encontrarse con Isabel. Igual, siguió cometiendo errores con esa mujer, sin
la que ahora no concebía el mundo; la misma que le había regalado a sus
cuatro hijos, quienes lo recibían cada tarde sin darle un respiro.

Isabel tenía su propio negocio y lo atendía perfectamente, lidiando entre su


maternidad múltiple y las llamadas telefónicas con sus socias. Era una
mujer admirable. No había perdido su bondad y él había aprendido a
valorarla como una joya preciosa.

Cada noche, al terminar de acostar a sus hijos, acababan rendidos. Ser


padres era una labor agotadora; pero ser amantes —en todo el sentido de la
palabra— era aún mejor.

—¿Hacemos otro bebé? —preguntó Adolfo.

Habían decidido tomar unas vacaciones a solas en la casa de la playa.

—Prefiero solo practicar, si no te molesta.

Adolfo sonrió, seguro de su poder de seducción; se levantó del lecho y, sin


camisa, caminó hasta ella.

—Solo si prometes gritar muy fuerte mi nombre.


Le rodeó la cintura y la besó, aplastando su cuerpo contra el marco de la
puerta. Isabel le rodeó el cuello. Tenía puesta una falda de mezclilla, que
pronto subió hasta sus caderas.

Sus panties cayeron al suelo y los zapatos de piso salieron cuando Adolfo la
levantó y pegó su espalda en el muro externo de la habitación. Elevó sus
muslos a la altura de su cintura; ella jadeó cuando lo sintió penetrar con
fuerza en su interior.

En la intimidad de la casa de playa se empezaron a escuchar los fuertes


jadeos de una mujer enamorada, de una mujer que había logrado vencer sus
temores y complejos en los brazos —y la cama— de Adolfo Mondragón.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! —jadeó Isabel con angustia. Adolfo la miró con
reproche, meciéndose suave contra ella, alargando su orgasmo—. Perdón,
perdón... Oh, Adolfo... —corrigió, buscando provocarlo con sus vaivenes.

La dejó padecer un instante; luego regresó a ese incansable juego de


seducción.

Con satisfacción, la escuchó jadear su nombre cuando los espasmos


empezaron a llegar. Jamás se cansaría de ella, pensó, dejándose ir como el
sonido de las olas del mar que entraban por la ventana.

Isabel se duchó al salir de la cama antes que él para preparar un almuerzo


rápido. Después salió a la terraza, desde donde pudo contemplar el inmenso
mar. Definitivamente, había conseguido cuanto deseaba. Tenía a sus hijos,
un esposo que la amaba, un negocio propio. Y ya no había sobresaltos.

—Por fin, hermana, por fin lo tenemos todo.

—¿Qué haces?

Isabel se giró hacia él.

—Pienso en mi buena suerte.

Adolfo levantó las cejas.


—Suerte, la mía —la corrigió y le ofreció su mano para ir a almorzar.

Caminaron de regreso al interior para disfrutar de su vida juntos, sin más


altibajos, sin miedos. Una vida de cuento de hadas. Perfecta. Pues con lo
que ya habían vivido, nada de lo que se presentara en el futuro haría
tambalear su amor.

—¡Auch! —Se quejó Adolfo al andar cuando Isabel le pinchó una nalga—.

¿Por qué hiciste eso?

—Es solo para darle un giro a nuestra relación.

Adolfo la rodeó con sus brazos e Isabel se empezó a burlar de su


sensibilidad. A cambio, recibió un ataque de besos en el cuello que los
hicieron terminar en el suelo. Cuando el ataque de risa los separó, aun
estando tirados sobre el piso de madera pulida, se tomaron de la mano.

Estaban hechos el uno para el otro. Así sería para siempre, se dijeron con la
mirada.

La Cenicienta no se había conformado con el dulce y adorable príncipe; se


había apoderado del corazón del terrible Dragón.
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SINOPSIS
1. PEQUEÑA ISABEL
2. PESADILLA
3. ES ÉL
4. ADOLFO MONDRAGÓN
5. NERVIOSA
6. INDIFERENCIA
7. CONOCIDOS
8. REENCUENTRO
9. SECRETO
10. INMADURA
11. OBSESIÓN
12. LLÁMAME ISABEL
13. PACIENCIA
14. MIEDO
15. TE CUIDO
16. DESESPERADA
17. ESTOY AQUÍ
18. PASIÓN AMARGA
19. EL ADIÓS MÁS CARO
20. CRUEL FINAL
21. MAL RECUERDO
22. ANITA
23. OTRA VEZ DE FRENTE
24. EMPLEO SECRETO
25. AÚN ERES MÍA
26. NO QUIERO
27. AÚN DUELE
28. SEDUCTOR
29. RECUERDOS
30. CANALLA
31. CHICA FÁCIL
32. TENTADORA
33. FALSA
34. SEDUCCIÓN
35. NO JUEGUES
36. RAMERA
37. REPUTACIÓN
38. MODELO A LA VISTA
39. ME HACES DAÑO
40. MIS VERDADES
41. NO VUELVO A CAER
42. TE AMO, PAPI
43. NUNCA SABRÁS
44. DE NUEVO JUNTOS
45. ADOLFO ENAMORADO
46. TRAICIÓN
47. LA NOVIA DEL DRAGÓN
49. POSESIVO
50. GOLPE DE REALIDAD
51. PAPARAZZI
53. SIN SECRETOS
54. LA HIJA DE MIKEL
55. ABORTO
56. DESCONFIANZA
57. ADIÓS CENICIENTA
58. GRAVE ERROR
59. DE NUEVO SOLA
60. DISCUSIÓN
61. NO MÁS
62. ALGUIEN MÁS
63. SECUESTRO
64. DESGRACIA
65. SENTIMIENTOS ENCONTRADOS
66. SOY TUYO
67. LA ESPOSA DEL DRAGÓN
EPÍLOGO

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