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La Novia Del Dragón - Margaret South
La Novia Del Dragón - Margaret South
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Contenido
SINOPSIS 7
1. PEQUEÑA ISABEL 9
2. PESADILLA 15
3. ES ÉL 19
4. ADOLFO MONDRAGÓN 23
5. NERVIOSA 27
6. INDIFERENCIA 33
7. CONOCIDOS 39
8. REENCUENTRO 45
9. SECRETO 51
10. INMADURA 57
11. OBSESIÓN 63
13. PACIENCIA 75
14. MIEDO 81
15. TE CUIDO 87
16. DESESPERADA 93
EPÍLOGO 397
SINOPSIS
Isabel Allen sabía que no debía confiar en los hombres. Mucho menos, en
uno cuyo apellido trajo la desgracia a su hermana.
Adolfo Mondragón era un hombre poderoso y deseado por las mujeres, no
solo por su atractivo físico, sino por su fuerza seductora, la misma que
podría hacerla perder la cabeza si se lo permitía. Y si algo ansiaba Adolfo,
como nunca en su vida, era que Isabel dejara de comportarse como una
virginal jovencita; pues él mejor que nadie la conocía bien.
1. PEQUEÑA ISABEL
Isabel es feliz con poco, pensó, mirando la pobreza en la que vivía con su
novia; era una casa humilde, en una zona igual de necesitada. Miró a Rosie.
—¿Te parece?
Ella amaba pintar y dibujar. Sin duda, merecía todo lo bueno que la vida
pudiera ofrecerle.
Isabel lo miró y sus ojos cafés se toparon con los azul cielo del chico. Mikel
vio a la adolescente de cabello rubio oscuro.
—¿Qué? —inquirió.
Isabel miró su overol azul de mezclilla y alisó su cabello largo hasta mitad
de la espalda.
—Ya voy; no me tardo —Sonrió, ocultando en ese gesto todo aquello que la
preocupaba desde que tenía memoria.
—¡Claro que no! —replicó tensa—. Tengo cosas más importantes en qué
ocuparme.
Les dio la espalda y lo escuchó reír. Odiaba que se burlara de ella, pero no
le importaba si a cambio de soportarlo su hermana estaba contenta. Ningún
sacrificio por Rosie era demasiado.
—Tiene diecisiete.
—Estoy lista.
Rosie se levantó y fue a tomar el brazo de Mikel para salir. Algo más había
ocurrido entre ellos; podía sentir la tensión entre ambos.
Después de ir al cine, decidieron pedir la cena para llevar y regresaron a
casa. Para entonces, la pareja ya había retomado su relación habitual, llena
de mimos y roces.
anunció él.
—¿En tres semanas? ¿Un desfile? —repitió Isabel, confundida. Nadie las
había invitado con tanta anticipación a un evento. Y mucho menos a uno
que sonara tan distinguido.
Isabel los ignoró y siguió comiendo esa cosa rara que compraron en un
restaurante hindú.
—Podría ser la primera y la última vez que te vea así —musitó. Isabel se le
quedó viendo fijamente.
—No sabemos. —La soltó y miró a Mikel—. Por eso hay que vivir la vida
como si fuera el último día —señaló lo más alegre que pudo y se levantó
para quitar los platos.
—Llévala a su habitación, por favor —le pidió con falsa entereza; sus
manos temblaban y luchaba por controlarse.
Mikel recordó que, horas atrás, se enfadó con ella cuando le dijo que le
costaba respirar. Sin embargo, ahora que Isabel intentaba reanimarla, tuvo
un mal presentimiento.
La chiquilla lo miró con una expresión tan tensa que le erizó la piel.
Quizás fuera mejor que hiciera la promesa de morir junto con Rosie.
2. PESADILLA
Rosie fingía que no le dolía que Mikel se hubiera desaparecido como todos
los demás, pero el hecho de que se mantuviera en cama durante los
Isabel la dejó sola una mañana. Vestía el uniforme escolar cuando salió; en
la mochila llevaba ropa de calle, porque realmente había salido a buscar
empleo.
Fue en vano. Le ofrecían medios turnos por ser estudiante, con una paga
risible; iba a gastar más en transporte de lo que podría ganar. En otros no
tenían seguro social y, en la mayoría, le pedían que llevara un permiso legal
firmado por un adulto, donde autorizara que podía trabajar; no le creían que
tuviera la edad que decía. Una razón más para odiar su físico.
Claudia asintió.
Sintió que la observaba mientras caminaban por la acera, afuera del lugar
que podría ser la salvación de Rosie, donde la paga era buena gracias a las
comisiones. Se miró a sí misma.
La muchacha resopló.
—¡No!
Estaban frente a los aparadores cuando, de pronto, unos intensos ojos azules
atrajeron la mirada de la adolescente. Se quedó mirándolos hipnotizada;
jamás en su vida había visto algo tan hermoso. El modelo era un hombre de
unos veinticuatro o veinticinco años, de piel muy blanca y cabello castaño.
—Sí —musitó Isabel con los ojos pegados en él, como si tuviera un imán
—. Parece un ángel... —Recorrió su cara.
Claudia sacó del bolso unos volantes e Isabel se los sostuvo; descubrió que
eran una versión similar a la imagen que acababa de robarle el aliento. Casi
sonríe al mirarlo.
La joven le tomó los brazos desesperada; sus ojos derramaban lágrimas sin
control. Estaba a punto del colapso de solo pensar en su hermana, sin nadie
que la auxiliara, tirada en el suelo, convulsionando.
—Rosie me llamó, dijo que se sentía mal y luego se desmayó —pudo decir
entre sollozos. Claudia se preocupó—; ¡o le dio un infarto! ¡Oh Dios!, ¡que
no le haya pasado nada, por favor!
constante angustia como Isabel, por no saber si su única familia iba a vivir
en el minuto siguiente.
—Ven, vamos en mi auto.
Y allí estaba una vez más en el hospital, sola, esperando la respuesta del
médico; la misma que ya conocía. Rosie necesitaba estar en completa calma
en espera de un trasplante, que no podían hacer en ese lugar por no contar
con el equipo necesario. Aun así, harían lo posible para estabilizarla y todo
eso costaba. Estaría algunos días —si no es que semanas— internada.
A nadie le importaba sus razones para soltar ése doloroso sentimiento que
ahogaba su interior; un dolor que era lo más cercano al problema cardíaco
de Rosie. El mismo que tenía que liberar para aparentar fortaleza. A veces
sentía que la iba a superar.
¿Acaso algún día serían felices? Lo único cierto era que, si Rosie no se
recuperaba, su vida no tendría sentido. Tenía que buscar la manera de
ayudarla. Se negaba a aceptar un destino de infelicidad.
Se sentó en una fría banca de cemento y siguió llorando. Esa pesadilla tenía
que terminar.
3. ES ÉL
—¿Ya crecí?
Usarían el acta de Rosie para que la chica pudiera recibir los beneficios del
seguro social y, con ella como secretaria de recursos humanos del almacén,
Isabel podría entrar a trabajar. Sabía que se estaba arriesgando al cometer
un ilícito, pero fue terrible ver a la chica desesperada por no poder ayudar a
su hermana moribunda.
—Ay, Rosie Allen —dijo Claudia, incrédula al ver a la chica saliendo con
un elegante y ajustado uniforme de falda negra, blusa blanca y tacones
A las pocas semanas empezó a ver la hermosa imagen del modelo en todas
partes. Era la estrella de la diseñadora más reconocida del país, LDP —así
firmaba sobre las exclusivas prendas que diseñaba—. El dueño de los ojos
aguamarina la representaba, dándole un auge extraordinario a la línea
masculina que sacó esa temporada.
Isabel sintió que flotaba en una nube. Estaría en la fiesta donde el hombre
de sus sueños desfilaría. Sonrió, sintiendo que no cabía tanta felicidad en su
cuerpo. Rió al escuchar a sus compañeras suspirar por él; no sintió celos por
su hombre. Meneó la cabeza. Ni ella se creyó ese pensamiento. Estaba muy
consciente de sus dificultades con el sexo opuesto, aunque Adolfo
Mondragón era el primero que inquietaba sus pensamientos. Era una bonita
fantasía.
Esa noche, recostada en la cama, empezó a contar los días que faltaban para
el gran evento. Miró la foto que tenía de él —ese volante que se había
convertido en su adoración— y se mordió los labios.
—Sí, solo eso —aseguró Isabel, sentándose nuevamente para poner la foto
sobre el mueble al lado de la cabecera.
—¿En tus fantasías no hay besos? ¿Caricias? ¿Algo más intenso?
—¿Nada?
—Deberías intentarlo.
Isabel la miró.
El sexo es...
—Ya no eres una niña; es hora de superar la infancia. Las ideas locas que
papá trató de meternos en la cabeza solo fueron creaciones de su mente
alcohólica.
—¡No quiero tener nada con los hombres! —aseguró, soltando los brazos
—Claro que no eres como yo. —Se levantó y se le acercó—. Eres una chica
con mucha entereza —añadió, mirándola con amor—. Pero me gustaría
verte feliz, en todo sentido, antes de...
Isabel la abrazó de prisa. Apoyó la barbilla en su hombro y contuvo el
aliento.
Isabel cerró los ojos cuando una caricia rozó sus mejillas.
—Haré lo que quieras, pero no sueñes que me verás babear por un hombre.
Aún faltaban tres días para que Adolfo llegara al almacén y contaba las
horas. Se conformaría con verlo de lejos, solo un instante; unos minutos,
antes de que desapareciera para siempre de su vida.
¿Qué iba a hacer con su vida? No trabajaría para siempre con el nombre de
Rosie; quien no se quejaba, aunque seguía teniendo altibajos en la salud.
Una lágrima rodó por su mejilla. No debía delatar sus sentimientos delante
de nadie, se dijo, limpiando rápidamente la humedad. Aspiró profundo y se
Del lujoso deportivo, una esbelta figura de hombre se bajó sin prisa, con el
teléfono pegado a la oreja.
—Mamá, quiero conocer el lugar. Luego descansaré un poco antes de
empezar la campaña aquí.
4. ADOLFO MONDRAGÓN
Seguridad y paparazzis.
Isabel aspiró su aroma cuando una brisa sopló en su dirección. Se llevó una
mano al pecho, donde su corazón latió con tanta fuerza que podría salirse de
un momento a otro.
—¡Ay! —se lamentó, doblando las rodillas. No era cierto que tener nalgas
grandes amortiguaba las caídas, pensó, adolorida.
—Lo siento tanto —se disculpó, acuclillado a su lado sin saber cómo
ayudarla. Incluso perdió una zapatilla; la encontró cerca de él y la tomó.
Isabel estaba tan centrada en el dolor punzante de su trasero que olvidó por
un instante con quién se encontraba.
—Estoy bien. Debo ser más cuidadosa; los tacones no me ayudan mucho —
—Lo siento —se disculpó, pensando que dijo algo que no le gustó—. Si
dije una tontería, discúlpame. —Notó que tenía unas lindas pecas
adornando su nariz, lo cual le pareció muy bello y tierno.
Volvió a tener una magnífica vista de sus muslos. Eran las mejores piernas
que había visto en su vida y el rostro más encantador que había encontrado
en mucho tiempo. Deseó ser atrevido y rozarlas con sus labios hasta subir al
cielo. Resopló, sintiéndose excitado.
—¡Por Dios! —Era realmente linda; no podía dejarla ir así. Jamás había
visto a una chica petite que atrajera tan estúpidamente la atención.
En su mundo estaba rodeado de mujeres, tanto o más altas que él, delgadas
como espigas, sin esas formas y curvas tan marcadas, bellísimas y viéndose
siempre perfectas; vestidas a la moda y, en su gran mayoría, buscando su
atención aunque fuera por una noche. Estaba muy consciente de su atractivo
físico y de lo que conseguía con ello.
—¿Y por cinco minutos vas corriendo? —La soltó. La chica lo miró;
definitivamente estaba soñando.
Isabel despertó de pronto; se reencontró con sus ojos. Lo miró sin parpadear
y se sintió más cohibida. ¿Qué quería de ella? ¿Conocerla? Dudaba mucho
que le pareciera atractiva.
Adolfo abrió la boca para soltar alguna palabra que la detuviera; la joven
apuró el paso aún más y desapareció rápidamente en la esquina. Se quedó
parado a mitad de la acera. Estaba completamente desconcertado. ¿Qué
pasó?
5. NERVIOSA
—Gracias, hermanita —dijo. Rosie se acercó con el pastelito, que tenía una
velita encendida.
—Pide un deseo —le propuso. Isabel miró el pequeño fuego; luego a ella.
—Deseo...
—Un deseo para ti, no para mí —la interrumpió, sabiendo que pediría por
ella—. No lo pidas en voz alta. Hazlo para ti; por ti.
—Pero...
—Es tarde, debes ir a trabajar. Te llevarás el pastelito; pero lo guardarás
hasta que desayunes algo.
—Rosie…
Abrió la cajita, sacó el pastelito y tiró el empaque; aún tenía quince minutos
antes de entrar. Postre en mano, cruzó la calle de doble sentido y le dio un
gran mordisco, devorando casi la mitad. Parte del relleno se quedó pegado
en su mejilla izquierda.
Fue evidente que no podía ver al interior, porque llegó hasta el cristal y
observó con un suspiro el cartel donde él posaba.
Isabel se acercó más al cristal, para asegurarse de que su cara estaba limpia.
Ella siguió andando hasta que la alcanzó. Las piernas le temblaban de una
manera que no podía controlar. Él era una aparición divina; quizás por eso
le daba miedo. Sabía que, si hablaban, cuando ya no lo viera sería terrible.
Ese día, Adolfo Mondragón llevaba puesta una chaqueta negra sobre una
camisa del mismo color, lo cual acentuaba la blancura de su piel y el intenso
azul de sus ojos. Isabel se derritió ante su mirada curiosa.
—Hola —la saludó, esbozando una sutil sonrisa; su voz era profunda y
varonil—. Me llamo Adolfo —se presentó, extendiendo la mano. Isabel
dudó en responder—. Lamento haberte incomodado ayer... —señaló, sin
dejar de mirar sus ojos esquivos.
—Yo... No quiero ser grosera, pero... —Miró su mano extendida.
Isabel agrandó los ojos sorprendida por su gesto espontáneo; Adolfo sintió
su temblor al percibir su calidez.
Adolfo llevó su pequeña mano hasta los labios y la besó con delicadeza. La
joven se quedó quieta un par de segundos; se ruborizó y se apartó rápido. Él
se quedó perplejo.
—Me llamo Isa... ¡Rosie! —se corrigió, tocándose la mano que él había
acariciado con los labios. Adolfo frunció el ceño.
Sonrió malicioso. Nada podía ser más excitante que una inexperta. Lo había
olvidado, después de pasar muchas noches entre las sábanas de tantas
amantes atrevidas.
Supo que la deseaba y decidió ser honesta consigo misma. ¿Le gustaba a
Adolfo Mondragón? ¿Por qué?
—¿Te pongo nerviosa? No lo creo —dijo divertido. Notó que su mejilla aún
tenía restos de crema y sonrió; lucía adorable—. Más bien, te parezco muy
feo.
Adolfo contuvo el deseo de saltar sobre ella al verla lamerse los labios
nerviosamente.
—¿Adentro? ¿Dónde?
—No lo sé.
—¿En serio?
La joven cedió al ver en sus ojos una limpia intención de ayudarla. Adolfo
acarició con el pulgar su mejilla, a la vez que desaparecía la mancha de
dulce.
—¿Ya?
—Entonces, te espero esta noche —le recordó, sin darse por vencido. Debía
conocerla mejor.
—Perfecto.
Fue su turno de observarlo irse sin mirar atrás. No podía creer que la
hubiera besado.
La muchacha sintió su mirada azul una vez más, antes de ser llevado al
interior del almacén. De pronto recordó que debía correr a la entrada de
empleados; no debía olvidar lo que era. Muchísimo menos, quién era él.
6. INDIFERENCIA
Isabel miró alrededor, cuidando que su jefe no la viera usar el teléfono para
hacer llamadas personales.
—Es que... —Sonrió, sintiendo una descarga de adrenalina que le subió por
los pies y movió los dedos con ansiedad por la emoción—. ¡Conocí a
Adolfo Mondragón! —susurró sin aliento.
Miró el cable del teléfono antiguo —como lo llamó, aunque su jefe insistió
en que era vintage—; se enredó en su cintura. Siguió sonriendo, lo más
discreta que pudo; fingía que era una llamada de atención a clientes.
Tiene los ojos más divinos y celestiales que te puedas imaginar; azules muy
muy claros. Y es alto y encantador.
—Los detalles te los daré después. Ahora solo quiero que sepas que me
pidió que no faltara a la fiesta de esta noche en el almacén.
—No sé, sólo insistió en que no faltara; pero cuando le dije que no iría
porque tú no podrías entrar por no ser empleada, me aseguró que él mismo
estaría esperándonos en la puerta para que asistas al evento.
—Busca algo para mí; ya sabes que no sé vestirme —le pidió, recordando
su poco sentido de la moda. Bajó la vista y se vio hecha un nudo con el
aparato antiguo.
—Ahora voy a colgar; estoy usando un teléfono del trabajo. —Bajó la voz;
luego se recargó en el mueble.
Dudaba que consiguiera más en tan poco tiempo. Tal vez con ella viviría
por primera vez lo que nunca tuvo, por estar siempre rodeado de reflectores.
No sabía con exactitud, pero iba a ser muy excitante. Miró su redondo
trasero y sus muslos. Contuvo el aliento.
—Desconozco el dato.
—Ya veremos qué tanto —señaló, retirándose a disgusto a ver otra área de
la tienda.
—Salgo a las siete. Te llevaré ese broche para el cabello que tanto quieres.
—No, Isabel; tú eres la del cumpleaños.
—Es que tenía mucha hambre. Aún tengo hambre —se tocó la barriga y
trató de dar un giro para salir de su embrollo; terminó dándolo en sentido
contrario—. ¡Diablos! ¿Ahora cómo salgo de este nudo? —Jaloneó el cable.
Isabel saltó. Lo miró con ojos enormes y la boca abierta. No tenía excusa;
con el cable enredado no podía escapar de su presencia. Seguramente se
veía muy estúpida por haberse metido en ese lío tan infantil. Con razón
desaparecieron esa clase de aparatos, eran una molestia. Tal vez en la tienda
lo tenían para atrapar a empleadas bobas como ella.
—S... sí; te veo en la noche. —Colgó, sabiéndose observada por él. Se veía
divertido; sus ojos brillaban.
—Date la vuelta y podré ver qué tan grave es tu problema —le pidió con
voz ronca.
Isabel se tensó al sentirlo tan cerca. Aun así, obedeció y sintió su cuerpo
atrapado contra el mostrador. Había una sensación de intimidad. Su mente
la puso en alerta; eso le ocurría cada vez que un miembro de su sexo se
acercaba.
que le faltaba el aire. Estaba atrapada. Tenía que escapar. Tenía que irse.
—Rosie... —Dio un paso hacia ella, quien retrocedió hasta topar con el
mostrador de cristal que estaba a sus espaldas; el mismo donde estuvo
recargado. Se tocó nerviosamente el cabello y lo miró seria.
—Rosie...
—No, pero...
—¡Es un hombre!, ¡y vi sus intenciones! ¡Sus ojos estaban sobre mí! ¡No
soy estúpida!
Se levantó de la cama y se rodeó con los brazos. Lloraba, a la vez que sentía
rabia.
7. CONOCIDOS
Al año siguiente...
Además, ya habían pasado ocho meses desde que lo vio por última vez.
—Es una sesión fotográfica —contestó muy emocionada—. Y allí está él.
Entendió por qué estaban tan hormonales y descontroladas: ese hombre era
la expresión más clara de la sensualidad masculina.
—¿Qué sucede?
—Sé que vas a querer ahorcarme por esto, pero... —Se mordió los labios—.
—¡¿Cómo?!
—¡Sí! —La llevó a sentarse en una banca—. Fue tan tierno… —dijo
emocionada mientras Isabel sentía que se apagaba por dentro—. Apenas me
vio, se acercó a saludarme y me explicó por qué ya no regresó después de
dejarnos en el hospital —agregó ilusionada ante la mirada llena de dudas de
la menor—. Estoy segura de que me ama —remató, dándole el tiro de
gracia.
—Ya me conoces...
—No va a ser así —dijo Rosie segura y la chica de rubia cabellera sintió
que la piel de los brazos se le erizó, como si tuviera un mal presentimiento
Isabel sintió un golpe bajo con esas palabras. ¿Por qué la chantajeaba de esa
manera?
—Basta —pidió con la voz apagada —. Está bien; haz lo que quieras. Yo
intentaré ser feliz viéndote feliz. Pero si ese desgraciado te hace sufrir, ¡te
juro que le voy a romper la cara de imbécil que tiene!
—No lo dudo. Será mejor que busques novio para que te relajes. —Se
pausó al ver la mueca en sus labios—. ¿No crees que debas darte una
oportunidad para dejar atrás tu miedo? Ya es hora de que experimentes el
amor.
Rosie se preguntó qué tendría que suceder para que su pequeña y orgullosa
hermana dejara de lado su armadura. Se necesitaría un hombre muy
insistente para despojarla del miedo.
Recordó que Adolfo estuvo allí minutos atrás; que se retiró cuando ella
llegó, dejando un mar de admiradoras frustradas por no poder tocarlo.
—Insistiré en que te des una oportunidad. No por libertinaje, sino por salud
mental.
La joven jugó con los labios; odiaba que tocara ese tema, tanto como el de
su salud. Finalmente resopló y escuchó el bullicio femenino cada vez más
fuerte.
Adolfo apenas pudo escapar del mar de mujeres que se deshacían por
tocarlo, saludarlo, y hasta besarlo. Había seis guardias rodeándolo a él y a
su fotógrafo; sin embargo, ellas se las arreglaban para meter las manos y
rozarlo.
En los últimos meses había descubierto que era atractiva para los hombres;
sin embargo, seguía en su postura de evitarlos. Reconocía, sólo para sí
misma, que se quedó con la curiosidad de saber qué habría pasado si
hubiera sentido menos miedo ante la cercanía de Adolfo.
señaló Rosie al guardia, sin que este se inmutara por sus palabras. —.
Pasó media hora y no dudó que fueran casi las once. Cerró los ojos; al otro
día debería levantarse temprano para ir a trabajar.
—Señor Mondragón...
Rosie insistió una vez más; hasta que, llorando, regresó a su lado y se echó
en sus brazos.
—Debiste decirle que nos esperara en la puerta. —La abrazó y miró a todos
lados; sus ojos buscaron inevitablemente al modelo. Lo vio bajar del
automóvil a unos quince metros de la entrada.
Fue hasta el barandal de la entrada y se aferró a los barrotes; sabía que los
guardias estaban atentos.
Rosie no podía creerlo; Isabel gritaba ante las amenazantes miradas de los
gigantes de seguridad. Los vio murmurar en los radios de comunicación y
se aferró más a los barrotes de la reja, para insistir en gritar hasta que captó
su atención. Para entonces, le dolía mucho la garganta.
Lo vio meterse las manos en los bolsillos del pantalón gris del traje. Su
mirada altiva la hizo tragar saliva; la poca que le quedaba.
8. REENCUENTRO
—¿Se le ofrece algo a la señorita? —inquirió con un frío hiriente. Vaya que
era un hombre orgulloso, pensó Isabel.
—¡Que sí!
Isabel echó la cabeza hacia atrás; él puso una mano en su nuca para
obligarla a responder. Insistió un poco, con una sutil caricia, hasta que ella
entreabrió los labios para tomar aire y por fin entró. La chica cerró los ojos
y se estremeció profundamente al sentirse invadida por su cálida lengua.
Adolfo fue muy delicado al acariciar su interior; al morder sin prisa su labio
inferior, antes de regresar adentro y retomar esa caricia tan íntima para la
joven. En realidad, era el primer beso que recibía en su vida...
voluntariamente.
observarla.
—Si después de esto quieres que te ayude a entrar, así será; pero si te
molesté... —Soltó un suspiro—, lo siento.
Isabel sentía aún los labios con su humedad sobre ellos. Él la soltó y
retrocedió; la chica saboreó su sabor y entreabrió la boca. Estaba más
perturbada de lo que pensaba.
—¿Qué?
—¿Cómo que qué? —replicó señalando a Adolfo, que se marchaba.
Isabel lanzó una exclamación ahogada, antes de correr con dificultad hasta
él y tropezar con su espalda debido a los tacones tan altos.
—Muy bien, Rosie... —Le hizo ver que aún no olvidaba su nombre—.
Adolfo vio a pocos metros a una linda chica y sonrió con desgano.
—Lo que un beso te consiguió esta noche… —musitó, más para sí que para
Isabel. Dudaba que tuviera suerte con la chica si su amiga estaba cerca.
Tras andar de aquí para allá por otra hora, llegaron a la mesa del banquete.
Había toda clase de bocadillos, que Isabel estaba dispuesta a averiguar de
qué eran.
—Te vas a acabar todo —le reprochó Rosie, que no dejaba de estirar el
cuello para ver si se topaba con el fotógrafo.
—La vida te lo volvió a poner enfrente. Es una señal que deberías tomar en
cuenta.
—Iré a dar una vuelta —avisó la pintora, retrocediendo con una sonrisa
algo forzada.
Isabel escuchó una voz a sus espaldas. Giró rápidamente con su plato y
lanzó un gritito al ver a Adolfo, quien se acercó ágilmente, evitando que
tirara la comida.
—Tranquilízate y respira.
—Se pausó, notando que elevaba una mano hasta su rostro—. ¿Qué? —
—¿Sabías que odio este maquillaje y, sobre todo, los malditos tacones? Me
están matando. Pero como soy tan buena hermana, acepté vestirme como
ofrecida para que ella pudiera venir a esta fiesta, para encontrarse con el
bueno para nada de su novio.
—Yo creo que te ves bastante bien. Además, gracias a ese look de
ofrecida… —Entrecomilló con los dedos—, es que acepté mirarte una vez
más y pudiste entrar a esta fiesta exclusiva.
Isabel sonrió.
—Sobre todo por mi hermana —musitó y Adolfo hizo una mueca; no era la
respuesta que quería escuchar. Miró sobre su cabeza un segundo, antes de
buscar sus ojos.
—Adolfo...
entrecerraban.
—Rosie...
—Voy a ser honesto... —La sorprendió. Vio su cuerpo girar hacia ella e
inclinarse un poco—. Hay algo que quiero saber.
—¿Qué?
—No entiendo.
—Es que… yo pensé que tú querías... algo de mí... —Lo miró apenada—.
Pensé que querías tocarme. —Adolfo la miró atento, sin expresión—. Sentí
mucho miedo —confesó y se hizo pequeña ante sus ojos—. No estaba lista,
así que… huí aterrorizada.
—¿Eso pensaste?
Isabel enrojeció.
—Sí.
—¿Y saber que pones así a un hombre te hace sentir tan mal?
—Sí.
—Así fue.
—Supongo que es el alcohol que tengo en las venas lo que me tiene aquí.
—Es verdad.
—Lo importante es que: por fin me quedó muy claro que ni mi fama ni mi
cara te impresionan.
9. SECRETO
Ese vestido rojo la hacía ver sensual. La piel de sus hombros estaba más
bronceada que la última vez que la vio y le sentaba de maravilla; eran un
antojo que deseaba devorar hasta escucharla gemir
Su mente coherente se distrajo al verla cruzar las piernas para ponerse los
tacones nuevamente. Se inclinó un poco hacia el frente y la piel de su
espalda lo volvió loco. Contuvo el aliento al imaginarse sobre ella en la
cama, mordisqueando toda esa suavidad bajo su cuerpo.
—Gracias por la excusa. —Levantó ambas manos al ver que abría la boca
—. Será mejor dejarlo así. Nunca me habían rechazado con una mentira
tan... ingenua.
—Adolfo...
—Pues no es tan malo poner de repente los pies sobre la tierra —musitó
Isabel. Él recibió otro golpe. ¿En verdad le dijo eso que creyó oír?
—Pero no soy una chica como las que sueles conocer, en ningún sentido.
Nos conocimos por un tropiezo; luego mi cara sucia, mi enredo con el
cordón del teléfono… y así sucesivamente.
—Pues quizás eso fue lo que me encantó de ti: que no eres como las demás.
—Si me besas... —Vio sus ojos posarse sobre los suyos, con un brillo que
erizó su piel—. No pasarás de allí, ¿verdad?
—Será como tú quieras. —Jugó con sus labios sin llegar al beso—. Si
quieres puedes amarrarme a una cama y abusar de mí; lo aceptaré con
gusto.
Sus palabras fueron una cubetada de agua helada para la chica. Se apartó al
instante y lo miró, nerviosa y molesta.
—Cariño, ven aquí… —Quiso atraerla, sin éxito, hasta que el muro a sus
espaldas la detuvo.
—Percibió su temblor.
Lo miró angustiada.
—¿Qué? —Lo miró con los ojos aún más abiertos—. ¿A dónde vamos?
La chica miró alrededor. Jamás debió llegar tan lejos; nunca debió aceptar
la invitación de Rosie; nunca debió...
—Siéntate.
Isabel se rodeó con los brazos. Se sentía desnuda ante él; era sumamente
incómodo.
—Quiero salir.
¿Cómo te llamas?
—Oh, sí. —Recordó que así era—. Ven, Rosie. —Extendió una mano.
—Quiero irme...
—Por ese miedo es que huiste despavorida de mí, ¿verdad?
—Se retiró con alguien; fue todo lo que me pidió que le dijera.
—Oh...
—¡Me dejó para irse con él! —exclamó indignada—. ¡Y se llevó mis llaves
de la casa porque perdió las suyas! ¿Dónde cree que voy a pasar la noche?
Adolfo levantó las cejas. Eso era lo que llamaba suerte, se dijo. Suerte o
destino. Sonrió malicioso.
Adolfo se le acercó y ella giró sobre los tacones con cara de angustia.
¿Por qué llegó a ese lugar? Tuvo tiempo de arrepentirse durante el trayecto;
sin embargo, no vio ninguna señal de peligro en Adolfo. Después de todo,
él tenía razón: solo había aparecido en su vida para ayudarla. No era
casualidad, era destino. Eso dijo él. ¿Qué tan cierto sería?
Le ofreció una habitación para ella sola; era tan lujosa como el resto de la
casa.
—Gracias.
Isabel sonrió.
—¿Peligro?
—Sí; tú eres un peligro para mí. —Sonrió cansado; luego caminó a la salida
de la habitación—. Corro el riesgo de enamorarme de ti, muy muy
fácilmente.
Isabel abrió la boca, incrédula. Adolfo le mandó un beso con los dedos y
salió; ella sonrió. ¿Podría ser más perfecto? Definitivamente, no.
10. INMADURA
—Buenos días, extraña. Había escuchado hablar del sueño reparador, pero
nunca a ese extremo. ¿Cuántos años tienes? ¿Quince?
La joven se tocó la mejilla. ¿Por qué no se cerraba esa camisa de una vez?
—Oh, eso...
—No soy menor —aseguró risueña—. Tengo la suficiente edad para estar
contigo. —Adolfo la miró, interesado. Isabel le dio la espalda.
—¿En verdad?
—Claro que no. —Miró sus hombros desnudos—. Si estás lista para que te
lleve a tu casa, espérame; me termino de vestir y nos vamos… —Se cerró
los botones lentamente y se derritió al ver su boca—, a desayunar.
—Dios...
Adolfo abrió la boca. Tal vez fue demasiado rápido; pero ¿cuándo había
esperado tanto por alguien?
—Rosie...
Isabel lo ignoró. Adolfo no podía creer que fuera tan estúpido como para
insistir en estar cerca de ella.
—¡No lo haré! —Se soltó y siguió andando—. ¿Quién te crees que eres? —
—Ya que no logré ganar ni un poco tu confianza, será mejor que me vaya.
—Giró hacia ella y vio la sorpresa en su delicado rostro de niña; una gran
señal de interés, dedujo—. No volveré a molestarte. Adiós, Rosie —se
despidió antes de retirarse. Caminó lentamente; escuchó el ruido de sus
—La misma que, por tu maldita bocota, me eligió para esta campaña de
nuevo... ¡Gracias! —Finalizó con una mueca que pretendió ser una sonrisa.
—Dos más —replicó, cansado. Faltaba al menos otro año para que Lorena
De la Plata lo liberara.
—O me pondría peor.
—¿Tan mal te fue con la chica que te llevaste aquella noche del cóctel?
—¿Qué?
—Lo sorprendió—. La conocí hace un año; es una belleza con cara de ángel
y cuerpo divino. Recuerdo que cruzaba una calle por el centro comercial,
donde está el almacén, y me embobé mirándola. La seguí y... Lo demás es
asunto mío.
Adolfo sintió que conocía la historia. Debía ser una simple coincidencia.
—Sí.
—¿La confrontaste?
11. OBSESIÓN
—¡Por fin lo hiciste! —exclamó Rosie con una sonrisa, viendo el dibujo a
lápiz. En realidad era espantoso.
—Yo creo que sí. —Intentó ser positiva; pero, definitivamente, el arte no
era el fuerte de su hermanita.
Isabel era magnífica con los aparatos eléctricos. Había hecho lo imposible
por evitar que se dedicara a esa actividad tan masculina; sin embargo, sabía
que los vecinos le pagaban por arreglar sus electrodomésticos cada tanto.
—¿En verdad no has tenido pensamientos impuros con él? —la provocó y
se ruborizó.
—No es malo fantasear. Significaría que, tal vez, Adolfo sea el hombre
indicado para perder esos traumas.
—¿Nada más?
—¿Lo de tu secuestro?
—Isabel...
—Fue muy lindo conmigo. O eso fingió. —Rememoró con una pequeña
sonrisa—. Luego me fui con él a su departamento. —Rosie abrió la boca,
sorprendida—. ¡No pasó nada! —aclaró rápidamente —. Adolfo me dejó
—No necesito una aventura para saber que puedo sentirme bien.
—¿Y qué vas a hacer mientras tanto? ¿Esperarás a que aparezca tu príncipe
azul? ¿Un tipo X, que te propondrá matrimonio para creer que es lo
máximo, y en la noche de bodas descubrirás que es un fiasco como amante?
¿Para qué esperar tanto? El amor por sí solo no es suficiente para que una
relación crezca.
Isabel se quedó muy callada. Recordó que Rosie estuvo casada a su edad y
un año después se divorció. ¿Habrá sido esa incompatibilidad lo que
ocasionó la ruptura? Nunca lo sabría; no se atrevía a preguntarle.
—¿Emocional o físicamente?
mirarte; está loco por ti. ¿Acaso no viste que a su alrededor había muchas
modelos bellísimas buscando su atención, pero él solo tenía ojos para ti?
—¿Tú crees?
—No sé...
—No; pero es que me parece imposible que alguien tan perfecto se haya
fijado en mí.
—Ay, pobre Isabel; se siente tan poquito al lado de ese supermodelo, que
prefirió dejarlo ir antes que darse la oportunidad de su vida.
—Rosie...
—A él no le importó que fueras poco refinada. ¿No crees que merezca algo
de crédito, después de lo que me contaste que hizo por ti?
La chica desvió la mirada. Quizás tenía razón. Lo cierto era que no podía
dejar de pensar en él; pero ¿cómo amante?
—¿Qué color es esto? ¿Gris, azul o plomo? ¡Es horrible! —Dio un paso
atrás, riéndose.
—Rosie se puso un tono parecido.
—¡¿Qué?!
—Hecho.
Casi dos horas después, Isabel entendió el mal humor de la modelo; estaba
cansada y tenía hambre.
—Antes que nada, quiero que sepas que no te odio; pero tampoco confío en
ti.
—Soy joven y rico. —La sacó de sus pensamientos—. ¿No te parece que
son dos buenas razones para que Rosie me ame?
—Parece que la conozco mejor que tú. —Sonrió mirando sus piernas, las
mismas que Isabel apretó, antes de levantarse para poner distancia entre
ellos.
—Eres un miserable. Ojalá Rosie abra los ojos y se aleje de ti; solo la harás
perder el tiempo.
—¿Cómo es posible que, siendo tan niña, hables como una anciana?
Mikel se levantó; se rió y meneó la cabeza. Rascó su frente con la mano que
sostenía el cigarrillo y la miró.
—Tontita, tu hermana sabe que tengo lo que le gusta. —Se tocó el sexo con
descaro—. Y se lo voy a dar cuando quiera... y si te animas, también… —
No terminó la frase; una bofetada le cruzó el rostro.
Se deshizo del vestido que le había regalado ese don Juan de quinta y salió
del departamento. Llegó de prisa al elevador, intentando peinar con la mano
el cabello platinado. Se detuvo en seco cuando vio a Rosie salir de allí.
—¿Qué?
—¡Mikel es un mujeriego!
—Isabel, soy mayor que tú; no tienes que hablar por mí.
—¿Qué no te das cuenta de que ese infeliz solo quiere jugar contigo? ¡Te
quiere para pasar el rato!
Le decepcionó verla con tan poca voluntad ante ese ser sin sentimientos.
Adolfo la vio, mas no estuvo seguro de que fuera ella, debido al feo tinte
que daba a su piel una apariencia pálida y descompuesta.
—Adolfo...
Recibió una mirada extraña. Supo que era por su cabello esponjoso y
dañado por el químico al teñirlo.
no le pareció tan malo si lograba verlo sonreír a pesar del último encuentro.
—Adolfo —lo llamó suavemente y dio unos pasos tras él, que escuchó esa
vocecita aterciopelada y se detuvo—. Lo siento mucho —murmuró
nerviosa—. Lamento lo que hice. Me equivoqué contigo.
—¿En serio?
—No fuiste tan grosera, como malagradecida y desconfiada. —Vio sus ojos
humedecerse, derritiendo su ego lastimado—. Me hiciste un desplante que
no merecía.
—Me imagino...
Apenas podía respirar. Odiaba ser tan cobarde; pero esa falta de valor la
mantendría segura. Meneó la cabeza, luchando contra sí misma. Se alejó y
llegó a la salida. Iba a echarse a llorar; necesitaba hacerlo.
—Adolfo...
—Por favor, pellizcame y dime que estás aquí. —Él se humedeció los
labios.
Isabel cerró ingenuamente los ojos. Él sonrió y besó su frente; después, las
mejillas. Se derretía con cada caricia. Cuando llegó a besar sus comisuras,
entreabrió los labios.
—¿Y qué crees que podría pasarte estando aquí, a solas conmigo?
—Sé que tienes miedo, pero también sé que estás muy interesada en mi
cuerpo.
Isabel supo que se estaba enamorando de él. ¿Qué podría impedir que
sintiera placer al estar íntimamente?
—¡No hago eso! —Se soltó de su agarre. Adolfo la siguió, sin poder quitar
sus manos de ese cuerpo que moría por explorar.
—Si no fuera por ese cabello tan antisensual, ya te habría comido a besos.
Al paso de los días, Isabel se sintió cada vez más entusiasmada con esas
caricias que trataban de adentrarse en su intimidad.
Adolfo recorrió sus piernas, besándola. Aprovechó su descuido para meter
los dedos entre sus muslos, pero lo detuvo y él se apartó con una sonrisa
traviesa.
—Aún no.
—No te estoy pidiendo que lo hagamos ya. —Se inclinó a besar su mejilla
con deseo contenido.
—Tenme paciencia, por favor —le pidió dulcemente. El modelo se
humedeció los labios.
Puso las manos en las caderas femeninas y subió la falda aún más, para
acariciar su redondo trasero. La apretó y se metió bajo la tela de sus bragas;
pero el encanto duró poco, porque Isabel siguió bajando por su pecho.
Gimió fuertemente, debía contenerse. Por más que pensaba en una y mil
maneras de sumar y restar para no estallar, a cada segundo era más difícil.
—¡Perdón!
—En serio, lo lamento; no sé qué me pasó. ¿Qué van a decir cuando vayas a
modelar? No podrás posar sin camisa.
—De momento estoy libre de ese trabajo, no te preocupes. Menos mal que
no fue más abajo.
—Sí, amor, abajo es muy muy doloroso. —La atrajo de nuevo y la besó—.
—Pero...
13. PACIENCIA
Lo que para Isabel fue una tarde perfecta, no lo fue para su hermana. Llegó
a la casa y Rosie estaba llorando en su recámara.
—Me usó y luego me pidió que me largara, como si fuera una prostituta. —
Sollozó, llenándola de rabia; odiaba verla sufrir por Mikel—. ¿Por qué me
trata así? No entiendo.
Isabel la abrazó.
—Nos están mirando —dijo y extendió una mano para limpiarle los labios
manchados de su maquillaje.
—Trabajas para la dueña del almacén. ¿No tendrás problemas? Soy una
vendedora.
—Si se entera, tal vez me mande a París o Nueva York; es una señora
quisquillosa.
Isabel sonrió.
—Te ves tan hermosa. Pareces una bebé, y yo un pervertido que quisiera
arrancarte la ropa.
—Regresaré pronto.
El modelo sonrió malicioso y le mandó un beso con los dedos, al que ella
correspondió.
—Estoy contigo.
—¿Tus viajes?
—¿Tienes pasaporte?
—No.
Recorrió su figura; se veía hermosa esa noche, con ese vestido ajustado que
mostraba su escote y esa falda amplia que más tarde le permitiría llegar
hasta sus caderas y bajarle las...
No podría sacar un pasaporte. No tenía un empleo que avalara que era una
persona digna de recibir una visa, pues sus documentos de trabajo eran
falsos.
—Seré muy buen niño. —Extendió una mano para acariciar la suya; ella se
sacudió.
—¿N...no? —repitió, sintiendo una sutil frustración; sentía que todos sus
esfuerzos por conquistarla se venían abajo. Aun así, iba a insistir. Se acercó
a su silla y la envolvió en sus brazos—. ¿Prefieres perderme?
—¡Claro que no! Pero debo pensar en mi hermana; no puedo dejarla sola.
Llevaban tres meses de relación; tres meses en los que fue todo ternura y
paciencia. Tres meses en los que le demostró que no era como los demás
hombres.
Rosie no estaba; se había ido con Mikel desde la mañana, para pasar juntos
el fin de semana. No era la primera vez que ocurría.
—¿Qué pasó?
—Aquí dice que una Isabel lo hizo. —Paró de reír—. Ese es tu primer
nombre, ¿no?
—Pues sí, fui yo —confesó, haciendo una mueca—. Parece que fue hecho
por un niño de preescolar, lo sé.
Se acercó y la abrazó. Ella notó que estaba mojado; aun así, él no la soltó.
—Adolfo...
—No quiero presionarte, de verdad; pero mentiría si te digo que no sueño
con hacerte el amor.
Isabel lo abrazó y deseó con todo su ser decirle que sí, que también lo
deseaba.
—Postres; bueno, no mucho. Más bien me los como. —Se pausó cuando él
se deshizo de la camisa y pudo ver sus hombros anchos y musculosos.
Tragó saliva. No podía mirarlo sin tener malos pensamientos; pero ¿cómo
haría para convertir esos pensamientos en realidad?
Adolfo notó que su rostro delataba una tremenda lucha interna; entonces se
dio cuenta de que quizás nunca tendría oportunidad de consumar la relación
de manera íntima.
—No es justo que yo te haga esperar por algo que es evidente que deseas.
—No te atrevas a terminar conmigo —le advirtió, sin poder evitar sonar
angustiado. Él mismo se sorprendió.
¿Cómo era posible que, sin llegar a la cama, lo hubiera interesado para tener
una relación? ¿Relación? Se sorprendió una vez más.
Cayó en cuenta de que había pasado más tiempo con Rosie que con nadie
que recordara. Muchas veces se veían en su departamento, cenaban o iban
al cine; nada era más excitante que estar juntos, abrazados, besándose. Él,
intentando sobrepasarse, y ella, manteniendo sus manos a raya. Había
aprendido a no sentirse rechazado; sin embargo, no podía dejar de insistir
en hacerle el amor.
Isabel miró las zapatillas; era momento de terminar de vestirse para que se
fueran. Se sentó sobre la cama y tomó los zapatos de tacón alto. No quería
verse como un duende al lado de su espectacular modelo.
—¡Adolfo!
—¿Qué?
—¡Me asustaste!
—¿Por qué?
—Dame un beso.
—¿Es todo?
Adolfo levantó las cejas. Miró su rostro pequeño y se sintió atrapado; con
ello bastó para aceptar su propuesta. Asintió con aparente desgano y recibió
otro beso.
14. MIEDO
Isabel sonrió. Estaba un poco mareada por el vino que tomó en la cena. Se
sentó con descuido en el largo sillón; su falda subió aún más, elevando las
intenciones del hombre de propasarse con ella esa noche.
Isabel rió.
—¿Y qué más saben hacer esas manos? —inquirió, tomándolas para
ponerlas sobre su pecho.
Era excitante sentir su piel ardiente. Adolfo no sabía lo mucho que deseaba
ser suya; sin embargo, algo no estaba bien.
—Adolfo...
—Rosie, mi amor...
—Llámame Isabel —le pidió en la penumbra; solo una luz tenue los
iluminaba. Él le besó el cuello.
—Ya te dije que... —Iba a replicar, pero vio sus ojos casi suplicantes—.
Realmente te molesta tu nombre, ¿verdad?
—Gracias.
—No... No puedo...
—Ojalá pudiera olvidarlo. Ojalá solo hubiera sido una vez —sollozó.
—¡Lo dices para que me sienta bien y vea lo comprensivo que eres! —le
reprochó temblorosa—. ¡Solo porque quieres que me acueste contigo!
—¡Por supuesto que no! ¿Por qué gastaría mi tiempo así, si puedo
acostarme con quien se me dé la gana?
—Ponme a prueba.
—Sí.
—¿No?
Isabel se paró de puntillas para besarle los labios, al principio, con timidez;
después le rodeó el cuello y su beso recobró la pasión que el temor
ahuyentó.
—Ayúdame a cumplir.
Adolfo se humedeció los labios; sabía que podría ser su noche, pero
también podía ocurrir todo lo contrario. Correría el riesgo.
—¿Miedo a qué?
—Creo que te conté que con esa mentira me atrapó mi amante del
momento.
—Sí, lo recuerdo.
Además, tuvo amoríos con un hombre mayor, que le daba dinero para
pagarse unas clases de pintura; ya sabrás a cambio de qué. Y así con otros
más.
—No creo que el pasado de una mujer deba someterse a juicio; tú tampoco
eres un santo.
Adolfo se levantó del sillón, intrigado. Mikel era casi dos años menor que
él, pero siempre fue un mujeriego.
—¿Rosie? ¿Estás seguro? ¿La rubia? —miró las fotos en blanco y negro.
—En esa ocasión le tomé las fotos para conservar su belleza antes de
separarnos; aunque estaba un poco enojada. Después de que me dejó en
aquella fiesta, cuando se fue con un modelo, la muy caradura.
Mikel asintió.
—Pues, con un bombón así de tierno, cualquiera desearía dejarse llevar por
el instinto.
Mikel se rió.
El modelo tragó saliva. ¿Era menor de edad? Se veía tan diferente con el
uniforme y todo ese maquillaje. No podía estar interesado en una chiquilla.
Recordó todas las veces que besó y acarició su cuerpo; la manera en que
ella se entregó las últimas veces a sus manos bajo la ropa, la forma en que
lo tocó íntimamente y lo mucho que deseó que lo explorara… Se aclaró la
garganta y le dio un largo trago a su vaso. No podía estar saliendo con una
menor. Miró las fotografías y sacudió la cabeza.
¿Acaso era un gancho para atraer incautos? ¿Para qué mentir? Había
muchos maniáticos ansiosos por tener en sus brazos a una niña como ella. Y
¡No!, se dijo inquieto. Sí era menor de edad, no quería saber más nada de
ella.
¿Cuál de las dos era la verdadera? Tenía que descubrirlo. Y ya sabía cómo.
15. TE CUIDO
Isabel dejó de comer su postre cuando sintió la fría mirada de Adolfo sobre
ella. Tenía un par de días actuando extraño. Supuso que era la falta de sexo.
—¿Cómo qué?
Isabel sintió que apretaba su mano con fuerza y lo miró con dolor; supuso
que le hacía daño sin querer, porque estaba nervioso.
—Ambas cosas —aseguró, dándose cuenta de que podía estar delatando sus
verdaderos pensamientos. Aflojó la tensión y acercó su mano para besarla.
Días después le entregó un anillo de diamantes al salir del trabajo y, con ese
regalo, Isabel se deshizo de cuanta duda tuvo sobre él. Adolfo la amaba y
ella a él; no necesitaba decírselo. Creía que era bien correspondida y sí,
estaba dispuesta a ser su esposa.
Isabel ignoró los comentarios del gerente; su única preocupación era tener
noticias de Adolfo, a quien no veía desde hacía más de diez días. Recordó
con preocupación la manera poco efusiva con la que se despidió.
Cada noche, su mente se llenaba de dudas; lloraba sin saber qué estaba
pasando. Era como si, después de hacerla suya, el encanto se hubiera roto.
—Pues no.
¿Para qué? ¿Acaso pretendes atraparlo con un hijo? ¡Él no es de esa clase
de hombres! ¡Qué digo hombre!, ¡alimaña!
El portero le comentó que Mikel no estaba solo; aun así, Isabel continuó su
camino hasta el departamento del miserable. Estaba a punto de llegar a la
puerta, cuando vio la escena más terrible de la que pudo ser testigo. Rosie
estaba siendo empujada hacia afuera, al pasillo, mientras lloraba y
suplicaba.
Con el corazón estrujado y la rabia fluyendo por sus venas caminó rápido
hasta la pareja.
—¡Maldita basura! —le reclamó. Mikel le tomó las muñecas y las apretó.
—¡Y tú eres una ingenua estúpida! —La tomó de los hombros con la misma
fuerza—. ¿Acaso no te has dado cuenta de lo que hace tu pobre hermanita
enferma cada vez que tiene oportunidad? ¿De dónde crees que saca para
comprarse esa ropa tan cara? ¿Pintando cuadritos en los parques? —La
soltó y la chiquilla supo que sí era raro; sin embargo, ese no era el punto—.
—¡No me interesa! ¡Aquí lo único que debe interesar es que vas a tener un
hijo y que debes hacerte cargo de él!
—Su esposo descubrió que le era infiel —soltó con una sonrisa. Isabel se
quedó muda un instante.
—Tal vez, pero es algo del pasado. No importa. Ahora sólo debe interesar
que Rosie esté bien atendida para que tenga a tu hijo.
—¡Mikel! ¡Mikel! ¡Ábreme, por favor! ¡No puedo vivir sin ti! ¡No quiero
estar sin ti!
Lo miró una vez más. Mikel le mandó un beso con la mano e Isabel lo vio
con rencor. Al fin su cerebro le regaló una brillante, aunque perversa idea.
No le importaba si era mala; haría lo que fuera para que ese malnacido se
hiciera responsable.
16. DESESPERADA
Las cosas la llevaron al punto máximo de angustia cuando su hermana tuvo
una crisis emocional que la llevó al hospital. Confirmaron lo peligroso de su
embarazo; incluso, podría no llegar a término. Rosie se puso como loca.
El médico dijo que no había manera de que alguno de los dos sobreviviera
y, si ocurría, sería un milagro. De nuevo, el hospital no contaba ni con una
enfermera que estuviera pendiente de ella las veinticuatro horas del día.
—¿Mikel?
—Es cierto —musitó Isabel, cansada. Tenía varios días buscando empleo y
no podía dormir; sus ahorros se estaban diluyendo como agua entre los
dedos.
—Te dije que esos ricos no se mezclan con mujeres como nosotras —dijo
Claudia—. Y si lo hacen, es solo para pasar el rato.
—No es solo una coincidencia; Mikel es uno de sus dos hijos varones.
—No creo que a ella no se le ablande el corazón con lo que le pasa a Rosie.
Paula se quedó intrigada. Ese hombre estaba actuando muy extraño desde
hacía tiempo y sospechaba la causa; sin embargo, aún no lo confirmaba.
—¿Y qué quieres? —inquirió, cruzando los brazos a la altura del pecho.
—No vayas —le pidió, deteniéndolo del brazo—. Yo iré. Ahora ve con tu
madre.
Miró a Isabel por primera vez de cerca y calculó que no tendría ni veinte
años. Pensó en la posibilidad de que fuera menor de edad; fue incómodo. Si
Adolfo se enredó con ella, podría arruinar su incipiente carrera como
empresario serio si ese desliz llegaba a oídos de la prensa.
Entraron a una oficina donde nadie las escucharía. Paula era una mujer de
cabello largo, casi negro. Sus ojos grandes hablaban de una mujer
inteligente y precavida, a la cual podría llegar a temerse; no porque luciera
peligrosa, sino por la manera en que Mikel dejó el asunto en sus manos.
—Siéntate. por favor —le pidió a la chica, quien la veía con mucha
desconfianza.
—Necesito muchísimo.
—Lo sé.
—No exagero. No crea que por ser pobre no sé identificar una cantidad
grande de otra, ¿entiende?
Paula se levantó.
—Si mañana a las diez no te entrego el cheque, por la tarde podrás armar tu
gran escándalo. Lo cual no sucederá, porque te doy mi palabra de que
cumpliré.
Mikel miró a Isabel de lejos; ahora sabía que lo odiaba como nunca. Se
preguntó qué habría sido si esa belleza hubiera correspondido a sus
insinuaciones. Jamás las captó; lo repudió desde el primer día. Suspiró. Era
hermosa, inteligente y con un fuerte carácter; que para su gusto era un
estorbo. Ese tipo de mujeres solo traían problemas, como ahora.
Hizo una mueca. Pobre del tipo que tratara de conquistarla. Isabel Allen era
un hueso duro de roer y a él le gustaba lo fácil. La miró por última vez —
—Digo la verdad.
Rosie extendió una mano hacia ella e Isabel la tomó. La sintió muy caliente.
—No, Rosie, no te ilusiones. —No pudo evitar sonar dura—. Mikel fue
muy claro: no te ama.
—Si te ofreció ayuda para mí, es porque siente algo —insistió en llenarse
de falsas ilusiones.
Se arrancó el catéter que tenía en la mano y se puso seria al ver que le salía
un poco de sangre—. Debo... buscarlo... —Se le fue el aire por el esfuerzo,
pero intentó sacar un pie de la camilla—. Debe regresar conmigo...
—No —murmuró Isabel, asustada; nunca la había visto tan fuera de sí—.
—En cuanto me vea… —Se tocó la pequeña barriga de casi tres meses—,
me amará como antes... —Miró la puerta, llenándose la cabeza de ideas
sobre lo que pasaría si estuvieran juntos. Parecía estar delirando cada vez
más, así como su palidez se incrementaba.
—Por favor, Rosie, vuelve a acostarte —le pidió la hermana con miedo.
Apenas tuvo valor para dejar a su hermana, se puso en camino para ver a
Paula. La conciencia le había reprochado lo que había hecho la noche
pasada; sin embargo, con solo pensar en el estado de Rosie se olvidaba de
que estaba a punto de cometer un atraco.
Mikel era culpable; aun sabiendo que su hermana tenía problemas de salud,
la ilusionó, la embarazó, y luego la dejó. Fue muy cruel, nadie podía decir
lo contrario; ella fue testigo de ese terrible momento. Y con ello en mente,
se armó nuevamente de falta de ética, de honor y de conciencia, para
avanzar al interior del almacén.
escoltada por sus elegantes hijos— para presentar su última colección, que
la haría aún más rica. Algo que Mikel veía con sumo agrado, pues parte de
ese imperio sería suyo algún día.
—Le dije que hoy tendría su cheque y aquí está. —Lo puso sobre la mesa
para deslizarlo hasta ella. Isabel tomó el papel y miró la cifra; su boca se
empezó a abrir, aunque no tanto como sus ojos.
—¡Dios mío!
—Supongo que... —Se quedó sin habla. Con esa cifra tan alta, Rosie estaría
bien atendida y podría buscar empleo; no iba a vivir a costa de ese dinero.
—Mikel...
—Lo conozco desde hace muchos años —comentó Paula, viendo como los
ojos cafés de Isabel se humedecían.
—replicó irónica. Se limpió los ojos para mirarla con aparente valentía—.
Paula caminó hasta él. Podía ver cómo se miraban; sus ojos estaban atentos
el uno del otro. No existía nadie más.
Isabel no se podía mover. Adolfo lucía magnífico con ese traje negro a la
medida. No parecía el modelo de revista que conoció; más bien, lucía como
un importante ejecutivo.
—Adolfo —dijo Isabel con la voz quebrada por la alegría de verlo al fin.
—Me has hecho tanta falta —musitó Isabel acariciando su mejilla; quería
comprobar que no estaba alucinando.
Dejó de respirar cuando sus manos bajaron hasta el pecho. ¿Por qué lo
miraba como si en verdad lo amara? Claro, amaba el dinero y las
comodidades que podría proporcionarle un hombre como él.
Adolfo se apartó aún más. Recorrió su rostro y notó las ojeras profundas.
¿Acaso estuvo preocupada por las semanas que estuvo sin llamarla?
Adolfo se irguió y dio un paso hacia ella, que dio otro, y se inclinaron al
mismo tiempo; las manos de ambos coincidieron sobre el objeto y sus
miradas se encontraron.
—Sí, ya me conoces...
—¿Credencial de identidad?
Asintió.
—Sí, ves que siempre me confunden con ser menor de edad. —Intentó
sonreír y tomar su bolsita—. Mi cara no ayuda.
Se veía tan frágil en sus brazos, pensó Adolfo, sin poder contener el deseo
que se había apoderado de su cuerpo.
—¿Mucho? —ronroneó, inclinándose a su oído para acariciarla con los
labios, erizándole la piel.
Necesitaba besarla.
La chica cerró los ojos y se dejó envolver por sus brazos. Correspondió al
llamado de sus labios; abrió la boca y su lengua ansiosa la invitó a moverse
con la misma intensidad con que la recorría.
La empujó hacia un muro a sus espaldas; Isabel se aferró de sus brazos por
el sorpresivo movimiento. Sus pasos fueron detenidos cuando su trasero
golpeó una mesita.
Iba a dar réplica cuando su boca fue callada por un beso ansioso. Escuchó el
cierre de su pantalón siendo bajado y sus piernas se doblaron al disfrutar de
antemano lo que vendría.
Acarició el interior con los dedos, comprobando que estaba tan necesitada
como él de fundir sus cuerpos. Se pegó a ella; apartando la tela de sus
bragas, se abrió paso hasta entrar en su vagina. Cerró los ojos, invadido por
un placer jamás conocido en otras mujeres. Era tan suave, tan cálida. Su
interior lo apretaba tan bien.
—S...sí... —titubeó.
Isabel sintió la boca seca; verlo juguetear con el cheque la estaba matando.
—Lo tengo guardado. La calle es peligrosa para salir con una joya así.
Adolfo apretó los labios. Vaya que había conseguido un mejor empleo.
—Este cheque podría no ser válido, está todo maltratado —señaló e Isabel
rogó para que no lo leyera; pero él hizo lo contrario—. ¡Wow! —La miró
un instante—. ¿Tanto dinero? —Fingió asombro—. Ni a mí me pagan esa
suma modelando. ¿Qué hiciste para ganarlo?
—Adolfo...
—No es eso. Le falta una firma que autorice su validez. —Le hizo notar.
Isabel se llevó una mano al escote, sentía un sudor frío perlando su piel.
Allí estaba otra vez el dolor de cabeza. No solo era portador del ilustre
apellido; además, iba a pagarle esa exagerada suma de dinero que el cheque
tenía estampada. ¡Adolfo lo sabía todo!
—Adolfo... tú... —Lo miró horrorizada.
—No puede ser... —gimió, viéndolo arreglarse el saco. Se pasó las manos
por el cabello con vergüenza.
¿no crees?
Todo lo tenía fríamente calculado, pensó dolido; no era tan tonta como su
hermana. Le mordisqueó el lóbulo de la oreja y escuchó un gemido sutil. La
manera en que sus pezones volvían a endurecerse bajo sus dedos
amenazaba con acrecentar sus ganas de repetir lo que hicieron.
Gimió cuando los dedos volvieron a rozar entre sus piernas la humedad que
aún tenía. Adolfo se apartó, la miró de frente y le sonrió irónico. Era
satisfactorio ver que podía someterla a su deseo y, por otro lado, se
preguntaba si reaccionaría así solo con él o con todos.
—Para fortuna mía, conociendo ahora la clase de mujer que eres —dijo
sarcástico al recorrer su cuerpo—, sé que no habrá consecuencias. Eres
mucho más inteligente que Rosie. —Sus palabras la regresaron a la realidad
y la hirieron; ese hombre se había hecho una idea monstruosa de ella, sin
preguntarle por qué lo hacía—. A menos que quieras sacarme otro cheque
como este… —Lo movió a la altura de sus ojos, atrayendo su atención.
Una nueva cubetada de agua helada. ¡Lo sabía desde anoche y aun así la
hizo suya!
Lo vio inclinarse hasta su boca y rozar sus labios, tal como lo predijo.
Ahogó un sollozo, presintiendo que sería una sentencia que cumpliría sin
límite de tiempo. Bajó la cabeza para cortar la caricia; era demasiado
doloroso seguir allí. Era momento de acabar con el sueño de amor que la
ayudó a escapar de las pesadillas de su infancia y adolescencia. Era una
mujer y, como tal, debía afrontar las consecuencias de sus decisiones.
—¿Adolfo? —lo llamó con suavidad mientras caminaba lento hacia él.
—¿Te topaste con ella cuando salió? —inquirió viendo hacia abajo;
esperaba verla una vez más al salir por la puerta de empleados.
Estaba llorando.
Sacudió la cabeza para despejar las ideas sensuales que eso le provocaba.
—No tenía por qué —mintió con falsa calma—; fue una transacción muy
civilizada.
—Quizás lloraba porque fue duro darse cuenta de que perdió la gran
oportunidad de su vida.
Adolfo se cansó de fingir. Paula lo conocía mejor que nadie.
—Isabel era mi amante —reconoció—. Más que eso; teníamos una relación
de meses.
—Nunca la amé —replicó Adolfo con prisa. Sus ojos azules brillaron con
frustración.
—Esperemos que ese dinero tenga el uso que dijo que tendrá.
—. Porque esa maldita ambición que la mueve la hará pagar algún día todo
lo que me... lo que nos ha hecho —se corrigió.
—Le dije que Mikel querría saber del bebé en cuanto naciera, para hacerle
las pruebas de ADN; pero mentí. A él no le importa.
Adolfo se levantó. Sacar su ira lo regresó a la calma; se enderezó y volteó a
verla.
—No. Nada que venga de las señoritas Allen es importante para nosotros —
Caminó hasta la puerta con los puños apretados. Paula miró sus manos.
Decía que debía dejar el pasado atrás; sin embargo, no podía soltar un
detalle que ella olvidó antes de irse.
Salió del banco con un poco de efectivo y una tarjeta bancaria. Había
logrado lo que se propuso; sin embargo, al pisar el exterior supo que había
perdido algo más valioso: su dignidad.
Ojalá algún día pudiera sentirse bien otra vez. Ojalá algún día pudiera
explicarle a Adolfo las razones que tuvo para estafar a su familia. No tenía
perdón, pero sí vergüenza. Cuando la desesperación y la pobreza se
encuentran, ningún orgullo debe entrometerse.
Meses después...
—¿Has sabido algo de Adolfo? —inquirió con voz cansada; Isabel bajó la
mirada. Habían pasado cuatro meses sin saber de ellos y, la verdad, había
evitado al máximo tener noticias de cualquier miembro de esa familia.
Rosie acarició su mano, luego pasó esa misma mano a su vientre; tenía casi
siete meses de embarazo. La joven le acarició el cabello y besó su mejilla.
Ese momento era uno de los pocos en que Rosie estaba consciente; pero
había otros en los que parecía vivir en una fantasía y le decía lo mucho que
Mikel la amaba, lo que harían cuando naciera la bebé. Ya sabían que tendría
una nena.
—Mientras siga viva, hay esperanza —le dijo Claudia, que se había
convertido en una gran amiga.
—Ha tenido dos infartos en los últimos meses, ¿cómo puedes decir eso? Su
vida pende de un hilo.
Claudia apretó los labios, no quería echarse a llorar con ella; debía ser un
consuelo, no llenarla de más pesar. La vio ponerse de pie con dificultad. Se
veía muy cansada y había perdido mucho peso desde que empezó lo de la
hermana.
—¡Nooo! —soltó y se dobló con dolor —¡Rosie! ¡No, por favor! —Miró al
médico, suplicante. El hombre conocía el estado de la chica y se preocupó;
la había tratado por el tiempo que su hermana estuvo internada.
—Mi hermana no puede haber muerto... —Sollozó sin fuerzas—. Ella debe
estar conmigo. No tengo a nadie más; Rosie es mi única familia. ¡No puede
estar muerta! —finalizó, gritando nuevamente.
—Hola, mi amor, soy tu tía… y pronto seré tu mamá también. Nadie te hará
daño; viviré para cuidar de ti, para que nadie te lastime.
Claudia la miró a través del cristal. Sabía cuál era la situación de la
pequeña; sin embargo, la que le preocupaba era Isabel. Ella era la que debía
cuidarse más que nadie; de la pequeña hija de Rosie se harían cargo los
médicos.
—Rosie está muerta —le dijo Isabel sin soltar a la pequeña. Claudia se
quedó anonadada. La chica siempre supo que ese momento llegaría; lo que
no supo, fue afrontar esa situación tan dolorosa. En realidad, ¿quién estaba
preparado para perder a un ser amado?
Claudia bajó la mirada y se puso a llorar; Rosie había sido su amiga por
muchos años. Le resultaba imposible creer que ya no estaba.
—No me mires así, Ren. No pienso compartir esto contigo —dijo Adolfo a
su hermanita menor, con unos tragos encima—. Eres menor de edad.
—¿Quién te dijo?
—Oí a Paula hablando contigo hace rato. Estás triste por eso, ¿verdad? —
—¿Quieres dejar ese tema en paz? —replicó Mikel cuando lo apartó para
que hablaran—. ¿A ti que te importa lo que haya sucedido con esa
mujerzuela? —Adolfo apretó la mandíbula.
—Tuvo una niña. Parece que está sana —contó; el hermano se le quedó
viendo.
—Pero...
—¡Tú tienes dudas, yo no! —apuntó molesto y miró la mochila con la que
llegó; estaba tirada en el sillón. Adolfo lo vio abrirla para sacar varios
trabajos que realizó ese día. Entre ellos estaba un sobre color manila; lo
tomó y se incorporó.
—Tú lo que quieres es regresar a Texas para reencontrarte con Isabel —dijo
irónico—. ¿Quieres consolar a la hermanita buena?
—Debiste conocerla mejor. Esa niña es hermosa; una bruja, pero muy
hermosa.
Adolfo apretó los puños; odiaba que hablara de ella con esas intenciones.
Mikel seguía siendo sarcástico; desconocía lo que pasó entre ellos.
—¿Qué es?
Un año después...
Claudia y Fabricio eran hermanos; seguían viviendo juntos desde que, con
Isabel y Anita, decidieron cambiar de vida y se mudaron más a la frontera.
Ambos sabían que el tema de la niña era algo que debían guardar con celo,
ya que el nacimiento de la pequeña convirtió a la dolida amiga en madre
cuando menos lo esperaba, bajo las circunstancias más terribles.
—¿Qué?
—¿Sigue soltero? Joven, guapísimo, rico, ¿y soltero? Eso es raro. Creí que
ya estaría casado; o al menos, comprometido.
—Sí, Isabel lo dejó ir... —Hizo una mueca—. Aunque tú y yo sabemos que
ella podría hacer que regresara a su vida, aunque fuera presionado.
—Ella no es así.
—No; pero tiene una pequeña Mondragón, con derecho de vivir muchísimo
mejor de lo que ahora vive.
—La vida ha sido una maldita perra con ella; al menos Rosie está
descansando en paz.
—No me recuerdes esa parte. Lo que sí creo, es que esa familia debería
hacerse cargo; Anita necesita mucha atención.
—¿La diseñadora?
—Sí. Parece toda una dama; la única vez que la vi me dio una buena
impresión.
Isabel hizo una mueca al pasar frente al puesto de revistas y ver a Adolfo en
la portada; no de una, sino de varias revistas. Lo calificaban de ser un
hombre exitoso. Como si tener dinero diera felicidad, dignidad, hombría…
—Es tan guapo… —Oyó comentar a una mujer joven—. Daría lo que fuera
por pasar una noche con él.
comentó Claudia.
—¿Qué?
—¿Y piensas que vas a pasar toda tu vida tratando de esconder lo que aún
sientes por él?
Siempre hacían lo contrario a lo que les pedía. Tenían tres años viviendo
juntos y la tortura no cesaba; según ellos, para que superara cuanto antes su
pena amorosa.
Estaba sentada en la sala, quitándose los zapatos, cuando los escuchó leer
en voz alta las hazañas de Adolfo en el campo de los negocios. Él también
le mintió. No era modelo, era empresario.
—¿Cuántos años tiene ahora, Isabel? —preguntó Fabricio, que era dos años
mayor que ella. Isabel se volvió hacia otro lado.
—Y acá dice: los negocios son realmente mi ambiente natural, estar en una
oficina y no frente a una cámara fotográfica —sumó Fabricio. Isabel no
dudó que negociar sucio fuera realmente lo suyo; con ella hizo una
transacción muy miserable.
—Voy a buscar a Anita para que venga a comer; aún sigue con María.
—Silencio; ya sabes que es una mujer sin límites y, además, es nuestra jefa.
—Imbécil.
—No era precisamente una novia. Nunca lo fue. Era hermana de ella.
—¿La conocí?
—Creo que sí. Incluso te regalé las fotos que le tomé una vez para obligarla
a esperar.
Era cierto, siempre tomó todo con simpleza; quizás por eso le gustaba pasar
tiempo con ella. Con Isabel no había que andar de fiesta en fiesta. Siempre
se negó a no dormir en su casa; a excepción de la primera noche que
pasaron juntos.
Pudo haberse negado a darle el dinero y ser quien amenazara; lo que le dio,
aunque para ella pareció demasiado, no era más que una pizca de lo mucho
que él tenía en su cuenta personal. Sabía negociar; a veces era preferible
fingir que cedían para engañar al enemigo, que ponerse a pelear en una
guerra sin sentido.
—En realidad... —Se aclaró la garganta—. No; solo una vez me di cuenta.
—Y con eso debería ser suficiente para vivir con la duda de saber si es tu
hija o no... ¿No lo has pensado?
—No lo creo; a menos que otra vez haya cambiado de identidad… —El
hermano lo miró confundido.
—¿De verdad lo crees? —Adolfo pensó que, por fin, se veía dispuesto a
buscar a su hija—. Sería maravilloso saber si soy padre... —dijo de pronto,
apagando su felicidad.
—Si no has tenido, es porque no has querido. Ya tienes tres años de casado
—señaló—. Aunque, por tu cara, parece que ocurre algo y no nos has dicho.
—Es que tú no sabes lo que sentí por ella la primera vez que la vi. Jamás en
mi vida me había esforzado tanto para impresionar a alguien; ya ves que es
un poco...ñoña... Pero es tan dulce y delicada…
—No es eso. Ella sabe que quizás tengo una hija; nunca he podido mentirle.
Cuando supo lo de la niña se molestó; pero luego pensó que, quizás, podría
recuperarla si las pruebas de paternidad resultaran positivas.
Apenas dijo eso, una sonrisa apareció en sus labios. Una sonrisa que
ocultaba intenciones más profundas e íntimas.
—Paula...
—No.
—Ya Isabel se encargará de develar esos detalles. Tendrá que llegar a mis
dominios; entonces sabremos si esa pequeña es realmente hija de Mikel.
22. ANITA
Desde que fue dada de alta, tras pasar dos meses de hospitalización,
iniciaron las terapias. No hubo un solo día que Isabel no realizara cuanto le
pedía el pediatra y, con el tiempo, los demás especialistas que la vieron en
los últimos tres años.
La nena había logrado salvar muchas de sus dificultades motoras, pero aún
quedaba una, que esperaba pudiera superar con su ida al jardín.
que la consolara. Aún con su desprecio, jamás se dejó vencer, porque había
una persona aún más frágil que la necesitaba.
¿Sería que en el fondo deseaba volver a verlo? ¿Lo amaba aún, a pesar de lo
que le hizo? Siendo hermano de Mikel, seguramente supo desde mucho
tiempo atrás que era hermana de Rosie y juntos planearon burlarse del par
de ilusas.
Adolfo salió de la ducha y oyó su teléfono sonar. Otra vez ese número,
pensó, mirándolo en pantalla. En los últimos años había recibido algunas
llamadas sin respuesta y lo mandó a investigar con Paula, quien le dijo que
era número equivocado.
Anita estuvo marcando ese número cuando tenía dos años, de manera
intermitente, como si supiera de quién se trataba.
Si era cierto, ¿por qué a cada momento lo asaltaban los recuerdos de lo que
vivió con ésa descarada?
—Vamos a casa.
Desde que supo dónde podría estar Isabel, había descubierto que el tiempo
no había pasado, que aún sentía lo mismo que años atrás: molestia, enojo,
decepción, frustración... Deseo. Se estremeció cuando vio unas fotografías
recientes de ella.
Se veía preciosa; su cuerpo aún era tentador, a pesar del evidente descuido
hacia su persona. Seguía soltera; solo tenía veintitrés años y ya era madre
adoptiva de su sobrina. Los informes mencionaban su trabajo, pero lo dejó
pasar; no quería descubrir un detalle incómodo.
Suspiró agobiado. Sabía lo que haría al tener a Isabel frente a él; conocía su
debilidad por el dinero. Era evidente que vivir a costa de otros ingenuos no
le había rendido frutos.
Sería mejor que pensara solo en Anita; la niña debía ser su única meta.
—Vaya con mi hijo. Creí que jamás lo vería tan afectado por una mujer. —
—Oh... Entonces, ¿de un hombre? —El hijo no estaba de humor para sus
bromas.
—¿Quién es ella?
—Claro, cuéntame algo que no sepa. El dolor por amor es siempre muy
evidente.
Adolfo aspiró profundo. No podía decirle que, cinco años atrás, una mocosa
de dieciocho años les exigió dinero a cambio de silencio; que esa misma
mujercita con cara de ángel fue su amante y que aún le quitaba el sueño. La
miró de reojo.
—¿Vamos a cenar?
Lorena sonrió.
Tal vez era momento de decirle algunas cosas sobre lo que iba a hacer.
—Mamá, hace cinco años, Mikel tuvo una relación con una chica… —
—¡Tuvo que ser precisamente para ellos! —se quejó semanas atrás, cuando
supo para quién trabajarían.
—¡Ma! —El grito de Anita atrajo su atención. La jaló del suéter que salía
por la manga de su chamarra—. ¡Ese, Ma! —Señaló muy emocionada un
triciclo rojo bajo el árbol.
Era su día libre. Había ido cuando el jefe la llamó para que revisara un
trabajo que hicieron esa mañana,sin que ella estuviera.
conferencia de prensa.
Isabel miró a su pequeña cerca del árbol navideño. Sonrió, con la bocina del
móvil en el oído.
—¡Por Dios, Isabel! ¡Esa niñita es un monstruo! ¿Le vas a dar alas?
—No exageres; es la cosita más dulce del mundo. Además, es mi hija y solo
deseo hacerla feliz.
—No, eso se llama culpa. Amiga, ya sabes lo que tienes que hacer.
—No empieces...
—Esa chiquita tiene un padre, que es un irresponsable por dejarla sola, pero
es su padre y tiene la obligación de hacerse cargo.
Isabel giró sobre sus talones, para ver con horror que Anita se había subido
al triciclo rojo y empezó a pedalear con una enorme sonrisa. El árbol
gigante se sacudió y luego empezó a venirse abajo. La niña, ignorando el
peligro, aceleró el pedaleo con torpeza.
Luego de una terrorífica parálisis, corrió hacia ella; mas no fue la única. El
hombre de traje azul llegó más rápido hasta la niña. Isabel escuchó el
sonido del árbol cayendo a un lado, a escasos metros de Anita, quien
tranquilamente pasó entre ella y el desconocido con su triciclo robado.
Isabel tenía una palidez de muerte. Sin mirar al desconocido, dio unos pasos
hacia su hija.
—Dios mío —musitó Adolfo sin aliento y se pasó una mano por el cabello.
Vio con asombro la calma con la que esa miniatura rubia pedaleaba de
regreso.
—¡Anne! —exclamó Isabel al fin, tensa por el pánico que sintió, y fue a su
encuentro. Solo entonces, Adolfo miró a la madre de la niña.
—¿Isabel? —murmuró incrédulo.
Anita miró la expresión de su madre y supo que había hecho algo malo. Se
acercó lentamente, con la cabeza baja, arrastrando con dificultad el triciclo.
Cuando volvió a levantar el rostro, se dio cuenta del desastre que había
detrás de los adultos y señaló eufórica con un dedo.
—¡Ma! —exclamó con los ojos muy abiertos. Isabel volteó y el mundo se
detuvo. ¿Estaba alucinando por el susto? ¿Acaso tuvo un ataque de
ansiedad y la vista le estaba fallando?
—Hola, bebé —la saludó fascinado. Era una pequeña muy hermosa—.
Adolfo miró a sus espaldas; allí estaba Isabel, paralizada. La ignoró y siguió
mirando a la bebé.
—Me llamo Adolfo —le dijo y Anita le tomó la mano que le ofrecía. Se
acercó hasta él y lo miró fijamente—. ¿Y tú, cómo te llamas?
La niña solo lo miró. Sus ojos estaban fijos en los suyos. Levantó una
manita y le tocó la mejilla.
—Bapo —dijo ignorando su pregunta y sonrió sutilmente.
—Azul —dijo, teniéndolo con el ojo cerrado. Se tocó a sí misma con otro
dedo y señaló—: iguales mamá. —Notó la similitud; luego lo soltó y se
apartó para ir con ella y abrazarse de sus piernas—. Ma... —dijo apenada,
cambiando completamente su actitud. Isabel se inclinó y la tomó en brazos.
—No debiste tomar ese triciclo; te dije que no era tuyo. —La miró y Anita
volvió a enterrar la carita en su hombro; estaba avergonzada—. Se cayó el
árbol y pudiste lastimarte —gimió, horrorizada ante la idea.
Anita abrió la boca y, de forma dramática, le echó los brazos al cuello para
llorar.
Adolfo las observó a ambas. Era una escena muy dulce; la tía siendo
consolada por su sobrina. Era evidente el amor que había entre ellas. Vio
que el árbol empezaba a ser levantado y se les acercó.
—No pasó nada. Dame acá a esta princesa; estás hecha un manojo de
nervios.
Desvió la mirada al suelo. Odiaba ver esos ojos que alguna vez la perdieron.
Isabel volvió a mirarlo, puso una mano en la suya que sostenía a la niña y
descubrió su fría mirada. Ella lo seguía deseando y él la estaba fulminando
con los ojos. Adolfo se apartó al leer su intención de quitarle a la pequeña
de los brazos y se adelantó a caminar.
—Es mejor que haya ocurrido ahora el accidente y no mañana, con la tienda
llena de personas —comentó caminando con Anita, quien desde esa altura
tenía una mejor visión del lugar. Empezó a señalar emocionada todos los
regalos decorativos.
—¿Eres secretaria?
—Sí.
Iba a ir por su hija cuando la detuvo tomando su brazo. Se soltó con rapidez
y volvió a tomarla con más fuerza.
—¿En serio, tía Isabel? —se burló, apretando su cintura cada vez más.
—Tenemos un pendiente.
—. Me debes algo que no podrás pagar nunca, Isabel —dijo entre dientes.
—El adelanto que puedas darme será bien recibido —se le insinuó. Isabel
volvió a ver el brillo en sus ojos. Sentía toda clase de emociones; sobre
todo, rencor.
—¿Y mientras tanto, qué? ¿Jugaremos a la chica inocente que fue violada,
para engatusarme otra vez? ¿De nuevo me harás esperar a que te dé un
anillo para que tu hermoso cuerpo haga a un lado el terror que vivió? —Se
acercó un poco e inclinó la cabeza hacia ella—. ¿Me dejarás hacerte a un
lado las prendas y… las piernas? —inquirió, ofendiéndola una vez más.
Isabel apretó los puños y le dio un golpe tan fuerte que se escuchó por los
alrededores.
Adolfo quiso tocarse la mejilla, pero se abstuvo. Sabía que los observaban.
—¡Así fue, Isabel! —aseguró, viendo detrás de ella que Anita logró tomar
la pata del oso de peluche—. ¡Te vi amenazando a mi hermano!
—¡Tú no viste lo ruin que fue con mi hermana! ¡La manera tan cruel en que
la echó de su departamento cuando lo buscó!
—Me insultaste...
sentenció, deteniéndola cerca de la niña. Caminó hasta ellas; bajó el oso que
Anita tanto deseaba y se lo ofreció, jugueteando un poco con él. Se acuclilló
ante la niña y ella, inocentemente, lo tomó.
—¿Tu sobrina?
—El parecido físico con mi familia no se puede ocultar. Hay otra sobrina,
aparte de ella, y es muy similar. Además, tengo el presentimiento de que...
—¡Ma, mi oso! —dijo, volteando a ver cómo se alejaba del que consideró
su juguete. Adolfo miró a la hermosa niña alejarse. Y a la bella y difícil
Isabel. Sonrió y miró el peluche.
—Aquí dice que vive con su tía, Isabel Allen —dijo, leyendo el informe del
investigador—. Es hermana de la madre de la niña, supongo.
—Sí. Al parecer, Anita no sabe que Isabel es su tía; cree que es su madre y
así la llama.
—Es obvio, no ha tenido a nadie más como figura materna. Y eso implica
otra dificultad. No creo que Isabel vaya a ver con buenos ojos una posible
separación.
—Si Anita resulta ser mi hija, no le va a quedar más opción que aceptarla.
—No creo que eso sea importante. —Se arrepintió de hablar de más. Donna
era una chica muy insegura, aunque bocafloja; Lorena aún no entendía que
motivó a Mikel a casarse con ella.
Era un invierno muy frío, así que salió de su casa tapada de pies a cabeza;
vestía una chamarra gris que la cubría hasta las rodillas, una enorme
bufanda y gorro negro. Sospechaba que ese día tendría que quedarse hasta
tarde y le avisó a María para que cuidara a la niña. Tenía el tiempo encima.
Solo esperaba no toparse con Adolfo; ojalá su disfraz la cubriera tanto, que
pasara delante de él sin ser vista
La noche pasada lloró tanto que se durmió antes de que sus compañeros de
vivienda llegaran. Anita tampoco estuvo muy feliz después de perder su
oso. A la media noche se dio cuenta de que se iba a enfermar; la garganta
empezó a molestarle y, en la mañana, ya no pudo hablar sin sentir mucho
dolor. La bufanda le cubría la boca para evitar que —al respirar frío— se
pusiera a toser. Se ajustó el gorro y fue al escritorio —sobre el que había
una laptop—, donde había cerca una conexión eléctrica.
Notó un cesto de basura; dentro había una revista tirada con descuido. Se
sentó en el suelo y la tomó con curiosidad; luego esbozó una mueca.
—¡Te dije que no quería que salieran esas imágenes! —reclamó molesto,
entrando a la oficina; Isabel deseó que la tierra se la tragara. Hablaba por
teléfono y no se había percatado de su presencia—. ¡Estamos en invierno,
no tiene sentido la desnudez! —Se sintió intrigada y buscó en la revista—.
Isabel miró la foto y sus labios dibujaron una gran “O”, como expresión de
admiración al recorrer su torso desnudo.
—No estoy de acuerdo; mucho menos si por tu culpa voy a tener que
soportar que las admiradoras salten sobre mí, haciéndome toda clase de
propuestas indecorosas y, ¡peor aún!, me estén manoseando. Sabes que odio
ese tipo de chicas — Isabel entendió por qué la buscó sin descanso—. No
me importa que mamá se enoje o que las ventas estén por los cielos; no soy
un pedazo de carne a disposición de todos. Voy a colgar, estoy esperando a
que llegue el electricista para que revise la luz en el salón donde se hará el
desfile. ¡Maldición! —replicó enfadado.
—Perdón —murmuró con la voz ronca. Señaló el enchufe que iba a arreglar
y él comprendió lo que había estado haciendo.
—¿Qué pasó?
Con la mano, Isabel dio a entender que nada y continuó su labor; colocó la
tapa al enchufe y se levantó. Luego fue a encender la luz. Adolfo sonrió.
—Listo, señor —dijo adolorida.
—Qué bien. —Sin prestarle mucha atención, se sentó ante el escritorio para
conectar su computadora—. Ya puedo empezar a trabajar.
—Oiga joven —le habló desde el piso mientras estaba en la escalera—. Ah,
eres tú. —Le miró la cara bajo el gorro de lana.
—Me dijeron que harás todo el trabajo sola porque dos de tus compañeros
se enfermaron. ¿Es cierto?
—Significa que pasarás aquí la noche; este salón debe estar listo para
mañana.
Cómo olvidar la manera tan atrevida en que la hizo suya la última vez que
se vieron. Todos esos años lo recordó como un acto detestable; sin embargo,
en esos momentos en que reconocía cuanto le atraía aún, se daba cuenta de
que ese día experimentó un placer jamás vivido. Si fuera menos prejuiciosa,
aceptaría la propuesta que vio en sus ojos días atrás, solo por placer.
Debía ser más precavida que nunca. Una chica como ella jamás
conquistaría su corazón; mucho menos después de que amenazó a Mikel.
Tal vez el dinero que les robó no logró salvar la vida de Rosie, pero sí la de
Anita, su pequeña. Ella era su más grande amor y su debilidad.
Su niña valía todos los maltratos e insultos injustos, pues por ese maldito
dinero fue que, al nacer tan delicada, recibió la mejor atención médica que
jamás hubiera podido darle.
Se secó las lágrimas con los dedos y aspiró profundo. Lloraría por su hija
cuántas veces fuera necesario; pero los Mondragón, aún con todo su poder,
jamás lograrían compensar lo que ella pagó por Anita, porque el amor no
tenía precio.
—Muy bien.
—Hace frío aquí arriba, ¿no crees? —inquirió, acercándose con una cálida
manta en las manos. Isabel se levantó lentamente mientras el aire mecía sus
cabellos; las piernas se le hicieron de trapo al verlo cada vez más cerca.
—No mucho...
No era nada gracioso, pensó. Se animó a sentarse cerca para comer; no iba a
dejar de hacerlo, solo porque el Señor Perfecto había llegado. Escapar de él,
sería darle importancia.
Isabel comía sin mirarlo. Adolfo vio su perfil y se preguntaba por qué le
gustaba tanto; no era una chica de su clase social. Ahora lucía mucho más
sencilla que antes. Incluso, estaba despeinada y sin una gota de maquillaje.
Apretó los puños, agarrando la manta con fuerza. Su cuerpo se debatía entre
el deseo y la lealtad a su familia.
La joven había ignorado el hecho de que estaba siendo observada, hasta que
lo sintió acercándose; ya no pudo seguir fingiendo que era un fantasma. Se
sobresaltó cuando los nudillos de Adolfo le rozaron una mejilla.
—¿No? —ronroneó cada vez más cerca, deslizándose hacia ella—. ¿No
crees que es peligroso que estés aquí, sola? —susurró provocativo. La chica
lo miró atenta.
Entreabrió los labios al verlo tan cerca. Deseó echarse en sus brazos y
besarlo como antes.
La chica sintió sus labios rozándole la mejilla; cerró los ojos y se rindió.
¡Maldita sea!, pensó derretida. No puedo sentirme así con él; no está bien.
26. NO QUIERO
Debía ser un sueño, suspiró la chica; una de esas fantasías eróticas que tenía
cuando las ganas se le acumulaban. Se dejó tocar sin pudor; sintió sus
labios rozándole los senos con devoción, bajando hasta el estómago y
prometiendo maravillas al descender al borde de su ropa interior. Apretó los
puños y se retorció cuando Adolfo quiso ir más allá. Nunca llegaron a esa
clase de sexo, por la timidez de Isabel.
Adolfo supo que pronto estaría lista y que no tardaría en escuchar su grito
culminando el momento. Comenzó a fantasear en lo que sentiría cuando
empezara a entrar en su vientre, sobreestimulado por sus manos; en lo
perfecto que sería sentir cómo su cuerpo se abría paso dentro de ella. Lo
volvería loco, como siempre, porque era una maldita droga.
—¡No quiero que me toques! —La chica recogió las piernas hacia un lado
y, con el cuerpo temblando, lo miró llena de reproche. Buscó su sostén, se
subió el traje y, antes de que se levantara, Adolfo la retuvo.
—Por Dios, Isabel, ¿qué pasa? —La obligó a verlo. La chica notó su
miembro excitado y expuesto, y desvió la mirada con miedo.
—¡Al diablo con tus mentiras! —gritó, lastimándose una vez más; no le
importaba, si con ello lo pondría en su lugar.
Isabel lo empujó con todas sus fuerzas. Estalló en rabia, dejándolo perplejo.
—¡Jamás olvidaré que, aun pensando lo peor de mí, me hiciste creer que
habías regresado para estar conmigo! —dijo, sosteniendo con dificultad la
botella de jugo. Sus manos temblaban de forma exagerada, notó Adolfo y se
preocupó.
—¡Eso no tuvo nada que ver con el sexo! —La botella cayó al piso e Isabel
soltó el llanto; con tal desesperación, que realmente lo tenía muy
confundido.
—Debemos hablar.
—Vamos a hablar.
—Tienes fiebre.
—Cosas peores he vivido por causa tuya… y nunca sabrás qué fue.
—Hablemos, entonces.
Adolfo apretó los dientes. Empezaba a verla como la chica que se enfrentó
a Mikel; realmente tenía un carácter agresivo.
—¡Isabel! —la tomó en sus brazos y tocó sus mejillas rojas, por la rabia y
la alta temperatura. La llevó al médico y, tras revisar sus signos vitales y
hacerle algunas preguntas, respiró tranquilo.
Ignorando las indicaciones del médico, regresó a trabajar. Sin embargo, que
Adolfo apareciera cada tanto tiempo para asegurarse de que no había caído
de algún lugar empezaba a irritarla. Eso, aunado al recuerdo de que se dejó
besar y lo disfrutó, que la tocó íntimamente y le respondió con gemidos que
lo pusieron en celo.
—Es muy responsable; casi son las ocho y aún sigue en el salón.
Adolfo se levantó y pensó en lo cansada que debía estar; aún más por su
estado de salud.
—Muy bien.
—Adelante —dijo Finn e Isabel entró. Se tensó al ver que no era la única
que aún seguía en el lugar.
—Buenas noches, Isabel —saludo Adolfo. Finn los miró de una manera que
la joven se sintió apenada. ¿Acaso sabía que entre ellos ocurrió algo?—.
Isabel dio unos pasos dentro de la oficina y notó que en la silla frente al
escritorio descansaba la manta que... Se ruborizó más. Adolfo miró su
aspecto sonrosado; se preguntó si aún tenía temperatura, hasta que
descubrió lo que había observado y comprendió su error. Sus ojos brillaron.
—Solo quería que supiera... que supieran, que me falta revisar una
conexión. No será tardado, pero hoy ya no seguiré. Vendré a terminar
mañana temprano.
La parada del autobús estaba cerca, así que no tardó en llegar. Sin embargo,
no fue tan afortunada para librarse de su presencia. Se sentó a esperar al
lado de un cartel publicitario. No se llenaría la cabeza de ideas estúpidas
acerca de ese mentiroso. Solo quería acostarse con ella y, si caía en sus
brazos una vez más, sería con consecuencias aún más terribles que la
primera vez.
—¡No vaya a ser que esta vez sí me embarace el muy idiota! —Recordó
irónica las palabras que le dijo aquella vez y se llenó de rabia.
Así que no estaba soltera. Tenía un hombre en su vida y era el mismo con el
que la vio en Austin, cuando regresó para averiguar cómo seguía Rosie.
Jamás podría olvidarlo. Era casi tan pequeño como ella y usaba ese ridículo
cabello. que caía como fleco sobre su frente.
Sintió la mandíbula tensa. Su respiración se volvió irregular.
Con la llegada de Adolfo, Isabel empezó a recordar que no era un ser sin
vida, que era una mujer. Era casi lastimoso que, precisamente con él, se
—Sí, por eso quise asegurarme de que aquí todo está en orden.
Isabel se cohibió por la mirada seria del hombre que el día anterior estuvo
sobre ella, ansiando hacerla suya.
—Hasta hoy todo parece estar bien —dijo el gerente—. Solo estamos
esperando unos correos de Nueva York.
Isabel miró una última vez a Adolfo; sus ojos estaban clavados en ella; se
estremeció y él lo notó. Un brillo malicioso apareció en las profundidades
azules. Les dio la espalda y salió. Apenas se dio cuenta de que había
perdido el aliento; abrió la boca para aspirar con fuerza. ¡Qué vergüenza
acababa de pasar! ¿Cómo pudo entrar sin tocar? Dio un paso y las rodillas
le temblaron.
—Isabel… —La repentina voz de Adolfo la hizo gritar y llevarse una mano
al pecho mientras giraba hacia él.
—Acabas de salir...
—Lo sé.
—Mi amor, sabes que solo tengo ojos para ti. —Se alejó con una sonrisa—.
Mi corazón y mi cuerpo son solo para ti, querida mía —agregó con humor,
aunque a ella no le pareció nada gracioso—. Sabes que para mi madre eres
la mujer perfecta para mí —dijo, viéndola de reojo. Estaba ceñuda—. Hace
muchos años que nos conocemos, entre tú y yo no hay secretos. —Miró a
Isabel, todavía sonriendo—. Claro amor, soy más fiel que cualquiera de tus
admiradores. —Le señaló el techo a Isabel con un dedo.
—Por Dios, Lorena, le llevo varios años. Siete, para ser exactos.
—¿Estás en el hotel?
—Sí, acabo de llegar; pero hoy mismo iré al almacén. Estoy ansiosa por
verlo.
—¿A mi hijo o al almacén? —La asistente se rió. Por supuesto que a él.
—¿Terminas hoy?
—Idiota —se dijo entre dientes, por desearlo aun cuando lo escuchó hablar
por teléfono. Adolfo reaccionó.
—¿Perdón?
—No era para ti el insulto —respondió molesta—. Más tarde vendrá mi jefe
a echar otro vistazo, por si se me pasó algo.
—Entonces... —Se pegó aún más —. ¿Te veo en la noche? —La miró con
ganas. Isabel deseó rodearle el cuello y besarlo.
—¿No es tu esposo?
¿Acaso por ese motivo la molestó con esa llamada melosa a su amiga? Una
vieja ilusión llenó de alegría el corazón de la chica; tanto, que estuvo a
punto de sonreír. Sin embargo, recordó que se trataba de un hombre que la
despreciaba.
—Sí, pero...
—¿Hace cuánto?
—No lo sé… unos tres años... —Iba a aclararle que solo eran amigos, pero
Adolfo levantó la mano y se empezó a retirar.
Tomó una corbata del bolsillo del saco y se la puso con rapidez.
—Pero es que...
—Ahora no, Isabel —la interrumpió—. Llegó una invitada muy especial —
Cinco años atrás, no se permitió llorar por mucho tiempo por la llegada de
Anita al mundo; pero ese día, una vez más entendía la terquedad de Rosie al
sentir esa pasión atroz por un Mondragón. ¿Que tenían de diferente al resto
de los hombres que las volvía unas estúpidas? Comenzó a lagrimear por el
dolor de la desilusión. No iba a permitir que su dignidad —lo único que la
mantenía en pie— se terminara.
Ese mediodía en la azotea, sintiendo el frío golpear su rostro lleno de
lágrimas, tomó la manta que envolvía su cuerpo y la apartó con violencia.
Sentía que guardaba el aroma de ese hombre cruel, que regresó a su vida
para recordarle a la mujer que quiso enterrar el día que murió su hermana;
la que le recordó que aún podía sentir placer en sus brazos. La misma a la
que ahora, con toda la frialdad del mundo, le restregó en la cara que jamás
debió soñar que algún día le correspondería honestamente; que la echaría de
su vida con un insulto, recordándole que nunca una Allen podría ser
considerada respetable por su familia.
Estúpida, ¿cómo puedes estar celosa de ella si no eres nadie para él y nunca
los serás? No lo olvides Isabel, ese hombre es tu enemigo; no debes confiar
en él.
28. SEDUCTOR
Dejó escapar un bostezo, lo más discreta que pudo, que pasó desapercibido
para todos; excepto para esos infiernos azules que, ahora descubría, estaban
clavados en ella. ¿Por qué la miraba tanto? Lo único que le había ofrecido
desde que llegó, fue un feroz deseo mezclado con odio.
Bajó la mirada, sintiendo esa intranquilidad entre los muslos. Cerró los ojos
con una expresión de queja, que Adolfo captó y supo interpretar muy bien.
Levantó las cejas con fingido asombro y ella enrojeció como una
adolescente. Les dio la espalda y se cruzó de brazos.
Sonrió, satisfecho porque, a pesar del mal rato que se habían hecho pasar
con sus respectivos amores, seguían interesados el uno en el otro.
Rubia, blanca, de ojos verdes y piel perfecta. Pensó en sus pecas y contuvo
el deseo de tocarlas, como si con eso pudiera desaparecerlas. Odiaba sus
pecas. Además, la mujer era enorme. Era muy alta; tanto como Adolfo.
Isabel se quitó el gorro y sus cabellos cayeron sobre los hombros; agradeció
que cubrieran su rostro avergonzado. Se sintió mal por su aspecto
desaliñado.
—Te ves muy joven —dijo la asistente con recelo—. ¿Cuántos años tienes?
Isabel se apartó, olvidando sus modales. No quería estar allí más tiempo.
—No, señor; todo está bien —contestó fríamente, apretando unos tornillos
ante la observación masculina, que solo la ponía más nerviosa. Terminó y
recogió en una bolsa sus herramientas. Se incorporó; iba a retirarse, cuando
Adolfo la jaló de un brazo. Estaban detrás de una pared que formaba un
pasillo hacia los sanitarios; allí la acorraló.
El ejecutivo se apartó un poco para asomarse y ver que los demás seguían
ocupados.
—Será mejor que regrese con su amiga; deben estar ansiosos por estar
juntos.
contra su pecho, provocando que regresara esa mirada sexual que tanto la
estremecía. Retrocedió, no quería que la tocara; porque si lo hacía una vez
más...
Adolfo siguió sus movimientos con especial atención. Saber que era huraña
con otros hombres lo había puesto en celo nuevamente; la estaba deseando,
casi con angustia. Extendió una mano y apartó un mechón del fleco. Isabel
se quedó como estatua.
¿Qué le pasaba a ese tipo? Hace rato estaba seduciendo a otra, ¿y ahora la
tocaba como si fuera algo suyo?
Los dedos del hombre recorrieron su mejilla y bajaron hasta sus labios. Lo
miró aspirar profundo, en tanto la devoraba descaradamente con los ojos.
—Si Ronda no hubiera venido, habría subido —declaró, evidenciando en la
voz el deseo desbordándose por ella.
Isabel sintió una descarga eléctrica entre las piernas; sabía lo que era y, por
seguridad, quiso escabullirse. Él la detuvo, tomándola por la cintura desde
atrás. La rodeó con sus brazos; debía demostrarle que solo era suya, así, sin
palabras.
La chica cerró los ojos; se sobresaltó al sentir una mano deslizándose entre
sus piernas. Sintió toda su erección y las piernas se le hicieron de trapo.
—Ronda... —Se pasó una mano por la boca, tenía la saliva de ambos
humedeciendo sus labios; su aroma íntimo le cortó el aliento. Volteó a ver a
la chica que estaba agachada recogiendo unas herramientas y le importó
muy poco la presencia de la otra; quería a Isabel, deseaba hacerla suya
cuanto antes.
—No tardes.
Adolfo fingió una sonrisa. Isabel volvió a mirar sus pertenencias; iba a
tomarlas cuando él, sin perder el tiempo, la atrapó con sus brazos y tomó
sus labios sin compasión. Ella se resistió y luchó por soltarse.
—No puedo; te necesito. —Marcó su cuello por segunda ocasión y ese acto
desesperado le reavivó la llama del deseo.
Isabel miró sus ojos; estaban fijos en ella, penetrantes, y le gritaban que
mientras más se resistiera más insistente se volvería, porque era evidente
que correspondía a su pasión; sin que importara el lugar en el que
estuvieran.
—Ve a la fiesta. Ponte aún más hermosa para mí. —Tomó su rostro con
ambas manos; lo acarició y la derritió.
—No.
—Por favor... —Acarició su rostro con delicadeza y la miró con tal ternura,
que solo pudo guardar silencio y cerrar los ojos. Recibió otro beso pequeño,
antes de verlo retirarse con una sutil sonrisa en los labios.
29. RECUERDOS
Sonrió; Finn era un buen hombre. Sabía que su esposa no quería que entrara
un desconocido a su casa.
—Lo sé, mañana estaré allí. Ahora debo ir a buscar el regalo de mi hija.
—Pues...
Finn tomó la cartera que había dejado en su abrigo y sacó unos billetes.
—Gracias; Anita me está volviendo loca con ese triciclo. ¡Ojalá pueda
encontrar uno!
—Es una lástima que aquí solo tengamos el que está de adorno en el árbol.
—Sí.
—Señor Mondragón...
Isabel retrocedió.
—Más vale que no sigas. No creo que tengamos nada pendiente, como
dices. —Adolfo la devoró con la mirada.
—No sucedió.
Cerró los ojos cuando su lengua la invadió sin permiso y con descaro.
—Vamos a tener sexo. Y no será como cuando te conocí; esta vez será sin
control ni piedad. No descansaré hasta oírte gritar; tan fuerte, que volverás a
perder la voz.
Adolfo se humedeció los labios. ¿Lo miró con temor? ¿O estaba jugando
como en el pasado?
—Fue un error...
—Amor mío... —Quiso besar sus labios e Isabel ladeó el rostro; le tomó la
barbilla y la obligó a mirarlo—. Lo que pasó entre nosotros también fue
sexo. Y muy excitante —susurró, mirándola fijamente—. Pero necesito
más; quiero verte, quiero tocarte... —Bajó la mirada a su cierre.
Sus dedos fueron al encuentro de esas sedosas montañas y las apretó sin
delicadeza, haciéndola quejarse. Puso las manos en sus caderas y se inclinó
ante ella para probarlos. Bajó un poco más el overol y algo sucedió, que lo
distrajo.
Del bolsillo del overol de Isabel, cayó el dinero que Finn le diera.
—¿Tienes cita con Finn? —inquirió con aparente calma, aunque la línea de
tensión resaltaba en su mandíbula. Isabel enmudeció un instante.
—Ay, Isabel; sigues pensando que soy ingenuo —dijo con sarcasmo—, y
que seguiré creyendo que eres una chica dulce e inocente. —La miró con
desprecio.
Isabel sintió que le daba una bofetada a su amor propio; se la merecía, por
estúpida. Evadió su mirada un instante. Acaba de revivir la humillación de
Austin. Tan solo deseó salir de esa oficina y no volver a verlo nunca más.
Recogió sus herramientas y pasó a su lado; pero antes de irse, tenía algo que
decirle.
—Ya eras mayor de edad. —Quiso aclarar esa inquietud que siempre lo
asaltaba.
Isabel bajó la mirada y sonrió con tristeza; no pudo ser más claro al decirlo.
Jamás sintió nada por ella, solo puso en práctica sus artimañas de conquista.
—Siempre lo supe.
—Aun así...
—Aun así habría seguido siendo tu amante. —Lo miró y se detestó por
desearlo tanto—. Eras el hombre de mis sueños. Aparentemente, un
caballero; un príncipe... —Su voz se quebró al recordar la inocencia con la
que se derritió ante él en aquellos carteles publicitarios—. Aunque no me
hubieras pagado, habría hecho lo que me pidieras.
—Me gustabas como nadie. —No debía saber que se enamoró de él, del
falso Adolfo—. Y en cuanto a la razón por la que volviste a acercarte a mí...
—Los lazos de sangre que nos unen se confirmarán con una prueba de
ADN. Lo sentí al verla. Y créeme que no siento esa simpatía por todos los
niños.
—Mikel no va a venir.
—Entonces, me despido de ti
—¿Qué?
30. CANALLA
Isabel soltó la maleta de herramientas y lo miró con los ojos muy abiertos.
—Ya lo veremos. Por lo pronto, prepárate, tía Isabel, porque eso es lo que
eres realmente. La niña se quedará en mi familia.
Lo miró angustiada.
—Primero, hablaré con tu amada Ronda; veamos qué cara pone esa señora
cuando sepa que su noviecito está detrás de una poca cosa como yo, a la
que acosas porque mueres por acostarte conmigo.
—¡Maldita sea! —masculló adolorido. Era la segunda vez, desde que llegó,
que le pegaba. Se puso furioso al verla recoger el dinero que Finn le diera,
para metérselo a la bolsa del overol.
—Pagaré mucho más por hacerte lo que yo quiera. Lo que te di aquella vez
fue nada; en el sentido que lo quieras ver. Ahora que sé de lo que eres
capaz… —Miró sus boca—, puedo ser aún más generoso.
Adolfo sonrió.
Logró escapar, por muy corto tiempo. Adolfo volvió a abrazarla sin piedad.
Le sacó el dinero del bolsillo y levantó una mano para ponerlo ante su cara.
—Pide lo que desees, lo que quieras —dijo ansioso al sentir que se le iba de
las manos. Ella decidió pensar fríamente.
—¿Cuánto quieres?
La chica miró los billetes en su mano. Adolfo retrocedió con ellos; luego,
en un gesto desesperado los tiró al suelo.
—¡El dinero!
Isabel meneó la cabeza. Ese hombre era incapaz de ver más allá de sus
intereses.
dijo Finn, cerrando la puerta tras de sí—. Es una chica muy seria y
responsable. —Miró a los pies de Adolfo—. Es la misma que viste hace tres
días. —Frunció el ceño; se acercó y tomó el dinero que yacía en el piso—.
comentó, confundido.
Moría de celos.
—Solo una parte; no quería aceptar un adelanto, pero insistí porque sé que
su pequeña quiere un triciclo.
Corrió tras ella hasta la parada del autobús, pero no la encontró. Solo había
un hombre, que leía despreocupadamente una revista.
—¿Vestía un overol?
—Sí; una pequeña furia, con tremenda llave en la mano. De un solo golpe
partió la cobertura.
—Gracias —respondió.
Isabel Allen era una criatura impredecible; aparentaba dulzura y debilidad,
pero en el fondo era más intensa de lo que cualquiera pusiera pensar y esa
pasión era la que quería descubrir.
Desde que llegó, María notó que la joven no estaba bien. Ya había visto
algo diferente en ella y ese día lo confirmo.
—Hola...
—Tranquila.
—Un exnovio.
—Oh...
—¿Qué?
—Le dije que no y lo amenacé, pero ahora tengo miedo de que me la quite
—No es fácil que te quiten a tu hija. Ni que fuera el rey de Inglaterra o qué
sé yo… —Sonrió para tranquilizarla. Isabel la miró en medio de su llanto.
—Dios mío... —La observó con detalle, como si nunca antes no la hubiera
visto; se preguntó cómo llego a tener una relación con él.
Adolfo vería con frustración que todo su dinero no sería suficiente para
cumplir el capricho de querer quitarle a la niña. Porque Anita era su hija,
una Allen; nunca una Mondragón.
—Espera; creo que me perdí de mucho. ¿Qué tiene que ver Anita con esa
familia? —Isabel la miró angustiada—. No me digas que tu relación con el
modelo tuvo consecuencias y que Anita es su hija…
—¡Anita no le pertenece a nadie más que a mí! —Su declaración nerviosa
delató lo exaltada que estaba.
—Pero, Isabel...
—¡No, María! ¡Ellos no piensan en Anita como un ser humano, sino como
una cosa que les pertenece!
—No dudo que Adolfo finja venir en son de paz; lo conozco: con tal de
conseguir lo que quiere es capaz de comportarse como un caballero, amable
y gentil —agregó con desprecio—. ¡Pero no es así! Adolfo es el peor; tomó
de mí lo que quiso y luego me acusó de ambiciosa —gruñó, llevándose las
manos al rostro —. ¡Lo odio, María! ¡Es un maldito egoísta!
—¿Cómo lo sabes?
—Ha estado tratando de seducirme otra vez. Sé que miente hasta en eso. —
Isabel la escuchó sin poder creer que, en medio de todo ese drama, su amiga
tuviera humor para hacer esos chistes. Terminó sonriendo un poco y María
vio complacida que mejoró su ánimo.
—¿En serio?
—Eso no quita que siga siendo una mujer, ¿por qué no habría de gustarme?
Ronda se le acercó.
—Ahora entiendo por qué nunca llegaremos a nada. Eres un niño; te gusta
lo barato.
Adolfo sonrió.
—¿Ah, no?
—No.
—Deberías ser más discreto en tu pasión por ella. Lo que pasó esta mañana
fue patético. —Adolfo frunció el ceño.
—¿Qué, me espiaste?
—¡Por favor!. Tenías una cara de excitado, que no dudo que te hubieras
corrido si no llego a interrumpir el idilio.
—Entonces, ¿sí tuviste un rapidito con ella? —Adolfo hizo una mueca.
—Cuidado, Adolfo.
—Nunca te he visto tan ansioso por tener a una mujer y, por la manera en
que te la comías con los ojos, puedo augurar que tendrás problemas —
Adolfo resopló.
—Ya tendré tiempo para comprobarlo. Isabel será mía y eso durará lo que a
mí me dé la gana. Ya lo verás.
Esa noche que parecía eterna, en su habitación del hotel, las copas de vino
no lo relajaron. Isabel no llegó a la fiesta; hizo lo mismo que cuando la
conoció. ¿Qué pretendía? Estaba furioso. ¿Cómo podía seguirse negando a
estar con él?
Se despojó del saco; se enredó con la corbata, lo cual lo fastidió aún más.
A Isabel le ocurría algo similar. Entonces, ¿por qué seguía negándose a ser
suya? ¿No se daba cuenta de que podría conseguir de él cuanto deseara?
Estaba dispuesto a fingir que lo de Mikel nunca sucedió. Lo que fuera, con
tal de volver a sentir esa cálida piel sedosa, de pasar una y mil noches
sumergido en su vientre.
—Isabel —murmuró, casi con dolor; dobló las rodillas y se llevó las manos
a la cabeza.
Otra mañana fría la recibió, pero la sonrisa de la esposa de Finn y una taza
de chocolate calentaron su helado cuerpo antes de comenzar a trabajar.
Isabel sonrió.
—Dice mi esposa que en una hora más termina el trabajo. —Los ojos de
Adolfo brillaron —. Aquí tiene la dirección: Gardens 815.
Pero lo detuvo el miedo de descubrir que ella era más perversa de lo que
vio. Y esa inseguridad creció cuando regresó de Nueva York y la vio salir
del hospital, abrazada del mismo sujeto con el que la observó aquella noche
que la siguió.
—¿Lo conoces?
—Algo así.
—¿Qué fiesta?
—Esta noche irán los jefes de departamento, algunos socios y gente de
dinero.
32. TENTADORA
Tocó en la reja hasta que Camile se asomó por la puerta. Sonrió al ver al
atractivo desconocido; a la luz del día era aún más guapo.
—¿Isabel?
—La electricista.
—Oh, ella. —Fingió recordar y se acercó a la reja—. Se fueace media; tenía
mucha prisa.
—No.
—No se angustie, tal vez esta noche la vea. Oh, perdón; tal vez usted no
pueda asistir a la fiesta... Ella no se veía muy segura de querer ir.
Camile sonrió al verlo marcharse con prisa. Vaya que estaba interesado en
la chica.
—Claro.
alejara de su hija y de ella para siempre, tenía que reafirmar sus palabras,
aunque la matara con más desprecio.
Si Adolfo Mondragón confirmaba que era una mujer de lo peor, tal como la
calificaron a ella y a su hermana, ese hombre sin corazón no dudaría que
Anita podría llevar en sus venas la sangre de cualquiera, menos la de un
miembro de su familia. Ansiaba verlo comiéndosela con la mirada, mientras
ella le hacía creer que era una mujer con precio. ¡Ya vería lo cara que le iba
a salir!
—Te ves increíble —le dijo la secretaria—. No creo que Adolfo te vaya a
dejar en paz. Lleva condones, por si las dudas.
—¡Mami mía!
—Por Anita, haré lo que sea —dijo con firmeza—. Y si me tengo que
convertir en una puta para que ese desgraciado nos deje en paz, lo haré.
—Uy, qué sacrificio tan grande —dijo burlón. Isabel le regresó la niña a
Claudia y tomó del brazo a Fabricio.
—¿En serio crees que se pondrá celoso de mí? —preguntó extrañado. Isabel
sonrió.
Claudia se rió. Fabricio era tan pequeño como Isabel, cuando no usaba
tacones, y tampoco era precisamente un adonis; pero la joven lo quería
como a un hermano, sin contar que gracias a él consiguió el empleo que
ahora tenía.
Si no aparecía esa noche, iría a buscarla, así tuviera que tocar puerta por
puerta para encontrarla. O mejor aún: lo averiguaría directamente del
hombre que tenía enfrente: su jefe.
Ronda tiró sin querer su bolso de mano y Adolfo se inclinó antes que
Harvey, el jefe de Isabel, que se detuvo al verlo actuar con más rapidez que
él; definitivamente, su juventud se imponía. Tomó el pequeño bolso y así,
en cuclillas, sus ojos descubrieron una de sus más grandes debilidades. Se
irguió lentamente, dibujando una sonrisa sutil en los labios.
Debajo llevaba esa sensual lencería que, ahora que se había topado con la
mirada complacida de Adolfo, empezaba a poner su cuerpo en modo
seducción. El cabello suelto rozó los hombros casi desnudos y se
estremeció. Agradeció estar vestida casi correctamente, pues la fiesta lucía
más formal de la que acostumbraban los empleados. Las mujeres vestían de
largo y ella —con su sexy vestido— atraía las miradas masculinas,
despertando los celos de las presentes.
—Sabía que Isabel era bonita, pero no tanto —comentó Harvey. Adolfo lo
miró serio y Ronda sonrió. Estaba muerto de celos, pensó la rubia,
satisfecha de verlo sufrir.
—¿Quién la acompaña?
—Eso es verdad.
—Creí que la chica era tuya —se burló Ronda—. Pero veo que ya tiene
pareja.
—Es que solo hay que verla para preguntarse: ¿qué le viste? Se nota que no
tiene la menor clase. —Recorrió su cuerpo lleno de curvas y ese trasero que
calificó de prominente.
—¿Y no crees que un hombre como yo podría darle eso y más? —inquirió,
comiéndose a la chica con los ojos pese a su incomodidad. Ronda sonrió
irónica.
—¿Con tu dinero?
—No por mucho tiempo —murmuró, sintiéndose cada vez más molesto de
saber que Isabel compartía su vida y su cuerpo con otro.
—Si Lorena se entera de que estás interesado en una chica de ese tipo, no le
va a hacer mucha gracia.
Paula se acercó tras haber ido con unos conocidos y escuchó parte de la
conversación.
—Exactamente.
Adolfo les dio la espalda para mirar con satisfacción que, al final, Isabel se
había dejado llevar por la tentación; por él. Por eso estaba allí, vestida de
esa manera, invitándolo a acercarse.
33. FALSA
Adolfo, al verla así, se ahogó con el vino que tomaba. Isabel apretó a
Fabricio y pegó los labios rojos detrás de su oreja; sus brazos lo rodeaban
Fabricio miró sus labios rojos y tragó saliva. Luego miró al exmodelo.
—Me está mirando horrible —replicó—. Y si cree que soy tu amante, como
dijiste, no dudo que... —Se pausó y lanzó un gritito cuando Adolfo se
encaminó hacia ellos con expresión poco amigable. La chica se apartó y
Fabricio sonrió.
—Iré al baño —anunció Isabel al ver que el encuentro le iba a resultar más
difícil de lo que había creado en su cabeza. Adolfo no pudo detenerla
cuando pasó de prisa, dejándolo con Fabricio, quien de cerca le pareció aún
más pequeño e insignificante.
—Buenas noches —lo saludó con austeridad. De una vez por todas le iba a
poner las cosas en claro: o dejaba a Isabel o asumía las consecuencias.
—¿Usted es...?
Abrió la puerta del baño y escuchó una voz que la detuvo. Allí estaban dos
mujeres que conocía perfectamente.
—Esa tipa le robó varios miles y Adolfo no hizo nada en su contra —dijo
Paula. Isabel escuchó que la bruja de pelo negro acababa de referirse a lo
que pasó en Austin.
—¿Cómo lo amenazó?
—No, ella no; su hermana Una tal... Rose....Rosie... Sí, ese es el nombre.
—¡Qué caradura!
—Y aún hay algo más terrible que averigüé con el investigador. Si Adolfo
se entera, la pasará muy mal. Isabel es peor de lo que fue la zorra de su
hermana.
—Vaya, vaya con Isabel... —canturreó—. Así que eres una estafadora.
—Rosie lo amaba. —Recordó con tristeza los días en que tuvo que
consolarla—. Nunca entendió el mal que le hacía. Ese amor robó su
cordura… y después le arrebató la vida.
Hubo un silencio.
Ronda se estremeció.
—No entiendo qué tuvo que ver Adolfo en ese embrollo —señaló
confundida y llena de curiosidad.
—Él se encargó de las negociaciones con ella —contó la morena y Ronda
frunció el ceño.
amenazó Paula.
—Tengo pruebas.
—Tú... —La señaló llena de rabia— ¡Eres una mentirosa!, ¡y la única que
quedará mal ante él! —replicó Isabel, inquieta—. Si le dices, te juro que...
—¿Qué, Isabel! ¿Qué harás? —La morena, altísima, la miró desde arriba
—. ¡Qué poca vergüenza tienes! —Se apartó para darle la espalda—. Al
menos tu hermana dio su vida para darle una hija a Mikel; en cambio tú…
Isabel sabía que no mentían. Las miró con detenimiento; esas mujeres eran
bellas y con clase, sabían moverse en el mismo ambiente que Adolfo.
¿Quién era Isabel? Solo una chica de veintitrés años, inexperta en muchos
aspectos.
—¿Por qué crees que lo apodan el Dragón? —inquirió Ronda con una risita
—. Es un monstruo.
consecuencias, para que la dejara en paz de una vez por todas. ¿Por qué
tuvo que volverlo a ver?
34. SEDUCCIÓN
—Conocí a Adolfo hace algunos años, pero nos dejamos de ver. Nunca
fuimos realmente amigos.
—Parece que él quiere ser tu amigo. Aunque con ese chico al lado no creo
que consiga mucho de ti.
—Fabricio no es mi novio.
—Qué buena noticia, porque al verlo junto a Adolfo me da la impresión de
que está muy entusiasmado con su compañía —insinuó lo que Isabel nunca
había comprobado.
—Claro, adelante...
—A sus órdenes.
—¿En serio? Pobre Finn, lo he estado presionando un poco; pero seré mejor
jefe en el futuro, se lo prometo.
—Dígame.
—Hay tantas cosas hermosas que ver antes que los demás.
—Pero...
—¿De verdad?
—Todo un conjunto.
—No te preocupes por él, fue de tour por la tienda. —Se bebió media copa
de vino y la apretó más en su costado—. Deja de moverte, me estás
excitando.
—Pero...
—Tus novias me están matando con los ojos por tu culpa. No les gusta
verme contigo —trató de quitárselo de encima una vez más.
—Lo sé; pero a tus mujeres no les gusta verme contigo. Piensan que te
puedo inducir a hacer cosas que no quieres.
Supo que irían a la oficina más elegante del almacén; esa, donde los altos
ejecutivos se instalarían cada vez que visitaran la ciudad. Una mano de
Adolfo se había posado en su espalda cuando se retiraron de la fiesta.
Apenas estuvieron lejos de las miradas de los invitados, esa misma mano
descendió a su trasero y lo apretó fuertemente. Isabel se detuvo y lo miró
ceñuda.
—¿Qué haces? —lo empujó, molesta. Al ver sus ojos llenos de pasión se
sorprendió; jamás lo había visto tan perdido en el deseo.
Dio un paso hasta ella y la hizo retroceder, hasta que se estampó contra la
pared.
Adolfo recorrió su rostro y levantó las manos para tomarlo entre ellas.
—Sabes que solo muero por ti. —Besó sus labios—. Por tenerte a ti —
gimió, rozando sus labios con la lengua. Isabel cerró los ojos; su vientre
explotó con mil sensaciones.
—Esto es un error. La gente se dio cuenta de que nos fuimos juntos; seguro
están hablando.
—¿De qué?
—Todos me vieron llegar con Fabricio; no está bien que este ahora contigo
—comentó, tratando de persuadirlo.
Isabel sintió su mirada azul recorriéndola, con claro interés sexual; fue tal la
intensidad con que lo hizo, que se sintió cohibida. Bajó la mirada. Era hora
de empezar la farsa más grande de su vida; la razón por la que estaba allí.
—Como ya mencioné antes, soy un hombre soltero; igual que tú. —La vio
fruncir el ceño—. Eso me dijo tu amigo —remarcó la última palabra, luego
rió con sutileza—. ¡Vaya amigo tuyo! —murmuró al recodar que la dejó en
sus manos a cambio de unas prendas—. Y pensar que creí que eran algo
más…
—¡Qué tonto fui! ¿Cómo pude pensar que te fijarías en tan poca cosa,
después de haber sido mi mujer?
Isabel sabía que debía ofenderse por su falta de pudor; sin embargo, saber
que su cuerpo lo volvía loco era, precisamente, lo que la animaba a seguir.
Solo esperaba no caer tan bajo como para dejarse ir con él al infierno. Hizo
acopio de toda la amargura que sentía, más que del deseo para realizar un
acto sensualmente malvado.
Solo ella sabía la guerra que estaba librando en su mente —atormentada por
los recuerdos de la cruel muerte de su hermana—, por lo que estúpidamente
sentía aún por ese desgraciado de cuerpo y cara perfecta.
Su respiración era tan lenta que sentía que el aire apenas le llegaba a los
pulmones; tenía la cabeza completamente turbada. Quería dejar de pensar y
de sentir. Quería olvidar las palabras de Ronda y Paula en el baño; quería
olvidar la manera tan brutal en que perdió su virginidad a manos de un
hombre que se acercó aparentando amistad… Ese mismo hombre que no
podía comparar con Adolfo, pues a este último lo deseaba, con la misma
intensidad con que lo despreciaba.
Una sonrisa curvó los labios del hombre al verla llevarse las manos a los
tirantes del vestido y comenzar a deslizarlos lentamente por los hombros.
—Soy muy pequeña. —Se volvió hacia él. Apenas pudo contener la
sorpresa de ver que se estaba quitando el saco, de que su corbata
Tragó saliva.
—Sí, lo eres. Y eres la mujer perfecta para mí. —Se la comió con los ojos
35. NO JUEGUES
Isabel acarició su abundante cabello negro y palpó la firme piel de su torso.
—Así será.
—¿A dónde vas sin mí? —Fue por ella y la condujo hacia el sillón.
—Isabel, di que eres mía, que siempre lo has sido. —La chica sabía que
sería una gran verdad, pero no estaba allí para complacerlo.
Se dejó manipular; era un sueño muy anhelado verla en ese plan de mujer
fatal. Le encantaba saberla en control de la situación. Sin embargo, debía
luchar por contener su deseo; el haberse quedado más de una vez con las
ganas no ayudaba.
Por años quiso engañarse, pensando que esa chica de curvas maravillosas lo
había excitado por la farsa que inventó; sin embargo, ahora que la veía
acomodando su redondo y suave trasero sobre sus piernas, presionando su
entrepierna, supo que jamás había deseado a nadie con tanta desesperación.
—Soy una chica fácil, Adolfo. Especialmente contigo —le dijo y acarició
su rostro.
Cerró los ojos un segundo al acariciar su humedad. Presionó con los dedos
su centro palpitante y ella dio un brinquito inicial; luego se dejó llevar. Era
hermosa, única. Esa cara bella, su piel sedosa y el cuerpo lleno de pecados
aún no descubiertos, lo ponían al límite. Con Isabel era afrodisíaco que lo
hiciera esperar; de esa manera lo tenía a sus pies.
Adolfo le apretó los glúteos y atrajo sus caderas para frotarla contra su
vientre, una y otra vez. Isabel gimió. Para él, esa era una satisfacción
momentánea.
Adolfo la atrajo y lamió sus senos, uno a la vez. Ella lo deseaba con la
misma desesperación; estaba loca por él. Jadeó cuando su boca le atrapó un
pezón y lo disfrutó, casi provocándole un orgasmo.
Lo detuvo a disgusto; apartó su boca y tomó las riendas. Acercó los labios a
su cuello; le iba a demostrar que era una experta seduciendo hombres. Se
pegó en la yugular y dejó un beso profundo; le regresaría las mismas
caricias posesivas que le dio. Parecían fascinarle.
Isabel lo miró; vio sus manos grandes abarcando sus senos, apretándolos.
—Ahora lo sé.
La iba a atraer, mas ella retrocedió con una sonrisa suave. Adolfo insistió e
Isabel se alejó un poco más.
—Quieto; déjame darte algo que te va a descontrolar por completo. Algo
que nunca te di.
El cabello le cubrió los senos y Adolfo se humedeció los labios; fueron tan
pocos los encuentros sexuales que tuvieron años atrás que, ahora que la veía
acercándose a su entrepierna, el deseo se multiplicaba.
Era tan excitante saberse en control de ese hombre que la acusó sin
preguntar, que se olvidó del pudor y volvió a montarlo, percibiendo más de
cerca la dureza de su falo.
Dudaba que pudiera complacerlo con algo que jamás había hecho; sin
embargo, sabía que podría enloquecerlo con la simple idea.
Isabel miró su sexo duro, erguido, y tragó saliva; era increíble saberlo tan
entregado. Discretamente jaló el sostén que estaba a un costado del sillón.
Adolfo gruñó, casi dolido; echó la cabeza hacia atrás, colmado de deseo, y
cerró los ojos.
Apretó su virilidad con fuerza, hasta oírlo jadear. Lo descubrió que extrañó
ese miembro que tanto placer le diera; el mismo que estalló por primera vez
en aquella oficina. Qué ilusa fue. Aún sentía muchas cosas por Adolfo, mas
no iba a ser un capricho en su vida.
Fue un error aparecer esa noche y hacerle creer que podía seguirla usando y
pisoteando como a una cualquiera. Pero ¿no era eso lo que deseaba que
creyera para que se asqueara y la dejara en paz?
Isabel odió que la llamara de esa manera tan cariñosa. ¿Cómo se atrevía?
36. RAMERA
—¡Te dije que sería honesta y lo estoy siendo! —le espetó. Adolfo apretó
sus muñecas con fuerza.
Estaba frustrado. Hablaba con tal frialdad y descaro que lo dejaba mudo.
—Veo que no estás preparado para pagar —dijo, metiendo las piernas en la
prenda—. Ah, sí: es porque no manejas efectivo; así que… me voy —
—No haré nada contra mi voluntad —dijo, mirándolo a los ojos desde el
suelo. Adolfo rugió, sintiendo que había caído muy bajo, llevado por el
instinto animal; la levantó.
—¡Sigue fingiendo, Isabel Allen! —La atrajo por los hombros—. Sabes que
por eso me vuelves loco —susurró en su cara antes de soltarla para
arreglarse el pantalón. Luego, sonrió con desdén—. Pero debiste ser más
profesional. Primero debiste convencerme de que valía la pena; que valías
el pago. —La recorrió—. Mejores he tenido —agregó. Ella aprovechó para
meterse el vestido hasta los hombros.
—Debiste terminar lo que tan bien habías empezado y luego cobrar por ello
—¡Sé muy bien lo que soy! —musitó entre dientes. Estaba temblando de
nervios; no era tan buena jugadora—. ¡Tú eres el imbécil que no se ha dado
cuenta de a quién tiene enfrente!
—La vez pasada pagué por algo que no me diste... —Siguió trayendo el
pasado al presente—. Ah, sí —recordó con esa hiriente y retorcida sonrisa
que empezaba a taladrar su última capa de autocontrol—, casi lo olvido —
agregó sin emoción—. Un anillo, gracias al cual tuve libre acceso sobre ti.
Apenas un par de noches de sexo, en las que te mostraste perfecta para
envolverme.
Isabel bajó la mirada. Para ella ese anillo fue una prueba de su amor; por
eso se entregó. Un nuevo dolor llegó y ya no pudo más. Quiso echarse a
llorar, mas no era una cobarde. Ya no.
Adolfo le tomó la quijada. La chica cerró los ojos y tragó saliva. Sus manos
eran suaves al acariciar su piel. Él se pegó a su cuerpo y se inclinó a
besarla.
—Estás loco.
Lo miró luchar contra sí mismo y sintió miedo. Decir que sería un acto
forzado sería mentir, pero el miedo a disfrutarlo como aquella vez estaba
muy presente. Sin embargo, ceder, sería entregarle su voluntad y era lo
último que haría en su vida.
—¡Adolfo! —se oyó la voz de Paula, despertándola una vez más del
embrujo masculino.
—¿Por qué no me deseas igual, Isabel? —gimió contra sus labios—. Solo
dame un poco de ti.
Se escucharon los pasos de las mujeres cada vez más cerca; aparecieron en
una esquina del pasillo. Paula encendió la luz y se quedó muda ante la
escena, de Adolfo con su cuerpo presionando a la chica contra la pared.
Isabel le arrebató los zapatos y salió corriendo. Pasó entre las mujeres;
quienes, al ver el aspecto desaliñado del hombre, se congelaron.
—¡No la sigas!
—Será mejor que nos hagas caso. Estás en condiciones terribles —comentó
Ronda, viendo las manchas de labial en la boca y el torso.
—Así es, Ronda. Lo hacía, hasta que ustedes empezaron a gritar como
locas. —Miró el labial de Isabel en sus dedos y fue al baño para lavarse.
Las mujeres odiaron esa característica insensibilidad, que lo había
convertido en un excelente hombre de negocios.
—Perdón, no sabía que mi madre las había nombrado mis niñeras. Creí que
para eso estaban mis guardaespaldas.
—Nosotras solo...
—Ustedes dos no se han dado cuenta de que tengo treinta años y que puedo
hacer con mi polla lo que se me pegue la gana, dónde quiera y cómo quiera.
—¡Cállense y lárguense!
—No me interesa.
—¡Vaya con el señor Mondragón! Está desquiciado por culpa de una
chiquilla —se burló la rubia y la fulminó con los ojos.
—Sí, sí, ¡lo sé! —estalló de nuevo, buscando su saco para ponérselo—.
¡Maldita sea!
Paula y Ronda se miraron. Sabían que Adolfo estaba dispuesto a llegar a las
últimas consecuencias para lograrlo. Sonrieron al imaginarse el dolor que
Isabel pasaría cuando le anunciaran que debía ceder la custodia de la
pequeña. Iba a ser muy placentero ver como esa pequeña orgullosa se
retorcería cuando le quitaran lo único valioso que tenía. Lo único bueno que
le había quedado de su hermana Rosie: una sobrina millonaria.
37. REPUTACIÓN
Al siguiente día, después de su noche de locos con Isabel, Fabricio llegó al
almacén con lo que había tomado de la tienda departamental. Lucía
avergonzado y apenas si podía verlo a la cara.
—Usted sabe mejor que yo cómo está —dijo en tono de reproche—. Ella no
ha hecho nada para recibir el trato que usted le ha dado; pero algún día lo va
a pagar.
—¿El jefe no te ha dicho nada sobre lo que sucede con tus compañeros? —
—No he querido investigar si has tenido que ver con otros empresarios —
dijo Harvey, viéndola tensarse—. Siempre me has parecido una chica seria,
pero después de ver la manera en que Adolfo Mondragón se dirigió a ti sin
que lo evitaras...
—Usted duda de mí, en base a lo que quizás pasó con el señor Mondragón.
—No soy de las que se va con alguien que no conoce. Además, mi vida
íntima es asunto mío. Si me acuesto o no con él, a nadie debe interesarle.
¿De dónde sacó algo tan íntimo? Isabel nunca se había preocupado por ello;
fue algo que sucedió mucho antes de conocer a Adolfo.
Rosie se movió para liberarla; estaba casada con un hombre que le doblaba
la edad, con un rango mayor que su padre. Después, pasó semanas
encerrada en su casa, lejos de su padre, al que consideró el causante de su
dolor. Cuando menos cuenta se dio, ya había pasado un mes; entonces la
hermana notó que su periodo no había llegado y decidió llevarla al médico,
donde confirmaron que estaba embarazada.
Por eso, cuando Anita llegó a su vida, decidió que sería la niña más amada;
su razón de vivir. Perderla la volvería loca. Sin embargo, también estaba el
otro lado de la moneda. Si Anita se iba con los Mondragón, su vida sería
muy distinta; recibiría toda la atención del mundo y crecería como una niña
mimada, malcriada como Adolfo.
Se sorprendió al llegar y ver que ya había una secretaria. Era una chica de
unos veinte años, vestida muy elegante.
—Tengo cita.
—Gracias.
—Buenas tardes, Isabel —la saludó esa voz profunda que le robaba el
aliento. Esbozó una muy discreta sonrisa al verla hipnotizada con él. La
joven se ruborizó y bajó la mirada un segundo.
—Idiota —le espetó por lo bajo cuando Finn bajó la mirada a su cartera.
—Renuncié.
—Si, tal como ella lo quería: rojo. Aún no sé cómo voy a hacer para
esconderlo hasta Navidad —sonrió también, llena de ternura y emoción por
su niña.
—Es una niña ambiciosa, quiere todos los regalos del mundo: una patineta,
un vídeo juego… todo lo que se le ponga enfrente; hasta una muñeca de
carne y hueso. Pero en eso no la puedo complacer.
Finn notó que miró a su jefe y volteó a verlo. ¿Qué estaba pasando en sus
narices, sin que se diera cuenta? Prefirió guardar silencio. Esos dos tenían
algo serio, se dijo mentalmente. Se levantó y le extendió su mano a la chica.
—Muchas gracias, Isabel. Ten por seguro que seguiremos en contacto; le
agradas mucho a mi esposa.
Se pasó una mano por el cabello. Debía irse con calma. Esa vez debía ser
prudente; menos sexual y más mental. Pero ¿cómo podía contenerse, si ese
cuerpo mal vestido lo tenía babeando como un adolescente? Sonrió
malicioso al hallarle solución al problema de moda de la chica: su estado
ideal sería estar en su habitación, permanentemente desnuda.
Isabel lo descubrió mirándola libidinosamente. Ese hombre era
incorregible. ¿Así seducía a todas las mujeres?
—Aún eres muy joven. No hace mucho dejaste de ser una adolescente.
—Ahora soy una señora —dijo con toda la dignidad de la palabra. Adolfo
la miró, divertido por la seriedad que le mostró.
Isabel se sintió incómoda por la ironía. Abrió la boca para responder, pero
él se inclinó repentinamente sobre ella, sobresaltándola.
su pecho y sus piernas con alevosía. Ese estúpido sabía que lo deseaba, a
pesar de su negativa de acostarse con él.
Sus labios se elevaron con una mueca y él entreabrió los suyos, mirando su
boca. Isabel sintió un íntimo palpitar y ladeó la cabeza hacia la ventana.
—Ojalá y no llueva.
Fue tan maravilloso estar enamorada por primera vez, sentir que nada malo
la dañaría, que el hombre de su vida —el que sentía que la amaba— la
protegería contra todo... Pero el sueño se acabó de la manera más
inclemente.
hizo fue por su hermana, por esa maldita enfermedad, por ese estúpido
amor que acabó con las ganas de vivir de Rosie.
Su hermana no fue la única que perdió la vida; ella también murió por
dentro al perderlo.
Isabel sonrió maliciosa cuando se bajaron del auto. Era agradable verlo
sufrir por tan poco.
—Y espera a que entremos. ¿Ya viste eso? —inquirió, observando en un
gigantesco cartel publicitario al otro lado de la calle. Casi se ríe al ver su
cara.
Isabel se quedó sin palabras. Vaya, era un chico obediente, pensó, sintiendo
algo de simpatía por él.
Adolfo estaba ceñudo. Ese lugar estaba atestado. Sospechaba que sería uno
de esos mercados públicos que alguna vez visitó en Bangkok, con Renata.
Isabel escuchó gritos; sabía que la causa de que no hubiera tanta gente era
porque, seguramente, había un evento en el centro del lugar.
De repente se vino una marea de gente e Isabel supo que pronto estaría a
reventar; al parecer, el espectáculo había terminado. Volteó hacia Adolfo,
pero ya no estaba.
—Mira esta muñeca; se ve muy real. —La joven sonrió al ver que la
muñeca parecía un bebé.
—Es preciosa.
—Por supuesto, nuestra hija estará feliz. —La apretó contra su pecho—.
—Eres mala.
Se adelantó sin mirar atrás y, cuando llegó al local donde estaba la bicicleta,
dio el último pago y esperó a que la envolvieran. Pasaron algunos minutos
Un guardia pasó de prisa para ir junto con otros a su rescate; al parecer, las
admiradoras se habían salido de control. De entre la multitud, apareció un
hombre de traje negro y camisa blanca. Isabel se quedó paralizada cuando
llegó hasta ella y la tomó del brazo.
—Venga conmigo.
Apenas logró tomar el regalo de Anita antes de ser arrastrada lejos del
gentío. La subieron a una camioneta; los oyó hablar por dispositivos y sintió
miedo al escuchar que él estaba herido. Frente a ellos iba la camioneta del
modelo.
—Disculpe, señorita.
—¡Señora!
—Ni una sola palabra a mi madre sobre esto. —Alcanzó a escuchar que
Adolfo comentaba enfadado a un par de guardaespaldas. Estaba fuera de su
vista.
Isabel frunció el ceño. ¿Por qué hacían tanto escándalo? Solo lo habían
reconocido un poco en la calle.
—Señora —repitió por segunda vez al hombre, que parecía no creerle ese
cuento.
—No debiste abandonarme —apuntó y sintió que lo decía por algo más
profundo que el hecho de dejarlo. Isabel bajó la mirada hasta su camisa, a la
—Lo lamento. No creí que te pasaría esto. —Se apartó para mirarlo con
detenimiento.
—Yo tuve la culpa; normalmente no visto así cuando estoy en la calle, entre
la gente.
—Hablo en serio. —Lo miró seria. Adolfo vio con frustración que se
apartaba.
—Está bien.
Isabel notó que estaba más herido de lo que pensó; parecía que una manada
de animales lo había atacado. Elevó una mano a su pecho y tocó los golpes
que enrojecían su piel blanca. Adolfo se quejó.
—Lamento haberte llevado a ese lugar —se disculpó. Él se volvió hacia ella
y la encontró cabizbaja.
Lo ayudó a limpiar algunas heridas causadas por las uñas. Volver a sentir
esa piel suave le robó el aliento y pudo sentir que tampoco estaba muy
relajado. No debía crear muchas fantasías en su mente; Adolfo Mondragón
era una tentación peligrosa. Debía ser más fría que nunca.
Adolfo no quiso preguntar qué la tenía tan pensativa; siempre fue muy
callada para sus asuntos. Cuando estuvieron juntos, nunca le habló de
Rosie, por ejemplo; solo mencionaba cuanto la quería y lo mucho que la
necesitaba. Desgraciadamente, no mintió cuando decía que no podía dejarla
sola.
Desde la sala, Isabel vio que pasaba con una camisa negra en la mano;
suspiró, admirándolo. No poder quitarle los ojos de encima la apenó.
La joven no quería despertar. Rosie estaba con ella, con su hija; nada había
sucedido. Todo era perfecto.
Adolfo se preocupó.
—Vamos a comer juntos y luego te llevo, apenas son las tres de la tarde.
—Anita aún sigue en el jardín de niños, falta una hora para que salga.
Isabel se paralizó.
—Ya la conociste.
—Es rubia, como tú, pero tiene los ojos de mi padre. —Isabel miró sus ojos
aguamarina; eran penetrantes y muy hipnóticos. Realmente bellos.
—No necesitas saber más; es una niña de cuatro años, inocente y muy
traviesa.
Había cierta timidez en sus actos. Antes no era así con él; solía ser más
espontánea y devoraba su platillo mientras él intentaba seguirle el paso.
Isabel recordó las decenas de terapias a las que la llevó desde sus primeros
días.
—Ella está bien. Ha avanzado mucho.
—Esa es mi realidad.
—Creí que con tu afición de seducir hombres ricos obtenías ganancia. —Su
comentario ofensivo la paralizó y soltó el tenedor sobre la mesa, causando
mucho ruido—. ¿Te he malinterpretado? ¿Tan pronto gastaste lo que te di?
—No.
—Totalmente.
—¿Y si me niego?
Isabel sintió miedo. Adolfo no era bueno. ¿Cómo pudo meterse con él?
¿Qué la enamoró de ese hombre que no vio antes? No lo vio, mas siempre
tuvo el presentimiento y lo ignoró.
—¿Qué me harás?
¿No has pensado que si Anita formara parte de mi familia te quitarías una
carga?
—Me faltó un padre honesto, sobrio, que no apostara a sus hijas; me faltó
una madre que no nos hubiera abandonado por otro hombre. —Su voz se
quebró al recordar esos momentos de su infancia, tan dolorosos—. Me faltó
fuerza física para evitar que me violara aquel imbécil —replicó, sintiendo
que los ojos se le llenaban de lágrimas—; pero sobre todo, me ha faltado
aprender a respetarme, para evitar que me trates como si fuera la peor de las
mujeres.
—Ambos fueron una basura. Al menos, ella se largó con su amante; él hizo
algo mejor: se murió.
—No.
Adolfo sintió su dolor. Sin embargo, tenía algo importante que decirle.
—¡Eso no es cierto!
—¡Dios mío! —Se llevó las manos a la cara. ¿Cómo pudo su esposo...?
¡Con razón estuvo tan enfadada con él tras el divorcio! ¡Qué terrible debió
ser!
Isabel lo miró.
—Por celos.
—¿Celos?
—No quise saber que alguien más, aparte de mí, te había tocado; que otros
te acariciaron como yo lo hice. Si lo hubiera leído, te juro que jamás te
habría vuelto a poner un dedo encima.
—Lo sé. —La miró con ansiedad. Para ella fue una burla—. Quiero seguir
creyendo que eres la niña buena por la que perdí la cabeza. La misma que
me ha tenido obsesionado durante todos estos años.
—¡Eres un maldito, Adolfo! ¡No puedes ir así por la vida, destruyendo los
sentimientos de las personas!
—Me odio tanto como a ti, porque ese día no mentí. Jamás ha habido
alguien después de ti, ni creo que lo vaya a haber, porque lo que viví
contigo es una pesadilla de la que aún no despierto. Quiero que
desaparezcas de mi vida.
—¡Estúpido! ¡Has de ser muy ingenuo para no darte cuenta de lo que soy!
—No.
—Los errores se cometen una, ¡hasta dos veces!, pero no con quien nos ha
hecho la vida peor de lo que ya era.
—Sabes que vas a caer otra vez —decretó, sonriendo con ironía.
Isabel apretó los puños; ya vería ese hombre lo que era tener dignidad. Y si
volvía a caer, esa vez tendría muy claro que lo que se llevaría sería su odio
y su silencio. Jamás se enteraría de que pudo tener algo en verdad muy
valioso; mucho más que el dinero. Esa sería su venganza. Una muy cruel.
—Conmigo.
—Oh...
—Deja las cosas aquí —dijo Isabel, corriendo la puerta del sitio donde tenía
su poca ropa y la de la niña. Adolfo encontró varios juguetes regados en el
interior y sonrió.
—Eso estaba pensando, precisamente —murmuró y vio el oso café que ella
cargaba—. ¿Ese vestido no es el mismo que usaste en la fiesta?
Isabel sintió esa estúpida reacción de deseo que ansiaba satisfacer, pero la
mujer digna que llevaba dentro se negaba a caer.
—Espera...
—¿Qué?
—Mastúrbate. ¿No es eso lo que hacen los hombres cuando tienen muchas
ganas?
Adolfo salió del baño con una cara de tal satisfacción, que no pudo seguir
viéndolo por mucho tiempo.
—¿Fingiste?
—Muy lindo por cierto. —Escuchó la voz de Adolfo a sus espaldas y gritó.
—Tú se la compraste.
—¿Cuántos años tenías en esta pintura? —Lo señaló, poniendo una mano
sobre el marco.
—Diecisiete —respondió.
—Diecisiete...
—¿Por qué?
—Nadie creía que tenía la edad que decía. Y siendo menor de edad, fue una
misión casi imposible conseguir empleo.
—No.
—No es nada.
—No es divertido.
—Ahora lo es.
—Qué bueno que lo tomas con humor; espero que te siga pareciendo
divertido cuando te suceda. ¿Dónde quedó mi estuche de herramientas? —
comentó—. ¿Qué sucede?
—Nada, supongo que tu regalo por ser tan buena empleada se quedó en mi
auto. Y me pregunto ahora si...
—No lo hagas; la respuesta es no. Mi jefe siempre fue solo eso: mi jefe. Y
si como él, piensas que me he acostado con cuanto hombre se me cruza por
enfrente, no es así.
—No, claro que no. —Salió de la casa resoplando. Jamás lograría que
creyera que era inocente.
Adolfo dio unos pasos hacia ellas y la nenita lo descubrió. Sus ojitos se
abrieron sorprendidos.
—¿Por qué Anita le dijo papá a Adolfo, María? —La mujer se le quedó
viendo sin entender.
—¿Qué dijiste?
—¡Mi hija acaba de decirle papá a ese malnacido que está afuera,
abrazándola como si de verdad le importara! —gritó y se arrepintió al
instante de levantar la voz. Un llanto desesperado se apoderó de ella y
María se le acercó.
—No entiendo de qué hablas. ¿De qué malnacido me estás hablando?
—Sí que estás mal desde que ese hombre llegó. —afirmó—. Ayer Anita
hizo una tarea; ocupaba la imagen de un papá. Fabricio la ayudó y...
Allí estaba Adolfo, platicando con la niña, y ella reía ante sus
gesticulaciones. ¿Por qué lo hacía? ¿En verdad podía sentir el llamado de la
sangre? Se mordió los labios y bajó la cabeza.
—Ay, María...
—Ay, María, ¿qué? —preguntó, cada vez más intrigada—. Tu reacción es
muy extraña. Ese hombre te afecta demasiado. No me digas que aún sientes
algo por él.
María la conocía desde hacía dos años, cuando llegaron a vivir en esa casa
que estaba al lado, y aunque habían logrado ser buenas amigas, Isabel tenía
razón: eran pocas las veces que esa chica le compartía sus intimidades.
El único que hablaba de más era ese chico, Fabricio; por él sabía que Anita
era hija de una hermana que murió. No conocía a Rosie ni en fotografías,
pero suponía que la niña debía parecerse al papá, aunque era rubia como la
tía.
Se acercó a la ventana y la vio con Adolfo. Ese hombre era rico y muy
atractivo. Isabel había tenido un romance con él. ¿Qué mujer en su sano
juicio dejaba ir un partido así? El tipo lucía agradable; realmente parecía
disfrutar su momento con la niña. Se arrodilló ante ella y le apartó el
cabello del rostro para reacomodar la diadema que usaba. Anita sonreía
inocente y él la miraba atento y amoroso, como si la quisiera.
Anita entró a la casa con Adolfo tomando su mano. María se quedó muy
sorprendida al verlo, por fin de frente. La niña le pidió que la cargara y muy
orgullosa le dijo:
—Ya María me explicó que Anita te dice papá porque usaron tu foto para
una tarea —comentó, aún afectada.
—¿Ah, sí? Creí que llamaba así a cualquiera; tengo sobrinas que, cuando
eran más pequeñas, solían hacerlo.
—Aunque, si no supiera que eres el tío, juraría que eres su padre —comentó
María risueña. Isabel palideció; la miró con los ojos muy abiertos. Adolfo
notó su actitud y sonrió.
—¿Lo ves? María notó el aire familiar —comentó divertido—. Anita es hija
de Mikel. Nunca lo he dudado.
—¿Quién es Mikel?
La joven le ofreció sus brazos a la niña, pero ella se aferró al cuello del
hombre y se sintió rechazada. Estaba muy sensible.
—Anita, el señor tiene que irse. —Lo intentó de nuevo y la pequeña rió
mientras ocultaba el rostro en el cuello de Adolfo.
—Así es, mi amor, debo arreglar mis maletas para regresar a Nueva York...
Isabel lo miró con su hija en brazos. Anita se vería muy bien formando
parte de esa familia, pensó. Era una lástima que el examen fuera a salir
negativo. De repente, supo que allí estaba la solución.
—Perfecto.
—Sí; mientras más rápido compruebes que Anita no tiene nada que ver con
tu hermano, mejor.
—Si piensas que repitiéndome ese cuento una y otra vez desistiré de que
hagamos el viaje, ni lo sueñes.
—Anita no es hija de Mikel. Aun si lo fuera, haría cualquier cosa con tal de
que no se quedara con ella.
—Debe ser el papá. —Alcanzó a oír que la señora de al lado comentaba con
otra. Adolfo les sonrió. Isabel abrió la puerta y entraron.
—Entonces, ¿dijiste que harás lo que sea para que Mikel no se quede con
Anita?
—Es bueno saberlo. Espero que cuando lleguemos a Nueva York lo tengas
muy presente.
La chica notó su mala intención.
—No me venderé.
—Sé que te mueres por mí; que por eso finges odiarme... —Miró a la
pequeña—. Ahora que la he tenido en mis brazos, te confieso que he
deseado que en verdad no sea hija de Mikel. Incluso llegué a preguntarme
qué habría sucedido si tú y yo hubiéramos concebido a esa princesita.
Isabel se estremeció.
Adolfo la miró atento. Anita se había ido directo a buscar algo en su cofre
de juguetes.
—Dijiste que me darías un gran cheque por ella… —Lo notó confundido.
—¿Eso te dije? —La vio asentir—. Pues ahora te digo que, si Anita hubiera
sido mi hija, con solo mirarla lo habría sabido.
Él se empezó a reír.
Adolfo la vio escabullirse de sus brazos, como siempre. Sabía que aún
estaban ligados de manera sexual. Se sentía muy atraída, mas no cedería
fácilmente. Empezaba a sentirse frustrado. Si era la mujer terrible que le
había dicho que era, ya hubiera aceptado acostarse con él por dinero… ¿Y
Recordó aquel día en que la vio pedirle a Mikel que le diera el dinero. No
solo estaba enojada; también debió estar desesperada al verse sin empleo y
con una hermana enferma. Pero Adolfo, acostumbrado a los falsos amores,
supuso que lo único que busco en él fue su dinero.
—Yo me haré cargo de ti. —La miró con deseo—. De todo. —Tocó
sutilmente su estómago. Isabel se aclaró la garganta y se alejó; no le gustó
su insinuación.
—Orgullosa y desconfiada.
—Tengo mis razones. Y tú tampoco deberías confiar en mí; tal vez te haga
gastar demasiado.
Ella conservó su número todos esos años, pensó Adolfo, viéndola de otra
manera. En cambio, él lo había borrado después de aquel día en la oficina,
cuando la hizo suya y ella se fue con el cheque.
—Hasta luego.
—Siéntense y agárrense bien del asiento —dijo Claudia con una mirada
brillante—. Se van a ir de espaldas.
—Mientras no nos salgas con que eres lesbiana y tienes un hermano gay —
—¡Auch!
—¡Ya tengo papá! —dijo Anita abrazando a su muñeca; luego miró a Isabel
—. ¿¡Mamá casá con él!? —preguntó de repente, yendo a tomar una revista
en el mueble de la televisión. Lo señaló y todos enmudecieron.
La chica supo que con ese entusiasmo de Anita por Adolfo se vendría otra
lucha más. Esperaba que la prueba de ADN fuera rápida; no quería que la
niña se encariñara demasiado.
—Por eso iré a Nueva York; para que de una vez quede bien claro que mi
hija no tiene nada que ver con su asqueroso hermano.
—Sé muy bien quién es el padre de Anita; cuando crezca lo sabrá. Pero solo
cuando lo considere necesario.
El miedo era evidente en sus ojos. Sabían que andaba como alma en pena,
que de noche salía al patio trasero a llorar; incluso, tenía pesadillas.
—Más que eso: se la come con la mirada. Me atrevería a jurar que quiere
todo con Isabel. Si fuera más inteligente, o ambiciosa, aprovecharía esta
segunda oportunidad que le da la vida. Mikel es asunto aparte. Ojalá
aproveche al máximo este viaje a Nueva York.
Claudia no estaba tan convencida. Aun así, esperaba que todo se aclarara y
que el orgullo de Isabel no fuera impedimento para que Anita sea feliz.
Estaría mejor con un padre como apoyo para Isabel, en todos los sentidos.
—Perdón.
—Mubes —repitió.
—Eres graciosa.
De repente, sin querer, la niña le pegó en la cara cuando quiso echarse a los
brazos de su mamá e Isabel fue la primera en reaccionar.
—Si crees que lo que ocurrido en Dallas fue malo, aquí la prensa es peor.
Hubo un operativo a su alrededor, que no pudo ver con claridad y del que
no supo el porqué. Solo escuchaba alrededor gritos que no entendía.
Tomó en brazos a Anita y lo buscó con la mirada. Apenas pudo ver cómo la
prensa lo envolvía; varios guardias lo rodearon y lo ayudaron a caminar
entre el mar de gente.
La angustia se apoderó de ella, mas no podía hacer nada. Se dejó guiar por
el hombre de seguridad y llegaron al estacionamiento. Abrazaba a su
pequeña y pensaba en él. Había entendido por qué quiso que ellas salieran
primero: para protegerlas de ese embrollo.
—Ma, qué fío —dijo Anita, pegándose en ella. Isabel miró alrededor con
miedo; no quiso subir a la camioneta sin Adolfo.
Subieron al auto, pero el frío seguía allí. Anita buscó refugio en el cálido
cuerpo masculino; Isabel prefirió mantener la distancia. No se confiaría de
esa manera, que podría malinterpretarse; mucho menos ahora, que estarían
viviendo juntos por días… o semanas.
Suspiró y se rodeó con los brazos. Miró con tristeza las luces de la ciudad a
través de la ventanilla. Todo era un sueño. Tantos edificios, tantas tiendas
con nombres de diseñadores. Entre ellas estaba la de los De la Plata, justo
sobre la Quinta Avenida.
Adolfo sonrió. Ella no tenía la menor idea de con quién estaba tratando.
—No entiendo.
Isabel soltó su mano y se rodeó con los brazos. Lucía preocupada. La vio
aspirar entre los labios y mantener un semblante serio y pensativo.
Adolfo deseaba saber qué la atormentaba. Bajó la mirada hacia Anita, que
había empezado a bostezar y apoyó los labios en su cabecita rubia. Notó
que Isabel vio su gesto y apartó la mirada; sus ojos estaban brillantes.
¿Contenía el llanto?
—No pasa nada, mi amor. Es que mamá tiene frío y quiere llegar.
Lo miró y sus ojos se aguaron. El hombre se sintió mal por primera vez;
sentía que la causa de sus miedos y tristezas era él.
—Isabel...
—Sé que me desprecias por lo que crees que soy; por haber querido
lastimar a tu familia; pero te aseguro que solo estaba pidiéndole a... —
—Un bebé que ahora has insistido en decir que no es suyo. Te estás
contradiciendo.
Isabel estrechó aún más a su hija.
Si así estaba el recibidor del conjunto departamental, cuya entrada solo era
posible con una clave, no quería imaginar cómo estaría el departamento.
—Isabel, ¿estás bien? —Adolfo se paró frente a ella y vio sus ojos llenos de
miedo; respiraba por la boca y estaba pálida.
—¡No! ¡Todo está mal! ¡No debí venir! ¡No debí hacerte caso! —Comenzó
a retroceder lentamente. La niña se aferró más a su cuello.
—Júralo
—¿Jurarlo?
—Vamos a subir.
Ante ella estaba ese hombre sin corazón; el mismo que cinco años atrás,
después de que tuvieron un sorpresivo encuentro íntimo —que con nadie
más habría tenido por temor al sexo—, agredió su dignidad y minimizó lo
que tuvieron. Lo que ella creyó que tenían.
—A menos que quieras sacarme otro cheque como este. —Se lo señaló.
Ese desprecio que Adolfo le demostró una y otra vez, se lo había heredado a
su pequeña; el único amor real que había en su vida.
Que descubriera quién era el padre de la niña, significaría para Isabel que
ese hombre, tarde o temprano, la destrozaría una vez más. Si se mantenía en
silencio, desaparecería rápidamente de su vida. Decidió que era preferible
que ignorara que aquel arrebato que tuvo con ella trajo consecuencias.
Adolfo nunca descubriría que Anita fue fruto de aquel inesperado encuentro
que tuvieron; que esa hermosa niña era suya, la hija de ambos.
Adolfo consiguió que Anita volviera a sus brazos cuando las fuerzas
abandonaron el cuerpo de Isabel. Entraron al elevador en silencio, con la
pequeña descansando en el hombro de su padre. La joven se preguntó si
Adolfo Mondragón realmente tenía un corazón para querer a una pequeña
desconocida.
Suspiró y sintió una mano cálida buscando la suya. Tragó saliva. Sabía que,
por alguna razón muy extraña, quería reconfortarla.
Cerró los dedos alrededor de esa mano grande y, para su sorpresa, consiguió
un poco de calma. Eso simplemente podía significar una cosa: aún seguía
enamorada de él. Suspiró nuevamente, esta vez más tranquila, y él lo sintió,
por la manera en que apretó su mano, que era su refugio.
De nuevo recordó las veces que había llevado a alguna amante. Observaban
todo alrededor; no con sorpresa, sino sopesando el valor de cada objeto que
había. Incluido él.
Esa deducción resonó en su cabeza. ¿Por qué comenzaba a tener
pensamientos tan viscerales?
—¡Basta!
—Quieo tocá, Ma —dijo, azotando una tecla antes de que la apartara del
piano.
respondió seria.
Adolfo miró la maleta que Isabel soltara antes de correr tras la niña. Creyó
decirle que estaría algunas semanas con él, no unos días.
—Anita... —la llamó Adolfo con calma, sabiendo que su invitada mayor
aún estaba inquieta. La pequeña lo miró y su carita dibujó sorpresa. Él se
derritió con su inocencia; con la de ambas, pues el aspecto de Isabel era
muy similar.
Debía dejar de mirar a Isabel como una presa a la que quería devorar—.
—Sí, papá... Adofo... —Al oírla, Isabel supo que había logrado sembrar la
duda en su hija; no fue tan agradable como esperó, pero sí lo mejor. Adolfo
se sintió raro también, mas era preferible; después de todo, se trataba de la
hija de Mikel, no de él.
—Este lugar es enorme. —comentó tras echar un rápido vistazo alrededor
—. ¿Dónde dormiremos?
—. Y el ventanal es seguro.
—Sí, por lo general. Tengo una casa en los Hamptons; allí me gusta ir el fin
de semana. Ya la conocerás.
—¿Quieres acercarte?
—Sí.
—No exagero cuando digo que hay que vigilarla —dijo Isabel, yendo hacia
ella. Adolfo la siguió.
—Sí, lo es —respondió.
—Vamos a conocer sus habitaciones —dijo al ver que se había relajado tras
consumir un par de tragos; la prueba era que ya le sostenía la mirada. Una
mirada algo ebria, pero había logrado su cometido.
—Tú tamien.
La pequeña le tomó la cara con ambas manitas para tocar su nariz con la
suya; adoró esa inocencia. Isabel se empezó a debatir entre la conciencia y
la conveniencia.
—Aun así, es una niña que nació prematura y los cambios climáticos
podrían dañarla.
Minutos después, Anita recibía un cálido baño; ella tomó otro enseguida. Se
sentía muy relajada con el brandy. Tal vez fue demasiado; le dolía el
estómago.
Al salir del baño con su hija, la empezó a vestir. Tenía el cuerpo envuelto en
una toalla cuando Adolfo abrió la puerta y se sorprendió.
—Ven aquí, pequeño torbellino; vamos a vestirte para que vayas a cenar y
luego a dormir.
Los divertidos ojos azules la recorrieron e Isabel por fin estuvo consciente
de su desnudez; la vio tomar una cosa horrible de dos piezas y escapar.
Hizo una mueca y se puso, además, una camiseta sin mangas y pantis.
—Quítatela —musitó con una voz que le erizó la piel. Era una orden muy
sensual.
Ese hombre la miraba de una manera que la abrumaba y lograba que sus
buenas intenciones de comportarse se esfumaran.
Sus ojos azules se posaron en los pechos firmes, más grandes de lo que los
recordaba. Estaba sin aliento. Tomó la copa de vino y le dio un sorbo. Debía
hacer un gran esfuerzo para no ir sobre ella; aún debían hablar.
—Vas a provocar que mis manos se arruinen —se quejó cuando le pidió que
la ayudara a secar los platos.
—No; dije que prefiero los postres. Comérmelos solamente. Los pastelitos
me encantan. Amo el chocolate.
—Aún no olvido ese día con la cara manchada de crema batida. —Miró su
delicado perfil—. Esa manera de relamerte los labios fue muy sensual —
—Ese día cumplí los dieciocho; ya te había dicho. —Lo miró un segundo.
Adolfo solo miraba sus labios. No la escuchaba tan bien como debía.
—Era muy temprano para comer dulces, ¿no crees? —inquirió amigable—.
—No te sientas engañada —le pidió al verla retirarse del fregadero. Dejó la
servilleta que había usado para secar y la siguió.
—No me siento engañada. Es solo que... —Se sentó en una esquina del
sillón—. Estoy triste por ella. —Lo miró con pesar. Subió los pies descalzos
en el mullido mueble, logrando poner distancia entre ellos—. Rosie estaba
muy enferma; no puedo ni imaginar lo terrible que debió ser para ella vivir
así. Además, debió acostarse con quién sabe qué clase de tipos, para que a
mí no me faltara nada. —Sintió un nudo en la garganta—. Debió ser una
tortura.
Notó el asco con que lo dijo y bajó la mirada hacia sus pequeños pies; deseó
tocarlos. Maldijo en su mente y miró nuevamente su rostro. Isabel era
inocente, se dijo.
—Adolfo, ¿qué pregunta es esa? —Lo miró con los ojos húmedos.
—Ambas tratábamos de ignorarlo, pero cuando venían las crisis era una
pesadilla. Todavía recuerdo la primera vez que Mikel la dejó. —Adolfo
empezaba a darse cuenta de la vida difícil que tuvieron—. Rosie se
deprimió tanto que tuve que llevarla a emergencias.
—¿Discutió con Mikel?
—Suena terrible.
—Lo era; tenía crisis constantes en los últimos tiempos. No puedo imaginar
cómo soporto tanto dolor, una y otra vez.
—. Yo era una inútil estudiante de bachillerato; hasta esa noche que pasé en
el hospital, pensando en la manera de ayudarla. Luego comencé a buscar
empleo. Algunos no querían contratarme porque estaba estudiando; otros no
me pagaban lo suficiente y, lo más estúpido: mi cara me hacía ver menor de
lo que en realidad era —dijo, negándose a llorar.
—La que era secretaria en ese tiempo, mi amiga Claudia, me dijo que por
ser menor no podía entrar a trabajar allí, donde el pago y las comisiones
eran buenas —recordó mirando el fuego—. Así que usé el acta de Rosie y
una identificación falsa que Fabricio me consiguió —confesó—. ¡Estaba
tan desesperada! —murmuró, perdida en sus recuerdos—. Solo así conseguí
el empleo: suplantando su identidad. De esa manera, ella podría tener los
beneficios del seguro, los medicamentos tan caros y la atención constante
que nunca pudimos pagar.
Adolfo se sintió mal. Lo que Isabel hizo al mentir, nunca fue buscando un
beneficio propio.
Su confesión la sorprendió.
—No. Lo descubrí por casualidad; por unas fotos que te tomó Mikel. —
—Esas fotos que me obligó a sacarme cuando fui a buscarlo para hablar de
mi hermana. Ese fue el acuerdo; si no aceptaba me ignoraría. Quería que
dejara a Rosie en paz.
—¿Te pareció que lo nuestro coincidía con ellos? Y en cuanto a que Rosie
fuera violada...
Adolfo bajó la mirada. Era cierto que Isabel fue lastimada de la peor
manera. Le dolió confirmar lo que ya le había contado.
—¿Por qué? ¿No quieres saber los asquerosos detalles de lo que ese infeliz
me hizo, para estar seguro de que no mentí cuando te lo dije la primera vez?
—Por eso me dejaste, ¿verdad? Te daba asco estar con una mujer vejada.
Por eso cuando me llevaste a la cama te portaste tan raro —recordó con
dolor. Adolfo la miró, avergonzado y arrepentido.
—¿Por eso me trataste como una mujerzuela? —Por fin comprendía por
qué lo vio tan desencantado aquella vez que tuvieron su primer encuentro
íntimo—. Para ti solo fui un pasatiempo.
no fue suficiente esa vez, sino que tenías que culminarlo en la despedida
que me diste junto con aquel cheque.
—Isabel, yo no sabía.
Deseó que la tierra se lo tragara. Cómo olvidar su rostro ojeroso, aquel día
que se encontraron en la oficina. Entonces confundió el brillo enamorado de
sus ojos con ambición y la manera en que corrió a sus brazos buscando
apoyo, con la felicidad de haber recuperado a su proveedor.
—¿Me amabas?
—Mucho. —Lo enfrentó—. Te amé mucho, Adolfo. Pero no era lo
suficientemente buena para ti, el hombre perfecto que tantas deseaban. Tal
vez, si hubiera sido virgen todo habría sido diferente. Quizás habría tenido
una oportunidad.
—¡Claro que era importante para un tipo engreído y arrogante como tú!
—¡No es así!
—¿Me habrías respetado si hubiese sido una chica inocente? —se burló—.
aseguró.
Se estremeció al ver el dolor que aún sentía por Rosie.¡ Claro que la
entendía!, no era tan insensible. Pensó en Anita y se le acercó para
envolverla en sus brazos.
—Isabel...
—Aunque no resultara ser hija de Mikel, quiero ayudarte con ella —dijo.
Y vaya que era un problema, considerando que esa ladrona podría no estar
interesada en robar lo que él deseaba darle: otra oportunidad a lo que
tuvieron; estar real y honestamente enamorados.
46. TRAICIÓN
Supo que se había ido a dormir con Anita cuando la buscó en su habitación
y la halló vacía. Se sentó en la cama junto al peluche de la niña; ese oso con
el que jugueteó después de que le puso el pijama.
Allí estaba la maleta de Isabel, en el mismo lugar. Esa en que no llevaba
más que lo estrictamente necesario, incluida su horrible pijama. Seguía tan
En ese tiempo tenía una novia llamaba Hope; una morena de aspecto dulce,
agradable con todos. Llevaba dos años de relación cuando contempló la
posibilidad de, al terminar la loca idea de su madre de convertirlo en su
modelo principal, pedirle matrimonio.Hope era una chica de su mismo
círculo social; así que, cuando le comentó a su madre sus intenciones, todo
fue alegría. Adolfo esperaba que las quejas de su celosa novia se acabaran
con la propuesta.
La gira tardó más de lo que había imaginado. Fueron dos meses por Europa;
la campaña culminaría en Austin. Regresó ansioso por volver a abrazar a la
que sería su esposa. Sabía que estaba en una fiesta y allá se dirigió; le daría
una gran alegría.
Algunos se sorprendieron cuando les preguntó por Hope; creían que habían
terminado su relación. Cuando supo que estaba en la casa entró ansioso,
llevando el anillo en un bolsillo del pantalón.
Ni siquiera discutió con ellos, la evidencia estaba ante sus ojos. Cuando
Hope supo que regresó a proponerle matrimonio se echó a llorar; jamás
esperó que su frío novio tomaría la decisión de dar el siguiente paso. Lo
acusó de empujarla a buscar atención en otro por no mostrarle cuánto le
importaba. Su ahora examigo confesó que siempre estuvo enamorado de
ella y aprovechó su debilidad para enamorarla.
Meses después se casaron. Poco después empezaron a tener problemas y
Hope creyó que podría regresar con él.
Suspiró profundo. Hope no pudo esperarlo dos meses; pero Isabel pasó
semanas sin verlo y a su regreso siempre lo recibía como si fuera lo más
importante en su vida. Incluso la vez que se fue por un buen tiempo,
después de hacerla suya, sus mensajes estaban llenos de ternura.
Isabel lo había amado con toda la inocencia de una chica que vive su primer
amor. En cambio él, solo le ofreció deseo, lujuria, y finalmente, un lecho en
el que hubo rabia, falsedad y egoísmo de su parte; mientras ella se
entregaba por amor, completamente confiada en él que sentía lo mismo.
Apretó la bolsita, sintiéndose cada vez más miserable. Isabel lo esperó cada
vez que salió de viaje, se repitió una y otra vez; no tuvo ojos para nadie
más. No fue débil, como Hope. Y después, cuando se reencontraron en
aquella azotea donde volvió a probar las delicias de su piel, le aseguró que
jamás nadie la volvió a tocar. Siguió siendo fiel al recuerdo de un infame
malnacido.
Se odió por lo que le hizo pasar en los siguientes días. La trató como un
objeto; la acosó, buscó acariciarla como si fuera una mujer fácil y, aunque
ella respondió, no tenía derecho de usarla a su antojo. Se maldijo una y otra
vez; apretó los puños y deseó tener algo qué golpear.
Halló una bolsita de seda con un moño rosa muy pequeño. Sonrió al ver que
estaba cosida a mano con torpeza, pero con buena intención; seguramente
ella la hizo.
Allí estaba el anillo que le regaló; el que ella catalogó como su muestra de
amor. El mismo que él calificó como poderío sobre su cuerpo.
Acarició la joya que Isabel recibiera con mucha alegría y entre besos le
agradeció, y que él aprovechó para seducirla, esa vez con éxito. Un éxito
que no disfrutó realmente, por estar lleno de dudas.
Isabel fue la causa de que descubriera que, en realidad, no sintió nada por
Hope, porque a pocos días de conocerla quedó prendado de ella, dejando lo
vivido con la morena en el completo olvido. Nada se comparaba con las
emociones y sensaciones que esa chica que dormía inocentemente en su
casa le hizo vivir. Tal vez se enamoró a primera vista.
Te amo, Isabel.
—Adolfo, no me rechaces.
Isabel miró el anillo y se sentó. ¡Adolfo tenía su anillo! ¿Cómo llegó hasta
él? Recordaba haberlo guardado en la bolsita de muffin que su hermana
alguna vez le regaló; aquella que tanto cuidaba. Se levantó y fue a buscarlo.
—Me dejaste por él y ahora pretendes que haga de cuenta que nada pasó. —
Isabel perdió el color. Estaba hablando con una amante. ¿Y decía que la
deseaba solo a ella? ¡Qué cinismo tan grande! Acarició el anillo que tenía
en el dedo. Una vez más le estaba diciendo que era una mujerzuela a la que
podría tener cuando quisiera.
—¿Amarte? Despierta, Hope; hace seis años que tuvimos esa relación. Con
el tiempo, las cosas dejan de ser importantes.
Isabel apretó el puño donde estaba el anillo. ¡La marcó con él como si fuera
una vaca! Se cubrió la boca para contener un sollozo lleno de rabia.
—No quiero ser más grosero. Hace seis años, cuando te encontré con mi
mejor amigo, me heriste en el orgullo, no en lo emocional. Y agradezco que
haya sucedido, porque conocí a una persona especial —agregó Adolfo,
suavizando la voz—. Estoy interesado en alguien más.
—¿Quién es ella?
—No la conoces.
¿Quién se creía que era? Regresó a la oscuridad del pasillo. Sabía lo que
tenía que hacer.
Isabel apenas podía respirar por el susto y el coraje que sentía. Apretó el
edredón con dedos y uñas.
—No vas a tener esa suerte —espetó, viendo el deseo reflejado en sus ojos.
Adolfo iba a acercarse, pero ella fue más rápida al ponerse de pie para
escapar de sus manos—. ¡No te atrevas a querer enredarme con tus
mentiras! —le reclamó acalorada. Él se cruzó de brazos y levantó las cejas
de esa manera que lo hacía terriblemente irresistible. Odiaba esa fingida
inocencia.
—Nunca más seré tu amante; quiero que te quede bien claro. Tómalo, o lo
tiraré.
—Será mejor que tomes esto. —Insistió en darle el anillo. Adolfo lo pensó
antes de extender su mano y tomarlo. Miró la joya; en verdad estaba llena
de malos recuerdos.
Allí estaban otra vez sus emociones contradictorias, acosándola. ¡Se iba a
deshacer de su anillo!
Era la primera vez que Isabel veía su rostro sombrío; Adolfo Mondragón
era un hombre orgulloso y prepotente. La confundía verlo andar en silencio
hasta uno de los enormes ventanales, apretando el anillo como si de verdad
le doliera todo lo que le hizo.
—No lo tires como si fuera basura —dijo la joven, parada detrás de él—.
—No exageres...
—En verdad lo lamento, Isabel. No sé cómo voy a hacer para que perdones
todo el dolor que te he causado. —Pensó un instante—. Hazlo tú. —Le
entregó el anillo; mientras, acuclillado frente a la chimenea, seguía
avivando las llamas. La joven miró la preciosa joya; había olvidado lo
impresionante que era.
Adolfo soltó el hierro con que había movido los troncos del fuego.
—¿No hiciste tú lo mismo por Mikel? Quisiste alejarlo de esa mujer, que el
único defecto que tenía fue amar a su hermana menor más que a su propia
dignidad.
—Rosie hizo lo que hizo por mí; quería que yo no pasara necesidades. —
—Lo único que deseo es que vuelvas a confiar en mí, para que Rosie pueda
descansar en paz sabiendo que hay un tipo loco que está dispuesto a cuidar
de su pequeña hermanita. Y que será la mujer más mimada del planeta, si
quiere.
Miró el anillo y Adolfo supo que debía hacer algo; lo tomó nuevamente y se
arrodilló ante ella. Isabel sintió que su corazón daba un vuelco.
—Espera, déjame hacer algo que nunca pensé hacer. —La intrigó—. Isabel
Allen, me harías muy feliz si aceptas ser mi novia —dijo, dejándola
Isabel asintió y vio emocionada como el anillo volvía a ser una muestra de
amor. La señal que necesitaba para volver a empezar. Adolfo dejó el anillo
justo donde pertenecía.
—Te entrego exactamente lo que debió ser desde la primera vez: mi vida,
mi amor y mi protección —dijo, erizándole la piel por la felicidad de saber
que era plenamente correspondida. Era un sueño bellísimo.
—Cómo quisiera poder darte algo que te hiciera pensar en esto cada vez
que lo veas… —Adolfo se inclinó a besarla en los labios.
—Sí, sí quiero.
La levantó en brazos.
—Si con ello tendré libertad sobre el cuerpo del poderoso Dragón, que así
sea.
Llegaron a la puerta de la recámara; la llevó hasta la cama y la recostó. De
inmediato, se acomodó sobre su cuerpo para seguir besándola.
—No tienes idea de cuánto deseé tenerte aquí —dijo, acariciando su rostro
con los dedos—. Y a partir de esta noche, serás solo mía. Promételo.
Isabel suspiró cuando sintió sus labios hurgando bajo su blusa. Ya le daría
la mejor noticia de su vida.
Había esperado tanto ese momento, que el simple roce de sus labios
sobresaltaba cada poro de su piel. Amaba a Adolfo con todo su ser.
—Eres tan hermosa… Creí que jamás volvería a estar así contigo.
—Sígueme, te va a gustar.
Entraron al enorme baño de lujo, que era aún más grande que el que había
en su cuarto, y descubrió reflejado en los espejos su imagen pequeña y
despeinada al lado de un hombre alto, extremadamente atractivo y bien
vestido; volvió a cohibirse como cuando era una adolescente.
Adolfo la abrazó por la espalda; notó su timidez por lo que veía y sonrió,
viéndose reflejado con ella.
Isabel no sé sintió cómoda aún. Adolfo besó su mejilla una y otra vez.
—¿Por qué no elegiste una chica de tu clase? Como la que seguramente fue
tu novia.
—Hope fue mi novia por dos años. —Decidió darle una explicación—.
—Yo mismo la vi. Después de eso me fui a Austin y conocí a una niña que,
cada vez que me veía, parecía que veía al diablo —recordó, estrechándola
íntimamente; la hizo sonreír saber que hablaba de ella—. Esa misma
chica… —Le acarició una mejilla con las puntas de los dedos—, convirtió a
este demonio.
—Perdón...
—Claro que no eres una mujercita. Eres mi mujer; por lo tanto, es hora de
hacer un contrato de piel con piel.
Isabel observó ese cuerpo que le robaba el aliento: los brazos marcados; el
torso duro, con un oscuro vello que descendía por el ombligo y se perdía
bajo el bóxer negro que empezó a quitarse, enseñándole orgulloso lo
excitado que estaba.
No pudo mirar más; su cuerpo entero estaba ardiendo. Se sintió tonta por
ser tan pudorosa. No era una niña, y ya lo había visto desnudo. Bajó la
mirada hasta sus propias manos y miró su anillo.
muchas veces.
Isabel sintió su cintura envuelta por esos brazos fuertes y su sexo duro
frotándosele en el abdomen, invitándola a responder. La atrevida mano del
hombre llevó una suya hasta el miembro, que había tocado esa noche que
fingió ser una mujer atrevida.
Adolfo gruñó. Odiaba recordar lo que ocurrió después; era mejor disfrutar
del momento. Cerró los ojos al envolver la pequeña mano de Isabel en su
miembro. Se quejó con placer, erizándole la piel.
—Es imposible mirarte sin desearte. Incluso con ese feo overol que usabas.
Le acarició las caderas, acarició los pechos y probó su dureza rosada; esos
pezones que atraían a su lengua como imanes. Bajó entre los senos, lamió
su piel, el estómago, el ombligo, la cintura... Luego rozó su vientre con la
nariz, solo para jugar con su buena voluntad. Se desvió a las caderas; probó
la piel de los muslos y llegó con sus manos hasta las rodillas; luego se
apartó un poco para admirarla.
Estaba completamente desnuda, con el aliento del hombre entre las piernas.
Cerró los ojos cuando Adolfo besó su intimidad. Puso las manos en sus
hombros y gimió al sentirlo separar sus piernas y empezar a explorar con
los dedos. Jadeó al sentir la cálida y delicada caricia de su lengua en el
centro hipersensible de su cuerpo.
Adolfo la miró disfrutar su roce y aumentó los toques, los besos; incluso,
llegó un sutil mordisco que arrancó un fuerte sacudimiento en su cuerpo.
—Me encanta tu olor —jadeó lamiendo sus labios. La chica los abrió,
ofreciéndole su interior para enroscarse con esa lengua atrevida.
Enjabonaron sus cuerpos con sumo detalle, no quedó ni un rincón sin ser
explorado. Estaban perdidos en la pasión; una vez más, Adolfo la
enloqueció al voltearla contra un muro y rozarle la espalda con su sexo
duro. Isabel buscó sentirlo más y se inclinó hacia el frente.
—Sé una niña buena y te daré lo que buscas. —La abrazó, sin que ella lo
soltara.
La chica sentía una inmensa opresión en su interior, algo que estaba a punto
de estallar; aun así, deseaba seguir padeciendo bajo el roce de sus manos.
La vio acuclillarse frente a él, tomar su sexo con una mano, rodearlo y
acariciarlo. Se estremeció al saber qué haría y se puso serio, expectante.
Apretó los puños y cerró la llave del agua; se quedó muy quieto, sujetando
la manija plateada al recibir el primer roce de la tímida lengua de su
amante. Una segunda caricia llegó y puso ambas manos en la pared. No
quería hacer nada que detuviera el acto.
Verla a sus pies, adueñada de su sexo, era una vista magnífica. Le encantaba
tenerla así; pero quería terminar en su vientre, no en su boca. La apartó con
delicadeza y se fundieron en un beso necesitado. Las caricias de Adolfo
podían ser agresivas cuando lo dominaba el deseo; sin embargo, a Isabel no
le importaba. Le rodeó el cuello y sintió que la elevaba en sus brazos una
vez más, para salir del baño y llegar a la recámara.
—¿Estás lista? —inquirió y la vio asentir, separando sus piernas aún más.
Adolfo miró hacia abajo y la acarició con los dedos. Isabel cerró los ojos,
desesperada.
Volvió a sentirse llena de él, como en sus primeras veces. Las caderas de
Adolfo se movieron contra ella en vaivenes sutiles, arrancándole gemidos,
uno tras otro. Lo escuchó jadear también; embistiendo cada vez más y más
fuerte, sacudiéndola.
—Te amo, Isabel —dijo, aún agitado. La chica sonrió aún más y recibió
otro beso.
—También te amo.
49. POSESIVO
—¿Sabes por qué fui a esa fiesta donde...? Ya sabes; hice todo eso que...
—¿Regresaste?
—Me viste con alguien... —musitó, pensativa—. Los únicos hombres que
estuvieron a mi lado fueron: el médico de Rosie y Fabricio.
Isabel hizo una mueca con los labios. Recordó el encuentro con ella y la
asistente en el baño.
—¡Si eso fuera verdad, jamás me habrías dejado sola! —replicó. Sus ojos
delataron que aún no superaba esa parte de la historia de ambos.
—Sé que tardarás en volver a creer en mí; pero mientras estés conmigo, voy
a demostrarte día a día que no voy a defraudar tu cariño.
Adolfo recibió un beso en la boca que lo dejó con los ojos cerrados, aun
cuando ella se separó.
Ya habían pasado tres días desde que le contaron a Anita que eran novios.
—Me hiciste perder la cabeza. Empezaste tímida, pero una vez que toqué el
botón entre tus muslos, te volviste un peligro. —Isabel se apenó al
escucharlo.
—Eso pensé.
—Será mejor que nos duchemos para que puedas irte al trabajo.
Adolfo la miró. Estaba desnuda bajo esa camiseta suya. Se derritió por ella
y la atrajo.
—Ya lo había notado —respondió traviesa. Adolfo la besó; estaba muy feliz
con ambas en su vida y esperaba que ellas lo estuvieran también a su lado.
Evitó meterse al baño con él para que no se le hiciera tarde por terminar
tendidos en la cama. Podía escuchar la regadera e imaginó su cuerpo
desnudo siendo empapado. Sonrió y miró alrededor. No podía creer que
estuvieran juntos. Quería pensar que todo era real; que no iba a ser uno de
esos sueños que llegó a tener. Los mismos de los que terminaba despertando
con un gran dolor, por haber sido solo un deseo.
El hombre se inclinó por un costado y agarró su teléfono. Ante sus ojos, con
la barbilla apoyada sobre la curva de su cuello, desactivó la contraseña y
fue a contactos.
Besó sus labios hasta que otra llamada entró. Isabel besó su cuello—. Hola,
Paula —dijo con tono seco; Isabel sonrió. La mujer hablaba de un modo
diferente cuando se dirigía a él, la muy zorra—. Llegaré en una hora. —A
Paula no le pareció su respuesta. Isabel metió las manos bajo la toalla y
empezó a frotar su zona íntima—. Sí, Paula; estaré ocupado arreglando un
asunto... —Miró a Isabel y la empujó sobre la cama, arrancándole un gritito
sorpresivo. Ella se cubrió la boca—. Sí, Paula, estoy con una mujer. No te
quito más el tiempo; quiero tener sexo con ella.
—Adolfo, qué grosero —le reclamó con una risita nerviosa; entonces colgó,
sonrió malicioso y con una mano se arrancó la toalla.
—Ah —jadeó cuando la tocó hasta lo más profundo. Era una posesión
deliciosa, dura y pasional; quería gritar, mas debía morderse los labios y
enterrar la cabeza en la almohada para no hacerlo.
—¿Qué pasa, niñita? ¿No puedes gritar lo mucho que te encanta tenerme
adentro?
—N...no...
Adolfo se volvió más agresivo y la llevó al cielo con esa dureza. Entrelazó
las manos con las de él y clavó la cara en la almohada para gritar con
fuerza. Él tuvo su propio orgasmo emocional al escuchar la rabia y placer
que había en su desahogo callado. Era una belleza sentir las paredes de su
interior palpitando sin control; era la mejor experiencia de su vida.
—Te amo.
—Vuelve pronto.
Poco antes de la Nochebuena, Isabel salió del edificio con Anita para
comprar adornos navideños y darle un toque festivo al departamento. La
actitud de Adolfo fue poco agradable.
—Será mejor que no salgas. Además, no hace falta. Pide en línea lo que
ocupes.
—No, Isabel, es peligroso que anden solas en la calle; está de locos en esta
temporada. Además, si alguien se entera de que estás conmigo, no quiero
imaginar el acoso que tendré en los siguientes días.
Isabel no entendió.
Siguió hablando sin prestar atención a Isabel, quien escuchaba sus palabras
con una punzada dolorosa tras otra. Cuando terminó, ella estaba igual de
seria.
Adolfo se le acercó.
—No voy a pasar mis días encerrada aquí. Anita también se enfada. Tal vez
deberíamos regresar a Dallas y...
—Cariño, es por seguridad. ¿Aún no sabes que yo, tu... —No supo cómo
nombrarse—, amante, soy un hombre que podría causar algún daño a la
familia si se descuida?
Isabel se apartó.
Entonces no voy a esperar esa prueba de ADN; no hace falta. Sé que Mikel
no es el padre de Anita, porque la niña es mi hija y por lo tanto...
Adolfo la miró impaciente.
—¿Esa vividora te cobraba por acostarte con ella? —Mikel lo miró sin
saber qué responder.
—¡Te escucho decir una estupidez más sobre Isabel y te rompo la cara!
Mikel rió.
—No lo hago. No dije nada. Pero sí te confieso que esa chica fue la
verdadera razón por la que me acerqué a Rosie. —Lo sorprendió—. Era
tan... dulce... En apariencia, porque por dentro es un monstruo. Si me
hubiera dado el más mínimo permiso de acercarme cada vez que le insinué
mi interés, te juro que la hubiera tomado sin dudar.
Adolfo respiró hondo y apretó el puño con toda la rabia del mundo. Sin
dudarlo un segundo le dio un puñetazo directo a la nariz. Lo derribó al
instante y no se detuvo ni cuando entraron Donna y Lorena, que llegaron
para ir a almorzar.
Adolfo se abalanzó sobre Mikel y volvió a sacudirlo, jaloneando su camisa.
Donna fue hasta Mikel y empezó a llorar al ver su cara y su ropa manchada
de sangre.
—¿Algo tuyo? —repitió la mujer—. Solo dijo que la tipa muerta era una
zorra, y su hermana otra... —Ronda calló al darse cuenta de que lo hizo
enfadar.
Adolfo se levantó y fue a la ventana, donde la luz que entraba lo hizo lucir
aún más increíble. Era muy atractivo; demasiado como para no sentir celos
y rabia de que una insignificante chica lo hubiera atrapado y ahora
disfrutara de su cuerpo, de su amor.
—Si la prensa se entera de que estás con una chica de clase tan baja... —
—Isabel es inocente.
—Esa mujer te tiene loco. Debe ser toda una experta en la cama para que
estés así de trastornado —replicó Ronda, sacando a flote los pensamientos
—Pues no; aún se ahoga cuando me hace sexo oral. No es tan experta.
—Eres un cerdo.
Adolfo sonrió un momento y se puso serio..
—Deja de entrometerte.
El hombre solía ver con regularidad la actividad que había en los medios
acerca de su familia.
Ronda miró atenta las imágenes de una Isabel que caminaba tranquilamente
por la calle, sin ser consciente de que estaba siendo seguida por más de un
reportero.
Adolfo estaba a punto de estallar. Miró a Paula y con ello le dio una orden.
Isabel palideció. Se iba a enojar. Al fin entendió por qué insistió en que no
salieran. La prensa era como perros salvajes dispuestos a atacar sin piedad.
—¡No!
—Adolfo quiere hablar contigo. Y no creo que quieras que la niña los
escuche. —Isabel le entregó a la niña y siguió al guardia.
Se talló con fuerza la nariz, lastimándose; una gota de sangre escapó. Iba a
limpiarse cuando la puerta a sus espaldas se abrió de nuevo.
—Lo siento, no sabía que esto pasaría... —Su voz temblaba, pero no tanto
como su cuerpo.
—Si algo le pasó a la niña... —La vio palidecer al dar un paso hacia ella. La
chica retrocedió para escapar y un hilillo le escurrió por la nariz cuando se
tocó de nuevo; Adolfo la detuvo por el codo y miró su sangre. La rabia y la
impotencia hicieron que enrojeciera.
La chica entendió su gesto violento y abrió la boca para jalar aire cuando el
ataque de pánico la asaltó. Luego, el asustado fue él.
51. PAPARAZZI
Isabel quiso levantarse sin éxito. Él fue hasta ella y se sentó a su lado.
—Lo siento mucho, no debí salir —gimió—. No sabía lo que había afuera.
No me dijiste.
Adolfo la vio levantarse e imitó su movimiento.
—Tranquilízate.
—Me ibas a matar si algo le pasaba a Anita —dijo, temblando sin control.
—Fue horrible. Toda esa gente encima de nosotras… —Se erizó y Adolfo
la estrechó.
—Están locos...
—Tienes razón, debí advertirte. Pero ya estás aquí, sana y salva.; no voy a
permitir que vuelva a suceder. —Miró su cara angustiada—. Ahora veamos
cómo podemos regresarte la calma.
—Tengo sangre en la nariz. —dijo, tratando de tocarse. Adolfo impidió que
lo hiciera tomándole la mano; entonces, notó que tenía los nudillos rojos—.
—Le pegué a Mikel hace unos minutos —dijo sin darle mucha importancia.
Adolfo resopló.
—Ya lo hice yo. Creo que le rompí la nariz. —Isabel miró a su amante,
sorprendida.
—He visto que eres ansiosa y no quiero verte sufrir —dijo malicioso—.
Sonrió al ver que usaba falda y botas altas. Le subió la prenda hasta las
caderas y se abrió el pantalón. Isabel le desabotonó la camisa con prisa;
después, su blusa siguió el mismo camino, lejos de ellos. Se sentó en una
silla ejecutiva y la chica perdió el aliento esperando su cuerpo adentrándose
en ella con rabia. Acarició su miembro antes de que la poseyera y jugó
sobre él moviendo las caderas, rozándolo, provocándolo.
Era una belleza, pensó el hombre, viéndola cabalgar sobre su cintura. Ya era
una mujer, no aquella niña que conoció. Era suya; solamente suya. Gruñó;
se apoderó de sus caderas y aceleró los movimientos.
—Oh, sí... —gimió en su oído, logrando excitarlo aún más—. Sí... —dijo
fuerte, más de una vez. Le siguió el ritmo y comenzó a sentir las intensas
sensaciones que el orgasmo traía; las paredes vaginales apretaban cada vez
más el miembro masculino, aturdiéndolo con sus espasmos.
Adolfo estaba inexpresivo nuevamente y ella sabía que era por lo que
sucedió en la sala de juntas. Al parecer, era muy importante para él lo de
conocerse bien antes de pensar en tener algo serio. ¿Es que acaso no lo
tenían ya?
El médico se fue y Anita regresó. Se lanzó a los brazos de su padre y sonrió
dichosa.
—No, mi amor, solo revisó los golpes de mamá. —respondió. Anita la miró
con desilusión.
—Aún no, mi vida. Mamá pronto tendrá su período —respondió, dolida por
la actitud de quien decía amarla.
—¿Es verdad?
—¿Estás molesta?
—No más que tú. Quiero un árbol de Navidad e irme a casa —contestó y lo
dejó boquiabierto.
La chica hizo una mueca. Adolfo tomó a Anita y salió con ella en brazos de
la oficina.
—¿Por qué?
prometió.
Adolfo llegó en silencio, con el árbol y los adornos. El mozo del edificio y
el guardaespaldas le ayudaron. Arribó antes de lo previsto, para darles una
sorpresa.
—Ya casi lo consigo —decía Isabel al teléfono—. Estoy segura de que este
negocio me va a dar buenos resultados. —Sonrió y Adolfo la miró
intrigado, mientras se paseaba frente al ventanal. Anita no se escuchaba;
seguramente estaba dormida—. Claro que va a aceptar; confía en mí. Con
este asunto que traigo entre manos, nuestro futuro quedará asegurado. En
cuanto le saque esa cantidad, jamás volveré a hacer lo que hacía; ahora
estaré al mando y podré llevar la vida que Rosie y yo siempre quisimos. Y
—Hola. —Caminó hacia ella, que fue a su encuentro para besarlo—. ¿Con
quién hablabas?
—¿Te parece?
Isabel corrió hacia el perfumado pino y sonrió con entusiasmo; sus ojos
brillaban.
—Sí, ¡está precioso! —Se veía tan feliz, que Adolfo prefirió ignorar su
inquietud por la conversación telefónica que le escuchó. Se le acercó y ella
saltó a sus brazos, llenándolo de besos.
Más tarde, le mostró la razón por la que no había querido que los vieran
juntos o que la relacionaran con él.
—Es que ya es oficial; soy la novia del... —Le cubrió la boca con una mano
—Cada movimiento que hagas, por más pequeño que parezca, tiene
consecuencias. Así son las cosas en mi ambiente.
—Sola, no. —La chica resopló y lo miró—; conmigo sí. O con seis
guardaespaldas.
Isabel pensó en sus planes; no iba a convertirse en una esposa parásito. Vio
a Adolfo levantarse de la sala para ir con su hija, lejos de la tentadora
laptop. Sonrió al verlos jugar.
¿En verdad algún día le pediría que se casaran y formaran una familia?
Suspiró, deseando que así fuera. Tenía derecho de ser feliz con su príncipe
azul, se dijo sonriendo.
—Feliz...
—No te creo.
—No me interesa. —Sonrió, acomodándose detrás del escritorio—. Jamás
pensé que me sentiría tan vivo —reflexionó—. Lo que creí sentir con Hope,
ni se compara con esto.
—Por aquí...
—No voy a estar; pasaré con mi madre el Año Nuevo. Y ya sabes que te
detesta un poco.
Paula la empujó lo más suave que pudo. La sacó y luego cerró la puerta.
—Ya veremos. No quiero ver a mamá acosada una vez más por el
escándalo.
—Dudé de Isabel durante cinco años y no la tuve a mi lado. Ahora soy feliz
y no necesito escuchar tonterías.
—Mamá quiere conocerte —dijo Adolfo mientras cenaban. Isabel dejó caer
el tenedor al plato. Faltaban pocos días para Año Nuevo y, seguramente, la
señora debía estar molesta porque su hijo no estuvo presente en la fiesta
pasada.
—¿Con... conocerme?
—Sí; ya se enteró de que vivimos juntos. —Sonrió mientras extendía su
mano para acariciar la de ella—. No está nada contenta. —Contuvo la risa
al verla palidecer.
—No quiero escucharte decir eso nunca más. Eres mi mujer y te amo. Nada
más debe importar. —La joven sonrió un poco—. Hoy iremos a la casa de
modas, para que la veas en su ambiente natural. Un lugar neutro.
—¿Iremos a su oficina?
Isabel se sintió fuera de lugar vistiendo un sencillo suéter color crema con
cuello en V y jeans azules, zapatos de piso negros y el cabello recogido a
—¿Abusar?, ¿yo?
—Te amo; no puedo ver otra cosa, más que a una mujer hermosa, adorable,
y magnífica amante.
Isabel se ruborizó cuando Anita los miró.
Isabel se paralizó al ver a Lorena De la Plata por primera vez. La señora era
una mujer imponente. Estaba sentada en su hermosa y perfecta oficina, tan
elegante como ella. La chica se sintió cohibida y apretó la manita de su hija.
Lorena se levantó y su hijo dio un paso hacia ella para besarla. Ninguno de
los dos mostró emociones al intercambiar el saludo. Al parecer, la relación
era fría.
—Mmmh… Podría decir lo mismo, si una figura como esa estuviera mejor
vestida. Lástima de cara y cuerpo.
—Mamá...
Él sonrió travieso y las ignoró, para tomar a Anita en sus brazos y hablarle
como bebé.
Isabel lo amó por ser tan dulce. Lorena notó su mirada embelesada y vio a
su hijo con la pequeña. Tuvo una loca y repentina idea. Se les acercó y miró
a su hijo cerca de la pequeña. Sonrió por primera vez.
—Es perfecta; muy hermosa. No creo que Mikel haya hecho algo tan bien,
ni por una vez en su vida. —Acarició la cabellera de la niña y miró a Isabel.
—No, señora.
—Pero tu madre sí
—Yo también soy muy muy dulce, ¿no crees?—dijo, rodeándole la cintura
por detrás.
—Cállate. Tu madre y Anita están cerca. —Lo empujó un poco y fue justo a
tiempo, porque ellas regresaron.
—Isabel, vamos al taller de costura. Hay algo que quiero probar y tú eres
perfecta para eso.
—Sí, se lo que es. Póntelo, necesito ver si le quedará a una clienta que es
demasiado quisquillosa, pero que pagó una fortuna por él. No quiero verla
por aquí hasta asegurarme de que el vestido le quede. Tiene tu estatura y tu
talle.
—Eres una chica muy hermosa, Isabel; con razón Adolfo está como idiota
por ti.
—No creo ser más importante que usted. Usted es su madre. —Lorena se le
acercó con el vestido y la ayudó a meterse en él.
—Contigo, es la primera vez que lo hace. Con las novias anteriores siempre
las dejó para ir a nuestra cena familiar... —La emocionaron sus palabras—;
o las llevaba, si era una relación muy importante —agregó, esperando lo
que vio: desilusión. Sintió pena por ella.
—Señora...
—No acostumbro a fijarme en la gente por lo que tiene, sino por lo que es.
—Solo lindo.
—Precioso.
Isabel la miró por el espejo. Mas no fue la única imagen que encontró. Allí
estaba ella con su sonrisa, siendo observada seriamente por Lorena De la
Plata y Adolfo Mondragón. Este último le borró la sonrisa; no se veía nada
contento. En realidad, era difícil descifrar su expresión.
—No me digas nada, solo quería que Isabel se midiera esta prenda; si a la
dueña le queda la mitad de bien que a ella, estaré satisfecha.
—Adolfo, sé un caballero.
—¿No, qué?
Adolfo la giró hacia él. Una sonrisa de satisfacción apareció en sus labios.
—Mmmh... No me tientes.
Adolfo escuchó una vez más esa plática extraña de Isabel. ¿Por qué decía
que regresaría? ¿Acaso había algo que él no sabía?
Su teléfono móvil sonó y supo que era Hope; esa mujer no se daba por
vencida. Sonrió al ver cómo ignoraba la llamada, hasta que decidió
bloquear su número. Cuando descubriera el secreto sucio de Isabel le haría
lo mismo y Adolfo estaría libre nuevamente. No habría mujer más confiable
en su vida que ella.
—Si Adolfo está saliendo con ella, quiero conocerla mejor. No me parece
que esté a su lado por interés.
—Es una chiquilla vulgar. Si está con ella no es porque la ame, sino porque,
al parecer, le cumple todos sus caprichos en la cama.
—Lo mismo pienso. No le ha propuesto matrimonio, así que ten por seguro
que no es nada serio. Además, la relación entre ellos no es estable; según sé,
discuten constantemente. Créeme que no van a llegar a ningún lado. Apenas
se realice la prueba de ADN, Adolfo dejará ese juguetito.
—Veintitrés.
—¡No me digas que fuiste capaz de acostarte con ella! —El hijo hizo un
gesto que lo delató—. ¡Por Dios, Adolfo! ¡Sedujiste a una adolescente!
—Sabes cómo es nuestro mundo. ¿Crees que soportará este modo de vivir?
—Lo único que te pido es que no me ocultes nada —le dijo cuando
estuvieron solos en su habitación—. No quiero que quienes nos rodean
busquen cualquier pretexto para separarnos.
—¿Tienes un secreto?
Isabel empacó ropa para Anita y para ella, pues pasarían dos días en casa de
Lorena De la Plata. Adolfo las llevaría; estaría un rato y luego se iría a
trabajar, para regresar temprano.
—Estaremos rodeados de actores y cantantes famosos. No te imaginas lo
que verás en la fiesta de Año Nuevo —le dijo antes de entrar a la mansión
de su madre.
—Ya lo sé, pero... —Miró los extensos jardines, las callecitas empedradas;
el castillo que se erigió ante ella, majestuoso. Al menos, así lo vio—. No
estaba consciente de qué tan ricos son en verdad.
—¿No?
—Para alguien como yo, que ha vivido solo con lo básico, todo esto… —
Isabel se sentó de lado. No podía estar molesta con él; sonrió y se inclinó a
besarle la mejilla.
—Eso fue lo primero que me embrujó de ti. —Se acercó y le rodeó el cuello
para besarlo otra vez—. Después, tu boca cuando me besaste… —Adolfo
trató de concentrarse en el camino, aunque estaban a pocos metros de llegar
—. Tu piel, cuando me dejaste morderte... —Le rozó el cuello con los
labios y finalizó con un mordisco que lo hizo cerrar los ojos—. Y muchos
años después, hiciste algo que me volvió loca. ¿Sabes qué fue eso?
—No; lo que me tiene loca de amor por ti, es lo buen padre que has sido
con Anita.
—¿En serio?
—Has sido tan lindo, tan paciente, tan tierno con ella… —Se derritió al
mirarlo—. Eres otro niño cuando están juntos; jamás lo habría descubierto
si ese torbellino no existiera.
—¿Y Andrea?
Las tres gritaron al verlo. Adolfo apenas soltó a Anita para acuclillarse y
recibir en sus brazos al par de niñas, que rápidamente le rodearon el cuello
y lo colmaron de besos.
—¡Tío, llegaste!
Adolfo se incorporó.
—¿Quieres dejar de decir esa tontería?
—Entiendo que la ames; yo también la amo. Pero deja de hablar así. Sé que
tienes un gran apego, solo eso.
—¡Adolfo, escúchame!
—Ella también piensa que Mikel es el padre y no tiene caso engañar a nadie
más.
—Isabel...
—Lo que creo es que odias tanto a Mikel, que deseas de corazón que no
tenga parentesco con él.
Adolfo contuvo el aliento. Sabía que Isabel había pasado por muchas
dificultades que la habían afectado emocionalmente; sin embargo, el que
dijera que Anita era suya le preocupaba.
La joven usaba el cabello recogido en una floja cola de caballo, que a esa
hora de la tarde ya estaba despeinada. No llevaba maquillaje y la blusa
holgada, así como los tenis y los jeans desgastados, provocaban en Lorena
cierta incomodidad. Tenía varios minutos observándola. Seguía con esa
inquietud que sintió al verla con Anita por primera vez.
Sonrió con ternura al verla. Era una gran madre, se dijo. Aun así, había algo
que la inquietaba.
—¿Qué miras?
—A tu novia.
—Es muy hermosa y no hay nada que la ropa no pueda corregir. Sabe
comportarse y tiene modales en la mesa.
—Esa misma.
Isabel dejó a Anita con las hijas de Andrea para buscar a Adolfo. Volvió a
mirar en donde lo había visto, pero ya no estaba.
—Gracias.
—El día que tú y Ronda decidieron verse en Dallas, ella me dijo que por fin
iban a formalizar. Y horas después, resultó que no sucedió.
—Solo es tu amante.
—Hope fue la mujer que creí perfecta para compartir mi vida. Tú también
la querías.
—Me parece que estás apasionado, mas no enamorado. Dudo que la ames;
es solo deseo. Ronda dijo que antes de vivir con ella le comentaste que ibas
a hacer lo que fuera para que trajera a Anita con nosotros; incluso,
seducirla. Tenerla a tu antojo para que tu obsesión por ella disminuyera.
—Amo a Isabel.
Isabel se paralizó al ver a Mikel ante ella. El muchacho la recorrió con una
sonrisa inquietante, que le recordó sus insinuaciones cuando Rosie vivía.
—Sabía que eras astuta, más que Rosie. Querías al pez gordo.
—¡Eres un maldito, Mikel! ¡Cómo desearía matarte con mis manos! ¡Cómo
quisiera que mi hermana jamás te hubiera conocido!
Se enfadó y la empujó una vez más. No midió su fuerza e Isabel cayó cerca
del escritorio, golpeándose la cabeza; cayó al suelo inconsciente. Mikel se
asustó y fue hacia ella. Sufrió un nuevo sobresalto cuando la puerta se abrió
de repente.
Isabel se sentó en el suelo, ayudada por Adolfo, que la levantó con cuidado
para llevarla a un sillón y allí la dejó. De inmediato, se acercó a su hermano
y lo agarró de la solapa del traje oscuro que vestía.
—Rosie te amaba tanto que no le importaba nada más que mantener viva a
tu hija, ¡maldito perro asqueroso! —grito Isabel bañada en llanto, con los
brazos de Adolfo conteniéndola cada vez más fuerte—. ¡Por eso te busqué
para que la ayudaras! Ella no quería tu dinero, ¡te quería a ti! —gritó,
desgarrándose la garganta y causando que Mikel se volviera consciente de
lo que pasó.
—Cuando el médico le dijo que debía acabar con su embarazo para seguir
viviendo, Rosie se negó; me suplicó que no lo permitiera. Luego tuvo un
infarto. Allí decidí pedirte dinero; pero como siempre, menospreciaste todo
lo que venía de nosotras. Por eso te amenacé, porque Rosie estaba entubada
en una cama de hospital, luchando por la vida de tu hija. ¡Una hija que no
merecías! Cuando tuve el dinero la mandé al mejor lugar, pero de nada
sirvió; ella solo rogaba por verte. Iba y venía de la cordura... —Sollozó —.
Rosie se volvió loca; decía que tú regresarías, que la amabas, que estarían
juntos... —Se pausó cuando un nudo en la garganta le impidió continuar. Si
no fuera por los brazos que la sostenían, ya se habría desplomado una vez
más.
—No sabía... —repitió, con el rostro desencajado—. Pero la bebé está bien.
—Mi hermana murió por su hija. Apenas dio a luz, la tuvo en sus brazos
unos segundos mientras la vida se le escapaba.
—Déjala —intervino Mikel con los ojos húmedos—. Déjennos solos; tiene
derecho a insultarme, porque es verdad lo que dice.
—Su corazón latió lo más que pudo por mí, por nuestra hija… —La miró
entre lágrimas.
—Hola, mi amor. —Isabel le ofreció sus brazos y la hermosa niña fue hacia
ella, cargando su inseparable oso de peluche. Mikel la miró entre lágrimas.
—Cuando Rosie murió, tu hija tuvo que ser internada de emergencia; tenía
problemas respiratorios y, lamentablemente, otros más. Apenas recuerdo lo
que me dijo el médico, porque en ese instante, yo misma comencé mi labor
de parto. —Mikel la miró atónito.
—Hacía tiempo que salía con Adolfo —confesó, dejándolo aún más
asombrado. Miró a la niña y sus ojos le dieron la respuesta: ¡Anita era hija
de su hermano!
—¿Cómo?
—Me hice pasar por ella para que tuviera un seguro médico. —Le contó los
detalles de lo sucedido, dejándolo estupefacto—. Yo no sabía que era tu
hermano, hasta el día que fui a recoger el cheque que debías darme. —Bajó
la mirada, reviviendo lo sucedido—. Para entonces, Adolfo ya sabía que lo
había engañado con lo de mi nombre.
—Me trató como basura; tal como hiciste con Rosie. Pensó que habíamos
estado saliendo con ustedes para conseguir su fortuna. Dijo que me había
usado, que con ese cheque me dio lo único que ustedes podían darnos a las
Allen: una aventura, a cambio de dinero.
—Él no sabía lo que pasó con mi hermana; era lógico que se enfadara
conmigo.
—No quiero imaginar lo que te habrá dicho. Adolfo, enojado, es muy cruel.
—¿Adolfo no sospecha?
—Ya se lo diré.
—Isabel... Si Anita es hija tuya... entonces, ¿qué pasó con mi hija? —La
niña se apartó de su madre para acercarse a Mikel y le ofreció su oso al ver
sus ojos húmedos. Isabel se conmovió por el dulce gesto de su pequeña.
—Tu hija... —Calló al ver que Anita abría con dificultad el cierre que tenía
el oso en la espalda; se sentó junto a Mikel y este le ayudó. Isabel
entreabrió los labios al ver lo que su hija guardaba en el peluche.
—¿Ilis?
El hombre se llevó una mano al pecho viendo. Anita lo miró con atención.
—¿Murió de repente?
—Solo se durmió.
—¿Aún no lo sabe?
—No; piensa que estoy loca por lo que pasó con mi hermana. Pero apenas
vea esas fotos tendrá que creerme.
—Isabel, sé que no merezco lo que voy a pedirte, pero quisiera saber dónde
está enterrado el cuerpo de mi hija.
—Si ese corazón tuyo es herencia de mamá. Ahora entiendo por qué el
monstruo de tu padre se enamoró de ella. —Miró a Isabel hacia arriba—.
—No te creo; pero supongo que ahora que soy la novia de Adolfo deberás
andarte con cuidado.
55. ABORTO
Siempre era grato ver que alguien apreciaba su trabajo con sinceridad y no
solo porque llevara su firma.
De pronto se paralizó; la joven fue a darle un abrazo tan fuerte que la dejó
muda. La escuchó soltar un suspiro pesado, como si quisiera llorar. Lorena
no pudo evitar el deseo de corresponderle. Isabel apretó los labios. Lo más
cercano a una madre fue su hermana; pero ahora que esa mujer la abrazaba,
podía imaginar que así debía sentirse.
—No digas eso. No soy tan buena como tú; eso es algo que admiro de ti.
Mira que criar a la hija de tu hermana con esa dedicación… Tu madre debió
ser un buen ejemplo.
—Ella nos abandonó cuando yo era muy pequeña —la interrumpió. Lorena
comprendió la sensibilidad ante su gesto; ra inevitable sentir simpatía por la
chica.
—Lo siento.
—No se preocupe. Ser huérfana nunca fue un problema; tener los padres
que me tocaron, sí.
—Me encantó su regalo; jamás olvidaré este detalle tan delicado —gimió,
sintiendo los dedos de Adolfo rozándole las piernas—. ¡Adolfo, no!
—Y tú me vuelves loco.
—Sí.
—¿Ves lo que trae Paula en las manos? Allí está la investigación del
detective que averiguó todo sobre tu sucio pasado.
Ronda jugó con la copa de vino entre sus manos y la miró con desdén.
—Qué bueno que lo crees así. Porque de seguro, por ese inmenso amor que
siente por ti, se sentará a tu lado para llorar juntos por ese hijo suyo que
abortaste.
—No tiene nada que perdonarme. El aborto del que hablas fue natural.
—Ustedes sólo abren la boca para escupir basura, porque están llenas de
eso.
—Tal vez me rechazó por tu causa, pero al menos fue honesto conmigo y
no me mantiene al margen de su vida social como a ti —señaló despectiva
—Para protegerse —la corrigió —. ¿Qué más prueba quieres, que el hecho
de que ahora no esté contigo? Te dejó bajar sola. Ni siquiera se te ha
acercado, o mirado.
—Adolfo me ama.
—Dices todo eso para que me enoje con él, pero no lo conseguirás.
Adolfo se apartó con enfado del grupo de amigos, para ver los documentos
que su asistente traía en las manos.
La joven llegó con prisa hasta donde estaban Paula y Adolfo. Se habían
apartado del resto de la gente en el jardín. Corrió un poco, levantando la
falda del vestido para llegar antes de que la asistente le entregara los
papeles que descubrirían lo que hizo. No se avergonzaba; pero en manos
equivocadas podrían hacerla quedar mal.
—Entonces te diré lo que dice —se ofreció, tomando las hojas de su mano.
—Ven conmigo —dijo Isabel, tomando su mano para llevarlo lejos de Paula
—¡No, Adolfo!, esa mujer solo busca enredarte; si lees esta hoja... —Se la
volvió a ofrecer y, antes de que la tomara, Isabel estiró la mano para
quitársela.
—¡Es que me da rabia que no te haya dicho que hace cinco años se
embarazó! —gritó rabiosa e Isabel apretó los puños, cansada de callar.
—¿Sabes lo que hizo la maldita con ese pobre bebé? —inquirió, satisfecha
por lo que estaba consiguiendo—. Te odió tanto por la forma en la que se
arruinó su negocio contigo, por la manera en que la despreciaste, que...
—¿Qué pasó con el bebé? —Le tomó los brazos. Quería saber la verdad de
sus labios.
—Abortó a tu hijo —intervino Paula una vez más.
Necesitaba saber cuál sería la reacción del hombre que dijo que la amaba.
—Adentro tengo el original, para que lo leas. Allí están todos los detalles
—insistió la asistente.
—Hay algo sobre un bebé, pero... ¡Ah! —gritó asustada cuando le apretó
los brazos.
—¿Abortaste, Isabel? ¿Lo hiciste? —La joven meneó la cabeza. Allí estaba
nuevamente la duda.
—Habla.
Adolfo la miró incrédulo. Isabel mató a su hijo. ¿Lo hizo por venganza?
—¡Suéltame! —gimió adolorida, pues le clavaba sus dedos cada vez más.
—¡Lárgate de aquí, Paula! —rugió. Miró alrededor e hizo una señal con la
mano, llamando a alguien. Isabel vio aparecer a un agente de seguridad;
Paula también lo notó y supo que debía mantener su distancia.
—Dígame, señor.
—Fue un legrado...
—No dejes que las palabras de Paula te confundan. ¡Debes creer en lo que
te diga! ¡Por favor, mi amor! —Quiso tocarlo, pero Adolfo le dio la espalda,
lleno de rabia.
—¿Cómo que no tenía nada que ver conmigo? ¿Acaso tenías a alguien
más?
Adolfo se paralizó.
—¿Qué?
Adolfo la miró un instante; luego la soltó, echando sus brazos hacia abajo.
—. Esto que acaba de suceder me abrió los ojos finalmente; ahora sé que
debo poner distancia entre nosotros definitivamente. En cuanto Anita y
Mikel se hagan el examen de paternidad, tú vas a desaparecer de mi vida, y
de su vida, para siempre. Voy a hacer lo que sea para que Anita esté lejos de
ti.
—No va a ser tan fácil —sollozó, aterrada ante la idea. Adolfo sonrió con
ironía y la apartó de sí.
—¿Ah, no? Tan solo mira a tu alrededor. ¿Acaso no te has dado cuenta del
dinero que poseo? Tengo una fortuna propia que no podrías ni calcular.
—Solo quiero saber algo... —Trató de calmarse—. Ronda dijo que me ibas
a seducir para que aceptara venir con la niña. ¿Es cierto?
—Es cierto...
—Especialmente en la cama.
Volvió a tocar ese tema, restregando en su cara que fue el único motivo por
el que la mantuvo a su lado: para disponer de ella. Isabel bajó la mirada. De
repente todo tenía sentido y, lo más patético, es que ya lo sabía. Siempre
supo que su relación con él no llegaría a nada.
—Insistes en eso...
—No te creo.
—Jamás has creído en mí —reconoció, más para sí misma que para él.
Isabel bajó la cabeza. De repente tuvo clara la idea para escapar de él. No la
iba a enaltecer, pero ya no le importaba nada.
—Tienes razón. Jamás estuve consciente de lo rico que eres, porque jamás
me importó.
—Claro; por eso tomaste aquel dinero, sin importar que tu dignidad quedara
por los suelos.
pedí nada, me lo quedaré como pago por mis servicios en la cama. A menos
que mis nuevas habilidades te hayan dejado tan satisfecho que sientas que
me debes un bono extra.
—Qué bueno que por fin te muestras tal como eres. Tal vez ahora sí
podríamos llevar una relación sexual honesta.
—He soportado tus malos tratos y las constantes humillaciones, solo por
esperar que de verdad me amaras. Ya no seré tu juguete, jamás... Tu madre
tenía razón: no me amabas como dijiste. Solo era cuestión de tiempo para
que te cansaras de fingir.
—Y aun así quise creer en ti. Supongo que, de la misma forma, Mikel
engañó a Rosie. La única diferencia es que mi hermana quiso vivir la
mentira hasta morir; pero no soy como ella. Para mí, todo lo que tuvimos se
acaba esta noche. Se te acabó el entretenimiento.
Adolfo miró su reloj; faltaba poco para la media noche. Recordó que un par
de horas atrás, después de hacer el amor, pensó en proponerle matrimonio;
luego la vio bajar tan hermosa con ese vestido, como toda una dama, y la
observó durante más de una hora andar con su madre y su hermana de aquí
para allá. Lo hizo sentir orgulloso por la manera de desenvolverse sin su
presencia y pensó que era justo lo que deseaba; una mujer inteligente,
hermosa y con carácter, que no dependiera de él para salir adelante. Ahora,
eso se había esfumado.
—Ni lo sueñes.
Tenía una hermosa envoltura, se dijo, recorriéndolo —quizás por última vez
Seguramente, esa bruja haría la diligencia con suma alegría, sin importar
que fuera una temporada difícil. Adolfo colgó y la miró altivo.
—Acerca de Anita...
Isabel se detuvo. Estaba tan frustrada por su ceguera… Giró sobre sus
talones para mirarlo una vez más; tenía los ojos brillantes.
—Qué bueno —murmuró con pesar—. Y por ese amor que hubieras podido
tenerle, espero que nunca la vayas a lastimar por tu odio hacia mí.
Adolfo se tensó. ¿Por qué le incomodaba verla así? ¿Por qué tendría que ser
cruel con Anita?
No iba a cambiar de opinión, solo porque era la mejor amante que había
tenido; la única que lo había complacido físicamente. En lo emocional, solo
fue una farsa. Dudaba mucho que Isabel lo amara de verdad; solo lo soportó
por interés.
—Gracias, ya no la necesito —le dijo a la niñera y la vio salir de la
habitación. Isabel escuchó el estruendo de los fuegos artificiales. Anita, que
había estado dormida, se despertó; estaba asustada y la joven aprovechó
para ponerle ropa de calle.
Se quitó el hermoso vestido que Lorena le regalara, los zapatos y las joyas;
incluso se lavó la cara. Se recogió el cabello y, luego de ponerse algo más
de su estilo, miró su mano. Allí estaba el anillo que siempre le había
anunciado la desgracia que no quiso ver. Por segunda ocasión, había sido
usada y burlada.
Paula entró a la habitación casi una hora después y, con una sonrisa, le
ofreció el encargo de Adolfo.
—Aquí están tus boletos —le dijo a la mujer recostada en la cama con la
pequeña, que se había vuelto a dormir al recobrar la tranquilidad en el
regazo de su madre—. Te conseguí un taxi, para que vayas al departamento
a recoger tu ropa —dijo contenta—. Incluso te dejaré dinero, por si
necesitas algo más.
Isabel se incorporó.
—Claro; es demasiado para alguien como tú. Una mujer que mató por
rencor al hijo de Adolfo.
—¿Por qué no te llevas un recuerdo, para que nunca olvides esta noche?
—Un zapato estaría bien; para que recuerdes la vez que te sentiste
Cenicienta, como dijo Ronda. —Su risa forzada la irritó e Isabel decidió
pagarle con la misma moneda.
— No, Paula, ¿cómo crees que me conformaré con tan poco? Nada más
espero que cuando Adolfo descubra mi pequeño secreto… —Besó la
mejilla de su hija—, estés bien preparada para lo que se te vendrá.
—¿De qué secreto hablas? —indagó la mujer con el ceño fruncido. Isabel
estrechó a Anita y empezó a caminar para salir de la habitación.
—Me voy con el recuerdo que mi aventura con tu jefe me dejó hace cinco
años.
—Nada mejor para empezar una nueva vida —dijo su hermano—. ¿Dónde
están Isabel y tu hija? —Las tres miradas se posaron velozmente en él,
extrañadas.
Paula y Ronda llegaron juntas, como mejores amigas, con una gran sonrisa
en los labios.
—Isabel te iba a dar una sorpresa esta noche —dijo el fotógrafo mirando a
todos, inseguro de si continuar o no.
—¡Pues claro que me dio una sorpresa! ¡Abortó al hijo que íbamos a tener!
Lorena vio a su hija mayor llegar atraída por el grito de Adolfo. Andrea se
le acercó; en vano, intentó quitarle la botella. Con ella estaba su hija menor,
aún despierta y cargando el oso de Anita.
—Adolfo, mira cómo andas —le reclamó la hermana, molesta—. Algunos
invitados me han preguntado por ti.
—. Aquí está la única foto de mi hija, que nació y sobrevivió poco tiempo.
Isabel recogió sus pocas pertenencias; entró al baño que compartió con él y
tomó sus objetos personales. Se miró al espejo; el mismo que tantas veces
los reflejara juntos. Se quebró al pensar que extrañaría los buenos
momentos que compartieron... Fue puro sexo, se dijo con desprecio; nunca
amor. Solo quiso creerle.
Una vez más miró el anillo en su dedo; sus manos se mojaron con las
lágrimas que caían sobre ellas al ver la joya. Se levantó con dificultad y se
limpió el llanto con los dedos. Miró su cara irritada y luchó para no seguir
llorando.
Lucía patética; trataba de ser fuerte, pero el espejo le regresaba a una mujer
que no podía parar de llorar. Se quitó el anillo y lo dejó sobre el mueble del
baño; ya no tenía ningún valor. Y ella no tenía nada más qué hacer allí.
—¿De dónde sacaste que abortó? —preguntó Donna—. Esa fue una mentira
muy cruel. Mira como está Adolfo.
—Paula, ¿dónde está Isabel? —preguntó Adolfo, dando un paso hacia ella.
—N...no sé...
— A las cinco.
—¿A las cinco? Aún estoy a tiempo de ver a mi hija. No creo que sea para
hoy; las aerolíneas están saturadas, así que debe estar descansando.
Adolfo palideció.
—¿Qué?
—Lo lamento; no sabía que era tu hija —susurró, afectada por su reacción.
—Adolfo...
—N...no...
—Si la amas —señaló Mikel —, más vale que vayas a buscarla. Tendrás
que arrastrarte como un gusano, pra suplicar su perdón; porque aunque seas
el soltero más deseado y rico de Nueva York, no la vas a convencer
fácilmente. Puedo jurar que ni aunque te estés muriendo va a regresar
contigo. —Las palabras del hermano lo sacudieron—. Ahora, si ella te odia,
vas a conocer a la bruja que lleva dentro; esa que viste hace cinco años,
amenazándome sin que le importara quién era yo. Y solo tenía dieciocho;
imagínate cómo será ahora, y con una hija. No solo te vas a arrepentir toda
tu vida por perder a alguien que jamás te había visto como el desgraciado
que eres…
—Acéptalo, Adolfo, siempre has sido un mafioso; quizás por eso Isabel
pensó que la protegerías de toda la mierda que ha vivido, incluyéndome. —
créeme que ya no te amará como antes. Y lo siento por ti, porque con ese
carácter tan endemoniado que tienes, lo único que conseguirás como pareja
será una golfa interesada, egoísta como tu exnovia. Deja en paz a Isabel y a
su hija y cásate con tu mujer ideal. Allí la tienes: Hope.
Adolfo se enojó por sus palabras, pero sabía que tenía razón. Miró su reloj;
era la una de la mañana. Entró a la casa y se abrió paso entre la multitud
que intentó hablarle; no estaba de humor. A su mente llegaron los recuerdos
de su tranquila Navidad al lado de Isabel y su hija... Su hija. Perdió el
aliento. ¡Tenía una hija! ¿Cómo era posible que de un monstruo como él
hubiera salido ese ángel? Sí, era muy traviesa; pero sumamente dulce y
compasiva... Igual que su madre.
—¿Es lo que le dí? —inquirió y vio una hipoteca por su casa de Austin. Esa
casa se la dejó Rosie; la otra fue la de su padre y, al parecer, acababa de
venderla.
Al final resultó que Isabel Allen solo se dedicó a cuidar de la hija de ambos,
con toda la dedicación que le conocía. Durante años, la llevó a cuanta
terapia requirió —sin su ayuda—, y era increíble la cantidad de
especialistas que trabajaron con su hija desde que nació.
¿Por qué fue tan cruel con ella? ¿Por qué lastimó a esa mujer, que lo único
que le había dado era su amor, a pesar de su mala experiencia con él años
atrás? Quizás porque siempre le pareció demasiado perfecta para ser
verdad. No sabía con exactitud.
—Sí señor; estuvo menos de media hora. Salió con una pequeña maleta y la
niña en brazos.
Pensó en su hija. Nació prematura y, con el frío que estaba haciendo, podía
enfermar. Isabel se angustiaría demasiado; no sabría qué hacer ni a dónde ir.
Ella sabía que le daría problemas desde que la conoció, por eso intentó
evadirlo; rechazarlo, a pesar de lo mucho que le atraía, y después de amarlo
estuvo dispuesta a dejarlo ir por la misma razón: porque sabía que si
permanecía a su lado volvería a sufrir... Y cuando finalmente quiso creerle,
la volvió a defraudar.
No debió pensar que estaba a su lado por interés; jamás le pidió nada. Ni
siquiera aceptó la tarjeta de crédito que le ofreció. Apenas si le permitió
comprarle algunas prendas para el frío y juguetes para Anita. Lo que sí
acepto a manos llenas, fueron sus muestras de cariño; sus besos, las noches
Aquella en que le explicaría los motivos que tuvo para callar durante años
que habían concebido a esa pequeña, que ahora amaba aún más.
Era su hija y no la iba a perder. Estaba dispuesto a lo que fuera para que
Isabel confiara una vez más.
Se sentó a descansar en una banca. Anita se había despertado y ella tenía los
brazos adoloridos después de caminar un buen rato buscando taxi.
—Qué fio, Ma —dijo la pequeña, rompiéndole el corazón. Isabel deseó
haber sido más precavida al salir; en ese momento, la cabeza no le dio para
pensar mucho. Sin dudarlo, se quitó su abrigo y se lo puso; la prenda le
quedó como gabardina. Al verla sonreír se sintió mejor.
—¡Señor, no puede estacionarse allí! —le avisó el guardia al verlo bajar del
deportivo. Adolfo miró el auto cuando subió a la acera y le entregó las
llaves.
Isabel le pagó al chofer, que estaba muy molesto por la fila que debía hacer
para estacionarse, porque algún prepotente ocupó el área de descenso de
pasajeros.
Caminaron de prisa entre la gente para llegar y registrarse. Eran las tres de
la mañana y parecía que nadie deseaba dormir. En cambio, ella se sentía
cada vez más agotada.
—Mía mamá, ahí ta papá, —Anita señaló hacia el frente.
—¡Anita, no! —le gritó antes de correr detrás de ella; los pies apenas le
respondían. La alcanzó cuando se paró detrás de un hombre de traje negro.
Anita le jaló el saco e Isabel sintió que se paralizaba al imaginar que podría
ser él.
Tomó aire profundamente; debía contenerse, aunque sabía que solo estaba
acumulando emociones negativas. Apenas llegara a su casa, estallaría.
Con los ojos cerrados se fue el frío, la intranquilidad y el dolor, las ganas de
huir, el miedo al futuro… Entonces pensó en Adolfo cuando la amaba.
Hacía pocos minutos que la había encontrado. Pudo ver de lejos cómo se
quedaba dormida en la silla del aeropuerto; la culpa lo golpeó con fuerza.
—Es que estoy muy feliz de verte, princesa. Te amo mucho mucho.
—Ma llodó en casa, mucho; muy nojada. Pobe mami... ¿Tú peleá con ella?
—Tú besas a mamá cuano queen que no veo y así hace el píncipe de los
cuentos.
Adolfo estaba fascinado con ese pedacito de su ser; era maravilloso saber
que no solo era capaz de esparcir dolor con sus actos. Tuvo a esa pequeña,
que luchó por su vida desde que llegó al mundo y que ahora lo hacía
sentirse muy feliz y orgulloso. Pero el crédito era por completo de Isabel.
Anita miró a Isabel, que poco a poco perdía la postura. Adolfo la puso en el
suelo y se acercó a la joven. Se sentó a su lado y miró su rostro; no estaba
tan relajada como debía verse por estar dormida.
Ella era una mujer dispuesta siempre a salir adelante, aunque en el camino
tuviera que golpear y patear a quien intentara detenerla. Con él fue más que
paciente porque lo amaba, de eso estaba seguro; pero la cansó con sus
dudas y sus groserías. Era un ser mezquino, acostumbrado a obtener cuanto
quería. Podía ser el más encantador, si lo deseaba; pero cuando las cosas se
le salían de control, por más mínimo que fuera el detalle, explotaba y —
Cerró los ojos, aspirando el aroma de ese cuerpo que empezaba a sentirse
cálido; la estrechó un poco más. La culpa no alcanzaba para controlar el
gran temor que lo invadía al pensar que podría perderla, que no le creería
otra vez. Tragó saliva, estremeciéndose. Debía luchar para recuperarla, por
primera vez.
60. DISCUSIÓN
exclamó azorada.
¿Algún nuevo insulto? —Su actitud defensiva le anunció que tendría que
ser cuidadoso—. ¡No te atrevas a usar tus influencias para quitarme a mi
hija! —Se acercó nerviosa a la pequeña—. No vas a evitar que me la lleve,
—No temas. —Quiso acercarse, pero Isabel lo miró con rabia—. No vengo
con malas intenciones.
—Te prometo que no lo haré —dijo, logrando que lo mirara con ironía.
Isabel sintió ganas de llorar, pero sólo le permitió a sus ojos humedecerse.
—No me consideras inferior —repitió sarcástica y con infinito dolor—. La
pobrecita de Isabel...
—Tú no necesitas pelear; tus millones lo resuelven todo, ¿no? —Sonrió con
ironía—. ¿Qué pretendes? No hay nada qué hablar o qué pelear.
—¡No quiero ninguna relación con nadie más! —dijo nervioso, siguiéndola
—¡Soy una basura! —La detuvo, angustiado—. Pero esta basura te regaló
algo hermoso y perfecto.
—finalizó, cayendo por fin ante el dolor que había deseado guardar para sí
misma. Adolfo se puso igual y se miraron, ambos con los ojos brillantes por
las lágrimas contenidas.
Isabel sintió esas palabras como una burla. ¿Cuántas veces le pidió lo
mismo, que la escuchara, y solo recibió humillación tras humillación?
Estoy dispuesto a lo que sea para que me perdones. ¡Lo que sea!
—Olvídate de mí; ya no existo. Nunca existí para ti. —Se le escapó una
lágrima. Adolfo la tomó de los brazos.
—Mi madre tendrá que decidir; pero conociéndola, te aseguro que no le irá
mejor que a Paula. En cuanto a mí, no me interesa.
Anita rió ante su comentario. Isabel frunció el ceño; creyó escuchar mal.
—¿Qué dijiste?
—Que por dormirte en brazos de tu estúpido novio por dos horas se te fue
el vuelo.
—No... —Miró hacia la pista y corrió al ventanal, para ver que algunas
aeronaves despegaban; miró el reloj nuevamente: ¡eran las cinco y veinte!
—No iba a dejarte ir. —Se removió inquieto. Isabel volvió a ver al hombre
egoísta que era.
—¡Eres un...! —Apretó los labios y no pudo evitar acercarse. Le dio una
bofetada, más fuerte que otras veces. Anita se cubrió la boca con ambas
manos—. ¡Sigues burlándote de mí! —le reclamó, sin importarle que la
gente alrededor los mirara. Adolfo sabía que eran el centro de atención; se
sentía muy expuesto, pero le importaba más llegar a un acuerdo con la chica
furiosa, que ahora se quejaba de dolor en la mano.
—No voy a dejar que te vayas sin que conversemos. —La miró fijamente,
inclinándose hacia ella—. Necesitamos hablar... —añadió ansioso—. Te
amo… te necesito.
Isabel empezó a llorar llena de rabia cuando le puso las manos encima;
apretó los puños y se sacudió su contacto.
—¡No, no, no! Ya no tenemos nada qué decirnos. Anita es tu hija y sé que,
tarde o temprano, querrás una prueba de ello; pero ahora no. ¡No soporto
estar cerca de ti! —Miró a su hija, que seguía pasmada en la misma
posición—. Mi amor, perdóname... —sollozó, inclinándose para abrazarla.
—Lo sé, papi; mamá se enoja poque potaste mal. Me voy con ella. —
—Isabel, no puedo dejar que te vayas sin que sepas que reconozco que he
sido el peor de los hombres.
—Perdóname, por favor —suplicó con voz quebrada—. Cuando supe que
Anita era mi hija, solo pensé en venir a buscarlas. Y sí, leí el maldito
expediente; solo para comprobar lo que debí saber desde siempre: que eres
una mujer intachable, honesta, y que aunque no te merezco, también sé que
no eres de las que deja de amar de un día para otro. Tengo miedo de
perderte. —Lloró, arrodillado; ella evitó seguirlo mirando—. No quiero
estar con nadie más; solo contigo soy feliz. Por ti quiero estar en casa;
quiero que formemos una familia; quiero ser parte de tu vida. Anita me
ama, pero no como a ti, y quiero la oportunidad de verla crecer; quiero
ayudarte con sus terapias y con todo lo que venga.
—No te creo. No eres una basura como yo, que solo piensa en sí mismo.
—Me cansé de ser buena. Ahora solo siento desprecio por ti.
—Démonos tiempo.
—Vas a tener que aprender que no puedes andar por la vida lastimando a la
gente; que después de que se te pasa el berrinche, no puedes venir y poner
esa cara… —Miró sus bellos ojos azules, rojos de llanto contenido—, para
que te disculpe. Las cosas no se arreglan así, solo para que te sientas
satisfecho. —Respiró profundo—. No soy una posesión; soy una mujer, a la
que has herido muchas veces.
—Isabel… —Su voz temblorosa le erizó la piel—. Por favor, dame una
última oportunidad.
Le destrozó el corazón verlo así; sin embargo, más que nunca debía ser
fuerte. No terminaría como su hermana, porque el amor que le tenía a ese
—Vete, Adolfo.
—Isabel...
—Necesito irme.
—Oh, Dios... —gimió el hombre que tenía el mundo derrumbado a sus pies.
¿Sería posible que de verdad hubiera abierto los ojos ante el temor de
perderla y realmente la quisiera a su lado... para siempre?
61. NO MÁS
—¡Por Dios, Adolfo! ¡Ni en una situación tan mala como la nuestra puedes
dejar de verme como un pedazo de carne! —No supo qué responder—. Iré
con Anita —dijo, escapando de su mirada.
—Está bien.
Isabel hizo un mohín. Estaba loco si pensaba que la haría caer endulzándole
el oído.
—Te agradezco que hayas conseguido alguien que la cuidara estos días, en
los que me recuperaba de mi desvelo; pero ya es hora de regresar.
—No sé qué haré sin ustedes. —Fue a sentarse frente a ella—. Nunca había
deseado tanto regresar el tiempo para corregir mis errores.
—No te angusties. —Se pausó cuando le tocó las manos—. Los errores nos
ayudan a abrir los ojos.
—Porque ahora que sé cuán ruin y millonario eres, voy a iniciar un negocio
bastante bueno y no pienso regresarte un dólar de los que me diste a cambio
de sexo.
—No espero que me regreses nada. Y eso de que tuvimos sexo por dinero,
no fue así.
—Lo siento; soy un pobre rico inculto y sin control sobre sus impulsos.
—Eres un idiota.
—También.
Isabel hizo una mueca. El idiota dedujo una gran cuestión, que en pocos
días se podría comprobar.
—Pídele a Dios que no sea así; porque, créeme, en estado hormonal me voy
a volver aún más horrible de lo que ya has visto.
—Pues tendré que prepararme para ver a alguien con peor humor que el
mío.
—Avión privado.
—¿Tanto tiempo?
—Tranquila, está bien y muy feliz. Hablé con ella hace media hora y...
Adolfo iba a dar otro golpe lleno de frustración, pero alcanzó a detenerlo.
—No —aseguró, conmovida al ver sus ojos—. Ahora veo el hombre que
realmente eres; hay cosas rescatables en ti. —Sintió su temblor por las
emociones que estallaban en su interior—. Me diste una hermosa hija, que
es mi vida entera...
—Yo también quiero ser tu vida. —Mostró una vez más su debilidad. Isabel
sintió pena por él; suavizó el gesto tenso y le acarició el rostro con
delicadeza.
—Al menos dime que tendré una oportunidad; aunque no sea por ahora.
—Pero nosotros...
—No lo arruines. —Lo detuvo una vez más—. Debes aprender a vivir
contigo mismo, a estar frustrado sin obtener lo que deseas. No es tan malo.
—Se apartó—. Apenas te vi, me derretí por ti; fue un amor platónico
adolescente, que me hacía feliz dentro de las desgracias que vivía. Tenía
una pequeña foto tuya, que veía todas las noches sin siquiera conocerte. —
Recordó, viéndolo calmarse poco a poco—. Cuando supe que te iba a ver en
persona, me puse toda loca, como si fuera a tocar algo inalcanzable. —
—Te caíste; llevabas una falda tan corta que se te subió y... —Se calló al ver
su mueca—. Fue la primera parte de tu anatomía que vi; lo siento, pero me
encantó. Cuando miré tu hermosa y perfecta cara, me enamoré a primera
vista; ahora lo sé. —Se miraron, hipnotizados el uno con el otro—. Jamás
había esperado tanto para tener a una mujer; no fue difícil, porque cada
minuto a tu lado era perfecto.
—Sí lo hice.
Isabel lo miró en el espejo. Luego sus ojos se encontraron con el anillo que
dejó sobre el lavabo.
—No, no lo hiciste.
Salió del baño y lo dejó solo; Adolfo miró la joya y la tomó. Vaya que
estaba llena de malos recuerdos.
—Lo haré.
—Perdóname.
Una semana después regresó a su casa, tras pasar los tres juntos unos días
en la casa de playa. Isabel lo veía sufrir cada vez más por saber que ya no
Lo pronunció con una sonrisa casi irónica, se dijo Adolfo al verla por
Skype. No pudo ocultar su desencanto porque no estaba embarazada. Ella,
en cambio, parecía tener ganas de gritarlo a los cuatro vientos.
—Fue sólo un retraso por tanto estrés; con lo que pasó desde que nos
encontramos, como tenía problemas de ansiedad, se me complicó.
buen trato con el banco para acortar su deuda; le saldría caro, pero quería
deshacerse cuanto antes de ese asunto y aprovechó que tenía a la mano al
hombre más adecuado para hacer las negociaciones a su favor: Adolfo.
Menos a ella. Era él quien se inquietaba cada vez que la tenía cerca.
Anita seguía mejorando cada día más y ambos eran testigos de esos
avances. Adolfo viajaba desde Nueva York una vez al mes y se quedaba
varios días, en los que iban a cenar y de paseo.
—Mamá quiere que modele para una campaña en el verano —le comentó
en una ocasión que salieron a ver a Anita en un evento de la escuela.
—¿Lo harás? —inquirió la chica, notando las miradas de las otras mamás
sobre Adolfo, que aunque iba vestido muy informal seguía siendo un imán
sexual.
—No he aceptado aún. En realidad, no creo que deba. Tengo casi treinta y
un años, no quiero seguir pareciendo un junior o un playboy.
—¿Te ha acosado?
Isabel hizo una mueca. Esa era demasiada información para ella.
—¿Qué clase de mujer hace eso, teniendo novio? —replicó molesta. Adolfo
supo que había logrado enfadarla provocando sus celos.
Sí, aún le importaba. Sabía que salía con chicas, pero era típico de las
revistas aumentar la realidad. Ninguna mujer cuerda saldría con ese loco.
—Estúpido.
Un mes después, cuando ya tenían casi medio año separados, Anita salió a
recibirlo; planeaba llevársela una semana. Al despedirse de su madre, lo
hizo con enfado.
—No es nada.
—¿Q... qué?
—Eso me dolió mucho, Isabel. Debiste contarme. —No dijo nada más.
La relación de Isabel con Morgan era magnífica. Era un hombre mayor que
Adolfo; no tenía una posición económica como la de él, pero sus delicados
—Gracias por quererme —le dijo, dándole un beso en los labios. Morgan
sonrió.
—¿Gracias? Eres una mujer hermosa y fuerte; no debes agradecer algo que
te has ganado.
—Mi amor… —La abrazó—. Tengo treinta y cinco años, ¿qué te puedo
decir? Eres un regalo que no esperaba recibir a estas alturas de mi vida.
Estaba pagando con creces cada desprecio y desplante que le hizo. Incluso
Anita, ahora que conocía mejor al novio de Isabel, lo había terminado por
aceptar y veía con agrado que su madre volviera a estar enamorada.
—Lo siento, papi. Morgan es muy lindo y cuida mucho a mamita. Es muy
bueno.
—Tienes que hacer algo, Adolfo. No eres de los que se da por vencido.
Descendió del auto y corrió hasta donde el coche había sido lanzado
girando sobre sí mismo. Mikel bajó del auto lleno de sangre, caminó unos
pasos y se desplomó. Adolfo se sintió atrapado en una pesadilla. Eso no
podía estarle pasando. No era verdad. Su hermano no era quien se había
desplomado casi sin vida.
—¡Maldición, Donna está loca! —dijo Mikel con una sonrisa estúpida que
no le regresó la paz. Cuando Adolfo le tocó el rostro, cerró los ojos.
La chica bajó del auto gritando, fue hacia su esposo y se paralizó al ver la
cantidad de sangre que corría por su rostro. Aparentemente, ella estaba
ilesa.
Las noticias llegaron hasta Isabel. Trató de mantenerse en calma, más fue
imposible; después de todo, eran familia de su hija. Tomó un vuelo a donde
estaban, después de una llamada que le hizo a Andrea. Tras instalarse en un
hotel cercano, llegó al hospital. Al verla, Adolfo no reaccionó; se quedó
quieto en su lugar; caminó hasta el asiento que estaba junto y se acomodó a
su lado.
Apenas estaba consciente de que había llegado al hotel donde Isabel estaba
instalada. Ella sabía, después de que llegó y habló con Lorena, que no había
dormido en casi veinticuatro horas; mejor que nadie conocía lo difícil del
momento que estaba pasando.
—Pude ver cómo el auto los chocaba, y luego a Mikel cayendo en el piso.
—¿Dices que va a estar bien? Después de lo que le hizo a Rosie, ¿no crees
que merezca ese castigo?
—Ya odié demasiado por causa de lo que pasó. Me cansé de sufrir; por eso
decidí que es mejor perdonar y seguir adelante.
—¿Y a mí?, ¿me has perdonado ya? —La miró triste. Isabel se detuvo a
centímetros de su cuerpo y percibió el calor que su piel emanaba.
Adolfo esperó ansioso una respuesta; ella suspiró y lo atrajo hacia sí. El
hombre se volvió pequeño al sentirse abrazado por el dulce poder que tenía
sobre él. Se pegó a su silueta como una segunda piel, rogándole al cielo que
nunca se fuera.
63. SECUESTRO
Mikel despertó con solo algunas lesiones, de las que se repondría tras un
par de operaciones; fue algo casi milagroso. Lorena y el resto de su familia
podían sentir que la vida les daba una nueva oportunidad. Era el segundo
accidente del fotógrafo; esta vez entendió que debía ser menos inconsciente.
Isabel tenía cuatro meses saliendo con aquel tipo y en verdad se veía feliz
con él.
Alguna vez los sorprendió abrazados; otra, se dieron un beso. Con ello
bastó para perder los estribos apenas estuvo a solas. Tenía mucha rabia por
haber sido un imbécil y perder a la mujer que aún amaba, por no tener la
mínima oportunidad de recuperarla... Delante de ella aparentaba calma;
pero a solas era un torbellino de emociones, las que brotaban de su ser
desesperadamente.
—Ay, mamá; hace como cinco años, después de que terminó con Hope. ¿No
te acuerdas?
—Se fue a Texas y... —Lorena sospechó que la causa de aquella depresión
de años atrás fue la misma de ahora: Isabel Allen.
Era cierto: siempre estuvo enamorado de esa chica. ¡Y vaya que perdió el
control al separarse de ella! Pasaron muchísimos meses antes de que, una
noche que salieron a cenar, se lo confesara. Sin embargo, nunca le dio su
nombre.
Esta vez, era evidente que estaba peor que la primera. Debía estar
padeciendo el haberse equivocado con ella, el descubrir que tenían una hija
que no iba a crecer a su lado como deseaba; pero sobre todo: que Isabel,
cansada de sus malos tratos y a pesar de amarlo, estaba decidida a rehacer
su vida al lado de otro hombre. Sintió mucha pena por su hijo, mas eso le
había dado la lección más importante de su vida: debía cuidar el amor.
Adolfo estaba en su habitación; para llegar allí tuvieron que pasar por un
cúmulo de objetos y muebles rotos. Halló a su hijo completamente acabado
por el dolor. Contuvo el aliento y se le humedecieron sus ojos. ¿Dónde
estaba el orgulloso Dragón?
Renata se preguntó qué tan bonita sería esa chica, como para que su
hermano se encontrara en tal situación. Aún no la conocía ni en foto.
Observó en la cama un marco fotográfico y con curiosidad fue por él: allí
estaba el par de tórtolos.
De pronto sintió pena por su hermano. Una mujer que lo había llegado a
amar, aun conociéndolo, lo dejó, cansada de no recibir lo mismo.
—No, mamá; solo esa vez. Me llevó a su hotel y fue buena conmigo. Me
consoló; me abrazó y lloré como un estúpido toda la noche. Me arropó
como si fuera un niño, y tanta ternura me mató. ¿Cómo pude lastimar a
alguien tan bueno? ¿Cómo es posible que, a pesar de todo lo que le grité, de
todos mis insultos viles, viniera para saber cómo estoy? ¡Soy un maldito, no
merezco nada de ella!
—Adolfo...
—En tu caso, Isabel siempre supo que tu carácter es... difícil —dijo su
madre, tratando de ser delicada—. Aquella vez en la casa de moda,
hablamos lo suficiente; sabía a lo que iba contigo. Isabel esperaba compartir
su vida con un tipo irritable y entendía que fueras así, en parte por tu
naturaleza y en parte por la enorme responsabilidad que tienes como CEO;
pero a lo que nunca se acostumbró, fue a ser humillada y despreciada.
—Por eso te dije que lo pensaras bien; que no le hicieras perder el tiempo.
Adolfo se dejó caer de espaldas; cerró los ojos y sonrió lloroso. Las mujeres
se recostaron a su lado.
—Ay, mamá; ese día que la vi con el vestido, no lo hice con miedo. —
Recordó, tallándose la cara—. Se veía tan feliz, tan nerviosa. Isabel sentía
que no merecía nada bueno de la vida, ni siquiera a mí. —Sintió un nudo en
Tenía miedo por todo lo que le pasó y sentía que yo era demasiado bueno
para una chica tan sencilla. Ahora sé que fui yo el que nunca estuvo a su
altura.
Una cosa era tratar de rehacer su vida y otra muy diferente usarlo para tratar
de olvidarse de Adolfo. Isabel suspiró mientras se llevaba la taza de café a
los labios. No podía olvidar aquella noche en el hotel. Jamás tomó la
iniciativa cuando fueron pareja; la vez que lo hizo, fue sólo una parodia
Pero esa noche, al verlo tan indefenso, no lo pudo evitar. La ansiedad de
volverlo a sentir la llevó a portarse atrevida y dominante. Disfrutó como
nunca de besarlo, de recorrer su cuerpo, de recibir sus vaivenes dulces e
intensos cuando alcanzaron el clímax.
Alguna vez creyó que podría llegar a la intimidad con su novio para librarse
del hechizo de Adolfo Mondragón; pero apenas la acarició sobre la ropa, se
apartó. Él no era Adolfo; no se moría por él. Terminó llorando y confesando
que no podía seguirlo engañando. Morgan se molestó. La acusó de haberlo
engañado y tuvo que reconocer que lo había hecho.
Esa noche regresó a casa con un nuevo dolor; seguía enamorada como
estúpida del padre de su hija. Ahora tenía más de un mes siendo soltera y el
tonto de Adolfo parecía desinteresado. Lo notaba muy distante; no parecía
estar con ellas cuando las visitaba.
—Ahora necesito que hagas una maleta para ti y para la niña y nos vayamos
de inmediato.
—¿Irnos?¿A dónde?
—Es una cuestión de seguridad.
—No lo amo; pero reconozco que me dolió que me cambiara por ti. —Miró
su aspecto—. Debes ser muy especial con él como para que te ame tanto.
64. DESGRACIA
Subió en la parte trasera del auto y la mujer se sentó junto al chofer. Isabel
miró la espalda del hombre delgado que llevaba puesto un sombrero y se
sintió incómoda. Algo no estaba bien. Ronda volteó a verla y sonrió de una
manera despectiva.
—La verdad, no sé; aunque no me sorprendería que quedaras viuda sin estar
casada. O peor aún, que Adolfo se quede sin su amada Isabel. —La rubia
rió y luego una segunda risa la secundó. La piel de la joven se erizó.
—No me inventes intrigas, que todo fue obra de ella. Y en cuanto a que
estoy arrepentida… no.
—¿Paula?
—Hola, Cenicienta.
—Mami...
—Él no; pero tú sí lo estarás —dijo Paula sacando un arma para apuntarle,
asustándolas. Ronda se mostró tan sorprendida que se replegó contra la
puerta.
—Su hija... —murmuró con infinito dolor. Sabía que las palabras de Isabel
eran verdad y siempre lo serían: jamás sabría lo que es llevar en su vientre
un hijo de Adolfo, su único amor.
Isabel se humedeció los labios. Adolfo estaba bien, a salvo... pero ellas no,
agregó y empezó a rezar. Miró a su hija apretada contra su pecho y cerró los
ojos un instante para no llorar. Se preguntaba cómo podrían escapar.
—La venganza es contra mí, no contra mi hija —pensó en voz alta. Paula
miró sus lágrimas y sonrió con una mueca.
—¡Claro que no! La odio tanto como tú; pero Anita es inocente.
—¡Anita es el fruto del amor obsesivo de Adolfo por esa mujer! —gritó
Paula, perdiendo los estribos.
Ronda tragó saliva. Esa tipa realmente estaba loca, y ella más, por haberse
prestado para atraparla en su intento de lastimar a Isabel, creyendo que sería
fácil como en una película. Ingenuamente, pensó que sería una buena
manera de redimirse ante Lorena y ayudar a capturar a Paula, que días atrás
amenazó con matar a la chica encerrada en la habitación de al lado.
Una noche que salieron y las copas se le subieron, se veía muy dolida por el
despido de Adolfo, a quién durante años adoró en silencio; contó que fueron
a su departamento y hallaron su habitación forrada con fotos del hombre.
—Lo amo tanto, que haré lo que sea para volver a su lado. Si eso significa
matar a la zorrita, lo haré —dijo Paula, ebria. Ronda pensó en Anita, quien
dormía sola en otra recámara, luego de que logró calmarla asegurándole que
todo estaría bien si descansaba.
Eso sucedió dos meses atrás, después del encuentro que tuvieron en Aspen.
Paula lo pensó.
—No es mala idea. Y siendo así, yo podría devolverle a Adolfo todos esos
años de dolor que he tenido a su lado, viéndolo ir de mujer en mujer...
Isabel sentía que iba a desmayarse por el estrés tan grande que la inundaba;
sin embargo, debía encontrar a su hija. La idea de que la hirieran le causaba
terror.
Adolfo sabía de las amenazas de Paula, más nunca le hizo caso. Hasta esa
noche en que escuchó a Lorena hablar con su jefe de seguridad; solo lo
llamaba cuando había una situación seria.
—¿Para qué? ¿Qué hace Paula con Ronda? —inquirió, presintiendo una
situación desagradable—. ¿No me digas que volvieron a molestarla?
—¡Paula es una maniática! ¿¡Por qué crees que me soportó todos esos
años!? ¿¡Y de dónde sacó Ronda la estúpida idea de que podía manejar una
situación tan peligrosa!?
—¿Y ahora qué pasó? ¿Qué hace aquí, cuchicheando, cuando mi mujer y
mi hija están en peligro?
—¡Maldita sea! Si esa desgraciada les toca un cabello, la voy a matar con
mis manos.
Lorena fue presa de una nueva angustia cuando vio a su desesperado hijo
salir de la casa, dispuesto a encontrar a Isabel.
—Anita...
—Tranquila, yo te cuidaré.
La rodeó con sus brazos y escuchó los insultos de Paula hacia la chica,
mientras era evidente que la golpeaba con saña. Trató de salir para ayudarla,
pero fue imposible. Estaba bajo llave. Se sintió miserable por causar que
Isabel estuviera en esa situación, pero en verdad creyó que podría controlar
a Paula sin problemas y atraparla en el acto de secuestro.
Al día siguiente, la chica despertó en el piso, llena de sangre por los golpes
que Paula le propinó estando por todo el cuerpo; al carese, los nudos se
habían aflojado. Trató de incorporarse; le dolió todo, pero no se detuvo.
—Es una pena que no podrás ser más la amiguita de Lorena —dijo Paula,
preparando el arma para dispararle sin compasión.
—Es una pena que jamás serás nada para Adolfo —dijo Ronda con orgullo
y recibió un golpe de puño en la boca. Anita gritó aterrorizada al ver sangre
brotar y fue, en ese preciso instante, que Isabel vio su oportunidad.
—¡Maldita niña! Si no fuera por ti… —La miró con desprecio y se dirigió
hacia ella—. ¡Te voy a matar, mocosa! —gritó entre dientes.
Isabel miró a su hija. Adolfo las abrazó. No podía dejar que su ira lo
dominara, pero estaba seguro de que Paula se arrepentiría de por vida por lo
que hizo. La mujer ignoró a la policía.
—¿Por qué, Adolfo?¿Por qué nunca me miraste siquiera? —inquirió con los
ojos llorosos—. Te vas a arrepentir…
—Te amaba desde la universidad y fui más que tu sombra, ¡hasta que llegó
esa mugrosa!
Había demasiada ira y celos en su interior como para permitir que ese par se
quedaran juntos y fueran felices.
—Lo siento Paula, el amor no se impone. Amo a Isabel desde que la vi por
primera vez, y ni el tiempo que tenemos separados por causa de mi maldito
carácter ha logrado apagarlo.
Isabel revivió lo que pasó con Rosie. No había gran diferencia entre esos
grandes amores; el dolor era igual de intenso. La espera, un tormento; mas
no se comparaba con lo que Lorena De la Plata debía estar experimentando.
Ese era Adolfo Mondragón, un tipo exasperante, dulce y amable hasta ser
empalagoso; sin embargo, su cariño era adictivo. Isabel lo necesitaba; su
hija también.
Isabel la miró.
—Niña, llegó aquí en estado de shock hace dos horas. Se le tuvieron que
realizar varios estudios; debe cuidarse.
—Eso haré. Por cierto, otra persona vino a verte. Dijo que era tu novio.
Sabía que la chica tuvo una relación corta con otro hombre y se sintió
incómoda.
—Con razón mi hijo estaba tan afectado después de lo que ocurrió entre
ustedes.
—Adolfo tiene que saber que jamás habrá otro hombre en mi vida. —La
miró angustiada—. Se lo juro, solo él. No podría amar a nadie más, no
podría estar con nadie más... pero si no se recupera, no sabrá que terminé
con Morgan y no podremos estar juntos.
—Nadie sabía que Paula estaba tan obsesionada con él —le explicó Ronda
—Eso ya no importa. Ahora solo hay que rogar para que Adolfo se
recupere.
Las semanas pasaron y, cuando por fin empezó a mejorar, su familia entró a
visitarlo.
—No me importa, solo quiero verlo con mis ojos y saber que está bien.
Adolfo abrió los ojos lentamente. Estaba pálido y ojeroso; tras casi un mes
hospitalizado, se veía débil todavía.
—Adolfo...
Ella apretó los puños para contener el deseo de tocarlo. Adolfo solo pensaba
en la vida miserable que había tenido a su lado desde el inicio. Ya no quería
hacerle más daño. Cerró los ojos, grabando en su mente las emociones
contenidas de la joven; la tristeza, el desencanto...
Isabel insistió en verlo días después, mas siguió renuente; incluso solicitó
salir antes del hospital.
—Ya se le pasará —le dijo Renata, muy apenada al verla tan decaída.
—Sabía que dirías eso, así que te obligaré a llevar a mi sobrina a mi boda
—Y así será. Ahora soy yo la que quiere estar con él y lo voy a conseguir.
—Por fin se casa Renata —dijo Lorena a su hijo. Adolfo estaba hundido en
una butaca de su casa frente a la playa; aún le dolían un poco las heridas. En
lo emocional, estaba terrible.
—¿Y por qué no tienes a tu lado a quién podría hacerte sentir mejor?
—Estás siendo muy egoísta, Adolfo. Creí que habías aprendido la lección.
En verdad no tienes idea de lo afortunado que eres de que una mujer tan
valiente como Isabel te ame. Ojalá yo hubiera sido menos orgullosa con tu
Tomó aire para continuar —Tu padre era un buen hombre que deseaba
amor, solo eso; pero siempre lo quise ver como un conformista mediocre.
Lorena recordó los malos ratos al lado del padre de Adolfo y aceptó que
tenía razón.
Volvió a verla días antes de la boda. Luego supo que sus conocimientos
sobre electricidad ayudaron a resolver el problema de luces que su cuñado y
su equipo de trabajo no supo arreglar.
egoísta. Aunque celoso sí se sentía, cada vez que la veía conversando con
alguno de sus compañeros.
Meneó la cabeza; Isabel era una cajita de sorpresas, lo tenía todo para ser la
mujer perfecta. Era hermosa por dentro y por fuera, inteligente,
emprendedora; la chica que cualquier hombre con muchos... mucha
autoestima, desearía por compañera en su vida.
Isabel entró a la casa para almorzar con Lorena y su hija; era fin de semana
y harían una fiesta previa a la boda. Esa familia sí que sabía cómo gastar
dinero, pensó. Mientras ella seguía llevando una vida modesta, ellos, en un
simple arreglo floral, soltaban su ganancia de una semana. Sonrió,
acariciando un enorme arreglo de exóticas orquídeas. Olían a gloria.
¡Qué susto! —Miró su piel blanca, aún más por el forzado reposo, y le
pareció una imagen celestial en jeans y camiseta—. ¿Qué haces aquí abajo?
para sus adentros cuando una traidora erección se apretó contra la tela de su
pantalón.
La chica apretó los puños, mezclando el deseo que le tenía con la rabia de
su ofensa.
replicó, odiando su cuerpo por estar tan atada a él—. Si Nick me besó es
porque dice que está enamorado de mí, ¡pero es un niño de dieciséis años!
Adolfo creyó que tendría una eyaculación precoz. Su aroma, sus palabras,
toda ella era lo que su cuerpo ansiaba.
—Pues ese mocoso infeliz jamás debió ponerte un dedo encima, ¡tú eres
mía! —estalló, sin importar que su herida le reclamara el esfuerzo rabioso
—. No sabes el infierno que he tenido que soportar todos estos meses sin ti
Adolfo jamás había sido usado por una mujer y ahora, en manos y boca de
esa pequeña y demandante chica, se derretía; se dejaba conducir dócilmente
y ella deseaba volverlo loco. Estaba en el cielo. El sabor de su boca era
único, sus labios suaves y hambrientos, sus manos estrujando la espalda,
jalando su cabello…
—Va a sentir el dolor más placentero que jamás hayas tenido. Y si no es así,
acúsame con tu mami.
La ayudó a sacarse el resto de la ropa y sus ojos azules —esos que parecían
quemar todo a su paso— la recorrieron milimétricamente.
—Lo sé.
La atrajo sorpresivamente, olvidándose de aquello que minutos atrás lo
incomodara. Se levantó pasando su lengua desde el estómago, subiendo
lentamente, llegando entre sus senos, y allí se detuvo otra vez. Isabel cerró
los ojos; adoraba su boca, su lengua, la manera en que sabía arrancarle
gemidos a su garganta. Abrió los párpados cuando las manos del hombre
suplieron sus labios y amasaron ansiosamente la textura aterciopelada.
La chica se derritió al sentir sus manos rozándola entre las piernas. Apoyó
la mejilla en su pecho desnudo y suspiró con placer. Le abrió el pantalón y
lo bajó, para liberar eso que tanto deseaba ver y sentir. Se mordió los labios
al ver su sexo, orgulloso y enorme, tan suave al tacto. Lo acarició sin pudor,
lo estrujó arriba y abajo, oyéndolo gemir y decir cuánto lo excitaba, cuánto
le gustaba su caricia.
—Isabel... —susurró cuando, sin tocarlo con los dedos, su boca se movió
ávida hacia el centro de su masculinidad. Puso las manos en la base de su
miembro y la ayudó a dejarlo al borde del infierno. Lo escuchó gemir sin
pudor, sin discreción.
—¡Detente! —le pidió sin aliento. Le tomó ambos brazos para levantarla,
arrancándole un gruñido ronco y sensual que le puso los vellos de punta.
Isabel se dobló cuando inició el jugueteo sobre su área íntima; esos dedos
eran mágicos, sabían moverse entre sus labios húmedos con tormentosa
delicadeza. Adolfo mordisqueó el lóbulo de su oreja con languidez, con la
misma lentitud con que frotaba su humedad. Isabel saltó cuando la inclinó
un poco y su erección buscó acomodarse entre sus mojados muslos.
—¡Hazlo ya! —replicó Isabel, sintiendo que una bomba se expandía cada
vez más en su interior y amenazaba con estallar con cada roce de sus dedos.
Isabel se retorció bajo sus manos una vez más, hasta que ya no pudo
tolerarlo. Lo empujó sobre la cama y el asombrado Adolfo la miró subirse
en él como una gatita que llevaba las peores intenciones; pero esa vez la
presa iba a jugar un poco con la cazadora.
Jadeó como loca; gritó una y otra vez su nombre, sin poderse contener. No
había espacio para el pudor o la consciencia, tenía que entregarlo todo a lo
que se venía.
Adolfo la miró fijamente. Esa mujer era suya y siempre lo sería, pensaba,
entrando y saliendo de su cuerpo. Se sentía tan completo, tan poderoso, que
tenía que verla, escucharla gritar su nombre.
Descansaba a su lado después del alocado encuentro. Nada podía ser mejor
que estar acunada en brazos del hombre que amaba. Suspiró enamorada. Se
apoyó en un codo y lo observó dormir. Era un demente, se dijo y sonrió.
—Hola.
—¡Qué dramático!
—Isabel...
—¿Qué te hace pensar que me acostaría contigo solo por sexo? ¡Contigo, o
con cualquiera!
—Oye, no me malinterpretes...
—Nunca he querido cambiarte ¡Me gustas así, te amo así!, y de verdad creí
que me amabas, que el no querer verme era uno de estos ataques impulsivos
que sueles tener; pero veo que tú amor por mí no existe.
—¿De qué hablas? ¡Claro que te amo! ¿Quieres mi mayor prueba? ¿Hablas
de matrimonio? ¿Para ti sería esa la máxima prueba de amor? ¿Quieres una
—No te amo solo por sexo. Me encanta tener sexo contigo, me vuelve loco
hacerte el amor.
—¡Dijiste que ojalá siempre estuviéramos tan bien fuera de la cama como
dentro de ella!
—¿No te has dado cuenta de lo mal que estoy sin ti? ¿De cómo te conocí y
no he dejado de andar como imbécil detrás de ti? Comportándome como un
cavernícola, lo sé; pero es que mi cerebro no funciona cuando estoy
contigo. Te amo tanto que entro en pánico, como en este momento, y... no
sé qué decir para convencerte de lo que siento por ti.
—Entonces, ¿por qué me has mantenido alejada? Eso no es amor. Y solo
ahora que di el primer paso vuelves a mencionar la palabra matrimonio;
como si atándonos legalmente pudiera uno amar más al otro.
—No hables solo por el sexo que acabamos de tener. Necesito más que
unos minutos en la cama.
Hubo mucho silencio. Adolfo se dio por vencido y regresó a buscar su ropa.
Isabel miró a su exnovio, lucía arrebatador con ese traje negro y olía al
mismo cielo.
—Ma, papi está listo pa tené un bebé y luego más —señaló Anita
emocionada y se acercó para tocar su barriga con ternura—. Mucho bebé
aquí.
Isabel quiso acribillarlo con la mirada.
—Hace rato, hasta acá se oían sus lamentos —apuntó sin pena Lorena—.
—¿No sabes que es de mala suerte ver a una novia con el vestido puesto?
—¿Quieres saber por qué conservé el muffin desde aquél día? —preguntó;
se lo ofreció y vio la emoción que la invadió.
—Ya no lo serás.
Recordó aquel día en que dijo que sí y se lanzó a sus brazos, creyendo que
hablaba en serio.
—Mentiste; solo querías quitarme la ropa. ¿O cómo fue que dijiste, después
de hacerlo en la oficina?
—¡Maldición! ¿Por qué las mujeres tienen esa memoria tan... ¡tan arruina
momentos!?
—¿Qué quieres?
—¿En verdad crees que estuviste fabuloso? —refutó, buscando bajarle los
humos. Adolfo se mojó los labios al ver los suyos y ella se quedó sin
respirar; aun enojada la perturbaba.
—Sí, creo que fui increíble, por la manera en que me lo pedías. —Isabel
bufó.
—No, cielo; la frase correcta es: Adolfo mío, eres tan arrogante...
—¿Qué?
—Que te amo —dijo con simpleza—. Desde que te conocí, cuando te caíste
frente al almacén; desde que en el aeropuerto me convertí en el hombre más
miserable cuando me dejaste... Desde que conservé este anillo... —Lo sacó
nuevamente del bolsillo interno de su saco—. El monedero y el anillo son
parte de nuestra historia y no quiero renunciar a ello. No voy a renunciar a
ti.
Isabel gimió para sus adentros cuando lo vio deslizar el anillo por su dedo.
—Oh, Dios —sollozó y recibió una mirada seria. Se rió y corrigió—: Oh,
Adolfo. —Empezó a reír, sintiéndose en un sueño; no podía creer que
estaba pasando. Lo abrazó, apoyando la mejilla en su pecho.
—Porque no es de mala suerte que te haya visto con vestido de novia dos
veces, sino que ahora estés aceptándome como esposo y...
—No tienes idea de lo que te espera, cariño —murmuró contra sus labios.
Isabel se estremeció.
Parecía que por fin una de las hermanas Allen tendría su felices por
siempre. Sonrió al sentir la profunda mirada de Adolfo sobre ella. Una
inmensa dicha invadió todo su ser. Acarició con los dedos el anillo en su
mano y pensó en la magnífica boda que tendrían.
EPÍLOGO
Lorena se mordió los labios y la hizo girar hacia ella para abrazarla.
—¿Y si Adolfo un día descubre que no me ama y me deja otra vez? ¿Si
todo esto es un sueño y pronto despertaré?
—Dios mío, no pensé que crecería tan rápido. Con Anita fue diferente.
—¡Estás embarazada! —gritó con los ojos muy abiertos, como si fuera la
primera vez que le anunciaban que sería abuela. Isabel asintió y se volteó
hacia Lorena, que la abrazó emocionada.
Pasó otro mes y la boda llegó sin que Adolfo supiera que iba a ser padre
otra vez, por más mensajes velados que le enviaba. Lo único diferente que
notaba en su esposa era la forma en que estaba comiendo, pero lo atribuía a
los nervios.
—¡Cállate! —Le puso una mano en la boca; estaba tan ruborizada que tuvo
que enterrar el rostro en su pecho. Adolfo se rió.
—Soy un cerdo, lo sé. —La estrechó; luego buscó su rostro y lo acunó con
sus manos—. Te amo tanto, como no tienes idea, mi cielo. Eres el amor de
mi vida. Y sigo pensando: ¿hasta cuándo sabré de tu boca que estás
embarazada?
Isabel se tensó.
El momento llegó. Lorena tuvo que hacer algunos ajustes en el vestido. Ese
mismo día, también fue noticia su próxima maternidad, ante un numeroso
grupo de reporteros.
Fue una boda de ensueño. Isabel se sentía en un cuento de hadas; era como
si la vida la estuviera compensando por todos los años de su infancia y
juventud, que parecieron una pesadilla interminable.
La chica lo miró y sonrió. Era la primera vez en mucho tiempo que lo veía
tan serio.
—¿Nunca te cansas?
—Mmmh... —ronroneó, inclinándose a su cuello—. Debe ser el embarazo;
me pone más caliente que de costumbre.
Meses después nació otra niña, castaña como su padre y con el mismo color
de ojos. La llamaron Grace. Las dos pequeñas crecieron felices, al lado de
unos padres que se amaban. A los ocho años de Anita, llegaron Cristofer y
Adolfo había aprendido que la vida daba más de una oportunidad al volver
a encontrarse con Isabel. Igual, siguió cometiendo errores con esa mujer, sin
la que ahora no concebía el mundo; la misma que le había regalado a sus
cuatro hijos, quienes lo recibían cada tarde sin darle un respiro.
Sus panties cayeron al suelo y los zapatos de piso salieron cuando Adolfo la
levantó y pegó su espalda en el muro externo de la habitación. Elevó sus
muslos a la altura de su cintura; ella jadeó cuando lo sintió penetrar con
fuerza en su interior.
—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! —jadeó Isabel con angustia. Adolfo la miró con
reproche, meciéndose suave contra ella, alargando su orgasmo—. Perdón,
perdón... Oh, Adolfo... —corrigió, buscando provocarlo con sus vaivenes.
—¿Qué haces?
—¡Auch! —Se quejó Adolfo al andar cuando Isabel le pinchó una nalga—.
Estaban hechos el uno para el otro. Así sería para siempre, se dijeron con la
mirada.