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La vida

Infancia y bohemia

Ricardo Palma vivió entre 1833 y 1919, ochenta y


seis largos años que le permitieron ser testigo y no pocas
veces actor de muchos acontecimientos y cambios en la
vida del país, entre la inexperta república niña de los rudos
caudillos militares y el inicio del autoritario Oncenio de
Augusto B. Leguía. Nació en Lima el 7 de febrero de
aquel año y fue bautizado Manuel, pero aún muy joven
prefirió llamarse Manuel Ricardo y, a poco, solo Ricardo.
Sus padres fueron Pedro Palma y Dominga Soriano, peruanos de provincia y condición
popular a quienes la vieja capital de los virreyes españoles y presidentes patriotas había
acogido como a otros inmigrantes que buscaban un mejor destino. Pedro Palma era un
pequeño comerciante con talento no sólo para el negocio sino para litigar y, de ser preciso,
defender sus derechos en las páginas de los periódicos citadinos. A sus aspiraciones
sociales se debió que el niño recibiera una competente educación en los reputados
colegios particulares de Clemente Noel y Antonio Orengo, en los cuales se distinguió por
su buen aprovechamiento. Lector asiduo de libros de historia y literatura, al igual que otros
jovencitos se dedicó a escribir versos románticos, publicando los primeros en el diario El
Comercio cuando sólo tenía quince años (el soneto «A la memoria de la Sra. D.ª Petronila
Romero»). Adolescente con inquietud intelectual, se hizo periodista, profesión que
durante la primera mitad de su vida practicó regularmente, convirtiéndose en uno de los
activos miembros de la romántica generación moza -con Manuel Nicolás Corpancho, José
Arnaldo Márquez, Clemente Althaus, Carlos Augusto Salaverry, Manuel Adolfo García,
Trinidad Fernández, entre otros-, la de los nacidos entre las décadas tercera y cuarta del
siglo XIX, que más adelante retrató en el autobiográfico y memorialístico ensayo
titulado La bohemia de mi tiempo. También incursionó, con poco éxito pero mucho
entusiasmo, en el teatro, escribiendo dramas (El Hijo del Sol, La hermana del verdugo, La
muerte o la libertad y Rodil) y comedias (Los piquines de la niña, Criollos y
afrancesados, ¡Sanguijuela! y, con el afamado Manuel Ascensio Segura, El santo de
Panchita) que después echó al olvido.
Palma fue alumno irregular del Colegio de San Carlos cuando, dirigido por el
sacerdote y pensador tradicionalista Bartolomé Herrera, era el mejor del país. Su escasa
economía y poca afición al estudio lo determinaron a trabajar, y en 1853 entró a servir al
Estado como oficial tercero del Cuerpo Político de la Armada, la dependencia de la Marina
que se ocupaba de las tareas administrativas, gracias al apoyo de sus amigos y
protectores Miguel del Carpio, jurista y mecenas, y Juan Crisóstomo Torrico, el poderoso
Ministro de Guerra y Marina. Como marino tuvo diversas comisiones; así, durante pocos
meses del mismo año vivió embarcado en la goleta de guerra «Libertad», estacionada en
las islas de Chincha para darles seguridad cuando eran el mayor emporio guanero del
país, y en 1855 naufragó a bordo del moderno vapor «Rímac», debiendo afrontar un
agotador peregrinaje por el desierto antes de obtener ayuda, pero se ganó una honrosa
recomendación por su conducta responsable. Al año siguiente, junto a otros marinos, se
adhirió a la revolución del general Manuel Ignacio de Vivanco, lo que le acarreó sinsabores
y decepción, debiendo sufrir las consecuencias de su fracaso. Ferviente liberal y decidido
masón, el 23 de noviembre de 1860 contribuyó al frustrado asalto al domicilio presidencial
que, dirigido por el tribuno José Gálvez Egúsquiza, buscó derrocar al general Ramón
Castilla, lo que determinó su autoexilio en Chile. En Valparaíso desarrolló fructífera labor
literaria y periodística, especialmente en la Revista de Sud-América, ganándose el aprecio
de numerosos intelectuales con quienes compartía ideales, sentimientos y aficiones.

Viajes y revoluciones
De vuelta en Lima (octubre 1862) y dueño ya de cierto
prestigio intelectual logrado con esfuerzo, su cercanía al régimen del general Juan Antonio
Pezet le ganó el nombramiento de Cónsul del Perú en el Pará (Belén), importante puerto
brasileño en la desembocadura del Amazonas. En tránsito a su destino, viajó a Europa y
visitó Londres, París y otras ciudades que impresionaron fuertemente su sensibilidad tanto
como agotaron sus recursos, de suerte que cuando llegó al Brasil no pudo asumir el citado
cargo y tuvo que retornar al Perú previa escala en Nueva York en días del asesinato del
presidente Lincoln. Una vez en la patria, se plegó a la revolución nacionalista suscitada por
el tratado que el Gobierno había firmado con España, y el 2 de mayo de 1866 fue uno de
los cercanos colaboradores del secretario de guerra José Gálvez, la más ilustre víctima del
glorioso combate naval de ese día. Poco después su labor opositora lo llevó al exilio en
el Ecuador, haciendo la campaña revolucionaria que colocó en el poder al coronel José
Balta, cuya secretaría desempeñó, convirtiéndose a poco, además, en senador por el
departamento de Loreto. Nunca llegó a mayor altura en las esferas del poder. Su caso es
uno de los más notables de ascenso social decimonónico, fundado no sólo en el talento,
sino en la actividad política y en las leyes igualitarias de la joven República.
En 1872 publicó su primer libro de Tradiciones, al que siguieron otros, todos ellos
recopilaciones de sus apreciados relatos histórico-literarios salidos previamente en
periódicos y revistas (La Revista de Lima, El Correo del Perú, La Broma, etc.), sustento de
su creciente fama en el mundo hispanoamericano. Igualmente, a partir de ese año fue
dejando poco a poco la política activa para dedicarse con más fuerza a la literatura. En
1876 cambió su apreciada soltería por el estado matrimonial al casarse con Cristina
Román, limeña como él, en quien tuvo larga descendencia. A poco, provocó una sonada y
continental polémica por sus audaces e iconoclastas revelaciones sobre las violentas
muertes de Bernardo Monteagudo y José Sánchez Carrión (que comprometía, esta última,
nada menos que a Simón Bolívar). En 1878 fue nombrado miembro correspondiente de
la Real Academia Española. La Guerra con Chile lo sorprendió en plena producción
intelectual y le ocasionó la irreparable pérdida de su vivienda y valiosa biblioteca, archivo
epistolar y obras inéditas en el incendio del pueblo de Miraflores, donde se había
establecido con su familia; no le fue fácil superar tan dolorosa contingencia. Sus
despachos de corresponsal, publicados en periódicos extranjeros, le atrajeron las
sospechas y represalias del enemigo en los trágicos días de la ocupación de Lima. Fue
invitado a viajar a Buenos Aires para trabajar en el gran diario La Prensa, pero obtuvo del
presidente de la República general Miguel Iglesias el ansiado nombramiento
de Director de la Biblioteca Nacional del Perú, destruida por los chilenos, a poco de
hacerse la paz (noviembre 1883).

La Biblioteca Nacional

Convertido en Director de la primera biblioteca del país,


Palma se propuso reabrirla en ceremonia pública que hiciera ver la voluntad nacional de
levantarse de la ruina. Entonces apeló a todas sus fuerzas y recursos para reconstruir el
saqueado centro de cultura, no dudando en llamarse «bibliotecario mendigo» al
demandar la donación de libros a numerosas e importantes personas e instituciones de
cultura peruanas, americanas y españolas, gracias a lo cual pudo reabrir su querida
Biblioteca el 28 de julio de 1884, dándole al país una señal de vitalidad en ese tiempo de
convalecencia y desmoralización. Dirigió la Biblioteca durante el largo periodo de
veintinueve años, viendo el paso de numerosos gobiernos y gobernantes, señal de que,
finalmente, en el país se respetaban los méritos intelectuales, como también de la
madurez política que, en medio de sus limitaciones, tuvo el tiempo de la posguerra y
la República Aristocrática.
En atención a su prestigio y bien ganada autoridad intelectual, la Academia
Española le encargó organizar la correspondiente Academia Peruana, docta
institución que vio instalarse en 1887 con un personal de sobresalientes escritores
nacionales. Por la misma época fue severamente cuestionado por Manuel González
Prada, adalid de la juventud y promotor radical de la renovación profunda del país en todos
los órdenes. En celebrados discursos públicos, Prada lo atacó sin mencionarlo afirmando
que las tradiciones constituían una literatura servil, retrógrada, arcaizante. Palma sufrió
mucho y nunca logró reconciliarse con toda la generación nueva. En realidad, se
enfrentaron dos formas distintas de entender el objeto de la literatura. Palma, que siempre
tuvo verdadera pasión historicista, resultaba en ese contexto un hombre del pasado, un
servidor del Virreinato, cuando lo que hacía falta era un ser renovador y progresista. Las
circunstancias y la odiosidad que le tenía Prada se dieron la mano para condenarlo a un
lugar, aunque aún digno, secundario. Con el paso del tiempo, sin embargo, su figura
adquirió nuevo relieve, y la juventud, lejos de la etapa iconoclasta de la posguerra, vio en
él al mago creador de las tradiciones que siempre quiso ser.

En 1892 viajó a España como delegado oficial del Perú a


las celebraciones del cuarto centenario del acontecimiento colombino, ocasión que le
permitió asistir a muchos congresos, hacer intensa vida social en los salones madrileños,
comprobar el aprecio que le habían ganado sus obras, así como vigilar la publicación de
sus Tradiciones peruanas por la afamada casa editorial Montaner y Simón de Barcelona.
El diario limeño El Comercio publicó sus reportajes de atento corresponsal viajero. Las
ocurrencias del periplo, realizado con sus hijos Angélica y Ricardo, darían lugar al sabroso
libro Recuerdos de España (1897). Nuevamente en Lima volvió a sus tareas habituales al
frente de la Biblioteca, pero también a sus investigaciones y pesquisas, y a la edición de
libros propios -más series de tradiciones y artículos críticos- y ajenos -valiosos manuscritos
histórico-literarios guardados en ese repositorio.

Sereno ocaso

El paso de los años afectó su labor física e intelectual.


Los médicos le ordenaron limitar al máximo su trabajo literario. Por ello, requerido una y
otra vez por propios y extraños, tuvo que negarse a brindar su colaboración a numerosas
publicaciones que deseaban contarlo entre sus mentores.
Un grave desacuerdo con el primer gobierno de Leguía por la justa defensa de sus
fueros le hizo renunciar la jefatura de la Biblioteca Nacional en 1912, lo que motivó el
homenaje y la protesta de la ciudadanía por boca de prestigiados escritores jóvenes en
concurrida velada realizada en el Teatro Municipal. Anciano y valetudinario, se retiró por
segunda y definitiva vez a Miraflores, desde donde todavía pudo recomponer la Academia
Peruana en 1917 y escribir algunas páginas de remembranza y versos. Murió, rodeado
de hijos y nietos, en su casa convertida hoy en museo, el 6 de octubre de 1919.

La obra

Introducción

Palma escribió desde antes de los quince años y hasta prácticamente los últimos de
su larga existencia de ochenta y seis calendarios. Hombre que tuvo que ganarse el pan
con su trabajo administrativo, periodístico y, sobre todo, literario, debió desempeñarse en
muchos medios laborales, pero sobre todo en las redacciones de los periódicos y las
revistas, y, cuando su fama de tradicionista se afianzó, en la soledad de su gabinete,
ambiente propicio a las sutiles creaciones del espíritu.
La obra literaria de Palma es vasta y diversa; se compone de poesía, teatro y
prosa, y en cuanto a ésta de artículos críticos, ensayos y, sobre todo,
«tradiciones». También incursionó en la historia y, como tantos intelectuales del
siglo XIX, en el periodismo. Por otro lado, su preocupación nacionalista le impuso la
tarea de recopilar voces provinciales -americanismos, peruanismos, limeñismos, etc.- que
publicó en sendos volúmenes probatorios de su interés lingüístico -Neologismos y
americanismos (1896) y Dos mil setecientas voces que hacen falta en el Diccionario.
Papeletas lexicográficas (1903); además, fue un caudaloso y entretenido epistológrafo.

La «tradición»

Perfil y esencia

Muchos estudiosos -críticos y lingüistas de diversa


formación e interés- han abordado el estudio de la «tradición» de Palma, destacando casi
todos ellos su originalidad y lo singular que se ofrece en el universo de la literatura en
español. Así, se ha dicho que tiene de leyenda, cuento y novela, sin serlo del todo. Palma
las consideraba novelas en miniatura, «novelas homeopáticas». Vistas sus principales
características, se trata de un relato más bien breve de fondo usualmente histórico
que refiere algún suceso, anécdota, hecho misterioso o legendario, ocurrencia, etc.,
que casi siempre tuvo lugar durante la Conquista y el Virreinato del Perú, contado
usualmente con humor criollo y un dominio del lenguaje excepcional, a través de un
estilo muy singular en el que la oralidad tiene un papel fundamental.
Sin duda, la «tradición» de Palma es producto de muchas influencias
ideológicas, literarias y estilísticas, como el romanticismo y el liberalismo, el
costumbrismo y los maestros del Siglo de Oro español. Pero a la vez es fruto de una
psicología colectiva, de una forma de ser y mirar el mundo propia de cierto sector social
peruano, surgido en la costa, especialmente en Lima, para el cual los hechos y las cosas
tienen un lado gracioso, pícaro y burlesco que resulta materia aprovechable por la
literatura. Por lo mismo, el genio creador de Palma -limeño de origen popular- es el
referente forzoso, lo que da pie para afirmar que la «tradición» palmina es creación suya y
resultado de su profunda pasión historicista. En efecto, el amor al pasado peruano,
alentado por sus románticas emociones y experiencias, lo puso en condiciones de facturar
el nuevo subgénero, el cual, a medio camino entre la historia y la ficción, es una mezcla
personalísima en que la fantasía del autor tanto como su cultura, personalidad y estética
operan de un modo irrepetible. Un crítico actual, Julio Ortega, advierte así esta
problemática:
El discurso de la historia es incorporado por el discurso de la narración. La «tradición» es,
en todo sentido, la transición de los discursos; la ida y vuelta entre la fábula y la historia,
entre el pasado y el presente, entre la experiencia y la conciencia, entre los paradigmas
fabulosos y las secuencias históricas, entre la oralidad y la escritura, entre el saber común
y el conocer crítico, entre la sabiduría popular y la ironía moderna, entre la cultura como
tradición y la nación como identidad... Desplazada siempre en esa condición mediadora,
intermediaria, la «tradición» promedia también entre los nuevos discursos
latinoamericanos. En ese sentido, es un género, otra vez, intergenérico; un híbrido
producto intertextual.
Por cierto, Palma bebió cuanto pudo en los autores hispanos que más se
aproximaban a sus particulares aficiones, y a partir de sus enseñanzas y modelos creó su
propia fórmula. Mucho le sirvió en esa alquimia el conocimiento directo del pueblo limeño,
de sus costumbres, fiestas, lenguaje, sociabilidad, etc., lo que le alcanzó un perfecto
dominio de la psicología criolla y de sus matices pícaros y satíricos. Con tales
instrumentos, sumados a su origen popular y propensión antropológica, plasmó la obra
más notable de la literatura y del nacionalismo peruanos del siglo XIX.
Originalidad y evolución

Esto último merece una ampliación. Las «tradiciones»


fueron el resultado de una búsqueda consciente de originalidad, que determinó toda una
etapa de ensayo y preparación que duró muchos años. De ahí que las primeras
«tradiciones» fueran relatos fuertemente románticos y convencionales, en los cuales
apenas si se perciben algunas trazas originales, las cuales, con el paso del tiempo y la
maduración literaria de su autor, cobrarán mayor relieve y plasmarán resultados maduros
en los que el lastre del pasado es poco perceptible. Es claro, pues, que la «tradición»
palmina sufrió una fuerte evolución, desde las primeras (1853), que en realidad fueron
novelitas románticas, hasta las más logradas de los años setenta y ochenta, cuyo perfil
advierte claramente el logro de un resultado acabado en estilo, estructura, ligereza, gracia,
humor, etc. Por otro lado, debe tenerse en cuenta que Palma siempre tuvo especial
empeño en ofrecer productos muy elaborados, resultado de un proceso creador y
perfeccionista que en realidad nunca dio por concluido, pues incluso introducía nuevos
elementos -adiciones, supresiones, modificaciones, etc.- en versiones más de una vez
publicadas. «Pulir la frase» fue para él una constante a lo largo de toda su carrera de
escritor. En busca de un estilo inconfundiblemente suyo, Palma fue sin duda un escritor
profesional consciente de su valía y celoso de su reputación, y por ello no pocas veces
desechó obras por considerarlas indignas de su prestigio.
Sentido nacionalista e historicidad
La «tradición» palmina surgió en una etapa de la evolución intelectual del Perú
republicano en la que un sector de la élite movido por claras ambiciones nacionalistas
buscó la originalidad del país incluso en materia literaria. Uno de los mentores de la
generación romántica, el citado Miguel del Carpio, aconsejaba así a sus jóvenes amigos:
Sabrá Ud., señor [Manuel Nicolás] Corpancho, que siempre he deseado que en todo
género de cosas tenga el Perú lo suyo, lo propio, lo exclusivo, lo que no es, ni pueda, ni
deba ser de nadie, para que en esto se parezca nuestra patria a otras cultas naciones, las
cuales tienen un carácter señalado, un genio con tendencias privativas, una literatura
especial, y, en fin, una cosa que no se parece a la de los otros pueblos de la tierra.
Consecuente a este deseo, he aconsejado siempre a los jóvenes que me han honrado con
su amistad, que escriban sobre argumentos nacionales, y no permitan que se pierdan
entre la oscuridad de los tiempos, episodios poéticos de la mayor importancia que ofrece la
historia del imperio peruano, y rasgos admirables de patriotismo y de entusiasmo que se
han verificado en la guerra gloriosa de nuestra independencia.
Palma siguió el consejo y, sin duda, fue el que mejores frutos obtuvo. Por lo
mismo, su obra tiene también el sentido de una literatura fundacional, pues en más
de un sentido -cronológica y espiritualmente- «funda» la producción literaria
peruana al darle, en efecto, un carácter no sólo peculiar sino propio, un sentido, una
identidad. Palma buscó empeñosamente ese resultado pues, desde muy joven, entendió
que estaba haciendo obra nacional.
También fue original y pionero en su actitud ante el pasado, ya que no desdeñó la
época del Virreinato para situar sus relatos y emplearla como venero inagotable de
argumentos (lo que le exigió no poca labor de archivo y rebusca de información
documental). Su generación sufrió la tremenda limitación psicológica de considerar la
época colonial, al igual que la generación anterior que le transmitió la imagen, como un
tiempo tenebroso y de oprobio, indigno de ser recordado y menos recreado. A pesar de
ese discurso, Palma descubrió en ella muchos elementos rescatables, y no dudó en
explotar su singular riqueza histórica para sus fines literarios. Desde luego, siempre le
acompañaron una serie de prejuicios anticoloniales y antihispánicos, pero a pesar de ellos
acometió la tarea de rescatar del olvido los tres siglos virreinales, no en sus grandes
acontecimientos sino en sus páginas más prosaicas, cotidianas y domésticas de la vida
diaria. Por ello, y porque era un hombre a quien recrear la historia apasionaba
profundamente, su obra brilla ante nuestros ojos como el mejor y más vital fresco del largo
periodo colonial, lo que ha dado lugar a acusarlo de pasadista, evasivo y cultor del
Virreinato, aunque no le han faltado defensores que, por el contrario, recuerdan su claro
espíritu crítico, su pasión liberal, su prédica y hábitos republicanos, su ironía y su sátira
aplicadas a las costumbres y hábitos coloniales, etc.
Oralidad y escuela

Una de las claves del éxito de Palma fue la fuerte


oralidad de sus relatos. Oralidad en cuanto a la fuente -el pueblo anónimo, una abuela, la
«tía Catita», algún viejo, etc.- y en cuanto a la presencia del rumor callejero con sus voces
diversas y anónimas, y, cómo no, al desarrollo mismo del argumento, en el cual son
frecuentes los diálogos que Palma nos deja escuchar por boca de sus bien caracterizados
personajes. Los diálogos son sabrosos, salpimentados, ricos en matices humorísticos,
fluidos y agudos, de suerte que la fuerte vitalidad que transmiten envuelve al lector al
hacerle sentirse parte de la escena y ganarse su familiaridad. La extraordinaria agudeza
criolla de Lima, con sus componentes negros e indios, suele expresarse libre y audaz a
través no sólo de la oralidad sino de toda la argumentación de las «tradiciones».
Palma tuvo muchos imitadores hispanoamericanos que, como él, escribieron
«tradiciones», aunque pocos en verdad lograron el difícil equilibrio del modelo. En todos
los países surgieron «tradicionistas» empeñados en rescatar del olvido toda laya de
consejas, leyendas, anécdotas, etc., animados también por la pasión historicista y
motivados, unos más que otros, en un trabajo nacionalista y fundacional. En el Perú,
escribieron tradiciones contemporáneos de Palma tales como Manuel Atanasio Fuentes (el
Murciélago), José Antonio de Lavalle, Clorinda Matto de Turner, Eleazar Boloña, Aníbal
Gálvez, Mariano Ambrosio Cateriano, Celso Víctor Torres, entre otros. Matto de Turner,
Cateriano y Torres escribieron «tradiciones» de sus respectivos terruños, el Cuzco,
Arequipa y Ancash, respectivamente, lo que prueba que la receta -y la necesidad- de
escribir «tradiciones» también fue asimilada por las élites intelectuales provincianas. Al
igual que en el Perú, más allá de las fronteras nacionales se reconoció el liderazgo y
magisterio de Palma, a quien se tuvo -y se tiene- como escritor insuperable y modelo
acabado del género.
Inventario y ordenación
La gran mayoría de «tradiciones» -alrededor de quinientas, incluidos textos que, sin
serlo, se aproximan o alejan del género- fueron publicadas por Palma en sucesivas
recopilaciones o series que vieron la luz entre 1872 y 1910. Desde entonces no han
cesado de editarse total o parcialmente, habiendo sido agrupadas por series, épocas,
antigüedad de los hechos referidos, temas, etc. Sin embargo, la edición más
recomendable es la que sus hijas prepararon y realizó la casa editorial española Espasa-
Calpe, en seis volúmenes, aunque la de la casa Aguilar es la más manuable por constar
de uno solo.
Ciertamente, en un corpus tan grande se observan muchas variantes. Unas obedecen
al tiempo en que fueron facturadas, pues la «tradición», como hemos visto, sufrió una
evolución, a decir verdad un perfeccionamiento; otras a la mayor o menor extensión o
trascendencia del argumento, otras a su oralidad y carácter coloquial, otras al tratamiento
de las fuentes y a su historicidad, etc.

La poesía

Palma escribió poesía desde antes de los quince


años y hasta los últimos de su vida. Fue un fácil versificador que produjo infinidad de
composiciones amorosas, religiosas, políticas, humorísticas, necrológicas, de
circunstancia, etc., las cuales reunió en varios
poemarios: Poesías (1855), Armonías (1865), Pasionarias (1870), Verbos y
gerundios (1877), Traducciones de Enrique Heine y otros poetas
(1886), Poesías (1887), Filigranas (1892) y Poesías completas (1911). Sin embargo, su
poesía es inferior a su prosa, cosa que él supo, no obstante lo cual siempre estimó sus
«renglones rimados», por más que expresara lo contrario. Dotado de condiciones para la
poesía festiva, ligera, zumbona, acertó a aprovecharlas y plasmó un conjunto nada
despreciable de composiciones que ciertamente no merecen el olvido, siendo sin duda de
lo más rescatable del género en la vastísima producción poética del siglo XIX. Junto
a Felipe Pardo y Aliaga, Manuel Ascensio Segura, Pedro Paz Soldán y Unanue (Juan de
Arona) y Acisclo Villarán, representa la cima del espíritu criollo en los muy trajinados
predios poéticos.

La historia
Palma pretendió ser historiador en varias ocasiones. Así,
en el temprano folleto en el que recogió esbozos de algunos héroes de la
Independencia, Corona patriótica (1853), en sus trabajos sobre la Inquisición limeña,
reunidos en el libro Anales de la Inquisición de Lima (1863), en el ensayo sobre el misterio
que a su modo de ver envolvía las muertes de dos prohombres de la
Independencia, Monteagudo y Sánchez Carrión (1877), y en los apuntes memorialísticos
con los que trazó su trayectoria y la de otros románticos de su generación, La bohemia de
mi tiempo (1886). Salvo en el primer y último casos, en los otros su imaginación le hizo ir
más allá de los documentos y de la verdad probada. No pudo contener su inclinación a la
ficción, y el resultado fue la inexactitud e incluso la superchería. Sin embargo, debe
recordarse en su descargo que fue pionero en tales investigaciones, realizadas muchas
veces con pobre sustento documental, y que en ocasiones acertó en la pintura de la
época. Además, buen comunicador social, tuvo el cuidado de recoger un sinfín de
versiones de los sobrevivientes que habían sido testigos de tal o cual suceso,
incorporándolas a sus estudios, recurso que le sirvió también en la construcción de las
«tradiciones».

(Andahuaylas, 1911 - Lima, 1969) Escritor y etnólogo peruano,


renovador de la literatura de inspiración indigenista y uno de los más
destacados narradores peruanos del siglo XX.

José María Arguedas

Sus padres fueron el abogado cuzqueño Víctor Manuel Arguedas


Arellano, que se desempeñaba como juez en diversos pueblos de la
región, y Victoria Altamirano Navarro. En 1917 su padre se casó en
segundas nupcias (la madre había muerto tres años antes), y la familia
se trasladó al pueblo de Puquio y luego a San Juan de Lucanas. Al poco
tiempo el padre fue cesado como juez por razones políticas y hubo de
trabajar como abogado itinerante, dejando a su hijo al cuidado de la
madrastra y el hijo de ésta, quienes le daban tratamiento de sirviente.

En 1921 se escapó con su hermano Arístides de la opresión del


hermanastro. Se refugiaron en la hacienda Viseca, donde vivieron dos
años en contacto con los indios, hablando su idioma y aprendiendo sus
costumbres, hasta que en 1923 los recogió su padre, quien los llevó en
peregrinaje por diversos pueblos y ciudades de la sierra, para finalmente
establecerse en Abancay.

Después de realizar sus estudios secundarios en Ica, Huancayo y Lima,


ingresó en 1931 en la Facultad de Letras de la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos de Lima para estudiar literatura. Entre 1932 y
1937 trabajó como auxiliar de la Administración Central de Correos de
Lima, pero perdió el puesto al ser apresado por participar en una
manifestación estudiantil a favor de la República Española.

Tras permanecer alrededor de un año en la prisión El Sexto, fue


nombrado profesor de castellano y geografía en Sicuani, en el
departamento de Cuzco, cargo en que descubrió su vocación de
etnólogo. En octubre de 1941 fue agregado al Ministerio de Educación
para colaborar en la reforma de los planes de estudios secundarios. Tras
representar al profesorado peruano en el Congreso Indigenista
Interamericano de Patzcuaro (1942), reasumió su labor de profesor de
castellano en los colegios nacionales Alfonso Ugarte, Nuestra Señora de
Guadalupe y Mariano Melgar de Lima, hasta que en 1949 fue cesado por
considerársele comunista.

En su oficina del Museo de la Cultura Peruana (1960)


En marzo de 1947 fue nombrado Conservador General de Folklore en el
Ministerio de Educación, para posteriormente ser promovido a Jefe de la
Sección Folklore, Bellas Artes y Despacho del mismo ministerio (1950-
52). En 1953 fue nombrado Jefe del Instituto de Estudios Etnológicos del
Museo de la Cultura Peruana, y el mismo año comenzó a publicar la
revista Folklore Americano (órgano del Comité Interamericano de
Folklore, del que era secretario), la cual dirigió durante diez años.

A este cargo sucedieron el de director de la Casa de la Cultura del Perú


(1963-1964) y director del Museo Nacional de Historia (1964-1966),
desde los cuales editaría las revistas Cultura y Pueblo e Historia y Cultura.
También fue profesor de etnología y quechua en el Instituto Pedagógico
Nacional de Varones (1950-53), catedrático del Departamento de
Etnología de la Universidad de San Marcos (1958-68) y profesor en la
Universidad Nacional Agraria de la Molina desde 1964 hasta su muerte,
ocurrida a consecuencia de un balazo que se disparó en la sien y que
ocasionaría su fallecimiento cuatro días después. Fue galardonado con el
Premio Fomento a la Cultura en las áreas de Ciencias Sociales (1958) y
Literatura (1959, 1962) y con el Premio Inca Garcilaso de la Vega
(1968).
La obra de José María Arguedas

La producción intelectual de Arguedas es bastante amplia y comprende,


además de obras de ficción, diversos trabajos, ensayos y artículos sobre
el idioma quechua, la mitología prehispánica, el folclore y la educación
popular, entre otros aspectos de la cultura peruana. La circunstancia
especial de haberse educado dentro de dos tradiciones culturales, la
occidental y la indígena, unido a una delicada sensibilidad, le permitieron
comprender y describir como ningún otro intelectual peruano la compleja
realidad del indio nativo, con la que se identificó de una manera
desgarradora.

Por otro lado, en Arguedas la labor del literato y la del etnólogo no están
nunca totalmente disociadas, e incluso en sus estudios más académicos
encontramos el mismo lenguaje lírico que en sus narraciones. Y aunque
no era diestro en el manejo de las técnicas narrativas modernas, su
literatura (basada especialmente en las descripciones) supo comunicar
con gran intensidad la esencia de la cultura y el paisaje andinos.

Arguedas vivió un conflicto profundo entre su amor a la cultura indígena,


que deseaba se mantuviera en un estado "puro", y su deseo de redimir
al indio de sus condiciones económicas y sociales. Se puede decir que la
añoranza a las formas tradicionales de la vida andina hizo que postulara
un estatismo social, en abierta contradicción con su adhesión al
socialismo. Su obra revela el profundo amor del escritor por la cultura
andina peruana, a la que debió su más temprana formación, y
representa, sin duda, la cumbre del indigenismo: fue al mismo tiempo
un continuador de la mejor narrativa indigenista (Alcides Arguedas, Jorge
Icaza y su compatriota Ciro Alegría) y su más profundo renovador, como
también lo fueron, aunque desde otros enfoques, Miguel Ángel
Asturias, Alejo Carpenter o Juan Rulfo.

Dos circunstancias ayudan a explicar la estrecha relación de Arguedas


con el mundo campesino. En primer término, que naciera en una zona
de los Andes que no tenía mayor roce con los estratos occidentalizados;
en segundo lugar, que su madrastra lo obligara a permanecer entre los
indios tras la muerte de su madre. De esa manera asimiló la lengua
quechua, y lo mismo sucedió con las costumbres y los valores éticos y
culturales del poblador andino.

Esta precoz experiencia, vivida primero y simbolizada en su escritura por


la oposición indios/señores, se vería más tarde reforzada con los
estudios antropológicos. Como resultado de esta trama, la vida de
Arguedas transcurrió entre dos mundos no sólo distintos, sino además
en contienda. De allí surgió su voraz voluntad de interpretar la realidad
peruana, la permanente corrección de sus ideas sobre el país y la
definición de su obra como la búsqueda de una imagen válida de éste.

Ya desde sus primeros relatos se advierte la problemática que terminaría


por presidir toda su escritura: la vida, los azares y los sufrimientos de
los indios en las haciendas y aldeas de la sierra del Perú. Allí también se
presenta esa escisión esencial de dos grupos, señores e indios, que será
una constante en su obra narrativa. El espacio en que se desarrollan sus
relatos es limitado, lo que permite a esta oposición social y cultural
mostrarse en sus aspectos más dramáticos y dolorosos. El derrotero de
Arguedas ya está trazado; aunque en su fuero interno vive intensamente
la ambigüedad de pertenecer a dos mundos, su actitud literaria es muy
clara, en la medida en que determina una adhesión sin atenuantes al
universo de los indígenas, generando dos cauces de expresión que se
convertirán en sendos rasgos de estilo: la representación épica y la
introspección lírica.
José María Arguedas

Su primer libro reúne tres cuentos con el título de Agua (1935), que
describen aspectos de la vida en una aldea de los Andes peruanos. En
estos relatos se advierte el primer problema al que se tuvo que
enfrentar en su narrativa, que es el de encontrar un lenguaje que
permitiera que sus personajes indígenas (monolingües quechuas) se
pudieran expresar en idioma español sin que sonara falso. Ello se
resolvería de manera adecuada con el empleo de un "lenguaje
inventado": sobre una base léxica fundamentalmente española, injerta
el ritmo sintáctico del quechua. En Agua los conflictos sociales y
culturales del mundo andino se observan a través de los ojos de un niño.
El mundo indígena aparece como depositario de valores de solidaridad y
ternura, en oposición a la violencia del mundo de los blancos.
Yawar fiesta (1941) plantea un problema de desposesión de tierras que
sufren los habitantes de una comunidad. Con esta obra el autor cambia
algunas de las reglas de juego de la novela indigenista, al subrayar la
dignidad del nativo que ha sabido preservar sus tradiciones a pesar del
desprecio de los sectores de poder. Este aspecto triunfal es, de por sí,
inusual dentro del canon indigenista, y da la posibilidad de entender el
mundo andino como un cuerpo unitario, regido por sus propias leyes,
enfrentado al modelo occidentalizado imperante en la costa del Perú.
En Los ríos profundos (1958), José María Arguedas propone la dimensión
autobiográfica como clave interpretativa. En esta obra se nos muestra la
formación de su protagonista, Ernesto (que recobra el nombre del niño
protagonista de algunos de los relatos de Agua), a través de una serie de
pruebas decisivas. Su encuentro con la ciudad de Cuzco, la vida en un
colegio, su participación en la revuelta de las mujeres indígenas por la
sal y el descubrimiento angustioso del sexo son algunas de las etapas a
través de las cuales Ernesto define su visión del mundo. El mundo de los
indios asume cada vez más connotaciones míticas, erigiéndose como un
antídoto contra la brutalidad que tienen las relaciones humanas entre los
blancos.

José María Arguedas

La novela siguiente, El Sexto, publicada en 1961, representa un paréntesis


con respecto al ciclo andino. "El Sexto" es el nombre de la prisión de
Lima donde el escritor fue encarcelado en 1937-1938 por la dictadura
de Óscar Benavides. El infierno carcelario es también una metáfora de la
violencia que domina toda la sociedad peruana.
Con Todas las sangres, de 1964, Arguedas reanudó, sobre bases más
amplias, la representación del mundo andino. Del relato autobiográfico
se pasa a un cuadro general que comprende las transformaciones
económicas, sociales y culturales que suceden en la sierra peruana. A
través de la historia de una familia de grandes latifundistas, el autor
afronta las consecuencias del proceso de modernización que avanza
sobre un mundo todavía feudal.
Todas las sangres es ciertamente un proyecto narrativo de largo aliento y
mucho más ambicioso que los anteriores, pues pretende sopesar todos
los modelos que se presentan como alternativos para construir y
configurar la sociedad peruana. A ello obedece su estructura coral, en la
cual se enfrentan el proyecto capitalista, el orden feudal y un boceto de
capitalismo nacional. Pero el autor invalida cada uno de ellos,
proponiendo como legítimo un modelo social comunitario que no
desdeña, empero, la modernización. Todas las sangres eleva el problema
indígena a problema nacional, e incluso le brinda un tinte universal, en
la medida en que el conflicto expresado en la novela corresponde ya en
ese momento al llamado Tercer Mundo.
La última novela de Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, que se
publicó póstuma en 1971, quedó inacabada por el suicidio del escritor.
Los capítulos que consiguió escribir están ambientados en Chimbote, un
puerto pesquero del norte que sufre un desarrollo impetuoso y caótico.
El autor alterna la representación dramática de los costes humanos de
este crecimiento, especialmente la pérdida de identidad cultural de los
indios trasplantados a la ciudad, con apuntes de diario, de los cuales
emerge la decisión, cada vez más inexorable, de suicidarse.
La imagen literaria de Arguedas se completa con sus Relatos completos,
reunidos en 1975, y con importantes investigaciones antropológicas y
folclóricas, además de su producción poética en lengua quechua.

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