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LA ORFANDAD DE LA CIUDADANIA ESPAÑOLA ES MUY PREOCUPANTE

Dice Gabriel Albiac (Utiel, 1950) que “no ha habido una emoción comparable” en toda su vida profesional “a ganar el
premio Mariano de Cavia”. También dice que ha llegado tarde a ABC, donde ha encontrado un espacio insólito de
libertad, en el que la literatura, la belleza del texto literario, es parte esencial. Ayer su teléfono hervía cuando nos
recibió vestido de negro, con aire de maestro de kung fu de las palabras, en un apartamento en que la austeridad de los
libros de torna en seguida el jardín de las ideas que cultiva el filósofo. Tiene sobre la mesa los “Heterodoxos” de
Menéndez Pelayo, junto a un taco de papeles con notas. El techo abuhardillado de su casa habla de París y de una vida
dedicada al pensamiento. Y dio mucho que pensar el siglo XX.
La Tercera premiada narra cómo se enteró del atentado de las Ramblas de Barcelona en 2017, mientras hacía turismo
por las localizaciones de las películas de John Ford, “algo que quería hacer desde joven”. Allí no había cobertura. En
un hotel del parque Yosemite (que en lengua Miwok significa “aquellos que matan”) activó el móvil y entraron en
cascada los mensajes y las alertas de un mundo en guerra. “El mundo es demasiado diminuto para jugar al escondite
con el espanto”, dice.
-¿Qué aporta lo literario a ABC?
-El respeto absoluto al texto. Puedes decir al lector: esta es una historia complicada, no voy a engañarle diciéndole
buenos y malos, voy a recorrer con usted el laberinto. Voy a tratarle como un adulto que tiene que leer para entender lo
que sucede.
-¿La sociedad quiere escuchar eso?
-Naturalmente no. Un escritor es el que apuesta por construir aquello que no quiere ser visto. Desde Sócrates un
filósofo es “el tábano”. Para sobarle el lomo ya hay otros. Yo vengo a molestarle, a incomodarle, a obligarle a entender
que ciertos modos de simplificar el lenguaje son una aberración moral, porque traen una simplificación del mundo. Y
esa simplificación no es nunca inocente. Está al servicio de algo que suele ser muy perverso.
-Hay en su texto un tono elegiaco sobre la civilización. ¿Amenaza ruina?
-Para los escritores de mi edad es duro. Vengo de la generación del 68. Hubo una gran ilusión, en el mismo sentido en
el que Renoir la utilizaba en su película: “La gran ilusión” de la guerra caballerosa que dio origen al horror, al espanto
de la Gran Guerra. En nuestro caso era la transformación gozosa del mundo. El fin de los tiempos sombríos, la fantasía
de que habíamos de acabar con ese reino de sombras y entraríamos en un reino de luz. El paso de los años nos ha ido
sacando de esa ilusión.
-Pero es que allí les llevó el lenguaje.
-Sí, nos llevó un lenguaje mal construido, el mesianismo, la idea de que la historia es un proceso ascendente al final del
cual hay una consumación. Esa fantasía procede de Hegel. A mediados de los años sesenta tuvimos la impresión de
estar en un momento de ascenso como ese. Cuando descubrimos que la propia visión de la realidad era un engaño, una
fantasmagoría, podíamos intuir que iba a producir lo peor: el encubrimiento del exterminio político en los países del
este de Europa, la deriva autodestructiva de mi generación. Quedó claro que todo reposaba sobre nada.
-Bajo el asfalto no estaba la playa.
-Ni playa ni nada. Ese tono elegiaco que percibe en mis artículos viene de ahí. Cuando alguien como yo mira hacia
atrás, como el ángel de la historia de Walter Benjamin, solo ve escombros.
-¿No le pasa a cada generación?
Sí. Imagínate la generación que fue joven al principio del siglo XX, lo que se encontró en los años cuarenta. Si miras
hacia atrás y ves que del proyecto de lo mejor salió lo peor; del paraíso, el infierno; del proyecto de la inteligencia, el
mayor entontecimiento imaginable, hay dos posibilidades: o te niegas a aceptarlo porque es demasiado duro a cierta
edad, o consideras que es el oficio del escritor y más todavía del filósofo y abres los ojos. Y no te detienes en lo
agradable o desagradable que haya sido, sino que tratas de entender. Entender algo que se ha desmoronado tiene un
componente elegiaco. Pero debes mantener la distancia para que no sea un elemento de distorsión. Unamuno añade: los
ojos empañados por las lágrimas no pueden ver ni entender la realidad. No hay que ocultar nada, hay que explicitarlo
todo. No ofrecer salvaciones.
-Critica la reacción de muchos tras los atentados. Es una crítica dura, del tipo: ¿qué hiciste de ti mismo?
-Es absolutamente exacto. En la vida de un hombre es la pregunta clave. Es casi complaciente describir un desastre
como algo que no tiene que ver contigo, algo externo. Pero el que escribe debe hablar sobre qué se ha destruido de ti en
esos momentos, qué ha quedado de ti por el camino. Y en qué eres responsable de que haya sido así. Guicciardini, el
amigo de Maquiavelo, dice: que los países y ciudades mueran no tiene nada de extraordinario, lo verdaderamente duro
es estar debajo cuando se desmoronan.
-¿Siente España así ahora mismo?
-La descomposición a la que asistimos no es una cosa objetiva y ajena. Es lo que tú eres, la lengua que hablas.
-En sus textos está implícito un viaje ideológico largo. ¿Qué aporta?
-Yo me definí como un comunista muerto. He sido un militante comunista que se sitúa ante la necesidad de entender lo
que todo el sistema de las buenas intenciones acabó engendrando aquella monstruosidad terrible.
-¿Compromiso sin ser de izquierda?
-El concepto de compromiso es ambiguo. Lo que debe exigirse a un escritor es un compromiso absoluto con el rigor de
la escritura. Si esta conclusión no me gusta no le voy a engañar con otra conclusión distinta.
-¿Cómo ve el momento actual?
-Endiablado. El sistema que funcionaba desde 1978 se ha desmoronado. No hay credibilidad ninguna en el sistema.
Aquellos que tienen el deber profesional de afrontar eso y reestructurarlo o han renunciado a ello o son rigurosamente
incapaces de hacerlo. La orfandad de la ciudadanía española es extremadamente preocupante.
-¿Qué tal ve el periodismo?
-Pasa por un momento muy muy difícil porque la autonomía económica de la prensa nunca ha sido tan precaria. Hay
una tentación de ceder a la trivialización completa del texto y considerar que el periódico no es más que cebo para
tener clics. Buena parte de la prensa digital emplea titulares engañosos sencillamente para eso, o insinuaciones
complacientes para el lector. Esa es la muerte definitiva de la prensa, solo dejará depósitos de acumulación de datos
que suplirán lo que un día fueron periódicos. Creo en otra apuesta: ofrecer al lector un producto adulto, que no busque
complacerlo sino que persiga poner todos los elementos a su disposición para ayudarle a entender.

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