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El tiempo siendo y haciéndose con

enredos y resabios. Antropología del


tiempo en Quinchía, Risaralda.

María Camila Aricapa Alfonso

Trabajo de investigación presentado como requisito parcial para optar al título de:
Antropóloga

Director:
Magíster en Antropología Social, Luis Alberto Suárez Guava

Universidad de Caldas
Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales
Departamento de Antropología y Sociología
Manizales, Colombia
2021
A mi familia, en especial a mi madre y a mi hermano.
Agradecimientos
Le agradezco a mi madre, su generosidad, amabilidad y persistencia fueron los principios
que tome para criarme como persona. A mi hermano, su melosería y humor me llenaron
de vida en los días más solitarios y pesados.

A Ariel Aricapa por sus enseñanzas del tiempo y sus continuas historias del municipio y de
las luchas campesinas. A Adela Guarumo por levantarme a punta de panela, maíz, arepas
y almuerzos cargados en los días de trabajo, por contarme los resabios campesinos que
le enseñaron sus viejos y por haber sido una madre todo el tiempo que estuve allí. A Ivonne
y Billy, por enseñarme a trabajar en el trapiche, por cuidarme en los caminos pesados y
mantenerme protegida de las vacilaciones del tiempo. A Nelfa Aricapa y Azalón, por
recibirme en medio de días calurosos y tempestuosos para hablar de la familia y de lo que
nos dejaron. A Manuel Manso y doña Orfa Aricapa, por recibirme en su casa y conectarme
con todos los Aricapa de Quinchía. A ellos, a mi familia de Quinchía, les agradezco por
compartirme sus vidas y conocimientos, por enseñarme a bregarle a la vida y a enredarme
con las gentes y bichos con los que se comparte el trabajo.

A Christian Camilo Restrepo, por sus continuas lecturas, sus certeros comentarios y sus
fuertes críticas, por las tardes y noches de largas charlas sobre el tiempo, el mundo y las
gentes, por siempre estar ahí cuando necesité resolver problemas y contradicciones.
Gracias a él, este trabajo y la antropología cogieron sentido. Gracias a él, me crié como
persona más honesta y sensible.

A Daniel Valencia, por su acompañamiento incondicional en momentos críticos y su apoyo


sincero. Las tintiadas en la Universidad, las charlas después de clase, los rumores de
pasillo y sus constantes enseñanzas me dieron fuerza y le dieron vida a este trabajo.
Agradecimientos V

A Leidy Peralta, su amistad y cariño fueron un motor para seguir. Las tardes de estudio,
los almuerzos compartidos, las charlas tediosas, las risas indiscretas y los lloriqueos
inexplicables, fueron tan necesarias y tan indispensables para sobrellevar la vida, que no
me imagino sin ella.

A Ana María Rodríguez, Claudia Charfuelán, David Marulanda, Gentil Sánchez, Janneth
Taimal y Yorely Quiguantar, mis compañeras y compañeros del grupo de tesistas. Gracias
a ellos aprendí a ver un mundo que está vivo y se está criando con las gentes que lo
habitan. Gracias a sus lecturas recurrentes y sus generosos comentarios, este trabajo
cogió forma y vida.

A Luis Alberto Suárez Guava, por enseñarme una forma de ver y hacer antropología más
honesta con las gentes que nos crían en campo y nos dejan compartir sus vidas, por sus
juiciosas lecturas, sus largos comentarios y sus continuas enseñanzas.

Les agradezco infinitamente a todos por enredarse conmigo y por criarme como persona
y antropóloga.
Contenido VII

Contenido
Pág.

Lista de figuras ............................................................................................................ VIII

Introducción .................................................................................................................... 1
Proceso de investigación .............................................................................................. 1
El tiempo como enredo ...................................................................................... 7
Los enredos de este trabajo ............................................................................. 12

2. Los resabios del tiempo ........................................................................................ 15


Del bochorno al fresquito.................................................................................. 17
De lluvias espantabobos a soles picantes ........................................................ 24
De atrasos a tempestades................................................................................ 28
¡Este sí que es resabiado! ................................................................................ 32

3. Los resabios campesinos ...................................................................................... 35


Llamadas de lluvias o peticiones de agua ........................................................ 36
3.1.1 Las quemas ................................................................................................... 36
3.1.2 El grillo y el sapo............................................................................................ 38
3.1.3 Misas, cruces y velones ................................................................................. 40
Cortadas de lluvia o conjuradas de tempestades ............................................. 43
3.2.1 La sal en la teja.............................................................................................. 43
3.2.2 Cruces, ramos y niños ................................................................................... 46
¡Briéguele! ........................................................................................................ 49

4. Lo caliente: enredos melosos y violentos ............................................................ 51


Desde la carretera ............................................................................................ 51
Las galleras ...................................................................................................... 54
Una crianza tierna pero melosa ........................................................................ 57
La pelea ........................................................................................................... 61
Cierre ............................................................................................................... 67

5. Consideraciones finales ........................................................................................ 73


Más allá del carácter social del tiempo ............................................................. 75

Bibliografía .................................................................................................................... 79
Contenido VIII

Lista de figuras
Pág.

Fotografía 1. El horno haciendo hervir la miel de las pailas. Vereda Santa Cecilia,
Quinchía. María Camila Aricapa (2019). ...................................................................... 18

Fotografía 2. Un domingo con mañana ennubada en la cabecera municipal. María


Camila Aricapa (2019). ................................................................................................ 24

Fotografía 3. El Cerro Opiramá en un día de sol picante. Vereda Santa Cecilia,


Quinchía. María Camila Aricapa (2019). ...................................................................... 28
Introducción
En Quinchía el tiempo va haciéndose con las quemas que hacen los campesinos, con los
chillidos que botan los sapos y los niños, con la sal asándose al carbón, con las cruces
enterradas por los lados de las fincas, con las quemas de ramos bendecidos, con los rezos
que lanzan las gentes arrodilladas al lado de las camas o con esas que van rodiando los
cultivos. Por todos esos lazos que va tejiendo con los campesinos quinchieños, con
animales como sapos, grillos, chicharras y yeguas, y con cosas como las aguas, los cerros,
los ramos y las cruces, se argumenta que el tiempo es un enredo. Lo cual supone,
inicialmente, que no es algo que se haga de forma aislada, sino que se cría en junta, en
compañía de esas otras gentes y cosas con las que comparte el mundo. Supone también
que es algo que está siendo, algo que emerge de forma continua debido a esos lazos que
va tejiendo. Lo que ha llevado a decir que tiene temperamento, que a veces se muestra
como cambios bruscos, que los campesinos llaman resabios, y a veces como estado de
ánimo que genera o es generado por otras cosas vivas que se están haciendo con él.

El tiempo siendo y haciéndose como enredo y resabio y entre enredos y resabios es lo que
muestra este trabajo de grado a lo largo de tres capítulos. El primero enseña cómo es que
el tiempo es resabiado por los cambios diarios que suscita y lo que ello implica en el
quehacer campesino. En el segundo se cuentan algunas mañas que han aprendido los
campesinos para hacerle frente a los resabios del tiempo. Y, finalmente, en el tercero se
muestra cómo se hace lo caliente, contando parte de la vida y crianza de dos especies
compañeras, mi tío Lisandro y su gallo, el Tominejo.

Proceso de investigación
En el lado izquierdo de una de las orillas del río Cauca, al nororiente del departamento de
Risaralda, se encuentra el municipio de Quinchía. Comienza con Irra, la parte más baja y
calurosa de Quinchía, a unos 835 metros sobre el nivel del mar, y sube hasta lo más frío
con el pico del cerro Batero que cuenta con más de 2200 metros sobre el nivel del mar. De
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ahí se estira en todas las direcciones hasta limitar las ochenta y un veredas y cuatro
corregimientos que le dan forma, y sus 149,8 km² de extensión territorial.

Llegué allí pensando en mi familia. Todos mis parientes paternos crecieron y se criaron en
Santa Cecilia, una de sus veredas. Debido a la violencia que se vivió en el municipio a
costas de grupos armados, específicamente del Ejército Popular de Liberación, todos
resultaron viviendo en Manizales. Y por las condiciones en las que salieron de allí, nunca
se llegaba a hablar del pueblo ni se escuchaban cuentos de crianza, esas historias que le
recuerdan a uno todas las cosas y personas que lo levantaron, que le fueron dando forma.
Así, cuando llegó la hora de elegir dónde ‘hacer campo’, decidí irme a conocer esos
parientes lejanos y esas tierras escarpadas. Mi pregunta de investigación veía al tiempo
como un hecho social, como una cosa construida por los humanos, como lo asumieron la
mayor parte de antropólogas y antropólogos que había leído hasta el momento, por lo que
mi objetivo era describir ese hecho social, contar cómo era el tiempo entre los quinchieños.
Así, las primeras semanas me las pasé en la Casa de la Cultura, rodeada por libros más
que por personas, intentando ver el ‘tiempo estructural’ de Quinchía en sus libros
históricos. Pero fue la familia Aricapa quien me comenzó a mostrar un tiempo que no
estaba consignado en los libros, sino que se vivía día a día con las nubes que tapan los
cerros, los fríos que entumen, el bochorno que escurre y las lluvias que lo vacilan a uno.
Con ellos, con el trabajo de campo y con autores que se distanciaban radicalmente del
paradigma constructivista -como Haraway (2017, 2019) e Ingold (2018)-, fue que comencé
a dejar atrás esa forma cerrada y dogmática de ver el tiempo y comencé a vivirlo, sentirlo
y compartirlo con quienes estaban allí compartiéndome sus vidas y sus conocimientos.

El primero que me recibió fue el primo Manuel Manzo, con su hija Michel y su madre, doña
Orfa. Estuve con ellos en la cabecera municipal, en una casa por los lados del estadio,
entre abril y mayo de 2019. En idas y vueltas, conocí a la tía Flor, que me llevó a conocer
a todos los Aricapa del municipio y me enseñó varias mañas en contra de la brujería. En
ese mismo tiempo estuve visitando a Nelfa y a su esposo Azalón, quienes me enseñaron
que los cerros braman avisando tempestades y las mañas que los ‘viejos’ les enseñaron
para sobrellevar esos resabios del tiempo.

Luego resulté en Santa Cecilia, entre junio y julio de 2019, acogida por la familia Aricapa
Guarumo. Ellos me enseñaron sus quehaceres diarios y las formas en las que
Introducción 3

sobrellevaban la vida. Con Adela aprendí a cogerle cariño a la cocina, porque es allá donde
las mujeres pueden ‘soltar la lengua’ y darse sus gustitos. Haciendo arepas de yuca,
tamales, natilla de maíz, almuerzos y comidas, picando, echando chismes y cuentos, Adela
me enseñó la importancia del fogón en el campo, pues es allá dónde se cuenta lo que se
hizo durante el día, pero también donde se reprende y se tratan asuntos familiares. Con
Ariel aprendí a darle vuelta a los cultivos y a echarle ojo a los gallos, además de algo de
historia del municipio y de las luchas campesinas. Con Carlos aprendí a echarle ojo a las
piedras que rondan los cerros, porque en ellas se cuenta dónde es que se escondieron las
guacas. Con Ivonne aprendí a distinguir los lugares pesados, casi siempre guaduales, en
donde viven los ‘duendes’ y juegan con uno, envolatándolo por pasar a mala hora. Con
Billy aprendí a cortar caña, a distinguirla por sus colores, a hacer guarapo, a disfrutarlo en
los días de bochorno y a volverlo miel para luego melcocharlo hasta hacer panela. Con
Gitana, la yegua de Billy, aprendí lo pesado que se vuelve uno en los días bochornosos
haciendo funcionar el molino para sacar guarapo. Con todos ellos aprendí a ver los
resabios del clima, que aquel sapo sabe avisar, al igual que aquella chicharra, que las
nubes cuentan cómo va a ser el día y que enredándose con otros bichos se le puede
montar disputa al tiempo. En el día a día acompañado por la familia fue que aprendí algo
de la vida campesina, de sus quehaceres y sus padecimientos.

Debido a compromisos con la Universidad tuve que volver de forma recurrente a


Manizales. Por lo que ‘mi campo’ no se extendió el tiempo que tenía planeado inicialmente.
Y cuando estuve libre de compromisos y quise aprender más de mi familia en Quinchía,
llegó el Covid-19. Por ello, intentando complementar los aprendizajes del tiempo en el
mundo campesino, añadí en este trabajo dos referentes etnográficos en los que se tratan
los resabios del tiempo en la vida campesina y resabios campesinos en la vida del tiempo.
Así, los nahuas de la Sierra de Texcoco (David Lorente y Fernández, 2011) y los aymaras
del altiplano boliviano (Van den Berg, 1989) nos irán contando, junto a los quinchieños,
cómo fueron enredándose con el tiempo para poder llevar la vida y seguirse -y seguirla-
reproduciendo. La elección de esto dos referentes no es arbitraria, al contrario, su elección
responde a dos aspectos. El primero es que son trabajos con una enorme cantidad de
detalles etnográficos. Y, aunque su forma de ver el tiempo y de tratarlo difiere de la mía,
son los que mejor cuentan los enredos de los que va surgiendo el tiempo, dándole lugar
tanto a los campesinos como a los animales, sustancias y materiales de los que aquel va
emergiendo. El segundo, es que trabajan con gentes campesinas y le dan lugar a lo que
4 Introducción

ellos han aprendido al enredarse con el tiempo. Aunque lo que saben los campesinos es
usado por ellos para sustentar premisas culturalistas, sigue teniendo un lugar, se muestra
a lo largo de sus trabajos, cosa que a veces es difícil encontrar en trabajos etnográficos.
Así, los nahuas y los aymaras se unen a los quinchieños como campesinos que fueron
aprendiendo del tiempo, fueron enredándose con él y con otros bichos, para poder llevar
la vida.

El tiempo en la antropología
El tiempo no ha sido un tema ajeno a la antropología, aparece en gran parte de la literatura
etnográfica, ya sea como notas de campo sobre el ‘clima’, como el motor del parentesco,
como ‘telón de fondo’ en los procesos de producción o como eso que le da forma al
calendario agrícola. Indirectamente, ha sido un tema transversal. Hasta que llegaron
autores como Hubert y Mauss (1949) e hicieron del tiempo un tema a discutir en la
antropología.

Dichos autores, pioneros además, comenzaron a preguntarse por la forma que tomaba el
tiempo en los ‘actos rituales’. El tiempo no se veía como algo continuo, homogéneo y
cuantificable. Al contrario, parecía escaparse de la regularidad y de los intentos de
medición. Ese tiempo que sucedía allí, ‘tiempo sagrado’ lo llamaron, no estaba ligado a la
duración de los acontecimientos sino a los acontecimientos mismos y a su calidad. Lo que
le daba forma, según estos autores, a ese tiempo sagrado era lo que acontecía en ellos y
los atributos que se le daban, no su extensión o duración. Pero, ¿qué miden entonces los
calendarios? Tiempos sagrados y profanos, dicen ellos. Serían sus ritmos y contrastes lo
que terminaría dándole forma a esos ‘calendarios’. Y ahondando más en el asunto llegan
a afirmar que sería ese tiempo sagrado, en tanto ‘convención’ o ‘esfuerzo cultural’, el que
marca los ritmos de la ‘vida social’, no los fenómenos naturales y astronómicos que
parecían ser cíclicos. Esos supuestos ciclos, dicen ellos, terminan siendo irregulares,
demasiado fluctuantes, como para darle forma a los calendarios. A lo sumo, esos ‘ciclos’
le darían fuerza o autoridad a las ‘convenciones’. A lo que llegaron estos autores, y que
posteriormente asumirían otras antropólogas y antropólogos, es que el tiempo, en tanto
‘esquema’, termina siendo una ‘construcción social’ más que un esquema natural dado por
ciertos fenómenos ambientales.
Introducción 5

Por ese mismo lado coge Leach (1971). Quien, atraído por la afirmación de Hubert y Mauss
(1949) del tiempo como ‘construcción social’, se pregunta por cómo es que se
‘experimenta’. Dos son los aportes que hace al estudio del tiempo. Inicialmente dice que
en sociedades occidentales el tiempo se experimenta de forma circularidad y de forma
linealidad. La primera se mostraría por medio de esos fenómenos que se repiten, que
encuentran un ciclo en su continuo retorno. La segunda daría cuenta de la naturaleza
irreversible del tiempo, de la finitud. Y aunque las dos se enredarían en la experiencia
cotidiana del tiempo, habría una que prima. Tendríamos, dice Leach, una aversión
psicológica a la idea de muerte o fin. De ahí que elijamos pensar el tiempo de forma
circular, como ‘un eterno retorno’, y no como algo finito. Luego, tomando el mito de Cronos,
las fiestas que marcan los calendarios anuales y las fases de los ritos de paso, llega a
afirmar que el tiempo en dichas sociedades no se experimenta de forma circular sino como
algo ‘discontinuo’, como un movimiento u oscilación entre polos opuestos, como una
“discontinuidad de contrastes repetidos” (p. 207). Día/noche, vida/muerte, tiempo sagrado/
tiempo profano. Serían esos contrastes, la inversión del orden que hay en ellos y su
retorno, lo que le daría forma a los ‘actos rituales’ en sociedades ‘no-occidentales’.

Luego aparece Gell (1992), quien oponiéndose a la idea de ‘discontinuidad’ e ‘inversión’,


ofrece otra explicación del tiempo en los ‘actos rituales’. Lo que se presenta como
discontinuidad para Leach, para Gell es una muestra de las contradicciones del concepto
‘tiempo’. Habría, según Gell (1992), dos formas en las que se presenta el tiempo: una
diacrónica y una sincrónica. En la primera el tiempo se ve como algo que ocurre, como eso
que les sucede a las cosas y las hace pasar de un antes a un después. La segunda, al
contrario, mostraría cierta quietud. El tiempo como algo sincrónico les mostraría a las
gentes sus posibilidades de ser y las posiciones que podría ocupar en la ‘estructura social’.
Acompañado de los Umeda de Papúa Nueva Guinea cuenta cómo en sus danzas Ida, no
se da una inversión del orden ni del tiempo, sino que se refuerza la ‘convención’, se
refuerza el ‘orden social’ de esas gentes y las posibilidades de ser que tienen allí. El tiempo
en los ‘actos rituales’ tendría como función asegurar que la continuidad de las
convenciones, la continuidad del orden.

El tiempo como esa cosa que da orden o que permite el orden entre sociedades ya había
sido discutido por otros autores, no desde los ‘actos rituales’ sino de forma más general,
como eso que le da ritmo a la ‘vida social’. Fueron Mauss & Beuchat (1971) y Evans-
6 Introducción

Pritchard (1977) quienes mostraron cómo es que el tiempo está ligado con la ‘estructura
social’. Mauss & Beuchat (1971), se preguntan por las variaciones en la ‘morfología social’
de los esquimales. Lo más evidente era que las variaciones en su organización social
respondían a los cambios estacionales a los que se veían sometidos. Los esquimales se
agrupaban o dispersaban de acuerdo al invierno o al verano, al deshielo y helamiento. En
invierno vivían cercanos unos de otros, en verano se alejaban y formaban campamentos
dispersos. Y no sólo cambiaba el lugar de residencia, también otros aspectos ‘sociales’,
parentesco, propiedad y vida religiosa. Sin embargo, los autores descartaron que el ‘ritmo
social’ de los esquimales, y su tiempo en general, estuviera ligado a los ciclos naturales.
Pues en climas más templados se seguía viendo esa alternancia en la ‘organización social’.
Entonces ¿a qué se debían esos cambios? Dicen los autores, que se debía a la necesidad
de ‘regular la intensidad de las relaciones sociales’. Casi que por ‘supervivencia social’
debían mantener fases sucesivas de intensidad y reposo de esa vida social. Y ahondando
en el asunto y dándole un carácter más general, Mauss & Beuchat (1971) afirman que las
sociedades tienen un ‘ritmo social endógeno’ que tiene como función ‘mantener o regular
las relaciones entre sus miembros’. El tiempo sería entonces una cosa intrínseca a las
sociedades que además de darles forma, les da viabilidad.

Evans-Pritchard (1977), por otra parte, llega a dos formas del tiempo que le darían forma
a los Nuer, en este caso. Dice el autor que los Nuer están enredados en dos tiempos: el
ecológico y el estructural. El primero estaría marcado por los ‘fenómenos naturales’, que
aparecen cíclicamente, y por las afectaciones que le genera a los Nuer. El segundo, por
‘fenómenos humanos o sociales’ y por la ‘estructura social’ en la que aquellos se mueven.
Sin embargo, habría uno que prima sobre el otro. Evans-Pritchard notó que cuando los
nuer se referían a cierto evento o acontecimiento lo hacían haciendo referencia a los
‘grupos de edad’, para referirse a una época del año lo hacían mencionando la actividad
que se realizaba y los ‘fenómenos astronómicos y naturales’ solo tendrían importancia en
relación a las actividades cotidianas. Ese tiempo ecológico solo sería un ‘reflejo’ del tiempo
estructural. El ritmo social estaría dado las relaciones sociales entre los nuer y por las
actividades que hacían más que por variaciones climáticas. El tiempo ecológico no sería
sino otra forma del tiempo estructural, un tiempo que se mueve por ‘convenciones’ más
que por ‘fenómenos naturales’. A algo similar había llegado Malinowski (1927) con los
trobiand. Estudiando su calendario llega a la conclusión de que ni el sol, ni la luna, ni las
estrellas, ni la posición de los astros, es lo que determina el ciclo anual, es el ritmo
Introducción 7

económico dado por la agricultura el que le da forma y ritmo a la vida social. Son los huertos
y las cosechas quienes le dan inicio y fin al ciclo anual, son ellos quienes dividen el año y
determinan qué hay que hacer y en qué momento. Y aunque los ‘fenómenos naturales’ se
toman gran parte de su trabajo, sigue primando ese ‘tiempo social’, esa ‘fuerza cultural’,
sobre los fenómenos no-humanos o ‘naturales’ como les llaman.

Fueron estos autores quienes le dieron base a los estudios antropológicos del tiempo. Y
como es posible ver, todos ellos reafirman el carácter social del tiempo y su primacía sobre
‘lo natural’. Y aunque en algunos casos ‘lo natural’ se tiene en cuenta, siempre es asumido
como un telón de fondo, como algo que está fuera de lo humano y que parece no afectarlo.
Al contrario, parece que es lo humano lo que afecta lo natural, lo que le da forma, lo que
le da ‘significado’. Lo natural se presenta como un mero ‘reflejo’ de lo social, como una
‘autoridad’ que reafirma las convenciones, el orden y la estructura social. Algo que ya le
criticaba Terradas (1998) a Mauss de su trabajo con los esquimales. Dice Terradas (1998)
que considerar el tiempo solo como algo humano, es una postura extrema resultado de un
gran celo sociológico. Es imposible, según este autor, negar las afectaciones de esas otras
cosas no-humanas en la forma del tiempo y en la vida misma de los humanos. Siguiendo
la crítica de Terradas, alejándome del carácter -o más bien supremacía- social del tiempo,
y apoyándome en Ingold (2018) y Haraway (2017, 2019), apuesto por una consideración
del tiempo como enredo entre esas cosas humanas y no humanas, sin ninguna primacía,
solo como resultado de enredos entre cosas que comparten y habitan un mismo mundo.

El tiempo como enredo


‘El tiempo es un hecho social’, han anunciado la mayoría de antropólogas y antropólogos,
y, al parecer, con ello ha bastado para darle una base incuestionable a los estudios
antropológicos del tiempo. Así, la premisa que ha guiado la mayor parte de estos estudios,
es que el tiempo es variable y se manifiesta de modo variable, es decir, de acuerdo a la
‘cultura’. Lo cual, además de caer en un hiperrelativismo, sustenta la idea de la
inconmensurabilidad, pues al depender de un marco sociocultural específico e
históricamente localizado se hace imposible, por lo menos para el investigador que intenta
‘escudriñar’ ese ‘otro’ esquema temporal, acceder a él sin antes imprimir una parte del
esquema temporal en el que se encuentra inmerso. Otra de sus consecuencias es, como
menciona Ignasi Terradas (1998), ‘un gran celo sociológico’ en el que el tiempo sólo sería
8 Introducción

el reflejo de las estructuras sociales (Evans-Pritchard 1977), del ritmo económico dado por
la agricultura (Malinowski 1927), de la reproducción del orden social existente (Gell 1992),
de categorías fundamentales del entendimiento (Durkheim 2014) y/o de la morfología
social (Mauss y Beuchat 1971). En síntesis, el tiempo sería sólo el resultado de una
construcción social (netamente humana) que refleja diversos aspectos de la organización
social del grupo en cuestión.

Entonces antropólogas y antropólogos saben que hay algo más que no están abordando
pero eso simplemente lo han denominado ‘una cualidad procesual del mundo material’
(Carbonell, 2003, p. 9) que no hace parte de su campo, y se han dedicado a las
‘manifestaciones’ de este, que han denominado, en su afán de diferenciarlo de esa
‘cualidad del mundo material’, ‘temporalidad’, entendiéndola como la ‘aprehensión’ que
hacen sociedades específicas de esa cosa tan general y escurridiza (Iparraguirre, 2011).
Así, han tenido como tarea describir esas formas en las que se manifiesta el tiempo
teniendo como base su carácter social y netamente humano. De lo que ha derivado una
miríada de calendarios y esquemas temporales que sirven para sustentar aquella premisa
según la cual el tiempo es variable y se manifiesta de modo variable. Esquemas que tienen
como marco de referencia el ‘tiempo del investigador’ (Munn, 1992) y que carecen de
sentido al extraer las prácticas sociales de la compleja vida cotidiana en la que se
desenvuelven (Bourdieu, 1977 y 2007). O, también, estudios que presentan la enorme
complejidad y los diversos factores que le dan forma al tiempo pero que las delegan al
terreno de lo simbólico (Van den Berg, 1989; Grebe 1987 y 1990; Ulloa 2014).

La dificultad que se tiene para entender el tiempo más allá de su carácter puramente social
recae en la base ontológica de aquellos estudios. Si el ‘entorno’ es concebido “como un
abarrote de objetos sólidos montados sobre un zócalo” (Ingold, 2018, p.105), el tiempo
como ‘una corriente de fondo’ de nuestras acciones, si se piensa a las cosas, bichos,
sustancias y materiales como autofabricadas y por ello cerradas en sí mismas, si el mundo
está constituido por ‘paisaje’ y ‘artefactos’, que esperan al humano como dador de sentido
y de realidad, ¿cómo se podría ver al tiempo más allá de su carácter social o más que ‘una
cualidad procesual del mundo material’? La dificultad para entender el tiempo es, como
dice Ingold (2018), “que no podemos restaurar el tiempo a nuestra concepción del mundo
material, al lado del paisaje y artefactos, sin cambiar totalmente la manera como
concebimos este mundo y nuestra relación con él. Porque no podemos seguir suponiendo
Introducción 9

que todas estas relaciones toman la forma de interacciones entre personas y cosas, o que
necesariamente surgen desde la acción conjunta entre personas y cosas ensambladas en
redes híbridas” (p. 106). Las cosas, el mundo, no están cerradas en sí mismas, no son
globos que de vez en cuando ‘se relacionan’. El mundo “es un nudo en movimiento”
(Haraway, 2017, p. 6), una cosa que está emergiendo continuamente debido al enredo que
van tejiendo esos bichos, cosas, seres, sustancias y materiales que habitan -y finalmente
son- el mundo.

Lo que aquí se propone es dejar de lado los relativismos exacerbados y la base


constructivista que estos suponen. Dejar de pensar lo social como algo netamente humano
y lo humano como algo netamente social. Dejar de ver ‘naturalezas’ como contraparte a
‘sociedades’, a estas como cosas impregnadas de agencias e intenciones y a aquellas
como escenarios pasivos que esperan ser significados por los humanos. Dejar de ver el
tiempo como ‘un hecho social’ o como un fenómeno ‘natural’, físico, externo al humano, a
las cosas, al mundo. Y comenzar a concebirlo como algo que “está siendo continuamente
tejido en las múltiples alternancias rítmicas del entorno –del día y la noche, del sol y la
luna, de los vientos y las mareas, de los brotes y el deterioro de la vegetación, y las idas y
venidas de los animales migratorios–” (Ingold, 2018, p.108). Como algo que continuamente
está emergiendo de esos nudos y/o simbiosis que se dan entre las cosas que hacen -y
son- el mundo.

Admito que antes concebía al mundo como un ‘abarrote de objetos’ y al tiempo como algo
que los humanos ‘construyeron para poder organizarse socialmente’. Pero fue gracias a
autores como Donna Haraway (2017, 2019) y Tim Ingold (2018), que me fue posible
romper con esa visión del mundo como algo cerrado en sí mismo y que tiene a los humanos
como protagonistas y dadores de sentido. Luego aparecieron compañeras y compañeros
con las enseñanzas de sus maestros como Ana María Rodríguez (2020), Gentil Mauricio
Guapacha (2020), Yorely Quiguantar (2020), David Marulanda (2020) y Luis Alberto
Suárez Guava (2003, 2008), que me mostraron que el mundo no podía ser sino un enredo,
algo que se está tejiendo ‘en junta’, en ‘compañía’ con esos otros bichos con los que se
comparte el mundo. Así, siguiendo las enseñanzas de ellos y de la familia Aricapa
Guarumo me aventuro a pensar el tiempo como algo más que una corriente de fondo o
una cualidad del mundo material. El tiempo será tomando aquí como un ‘enredo’, como
algo que está emergiendo continuamente, algo que es resultado de cosas que se juntaron
10 Introducción

y que andan en tensión y fricción pero que en vez de alejarse ‘terminan anudándose aún
más’.

La palabra ‘tiempo’ tiene relación con dos raíces latinas: “tempus-” y “temper-”, refiriéndose
la primera a “tiempo, momento, ocasión propicia, estado temporal en un momento
determinado” y la segunda a “tener moderación, mezclar, templar” (Diccionario Etimológico
Castellano en Línea, s.f.). La primera definición enfatiza en el carácter volátil del tiempo
dando por sentado su naturaleza escurridiza. Pues palabras como ‘momento’, ‘ocasión
propicia’ o ‘estado temporal’, muestran el tiempo como una fracción, como un instante,
como algo que se escabulle y que emerge continuamente. De allí viene su relación con
‘Kairós’, con esa representación del tiempo fugaz en el mundo griego. La segunda
definición, por otra parte, le otorga otra característica al tiempo. Mezclar, se dice, es “juntar,
unir, incorporar algo con otra cosa, confundiéndolos” (Real Academia Española, s.f.,
definición 1). Y que es el tiempo sino la juntura de “temperatura, humedad, presión, viento,
nubosidad, precipitaciones” (EcuRed, s.f.), por lo menos en términos científicos. Hasta aquí
lo que estas dos definiciones permiten es atribuirle características al tiempo, primero como
algo que está emergiendo continuamente, de allí su carácter escurridizo, y como algo que
es producto de una mezcla, algo que se hace ‘en junta’ con sustancias, materiales, vapores
y, agregaría, seres y bichos. Para los dos conceptos de la segunda definición, ‘tener
moderación’ y ‘templar’, quiero remitirme a otra palabra que goza de la misma raíz que
tiempo, ‘temperamento’. Dicha palabra viene del latín temperamentum y se refiere a la
“combinación proporcionada y justa medida propia, que ‘atempera’ todo exceso, por eso
es también sinónimo de moderación y mesura”, pero también se refiere “al carácter y
rasgos del carácter propio de una persona” (Diccionario Etimológico Castellano, s.f.). La
primera definición se relaciona directamente con una de las características del tiempo, su
ser mezclado, cruzado; pero la segunda, le otorga vida al tiempo, dándole un carácter,
unas maneras de ser propias de él. El tiempo sería entonces, siguiendo estas definiciones
y palabras relacionadas, una juntura de sustancias, materiales y vapores, que en términos
meteorológicos son llamadas ‘condiciones atmosféricas’, pero también, como lo verán a lo
largo de este trabajo con las enseñanzas de la familia Aricapa Guarumo, una juntura de
bichos y seres. Y el cual tiene como rasgo propio de su ser, la continua emergencia de sí,
que será entendido aquí como resabios, como cambios bruscos, alternancias que no dan
aviso.
Introducción 11

Dicha definición no difiere mucho de aquella dada desde la meteorología, en donde se


afirma que el tiempo es “el estado de la atmósfera en un momento y lugar determinado.
Viene dado por una combinación de elementos del clima como la presión, temperatura,
precipitación, humedad, viento y nubosidad y puede variar en días, horas o minutos”
(Meteorología y climatología de Navarra, s.f.). Lo primero que resalta de allí es que el
tiempo es un ‘estado’, es decir, una situación “en que se encuentra alguien o algo, y en
especial cada uno de sus sucesivos modos de ser o estar” (Real Academia Española, s.f.,
definición 1). Lo segundo es que es una ‘combinación’, otro sinónimo de maraña o enredo.
El tiempo, desde la meteorología, sería entonces un estado específico de la atmósfera que
está determinado por la combinación específica, en un momento y en un lugar preciso, de
ciertos elementos climáticos. La carencia de esta definición, que también acoge a la
antropología, es la incapacidad de ver a las gentes y bichos como otros ‘elementos’ que le
dan forma a ese ‘estado atmosférico’. Pues incluso en esta disciplina, en donde se tiene
en cuenta las afectaciones mutuas de humanos y animales en la ‘atmósfera’, se sigue
acogiendo el tiempo como un telón de fondo, como algo externo a las cosas que habitan y
son el mundo.

Aún así, dicha definición acoge los principales atributos del tiempo: un estado y una
combinación. Atributos que enfatizan en su continua emergencia, en su constante cambio,
y en la necesidad de otros ‘elementos’ para su conformación. Es decir, siguen resaltando
que el tiempo es algo que está siendo continuamente y que solo puede ser si está ‘en
junta’, acompañado de otras cosas con las que comparte el mundo. Esto no difiere de la
definición antes dada, porque resalta las cosas que lo hacen. Por ello, dejando de lado sus
carencias y acogiendo los atributos que resalta, podemos decir que el tiempo es un enredo
de cosas, bichos, materiales y sustancias, que está emergiendo continuamente. Y es ese
emerger lo que le otorga carácter, lo que le da su temperamento. Esta simple definición
me permite posicionarme.

A nivel ontológico, como bien lo dijo Ingold (2018), me permite ver el mundo como un
entramado de líneas, como cosas que se están afectando de forma continua y se están
haciendo a sí mismas y a los otros seres, bichos, con quienes habitan. Y queda atrás la
visión del mundo como un escenario o telón de fondo y los seres como ‘objetos’ que se
desplazan en él sin afectarlo y sin afectarse. A nivel teórico abre una nueva línea en el
campo de la antropología del tiempo, pues es posible concebirlo como una juntura o
12 Introducción

enredo, como que está siendo y haciéndose con otras cosas, y no como una construcción
humana que tiene como función ordenar a las sociedades.

A nivel metodológico, si se acepta que las cosas están emergiendo en la vida diaria, no
hay otra forma de abordar el tiempo que, sintiéndolo, viviéndolo, en su continua
emergencia, en la vida (Vasco, 2010) y con las personas que nos están criando. No se
puede hablar del tiempo sin hablar de uno mismo siendo afectado por él, sin hablar de las
cosas que se le enredan, de los enredos que genera, y de sus estragos en la vida de la
gente. Para hablar del tiempo, respetando su continua emergencia, se debe contar al
tiempo siendo, de allí que este trabajo se forme con historias diarias, con situaciones
cotidianas, en las que el tiempo se va haciendo en sus enredos. La escritura debe contar
cómo el mundo está siendo sin quitarle la vida, de ahí que la mayor parte de este trabajo
esté escrito en presente y muestre los enredos de los que el tiempo va emergiendo. Pero
también esta escritura da cuenta de cómo el mundo es contado por las gentes que se crían
con él, esta escritura quiere serle fiel a las enseñanzas de mi familia, de ahí que se cuenten
las cosas como la gente las cuenta, de ahí que este trabajo esté enredado con conceptos
quinchieños, conceptos de la vida y que van contando la vida en su continua emergencia.
Esto con ánimos de corresponderle a un mundo que sigue siendo y se sigue haciendo
después de la escritura.

Los enredos de este trabajo


Son tres ensayos en los que se muestra al tiempo siendo y haciéndose en Quinchía.
Acompañados de animales, gentes, materiales y sustancias, se cuentan algunas maneras
de ser del tiempo, de los campesinos y sus enredos.

El primer capítulo aborda los resabios del tiempo, enfatizando en su carácter emergente,
muestra las vacilaciones diarias que este suscita y sus afectaciones en el quehacer
campesino. Billy, Ivonne, los niños y la yegua Gitana muestran el bochorno que se vive en
el trapiche, luego el guarapo recién escurrido y el tiempo con sus ventiscas heladas
muestran cómo se siente el fresquito. En la cabecera aparece el tiempo haciéndolo correr
a uno por esas ‘lluvias espantabobos’ y luego haciéndolo escurrirse de sudor por esos días
clariticos con soles picantes. Finalmente aparecen los resabios más temidos por los
campesinos, los atrasos y las tempestades. Los unos porque hacen imposible sembrar la
Introducción 13

tierra al ponerla dura y seca y los otros porque la vuelven un pantanero, en el mejor de los
casos, o la hacen escurrirse, en el peor. Lo que este capítulo argumenta es que el tiempo
no es algo muerto ni externo a los seres del mundo, el tiempo es una cosa que afecta y
que está emergiendo de forma continua, y además es algo que tiene temperamento, de
ahí que sea resabiado y que ponga a los campesinos a padecer con sus vacilaciones.

En el segundo capítulo se cuentan algunas mañas que han aprendido los campesinos para
hacerle frente a los resabios del tiempo. Esas mañas o resabios son de dos tipos: llamadas
de lluvias y cortadas de agua. En el primero los campesinos le bregan a los ‘veranos’ que
se han extendido de más con chillidos, humos, olores y rezos. En el segundo los
campesinos ‘espantan’ las tempestades con malos olores, cruces, ramos y velones. En
este se cuenta cómo los campesinos se enredan con otros bichos, como los sapos, los
grillos, las chicharras y los niños; y con cosas, como las cruces, los velones y las quemas,
para hacer que el tiempo dé lo que se le está pidiendo. Este capítulo argumenta que los
campesinos de tanto bregarle al tiempo saben cómo enredarse con él y hacerlo cambiar
de parecer.

Finalmente, Tominejo y mi tío Lisandro le dan forma al tercer capítulo. Aquí se cuenta cómo
se criaron juntos, cómo se levantaron en un mundo caliente como cosas calientes, paradas
y guapas, cómo se acompañaron en peleas y en borracheras, cómo se dieron gusto y
cómo terminó su enredo. Este capítulo intenta ser una síntesis de lo que ya se anda
diciendo desde arriba y es que el tiempo -como el mundo- es un enredo, una juntura de
cosas que se están cruzando y haciendo de forma continua. Pero contado esta vez desde
‘lo caliente’, entendiendo el tiempo como estado de ánimo que es generado por esas otras
cosas con las que se anda enredando. Enfatizando en la necesidad de esas junturas
dialogo con Haraway (2019) y Rodríguez (2020) para concluir que los seres y bichos no
son ‘autofabricados’ sino que se necesitan para poder llevar la vida, porque esta no puede
ser de otra forma. Las gentes tienen y deben criarse ‘en junta’, en ‘compañía’.
Los resabios del tiempo
Arriba, sobre las lomas y los cerros cercanos, las nubes se ven agitadas. Incluso algunas
están comenzando a cambiar su transparentosa superficie y su aparente silencio por una
densa bruma grisácea y un estruendoso recorrido. Abajo estoy yo, revoloteando de un
lugar a otro, de un pensamiento a otro. “El tiempo es caprichoso, es resabiado. Sí, así lo
recuerdo”. ¡Crack craaashhh crassshhh! -gritaron las nubes por su encuentro, haciendo
estremecer momentánea y sutilmente la tierra. El antes azul cielo rápidamente se tornó
opaco. Las nubes comenzaron a escurrirse ininterrumpidamente. Sólo el viento les hacía
frente, haciéndolas cambiar su recta trayectoria. Primero se mostraron condescendientes,
como avisando al despistado. Luego se mostraron bravas, bajando con vehemencia. Su
rápida caída creó una cortina opaca que presentaba dificultad a quien quisiera verla o ver
sus estragos a lo lejos. Los golpeteos, cada vez más constantes de las gotas de agua,
apuraban. Apuraron el zarandeo de los árboles, apuraron mi pulso, apuraron el flujo de los
riachuelos recién formados entre las lomas y las faldas de cemento. Apuraron el paso de
transeúntes despistados y el vuelo de pequeñas aves. Apuraron el cosquilleo que me suele
dar en la parte baja de la espalda, apurando a su vez los temblores en mis manos. ¡Crack
craaashhh crassshhh! y tras el relámpago las nubes taparon por completo el cielo. Se
escurrieron rápido o estaban cargadas con poco. El agua desapareció y fue reemplazada
por una bruma espesa medio blancuzca medio grisácea, que subía tan rápido al encuentro
con la cima del cerro que nubló toda vista Y en cuestión de minutos también desapareció,
dejando el cielo limpiecito y claritico. Solo quedó como evidencia el agua que todavía
escurría de árboles y techos, y los riachuelos cada vez más angostos de las lomas y el
cemento. Y quedé yo, con el pulso más tranquilo, con las manos menos temblorosas y con
una sensación fantasma del cosquilleo en la parte baja de la espalda.

Tal vez ahí, escribiendo del tiempo y sintiéndolo fue que comencé a ver que no éramos tan
distintos. Las nubes estaban tan agitadas como yo, que a la agitación de una se le llame
16 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

ansiedad y a la otra tempestad no es relevante, se botaron como yo, a una la llaman lluvia
y al otro lloriqueo; y finalmente todo quedó claritico, una hizo que el cielo quedara
despejado y azulito, la otra que calmaran los pensamientos y el cuerpo mismo. ‘El tiempo
es como uno’, me recordó alguna vez una compañera. ¡Claro! Al igual que uno, el tiempo
es temperamental, es de “(...) genio vivo, y (...) cambia con mucha frecuencia de humor o
de estado de ánimo” (Real Academia Española, s.f., definición 2). Eso se hizo más palpable
con Ariel en la cabecera municipal de Quinchía. Era domingo. Estábamos en la Plazoleta
de la Paz, acompañando a Billy a vender la panela que habíamos hecho el día anterior.
Nos había tocado que escamparnos varias veces en los aleros aledaños a la plaza porque
cada tanto aparecía una nube cargada y se ‘escurría’. Pero era de esas ‘espantabobos’,
de esas que aparecen de la nada, se escurren de a poquito y se van rápido, de esas que
dejan el cielo claritico y despejado para esos ‘soles picantes’ que se suelen sentir en tierras
frías. Después de unos tantos amagues a esas nubes espantabobos y ante la presencia
del sol picante, Ariel se resignó a sentarse en las gradas de la plazoleta que estaban medio
mojadas por esa lloviznita que cada tanto se botaba, y con el ceño fruncido, viendo que yo
revoloteaba de un lado pa otro con las ‘espantabobos’ me dijo -y le dijo incriminándole- :
‘¡este sí que es resabiado! siéntese mija que ese va a seguir vacilando’.

Que el tiempo sea temperamental y por eso resabiado se debe, en este caso, a su
variabilidad, a que le da por cambiar bruscamente de un momento a otro. A veces pasa
de fríos que entumen a soles que pican y otras veces de días clariticos y bochornosos a
tardes oscuras y tempestuosas. A veces se extiende con algunas épocas, ‘el verano se vio
largo’ dijo Ariel cuando vio que las lluvias no llegaban, y eso se conoce como ‘atrasos’. A
veces se bota o se escurre con todas sus fuerzas y hace que uno tenga miedo de escurrirse
con la tierra, eso se conoce como ‘tempestades’. Algunos de esos resabios, esas maneras
de ser del tiempo, son lo que componen este capítulo. Sin pretender abarcar la enorme
complejidad de este y de sus manifestaciones, se cuentan algunos resabios que viví, sentí,
oí y compartí con la familia Aricapa Guarumo de la vereda Santa Cecilia y con otros Aricapa
que se encuentran en la cabecera municipal.

Los dos primeros apartados, ‘Del bochorno al fresquito’ y ‘De lluvias espantabobos a soles
picantes’, muestra los cambios diarios del tiempo, esos resabios que lo cogen a uno
trabajando, haciendo vueltas, en la molienda o en las visitas. De esos que ponen a padecer
en el quehacer, como son esos días de bochorno en el trapiche de Billy o el corre corre de
Los resabios del tiempo 17

alero en alero por las lluvias ‘espantabobos’ en la cabecera municipal mientras se vende
la panela. El tercer apartado, ‘De atrasos a tempestades’, da cuenta de los resabios a largo
plazo y que causan miedo entre los campesinos. De esas veces en que el agua se atrasa
y los cultivos se pasman, los ríos se achican y los campesinos se ‘tuestan’ por trabajar en
medio del sol. Y también de esas tempestades en las que los cerros rugen avisando lo
fuertes que van a ser, en las que los ventarrones zarandean todo a su paso, incluidas las
fincas, y en las que uno tiene miedo de escurrirse con -o como- el agua. Lo que se muestra
aquí es cómo el tiempo resulta siendo resabiado y cómo esos resabios afectan el quehacer
y la vida misma.

Del bochorno al fresquito


18 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

Fotografía 1. El horno haciendo hervir la miel de las pailas. Vereda Santa Cecilia, Quinchía. María
Camila Aricapa (2019).

Para la molienda nos levantamos a las tres de la mañana. A esa hora el aire se siente frío,
es de esos fríos que ‘entumen’, que parecen buscar regocijo en los huesos. Las ventiscas
y los ventarrones se han desvanecido, el agua de la quebrada se escucha calmada, parece
apenas rozar las piedras que se atraviesan en su camino, todo se muestra con una
aparente quietud. Adela prende el fogón para darnos los ‘tragos’ antes de salir. Desde la
finca de Ariel y Adela hasta el trapiche de Billy uno se demora unos treinta minutos. Se
tiene que bajar como bordeando el cerro Opiramá, ahí por todo el camino que sigue la ruta.
Primero se pasa por unas piedras enormes que parecen haberse desprendido del cerro.
Una de ellas, ‘La marcada’ le dice Carlos, tiene petroglifos. Siempre que bajamos Carlos
se detiene a mirar de cerquita esas marcas y a reforzarlas con la peinilla. Una vez, después
de haberlas reforzado, me dijo ‘yo creo que esas marcas son un mapa. Eso demás que
fue Leyton1. Ahí debe decir dónde están las guacas que ellos guardaron. ¿Qué será lo que
dice?’. Cada que bajábamos a la molienda ‘La marcada’ llamaba a Carlos y él, siéndole
fiel, le dedicaba siempre unos cuantos minutos. Luego, para seguir, teníamos que
desprendernos del cerro y coger un camino que echa pa’ abajo, como siguiendo la
quebrada Santa Cecilia. A mitad de camino está ‘la curva del duende’, es un guadual que
cerca y encierra esa parte del camino, dándole una forma de túnel. Por ahí no se puede
pasar ni muy de mañana ni muy de noche porque ‘lo embolata a uno, ese duende embolata
al que pase a mala hora’, me decía Ivonne siempre que pasábamos por ahí. ‘A mí la otra
vez me puso a voltear hasta la madrugada, fue el Billy el que me encontró dándole y
dándole vueltas a esa curva, si no quién sabe cuánto más me hubiera quedado ahí’, decía.
Se sigue bajando por el camino hasta ver la piedra que ‘echó raíces’, como dice doña
Emperatriz, la mamá de Billy, y que algunas veces los patos cogen de nido. Esa piedra
avisa la llegada a la finca.

1 Berlaín de Jesús Chiquito Becerra, alias “Leyton”, fue comandante de uno de los frentes del
Ejército Popular de Liberación (EPL) en Quinchía a inicios del siglo XX. Se cree que este
comandante dejó regadas varias guacas en todo Quinchía y que muchas de ellas están señaladas
en las rocas que rondan los cerros.
Los resabios del tiempo 19

La caña ya estaba apilonada en un ladito del trapiche, Billy había subido con Carlos y una
de las bestias en la tarde del día anterior a uno de los cultivos que tiene pa’ arriba, por los
lados del cerro. La caña la siembran en luna creciente y por colinos, porque ‘así es que
coge’, ‘así es que toca’. La que se corta es la que ‘ya está buena pa’ sacarle el jugo’, esa
se distingue por el color. Las coloradas son las ‘jechas’, las que ya están buenas, las otras,
las ‘bechecitas’, se dejan madurar para próximas moliendas. La caña cortada se pone al
lado del molino, que en el caso del trapiche de Billy es de tracción animal. Gitana, la yegua
de la finca, es la que ayuda a moler la caña, pero como es ‘perezosa’, toca andar tras ella
todo el día, por lo menos mientras se saca el guarapo. Para la molienda tienen que haber,
mínimo, 4 personas: una que arrié la bestia, otra que meta la caña en el molino, otra
encargada de coger el bagazo y llevarlo al lado del horno para que se seque y otra
encargada del horno y de vaciar el guarapo en las cinco pailas que están sobre él. Yo me
encargué de Gitana, Ivonne de meter la caña, Billy del horno y del guarapo y los dos niños
mayores, Camila y Juan José, del bagazo. Carlos sólo bajó a acompañarnos; los sábados
suele ir al pueblo a hacer las vueltas que se han acumulado en la semana.

Toda la mañana estuvo despejada, aunque se veía una que otra nube era de esas
transparentosas, de ‘esas que ni agua llevan’. Ivonne ya tenía medio tanque lleno de
guarapo, Gitana y yo ya estábamos entonadas en la marcha alrededor del molino, los niños
dejaron que el bagazo se acumulara y se fueron a trepar uno de los árboles cercanos, por
lo que a Billy le tocó encargarse de él. De vez en cuando se sentían ventiscas frías que
hacían notar las partes sudorosas. ‘Ojalá ahora que eche candela siga fresquito’, dijo Billy,
después de recoger una tanda de bagazo. Tras varias horas de arriar la yegua, de meter
la caña en el molino y de poner el bagazo en otro lado, se nos fue la mañana. Ya era
mediodía, faltaban unos cuantos bastones de cañas. Y como si Billy hubiera llamado el sol
al llamar el fresquito, se hizo el día claritico, las ventiscas pasaban calientes, el aire estaba
seco y sofocaba. Billy, Ivonne y yo estábamos juagados en sudor. A Gitana y a mí ya nos
pesaban los pasos, estábamos lentas. Nos costó más escurrir esos cuantos bastones que
la montaña que teníamos en la mañana. A Gitana tocaba ayudarle por ratos empujando el
tronco del que se amarra. Ivonne metía más bastones de los que aguantaba el molino,
intentando escurrirlos rápido. Pero ‘por afanada’, como luego le incriminó Billy, desajustó
el molino por lo que los bastones estaban pasando casi enteros al otro lado. A Billy le tocó
parar todo e ir por las llaves para apretarlo. Y a Ivonne empezar nuevamente con esa tanda
de bastones. Y a Gitana y a mí seguir dando vueltas alrededor del molino, que además
20 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

pedía más fuerza por haber sido apretado. Estaba haciendo de esos calores que ahogan,
que cansan, que sofocan. Cada movimiento pesaba, era como si el cuerpo se hubiera
tornado más denso, más rígido, más árido; así como el molino tras ser apretado. Lo único
fresco que estaba allí era el guarapo que escurría por entre el molino y caía al balde medio
amarilloso medio negro del suelo, y el molino mismo que con el aceite que Billy le había
untado parecía nuevecito.

Cuando se escuchan chirriar las tejas de zinc se sabe ya pasó el mediodía. El sol comienza
a pegar más fuerte a esa hora y le da justo de frente a las tejas, haciéndolas chirriar de
calor. Y con ellas comienzan los quejidos. La Gitana cada tanto relinchaba demorando el
paso. El molino cada tanto traqueaba, amenazando nuevamente con desajustarse. ¡Ehhh!
¡sshhhh! -refunfuñaba Billy, cada que se picaba con una de las astillas del bagazo. Los
pasos alrededor del molino se negaban a ser alzados y comenzaban a arrastrarse dejando
líneas por huellas. Hasta la peinilla de Ivonne chirriaba por los golpes mal dados de su
brazo cansado a los bastones de caña. Con cada tanda de bagazo, con cada paso de
Gitana y mío, con cada bastón escurrido y balde llenado, se sentía el calor creciendo. De
vez en cuando, para darnos fresquito, Ivonne cortaba un pedazo pequeño de caña y lo
pasaba pa mascar. A la Gitana, cuando ni yo era capaz de empujarla porque se postraba
a medio camino, le dábamos cachaza. Y seguíamos sudadas, pesadas, sólo con la trompa
húmeda cada tanto por la caña mascada o la cachaza sorbida.

¡Que el almuerzo…!¡...que suban pues! - medio se escuchó desde la casa. ‘¡Camine!


esperemos a ver si atempera pa echarle candela a ese horno’, nos dijo Billy mientras
soltaba a Gitana y subía con ella a la casa. El vaso frío de guarapo que nos esperaba como
‘sobremesa’, junto a los frijoles con sudado, nos dio el fresquito y la fuerza que nos faltaba.
Después de reposar, y de unos cuantos vasos fríos de guarapo, bajamos otra vez al
trapiche. Teniendo todos los bastones escurridos, nos pasamos para la ‘ramada de la
panela’- en donde están las pailas, el establo de la pesa, el horno y las montañas de
bagazo-. Billy prendió el horno y a los pocos minutos ya echaba llamaradas. El fresquito
que nos había dado el guarapo nos lo quitó el bochorno de la tarde, junto con las ventiscas
calientes que cada tanto entraban a la ramada y el sofoco que se desprendía del horno.
Gitana se hizo lo más lejos posible del horno, al igual que los niños, los patos y gallinas
que antes estaban rondando por el molino. Ivonne llenó las cinco pailas que estaban sobre
el horno con el guarapo del tanque, mientras Billy iba metiendo el bagazo seco para
Los resabios del tiempo 21

mantener la llamarada. ‘Se tiene que meter candela a todo ese guarapo hasta que hierba’,
me dijo, mientras se limpiaba las gotas de sudor de la frente y le aparecían nuevas
manchas en la camisa. Y para no dejar que la llama bajara, le tocaba estar brincando
constantemente de un lado a otro, entre las montañas de bagazo y la parte baja del horno.
Todos teníamos que mantenernos brincando. Ivonne entre las pailas pasando con el
enorme cucharón el guarapo de una a otra. Yo, entre las montañas de bagazo, tirándole a
Billy tandas que se sintieran secas. Y Billy moviéndose entre lo que yo le tiraba y el horno.
Ese ajetreo, más el calor que desprendía el horno y el bochorno que avisaba el chirriar de
las tejas, nos estaba haciendo escurrir a todos. Pero teníamos que mantenernos
brincando.

‘Ya, a no más hierve, se le echa una mata que se llama limpiadera’, me dijo Billy al ver las
primeras bombas de guarapo reventar en las pailas. ‘¡Vea! es esa que trae la Ivonne’, dijo,
mientras Ivonne afanada iba despedazándola y echándola en las pailas. Apenas se le
echa la mata comienza a alzarse una espuma, medio negruzca medio verde. Eso es lo que
se conoce como ‘cachaza’, es ‘todo lo que va por encima, lo malo del guarapo’. Con
cucharón en mano Ivonne iba sacando la cachaza a un tarro de metal; que luego se sube
a la cocina y allá Emperatriz decide a qué animal alimentar con eso. Billy seguía echándole
candela al horno; hasta que las bombas de guarapo no revienten limpiecitas en todas las
pailas toca seguir alimentándolo. A lo que ya se ha sacado toda la cachaza se lo deja
hervir. Y cuando comience a pesar el cucharón por lo melcochudo que se vuelve el guarapo
es cuando se sabe que ya hay ‘miel’. El vapor que iban botando las pailas se pegaba de
los que estaban cerca, más de Ivonne que ya tenía el brazo pegotudo de estar revolviendo
y sacando la cachaza. Lo que sumado al humo que se escapa entre el bagazo quemado y
el sudor que se escurría por todo lado, nos hizo ‘melcocharnos’. Y entre pegotes y sudadas
más se asentaba el bochorno.

‘Traiga el aceite’- le gritó Ivonne a uno de los niños, mientras revolvía paila por paila
asegurándose que en todas ya estuviera como ‘miel’. El sonido de la cuchara golpeando
el porta de metal avisó que ya venía el aceite. Ivonne me pasó el cucharón y se fue a
echarle una cucharadita de aceite a la paila del medio, luego cogió el cucharón y comenzó
a mezclar la miel del medio con el resto. ‘Cuando hay suficiente miel en las pailas se le
echa una cucharadita de aceite para que empiece a endurar’, dijo. Al rato la miel empezó
a espesar y a espesar hasta que llegó al punto donde ya está pa sacarla. Billy le encargó
22 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

el horno a Ivonne para poder ponerse a endurar la miel; cogió el cucharón y comenzó a
pasarla de las pailas a la batea, y a lo que ya estaba medio llena, con la pala de madera,
comenzó a batirla. De tanto revolcarla se ‘sopla’ llegando al ras de la batea y luego vuelve
y baja, se asienta. Se sopla y se asienta varias veces hasta que se endura y empieza a
secarse, y sin dejar que se enfríe del todo, Billy se puso a vaciar la miel en los moldes
hasta llenarlos. Y a lo que ya estaba por terminar con los últimos de la mesa,
comenzábamos a desprender las panelas que ya ‘iban estando’, haciendo espacio para
volver a acomodar los moldes y seguir con el resto de pailas.

De tanto en tanto Billy intercambiaba con Ivonne. ‘Esa melcocha lo entume a uno’ dijo,
mientras estiraba los brazos y bajaba al horno para que Ivonne se acomodara frente a la
batea. La panela que ‘ya iba estando’, que ya estaba dura, la subíamos hasta la casa en
una lona, esquivando a la Gitana y a los perros, que a veces de un brinco alcanzaban a
llevarse un pedazo en la jeta. El sol ya había bajado, fuera del trapiche ya estaba fresquito.
Una que otra nube ya se veía asomar sobre la finca. ¡A envolverse mija porque si no se
tuerce!, me dijo Ivonne. El bochorno y el calor al que nos sometimos todo el día no dejaba
que disfrutáramos el fresquito, tocaba cubrirse de las ventiscas heladas que comienzan a
bajar después de las cinco de la tarde porque siempre está el riesgo de torcerse por
cambiar repentinamente del bochorno al fresquito. Melcochudos y con chaquetas encima,
porque tampoco se puede uno lavar, comenzamos a empacar la panela en la cocina. Se
empaca de a atados en bolsas transparentes, que Billy manda a hacer con la marquilla
‘Finca La Estrella’. Y luego se envuelven por pacas en papel Kraft. Alcanzamos a sacar
cuatro pacas, terminando a eso de las seis y pico de la tarde.

Los niños, Ivonne y yo subimos corriendo para que no nos fuera a coger la mala hora
pasando por la ‘curva del duende’. A esa hora ya comenzaban a bajar con fuerza las
ventiscas y los ventarrones desde el cerro, bajaban heladas. Y con la luz de la linterna,
zarandeándose pa’ arriba y pa’ abajo, siguiendo el ritmo de nuestros pasos, se veían
menearse los cultivos y la maleza larga que bordea el camino. Llegamos sudados y con
frío a la finca de Ariel y Adela, pero logramos llegar sin embolatarnos. Adela nos tenía café
con arepas de yuca, nos sentamos a comer en la mesita que está al lado del balcón. Cada
tanto bajaban ventiscas que helaban y el cielo estaba ‘ennubado’, como dice Ariel, oscuro
y con nubes cargadas, pero que no se quieren botar. ¡Qué tal pues que hubiéramos dicho
que queríamos sol!¡Hum!’- dijo Ivonne, a lo que Ariel respondió jocosamente desde el
Los resabios del tiempo 23

lavadero ‘Ahí sí les hubiera hecho un frío el verraco’. Esa noche no llovió, pero fue una de
las más frías de ese mes.

En Santa Cecilia el tiempo vacila entre días despejados en los que se sienten calores
picantes, sofocantes, secos y pesados, que hacen lento y tedioso el trabajo; y aquellos
días ennubados, en los que el sol se oculta tras nubes cargadas y en donde se siente un
‘frío querido’, como dice Adela, ‘de esos que no entumen, sino que dan como ganas de
trabajar’, de esos que ‘dan como fuerza’. Como en la molienda, los días pueden pasar
desde el frío de la madrugada hasta el bochorno del mediodía, combinado con el calor del
horno. Desde lo fresquito de un vaso de guarapo hasta lo sofocante y pesado de los pasos
y el empuje del tronco al que se amarra Gitana. Desde campesinos forrados en chaquetas
por el frío de la mañana hasta camisas y frentes juagadas en sudor compitiendo con el
calor del horno. Entre el bochorno y el fresquito vacila el tiempo en Santa Cecilia y como
lo que se pide no es lo que se da, se dice que el tiempo es resabiado, que cambia sin
avisar y que pone a padecer en el quehacer.).
24 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

De lluvias espantabobos a soles picantes

Fotografía 2. Un domingo con mañana ennubada en la cabecera municipal. María Camila Aricapa
(2019).

¡Piiiiiiiiiiiiiiiiii, Piiiiiiiiii! ¡Quiiiite…que la carne de burro no es transparente! ¡fsssssss, fssssss!


¡Arepa’e chóclooo! ¡Chócolo, chócoloooo!¡Chiquichoqueeeee! ¡Coooompre la nalguita!
¡fsssssss, fssssss! ¡Pii, pii, pii, pii, pii! ¡Ahí hombre, ahí! ¡Bajá primero la panela! ¡ehhhh
este sí! ¡Raaaaaan, raaaaan, raaaaan! ¡Que primero la panelaaa! ¡eeeehhh este vergajo!
¡Bajáteee de’ay! ¡Oiga es que usted sí, eeeeehh!

La mañana estaba fría. El cerro Gobia estaba invadido por neblina y en el cielo solo se
veía uno que otro parche azul entre nubes grisáceas. A eso de las ocho estábamos
llegando ese domingo a la Plazoleta de la Paz. En la ruta nos montamos Ivonne, Camila,
Juan José, Billy y yo, además de las cuatro pacas de panela y los dos tarros de gaseosa
dos litros con ‘miel’. Apenas se descargó la panela del jeep, Juan José y Camila arrancaron
Los resabios del tiempo 25

por el puesto de madera en el que se acomoda la venta, que se guarda en la casa de una
prima de Billy, ahí por los lados del Templo San Andrés. Mientras tanto, Ivonne y yo nos
pusimos a remendar con pedazos de cinta el papel de cartón en el que estaban envueltas
las pacas, pues por los ajetreos del jeep y el miedo a caerse de Juan José, resultó todo
‘rasguñao’ y ‘eso así no da buena presentación’. Billy, iba adueñándose de una de las
esquinas de la parte baja de la plazoleta, colocando las pacas de panela ya arregladas a
su alrededor. Y ‘echaba ojo’ a quiénes iban llegando y al número de pacas que traían, pues
así es que se ve cómo de buena fue la molienda en la vereda. ¡Mirá! -nos dijo Billy, mientras
señalaba con la mirada a uno de los jeeps estacionados en el Cai- a ese le escurrieron
bueno esos palos! ¡Hum! es que nueve pacas. ¡Pero pues claro, eso con máquina no hay
que bregarle tanto! Los otros paneleros que iban llegando se iban acomodando en los
espacios que quedaban en la parte baja de la Plazoleta. La calle de las palmas se estaba
comenzando a llenar de jeeps, buses, chivas y carros particulares que llegaban desde las
veredas o desde centros urbanos cercanos. ¡Que ahí le manda unos envueltos! -gritó Juan
José desde la parte de arriba de la Plazoleta, intentado equilibrar, con gran esfuerzo, la
estructura de madera en uno de sus hombros. ¿Habelos? - incriminó Billy cuando vio que
Juan José sólo llevaba el puesto. ‘Por allá los trae Camila, es que esa es toda lenta’- le
respondió.

Billy finalmente se adueñó de esa esquina al armar el puesto. Otros paneleros, se iban
acomodando en los laterales de la plazoleta tomando los muros de concreto, las gradas o
las escaleras como puestos. En el medio, la señora del ‘mechero’ comenzaba a pedir
ayuda para armar la carpa roja en la que acomoda la ropa de ‘segunda mano’. Arriba,
desde muy temprano, estaban las chazas, coches para bebés con divisiones de madera o
lámina en los que se distribuyen los confites, chicles, minutos y cigarrillos. Algunos, los
más grandes, llevan una sombrilla pegada a uno de los laterales. Otros, invaden sombrillas
o se adueñan de uno que otro árbol de la Plazoleta. En los laterales iban acomodándose
las señoras que venden arepas de chócolo, envueltos, tamales, estacas, chiquichoques,
tortas de carne y hasta nalgas de ángel. A las nueve en punto, esperando la gente que
viene de las otras veredas a ‘dominguear’, los fogones comenzaban a botar humo. A veces
aparece uno que otro señor que, en cajas de madera o en telas extendidas en el suelo,
vende libros de brujería, enciclopedias o literatura, acomodándose frente a ellas. El humo
de los buses, chivas y jeeps, se entremezclaba con el de los carros particulares de Pereira
y Medellín. El olor a pan caliente de la cafetería competía con el del calentao y los huevos
26 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

pericos de los puestos de comida que hay en la galería, frente a la Plazoleta, y estos a su
vez con los de las arepas de chóclo, quichichoques y nalgas de ángel de las señoras de
los puestos de carbón. Y de vez en cuando, salía el olor dulzón al abrir las pacas de panela
o los tarros de gaseosa con miel.

De un momento a otro comenzaron a caer unas goterotas, de esas que no son muchas
pero que mojan harto. Se las veía como manchas en el cemento, como bocanadas de
humo en los puestos de carbón o como brillos en los plásticos negros que hacen de techo
en los puestos paneleros. Se las escuchaba como sonidos graves en las tejas de zinc y un
poco más agudos en la carpa roja, las sombrillas de las chazas y las hojas de los árboles,
y un tanto más graves y secas al golpear el cemento. Se veían unas cuantas ‘nubes
cargadas’, de esas que ‘parecen bravas porque se ponen como negruzcas’. Muchos,
incluida yo, corrimos a los aleros aledaños a la Plazoleta, a la carpa del mechero o a uno
de los árboles que no estuviera marcado por una chaza. Las pacas de panela eran las
únicas que cabían en el puesto y su lugar no se ponía en duda. ‘Se va a largar el agua’,
dijo una de las señoras que venía corriendo de escuchar el sermón. ‘¡Nahh, eso ahora no
llueve! Tranquila que eso es una llovizna espantabobos’- replicó uno de los paneleros con
tono burlesco. En pocos minutos la Plazoleta quedó vacía, sólo se veía a los vendedores
escampándose del agua en los alrededores. ¡uuuuwiiiiiiiiiuuuuwiiiiiiiuuuuu,
uuuuwiiiiiiiiiuuuuwiiiiiiiuuuuu...! se escuchó desde la estación de bomberos. ¡Es que las
doce, camine acomodemos las pacas! - nos dijo Billy a Ivonne y a mí. Y poco a poco se
veía salir a los vendedores de los aleros, carpas y árboles; y de esas goterotas solo quedó
una que otra mancha en el cemento. ¡Esas ya pasaron, espere y verás que ahora sí aclara!
- dijo Billy, mientras bajaba las pacas del mesón y las acomodaba alrededor del puesto.

El cielo se despejó y el día se hizo claritico, ni una nube se veía alrededor del cerro. A los
olores de la Plazoleta se sumaba el del sudor de los que la estaban rondando y de los que
estaban ahí estacionados. El calor comenzaba a mostrarse en manchas sudorosas en
espaldas y sobacos; en frentes y cuellos como pequeñas goteritas; en niñas y niños en
sus cachetes sonrojados, y en caras coloradas, como las de las señoras de los puestos de
carbón. Los que estaban domingueando intentaban encontrar una sombra en la plazoleta,
pues después de un rato el sol comenzaba como a picar, como a quemar, dejando parches
rojos en los que le hacían frente. De vez en cuando se acompaña de ventiscas calientes
Los resabios del tiempo 27

que sacaban el olor dulzón de las pacas de panela y recalcaban los sudores de los que
poblaban la Plazoleta.

El día se fue en un corre corre por las lloviznas espantabobos y la búsqueda de sombra
por el sol que pica. Entre olores dulzongos de comidas y olores ácidos desprendidos de
personas. Entre recorridos de los puestos de madera a los puestos de carbón, y de éstos
a la cafetería por tinto o pintadito. Entre miradas a los niños que jocosamente veíamos
ajetrearse en el saltarín y las mujeres y hombres que miraban pa’ todo lado antes de
preguntar por ropa en el mechero. Entre curiosos que se arrimaban a chismosear entre las
cajas de libros y entre susurros y miradas sigilosas que emanaban de las esquinas de la
plaza.

Así se fue ese domingo, entre el frío de la mañana, las goteras del mediodía y el pique del
sol de la tarde. Así suelen irse y vacilar los días y el tiempo en la cabecera municipal, entre
nubes cargadas, días clariticos, soles picantes y ventiscas calientes que, sin dar esperar y
sin aviso, cambian bruscamente de un momento a otro. Por eso es que siempre se carga
con chaqueta, impermeable o sombrilla, porque el tiempo es resabiado y le gusta ajetrear
y vacilar con los días.
28 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

De atrasos a tempestades

Fotografía 3. El Cerro Opiramá en un día de sol picante. Vereda Santa Cecilia, Quinchía. María
Camila Aricapa (2019).

¿Si escucha? -dijo Ariel, levantándose de la silla de madera en la que suele recostarse
después de darle vuelta a las jaulas de los gallos. ¡Cruá!¡Cruá!¡Cruá! -se escuchaba en la
parte baja de la finca. ¡Oiga! ¡Oiga! -me dijo, mientras miraba por el balcón y buscaba de
dónde era que venía el sonido. ¿Dónde es que está pues? -preguntó, mientras recorría el
balcón de la finca y bajaba a la pequeña vertiente que bordea la casa. ¡Cruá!¡Cruá!¡Cruá!
-se escuchaba cada vez más cerca. ¡Tiene que estar por acá! - reiteró, mientras
entrecerraba los ojos tratando de enfocar su vista. ¡Páseme una de esas cocas con agua!
-me dijo, mientras señalaba las cocas blancas que estaban en el lavadero. Fui al lavadero,
llené una de esas cocas y se la pasé. Ariel la cogió, hizo un huequito al lado de una mata
que estaba cerca de esa quebrada y puso ahí la coca, ‘pa que no se resbale’, dijo, mientras
subía y volvía a acomodarse en su silla. ‘Cuando escuche chillar un sapo es porque está
pidiendo agua, entonces hay que darle. Pa’ que llueva oyó, eso es pa’ que llueva’ - indicó.
Los resabios del tiempo 29

‘Puede ser que ahora sí llueva, porque vea -dijo, mientras señalaba los campos asoleados
del frente- es que verano, sabiendo que esto ha sido de mero invierno’.

Pasados dos días desde que el sapo cruzó por la finca, a excepción de su croar, sólo se
escuchaban los chillidos de las chicharras y el zumbido zigzagueante de los mosquitos.
‘Fijo al primero o al segundo día llueve’ dijo Ariel, al escuchar aquella vez croar al sapo.
Ese día estuvo clarito. Pero en la tarde comenzaba a asomarse una que otra nube desde
la cima del cerro Opiramá. Y a pesar de los vientos calurosos que nos acompañaron o, tal
vez por ellos, se comenzó a sentir el empujón que les daban las ventiscas heladas que
bajaban desde el cerro. Ya desde muy temprano el cerro se hacía sentir. No rugía aún,
más bien ronroneaba. Zumbidos suaves pero roncos, que hacían estremecer, aunque sutil
y brevemente, la tierra.

Fue en la noche cuando el cerro finalmente rugió. Las nubes que cubrían el cielo
comenzaron a reventar. Gota tras gota fueron remojando los cultivos y la tierra seca, que
pedía agua desde hace varios días. Los árboles y arbustos se zarandeaban de un lado a
otro sin que los ventarrones les dieran descanso. La quebradita aledaña a la finca creció y
chasqueaba entre las rocas con mayor vigor. Las ventiscas hacían de las suyas levantando
las tejas de zinc que no estaban bien amarradas. Uno que otro relámpago hacía
desvanecer, momentáneamente, la luz de los bombillos del balcón. Algunas gotas de agua
escurrían por entre los huecos oxidados de las tejas y en el piso las recibía una de las
cocas del lavadero o uno de los baldes en donde se echa la comida para los gallos. El
balcón de la finca estaba encharcado, porque ‘el agua venía como de lado, como en puro
viento’. La finca se zarandeaba, ya fuese por los ventarrones que bajando desde el cerro
cogían fuerza, ya fuese por la cercanía con el impacto de los rayos o por el sonido que de
estos desprendían. Entre truenos y relámpagos la tierra resonaba y se estremecía.
¡Cuidado con las tejas! ¡Ojo a las jaulas de los gallos y a las gallineras! - se escuchaba.
Laica y Guardián, los perros de la finca, brincaban con cada estruendo causado por los
truenos, acompañados por un ¡Ay Dios mío! y una señal de la santa cruz hecha por Adela.
Mientras le echábamos ojo a las tejas sueltas y a los baldes que ya estaban por rebosar,
Adela se entró a la pieza y del armario sacó un veloncito blanco, que puso en la mesita
que está al lado de la cama. ¡Que el cerro no nos bote! - decía, mientras la llama del velón
se movía bruscamente con cada ventarrón que azotaba la finca. Uno que otro rezo por las
semillas que andaban sembradas y los cultivos que ya estaban crecidos se escuchaba
30 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

entre truenos, goteras y ladridos. Así se fue la noche. Apenas en la madrugada fue que
comenzó a calmarse la tempestad. El sapo supo avisar. Se le dio agua cuando llamó y a
los dos días la devolvió.

Era mediados de abril, estábamos en Santa Cecilia. Desde marzo la vereda estaba seca.
Las pequeñas quebradas y ríos aledaños estaban ‘bajitos’. Los árboles, arbustos, maleza,
que cubren las lomas y los cerros estaban sedientos. Unos pocos todavía conservaban el
verdor. Otros estaban siendo consumidos por el sol, delatados por las manchas
amarillosas o cafés pálidas de sus hojas. Los cultivos de café, maíz, plátano y caña,
estaban pasmados. Los vientos calurosos eran los acompañantes persistentes del día a
día, además de las camisas juagadas en sudor y las botas de caucho llenas de tierra seca.
El bochorno se sentía en toda la vereda y muchos campesinos andaban preocupados
porque así la tierra se pone dura, tiesa, y es difícil sembrar y que salga una buena cosecha.

Desde por la mañana se veía que los días iban a estar clariticos, ni una nube aparecía en
el cerro o en las lomas aledañas a la finca. El sol picaba desde temprano y el sofoco lo
acompañaba. La quebrada que rodea la finca se achicó. Los moscos estaban alborotados,
pegándose de cualquier pedazo de piel que estuviera descubierta. Las chicharras estaban
por reventar de tanto chillar. Laica y Guardián no sabían ya cómo escaparse del sofoco. El
último escondite en el que los vi fue debajo del lavadero. El tinto sólo se hacía en las
mañanas y en las noches, el resto del día lo pasábamos a punto de guarapo. Todo estaba
sediento, los cultivos, los cerros, las lomas, las bestias, los bichos y los campesinos. Si no
caía una llovizna, por lo menos de esas espantabobos, que medio remojara la tierra, lo
más probable era que los cultivos se pasmaran y se perdieran. Y ni modo de sembrar más,
pues como la tierra andaba seca, también estaba dura y ‘así nadie le mete mano a eso’.

‘¡Vea pues! esta no quiere largar’ ¿Quihubo del agua? ‘¡Oiga! ahora sí se atrasó’ Solían
ser los comentarios que lanzaban los campesinos de las fincas de abajo cuando subían
hacia la cabecera y veían a Ariel asomado en el balcón. ‘¡Eso en cualquier momento se
larga! ¡Espere y verás!’- era siempre su respuesta. Y luego se lo veía sentado en su sillón
con la camisa abierta hasta el ombligo, el pantalón arremangado y con cara de
preocupación. ‘¿Será que verdad esa no va a largar? ¡Hum! y yo que arriba había
sembrado un maíz lo más de bueno’, decía.
Los resabios del tiempo 31

Se estaba esperando el agua desde marzo y nada que aparecía. Los campesinos, los
moscos, las chicharras, los perros y hasta las gallinas estaban alborotados. Ese resabio
del tiempo, el que haya atrasado la temporada de lluvias, es de los que más asusta. ‘Es
que es preferible que caigan lapos de agua’ y no que todo esté seco o pasmado. Una que
otra nube transparentosa salía desde los cerros, pero no se botaba. Y si lo hacía, era con
goteritas que no alcanzaban ni a rozar los cultivos. Las lloviznas espantabobos daban
cierto alivio, pero pasaban rápidamente por la vereda, y el agua que botaban se secaba
de una, las ventiscas calientes y el sol picante no las dejaban estar por mucho tiempo. El
chillido cada vez más fuerte y agudo de las chicharras causaba más angustia, porque es
que ellas ‘llaman el verano’. Y más verano implicaba que la tierra estuviera más seca, más
dura; que los cultivos se pasmaran y se perdiera lo que apenas se había sembrado -pues
‘ni pa’ echar raíz alcanzaban’-; que las quebradas y los ríos se achicaran; que lo único que
se levantara fuera el polvo seco del camino al bajar la ruta, y los moscos y zancudos, que
‘pululaban’ por todo lado.

El agua se hizo esperar hasta mayo. Y cuando llegó, llegó con todo. Los cerros rugían en
las noches avisando tempestades. Las nubes cargadas tapaban el cerro desde por la
mañana y a cada rato se escurrían. Los ventarrones hacían zarandear lo que se les
atravesara. Los ríos y quebradas estaban crecidos. El cielo se veía opaco, las nubes no
dejaban asomar ni al sol. En las noches tronaba y relampagueaba tan feo que Adela a
cada rato prendía el veloncito pidiéndole a Santa Clara para que el cerro no nos botara en
medio de sus rugidos. Laica y Guardián, cuando Ariel los dejaba, se escondían de los
relámpagos debajo de las camas. Y Carlos a cada rato tenía que reforzar los amarres de
las tejas para que no se volaran. Se amanecía con baldes llenos de agua por todo lado y
con el balcón encharcado, con una que otra teja suelta y uno que otro árbol caído por los
lados de la carretera o por arriba, por el cerro, y con comentarios como ¡Fulano amaneció
inundado! ‘a aquel se le entró el agua’ ‘a este se le escurrieron anoche los cultivos’.

Los atrasos hacen de la tierra algo seco, rígido, duro e infértil; y con ella a los campesinos,
que se ‘tuestan’ con el calor; a los cultivos, que se pasman; a los árboles, arbustos y
maleza, que se secan; a los ríos y quebradas, que se achican. Las tempestades arremeten
con todo a su paso. Cuando llueve ‘feo’ no sólo se teme por los cultivos sino también
porque uno puede escurrirse con ellos. Y más aún cuando la finca, como la de Ariel, está
agarrada al cerro y se siente de cerquita cuando este ruge y el agua se bota. Estos dos
32 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

resabios, los atrasos y las tempestades, son los más temidos. El uno porque seca, el otro
porque escurre o bota de más. Allí, en los atrasos y las tempestades, es en donde más se
puede ver lo resabiado del tiempo, su vacilación a largo plazo con las supuestas estaciones
del año. Y digo supuestas porque estas no son rígidas, se someten a los resabios que ese
año tenga el tiempo.

¡Este sí que es resabiado!


Se dice que resabiado es aquel que “por su experiencia vital, ha perdido su ingenuidad
volviéndose desconfiado o desabrido” (Real Academia Española, s.f., definición 1).
Ingenuidad, se dice, es la “falta de malicia” (Real Academia Española, s.f., definición 1). Y
desabrido, un dicho del tiempo que se refiere a su irregularidad, a que es “destemplado,
desigual” (Real Academia Española, s.f., definición 3). Dijo Ariel, cuando estábamos en la
Plazoleta de la Paz vendiendo panela y corriendo de un lado para otro por las lloviznas
espantabobos, ‘¡este sí que es resabiado! siéntese mija que ese va a seguir vacilando’. Lo
resabiado, de acuerdo a lo que define la RAE y a lo que dice Ariel, se debe a la malicia de
algo que, en cierta medida, lo vuelve irregular, temperamental diría yo.

Lo resabiado del tiempo se atribuye a su vacilación constante, a sus juegos con los
campesinos que los pone en un corre corre diario. El tiempo tiene un genio vivo y malicioso,
que se muestra en sus cambios frecuentes en el día a día o a lo largo del año. Eso se
siente y se ve cuando le da por pasar de días ennubados a días clariticos, del bochorno al
fresquito, de atrasos a tempestades; cuando lo pone a uno a escurrirse por el calor o a
empaparse por las lluvias, a rogar por el agua o pedir por el verano. Por esa vacilación
constante es que se lo tilda de ‘resabiado’, porque cambia sin avisar y lo pone a uno a
padecer en el quehacer.

Así, que el tiempo sea temperamental y por eso resabiado se debe, en este caso, a su
variabilidad, a que le da por cambiar bruscamente de un momento a otro. Ya sea en el día
a día, de soles picantes con cielos despejados a ventiscas heladas con cielos ennubados.
Ya sea a lo largo del año, atrasándose con las lluvias o botándose de más con tempestades
que atrofian los cultivos y que hacen temer a los campesinos. Es esa vacilación constante,
lo que lleva a los campesinos a decir que el tiempo es resabiado y a mí a decir que tiene
Los resabios del tiempo 33

temperamento y es temperamental. Lo que se muestró en este capítulo fue cómo el tiempo


resulta siendo resabiado.

Esos resabios del tiempo afectan el quehacer campesino, lo hacen pesado, tedioso. A
veces, incluso, hacen que se sienta miedo, miedo de escurrirse con la tierra, miedo a no
tener qué vender o qué comer. Pero los campesinos saben cómo enredarse con el tiempo,
‘le meten mano’ para hacer que dé días y ambientes más ‘queridos’ para la vida. Esas
mañas campesinas para meterle mano al tiempo es lo que se cuenta en el siguiente
capítulo.
Los resabios campesinos
Los resabios campesinos, más que vincularse con la variabilidad o los cambios bruscos,
están ligados con los vicios o mañas que ellos han adoptado como resultado de enredarse
con otros bichos, seres y sustancias con quienes comparten el mundo. Los resabios
campesinos, entendidos en este caso como ‘habilidades’, como un “enredo dispuesto con
ingenio, disimulo y maña” (Real Academia Española, s.f., definición 4), han sido el fruto de
‘bregarle’, como se dice en Quinchía, de ‘intentarle sin tener certezas de lo que vaya a
surgir’, de probar suertes diversas para lidiar con la vida. Los campesinos le han bregado
al tiempo y de tanto bregarle han aprendido ciertas mañas, ciertas formas de enredarse
ingeniosamente con él.

Esos enredos o esos resabios se muestran principalmente en dos casos: en las llamadas
de lluvia y en las cortadas del agua. Siendo esos dos casos los que componen este
capítulo. El primer apartado, ‘Llamadas de lluvia o peticiones de agua’, muestra cómo los
campesinos le bregan a las sequías enredándose con otros bichos, sustancias o
materiales. Allí, resaltan las quemas, los elementos que se consumen y los olores que de
estos se desprenden. Los animales de agua, como los grillos y los sapos, que llaman el
agua con sus chillidos. Las misas, las cruces y los velones, la primera como agrado a los
santos y los otros como elementos bendecidos que llaman la lluvia y protegen a los cultivos
y a los campesinos. En el segundo apartado, ‘Cortadas de lluvia o conjuradas de
tempestades’, aparecen la sal, las cruces, los ramos y los niños como bichos, cosas, seres
y objetos con los que los campesinos se enredan para secar las tempestades y despejar
los cielos.

Ante los atrasos y las tempestades, ante esos resabios del tiempo, los campesinos se
resabian llamando el agua y cortando la lluvia. Esos resabios son lo que muestra a
continuación.
36 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

Llamadas de lluvias o peticiones de agua


En este apartado se cuenta cómo los campesinos se enredan ingeniosamente con ciertos
bichos y cosas para llamar el agua y conjurar la sequía. Con animales como sapos y grillos,
con chillidos de niños, con rezos a santos y con quemas, los campesinos le meten mano
al tiempo y hacen que dé días más queridos. Estas Llamadas de lluvia se presentan en
tres relatos que encuentran eco entre los aymaras del altiplano boliviano y los nahuas de
la Sierra de Texcoco. Así, lo que se presenta a continuación son: ‘Las quemas’, ‘El grillo y
el sapo’, y ‘Misas, cruces y velones’. Tres relatos que cuentan cómo los resabios
campesinos le bregan a los resabios del tiempo.

Las quemas
Ariel contaba que, en Santa Cecilia, más abajo de la finca, cuando él era muchacho hubo
una sequía que no dejó sembrar y que hizo perder muchos de los cultivos que se tenían
en la vereda. A pesar de los muchos intentos y rezos que se estaban haciendo, el agua no
aparecía. Por lo que decidieron llamar a un señor que era de Naranjal. ‘Yo me recuerdo -
contaba Ariel- que era un señor alto, pero morenito, se ponía mucho ruana, un sombrero
grande y mantenía como con dos camándulas colgadas. A ese lo buscaban mucho pa que
les dieran consejos pa las cosechas. Había cosechas que no daban nada, entonces iban
donde él a ver qué podían hacer para que diera buenas cosechas, que en qué tiempo
sembraban, que en qué tiempo se podía sembrar el maíz, que en qué tiempo se podía
sembrar la yuca, todo eso. Como tenía pues, así buena fama, yo y otros muchachos de la
vereda fuimos a buscarlo. Casi que no damos con él. Y pues en ese tiempo uno siempre
se demoraba de acá de la vereda a Naranjal. Eso siempre se iban unas horitas caminando’.
Cuando por fin encontraron al rezandero y subieron a la vereda, cuenta Ariel que ‘ese
señor les dijo a los muchachos: ‘nos va a tocar ir a hacer una quema pa’ llamar el agua
porque si no se nos va a dañar la cosecha’. ‘Y pues eso se hizo. Ese señor hizo la quema.
En las quemas, contaba Ariel, además de la leña, echaban olivo, eucalipto, laurel y salvia.
Y también buscaban mucho de ese palo santo, ese que uno parte el palito y se ve como
una crucecita en la mitad, que también llaman el árbol de la cruz. Todo eso lo ponían a
quemar y mientras eso el curandero comenzaba a echar rezos. ‘Yo me recuerdo, decía
Ariel, que se cogía las camándulas del cuello y comenzaba como a pelearle al cielo. Así
como tirándole manotazos, como regañando’. ‘Todos nos poníamos a mirarlo mientras
hacía eso, ahí se iban quemando esas cosas. Ya a lo que la llama se achantaba, él escupía
Los resabios campesinos 37

aguardiente y hacía el rezo y ya nos íbamos’. Esa misma semana comenzaron a aparecer
las lloviznas y después, como cuenta Ariel, ‘se vinieron los lapos de agua y hasta hubo
buenas cosechas ese año’. Las quemas pa’ llamar el agua, me contaba Ariel, siempre es
con matas que tengan buen olor. ‘¿Porque quién va a venir si hay un olor bien feo?
Suponga usted que llega uno a la casa y comienza a oler bien feo, uno por allá no le dan
ganas de volver. Así mismo es para llamar el agua, toca que huela bueno pa’ que se
aparezca y quiera volver’.

Estas quemas encuentran eco entre los aymaras del altiplano boliviano. Cuando se atrasa
la época de lluvias, la cual se espera que inicie en el mes de noviembre, los campesinos
recurren a la ‘ch'uwa khuwxata’ o 'llamada de la lluvia’ (Van den Berg, 1989). En estas, los
campesinos consiguen diferentes elementos como fetos de ovejas, hierbas koa, coca,
dulces, kaitos de colores y mucho aguardiente. Todo esto lo suben en procesión,
acompañados de músicos, a la cima de uno de los cerros cercanos. Allí, el yariti -o
especialista ritual, como lo llama Van den Berg- se encarga de reunir en un solo lugar todos
los elementos traídos por los campesinos. Casi siempre en una piedra que es llamada
‘altar’. Y mientras aquellos bailan y cantan, el yariti lo quema todo y le pide al cerro “para
que en humo se deshagan los males y caiga la lluvia” (Van den Berg, 1989, p. 71), a la vez
que se le agrada con las ofrendas dulces o muxsa misas.

Y aunque en ambos casos se hace uso de diferentes elementos, exceptuando el


aguardiente, las plantas y los rezos, es el humo que resulta de la quema lo que ‘llama la
lluvia’. En el caso de Santa Cecilia, del humo tiene que emanar un olor agradable para que
el agua se sienta atraída y se quede. Entre los aymaras del altiplano boliviano, la quema
es necesaria para deshacerse de los males, para que estos se quemen y salgan en forma
de humo, a la vez que se agrada a los cerros como deidades protectoras de la comunidad.
Cuando la llama consume las ofrendas, las está consumiendo el cerro. Y dependiendo de
cómo se consuman a sí mismas se sabrá si la petición ha sido aceptada o no. La quema,
el humo y sus olores son quienes atraen la lluvia, los rezos u oraciones de los campesinos
son quienes la llaman y la animan a quedarse. Casi siempre funciona, casi siempre llega
la lluvia después de una quema. Pero siempre está la posibilidad de que se siga atrasando
porque el tiempo es resabiado y a veces no responde a los agrados que le hacen los
campesinos.
38 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

El grillo y el sapo
Cuando no quería llover y se estaban por perder las cosechas de tanto verano, ‘los viejos
-contaba Ariel- se agarraban a buscar grillos, ahí por los lados de la finca. Al que primero
vieran le mandaban la mano. A ese animalito uno tenía que cogerlo y clavarle un chuzo en
el rabo, un espartillo, y se lo enterraba con el culito pa arriba, mirando al cielo. A lo que
chillaba es que llamaba el agua. Se lo agarraba pa’ que llamara la lluvia cuando no quería
llover. ¡Oiga! eso es que era remedio bendito, que eso de una era que aparecía el agua’.
Los viejos también le enseñaron a ponerle cuidado a los sapos ‘cuando escuche el chillido
del sapo y esté haciendo verano, corra a darle agua’, le decían los viejos a Ariel, porque
se sabía -y se sabe- que, al darle agua al sapo, este la devolvía y comenzaba a escurrir el
agua por toda la vereda. Los campesinos saben que hay animales que llaman la lluvia y
que pueden sobrellevar los resabios del tiempo, en este caso los atrasos. En Santa Cecilia
son el sapo y el grillo, al uno se le da agua para que la devuelva y al otro se lo entierra de
culos, con un espartillo mirando pa arriba, para que la llame. El uno aparece, al otro hay
que agarrarlo. Pero los dos chillan pidiendo agua, uno por voluntad y al otro se lo hace
chillar.

Pero que el sapo llame el agua no sólo se sabe en Santa Cecilia, entre los aymaras del
altiplano también se sabe que este animal la llama. Entre los aymaras que se encuentran
asentados en zonas lacustres, la ch'uwa khu xata o ‘llamada de la lluvia' se lleva a cabo
en el lago principal. Unos pocos hombres junto al yatiri, se adentran en balsas al centro del
lago. Allí se colocan varias ofrendas, se quema incienso y se esparcen hojas de coca.
Terminadas las ofrendas, se recogen ranas, plantas acuáticas y agua del lago. Cuando los
aymaras están asentados en zonas en las que no hay lagos, el agua para el ritual se extrae
de algún río cercano. Pero esta agua, como le dice un aymara a Van den Berg, “debe ser
jaluma, 'agua corriente', vale decir 'agua viva' y no agua detenida” (p.69). De allí se dirigen
a uno de sus cerros sagrados en procesión, acompañados por músicos. Las ranas y las
plantas son acomodadas en donde queden más expuestas al sol. A falta de agua, las ranas
empiezan a croar y las plantas a secarse. “Con su croar, y las plantas secas apelan a la
compasión de las fuerzas de la naturaleza que pueden hacer que llueva” (Van den Berg,
1989, p. 69). El agua que se ha extraído del lago o del río se vierte en las chacras. Y
después de ello se espera que las fuerzas de la naturaleza sientan compasión por esos
seres de agua expuestos al sol y envíen agua para calmar su padecimiento. A veces
acompañan esta petición de lluvia con rogativas por parte de los niños. Los aymaras
Los resabios campesinos 39

“acostumbran hacer que los niños completamente desnudos [subieran] a los cerros y
alturas, llevando velas encendidas y cruces, gritando en coro: Misericordia, Señor... Agua
por amor de Dios" (Van den Berg, 1989, p.71). Se espera entonces que las rogativas de
los niños y los chillidos de los sapos, como resultado de su exposición a condiciones
severas, apelen a la compasión de las fuerzas de la naturaleza para que envíen agua, para
que haya ‘buen tiempo’.

Los aymaras secan a los sapos, los exponen al sol en la cima del cerro, y es su chillido lo
que llama el agua. Y aunque los campesinos quinchieños les dan agua en vez de secarlos,
en ambos casos se sabe que es el chillido, ese croar del sapo, el que llama el agua. Al
igual que el del grillo. Los chillidos, como menciona Van den Berg, apelan mejor a la
compasión de ‘las fuerzas de la naturaleza’. O como se diría en este caso, se sabe que
esos chillidos le bregan a los resabios del tiempo, hacen que del atraso se pase a la lluvia,
que del sol picante y el cielo claritico se pase a cielos ennubados y a nubes que se botan
o se escurren. A cultivos vivos y no a cultivos perdidos. Los chillidos llaman el agua, hacen
que el tiempo ‘atempere’, que calme, que le baje a esos resabios.

Entre los nahuas de la Sierra de Texcoco, México, también se hace uso de los sapos para
llamar el agua. Pero no son sus chillidos los que la llaman, es su forma y su posición dentro
de las ofrendas lo que hace que aquella aparezca. Cuando hay atraso de la temporada de
lluvias, los nahuas suelen recurrir a los graniceros o tesifteros, ‘los que saben del tiempo’.
Ninguno de ellos se rige por normas específicas para pedir agua, en realidad, las peticiones
son tan variadas como los mismos graniceros. Lo que sí puede decirse que tienen en
común son las ofrendas, siempre hay una de por medio. David Lorente y Fernández (2011),
narra como en San Andrés de la Cal, doña Jovita, una granicera de renombre, realiza un
rito de ‘petición de lluvia’ en unas cuevas cercanas, en donde le pide a los ‘ahuaques’,
espíritus dueños del agua, o ‘señores del tiempo’ como los llama ella, que donen las lluvias.
Para realizar el ritual, doña Jovita pide una cooperación comunitaria, con la cual va a
comprar la comida y los demás elementos que le pidieron los ‘señores del tiempo’ en sus
sueños. Con los elementos de la ofrenda, doña Jovita se dirige al lugar que soñó, en el
que le piden los ‘ahuaques’ que realice el ritual. Estando allí, doña Jovita se encarga de
disponer “las ofrendas-juguetes: tortugas, sapitos, viboritas, bailarinas, vajillas, arañas,
gallinas, soldaditos (…) así como frutas olorosas, cintas de colores y papel de china. La
comida va sin sal y, puesta la ofrenda, doña Jovita convoca a los aires “a merecer”” (p. 55-
40 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

56). Cuando estos aceptan la ofrenda por parte de la granicera, la lluvia está asegurada
esa temporada.

En el caso de los nahuas, el sapo aparece como uno de los muchos seres que hacen parte
de la ofrenda a los ahuaques para las peticiones de lluvia. Es su forma, en este caso, lo
que se resalta para la petición. Además de su vínculo con el agua que, al igual que las
tortugas y las víboras, hacen de ellos animales más preferibles para componer las
ofrendas. A los señores se les agrada con lo que piden y así se espera que agraden
devuelta a los campesinos donándoles agua.

Así se llama el agua o se pide por ella entre los nahuas, los aymaras y los campesinos
quinchieños, por medio de sus semejantes, por medio de animales de agua como el sapo,
la víbora, la tortuga o el grillo. En unos es su chillido lo que llama, en otros es su forma; en
todos es su vínculo con el agua.

Misas, cruces y velones


Uno de esos domingos en los que estábamos en la cabecera municipal vendiendo la
panela que habíamos hecho el día anterior, Billy comenzó a contarme cómo era que, para
esos soles picantes y esos días clariticos, para esos veranos fuertes que asolaban la
vereda, los campesinos se reunían para ver cómo era que se iba a llamar el agua. ‘Cuando
los campesinos eran bien creyentes -contaba Billy- se reunían entre varios y miraban cómo
recoger plata pa pagar una misa, ya fuera que vendieran lo que les daba la finca o cualquier
reliquia que tuvieran por ahí. Después de tener la plata se iba un grupito a hablar con el
padre al pueblo. ‘Que vea que se nos van a perder los cultivos’ ‘Que por favor háganos la
misita pa’ que llegue el agua’ ‘vea que nosotros somos bien creyentes’. Eso les tocaba que
ir a rogarle al curita por una misa pa llamar el agua porque a muchos no les gustaba que
los viejos fueran a pedir por eso. Ya después de tanta insistidera el cura aceptaba hacer
la misa y eso la iglesia se llenaba, eso hasta afuera se veía a la gente, que los hijos, que
los nietos, que las nueras. Se le decía al padre que pidiera por ellos, que pidiera para que
lloviera. Y todo el que iba era a pedir por el agua, a pedir que lloviera pa que diera buena
cosecha’.
Los resabios campesinos 41

Muchos, me contó luego Adela, se llevaban las cruces de las casas, las camándulas y
hasta los velones para hacerlos bendecir en la misa. Y al terminar en la cabecera, se iban
a la vereda a poner las cruces y camándulas en los techos de las fincas o por los lados de
los cultivos. ‘Los viejos decían, contaba Adela, que así se llamaba el agua y se pedía por
buenas cosechas. Por eso es que usted ve crucecitas por todas las fincas de la vereda.
Porque esas llaman el agua y como están bendecidas pues también uno puede pedirles
por buenas cosechas’. Los velones, por otra parte, son usados para completar los altares
de las fincas, mesas casi siempre de madera con una base redonda adornadas con
manteles blancos, velones, camándulas y la imagen de uno o varios santos. Después de
la misa, en las fincas se les prendían los velones a los santos y se les pedía por agua y
por buenas cosechas. ‘Y pues como el padre también pedía por uno, ya eso era al rato
que se largaba el agua y que había buenas cosechas’, decía Adela.

En marzo, en Santa Cecilia, y en medio del atraso de la época de lluvias, Adela solía
prenderle todas las noches el veloncito a Santa Clara, a la Virgen María y al Divino Niño
Jesús, siendo ellos los santos de su altar. Se les pedía que mandaran el agua, que no
dejaran perder los cultivos y que perdonaran cualquier ofensa. Adela se arrodillaba al pie
de la cama, al lado del altar, y con un veloncito blanco y una camándula bendecida, se
ponía rezar. Ariel, por su parte, subía todas las mañanas a rondar los cultivos y se echaba
la bendición después de tocar la cruz de madera que está enterrada por los cultivos de
maíz, ahí por el lado derecho de la finca. ‘Así es que pide Ariel, decía Adela. Toca la cruz
de la otra vez y se echa a rezar mientras ronda los cultivos’. Esa cruz de palos,
resquebrajada por todo lado, más enterrada que por fuera, con colores opacos y con moho
en todas las puntas, fue una de las cruces que fueron bendecidas en una de las misas
pagadas por los campesinos creyentes de Santa Cecilia. Adela le pedía a los santos,
acompañada de velones y camándulas; Ariel le pedía al Señor tocando la cruz bendecida
y rezándole mientras rondaba los cultivos. Se les pide a los santos para que llamen el
agua, para que la traigan y la hagan quedarse, para que se escurra en los cultivos y den
buenas cosechas. Se les pide con velones bendecidos, con camándulas y con cruces. Se
les reza arrodillados y también rodiando los cultivos. Se les paga misa y se le pide al padre
para que interceda.

Los santos y las cruces también llaman la lluvia y eso no sólo se ve en Santa Cecilia, los
aymaras suelen recurrir también a ellos para hacer peticiones de lluvia. Uno de los casos
42 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

mencionados por Van den Berg (1989), cuenta cómo, en medio de una sequía que estaba
haciendo perder las papas, las ocas, la quinua y el resto de legumbres sembradas en el
altiplano, los campesinos aymaras recurrieron a la Virgen de Copacabana para hacer
peticiones de lluvia. Para ello, se convocó a todo el pueblo y se dirigieron al Santuario de
la Virgen para pedirle al padre que, además de hacerle una misa, dejara sacar la Imagen
de la soberana en procesión por todo el pueblo. Después de que el padre aceptó por las
múltiples súplicas de los campesinos y
Puesta la Soberana Señora en sus andas, adornadas de muchas joyas y
encendidas muchas hachas, y cirios, acabada la Misa y sermón, se comenzó la
procesión, y habiendo dado la vuelta al cementerio [y llegando] la Santa Imagen al
lugar donde está una puerta, por la cual se descubre la laguna, empezó a soplar
un viento tan vehemente, que parecía a toda la multitud que allí iba, (...) sucedió
que estando el cielo sesgo, claro y sin rastro de haber una nube que se pudiese
divisar, [y entrada] la Santa Imagen (...) en su Iglesia empezó a caer una agua
mansa, sin ruido ni tempestad, de suerte que todos se mojaban, ni una gota si
quiera cayó en [la] Soberana Señora, esta agua ablandó de tal suerte la tierra que
de nuevo volvieron a sembrar en toda la Provincia, y fue aquel año el más fértil que
se ha visto (p. 165).

La Virgen de Copacabana no sólo les llevó la lluvia, sino que hizo que de ella salieran una
muy buena cosecha. Además de los cirios y adornos con los que vistieron a la Virgen para
la procesión, los campesinos aymaras llevaban a la iglesia cruces, ramos o palmas, y a
veces productos de la cosecha precedente, para que ‘escucharan’ la misa y luego eran
devueltos, en el caso de las cruces y los productos, a las chacras, para incentivar el
crecimiento y tener buenas cosechas; o, en el caso de los ramos, como protección contra
tempestades. Al igual que los campesinos quinchieños, los aymaras les hacen misa a los
santos pidiendo que el agua llegue y remoje los cultivos, pero también llevan consigo otros
elementos para que sean bendecidos o ‘escuchen’ la misa y llamen la lluvia desde las
fincas, desde las chacras, a la vez que les proporcionan protección a los cultivos.

Los santos, las cruces, los velones y las misas -en los que aquellos son agradados y los
otros bendecidos-, llaman la lluvia y también llaman buenas cosechas. Por eso es que los
quinchieños y los aymaras tienen que hacerles misa a los santos, y llevar consigo cruces,
camándulas, velones o productos cosechados, para que los santos sean agradados y
aquellos ‘escuchen la misa’ y sean bendecidos. Así se llama la lluvia y se pide buenas
cosechas entre aymaras y quinchieños, con misas, santos, cruces, velones y rezos.
Los resabios campesinos 43

Cortadas de lluvia o conjuradas de tempestades


‘Cuando -como dice Ariel- comienza a tronar durísimo y a relampaguear, y que comienza
el agua como a venir, como a llover, pero se va de lado, como en puro viento y tronando’,
los campesinos suelen recurrir a diferentes acciones para ‘calmar’ o ‘cortar’ la lluvia, en las
que se hace uso de cruces, de niños, de animales de agua y de velones. Y se los
acompaña con reventadas, chillidos, humo, rezos y regaños. A esos enredos con otros
bichos y sustancias con miras a ‘calmar’ el agua, se les llama ‘cortadas de lluvia’, y eso es
lo que se muestra a continuación. Dos apartados en los que se enredan la sal, las cruces,
los niños, los ramos o palmas bendecidas, el humo, la quema, los olores y los campesinos.
Y, como en el apartado anterior, se mencionan algunos ecos que estas cortadas de lluvias
encuentran entre los aymaras y los nahuas.

La sal en la teja
La cabecera es fría, no hay día en que no llueva. Siempre aparece el agua, aunque sea
como una de esas lloviznas ‘espantabobos’ o ‘espanta viejitas’ que suelen darse en las
tardes. En las mañanas se suele ver el cerro Gobia invadido por neblina, pero a eso del
mediodía la neblina se ha dispersado y el cerro se alumbra con el sol picante de Quinchía.
Cuando el cerro amanece sin nubes negras encima es porque el día va a estar ‘clarito’,
con de esos soles picantes; pero va ser una noche tempestuosa, de esas en las que truena
y relampaguea feo, de esas en las que se escucha al cerro como rugir. Cuando el cerro
amanece con nubes grises medio transparentes es porque el día va estar frío, pero no se
van a dar tempestades; el mismo día se predice cuando el cerro amanece tapado por la
neblina. Pero, aun así, siendo un día ‘clarito’ o ‘frío’, siempre aparece el agua.

Por eso la tía Flor siempre sale con paraguas en mano. Ese día estaba clarito, el cerro
Gobia se podía ver sin dificultad. El sol picaba, por lo que la Plazoleta de la Paz estaba
vacía. Los niños y adultos mayores, que suelen estar allí en las tardes, se refugiaban en
uno que otro alero de las casas o negocios de los costados de la plazoleta. Se escuchaban
los llamados desalentados de los conductores y las mujeres que venden tinto y comidas
en los puestos de laterales.

La tía Flor y yo subimos a la panadería para llevar ‘alguito’ a la casa de Nelfa, a quien
íbamos a visitar. Después de comprar unos roscones y panes agridulces, comenzamos a
44 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

subir. La casa de Nelfa queda pasando el recodo, pero antes de llegar a la bifurcación que
da la vía hacia la vereda Santa Cecilia y la entrada al Cementerio. Su casa se conoce como
el ‘vivero’. Destaca por los colores vivos de la fachada, mitad verde mitad naranja. Las
matas se ven por todo lado. Algunas hacen de alero, otras de cerca, otras de jardín y una
que otra acompaña los pequeños escalones hacia la puerta. Además de vender semillas y
matas ‘crecidas’, funciona como herbolaria, al pasar por la cortina blanca que hace de
puerta, hay una repisa con pequeñas divisiones. ‘Para el dolor de cabeza’, ‘Para dolores
estomacales’, ‘Para hinchazones’, eran algunas de las etiquetas de esas divisiones, dentro
de las cuales se encontraban pequeñas bolsitas de papel con los nombres de las yerbas
que contenían.

Nelfa Aricapa, es pariente por afinidad de la tía Flor. Pertenece también a la Iglesia
Adventista del Séptimo Día. Es mucho mayor que la tía Flor, pero se conserva mejor. Es
bajita y delgada, pero con voz fuerte y gruesa. Pasamos la tarde sentadas en el comedor,
tomando tinto y conversando sobre cómo los Aricapa, por lo menos los de su núcleo
familiar, se fueron yendo poco a poco de Quinchía y ahora son pocos los que tienen tierras
y se quedan a trabajarlas. Un trueno interrumpió la conversación, luego se escucharon
pequeñas gotas golpeando las tejas de zinc. Y de un momento a otro, sin dar espera, se
vino el agua. Los truenos sonaban cada vez más seguido, acompañados de uno que otro
destello que se hacía ver por entre las ventanas de vidrio. ‘¡Se largó el aguacero! ¡Hum!
¡Si ve! a esos soles picantes hay que tenerles miedo’- dijo Nelfa, volviéndose a acomodar
en la silla después de haber mirado por la ventana. Se escuchaba y sentía el aguacero, de
esos que hacen estremecer, aunque suavemente, la tierra. ‘¡Vea cómo ruge!’- dijo Azalón,
el esposo de Nelfa, que venía bajando del segundo piso. Se refería al cerro Gobia, al que
la casa le da la espalda. ‘Porque es que es de allá que viene el agua’- dijo Azalón, después
de preguntarle por el rugir del cerro. Nos acomodamos todos en el comedor para alguiar,
chocolate, que había acabado de hacer Nelfa, juntos con los roscones y los panes
agridulces que habíamos traído.

Después de un rato, todavía se escuchaba y se sentía fuerte el aguacero. ‘Esperemos a


que calme y arrancamos’- me dijo la tía Flor. Mientras tanto, Nelfa y Azalón comenzaron a
conversar sobre cómo era que los viejos cortaban el agua para poder seguir trabajando.
‘Eso era cuando el tiempo estaba así, que no dejaba hacer nada, ni sembrar pues. Eso
quemábamos sal. Quemaban sal pa cortar la lluvia y eso al rato despejaba’- continuó - ‘Yo
Los resabios campesinos 45

me acuerdo que los viejos acostumbraban poner sal en una teja. Eso prendían ahí afuerita
unos carbones. Pero tenían que estar así al rojo vivo, que humen. Y en un pedazo de teja
se echaba sal. Y se la ponía ahí, encima de los carbones, se le echaba la sal. Y entonces
la sal eso comenzaba a reventar. Y ya al rato se cortaba y despejaba’.

La sal seca, me comentó luego la tía Flor, por eso es que corta y despeja, porque seca el
agua que se está escurriendo. Al echarse al carbón y al reventar, bota humo y es ‘ese
humo es lo que corta. Por eso hay que echarle harta sal, pa que reviente y salga la
bocanada’- me dijo luego Ariel al preguntarle cómo era que la sal podía cortar el agua. Así,
más que la sal, es el humo que esta produce al reventarse lo que hace que calme y que
atempere, lo que hace que las nubes dejen de escurrirse y que se muevan pa’ otro lado,
despejando el cielo ennubado y haciendo el día claritico.

En este caso, y contrario a las quemas, lo que hace el humo de sal es espantar, limpiar,
‘despejar’, más que atraer. Que el humo que botan las quemas espante la lluvia se ve
también entre los aymaras, y sobre todo en casos de granizada. Cuenta Van den Berg
(1989) que ante la amenaza de granizada el “responsable de proteger las chacras quemará
ají en el fuego, huesos de pescado, un feto de burra y hojas de palmeras bendecidas en
Domingo de Ramos” (p.77). En algunos casos también se quemará estiércol, lo que junto
a los “los huesos de pescado quemados producen un olor insoportable que debe ahuyentar
a este espíritu” (p. 79). Mientras tanto, el responsable y cualquier otro campesino que lo
esté acompañando, lanzará gritos y realizará movimientos amenazantes a las nubes de
granizo que se acercan. Gritará ‘kuti, kuti’ (vuelve, vuelve), esperando que el granizo vuelva
del lugar del que vino.

Los olores, el humo y todo aquello que se consume durante la quema es lo que corta la
lluvia. Entre los quinchieños será la sal la que seque y luego despeje, entre los aymaras
serán los fetos de burra, los huesos de pescado y el estiércol quemado lo que espante al
espíritu del granizo. En ambos casos será el olor emanado de la quema lo que corte la
lluvia.
46 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

Cruces, ramos y niños


Ese día, en Santa Cecilia, se estaba haciendo sentir el calor más que de costumbre. Laica
y Guardián, los dos perros de la casa, estaban con la lengua afuera en las orillas de la
pequeña quebrada que bordea la finca. Ariel estaba sentado en la silla del balcón, con la
camisa abierta hasta el ombligo, el pantalón arremangado y los pies descalzos sobre el
piso. Las chicharras y los mosquitos estaban alborotados. ‘¡Mirá! esa va a reventar’- dijo
Ariel, refiriéndose a las chicharras que chillaban y chillaban cada vez más fuerte, cada vez
más seguido. Las chicharras llaman el verano o avisan que está llegando y después
revientan, como fue el caso. Por esos días se solían encontrar los ‘cascarones’ de las
chicharras reventadas por el camino. Ni una ventisca se había sentido a lo largo del día.
Ni una nube se veía salir del cerro ni de las lomas aledañas. Estaba claritico.

Como era domingo, Adela se puso a hacer las arepas de yuca que buscan sus hijos cada
fin de semana cuando van a visitarla. Se tiene que tener maíz, de esos que todavía están
tiernos, no maíz chócolo, pero tampoco del que sacan pa los pollos porque ese ya es muy
duro. El maíz tiene que estar un poquitico tierno, pero no mucho porque si no queda muy
sopudo. Tiene que estar así casi como si ya estuviera pa los pollos. Escogido el maíz,
Adela y yo nos pusimos a desgranarlo. El bochorno se siente más en la cocina. Adela
estaba colorada y juagada en sudor. El calor del fogón de leña lo sentíamos en la espalda,
por lo que intentábamos arrimarnos bien al pollo y a la pequeña ventanita que hay en uno
de los costados de cocina. Cuando pusimos a cocinar el maíz, salimos a buscar fresquito
al balcón. De vez en cuando Adela iba a ponerle ojo. ¡Mija, ya está blanditico! - dijo Adela.
Y mientras yo lo escurría, Adela picaba la yuca, porque hay que molerla toda junta con el
maíz. ‘Todo revueltico’- decía Adela. Después de agarrado el molino al pollo, se comienza
a dar vueltas a la manija hasta que la masa salga lista. Mientras Adela armaba las arepas,
yo le ponía ojo a las que ya estaban en la parrilla, ‘toca que tener mucho cuidado con la
asada porque esas arepas como son de yuca están muy rápido y se queman muy rápido’-
me advertía.

Adela no suele hablar mucho. Pero en la cocina, como siempre decía Marta, su hija mayor,
‘se suelta la lengua’. En conversaciones pasadas, Adela había notado que me llamaba la
atención las cortadas de las tempestades y las llamadas de las lluvias. Por lo que, sin más
que hablar mientras esperábamos que las arepas estuviesen, comentó: ‘la otra vez decían
que una cruz al aire’. ¿Una cruz al aire? -, le pregunté, sin saber de qué estábamos
Los resabios campesinos 47

hablando. ‘Sí mija, que pa echar el agua, pa espantar las tempestades’-continuó- ‘Así’-dijo
Adela, mientras mostraba el puño entreabierto y hacia la señal de la cruz. ‘Los viejos salían
y hacían la cruz de sal, echándola al aire. Ahí donde se veían cargadas [las nubes].
Regañando la hacían’ ‘Vete, vete de acá. Decían los viejos. Y fijo al rato ya limpiaba, ya
despejaba y se veía claritico, así como ahora’- dijo Adela.

Como cuenta Adela, la cruz de sal se echa al aire en dirección a las nubes cargadas, esas
negruzcas que están a punto de escurrirse, y es esa cruz de sal la que, además de secar
el agua, espanta las nubes y hace el día claritico. Las cruces, como se ha comentado en
el apartado de ‘peticiones de lluvia’, son comunes en las fincas de la vereda. A estas, se
las hace bendecir en las misas pagadas para que llamen la lluvia y se las lleva a las fincas
para que velen por los cultivos y los campesinos. Pero, como a los santos y a los velones,
además de usarse para llamar la lluvia también se las usa para espantarla. De allí que se
haga, si no se tiene una cruz o una camándula bendecida a la mano, una cruz de sal y se
la eche al aire para secar y espantar las tempestades. Se espera que estas cruces de sal,
junto a aquellas que coronan las casas o que se entierran en los cultivos, den protección;
y por eso es que además de llamar el agua cuando la tierra está seca y los cultivos piden
remojarse, también cortan las tempestades que amenazan a aquellos que están
protegiendo.

Esto también se ve entre los aymaras, los cuales suelen hacer de las cruces una parte
esencial de las casas. En las esquinas de las chacras, en la cima del techo de las casas
y, a veces, coronando los ‘calvarios’, o altares, suelen ponerse cruces. Así le dice un
aymara a Van den Berg (1989) “Utilizamos la Cruz para nuestro cultivo y nuestro ganado,
es defensa diaria (...) Cada año nos llevamos una fe a la Cruz para que no haya granizada
y helada” (p. 184). Así, al igual que entre los quinchieños, las cruces protegen, ya sea
proporcionando o llamando el agua o cortando las nubes cuando hay tempestades o
amenaza de heladas. Para que las cruces protejan, como se mencionó anteriormente, se
las suelen llevar a la iglesia para que escuchen la misa, especialmente la del 3 de mayo,
el día de la ‘Fiesta de las cruces’. Ahí es cuando quedan bendecidas, ya protegen, ya ni
las heladas ni las granizadas se ven como amenazas (Van den Berg, 1989). Estas también
aparecen entre los nahuas de la Sierra de Texcoco, allí son usadas como elementos
conjuratorios de los graniceros. Cuando se acercan nubes que se saben son de
granizadas, los tesifteros para conjurar la nube y alejarla de los cultivos cercanos, miran
48 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

fijamente la nube que se está acercando y con palma, una vara de membrillo, un machete
o con un crucifijo, o en caso de no tener nada a la mano, simplemente con los dedos en
cruz, la señalan y le dirigen palabras y gestos violentos (Lorente y Fernández, 2011).

Como las cruces, hay otros elementos bendecidos que le hacen frente a las tempestades
y borrascas. Como dice Billy, ‘cuando está lloviendo mucho, en semana santa, pues uno,
la costumbre en los pueblitos, es llevar el ramo para hacerlo bendecir. Esos ramos siempre
se los guarda. Y cuando llueve, que está tronando y relampagueando mucho, cuando están
haciendo tempestades, se prende un pedazo de un ramo pa que deje de llover. Los cirios
que le dan a uno cuando hace bautizar a un niño, esos cirios también se prenden pa’ que
calmen la tempestad’. Entre los aymaras también se hace uso de los Ramos bendecidos
para cortar las tempestades, pero suele estar acompañado de otros elementos y
ademanes. Como se mencionó anteriormente, los responsables de las chacras además de
hacer quemas de elementos que boten olores fétidos también queman “hojas de palmeras
bendecidas en Domingo de Ramos” (p.77).

También se prenden velones contra la lluvia. Cuando las tempestades aparecen en Santa
Cecilia, Adela suele prenderle velones a Santa Clara. Como cuenta ella, ‘se le prende la
vela a Santa Clara pa’ que deje de llover cuando hay mucho invierno. Se saca una velita y
se prende en el patio pa’ que no llueva. Le dice uno ¡Oh Santa Clara Bendita! que deje de
llover y que haga solecito pa’ que no se dañen las cosechas’. La vela tiene que ser blanca,
se debe prender afuera, en este caso Adela la prendió en el murito del balcón, y debe
acompañarse de rezos y rogativas para que corte la lluvia.

Y al igual que las cruces, las quemas y los velones, los chillidos de los niños además de
llamar el agua, hacen que esta se corte. Cuenta Ariel que ‘cuando, la otra vez, que hacían
esas tempestades tan horribles quesque le pegaban una palmada a un niño o a un bebé
pa’ que llorara y cortara la lluvia”. El chillido del niño corta la lluvia y eso también se da
entre los aymaras. Cuando las heladas amenazan gravemente los cultivos, la comunidad
entera se ve en la obligación de participar e intentar evitar la destrucción que se avecina,
así
A eso de las nueve de la noche, temiendo que la temperatura siguiera bajando, la
gente salía a los patios de sus casas. Casi todos encendían fuegos, usando toda
la paja vieja y bosta de la que podían prescindir. A medida que los fuegos se
apagaban, hacían arrodillar a todos los niños juntos en el centro del patio para gritar
Los resabios campesinos 49

hacia el este "Andate de aquí, helada Andate a otra parte". Algunos sacaban luego
sombreros de sus casas y los colocaban en un círculo boca arriba Otros hacían
sonar los pututu y gritaban a voz en cuello "Andate, helada, fuera de aquí (Van den
Berg, 1989, p.77)

Al igual que con los sapos y los grillos, son los chillidos y ruegos, resultado de una
palmada, de una sacudida o de la exposición a condiciones extremas, los que hacen cortar
la tempestad. Los chillidos salen y la tempestad se calma, se corta y el tiempo atempera.
Parece que los niños, al igual que los animales, suelen apelar mejor a la compasión de los
espíritus y santos.

Para cortar la lluvia, en el caso de Santa Cecilia, se espera que los chillidos, las cruces,
las quemas o los ramos apelen e intercedan por los campesinos ante los santos, para que
el tiempo se deje de resabios y atempere. En el caso de los aymaras se espera que los
olores, las quemas, las hojas de palma y las cruces, intercedan ante los cerros y corten las
tempestades y heladas. En ambos casos se espera protección porque el tiempo es
resabiado y a veces amenaza a los campesinos y sus cultivos.

¡Briéguele!
El tiempo tiene temperamento, eso lo saben en Santa Cecilia, en el altiplano boliviano y en
la Sierra de Texcoco. Que tenga temperamento implica que tiene, “carácter, manera de
ser y de reaccionar” (Real Academia Española, s.f., definición 1). Lo que se mostró en este
capítulo fueron las maneras de ‘reaccionar’ del tiempo ante los resabios campesinos. De
tanto bregarle al tiempo los campesinos han tomado ciertas mañas que les permiten vacilar
con el tiempo, como él inicialmente vaciló con ellos. Así, ante atrasos y tempestades se
tienen llamadas de lluvia y cortadas de agua. Ante soles picantes, días clariticos y
bochornosos se tienen las quemas, los grillos, los sapos, los santos, las misas, las cruces,
los altares y los velones. Ante rugidos del cerro y ventarrones helados se tiene la sal, los
ramos y los chillidos o ruegos de los niños. Se sabe que el tiempo es resabiado, pero de
tanto bregarle encontraron cómo apelar a esos resabios. Los campesinos nos enseñaron
que con quemas y olores agradables se puede llamar al tiempo, y con él al agua; que con
chillidos de sapos y niños se apela a sus resabios y termina haciendo que el agua llegue
después de meses de sequía; que cuando está muy temperamental botando agua por todo
lado y haciendo que la tierra se escurra y se ahoguen los cultivos, se lo puede cortar
50 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

quemando sal o huesos de pescado, fetos de burro y estiércol, porque esos olores fétidos
hacen que no se amañe y que se espante.

¡Briéguele! - me decía siempre Adela, al verme botar la comida de los gallos por miedo a
acercarme de más y resultar picada. ¡Briéguele, mija! ¡Briéguele! - me decía, desde el
balcón viendo cómo me zarandeaba de un lado a otro y estiraba la mano intentando colgar
las cocas de comida mientras esquivaba los picotazos de los gallos. De tanto bregarle
resulté aprendiendo que a los gallos no se les puede mostrar la comida mientras uno se
les va acercando porque es de una que se le van tirando. Las cocas de comida se tienen
que esconder y sólo cuando se esté ahí pegadito de la jaula es que se sacan, cosa que
uno alcance a colgarlas antes de que el gallo mande el primer picotazo. Así fue que
aprendieron los campesinos a sobrellevar los resabios del tiempo, bregándole. De tanto
bregarle al tiempo los campesinos aprendieron cómo es que ese reacciona con ciertos
bichos, materiales y sustancias. Fue con humos, olores, chillidos y rezos que los
campesinos se resabiaron con el tiempo.

El tiempo como resultado de los enredos de aires, aguas, olores, chillidos, sonidos, gentes
y bichos; el tiempo siendo y haciéndose en -y con- gentes y bichos, es lo que se cuenta a
continuación, una forma caliente y alzada de ver los enredos de los que emerge y las
marañas que suscita, eso es lo que cuenta el siguiente capítulo.
Lo caliente: enredos melosos y violentos

Desde la carretera
El cielo se mantiene claritico en Irra, rara vez se cubre. Algunas veces, nubes cargadas se
asoman desde las laderas o cerros aledaños, pero los ventarrones que se dan arriba las
arrastran, las alejan, las elevan hasta que ya no pueden enfrentar los vientos contrarios y
se atascan, nubes y vientos, entre grandes cerros. El celeste opaco que adopta el cielo
sólo se ve interrumpido por unos cuantos trazos blancos, unas nubes escurridas, estiradas,
tan transparentosas que los vientos parecen atravesarlas. A falta de algo que le haga
frente, el sol pasa libremente y se escabulle hasta los rincones más prometedores. De las
casas la gente sale juagada en sudor, con camisas abiertas y abanicos improvisados,
esperando el fresquito que ofrecen los carros que pasan a mil por plena carretera. No hay
ventilador que valga. En los minimercados los empleados afanados van tapando con
pedazos de cartón las vitrinas que va tocando el sol, pero eso no impide que el bochorno
se asiente dentro, derritiendo todo lo que con calor tiende a escurrirse. Por el contrario, los
panaderos dejan que el sol le dé de frente a las vitrinas, haciendo alumbrar hasta los
granitos de azúcar de esos panes agridulces que ya llevan varios días. De tanto calor hasta
los churros se escurren, el azúcar que los cubre se vuelve un pegote transparentoso y
melcochudo que muchos evitan, pero que los niños desean. Los panes dulces con formas
de animales, los roscones, los pasteles para fiesta, esos vasos con gelatina o con crema
y fresas, alumbran a lo largo del día en las vitrinas, llamando al pasajero descuidado que
da por sentada su frescura. Parece que lo único oscuro son las cantinas, en donde a falta
de ventanas, baldosas claras o cualquier cosa que refleje el sol, adopta un ambiente
sombrío y pesado. Solo los bombillos con luz baja y las pequeñas luces titilantes que salen
de los parlantes, altavoces o televisores dan cuenta de la presencia de uno que otro
borracho dormido, o del mesero que con tedio mira a su clientela. Los pregoneros de
chances y rifas, con chalecos de plástico de colores reflectivos, sudados por todo lado y
con gotas cayéndole hasta en los ojos, gritan desalentados desde cualquier sombra que
52 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

encuentren y solo se mueven cada tanto, cuando tienen fichado otro pedazo de sombra.
De los negocios de chucherías, los empleados gritan con fuerza desde dentro, moviéndose
hacia atrás cuando ven que el sol ya les está pegando en los pies. Chivas, buses o
minivans, que tienen como una de sus paradas Irra, buscan cómo esconderse del sol
parqueando bajo uno de esos pocos árboles que todavía dan sombra en plena carretera.
La gente se baja colorada, los niños chillando o pálidos de tanta voltiadera o de una que
otra vomitada, los conductores se quejan de esos malos viajeros que no aguantaron las
curvas destapadas y se botaron dentro del carro, o de los que llevan gallinas en estopas o
cajas, haciendo del bus una combinación extraña entre gritos, chillidos y alaridos, junto a
olores ácidos de cuerpos sudorosos, olores agrios y amargos de comida que no alcanzó a
digerirse, combinados con loción o límpido, que más que opacarlos los resaltan. Todos
sufren cuando uno de los pasajeros tiene por destino Irra, pues toca esperar que los gritos
del ayudante llenen ese cupo que falta para salir vola'os de ese horno. Todos se escurren
y parecen pesados. A pasos lentos van los pregoneros de sombra en sombra, de grito en
grito. Desde la panadería o el minimercado el ayudante busca su último pasajero, primero
haciendo chistes y hasta con ánimo; luego sudado, escondido en la sombra de un alero y
con desaliento implorando que se llene ese cupo. Los borrachos, dándose cuenta que es
de día, salen sorprendidos de las cantinas y prefieren volver a entrar a terminar arrastrados
por el calor y el guayabo. Las únicas voces con fuerza salen de los parlantes de las
cantinas, “y me bebí tu recuerdo para que jamás vuelva a lastimarme…” “No dejes que la
lengua impía se divierta con este mi dolor...” “por eso la plata que cae en mis manos la
gasto en mujeres bebida y bailando...”, con el coro de los borrachos que se animaron al
escucharlas. También de las señoras que salen a comprar el revuelto y se ponen a
chismosear en las tiendas, panaderías o negocios de chucherías; y de los colegiales, que
después de su jornada salen volados a heladerías. Esas voces salen calientes y con
fuerza.

El calor del mediodía acentúa los olores. Se sabe que hay fritanga en los puestos de la
carretera porque el olor a grasa y comida recalentada llega hasta la nariz más esquiva. Las
señoras que están aguantando el sofoco del fogón y el bochorno del día, avisan con fuertes
gritos que hay pasteles de carne, empanadas, chorizo y a veces hasta pedazos de
chicharrón. Cada tanto el olor a pan caliente compite con el de la fritanga, el que gane es
el que llama la clientela. Esos panderitos, arequipes, cocadas, gelatinas, brevas y suspiros,
que llenan las vitrinas improvisadas en andenes, botan cierto olor dulce, pegotudo y
Lo caliente: enredos melosos y violentos 53

melcochudo, que solo los viajeros desean. De las cantinas y discotecas sale tufo de
aguardiente y cerveza, de trasnocho y humo, de orines y cosas viscosas. Las aguas bravas
y caudalosas del río Cauca botan un olor como a tierra húmeda. Los ventarrones que bajan
de los cerros arrastran un olor a pasto recién cortado. Esas aguas y ventarrones dan un
olor a monte, pero el humo de cigarrillo que sale de cantinas y tiendas, y el que botan todos
los carros que pasan vola'os por la carretera, enredados con el polvo que se mantiene
elevado por esos mismos aires contrarios y constantes, le dan olor a urbe, a pueblo. Ningún
ruido sorprende. Ningún olor resalta. Pasan chivas y buses pitando, niños y perros
chillando, pregoneros de chances, rifas y chucherías; y ninguno llama la atención de forma
particular, todos resultan enredados con el polvo, las historias, las ventiscas y ventarrones,
los sudores y las comidas, la música y los chismes.

Para arriba y para abajo, desde la carretera, las casas van tomando más terreno. Algunas
son enormes, levantadas en material, con grandes ventanales, antejardines y hasta con
piscina. Otras apenas paradas en ladrillos y con cachos en los techos que muestran la
intención fallida de un segundo piso. Cada tanto aparecen de esas que llaman ‘ranchos
viejos’, todavía de bahareque, con techos que intercalan tejas de zinc y de barro, de
amplios balcones y pequeñas ventanas. Todas enrejadas, con pedazos de madera o con
hierro bien forjado. Entre más arriba o más abajo, las calles se van destapando, achicando
y calentando. La gente va ocupando, con mesas y sillas de plástico amarillo, de esas que
tienen la publicidad de la cerveza pegada, el pedazo de calle que a esa hora tenga sombra.
Se ven tendederos improvisados con alambres o cabuya, que a veces van de lado a lado
de la calle o de reja en reja. No falta Alci Acosta, Rodolfo Aicardi, Galy Galeano y Julio
Jaramillo saliendo de los equipos de las tiendas, que tienen más avisos de tragos que de
comida, más pinta de estanquillo que de minimercados. Las cantinas no se dejan opacar
y a tope le suben a los parlantes. Los borrachos que la rodean y las sustancias viscosas
que la delimitan, forma un pisquero, que resulta de la mezcla constante de cerveza,
aguardiente, sudor, mia'os y humo de cigarrillo. Desde las puertas de las cantinas o de
esas pequeñas ventanas de los ‘ranchos viejos’ o desde los grandes ventanales de las
casas paradas en material, se ve a la gente asomada, echándole ojo al que pase,
echándole chisme. Las miradas se van sumando y van calentando al que es ojeado. Los
demalas a veces cruzan miradas con el que no era, con el que no se debía, con el prendido
o el caliente, y sin falta se arma el tropel. Entre más arriba o más abajo los ruidos se van
alzando y la gente se va calentando.
54 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

Las galleras
A esas calles estrechas, bullosas y calientes, se iban a probar suerte mi tío Lisandro y mi
abuelo Alirio. De pelaos bajaban desde Santa Cecilia, de ahí mismo de la finca que ahora
es de Ariel, con el Tominejo, un gallo que ellos mismos cruzaron con gallinazo y que
entrenaron desde que nació. En ese tiempo, cuentan ellos, sólo había una gallera en Irra,
las otras estaban regadas por todo Quinchía. Pero era a Irra que llegaba todo el mundo, lo
caliente llama gente. El sonido de los carros destartalados intentando parquear en medio
de baches, la gente saltando desde los techos de los jeeps, los conductores de chivas
pegados del claxon, los caballos relinchando por ser amarrados y las ciclas acuñadas en
el andén, avisan que es el día de pago, que viene la montonera. Desde temprano se va
llenando la carretera. A lado y lado se ve a la gente con botas de caucho, machetes,
sombreros, camisas arremangadas y abiertas en el pecho, que dejan ver una que otra
camándula, una que otra cadena bañada en oro o de plata, con los pantalones embarrados
o mojados; y a mujeres entaconadas, bien peinadas, con minifaldas o shorts y blusas
medio escotadas. Muchos ya están prendidos y repartiendo trago al conocido, otros ya
borrachos y medio dormidos en los andenes, otras ya se hicieron el día y buscan como
devolverse, otros apenas llegan con gallos tapados y apuestas pactadas, otros apenas
destapando el trago les dan el primer chorro a las ánimas. Las cantinas y estanquillos
suben a tope a Los Relicarios o Los Visconti, los puestos de comida se van acomodando
en las esquinas, en donde suelen terminar o comenzar los borrachos, las galleras abren
las puertas, suben la música, prenden los fogones para la comida trasnochada y acomodan
todo para las riñas. La gente baja desde los cerros, desde la carretera que bordea el río
Cauca o las que se adentran en montañas y las atraviesan. Todos llegan los días de pago
a probar suerte, disfrutar del calor del aguardiente y la calidez de las putas.

La gallera que recuerda mi abuelo y mi tío quedaba por arriba, desde la carretera, alejadita
de las casas y cerquita a las cantinas. Desde afuera sólo se veía un rancho parado en tejas
de zinc y guadua. El sol de la tarde le pegaba por detrás, dándole un tipo de aureola a la
gallera. Desde lejos se escuchaba el chillido de las tejas por el calor recibido todo el día,
junto al cacareo de los gallos, que por llegar temprano ya estaban asados del calor. Un
hueco, con una forma parecida, pero no igual, a un rectángulo, era la entrada. Cada tanto
alguien se tropezaba y entraba ‘de jetas’ a la gallera. Afuera se parqueaban los galleros
con sus jaulas, algunas tapadas para que no les ojearan a los animalitos, y esperaban para
Lo caliente: enredos melosos y violentos 55

cuadrar peleas o para entrar resguardados por su gallada. El que entra sólo se expone a
todo tipo de daños. El potrero que rodeaba la gallera era el baño público, el que quisiera
darle vueltas le toca echar ojo para no salir ‘cortado’. A lo que se entraba se hacía más
evidente que ese rancho estaba parado en guadua y madera. Dos o tres troncos hacían
de columnas, otros tantos de vigas. De tronco a tronco se pegaban tejas de zinc que hacían
de paredes y otras de viga a viga que hacían de techo. Lo primero que veía quien entraba
eran los puestos de comida, estufas de carbón con todo tipo de ollas encima, desde pailas
llenas de manteca para la fritanga, hasta los indios con caldos de gallina, o gallo si tocaba.
A los lados se colocaban las jaulas que llevaban los galleros, y en las bancas y mesas,
que llenaban la mitad de la gallera, unos comían, otros preparaban a sus gallos, otros iban
arreglando el case de la pelea y otros comenzaban la prenda con aguardiente o cervezas.

Más pa'llacito, como en la mitad, pero tirando para la izquierda, estaba ‘el ruedo’, donde
los gallos se ‘tiran a la suerte’, un círculo hecho de tablillas, ni tan alto como para que la
gente no alcance a ver ni tan bajo como para que los gallos se salgan, y, como en toda la
gallera, la tierra pisada hacía de suelo. Como casi todas las riñas eran de amanecida,
tocaba asegurar que la pelea se viera, de ahí que el ruedo tuviera una de las pocas
lámparas que medio alumbraban. A su alrededor se paraba una estructura en guadua
sobre la que se pegaban pedazos de madera, de abajo hacia arriba, que hacían de
gradería para cualquiera que quisiera echarle ojo a la riña. El resto de la gallera tenía un
ambiente sombrío, reflejos tenues que salían del ruedo. ¡Claro! a excepción del ‘pesaje’,
esa balanza postrada sobre un tronco, justo antes de la entrada al ruedo, tiene que verse
bien, porque es por el peso de los gallos que se casa la pelea; esa parte tenía un bombillo
colgado que le daba justo de frente al marcador y la aguja, como para que no hubiera
forma de equivocarse.

A lo que oscurecía se iba llenando la gallera y sus alrededores. Los mia’os y el olor a
mierda se iban opacando por el humo del carbón que invadía todo el rancho. En las bancas
y mesas los galleros iban presentando a sus gallos, los ‘careaban’, los ponían cara a cara
para ver si se tiraban. Si se mandaban picotazos era señal de buena pelea, si ni siquiera
se miraban era que no se reconocían, que se extrañaban, y tocaba buscar otro case,
porque así los gallos se rehúsan a pelear en el ruedo y sólo le dan vueltas. Los galleros
que ya habían casado, ‘montaban’ a sus gallos en las mesas de madera que se ponen a
los lados del ‘pesaje’, les iban pegando las espuelas, los hacían ejercitar por última vez y
56 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

los revisaban para no tener sorpresas en medio de la riña. En la esquina derecha de la


gallera, ahí diagonal a los puestos de comida, estaban las mesas de las apuestas. Donde
además de casar peleas y pagar ventajas, llevaban a los gallos ganadores para recibir sus
premios y una que otra cerveza a cuenta de los apostadores o jueces que le habían
montado la suerte a ese gallo. Al lado de esas mesas estaba la de los quejidos, mesas con
sangre salpicada, gallos moribundos y galleros calientes. A lo que llegaba un malherido se
montaban las maletas y se comenzaban a sacar pedazos de tela, café y parafina para
tapar las heridas profundas. Si el gallo no aguantaba se lo pasaba a la cocina, caldo fresco
salía en pocas horas.

A ciertas horas se veían salir bocanadas de humo porque las cocineras echaban al carbón
los gorditos que le sobraban de la fritanga para llamar gente. Y siendo más efectivas que
los gritos, se llenaban los fogones y rápido se iba acabando la primera tanda de comidas.
En los pocos espacios que quedaban entre las mesas, las jaulas y la cocina, se veía a la
gente prendida y caliente. Unos echándose cuerpo por un desacuerdo o una mala mirada.
Otros zapateando, intentando seguirle el ritmo a lo que sonaba. Uno que otro empujando
al atravesado para abrirse paso a la cocina o al baño. Otros bien pegaditos, a pesar del
sudor, haciéndose cariñitos. Después de cada pelea salían los galleros y su gallada en
busca de la plata apostada o de formas para invertirla, sea comida, trago o compañía, a
veces la plata daba para meterle a todas. Ese gentío envuelto en grasas, historias, tragos
y humo se hacía sentir hasta el ruedo, el sofoco asomaba por las graderías, al igual que el
bullicio y las risas. Y aunque la gente iba saliendo a mear, fumar, beber o con un gallo
pelao para la cocina, otra llegaba con gallos cargados, peleas casadas y botellas o
cajetillas llenas.

Las peleas iban pasando, gallos y galleros salían malheridos o colorados. Muchos gallos
acompañaban a sus galleros en las borracheras, mientras sus galladas echaban cuento
de la riña que había ganado o de los gallos muertos y la plata perdida ese día en el ruedo.
Los que estaban calientes iban saliendo en busca de compañía. Los fogones dejaban de
echar humo porque ya no había qué calentar. Los guapos se iban en busca de riñas. Los
jueces iban sacando su parte y abandonando el rancho. La gallera se iba despejando,
pocos quedaban para casar, pocos para apostar, pocos para ojear. Los que salían tapados
en plata bajaban a la carretera y en las cantinas o burdeles se iban vaciando. Cuando los
Lo caliente: enredos melosos y violentos 57

bombillos ya no eran necesarios, se sacaban a los borrachos despistados, y la gallera


cerraba hasta el nuevo día de pago.

Una crianza tierna pero melosa


Mi tío sólo cruzaba animales de raza, porque esos son los que se crían como buenos
peleadores, como buenos cortadores. ¡Que aquella gallina es fina y dio gallos parados! ¡y
que a aquel gallo saraviado se le probó la bravura en no sé cuántas peleas! Ahí había un
buen cruce, de ahí tenían que salir buenos gallos. Los gallos mestizos cuando sienten el
chuzón de los espuelazos, salen corriendo, huyen de la pelea. Los gallos finos son bien
parados, cuando ven otro gallo de una les tiran, el picotazo o espuelazo no da espera. Pero
cuando a Veneno, uno de sus gallos más finos y parados, lo mató un mestizo en Sevilla,
Valle, mi tío quiso comenzar a hacer cruces con otros tipos de aves. Lo que más le
sorprendió de aquella pelea en Sevilla fue que el mestizo resultó ser un ‘gallo jugador’.
Veneno alcanzó a mandarle un espuelazo en los primeros minutos de la pelea y el gallo
mestizo apenas sintió el chuzón salió ‘pitado’, corrió hasta el extremo del ruedo y comenzó
a darle vueltas. Veneno no esperó a que el gallo se acercara, sino que salió tras él. De
tantas vueltas Veneno resultó mareado y cansado, y cuando se detuvo, el gallo mestizo
volteó y lo mató de varios espuelazos en los pulmones. A eso se le llama un “gallo jugador”,
un gallo que engaña a su contrincante.

Fue ese gallo el que incitó a mi tío a experimentar cruces con diferentes tipos de aves. De
pelao le habían enseñado en Irra a cruzar gallinas finas y gallinazos, pero como era tan
difícil encontrar los huevos o las crías de los gallinazos no había tenido la oportunidad de
intentarlo, hasta que se ganó unas crías a costa de la victoria de uno de sus gallos y se
puso a probar suerte con esos cruces. A los gallinazos les cortaba las alas para que se
acostumbraran a vivir como cualquier otro gallo, y con varias gallinas, todas de raza, los
levantó juntitos. Los alimentaba de la misma forma, los sacaba a la misma hora y los
asoleaba. Cuando las gallinas se acostumbraban, o más bien reconocían, a los gallinazos,
los separaban hasta que estuvieran en tiempo de reproducción. Cuando llegaba el
momento, y teniendo fichada a las parejas, se encerraba a los animalitos y se esperaba
que dieran señales de gusto. La gallina debía agacharse mostrando que quería que el
gallinazo se le montara, a lo que este debía responder pisando a la gallina, es decir,
subiéndose en su dorso, agarrándola de las plumas del cuello o del pescuezo y colocando
58 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

su cola al lado de la de la gallina. A lo que el gallinazo abría y bajaba las plumas de la cola
se sabía que la gallina había quedado lista.

El único cruce que le dio buenos gallos fue el de una gallina española, colorada y con una
que otra pluma blanca, y el Diablo, una de las crías de gallinazo. De ese cruce salieron
gallos colorados, con pintas negras y blancas, de cuellos largos y musculosos y de buena
pisada. Esas crías heredaron el plumaje de la mama y el cuerpo y la bravura del papa. Del
Diablo y la española nació el Tominejo, el mejor gallo de pelea que ha tenido mi tío. Nunca
perdió, ni siquiera empató, fue el único gallo que murió de viejo y no en una riña. Era un
gallo de ojo cambiado, un ojo entre rojizo y anaranjado, como suelen ser, y el otro zarquito;
con plumas coloradas, en su mayor parte, y negras; grueso, de patas largas y corto de
rabo; de pico medio largo, de un amarillo opaco, al igual que sus patas, y muy bien parado.
Al vergajo se lo miraba y parecía de raza, siempre con el cuello estirado, con el pico
preparado y con las patas bien fijadas. A todo lo que veía le echaba espuelazos, ese gallo
salió bien parado.

Al Tominejo lo levantaron a punta de panela, maduro pisado y maíz con cáscara de huevo
molida y ripio de hueso. Como desde pollito era tan parado, tuvieron que hacerle su propia
jaula y encerrarlo antes de tiempo. El Tominejo resultó siendo un gallo precoz y desde muy
pollito ya andaba entrenando por los lados de la finca con mi tío. Al gallo sólo se le daban
dos comidas al día, una en la mañana y otra en la tarde. Periódicamente se le daba
vitaminas y se desparasitaba. Lo primero que se le hizo al pollito antes de comenzar el
entrenamiento fue el ‘descreste’, se le quitó la cresta y la barba para que tuviera mejor
visibilidad, y para que los otros gallos no tuvieran de dónde agarrarlo. Se le hizo en la tarde
y en luna menguante, para que el gallo tuviera mejor cicatrización y no se desangrara. A
lo que le siguió el ‘peluqueo’, el corte de las plumas de las patas y la cola para que tuviera
más ligereza y se le endurara la piel de las patas. A lo que sanó, comenzó el entrenamiento.

El Tominejo tenía una rutina de ejercicios especial con mi tío. En la mañana, después de
comer, mi tío y Tominejo trotaban trocha arriba desde la finca. Al bajar comenzaban los
ejercicios. ¡Que primero verticales y laterales! y el gallo caminaba de adelante hacia atrás
y de lado a lado, seguido por mi tío. ¡Que luego las voladas! y mi tío aventaba al animalito
hacia atrás, una y otra vez, y el gallo se resistía a caer y batía las alas con tal fuerza que
parecía volar por unos instantes. Ese ejercicio fue el que le dio nombre al gallo. Como
Lo caliente: enredos melosos y violentos 59

sacaba pecho, batía las alas y estiraba el cuello cuando se lo aventaba hacia atrás, mi tío
decidió ponerle como el pájaro más elegante y rápido a su parecer, el colibrí. ¡Que el ocho!
y se veía al gallo dando vueltas alrededor de los pies de mi tío, a veces empujado, a veces
motivado por el muñeco de trapo con apariencia de gallo. Por último, se ‘armaba’ al gallo,
amarrándole un tipo de botas de trapo a lado y lado, donde irían las espuelas, y se lo
enfrentaba con el muñeco para que entrenara la ‘picada’ y la ‘emparejada’ o ‘cortada’. En
este ejercicio era en el que más se calentaba el gallo. Se lo veía mandar el pico, batir las
alas y darle dos o tres espuelazos con tal fuerza al muñeco, que resultaba sacándole el
periódico que lo rellenaba. Ese muñeco tenía tantos remiendos que ya ni la forma de gallo
le daba. El entrenamiento terminaba cuando mi tío se sentaba en las escaleritas de la finca
y el gallo se acomodaba al lado buscando calor. Al rato volvía a su jaula y ahí se quedaba
hasta la próxima trotada.

Ese gallo mantenía caliente, le tiraba a todo lo que se le arrimara. Con ese animal no se
tenía problema para enredar, cualquier gallina que le arrimaran la iba pisando. Ese gallo
‘mantenía con apetito’, contaba mi tío, y gallina que viera, gallina que le iba tirando y de
una era que la iba pisando. Pero el animal también era caliente porque era bien parado.
Como tenía una ‘picada’ tan brava y era bien ‘emparejador’, todos los de la finca evitaban
darle hasta la comida. Una vez, cuenta mi tío, uno de los gallos se voló de la jaula cuando
el Tominejo estaba asoleándose. No fue sino que el gallo se acercara para que el Tominejo
con el pico lo agarrara del buche y le mandara las patas cinco, seis veces, ¡tan, tan, tan,
tan! El gallo quedó tirado en el piso botando sangre por el pico y al rato murió. Mi tío no
quiso meterle mano a la pelea porque al gallo no se lo puede coger caliente sin resultar
chuzado, calientes no reconocen ni al dueño. Mi tío permaneció sentado en las escaleritas
de la finca que dan a la carretera, mientras el gallo se relajaba. Al rato, cuenta mi tío, el
Tominejo se le acercó con la cabeza inclinada, buscaba ‘mimos’, y mi tío sin más se puso
al gallo en las piernas y comenzó a acariciarle el pecho y el cuello, todavía salpicado de
sangre. Así se quedaron un buen rato, el gallo acurrucado en las piernas de mi tío
recibiendo caricias, mientras mi tío pensaba qué hacer con el otro gallo que todavía estaba
tirado en el piso echando sangre.

Desde muy pollito el gallo estaba preparado para el ruedo, pero tuvieron que esperar que
subiera de peso y endureciera más la piel para meterlo en una gallera. La primera pelea
fue en Rioblanco, Tolima, con un Shamo, un gallo de raza pesada y muy bien parado. En
60 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

el ruedo, los gallos no esperaron que los soltaran y ya estaban mandando picotazos y
haciendo pequeños vuelos. A su encuentro en el centro del ruedo uno mandaba
espuelazos y el otro respondía con saltos, el uno picotazos y el otro intentaba emparejarlo.
En saltos, vuelos y picotazos se fue un buen tiempo de la pelea, luego el Tominejo
aprovechó que el otro gallo estaba cansado y se le fue encima y de dos espuelazos en las
piernas lo mandó al suelo; aún tirado le seguía dando espuelazos y picotazos. El gallo
quedó malherido y tuerto, y el Tominejo salpicado de sangre y caliente porque el dueño
sacó al gallo antes de que finiquitara su trabajo. Dice mi tío que el Tominejo fue un gallo
emparejador, cada que picaba, cada que mandaba el pico y agarraba del buche al otro,
mandaba las patas y no descansaba hasta que veía al otro casi muerto. Ese ánimo del
gallo, su picada y calentura, motivaron a mi tío para recorrer otras galleras. Resultaron
peleando en Chaparral, Ibagué, Cajamarca, el Valle y Risaralda. De gallera en gallera el
Tominejo cogió fama como buen peleador y mi tío como buen gallero. De pelea en pelea
el Tominejo terminó de levantarse y de endurar. Era tan parado el gallo y tanta su fama
que la gente andaba tras él, de municipio en municipio se iban apostándole al gallo. En el
pico y las espuelas, en el agarre y las voladas montaban su suerte, y pelea tras pelea
seguía la racha del gallo.

Al Tominejo lo criaron como un animal celoso, parado y caliente, porque sólo así podía
sobrevivir a una riña en el ruedo y a ese mundo tan alzado y temperamental como es el de
las galleras. Pero al Tominejo también lo criaron como un animal meloso que busca el
cariño y el calor de su gallero, porque seres tan calientes y en un mundo tan caliente no
pueden sobrevivir sino en junta, en compañía2. El Tominejo pudo ser ese gallo solo por las
peleas que lo endurecieron y por la crianza de mi tío que le dio fuerza, bravura y fineza;
pero también por las caricias que recibía tras cada entrenamiento y pelea. El gallo de ojo
cambiado y de plumaje colorado fue un gallo caliente porque no podía ser de otra forma,
fue violento y meloso porque sólo así podía sobrellevar la vida.

2“Ir en junta” y “en compañía” son dos conceptos prestados que desarrolló más adelante, uno de la
antropóloga Ana María Rodríguez (2020) y el otro de la bióloga y filósofa Donna Haraway (2019).
Lo caliente: enredos melosos y violentos 61

La pelea
La gallera abrió las puertas al esconderse el sol. Los galleros y sus galladas ya estaban
casando peleas y tanteando a los contrincantes. El trago recorría tantas manos como la
plata. La música a todo taco recibía a los interesados desde abajo, desde las cantinas que
le hacen gala a la gallera. El olor a mia'os, mierda y trago se sentía desde lejos, apenas
opacado por las primeras bocanadas de humo de los fogones de carbón. Los cacareos de
los gallos, las historias de peleas, de borracheras y de putas comenzaban a darle forma a
la gallera. Mi tío llegó seguido por su gallada, mi abuelo y unos compadres con los que
jornaleaban en las fincas de la vereda. Al Tominejo lo llevaban en una jaula que estaba
tapada con un pedazo de ruana, no fuera que ojearan al animalito y lo enfermaran. Es que,
en esa gallera, como en todo Irra, las miradas son calientes y pesadas, cargadas de
envidia, le cargan el mal a quien miran. Esa ruana protegía al animalito, por lo menos hasta
que se lo echara en el ruedo.

Sentado en una de las mesas y con el Tominejo a los pies, mi tío comenzó a echarle ojo a
los gallos. Había unos todavía muy pollos, acompañados de galleros principiantes y
temerosos. Otros tapados en sus jaulas, rodeados por su gallada, y a los que sólo se podía
acercar por chismes. Otros que sin temor se mostraban a todos, dándole vuelta a las
mesas o sentados encima de alguna. Otros apenas cruzando la puerta, anunciados por el
cacareo de los gallos que estaban a los lados de la entrada. Había gallos mestizos, de
esos tienen un poco de todos; españoles, de esos colorados, de cara llena, pico arqueado,
corto y fuerte, y de rabo largo; shamos, de esos de plumaje negro, de patas largas, cuerpo
grueso y musculoso, de cuello largo y pico corto; ingleses, de esos que son gruesos pero
chiquitos, de alas largas, rabo medio largo y de fuerte picada; malayos, animalitos de buen
porte, de pescuezo curvo y largo, de pico y rabo corto, y de plumaje negruzco y ceñido; y
algunos hasta enrazados en águila, según el chisme. Pero el que más le llamó la atención
a mi tío fue un gallo blanco que estaba suelto en una de las bancas que rodean la cocina;
se veía imponente, pecho firme, bien parado, cuello estirado y fuertes cacareos. Según le
contaron, era un gallo español traído de la sabana, al que le dieron el alias ‘La Bala’, por
la muerte rápida que le daba a quien se le cruzaba. Ese gallo tenía tantas peleas como el
Tominejo, y como él, se había levantado de gallera en gallera, criado a punta de peleas.
Por lo que se alcanzaba a ver, tenían el mismo peso, unas tres libras; y no iba a ser difícil
carearlos, ese gallo también le tiraba a lo que se le atravesara. Motivado por la calentura
62 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

del gallo blanco, se fue mi tío a hablarle a su gallero con de a cerveza en cada mano. Como
gallero respetado aceptó la cerveza y se pusieron a echar cuento de las peleas que habían
tenido, de las galleras a las que habían ido, de la crianza de los gallos y de las borracheras
a costa de sus victorias. Al rato los dos galleros se levantaron de la banca y chocando las
botellas de cerveza, con el último trago, pactaron la pelea.

Pasaron al ‘pesaje’. Primero se subió el blanco a la balanza, ¡tres libras cerradas!, anunció
el juez. Luego el Tominejo, ¡tres libras y media!, dijo. Se acercó mi tío al otro gallero y entre
susurros cuadraron el case. El case, esa plata que apuestan los galleros por la suerte de
uno y la desgracia del otro, se tiene que cuadrar pasitico, cosa que solo escuche el que
tiene que escuchar, no vaya ser que el envidioso dañe la suerte. El case, como los gallos,
son propensos a la ‘ojeada’, a uno lo enferma y al otro le mancha la suerte. De ahí que mi
tío y el gallero del blanco se alejaran del gentío y cuadraran pasitico el case. Mientras tanto,
las galladas iban alentando a los apostadores con historias de pelea y de crianza. ¡Ese
gallo está invicto! ¡Aquel sólo lleva un empate! ¡ese gallo es fino, enrazado en español!
¡Aquel gallo es bravo, enrazado en gallinazo! La mesa de apuestas comenzaba a llenarse
y los gallos a calentarse. El Tominejo sabía que se venía la pelea cuando lo estaban
‘armando’, apenas le pegaban las espuelas comenzaba a aletear, dar picotazos y cacarear.
En la mesa del lado estaba el blanco, que, haciéndole competencia, cacareaba con más
fuerza y mandaba picadas a quien pasara. Mi abuelo se fue a la cocina y trajo todo lo que
sus manos pudieran cargar. Chuzos, platos de fritanga y, por supuesto, una de aguardiente
para animarse en la pelea. Armados los gallos y cargados por sus galleros, se fueron al
ruedo. La gradería estaba llena. En la primera fila estaba la gallada de cada gallo, en el
lado izquierdo la del blanco, y al derecho la del Tominejo. En la de más arriba estaban los
apostadores, que con mano en los bolsillos esperaban a ver quién echaba el primer
picotazo para cambiar la apuesta. El resto de las bancas se llenaban de otros galleros, que
con intenciones de comprar crías o a los mismos gallos los miraban bien atentos; y de
gente que iba a disfrutar las riñas, con trago y comida a los lados, moviéndose al son de
los cacareos o de la música que llegaba desde la cocina. Los jueces recibieron a los gallos,
primero les limpiaron las espuelas y los picos con limón, para cortar cualquier posible
veneno que algún malicioso les hubiera puesto. Luego arrancaron con ellos hacia el centro
del ruedo ¡shaaaasssss! ¡shaaaasssss! ¡shaaaasssss! un machete comenzó a cortar el
aire. Ahí diagonal a la cocina, como por la mesa de apuestas. ¡Hacele pues! ¡No que muy
guapo!, decía uno de los borrachos, mandando machetazos. El otro apenas desenfundaba
Lo caliente: enredos melosos y violentos 63

el machete. La gente no se hizo esperar, las galladas, galleros, apostadores y hasta los
jueces con gallos en mano, rodearon a los dos borrachos. Cual ruedo, la gente les hizo un
círculo casi perfecto. El primero se quitó la camisa y sin soltar el machete se la envolvió en
la otra mano. ¡Hacele! ¡Hacele!, le gritaba, zapateando y mandando de forma intercalada
machetazo y puñetazos. El otro borracho comenzó a calentarse. ¡Dele! ¡Dele!, gritó uno de
los galleros. ¡Eso con dos machetazos sale corriendo! ¡Hacele pues que esto no es fiesta!,
dijo otro, entre burlas. ¡Pero de cerquita que así no coge! ¡Eso, mándele! ¡Pero de cerquita!,
gritó una de las cocineras. ¡Que bote sangre que así se anima!, le gritó la otra. Los dos
borrachos entre machetazos se iban acercando y alejando. El uno, el de la camisa envuelta
en la mano, intercalaba pies como intercalaba machetazos, tanto era lo que hacía que
levantaba más polvo que los gallos. El otro era más de paso firme, un pie delante del otro,
el derecho primero, para que el machete alcanzara más terreno. La calentura le quitó la
prenda, y comenzó a dar machetazos firmes y certeros. El de la camisa envuelta se le
acercó de más y en esas idas y vueltas el otro le mandó uno a la pierna. De una le hizo
parar el baila'o, y lo mandó lejos del centro. Los ánimos subieron con la sangre manchando
el piso. Unos y otros gritaban, cada borracho parecía tener su gallada. ¡Otro machetazo a
la pierna! ¡Mándele otro al pecho y así lo acuesta! ¡Pero acérquese! ¡Hágale sin miedo!
¡Mándele, mándele! gritaban. Y se le iba sumando las risas maliciosas, los chismes de
riñas, la música de cantina, el humo de los fogones, el olor a mierda, mia'os, fritanga y
caldo. ¡Shaaaasssssss!¡shaaaasssssss! y los machetazos cortaban el aire,
¡shaaaasssssss!¡shaaaasssssss!, y a la gente le iba subiendo el calor,
¡shaaaasssssss!¡shaaaasssssss!, y se iban desesperando porque el machete no quería
tocar carne ni hacer botar sangre. De ese ruedo hecho de montonera escurría sudor y
calor, además de chispas de cerveza, comida y trago. La rabia y el trago ya tenía colorados
a esos dos borrachos, uno más que otro por la sangre que le pintaba la pierna. El que
comenzó más tranquilo ya le gritaba al otro, ¡no que muy guapo! ¡parate duro puesss! El
bailarín hizo esfuerzo y se paró duro, y comenzó otra vez a intercalar los pies, pero ya de
manera más torpe. El otro borracho aprovechó y se le acercó, ¡shaaasssnnnnnnnn! le
mandó un machetazo en el pecho. El otro no alcanzó ni a quejarse y cayó de una acostado
en el suelo, pero con el machete bien agarrado. Intentó varias veces pararse, pero se
desplomaba una y otra vez. El otro borracho seguía bien parado, con el pie derecho
adelante y el machete arriba. Si se levantaba de un planazo volvía y lo acostaba. Al ver
que finalmente dejó de moverse bajó el machete y entre risas se fue diciendo: ¡tan gallito
fino y terminó en el suelo! La gente comenzó a buscar comida, otros trago, uno que otro
64 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

baño y la mayoría en busca de riña de otros gallos. Solo quedó el cuerpo como evidencia,
botando sangre del pecho y la pierna, todavía con la camisa envuelta y con el machete al
lado. Como buen guapo, murió con machete en mano. El otro borracho terminó en la
cocina, limpió la sangre del machete en el pantalón y echó una ojeada a sus alrededores
antes de enfundarlo, no fuera que otro guapo se le tirara por la espalda. Pidió comida y
trago y ahí se quedó un buen rato, dándole la espalda al cuerpo ensangrentado del otro
borracho. “Dicen que a un hombre borracho...”, se escuchó salir de la radiola de la cocina,
a lo que le siguió el coro atropellado, enrevesado, alegre y a todo pulmón de los borrachos
que andaban comiendo, de los que estaban por los lados de la entrada miando, y de las
galladas, galleros y jueces que iban hacia el ruedo, “...poco le importa la vida. Voy a tomar
aguardiente hasta curarme esta herida”.

Los jueces se acercaron al centro del ruedo. Los gallos seguían calientes. Primero los
carearon. El blanco le tiró al Tominejo y alcanzó a sacarle unas cuantas plumas del cuello,
luego le tiró el Tominejo y le arrancó unas del pecho. Los jueces se inclinaron, y
sujetándolos por los muslos, y sin aviso, los tiraron hacia arriba, pero no tan fuerte ni tan
alto. Los gallos, sin caer todavía al suelo, estiraron sus cuellos y apuntaron sus picos al
oponente. Cayeron bien parados, firmes, sin zarandearse. En ese primer momento las
voces y los cacareos se silenciaron, parecía que hasta la música bajó de tono. Por unos
instantes nadie se movió, a excepción de los gallos. El Tominejo parecía un toro, eso
apenas lo soltaron se iba hacia el otro como si el pico fueran los cachos. El blanco aleteó
y de un salto esquivó el picotazo que le tenía destinado. Se alzó la música, se movieron
los apostadores buscando mejor vista, se veían ojos atentos, barrigas embuchadas y
bocas rellenas. ¡Peleeeee blanco!¡uuuussshh
ussssshhhh!¡psssssh!¡pssssh!!psssshh!¡Hágaleee! A veces hasta los jueces olvidaban su
posición y comenzaban a sisear al gallo de su lado. Solo se veían a los gallos intentando
agarrarse por las alas para poder pegar los espuelazos. Plumas volaban y el polvo del
ruedo se alzaba con cada salto o aleteo. A veces eran tan altos los gritos y tan fuertes los
zapateos de los galleros y apostadores, que alzaban el polvo del ruedo más que los
mismos gallos. Los de la primera fila ya estaban comenzando a sentir el furor de los gallos.
El sofoco les subía desde los pies, con el zapateo, hasta las caras, coloradas como el
tominejo, de tantos gritos y quejidos. Por un momento sólo se veía aleteos y espuelazos
de gallo a gallo. ¡Mándele al ojo! ¡Píquelo! ¡Píquelo! ¡Agárrelo! ¡Hágale pollo, al cuello, al
cuello! Y los gallos cacareaban y no paraban de empujarse con las alas, de echarse
Lo caliente: enredos melosos y violentos 65

picotazos y de mandarse espuelazos, esos gallos no paraban de tirarse. Con las plumas
del cuello levantadas, los picos bien alzados y las patas bien fijadas, se detuvieron un
momento sin bajar guardia. Los cuerpos les temblaban, de rabia y calentura, o de calentura
que finalmente es rabia. Y volvieron a tirarse. El blanco de un salto pasó sobre el Tominejo
y le dio un espuelazo por detrás. Cayeron las primeras gotas de sangre en ese ruedo. El
Tominejo, aunque herido, no perdió la postura, y con ese pico que parecía cacho le tiró
picadas sin descanso. Al blanco sólo se lo veía saltar y pegar voladas para esquivarlo.
¡Mátelooo! ¡Mátelooo!¡Pero hacele pues colorado! ¡Deja de esquivar y tirele! gritaban caras
rojas e hinchadas desde las gradas. El Tominejo alzó vuelo y a la par del blanco, intentaba
agarrarlo del pescuezo. Vueltas y vueltas daban los gallos, unas terminaban en el suelo
con intentos de espuelazos y otras en el aire con picotazos. ¡Ayyyy!¡Ayyyy!, se escuchó, y
fue que el Tominejo con ese pico que parecen cachos agarró al blanco. Se alzó de un
aleteo y le mandó espuelazos a la cabeza y al cuerpo, a lado y lado. El blanco lanzó un
chillido y quedó tirado en el suelo, boca arriba, aleteando, como intentando volver a
pararse. El colorado cayó bien parado, no se tambaleó, y se fue encima del otro con el pico
bien fijado. Le arrancó plumas para despejar la picada y le mandó espuelazos sin
descanso. El gallo blanco había dejado de moverse con el primer picotazo en el suelo,
pero el Tominejo no le daba tregua. Los jueces lo apartaron. El gallo se giró, dándole la
espalda al blanco y de frente a la gente que le lanzaba gritos y halagos, además de tragos
de cerveza o aguardiente que se salían de las botellas o copas por la euforia de quienes
le habían apostado. Y tras el alarido prepotente que lanzó, se alzó una nueva ola de
quejidos y regocijos. El gallero del blanco fue a recoger a su gallo moribundo y mi tío al
Tominejo mostrándolo, cual premio, a todos los presentes. Los ánimos y el bullicio se
alzaban por donde mi tío mostraba al Tominejo. Envueltos en sudor, aguardiente y cerveza,
con el pisquero del cigarrillo y con restos de comida hasta en el pelo, galleros y gallos
dejaron atrás el ruedo y se fueron a reclamar sus premios o pagar sus deudas a la mesa
de apuestas.

Mi tío y su gallo salieron tapados, el uno de plata y el otro con ruana. Al son de Rómulo
Caicedo y los Visconti bajaron a las calles de Irra y de cantina en cantina fue contando la
riña. Entre risas maliciosas contaba que el Tominejo estaba ciego. Primero quedó tuerto el
animalito, de un picotazo le sacaron un ojo por allá en Sevilla. Luego de un espuelazo le
bajaron el otro en Ibagué. Y ciego lo echó al ruedo con el mejor de los gallos. Y a sabiendas
de que estaba ciego, ganó. Ganó esa última pelea. Bien parado y bravo era el animalito.
66 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

Contó la riña en cada cantina, ‘El Gallo Ciego y La Bala’, lo titulaba. Solo interrumpido por
pedazos de comida, tragos de aguardiente, caricias de una que otra puta y cacareos del
Tominejo. Entre apuestas, botellas, putas y comida se le iba yendo lo ganado. A la gallada
le dio lo suyo, trago y putas. Y al conocido lo iba montando de cerveza o comida. Cuando
se vio en las duras, porque apenas le quedaban unos pesos, cogió trocha arriba para la
finca. Resultó llegando aporreado por las caídas y bailes que le hicieron pegar los baches
de la subida, y más pelao de lo que se había ido, sin plata, sin ruana, y muy pronto sin
gallo.

A lo que llegó a la finca se sentó en las escaleritas en las que solía descansar después de
entrenar al gallo. Al lado puso la jaula, vio al pobre animalito ciego, herido y mandando
picotazos al aire. Se levantó como pudo y se fue para el lavadero. Cogió dos cocas de
agua y las llenó, una se la echó en la cara con ánimos de despertar de la rasca y la otra
se la llevó al gallo. El gallo tenía las plumas de la cola coloradas y tostadas de la sangre
que echó después del espuelazo del blanco. Parte de la jaula estaba teñida de un rojo
ennegrecido. Mi tío puso la coca al lado, volvió a sentarse en las escaleritas y sacó al gallo.
Se lo puso en las piernas y dejó que el animalito se asoliara por un buen rato, mientras le
acariciaba el cuello y el pecho. “Muy buen peleador, mi pollo...muy bueno”, le decía,
mientras lo seguía acariciando con una mano y le daba agua con la otra. El gallo ya tenía
sus años encima, antes mucho había durado, y ciego poco iba a sobrevivir en un mundo
tan caliente. Mi tío, con la prenda todavía encima, con la cara escurriendo agua y salpicado
de sangre, subió una mano al cuello del gallo, lo acarició unas cuantas veces, la puso luego
en la parte baja de cabeza y con el brazo le rodeó el pecho. Esperó un momento antes de
hacerlo, le dio un pico al gallo en la cabeza y luego le jaló el pescuezo. El gallo se retorcía
e intentaba mover las patas y las alas, pero mi tío lo tenía bien agarrado. Cacareó una dos
veces y luego dejó de moverse. Lo acarició por última vez y luego se paró, cogiendo al
gallo del pescuezo y lo puso en una de las mesas del balcón. Se fue en pura por un cuchillo
y peló al gallo, había que ver cuántas y qué heridas tenía. Con sorpresa le encontró cuatro
o cinco espuelas metidas por entre las plumas, eso un animal con tantas peleas se le van
reventando y le quedan atascadas. El animalito tenía heridas por todo el cuerpo, en
cabeza, cuello, dorso y patas. Cogió uno de los costales en los que empacaban el maíz,
primero envolvió al Tominejo en una cobija y luego lo echó al costal, junto con las botainas,
el muñeco de trapo y las espuelas de hueso que usaba en las peleas y entrenamientos.
Se puso las botas de caucho, cogió una pala y se echó el costal al hombro. Trocha arriba
Lo caliente: enredos melosos y violentos 67

se fue desde la finca, ahí por los mismos lados por los que solía subir trotando con el gallo.
Y ahí por los lados del cerro, donde terminan los cultivos y empieza la piedra, abrió un
hueco en la tierra. Echó al animalito, lo enterró y antes de irse se echó la bendición.

Cierre
Aquí el tiempo se muestra como temperamento, como un ánimo caliente que es generado
por cosas calientes y está generando lo caliente a la vez. Lo que hace de Irra caliente no
es solo su altura sobre el nivel del mar, su cielo carente de nubes y su sol libre que echa
candela y lo prende a uno. Lo que hace de Irra una cosa caliente son las gentes bravas y
paradas que pesan y le dan forma. Son también sus cantinas, estanquillos y burdeles, que
hacen reventar las radiolas con Los Relicarios o Los Visconti a todo taco; el olor a cerveza,
trago, el pisquero de cigarrillo, además del olor a mierda y mia’os que nunca falta. Son sus
gallos, esos animalitos de crianza caliente y melosa que resultaron ser finos, guapos y bien
parados. Son sus galleras, que prenden a todo el que llega, calientan a los guapos, rellenan
a los hambrientos y aprovechan a los moribundos. Son las ventiscas que bajan de los
cerros, arrastran el olor a tierra húmeda del Cauca y hacen remolinos en plena carretera
alzando el polvo y llevando el olor a fritanga y a pan recién hecho. Son los pregoneros de
chances y chucherías que gritan desde las sombras para que el sol no los termine de
escurrir. Son los chillidos y aullidos de perros y niños por el sofoco. Son los mineros que
salen llenos de tierra de los socavones. Son los jornaleros que trabajan en fincas ajenas y
se gasta el día en putas, comida, apuestas y trago. Son las putas oriundas y foráneas que
alegran las calles. Son las chispas de los machetes rastrillados por el suelo que alumbran
las noches. Son los muertos que el río Cauca recibió. Es la sangre que manchó plumas,
picos y espuelas, pero también machetes y ropa. Son los gritos que calientan las peleas y
los cuentos de riñas que dan fama a los guapos. Irra tiene un temperamento o un ánimo
caliente que está siendo generado por el enredo constante de cosas calientes, que a la
vez son las que generan lo caliente.

Irra, como el Tominejo, es producto del enredo de cosas calientes y lo caliente a la vez. Es
producto de cruces y fricciones. De vidas y muertes. De ojeadas y tapadas. De plata y
cerveza. De gallos finos y mestizos, de bravos y corredores. De gentes alzadas y calientes,
pero también tiernas y melosas. Irra es un enredo de gentes, humos, olores, chillidos,
sustancias y materiales. Las gentes que finalmente son Irra, al igual que el Tominejo, son
68 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

un enredo de cosas calientes en un mundo caliente que se anda haciendo en junta y de


forma constante. Tal vez seamos producto de calenturas, de enredos calientes y melosos,
en mundos calientes que no pueden ser de otra forma.

Tal vez no seamos cosas tan distintas ni tan aisladas. Que mi tío y su gallo se hicieran en
junta, que se afectaran y se levantaran en compañía, que los hicieran las mismas cosas,
una tierra caliente, una gente alzada y guapa, una comida dulce e insípida, unos enredos
melosos y otros violentos, una crianza pesada pero tierna, unas pullas y cacareos que
prenden, no es simple azar o simple coincidencia. Tal vez solo seamos enredos, tal vez
solo podamos ser de esa forma. Pero ¿qué implica que seamos ‘enredos’? Se dice que
un enredo es una “complicación y maraña que resulta de trabarse entre sí
desordenadamente los hilos u otras cosas flexibles” (Real Academia Española, s.f.,
definición 1). Lo ‘flexible’, dicen, son cosas “que tiene[n] disposición para doblarse
fácilmente” (Real Academia Española, s.f., definición 1). Un enredo, en términos más
simples, sería la mezcla, la unión, de cosas diferentes, pero en cierta medida iguales, que
pueden ir en junta. Eso que la RAE llama ‘cosas flexibles’, me atrevería a decir que
simplemente son cosas que se reconocen unas a otras, de allí que haya cierta ‘disposición’,
para enredarse en este caso. En las peleas de gallos, galleros y jueces saben que, si los
animalitos no se tiran, es porque no se reconocen, y si no lo hacen es imposible que haya
riña. O como bien lo dicen Chaustre y González (2019) en su trabajo sobre la noción de
persona en Tununguá, Boyacá: “se sabe que si al momento del careo un gallo no reacciona
frente al otro es porque lo extrañó y va a salir corrido, como si no hallara rencor para
dañarlo” (p.339). De ahí la necesidad de ‘carearlos’, de ponerlos cara a cara, para ver si
se reconocen como iguales y se tiran en el ruedo. Ese careo, que termina siendo un
coqueteo violento y malicioso, implica que los gallos se tienen ‘vistos’, que se ‘reconocen’
o se ‘distinguen’, de ahí que puedan poner la cara y enfrentarse. Los gallos que no se
conocen, que se extrañan, no tienden a tirarse, no tienen esa ‘disposición’ para enredarse,
y salen ‘corridos’, “corre[n] hasta el límite del ruedo y da[n] la espalda” (p. 336). Como si la
presencia del otro gallo ni siquiera valiera la atención. Una pelea, como la de La Bala y el
Gallo Ciego, no hubiera sido posible si esos gallos no se hubieran reconocido. Eso también
se sabe en los cruces para sacar gallos finos. Los criadores saben que la gallina tiene que
reconocer al gallo y éste a la gallina para que la una pueda agacharse y el otro subirse en
su dorso, si la gallina no se agacha en señal de gusto es imposible que salgan crías. Un
gallo, como el Tominejo, resultó siendo un enredo entre cosas diferentes, como la gallina
Lo caliente: enredos melosos y violentos 69

española y el gallinazo de cabeza negra, que se reconocen y pueden ir en junta. Si esa


gallina española no hubiera reconocido en cierta medida como un igual al Diablo, el
Tominejo no hubiera sido posible. Lo que se extraña no puede ir en junta, no puede
enredarse. Solo pueden enredarse aquellas cosas que tienen disposición, que son
propensas a cruces porque reconocen a los otros como iguales.

¿Qué implica entonces que seamos ‘enredos’? Inicialmente, implicaría que somos lo
mismo, somos bichos resultado de cosas que se juntaron, cosas que tuvieron y tienen
cierta tendencia a cruzarse. Pero también implicaría que somos cosas que solo pueden y
deben ser en compañía, cosas que solo pueden sobrellevar la vida si están ‘en junta’. Mi
tío me recordaba que a los gallos se los tiene que acompañar en toda la crianza, si no se
los acompaña seguramente no salen tan buenos peleadores. “Se les tiene que atender.
Darles la comidita a la hora que es, sacarlos a que tomen el sol, ponerlos a hacer ejercicio,
consentirlos echándoles panela, plátano maduro, ripio de hueso y buena comidita. Así es
que van endurando”, dice él. La crianza de los gallos es lo que los hace buenos peleadores.
En el pelaje, en las patas, en los picos y en la firmeza es que se ve la crianza que tuvieron
los gallos y eso mismo es lo que hace a los criadores buenos galleros. No hay forma de
que los gallos se hagan sin sus galleros ni de que éstos se hagan sin sus gallos. Mi tío y
Tominejo se hicieron de forma conjunta, en compañía, como diría Haraway. En esa crianza
conjunta fue que cogieron temperamento y enduraron el Tominejo se hizo bravo y caliente
al igual que mi tío, tan bravo que hasta ciego peleaba y mi tío tan caliente que siempre
montaba pelea. Pero a ellos también los hizo su gallada. Si la gallada del Tominejo no
hubiera encontrado cierta afinidad con él y con mi tío, si no los hubieran reconocido como
iguales, ni el gallo ni el gallero hubieran tenido la fama que tuvieron ni se hubieran criado
de la misma forma, así, como animales calientes, guapos y parados, pero melosos. Es con
la gallada que el Tominejo se crió, eso andaban tras él de un lado para el otro. Antes de
las peleas lo entrenaban y lo ‘armaban’, y eran quienes corrían las voces del ‘gallo
enrazado en gallinazo’, del ‘gallo invicto’. Eran ellos quienes finalmente le daban el ánimo
al gallo, siseándolo y gritándole en medio de la riña, tapándolo de plata con las apuestas
que lograban conseguirle, y curándole las heridas o acariciándolo después de salir
victorioso y sin daños. Y fueron ellos quienes también criaron a mi tío, lo acompañaron
desde principiante a Sevilla, le cuidaban o animaban las borracheras, le dieron de comer
cuando estaba pelado y lo consolaron cuando fue necesario. La gallada les enseñó a ellos
y nos muestra a nosotros cómo en un mundo tan caliente y tan parado, solo es posible vivir
70 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

si se está acompañado, si se tiene amigos que lo arrastren en las borracheras, que le den
de comer cuando no se tiene, que se paren duro por uno cuando alguien le monta riña,
que se rían y lloren por las bobadas con que las que aquel sale o por las desgracias que
lo acompañan.

A la antropóloga Ana María Rodríguez (2020) le enseñaron esto mismo sus maestros en
San Bernardo, Cundinamarca. Ella se fue a aprender a trabajar. Recogiendo moras,
arriando ganado, echando ‘chiquero’ y totiándose de risa resultó aprendiendo a vivir, a vivir
en junta. A ella le tocó aprender a trabajar, a caminar, a comer y a reír, para poder llevar
la vida. Pero más que nada, le tocó darse cuenta que la única forma en la que podía llevar
esa vida era acompañada. En los tajos de moras, en las subidas por esos caminos de
piedra, en los barriales que tragan y en la neblina que jarta, tras caídas, totiadas, maltratos
y miedos, pudo darse cuenta que la única forma en la que podía resolver era aceptando
que no estaba sola en el mundo y que esas gentes, bichos y cosas eran las que la estaban
criando y le estaban enseñando la forma en la que debía vivir. Cargada de jotos3, de risas
y con sus maestros aprendió que es la vida misma la que obliga a juntarse, porque para
llevar la vida, reproducirla, no puede ser de otra forma sino en ‘junta’. ‘Ir en junta’, concepto
que aprendió Ana María de sus maestros, implica entender un principio fundamental de la
vida, y es que somos cosas que solo pueden y deben ser en compañía.

Esto también fue algo que aprendió Donna Haraway a lo largo de su trayectoria como
bióloga y filósofa, pero también por la crianza que tuvo con otros animales, bichos y gentes
en diferentes ámbitos de su vida. Haraway guio todo su trabajo hacia la comprensión de
los bichos que habitan y son el mundo, y las formas en las que estos podrían llegar a
compartir su vida siendo más responsables entre ellos. Por su compañera perruna
Cayenne aprendió, o más bien, se dio cuenta, cómo es la vida estando acompañada por
otra especie y cómo terminan entrelazándose, incluso a nivel genético. En uno de sus
trabajos (2017) cuenta cómo la compañía perruna ha ayudado a los humanos a lo largo de
su crianza, a lo largo de su evolución, y cómo estos a su vez fueron criados por la compañía

3 Los jotos son todas esas cosas que ayudan a ‘resolver’, eso que algunos llamarían ‘herramientas’,
pero que en realidad son compañeros que prestan mano para que uno pueda desenvolverse mejor
en el mundo. Los jotos, como dice Ana María (2020), “son las cosas que acompañan la vida de los
campesinos (...) son [esas cosas que terminan siendo] indispensables para caminar y llevar un
ritmo” (p.89).
Lo caliente: enredos melosos y violentos 71

de los humanos. A través de esos relatos y de su historia con Cayenne va llegando a la


conclusión de que es por medio de sus contactos y enredos que “los seres se constituyen
unos a otros y a sí mismos” y enfatiza en que “los seres no preexisten a sus relaciones” (p.
6), los seres son el producto, o más bien, el resultado de enredos y cosas que terminaron
juntándose para poder sobrellevar la vida.

En un trabajo posterior, Haraway (2019) cuenta y da cuenta de otras ‘especies de


compañía’ que hacen mucho más evidente, a nivel biológico, la necesidad de enredarse,
de devenir-con otros bichos para poder volverse capaces-de-vivir, de llevar la vida. Esos
aprendizajes la llevaron a crear el concepto de ‘especies compañeras’, que no es más que
la reiteración de vidas que deben ser vividas de la mano, en compañía, para poder seguirse
reproduciendo. Ella aprendió que desde tiempos remotos los bichos se han entrelazado
para poder sobrevivir. Y como buena darwiniana, se ha puesto en la tarea de mostrar a
través de relatos de ‘especies compañeras’ cómo la vida sólo puede ser si se está
enredando continuamente con otras vidas. Dice ella que los seres no “preceden a sus
relacionalidades”, no son anteriores a sus enredos y roces, no pueden serlo. Porque no
somos ‘seres autofabricados’ ni cosas cerradas en sí mismas, somos cosas que se han
levantado o criado en ires y venires con otras cosas, bichos, materiales y sustancias.
Somos marañas que solo pueden ser si están en junta. Somos cosas propensas a
enredarse, a ir juntas, cosas hechas por fricciones y cruces. Por eso Irra y sus gentes, o
esas gentes que son Irra, no son más que un enredo, un enredo de cosas calientes en un
mundo caliente que no podía ser de otra forma.
Consideraciones finales
El tiempo es un enredo y como tal está emergiendo de forma continua. Tiene
temperamento y es temperamental, o resabiado como le dicen en Quinchía. Que el tiempo
sea resabiado y que emerja de forma continua, conlleva a una consideración del tiempo
totalmente diferente a la que se venía tratando en las monografías etnográficas. El tiempo
no es algo estático, externo al ser humano y mucho menos un telón de fondo en el que los
seres se mueven, como lo mostraron antropólogas y antropólogos. El tiempo está siendo
continuamente, emerge debido a los lazos que va tejiendo, en este caso con campesinos,
bichos y sustancias. Y por ello se dice que tiene temperamento y es temperamental, lo
que se muestra en sus vacilaciones constantes, que los campesinos llaman ‘resabios’. Así,
ante la consideración del tiempo como algo ajeno al humano y al mundo, se propone ver
el tiempo como un enredo, como algo que va emergiendo, y que afecta a los seres y cosas
con las que se va ligando.

Este argumento aparece desarrollado a lo largo de tres capítulos. Lo primero que surge es
que el tiempo es ‘resabiado’, tiene un genio vivo que se muestra en los cambios bruscos
que suscita a lo largo de un día o a lo largo del año. Decir que el tiempo es resabiado es
otra forma de decir que es temperamental, que cambia con frecuencia de humor o de
estado de ánimo. A veces propicia el quehacer campesino mandando las lluvias necesarias
que remojan y les dan vida a los cultivos, o dando de esos ‘fríos queridos’ que dejan que
uno le trabaje bien a la tierra. A veces pone trabas, como cuando da días clariticos y
bochornosos en medio de la molienda, cuando manda lluvias ‘espantabobos’ en los días
de mercado que ‘espantan’ a los compradores, cuando se atrasa con las aguas haciendo
de la tierra algo tan duro y seco, que no hay quién le meta mano, o cuando se bota de más
con las tempestades y hace de los cultivos un pantanero del que solo sale maleza. A esos
cambios diarios y anuales del tiempo se les llaman ‘resabios’, porque no hay una palabra
más justa que muestre sus vacilaciones constantes.
74 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

En el segundo capítulo se muestra al tiempo haciéndose en compañía de otras gentes.


Ante los resabios del tiempo, los campesinos se resabian y con ciertas mañas lo hacen
cambiar a estados más ‘queridos’ para el trabajo y para la vida. Ante los atrasos y las
tempestades, bregando con bichos, humos, olores, chillidos y rezos, los campesinos ‘le
metieron mano’ al tiempo. Lo que se muestra allí es al tiempo emergiendo de forma
continua debido a los enredos a los que se ve expuesto por esas mañas campesinas.
Entonces sapos, grillos, chicharras, quemas, humos, sales, ramos, cruces y rezos se van
enredando con el tiempo para hacerlo emerger de una nueva forma, una forma más
‘querida’ para el trabajo y la vida campesina.

En el tercer y último capítulo el tiempo se cuenta de otra forma. Ya no por medio de los
resabios o las mañas, sino por medio de la atmósfera que generan los enredos entre las
gentes de una tierra caliente. El tiempo se cuenta como temperamento, ya no entendido
como las maneras de ser del tiempo sino como un estado de ánimo que es generado y
está generando ciertas disposiciones, ciertos cruces o enredos entre gentes. En este
capítulo se cuenta cómo se hace lo caliente, cómo gentes calientes se van criando en un
mundo caliente que les obliga a enredarse para poder llevar la vida. Allí aparece Tominejo,
un gallo mestizo, y mi tío Lisandro, su gallero y cuidador. Es en su crianza conjunta que se
va mostrando cómo se hicieron gentes calientes, guapas y paradas, pero también cómo
se fue criando con ellos una tierra caliente y alzada. Pues las esquinas se vuelven lugares
pesados, las galleras lugares que calientan, las cantinas lugares que prenden y los
burdeles lugares que melcochan. Unos y otros, se van enredando, por necesidad más que
por elección, y así van haciendo de Irra y sus gentes cosas calientes. Y aunque el objetivo
evidente es mostrar cómo se hace lo caliente, se termina enfatizando en el argumento
central de este trabajo, en la necesidad de los enredos para seguir reproduciendo la vida,
en este caso lo caliente. Ni el gallo, ni mi tío, ni Irra, ni sus gentes, pueden ser de forma
aislada, se necesitan para llevar la vida, se necesitan para seguirla y reproducirla.

Las gentes y las cosas son el resultado de juntas. Y como tales, no son entidades cerradas
ni mucho menos estáticas, al contrario, son cosas que se están haciendo y están siendo
de forma continua. El mundo, como el tiempo, y el tiempo, como las gentes, son enredos
de cosas, bichos, sustancias y materiales que solo pueden y deben ser en compañía. Eso
fue lo que aprendí con la familia Aricapa en Quinchía, viviendo con gallos, trabajando con
Consideraciones finales 75

yeguas, pidiendo agua con sapos y corriendo con el tiempo. Esto es lo que se muestra en
este trabajo, juntas, cruces y enredos que hacen -y son- tiempo.

Más allá del carácter social del tiempo


El tiempo es un enredo, ese es el argumento de este trabajo, es una cosa que está
emergiendo continuamente por los lazos que va tejiendo con las cosas con las que
comparte el mundo, y sólo puede ser de esa forma. Ello le ha dado el atributo de ser
temperamental y por ello ser resabiado. Este argumento importa en tanto abre una nueva
forma de entender el tiempo, ya no desde una visión relativista y antropocéntrica que lo
relega a ‘una cualidad procesual del mundo material’ o a una simple ‘construcción social’,
sino que lo entiende como algo vivo que surge por el enredo con otras gentes, que afecta
y se ve afectado por esos enredos. Con este argumento se propone una nueva línea en la
antropología del tiempo, que más allá de su carácter social, invita a concebirlo por medio
de esos hilos -o líneas, como diría Ingold (2018)- que le dan forma, por medio de los ligues
necesarios que va tejiendo para seguir siendo y seguirse haciendo.

Para ello es necesario fijarse, como se ha venido mostrando, en esas cosas que se
reconocen unas a otras como iguales, pues son estas quienes son propensas a cruzarse.
Como en el careo de los gallos, es necesario que los animalitos se reconozcan para que
haya buena pelea, si se extrañan no pueden enredarse. Extrañar implica en este caso, y
en el contexto de las galleras, la imposibilidad de ver al otro como un igual. Extrañar es
rehusarse a distinguir al otro, negarse a su persona y su presencia. Por ello, lo que se
extraña no puede enredarse, porque resultan siendo hilos que se repelen, que huyen de
la posibilidad de afectarse por el otro. Así, lo primero que recomiendo a quienes quieran
unirse a esta forma de entender el tiempo, es aceptar esa ‘disposición’ que tenemos como
‘cosas flexibles’ para enredarnos y dejarnos afectar por esos otros bichos y cosas.
Reconocernos como parte del tiempo, lo que implica mantener esa predisposición para
volvernos otros, para cruzarnos y enredarnos. Lo que lleva también a la necesidad de estar
dispuestos a padecer y sufrir los resabios, pero también a adquirir esas mañas que nos
trae la vida en junta y que nos vuelve capaces de sobrellevarla.
76 El tiempo siendo y haciéndose con enredos y resabios.

Son estas consideraciones las que cambiaron la forma, mi forma, de proceder, de


enredarse en el campo con las gentes y las cosas que nos comparten sus vidas y sus
conocimientos. Si nos reconocemos con esas cosas y gentes con las que trabajamos en
junta, tiene que cambiar totalmente la disposición y consideración objetivista del
‘antropólogo’ como ser capaz de entender ‘significados ocultos’ en actividades cotidianas
de ‘gentes totalmente diferentes a él’. No vamos a campo con la pretensión de elaborar
conocimientos de ‘datos brutos’ que se ‘extraen’ de esos ‘otros mundos exóticos’. Como
gentes que se reconocen, como gentes que son resultado de enredos de muchas otras
cosas, como junturas y cruces, nosotros vamos a criarnos en otros lados con otras gentes
y cosas, con la única pretensión de mostrar al mundo siendo, de mostrar su continua
emergencia, y los enredos que este suscita para reproducir la vida. Allí no hay espacio
para informantes y antropólogos, hay gentes que se están enredando y se están criando
por esos enredos. Y como para ser enredos es necesario que las gentes se reconozcan
como iguales, esta línea solo es para gentes que se ven a sí mismas como cruces, como
el Tominejo, más que como un gallo de raza. Esta es una forma más sensible y honesta
de ir a campo, sin pretensiones ni certezas, más bien con ‘disposición’ para enredarse y
criarse de forma conjunta con esas cosas y gentes que están dispuestas a enseñarnos.

El tiempo solo puede entenderse de esa forma, en su continua emergencia y sus continuos
enredos, de otra manera se lo estaría encerrando y limitando a una entidad estática,
autofabricada y carente de vida, que poca importancia tiene para el mundo y sus gentes.
Lo que hay debajo de este argumento es una disputa ontológica por el papel de ‘lo humano’
en el mundo. Lejos de ver el mundo como una superficie carente de sentido a la espera de
significación humana, lejos de la visión constructivista de la ‘realidad’, esto conlleva a una
consideración de un mundo que está vivo, que está emergiendo continuamente de los
enredos con esas cosas y bichos con los que se junta, entre ellas los humanos.

El mundo, el tiempo y las gentes resultan siendo enredos necesarios para sobrellevar la
vida, porque además solo pueden y deben ser de esa forma, enredos necesarios que se
van criando en junta, en compañía. Esta sería otra de las implicaciones para una nueva
antropología del tiempo, aceptar que, en tanto enredo, el tiempo, sólo puede hacerse si
está acompañado de esas otras cosas con las que comparte el mundo. No hay un tiempo
ajeno a las cosas del mundo, no hay un tiempo como telón de fondo. Hay un tiempo
haciéndose y siendo con las cosas que hacen y son el mundo. Pero, como se contó en el
Consideraciones finales 77

segundo capítulo, esas cosas no son el resultado de cruces azarosos, más bien, son el
resultado de cruces necesarios para que la vida surja y para poder sobrellevarla. De tanto
bregarle, los campesinos fueron reconociendo con qué sustancias, olores y sonidos, el
tiempo se enreda de mejor forma y emerge de maneras más ‘queridas’ para la vida. Se
sabe que el tiempo se amaña con olores agradables, y que trae buenas lluvias si se le
sabe pedir con quemas, ramos y santos. Se sabe también que se espanta con los chillidos
de los niños y los olores fétidos.

El tiempo resulta siendo un enredo necesario de cosas que son propensas a cruzarse, y
no puede ser de otra forma. No podrían haber días ennubados sin nubes cargadas, sin el
viento necesario para moverlas hasta tapar el cielo y sin la posterior ausencia del viento
para que ellas se queden atascadas. No podrían haber días clariticos y bochornosos sin
fuertes ventarrones que limpien el cielo y lo dejen despejado. Los campesinos no podrían
llamar el agua si el tiempo no se enredara bien con el olor que echa el olivo, el eucalipto,
el laurel y la salvia. Tampoco podrían cortar el agua sin saber que el tiempo extraña -o
desconoce- el olor que echan los huesos de pescado, los fetos de burro y el estiércol en
las quemas. Para que el tiempo sea tiempo tiene que ir en junta de bichos, aires, aguas,
olores, sonidos y humos. Pero esas junturas tienen como condición el reconocimiento, de
otra forma, como se ha venido diciendo, no podrían enredarse.

El tiempo, las gentes y el mundo son enredos, son el resultado de cosas que se reconocen
y que tienen ciertas disposiciones a cruzarse. Esta es la propuesta que se nos presenta
para una nueva consideración del tiempo y de la antropología del tiempo. Desde las
enseñanzas de la familia Aricapa en Quinchía, de Ingold (2018), Haraway (2019) y
Rodríguez (2020), se nos ofrece una forma de ver el mundo, el tiempo y sus gentes, más
certera con la emergencia continua de la vida, con las junturas y enredos que se tejen para
sobrellevarla, y con ese reconocimiento mutuo que implica ‘correspondencia’.
Reconozcámonos en y con el tiempo, reconozcámonos como junturas y enredos, como
bichos que solo pueden ser capaces de sobrellevar la vida si están en junta, si están en
compañía. Esa es mi propuesta, reconocernos para poder enredarnos.
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