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Motivación

Conocí a Cochirila cuando tenía diez años. Fuimos a comprar pescado con mi papá a su pescadería.
En el mismo negocio tenía un santuario con restos fósiles: había huesos de ballenas, gliptodontes,
colmillos de dientes de sables y otras partes indescifrables. Cochi, que además de juntar huesos
hacía grandes pesebres delante de su casa con piedras de arroyo, también era bañero de un salto
muy peligroso llamado Ander Egg y había esquivado la muerte en otras aventuras. Era el
superhéroe que todos los gurises queríamos como papá.

Después de muchos años volví a encontrar a Cochirila. Yo buscaba locaciones para mi primer
cortometraje y él acampaba con un paleontólogo de Paraná cerca de una barranca. Mi papá había
fallecido hace poco tiempo y yo quería filmar como había sido su vida de joven. Entonces Cochirila
me llevó a conocer lugares increíbles donde se bañaban los jóvenes de esa época. Eso lugares
después los usé en los cortos y en mi primera película. Su sombra aparecía en cada lugar que yo
filmaba. Su sombra y la de mi papá se confundían en cada escena.

Hace tres años me encargaron un documental. Me pedían una historia acerca de una piedra en forma
de hueso que podía revelar una incógnita acerca de la vida del Toxodón en Entre Ríos.
Como se trataba de restos fósiles quise incluir a Cochirila en el documental, como un anexo al
guión que me habían enviado. Todo era una ficción y sostener a Cochirila dentro de ese esquema
fue imposible. Íbamos a los arroyos y él se tiraba con un gomón y se dejaba arrastrar por la
corriente durante horas mirando las barrancas buscando algún indicio de un fósil de verdad. Mi
equipo y yo no podíamos seguirlo, pero había algo de verdadero que asaltaba la ficción que
queríamos reconstruir alrededor de esa piedra falsa. Él realmente creía en lo que hacía y no se
permitía ninguna simulación: “no se puede inventar la búsqueda” - me decía cuando yo le daba
indicaciones. “Se busca en serio, o no se busca nada”.

El documental por encargo no se pudo terminar por los típicos avatares burocráticos de mi
provincia. Entonces esperé el momento de volver a los arroyos con Cohirila para seguir filmando de
tal manera que pudiese seguirlo. Solo tenía que juntar a sus compañeros de aventura y planificar el
viaje. Pero me encontré con la primera dificultad: ya ninguno quería meterse en los arroyos o
esperar encontrar un resto fósil que les salve la vida. Además Cochi en los últimos años había tenido
una fuerte recaída con el alcohol. La misión parecía imposible, o al menos muy difícil de concretar.

Esperé dos años más acompañando a Cochi en la soledad de su casa y recolectando datos de sus
viajes. También yendo con él al hospital donde recibía constante atenciones. Y cuando aparecieron
los amigos de Cochi dispuestos a la aventura me di cuenta que todos pertenecían a la misma estirpe:
hombres solitarios, desplazados, con sueños de grandeza en sus pequeñas vidas de pueblo. Al
mismo tiempo sentía que sus esperanzas no eran tan distintas a las mías. Todos soñábamos con irnos
y volver al pueblo con un trofeo invaluable, con la gloria entre las manos, como lo hicieron otros
Crespenses que triunfaron: el Gringo Gabriel Heinze, Mabel Arrúa o Sebastián Prediger. Todos ellos
coronados en la eternidad de un lugar. Nosotros, a nuestro modo, nos imaginábamos volviendo con
ese Tigre arriba de la autobomba y paseando por el centro, sobre la calle San Martín. Y la gente
diciendo: acá están nuestros héroes que desenterraron el felino más grande y poderoso que habitó
estas tierras. Acá están nuestros héroes impensados, con la gloria entre las manos.

El documental también es el retrato de una generación. Una generación que hace muchos años
podía vivir de “changas” o de trabajos pasajeros. O sea, peones. Hoy día es casi imposible, son
trabajos en extinción, al menos en mi ciudad y en otros pueblos de Entre Ríos. Recuerdo de chico
cuando en la esquina principal los hombres estaban aplomados contra la pared de la Cooperativa,
fumando, tomando alguna cerveza y charlando. Por ahí pasaban los avicultores o gente que
necesitaba trabajos pequeños. El que estaba disponible, se iba para volver al otro día y volver a
esperar ahí. Con eso se podía vivir. Ahora esa generación de chagarines sociales quedó desplazada
por los trabajos de la producción avícola, ganadera, y sobre todo sojera. Nuestros personajes solían
frecuentar esa esquina y nunca les faltó trabajo. Ahora hay más dinero en el campo, los empresarios
viajan en camionetas que parecen naves espaciales, y la brecha con la clase trabajadora es mucho
más grande. Los trabajadores del campo ya casi no existen: fueron reemplazados por canaletas
automáticas que juntan el huevo o cosechadoras con piloto automático. Estos hombres son los
últimos restos de otro tipo de producción agropecuaria, de otro tipo de paradigma del trabajo, de
otra vida, no sé si mejor o peor, pero distinta.

Por último, pienso en estos lugares, estos cementerios que he decidido llamar así, como el refugio
de aquellos desplazados de las sociedades mas conservadoras de mi provincia. Los arroyos
intrincados, las barrancas, los viejos puentes del ferrocarril, se han convertido en testigos de las
pequeñas historias que solo son contadas como un susurro por la gente del lugar: historias de amor
prohibidas, hombres que se van solos a pasar sus días, jóvenes que fuman alguna drogra rara o
pequeños espacios de liberación sexual. Ahí mismo, donde decidieron morir los últimos gigantes
que habitaron la tierra, ahora van los hombres de mi provincia que buscan la libertad.

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