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Tres deseos

Saile Pagán Cantres

[Cuento. Texto completo.]

Entró y se sentó en la barra. La vellonera, con sus opacas luces en colores, comenzaba a
tocar en ese momento una canción del Gran Combo y llenaba el ambiente de una festividad
artificial. Pidió la cerveza más barata y comenzó a beberla con lentitud. El olor amargo y
pesado siempre le había resultado molesto, por lo tanto, intentaba sorber buches pequeños
mientras aguantaba la respiración. Miró a su alrededor y examinó con la vista a los otros
cinco clientes que rondaban el local. Los martes no eran días activos, el único incentivo de
los que allí se encontraban era el precio extremadamente módico de las bebidas. Dos
hombres jugaban billar a la luz de una bombilla titilante, cada golpe seco de las esferas
provocaba la celebración de los espectadores medio tomados. Él acostumbraba esperar que
algún individuo pasado en tragos se sentara a su lado para poder hablar. Solo alguien
borracho podría entender su historia. Esperó durante media hora, pero nadie vino a beber
junto a él. Sacó dos pesetas del bolsillo y las colocó sobre la barra. No le quedaba mucho
dinero para pagar un licor más caro.
Llegó a su apartamento con la tonada de salsa zumbándole en la cabeza. Prendió todas las
bombillas, como acostumbraba. Cada pared estaba cubierta por espejos que hacían ver el
espacio más grande y menos solitario. Sus reflejos caminaban junto a él haciéndole
compañía en la habitación. Miraba la lámpara sobre el televisor. A pesar de los tres mil
años que habían pasado, el metal conservaba su brillo. Extrañaba tener amo. Al contrario de
muchos otros de su especie, él no buscaba la libertad. Eso solo significaba una cosa: estar
solo.
Al no tener amo, sus poderes y los de la lámpara disminuían. Las riquezas que había
acumulado con el pasar de los años iban menguando con rapidez. Durante las últimas
décadas se había mudado en múltiples ocasiones en busca de hogares más económicos
donde pudiera acomodar su soledad. El permanecer dentro de la lámpara era realmente la
última opción.
Le disgustaba cada vez que tenía que ir a las casas de empeño a cambiar algún collar de oro
por dinero. Sus joyas eran regalos de antiguos amos satisfechos que luego de cumplidos sus
tres deseos buscaban la manera de agasajar a su genio. Las túnicas de seda púrpura con
bordados en hilo de oro blanco y las pantuflas con suelas de plata fue lo primero que
vendió. Luego le siguieron los vasos incrustados de rubíes y zafiros, los anillos de marfil,
las estatuas del dios Buda enchapadas en oro, los broches de perlas negras; todo
desaparecía y en su lugar solo quedaban hojas vulgares de papel verde con rostros de
presidentes muertos. Todo se iba convirtiendo en un recuerdo avinagrado.
El último amo que tuvo había muerto cincuenta años atrás. Se llamaba William y vivió con
él por un largo periodo. El viejo guardó su último deseo para su lecho de muerte, pero al
final pidió algo que él no podía realizar. Murió con la decepción de saber que después de
toda la vida alocada que había llevado, el genio no podía enviarlo al cielo con un deseo.
Desde aquella vez nadie había frotado la lámpara, ya la gente no creía. Una vez había
puesto un anuncio en el periódico diciendo que buscaba amo, pero solo llamaron algunas
mujeres cuarentonas con ideas inexactas de lo que aquello significaba.
En las últimas semanas había tenido el deseo particular de que su vecina, una muchacha
joven y sola con tres hijos pequeños, encontrara la lámpara; también tenía interés en la
pareja de ancianos que vivía en el cuarto piso. Otra opción era el hombre del 3B, que
recientemente se había divorciado de su esposa y declarado en bancarrota. Cualquiera de
ellos podría ser un buen amo.
Un día se colocó en medio del pasillo, dentro de su lámpara, para ver si alguien se
interesaba. Minutos después se encontraba de camino al zafacón. Había pensado en escribir
una nota que dijera “Frótame”, pero no podía obligar el deseo, la lámpara sabría y no
respondería el llamado. Amaba su lámpara, pero le molestaba su terquedad y silencio
perpetuo. Reflexionó, meditó, elaboró planes simples y algunos más complejos, pero todos
terminaban esfumándose. Concluyó que el mundo, aparentemente, no lo necesitaba. El
hombre se había convertido en un ser autosuficiente, así que elaboró un nuevo plan.
Cumpliría los últimos tres deseos de su carrera.
Reunió las riquezas que le quedaban, que eran más de las que él había calculado, las metió
todas en un bulto y se dirigió a la casa de empeño al final de la calle. Dejó caer sobre el
mostrador joyas del siglo pasado, figuras y utensilios finos. Sabía que obtenía menos dinero
en estos sitios, pero a la vez le hacían menos preguntas. Recogió todos los billetes, que
luego llegarían a nuevos dueños, y los acomodó dentro del bulto.
El genio dejó todo en orden y se dirigió en la noche hacia la playa con su lámpara en mano.
Hubiese querido presenciar el momento en que sus vecinos abrieran los sobres llenos de
dinero que les había dejado frente a las puertas.
Observó por largo rato el ir y venir de las olas que le bañaban los pies desnudos. El salitre
le comenzaba a pesar en las pestañas. Esperó que subiera la marea y se colocó dentro de su
lámpara; pasaron unas horas antes de sentir que se encontraba flotando. En la madrugada la
lámpara se hundía en el agua fría y obscura. La humanidad había enviado otro genio al
olvido.
FIN

Saile Pagán Cantres posee una maestría en Creación Literaria. Finalista del Premio Ana
María Matute 2014. Primer lugar en el Certamen Literario de la Universidad Politécnica de
Puerto Rico 2014. Actualmente estudia el doctorado en Filosofía y Letras. Vive en San
Juan de Puerto Rico. Es la moderadora de InterCuento en Ciudad Seva.

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