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Facundo R.

Soto 1
2 El olor de tu remera
Facundo R. Soto

El olor de tu remera
(Relatos y poemas)

Eloísa cartonera 2015

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4 El olor de tu remera
Prólogo

Facundo Soto es mi amigo y lo quiero. ¡Qué difícil es


escribir sin afecto, objetivamente, cuando se trata de un
amigo! Pero, ¿qué será el correrse, “objetivar”, analizar
todo con la frialdad del Jefe del Congreso? ¡No! ¡No y
No! Horrendo. Si voy a escribir sobre mi amigo lo haré
con afecto, levantándolo al trono de ese Olimpo barroso
y alegre y gutural que es el Gran Reino de los Putos
de Buenos Aires. No exijo otra cosa que una literatura
sentimental y dicha directamente, sin ataduras, alaharacas
ni preámbulos. Los relatos y los poemas sexuales de
Facu Soto, todos muy parejos y pajeros (el que más me
gusta es el Pizza de acelga o espinaca) y sinceros en
su decir me recuerdan a mi juventud. Su literatura, sus
cuentos y poemas me hace acordar a mi juventud porque
todos evocan aventuras propias de la adolescencia o la
juventud veinteañera. Es que yo creo que la literatura es
un territorio exclusivo de los jóvenes. ¿De qué le sirve
a un viejo escribir poemas? La imaginación, el sexo, el
levante, la seducción y esas ganas locas de agitar y agitar y
llevarlo todo por delante, son propias del espíritu juvenil
e inmaduro en el mundo capitalista. Hay en la vitalidad
de estos textos una verdadera revolución social y cultural.
Una revolución de sentires y actitudes. Y digo más,
hay una fuerte resistencia ideológica contra el mundo
moderno cuando uno quiere hacer (crear, follar, soñar,
amar) libremente.

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Mi amigo Facundo Soto es, en ese sentido un
revolucionario de la afectividad, de la libertad, de las
ganas de seducir al mundo y de compartir y estar con
todos a la vez. No voy a decir más, solo nos queda
compartir este puñado de poemas y relatos. Suerte ahí.

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Relatos

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8 El olor de tu remera
Ciber

Escribía un texto sobre alienígenas en mi casa cuando me


llamó Dante para decirme que necesitaba hablar conmigo,
que era urgente. “Después de lo que me pasó no puedo
volver al trabajo”, me dijo. Dante trabajaba en una oficina
en Puerto Madero. Desde su ventanal veía el río y los
edificios que se levantaban como una maqueta rodeada
por el río, que a veces era marrón y otras se volvía
dorado. Le pregunté por dónde andaba. Quedamos en
encontrarnos en diez minutos en un bar de Reconquista
y Tucumán. El lugar era Slow life. Los camareros se
tomaban su tiempo para atender, y la política del bar era
e disfrutar del café y del tiempo sin preocupaciones; pero
Dante estaba acelerado, paranoico y no encajaba con el
lugar. Tenía miedo que el pibe lo estuviera siguiendo, que
supiera a dónde trabajaba y lo hiciera quedar mal o que
lo extorsionara; pensaba que lo estaba siguiendo. Que
sabía cuál era su auto, donde lo guardaba, que hablaría
con su mujer y así que su vida se volvería un infierno. Se
sentía incómodo en el bar. Tomamos rápido el cortado
y salimos. Prefirió caminar, dar una vuelta manzana y
mientras miraba las caras de las personas que iban y
venían contarme lo que le había pasado.
En el horario del almuerzo Dante se metió en un ciber
café. No es que no tuviera internet en su trabajo, también
tenía en su IPhone; sino que iba a ese lugar lleno de
humedad, con olor a semen y a mierda para pajearse.
Siempre había alguien en una cabina, todas eran privadas,
mirando una porno (casi siempre eran hétero), y otro
que se metía para mirarlo, o ayudarlo a hacerse una paja,

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o para hacérsela juntos (paja cruzada lo llamaban a ese
juego). También había sexo explícito, y los forros usados,
con mierda en la punta, se acumulaban en los rincones;
los lechazos secos, en caída, dejaban sus marcas en las
paredes. “Es un lugar tranquilo, es para eso, Facu”, me
dijo mordiéndose los labios. Los que atendían el lugar
estaban capacitados para hacer su trabajo. “Tienen
una franelita naranja”, me contó Dante prendiendo un
cigarrillo en la esquina, “para limpiar lo que ensuciaban
los clientes cuando se van”. Avanzamos y siguió
contándome.
Dante subió las escaleras, que estaban revestidas de goma,
le dieron un número, caminó y entró a su cabina. Estuvo
ahí, pajeándose con videos de www.gayconformed.com
durante unos diez minutos. Eran videos cortos que veía
on line, sin cargo, y que podía elegir según sus ganas del
momento: twinks, big cocks, gay college men, amateurs,
asian guys, bears, latin gay men, uniforms, military, toys,
rimming, harcorde, hunks, entre otros. Las cabinas tenían
puertas, pero entre una y otra había un hueco, abajo. Los
hombres, en su mayoría de corbata, que se tomaban un
descanso para seguir trabajando, se pajeaban frente a las
maquinas. Cuando no aguantaban más de la calentura se
agachaban para mirar por el hueco, para ver qué era lo
que estaba haciendo el vecino. Ver las piernas de un
hombre despatarrado, con los pantalones bajos, y la mano
que subía y bajaba de su pija era una de las cosas que más
lo excitaba a Dante. Lo transformaba. Lo hacía perder la
cabeza. Al lugar, también iban cadetes, empleados de los
negocios de la zona, vendedores ambulantes y
changarines de la empresa de transportes que estaba a
unos metros. Algunos asomaban la cabeza por la puerta,

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que siempre quedaba entreabierta, y el hombre de corbata
que estaba pajeándose dejaba entrar al pibito que
trabajaba en el Mc Donald’s de enfrente y se lo cogía. O
viceversa. Ese medio día, Dante miró para abajo y
descubrió que no tenía vecino de cabina, ni de un lado ni
del otro. Fue al baño. Apenas entró vio a un chico alto,
atlético, morocho, de unos 23 años, con cara de
proletario, que estaba terminando de hacer pis. Dante se
le acercó con la intención de agarrársela y sacudírsela,
pero el chico alto y proletario dio un paso para el costado.
Lo esquivó con cuidado y sin tocarlo se apoyó en la
pileta. Se puso de costado y se lavó la pija, haciendo
equilibrio para que mi amigo no se la viera. Los azulejos
estaban escritos con leyendas y números de teléfono. Los
cestos de basura rebalsaban de papeles, latas de gaseosas,
y había un toque de olor a mierda. Dante, que estaba re
caliente, enloqueció con la situación. El flaco se fue, pero
Dante lo interceptó en el pasillo tocándole la pija a través
del pantalón. El flaco se puso nervioso y le preguntó qué
quería. Mi amigo se bajó los pantalones y le mostró el
culo. “¿Es suave, no? ¿Te gusta?”, le preguntó. El otro,
según mi amigo, tragaba saliva. La situación, a Dante, lo
excitó tanto que si se tocaba, me dijo, acababa en seguida.
Yo sabía que Dante se había quedado enganchado con
Beto, amante suyo que había muerto en un accidente de
autos; lo confundía con todos los flacos que después
terminaba chupándole la pija, decía que se las chupaba
porque se parecían a él. Dante se puso adelante y le
mostró la pija. La tenía dura como el desodorante Axe. El
flaco levantó unas cajas atadas con un piolín, que había
dejado en la puerta del baño. Las bajó enseguida y
comenzó a arrastrarlas a patadas por el piso. “Estoy en la

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34”, le dijo mi amigo y se metió en la cabina dejando la
puerta abierta. El flaco entró atrás de él. Temblaba. Mi
amigo volvió a poner Play en el video que estaba viendo,
donde dos alemanes, muy jóvenes, espadeaban con sus
pijas. Las tenían duras como mástiles. El flaco corrió la
silla y se sentó estirando las piernas. Mi amigo tenía que
volver al trabajo, ya habían pasado 50 minutos; se acordó
que era viernes y que los viernes almorzaba con su
asistente en La Parolakia; pero tenía que terminar lo que
había empezado. Caminando conmigo se dio cuenta que
ya habían pasado más de tres horas y todavía no había
vuelto a su trabajo. Le dije que llamara y avisara que
estaba demorado, que inventara algo. Me pidió que le
diese una idea, argumentando que yo era escritor. Le
sugerí que dijera que su mama se había descompuesto,
que estaba sola en la casa, que tenía que ir a cuidarla; y
que por eso no volvería a trabajar hasta el día siguiente.
Me dio un beso cerca de los labios y me invitó a comer.
“Pero nos sentamos en un lugar que no esté cerca de la
ventana”, me dijo mirándome fijo. “Ok”, acepté. Apenas
entramos agarré la carta, la miré de atrás para adelante.
Ahora ya sabía lo que iba a pedir, para el postre. A Dante
le gustó el salmón ahumado con alcaparras y queso
parmesano, yo pedí un sándwich de milanesa. Coca light
para él, una cerveza para mí. El mozo me sonrió de una
manera especial. Le guiñe un ojo y se rió. Se alejó
retorciendo las caderas, parecía alegre. Le miré el culo. Me
dieron ganas de darle una palmadita, pensé en hacerlo
cuando volviese. Le pedí a mi amigo que me contara una
fantasía. Me dijo que ya no tenía, que las llevó todas a la
realidad. Me quedé pensando en eso, en quedarse sin
fantasías. Saqué el celular y anoté: “Sin fantasías: escribir

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sobre un chico que se quedó sin fantasías y camina por la
vida viendo todo tal cual es, sin fantasías”. Me quedé
pensando, con el celular en la mano, que el personaje no
podía sobrevivir en la ciudad, ni dos días, sin fantasías.
Dante leyó lo que había escrito y me preguntó si había
fumado. Le dije que no, que había dejado todo, que hacía
tres horas que no me drogaba. Se rió. En ese momento, la
cara se le transformó y no lo reconocí. Miré el mantel
rojo con guardas blancas. Los platos. Las copas. La
ventana lejos de nosotros. Levanté la vista y lo volví a
mirar. Con él había viajado a la Costa azul, en Francia,
habíamos alquilamos un auto en una primavera violenta,
recorrimos la ruta del vino, en Mendoza, donde el frio no
nos dejaba salir del auto ni para comprar alfajores. Por
Internet nos enteramos que en la Capital la gente salía a la
calle con las cacerolas para reclamar que le devolvieran la
plata que el gobierno les había robado. Después lo miré
fijo y lo volví a reconocer. “Estas igual, igual que
siempre”, le dije. “Sí, vos también”, me dijo en voz baja
metiéndose un pedacito de pan blanco con pasta de
berenjenas en la boca. “Cuando me dicen lo que te dije
recién, les digo que le vendí el alma al diablo, ¿vos?”. “A
mí no me dicen lo que te dicen a vos, Dante”, le dije.
“Ok, ¿queres que te siga contando o no?”. Moví la cabeza
como un asno. Llegaron los platos. El camarero me puso
el plato de salmón adelante y a Dante el sándwich de
milanesa. Creo que sabía lo que estaba haciendo, porque
se sonreía. “Te equivocaste, capo”, le dije. “¿Ah, sí? ¿Me
equivoqué…? Pensé que eras vos el de los gustos
refinados...”. Me reí. Se rió. “A mí me gusta la carne”, le
dije mirándole el culo que apuntaba para un costado,
mientas cambiaba los platos de lugar. “No sabía que el

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salmón no era carne”, me dijo entre dientes. “Me gusta la
carne roja”, le aclaré. Movió la cabeza mirando para
arriba, sacudiendo el delantal como una bandera y volvió
a la barra. Dante continuó contándome la historia. Se la
empezó a chupar, pero al flaco no se le paraba. Tenía una
pija tan chiquita que los pelos no se la dejaban ver y un
olor a transpiración que lo mareaba. Después de
chupársela un rato, se sentó a upa, el flaco seguía con los
pantalones de gimnasia bajados y las piernas abiertas y
estiradas. Dante sintió el corazón acelerado del pibe. Le
olió los huevos, tenían olor a rancio, pero le gustó. Le
sacó la campera de gimnasia, Adidas, azul, y la remera.
Tenía el tórax dorado, fibroso, y brillante. Le empezó a
chupar las tetillas. Le pegaba latigazos con la lengua.
Después, cuando bajó de nuevo a la pija, le seguía
tocando los pezones, pero ahora con la punta de los
dedos. El flaco le acariciaba la cabeza, pero cuando miró
la pantalla y vio a los alemanes besarse, agarró el mouse y
la cerró. “¿Puedo, no?”, le preguntó después que lo había
hecho. Buscó videos en Google hasta que encontró uno,
de una mina vestida de colegiala, con dos chabones que le
levantaban la minifalda escocesa. Dante abrió la boca y se
la metió toda en la boca, hasta el fondo. La pija seguía
como un gusanito negro. Le pasó la lengua, como a un
helado, por un buen rato, mientras el flaco miraba a las
chicas en la pantalla con los auriculares puestos; hasta que
Dante no pudo más y le dijo que iba a acabar. Se paró. El
flaco le empezó a acariciar la espalda. Me amigo se inclinó
y le beso el cuerpo; cuando llegó a la cara y acercó sus
labios a los suyos, el flaco le corrió la cara. Mi amigo se
tocó y acabó con chorros largos, que pegaban en la pared
y caían como chicle derretido; la leche no paraba de salir.

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Tardó un rato en acabar del todo. Sacó un pañuelo de
papel y cubrió la leche del piso. Cuando Dante abrió la
puerta para salir, el flaco se quedó mirándolo, como
esperando algo. Al verlo que se iba, lo agarró del cuello y
le pidió plata. “Dame plata”, le dijo. Dante le dijo, “¿Qué?
¿Te volviste loco? ¿Qué te pasa? No. No tengo… Si me
ibas a pedir guita, me lo hubieses dicho antes, y yo veía
que hacía… Ahora no. Ni en pedo. No da. Dejame salir”.
“O me das guita o te cago a trompadas, puto del orto.
Pedazo de gato”, le dijo el flaco. Dante tenía más de
cuatro mil pesos en la billetera. Había sacado plata del
cajero para pagar el colegio de sus hijos y el seguro del
auto, que se había caído del debito automático. Se puso
nervioso. Empezaron a discutir. Mi amigo abrió la puerta
de un golpe y salió corriendo por el pasillo mientras
gritaba, “Me quiere robar. Me quiere robar”. Atrás lo
seguía el flaco. Mi amigo saltó y se metió del otro lado del
mostrador, donde estaba el chico de la entrada. El flaco
gritaba que lo iba a cagar a trompadas. El pibe que
atendía preguntó qué había pasado. El flaco dijo que mi
amigo era un zarpado que lo había querido tocar y el no
se dejó. Estuvieron un largo rato así, discutiendo. Mi
amigo se puso de espaldas, detrás del mostrador, para que
el flaco no le siguiera sacando fotos con los ojos, mientras
pensaba que tenía que volver al trabajo, que tenía una
mujer e hijos (que no podían enterarse de lo que le había
pasado). Tampoco podía volver al trabajo o a su casa todo
golpeado. Para salir, y que el flaco no lo siguiera, se le
ocurrió decir que lo dejaran ir, que él le pagaba lo que
había consumido en el ciber. Eran 50$, pero el flaco dijo
que si no le daba 100$ no se iba. Mi amigo abrió la
billetera y le dio 100$. El chico del ciber bajó las escaleras

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para acompañar al flaco hasta la calle. La gente que estaba
en las cabinas pajeándose o cogiendo se asomaron, y
algunos hasta fueron a la entrada para ver qué pasaba.
Entre las caras que se asomaban, Dante reconoció la del
padre de un compañero de colegio de su hijo. “La sacaste
barata”, le dije cuando apareció el camarero. “Toma, esto
es para vos, sin cargo, por mi equivocación”, señaló el
camarero, con culo de avestruz, unos platitos con
diferentes tipos de quesos, otro con endibias, y uno con
algo que no sabía qué era. Le expresé mi agradecimiento
con un movimiento de cabeza y seguí hablando. “¿Sabes
qué me parece?” “¿Qué?” “Que si vos le hubieses pedido
el teléfono, o el mail, o le hubieses dado el tuyo, nada de
esto hubiese pasado. Porque después que acabaste el flaco
se quedó mirando, y él no acabó…”. Dante se atragantó
con el salmón y tomó un trago de agua. Se sirvió más y
siguió tomando. Cuando no hubo más agua en la botella,
se quedó mirándome y después de unos segundos me
dijo. “Sabés que… me parece que tenes razón. ¿Estuve
flojo, no?”.

16 El olor de tu remera
El Rochito

El Rochito se limpiaba las zapatillas embarradas en


la puerta del edificio, mientras esperaba que alguien
lo atendiera por el portero. Pero el barro se había
desprendido fuerte en sus zapas, y el color marrón
había teñido la suela de las zapas blancas. La psicóloga
le respondió después de un rato: “Aló”, y el Rochito,
nervioso le contestó “Yo, El Rochito”. Mientras subía
nervioso por las escaleras, reprochándose por qué no
subía por el ascensor, recordaba para relajarse el video
que había hecho con su amigo Parásito. Lo habían subido
al Facebook y estaba obsesionado con los Me gusta
que le ponían. Cada vez eran más, y nunca había tenido
tantos en su vida facebookera. El video era de ellos dos,
bailando en la cocina, jugando que el culo de uno era
un lavarropas, y que el otro se la metía por el culo, con
el pantalón de gimnasia Adidas, auténtico, que habían
conseguido para hacer el video. El Rochito llevaba la
gorrita blanca de siempre, y cuando estaba por llegar
al piso pensaba que quería hacer otra cosa, además de
fumar todo el día y salir a robar… “Bailar en la calle,
estaba bueno, pero podría bailar profesionalmente y ganar
plata… Ya tengo la respuesta. Soy un capo. No sé para
qué vengo, entonces”, pensó mientras giraba para volver a
bajar e irse. Llegó hasta el piso de abajo y pensó en cómo
salir del edificio. Se sentó en un escalón, en la oscuridad.
No conocía a la mujer que lo iba a atender, y por más
que haya leído muchos libros para él era una tarada. Pero
también le quedaba la duda si lo podía ayudar o no; eso
pesaba El Rochito cuando probó volver a subir, ahora

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cerrando la puerta del asesor. Cuando llegó la psicóloga
le abrió la puerta del departamento y lo invitó a esperar
en la sala. Enseguida pensó que la mina era una gila,
que no serviría para nada y que era al pedo estar ahí. Se
metió los dedos en la nariz y se sacó un moco, que pegó
en el apoyabrazos del sillón. Se quedó pensando en la
psicóloga. La mina parecía una travesti, por la forma en
que tenía el pelo tirado hacia abajo, todo abultado como
si fuese una madeja de lana de distintos colores, por
los tacos altos de plástico con los que caminaba como
si estuviera en la arena. El olor de la sala de espera era
de incienso de limón mezclado con pis de gato, no le
quedaron dudas.
Estaba componiendo un rap, medio cumbia medio
electrónica, moviendo el pie y golpeando la mano
contra la madera del sillón, cuando la psicóloga volvió
a aparecer. Dijo “El Rochito...”, y levanto una libreta,
como si fuese una maestra de escuela, leyó algo y
completo la frase, “de... de Boedo. El Rochito de Boedo,
adelante”. El consultorio estaba vacío y la única persona
que esperaba, evidentemente, era a él. “Esta mina es un
genio y venir acá es la posta, es dios, es lo mejor que me
pasó en la vida, es como fumar paco”, pensó cuando
vio el consultorio que parecía un altar. “O es una loghi
total” contrastó su idea cuando la psicóloga lo invitaba
a sentarse haciendo un ademán. Enseguida empezó a
hacerle preguntas y a tomar notas de lo que El Rochito
le respondía. “¿Nombre completo?”. “Rocho, pero me
dicen El Rochito de Boedo”. “Ok, Ok, Ok, Rochito
de Boedo”. “¿Edad?”. “18”. “Nombre del padre, de
la madre, hermanos, dirección, teléfono”. “No es tan
boluda como parece”, pensó. “¿Motivo por el cual estas

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acá?” “Ehhh...”. “Relajate. ¿Queres un vaso de agua?”.
“¿Birra no tiene?”. “Me voy a fijar”. Se levanto, pasó
por un pasillo y apareció en un cuarto diminuto. Abrió
la heladera y la cerró enseguida. Volvió con un vaso de
agua en la mano. No. No me queda. Pero El Rochito se
sorprendió al verla levantar un botella de cerveza vacía.
“La próxima, si querés vamos a comprar y nos tomamos
una. Hoy ya no. Es tarde”. El Rochito estaba hipnotizado
con un cuadro de Lacan. Era una lamina que repetía la
misma foto del psicoanalista francés en distintos colores,
a lo Warhol; pero, quizás por el efecto del paco, lo veía
iluminado como a Dios, con los bordes brillantes que
hacían un charco de luz para invitarlo a pasar el umbral
y entrar en éxtasis. Tuvo miedo. Bajó la vista. Descubrió
el escritorio. Era de madera, como el de las escuelas
de antes. El sillón donde la psicóloga se iba a sentar
estaba roto y le salía la goma espuma por los costados,
como si un gato lo hubiese roto. Tenía una biblioteca,
en la otra pared, llena de libros, de distintos colores y
tamaños. El Rochito empezó a leer todos los títulos
que veía: El secreto de la flor de oro, de Jung, Manual
de albañilería 1, 2 y 3. La cocina de Doña Petrona, La
divina comedia, Tus zonas erróneas, El Kamasutra, una
importante colección de Revistas Selecciones, Manual
de criminalística, Osho, El caso de Leonardo Da Vincci,
Más allá del principio del placer, El malestar en la cultura,
Seminario tres Las psicosis, La vida de Juana de Arco,
Juan Salvador Gaviota, Problemas del campo: la lluvia
y la sequía, El túnel, Técnicas de masturbación, Krisna,
Cómo depilarse sin dolor. La repetición, Dr. Jekyll y Mr
Hyde, Ulyses, La Biblia, El movimiento hippie en los
años ‘70s, Cómo coser camisas sin pincharse, El Bazar,

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El alquimista, La importancia de llamarse Ernesto, La
máquina de masturbarse, Demián, Padre rico hijo pobre,
El anatomista. Bajó la vista.
La alfombra estaba manchada y sucia. En el escritorio
había un camino persa y arriba cientos de objetos
pequeños, desde una lechuza de madera hasta un muñeco
Vudú con alfileres, jabones de colores, muñequitos de
plástico y una réplica de Freud en cerámica. “¿Cuánto
vale ese cuadro”, le preguntó sin pelos en la lengua.
“Después te digo, hacerme acordar, pero ahora
contéstame por qué estas acá, qué te trajo a la consulta”.
“No sé… Quiero rescatarme”, dijo mirando otra vez
para abajo y descubriendo que casi no tenía uñas.
“¿De qué querés rescatarte?”. Se hizo un silencio que
creció hasta hacerse enorme, como una nube, que de a
poco empezó a ocupar todo el consultorio. El Rochito
empezó a reírse. La psicóloga lo pinchó al decirle, “Yo
antes quería rescatarme de comprar libros… Antes, me
compraba cualquier cosa, cualquier libro barato que
veía en la calle Corrientes, libro que veía, libro que me
compraba. ¿Ves todos los que tengo? Bueno, no leí ni
la mitad. Muchos los empecé y los dejé. Otros los leí
varias veces, hay uno que leo siempre. El de la depilación,
y la Biblia”. El Rochito levantó la vista y le dijo, “Y…
qué sé yo. ¿Rescatarme? Del barrio…” “¿Del barrio?”,
repitió la psicóloga marcando bien que se trataba de una
pregunta. “No creo que me pueda ir del barrio, usted no
me va a entender, porque nunca vivió donde yo vivo, ¿me
entiende? “Hay algo ahí, hay algo... Como un imán”, lo
interrumpió la psicóloga cruzándose de piernas. “Sí, sí,
como un imán. De la única forma que se sale es cuando
te llevan en cana… Afano para que me metan en cana,

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para me saquen de ahí; sino, no me voy más”. “¿Y, qué
te gusta hacer?” Otra vez el silencio empezaba a crecer
hasta que la psicóloga lo rompió: “A mí me gusta venir
acá... Yo también pinto. Me gusta la pintura. Me calma.
Me relaja. No pienso en nada cuando pinto. ¿Y a vos, qué
te gusta hacer?”. Bailar. Rapear. Hago canciones y me la
paso en la calle bailando”. “Ok. Bueno… como ya sabrás,
este señor generoso que conociste en la calle te va a pagar
el tratamiento. ¿Quedamos para el jueves que viene a la
misma hora?”. El Rochito no sabía qué decir, la psicóloga
lo había descolocado; esperaba encontrarse con otra cosa.
Lo acompañó hasta abajo y en el ascensor El Rochito
pensó de qué manera decirle que quería seguir hablando,
que todavía no le había dicho lo que quería decirle. La
psicóloga, como si le hubiese leído el pensamiento, le dijo,
“ahora tengo que seguir atendiendo, pero continuamos la
semana que viene”. Le dio un beso y cerró la puerta.
El Rochito caminó media cuadra, a donde había dejado
la bicicleta atada a un poste de luz. Lo vio. Se aseguró de
que estuviese bien y volvió hasta la puerta del consultorio.
Pensó en tocarle timbre, pero se instaló casi en la esquina,
desde donde veía si salía de la puerta del edificio, y desde
donde ella, difícilmente, podía verlo a él. Pasaron dos
horas y no vio entrar ni salir a nadie del edificio. Cuando
estaba terminando de fumar un porro y pensaba en
comprarse un alfajor Guamayén de chocolate, la vio salir
con la cartera. Cerró la puerta de manera torpe, dejándola
golpear. Esperó que caminara unos pasos. Ella se acercó
al borde de la acera. Estiró la mano y paró un taxi. El
Rochito le metió pata para agarrar la bicy. Se subió y
empezó a pedalear, con prudencia y distancia, siguiendo
al taxi. Hasta que el taxi llegó hasta un Hospital. Bajó la

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velocidad y estacionó. La psicóloga bajó. El Rochito miró
la hora, eran las diez y cuarto de la noche. Tiró la bicy
en la entrada y subió corriendo la escalinata, atrás de la
psicóloga que ya había entrado. En el hall se asomó. Miró
qué estaba pasando adentro. Una mujer con delantal azul
le tomaba los datos a la psicóloga y los volcaba en una
planilla. Cuando la psicóloga desapareció por el pasillo,
El Rochito se animó, entró y preguntó por la señora que
acababa de entrar. El olor a hospital era una mezcla de
alcohol con pis de humanos, sangre, y medicamentos
vencidos; tuvo ganas de vomitar. “¿Trabaja acá?”. “No,
no, ella vive acá”. “¿Cómo que vive acá?”. “Sí, esto es un
hospital de día, los pacientes que tienen permiso salen de
día y vuelven de noche”. “¿No es psicóloga?”. La chica
de la entrada, mordiendo la birome, lo miró y largó una
carcajada.

22 El olor de tu remera
La nube de mercurio

Despatarrado leía mi correo electrónico, cuando levanté la


vista y apareció una nube roja por la ventana. No lo podía
creer. Mi jefe me llamó para pedirme que le alcanzara
un informe. Le contesté que enseguida iba. Cuando se
lo llevé le conté que me dolía la cabeza. “En las noticias
hablaban del incendio de un contenedor, acá nomás, en
Puerto Madero, un contenedor de basura y mercurio”, me
dijo. Mi jefe siempre estaba más informado que yo. Salí
de su oficina y me senté a navegar por Internet. Leí que
estaban evacuando a la gente del centro. Los subtes ya
no andaban. Miré por la ventana. La calle estaba llena de
gente. Oí pasar ambulancias y bomberos. Apareció Erik
en la puerta de mi oficina. Me preguntó si se podía ir a la
casa. Tenía los ojos rojos y los cachetes anaranjados. Le
dije que sí, que nos íbamos a ir todos para hacer home
office. Mientras cerraba la notebook volví a ver la nube
roja por la ventana y me acordé de Daniel Melero cuando
cantaba “Tu mercurio”, en ese momento entendí la
letra, era como decir: tu veneno. Salí de la oficina y tomé
el ascensor. Al salir a la calle vi el cielo. Estaba negro,
parecía que se iba a desplomar como el derrumbe de un
edificio. Cuando llegué a la esquina, paré en el semáforo
para cruzar la calle. La luz roja brillaba por la oscuridad,
a pesar de ser las 10 de la mañana. Oí un trueno que
me asustó y empezó a llover de golpe. Un chico que
abría paraguas me lo acercó sonriendo. Tenía los dientes
blancos, parejos, y los labios gruesos.
- Es grande, alcanza para los dos- me dijo pisando un
charco de agua.

Facundo R. Soto 23
“No lo podía creer. Todavía hay gente buena, diría mi
papá, si estuviese vivo”, pensé y me reí. Caminamos por
Florida hasta la avenida Corrientes. Había gente con
barbijos y otros que se tapaban la nariz y la boca con
pañuelos.
- ¿Qué tenés que hacer?- me preguntó mirando una
combi que estacionaba en la esquina; en el parabrisas
había un cartel que decía “Zona Norte”. – Te veo triste,
y yo…- Pensé en las entrevistas que tenía que desgravar
para el Soy, el libro que me faltaba terminar de leer, y le
dije:
- Nada.
Cerró el paraguas, levantó la mano para que la combi no
arrancar y cuando llegamos se corrió para que yo subiera
primero. Se sentó del lado de la ventanilla. Cada vez
había más gente en la calle, parecían hormigas salidas de
un hormiguero. También se escuchaban gritos y la lluvia
era cada vez más fuerte. La combi arrancó. De fondo se
escuchaba un tema de Madness. Su pierna rozaba con
la mía. Él no hablaba y yo tampoco. No podía creer que
estuviese al lado de ese chico, tan lindo. Tenía una espalda
grande, piernas bien formadas, y unas manos re lindas. Le
miré los dedos; me encantaron. Me imaginé que con esa
mano me podría hacer unas buenas pajas, y llenarse los
dedos de leche.
- Vamos. Ya llegamos…- me dijo después de un rato.
Nos bajamos en la intersección de Panamericana y
General Paz. Caminamos bordeando la avenida. Los
autos pasaban a gran velocidad, iban y venían como
si estuviesen en una pista de Escalectric, como rayos.
Caminamos por la colectora. El cielo, que se había
aclarado, otra vez se estaba poniendo oscuro. Seguía

24 El olor de tu remera
lloviendo. Nos mojábamos, pero no teníamos frío.
Después de caminar varios minutos sin hablar le pregunté
a dónde íbamos. Levantó el brazo y me señaló un edificio
redondo, envuelto en neblina. Alcancé a ver que algunos
pisos del edificio que tenían las luces prendidas. No
había nadie. Era un edificio donde antes funcionaban
oficinas, pero ahora estaba abandonado. Arriba, un cartel
luminoso promocionaba a una empresa de telefonía
celular, con letras de colores titilando. Aparecimos en
una calle donde no pasaba nadie. Veíamos, de refilón,
las luces de la autopista. Yo caminaba apoyando el codo
en su hombro, y me lo imaginaba desnudo. Mientras
nos íbamos acercando a la fábrica abandonada, seguí
imaginándomelo. Que lo abrazaba, le acariciaba la piel,
que la tenía blanca como la harina; él cerrando los
ojos para que yo le hiciera lo que quisiera. Sacando la
pija larga, cerrada en la punta, revoleándola como un
ventilador, me provocaba. Yo me prendía a su cuerpo,
tratando de sacarle la leche para tragármela. Pensaba que
si me quedaba con algo de él que salía de su cuerpo, me
iba a acompañarme a todos lados. Era de tarde, pero
parecía de noche. La lluvia seguía cayendo, cada vez más
fuerte y más rápido. Tuve chuchos de frío. Me desabroché
la camisa y él me hizo masajes en la espalda. Agarró mis
manos y se las puso cerca de la boca. Le tiro aliento y me
las apretó. Pensé que el mundo se había parado, que había
dejado de girar. Que toda la gente estaba muerta, y que
nosotros éramos los únicos sobrevivientes de la nube de
mercurio.
- Caminemos descalzos- me propuso, sacándose las
zapatillas. Le hizo un nudo a los cordones y se las
colgó en la espalda. Tenía unos pies hermosos: largos,

Facundo R. Soto 25
blancos y planos. Me encantaba la forma de sus dedos.
Tuve el impulso de agacharme y chupárselos. Pasamos
cerca de dos árboles que el viento agitaba; a nosotros
también nos movía, teníamos que hacer fuerza para
avanzar. Lo vi de atrás. Me imagine ese culo redondito,
parado, de macho, de capitán de equipo en fútbol, de
mejor compañero en el colegio, en mi boca. Pensé que
podía contemplarlo durante días, semanas, meses, años,
y comérselo. Imaginé ese culo blanco amasándolo y
metiéndole la lengua. Chupándoselo como si fuese el
único culo del mundo, y el más rico. La neblina nos había
envuelto. Caminábamos, pero no avanzábamos. Era fea
la sensación de estar cansados y seguir siempre en el
mismo lugar, bajo la lluvia. El edificio redondo al que
íbamos parecía estar cada vez más lejos. Le pedí descansar
un rato. Nos sentamos en una loma de latas y basura,
y descansamos un rato, callados. Lo miré. Tenía la cara
mojada. Se la sequé con la mano. Lo imaginé agachado
entre mis piernas, empujándole la cabeza para que me la
chupara, metiéndosela toda, hasta los huevos. Su mano en
mi verga, friccionándomela, y con la otra acariciándome
los huevos. Agarrando las dos pijas, moviéndola como
desesperado, poseído. Que me acariciaba los pelitos de la
pierna.
- Eh, tenés frío...- me dijo mostrándome los dientes
blancos y los labios gruesos, rosados como un pomelo.
Por suerte no le contesté porque entendí que me había
dicho- La tenés parada. Mientras yo seguía imaginando
cosas me volvió a hablar:
- Tenés frío ¿no?- me dijo y me dio un abrazo como si
nos conociéramos.
- ¿Por dónde vivís?

26 El olor de tu remera
- Parque Chacabuco, donde termina Caballito y empieza
Flores. ¿Conoces por ahí?
- No, pero me gustaría que otro día me llevaras a conocer
tu barrio. Hoy me tocó a mí. Vivo por allá, ¿ves esas
casitas que están ahí? La blanca es la mía. Bah, vivo con
mis viejos y mis hermanos. ¿Cómo es tu Facebook?, así
nos agregamos.
- Pero...
- Sabes qué pasa. Ahora que ya somos amigos, que
conectemos... Tengo algo para mostrarte…- Agarró la
mochila y la abrió. Sacó la notebook. Me preguntó con
quién quería hablar. Abrió un programa parecido al
Skype. Le di el nombre de mi papá. Completo, me pidió.
Enseguida vi en la pantalla su silueta rodeado por rayos
de luz. Me di cuenta que esa figura dorada que veía en
la compu era pura energía. Por un momento sentí que
yo también estaba muerto. No podía creer lo que estaba
viendo. Mi papá, después de doce años aparecía y me
hablaba. Me miraba y preguntaba cómo andaba.
- ¿Cómo andas vos?- le dije con timidez- ¿A dónde estás?-
le pregunté y miré a mi amigo, que en voz baja, como
para que no me quedaran dudas me respondió:
- Esta notebook es única, guarda el alma de los muertos.
No se lo tenés que decir a nadie, por ahora… En
algún momento todos van a tener la suya, pero, por el
momento, por favor no digas nada, a nadie.
Lo primero que me salió preguntarle a mi viejo era
por qué estuvo tantos años enojado, casi toda la vida
enojado...
- ¿Por qué no se te iba el enojo? ¿Qué te hicieron
pa, para que no tengas amigos y hayas estado así,
tanto tiempo?

Facundo R. Soto 27
La silueta, difusa, pero firme se acercó a mí y me dió
calor.

- No, Facu, no estuve enojado, soy así. De chico viví con


mi papá, que había venido de España y él también era
así. Por ahí, sin darme cuenta, lo copié; pero nunca estuve
enojado. Siempre estuve pendiente de vos, y de mamá.
Fueron lo más importante en mi vida. Te pido disculpas
si no pude hablarle como a vos te hubiese gustado, y
preguntarte porqué me evitabas, yo sentía que algo te
alejaba de mí. Ahora entiendo… Pensabas que estaba
enojado…


¿Y te voy a poder ver y hablar cuando quiera?

- ¿Cómo estás? ¿Cómo es estar allá… del otro lado?
- ¿Estar muerto, hijo, eso querés saber? No ocupes tu
tiempo en eso, disfruta la vida; ahora que estás vivo…
- Contame cómo estas, pa- insistí, y él me respondió con
más preguntas.
- ¿Seguís escribiendo? ¿Algún amor?
Miré a mi amigo y lo vi que se alejaba pateando unas
piedritas. Al verme que lo miraba me dijo:
- Hablen tranka, vuelvo en unos minutos…
- No sé qué decirte pa. Tengo… garches, pero todavía no
encontré el chico que sea para mí.
- Cuida a tu amigo, el de la notebook, es buen chico, pero
no te enamores de él; él no es como vos, Facu... Tené
paciencia que todo, todo, llega finalmente en la vida.
- ¿Y no extrañas, pa?
- ¿Qué, la tierra?

28 El olor de tu remera
- Sí- le dije, con ganas de abrazarlo y arrepintiéndome
de las veces que no fui a comer con él, a su casa, porque
prefería ir a bailar o al cine con mis amigos.
- En cualquier momento voy a desaparecer, Facu…
La compu, y este programita, no pueden esforzarse
mucho; todavía. Pero, ya sabés, mi alma está acá, en esta
notebook. No pierdas a tu amigo, así nos volvemos a ver.
- No. No. Te lo prometo… ¿Pero extrañas la tierra?
¿Estás bien, pa?
- Sí, sí, estoy bien. Pensá en círculos, en etapas evolutivas.
Estoy en otra etapa, nada más. Es eso. No es mejor ni
peor.
- ¿Pero vamos a volver a vernos?, le volví a preguntar,
viendo como se empezaba a diluir su silueta y a perder
brillo.
- Sí, claro. Tené paciencia. Tu amigo va a querer hacerte
feliz, como nos está haciendo felices ahora a nosotros,
después le toca a otras personas. Por ahora hay solo una
máquina, pero nos volveremos a ver; y eso me alegra. Te
veo bien… hablamos… Hablamos como nunca, che- me
dijo emocionado.

- Y no te olvides que nunca estuve enojado. Estaba
contento de llegar a casa, y verte a vos, a mamá. Soy
así, aunque no lo demostrara. Si la ves, decile que fue
mi única mujer y que nunca dejé de quererla. Y a vos
tampoco…
- ¿Aunque trabajabas todo el día y me veías poco, me
querías?

- Yo pensé que trabajabas todo el día porque no te
gustaba estar con nosotros.

Facundo R. Soto 29
- No, no. Ustedes eran lo más lindo que tenía. Trabajaba
para darles lo que querían. Los quiero mucho. Nos vamos
a volver a ver, pero no te obsesiones. Seguí tu camino.
Seguí escribiendo y haciendo lo que te gusta, Facu, que ya
va a aparecer el chico de tu vida; de verdad.
- ¿De verdad?- Repetí cuando la pantalla ya estaba a
oscuras y mi amigo al lado, acariciándome la espalda.
- Una última pregunta pa- alcancé a decirle- ¿Cómo hacías
para hacer esos asados tan ricos, nunca volví a comer
ninguno que se le pareciera?- me pareció escucharlo reír.
Le pedí a mi amigo que me acompañara a tomar el 60.
Lo agregué en el Facebook, y él a mí. Hacía tiempo que
no me pasaba algo tan intenso. ¿Habrá sido la nube de
mercurio?, le pregunté y él se rió.
La primera vez que le mandé un mensaje privado en
Facebook, me di cuenta que esa no era su cuenta. Pensé
que me había dado un perfil trucho; pero después,
cuando recibí un mensaje suyo me di cuenta que yo
había agregado a otra persona que se llamaba como
él. Hablamos del contenedor de basura, la hipótesis de
que la nube no fuese de mercurio sino de insecticida,
y nos volvimos a reír, como el día que nos conocimos.
Él me contó que escribió lo que vivimos ese jueves de
diciembre, del ‘12. Yo no le dije que también lo había
escrito, ni que me había hecho una paja pensando en él.
Él se rió como si me hubiese leído el pensamiento.
- ¿Cómo era tu nombre?- le pregunté.
- Nunca te lo dije, ni vos el tuyo; pero fue como si
siempre lo supiéramos, bah, eso no importara.
- Te quería agradecer que ese día me hiciste feliz.
- No es nada- me dijo- cuando quieras volvemos a ver…
Pero antes decime qué fue lo que tenía esa nube que

30 El olor de tu remera
nos hizo conocernos. ¿Era realmente de mercurio o de
insecticida?
- ¿Sabes?
- Hay cosas que nunca se van a saber- me dijo mi amigo
por Facebook, y me dejó pensando.

Facundo R. Soto 31
Amigo invisible

Mateo me lo contó en el restó del Abasto, mientras


escuchábamos jazz de fondo y comíamos una ensalada
de lechuga, berenjenas, aceitunas negras y queso azul.
Los dos tomábamos agua, uno con gas y el otro sin gas;
pero a la hora de agarrar el vaso, yo tomaba del suyo, y
él del mío. Cuando Mateo era chico vivía en el campo,
en una casita alejada del pueblo y de la ruta. Los padres
tenían varias hectáreas, plantaciones de frutillas, limones,
naranjos, un corral con chanchos, gallinas, cabras y ovejas.
Me contó que había visto nacer un cerdo y jugaba con
él. Le había puesto Tomy. Lo llevaba a pasear con una
correa y jugaba con él en el pasto. Le gustaba acariciarlo.
Era suave, sin pelos, y el color rosa le transmitía una
sensación de éxtasis que no había experimentado antes.
Tomy iba creciendo y Mateo le iba contando las cosas
que le pasaban en el colegio. Secretos. Que hacía pis
apartado de los compañeros de su grado, porque tenía
vergüenza de que le viesen el pito, porque era muy chico.
Lo tenía como un gusanito blanco, rojo en la punta, del
tamaño de un mosquito; en comparación con los demás
chicos que jugaban con sus salchichas cuando iban al
monte. Me contó eso, Mateo, mirando el plato y haciendo
dibujitos con el tenedor donde no había verduras. Pasaba
mucho tiempo en su cuarto, leyendo libros de cuentos.
Le gustaban los de aventura. Llevaba una vida monótona,
apartada de los juegos que hacían los otros chicos del
pueblo. La mamá, me contó, no quería que fuese un
granjero rudimentario y bruto como su padre; por más
que su padre hubiese hecho mucha plata con su trabajo.

32 El olor de tu remera
Su mamá le hablaba de venir a vivir a la capital y que
estudie para ser abogado, juez o alguien importante; con
saco y corbata.
Una tarde, cuando había terminado de escribir en su
diario íntimo, empezó a escuchar que alguien le hablaba,
pero no lo veía. Miraba para todos lados, pero no lo
encontraba. Alcanzaba a oír la risa de su abuela en la
cocina comiendo tortas fritas que habían hecho afuera, en
el horno de barro. El desconocido se presentó diciendo
que iba a ser su amigo para siempre, que iba a jugar con
él a lo que quisiera. Le dijo que si quería conocerlo más,
cambiar figuritas o jugar al sapo, lo esperaba a la 7 de la
tarde enfrente de la casa del muerto, debajo del Ombú.

Mateo tenía un hermano mellizo, con el que casi no


hablaba. Hacía unos meses que le pasaban cosas raras:
soñaba con una casa del otro lado de la ruta. Una casa sin
puertas ni ventanas, que al entrar con su padre descubrían
que no había nadie; hasta que se encontraban con un
oso durmiendo. Cuando se despertó, tuvo el impulso de
contarle el sueño a su hermano, pero pensó que, como
siempre, no lo iba a entender; y prefirió dar vueltas en la
cama. Se acordó del hombre que apareció en su cuarto,
de la cita, y que no había ido. Se estaba empezando a
inquietar, tratando de imaginar qué hubiese pasado si
hubiese ido, si el hombre se había enojado porque no fue.
Seguía dando vueltas en la cama hasta que apareció su
mamá con el desayuno y le contó que papá, esa tarde, iba
a matar a Tomy. Lo previno para que no anduviese dando
vueltas por la parte del fondo de la casa a ésa hora.
Al atardecer el papá lo obligó que lo acompañara al
pueblo, a comprar alimento balanceado para los animales.

Facundo R. Soto 33
Subieron a la camioneta, prendió el motor y salieron
por el camino de tierra. Cuando agarraron la ruta vieja,
por la que ya casi no andaban los autos, y estaba llena de
ripios, pasaron por el lugar donde Mateo había soñado: la
casa del muerto, la casa abandonada con el oso adentro.
Se sobresaltó y le pidió a su papá que parara. Su papá,
sorprendido, dijo que él también había soñado con esa
casa. Estacionaron en la banquina y bajaron. El padre
agarró a Mateo de la mano. Cuando entraron, vieron
que no había nada, solo un perro durmiendo. Mateo, esa
noche, tenía miedo de acostarse y volver a soñar cosas
que después vería.
Al desconocido, también lo había soñado un par de
noches antes, pero no podía recordar su cara. A media
noche, cuando se levantó para hacer pis, pasó por
la habitación de sus padres, golpeó la puerta y entró
corriendo a contárselo a su padre; pensó que él lo
entendería mejor que ella.
En la cocina, tomando un mate, con el amanecer en la
ventana y el canto del gallo despertando a las gallinas,
el papá le dijo que tenía que pedirle al desconocido
que se fuera y que no vuelva a molestarlo. El sol estaba
instalándose en el campo. Ahora el gallo cantaba parado
arriba del gallinero. Las gallinas empezaban a dar vueltas
por el pasto lleno de escarcha. Pero el desconocido
le había puesto otra cita. El padre le dijo que no iba a
llevarlo a ese lugar porque a las 7 de la tarde, a esa altura
del año, ya era de noche y no había nadie, que la zona era
peligrosa. Mateo volvió a su cuarto y se quedó expectante.
Cuando se estaba durmiendo, el desconocido apareció
de nuevo. No podía verlo, pero sí olerlo y escucharlo. Mi
amigo le quiso decir que no iba a poder ir al encuentro,

34 El olor de tu remera
pero el desconocido le contó cosas lindas, tan lindas, que
Mateo no pudo decirle que no iba a ir. El chico invisible
lo dio vuelta en la cama. Lo puso boca abajo y le empezó
a pasar la mano como si lo construyera con barro. Le
chupó la espalda, parecía un lobo sediento. Después,
le mostró la pija, era enorme. Se la acercó a la cara,
pasándosela por la boca y la nariz, para que la oliera bien;
pero no se la metía en la boca, haciéndolo desear como
una sortija. Mateo se empezó a desesperar. Sabía que en
cualquier momento iba a entrar su mamá con el desayuno,
y que tendría que ir al colegio. Pero él no quería. Quería
quedarse con el desconocido. Sentía un ardor en todo el
cuerpo que nunca antes había experimentado. Su pene
diminuto se había transformado en un chupetín que se
hinchaba como un globo a punto de explotar. Su amigo
invisible le pidió que le dé un beso, pero no a él, sino
en la pija, en la cabeza del choto, le especificó. Mateo
temblaba. Una gallina se había parado en la ventana y
los miraba. Mateo sintió fuego entre las piernas, en las
bolas y más abajo. Su ano se contraía y dilataba. Estaba
ardiente. El amigo invisible le empezó a pasar la lengua
por los pies, desde el contorno del dedo gordo hasta la
planta. Recorrió las piernas con la lengua, dibujándole
el abdomen, el tórax (apenas desarrollado), las tetillas y
el cuello. Cuando llegó a la boca se detuvo. Se miraron.
Mateo vio una cara difusa, que no alcanzó a distinguir, y
desapareció.
Se cambió y fue al colegio. Preocupado. No habló con
nadie. Pensó todo el día en su amigo invisible.
A la noche, apenas terminó de cenar, se encerró en su
cuarto. Cuando se acostó, sintió que alguien lo daba
vuelta y le chupaba la espalda. Pasó a los pies, metiéndose

Facundo R. Soto 35
los dedos en la boca, siguió por las piernas y los cachetes
del culo que apuntaban al techo. Después vio cómo su
amigo invisible olía su calzoncillo; lo hizo acordar a Tomy
cuando olfateaba la comida que él le daba con la mano
extendida. Tuvo miedo al pensar que así, como sus padres
se comieron a la mascota que criaron, también se lo
podían comer a él.
Mi amigo se empezó a reír cuando se acordó de algo, que
no quería contarme, porque decía que le daba vergüenza.
Después de tanto insistirle, mientras terminaba las hojas
verdes y moradas que quedaban en su plato, me lo contó.
Cuando el amigo invisible le miraba el culo y repetía:
tenés un ano virginal, un ano virginal muy lindo, y se
pajeaba sobre su culo. Después vio que se inclinaba para
comerle el culo. Pensó que podía tener olor feo, olor a
culo. Entonces, le pidió que le pusiera colonia Johnson, la
que su mamá le pasaba detrás de las orejas a la mañana,
antes de salir para el colegio. El amigo invisible volvió a
agarrarse la pija y se la acercó a la cara, como si le fuese
a pegar con esa cosa. Le pidió, otra vez, que le diera un
beso en la cabeza del choto, que caía brillante y redondo
como un zapallo lustrado sobre su boca. Después,
desapareció. Mi amigo empezó a llorar, desconsolado,
como si hubiese recibido un martillazo en el pecho.
Ante el llanto desesperado de Mateo su papá apareció
en el cuarto. Cuando le contó que quería ir al encuentro
con su amigo invisible, que lo esperaba a las 10 debajo
del Ombú, y veía que su hijo no se calmaba, se puso la
campera con piel de oveja y lo llevó en la camioneta.
En la ruta no había nadie. Hacía frío. Cuando llegaron,
se desató un tornado: el viento movía los sauces como si
los quisiera arrancar de raíz. Se formaban remolinos. En

36 El olor de tu remera
un momento, el viento era fuerte que los sacudió y tiró a
Mateo al piso. Su papá corrió a agarrarlo. Lo cargó como
a un muñeco, en sus brazos. Cuando estaban volviendo
vieron una avioneta que despegaba desde los pastizales.
En su cuarto, Mateo tomaba un vaso de leche con miel
cuando volvió a oír la voz de su amigo invisible. Se tapó
los oídos y le pidió que se fuera. La voz le dijo que no
tenía amigos, y, que si quería él podía serlo, guardando el
secreto. Mateo se bajó los pantalones y le mostró el pito.
El amigo invisible le pidió jugar a algo. Le dijo que se
sentara en la silla. El amigo invisible se le sentó encima.
Mateo le metió el pitito duro en el ojo del culo y se lo
cogió.
“¿Cómo es cogerte a alguien invisible?”, le pregunté
mientras veía al mozo traer las ensaladas de fruta en una
bandeja.
“No sé”- me dijo “cerrá los ojos y probá, es genial; lo
mejor que te puede pasar en el mundo. Una vez que
encontrás a ese amigo no te abandona más. Cuando lo
llamas, siempre está”.

Facundo R. Soto 37
En invierno me cuesta salir de la cama

Estoy calentito ahí, envuelto entre las sábanas y frazadas


como si fuese un canelón; me cuesta salir de la cama.
Pienso que a la noche voy a volver a un lugar parecido, a
la cama de mi novio, para ver los últimos capítulos de Six
Feet Under, y me pongo contento. Estamos identificados
con los personajes de la serie: uno es un policía negro, y el
otro un sepulturero rubio. De a ratos uno es el negro y el
otro el blanco. Después cambiamos, según nos convenga
la situación. Nos decimos cosas a través de ellos. El café
está oscuro. Lo revuelvo. Mientras los granos de café me
explotan en la boca pienso que mi cafetera no es express,
como la de mi novio. Me lavo los dientes y salgo. Cuando
estoy cerrando la puerta vuelvo para asegurarme que
apagué la tele. El informativo repite las mismas noticias
de la noche, sin ninguna investigación ni desarrollo.
Camino por el pasillo de mi casa. Paso al lado de Stan, el
grafiti de South Park, que hice con aerosol, y me río. Mi
hija se enoja cuando hablo con ellos. Dice que estoy loco.
Yo le digo que ellos son mis amigos.

En el subte intento leer Mármol, de César Aira. Tiene


una tapa cool, pero el texto no me engancha. Me
distraigo mirando a los chicos que viajan parados. Me
gusta contemplarlos y desearlos. Los imagino desnudos.
Cuando estoy por bajar, una mujer me empuja y quedo
atrás de un chico. Se me para la pija al toque, y él se
la calza en el culo, haciendo un movimiento mínimo.

38 El olor de tu remera
Después se reclina un poco para atrás y siento su culo
duro como una piedra y su agujero otra vez buscando mi
verga.

Al mediodía, mientras como arroz con calamares, escribo


sobre Divine, la actriz fetiche de John Waters. Me acuerdo
que estuve en la puerta de su casa, en Maryland, Estados
Unidos, cuando viajé con el equipo de fútbol. Me saqué
una foto debajo de su árbol. Escribo y corrijo el artículo
para el diario, aunque, probablemente, nunca salga
publicado. El actor es una mujer, pero descubro que de
joven era un hombre flaco y masculino. Después, cuando
se hizo travesti se volvió obesa. Al final de la película
Pink Flammingos, Divine come caca de perro. Googleo
y aparece una película sobre su vida. La veo. Hablan del
trauma que le dejó hacer comer caca recién cagada por un
perrito.
En mi trabajo entrevisto gente. A algunos los escucho; a
otros los miro como si los escuchara, pero pienso en otra
cosa. Se me ocurren ideas para escribir. Imagino sus vidas.
Algunos chicos me gustan, otros me aburren. Postergo
llamar a Francisco y decirle que, como renunció a su
trabajo no corre el aumento que le habíamos anunciado.
También postergo la reunión con mi jefe para pedirle
unos días libres.

El día se me pasa volando, pensando en lo que voy a


hacer después. Cuando estoy en la cama, tapado hasta el
cuello, con el café al lado y medio chocolate Shot en la
mano (la otra mitad está en la boca de mi novio), prendo
la tele. Meto el DVD de Six Feet Under, y otra vez
nuestras vidas parecen tener sentido.

Facundo R. Soto 39
Pizza

Terminaba de hacer mis ejercicios de yoga, cuando abrí


los ojos y lo vi. Me estaba mirando. Detrás el sol, entre
los yuyos, se derretía como un helado. Al costado, los
edificios daban una sombra moribunda. Lo volví a mirar.
Sus ojos, color madera, me hacían tomar conciencia de
que era Ciro. Ciro era mi ídolo de la adolescencia. Tenía
varios pósters de él en mi habitación y lo iba a ver cuando
tocaba con su grupo, a los lugares donde se presentaba.
No podía creer que él estuviese ahí, frente a mí. “Mirá,
una rata”, le dije; quizás para dispersar su mirada, que de
tan fuerte me quemaba. Me acerqué y vi el río. Estaba
marrón, lleno de sachés de leche, latas y cascotes.

Al poco tiempo me vi sentado en el manubrio de su


bicicleta. Pensé que si tuviéramos pelos, el viento nos
despeinaría, se lo dije y se rió. Nunca pensé que yo
pudiera hacerlo reír. Las pocas veces que lo vi, en algún
reportaje, o cuando lo escuché en la radio, parecía estar de
mal humor, o quizás me formé una falsa idea de que su
personalidad, que era seco y que siempre estaba enojado.
Bueno, después de todo, hacía música punk. Pasamos
por un lugar donde había un hombre tratando de pescar.
Me di vuelta y lo miré. Nos reímos. Cuando llegamos
a la otra punta de la reserva ecológica, el semáforo se
puso en rojo. Ciro dejó de pedalear y bajó las piernas. Yo
salté a la vereda. Quedé hipnotizado por un tatuaje. Me
contó que tenía un grupo nuevo y que seguía viviendo
en Córdoba, pero que de vez en cuando venía a Buenos
Aires con su bicicleta y la guitarra. Al imaginarme que

40 El olor de tu remera
Ciro tocaría un tema para mí, sentí cómo se me aceleraba
el corazón. Vení, vamos para allá, me dijo, llevándome
para unos arbustos, donde la luz no llegaba. Pise una
piedra, trastabille y estuve a punto de caerme. Me agarró
la mano y me la acarició. Después se la llevó al culo. No
supe que hacer. Me vinieron las imágenes de él arriba
del escenario. El silencio me hizo pensar que en algún
momento se desataría una tormenta. Escuché los truenos.
Se acostó en el pasto y me empujo hacía él. Me dijo que
quería tener un secreto conmigo. “¿No querés comer
una pizza de espinaca?”, le pregunté sin pensar. Cuando
escuché lo que le había dicho me sentí un boludo. Él se
rió. No, mejor no, me dijo, y sentí que me desinflaba, a
la vez que pensaba que perdía la oportunidad de mi vida.
¿Cómo había llegado Ciro hasta ahí? ¿Sabía que yo era su
fan? Agarró la bicicleta y me llamó haciendo un chiflido.
Corrí y salté arriba del manubrio. El cielo parecía un ojo
con un hematoma. “En cualquier momento se larga la
lluvia”, le dije. Él volvió a mostrarme sus dientes blancos
y parejos. Tenía los labios carnosos. Recorrimos, otra vez,
la avenida, desde que empieza la Reserva ecológica hasta
que termina. Se paró en el lugar donde nos habíamos
conocido. Ahora unos camiones en hilera descansaban
del otro lado de la plazoleta. “Vení, crucemos”, me dijo.
“¿Del otro lado?”, le pregunté como un idiota. Escuché
otro trueno y lo siguió un relámpago. Apenas nos
pusimos detrás del acoplado del camión, Ciro se bajó
los pantalones. Le vi el culo. Lo tenía del color de una
moneda y duro como un alcaucil. Sabía que me lo tenía
que coger, con violencia, como los riff que él hacía con
la guitarra, pero apenas se la puse pensé en mi novio.
Estaría en casa, esperando que yo volviera de mi práctica

Facundo R. Soto 41
de yoga, y probablemente estuviese preocupado por mí,
y por la lluvia que ya había empezado a caer con gotas
espaciadas, pero gruesas.

42 El olor de tu remera
Poemas
“La paranoia es, quizás, nuestro peor enemigo”
(Hipercandombe, la máquina de hacer pájaros)

Facundo R. Soto 43
44 El olor de tu remera
Papá

Papá arriba del techo, cambiando las tejas con un rastrillo,


juntando hojas con anteojos mirando River-Boca y
chistando para que nadie hable. Haciendo un asado con
las manos sucias y con un frasco de chimichurri, abierto,
en la mesa. Pintando el fondo de su casa. Cortando el
pasto con short roto y un sombrero de paja. Escuchando
los discos de pasta de Gardel, frente a una vitrola de
madera, con los ojos llorosos.
Llegando tarde a casa con regalos para todos. Puteando
en el auto. Doblando y avanzando como en la montaña
rusa. Quedándose dormido frente al televisor. Comiendo
fideos con pesto, como si hiciese años que no comiera.
Leyendo el diario, de atrás para adelante, porque los
deportes son lo más importante para él. Destapando
la cañería con una sopapa y colgando un cuadro con la
misma ropa, diciendo que si le compro ropa nueva no se
la va a poner.

Facundo R. Soto 45
Es lindo ver a mi papá

Como entrar a un sueño o cenar con un fantasma, es lindo


ver a mi papá. Yo sé que hoy lo tengo, pero después va a
desaparecer. Por eso estoy contento, porque es lindo ver a
mi papá, como entrar a un sueño o cenar con un fantasma,
es lindo.
De vez en cuando veo a mi papá, y cuando no lo veo
pienso, que es lindo ver a mi papá, como cenar con un
fantasma, que hoy está y mañana va a desaparecer, o entrar
a un sueño. Por eso es lindo ver a mi papá.

46 El olor de tu remera
Barrendero

Cuatro barrenderos enfrente de un boliche. Escupen.


Beben. Hacen pis detrás de un árbol. Piropean chicas y
travestis. Miran.
Dos barrenderos con un carro, en la noche. Alguien los
sigue, deseando a uno, y después a los dos. Pero que estén
juntos le da temor, para decirle lo que quiere hacer con él,
con ellos. Acelera el paso y casi los alcanza. Se da vuelta.
Los mira. Los barrenderos brillan en la oscuridad con su
trajes verdes y plateados, como venidos de otro mundo,
como astronautas.
Uno gira y se queda con el carro. Levanta latas aplastadas
de cerveza. El otro se pierde en la calle iluminada por la
madrugada, entre las hojas secas y la escoba. A mi amigo
se le acelera el pulso al ver al que está solo, con solo
mirarlo. Hace pis atrás de un árbol y es su oportunidad.
Unos chicos, que duermen en la calle, lo rodean, le piden
cosas de la bolsa. Saltan. La escena es difusa y no se
entiende. Pero algo pasa. Mi amigo va hacia atrás como
un video que retrocede. Un rallador de queso. Después
hace una U y espera interceptar al otro barrendero, que
también anda solo, del otro lado de la manzana. Pero no
lo encuentra. La oportunidad pasa. La adrenalina y el
miedo también. Ahora llega la obsesión.

Facundo R. Soto 47
¿La humedad es un estado intermedio?

Tenía la pija larga, como una lombriz, pero más gorda.


Y húmeda, como si hubiese estado transpirando. Jugosa.
La guardó y volvió a sentarse en la mesa con su chica.
No parecía tener ganas de quedarse donde estuvo
antes. Quizás la procesión va por dentro. Quizás es eso,
simplemente eso. Ese estado intermedio. Como mi amigo
de la camiseta de River, que mira a los chicos, desnudos,
con el vapor de la ducha, y después coge con su novia, en
la humedad de su cuarto descascarado, pensando en los
chicos del vestuario.

Los pibes feos son los más lindos

Me gustan que tengan cara de malos. Y si huelen mal,


mejor. Uno adentro del otro. Dos mundos girando.
Rotando sobre su eje. Los dos para el mismo lado.

48 El olor de tu remera
Jagger

Conocí a CésarA un jueves a la noche, cuando saqué a


pasear a Jagger por el parque. Dejamos correr a nuestros
perros y nos pusimos a charlar. Me invitó un porro. Lo
invité a jugar con mis bolas. Las acariciaba. Y yo a él,
en la cabeza. En un momento su perro nos miraba y
después nos ladró. El mío se quería meter en la fuente
de agua, pero no podía. Saltaba y chapoteaba. Era muy
gracioso. Él tenía 17 y yo 38, pero los dos pensamos lo
mismo, al mismo tiempo, y nos gustó ver cómo caía una
estrella, “porque seguro está naciendo otra”, dijo CésarA.
Caminamos por abajo de la autopista sabiendo que no
nos íbamos a ver más. Jagger me llevaba de la soga, y
siento, todavía, mis bolas pegajosas, por su saliva.

Facundo R. Soto 49
Pinzas

De noche, en la cama y con la luz apagada, las estrellas


como confites M & M, entraban por la ventana y se
adherían en la almohada. Prolongaba la sensación que me
había dejado mi papá cuando me apretó la rodilla con sus
dedos, como si fuesen pinzas.
Electricidad.

La ventana abierta y yo sin miedo. El vientito que movía


las cortinas me gustaba.
Mi cuarto se llenaba de luz, y yo me acordaba de Meteoro.
“Debe de andar con su Mach 5 corriendo por la ruta”-
pensaba- “Con el casco blanco, las pestañas negras, los
ojos como plasticola, y el viento que lo despeinaba”.
Si lo encuentro en el supermercado, le daré electricidad
con los dedos y seguro que se pondrá azul. Todo azul. O
plateado. Y será mío.

50 El olor de tu remera
El hombre enmascarado

Meteoro sueña la carrera que tuvo hace un año.


El hombre enmascarado lo rescata de un choque.
Llovía.
Meteoro se despierta.
El hombre enmascarado lo rescata, al borde de una
montaña.
El auto pende de las ruedas.
Abajo el abismo.
El hombre enmascarado se lleva a Meteoro en abrazos.

Por primera vez no quiero ser Meteoro,


sino El hombre enmascarado; que es más alto, más fuerte
y se le marca el bulto es Pablo Pérez.
Me despierto asustado.

La puerta abierta

No podes prohibirme- papá- que corra, lo llevo en la


sangre.
Tendré que huir de casa, papá, le dijo Meteoro a su papá,
y a mí se me abrió una puerta en el pensamiento.
Meteoro apoya su mano con el guante amarillo en la
palanca de cambio, y antes de arrancar me mira, abre la
puerta y me pide que lo acompañe.

Facundo R. Soto 51
¿Cómo tendrá la verga Meteoro?

Me hubiera gustado ayudarlo a hacer pis, el día que el


auto salió de la ruta.
Prepararle un licuado de banana y un sándwiches de
salame y queso.
Nunca vi comer a Meteoro. Pero le gustarán mis
sándwiches, sino ¿qué otra cosa va a comer?
Mi mamá me dijo que mi amigo es famoso y que no
come sándwiches ni panchos, como yo.
Él come cosas de ricos, me dijo y me confundió.

Hasta ese momento nadie conocía a mi amigo mejor que


yo.
Lo invité a mi cumpleaños.
Mi mamá se rió cuando vio la tarjetita con su nombre.
Se la mandé a canal 13.
Por eso yo entraba y salía del baño, todo el tiempo.
Me gustaba hacer pis al lado suyo y darle besitos ahí,
donde mi mamá me dice que no me toque.

52 El olor de tu remera
La novia

Odiaba a Trixie, hasta que me di cuenta que ella no vale


nada para él.
No era su novia de verdad.
Él se hacía el novio de ella, para dejar conforme a su
papá.
A Meteoro le gusta estar solo.

Bujía, el mecánico de su Mach 5 era su novio.


Lo supe un día, cuando volví de jugar a la pelota y le
presté atención a cómo se miraban, lo que decían y lo
que no se decían. Porque ellos, como Aquaman y yo,
tenemos poderes telepáticos.
Un día, a escondidas, lo agarró de la mano, y en el corte,
le dio un beso en la boca. A mí me encantaría darle un
beso en la boca a mi papá; pero él no me deja.
Eso no lo mostraron en la tele, para que los chicos no lo
vieran,
porque eso, me dijo mi amigo Pilito, se hace a solas, a
escondidas.
Es un secreto de hombre, un juego de chicos.

Facundo R. Soto 53
Espuma de preguntas que a la noche no
me dejan dormir

1.
¿Se le para a Meteoro?
¿Se afeita?
Si se pajea ¿en qué piensa cuando lo hace?
¿Llegará a casarse con la que simula ser su novia?
Si es así ¿cuándo se va a separar?
¿Sabrá que lo estoy esperando? ¿Y que yo lo veo y pienso
en él?
Yo creo que sí.

2.
Me gustan los dedos de Meteoro, sin los guantes.
¿Se parecerán a los de su padre?
¿Me dejará que se los bese?
¿Si yo le doy un besito en la cabeza del choto, él me
besara la mía, después?

3.
No mira el pasado.
Corre.
Corre como si quisiera dejar atrás el lugar donde está.
¿A dónde quiere llegar?
¿Para qué quiere ganar?
¿Cuál es el premio, verdadero, que busca?

54 El olor de tu remera
Respuestas

Meteoro no toma la leche que la mamá le prepara.


Toma cerveza, a escondidas, como Pili.
Y a escondidas, se estira la piel del pito. ¿Tendrá perfume
como el mío?
Deja que la cabecita rosada, le salga para adelante, y de
vez en cuando, se la escupe.
Se la frota y cierra los ojos. Piensa en mí cuando se toca,
como yo pienso en él, como ahora, que la tengo en la
mano. Grandota y fea como un monstruo, como la de
Gambarota.

Gato

No tengo una mascota como la del hermano de Meteoro,


sino un gatito marrón, que se pierde entre los dedos
cuando lo agarro.
Acaricio a mi gatito y le doy besos por todo el cuerpo.
Se llama Meteoro.

Facundo R. Soto 55
Cuantos chicos

Muchos chicos veo. Bajo la autopista. En el patio.


Bajo los reflectores. En la canchita. En el kiosco. En el
vestuario. En la parrilla. Vuelvo con el bolso a cuestas. En
la canchita. Qué rico olor a mandarina que tiene el que
ataja. Me mira cuando agarra la pelota plateada y salta,
como un tigre. ¿Quién mostrará sus garras primero?
Cuando el sol empieza a salir, y entra por la ventana, me
agarra sueño. Me doy cuenta que me estoy durmiendo,
abrazado a M como si fuese un muñeco de peluche. Con
M no cogemos, ni nos chupamos. Dormimos abrazados
como si los dos fuésemos uno. Eso es todo. Eso es el
todo.

Milhouse y Bart

Se reía mientras Milhouse le pegaba chotazos en la cara.


“Me lo merezco, me lo merezco”, gritaba Bart, que estaba
en el piso, mientras se friccionaba la salchicha con la
mano.

56 El olor de tu remera
Leche

Le saqué la ficha: le gusta que le regalen libros, porque


nunca compra libros, ni cds. Para él, eso es una rareza;
por eso le gusta. También que le chupe los pies y
las axilas, pero que no baje con la lengua hasta su
entrepierna, eso lo hace hervir. “Y la leche es para la
patrona”, dijo subiéndose la bragueta.

Despejado

Despejado
Claro
Limpio
Transparente
Sin espejos
Despejado
Despejado

Abierto
Sin espejos
Despejado
Sin nubes
Despejado
Despejado.

Facundo R. Soto 57
Encendido

Otra vez estoy encendido.

El cerebro es como una lasaña


Después de ver la peli me quedé pensando en la cama,
todavía con el porro en la boca, me pregunté: ¿Qué es el
cerebro? Él, leyéndome la mente, me respondió: como
una lasaña. Lo anoté en mi libretita: “El cerebro es como
una lasaña”.

58 El olor de tu remera
Verano

Deseo una vida para leer. Otra para jugar. Y una para
vivir el verano. Estar eternamente de vacaciones. En la
estación roja. Que no me importe nada. Donde todo te
despierta.
Caminar descalzo, por la vereda, hirviendo. Oler el pasto
con los pies.
En el verano no me importa nada. Tomo limonada con
hielo y menta fresca, recién sacada de la planta, y fumo
marihuana. Mucha marihuana. Hasta perder la identidad,
y ser uno con el todo y todo con el uno.
En verano todo me despierta, y despierto. Me doy cuenta
que las cosas están vivas.
Descubro las formas de tu cuerpo, en la noche azul. Y
algo me despierta, en verano.
Corro por la plaza, como un perro.
Transpiro hasta ser agua, para que me tomes, como una
limonada con menta, en verano.
Vuelvo a abrir la noche, con mi cuerpo, y a regar la planta,
de marihuana. En verano. En verano vivo una vida nueva.
Y desearía que no hubiese otra estación en el mundo, más
que el verano. Para vivir de vacaciones, en verano.

Facundo R. Soto 59
Poema para Ioshua (en su gira
latinoamericana)

Drogalos
Hipnotizalos
Parales la pija
Rompeles la cabeza
Abriles la mente, el culo y las entrañas
Sacale los intestinos
Chupale las arterias
Lamele los pies, la pija y culo
Dales una nube de placer
Escupilos
Que te escupan
Cogete a la pachamama
Quemalos vivo y comelos
Y después…
Después, hacete amigo de todos
Pediles su e-mails, encontralos en facebook
Y ya en buenos aires
Invitalos a Casa Brandon
a escuchar poesía.

60 El olor de tu remera
Facundo R. Soto nació en Buenos Aires, en 1972. Narrador,
poeta y psicólogo. Publicó Microondas, Cartonerita Solar,
2011; Olor a pasto recién cortado, Edición de Autor, Buenos
Aires, 2011; Juego de chicos. Editorial Conejos, 2011; Despejado
(plaqueta de poesía), Proveedora de Droga, 2011. Plastilina,
Textos Intrusos, 2012; El hombre de acero, 2012, De Parado
Editorial; Cómo se saludan los surfers, De Parado Editorial, 2012;
Taller literario, Blatt & Ríos, 2013. Como antólogo seleccionó
cuentos para Vivan los putos Vol. 1 y 2, 2013, Eloísa Cartonera y
Editorial De Parado.

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62 El olor de tu remera
ediciones eloísa cartonera
¡Mucho más que libros!
algunos títulos de la colección:
césar aira... Mil Gotas/El Todo que surca La Nada/El cerebro musical
alan Pauls... Malarma Mario Bellatin (México)... Salón de belleza
oswaldo reynoso (Perú)... Cara de ángel Gabriela Bejerman... Pendejo
cucurto... Néstor vive (relato)/ 1999 (poesía) / Cuentos para chicos
cumbianteros ricardo Piña... La Bicicleta
ricardo Piglia... El pianista néstor Perlongher... Evita vive
Haroldo de campos (Brasil)... El ángel izquierdo de la poesía
Gonzalo Millán (Chile)... Seudónimos de la muerte
Glauco Mattoso... Delirios líricos/ El queso del quéchua
douglas diegues (Brasil)... El astronauta paraguayo
enrique lihn (Chile)... La Aparición de la Virgen (y otros)
dalia rosetti... Sueños y pesadillas leónidas lamborghini... Comedieta
Jorge Mautner (Brasil)... Susi Martín Gambarotta... Punctum
Víctor Hugo Vizcarra (Bolivia)... Borracho estaba, pero me acuerdo
Manuel alemián... 23 cuentitos dani Umpi... Aun soltera
Víctor Gaviria (Colombia) El rey de los espantos
Paulo lemiski (Brasil)... Desastre de una idea
Martín adán (Perú)... La casa de cartón cuqui... Masturbación
Juan calzadilla (Venezuela)... Manual para inconformistas
diana Bellessi... Crucero ecuatorial ramón Paz... Pornosonetos
Fabián casas...Veteranos del pánico tomás eloy Martinez... Bazán
ernesto camilli... Tachero de mi vida alberto sarlo... Pura Vida
luis luchi... El obelisco cristian aliaga... Espíritu de los peones
raúl Zurita (Chile)...Tu vida derrumbándose
salvadora Medina onrubia... Gaby y el amor Fabián casas... Boedo
Pedro lemebel... Bésame de nuevo forastero cucurto... 1999
para niños: ernesto camilli... Las casas del viento
ricardo Zelarayán... Traveseando
carmen iriondo... Animalitos del cielo y del infierno
Horacio Quiroga... La Tortuga gigante
María José lopez... No me gustan las princesas
¡conseguílos en nuestro taller y en las mejores librerías!
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