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Título: Cadaver exquisito.

Mientras se saca la remera empapada trata de despejar la idea persistente de que


son eso, humanos, criados para ser animales comestibles.

Quisiera anestesiarse y vivir sin sentir nada. Actuar de manera automática, mirar,
respirar y nada más. Ver todo, saber y no decir.

Mientras fuman, le dice: «No entiendo por qué nos parece atractiva la sonrisa de
una persona. Con la sonrisa uno está mostrando el esqueleto.

Por eso fumo y tomo, para que el sabor de mi carne sea amargo y nadie disfrute con
mi muerte. «Hoy soy la carnicera, mañana puedo ser el ganado».

Hay algo que habla de la locura del mundo, una locura que puede ser sonriente y
despiadada, aunque todos estén serios.

Él veía infinidad de luces rodeándolos, sentía que esa voz podía elevarlo. Con esa
voz podía salirse del mundo.

No le hace bien comer cualquier cosa. Además, hoy es una torta, mañana un cuchillo.

Su padre ya casi no habla. Emite sonidos. Quejas. Las palabras están ahí,
encapsuladas. Se pudren, detrás de la locura.

Pero no le interesan las personas. Detesta saludarlas, sostener pequeñas charlas


sin sentido sobre el frío o el calor, tener que escuchar sus problemas,
aprenderse sus nombres, registrar si alguien se tomó licencia o si tuvo un hijo.

Porque el odio da fuerzas para seguir, mantiene la estructura frágil, entreteje los
hilos para que el vacío no lo ocupe todo.
Quisiera poder odiar a alguien por la muerte de su hijo. Pero ¿a quién puede culpar
por una muerte súbita? Intentó odiar a Dios, pero él no cree en Dios.
Intentó odiar a la humanidad entera por ser tan frágil y efímera, pero no lo pudo
sostener, porque odiar a todos es lo mismo que odiar a nadie.

Le tuvo que enseñar a no tener miedo. Un miedo aprendido, enquistado, aceptado.

Decadencia y locura.

Hace mucho tiempo que no sentía que esa casa era su hogar. Antes era un espacio
para dormir y comer. Un lugar con palabras quebradas,
silencios encapsulados en las paredes, con la acumulación de tristezas astillando
el aire, raspándolo, agrietando el oxígeno.
Una casa donde se estaba gestando una locura agazapada, inminente.

—Después de todo, desde que el mundo es mundo nos comemos los unos a los otros. Si
no es de manera simbólica, nos fagocitamos literalmente.
La Transición nos concedió la posibilidad de ser menos hipócritas.

—Hay que respetar lo que se va a comer, cavaler. Todo plato tiene muerte.
Piénselo como un sacrificio que algunos hicieron por otros.

No hay estrellas en el cielo. Es una noche cerrada.


Tampoco hay luciérnagas. Es como si el mundo entero se hubiese apagado y quedado en
silencio.

Ella sigue hablando, como siempre, con el mismo discurso formateado por un equipo
de marketing
con esas palabras que se parecen a la lava de un volcán que nunca cesa, pero es una
lava fría y viscosa.
Son palabras que se le pegan al cuerpo y él solo siente repulsión.

¿cómo iba a hacer la mujer ahora?, que la vida era injusta, que esos sucios,
miserables, que habría que haberlos matado hace tiempo,
que son negros de mierda, siempre rondando como cucarachas, que no son humanos, son
lacras,
son animales salvajes, que era una barbaridad morir así, que esa mujer no iba a
poder cremar a su propio marido, que cómo no se previó esto antes,
que es culpa de todos ellos, que no sabe a qué dios rezarle si su dios permite que
pasen estas cosas.

Mientras arrastra el cuerpo de la hembra al galpón


para faenarlo, él le contesta con una voz radiante, tan blanca que lastima:
«Tenía la mirada humana del animal domesticado».

FIN

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