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Mella, Daniel

Lava
3era ed.: setiembre de 2016
168 p.; 12 x 19 cm.
isbn: 978-9974-699-82-3

© 2013, Daniel Mella


© 2016, Casa editorial hum
Montevideo, Uruguay
www.casaeditorialhum.com
hum@montevideo.com.uy

Diseño de maqueta: Juan Carve / Raúl Burguez


Diseño de cubierta: Lucía Boiani
Retrato del autor: Matías Bergara
Corrección: María Magdalena Bellini

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eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo
del editor.
Lava
Llegaron a Pucón a tiempo para cenar en el hotel. Des-
pués dieron un paseo hasta el lago y se sentaron en el
pedregullo frío de la playa. Los dos habían pensado que
el lago estaba al pie del volcán pero todo era chato alre-
dedor del lago. Le preguntaron a un viejo con sombrero
de paja dónde estaba el volcán y el viejo se los señaló en
el horizonte. Estaba oscuro y solo se veía una mancha
blanca a media altura: el viejo dijo que era nieve perma-
nente. Después le preguntaron al barman del Toledano
y el barman señaló para el mismo lado pero dijo que el
volcán estaba a una distancia de veinte kilómetros, no
cuarenta y dos como había dicho el viejo.
—Si cada vez nos lo traen más cerca, sigamos pregun-
tando —dijo Sara.
Pero no volvieron a preguntar. Al día siguiente lo vie-
ron. Era marrón y gris y tenía la cima blanca. Era difícil
calcular a cuánto estaba. El tramo que lo separaba del
pueblo era una espesura de árboles sembrada de claros.
Daban ganas de caminar por ese parche verde. Mejor
dicho, daban ganas de perderse en ese parche verde y
salir del otro lado, al pie del volcán, pero los primeros
días no hicieron otra cosa que ir del hotel a la playa y
de la playa al hotel. Eran los días más calurosos del ve-
rano y el agua del lago estaba helada y parecía negra. La
playa era angosta y no tenía arena: era puro pedregullo
de lava volcánica. Había quince, veinte metros de ese
pedregullo desde la orilla a la rambla y para el mediodía
estaba tan caliente que para llegar al agua sin quemarte

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la planta de los pies tenías que ir calzado. La orilla se
volvía un reguero de sandalias y chancletas y algunas se
desamarraban y se metían flotando y siempre había al-
guien buscando sus zapatos.
Comieron en el mismo restaurante los dos primeros
días y el tercero se sentaron en una pescadería con man-
teles rojos y blancos. Camilo dijo que le daban ganas de
ir hasta el volcán pero todavía no.
—Ahora quiero estar acá, empedándome desde tem-
prano, yendo a la playa, comiendo bien, curtiendo no-
che y día.
Habían visto fotos de Pucón en una National Geo-
graphic que Adela, la mejor amiga de Sara, dejó olvida-
da una noche. Adela funcionaba de bibliotecaria en la
Artigas-Washington y había rescatado la revista de una
donación que acababan de recibir. Estaban chequeando
cada número cuando Adela se topó con el artículo sobre
los secoyas californianos. Lo que quería mostrarles era la
foto del tipo que había conseguido que los bosques de
secoyas fueran declarados reserva federal a principios del
siglo xx. El hombre de la foto era bajito, de lentes redon-
dos. Estaba sentado bajo un secoya y el tronco del árbol
era ancho como una pared. Luego de las tareas de reco-
nocimiento del primer día, minutos antes de emprender
el regreso al hotel, el tipo anunció que había decidido
pasar la noche en el bosque. Le dijeron que estaba loco,
que se viniera con ellos, que iban a volver con la salida
del sol para continuar con los trabajos de medición. Pero
el hombre era el líder del equipo, había sido el de la idea
original y el propulsor del proyecto y decidió quedarse.
La foto es la imagen que tuvieron de él cuando lo encon-
traron con el sol todavía bajo. Estaba recostado en paz

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contra el árbol. No llevaba puestos los lentes y miraba a
la cámara con los ojos entrecerrados. El bigote no dejaba
ver lo que hacía con la boca pero parecía feliz. Adela es-
taba fascinada con la foto. La había buscado sin fruto en
Internet, así que le iba a hacer una copia al día siguiente.
No podía entender que a Sara y a Camilo la foto no los
movilizara igual que a ella. Cuando Sara le preguntó qué
veía en la foto, se encogió de hombros.
—¿No les gustaría que les pasara algo así? —dijo.
Adela durmió en el sofá y se fue temprano la mañana
siguiente. La revista amaneció abierta, boca abajo entre
las patas de la mesa. Mientras desayunaban, Sara y Ca-
milo vieron las fotos de Pucón. Era un artículo de una
sola página al final de la revista. Sara tiene poco inglés,
Camilo ninguno, pero entendieron que Pucón estaba en
el sur de Chile y que era famoso por el volcán y por el
pueblo levantado sobre el lago.
¿Cómo habían llegado a convencerse de que el lago
estaba a la sombra del volcán? El tercer día, sentados
comiendo pescado en el Pucón real, pensaron que tal vez
había sido el modo en que las fotos estaban dispuestas
en la página. Capaz que no se trataba de un artículo, a
fin de cuentas. Capaz que lo que habían visto era una
publicidad turística del lugar. Era una buena publicidad
porque las imágenes eran persistentes. Unos días después
de haber visto el artículo volvieron a pensar en Pucón y
lo barajaron por primera vez como una opción para la
luna de miel. No era una luna de miel. No se iban a
casar pero habían decidido formar una familia. Se iban a
ir dos semanas a celebrar y a tratar de que Sara quedase
embarazada y les gustaba llamarla luna de miel. Esta-
ban entre Bahía, San Andrés o algún lugar con sierras o

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montañas, tipo Mendoza. Se decidieron por Pucón por-
que ninguno de los dos había pisado Chile y les gustaba
la idea de romper la tradición y en lugar de ir a una playa
durante el verano, ir a la montaña.
El restaurante daba a un muelle de madera con boteci-
tos numerados. Sara quería saber qué diferencia había si
eras concebido con amor o en una violación o por puro
descuido. Tenía que haber una diferencia. No podía ser
lo mismo un buen lechazo que un polvo para matar el
aburrimiento. Tenía que tener un efecto en el bebé. Te-
nía que afectarle el sistema inmunológico, la personali-
dad. ¿Por qué no? Ninguno de los dos conocía la historia
de su concepción. Camilo sabía nada más que la suya
había ocurrido en mayo. Sara había nacido año y medio
después de su hermana y estaba segura de que no había
sido planeada. Deseada, sí. Planeada, no.
La rambla a esa altura se adelgazaba en una peatonal
de adoquines y la mayoría de la gente eran turistas, pare-
jas o familias con niños chicos y grupos de adolescentes
que jugaban a empujarse al agua. Tenían suerte de poder
estar buscando el embarazo. Ninguno había vivido nada
parecido.
—Le vamos a poder contar su historia —dijo Sara.
Con la mano abarcó el cielo del otro lado de la ventana,
el lago, el volcán—. Todo esto es parte de su historia y se
la vamos a poder contar.
Hicieron silencio durante el resto de la comida. Baja-
ron al muelle y alquilaron un bote. Se quedaron dando
vueltas y no volvieron al hotel hasta la madrugada. El
bullicio de los turistas no los tocaba. Ella se arreglaba
el pelo, él decía algo, y hasta con el gesto más mínimo
estaban haciendo el amor. Habían tenido razón en venir

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a Pucón para intentar la vida de su hijo porque era como
estar adentro de un sueño, el volcán siempre al fondo,
igual a la idea que los había traído. Por momentos te
olvidabas de que el volcán existía. Pero una parte tuya
nunca se olvidaba y cuando levantabas la vista y no lo
veías te venía una desesperación, un vacío implorante en
el pecho. Después girabas y lo encontrabas, en la direc-
ción en la que siempre estaba y nunca se había movido y
nunca se iba a mover.

Camilo se despertó antes que Sara el quinto día y bajó


a la playa solo. Hacía calor y el agua estaba fría y esperó
a que su corazón volviera a latir con normalidad para
echarse a nadar. Desde el agua vio las nubes que rodea-
ban la cima del volcán allá lejos. Tuvo que andar varios
minutos con el agua por las rodillas paralelo a la playa
para encontrar la chancleta que le faltaba. Estaba dada
vuelta, apretada contra una llanta de camión sobre la
que un adolescente descansaba despatarrado, manos y
pies en el agua. El adolescente era rubio y llevaba lentes
de sol y no se inmutó cuando Camilo se anunció dicien-
do permiso y agarró su chancleta. En la calle volvió a ver
el volcán, las nubes verdegrises y livianas. Sus sombras
estacionadas en la pared de piedra parecían mercurio.
Se tiró boca abajo en la cama vacía y revuelta, luego se
juntó con Sara bajo la ducha.
—¿Vamos a pasear? —dijo—. ¿Vamos al volcán?
—¿Habrá un ómnibus que nos lleve? Debe haber un
tour o algo.
En recepción averiguaron: había varias agencias con vi-
sitas guiadas al volcán pero iban a tener que esperar hasta
mañana. Los buses salían temprano y volvían con la caída

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del sol. No tenían por qué ir al volcán. Podían hacer un
picnic donde fuera con tal de que se tratara de un lugar
natural, sin gente. Compraron agua, galletas, manzanas y
cosas para hacer refuerzos. Camilo quiso llevar una bote-
lla de vino y Sara dijo que por ella no se molestara.
—No voy a tomar más alcohol —dijo—. Lo que dure
el embarazo, por lo menos, no voy a tocar una gota.
Les llevó diez minutos salir al campo. Tuvieron un ins-
tante de duda cuando vieron lo nublado que se había
puesto, pero no parecían nubes de tormenta, y la cami-
nata se volvía más agradable cuando las nubes tapaban
el sol. La calle principal del pueblo se convertía en una
ruta y un par de kilómetros más tarde, en una calle de
tierra. Sara y Camilo se internaron cincuenta metros
en el bosque y anduvieron en la dirección general del
volcán manteniendo la calle siempre a la vista. Pararon
a refrescarse en un claro. Camilo prendió un cigarro y
volvió a la calle para tratar de ubicarse mientras ella, con
la botella de agua en la mano, recorría el claro observan-
do la cantidad de hongos distintos que crecían entre las
raíces de los árboles.
Oyó que la llamaban y cuando miró Camilo estaba
parado junto a una combi blanca, haciéndole señas para
que se acercara. El que manejaba se llamaba Alberto y era
un indio joven. Llevaba una camisa a cuadros remanga-
da hasta el codo y no paraba de secarse el bigote con los
nudillos. Hablaba un español mordido pero tenía los ojos
grandes y chispeantes y mirándolo a los ojos se hacía más
fácil comprender lo que decía. Vivía más adelante, en la
propia ladera del volcán. Por unos pocos pesos podían pa-
sar la noche, o todas las noches que quisieran, en casa de
su tío César, que tenía habitaciones disponibles.

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—No tenemos ropa, no tenemos nada —dijo Sara.
—No precisamos nada —dijo Camilo—. Es una no-
che. Vamos a ver el volcán de cerquita.
La combi no tenía asientos y tuvieron que sentarse en
el suelo, entre unas cajas de cartón cubiertas con fraza-
das.Camilo preguntó qué había en las cajas.
—Son magachinas —dijo Alberto.
—¿Qué son magachinas? —dijo Sara.
—Está complicado de explicar —dijo Alberto.
—¿Son una planta? —dijo Sara.
—¿Plantas? No, qué ilusión.
—¿Las podemos ver? —dijo Camilo.
—Ni modo. Solo que fueran de ustedes podría yo au-
torizarlos. Yo solamente llevo los encargos de acá para
allá. Tampoco es bueno hablar de ellas en su presencia.
—¿Por qué? —dijo Camilo.
—Porque no.
—¿A qué huelen? —dijo Sara.
—No les siento el olor —dijo Camilo.
—Yo sí.
La camioneta se sacudió durante un tramo largo y
Sara se quejó. Se agarraba las caderas y prefirió ir arro-
dillada. Chequeó los ojos de Alberto en el retrovisor y
corrió la frazada de una de las cajas pero estaba cerrada
con cinta adhesiva. Apoyó la palma en uno de los lados
y se concentró.
—Está calentita —le susurró a Camilo.
Camilo desorbitó los ojos, miró el retrovisor y le hizo
señas a Sara de que volviese a tapar la caja. Ella le pidió a
Alberto que abriese la ventana pero Alberto dijo que to-
davía no, que había mucho polvo, y era verdad: las ven-
tanas de la combi estaban marrones y Alberto tenía que

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accionar el limpiaparabrisas de tanto en tanto para poder
ver. De pronto la camioneta dobló, redujo la velocidad y
empezó a avanzar a marcha forzada por un terreno más
liso. Vieron surgir el volcán por el parabrisas. Era gigante
y la cima se perdía en las mismas nubes de hacía unas ho-
ras. En un momento fue notorio que la combi empezaba
a ascender pero por más que subían el volcán no parecía
acercarse. Comieron una manzana cada uno y entonces
Alberto frenó, se bajó y les abrió desde afuera.
Se quedaron junto a la camioneta encendida mien-
tras Alberto golpeaba a la puerta de una casa y a los dos
segundos entraba. Las casas eran de madera y estaban
pintadas de azul y las ventanas eran cuadradas. Camilo
se separó de la combi, Sara lo imitó. Vieron más casas
bajas entre los árboles. Luego vieron a los niños. Bajaban
corriendo a los gritos en dirección a la camioneta por lo
que parecía el lecho seco de un arroyo. Después notaron
lo oscuro que estaba y levantaron la vista al unísono.
—A la mierda —dijo Camilo.
El volcán tapaba el sol. Las casas no estaban construi-
das en la ladera, como había dicho Alberto. Estaban so-
bre un promontorio de cara al volcán, y los separaba un
valle profundo y espeso. Desde donde estaban parados
se vislumbraba la base del volcán, el lugar exacto donde
la pared negra y corrugada rompía con la alfombra de
vegetación. Las nubes de la cima se habían evaporado y
el cielo parecía amarillo.
—No puedo creer —dijo Sara, estirando la mano para
tocar el volcán.
Los niños eran cinco y dos se subieron a la camioneta
y luego volvieron a salir, interrogaron a Sara y a Camilo
con los ojos, y cuando Sara les señaló la puerta abierta

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de la casa salieron disparados. Todos menos uno que era
flaco y tenía vaqueros, championes y un canguro Nike
rojo y gastado. Para entretenimiento de Sara y Camilo,
el niño subió una y otra vez el par de escalones que lle-
vaba al porchecito de la casa, luego saltaba al pasto, caía
en posición agazapada y los miraba de reojo. Al final, los
niños emergieron de la casa seguidos de Alberto y un
hombre de edad indefinida con un cigarro en la boca
que les estrechó la mano, les dijo cuánto salía la habita-
ción y los ayudó con los bolsos.

La habitación tenía dos camas separadas por una me-


sita y un placar en un rincón. El techo era bajo y el piso
de tierra, y junto a cada una de las camas había un can-
delabro con una vela ya prendida. Sara se estiró en una
cama, sobre la frazada de lana, y suspiró. Camilo movió
la mesita y acercó la otra cama dejando espacio entre las
dos para caminar. Se sentó pero en seguida volvió a po-
nerse de pie. Camilo descorrió la cortina floreada, abrió
la ventana y prendió un cigarro para mirar el volcán. Era
todo negro, como si en algún momento miles de años
atrás se hubiese desbordado por completo. Después de
un rato empezabas a distinguir grietas marrones de pie-
dra común acá y allá.
—Podrías aprovechar y dejar de fumar vos también
—dijo Sara—. Vos también estás embarazado, si te po-
nés a pensar.
—Técnicamente, no.
—Si te ponés a pensar, todo el mundo está embarazado.
—¿Qué estás diciendo?
—Si todo el mundo actuara como si estuviese embara-
zado, la gente se cuidaría más. Se trataría mejor. No fu-

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maría, no tomaría, no pensaría estupideces. Si pensaras
que adentro llevás algo muy precioso y que lo tenés que
cuidar, y que nadie más lo puede hacer, dejarías las cosas
que te hacen mal, y todo sería distinto.
—Pero no todo el mundo está embarazado.
—Cada uno tiene su alma. Su propia vida. Llamale
como quieras.
—Pero es tu vida. Cuando estás embarazado, tenés
una vida que no es tuya adentro. Eso es estar embaraza-
do. Llevás una vida que no es tuya.
—Entonces capaz que sería mejor pensar que nuestra
vida no es nuestra. Seríamos más felices.
En ese momento César golpeó a la puerta. Le dejó dos
velas a cada uno y les dijo que en una horita salieran si
tenían hambre, que ya se iban a poner a cocinar. Luego
se quedó unos segundos en la puerta con una mano en
el bolsillo.
Sara llevó una vela al baño y llamó a Camilo para que
viera lo linda que era la pileta de barro y cómo una de las
paredes estaba casi toda cubierta por una enredadera que
se había colado desde el exterior por la banderola. César
había dejado un latón con agua en el suelo y las últimas
hojas de la enredadera se habían metido en el agua.
Podían oír las voces de afuera hablando un español
mezclado con otro idioma, y por la ventana vieron el
trajinar de siluetas entre las distintas fogatas. Había olor
a carne asada. Hicieron el amor con la ventana abierta.
Ella lo despertó cuando le picó el hambre.

Había cuatro fuegos a ras del suelo y la gente se agru-


paba. Había sopa de verduras, pollo en una salsa roja,
pescado a las brasas, ensalada de papas, ceviche, lente-

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jas, pan, fruta. A Camilo no le gustaba el pisco y tomó
cerveza. Sara le dio un sorbo al pisco y no lo volvió a
probar. La gente los saludaba pero no les daban charla.
No les preguntaban de dónde eran ni qué hacían, y Sara
y Camilo se sentaban en el suelo a comer y a mirar el
fuego y escuchaban su conversación. Eran indios flacos
y bajos y no se sentían obligados a hablar siempre en
español y había largos tramos de su conversación que
eran incomprensibles. Se servían directo de la mesa o de
la parrilla en platos de papel. Vieron a Alberto en uno de
los fuegos, comiendo en silencio junto a uno que parecía
su hermano y que no paraba de hablar. Cuando se per-
cató de que lo estaban mirando los saludó con la mano
en alto. Cuando estuvieron saciados, Sara y Camilo se
apartaron de la gente y se abrazaron.
—Nunca había visto las estrellas así —dijo Sara—. Se
nota clarito que unas están más cerca que las otras.
De vuelta junto al fuego, un hombre de poncho ras-
caba una guitarra y cantaba un lamento. Todos seguían
la música hamacándose, cantando, batiendo palmas con
los ojos rojos o como vacíos por las llamas. Había tres
mujeres sentadas lado a lado con una manta entre ellas y
el fuego y en la manta había platos con comida y vasos va-
cíos. La de un extremo llevaba un niño en la falda y en un
momento el niño se levantó y caminó alrededor del fuego
estudiando a los reunidos y cuando llegó a Sara se le trepó
en la falda mirándola a los ojos, después cruzó los brazos
con frío y se le recostó. Antes de abrazarlo Sara miró a la
madre del niño y la mujer le devolvió la sonrisa.
—¿Es el mismo niño de cuando llegamos? —le pre-
guntó a Camilo.
—Este es más chico. ¿Qué tendrá? ¿Dos años?

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El niño se quedó dormido y con él aúpa Sara se sumó
al canto. Coreaba las partes que se repetían y el resto del
tiempo tarareaba. Se compenetraba, miraba al cielo cuan-
do cantaba. De vez en cuando el niño lloriqueaba en sue-
ños y Sara se callaba, se movía para adelante y para atrás.
Mirando las caras indias de las mujeres alrededor del
fuego, Camilo sintió una puntada de deseo. ¿Cómo vi-
vían? ¿A qué olían? ¿Qué cosas harían en la cama y qué
cosas no?
Para el momento en que salió la luna, Sara bostezaba.
Se levantó y llevó al niño con su madre y se lo entregó
delicadamente. Luego hizo una especie de reverencia ja-
ponesa como despedida. En la habitación se sentó cada
uno en su cama, ella con las piernas cruzadas.
—No puedo más —dijo Sara—. Es uno de los mo-
mentos más hermosos de mi vida. Mientras tenía al
nene aúpa, todo dormido, pensé que a mí también al-
guna vez me habían tenido así, dormida. Pensé en mi
madre. Ella me tuvo así, y a ella también la auparon para
que se durmiera. Ella también lloró en los brazos de su
madre, y la abuela lloró en los de su propia madre... Por
un momento las tuve a todas en mis brazos hoy. Era mi
madre la que dormía en mis brazos enfrente al fueguito.
Era mi abuela. Por un momento me tenía a mí misma
en brazos. ¿Me entendés?
—No quiero ni pensar lo que va a ser cuando estés em-
barazada. Cuando tengas a tu propio hijo en los brazos.
—Estoy embarazada.
—No sabés si estás embarazada.
—¿Cómo que no sé?
—Llegamos recién hace unos días. ¿Cómo podés saber?
—¿Por qué te crees que el gurisito ese se me vino a los

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brazos? Se dan cuenta de esas cosas. Todavía no perdie-
ron esa sensibilidad.
—Capaz que se te subió porque sí. Capaz que le gus-
taste y punto.
—¿Le gusté? Le gusté. Le caí bien. Ahí va... —dijo
Sara, sacudiendo la cabeza—. ¿Vos creés que es casua-
lidad? ¿Sabías que cuando los varoncitos están especial-
mente cariñosos con una embarazada es porque el bebe
es una nena?
Camilo se subió a la cama de ella, la besó y le puso una
mano en la barriga.
—¿Decís que es una nena?
Camilo estaba fatigado y distraído y no logró mante-
ner una erección por mucho tiempo. Se durmieron en
el colchón angosto. Él soñó que era de noche y estaba
en un descampado donde había hileras de mesas con
gente comiendo. Lo dominaba el vértigo de estar entre
un mar de gente que no conocía. Veía el resplandor de
un fogón en las caras de la gente. Veía las sombras que
arrojaba, pero cuando buscaba el fuego no lo encontra-
ba. Giraba la cabeza y el resplandor se movía y quedaba
en otra parte. Probó girar la cabeza despacio y el fuego se
iba moviendo a la misma velocidad, como si lo estuviese
empujando con el costado de sus ojos.

Lo despertó el olor. Sara olía a cebolla y estaba boca


arriba. Se rascaba el cuerpo y se quejaba con los ojos
cerrados, como luchando contra el sueño. Camilo la sa-
cudió y ella abrió los ojos y se miró los brazos y empezó
a susurrar en un volumen cada vez más fuerte.
—No sé qué tengo. No sé qué me pasa.
Estaba empapada en sudor. Las velas se habían apa-

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gado y Camilo recordó dónde había dejado las nuevas,
buscó el encendedor en el pantalón tirado en el suelo y
le acercó la llama a la cara.
—Quema —gritó Sara.
Sara estaba en ropa interior y en el resplandor se veían
manchas en la piel. Sara se las rascaba furiosa. Camilo le
dijo que se iba a lastimar.
—Llevame al hospital —dijo ella. Lloraba—. No me
aguanto. Es horrible. Sacame de acá. Por favor, Camilo.
Intentó sentarse y a medio camino le vino una arcada
y vomitó en el suelo. Luego volvió a recostarse. Camilo
se puso el pantalón y salió al corredor en penumbra.
Tardó en acordarse cuál era la puerta del baño y cuál
la del dormitorio de César. Golpeó varias veces en la
de la derecha y como nadie respondió la abrió de golpe
y era el baño. Se dio vuelta, golpeó en la de César y lo
llamó por su nombre. Volvió a golpear y se oyeron pasos.
César parecía más pequeño a la luz de la vela que traía.
Preguntó qué pasaba. Tenía la voz ferrugienta en la oscu-
ridad. Llevaba puestos nada más los pantalones y tenía
los hombros angostos y el pecho liso. En el dormitorio
se paró al lado de Sara, que se frotaba contra el colchón
y se rascaba las piernas con ambas manos.
—¿Qué le pasa? —le preguntó.
—No sé qué me pasa. Me quiero sacar la piel a tiras.
—¿Le arde o le pica? —dijo César.
Sara no sabía cuál era la diferencia y César dijo que si
le daban ganas de rascarse era porque le picaba y a ella le
daban ganas de rascarse, y Camilo dijo:
—Mire las marcas que tiene.
César acercó la vela al cuerpo de Sara y Sara dio un res-
pingo y le gritó que le alejara eso. César dio un paso atrás

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y Sara pareció recuperarse por un instante y finalmente
quedó sentada. Le suplicó a César que la sacara de ahí,
que llevara a un hospital.
—Esto no le puede hacer bien al bebé. Capaz que fue
algo en la comida —dijo, y se abrazó y empezó a ha-
macarse en el borde de la cama con los ojos llenos de
lágrimas en la puerta. César se acercó un paso para ins-
peccionarla mejor, luego giró y le habló a Camilo.
—No es nada que haya comido —le dijo. De pronto,
no se sabe por qué, hacía un esfuerzo especial por no
mirar a Sara—. Lo que le pasa a la señora es que fue
flechada por el Molle. No es difícil de tratar. Tenemos
que llevarla al pozo mientras le hago la preparación, que
puede tardar. ¿Puede caminar la señora?
—¿Podés caminar? —le preguntó Camilo.
Sara se obligó a ponerse de pie. César le ordenó a Ca-
milo que trajera la frazada de ella, y en ese orden salieron:
César adelante con una vela prendida, Sara detrás en ropa
interior, Camilo el último. César dejó la vela a un costado
de la puerta de calle, del lado de afuera. La luna estaba
alta. Camilo se abalanzó sobre Sara cuando ella gritó; el
aire fresco la había impactado. La envolvió en la frazada.
Después de temblar un rato en sus brazos, Sara preguntó
adónde la estaban llevando y se desvaneció. Camilo tuvo
que cargarla diez minutos eternos por una pendiente cada
vez más densa. Se preguntó si bajarían hasta lo más bajo
del valle. César le aconsejó que levantara las rodillas con
cada paso que diera para evitar enredarse con las ramas. El
cuerpo liviano de Sara, ahora dormido por la fiebre, tem-
blaba menos. Tenía las manos crispadas bajo el mentón.
César los esperaba en una especie de claro. Estaba
hincado pero había algo mal: una de sus manos estaba

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hundida en el suelo, como si se la hubiese tragado la
tierra. Luego Camilo sintió el ruido del agua cayendo
y el olor tenue y como a podrido del musgo. El agua se
derramaba por una pared de piedra y llenaba el pozo,
que no tenía más de tres metros de largo, y el pozo se
evacuaba lentamente por una cañada. César había hun-
dido la mano en el agua clara y buscaba algo en el fondo
del pozo con la mano. Cuando lo encontró, le hizo se-
ñas a Camilo y lo ayudó a bajar a Sara al suelo. Ni bien
sus pies tocaron el agua, Sara dio un respingo y soltó
un alarido que traía atorado y miró alrededor sin saber
qué veía. Cuando quiso hablar, tosió. César la agarró por
atrás, de las axilas, y le dijo a Camilo que la agarrara de
las piernas y se metiera él primero al pozo. El agua fría le
iba a bajar la fiebre y aliviar la comezón. Sara gritó hasta
que estuvo sumergida por la cintura. Había una especie
de asiento natural en el pozo, y una vez que Sara estuvo
con el agua al cuello empezó a suspirar y aflojarse. Cami-
lo salió del pozo y se arrodilló fuera del agua.
—Creo que ya sé lo que fue —dijo Sara—. Las maga-
chinas fueron. Me empezó a picar en la camioneta, me
acuerdo. ¿Alberto? ¿César? ¿Son gatos? Yo soy alérgica a
los gatos. Deben ser gatas salvajes. ¿Son gatos las maga-
chinas, César?
César estaba a espaldas de Sara mirando el cielo con
los brazos en jarra. Sara trataba de mirarlo por encima
del hombro pero el esfuerzo la cansaba y cada tanto era
arrasada por una sensación placentera que le arrancaba
un bramido.
—Lo que tiene la señora es que se habrá sentado a la
sombra de un Molle. El Molle lo puede dejar así a uno.
No a todo el mundo, pero no es nada de que preocupar-

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se. Es como una alergia. Es brava al principio, pero en
unos días ya no le va a doler.
Camilo preguntó si no se podía morir de eso y César dijo
que no que él supiera. Sara preguntó qué era un Molle.
—Un árbol, ¿estuvo sentada bajo un árbol en algún
momento todo el día? —dijo César—. ¿Se acuerda?
Sara estaba convencida de que habían sido las maga-
chinas. Le habían hecho sentir rara en el estómago ya
durante el viaje en la camioneta. César dijo que no sabía
qué quería decir con lo de magachinas.
—Alberto, en las cajas —dijo Sara—. ¿Qué son? Las
transporta del pueblo. En la camioneta. Es su sobrino,
¿no? Se gana la vida. ¿No sabe cómo se gana la vida?
¿Qué tanto misterio?
Entonces pareció agotarse y miró a Camilo con una
sonrisa que decía que se daba por vencida. En el agua
fría no le picaba el cuerpo pero hablar demasiado le daba
dolor de cabeza.
—Usted vaya a buscar la camioneta —le dijo a Cé-
sar—. Nosotros esperamos, no hay problema. Vamos
a estar bien, pero tenemos que ver un médico. Ver que
está todo bien, que no pasó nada malo.
Luego acomodó la nuca contra el borde de piedra y
cerró los ojos.
César le recomendó a Camilo que la sacara del agua
cuando empezara a tener frío. No le recomendaba que se
volviese a meter de cuerpo entero. Si le subía la fiebre de
nuevo lo mejor era que empezara por meter los pies en
el pozo. Camilo le preguntó qué iba a hacer exactamente
y César le respondió que le iba a traer una preparación
para ponerle a la señora y que no iba a tardar más de diez
minutos en regresar.

~23~
Sara abrió los ojos y Camilo la ayudó a salir del agua.
No tenía fuerza en las piernas y se sentó en la roca junto
a Camilo, que la cubrió con la frazada y le dijo que César
ya venía con una crema. Sara se abrazaba las rodillas y
respiraba hondo y al rato se había destapado. El sutién
mojado le apretaba pero no podía controlar los dedos y
Camilo ayudó a sacárselo. Tenía la piel de los brazos y las
piernas hecha un mapa. Algunas marcas se le insinuaban
en la espalda. Eran más oscuras que la piel y se fueron
enrojeciendo con el paso de los minutos. Sara y Camilo
las estudiaron, y estudiándolas se maravillaron con la can-
tidad de luz que había y se fijaron en la luna. El volcán
no era opaco como durante el día. Tenía un lustre torna-
solado. En los lugares de sombra entre los árboles, la luna
se movía con un fulgor azul. El mismo color había en el
agua, entre los centellazos. Sara dijo que parecía Hawái,
y Camilo se largó a reír. Era una risa nerviosa y Sara no
dudó en abrazarlo. Le acomodó la cara en su pecho y em-
pezó a mecerse a izquierda y derecha mirando el cielo. Por
efecto de la altura a la que estaban o por la posición de la
luna o la del volcán, el cielo parecía tener forma de huevo
y ellos estaban adentro de ese huevo. Camilo se puso a
llorar. Sara le dijo que tenía las lágrimas calientes y él se
calmó y quedó escuchándole el corazón. Sintió la mano
fría de Sara en la espalda y se incorporó y le besó la frente.
Tenía fiebre y mientras se miraban a los ojos la recorrió un
chucho. Se miró brazos y piernas y se empezó a rascar y le
preguntó a Camilo cuál era el nombre del árbol que había
dicho César, el que supuestamente le había dado alergia.
—Molle —dijo Camilo pasándole un dedo por las
marcas que tenía en el antebrazo. Tenían relieve y eran
suavísimas.

~24~
Había un supermercado Los Molles al que iba de chi-
ca con sus padres, en qué lugar Sara no se acuerda, pero
siempre había pensado que Molle o Molles era el ape-
llido del dueño. Después dijo que se sentía muy mal.
Se puso en cuatro patas, se alejó unos metros gateando
y vomitó por segunda vez esa noche. Arrodillada en el
pasto, se miró las manos y después la barriga. Se agarró
el cinturón de grasa que tenía en la cintura y le dijo a
su panza algo que Camilo no llegó a oír. Parecía estar
interrogándola, implorándole algo.
Camilo le ofreció la manta y Sara la desdeñó y vol-
vió a su lugar. Esta vez se echó de lado junto al pozo y
hundió un brazo en el agua. Tenía los ojos brillantes,
sonrientes.
—Agredida por un árbol —dijo—. ¿Cuándo fue que
todo cambió? Te juro...
—No sé qué hacer. No sé cómo te estás sintiendo. Te
veo sufrir, pero al mismo tiempo te veo feliz —dijo Ca-
milo—. Te miro, te escucho, y no sé.
—Es horrible, pero es importante cómo reaccione. Es
importante que esté fuerte, que cuide mis emociones
—dijo, y bajó un pie y se puso a hacer círculos en la
superficie—. Ya no soy yo sola. ¿Me rascás?
Camilo se arrodilló y empezó a frotarle brazos y pier-
nas con el agua helada del pozo. Sara le pidió que más
despacio. Con cada contacto gemía, y cuando abría los
ojos los dejaba clavados en el agua que se deslizaba y caía
toda rota por la piedra. Pasaron un tiempo en silencio
con el ruido a cascada. Unas luces como llamas baila-
ban en la superficie pelada del volcán. Había otro ruido
que Camilo tardó en identificar. Era el viento y sonaba
como un motor exigido a fondo. Nunca llegaba a donde

~25~
estaban ellos. Se enroscaba en el volcán, en otros huecos
del valle. Camilo estuvo a punto de preguntarle a Sara si
había visto el ruido que hacía el viento, seguro de que los
dos habían estado prestando atención a la misma cosa,
pero ella no pensaba en eso. Le pidió a Camilo que le
cantara algo. Tenía la cabeza apoyada en un brazo y se
rascaba metódicamente el codo.
—Sabés que no sé cantar —dijo Camilo.
—Vas a tener que aprender —dijo Sara, apretando los
ojos para forzar el sueño—. No hay nada más lindo que
alguien te cante. A la beba le vamos a tener que cantar.
—Vamos a tener que mentirle —dijo Camilo—. De-
cirle que Papá Noel existe, y que el conejo de Pascua y
todo eso.
—No me hagas reír, Camilo —dijo Sara riéndose. Se
movía toda, hipaba y abría la boca grande—. Ay, por
favor...
Luego, cuando ya podía respirar con normalidad, le
pidió a Camilo que la ayudara a ponerse derecha porque
horizontal se mareaba. Camilo se le sentó atrás, y ella
recostó la espalda en su pecho y quedó de piernas abier-
tas. Después le pidió que cerrara la ventana. Pensaba que
estaban de vuelta en el hotel. Con la voz tomada por la
fiebre, se quejaba de que el volcán en la ventana no la
dejaba dormir. Después se rio con la garganta como si
se hubiese dado cuenta de su delirio, y Camilo se pre-
guntó cómo haría la gente del pueblo, si dormirían de
ojos abiertos.

~26~
Bocanada
Desde que a los tres o cuatro meses empezó a usar las
manos, Mariano se tapa la cara para dormir. Esté boca
arriba o de costado, agarra las mantas y se las sube hasta
la nariz para que lo duerma el calor de su aliento. Res-
pira tan despacio que me tengo que inclinar sobre él y
quedarme quieta para distinguir si el pecho le sube y
le baja. Con Vale es distinto. Juro que hay noches en
que se la puede sentir desde cualquier rincón de la casa.
Siempre la acuesto y me quedo oyendo los silbidos que
le hace el aire en los huecos cuando respira. Los silbidos
son más largos al salir que al entrar y con Mariano nos
tentamos, pero a veces no es gracioso.
Lo primero que hicieron cuando nació fue meterle un
cable de plástico por la boca y después por la nariz por-
que no respiraba. A Hugo le habían dado la placenta, tal
cual habíamos arreglado con los médicos. Habíamos lle-
vado una bolsa de las de jardín para guardarla. Cuando
empezaron los problemas lo sacaron para que no moles-
tara y allá salió él, con sus ojitos de ciervo. Después se
llevaron a la bebé y me dejaron sola con un enfermero
que no paraba de hablar mientras me limpiaba, pero
yo hacía horas que no estaba ni acá ni allá. Desde que
empecé con el trabajo de parto estaba con un pie allá
y otro acá, lo que sea que eso signifique. Después me
arrastraron a un hall largo que tenía una fila de camillas
vacías con los colchones enrollados encima, todas contra
la pared. Fue bastante brusco. Los vaivenes me hicieron
doler, me dieron una sensación horrible de filos en el

~29~
vientre que pensé que me moría, pero todo eso pasaba
en un cuerpo que no era el mío. Al principio no tenía
miedo. No sentía nada, no venía nadie. Pensé: Me voy a
acordar para siempre de cada grieta en la pared. Cuan-
do estaba más allá que acá, lo único que había eran el
techo y las paredes, pero no me acuerdo de la forma de
una sola grieta ni de los manchones de humedad, que
también había.
Respirá, me decía. Me lo decía a mí misma en voz alta
y lo pensaba. Tenía que hacer un esfuerzo para oírme
por sobre los pasos y las voces. Yo sabía que se estaban
ocupando de otros partos, pero había momentos en que
estaba total y absolutamente convencida de que todo el
mundo estaba dedicado a lo de Vale. Hablaban por te-
léfono, corrían para todas partes, empujaban aparatos
para hacer que Vale respirara. Yo no podía hacer otra
cosa que decir: Respirá, así que eso fue lo que hice. Era
una idiotez. No entendía cómo alguien podía molestarse
en nacer, tomarse el trabajo, día tras día tras día, y des-
pués negarse a hacer lo más fácil que hay en el mundo.
No me importaba si Vale quedaba en silla de ruedas de
por vida, yo quería que respirara. Después dejé de rogar;
me había fatigado. El segundo que dejé de rogar esta-
ba mirando las camillas porque no había otra cosa para
mirar y pensé que lo que más había en ese lugar era aire
aunque yo no lo pudiese ver, pero ese pensamiento era
de otro: yo estaba segura que lo estaba pensando alguno
de los que andaban por ahí, y después se apagó todo.
Después de una eternidad apareció una doctora nue-
va. Me hizo abrir los ojos y las paredes se me vinieron
encima. Valentina, que no tenía nombre todavía, estaba
bien. En palabras de la doctora, la nena había tenido un

~30~
paro cardiorrespiratorio. Tenía una deformación en el
cráneo que era causada por líquido, y no le iba a quedar
así. Que no me preocupara, dijo, y aunque yo seguía
aplastada contra el techo pude entender perfecto que la
iban a dejar internada para que le drenara y que querían
tenerla a mano por si volvía a tener un paro. Cuando dijo
eso me puse a llorar. La doctora me agarraba la mano y
me trataba de abrazar pero yo no quería el abrazo de
nadie. Se disculpó por haber tardado en avisar, hubo una
confusión y la persona que tendría que haberlo hecho
no lo hizo. Me pidió que también la disculpara con mi
marido, que se había portado como un santo y no les
había estado encima en ningún momento.
El susodicho esperaba en el corredor. Acompañó el
viaje de la camilla hasta la planta baja. Traía la bolsa ne-
gra en un puño. Yo le noté un remordimiento tibio en
la mirada, como de haber faltado al trabajo sin aviso.
Lo único que se animó a decir fue que Mariano esta-
ba en lo de los abuelos. Le pedí que volviera a casa y
guardara la placenta en la tierra, en algún lugar especial
del jardín que él viera, y que le pusiera algo lindo para
acompañarla y que después tapara bien el pozo. Le dije
que durmiera en casa esa noche y que volviera temprano
y me contara lo que había hecho.
—Sé que no es pavada lo que te estoy pidiendo —le
dije.
—¿Para eso la querías? —me respondió.
La idea me vino una mañana en la cocina, empezando
la semana treinta y seis, con la primera contracción en
serio. En el fondo, Mariano trataba de recuperar la pei-
neta roja que le había robado la perra. Yo los miraba por
la ventana. Mariano tironeaba de la peineta pero la pe-

~31~
rra la tenía calzada entre los dientes. La contracción me
causó más sorpresa que dolor. Fue ahí que pensé que iba
a tener que hacer algo con la placenta después del parto.
Me pareció lo más natural del mundo, y hasta un segun-
do antes jamás lo había pensado. ¿Por qué tratarla como
a un desperdicio si no era un desperdicio? Estaba feliz,
y me pregunté si con Mariano no se me había ocurrido
porque era demasiado joven y no estaba lo suficiente-
mente madura o qué.
Hugo volvió temprano con cosas para desayunar. Ma-
riano todavía estaba en lo de abuelos. Contó que le había
llevado casi dos horas llegar, entre la caminata a la para-
da, la espera y el viaje en sí. Dice que llevó la bolsa en la
falda en el ómnibus. Dice que pensar en la placenta al
principio le daba intriga y que varias veces abrió la bolsa
para mirarla. Durante las dos horas de espera en el pasi-
llo no le había dado mucha bola, no sabía cómo tenerla
ni si iba a empezar a largar olor o algo. Me hizo todo el
relato. Dice que recién en el ómnibus se empezó a dar
cuenta que el mandado era serio y se puso nervioso, no
lo terminaba de entender. La iba a poner en el cante-
ro que hicimos bajo la ventana del cuarto de las nenas.
Eso lo tenía claro, pero recién mientras hacía el pozo se
acordó de que tenía que dejar algo más con el órgano.
¿Era un órgano, un músculo, qué era? Trató de pensar
qué habría hecho yo, qué cosa habría elegido. Dice que
lo primero que se le ocurrió fue una flor, pero cuando
se imaginó poniéndola en el pozo no le gustó, parecía
un entierro. La Jacky le había estado rondando desde
que llegó. Le olía la bolsa, le saltaba encima y la había
tenido que atar. Por más que le dio con un palo para que
dejara de armar escándalo, Hugo tenía miedo de que la

~32~
perra se desatara si veía la bolsa ahí desatendida, así que
se puso a recorrer la casa con la bolsa en la mano para no
dejarla sola al lado del pozo. Lo vi paseándose como un
zombi por la casa; lo vi minutos enteros contemplando
las repisas de los cuartos, buscando en los cajones, siem-
pre con la bolsa en la mano como si la tuviese pegada.
De los estantes del living dijo que lo único más o menos
digno era la muñequita de porcelana con el canastito en
la cabeza, pero mi madre siempre se fija en qué estado la
conservamos cada vez que nos visita. Después se le cruzó
la idea de ofrendar algo dulce y se fijó encima de la he-
ladera, en los cajones de Mariano y en mi delantal, pero
no encontró nada que lo convenciera. Del dormitorio lo
que le pareció perfecto fue el pendiente mío con la pie-
dra de jade, pero no iba a andar ofrendando algo que no
era suyo, así que en vez de entregar algo que no estaba
seguro y en vez de seguir retrasando el tema, decidió que
lo mejor era enterrar la placenta sola. Yo lo escuchaba, le
buscaba los ojos. La idea del caramelo me gustó, y no me
habría parecido mal que le ofrendara el pendiente y se lo
dije. Yo sabía que había algo que no me estaba contan-
do y al final confesó, como si fuera el crimen del siglo,
que había volcado la placenta directamente de la bolsa al
fondo del pozo. Cayó tan feo que pensó en Valentina y
se dio cuenta que tendría que haber tenido más cuidado.
Hacía unas horas nada más la beba había estado atada a
ese matambre y un golpe así le habría hecho daño, capaz
que hasta la habría matado. Hugo dice que levantó el
matambre del fondo del pozo a mano pelada y se obligó
a sostenerlo hasta que se le fue el asco. Después lo volvió
a poner en el pozo, lo tapó y le apoyó algunas piedras
encima. Dijo todo eso mirando para un costado y recién

~33~
al final me encontró la mirada, para ver si yo lo perdo-
naba. Dice que después soltó a la Jacky, pero la idiota
fue directo al lugar y se puso a escarbar alrededor de las
piedras y la tuvo que volver a atar.

Estuve una semana entera subiendo de la sala al tercer


piso, cuatro veces durante el día y dos por noche, para
darle de mamar a Vale. No fue tan malo como suena.
Por momentos hasta me parecía que estaba pudiendo
descansar mejor ahí que en casa. Tenía noches que ex-
trañaba tener a Vale al lado. Odiaba pensar que unas
profesionales le cuidaban el sueño en el tercer piso, le
cambiaban los pañales, la miraban, le hablaban. Eso era
lo peor. Me habían descubierto algunas irregularidades
en la sangre y por eso me mantenían internada. Los mé-
dicos no sabían exactamente qué tenía. Hasta llegaron
a mandarme estudios genéticos. Al final todo quedó en
nada, pero yo no me sentía mal del cuerpo, solo fati-
gada. Pensaba poco y dormía todo el tiempo. Cuando
estaba con Vale la apretaba con fuerza para que me sin-
tiera el latido. Estaba demasiado flaca y tenía los dedos
especialmente finos y los pies rojos y le costaba despegar
los párpados, de tan pegoteados. Habría unas veinte in-
cubadoras idénticas, todas como peceras, y otras cuatro
más grandes contra los ventanales que parecían burbujas
con aparatos especiales. Vale estaba en la número seis.
Se destacaba. Respiraba más fuerte que todos los bebés
juntos. No todo el tiempo, solo cuando dormía. Y no
porque le costara respirar. Respiraba fuerte porque tenía
flor de pulmones. Cada vez que yo subía, alguna enfer-
mera me hacía el comentario de qué pulmones tenía la
nena. Me acuerdo un día de la primera semana. Vale ya

~34~
había tomado la teta y se había dormido y escucharla me
hizo pensar que la gorda tenía que haber respirado por
primera vez mientras yo estaba acostada en aquel pasillo
repitiendo respirá. Me imaginé su primera bocanada, lo
que debía haber sentido; eso fue lo mejor. Me volvió
a pasar muchas veces durante el resto del tiempo que
estuve internada. Pensaba en lo glorioso que debía haber
sido, y me ponía a divagar sobre si era Vale la que había
hecho fuerza o si había sido el oxígeno el que había em-
pujado y empujado hasta que pudo entrar.
Hugo esperó a que le dieran el alta para conocerla.
Venía al hospital casi todos los días con Mariano. Ma-
riano quiso subir de primera conmigo. Le dije que solo
dejaban pasar a la madre o al padre de los bebés, pero
él insistió. Golpeé la puerta, como siempre, y cuando
las enfermeras lo vieron a mi lado me dijeron, Madre,
usté sabe que con niños no puede entrar. No llegué a
abrir la boca. Mariano se me adelantó. Había cinco o
seis enfermeras pero Mariano le habló a una particular,
que tenía un cárdigan marrón y las cejas pintadas. Le
dijo que se había lavado bien las manos antes de venir
y que no había tocado nada en el ómnibus para poder
conocer a su hermana. Las otras enfermeras me pareció
que se sentían aliviadas de no tener que ser ellas las que
tomaran la decisión. Mariano terminó entrando ese día
y todos los demás que fue al hospital. Se lavaba las ma-
nos por segunda vez en el lavatorio del cuartito de las en-
fermeras, le ponían una bata y después era libre. Lo que
más le gustaba era pasearse entre los bebés. Yo creo que
ellos debían sentir que un ángel les pasaba por al lado.
Mariano tenía cuidado de no pisar ningún cable ni gol-
pearse contra nada, a veces le decía algo a alguno y si las

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enfermeras agarraban a una de las criaturas para hacerle
fisioterapia, él siempre las acompañaba. Cuando bajába-
mos a la sala le contaba a su padre lo que había visto y lo
que había hecho, si es que Hugo no había salido a fumar
o a comprar yogur y cosas de esas. Mariano le pregun-
taba cada vez si no quería subir a verla y él le respondía
que no quería ver a su hija en una incubadora.
El Zurdo le adelantó la licencia en la barraca, y Hugo
venía todos los días, bajaba al laboratorio a buscar los re-
sultados de los análisis, se encargaba de las llamadas que
yo no quería atender. El cti se llenó de niños que nacían
mal. Yo veía a los padres subir y bajar y esperar en el pa-
sillo, que estaba en el mismo piso que cuidados interme-
dios, donde guardaban a Vale. Sus caras. Yo los entendía.
Y eso que lo de Vale no era nada en comparación. Tenía
el cráneo abollado, como había dicho la doctora, y aun-
que se le iba arreglando solo con el paso de los días, me
costaba horrores mirarla. Yo no quería imaginar lo que
estaban sintiendo los padres del prematuro de cuatro-
cientos gramos. Calcularon mal y le hicieron la cesárea
pensando que pesaba seiscientos y no duró ni veinticua-
tro horas. Había otros con problemas del corazón, uno
que nació sin una pierna, uno al que le pincharon el
bazo haciéndole no sé qué procedimiento. Le pregunté a
una de las enfermeras si siempre era igual y me hizo que
sí con la cabeza. Los dos últimos días trajeron a unos ni-
ños muy graves porque el cti desbordaba. Los colocaron
en las peceras grandes y la sala de intermedios se llenó
de los ruidos de las máquinas. No tenía que ser así. Era
una maternidad. Pero lo peor de esos días fue el caso de
dos madres que abandonaron a sus bebes. No fue que se
escaparan sin que nadie las viera, no. Nada más hicieron

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un trámite, firmaron unos papeles, y en unos minutos
estuvo todo listo y se los pasó a quedar el hospital o el
Estado, no sé quién.
En la sala coincidimos durante tres días y tres noches
con la madre de un niño que bautizaron Benjamín. Esa
fue una cosa buena. El nombre no le quedaba porque
era negro, pero a Hugo le gustaba hacerle morisquetas.
Siempre le hacía un comentario a la madre, que vivía
de medias de lana, o se ponía a charlar de fútbol con
el padre. Con Hugo hablamos de todo. De Benjamín,
por la coincidencia de que era como le íbamos a poner
a la beba si nacía varón, de lo tétrico que estaba el am-
biente con todos los bebés que era como que no habían
terminado de nacer, de las madres que se habían ido
y dejado a sus bebés. Ni Hugo ni yo comprendíamos
que una madre pudiera dejar a sus hijos así como si
nada. Pero cuando dijo que capaz que lo mejor que les
podía pasar a esas criaturas era que sus madres las aban-
donaran. Cuando dijo que en realidad no sabíamos en
qué condiciones vivían esas mujeres y que vaya uno a
saber qué clase de vida le iban a poder dar a esos niños,
me indigné. Después me di cuenta que yo pensaba lo
mismo.
Él se interesaba por mi salud, me preguntaba cómo
andaba, preguntaba por el estado de Vale. Pero cuando
yo le contaba de lo largo que tenía los dedos, por ejem-
plo, o de cómo dormía como una rana con las piernas
recogidas y el ruidito de rana que hacía, él me miraba y
pensaba en otra cosa. Me dejaba hablar, y cuando yo ter-
minaba en seguida pasaba a contarme algo de lo que ha-
bían hecho con Mariano. Que bajaron juntos a la playa.
Que Mariano subió a la casilla de los guardavidas y los

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guardavidas le prestaron los largavistas. Que se tomaron
un helado en la heladería y le pagaron al dibujante de la
feria para que le hiciera un retrato a Mariano y a Ma-
riano no le gustó porque había quedado con las paletas
demasiado separadas. Una noche —al parecer por idea
de Hugo— se llevaron un colchón al fondo y durmieron
en la casita de costaneros. La hizo Hugo cuando Maria-
no tenía dos años, y dice que de madrugada se largó a
llover y lo despertó el ruido en la chapa del techo. Dice
que se quedó un buen rato desvelado y ahí descubrió
que las paredes estaban todas escritas. No se había fija-
do mientras armaban la cama pero ahora se veía clarito.
Mariano había llenado las paredes con los nombres de
sus primos y de sus compañeros de clase del año pasado.
Los había escrito con sus tizones de colores. También
había hecho estrellas y corazones y otras formas en los
costaneros. Hugo dijo que se volvió a dormir repasando
las listas. ¿Se suponía que tenía que darme ternura ima-
ginarlo a la luz de la lluvia, memorizándose las paredes
como un cavernícola? Me deprimió. Yo quería estar ahí.
En esa cuevita. Sola. Y Mariano estaba incómodo cuan-
do Hugo se ponía a hablar de lo que habían hecho jun-
tos. Me acuerdo cuando Hugo salió con que siempre le
habían dado miedo las cuadras de antes de llegar a casa,
que están todas sin luz, pero que las noches que volvían
con Mariano del hospital era distinto.
—No me da miedo —dijo—, y todo porque voy de la
mano de un gurí de seis años. ¿Me lo podés explicar?
Sonó artificial. Después vi el modo en que Mariano
lo miraba, como si Hugo ya lo hubiera cansado con el
tema. Yo lo escuchaba y me ponía a comparar con la
época en que Mariano era chico y dormía en nuestro

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cuarto. Hugo se despertaba y se quedaba de boca abierta
mirando cómo le daba la teta. Me acariciaba la espalda,
me acariciaba las caderas, se me sentaba atrás para que
lo usara de respaldo y me susurraba, Milagro, al oído. A
las seis, cuando Mariano se desvelaba, se lo llevaba del
cuarto para que yo descansara y me esperaba a eso de las
nueve con un mate nuevo. Extrañaba esa época. Extra-
ñaba despertarme allá, la rutina de la mañana. Eran días
de sol y yo me imaginaba sentada junto al cantero donde
Hugo había hecho el pozo, recostada contra la pared,
fumando un tabaco o solamente descansando con el sol
en la cara.

Hugo llevó a Valentina en brazos el día que nos dieron


de alta. La cargó hasta el taxi y después hizo la mitad
del viaje con ella aúpa. Yo no tenía drama con tomar
un ómnibus pero él dijo que había guardado unos pesos
para que pudiésemos volver en taxi y viajamos los cuatro
en el asiento trasero. Yo había respetado que no quisiese
conocerla en una incubadora. Es una imagen fea y es
verdad que una vez que ves algo ya no hay modo de
borrarlo, pero me mató ver cómo la cargaba, sin mucho
cariño. Me dio la impresión de que la gorda, toda nue-
va, con sus sentidos todos vírgenes, podía sentir el vacío
en el corazón de su padre. Si a mí me duele, pensé, lo
que debe ser el dolor de ella. Yo iba contra una ventana,
Mariano en el medio. Mariano tenía agarrado uno de los
piecitos de Vale y el otro brazo enroscado en mi codo.
Me acuerdo que se puso a contar de unos muñecos que
había hecho con medias rotas. Después se arrodilló en el
asiento y se puso a mirar los autos que nos venían atrás y
nadie habló por un buen rato. Yo pensé: Tiempo.

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El taxista era un tipo de sesenta y pico. Se llamaba
Gustavo y también tenía hijos. No habíamos ni ter-
minado de sentarnos que ya quería saber todo sobre la
beba. Por suerte no tuvo mucho problema en dejar de
tomar mate mientras manejaba. Solo tuve que pedírselo
y me dio la razón y dejó el termo en el asiento del acom-
pañante. Lo que no dejó fue de comer. Tenía el paquete
de galletas al lado de la pierna y las quebraba con una
mano antes de metérselas en la boca. En un momento
le ofreció una a Mariano y él, que ya lo había estudiado,
la rompió en la falda y se fue comiendo los pedacitos
uno por uno. Gustavo me oyó decirle a Mariano que no
armara enchastre con las migas y reaccionó enseguida: le
dijo que no se preocupara, que hoy justo le tocaba man-
dar a lavar el auto. Se daba cuenta de cómo me sentía.
Bajó la velocidad, para no sumarle a mi nerviosismo, y
me estudiaba por el retrovisor. Me sonreía. Yo apenas
le veía la sonrisa por el espejo, pero notaba cómo se le
inflaban los cachetes y se le juntaban las patas de gallo.
Tenía una sonrisa linda, sincera, y yo de vez en cuando
dejaba de mirar por la ventana y lo buscaba en el espe-
jo. Por el rabillo siempre tenía presente a Valentina en
la falda de Hugo, por si se despertaba. De repente me
olvidé por completo de qué estábamos haciendo en ese
auto; por un segundo largo no tuve la más pálida idea de
adónde era que estábamos yendo.
A la altura del puente noté que Hugo se movía. Yo
pensé que se asomaba para darle a Vale el primer beso
de su vida. Esperé a que me bajaran los calores para mi-
rar. Cuando miré, el pelotudo estaba medio encorvado,
concentrado en armar un tabaco con la gorda dormida
en los brazos. Se dio cuenta de que lo miraba y me pidió

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que la llevara un rato. Mariano salió de su posición arro-
dillada y pidió para llevarla pero Hugo lo cortó en seco.
Le respondió que la beba era demasiado chica. Después
me pasó a Valentina, abrió la ventana y se quedó con el
tabaco en la boca un tiempo largo antes de prenderlo,
suficiente para que Mariano se me quedara dormido.
Entonces le pedí a Gustavo si podía parar el auto.
Gustavo se alarmó y preguntó qué pasaba, si me sentía
bien, todo mientras iba llevando el auto a la banquina.
Hugo también me preguntó qué pasaba.
—Estoy medio mareada —les dije.
Gustavo se ofreció a llevarnos de vuelta al hospital
pero yo precisaba descansar unos minutos nada más.
Paramos justo enfrente a una discoteca toda vallada con
madera. Era rara la discoteca a la luz del día. Después
había un predio con máquinas pesadas, tractores, apla-
nadoras, guinches, grúas, pero tampoco se veía a nadie.
Más adelante estaba la estación de nafta.
—¿Nos deja un ratito solos? —le pedí después. Yo sa-
bía que el hombre no se iba a negar. Agarró el termo y
el mate sin chistar y se bajó. No duró mucho sentado en
el capó. En seguida enfiló para la estación de nafta, que
estaba como a quinientos metros. Le pedí a Hugo que
cerrara su ventana, por el ruido de los autos, y dijo que
esperara un segundo a que terminara el cigarro.
—Podemos fumar con la ventana cerrada, no pasa
nada —le dije.
Hugo me miró y después miró a Vale y después a Ma-
riano, que seguía dormido. Yo tenía ganas de que se des-
ubicara, pero se puso tímido de repente. Aunque aho-
ra fumaba con pitadas más cortas, el aire estuvo denso
enseguida. Mariano se revolvió un poco en el asiento.

~41~
Abrió un ojo y me enfocó. Después cerró el ojo, enterró
la nariz en el tapizado y se quedó quieto. Entonces Hugo
me preguntó dónde se suponía que tenía que tirar la
ceniza, tratando de ponerle carácter a su voz.
—En la palma de la mano, Hugo —le respondí, y no
dije nada más. Hugo se armó de coraje, se echó la ceniza
en la palma, y cuando vio lo minúscula que era cerró el
puño y me pasó el tabaco.
Le di un par de pitadas que me dejaron con sed. El
humo iba quedando blanco por el sol. No era algo feo
de ver, pero el olor era amargo. Fumé un poco más y me
volvió la saliva a la boca. Cuando se lo devolví, Hugo
se quejó del calor que hacía con las ventanas cerradas.
Después se emperró con que el cuentafichas seguía co-
rriendo y que el tipo no volvía y no nos iba a dar la plata.
Entonces Valentina tosió. Yo la tenía recostada. Cuando
me tosió una segunda vez en el oído, la separé de mi
hombro para mirarla. Arrugaba la cara y movía los pu-
ños en medio del humo. Me dejé llevar por el ruido que
hacía Vale con la garganta para respirar y eso me ayudó
a dejar de pensar en casa. Podía ver la cocina mugrienta,
todo tirado, las sábanas sin cambiar, el jardín hecho una
selva. Hugo abrió la ventana, tiró el tabaco y abanicó el
humo. Después me apoyó una mano, la de la ceniza, en
la pierna. Pensé que me iba a decir algo. Él debe haber
pensado lo mismo, porque me miró la boca y esperó.

~42~
La esperanza de ver
La clase de coro en la comisión de fomento empezaba a
las diez y media. Yo vivía a tres cuadras, pero no impor-
taba lo temprano que llegara, siempre me encontraba a
Nicole y a la Hermana Lugo sentadas en primera fila.
Éramos entre quince y veinte personas y casi siempre
había alguien que sabía tocar el piano y hacía el acom-
pañamiento. La Hermana Lugo tenía una voz espantosa,
demasiado aguda. Tampoco se daba cuenta de que de-
safinaba, y hacía que todo el mundo cantara más fuerte.
No recuerdo cómo era su pelo. Sí tengo la imagen de
su cara llena de piel. Yo la observaba, principalmente
mientras cantaba. Era flaca y apenas más alta que Nicole
y siempre traía puestas varias polleras.
La clase terminaba al mediodía y algunos se ofrecían a
llevarlas en auto, pero ellas esperaban en la vereda a que
todos se fueran para emprender el regreso. Nicole tenía
el pelo marrón. Lo llevaba por la cintura y lo tenía siem-
pre bien peinado y usaba unos lentes grandes, de culo de
botella. Se sabía todas las canciones pero no se le oía más
que un hilo de voz cuando cantaba, y cuando alguien le
dirigía la palabra se agarraba del vestido de la vieja. Un
mediodía las seguí.
Caminaban tan lento que era imposible seguirlas pe-
daleando. Luego de unos metros llevando la bici al cos-
tado, me subí, las rebasé y di la vuelta manzana. Ellas
apenas habían progresado. Esta vez amplié la vuelta y
abarqué dos manzanas, pero no había modo de que ellas
se apuraran. Como tampoco parecían notar mi presen-

~45~
cia probé asustarlas con una derrapada, pero el pie se
me zafó del pedal y aterricé frente suyo. La Hermana
Lugo se dobló para preguntarme si estaba bien. Ahí me
di cuenta de lo que querían decir con que Nicole era
chicata. Ella también me preguntaba si estaba bien, pero
no me miraba a mí. Le hablaba a la rueda de la bici, que
había quedado tocándole la punta del pie.
Me subí a la bicicleta como pude. Hice una línea recta
hasta la Interbalnearia y las esperé en la parada. Iban a
tardar en llegar y me dejé distraer por la rodilla rota del
pantalón. Me angustié pensando una buena excusa para
que papá y mamá no me mataran. En la parada había
un hombre y una mujer con bolsas de la Tienda Inglesa
y me escondí atrás del murito para que no me vieran
llorar. Fue cambiar de sitio y me olvidé de todo. Atrás
de la parada empezaba el bosque de eucaliptos. Lo ha-
bían talado hacía unos meses y ya estaba creciendo. Las
hileras de árboles eran bajas y frondosas y surgían de los
tocones rebanados de los árboles anteriores. Las hojas
tenían distinto color a cuando los árboles eran adultos,
estaban como embadurnadas con algo blanco. Aunque
en realidad no sabía cómo se calculaba la edad de un ár-
bol, si era igual que con los perros o los gatos, pensé que
si los eucaliptos tenían edad debían ser bebés. Como en-
cadenadas a ese pensamiento la Hermana Lugo y Nicole
surgieron en un ángulo de mi visión. Las dejé caminar
en el sol y cuando doblaron a la derecha tres cuadras más
adelante las volví a seguir.
Las vi metiéndose por un surco que terminaba en la casa
abandonada, que era como le decíamos con mis amigos.
Era gris y cuadrada y no se conocía quiénes eran los due-
ños. Los ladrones la habían usado como guarida una vez.

~46~
La policía los tenía rodeados y todo el barrio fue a ver. Yo
me acordaba de que la puerta del fondo era de metal y
estaba toda doblada y que a pocos pasos de la casa había
la palanca de una bomba mecánica, y me chocó cuánto le
habían mejorado el aspecto a la casa. Tenía macetas con
flores en las ventanas y el pasto alrededor estaba corto.
La Hermana Lugo no se detuvo hasta traspasar la puerta.
Nicole se sacó los lentes y agarró por el costado jugando
con un grupo de perros. Los perros le servían como ojos
porque corría y saltaba con ellos sin tropezar, pero la pri-
mera Nicole que evoco cuando pienso en ella no es esa ni
la del día siguiente, cuando pasé por su casa después de la
escuela y me ofrecí a hacerles los mandados.

Iba lunes, miércoles y viernes y les traía dos bidones


de agua de la estación de servicio. La Hermana Lugo
nunca me dijo una palabra de agradecimiento ni me
llamó un buen niño, jamás me dio una propina, y eso
me gustaba. No sentía ganas de contarle a nadie lo que
estaba haciendo. A mis padres menos porque para llegar
a la estación había que cruzar la Interbalnearia y me lo
tenían prohibido.
La primera vez fui a la estación en bici. La Hermana
Lugo me dio los bidones vacíos y recién cuando estaba
por emprender la vuelta, con los bidones llenos, me di
cuenta de que uno era de diez litros y el otro de cinco.
La diferencia en el peso de los bidones me hacía imposi-
ble mantener el equilibrio y estuve a punto de matarme.
Supe que o dejaba la bicicleta o abandonaba los bidones
y no volvía nunca más, pero me iba a topar con la vieja
todos los sábados. Dejé la bicicleta pero no llegué a dar
diez pasos con los bidones. Volqué el chico de una pa-

~47~
tada y antes de que se descargara del todo lo levanté y
traté de avanzar arrastrándolo con el pie mientras con la
otra mano llevaba el de diez litros y miraba por encima
del hombro para que no me robaran la bici. En cierto
momento los fierros de la bicicleta se confundieron con
el relucir del pasto y pensé que alguien tenía que hacer
ese trecho, la vieja o la niña, y si ellas podían yo también.
Levanté el bidón del suelo y caminé con los dos. Recuer-
do preguntarme si me llegarían a ver desde los aviones
que pasaban bajo, si algún amigo me reconocería desde
esa altura, qué pensarían de verme caminando por la
orilla de la Interbalnearia torcido, como si me hubieran
pegado un tiro, pero yo no conocía a nadie que hubiese
viajado en avión. Papá había estado a punto una vez.
Llegué sin aliento. Venía pensando en la bicicleta, por
eso no esperé a que la Hermana Lugo me agradeciera.
Dejé los bidones en el suelo y le dije:
—De nada.
Desde ese día siempre dejaba la bici en la estación
de nafta, hacía el trecho hasta la casa de la Hermana
Lugo caminando, depositaba los bidones en el porche
a los pies de la vieja, ella agarraba los bidones sin de-
cirme gracias ni con la mirada y yo rehacía el camino a
la estación como flotando. A Nicole la veía de pasada.
Siempre andaba con un cuzco blanco y marrón que le
mordisqueaba los tobillos. Yo aparecía y ella no se daba
por aludida, pero había veces que se paraba a mirarme.
No me miraba a mí exactamente, miraba algo que había
un poco a mi derecha.

La Hermana Lugo y Nicole me intrigaban, pero estaba


con ellas y me olvidaba de que había mil cosas que que-

~48~
ría saber. Su sola presencia me dejaba estúpido, con el
mismo poder brujo con que seguirían presentándose en
mi cabeza de forma recurrente a lo largo de los años, sin
que nadie las llamara. Así como había preguntas que no
me animaba a hacer, también había cosas que me negaba
a ver. La casa era de un solo ambiente y tenía una mesa
en el centro, donde trabajábamos y tomábamos la leche.
Contra la pared a la derecha de la puerta estaba la cama
de Nicole. La primera vez que entré a la casa, la vi: esta-
ba rodeada de cajas y bultos y todo estaba polvoriento.
Aparté la vista de inmediato y jamás volví a fijarme en
ella. Me sentaba a la mesa y me enfocaba en mi cuader-
no de trabajo. Había una fuerza que tiraba de mis ojos
para que mirara la cama llena de polvo. Al principio era
una lucha; luego se hizo automático y toda esa pared
dejó de existir para mí.
Cuando me enteré de que la Hermana Lugo daba cla-
ses de apoyo era mediados de año, vacaciones de julio.
Yo estaba en quinto y el segundo semestre tuve un bajón
de rendimiento. No entendía, miraba el pizarrón y era
como si estuviese en japonés y precisaba ayuda. Eso fue
lo que les dije a mis padres.
Cuando no estaba haciendo nada, la Hermana Lugo
se quedaba en una silla que tenía junto a la salamandra,
fumando y mirándose las manos. Se miraba las manos
y de vez en cuando le llamaba la atención a alguno que
se hubiera distraído, pero la única distracción posible
en ese lugar era mirarla a ella. Hablaba ronca, con una
voz que no era la que había tenido siempre. Le teníamos
miedo. De vez en cuando salía con historias de cuando
había trabajado con niños con problemas de violencia
y a veces nos insultaba. Guacho de mierda. Malparido,

~49~
nos decía. Muerto de hambre, le había dicho a Felipe
cuando quiso tomar café en vez de cocoa.
—No seas muerto de hambre —le dijo.
La clase duraba dos horas y media. Nicole solo estaba
adentro cuando llovía, y si la vieja se sentaba a mirarse
las manos ella también lo hacía.
Le dije que tenía problemas con matemáticas y con
geografía, pero la Hermana Lugo me vio agarrar el lápiz
y me preguntó cómo no me daba vergüenza agarrar el
lápiz así. Me dijo:
—Antes de ninguna otra cosa vas a tener que aprender
a agarrar el lápiz como la gente.
A la mesa había otros cinco niños y hacían como que
no escuchaban mientras la Hermana Lugo me mostraba
cómo se hacía. Me pidió que intentara y el lápiz se me
resbaló. Los demás seguían muy concentrados en su ta-
rea. Me fijé en cómo agarraban su lápiz y era obvio que
hacían un esfuerzo especial. Durante un buen tiempo la
Hermana Lugo me hizo repetir cada letra del abecedario.
Me tenía que concentrar en el gesto de la mano y cada
vez más en el dibujo de las letras. Luego me hizo repetir
palabras y luego oraciones cada vez más largas. Ni bien
llegaba me mandaba a buscar agua a la estación. En eso
se me iba casi una hora. Cuando volvía, tomábamos la
leche y la otra hora y pico me dedicaba a escribir. Había
que agarrar el lápiz y apoyarlo en la hoja. Tenía que saber
lo que iba a escribir. Lo tenía que poder ver como si ya
estuviese en el papel.
Los últimos quince minutos salíamos a jugar. El fondo
era todo monte y había una huerta cercada con alambre.
En el alambre se entreveraban una parra, una planta de
zapallos y una enredadera que daba flores violetas. Ni-

~50~
cole jugaba. Siempre tenía un perro al lado haciéndole
las fiestas y era fácil encontrarla. Cuando no jugaba, se
dedicaba a la huerta. Era evidente que veía mal porque
nunca corría para hacer la pica. Se quedaba detrás de un
árbol o bajo unos arbustos disfrutando de pensar que no
la podían ver. En la huerta usaba las manos para saber,
pero nunca pude convencerme de que era ciega del todo
porque yo la miraba y los ojos de ella parecían darse
cuenta. Un día la hice subir a mi bici. Yo quería ver hasta
dónde veía. Se agarró del manubrio sin problema, pero
cuando estuvo sentada se puso tensa y no le embocaba
a los pedales.
—No me sueltes —dijo.
La solté un segundo y no se dio cuenta de que tenía
que pedalear y se me vino encima. La sostuve, le ayudé
a poner los pies en los pedales, y la llevé agarrando la
parte de atrás del asiento y uno de los manillares. Le dije
que moviera los pies y en un momento estaba andando
y yo solo ayudaba a mantenerla derecha. Nicole miraba
para adelante y ahí pensé que veía por dónde íbamos,
pero después giró la cabeza para el costado, para que el
viento le diera en el perfil. No me dio para soltarla en
movimiento porque la Hermana Lugo nos miraba desde
la puerta de calle. Nicole se bajó de la bici contenta.
Nunca me volvió a pedir para usar la bici.
Empecé a soñar que estaba en la casa de la Hermana
Lugo, solo, sentado a la mesa, escribiendo. En el sueño
la casa era de madera. Me veía trabajar pero no me daba
cuenta de que me observaban. Veía la mano y el lápiz,
después una palabra escrita con una tinta casi invisible,
después el trazo que hacía la punta del lápiz en el papel.

~51~
Mirando la tele, por ejemplo, me daba cuenta de gol-
pe de que tenía el cuerpo todo quieto y que llevaba así
quién sabe cuánto. No se me movía un pelo, pero yo
sabía que por ley en algún momento eso iba a cambiar.
¿Cuál iba a ser ese próximo movimiento? No podía que-
darme quieto para siempre. Es como una estampida, no
se puede parar una estampida, y en un momento rompía
la quietud, levantaba un brazo, subía las rodillas, algo.
Me acostaba en la cama a pensar en Nicole al revés,
con los talones apoyados en la cabecera, y se me con-
gelaban los pies. ¿Cómo podía ser tan chica y tener los
ojos tan estropeados? En mi mente, ella tenía la culpa
de ser ciega. Algo tenía que haber hecho. ¿Y cómo podía
saber que había estrellas si no podía ni pensar en ellas?
Yo nunca la había visto de noche. La Hermana Lugo nos
echaba media hora antes de la puesta de sol para que
llegáramos a casa con luz, y yo no sabía cuál sería la di-
ferencia para Nicole si nos viéramos de noche, ni si ella
dormiría con los ojos cerrados ni qué diferencia encon-
traba entre dormir y no dormir. En algún lado, cerca,
bajo esas mismas estrellas estaba Nicole, dormida o por
lo menos acostada. Qué eran las estrellas y cuántas cosas
reales había entre los dos, me preguntaba. La lamida de
un perro, la voz de la Hermana Lugo. Me preguntaba si
Nicole no sería mi primer amor. Decían que cuando lo
sentías no te quedaban dudas, pero capaz que no era así
para todos. Estaba quieto y me empezaba un dolor en
las rodillas, cansadas de estar en el aire. Sabía que iba a
terminar moviéndome y me movía.
Una noche me escapé. Era tarde y ninguno de mis
padres se despertó cuando pasé con la bicicleta junto a
la ventana de su dormitorio. La casa de Nicole estaba

~52~
a oscuras y los perros me recibieron sin ladrar. Dejé la
bici en la cuneta y volví la noche siguiente y creo que
dos más, pero nunca pude llegar a la casa. La mesita
de hormigón y azulejos al frente del terreno, donde nos
sentábamos a tomar la leche cuando estaba soleado, era
una frontera que no podía cruzar. La cruzaba y me corría
un frío por la espalda y volvía sobre mis pasos. Si eso era
lo más lejos que podía llegar, entonces ahí me iba a que-
dar, por más que me pudiesen ver desde la casa y desde
la calle. Me quedaba parado sobre la mesa y observaba la
casita de bloque. Algunos perros se arrimaban. Movían
la cola pero no me regalaban un puto ladrido. Quise
dar un rodeo para llegar a la huerta manteniéndome a
distancia de la casa, pero me asusté y di media vuelta y
volví corriendo. Recuperé el aliento sentado en la mesa
del frente. Miraba la casa tratando de entender qué era
cerca y qué era lejos. Me recuerdo gritando desaforado el
nombre de Nicole, pero eso no puede ser porque alguien
en toda la cuadra habría reaccionado.

Junté las voluntades de otros dos alumnos, el Celio


y el Java, para que me ayudaran a cortarles el pasto un
sábado de por medio. Y los días que no las veía, igual me
sentía parte de sus vidas. La Hermana Lugo me había
mandado llevar un diario. Al principio yo no me consi-
deraba capaz de escribir tanto y ella me hizo aprender un
poema de un uruguayo, para que me acostumbrara. El
poema se llamaba “Último poema” y no era largo. Una
de las clases me lo hizo memorizar y después, durante
los próximos siete días, tuve que escribir el poema cada
día en una hoja distinta. El truco era no mirar las hojas
anteriores. El primer poema que escribí de memoria era

~53~
casi el del poeta pero el séptimo era otro poema. Algunas
frases se habían mudado. Había palabras nuevas y eran
como partes mías. La única frase que no había cambia-
do era la última. “Será un libro definitivo, un arrullo
emocionante, un monumento que celebre, para toda la
eternidad, tus ojos infinitos.” Y la frase en el papel, ma-
nuscrita siete veces de mi propio puño y letra, me dio fe
de que podía escribir cosas hermosas.
Empecé a tomarle gusto al diario la tercera o cuarta no-
che de corrido que me senté a escribir. Lo que tenía que
escribir ya lo había vivido pero empezar por el comienzo
del día no funcionaba, era dar un salto demasiado gran-
de, y empecé por lo último que había hecho. Escribí:
“Acabo de lavarme los dientes.” Ni bien terminé la frase
pensé que después de lavarme los dientes me había mi-
rado los ojos en el espejo. Era parte de un experimento.
Quería comprobar si los diseños en el iris eran siempre
los mismos como las huellas digitales, o si iban cam-
biando como cambiaban las arrugas de la cara o como
dicen que cambian las líneas de la mano, y mirándome
al espejo esa noche había tenido la revelación de que eso
era lo que hacía la Hermana Lugo cuando se sentaba a
mirarse las manos, estudiar cómo le iban cambiando. Si
no quería perderme detalle iba a tener que empezar por
lo último de verdad. Escribí: “Estoy sentado en la cama
escribiendo.” Estuve a punto de dormirme varias veces
en mitad de una frase con el lápiz en la mano. No me
levanté a hacer café porque me habrían preguntado qué
carajo estaba haciendo.
Repasaba los momentos del día y me veía como desde
una cámara en un árbol. Inventaba partes de una con-
versación. Podía cambiarle la ropa a la gente, decirles lo

~54~
que quisiera, podía borrarlas. Lunes, miércoles y viernes
me sentaba a la mesa de la Hermana Lugo y abría el
cuaderno de tapa dura. Ella lo leía parada a mi lado, sin
inclinarse.
—Mirá, acá del entusiasmo estabas apretando dema-
siado el lápiz —me decía. Me preguntaba si me había
sentido triste al escribir un párrafo que había quedado
como aplastado, qué me había enojado tanto para hacer
ese mamarracho de ángulos durante una página entera.
Las noches después de clase yo me concentraba en las
emociones que venían mientras escribía, me esforzaba
por agarrar bien el lápiz y hacer el trazo perfecto. Solo
cuando llegué a tenerlo más o menos dominado pude
entrar en la noche anterior y recordar cómo había dor-
mido y lo que había soñado y lo anoté.

Recuerdo el día que a Nicole le crecieron unas tetitas.


Ella tenía máximo diez años. Yo pensaba que tenía algo
que ver con su ceguera el que se estuviese desarrollando
tan temprano, que el tiempo era diferente para ella. Ni
bien salimos al fondo para el recreo del final, la vi parada
junto a la parra. Iba metiendo las uvas en un bolso que
había improvisado levantándose el borde de la remera.
Estaba de espaldas. Me acerqué y compartimos las uvas
en el suelo. Ella me miraba a través de sus lentes horribles
pero no me veía. Le pedí que se sacara los lentes y que me
los diera. Primero se contrajo, después me hizo caso.
—¿Qué vas a hacer con los lentes? —me dijo.
Pensé:
—¿Qué te importa si igual no los precisás?
Le dije:
—Quiero ver si me quedan.

~55~
Sin los lentes, sus ojos se pusieron bizcos de inmediato.
Lo primero que hizo fue bajarlos, como si supiese. No
me probé los lentes. De repente me di cuenta de algo.
—¿Vos sabés quién soy yo? —le pregunté.
No le di tiempo a responder. Le dije en un apuro que
ella también me conocía de clase de coro. Después le
dije que yo también era el que les iba a buscar el agua al
aeropuerto en la bicicleta, por si pensaba que yo era tres
niños distintos. Entonces Nicole hizo una sonrisa con
los ojos y los puso en las copas de los árboles y empezó a
cantar una canción del coro, una que la directora decía
que había traducido ella misma.
Hola mi amiga oscuridad,
de nuevo yo te vengo a hablar.
Los ojos se le movían para cualquier lado, como si mu-
chas cosas le llamaran la atención al mismo tiempo. Re-
pitió ese comienzo varias veces y en el mismo volumen
bajito que ponía durante las clases de coro. Sentí que
me subía el calor a la cara. Era como si hubiese quedado
desnudo de repente y solo yo lo supiera. Quise hacerla
llorar. Pensé que le dolería el doble si le pegaba porque le
llegaría por sorpresa, como si le estuvieran dando piñas
adentro de un cuarto oscuro. No le pegué, pero algo hice
con las manos porque de repente uno de los cristales se
había zafado del marco. Lo tiré lejos.
—Tomá, te los devuelvo —le dije después, y se los
puse.
—¿Te quedaron? —me preguntó mientras se los ajus-
taba. No se dio cuenta del cristal que faltaba. La dejé ahí
con las uvas y me fui antes de que la vieja empezara con
las preguntas.

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Desde ese momento, si pensaba en ella la cabeza se me
iba sola. Me veía de vuelta con ella al lado de la parra.
Tenía pensamientos en los que me la sentaba en la falda
y pensamientos en los que le hacía daño, pero en la vida
real era difícil quedar solo con Nicole porque la Herma-
na Lugo casi siempre la estaba vigilando. No era que la
tuviese siempre a la vista, en realidad, pero Nicole estaba
como envuelta en la personalidad de la vieja. Los sába-
dos, frente a todos los del coro, yo le decía qué lindo te
peinaste hoy, qué lindo vestido, para que supiera que yo
andaba en la vuelta. Después no hablábamos más, pero
éramos como planetas.
Me puse a escribir en el diario las cosas que me ima-
ginaba haciéndole a Nicole. Sabía que mamá no lo iba a
leer. Ya había intentado. Me lo confesó una mañana que
papá ya había salido para el trabajo. Me dijo que la tarde
anterior, cuando había entrado a ordenarme el cuarto,
había encontrado el diario abierto encima del escritorio
y no había podido aguantar la tentación. Me quiso tran-
quilizar y dijo que no había llegado a leer nada. Según
mamá, había tenido que cerrar el diario porque de re-
pente le vino miedo de toparse con algo que yo hubiera
escrito sobre ella. Después me preguntó si aparecía en
el diario y después si iba a dejar que lo leyera algún día,
antes de que creciera.
Lo que me hizo dudar fue pensar en la Hermana Lugo,
pero a ella no le importaba lo que yo escribía, y por
aquella época terminé de comprobarlo. Llevé a la clase
el diario con anotaciones de esas. Yo anotaba las cosas
que imaginaba con Nicole como si hubieran pasado de
verdad. De acuerdo al diario, por ejemplo, habíamos ido
al monte en el recreo y Nicole me había dejado olerla

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entre las piernas y olía a transpiración y a jabón. Yo esta-
ba seguro de que ese era el olor que debía tener, porque
ese era el olor que tenía yo cuando me pasaba la mano.
Trataba de quedarme completamente quieto mientras la
Hermana Lugo leía por encima de mi hombro, pero ella
me corregía la letra y nada más. Yo también seguía con
la vista los bordes de las letras y era verdad, había mejo-
rado mucho. Había aprendido que las mayúsculas ocu-
paban todo el renglón. Ya no quedaban mochas a mitad
de camino, y las palabras ya no salían entrecortadas, y se
inclinaban todas para adelante.
Recuerdo la confusión la tarde que volví de la estación
de servicio con los bidones y corrí al fondo buscando a
Nicole y a los demás y todo estaba quieto.
El instante en que noté las cabezas de los gurises por
encima del cerco de la huerta pensé:
—¿Qué están haciendo? ¿Por qué están todos tan
quietos?
Lo que hacían los gurises era mirar a Nicole, que es-
taba tendida boca abajo en uno de los caminitos que ha-
bía entre los surcos, con el pantalón por las rodillas. No
daba la impresión de que la estuviesen obligando a nada.
Estaba acostada ahí porque quería y tenía los brazos a los
lados como si se hubiese dormido, los lentes en la mano,
y sonreía. El Celio y el Java le miraban la cola, que era
más grande de lo que me imaginaba y rosada, y el niño
nuevo que siempre se estaba mordiendo el cuello de la
remera también la miraba. Celio hacía de cuenta que yo
no estaba pero el Java no tuvo drama en levantar la vista
y hacerme una mueca. La lengua me ocupó toda la boca
y en lugar de hacer o decir algo, salí de la huerta pisando
las plantas de mostaza, agarré la bici y me fui.

~58~
Esa madrugada volví. No entré al terreno. Ni siquiera
pude detenerme frente a la casa. Di varias vueltas man-
zana y abandoné cuando los perros me empezaron a la-
drar y se prendieron las luces del otro lado de la calle.
La clase siguiente llegué pasada la hora. Ya estaban to-
dos adentro y me quedé parado en el porchecito con la
oreja pegada a la puerta. Podía oír a la Hermana Lugo
hablando, explicando algo. Después me asomé por la
ventana cuidando de que no me vieran. Estaban los de
siempre sentados a la mesa. Nicole estaba en un banqui-
to junto a la cocina, con las manos en las rodillas. El Java
me miró y luego continuó con lo que estaba haciendo.
Cuando vi a la Hermana Lugo meterse en el baño, apro-
veché para irme.
En vez de dejar la bicicleta en el galpón seguí rodando.
Di una segunda vuelta a la casa parado en los pedales y
luego una tercera, hasta que mamá salió por la puerta de
la cocina y me obligó a parar. Le mentí que la Herma-
na Lugo y Nicole habían desaparecido. Le dije que las
puertas de la casa estaban trancadas y que no estaban ni
la vieja ni Nicole. Mamá me preguntó si no era posible
que estuviesen haciendo algún mandado.
—Capaz que fueron al médico —dijo—. Eso siempre
demora.
Yo le dije que hasta los perros se habían ido.
—No quedó ni uno solo —le dije, y a mamá le pare-
ció muy extraño, pero me creyó.

~59~
Túpelo
El único laburo que tuve en Bruselas fue en Túpelo, un
bar a media cuadra de la Grand Place. El dueño era Cos-
tas, un griego de barba negra fanático de Nick Cave.
Yo había visto a Cave las dos veces que tocó en Buenos
Aires y fue el nombre del boliche lo que me hizo entrar.
Estaba en mi segunda semana, era tarde y quedaba poca
gente. Costas estaba sentado en su lugar en el extremo
de la barra. Estaba claro que era el dueño y me senté a
un par de bancos de distancia. Cuando levantó la vista
de la lata de Guinness le pregunté directamente en in-
glés si el nombre del bar era en homenaje a Cave, a Elvis
o a los dos, y a la media hora estábamos discutiendo
sobre la contribución de Blixa —que acababa de dejar
la banda— al sonido de los Bad Seeds. Para el final de
la noche, ya me había ofrecido el puesto. Uno de los
barman se estaba por ir y no importaba si yo no hablaba
francés. Bruselas es una ciudad llena de estudiantes, di-
plomáticos y burócratas, y según Costas con mi español
y mi inglés iba a estar sobrado. Le advertí que de mí no
esperara una sola palabra en español. No había venido
a Bélgica para hablar español. Costas dijo que entendía
perfectamente.
Estar sitiado día y noche por un idioma que no co-
nocía había funcionado como un bálsamo al principio.
Aparte de las pocas palabras del francés que recordaba
del liceo, lo que yo oía era una música sin alma. Si los
que hablaban estaban fuera de mi campo, o si por algún

~63~
motivo no podía fijarme en sus expresiones, me costaba
darme cuenta de qué estaban sintiendo, si eran groseros,
si hablaban de mí. Me recuerdo cerrando los ojos adrede
en un ómnibus, en la mesa de un restaurante, y el pla-
cer de estar como sumergiéndome en un agua hermosa.
Ahora, solo doce meses más tarde, ya me había acostum-
brado. Aunque en el bar me manejaba la mayor parte
del tiempo en inglés, podía usar el francés para casi todo
lo que precisaba y si me hablaban entendía y era capaz,
incluso, de distinguir a un francés original de un belga.
El único al que toleraba cuando me hablaba en español
era a Juan Jones. Era un jíbaro petiso, hinchado, de chi-
vita. Decía ser el resultado de una noche de pasión entre
su madre y Tom Jones, el cantante, y que además y por
si fuera poco la madre lo había parido por el orto. No se
dejaba llamar Juan a secas ni JJ. Tenía que ser completo:
Juan Jones. No fuimos amigos. No nos llamábamos por
teléfono ni nos veíamos por fuera del boliche, pero el pri-
mer viernes de cada mes Juan Jones tocaba en el bar con
su banda. Hacían covers de Tom Jones y esas noches to-
mábamos a la par. Yo lo invitaba con alcohol, él me daba
unos saques. Yo admiraba que siendo colombiano hubiese
sobrevivido en Bélgica y que fuese, en mi conocimiento al
menos, el primer y último imitador de Tom Jones y que se
sintiera una estrella cuando cantaba. Cantaba con garra.
Creo que lo toleraba porque cuando hablaba español in-
terpretaba un personaje. En francés era un tipo refinado.
Se le estiraba la cara, se le marcaba una arruga en el en-
trecejo, hasta en el tono daba impresión de refinamiento,
pero cuando hablaba español era un pendejo de la calle
sarcástico, libidinoso, brillante y triste. “Uruguaashhho”,
dijo, cuando Costas hizo las presentaciones.

~64~
Le pregunté, como si me supiese el mapa de memo-
ria, de qué parte de Colombia era. Respondió que eso
no importaba; importaba por dónde había venido, y me
hizo el chiste sobre su origen. Eso fue lo único que llegué
a saber de su historia. De día manejaba un camión de
reparto de jugos de fruta.
Varias veces se me acercaron mexicanos, peruanos, cu-
banos, una parejita de uruguayos incluso. De algún modo
se enteraban de mi procedencia y buscaban sorprenderme
y forzar una complicidad pidiéndome sus tragos directa-
mente en español. Yo en seguida les rogaba que cambiára-
mos. Les decía que me lastimaba físicamente. Trataba de
convencerlos de que no era una metáfora. Me llevaba las
manos a las orejas si insistían. Les contaba que durante
mi última época me habían llegado a sangrar los oídos.
Tenía que pedirles delicadamente; algunos se ofendían, se
sentían despreciados. No hice mucha liga con ellos. Había
violencia entre los latinoamericanos. La percibí de inme-
diato, tres días después de haber llegado a Bruselas. Yo ya
estaba cagado hasta las patas y me quería volver. No en-
tendía nada, me sentía ridículo. Si no estaba en el hostal,
caminaba por la ciudad como un zombi para cansarme.
Comía galletas, caramelos, cualquier cosa que pudiese
comprar sin tener que abrir la boca. Entré en la agencia de
viajes más cercana al hostal dispuesto a reservar el pasaje
de vuelta y se dio la coincidencia de que la recepcionista
y el cliente al que estaba atendiendo eran argentinos. Él
le hablaba en español, ella le respondía en francés. En un
momento el tipo le preguntó a la mina por qué no le ha-
blaba en español si era argentina. Ella no le hizo caso y
siguió en francés. Yo me enteraba de sus argumentos por
lo que él le retrucaba.

~65~
—Ya sé que no estamos en Argentina —le decía él—.
¿Qué tiene que ver? ¿Cómo que te obligan a hablar en
francés únicamente? En cualquier otro lugar del mundo,
en cualquier otra oficina, cuantos más idiomas, mejor.
Acá no. Acá es al revés.
Ella dijo que tenía permitido hablarle en inglés tam-
bién pero el tipo no le creía y la acusaba de esnob, de
histérica, de cordobesa y de puta. Ahí fue que desistí de
la idea de tomarme el avión de regreso: me acordé de
la tortura que había sido la última época. Dos minutos
de escuchar al tipo me habían dejado la cabeza hecha
un bombo y me senté en los escalones del edificio de la
telefónica a que se me pasara el dolor. Había dos muje-
res atrás mío. No las vi pero su conversación me llegaba
clara. La telefónica estaba sobre una avenida con un can-
tero anchísimo lleno de gente tomando el sol invernal y
las mujeres hablaban mirando en esa dirección. Tuve la
impresión de que eran viejas amigas. Sus voces france-
sas me entraban por el embudo de la nuca, se cedían el
turno con gracia, y cuando sonaban al mismo tiempo
no se enredaban. Capaz que no se conocían y lo familiar
era el tema que las apasionaba: los precios de las cosas o
algo igual de fácil. El hecho es que me fueron sacando el
dolor de cabeza con su letanía impermeable. Cuando ya
experimentaba un franco bienestar, di con la noción de
que me encontraba, con casi ochenta años de diferencia,
en la misma posición que mi abuelo. No la misma. A él
lo habían trasplantado de Yugoslavia con el ascenso del
mal. Había aterrizado en medio de otro idioma, como
yo ahora, pero no nos obligaba lo mismo. A mí me ha-
bía expulsado mi lengua, la misma que él había resistido
tan tercamente. El abuelo había llegado joven, casi niño,

~66~
pero hasta el último día se le notó que era de otro lado.
Setenta años vivió en Uruguay, casado con una urugua-
ya; pues abría la boca y parecía que se hubiese bajado del
barco dos semanas atrás, y estoy seguro de que hablaba
el mismo italiano de cuando tenía trece. Era el mayor
de cinco y jamás volvió a Italia ni quiso ponerse en con-
tacto con los dos hermanos que sobrevivieron la guerra.
Tampoco contaba historias sobre su niñez. Solo al final,
cuando ya no tenía filtros y los recuerdos lo asediaban.
Decía nombres de personas. Se acordaba de meter las
manos en la tierra, arrancar no sé qué planta y comer
las raíces para saciarse. Hablaba de la última vez que ha-
bía visto a la madre y a los hermanos. El encargado de
llevarlo al puerto había sido el tío. Habían tenido que
abrir un surco en la nieve para poder salir de la casa. El
abuelo recordaba a su madre y sus hermanos en la puerta
diciéndole adiós mientras el tío lo llevaba por el camini-
to. En la imagen que el abuelo guardaba, la nieve que se
había apilado a ambos lados del surco formaba montí-
culos altos como una persona y brillaban a la luz del sol.
Yo no sabía que la nieve brillaba. Pensaba que ese brillo
había ido creciendo con el paso del tiempo en la mente
del abuelo, lo mismo que el tamaño de los montículos,
o que había cierta luz cuando estabas cerca de la muerte
que ponía todo en tu memoria a brillar.
En los escalones de la telefónica me acordé de cuánto
le costaba el español al abuelo. Se había arrancado casi
por completo de su tierra y había quedado atado sola-
mente por la lengua. ¿Lo había hecho adrede? ¿Cuánto
esfuerzo le había costado? ¿De qué le había servido? Más
tarde, cuando empecé a relacionarme y me preguntaban
qué hacía en Bruselas, decía que había emigrado para

~67~
entrar en contacto con el espíritu de mi abuelo, y era
mentira y era verdad.
No sé qué fue lo que se desencadenó mi necesidad
de volver a sentir el español, pero de un día para otro
empecé a albergar imágenes en las que me veía con un
libro en la mano y eran imágenes plácidas. La Librería
Latina estaba en la planta baja del Instituto Cervantes.
Estábamos en febrero. Fui en bici y me quedé un rato
largo en la acera opuesta con el corazón en la boca, pre-
guntándome qué carajo me pasaba. Era un local grande,
sin atractivo. Las paredes daban la impresión de estar
pintadas a la cal, las góndolas eran bajas. Reconocí el
acento mexicano del que atendía.
Empecé por fijarme en los diarios y en las revistas,
pero me pareció que iba ser demasiado, como zambu-
llirme de cabeza en una calle del D.F. De todos los libros
que había, los que me llamaron la atención de inmediato
fueron los de Yoshi Kamano. Había cuatro novelas su-
yas y todas tenían un diseño similar. Estaban hechas de
material barato y lucían un mandala a dos tintas en la
tapa. Por más que recorrí las góndolas no hubo un solo
libro que me atrajera más. Me dije que era una idiotez
volver a leer en español y empezar por una traducción
del japonés, pero fue lo que hice.
Alquilaba un apartamento de cuarto piso en Anderle-
cht. Tenía ventanas altas y en el dormitorio, para poder
ver, ponía el sofá cama contra la pared y me sentaba so-
bre el respaldo, que llegaba justo al borde de la venta-
na. Apoyaba la comida, los libros y el cenicero sobre el
alféizar y me entretenía con la visual de los fondos de
los demás edificios y con el tránsito en el callejón, que
terminaba en la puerta de la lavandería. Llovió toda esa

~68~
noche y no paré de leer, sentado sobre el respaldo del
sillón, hasta que se me fue la parte más pesada de la
angustia.
La traducción no era buena. Era como estar oyendo a
un extraño balbuceando en español con un acento muy
marcado. Tampoco entendía mucho de qué iba el libro.
En realidad me alcanzaba con esa voz áspera sonando
y no hacía mucho esfuerzo por seguir el hilo. Era una
novela gruesa. Debo haber leído trescientas páginas esa
noche, pero no la terminé, y un par de días más tarde,
cuando me topé con el libro encastrado entre el sillón y la
pared, no me despertó mayor interés. Ya me había dado
lo que me tenía que dar y no volví a abrirlo, pero me
quedaron abundantes imágenes y el recuerdo de lo rara
que me parecía la novela mientras la leía. El personaje
principal era un actor de teatro y la historia iniciaba en la
noche de estreno. De repente, apenas salido del camarín,
viendo el ajetreo en los pasillos, el tipo decidía que no iba
a subir al escenario. Decidía que nunca más iba a pisar un
escenario y se escondía doblando pasillos, se metía por
puertas, atravesaba vestíbulos, trepaba escaleras. La histo-
ria básica era esa. El actor huía y todo el mundo se ponía
a buscarlo. Los otros actores, el director, los asistentes, los
familiares, gente del público. No me gustan mucho las
historias fantasiosas ni cuando se nota mucho la alegoría,
y el momento en que el edificio mismo pareció cobrar
vida y se puso como a colaborar con la búsqueda, empecé
a saltear párrafos, páginas enteras. Cuando amaneció, el
aguanieve se había juntado en el suelo y en los toldos. No
sé cómo hacía la luz para filtrarse por las nubes.
Compartía apartamento con Thom. Llegué a odiar esa
hache al pedo en medio del nombre. Yo sospechaba que

~69~
había nacido sin la hache y que él se la había agregado
más tarde para hacerse el raro. Hacía dos meses que no
se aparecía, no pagaba su parte del alquiler, no atendía
llamadas ni respondía mensajes. Su dormitorio estaba
lleno de basura. El olor no me molestaba, me había
acostumbrado, pero esa madrugada, mientras tomaba
café junto a la ventana, me llegó una ráfaga podrida.
Estaba cansado por haber pasado la noche en vela, esta-
ba con las defensas bajas y fue violento. Dejé el libro en
un impulso, fui a la cocina y agarré las bolsas de basura,
abrí la puerta del cuarto de Thom y me puse a reco-
ger todo. Cajas de pizza, de hamburguesas, sobrecitos
de mayonesa y kétchup, sal, envoltorios de caramelos,
platos, cubiertos, cajas de cigarros, de galletitas, de dvd,
de cd, pantalones, medias, remeras, papel higiénico,
pomos de crema, pegotes de cerveza, grumos negros de
papel. Cubrían el piso y no dejaban ver ni un centímetro
del parqué. Me puse a juntar sin mucho orden. Había
llenado tres bolsas cuando de repente miré dónde estaba
y lo que estaba haciendo.
Cuando Thom me propuso que alquiláramos juntos
yo había aceptado porque estaba cansado de vivir en la
Kolping House, un albergue deprimente para pasantes
alemanes, y porque Thom parecía un gordo manso, abu-
rrido, predecible. Caía por Túpelo a tomarse una Duvel
directo de la obra con su ropa de obrero, las botas ridí-
culas, la musculosa, el casco amarillo en la mano. Paga-
ba siempre. Yo lo invitaba con la tercera y él a veces se
tomaba una cuarta. El día de la mudanza lo primero que
hizo Thom, mientras yo estaba desempacando en el li-
ving, fue mostrarme su canción preferida del momento.
“Fossoyeur”, se llamaba. Sepulturero. Yo no conocía la

~70~
canción ni el nombre de la banda ni entendía lo que de-
cía, pero recuerdo que el cantante impostaba la voz para
que sonara como la de un viejo del delta. Thom me la fue
traduciendo. En la canción el tipo le pedía al sepulturero
que cavara su tumba a ras del suelo para que pudiera se-
guir sintiendo la lluvia después de muerto. No sospeché
nada porque estaba tratando de combatir el aturdimien-
to que me provocaba la movida. Tampoco me detuve a
considerar con quién me estaba mudando cuando, acto
seguido, Thom me mostró una foto en la que posaba
con una metralleta, vestido con uno de esos uniformes
militares camuflados y me confesó que el sueño de su
vida era ser un dragón de la guardia francesa pero que ja-
más se le iba a cumplir porque no había pasado la prue-
ba física de ingreso por tener un soplo en el corazón (no
porque le sobraran treinta kilos de grasa). Después sacó
un arco profesional, me mostró las flechas y me desafió
a que intentara tirar de la cuerda como si fuese a dispa-
rar, pero no me dio la fuerza. Al mes de convivir, Thom
había cambiado el trabajo en la construcción por uno de
seguridad en un boliche y empezamos a coincidir más
en el apartamento, pasamos a tener prácticamente los
mismos horarios. Simultáneamente empezó a salir con
una terraja que levantó en el bar y a veces yo volvía a las
cuatro, cinco de la mañana y ellos estaban encerrados en
el cuarto y tenía que escuchar las voces de la película que
estaban viendo, o tenía que tratar de dormirme oyendo
cómo cogían. Después Thom dejó de trabajar. Pasó a
quedarse en casa todo el día fumando y comiendo y mi-
rando películas en la cama, rodeado de cajas y trapos y
papeles. La mina empezó a venir cada vez menos, pero
cuando venía cogían en ese mar de desperdicios que se

~71~
iba formando. Después la mina lo dejó y él siguió igual
y pasé a tener que irme a dormir con las películas porno
de fondo. Thom estaba en casa día y noche pero no lava-
ba el baño ni la cocina, no colaboraba con la limpieza ni
con el mantenimiento de nada, y en un momento dejó
de pagar su parte. Las horas que coincidíamos prefería-
mos no vernos las caras. Si él me sentía moviéndome por
la casa, se quedaba en su cuarto. Solamente salía para
ir al baño o a recibir algún pedido. Se arrastraba como
cargando toneladas, suspiraba para que yo pudiese oírlo.
El día que no aguanté más lo increpé. Thom decía que
estaba deprimido por la mina, por la cuestión del labu-
ro y las deudas que se iban acumulando. Además había
tenido una discusión fea con un amigo de toda la vida
y la enfermedad de la madre también lo deprimía y era
verdad, yo lo sentía hablar por teléfono con su madre
enferma en no sé qué pueblito perdido. Le di tres días
para que juntara todo. “¿Or what?”, me preguntó, pro-
nunciando la r en francés, como un niño con una flema
trancada. Al otro día ya no estaba.
¿Qué hacía parado en un basural, juntando la mierda
de otro? Lo que hice fue dejar todo como estaba. Calculé
a ojo que iba a precisar por lo menos diez bolsas más.
Me di un baño largo y salí con ganas de desayunar y de
ir a ver el río.
Bruselas no tiene río. Tiene, pero los hijos de puta lo
hicieron subterráneo hace más de un siglo porque ya
para esa época estaba podrido por la contaminación.
Desayuné café y un croissant y pasé la mañana en el
número 21 de la Place de Saint Gery, el único lugar de
la ciudad donde el Senne se deja ver. Siempre que baja-
ba estaba solo, pero hoy había una pareja sentada en la

~72~
cornisa que yo usaba para pensar y hablamos mientras le
sacaban fotos a una estructura que un vanguardista local
había colgado de las paredes. El río no tiene más de diez
metros de ancho en ese tramo y había toda una serie de
poleas y cables y aparatos metálicos tendidos de un lado
a otro a poco menos de un metro de la superficie del río.
El único ruido que se oía ahí abajo era el shlop, shlop
del agua lamiendo las paredes pero ahora, cuando toda
esa maquinaria se activaba con el movimiento del río,
producía un pitido esporádico. Era muy tenue y duraba
en el aire. Cuando nuestra conversación se apagó, me
entregué a las imaginaciones de siempre: me veía tirán-
dome al río en una balsa y recorriéndolo por esa especie
de cloaca a que lo habían condenado. Nunca me había
sentido más lejos de casa, ni siquiera al tercer mes de
haber llegado a la ciudad, cuando empecé a soñar con
el barrio, con los amigos de mi niñez. Salí a la calle des-
pavorido, y después de haber estado unos minutos en
la Grand Place mirando sin mirar los arreglos florales,
Juan Jones me tocó bocina. Estaba haciendo las rondas
y preguntó si lo quería acompañar. Dijo que parecía un
loco caminando entre las flores con los brazos cruzados
y me convidó con porro, con cerveza y un saque. Lo
ayudé bajando los cajones de jugo y le cuidé el camión
mientras él hacía negocios. Le conté, porque todavía lo
tenía en la cabeza, sobre el libro del japonés, y cuando le
resumí la trama dijo:
—¿En qué se parece un escenario a una celda?
Lo dijo en español pero no con el acento de siempre.
Estaba más duro que borracho y usó todas las letras y
sonaba como alguien que viene de guita, no muy acos-
tumbrado a que le discutan.

~73~
—En que se llena, se vacía, se llena, se vacía —dijo él.
Siguió hablando del tema por más que yo le decía que
no me interesaba el teatro, y no presté atención a sus pa-
labras. Me había tomado por asalto la sensación de que
en algún momento, sin darme cuenta, había empezado
a volver a casa. Podía llevarme toda la vida; no importa-
ba. De ahora en adelante cualquier paso que diera, sin
importar en qué dirección, solo me iba a traer más y
más cerca. Pensé que el primer paso lo había dado con
la compra del libro, y aunque no había tal cosa como un
primer paso, el vértigo que sentí en ese camión mirando
pasar las calles por la ventana fue muy real. Eran calles
que jamás habría pisado de otro modo, que no tenían
nada de particular, y las veía y las olvidaba.
Esa tarde me tocaba abrir el bar a las cuatro y tuve que
rehusar tres veces la invitación de Juan Jones a ver Mars
Attacks en su casa con cerveza y pizza de por medio. No le
gustaba que le dijeran que no, pero al final entendió que
yo tenía obligaciones y me dejó en la puerta de Túpelo a las
cuatro y cinco. Me serví un Jack Daniels mientras prendía
la máquina de café. Con el café y un segundo whisky me
estabilicé y me puse a barrer. Túpelo era todo ventanal. De
tarde, cuando el sol no se había ido todavía y por la dife-
rencia de luz no se podía ver para adentro, me divertía ob-
servando a la gente que pasaba. En algún momento todos
cedían. Se miraban en los vidrios, se arreglaban el pelo, se
fijaban cómo les apretaba el pantalón. Esa tarde vi a Tasía
doblar la esquina y detenerse un segundo frente a la puerta
de vidrio. Se miró a los ojos en el vidrio y entró.
Tasía era novia de Benny, el mejor de amigo de Costas.
Costas y Benny vivían en el mismo edificio frente al bar.
Pisaban los cincuenta, pero Benny parecía un viejo. Yo

~74~
no conocía la historia de su amistad. No sabía por qué
Costas siempre tenía una botella de Lagavulin dieciocho
años detrás de la barra para consumo exclusivo de su
amigo. El mono cruzaba de su casa dos o tres veces por
día a saludar a Costas, a tomarse un café. El único alco-
hol que tomaba era ese whisky con olor a kerosén y un
par de noches por semana caía con Tasía y se llevaban la
botella a una mesa. Costas se sentaba con ellos, le llevaba
cerveza a Tasía, les preparaba café, les rellenaba la jarra
con agua. Antes de irse pasaban por la barra, hacíamos
algún chiste, me dejaban una propina. Era obvio que a
Benny le gustaba que ella fuese menor pero también lo
mortificaba, lo mismo que el hecho de que Tasía fuera
oceanógrafa y enseñara en la Universidad Libre mientras
él era dueño de cuatro carritos de kebabs. Siempre la
estaba tocando, marcando territorio. Ese último verano
Tasía pasó un mes sola en Chipre, donde tenía a toda su
familia, y yo había tenido que sufrir a Benny cada una
de las noches que ella pasó afuera.
No todas las noches, miento. Las primeras dos sema-
nas coincidió que Costas tuvo que viajar a Nueva York
porque su hermano se casaba y daba una fiesta en Fire
Island. Entonces sí, Benny cruzaba al bar y era todo mío.
Ocupaba el banco de su amigo en el extremo de la barra
y se quedaba hasta el final, hasta que yo hacía el cierre de
caja. A veces, después de haberse bajado media botella
de su manjar predilecto en un par de horas, flotaba anes-
tesiado hasta su apartamento y se tiraba a dormir. Yo sa-
bía que era su última copa porque Benny me obligaba a
servirme una medida y brindar con él para no tener que
decir que la mañana lo había encontrado tomando solo.
No recuerdo una sola de nuestras conversaciones. O sea,

~75~
sé que hablamos de música, de alcohol, de las noticias,
pero no retengo un solo intercambio memorable, una
sola idea original. Así de opaco era el sorete. Como no
mencionaba a Tasía, yo tampoco le preguntaba por ella.
Me acabé enterando por boca de Costas que Tasía por lo
general se iba dos semanas del verano a ver a sus padres,
pero esta vuelta había llamado a Benny desde Chipre el
segundo día para comunicarle que se iba a quedar inde-
finidamente y que lo suyo había terminado.
Cuando Tasía entró por la puerta del bar me agarró
con la escoba en la mano. Estaba un poco borracho y lo
primero que hice, antes de que me saludara y me pidiera
un vaso de agua tónica con hielo, fue preguntarle si ha-
bía venido a encontrarse con Benny. Dijo que no, y me
ayudó a bajar las sillas de las mesas. Me ayudó también
con los taburetes de la barra y esperó sentada fumando
a que terminara de trapear el piso. Antes de prender las
luces de la puerta hice un par de espressos. Tasía tomó
el suyo de golpe. Después dijo que en diez días se volvía
para Chipre y que si yo quería nos podíamos ver antes
de que se fuera. Había vuelto a Bruselas para terminar
algunos trámites y dijo que le gustaría aprovechar para
conocerme un poco mejor. No era fea, pero a los veinti-
séis yo solo había salido con gente de mi edad o menor
y Tasía tenía treinta y cinco. Me gustaba su voz suave.
Hablaba un francés perfecto pero no ostentaba. Es más,
usaba todo el tiempo fórmulas de instituto. Yo pensaba
que lo hacía para dejar claro que no era nativa y eso me
caía bien. Le crecía una pelusa bajo el labio inferior, que
me confundía. Al principio no se la notabas. Pero una
vez que la veías se convertía en un imán. No sabía por
qué Tasía no se la recortaba. Me preguntaba si era una

~76~
costumbre europea, como la del pelo en los sobacos. La
pelusa era fina pero te llevaba a notar que también tenía
la nuca peluda, como los niños muy chicos. Le pregunté
qué pasaba si Benny se enteraba. Yo quería saber qué
tipo de problemas podíamos llegar a tener.
—Benny es un cobarde —dijo ella.
Quedamos en vernos esa misma noche, a la una y me-
dia, en casa de unos amigos suyos. Al rato Benny me
encaró. Desde su apartamento había visto a Tasía salien-
do del bar. Quiso saber para qué había venido y si había
preguntado por él, y descubrí que lo odiaba por haber-
me obligado a tenerle lástima. Le respondí que Tasía no
había preguntado por nadie, que había pasado por el bar
a refugiarse del calor, se había tomado un agua tónica
y se había fumado un cigarrillo antes de volver a salir.
Benny vio los pocillos y me preguntó si Tasía se había
tomado un café además de la tónica y le dije que sí, uno
después del otro. Esa noche Benny cayó por el bar a las
once y se quedó hasta el cierre. Entró y salió varias veces.
Costas me llevó aparte y me preguntó qué había pasado
con Tasía y le dije exactamente lo mismo que a Benny, y
no me sentí mal por eso. Las mujeres no eran de nadie.
Tasía me estaba esperando con unas calzas de lycra de
todos colores. Tenía un buzo que le ajustaba y estaba
tomando vino. Ni bien entré me tiré arriba suyo. Ape-
nas llegué a rozarle la boca porque se echó para atrás y
me miró sin entender. Me pidió que esperara y volví a
embestir. La llevé de prepo al sofá y en el sofá quedó
sentada con las rodillas juntas, arreglándose el pelo. La
copa había quedado intacta y Tasía miraba la mancha de
vino en la alfombra. Decía que yo era demasiado grande
para ella, que le iba a romper algo.

~77~
—Look at my size.
Yo no entendía qué quería decir. Con los pómulos lle-
nos de rubor, mirándose entre las piernas, dijo:
—Je suis tre petit.
Estuve cinco minutos tratando de convencerla de que
no tenía la pija que ella imaginaba. Me pareció raro que
tuviera esa idea. No debía de tener mucha experiencia.
La abracé y se apoyó en mi pecho como buscando con-
suelo.
—Hay tres tamaños —le dije—. Chicas, grandes y
extragrandes, pero la altura de la persona no tiene nada
que ver. Lo único que importa es si los tamaños de los
sexos coinciden, y para eso lo único que se puede hacer
es probar.
No hubo modo. Me quise bajar los pantalones para
mostrarle que su idea era un mito. Estuvimos un rato
forcejeando en el sofá, y cuando me empezó a entrar la
negrura dejé que Tasía ganara la pulseada. Cuando nos
calmamos, ella propuso ir al bar de la esquina. En la calle
cambié de idea y la llevé en taxi al Ménagerie, mi bar fa-
vorito, un conglomerado de casas rodantes en medio del
patio de un fortín medieval al sur de la ciudad.
De caminó le conté que Benny me había encarado esa
tarde. Tasía miraba por la ventana y dejó que mis pala-
bras se evaporaran. Después me puso una mano en el
muslo y cuando llegó al bulto me miró y me preguntó si
sabía cómo tratar a una mujer doucement. Esa noche te-
nía la pelusa bajo el labio más visible que nunca. Estaba
hecha de hebras rubias y lacias. Le dije que la iba a tratar
como a una cachorra y a Tasía le dio gracia y rebuznó.
Era la primera vez que la oía reír así, ridícula, como sola-
mente debía reír con sus hermanos, sus amigas.

~78~
Encontramos lugar bajo una parra repleta de uvas ver-
des. Había una mesa de pool a cielo abierto, a nuestra
izquierda, y desde donde estábamos podíamos ver la sa-
lida a la calle. Entre cervezas, Tasía me habló de Chipre
y me enteré de que los turcos hedían peor que los fran-
ceses. Me habló de las ocupaciones, los reordenamientos
territoriales, las playas, un bosque con árboles cubiertos
de mariposas, y de que los chipriotas eran la gente más
rara y más hermosa del mundo por la cantidad de razas
que se habían mezclado en la isla a lo largo de toda la
historia. Le pedí que me llevara con ella, y quedó ha-
ciéndome un fondo de ojo. Luego me preguntó si no
había nadie esperándome en ninguna parte. No me lo
habían preguntado nunca y por un segundo no supe qué
decir. Entonces Tasía se inclinó sobre la mesa para be-
sarme y me puso completamente alerta. La pelusita era
suave, dulce.
Después se dejó caer en el asiento y dijo a modo de re-
clamo que no le había gustado ninguna de las minas con
las que me había visto. Dijo que le había dolido verme
con la rumana platinada. Le había dado celos cuando
Benny le contó que Costas nos había encontrado gar-
chando en la cabina del dj, que quedaba en un entrepiso
encima de la barra. Eran las tres de la mañana y el bar
estaba cerrado. Costas había vuelto a buscar la billetera
que había olvidado. La música estaba prendida y no lo
sentimos subir. Los vi teniendo esa conversación en la
cama: Benny tratando de denigrarme, Tasía sabiendo ya
que algún día me iba a coger. Los gritos me sacaron del
trance.
Había un gordo parado a unos diez, quince pasos de
nuestra mesa. Tenía pelo largo, campera de motoquero y

~79~
hablaba un francés típico de Bruselas. Señalaba una tapa
en el piso de piedra que yo jamás había visto.
—Los que vayan a bajar, bajen —creo que decía.
Yo solo captaba las palabras qui descendent, que repetía
una y otra vez.
Tasía no quería bajar. Me pidió que no me fuera.
—No te vayas justo ahora.
Me encapriché. Era un show amateur, no podía durar
mucho. Le dije que me esperara adentro de alguna de
las casas rodantes, que estaba más calentito. Tasía res-
pondió que le gustaba bajo la parra y me saludó varias
veces desde la mesa con un cigarro nuevo entre los dedos
mientras yo esperaba que el gordo me atendiera.

El gordo se había ubicado frente a la tapa en el suelo.


A cada uno le cobraba distinto. Dos euros, cinco euros,
cincuenta euros. La gente le pagaba y el gordo no se mo-
vía, tenían que rodearlo para bajar. No me acuerdo en
qué idioma lo saludé. Haciendo el gesto de darse vuelta
unos bolsillos que no tenía, el tipo me respondió que si
quería bajar iba a tener que darle todo lo que llevaba. Al
menos eso fue lo que entendí. Me quedé con lo suficien-
te para un taxi.
Había una escalera de piedra y después un sótano cua-
drado, de techo bajo. Había un foco de luz sobre un
trípode enano y contra la pared una mujer en ropa inte-
rior. Nos fuimos parando en semicírculo atrás del trípo-
de y cuando se cerró la puerta se produjeron los últimos
ruidos. Después todos quedamos tan quietos como la
artista, que tenía la cabeza gacha y las manos enlazadas
en la pelvis. Estuvo un tiempo largo en esa posición, de-
masiado, y me pregunté para qué mierda había bajado.

~80~
Me acordé de la instalación en el río y pensé qué pasa si
prendo un cigarro. Después vi que estaban todos absor-
tos en la artista, así que dejé de mirar los perfiles que me
rodeaban y también me concentré.
Entonces la mujer destrabó los dedos y dejó las manos
colgando a los lados. La luz la iluminaba por completo:
pintaba un aura blanca en la pared y ella se movía dentro
de esa esfera. Lo primero que hizo fue ponerse de perfil.
Después se puso de espaldas, luego de frente y apoyó las
manos en las rodillas y miró fijamente la fuente de luz y
hacía como que veía algo. Tenía el pelo negro y un cuer-
po enjuto, de trabajadora de fábrica. Empecé a desear
que se sacara la bombacha de una vez, pero mi deseo se
amansó de golpe cuando la artista se separó de la pared
y su sombra creció a sus espaldas y ella se dio vuelta para
mirarla y la sombra pareció hacer lo mismo.
Hizo todo tipo de posturas. Al principio no me pare-
cían arte. Se paraba de distintas formas pero ninguna me
decía nada. Supe que estaba viendo algo bueno recién
cuando la mujer se puso de costado, relajó las rodillas,
quedó apoyada casi toda en una pierna y se convirtió en
alguien esperando un tren. Todos la mirábamos y luego,
casi al unísono, pasamos a mirar la pared que ella mi-
raba y ninguno había hecho otra cosa en toda su vida
que esperar. No era una contorsionista, aunque a veces
abría su cuerpo como una máquina. En esas pocas oca-
siones mi deseo se avivaba. Se decantaba siempre en una
imagen fría: yo metía un pie adentro de ella, un brazo.
En cierto momento se puso en posición de firmes mi-
rando el cielo, como un soldado o como un santo con
imágenes horribles en la cabeza. Luego fue achicándose
hasta quedar abrazada a sus rodillas. Bajaba un hom-

~81~
bro, después había bajado el otro, su pecho descendía un
tramo y quedaba flotando, indeciso, apagándose. Con
cada movimiento parecía acelerar, luego había descansos
como al costado del camino. Yo no sabía si habían pasa-
do horas o minutos. Después me acordé de que en algún
momento la obra iba a terminar, que iban a prender la
luz e íbamos a volver a la superficie. A lo último la artista
quedó en puntas de pie, sentada sobre los talones con los
brazos extendidos hacia el frente, en una posición senci-
lla como de gimnasia. Que se tratara de una posición de
gimnasia era ridículo, y que la sostuviera tanto tiempo,
y que no dejara de mirarnos. La luz no se prendió pero
el gordo, parado en la mitad de la escalera, gritó que la
puerta estaba abierta y rompió la magia.

~82~
Ahora que sabemos
A mediados de octubre, Inés se propone visitar a su sue-
gra en la casa de salud. Dice que quiere ir sola y sale
pasado el mediodía. No llevó el auto, y como a las siete
empieza a oscurecer y todavía no volvió, Oscar decide ir
a la parada con la intuición de que la va a encontrar en
el camino, pero no llega muy lejos. Inés está sentada en
el pasto a unos metros del portón de entrada, del lado
de la calle, con su vestido marrón y su saquito turquesa,
espalda con espalda con Pastora, que le hace compañía
apoyada en sus cuartos traseros.
Oscar la ve recostada en el alambrado cuando pasa jun-
to a los limoneros. Se frena y la llama. Dice su nombre
entero, María Inés, cuando llega a su lado. Ella levanta la
vista y frunce los labios. La perra le huele la rodilla.
—¿Qué hacés? ¿Cuándo llegaste? ¿Por qué no entrás?
¿Inés? ¿Pasó algo? ¿Qué pasó? ¿Podés caminar? ¿Por qué
no me hablás? María Inés. ¿Te trató mal? ¿Qué te dijo?
Inés se mantiene callada. Le niega la mirada pegando
el mentón al pecho. Oscar baja una rodilla al suelo y le
extiende una mano. Ella le escamotea las suyas. La perra
se echa de costado, luego rueda boca arriba. Luego vuel-
ve a rodar y queda tensa, achatada contra el piso.
—¿Vas a decir algo o estoy hablando al pedo? ¿Querés
un vaso de agua? ¿Me tengo que preocupar? Entrá. No te
quedes acá afuera. Charlemos. ¿Por qué te ponés como
una nena chica? ¿Qué tengo que hacer? ¿Me puedo sen-
tar al lado tuyo por lo menos?

~85~
Oscar le ordena a la perra que salga, para tomar su
lugar, pero Inés la sujeta del pescuezo y le dice:
—Usted se queda.

Desde que Quica empezó a precisar un cuidado diario


poco después de cumplir los noventa, Inés había queri-
do traérsela. Era importante vivir con los viejos: era la
mejor manera de aprender a envejecer. A Oscar le pa-
recía imposible aprender nada de antemano. Y ellos ya
eran viejos. Hacía rato que eran viejos. Él estaba a punto
de cumplir sesenta y siete, ella era cinco años menor.
Y aunque Oscar sabía lo que su madre quería, aunque
sabía cuál iba a ser su respuesta, le habló a Quica de la
posibilidad de que se mudara con ellos, todo por tener
un gesto con Inés.
—Muchas gracias pero no —fue su respuesta.
Las acompañantes no le duraban más de un par de
meses. Eran mugrientas, las lentejas les quedaban desa-
bridas, hacían ruido cuando chupaban de la bombilla, se
tiraban pedos, eran malhabladas. Todas se fueron igual.
Indignadas, lesionadas en lo más íntimo, diciendo cosas
así, llorando de rabia. Al final intentaron con un acom-
pañante masculino y fue el que más duró. El tipo tenía
los hombros de un sedentario y aunque decía tener cua-
renta parecía lo menos diez años mayor. Sergio. Se teñía
las patillas de un castaño más claro que el resto del pelo,
usaba lentes redondos de aumento. Pasada la primera
semana ninguno de los dos se quejó, pasada la segunda
tampoco, pero Oscar se percató de que Quica hablaba
cada vez menos y de repente le venía un temblor en la
mano. Se negaba a salir con Oscar a hacer los mandados
y jugar a la quiniela, que era su rutina preferida. Sergio

~86~
decía que Quica era una mujer intensa pero se enten-
dían. Quica estaba más llenita y no parecía mal dormi-
da, pero el temblor y el tema de que no quisiera dejar
el apartamento ni un segundo y el modo en que Sergio
le hablaba, como si fueran íntimos, fue lo que precipitó
las cosas. Oscar le contó a Inés de la mirada violenta con
que Sergio había recibido la noticia de que iban a poner
a Quica en una casa de salud, la actitud de superioridad
con que se despidió.
Después dijo:
—Hay que tener algo mal, algo psicológico, para que-
rer trabajar cuidando viejos y enfermos. Lo sabe todo el
mundo y nadie lo dice. Dicen lo contrario: hay que ser
muy especial. Hay que tener una disposición altruista,
dicen.
Entonces Inés quiso probar por su cuenta y habló con
Quica de mujer a mujer. Quica podía instalarse en el
cuarto libre mientras le construían un apartamentito al
fondo para que tuviera privacidad. Inés no tenía ningún
prurito en ayudarla con las cosas de higiene, e iba a ser
mejor para ella estar entre gente que la quería.
—Estás soñando. Prefiero que me lleven a un cinco
estrellas —dijo Quica, y dio el tema por zanjado advir-
tiéndole que no vendieran el apartamento hasta que ella
se muriera.
Inés le reprochó a Oscar que siendo su único hijo no
hubiese sido capaz de convencerla de mudarse con ellos.
—¿Sabés por qué no la convenciste? Porque no que-
rés. Vos mismo no estás convencido de tenerla acá con
nosotros.
—Ella no quiere. Lo escuchaste vos misma, de su pro-
pia boca. Mamá valora demasiado su independencia.

~87~
Siempre fue así. No va a dejar de ser lo que es de un día
para otro solo porque a vos se te ocurra.
—Si de verdad quisieras, la habrías traído.
—Tendría que haberla raptado. Tendría que habérme-
la traído a la fuerza.
Inés no volvió a opinar del asunto ni participó del
traslado de Quica. Era un Hogar Residencial, un cin-
co estrellas como ella había querido, pero Inés le decía
Casa de Salud. Oscar le describía la impresión que le
causaban sus visitas. El residencial parecía un hotel de
lujo. Mucha madera, ventanales enormes, sala de juegos,
biblioteca, piscina, sauna, un césped continuamente re-
gado. Pero su madre se había arruinado de un día para
otro. Solo podía moverse en silla de ruedas. La piel se le
había puesto quebradiza y con solo rascarse se lastimaba.
Además de la mano, ahora le temblaba el mentón cada
vez que abría la boca. Le decía que se sentía insegura.
—¿Adónde vamos ahora? —le preguntaba, como si
acabaran de llegar de alguna parte.
Inés lo escuchaba, asentía, sonreía con los labios apre-
tados. Es a comienzos de la primavera que Inés, un poco
movida por la piedad, decide ir a visitarla. ¿Qué cosas
se habían dicho? ¿Fue mientras hablaba con Quica que
había decidido no volver a entrar a su propia casa?

Esa primera tarde, cansado de rogarle a Inés para que


entre o que por lo menos le diga qué está pasando, Oscar
se sienta a su lado. No aguanta ni diez minutos. Inés si-
gue compungida, sin abrir la boca, sujetando a la perra.
Oscar mira la casa del otro lado de la calle mientras la
espía de soslayo. Los Minke habían terminado de cons-
truir poco antes de que él empezara, casi cuarenta años

~88~
atrás. Con Héctor, el padre de familia, habían hecho
buenas migas. Era un alemán enorme lleno de pelos,
ingeniero mecánico. Un día, mucho después, atropelló
a uno de sus nietos dando marcha atrás para sacar el
auto. Nunca se recuperaron y abandonaron la casa. Es
un terreno largo: mil quinientos metros llenos de árbo-
les frutales de los que nadie se ocupa. Héctor le había
regalado a Oscar dos ciruelos, dos higueras, un naranjo,
un guayabo y cuatro limoneros. El guayabo nunca dio
frutos pero la cantidad que dan los otros, ahora que ma-
duraron, alcanza para repartir en la cuadra y hacer algún
tarro de conserva. Los que quedaron en el terreno de
enfrente se abicharon y la poca fruta que dan se pudre
en el pasto. El Ferchu negocia con autos robados: vende
la carcasa por un lado, el motor por otro. Tiene el terre-
no sembrado de cachivaches y la casa en perpetuo plan
de remodelación. Lo último es una pieza que agregaron
como primer piso para una prima que vino de Brasil con
un crío. Hoy día se la puede ver en el balconcito el día
entero, dándose aires. De noche, la casa se convierte en
un boliche.
—¿Vas a entrar? ¿Te dejo la puerta abierta? La dejo
abierta. Hacé lo que quieras —dice Oscar luego de le-
vantarse.
Piensa en comer pero no tiene hambre. En el taller tra-
baja una hora en el escritorio de lapacho. Después llama
al Hogar y pide para hablar con su madre.
—Son las diez y media, señor —le dice una voz feme-
nina del otro lado—. Su madre ya se acostó.
—¿Sabe si recibió alguna visita hoy? ¿Mi esposa la fue
a visitar, según tengo entendido?
—Recibió sí, es verdad.

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—¿Sabe si hubo algún problema, si discutieron o algo?
¿Quedó muy alterada, mi madre?
—No sabría decirle, señor.
—¿No la notó alterada, nerviosa?
—No sabría decirle. ¿Por qué no la llama tempranito
mañana? Tipo cinco ella se levanta.
—Capaz que hago eso, sí —dice Oscar. Luego acomo-
da el sillón frente a la ventana y toma asiento con una
jarra de agua en la barriga. La casa del Ferchu tiene todas
las luces prendidas.
María Inés sigue recostada en el alambrado. Está de-
masiado quieta; capaz que le vino algo. Oscar está a
punto de salir corriendo, pero no llega a levantarse del
sillón: Inés levanta su cartera del pasto, la abre, la vuelve
a cerrar, luego se tiende de lado en el pasto usando la
cartera como almohada. Pastora se acomoda junto a ella,
de lado y mirándola. Entonces Inés se yergue y le baja
un carterazo entre las orejas, luego otro. Se levanta tam-
baleando, le abre el portón a la perra y la mete a patadas
para adentro del terreno.
Pastora entra por la puerta del fondo sacudiéndose,
como si le hubiesen tirado un balde de agua encima.
Se planta frente a Oscar y le ladra, dos ladridos cortos
y afónicos. Luego se pone frente a la ventana y empieza
a aullar. Oscar le grita que pare y después se arrepiente.
La perra, por suerte, sigue. Solo se detiene cuando oye el
cambio en la voz de Oscar.
—¿Estará enojada solamente, o querrá enseñarnos
algo? ¿Qué te parece?
La perra lo mira mientras regurgita el final de un aulli-
do. Vuelve a mirar a Inés, resopla y se aleja de la ventana
gimoteando.

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Oscar termina la jarra de agua, la deposita en el suelo
junto al sillón y parpadea.

Cuando abre los ojos es de noche y las luces de la casa


de enfrente están todas prendidas.
Inés no está sola. Oscar sale por la puerta de calle y
distingue a Maxi, el hijo menor de Carina y el Ferchu.
Está hablándole a Inés en una de sus parrafadas intermi-
nables, y cuando ve a Oscar dice:
—¡Hola, Oscar! ¿Te querés sentar?
Maxi no es mongólico pero pegó en el palo: es pro-
porcionado pero tiene los ojos raros, los labios húmedos
salidos. Tiene catorce años y dejó de estudiar en tercero
de escuela y pasa el día entero en la calle. Es rutina que
la madre o alguno de los hermanos tenga que salir a lla-
marlo para comer. Maxi se aparece cuando lo decide,
feliz de que lo estén llamando a las puteadas desde la
vereda. Emerge de lo de algún vecino feliz de haber es-
tado charlando, mirando tele o jugando con los perros
ajenos. A Carina y al Ferchu les debe horrorizar la pers-
pectiva de tener que mantenerlo por el resto de sus días,
además de la vergüenza que les debe dar tener un hijo
idiota. Pero lo que les tiene romper más los huevos es la
alegría permanente que tiene el hijo de puta. Lo deben
tomar como un desprecio. Les debe parecer que el gua-
cho se burla de la vida de mierda que les tocó.
—Andá para tu casa, Maxi —dice Oscar.
—Pero no tengo sueño.
—Cruzá que Inés está pensando y precisa tranquilidad.
—Bueno, pero capaz que después vengo.
Oscar se esfuerza por no mirar a Inés mientras Maxi
cruza la calle, y cuando da media vuelta y enfila para

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la casa se siente dueño de una pequeña victoria. Vuel-
ve al sillón y espera a que Inés se ponga horizontal de
nuevo para entregarse al sueño, pero el sueño no viene.
Lo poco que queda del invierno está escondido en la
madrugada, y sin pensarlo dos veces Oscar va al cuarto
de Gabriel, saca el acolchado de la cama y lo lleva afuera.
Inés duerme. Abre los ojos cuando siente que Oscar la
cubre con el acolchado y lo mira. Hay suavidad en su
mirada ahora. Y hay una chispa. Algo le parece cómico.
Oscar tiene la sensación de que si encuentra las palabras
justas todo se soluciona, todo queda perdonado. Sien-
te que ella, mirándolo a los ojos desde el suelo, le está
ofreciendo la oportunidad de terminar con todo este
quilombo. Oscar se limita a ir hasta la cocina, llena la
jarra que había dejado junto al sillón y le trae agua. Inés
señala con la cabeza para que se la deje ahí nomás. Lue-
go cierra lo ojos, agradece y se arrebuja en el acolchado.
Oscar se acuesta en la cama, pero solo cuando vuelve al
sillón logra conciliar el sueño.

Lo despierta el lumbago. Afuera, Inés está sentada, en-


vuelta hasta las orejas en el acolchado. Usa el alambrado
como respaldo. El sol no salió pero se acerca. Los colores
en el cielo son tenues y lo único que se oye es el clamor
de los pichones famélicos. Oscar se desliza del sillón al
suelo, se pone en cuatro patas y arquea el lomo hacia
abajo, luego hacia arriba, haciendo sonar la columna.
Pastora le gime desde el rincón junto a la puerta.
Después de vaciar la vejiga, sale al crepúsculo por la
puerta del fondo. Pastora se le adelanta: agarra por el
costado, ocupa cinco segundos en mear bajo un limo-
nero, luego vuelve a correr y lo espera junto al portón.

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Todo está mojado por el rocío. Inés no ha tocado el agua
de la jarra. Oscar levanta la jarra, murmura que le va a
traer agua fresca pero Inés lo frena, le dice que no le lleve
nada mientras acaricia el pescuezo de la perra.
—Voy a bajar al arroyo. Dejé abierto atrás por si preci-
sás el baño o comer algo —dice Oscar en un murmullo.
—No preciso, gracias.
Oscar la queda mirando, sacude la cabeza y baja a la
calle. A los pocos pasos pega la vuelta.
—¿Qué vas a hacer? ¿Vas a dejar de comer? ¿Vas a de-
jar de asearte? ¿Me estás haciendo una huelga?
—Tomalo como quieras.
—Bien.
El arroyo no trajo nada esa mañana. Oscar hace el re-
corrido hasta la boca y luego, en vez de regresar, sube
hasta el primer muelle de hormigón, desde donde el
puente se deja ver. Ahí parece quedarse sin voluntad y
durante la media hora siguiente no hace otra cosa que
observar a la perra perseguir renacuajos en la orilla.

Maxi está parado en la cuneta hablándole a Inés y


cuando ve a Oscar y a Pastora doblar la esquina da un
salto y los señala. Inés gira la cabeza, los reconoce, luego
vuelve los ojos a la falda. Maxi corre hacia ellos y la perra
lo intercepta, pone las patas en la barriga del niño y le
lame el mentón. Oscar sigue de largo. Trata de no mi-
rarla, pero ni bien cruza el portón se traiciona. Inés está
anotando algo en una libretita que apoya en la falda.
El resto del día, se obliga a seguir la rutina de siempre.
Trabaja en el jardín hasta las once. Cocina, come, lava los
platos. Cada tanto echa una ojeada al frente. Después deja
que la tele lo duerma hasta las dos. Se propone no fijarse

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más en Inés y se encierra en el taller a trabajar, a resguardo
del peor sol hasta las cinco menos cuarto, luego va del
taller al baño y del baño al sofá. Inés está en el pasto, en el
mismo lugar de hoy y de ayer, siempre de espaldas. Cuan-
do empiezan a pasar los primeros niños de regreso de la
escuela, se endereza un poco y se arregla el pelo.
Pasan las dos mellicitas rubias custodiadas por la her-
mana mayor, aunque técnicamente podría ser la mamá,
y atrás de ellas todo el resto. Van arrastrando los pies,
levantando polvo, blandiendo piedras y palos, flores, co-
las de zorro, todo el tiempo haciendo como que nadie
los mira.
El ruido de la moto se lleva la atención de todos. Maxi
aparece en la Zanellita sin espejos que lo dejan manejar.
Viene del fondo de su casa con dos bolsas grandes de
nailon en la falda y cara de gusto. Atraviesa el frente,
abre el portón y pone las bolsas en el canasto de la basu-
ra, sobre la calle. Luego se queda en el lugar saludando
al desfile hasta que pasa un grupo de seis hermanos. Les
grita desde la vereda, luego baja a la calle montado en
la moto y los niños se alborotan. Ayudan al más chico
a subir y cuando está bien asegurado Maxi arranca y los
demás se sacan las mochilas y las dejan caer en la calle.
Todos menos uno. El mayor le habla, le señala la pila de
mochilas, pero el gurí se aferra a la suya: pone una cara
tan desagradable que Oscar comprende perfectamente la
rabia del otro. No distingue qué cosas dicen, pero luego
de un par de giros el mayor le da un tirón y el niño cae
al piso y queda boca arriba acostado sobre la mochila,
pataleando como una cucaracha para que no lo toquen.
Maxi vuelve en seguida y va directo al niño acostado.
Le sacude el polvo de los pantalones y la túnica mientras

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el mayor les grita una sarta de razones. Maxi ayuda al
niño a subirse a la moto y el mayor le encaja una patada
a la rueda trasera y los corre con un cascote en la mano.
Se rinde en seguida y cuando gira ve a Inés, que lo obser-
va desde su puesto contra el alambrado. El niño mira el
cascote que trae en el puño y parece a punto de tirárselo
a Inés. Oscar se pone en pie de un salto pero el niño aca-
ba arrojando la piedra a la cuneta, que todavía conserva
agua. La arroja con fuerza y luego vuelve a mirar a Inés,
va hasta el montón de mochilas y arenga a los que que-
dan —dos nenas y un varón que dibujaban con palitos
en la calle de tierra—. Los obliga a recoger sus cosas y
reemprenden su camino a pie. Oscar los mira hasta que
se pierden tras la fila de cipreses de Yolanda.
Entonces Inés se levanta, se sacude el pasto del vesti-
do, se cuelga la cartera al hombro y enfila en la misma
dirección que los niños. Pastora, que estaba escondida
en alguna parte, le va a la zaga. Oscar sale por la puerta
de la cocina, corre por el costado de la casa y va hasta el
portón. Abre la boca, pero la voz no le sale. Maxi regresa
en la moto con su sonrisa eterna, ve a Oscar parado tras
el portón y lo saluda antes de trepar la entrada de autos
a su propia casa. Cuando la calle queda vacía, Oscar abre
el portón y se sienta en el lugar que Inés dejó, sobre el
acolchado impecablemente doblado en el pasto.

En la casa de enfrente ve a Carina pasar de una venta-


na a la otra. Va abriendo cortinas como si fuera de ma-
ñanita, acompañada siempre por la música de su celular
y es lo único que se mueve aparte de Maxi, que se dirige
por el pajonal a una especie de jaula que armó en un
extremo del terreno con alambre y tela de mosquitero.

~95~
Entonces Pastora se materializa en la cuneta. Le ladra
y Oscar no la oye. Ve cómo la boca de la perra se abre
y se cierra pero nada más. Luego, en un instante, algo
le explota en el oído y se le llena el cuerpo de un sudor
helado. Se levanta con dificultad y baja a la calle. Desde
la calle ve a Inés a una cuadra y media de distancia. Pro-
gresa muy lentamente. Va cargando algo pesado. Pastora
se larga a correr en dirección a su ama y Oscar la imita.
Va trotando y cuando llega junto a ella, se da cuenta de
que todo cambió y nada va a volver a ser como antes.
Inés está acarreando agua en bolsas blancas de nailon.
Las bolsas son cinco y las tiene alineadas en la mitad de
la calle. Están llenas de agua y cerradas con un nudo e
Inés las va moviendo de a una. Recoge la última de la
fila, la transporta diez, quince metros y le deposita unos
pasos por delante de la primera. Luego vuelve, agarra
la bolsa que quedó última en la fila y repite el proce-
dimiento. Levanta la vista cuando se percata de la pre-
sencia de Oscar. Tiene el pelo transpirado, pegado a la
frente, la cartera apretada bajo el brazo. Lo mira como
preguntándole qué hace ahí parado. Oscar no dice nada:
no sabe qué es lo que está viendo. Inés asiente, gruñe y
reanuda su trabajo.
Aunque sabe que Inés no lo mira, Oscar regresa tra-
tando de que no se le note el temblor en las rodillas. En
el living, espera junto a la ventana. Inés llega antes de lo
que pensaba. Sube las bolsas de la calle al pasto. Las or-
ganiza en un semicírculo alrededor del acolchado, mide
los pies que hay entre las bolsas y las ajusta para que
queden equidistantes, luego se sienta en el acolchado a
contemplar su obra.

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¿Es así como va a ser de ahora en adelante: ella vivien-
do en la calle y él durmiendo en el sillón? ¿Así va a pasar
las tardes? ¿Mirando a su esposa hacer sus locuras por la
ventana? ¿Cuánto va a durar? ¿Es legal lo que está ha-
ciendo Inés? ¿Tiene derecho a instalarse en la vía públi-
ca, aunque sea en la vereda de su propia casa? Si alguien
la denunciara, ¿quién se la terminaría llevando? ¿La po-
licía? ¿La intendencia? ¿A quién se llama en estos casos?
¿A algún ministerio? Tiene dos hermanos, José María y
Carlos María. ¿Debería avisarles? Pero se ven apenas una
vez por año en las fiestas. Se llaman por teléfono para los
cumpleaños. Esa es toda su relación. Los hermanos tie-
nen hijos y nietos, y algunos de los nietos ya están gran-
des y tienen sus propias parejas. La vida es otra cosa para
ellos. A partir de un momento, los dramas de su pobre
hermana menor pasaron a ser nada en comparación con
los suyos. Desde que estuvo claro que Inés y Oscar no
iban a contribuir con un retoño a la épica familiar, la
sensación es esa. Habían quedado a un costado. En las
reuniones se los empezó a tratar con la deferencia que
se le tiene a un huésped indeseado. Por momentos se
tornaban invisibles. Nadie se daba cuenta. No lo hacían
adrede, pero era raro que les pidieran su opinión sobre
algo. Las miradas de los demás les pasaban por arriba
como si estuviesen hechos de algo resbaladizo.
Por el modo en que Pastora lo observa, como si estu-
viese escuchándolo con atención, Oscar se da cuenta de
que lleva rato hablando sin parar.
Todo está anaranjado del otro de la ventana. El cielo
detrás de la casa del Ferchu es una sola nube naranja y el
aire está bañado en esa luz especial. Oscar sale al jardín.
No es el único. Tres casas más arriba, Pablo y Janet tam-

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bién admiran la luz. La sobrina del Ferchu está recostada
contra la baranda de su balconcito con el gurí en brazos
y se dejan sentir ladridos dispersos y los autos en la ruta
y una brisa con olor de agua que empuja desde el oeste.
Inés está apoyada en el alambrado y Pastora le husmea el
pelo. Inés no se da por aludida y la perra va bajando el
hocico por su espalda hasta llegar al suelo. Oscar abre el
portón y mira el semicírculo de bolsas de nailon y la cara
naranja de Inés y le dice que va a salir a dar una vuelta.
—Cuando vuelva no quiero ver ninguna de estas bol-
sas acá. Si vuelvo y no te moviste llamo a la policía, al
loquero, no sé a quién. Llamo a la tele. ¿Me escuchaste?
Inés tiene la libretita y la lapicera en la mano y mira
para otra parte.

Son dos cuadras hasta el arroyo y en esas dos cuadras


la brisa se pone más fuerte. Del color que llenaba el aire
solo quedan algunas hebras en las nubes y pronto se hace
difícil ver. No lleva reloj y no quiere regresar demasiado
rápido, por lo que decide ir hasta la boca y luego volver
por la playa. En eso se le va a ir media hora. Media hora
es más que suficiente. Pastora camina callada, pegada a
su pierna derecha. En cierto momento empieza a gruñir,
hace una carrera corta y se pone a ladrarle a un bulto en
la orilla.
—¿Qué es eso? ¿Qué tenés ahí?
No es un morrocoyo; es demasiado grande. Tiene que
ser una tortuga de mar. Habrá entrado con la marea alta.
Lleva muerta un buen tiempo. Está hinchada a reventar
y ahora que se arrodilló a su lado Oscar la puede oler.
Cuando le toca una de las patas, la perra se pone a ladrar
de nuevo.

~98~
El caparazón es hermoso. Está húmedo, como barni-
zado con aceite. Oscar prueba empujarla la con las dos
manos y es pesada, se desliza apenas un palmo sobre la
arena. Están a cincuenta, sesenta metros de los hormi-
gueros. Son dos hormigueros altos hasta la rodilla bajo
los pinos donde comienza el predio municipal. Es un
tramo de tierra arenosa bastante regular. A lo último,
incluso, se produce una pendiente crecida de pasto.
Con arrastrar a la tortuga hasta la pendiente ya está. Ahí
podría hacerla rodar. O sea que vendrían a ser treinta,
treinta y cinco metros en realidad. No puede dejar a la
tortuga ahí, a la vista. Y no va a volver a casa a buscar
el carro.
Pastora se desquicia cuando Oscar se pone de rodillas
y empieza a empujar a la tortuga por la arena. Le ladra
al bicho mostrándole los dientes, le tira tarascones. En
un momento se planta en el camino y deja caer las patas
delanteras en la cabeza de la tortuga, y Oscar agarra a
Pastora del pescuezo y la golpea con el puño cerrado
atrás de la oreja. Le perra se suelta con un grito y Oscar
llega a darle un segundo piñazo en el lomo. El resto del
trayecto, Pastora se mantiene a distancia. Avanza por de-
lante de él, a la misma velocidad, y va ladrándole al aire
oscuro y a los árboles que se acercan. El único problema
es cuando la tortuga se tranca y Oscar tiene que vol-
ver a hacer fuerza de cero. Tiene que encontrar el punto
de apoyo primero, el lugar exacto donde sus manos no
resbalen, y hasta que la tortuga no se mueve, el cuello
y los hombros se le van endureciendo hasta formar un
solo bloque. La lluvia lo agarra por sorpresa y hace que
Pastora se calle. Llueve con fuerza y Oscar puede oír los
truenos por encima de su propia respiración jadeante.

~99~
Cuando finalmente llega a la pendiente está empapado.
Se sienta en la arena y Pastora se arrima con la cabeza
gacha y le ofrece el hocico, luego vuelve a husmear a la
tortuga en silencio. Además de que nadan grandes dis-
tancias y de que pueden llegar a muy viejas, ¿qué sabe
Oscar de las tortugas? ¿Sabe más de lo que puede averi-
guar la perra con olfatearla? ¿Significan algo los diseños
en el caparazón? ¿Es su propia historia la que lleva escrita
ahí? Oscar empuja a la tortuga por la pendiente con los
pies y el escándalo se reanuda. La tortuga rueda hasta el
fondo y Pastora la acompaña desgañitándose. Cuando
la tortuga se queda quieta, Pastora se encarama en el
caparazón y le muerde la cabeza, ¿o es una de las patas?
Oscar la ahuyenta con un alarido. Baja la pendiente en
seis zancadas y la perra se escabulle y lo mira expectante,
el lomo erizado y las orejas pesadas en la lluvia.
A unos pasos están los pinos y los hormigueros, apenas
nítidos en la oscuridad. Oscar se agacha, se afirma en el
suelo, agarra a la tortuga y la levanta de un envión. Sien-
te un latigazo en la cintura y una descarga eléctrica en el
talón derecho lo clava al centro de la tierra. Después está
tirado en el pasto, ciego de dolor, la lengua de la perra
caliente en la cara en medio de la lluvia fría. Gira sobre
sí mismo sin pensarlo hasta que queda horizontal sobre
su lado izquierdo. El pecho le sube y le baja tratando de
hacer que el aire pase por el cuerpo acartonado.
No le importa si se rompe la espalda. Se va a parar y
va a cargar la tortuga hasta el hormiguero y la va a po-
ner encima del hormiguero para que las hormigas se la
coman y en unos días la va a pasar a buscar y sólo va a
quedar el caparazón. Después va a limpiar el caparazón,
va a sacar la carne que quede, le va a pasar aguarrás y va a

~100~
colgar el caparazón en la pared del living. Es eso, o dejar
que el dolor se le enfríe en el cuerpo y no moverse más.
Cuando finalmente coloca a la tortuga encima del hor-
miguero, las hormigas no salen de inmediato a cubrirla,
como en la imagen que traía en la cabeza. Mientras siga
lloviendo van a seguir bajo tierra.
Oscar se mueve de memoria. Junta pinocha y ramas
y trata de cubrir al bicho lo mejor posible. Pastora se
mueve sigilosamente a su alrededor.

Llega a casa con sus últimas fuerzas. Las bolsas no es-


tán en el pasto, Inés tampoco. En la casa hay luz. Pastora
entra antes que él por la puerta del fondo, y así como
entra vuelve a salir y se escabulle con la cola entre las
patas hasta su cucha bajo el parrillero.
Inés está de pie junto a la mesa de la cocina, con la
libretita y la lapicera en la mano. Oscar mira la libretita:
está llena números. Inés se bañó y tiene el pelo húmedo
en un moño. En la mesa está el mate y al lado del mate un
montoncito de migas de galleta que en algún momento
juntó y se olvidó de tirar. La cara se le frunce. Dice:
—Dios mío, ¿qué es ese olor? ¿Qué te pasó?
—Pensé que no volvía —dice Oscar.
—Me voy, Oscar. Me llevo el auto.
Oscar repara en la valija armada que tenía a los pies.
—Manuelita —dice—. Manuelita, ¿adónde vas?
Inés dice:
—A Miami.
—¿A Miami?
Puede ir a Miami. Puede ir adonde quiera. Tiene la
jubilación del banco. Puede cobrarla desde cualquier
parte.

~101~
—¿Y qué hay en Miami?
—Negros.
—Te lo voy a pedir una sola vez. No te vayas. Quedate.
—Pedímelo todas las veces que quieras.
—Treinta y seis años. Decime por qué. No tengo ga-
nas de discutir. Me quiero bañar. Estoy muerto de ham-
bre. Decime por qué. No te vayas sin decirme por qué.
Es lo mínimo.
—Estamos viejos, Oscar. Y yo no sé si vos estás dis-
puesto a cuidarme cuando yo ya no pueda. Qué digo. Lo
sé muy bien. No me vas a querer cuidar. Me vas a meter
en una casa de estas a que me cuiden otros...
—Capaz que nunca vas a precisar. Capaz que el va a
precisar que lo cuiden soy yo.
—Y vas a hacer lo mismo que tu madre. No te vas
a dejar. Vas a hacer todo el teatro de viejo insufrible.
Independiente. No existe independiente. Lo que llaman
independencia ustedes no es independencia. Es miedo.
Miedo al retorno de las cosas.
—¿Miedo al retorno de qué, María Inés? ¿De qué estás
hablando?
—No quiero ser una carga para los demás: ¿cuántas ve-
ces te escuché decir eso? Palabras de tu madre. La manía
de llegar a viejo y no tener que ser una carga para nadie.
Todo ese orgullo por nunca tener que pedir ayuda. Qué
digno. ¿Qué tipo de persona dice algo así, Oscar? ¿Qué
tipo de persona piensa que pedir ayuda es ser una carga?
—¿Quién? ¿Quién piensa así?
—No quiero pelear. No quiero dejarte una bomba y
después irme. Además, no tiene importancia. Chau, me
voy.
—¿Quién piensa así? Terminá lo que empezaste.

~102~
—¿Te hicieron sentir una carga de chico? ¿Te hizo
sentir que le pesabas? Te lo pregunto pero lo sé. ¿Hizo
muchos sacrificios por vos? ¿Qué fue lo que sacrificó?
¿Cuáles son las grandes cosas que podría haber hecho si
no hubieses nacido? No me digas. Viajar. Debe ser un
dolor grande. Porque eso es a lo que Quica le tiene mie-
do. Eso es lo que quiere decir el retorno de las cosas. Tie-
ne miedo de que le pagues con la misma moneda. Por
eso, ¿sabés qué? Está perfecto que no nos hayan dado
un hijo. Menos mal. ¿Lo deseabas? ¿Querías hijos? ¿De
verdad? Preguntátelo. Ahora vengo a entender la lógica.
Más vale tarde que nunca. Lo lamento por vos. Pero más
lo lamento por mí.
—¿Eso es lo que estuviste pensando estos días ahí
afuera?
—Me voy, Oscar.
—Pero eras vos la del problema. No era yo el que
menstruaba dos veces al año. No era a mí al que no se le
podía sacar un puto orgasmo.
—No te acerques.
—Nunca tuviste a nadie a cargo —dice Oscar—. ¿Es
eso lo que precisás? ¿Jugar a las mamás un rato? ¿Para eso
te querías traer a Quica? No sé ni lo que estoy diciendo.
No sabe de dónde salieron las palabras, pero se siente
mejor ni bien las dice. ¿Será algo que su madre pensó?
¿Será eso lo que le dijo a Inés dos días atrás? Porque la
cara de Inés se descompone. Ella trata de esconderla ba-
jando la cabeza. Agarra la valija temblando. Luego repite
que se lleva el auto pero tarda un segundo en moverse,
como si esperara una señal. Entonces Oscar da un paso
al costado, y María Inés sale por el fondo haciendo rodar
la valija para nunca más ser vista.

~103~
El olor de la tortuga persiste después de la ducha. Está
en toda la casa. Oscar abre las ventanas, luego va hasta
la heladera, saca un pedazo de queso dambo y tiene que
salir al fondo a comerlo. El cielo está empezando a abrir.
Parado bajo la glicina, Oscar se pone a llorar con la boca
llena. Traga sin masticar. Pastora gime, acostada bajo el
parrillero.
Llama al Hogar y pide con su madre. Lo atiende una
voz masculina.
—Son las diez y media, señor —dice la voz—. No hay
nadie levantado a esta hora.
—¿Cómo la vio hoy? ¿Cómo está? No la he podido ir
a visitar estos días, por eso le pregunto.
El hombre no sabe nada. Es guardia de seguridad,
trabaja de noche y le está haciendo el aguante a la re-
cepcionista Verónica, que tuvo que salir corriendo a la
farmacia.
—¿A qué hora abren mañana?
—No abrimos ni cerramos, señor.
—Quiero decir, ¿cuál es la hora más temprana que se
puede ir a visitar?
El tipo no sabría decirle. Le sugiere que llame en quin-
ce, y Oscar corta antes de que termine la frase.
Hay una sombra en el portón. La sombra se trepa al
portón y cae de este lado con los dos pies juntos. Es un
portón de metro ochenta, o sea que hace ruido al caer.
Maxi pasa por frente a la ventana y mira para adentro.
Cuando se mete para el costado de la casa, Oscar corre
hasta la cocina. El corazón le salta amargamente en el
pecho. Se acuerda de que dejó el galpón abierto y la sie-
rra enchufada, y cuando se asoma por la ventana ve que
también se olvidó de apagar la luz.

~104~
Maxi está bajo los limoneros. Oscar corre al baño para
verlo mejor. Está húmedo afuera y el niño arranca limo-
nes y los guarda en algo que parece un bolso deportivo
mientras Pastora lo acompaña en silencio, moviendo la
cola. Sin previo aviso, a Oscar se le vencen las rodillas. No
consigue mantener las piernas derechas. Tiene que aferrar-
se del borde de la banderola. La sombra violeta de Maxi
se mueve entre las hojas del limonero y Oscar se pone a
aullar. Son unos aullidos largos y retumban en la acústica
de los azulejos y la perra y el niño reaccionan. Oscar oye el
golpe que Maxi se da contra el árbol y ve cómo se le cae el
bolso y lo recoge antes de salir despavorido. Pastora queda
ladrando del otro lado, pegada a la pared.

El Ferchu lo intercepta a unos pasos de la puerta de


calle.
—¡Escribano! —dice. Tiene los ojos desaforados y el
pelo enredado en la barba, y se chupa las puntas de la
barba con los labios—. ¿Qué lo trae por acá, don Oscar?
¿Le jode la música?
Oscar se gira y ve el cartelito de escribano en el portón
de su casa, negro sobre blanco. Van ocho años que se
jubiló y no lo saca: ya ni lo ve. Hay grupitos de perso-
nas en el jardín echando humo y charlando. El Ferchu
se mira las manos. No sabe qué ofrecerle, si lo que está
fumando o lo que está tomando.
—¿Es la música que no lo deja dormir? —pregunta, y
le extiende el vaso de plástico.
Oscar se toca el oído como los sordos.
—No, no es la música —dice—. ¿Qué es esto?
—Caipiriña. Hecha con los limones que le mandé pe-
dir por el Maxi.

~105~
Oscar la prueba y se seca los labios.
—¿Puedo quedarme por acá un rato?
—¿Qué pregunta, don Oscar? Puede pasar también.
¿Por qué no pasa, se toma su trago tranquilo?
—¿Y el Maxi dónde anda?
El Ferchu entiende mal. Responde:
—Impecable, impecable. Vio cómo es. El tipo siem-
pre anda bien. Mejor que uno, seguro.

Lo primero que hay es un parrillero reconvertido en


living. De una pantalla gigante en la esquina sale música
y hay gente bailando. Contra la pared está el hijo mayor
del Ferchu con la novia. Oscar apunta a la mesa de roble
que hay en el centro de la sala. Encima de la mesa hay
cosas pero los bancos están vacíos y Oscar se sienta mirar
la orquesta de salsa en la pantalla.
Cuando levanta la vista ve a Carina. Está en la mesada
del parrillero con una amiga. La amiga lleva unos vaque-
ros apretados y está de espaldas, haciendo algo con las
manos. Al rato se seca con un repasador y se va a la co-
cina. Carina agarra una olla de sobre la mesada y la trae
a la mesa, se la pone a Oscar casi bajo la nariz. Después
trae limones y una tabla y se sienta en el banco del otro
lado de mesa.
—¿Se le terminó la bebida, Oscar?
En el vaso de Oscar quedan solo unas rodajas.
—Deme que le sirvo —dice Carina, y saca un cucha-
rón lleno de adentro de la olla.
—Es dulce —dice Oscar—. Y ácida.
—Es rica, ¿vio?
—¿Todo bien, entonces?
—Bien, gracias —dice ella, y se sirve un vaso. Luego

~106~
culebrea para extraer el celular del bolsillo, lo mira, son-
ríe, lo vuelve a guardar.
¿Qué sabe ella de toda la historia con Inés? Tiene que
haberla visto en algún momento de estos últimos días,
sentada en la calle. ¿Por qué no la menciona? Debe mo-
rirse por saber qué mierda fue lo que pasó. Oscar rompe
el silencio y le pregunta por la brasilerita, la prima del
Ferchu.
—¿Quién? Ay, ni me hable de esa. Hábleme de otra
cosa —dice Carina, mirando a un lado y a otro. Después
se pone a cortar los limones en rodajitas idénticas. Los
corta limpiamente, delicadamente, los dedos recogidos
sobre la piel de sus limones, como si hubiese hecho un
curso.
—¿Sabe, Carina? Estoy acá por un motivo.
Carina larga una carcajada, lo mira cómplice.
—Mejor así, Oscar. Mejor tener un motivo.
Tiene la tabla llena y echa las rodajas en la olla y se
pone a revolver.
—El Maxi es buen pibe —dice Oscar—. Es buen
gurí, y no tiene miedo a relacionarse, eso es importante.
Capaz que es más importante que cualquier otra cosa en
el mundo. Yo quiero darle una mano...
—No hay peor cosa que estar en un lugar sin motivo
—dice Carina, que no ha dejado de mirar como gira
la caipiriña en la olla—. Uno termina enredado en los
motivos de los demás.
—No sé qué le pusieron a esto, pero voy a tomar uno
más —dice Oscar, y se recuesta en la silla con las manos
en la barriga. Podría acostumbrarse a esto perfectamen-
te. Tomarse unas copas de vez en cuando, a un pasito de
su casa. Música, gente joven.

~107~
—Caña le pusieron, Oscar —dice Carina—. Caña,
azúcar, limón.
Carina le sirve en un vaso limpio, luego agarra el vaso
viejo de Oscar y lo desplaza mesa adentro. Oscar abre la
boca pero no llega a decir nada.
—Imagínese esto, Oscar —dice Carina, y prueba su
trago—. Imagine que va a una fiesta. Usted no quiere
ir pero los amigos le insisten. Tanto rompen las pelotas,
que usted termina yendo. Al final está en la fiesta, pero
no tiene ninguna razón para estar ahí. ¿Me oye?
Oscar asiente. De un segundo a otro no aguanta más
la vejiga. Le da sudores por todo el cuerpo. Oscar se
afloja y el chorro tibio le baña los muslos y le arranca un
suspiro. No le importa si tienen que arrastrarlo y meter-
lo en la bañera.
—¿Me oye, Oscar? —dice Carina, poniéndose un ci-
garrillo en la boca—. Escúcheme. ¿De qué se ríe? Imagí-
nese, está en la fiesta pero no sabe ni por qué. ¿Le da gra-
cia? Ahora imagínese esto también. Imagínese que hay
otra persona en la fiesta, pero esa persona sí tiene bien
clarito para qué está ahí. Usted imagínese eso. Está usted
y está este otro, que sabe muy bien lo que vino a buscar.
Dígame si eso no se llama estar regalado. Imagínese que
ese otro es mala gente. Imagine que lo que quiere es ha-
cer daño. Imagine que se trata de un loco.

~108~
La emoción de volar
Comenzamos otro año muy bueno y a la vez malo. Malo
porque hay una sequía impresionante. Ahora mismo es-
tamos envasando jugo de uva. Bueno para mí porque
empiezo menores. Es otra categoría en el basquetbol. Ya
voy a empezar a hacer pesas para preparación física. Bue-
no también porque fuimos a La Paloma y estrenamos
la cabaña. No sé si ya había contado que compramos
una cabaña en La Paloma. Es muy linda, el techo es de
dolmenit y es toda de madera. Surfeamos en Anaconda,
Los Botes y La Aguada. Pasamos ratos muy lindos dado
que en la cabaña de La Paloma hicimos un terraplén
e hicimos un fogón. Trabajamos mucho en el terreno
para limpiarlo. No tuvimos ni agua ni luz, así que todo
fue más difícil. En La Paloma hubo un campeonato de
surf en el que participé. Aclaro que mi categoría era de
catorce a dieciséis años y yo era el único de catorce años.
Salí octavo. Ese día mi padre había salido a surfear y se
le partió la tabla. Debo señalar que era domingo, o sea
día de reposo.
Ya estoy en tercero de liceo. ¡Estoy hecho todo un
hombre! (Eso fue una broma.) En las clases me va muy
bien. La nota más baja que me saqué hasta ahora es un
ocho y el máximo es doce. Pero hablemos un poco del
pasado. Este verano pasado, valga la redundancia, fue el
mejor verano de mi vida. Corrí las mejores olas de mi
vida, pero más importante, conocí a un grupo de per-
sonas extraordinarias de mi edad y un poco menos, tres

~111~
chicas y dos chicos realmente extraordinarios. Salíamos
de noche al centro, hacíamos fogones, nos reuníamos en
la casa de unos y después en la de otro, nos juntábamos
en la playa y disfrutamos del verano de la mejor forma
posible. Sus nombres eran: Fernanda y María Piñeyrúa,
Javier y María Eugenia Temesio, y Martín Díaz, que te-
nía hermanos pero eran mucho mayores.
Me olvidé de contarte que estoy en la selección de bás-
quetbol de la capilla. También está Daniel Suárez, otro
más de mi barrio. En octubre fuimos a Buenos Aires
con la selección, fuimos a Vicente López, allí conocimos
a pila de gente (jóvenes mormones) que no los voy a
olvidar. Allí visitamos pila de lugares, la calle Florida, el
hipódromo, McDonald’s, etc. Estuvo notable.
Hoy es miércoles y estoy leyendo una Liahona (menti-
ra, estoy escribiendo mi diario). Cada vez tengo un testi-
monio más fuerte sobre el Evangelio y sé que guardar los
mandamientos es la única forma de llegar a la salvación
y a la vida eterna, por lo tanto insto al lector a guardar
los mandamientos de Dios, quien fue nuestro creador y
de Jesucristo nuestro Redentor. Si los amamos realmente
debemos de guardar sus mandamientos, arrepentirnos,
ser humildes, caritativos, ser misioneros toda nuestra
vida mediante el ejemplo.
Teniendo el Evangelio en nuestra vida y mantenién-
donos firmes en la senda que conduce hacia el reino ce-
lestial, podemos avanzar y desarrollarnos espiritualmen-
te. Habrá tropiezos en el camino, pero nuestro Señor y
Salvador Jesucristo nos ha prometido acompañarnos y
sostenernos en cada paso que damos.
En Cristo tenemos una esperanza eterna. Sabemos que se
nos ha dado esta vida para prepararnos para la eternidad.

~112~
Llenad vuestra mente con la meta de llegar a ser como
el Señor y, al procurar conocerlo y hacer su voluntad,
eliminaréis todo pensamiento deprimente.
No obstante el pasado que hayáis tenido, se presenta
ante vosotros un futuro inmaculado.
El mensaje del Divino Redentor da esperanza a todos,
incluso a aquellos que se sienten desanimados y depri-
midos, solos y abandonados. Es la maravillosa esperanza
de un nuevo nacimiento, porque los que nacen del espí-
ritu son verdaderamente libres. Por favor, al que lea esto,
medite estas palabras, ya que tengo la constancia de que
son verdaderas y si las siguen serán salvos.

En el Club Malvín me está yendo muy bien, tengo un


average de 28,2 puntos por partido. Vamos segundos en
la tabla de posiciones detrás de Cordón y Biguá. En la
primera ronda perdimos contra Biguá y Cordón. En lo
que va de la segunda ronda jugamos contra Cordón y le
ganamos, Cordón le ganó a Biguá, y la única forma de
que podamos salir primeros es mediante un triple empa-
te que se daría si le ganamos a Biguá y Biguá le ganara a
Cordón en la segunda ronda. Esperemos que se dé así.
Hoy vino el novio de mi hermana a casa. Se llama Pa-
blo Matta. Es un tipo buenísimo. Es el primer novio de
mi hermana. ¡Cuándo me tocará a mí tener novia!
Hoy escribo porque acabo de venir de un viaje con una
delegación deportiva a Buenos Aires. Fue con la Scuola
Italiana di Montevideo. Lo mejor del viaje y de la estadía
es que me hice un montón de amigos. Me hospedó la
familia de Diego Canale, su hermana es Florencia y el
novio de Floppy es Chris. Gracias a esta chica (Floren-
cia) conocí a una chica llamada Luciana De Lette. Esta

~113~
chica y yo entablamos una relación, era una de las chicas
más lindas (para mí) que he conocido hasta ahora. El
viaje fue estupendo. En la parte deportiva salí tercero en
el lanzamiento de la bala. La Scuola ganó la copa Han-
dicap y el tercer puesto en la general, y hablando de todo
un poco fui en un ómnibus sin chicas! Pero igual fue una
muy linda experiencia.
Direcciones: Diego Canale/Gral. Piram 611/Martí-
nez, c. p. 1640/ Bs. As., Argentina
Luciana De Lette/Díaz Vélez 1862/Olivos, c. p., 1636/
Bs. As., Argentina

Buenos días: Anoche fue la graduación de seminario.


Me gradué después de un año de estudio de las escrituras
y donde logré un gran testimonio sobre nuestro profeta
José Smith. Yo sé que él fue un elegido del Señor y fue el
que hizo más por nosotros en toda la historia de la tierra
exceptuando a Jesucristo. Tradujo el Libro de Mormón,
parte de la Biblia, restauró el Evangelio, construyó ciu-
dades y por último murió por nosotros. Yo sé que él
existió y que lo que hizo fue por inspiración del Señor y
esto lo dejo en nombre de Jesucristo, Amén.
El jueves 20 fui al Christmas Formal (una fiesta formal
de la Escuela Americana). Una chica, fea, gorda y todo
lo que se pueda imaginar, le pidió a mi madre si no po-
día ir conmigo. Yo a ella no la conocía, por lo tanto le
dije a mi madre que sí. Cuando la vi me quería morir.
Pero bueno, llegamos al lugar de la fiesta y ahí me car-
gué a todas las minas que me fueron posible, hasta me
cargué a una de sexto de liceo.
Transcurrió el baile y me estaba mirando una rubia
hacía ya un rato. La rubia estaba divina, tenía unos ojos

~114~
verdes hermosos. Estaba vestida con dos musculosas:
una blanca apretada y una azul floja y más grande por
arriba, también tenía una minifalda negra y estaba des-
calza. Era muy pero muy pero muy linda y agradable en
su forma de ser. Era muy simpática también. Llegado un
punto en el baile estaba sentada en un sofá rojo, sola, en
ese momento fui y me senté al lado de ella, conversamos
por una hora y media casi dos (siempre hablando en in-
glés). Yo la conocía apenitas de antes y habíamos habla-
do algunas pavadas antes y cuando nos mirábamos nos
hacíamos caras y nos reíamos. Ella es norteamericana,
vive en Washington, por lo tanto no la voy a ver muchas
veces. Cuando hablamos le dije algunos piropos, ella me
dijo a mí algunos y luego papá me vino a buscar. Ella me
dijo que pasara por la escuela de mañana que ella iba a
estar y así hablábamos, pero no fui porque mi madre me
dijo que no dejaban entrar a nadie que no estudiara en
ese colegio, por lo tanto no fui. Mi padre me dijo que
ella me estuvo esperando hasta las once y media y yo no
fui! (¡Qué tarado!) Entonces le dejó el teléfono de Punta
del Este a mi padre (042-8-28-36). Ya es el segundo día
que la llamo y le digo unas cuantas cosas lindas y ella me
dijo que capaz que venía a Montevideo a pasar la navi-
dad y la nochebuena y capaz que se quedaba el 26 y así
podíamos salir, por las dudas me dio su dirección en e.e.
u.u.: Southern 208 Maple Av./ Chevy Chase Palma Md.
20815/United States. Su nombre es Camila Grossman,
pero me parece que nunca más la voy a ver.

Hoy escribo para relatar la experiencia más espiritual


en mi vida que me ayudó a fortalecer mi testimonio so-
bre la Iglesia. La convención de jóvenes fue desde el 16

~115~
hasta el 18. El domingo 17 tuvimos la escuela dominical
al aire libre y luego la reunión sacramental. Reinó un
espíritu muy lindo que hizo todo más ameno. A la tarde
se bautizó Daniel Morena, un muchacho de 18 años que
los padres no lo dejaban bautizarse hasta ser mayor de
edad. Este muchacho se bautizó en un arroyo al igual
que Jesucristo y luego le impusieron las manos. En se-
guida tuvimos una reunión de testimonios muy linda,
muy espiritual ya que muchos lloramos al escuchar los
testimonios y al decir el nuestro. La felicidad que me
embargaba era total, nunca había sentido tan fuerte al
espíritu confirmándome que esta era la Iglesia verdade-
ra. Yo quiero dejar mi testimonio de que sé que estoy
en el camino correcto como muchos otros mormones y
sé que Jesucristo y Dios viven, y que fueron los creado-
res de este hermoso mundo y de muchos de los cuales
ni conocimiento tenemos. Yo sé que si tenemos alguna
duda y pedimos al señor de todo corazón sin dudarlo él
nos va a responder y a guiar para que podamos elegir la
vida eterna. Insto al que lea esto a trabajar en la obra del
Señor porque es la única forma en la que podemos llegar
a ser felices. Yo sé que Dios no nos pone pruebas que
no podamos resistir. Si resistimos y sobrellevamos esas
pruebas, nuestro gozo será infinito. Por favor haced estas
cosas y lo dejo en el nombre de Jesucristo, Amén.
Son las 7:15 de la noche y ya oscureció, estoy acostado
en la cama, escuchando radio y escribiendo al que lea
este diario personal. Me siento muy feliz ya que mi re-
lación con Dios y con el mundo es cada día mejor y así
espero que sea la del que lea, ya que la sensación es muy
gratificante y el camino de Dios es el único que existe.

~116~
Comenzaron las clases en Marzo y comenzamos bien
ya que me estoy sacando buenas notas y me llevo bien
con los profesores y en especial con mis compañeros, y
compañeras. Está bien, lo confieso: hay una chica en mi
clase (Aline Gomensoro) que... sin palabras, es una de las
chicas más lindas de la clase si no es la más linda, y me
tiene loco (más o menos, porque es muy pillada). Temo
no haber relatado un acontecimiento mundial de im-
portancia trascendente. Las Naciones Unidas le declara-
ron la guerra a Irak por haber invadido Kuwait. Kuwait
es el país que “produce” y vende más petróleo en todo el
mundo y todos los países se están aprontando. Estados
Unidos, la potencia mundial más grande, junto con Ru-
sia le declararon la guerra a Irak y le dieron un tiempo
determinado parar soltar a sus rehenes y no lo hicieron,
y la guerra fue declarada en los últimos días de Enero y
finalizó después de un mes de muerte y angustia.
Hoy a las 11:00 hs. salgo para Rivera con el plantel
de basquetbol de Malvín. Vamos a jugar contra el Club
Nacional de Rivera y nos vamos a hospedar en casas de
jugadores. En el basquetbol me va muy bien ya que soy
titular siendo mi segundo año de menores, y voy a tener
que ser un jugador fundamental en el equipo.
Quiero dejar un mensaje a los que lean esto. Para lograr
lo que anhelamos debemos tener perseverancia y fe en que
lo lograremos, debemos hacer lo posible y lo imposible
por lograrlo y estoy seguro de que lo lograrán. Podemos
estar seguros de que lo lograremos si seguimos el camino
de Dios ya que él nos ayudará en todo lo que pueda, pero
no debemos confiarnos y no esforzarnos porque Dios esté
de nuestro lado, porque si no perseveramos Dios no estará
de nuestro lado, así concluyo mi mensaje.

~117~
No sé si comenté que estoy escribiendo poemas, y que
creo que “me va” bastante bien. Tengo ocho poemas los
cuales me gustan mucho, los que están archivados en
otro cuaderno dedicado a mi poesía, el cual espero tam-
bién esté al alcance del lector.
¿Alguna vez se han puesto a pensar todo lo que debe-
mos a nuestros padres? Pues ya es hora de que nos demos
cuenta y hagamos todo lo posible por retribuirles ese fa-
vor que nunca les podremos devolver. Ellos nos dieron la
vida, lo más hermoso, los colores, la alegría, los triunfos,
también derrotas y tristezas pero qué otra cosa podemos
pedir de alguien. Ellos nos aman, estoy seguro de eso
y estoy tratando de hacer lo posible por complacerlos
porque los amo. Imploro al lector a hacer lo mismo y
su alma se henchirá de gozo, y Dios lo recompensará
con grandes tesoros eternos, aun más valiosos que los
terrenales cuyo valor se esfuma con el tiempo y son de
ningún valor y alimento para el alma.
Desarrollad vuestros talentos y dones al máximo a fin
de poder perfeccionaros y ser lo mejor de nosotros y ser
semejantes al Padre Celestial y a su hijo Jesucristo. Arre-
pentíos y acercaos a Cristo, él es el camino, sigamos sus
pasos y seremos salvos, seamos obedientes, humildes y
mansos de corazón y lograremos la gloria celestial. Esto
lo dejo en el nombre de Jesucristo, Amén.

odisea de un viernes/sábado a la noche. Todo


comenzó cuando me dieron dos invitaciones para dos
cumpleaños de 15 para el mismo día. Mi decisión anti-
cipada fue la de ir a uno que era el de una amiga de la
iglesia, bailar el vals y luego irme al otro que era hasta
las cinco de la mañana. Llegó el día y fui al primer

~118~
baile, bailé el vals y me iba a ir, pero algo me decía que
no debía, que era mejor quedarme en ese baile, pero
decidí cumplir con lo que había determinado antes y
fui al otro baile (me llevó mi padre en auto). Me cam-
bié de ropa en el auto y me puse unos vaqueros y unos
championes, bajé del auto y le pregunté a un mucha-
cho si se podía entrar de jeans y me dijo que sí, por
lo tanto le dije a mi padre que se podía ir. Para entrar
tenía que entregar la invitación, la entregué y cuando
iba a entrar el portero me dijo que de championes no
podía entrar, le insistí y le insistí pero igual no me dejó.
Salí para ver si mi padre todavía estaba ahí pero no; ya
se había vuelto a la otra fiesta. En eso llegan unos ami-
gos (eran aproximadamente las 11:15) y me trataron
de prestar algunos zapatos, pero ninguno me cupo, así
que decidí volver a la otra fiesta (las dos fiestas estaban
a seis kilómetros de diferencia). Fui hasta la calle Ri-
vera y esperé el 7e7 rojo, pasó una hora y no pasó, por
lo tanto corrí hasta Av. Italia, donde esperé 20 minutos
más y finalmente me tomé un ómnibus. A eso ya eran
las 12:50 (ya era sábado). Llegué a la otra fiesta a la
1:20 y decidí cambiarme y ponerme los zapatos y el
pantalón de vestir adentro del auto, le pedí las llaves
a mi padre, abrí el auto, me cambié, tranqué la puerta
y cuando iba a entrar a la fiesta me acordé que había
dejado las llaves adentro del auto (eran la 1:25). Para
colmo me relajaron todo y tuve que ir a casa a buscar
las otras llaves. Por suerte nos llevó un amigo en auto
y volvimos rápido (1:30). Cuando llegamos de vuelta,
estaba decidido a bailar todo lo que no había podido
esa noche, pero cuando llego pusieron cumbia, cancio-
nes brasileras, me quería matar.

~119~
Pero esto no termina aquí. Cuando terminó la fiesta,
a las 2:00, o sea que estuve 30 minutos sentado sin dis-
frutar nada, me desremangué la camisa y me puse un
gemelo y cando me voy a poner el otro, no estaba, lo
había perdido. Para colmo era de mi padre. No se lo dije
porque me dijo el obispo que si lo encontraba me lo no-
tificaba. Pero esto aún no termina. Con las piernas do-
liéndome por las corridas y con un sueño que me moría,
dispuesto a irme a casa, un amigo me pide que lo acom-
pañe a acompañar a una joven que vivía a 7 cuadras de
donde estábamos. Acepté y fuimos, la acompañamos, y
luego tenía que ir a mi casa que quedaba a 10 cuadras de
allí. Se hicieron largas pero llegué, exhausto, pero llegué.
Puse la cabeza contra la almohada y me dormí (eran las
3:05). Este es el fin de esta odisea. Como mensaje me
dejó que sea más organizado en mis cosas.

Hoy jugamos contra Larre Borges a las 9:30 de la ma-


ñana, al mismo tiempo jugaban Cordón-Biguá. Si ga-
naba Cordón, Cordón salía primero, Malvín (nosotros)
segundo y Biguá tercero. Si ganaba Biguá, empatábamos
los tres en el primer puesto. Ganó Biguá: ¡salimos cam-
peones! Primera vez en toda mi vida que salgo campeón
de basquetbol. Era el primer año que usaba la camiseta
número 13 y ganamos. Mi average fue de 23, 9 puntos
por partido. Es poco lo que falta para que terminen las
clases y comiencen las vacaciones. Voy a hacer una pre-
temporada para moldear mi físico porque el año que vie-
ne va a ser más exigente todavía. Ahora dentro de poco
voy a ir a La Paloma, a surfear y a divertirme con toda mi
familia. Pero lo mejor es que va una “porteña” (cariñosa-
mente) que me gusta pila y quiero “arreglarme con ella”.

~120~
Terminan los cursos, termina el campeonato, termina un
año lleno de alegrías, de victorias y por suerte no tantas
derrotas, así es la vida. Espero mejorar en mi vida amoro-
sa, che! Todavía no tuve ninguna novia y ya tengo catorce
años! Es una vergüenza, yo, 1.90 mts, medio rubio, con
un físico bárbaro, con bruta pinta y no tengo valor para
conseguirme una mina (qué humilde, no!?)

Tengo 15 años. Si hará tiempo que no escribo, pero


aquí estoy de vuelta. Grandes noticias, este ha sido un
año notable en el que he logrado todas mis aspiraciones
por ahora. Bueno, todas menos una, pero el año todavía
no termina. En el área intelectual ha sido un año muy
provechoso ya que fui promovido de año, estaba en 4.°
de liceo y ya terminaron las clases hace una semana. To-
davía no sé con qué pasé pero luego se los notificaré.
Creo que está entre un 9 o un 10. También inicié un
curso de dactilografía a mediados de año y 3 meses des-
pués hice el examen y ahora ya estoy graduado. También
inicié el último año de inglés, luego del cual, si pasás el
examen ya tenés el nivel de un profesor. Creo que lo voy
a salvar.
También en el área física he logrado mis objetivos, ya
que estoy más alto, estoy pisando los 1,94 mts y salí
campeón por segunda vez consecutiva de basquetbol en
Malvín pero esta vez terminamos invictos, no perdimos
ninguno de los 22 partidos. Este fue mi segundo año de
menores. Soy titular y tuve un average de 24,9 puntos
por partido y 8,3 rebotes. También estoy pasando poco
a poco a la posición de los bases y estoy “jugando” con el
pique en los partidos. También otra arma de mi basquet-
bol es el triple, de los que emboco bastante. Como ven el

~121~
año de mis 15, para el que faltan 3 meses más para com-
pletar, está siendo uno de mis mejores años. Ahora, el
miércoles 13 tengo el viaje de fin de año a Bariloche, el
que grabaré en este libro todo lo sucedido en el día a día
en las próximas páginas. Haré una especie de vitácora.
Llueve afuera y hay un aire de melancolía, me acuerdo
de los veranos pasados, especialmente de Fernanda Piñe-
yrúa, chica que flechó mi corazón y dejó una marca que
nunca podré sacar. El verano próximo pasado no pudo
ir a La Paloma por lo que ya hacen casi dos años que no
la veo. También me acuerdo del verano pasado, de mis
amigos en La Paloma, Martín Díaz, siempre ahí, y nue-
vos amigos, dos hermanos, Martín Bleier y Vanessa. Se
convirtieron realmente en buenos amigos, ojalá vayan
todos este año.
Atención: una chica, hace ya unos cuantos días me
ha dejado enamorado, pero locamente enamorado. El
nombre de ella es Martina Molinari y es lo máximo que
haya visto en mi vida, tiene unos ojos verdes imposibles,
un cuerpo escultural y una manera de ser impresionante.
¡es divina! ¡Ah! Y le gusta el vinagre! Estoy enamorado.
Estoy enamorado, nunca había querido a una chica de
tal manera.

vitácora del viaje a bariloche. Así comienza el


relato del viaje. Aún no hemos partido. Salimos a las
4:00 de la madrugada y son las 2:12 de la misma. A las
3:00 tengo que estar en la Scuola para aprontar todo.
Acabo de terminar de preparar mis valijas y en lo único
que pienso es en Martina, hasta tal punto que preferiría
quedarme a no verla por 10 días, que ojalá pasen rápi-
do. Igual voy a tratar de disfrutar lo más posible de este

~122~
viaje. Tengo bastante sueño pero aguanto bastante más,
creo. Ahora mismo voy a seguir leyendo esta revista de
basquetbol que había ya comenzado a leer.
Son las 6:57 de la mañana y estamos en viaje. Nos
acabamos de detener por aproximadamente 50 minutos
para cambiar la rueda de un ómnibus que se había pin-
chado. Solo se ven largas y verdes pasturas, paisaje que se
va repetir durante todo el viaje. De vez en cuando algu-
na casa aislada se divisa, pero son pocas ya. Todos siguen
en sus asientos menos Andrés que está como loco, cami-
na de un lado a otro del pasillo, y para peor dice cada
estupidez impresionante. Algunos empezaron a comer
parte de la comida que trajeron. El sol ya asomó hace
rato, lástima que no pude ver el amanecer porque salió
detrás del ómnibus. Estamos pasando por un pueblito.
Pusieron un casete de Los Panchos y acaban de sacarlo
por unanimidad. El cambio ha sido notable, han puesto
una canción supermoderna, “Lambada”.
Son las 8:38 de la mañana y acabamos de bajar a to-
mar un café desagradable y comer unas medialunas con
nada adentro. Lo único rescatable del almuerzo eran
unos ojitos que más o menos estaban ricos. Pero nada
comparado con los ojitos de Martina, verdes, especiales.
Estoy extrañándola de gran manera. estoy enamorado
como nunca lo había estado antes. Ah, y además le gusta
el vinagre.
Ahora son las 11:22 y continuamos viajando. Aproxi-
madamente a las 10:56 cruzamos la frontera así que ya
estamos sobre territorio argentino. La cosa sigue normal,
solo que me cambié de lugar para ubicarme en el asiento
trasero para estar solo con mi melancolía. En este mismo
momento estoy observando el carné de Martina y me

~123~
pregunto cómo puede haber gente tan linda. Cada vez
que recuerdo a Martina se me hace imposible el mirar a
otras, o sea que nunca me fijo en ninguna otra que no
sea Martina. El pobre carné va a quedar gastado, porque
me lo paso admirando. Si sigo escribiendo no paro más,
así que mejor me detengo ahora y luego sigo.
Son las 4:41 de la tarde y nos pusimos en marcha luego
de haber almorzado un asadito con chorizo y ensalada y
de postre un helado. Estamos todos viendo un video de
no sé qué, así que me puse a escribir. Según mis cálculos
nos debe faltar más o menos por recorrer la mitad del
camino. El paisaje sigue siendo llano sin elevaciones, y si
las hay son muy dispersas. Solo se ven llanuras repletas
de pasto y árboles. La temperatura es agradable dentro
y fuera del ómnibus, tanto como para estar de camiseta
en ambos lados. El ómnibus por suerte es muy confor-
table, es un último modelo y sobran los asientos, por lo
que elegí dos asientos para estar sentado cómodamente
y solo, para recordar mejor a Martina. Estoy extrañando
demasiado y me parece que en cualquier momento me
bajo y me vuelvo a casa.
Son las 7:29 de la tarde y estamos merendando arriba
del ómnibus. Macarena y Carolina están sentadas en-
frente mío cantando canciones de xuxa. Especifico que
no tengo interés en estas chicas, ya que ninguna es com-
parable a la amante del vinagre.
Son las 10:07 de la noche y estamos llegando a un lu-
gar “civilizado” si se quiere, donde hay casas, pero ya lo
hemos pasado y seguimos nuestro camino atravesando
el campo argentino. Por la radio del bondi están pasan-
do “A brick in the wall” mientras que todos, especial-
mente las chicas, cantan y bailan a lo largo del pasillo. A

~124~
esto los siempre latentes recuerdos de Martina reafloran
y reafloran en mi mente, pero a la vez siento que esto es
algo que tiene que pasar y que tengo que tratar de sacarle
el provecho más grande a esta situación.
Son las 8:57 y para lo único que escribo es para descri-
bir el paisaje. A mi alrededor hay un auténtico desierto,
pero con arbustos y yuyos. No se ve ni un solo árbol, sin
exagerar, uno, puedo extender la vista hasta donde quiere
y no se divisa uno. Me acaban de decir que falta alrede-
dor de 1 hora para llegar al lugar donde desayunaremos
y otras tres para llegar a Bariloche. Alrededor de nosotros
se ven mesetas y elevaciones. En lo único que atino a
pensar es en Marti. ¿Dónde estará? ¿Se acordará de mí?
Son la 1:09 hora Argentina, o sea las 2:09 hora Uru-
guaya. Ya tenemos a la cordillera cerca y estaremos a 20
minutos de Bariloche. Hemos pasado por un lago, que
calculo tendría por lo menos 15 km. El lago estaba ro-
deado por elevaciones y mesetas, cavernas, etc. El agua
era azul, con todos sus diferentes matices, de repente
agrandándose y otras veces transformándose en un hilo
de agua. Eso sí era un paraíso, el reflejo de las elevaciones
sobre la clara faz del agua hacía figuras y jugaba con las
diminutas ondas. Las montañas con sus picos nevados
parecen como pintadas en un retrato que extasía la vista.
Son las 3:09 y ya estamos en la habitación del hotel.
Yo duermo en la cama más cercana a la ventana. Estoy
con Diego Vartián y Alejando Pérez. Ya colocamos un
arito de basquetbol portátil en la pared y comenzamos
a ordenar todo. Nuestra ventana da a otras ventanas de
otros cuartos. Bariloche, por lo menos a primera vista,
parece estar bueno. Pero, a pesar de lo bueno que está,
me parece que la pasaría mejor en Montevideo junto

~125~
a Martina. La estoy extrañando muchísimo, suerte que
tengo el carné y con esa pequeña foto me alcanza (pero
no me sobra). Pegué la foto al ladito de mi cama para
tenerla bien cerca. ¡Ay qué lindaaa! ¡Me quiero morir!
¡Buenos días! Son las 8:08 de la mañana. Nos levanta-
mos aprox 7:52 y ahora vamos a ir a desayunar. Se picó
un campeonatito de basquetbol. Ahora están contando
historias de sonámbulos.
Son exactamente las 12:01 y estamos en el cuarto. Fui-
mos a pasear al centro y nos sacamos una foto en una
plaza donde está el reloj con unos perros que se alquilan
para la foto. Le compré un osito a Martina, que ojalá le
guste. Es rosado, con un gorrito azul de lana, y un cora-
zón blanco en el pecho bastante grande que dice Barilo-
che en letras rosadas. Tiene unos ojos que son re-tiernos.
Pero nada igual a los ojos de Martina, verdes y brillantes,
más expresivos que ningunos que haya visto nunca. Es-
tamos en la habitación con Diego Vartián, Raúl Díaz,
Fernando Gambaro y yo. Estamos por subir al circuito
corto, que es un viaje alrededor de no sé dónde. Luego
les cuento.
Hola! Son las 10:16 de la noche. Anoche fuimos a una
discoteca llamada Cerebro, que está bastante buena. Al
principio dan un juego de luces, con láser y todo que
está excelente. Me fui temprano, a las 3:30 de la madru-
gada porque me embolaba estar ahí, y es un sufrimiento
estar sin Martina. Había chicas lindas pero se marchitan
todas ante la belleza de Marti (clásica frase de la literatu-
ra). Me levanté a las 10:30 luego de haberme acostado a
las 4:30. Hoy ascendimos el Cerro Catedral, pero, como
lamentablemente no funcionaban las aerosillas, fuimos
en un funicular. Eso sí, tuvimos que esperar como 3 ho-

~126~
ras para subir porque había cantidad de gente para subir.
Para pasar el tiempo fuimos a un arroyo que se produ-
ce gracias al deshielo. Sacamos fotos y tomamos agua
de este arroyo. El agua estaba heladísima. En seguida
llegamos (6:00) y nos tiramos sobre la nieve, jugamos
una pequeña guerra de nieve y nos sacamos unas fotos
en la nieve. Eso sí, nos congelamos. Pero valió la pena.
Luego volvimos como a las 8:50, ni nos bañamos y co-
mimos. Ahora sí, después de comer, me bañé y acá estoy
escribiendo tirado en la cama y escuchando unas lentas
suaves. Ahora me voy a quedar en el hotel a dormir y a
pensar en Martina.
En este momento me gustaría recalcar la importan-
cia de escribir un diario. No pensemos que no somos
nadie, que a nadie le interesa nuestra vida, porque por
el contrario, existe gente que se preocupa por nosotros.
No los privemos de que nos conozcan mejor, y dado que
no sabemos cuándo la muerte nos llegará, ¡debemos em-
pezar a escribir ahora!!! No vacilemos, os exhorto a que
comencéis a escribir para beneficio de la posteridad y del
vuestro, ya que os complacerá leerlo de vez en cuando y
recordar momentos vividos.
También me gustaría expresarles la importancia de la
lectura. La lectura es un método de obtener cultura y sa-
biduría. Leamos buenos libros, leamos las escrituras: El
Libro de Mormón, la Santa Biblia, Doctrinas y Conve-
nios, La Perla de Gran Precio. Leámoslos para preparar-
nos ya que se nos ha dicho que la sabiduría que encon-
tremos en la tierra, con ella nos levantaremos después de
la muerte, por lo tanto ¡preparaos!!
Preparaos tanto intelectualmente como espiritualmen-
te y físicamente. Mantengamos nuestro cuerpo saluda-

~127~
ble, nuestro cuerpo es un templo de Dios, no dejemos
que ninguna impureza entre en él. Hagamos deportes,
comamos bien, durmamos bien. Quiero dejarles esto
por experiencia personal que sé que prepararnos y culti-
var todos nuestros aspectos es esencial. Hacedme caso y
si no lo estás haciendo, comenzad, y si lo estáis, nunca
dejéis de hacerlo.
Comenzamos un nuevo día y son las 9:29 de la maña-
na y acabamos de desayunar café con leche, medialunas
y pan con manteca y mermelada. Estoy acostado en la
cama escribiendo. Esta fue la primer noche que dormí
bien porque no fui a la discoteca. No hay mucho que
contar todavía, lo único que dentro de una hora, a las
10:30, iremos a una cabalgata por el bosque y otras co-
sas. También tengo que contar que extraño como nunca
a Martina, pero por suerte faltan menos de cuatro días
para volver a verla, así que un poco más feliz estoy. Pero
todavía falta bastante. El carné está hecho medio bolsa
porque lo llevo a todos lados.
Son las 8:37 y acabamos de desayunar. Estamos escu-
chando una canción de los Beach Boys (la que más me
gusta), “kokomo”. Ahora nos vamos a ir a un viaje a la
isla victoria. Así que nos vemos.
¡Volví! Son las 7:30 de la tarde y volvimos de la isla
más o menos a las 5:40. Lo que hicimos fue esto: Prime-
ro fuimos en ómnibus hasta el puerto Pañuelo, donde
nos tomamos una embarcación la cual nos llevó primero
hasta el bosque Arrayanes, que es un bosque situado en
una pequeña isla que tiene cantidad de especies de plan-
tas. El agua del lago Nahuel Huapí estaba especial, bien
transparente y verde. El paisaje a nuestro alrededor era
extasiante: los picos nevados contrastaban con la parte

~128~
inferior de la vegetación de la montaña, la que se refleja-
ba en el agua del lago. Esto más el colorido de las flores
más predominantemente amarillas y naranjas formaba
un cuadro espectacular. Luego de visitar ese bosque par-
timos de vuelta pero ahora hacia la isla victoria donde
almorzamos y como no podía ser de otra manera no nos
podíamos ir sin bañarnos en el agua de este lago. Nos
bañamos los varones en calzoncillos. Estaba fría pero di-
vina. ¡Chau! ¡Ahora nos vemos!
Martina: Cada vez te quiero más.
te amo.
Son las 8:39 de la mañana y acabo de desayunar. Es-
tamos en el cuarto con Diego y Alejandro escuchando a
los Beach Boys (Still Cruisin’). Ahora estamos escuchan-
do la mejor canción, “Island Girl”. Escribo para con-
tarles sobre lo que soñé. Soñé con Martina. Se veía más
linda que nunca, con sus ojos brillantes y expresivos que
me miraban con ternura. Lloré como nunca, la extraño
como nunca antes había extrañado a nadie. Me estoy
muriendo por verla y ya no aguanto más.
Ya son las 8:19 de la noche. Hace ya un rato volvimos
del viaje o circuito más aburrido que hemos tenido. Via-
jamos alrededor de 3 horas en barco, recorrimos lagos
(qué bodrio, porque todos los lagos son iguales), visita-
mos una cascada, y todo esto nos abarcó como siete u
ocho horas. Ya en parte me estoy pudriendo de Bariloche
y quiero volver a Montevideo para ver a Martina. ¿Por
qué la amaré tanto? Aaaaah! A la vuelta en el televisor del
comedor estaban dando el noticiero. Se están cumplien-
do todas las profecías de los profetas de la antigüedad,
los terremotos, sequías, inundaciones, guerras y ahora
siguen los problemas que no paran en el Medio Oriente.

~129~
El mundo está cada vez peor y por eso hay que ser más
fieles a la voluntad del Señor para poder ser salvos y vivir
dignamente esta época de probación.
Ya son las 9:50 de la mañana del miércoles 20/11.
Acabamos de tomar la leche y ahora vamos al centro a
comprar algo y a pasear. Mi amigo estupendo Vartián
está arreglando su ropa. Alex, otro estupendo amigo, está
también arreglando su ropa mientras yo escribo sentado
en mi cama. Hoy es nuestro último día en Bariloche.
Nos vamos mañana de mañana después de desayunar,
por eso estamos doblando nuestra ropa. ¡Falta cada vez
menos!
¡Hola! Son las 8:41 de la mañana y estamos sobre el
ómnibus. Estamos a punto de partir. Nos levantamos
6:50 y tomamos la leche a las 7:30. Por suerte estamos
por volver y ya dentro de día y medio vamos a estar en
Montevideo. Escribo luego.
Ya son las 8:24 de la noche. Estamos ya en pleno viaje.
La oscuridad de la noche se aproxima pero por suerte to-
davía restan algunos destellos de luz, queda esa claridad
crepuscular tan solo. Perdí la lapicera y Diego me pudo
alcanzar otra recién ahora. A eso se debe el cambio del
color de tinta. Todos en el ómnibus están bastante tran-
quilos, están todos en sus asientos. Un grupo de chicas
charlan sobre quién sabe qué, hay gente durmiendo y
están pasando cumbias por la radio, música inspiradora
y hermosa, ¡puaj!
Ya son las 8:52 de la mañana. Todavía no desayuna-
mos pero el sol salió hace rato. Diego me está haciendo
preguntas sobre una revista que ya leí unas cuantas ve-
ces. Tengo un hambre que me muero y también extraño
a Marti que me muero, pero falta poco, ¡así que chau!

~130~
Son las 4:01 hora Uruguaya. Estamos en Cardona y
acabamos de almorzar en un hotel-restaurant. Estamos
arriba del ómnibus pero todavía no se ha puesto en mar-
cha. Calculo que dentro de 2 horas y media llegaremos
a Montevideo. Diego se encontró muy callado durante
el viaje y me parece que ahora comenzará con sus chistes
letales. Me despido hasta próximo aviso.

Ayer, o mejor dicho hoy de madrugada a las 12 y algo


de la noche, pasó lo más maravilloso que pudo haber pa-
sado, lo mejor de mi vida, ¡me arreglé con Martina! To-
davía no lo puedo creer, que tenga una novia tan linda
me parece imposible, pero por si hay alguna duda quiero
decir que la amo, la re amo, la re quiero, me muero por
ella, podría tirarme de un rascacielos por ella, daría mi
vida por Martina, es que es tan linda que me vuelve loco.
Hace menos de 12 horas que no la veo y ya me estoy vol-
viendo loco, por suerte mañana la voy a ver de vuelta, así
que hasta mañana, pero antes quiero decirles que mirarla
a los ojos y darle un beso fue la más linda sensación que
sentí en toda mi vida, así que ahora sí, nos vemos luego.
Además de ser mi primer novia es tan especial porque es
lindísima, hermosísima, todo lo bueno junto en una sola
persona, estoy que estallo de alegría, y cuando no la veo
me muero por verla, la extraño, porque hoy no la vi, no
me imagino lo que será cuando se vaya a Porto Alegre
por 6 días, pero bueno, marti, te amo.

Hola! Son las 11:58 de la noche y calculo que se estará


por ir a Porto Alegre. Martina, ¡ah! Pero es que es tan
linda y tan buena y tan divina y tan... no sé, ¡tan todo!
¡Ah! Y además es una genia en gimnasia olímpica, por
eso se va a Porto Alegre, para una competencia interna-

~131~
cional. Ay, y yo la estoy extrañando porque la re quiero.
En realidad la amo. Si esto es el amor entonces me doy
cuenta de que nunca antes me había enamorado. No sé,
la tengo siempre en mi mente, no puedo estar sin pensar
en ella. Espero que lo nuestro dure mucho, pero mucho
tiempo porque la amo!! Sí! La amo! Y cada vez que pien-
so en ella se me ilumina la vida y salto de alegría.
¡¡martina te amo!!

Hoy es domingo y Martina se fue el sábado a las 12


de la noche. Habrá llegado a Porto Alegre hoy al medio-
día, debe estar durmiendo a esta altura porque ya son las
12:30 de la noche, o sea ya es lunes. Voy a ir al club luego
de que duerma y voy a extrañar la presencia de Marti,
pero bueno, qué se le va a hacer, eso pasa por tener una
novia tan genia que viaja a todos lados. Pero, no puedo
dejar de decir, de escribir, que la amo por todo lo que es,
y creo que nunca me podría fijar ni engañarla con otra.
Estoy escuchando lentas acostado en mi cama y la lenta
que estoy escuchando se llama “Love of a Lifetime”, que
significa “Amor de la Vida” que es lo que encontré en
Martina. Desearía saltar, correr, y gritar ¡¡amo a marti-
na!! pero es que nunca me había pasado algo así, y espero
seguir así toda mi vida, enamorado locamente de Mar-
tina, y estoy seguro de que va a ser así, porque la amo.
Ahora me despido y luego mañana continúo escribiendo.
Chau! ¿Y saben qué? (amo a martina, en serio).

Ya es lunes y son las 2:36 de la tarde. Es el segundo día


que no está Martina. No sé qué decir, porque si me pu-
siera a hablar sobre Martina no me alcanzarían las hojas
de este libro. Pero voy a pasar a describírselas.

~132~
Martina es de pelo castaño (divino) corto (más o me-
nos) por debajo de los hombros, no es corto pero no es
largo. Tiene unos ojos verdes claros y brillantes que...
¡fua! Ni se los imaginan, una nariz y facciones perfec-
tas. Sus labios delineados parecen los de una muñeca, su
cuerpo es lo más cerca a lo más lindo que pueda existir.
No sigo escribiendo más porque si me entusiasmo me
tomo el avión para Porto Alegre, ¡así que hasta la vista!

Bueno, ya estamos a martes y dentro de dos días vuel-


ve Martina. Yo me pregunto: ¿puede un hombre amar
tanto a una mujer? Mañana compite Martina y yo tengo
la parte final del cpe, así que me despido hasta tomar la
palabra luego.

Son las 8:05 horas de la mañana y estoy todo tapado


y aquí les escribo. Creed en Dios. Aceptaos como hijos
suyos, creados a la imagen de Dios. Él os ama y desea
que seáis felices.
También quiere que vosotros progreséis como resulta-
do de vuestras decisiones en la vida, y lleguéis a parece-
ros más a Él. Él espera que vosotros os reconciliéis con la
voluntad de Dios, y no con la de la carne.
Sed mansos y humildes de corazón... Resistid toda
tentación del diablo con fe en el Señor Jesucristo.
Nosotros tenemos apetitos, tanto espirituales como
carnales. Nuestro deber es hacer prevalecer los espiritua-
les, debemos tener fuerza de voluntad.
Recordemos que esta vida es en la que debemos re-
conocer nuestros errores y arrepentirnos, ya que si no
lo hacemos ahora luego vendrá una noche de tinieblas
donde esto será imposible, porque con el conocimiento

~133~
y el espíritu que nos levantemos de este mundo lo lle-
varemos a nuestro estado eterno, por lo tanto, debemos
tratar de sembrar cosas buenas para que cuando venga
el día de la cosecha podamos estar felices, y así ganar la
vida eterna.

Hace ya bastante que no escribo y tengo que contarte


algo especialísimo, casi imposible de creer, pero ¿sabés
qué? Acabo de volver de La Paloma y me ocurrió la cosa
o las cosas más maravillosas de este planeta. Empiezo
por contarte que corté con Martina, yo lo decidí, por-
que me di cuenta de que era tan solo entusiasmo lo que
sentía por ella, y además porque “conocí” a mi verdadero
amor. Es a la chica que más quise y quiero. Es Fernanda
Piñeyrúa, ya la conocía de hace 2 años (ver páginas 76-
77). Ya me había enamorado antes de ella y ella de mí,
pero éramos tan chicos, yo tenía 13 años y ella 12, ahora
tengo 16 y ella 15. Sé que me ama, y estoy seguro de que
la amo, porque siento algo especial, no es entusiasmo,
pero deseo estar con ella siempre, es lo mejor de mi vida.
Lamentablemente vive en Buenos Aires y solo la puedo
ver 2 meses y medio al año, pero sé que si hay amor todo
es posible. Después te sigo contando porque me voy a
dormir.

Y no te volví a escribir hasta un año y pico. No es que


haya dormido todo este tiempo, lo que pasa es que no
me hago tiempo para escribir. Ya tengo, o recién ten-
go, 17 años, y muchas cosas me han pasado y muchas
otras (aunque menos) se me han pasado. Sobre Fernan-
da Piñeyrúa te digo que, aunque la quise y la amé con
todo (aunque a esta edad muchos dicen que el térmi-

~134~
no “amar” no es usable), por lo menos fue la chica por
la que sentí una cantidad de emociones y sentimientos
nuevos. No llegué a hacer el amor porque yo pienso que
lo más adecuado es tener relaciones sexuales luego de
casarme por razones que quizás otro día explique. La re-
lación de noviazgo entre ella y yo culminó por el simple
hecho de que nos pusimos de acuerdo en que “amar” a
una persona a 800 km de distancia es dificilísimo.

~135~
Lámpara
Quieren hacer una película del Lámpara. Nada demasia-
do grande. Unos nenes de la Católica tienen que filmar
algo para graduarse y están hablando con la familia y
los amigos que quedan. Me enteré por boca de Natalia
Jauregui, la productora del documental.
—Vos eras sobrino suyo, ¿no? —me preguntó por
teléfono. Hablaba como con una papa en la boca. Le
averigüé la edad: veintiuno. Le pregunté cómo se ha-
bían enterado de la existencia del Lámpara. A través de
un compañero de clase. ¿Y cómo se había enterado su
compañerito? Por su padre. ¿Y quién era el padre? No
se acordaba. Entonces le pregunté cómo se llamaba su
compañerito y dijo Boronski, Yuri Boronski.
—El padre se llama igual —le dije yo—. Le dicen
Ruso.
—No sabíamos qué hacer y nos hizo unos cuentos del
Lámpara totalmente geniales. Nos mostró unas filma-
ciones que tiene en Super 8 y nos dio permiso para in-
cluirlas. Va a quedar brutal. ¿Lo conocés?
El Ruso había sido novio de mi madre en la época que
la gente de guita todavía mandaba a sus hijos al público.
Yo había visto las filmaciones a que se refería la Jauregui
unos días después del velorio del Lámpara. El Lámpara
y el Ruso llevaban bastante tiempo sin verse. El moti-
vo: el Ruso había fundado una agencia de publicidad y
quería usar la canción “Madame Curie” para un aviso y
el Lámpara no solo se negó, sino que mandó a cagar su

~139~
relación explicándole punto por punto lo que pensaba
de su negocio de mierda.
El Ruso llamó a mamá para darle el pésame y luego
arregló para hacer una reunión en casa con algunos de la
barra, trajo las filmaciones y las proyectó en la pared del
living para conmemorar a su amigo. Había una en la que
diez o doce muchachos jugaban una carrera hasta el agua
en la playa Pocitos y el Lámpara se tropezaba arrastrando
a varios. El Ruso figuraba en la mayoría de las imágenes.
Había cambiado poco. Los mismos hombros macizos, las
mismas patillas largas. La gran diferencia era que ahora
se había agregado un bigote para compensar la calvicie.
El Lámpara, de no ser por el mentón hundido y los ojos
grandes y como dormidos, estaba irreconocible. Llevaba
un jopo, tenía la dentadura completa y la joroba apenas se
le insinuaba. La filmación que más me quedó los muestra
en una calle frente a un teatro. Ni bien el Lámpara se da
cuenta de que los están filmando, empieza a revolear los
ojos y a gesticular como si estuviese dirigiendo el tránsito.
El Ruso creo que hace alguna monería propia, pero su
imagen no es clara en mi memoria. Yo solamente tenía
ojos para mi tío, resucitado en la pared de mi casa a un par
de semanas de su muerte.

No sé por qué accedí a dejarme entrevistar ni cómo fue


que me dejé convencer de hacerlo en casa. Puede haber
sido la voz de la muchacha. Cuando levanté el tubo para
suspender, caí en que no me habían dejado un número
al que llamar. Me preparé un almuerzo rápido, arroz con
huevo frito, y no lo pude tocar.
Pasé las primeras horas de la tarde dando vueltitas,
preguntándome cómo había hecho para volverme un

~140~
prisionero en mi propia casa. Levantaba algo caído, ba-
rría acá, fregaba allá, daba vuelta el colchón, ponía agua
a calentar. Me imaginaba abriéndole la puerta a una
manga de imberbes armados con cámaras, luces, micró-
fonos. No podía ser tan difícil conseguir el número de
la Jauregui en la guía. Después consideré llamar a mi
madre y pedirle el número del Ruso, pero no sabía si ella
sabía sobre la película y acabé por resignarme.
Papá solía defender al Lámpara. No comprendía cómo
mi madre podía odiar tanto a su propio hermano de san-
gre. En algún punto de la discusión siempre se lo echaba
en cara, pero mi madre tenía justificaciones. El Lámpa-
ra había sido hijo de la vejez y había sido un tormento
desde el día en que nació. Era mala leche. En quinto de
escuela casi mata a un niño judío de una paliza. Cuando
tío Julio se compró su primer auto, una Brasilia cremi-
ta, el Lámpara le rompió los focos delanteros a palazos,
como una gracia (en ese entonces tenía once). A los die-
ciséis dejó el liceo y se fue dos años de gira por Sudamé-
rica y cuando se le ocurría llamar era con el propósito
exclusivo de llorarle a los padres por guita. Mamá tenía
además un listado de mujeres que el Lámpara había usa-
do y tirado (“lastimado”, decía). Para colmo su madre,
mi abuela, después de todo lo que el idiota había hecho,
después de todo el sufrimiento que había causado, nun-
ca había parado de malcriarlo. Hasta el último día le
había seguido pasando plata por debajo de la mesa para
que el idiota pudiese bancarse los vicios.
Yo no sabía qué querían decir con vicios, pero lo intuí
por primera vez en la época en que el Lámpara fundió
un bar que había comprado con un amigo. Mamá decía
que el Lámpara había perdido el bar porque se lo había

~141~
tomado todo, y a partir de ese momento cada vez que
lo veía en las fiestas me venía la imagen de él tomándose
literalmente cada botella del bar. Yo me figuraba que eso
le tenía que haber llevado varios días y lo veía en la mis-
ma posición, bajo luces distintas, sin comer ni dormir,
cada vez más cansado, sabiendo que cuanto más tomaba
más se hundía.
El Lámpara no iba a todas las reuniones familiares y
cuando iba caía a la hora que se le cantaba, solo o acompa-
ñado por la novia de turno, pero ni bien cruzaba la puerta
todo cambiaba. Entraba por la puerta y todos se volvían
espejismos, y no había nada más penoso que un espejismo.
Se enfocaban en él como si llevaran siglos sedientos de algo
real. Lo trataban de integrar en sus grupitos. Le ofrecían
comida, algo de tomar. En algún momento terminaba do-
minando la conversación. Aunque se hubiese sumado a un
grupo, el resto mantenía una oreja parada para lo que él
estaba diciendo.
Me gustaba formar parte del grupito de mi padre, el
tío Julio y Ricardo Paolillo. El tío y Ricardo sabían mu-
cho de tenis —Ricardo era dirigente del Lawn—, y dis-
cutían los últimos torneos, comparaban los programas
de formación de jugadores en Uruguay con los de Suecia
y Estados Unidos. Hablaban de otras cosas, casi todas
incomprensibles para mí, pero lo que era simple de ver
era que ninguna les importaba en lo más mínimo. Por
eso subían la voz, para infundirle vida a un tema que
por sí solo se habría agotado en minutos. El esfuerzo los
fatigaba y al rato los veías suplicando porque algo los in-
terrumpiera. Cuando el Lámpara se ponía a charlar con
ellos se terminaba la mímica. Ya no hablaban más de las
leyes del entrenamiento ni de las últimas noticias. Se re-

~142~
lajaban. Se acercaban. Bajaban la voz. De a poco se iban
moviendo al rincón más apartado del living. Cuando
llegaban al punto de tener que mudarse al patio a fumar,
me echaban y lo único que rompía su clandestinidad
eran las carcajadas.

Se me fue la hora emprolijando la cocina, que era don-


de tenía pensado recibir a los estudiantes. Llamé a Juan
para pedirle que atendiera el kiosco el resto de la tarde y
después rastrillé el patio. En las pausas me sentaba a to-
mar mate. La mayoría de los cuentos que tenía del Lám-
para los sabía por boca de otros, y no estaba seguro de que
los míos personales fueran de interés para los estudiantes.
Estrictamente hablando, no eran historias del Lámpara,
pero ¿dónde empezaba la historia de uno? ¿Dónde termi-
naba? ¿Quién podía decidir sobre esas cosas?
Supongo que el Lámpara fue para mí lo que fue para
todos: un ejemplo de que había gente que estaba más
viva que otra. Era extraño ver cómo papá lo admiraba
y lo compadecía al mismo tiempo, aunque no sé si su
compasión era sincera. Por momentos interpretaba la
vitalidad del Lámpara como una especie de condena, un
defecto de fábrica. El Lámpara, según mi padre, padecía
una insatisfacción continua y era eso, no un amor por
la vida y la aventura, la que lo movía a estar buscan-
do siempre más y más. No digo que esa interpretación
sea completamente falsa. Lo que me desconcertaba era
que papá en el fondo parecía envidiarle esa capacidad
de nunca quedar satisfecho. Y era obvio que hablando
así un poco se consolaba por su propia falta de brillo,
por el estancamiento al que había llegado con mi ma-
dre y en el trabajo, los dos ejes de su vida. Papá voló

~143~
treinta años para el Frigorífico Tacuarembó y en todo
ese tiempo nunca, ni una sola vez, había volado fuera de
fronteras. Varias veces nos llevó en el Cessna a la estancia
de Secco. Desde el aire nombraba las sierras, los ríos, los
escenarios de algunas batallas. Me hacía sentar al lado
suyo para pegarme su vocación. La inmensidad del cielo
y de la tierra me conmovían, pero yo no podía dejar de
pensar que el camino que hacíamos —que él hacía dos o
tres veces por semana— no variaba jamás. No me cabía
en la cabeza cómo, pudiendo volar (volar), alguien podía
condenarse a hacer el mismo recorrido de hora y media
cada vez durante más de treinta años.
Recuerdo que me llamaba mucho la atención la forma
de caminar del Lámpara. Casi no movía los hombros ni
los brazos. Me acuerdo de su olor amargo, feo, que yo
creía era el olor que tenían los lugares de los que venía.
Además, como cualquier niño, me gustaban los cuen-
tos y el Lámpara tenía miles y me gustaba verlo hablar.
Me gustaba ver cómo todos quedaban hipnotizados. Las
anécdotas que el Lámpara contaba frente a todo el mun-
do, las aptas para todo público, involucraban a famosos
como Mateo, Berugo, Cacho de la Cruz y el resto de sus
amigotes del Hot Club. También estaban los safaris con
la barra de surfistas a Santa Teresa y al Polonio y la época
en que había pasado fuera del país, pero las historias que
más me fascinaban eran las de muertos. El Lámpara ha-
bía visto más muertos que nadie y eso le confería presti-
gio, incluso entre los adultos. Siempre repetía, a pedido
del público, la del ahorcado en el Parque Batlle, la de los
apuñalados en la trifulca de boliche, la del gordo que
había infartado en el ómnibus, la de los ahogados en
la playa Pocitos, la del vecino que había apestado todo

~144~
el piso del edificio. Mi preferido era el amigo al que el
Lámpara había visto morir.
El amigo se le había aparecido en un sueño que lo des-
pertó a mitad de la noche. En el sueño, el amigo comía
arena. Trataba de decir algo mientras se llevaba puñados de
arena a la boca. El Lámpara estuvo un buen rato tratando
de volverse a dormir. Desistió cuando oyó los sonidos bien
claros, como si el amigo estuviese comiendo arena en la
habitación contigua. Lo llamó por teléfono, y como no
atendía se vistió y salió. Ni bien pisó la calle pasó el 142, a
las cuatro de la mañana. Los únicos pasajeros eran él y un
coreano dormido en el último asiento. El coreano se había
dormido antes de llegar al control y el guarda no había po-
dido despertarlo de tan en pedo que estaba, así que ahora
iba por su segunda vuelta. Cuando el Lámpara llegó a la
casa del amigo estaba todo cerrado y le pateó la puerta aba-
jo. El tipo había tomado veneno para hormigas y estaba en
la cama convulsionando, todo cagado y meado. Cuando
llegó la ambulancia no había nada que hacer.
Pasé la infancia convencido de que el Lámpara era
una especie de autoridad en el tema de la muerte y a
los doce, cuando finó el abuelo, lo confirmé. Fue mi
primer muerto cercano. Nadie sabía qué hacer conmigo.
No paraba de llorar y de romper cosas. No me dejaron ir
al velorio; me dieron un jarabe y me hicieron quedar en
casa con papá. Al día siguiente era el entierro y yo seguía
igual. Al abuelo le había reventado una vena durante la
noche y la abuela lo había descubierto cuando despertó
y su tristeza era tan grande que no terminaba de juntarse
con la mía. Dibujé dos círculos en la ventana empañada
y me di cuenta de que estaba queriendo dibujar la cara
del abuelo. Nada iba a poder reemplazarlo. Era mi mejor

~145~
amigo. Yo no entendía cómo la abuela no se había dado
cuenta de que su esposo se moría al lado suyo. Él mu-
riéndose y ella dormida.
El tío Julio decía:
—Estas son las cosas que te separan o te unen. La vida
te da luz y te da sombra. Hay que estar atento a los niños
especialmente. Hay que hacerles ver a los niños que la
vida es hermosa, que no es el fin del mundo. Hay que
darles mucho amor, abrazarlos mucho. Todavía no sa-
ben nada de la vida.
Lo decía frente a nosotros.
Gracias al Lámpara me dejaron ir al entierro. Yo le
había pegado a Ezequiel, que estaba empecinado con
entrar en mi cuarto a verme llorar. El primo se sentaba
en la alfombra y me miraba. La segunda vez que entró,
me levanté de la cama y le di una cachetada. Ezequiel me
miró fijo como si fuera un desafío. Le di otra cachetada
en el mismo lugar y recién a la tercera gritó y se puso a
llorar. De repente había muchos adultos en el cuarto. Al
final quedaron solo mi padre y mi madre. Después me
dejaron solo de nuevo, y después entro el Lámpara. Yo
estaba sentado en la cama contra la pared y él se sentó en
un borde. Dijo que había acordado con mis padres que
me dejaran ir al entierro si no lloraba y si no me soltaba
de su mano en ningún momento.
—Te soltás de mi mano o te ponés a mariconear y te
cago a palos, no importa que no seas mi hijo.
Me temblaban los ojos y la cabeza me pensaba a toda
máquina, y de repente estaba riendo y llorando a la vez.
Después dijo:
—Cuando pienses en él acordátelo sonriendo, es lo
que hago yo. ¿Sabés por qué?

~146~
Dijo que imaginárselo sonriendo era lo mejor por-
que en la sonrisa estaba la esencia de las personas. Yo
traté, pero me venían otros recuerdos. En esos recuer-
dos el abuelo nunca estaba solo, o estaba en una foto,
y el abuelo no sonreía para las fotos. Pero después de
un rato, con el Lámpara todavía en el cuarto, vi la cara
del abuelo y la manera en que sonreía. No lo veía todo,
solo la sonrisa, y me sentí mejor. Seguí llorando pero
ahora mi tristeza tenía algo lindo, y fui al entierro de la
mano del Lámpara sin soltarme. Si yo tenía doce él tenía
veintisiete aquel día, y el pelo la caía por los hombros,
y la palma de su mano estaba caliente y seca. Imaginé
al abuelo sonriendo adentro del ataúd todo el tiempo
que les llevó bajarlo a la tierra, pero a veces me venía el
impulso de llorar y el Lámpara parecía darse cuenta y me
miraba fijo hasta que se me pasaba.
Yo suponía que lo de imaginarse la sonrisa de los
muertos era algo que sabían los adultos, y la noche del
entierro le dije a mamá que cada vez que me acordaba de
la sonrisa del abuelo me ponía menos triste porque me
parecía que había sido una persona muy feliz. Le gustó
que se lo dijera. Me preguntó de dónde había sacado la
idea, y cuando le dije que del Lámpara ella dijo que era
algo hermoso, y esa fue la única noche que vi a mi madre
tratar a su hermano menor con cariño.
En las semanas que siguieron, agarré la costumbre
de pensar en los de mi clase sonriendo. Pensaba en la
maestra, en la directora, en las limpiadoras, pensaba en
la gente del almacén incluso. Empezaron a pasar cosas
raras. Santiago Costa, uno de sexto, me invitó a su cum-
pleaños. Yo lo había imaginado sonriendo muchas veces
antes de acostarme porque era el mejor jugador de fútbol

~147~
en toda la escuela. Otro día la Flaca Mederos se sentó
en mi banco. Se había peleado con Agustina y de ahora
en adelante se iba a sentar conmigo. Hasta que volvió a
amigarse con la otra —ese mismo día, un poco más tar-
de— me pasó convidando con caramelos. No sé cómo
hacía la Flaca para abrirlos sin que el envoltorio hiciera
ruido. Después formaba pelotitas con el envoltorio y las
iba poniendo en fila contra el borde del cuaderno.
Todos los que yo imaginaba sonriendo estaban distin-
tos al día siguiente. Ellos no sabían por qué, pero me
miraban de modo especial. Recuerdo sentirme confabu-
lado con el Lámpara por haberme revelado este poder
secreto. Aunque también me deparó momentos desagra-
dables, como la ocasión en que entré al baño de la es-
cuela y una de las limpiadoras estaba fregando el wáter.
Tardó en darse cuenta de que yo la miraba.
—Tené cuidado lo que andás pensando —me dijo por
encima del hombro, y me asustó. Mi padre tampoco re-
accionaba bien. Si me veía venir, se ponía a hacer algo
para que no lo interrumpiera. Cuando yo lo imaginaba,
él ponía la boca de costado para sonreír igual que mamá.
A veces tenía una sonrisa que nunca le había visto.
Paré de jugar de un día para otro. Eso era algo para ha-
cer con los muertos. Ya no me imaginaba ninguna sonri-
sa, pero pensaba en el tema. La gente no se pasaba todo
el tiempo sonriendo. La esencia sufría espantoso cuando
la gente no estaba feliz. ¿Adónde iba la esencia? Se lo
pregunté a mamá a la vuelta de la escuela y me quedó
mirando. Entonces le pregunté si estaba bien imaginarse
a los vivos sonriendo y ella respondió que ese no era el
tipo de cosas que se hablaba con cualquiera.

~148~
A partir de ese momento, nuestra relación cambió. Yo
lo seguía viendo exclusivamente en Navidad o Año Nue-
vo, pero ahora el Lámpara me preguntaba por el liceo,
después por la utu y las clases de guitarra, por las mini-
tas. Ya no me decía Titán ni Campeón ni Tigre, como
al resto de mis primos. Me decía Pirata, Manco, Tuerto,
cualquier cosa que aludiera indirecta y cariñosamente a
mi renguera.
Cuando empecé a salir de noche, a los diecisiete, la
Ciudad Vieja se había vuelto a poner de moda y me lo
cruzaba constantemente. Conversábamos un rato y nos
despedíamos. Ese fue el momento en que me di cuenta
de lo famoso que era. Todo el mundo lo saludaba, le
gritaban de lejos. Era la época en que se engominaba y
siempre estaba subiendo o bajando de un taxi. Navidad
o fin de año en casa de mis viejos o en lo de la abuela,
me ofrecía whisky cada vez que él se servía. Ya no me
echaban cuando salían al patio, y cuando el tema se po-
nía escabroso el Lámpara me miraba fijo buscándome
las reacciones.
Nuestro segundo acercamiento ocurrió la noche que el
Lámpara se puso a hablar, bajo el alero del galpón, de la
primera mujer que le había chupado el orto. Para mí era
toda una novedad que aquello fuera posible y deseable.
Mientras el Lámpara describía a la brasilera gorda que
lo había iniciado, la única brasilera con celulitis en todo
Río de Janeiro, papá trataba de intercalar, para mi be-
neficio, comentarios didácticos sobre las distintas zonas
erógenas masculinas. El tío Julio lo escuchaba reclinado
en el aire con el vaso en la mano y mi padre repetía qué
hijo de puta, qué hijo de puta riéndose y sacudiendo la
cabeza, mirándose los pies. Era pasada la medianoche

~149~
pero en el barrio seguían tirando cohetes. Yo creía que
la oscuridad y los fuegos artificiales me disimulaban y
pude sostenerle la mirada al Lámpara y al rato, ya enva-
lentonado, en la pausa que siguió a las risas, cambié el
tema por completo y le pregunté qué era lo que había
hecho mientras se moría su amigo, el que comía are-
na. Era una cuestión que siempre me había intrigado.
Cuando el Lámpara hacía el cuento, siempre se salteaba
lo que había hecho entre que llamó a la ambulancia y se
llevaron al amigo. Ponía el acento en lo asombroso de la
cuestión telepática, en cómo el amigo le había pedido
ayuda a través del sueño.
—¿Qué hice? —me respondió—. Le hablé. Eso fue
lo que hice.
La respuesta me dejó insatisfecho. Le creía, no dudaba
de que le había hablado mientras el otro convulsionaba,
pero no entendía para qué.
—Es lo único que se puede hacer —dijo él—. ¿Qué
vas a hacer? ¿Darle un masaje? ¿Quedártelo mirando?
En medio de las carcajadas de los demás, el Lámpara
se había puesto serio de golpe. Entonces contó de un
amigo que había tenido en Colombia. Un negro grande,
abogado, muy católico, aficionado a las apuestas. Tenía
una especie de catamarán en el que salían juntos a pes-
car. El tipo se murió una tarde, en su casa, sentado en su
sillón. De pronto le había venido un dolor espantoso en
el pecho y en el hombro y se dio cuenta de que estaba
teniendo un ataque al corazón. Vivía en un apartamen-
to y tuvo la presencia de ánimo para ir a golpearle a la
vecina del otro lado del corredor, una mulata vieja por
la que el Lámpara acabó enterándose de lo que había
ocurrido. En el edificio le decían doctor al hombre, y la

~150~
mujer le pregunta “¿Qué precisa, doctor? ¿En qué puedo
ayudarlo?” “Preciso que venga un minuto conmigo”, le
dice el hombre. La mujer le pregunta si tiene que ser
ahora y el tipo le responde que sí, que precisa un favor
si no es molestia. Le habla tranquilo, sin desesperación.
Esa tranquilidad y la mirada triste fue lo que la conven-
ció de cruzar de inmediato. Entonces cruzan y él le pide
a la vieja que tome asiento. Después de que se sientan, el
hombre le explica lo que está pasando mientras se des-
abrocha las mangas y el cuello de la camisa y se saca
los zapatos. La mujer salta de su asiento. Quiere buscar
ayuda, pero el hombre le dice que ya es tarde. No quiere
morirse en una ambulancia ni en una sala de hospital:
ese es el favor que le vino a pedir. ¿Y qué quiere que haga
entonces?, le pregunta la vieja. El doctor le dice “Usted
nada más convérseme”, y así había muerto el amigo co-
lombiano del Lámpara, oyendo a su vecina hablar de un
aljibe al que tenía prohibido acercarse en la casa de su
infancia.
El Lámpara había pensado mucho sobre el tema. Con
las palabras formabas un puente para que el moribundo
cruzara al otro lado: esa era su conclusión. Pero si tenías
lástima por el que se moría no funcionaba, o funcionaba
al revés. Lo mejor era hablarle de cualquier boludez sin
importancia.
El primero en reaccionar fue mi padre. La última parte
no le importó. Se había quedado con el gesto del doctor.
—¡Qué huevos el tipo! —dijo mi padre. Se le habían
llenado los ojos de lágrimas—. ¡Se la vio venir y aguantó!
No sé con qué colaboró Ricardo, pero recuerdo la voz
nerviosa del tío Julio preguntando si alguien quería algo
para tomar antes de irse para adentro.

~151~
—Ser o no ser, ¿no? —dijo el Lámpara—. Es la dife-
rencia. Ser un cagón o no ser un cagón.
Ninguno de nosotros había escuchado esa anécdota
antes, y me pareció comprender la huida del tío Julio.
En comparación, todas las historias que nos había con-
tado el Lámpara hasta ese momento eran puro exhibi-
cionismo terrestre, y la súbita intimidad y el misticismo
de su hermano menor lo había ofuscado. Yo me quedé
sin palabras. Tampoco tenía ganas de decir nada. Esta-
ba orgulloso porque había sido a raíz de una pregunta
mía que el Lámpara se había abierto. La noche, para mí,
podía perfectamente terminar en ese instante. Si no me
falla la memoria lo que hice, justamente, fue terminarla
yéndome a la cama.

Cuando miré el reloj eran las cuatro de la tarde y toda-


vía no me había duchado. Antes de que llegaran quería
pasar por el almacén y comprar galletas. Me tardé en el
espejo después de afeitarme, y me costó elegir la ropa.
Volví del almacén prácticamente corriendo y los estu-
diantes ya habían llegado.
Faltaban diez minutos, pero había una cuatro por cua-
tro azul estacionada frente a mi casa y lo que me pareció
una multitud en la puerta, esperando que les abrieran.
No me habían visto todavía, no me conocían la cara.
Podía seguir de largo y volver en media hora, cuando
se hubiesen retirado. Cuando me vieron entrar desde la
vereda, bajaron la vista casi al unísono para mirar mi pie
marchito. El hijo del Ruso estaba tratando de mirar por
la ventana del living y fue el primero en estrecharme la
mano. Tenía una réplica de la nariz de su padre, pero era
frágil y rubio.

~152~
Los hice pasar a la cocina directamente. Yuri chico ex-
clamó aprobando la luz de la tarde que entraba por el
ventanal. Los otros dos muchachos se ocuparon de bajar
los equipos de la camioneta mientras el Lámpara y la
Jauregui —que contrario a lo que yo había imaginado
era retacona—, debatían dónde colocar las cámaras. Me
pidieron para mover los muebles y luego se olvidaron de
mí y pude escabullirme al baño sin que lo notaran.
No tenía necesidades pero igual levanté la tapa del wá-
ter, me bajé los pantalones y me senté con la mente en
blanco. Había olvidado dejar el paquete de galletas en la
cocina y lo puse en el bidé, junto con las revistas.

Nadie más que yo sabe cuáles fueron sus últimas pa-


labras. Fui el último que habló con él, y para protegerlo
nunca le conté a nadie demasiado fielmente lo que pasó
esa tarde. De mis recuerdos del Lámpara era el que a los
estudiantes más les iba a interesar, pero yo no sabía si era
apropiado haberlo guardado tanto tiempo para después
venir a revelarlo frente a las cámaras.
La tarde en cuestión estábamos en su patio de Jacinto
Vera, donde vivió con Graciela (era enfermera pero decía
que trabaja en la salud, y acabó siendo su única esposa)
y con Tonio y Gabriel, sus gemelos de madres distintas.
Alguien le había roto la cara en una paliza en conexión
con su negocio previo, que era al mismo tiempo una in-
mobiliaria y un banco de préstamos, y le faltaban todos
los dientes superiores del lado izquierdo hasta la paleta,
de la que le quedaba una mitad negra. A pesar de las
dificultades para masticar, estaba más gordo y la vida en
familia lo había encorvado definitivamente. De su etapa
surfista preservaba la costumbre de acampar la segunda

~153~
quincena de febrero en Santa Teresa pero estaba engri-
pado ese año, sin un mango, y decidió poner la carpa en
el fondo, entre el floripondio y el jacarandá.
Se aprovisionó como si se hubiese ido a un camping.
Juntó leña y cocinaba en el piso. Hacía un pozo cuando
tenía que ir al baño. El agua la sacaba de la manguera.
Los primeros días dejó que Tonio y Gabriel jugaran en la
carpa y lo acompañaran a la hora de la comida. De no-
che cantaban alrededor del fogón, charlaban, miraban
el fuego, el Lámpara los ponía a dormir con la guitarra,
después Graciela se los llevaba adentro. El sexto día, el
veintiuno de febrero, le dijo a Graciela que quería estar
solo y le prohibió a ella y a los nenes salir al fondo y
comunicarse con él. Les pidió que hicieran de cuenta
que se había ido de verdad. Yo ya me había enterado por
mamá que el tío estaba acampando en su patio, pero
cuando nos dio el parte de esta última excentricidad
tuve una premonición. La tarde siguiente fui a su casa.
Graciela no se esforzó mucho por disuadirme de pasar al
fondo. Es más, prácticamente me empujó por la puerta
de la cocina. Los nenes habían pasado mal la noche. Se
habían despertado cuatro, cinco veces llorando, y me pi-
dió que se lo dijera al Lámpara con la esperanza de que
los dejara salir a verlo por lo menos un rato.
El Lámpara estaba tendido en el suelo junto a un fue-
go muy pequeño. Al alcance de la mano tenía una bol-
sa con naranjas. Dormía profundo y no se sobresaltó
cuando me acerqué. Llevaba puesto un short rojo. La
grasa se le había juntado en la cintura, en la barriga, en
el cuello, pero no le había tocado las piernas. Las tenía
igual de torneadas y lampiñas que siempre. Le hablé y
no se dio por aludido. Me hinqué frente a él, tapándole

~154~
el fuego, y se sonrió y abrió los ojos un poco. Me pareció
que aunque seguía dormido me veía. Capaz que pensaba
que yo era un sueño.
Después de que pudo enfocar, se sentó y me pidió que
le pasara la camisa blanca de adentro de la carpa. Cuan-
do volví estaba comiendo atún de una lata mirando la
llamita que bailaba en el fogón. Le agregó un par de
ramas chicas tratando de no asfixiarla, sin soltar la lata.
Después se puso la camisa y me dijo:
—Barbazul, ¿qué te trae por acá? No me digas que
estabas en el barrio. Me agarraste de puro pedo.
El labio se le plegaba donde faltaban los dientes. Sentí
una puntada atrás de los ojos.
— ¿Estás por levantar campamento?
— En cualquier momento me voy.
— ¿Qué pasó, te aburriste?
El Lámpara no dijo más. Dejó la lata con la cuchara
adentro en el suelo, levantó una ramita y la acercó a la
llama para que prendiera la punta. De haber sabido que
era la última vez que lo vería vivo, habría dicho cual-
quier cosa para estirar la conversación. Estuvimos una
eternidad callados mirando el fuego. Después me levan-
té, le di un beso y me fui. No sé qué murmuré cuando
Graciela me preguntó si le había dicho al Lámpara lo
que me había pedido.
Al otro día encontraron al Lámpara tieso en el suelo
del patio. Mamá me preguntó si el Lámpara había es-
tado tomando cuando lo fui a ver. Le dije la verdad: le
conté de las naranjas y de la lata de atún. No me creyó.
Prefería creer que se había ahogado con su propio vómi-
to o que había tenido una sobredosis de marihuana, algo
igual de patético y de imposible.

~155~
Cuando la Jauregui golpeó a la puerta del baño y dijo
que ya estaba todo listo para arrancar, el corazón se me
puso a galopar en el pecho. Le pedí un minuto más, y
conté hasta sesenta. Luego fui a la cocina con pasos cor-
tos, como cuando papá dormía en el living. Yo andaba
de un lado a otro de la casa siempre alerta a sus ruidos,
para que no me sorprendiera encontrármelo de golpe.
Se había mudado conmigo a menos de seis meses del
fallecimiento del Lámpara. Hacía tiempo que práctica-
mente no se hablaban con mamá y el trabajo le venía
pesando desde que unos brasileros compraran el frigo-
rífico. Estaba a punto de cumplir los sesenta y los brasi-
leros le avisaron que para ese momento esperaban que
se jubilase, pero ese no era el acuerdo al que mi padre
había llegado con Secco, el propietario anterior. Papá
se cuidaba mucho el físico y estaba impecable y quería
llegar a los sesenta y cinco volando. Les dijo que lo iban
a tener que echar si querían que dejara el frigorífico,
pero los brasileros no estaban dispuestos a pagarle un
despido y desde ese momento estuvieron en pugna. Mi
padre llegaba siempre puntual, uniforme planchado,
zapatos lustrados, y los trataba con respeto, como la
gente merece.
Una tarde que yo había pasado de visita, estábamos
con mamá en su cocina cuando papá apareció en el ven-
tanal del fondo con el saco colgando del antebrazo y nos
contó que los brasileros estaban cagados. El ambiente
se ponía muy tenso cuando volaban. Lo creían capaz de
cualquier cosa. Lo creían capaz de dar el avión contra el
suelo con todos ellos adentro. Estaba seguro de que si no
aflojaba, iba a terminar ganándoles la pulseada. Mamá le
dijo que por qué no se jubilaba y cortaba con el drama.

~156~
Al día siguiente papá se llevó un bolso y el uniforme en
una percha. Se fue sin grandes discusiones ni portazos,
para no ser dramático, y pasó tres semanas en el sofá. Sa-
lía cuando tenía un vuelo y el resto del tiempo lo pasaba
en casa mirando películas, cocinando, haciendo algún
arreglo. No era sucio ni desordenado, y en ese sentido su
presencia no me molestaba. Por otra parte, mamá no ha-
bía quedado bien y aclaró que mientras lo alojara, ella y
yo no íbamos a tener diálogo. Por momentos me parecía
que estaba en medio de una telenovela.
Fue en ese período que dejé de tomar. Me bajaba cua-
tro, cinco copas para irme a la cama. Durante el día es-
taba bien, hacía lo que tenía que hacer, pero llegaba la
oscuridad y me volvía un huérfano. Tomaba la última en
la cama, para que el sueño no me agarrara en la cocina
o en el sofá. Cambié. Ahora cuando me venía el sueño
me sentaba en el borde de la cama y me desvestía des-
pacio. Me quedaba con la camisa en la mano, oliéndola
por horas. Trataba de enfocarme y dejar la ropa doblada,
prolija, sobre la silla. Me sacaba los zapatos y metía las
manos, y palpaba mis huellas hasta que caía rendido. En
mi insomnio, oí a papá masturbándose un par de noches
mirando tele, y fue lo más solitario que oí en mi vida. En
ocasiones se llenaba de una culpa y evitaba mirarme a los
ojos. Yo tampoco sabía muy bien cómo sentirme y hacia
el final de ese período ya estaba harto.
Un día, a comienzos de junio, dijo que se jubilaba.
Había llegado a un acuerdo con los brasileros. Le iban
a prestar el Caravan para un último vuelo y me invitó.
Se lo iban a dar con tanque lleno para que hiciera lo
que le diera la gana. Dudé antes de responderle. Para
ganar tiempo, le dije que me parecía genial que quisiera

~157~
despedirse de su trabajo de toda la vida con un vuelo de
despedida. Después le agradecí la invitación, y después
se la acepté. Estuve convencido hasta el día siguiente,
que me descubrí pensando que lo que papá quería era
darse de pico contra un cerro o en el medio del mar,
y me quería llevar para borrarse más minuciosamente.
Era mediodía y papá estaba en el jardín con mi gorra de
visera, recortando el cerco. El sol estaba intenso y el pelo
le salía por debajo de la gorra. Sin mi madre lo tenía más
largo de lo común. Tenía puestos sus lentes de piloto. Le
pregunté cuál era el plan para mañana.
—Ir por las sierras, volver por la costa —dijo. Después
señaló a la azalea, un par de metros a la derecha. Estaba
en flor—. La mirás de cerca y no podés creer. Decime
si no es lo que diría tu madre. ¿No la arruina cuando te
empieza mostrar lo hermoso que tiene el jardín? ¿Eh?
¿No te hace el tour? “Mirá qué belleza esto. Mirá qué
belleza lo otro.”
Era la primera vez que se refería a mamá en todo ese
tiempo. No dijo nada más y yo no sabía qué otra cosa
preguntarle, y estuve un rato mirándolo nivelar la parte
superior del cerco. Después volvió a hablar y su sonrisa
me dio un escalofrío.
—Pero no te preocupes. Los llamé y suspendí. Es una
estupidez. Gracias igual por querer acompañarme.
No lograba adivinar sus ojos detrás de los cristales,
pero no parecían estar siguiéndole el juego a sus labios.
Tuve una sensación espantosa en el estómago la tarde
entera, y cuando volví del kiosco a las nueve y media
y vi que mi padre no estaba, corrí al baño y vomité. El
baño estaba reluciente. Papá le había pasado Jane a los
aparatos y al piso y olía a manzanas verdes.

~158~
Después llamé a mi madre y le pregunté si papá había
vuelto y se alarmó. Media hora más tarde me llamó ella.
Estaba en la calle. Le pregunté qué estaba haciendo en la
calle y me retrucó con otra pregunta.
—¿Tenés algo para decirme? —dijo—. ¿Sabés algo
que yo no sepa?
Me oí asegurándole que no. Le pedí que se volviera a
su casa. Caminando por Malvín a esas horas de la noche
no lo iba a encontrar. Lo más probable era que el viejo se
hubiera ido a un hotel. Pero ella dijo que no había salido
a buscarlo. Estaba en la calle por si al muy hijo de puta
se le antojaba volver. Era capaz de volver y entrar como
perico por su casa y ella no quería estar ahí cuando eso
pasara. La verdad del asunto es que mi padre no pasó la
noche ni conmigo ni con ella, y al día siguiente terminó
con su carrera de taxista aéreo reventando el Caravan del
frigorífico en la Laguna Merín.

En la cocina habían corrido la mesa contra la pared y


me habían destinado una silla de espaldas a la puerta.
Yuri junior estaba sentado en el lado opuesto de la mesa,
habían puesto un florero entre nosotros, y los otros dos
muchachos estaban parapetados detrás sus cámaras. La
Jauregui se movía por entre el tendido de cables dando
órdenes, y fijándose en su celular.
Desde donde estaba tenía una visual del patio. Fue
donde descansé la vista mientras Yuri junior me conta-
ba del proyecto. Se le inflaban las aletas de la nariz por
el entusiasmo. Le parecía que tenían un peliculón entre
manos. El Lámpara despertaba tantas pasiones que el
trabajo que les quedaba a ellos iba a ser puramente ar-
tesanal, de armado. Me preguntó qué sabía yo de todo

~159~
el revuelo que se había levantado entre la familia y las
amistades y no quise saber nada de aquello. Prefería con-
tar lo mío con la menor interferencia posible. Solo me
interesaba saber qué había dicho mi madre, y la Jauregui
respondió desde su computadora que habían hablado
pero que mamá se había negado a participar.
Después Yuri me preguntó la edad y a qué me dedi-
caba.
—Cuarenta y tres. Pequeño empresario —le dije—.
Tengo un kiosco.
A Yuri y a uno de los camarógrafos se les escapó una
risa espontánea. Les dije que no me molestaba que se
rieran porque era gracioso, pero tener un kiosco había
sido uno de mis sueños de chico.
—Siempre me gustaron los caramelos —les dije—.
Mi madre me ayudó con el dinero para instalarlo, hace
casi veinte años.
—Era hermana del Lámpara.
—No lo bancaba. No se bancaba a la mayoría de los
hombres, y los hombres también la trataban como de le-
jos. Mi padre nunca la dejó trabajar pero ella tenía recur-
sos y supo arreglárselas para no quedarse quieta. Hubo
un tiempo, me acuerdo, en que organizó a las mujeres
del barrio para hacer caridad. La Sociedad de Socorro,
se pusieron de nombre. También compartían consejos
sobre cómo tener el jardín, todas esas cosas. Mi padre les
decía la Sociedad del Susurro.
Yuri chico no me prestaba atención. Leía unos papeles
que tenía sobre la mesa. Levantó la vista por un segundo
y dijo que había opiniones encontradas sobre el origen
de Tonio y Gabriel. Me preguntó que pensaba. La leyen-
da decía que habían nacido el mismo día de dos mujeres

~160~
distintas, en dos hospitales distintos, y que ninguna de
las madres sabía de la existencia de la otra y que el Lám-
para se había pasado yendo y viniendo de un hospital a
otro durante el trabajo de parto, pero no me interesaba
hablar de eso y tampoco sabía la verdad. Le pregunté a
Yuri chico si estaban filmando y respondió que las cáma-
ras habían estado prendidas todo el rato. Luego se olvidó
de lo que había preguntado sobre el nacimiento de los
hijos del Lámpara y siguió con otra cosa.
—Taxista, pescador, salvavidas, clavadista, pintor de
paredes, bromista, guitarrista, compositor, fotógrafo,
cinturón negro de karate, preso por robar un cañón de
la fortaleza del Cerro de Montevideo, otra por dejarle
un ojo negro a una mujer. Uno de los hijos dice que
queremos dejar a su padre como un payaso. Yo pienso:
tiempos extraordinarios dan lugar a hombres extraordi-
narios. ¿A usted le parece que el Lámpara sería posible
hoy, en tiempos tan mediocres? —dice Yuri, leyendo de
una hoja.
Ahora que veía las cámaras apuntando, no sabía cómo
estar sentado y me revolvía en la silla.
—No me trates de usted. No sé qué tenían de extraor-
dinarios esos tiempos.
—Eran los setenta, los ochenta. Estaban pasando mu-
chas cosas. Él conocía mucha gente, de todos los ám-
bitos. En su casa no se podía hablar de política, dicen.
Varios dicen que era un genio.
—¿Tu padre piensa que era un genio?
—Mi viejo sí, claro. Componían canciones juntos.
Papá las cantaba todo el tiempo cuando yo era chico,
para hacernos dormir. Nos hacía el cuento de cómo y
dónde se les habían ocurrido.

~161~
—Al Lámpara nunca le importó la fama. Nunca re-
gistró una canción, no le importaban un carajo las pe-
lículas. No era como el resto —le dije yo. El rubor me
subía por la cara, aunque Yuri chico no se había dado
por aludido. Entonces me acordé de que había dejado
las galletas en el bidé y casi al mismo tiempo me pareció
ver a alguien en el patio, junto a la azalea. Me discul-
pé, fui al baño, agarré el paquete y lo metí en el placar.
Después salí al patio por la puerta de mi dormitorio. No
había nadie junto a la azalea. Lo que yo había visto era
una formación caprichosa de sombra entre el arbusto y
la pared.
Estaba rabioso. Debía haber otros como el Ruso, locos
por subirse al carro. Habría mandado todo a la mierda de
no ser porque justo en ese momento me acordé del liqui-
dámbar en el fondo de lo de mi madre. El árbol ocupa
un lugar bastante retirado, en el rincón donde solía estar
el parrillero, y hay un momento del año en que las hojas
se ponen rojas. Es impactante, realmente. Es difícil no
quedar embobado mirándolas. Mamá viene y te enfatiza
el color de las hojas, te lo explica. Yo sentía igual que mi
padre: la arruinaba cuando hacía eso. Arruinaba lo que te
estaba mostrando y arruinaba el momento. Lo que jodía
es que mamá parecía querer resaltar su propia sensibili-
dad más que la belleza del liquidámbar. Tal vez no fuera
su intención, pero en un segundo el liquidámbar pasaba
a quedar como sepultado bajo todo ese palabrerío.
Parado junto a la azalea, acariciando sus hojas incons-
cientemente, me vino la sonrisa de mi madre y quise
que tuviera razón; capaz que no se equivocaba cuando
te señalaba lo rojo del árbol y viendo su belleza te vol-
vías parte de él. Luego recordé sus manos en el hospital

~162~
mientras se recuperaba de la operación. Tras lo de papá
había pasado unos años complicados. Cayó con una en-
fermedad atrás de otra. La peor fue una artrosis que la
tuvo tumbada casi seis meses. Además de inmovilizarla
de la cintura para abajo, la artrosis no le dejaba abrir
las manos. La fui a ver y sus manos vacías al costado
del cuerpo eran como garras sobre la cama. Parecía estar
agarrándose de algo para no caer y sus dedos estaban rí-
gidos, cerrados, vacíos. Eran manos en las que no había
descanso posible y la muerte habría tenido que trabajar
sin cesar para abrirlas y obligarlas a soltar la nada que
aferraban. Después volví a mi lugar en la cocina y quedé
pronto.

~163~
Orden del libro

Lava. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5

Bocanada. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

La esperanza de ver. . . . . . . . . . . . . . . 43

Túpelo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61

Ahora que sabemos. . . . . . . . . . . . . . . . 83

La emoción de volar. . . . . . . . . . . . . 109

Lámpara. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137
Esta edición de
Lava
se terminó de imprimir
en el mes de setiembre de 2016
en Mastergraf srl
Gral. Pagola 1823 - T. 2203 4760
Montevideo - Uruguay

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Edición Amparada en el Decreto 218/96

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