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© Enrique Martínez Lozano, 2020

© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2020


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“Este discípulo es el mismo que da testimonio
de todas estas cosas y las ha escrito. Y nosotros sabemos que dice la
verdad” (Jn 21,24).

“La naturaleza del universo era tal que, desde el principio, debía cobrar
vida siempre y de cualquier forma que fuera posible” (Elizabet Sahtouris).

A Rosaura Costa, a Mª Elena Doménech, a Mª Teresa Llorens (ya


fallecida) y a toda la Comunidad de Carmelitas Vedruna, de Vinalesa
(Valencia), donde comenzó a fraguarse este libro: con gratitud, cariño y
reconocimiento por su admirable apertura evangélica.

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Introducción

“Estos signos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el
Hijo de Dios; y para que, creyendo, tengáis vida” (Jn 20,31).

Como todo “libro sagrado”, los evangelios encierran tesoros de sabiduría. Por
eso, aunque nos separen de ellos dos mil años, sus palabras resuenan en
nuestro corazón como si nos estuvieran “leyendo” por dentro e iluminan nuestra
visión acerca de la realidad en su dimensión más profunda. Cuando sabemos
leerlos, destilan sabiduría nueva y fresca, porque –aunque deban expresarse a
través de ellos– no transmiten conceptos anquilosados, sino la misma Vida
atemporal, el presente eterno en el que vive el sabio. Ahora bien, para captar su
riqueza, es imprescindible “sintonizar” con aquella misma calidad de presencia
de donde surgieron.
Sin embargo, por desgracia, su potencial queda oculto cuando se hacen
lecturas meramente literalistas o moralizantes, que convierten al texto en un
compendio de anécdotas del pasado –referidas, en este caso, a Jesús de
Nazaret–, o en un manual de obligaciones que cumplir. De ese modo, y por una
paradójica ironía, quienes defienden a toda costa la literalidad de los textos
consiguen su desactivación más eficaz. Es también fácil de comprender: el
talante dogmático impide incluso el mínimo de apertura que requiere la
sabiduría.
La lectura literalista y moralizante, aunque sea de manera inconsciente,
persigue un objetivo: afianzar, sostener y asegurar la permanencia de la
institución que se ha convertido en custodia de los propios textos. Aunque para
ello se pague un precio elevado: privar del tesoro que contienen.
Con frecuencia, ese tipo de lectura va de la mano de un nivel de consciencia
mítico. Lo cual explicaría, tanto la “intocabilidad” del texto y la absolutización de
la propia lectura –recordemos que, en ese estadio, la creencia del grupo se
considera como “la verdad” sin más–, como la no menor absolutización del
propio grupo. En cualquier caso, es innegable que tales lecturas siempre se

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hacen desde el modelo mental (dualista), que también aparece absolutizado, por
cuanto se ha reducido el conocer al pensar.
Ahora bien, si algo tienen en común todas las tradiciones de sabiduría –o
espirituales– es el hecho de que no hablan “desde la razón”; y no porque sean
irracionales o propugnen cualquier tipo de irracionalidad, sino justamente por
todo lo contrario: porque saben que existe otro modo de conocer, previo y
superior a la razón –transracional o transpersonal–, al que se tiene acceso de un
modo experiencial, justo cuando la mente se silencia.
El sabio se expresa desde ahí, desde lo que ve y vive. Lo cual explica que su
palabra resuene con frescor y novedad, apenas nos situamos próximos a ese
“lugar”; en cuanto, sin querer atraparla y “controlarla” con la mente, le
permitimos que nos “toque” y deje evocar en nosotros lo mismo que hace vibrar
al sabio que la pronuncia.
Dicho de otro modo: el sabio no vive en la mente, aunque la utilice de un
modo admirable cuando necesita de ella, sino en la comprensión no-dual. De ahí
que se reconozca como no-separado de nada ni de nadie. Al expresarse desde
ese lugar, se produce un efecto admirable: todos podemos vernos concernidos
directa e inmediatamente por sus palabras, porque se refieren siempre a ese
mismo “territorio” que todos compartimos, a nuestro “hogar” común, a nuestra
identidad compartida.
Todo ello significa que “sintonizaremos” más fácil y más profundamente con el
autor del texto, si nos abrimos a la vivencia no-dual. Aunque no lo hagamos
solamente por ello, sino desde la certeza de que es este modo de conocer el que
nos permite acceder de manera más adecuada a la comprensión de lo Real, de
todo aquello que no es objetivable 1.
Lo que ofrezco, pues, en estas páginas es una lectura del cuarto evangelio
realizada desde ese modelo de cognición. Es obvio que cualquier otro evangelio
–en realidad, cualquier “libro sagrado”– puede leerse igualmente desde esta
perspectiva con profundidad y provecho. Pero, sin duda, resulta mucho más fácil
en el caso del llamado “evangelio de Juan”, porque él mismo se expresa ya –en
no pocas ocasiones– en ese mismo “idioma”. Por eso, creo que puede llamarse,
con razón, el “evangelio de la no-dualidad”.
Comprendo que, de entrada, quizás parezca arbitrario designar así al texto de
Juan, precisamente cuando el dualismo es una de sus características notables.
Recordemos simplemente algunas de sus “oposiciones” más frecuentes y

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recurrentes: creer-no creer, carne-espíritu, terrestre-celestial, de la tierra-del
cielo, de abajo-de arriba, luz-tiniebla, noche-día, ceguera-visión, ladrón-buen
pastor, juzgar-salvar, muerte-vida, odio-amor, ser esclavos-ser libres, mentira-
verdad, tristeza-alegría, los de fuera-los de dentro...
Es innegable que –como escribe Senén Vidal–, al acercarnos al texto,
advertimos en él una separación radical entre el mundo de abajo (“lo terreno”,
“la carne”), determinado por la “maldad”, la “mentira”, la “tiniebla” y la
“muerte”, y el mundo celeste (“lo de arriba”, el ámbito del Dios y del Espíritu),
determinado por la “bondad”, la “verdad”, la “luz” y la “vida” 2. Más aún: esta
visión dualista es la que fundamenta una cristología que presenta a Jesús como
el “emisario divino” entre aquellos “dos mundos”, el Logos que se hace carne.
Sin embargo, se trata de una objeción apenas superficial. Por un lado,
sabemos que en el cuarto evangelio, en su largo proceso de redacción,
intervinieron diferentes “manos” que, según las circunstancias, fueron
subrayando uno u otro matiz. En el caso que nos ocupa, el mencionado
“dualismo” parece ser obra de un “segundo redactor” y estaría motivado por el
clima de segregación, amenaza y persecución que sufrieron los grupos joánicos.
Se trataría, por tanto, del dualismo típicamente sectario, por el que el grupo
perseguido ve la realidad en clave de oposición: víctimas y verdugos 3.
Por otro lado, y a pesar de aquellas formulaciones dualistas, es notable que el
mismo evangelio enfatice lo que podemos llamar “experiencia mística”, “visión”
o “iluminación”, tal como queda de manifiesto, por ejemplo, en el uso habitual
de términos como “ver” o “conocer”, y en las singulares expresiones de
comunión (“permanecer”: ménein) del discípulo con Jesús y con el Padre.
Pero, en todo caso, mi interés no radica en “demostrar” nada acerca del texto,
sino en acercarme a él desde la comprensión no-dual. No es, por tanto, una
tarea de “repetición”, sino más bien de “traducción”. En la certeza de que todo
texto de sabiduría, prescindiendo incluso de su “idioma” de origen, puede
acogerse y comprenderse de un modo más profundo cuando lo leemos desde la
comprensión no-dual.
Quiero dejar claro también que no hago un comentario exegético, aunque
haya habido un prolongado y cuidadoso estudio previo para conocer los
resultados de las investigaciones críticas. El lector interesado encontrará, al final
del libro, una bibliografía seleccionada y accesible.
No entraré, por tanto, en cuestiones relativas a la autoría del libro, la fecha de

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composición, los distintos estratos y las varias manos de diferentes redactores y
glosadores que pueden reconocerse en él, sus características literarias, su
admirable recurso a los símbolos, su intencionalidad teológica… Con todo ello
cuento, pero no me centraré específicamente en ninguna de esas cuestiones,
que han sido bien estudiadas en las obras propuestas en la bibliografía.
Como decía, tampoco haré un estudio de los diferentes estratos del escrito. En
este sentido, me parece recomendable, entre otros, el reciente y ya citado
estudio de Senén Vidal, al que remito para comprender mejor esa debatida
cuestión 4.
Finalmente, obviaré incluso lo que me parece una cuestión apasionante: hasta
qué punto el cuarto evangelio es “fiel” al Jesús histórico –que, evidentemente,
no utilizaba el lenguaje que aparece en ese texto, sino el que reflejan los
evangelios sinópticos– o se trata, más bien, de una elevada reelaboración por
parte de las comunidades joánicas, a partir de la vivencia mística de uno de sus
referentes. Por decirlo brevemente: en este evangelio, ¿nos encontramos con
Jesús de Nazaret o con un sabio posterior que relee el “acontecimiento”
jesuánico? Y si es así, ¿cómo se explicaría el hecho de que semejante texto, de
innegable sabor gnóstico, fuera recogido en el canon de libros inspirados?
Dejo al margen esas cuestiones. Lo que pretendo compartir es, simplemente,
el resultado de una escucha realizada desde la vivencia no-dual. Para ello,
prescindiendo de toda la problemática relativa a su composición histórica, he
tomado el texto del cuarto evangelio tal cual ha llegado hasta nosotros y he
dejado que se “dijera”, hasta donde me ha sido posible, en este “idioma”. Tal
como lo veo, el cambio más radical al que estamos asistiendo en nuestro
momento histórico no es otro que el cambio de “clave de lectura” con el que nos
acercamos a la realidad y con el que, también, abordamos los textos de
sabiduría: tengo la convicción de que esa clave hoy es la no-dualidad.
Desde esa comprensión, parece claro que, para ponernos a la escucha de
aquellos textos, la condición inicial es la receptividad, que requiere del silencio
de la mente y de la acogida amorosa. Eso es lo que permite que aquella palabra
resuene en la misma vibración en la que fue pronunciada (o escrita). Y cuando
eso ocurre, se produce el milagro: es la Vida, una y la misma, la que parece
“despertar” en nosotros, hasta el punto de reconocernos en Ella. Por eso, en la
escucha o la lectura, nos sentimos “leídos” en nuestra verdadera identidad.
Así, de un modo casi imperceptible, somos conducidos hasta aquel “lugar” del

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que, en realidad, nunca habíamos salido –aunque fuéramos ignorantes de ello–
y del que nunca podremos escapar. Porque la palabra sabia nos recuerda que la
Vida, Dios, la Consciencia…, no es difícil de encontrar, sino imposible de evitar:
porque –“más íntima a nosotros que nuestra propia intimidad”, “más cercana
que nuestra propia yugular”– constituye lo que somos, lo que siempre hemos
sido: lo que siempre se halla a salvo.
Así leído, el evangelio –todo texto de sabiduría, reconocido o no oficialmente
como “sagrado”–, más allá de la tradición a la que pertenezca y del modo en
que fuera redactado, es siempre un “espejo” de lo que somos todos, un mapa
luminoso del único Territorio de Lo que es.

Pero, al llegar ahí, topamos con la incapacidad del lenguaje para poner
nombre a esa Realidad que transciende todo nombre y todo concepto y que, sin
embargo, nos constituye y constituye el núcleo último de todo lo real. Por lo que
corremos el riesgo de que, al utilizar un término, la “cosifiquemos”,
convirtiéndola en un objeto.
Los textos religiosos (teístas), como es nuestro caso, han utilizado la palabra
“Dios”. Probablemente, la mayor riqueza de ese término ha sido el haber
reconocido al Misterio un carácter “personal”. Pero ahí ha radicado también su
límite: fácilmente se ha proyectado en él lo que era nuestra propia experiencia
relacional, cayendo en el antropomorfismo más vulgar. Si a ello añadimos la
manipulación de ese término hasta extremos perversos –que llegó a dar incluso
la imagen de un dios ególatra, arbitrario, vengativo, cruel…–, se comprende
fácilmente el rechazo que el mismo provoca en muy extensos sectores de la
humanidad.
A ello habría que añadir una trampa más: los humanos tendemos a pensar
que, por nombrar una realidad, ya la poseemos. Lo expresaba con toda claridad
Javier Melloni en una entrevista: “Como nosotros tenemos una cultura muy
mental, pensamos que las palabras o los conceptos pueden ir sueltos sin la
experiencia espiritual o la experiencia de lo cotidiano. Ahí es donde Oriente
también nos enseña. No cae en la trampa de la palabra. Cuando uno pregunta
sobre si Dios existe, lo primero que le dicen es: «empieza a respirar». Y cuando
respires bien, luego podemos empezar a hablar. Empieza por esa experiencia
primordial con la vida, porque Dios no está separado de la vida. Cuanto más
cerca estamos de la vida, más cerca estamos de Dios. Y separar eso nos ha
hecho mucho daño” 5.

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Por todo ello, quizás sea saludable traducir la palabra “Dios” por la palabra
“Vida” –por otra parte, una de las palabras más queridas y más frecuentes en el
cuarto evangelio–, tal como sugiere Mónica Cavallé: “Las palabras «Dios» y
«Ser» han sido tan desvirtuadas en nuestra cultura por una religión y una
filosofía alejadas de la sabiduría, que es preciso acudir a términos o metáforas
menos contaminadas y más vinculadas a nuestra experiencia directa. A ello nos
puede ayudar la palabra «Vida»: No es posible escapar de la Vida. Nadie puede
concebirla como algo «Otro», distinto del mundo o de sí mismo. Somos la Vida.
O, más propiamente, Ella nos es” 6.
Quienes viven una religiosidad teísta pueden decir que, así, se corre el riesgo
de caer en lo impersonal. No niego ese riesgo, pero seguiría siendo –como en el
caso contrario– consecuencia de ver todo desde la mente (y su modelo dual de
conocer). Sin embargo, estaremos de acuerdo en que a Dios –a la Vida– no
llegamos a través de la mente, sino de otro modo atencional o vivencial, donde
lo experimentamos como el núcleo más profundo de nuestro ser. Ahí, las
categorías de “impersonal” o “personal” caen por tierra, al ser trascendidas en
una nueva percepción absolutamente “viva”.
Es únicamente cuestión de palabras. Si el término “Dios” –cuya etimología
(dev) significa “luminosidad”– ha sido manoseado, manipulado y pervertido,
hasta el punto de evocar para muchos una mera proyección de la mente
humana, podemos acudir al término “Vida” para apuntar a aquel Misterio
original y originante de todo lo que es.
A partir de aquí, creo importante hacer una doble matización. En primer lugar,
si nos ocurre que vemos la vida como algo “impersonal”, eso se debe
únicamente a que la hemos objetivado y la percibimos como “algo” que tenemos
y que un día perderemos. La realidad, sin embargo, es que la Vida es
Consciencia y Amor, es decir, pura consciencia de no-separación.
La segunda matización tiene que ver con lo que parece suceder a personas
religiosas cuando se deja de utilizar la palabra “Dios”. Si al dejar de nombrarlo
como “Dios”, aparece un sentimiento de orfandad, no será difícil reconocer que
quien se siente huérfano es solo el “yo” (ego), que había buscado “alguien” en
quien sostenerse. Lo que realmente somos, es autofundamentado: es la Vida,
Eso que es el Fundamento de todo lo que es.
Por ese motivo, porque únicamente se puede conocer esa realidad cuando se
la es, la propuesta implica acceder a ese lugar donde nos reconocemos “Vida”,

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en nuestra identidad más profunda.
Leído desde esta perspectiva, advertimos enseguida que todo el cuarto
evangelio es un himno a la Vida. Desde el prólogo hasta el epílogo, la vida
asoma constantemente, hasta el punto de constituir la misión de Jesús –“He
venido para que tengan viva, y vida en plenitud” (Jn 10,10)– y el objetivo del
propio evangelio, que “ha sido escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el
Hijo de Dios; y para que, creyendo, tengáis en él vida eterna” (Jn 20,31). No
solo eso: es el mismo autor del cuarto evangelio –o la comunidad joánica– quien
“traduce” la expresión central de los evangelios sinópticos –“Reino de Dios”– por
el término “Vida” 7.
Indudablemente, en el principio fue la Vida. Para el cuarto evangelio, la Vida
se halla en el principio, en el medio y en el final… Todo él es un canto a la Vida.
Y ciertamente, cuando sabemos verlo, comprendemos que todo es –y solo es–
Vida, que se despliega en infinidad de formas y se “oculta” en absolutamente
todo lo que percibimos a través de los sentidos; seres, circunstancias,
acontecimientos…, todo es Vida expresándose en formas. La Vida que se
manifestó en Jesús es la misma Vida que se expresó en el autor (autores) de
este evangelio y la misma que lo está leyendo en este momento.
Decía antes que, bien entendido, el término “Vida” es otro modo de decir
“Dios”…, siempre que lo entendamos –y vivamos– desde la no-dualidad. De otro
modo, lo convertiríamos en un ídolo separado y exterior 8.
Pero existen otras expresiones, como Logos –característico del Prólogo de este
mismo evangelio– o, mejor todavía, Consciencia. De ahí que me parezca
absolutamente ajustado poder expresar el mensaje evangélico también de esta
manera: En el principio era el Logos –volveremos sobre ello en el comentario al
capítulo primero– o, igualmente, en el principio era la Consciencia. Todo es
Consciencia que en todo se despliega, expresa y manifiesta. Pero solo
percibiremos que es así en la medida en que nos reconozcamos en ella. Porque
no es algo “separado” de lo que somos, sino nuestra última identidad, sin
margen alguno de dualismo. Somos esa misma y única Consciencia que late en
la infinidad de formas que percibimos.
Con estos presupuestos, quizás nos resuene de un modo nuevo una de las
expresiones más vibrantes de este evangelio: “En el Logos [en la Consciencia]
estaba [está] la vida y la vida era [es] la luz de los hombres” (Jn 1,4).
Invito, pues, al lector a adentrarse en la lectura del cuarto evangelio, párrafo

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a párrafo, capítulo a capítulo, en todo su recorrido, tal como ha llegado a
nuestras manos. E invito a hacerlo con una mente silenciosa y un corazón
receptivo, con la atención puesta en cualquier “eco” que resuene en nuestro
interior. Tales resonancias son la voz de nuestro “maestro interior” que nos
llama de vuelta a “casa”.
Desde la comprensión no-dual es claro que ese “maestro” es solo uno y el
mismo, aunque cada tradición o incluso cada persona lo nombre de un modo
particular: Espíritu, Dios, Jesús, Vida, Sabiduría, Intuición, Consciencia… Es la
“voz” en la que se expresa lo que es (lo que somos): de ahí que, al reconocerla,
nos reconozcamos y, al encontrarla, nos reencontramos. Hemos llegado al
“hogar” común.

Nota: Cada capítulo del libro corresponde al capítulo equivalente del cuarto
evangelio.

1. Sobre el modelo no-dual de cognición, he de remitir a mis libros anteriores, especialmente a Otro
modo de ver, otro modo de vivir. Invitación a la no-dualidad, Desclée De Brouwer, Bilbao 22015;
La dicha de ser. No-dualidad y vida cotidiana, Desclée De Brouwer, Bilbao 32016; Metáforas de la
no-dualidad. Señales para ver lo que somos, Desclée De Brouwer, Bilbao 2018.
2. S. VIDAL, Evangelio y cartas de Juan. Génesis de los textos juánicos, Mensajero, Bilbao 2013, p.
57.
3. Ello explicaría que, frente a afirmaciones indiscutiblemente no-duales, en este evangelio se
aprecie un marcado “dualismo eclesiológico” (“nosotros”/el mundo”; y a partir de ahí,
“luz/tinieblas”, etc.) típicamente sectario, aparte de un dualismo cosmológico (“arriba”/“abajo”),
característico de la premodernidad. Por más que nos resulte extraño, ambos “lenguajes” conviven
en el texto, y sobre ello habremos de volver en su momento.
4. S. VIDAL, Evangelio y cartas de Juan. Génesis de los textos juánicos, Mensajero, Bilbao 2013.
5. Javier MELLONI, entrevistado por Mª Ángeles López Romero, en Revista21 (enero 2014), p. 56.
6. M. CAVALLÉ, La sabiduría recobrada. La filosofía como terapia, Oberon, Madrid 2002, p. 107. (La
obra ha sido reeditada por Kairós, Barcelona 2011).
7. Sirvan estos datos como expresión del cambio operado y referido, como ha quedado dicho, a un
concepto absolutamente nuclear en los evangelios sinópticos. En los cuatro evangelios, la
expresión “Reino de Dios” aparece cincuenta veces; la equivalente “Reino de los cielos” lo hace
en treinta y dos ocasiones, y siempre en el evangelio de Mateo (es sabido que los judíos evitaban
pronunciar el nombre divino, o reducir al máximo su uso). En el cuarto evangelio, la expresión
“Reino de Dios” se menciona únicamente dos veces, y las dos en el “diálogo de Jesús con
Nicodemo” (Jn 3,3.5). Por el contrario, en el evangelio de Juan, el término “Vida” (Ζωή) aparece
treinta y seis veces. Para más precisiones en torno a la expresión “Reino de Dios”, remito al

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comentario que hice al evangelio de Marcos: Sabiduría para despertar. Una lectura transpersonal
del evangelio de Marcos, Desclée De Brouwer, Bilbao 22012, pp. 47-52.

8. Para una deconstrucción de la imaginería de un dios separado y exterior, puede verse el libro de
R. LENAERS, Aunque no haya un Dios ahí arriba. Vivir en Dios, sin dios, Abya Yala, Quito 2013.

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La Consciencia que somos y la búsqueda del
hogar

“Venid y lo veréis” (Jn 1,39).

El cuarto evangelio se inicia con un grandioso Prólogo, construido sobre la


base de un himno que probablemente se recitaría o cantaría en las comunidades
joánicas. A partir de aquel himno original, el redactor intercaló algunas frases
con determinados objetivos inmediatos, que señalaremos en su momento 1.
Con el himno original y los añadidos propios, el autor elaboró este texto
inicial, que hace de obertura a todo el escrito, y que puede considerarse como
una síntesis introductoria y profesión de fe de la comunidad del cuarto
evangelio, que habla –en primera persona del plural: “hemos contemplado”– de
su propia experiencia creyente.

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Prólogo: En el origen de todo, la Consciencia (1,1-18)

En el principio ya existía la Palabra,


y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios [“divina”].
La Palabra en el principio estaba junto a Dios.
Por medio de la Palabra se hizo todo,
y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.
En la Palabra había vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en la tiniebla
y la tiniebla no la reconoció.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía
como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran
a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre.
Al mundo vino y en el mundo estaba;
el mundo se hizo por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a su casa,
y los suyos no la recibieron.
Pero a cuantos la recibieron,
les da poder para ser hijos de Dios,
si creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre ni de amor carnal, ni de amor humano,
sino de Dios.

Y la Palabra se hizo carne,


y acampó entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre,
lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:

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—Este es de quien dije: “El que viene detrás de mí pasa delante de mí,
porque existía antes que yo”.
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia: porque la
ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio
de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del
Padre, es quien lo ha dado a conocer.

Si hubiera que sintetizar todo el contenido del himno-prólogo en una sola


frase, seguramente podría ser esta: Jesús es el Logos eterno. Pero, apenas
formulada, nos plantea una doble cuestión: ¿cómo entender el término Logos?,
y ¿qué significa que se lo aplique a Jesús?
Logos es un término griego, que fue traducido al latín como Verbum, y al
castellano como Palabra. Aunque también sería ajustado traducirlo como
Proyecto o Diseño, tal como hacen, por ejemplo, las versiones inglesas de la
Biblia. Pero, indudablemente, de entrada, a los oídos de nuestros
contemporáneos resulta de difícil comprensión.
Empezaremos, pues, acercándonos a comprender esa expresión. En segundo
lugar, nos preguntaremos qué significaba, para aquella comunidad, decir que
Jesús era el Logos. Y, de ese modo, estaremos en condiciones de hacer una
“relectura” en nuestro hoy: desde la comprensión no-dual, ¿cómo se entiende
aquella afirmación?
Empecemos, pues, por el contenido que daban al término Logos en aquel
ambiente cultural. Para el estoicismo, el Logos era el Principio divino que
penetra, dirige y mueve el mundo. De un modo bastante similar, el
neoplatonismo hablaba del Logos como de la fuerza activa, mediante la cual
Dios creó todo. Finalmente, el filósofo judío Filón de Alejandría, profundamente
influenciado por el helenismo, entiende el Logos como un ser intermedio por el
que el Dios trascendente entra en comunicación con el mundo. De ese modo, el
pensador intentaba armonizar el pensamiento filosófico griego con la fe
radicalmente monoteísta del judaísmo. Para él, el Logos no es Dios, sino aquel
ser por el que Dios crea y se revela.
Por otro lado, ya el Antiguo o Primer Testamento había hablado de la
“Sabiduría” (Sophia) de Dios, casi personalizándola, en estos términos: “El Señor
me creó al principio de sus tareas, antes de sus obras más antiguas… Cuando
no había océanos, fui engendrada, cuando aún no existían los profundos

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manantiales; antes que los montes fueran asentados, antes de las colinas, fui
engendrada… Cuando establecía los cielos, allí estaba yo…; a su lado estaba yo,
como confidente, día tras día le alegraba, y jugaba sin cesar en su presencia;
jugaba con el orbe de la tierra, y mi alegría era estar con los hombres” (Prov
8,22-31).
Para la tradición sapiencial judía, la “Sabiduría” no es sino el decirse de Dios.
Pues bien, en la versión al griego llevada a cabo por “Los LXX”, aquella
expresión hebrea se traduce por “Logos”.
Las comunidades joánicas dan un paso más al afirmar que Jesús es esa
misma Sabiduría, Proyecto, Designio, Palabra, Vida…, Logos del Padre,
“acampado entre nosotros”. Sin embargo, el himno –como era de esperar en
quienes provenían del judaísmo– no equipara al Logos con el Padre.
Textualmente, afirma que el Logos era “theos” (un Dios, o mejor, “divino”), no
“ho theos” (literalmente, “el Dios”).
Con todo, al aplicarle ese término, la comunidad reconoce a Jesús como el
“decirse” de la Divinidad, el revelador de Dios, el Hijo que nos lo da a conocer.
Es decir –esta es la síntesis–, personaliza en Jesús el Principio eterno de lo real.
Porque ese sería el significado último del Logos: el núcleo de lo que es, el
principio invisible y, sin embargo, origen y fuente de todo. En este sentido, sería
equivalente al Tao de la antigua sabiduría china (aunque en la religiosidad teísta
se lo haya colocado como un demiurgo, “por debajo” de Dios): aquello que no
puede ser nombrado pero que, sin embargo, en todo se manifiesta.
Desde la visión no-dual, parece absolutamente adecuado identificar al Logos
con la Consciencia una, origen y principio de todo lo que es. Y, por ello mismo,
identidad última que a todo y a todos nos constituye. Todo “está hecho” de
consciencia. Todo lo llena y en todo se manifiesta; y la liberación se produce
justamente cuando la reconocemos, o mejor, nos re-conocemos en ella.
David Carse, tras una experiencia tan inesperada como transformadora, lo
expresa con estas palabras: “No hay seres separados. Solo hay Presencia
[Consciencia] manando a través de estas formas aparentes. Todo Lo Que Es, es
lo que en verdad «se» es… Somos Eso, somos ese Uno […] El aliento Uno es un
Verterse de pura radiante compasión amor perdón belleza gracia… Nada hay
sucediendo, nadie hay aquí, solo hay Uno alentando. Yo soy Eso y Eso es
Todo…” 2.
Al aplicar el término Logos a Jesús, aquellas comunidades están afirmando

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que, en él, se “ha hecho carne” el mismo principio divino, el Secreto último de
todo lo Real. Dicho de un modo más simple: en Jesús se hace visible lo invisible,
todo es en él.
Por eso, al lector del evangelio no le extrañará en absoluto que Jesús afirme:
“Yo soy la Vida” (11,25; 14,6), pues, en sustancia, es lo mismo que si hubiera
dicho: “Yo soy el Logos” o “Yo soy la Consciencia”.
¿Qué puede significar, en concreto, la afirmación de que todo es en Jesús?
Desde un ámbito diferente al de las comunidades joánicas, Pablo lo expresará
con estas palabras: “Cristo es la imagen del Dios invisible, el primogénito de
toda criatura. En él fueron creadas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra,
las visibles y las invisibles, todo lo ha creado Dios por él y para él. Cristo existe
antes que todas las cosas y todas tienen en él su consistencia” (Col 1,15-17).
Es indudable que una afirmación cobra un sentido específico según el nivel de
consciencia en el que se lee. Desde un estadio mítico, las expresiones
precedentes dan como resultado la creencia en Jesús como el “principio divino”
separado que toma carne en un hombre galileo.
El nivel mítico no se hace más preguntas: ¿cómo es posible que el misterio
invisible pueda “condensarse” en un ser humano particular?; ¿cómo se puede
afirmar de alguien que es “Dios” y “hombre” al mismo tiempo? Tales preguntas
nacerán más tarde, con el desarrollo del estadio mental-racional. Pero la
consciencia mítica, que da por supuesta la existencia de un ámbito paralelo en el
que vive(n) Dios(es), se queda con la mera afirmación, que culmina en una
“divinización” de Jesús, entendida en el sentido más literal.
Decía que es en el estadio mental-racional cuando empiezan a ponerse en
cuestión estas afirmaciones. Porque, al ampliarse la capacidad de percepción, se
va modificando el paradigma, y comienzan a percibirse disonancias que antes
pasaban inadvertidas.
Pero, por más que sea un nivel mental avanzado o desarrollado, mientras se
mantenga el modelo dual de cognición no podrá hallarse una solución
satisfactoria. Porque, en ese modo de conocer, no hay forma de trascender el
dualismo, en el que radica la propia trampa, insuperable para ese mismo
modelo.
La trampa –inherente al modelo mental– no es otra que dar por supuesto lo
que solo es un efecto producido por la mente: la separación de todo. Porque es
solo la mente –y el lenguaje– los que otorgan aparente separación

19
independiente a las cosas. Y nos confundimos al creer que lo que es mera
“separación” mental coincide con una separación real. La realidad no es esa: no
existe –no puede existir– ninguna separación en lo real –nos lo recuerda ahora
incluso la física cuántica–, que constituye un Todo indivisible. En sí –no podría
ser de otro modo–, la Realidad es no-dual, es decir, carece de toda división.
De ahí que solo haya un modo de superar la trampa y el engaño: trascender
el modelo mental de conocer, abriéndonos a la comprensión no-dual. Desde ella,
seguimos percibiendo las diferencias, pero sin dejar de ver la unidad profunda
que las abraza –diferencia no es sinónimo de separación–; continuamos
advirtiendo que todo lo manifiesto es polar, pero tampoco confundimos
polaridad con dualismo. Más aún, venimos a reconocer que la no-dualidad
consiste precisamente en el abrazo de los dos polos en una secreta y más
profunda Unidad mayor.
Cuando, desde este modelo de conocer –más adecuado que el mental–, nos
acercamos al Prólogo de nuestro evangelio, emerge la comprensión: lo que
percibimos en él es una manera de nombrar los dos polos de lo Real, abrazados
en la no-dualidad.
Desde esta perspectiva, Jesús es símbolo y expresión de la no-dualidad: es el
“nexo” entre el Logos invisible y la materia tangible, entre la Consciencia una y
las formas en que se manifiesta. Lo que, en el cristianismo, se llama
“encarnación” es otro nombre más para expresar la misma naturaleza no-dual
de lo Real. Invisible y material, Dios y hombre, son las dos caras de la misma y
única Realidad, de la misma y única Vida.
Tiene, pues, todo el sentido afirmar que todo es en él…, a condición de que
no volvamos a caer en la trampa de la separación, y desemboquemos en un
nuevo reduccionismo, que seguiría “alejando” a Jesús de nosotros, y aplicándole
a él, de un modo exclusivista, lo que es real para todos.
En esa misma línea, salimos de la nueva trampa cuando advertimos que Jesús
es símbolo y expresión de lo que somos todos. En cada uno de nosotros se
encierra todo el misterio de lo Real, en sus dos caras. Nos confundimos cuando
reducimos nuestra identidad al mero yo individual o personalidad, porque lo que
somos, en profundidad, es Logos, Vida, Consciencia.
Así leído, el Prólogo constituye una revelación del misterio de lo Real y, por
ello mismo, una invitación a reconocernos en nuestra verdadera identidad.
Sobra decir que esta lectura no desmerece a Jesús, como se pensaría desde la

20
consciencia mítica –o también desde el modelo mental–. Porque la idea de
“desmerecimiento” o incluso la misma comparación carecen aquí de sentido. Al
desvelarse la ficción del yo individual, ¿”quién” se compararía con “quién”? Por
más que no haya dos olas iguales, aun aceptando que haya algunas más
“bellas” que otras, todas ellas son, en esencia, agua: ¿qué sentido tendría la
comparación?
Para mostrar quizás con mayor claridad el cambio de paradigma en el que nos
encontramos, me gustaría establecer un paralelismo entre lo que supuso la
primera fe cristiana y lo que podemos estar viviendo en este momento histórico.
Lo específico del cristianismo primitivo, en su controversia con el judaísmo
ortodoxo, fue la afirmación según la cual la plenitud de la Divinidad había
tomado cuerpo en el hombre Jesús de Nazaret. Tal afirmación suponía, desde la
perspectiva cristiana, la superación de la fe judía: el principio de transcendencia
absoluta –central en el judaísmo– se ve “completado” ahora con el de una
radical inmanencia. En la persona de Jesús, según el credo cristiano, Dios se
hace uno de nosotros.
Pues bien, me parece que en este momento histórico, en este cambio cultural
que conlleva la emergencia de la comprensión no-dual, se está produciendo un
salto de no menor envergadura, al reconocer que lo afirmado acerca de Jesús es
radicalmente cierto en todos los seres; todos ellos son “divinidad encarnada”, en
ese “doble nivel” que evoca la no-dualidad: si la tradición cristiana afirmaba de
Jesús que era Dios y hombre a la vez, de todos nosotros podemos decir que
somos la Vida una (“Dios”) que se expresa en una forma particular. Visto así, si
bien supone un salto cualitativo, en realidad no es otra cosa que la
“universalización” de lo que ya se había reconocido en el caso de Jesús. La
propuesta es que, a lo largo de la lectura, no olvidemos esta “clave de
comprensión”: lo que se está diciendo de Jesús, se dice, en realidad, de todos
nosotros y, en último término –con todas las diferencias evidentes– de todos los
seres. Todo es Vida. Más allá de la forma en que, temporalmente, nos
experimentamos, somos igualmente esa misma Vida.
Con esta clave de comprensión, queda patente que la expresión “pueblo
elegido”, de innegable sabor etnocéntrico e incluso supremacista, ya no se
refiere en exclusiva al pueblo judío ni tampoco a la iglesia cristiana, sino a la
universalidad de los seres: no hay nadie ni nada que no haya sido radicalmente
elegido.

21
Venimos ya a comentar el Prólogo. Nuestro evangelio empieza con una
expresión plena de sentido y profundamente evocadora: “En el principio”.
Marcos, el primer evangelio, abre su escrito con el inicio de la actividad
pública de Jesús; Mateo y Lucas lo hacen con el relato del nacimiento; Juan se
remonta “al principio”, antes de la creación del mundo 3.
Esa expresión parece ser una réplica solemne a la primera afirmación de la
Biblia: “En el principio, creó Dios el cielo y la tierra” (Gen 1,1). “En el principio”,
vendría a decir el autor de evangelio, no fue la creación, sino el Logos.
En realidad, “Principio” es otro término para designar al Logos: él es la fuente
y la raíz de todo lo que es, la Vida. Y ese “principio” es ahora. Efectivamente,
solo existe el Ahora eterno. Es nuestra mente la que crea la sensación del
tiempo, del mismo modo que crea la ilusión de la separación. La realidad es que
todo es ahora y todo es no-separado. Lo que ocurre “en el principio” es lo que
está aconteciendo en este momento, en un ahora atemporal. ¿Y qué es lo que
sucede en el Ahora?
Según la mitología bíblica, en el Presente estamos naciendo de Dios, “a su
imagen y semejanza” (Gen 1,26), es decir, sin ningún tipo de distancia ni
separación. Ahora mismo –en cada Ahora–, venimos a reconocer nuestra verdad
más honda cuando nos percibimos a nosotros mismos, junto con toda la
realidad, “naciendo” de Dios. Ante ello, nuestra mente se detiene y fácilmente
entramos en adoración silenciosa. Al acallarse la mente, el yo –como entidad
separada– se desvanece y emerge nuestra identidad más profunda, la que
trasciende las “formas” mentales y materiales. Nuestra existencia parece
discurrir a lo largo del tiempo como si este fuera una secuencia objetiva, aunque
sabemos que el tiempo es únicamente una creación mental, fruto de la
percepción limitada de nuestros órganos neurobiológicos 4. En cualquier caso, la
Vida que somos no forma parte del tiempo, sino que es atemporal, eterna, pura
e ilimitada Presencia.
Si permanecemos en ella, creceremos progresivamente en desidentificación
del yo, saliendo de la creencia errónea que nos reducía a él, así como de la
ignorancia y el sufrimiento que eso conlleva, y la Vida podrá expresarse en
nosotros.
Según el cuarto evangelio, lo que ocurre “en el principio” –ahora– es Jesús: a
través de él, estamos naciendo de Dios. Para ello, el autor del evangelio hace
suya una idea del judaísmo helenista, según la cual, Dios crea el mundo a través

22
de un intermediario o demiurgo, y la aplica a Jesús, a quien presenta como la
“Palabra” eficaz.
Ese Principio (Logos, Consciencia) –insiste el Prólogo– es vida y es luz: otros
dos términos más para señalar aquella primera realidad inefable. Curiosamente,
tanto en el lenguaje religioso judío, como en el helenismo, “vida” y “luz” eran
términos equivalentes –del mismo modo que, en el polo opuesto, “muerte” y
“oscuridad”–. Por otro lado, la etimología (sánscrita) de la palabra “Dios” (dev)
remite al mismo significado: luminosidad. Lo que es, es vida y es luz.
La vida –como la luz– no es algo que se pueda tener o perder. Vida y luz
nombran la identidad más profunda de todo lo que es. No es que tengamos
vida; somos vida, manifestándose temporalmente en esta forma concreta.
Llegado a este punto, el autor interrumpe el himno para introducir una
referencia a la figura de Juan el Bautista, algo que volverá a hacer un poco más
adelante. El objetivo de este inciso parece claro: en su polémica con los grupos
baptistas, las primitivas comunidades cristianas insistían en la preeminencia de
Jesús. Ello les llevó a poner en boca del Bautista expresiones en las que él
mismo se situaba como mero “precursor”, simple “testigo” de la luz.
Progresivamente, la primera literatura cristiana iría, en cierto modo,
“cristianizando” la figura de Juan, haciendo de él un discípulo del Maestro de
Nazaret, para terminar incluso canonizándolo.
En los versos siguientes, destaca una afirmación radical: “Vino a su casa”. En
realidad, el Logos nunca ha estado lejos ni fuera. El mundo, el cosmos, no es –
ni puede ser– algo separado de la Fuente, sino simplemente su manifestación. Y
hablando con rigor, no es este mundo la casa del Logos, sino justamente al
revés: el Logos, la Vida es la “casa” –la sustancia– última de todas las formas,
nosotros incluidos.
La formación religiosa, a consecuencia del modelo mental que la vehiculaba,
fue generando la idea de un Dios exterior y separado de su creación, como
habitando en una realidad paralela y distante. No puede ser de otro modo:
siempre que nuestra mente piensa a Dios, proyecta la imagen de un Ente
separado. Y el resultado es que nos encontramos con un dios fabricado por
nuestra propia creencia. La prueba está en que, si se quita la creencia, ese
“dios” cae.
Hay una señal clara que nos permite ver el engaño: no puede existir nada
separado de Dios –del Principio vital, del núcleo que todo lo constituye, de la

23
mismidad última de todo lo que es–; y un Dios separado no puede ser Dios, sino
un ídolo imaginado. Pero volvamos al texto.
Esta es “su casa”: todo lugar es el lugar de Dios y todo rostro es su rostro. No
hay nada que no lo revele. Lo que ocurre es que nuestra mente, no solo imagina
a un Dios (necesariamente) separado, sino que además etiqueta todo lo real,
estableciendo un dualismo insalvable, entre lo que juzga “bueno” y lo que
considera “malo”.
Planteadas así las cosas, parece que Dios, en todo caso, únicamente puede
estar presente en aquello que es “bueno”. Y, de nuevo, terminamos haciendo un
Dios a medida de nosotros mismos: un Ente separado que está del lado de lo
“bueno”.
Pero Dios no es un Ente bueno, sino la Mismidad de todo lo que es y que en
todo se expresa. Lo que llega a nuestros sentidos no es sino el desplegarse de
aquel Misterio –el Acontecer–, sin ningún tipo de separación.
Nuestra mente no llegará a entender el porqué de muchas cosas que ocurren;
tampoco entenderá cómo es posible que Dios se manifieste también en algo
“malo”. Pero no es extraño: la visión mental es radicalmente estrecha y cerrada.
Útil en el mundo de lo relativo –en el mundo de los objetos–, se pierde
absolutamente cuando quiere aplicar sus criterios a aquello que no es
objetivable.
Decir que esta es “su casa” equivale a afirmar que “se hizo carne y acampó
entre nosotros”. Se comprende que, en una mentalidad mítica que piensa a Dios
como un Ser separado y objetivado, se entendiera la encarnación como el hecho
por el que el Hijo de Dios, el Logos pensado como otro ser celeste también
separado, desde fuera, viniera a tomar carne en Jesús.
Una tal visión, con todas las consecuencias que se derivan de la misma,
resulta inasumible para una conciencia moderna, que ha trascendido el estadio
del mito. Sin embargo, cuando somos capaces de ir más allá del marco mítico,
todo cobra sentido.
Los cristianos vemos en Jesús el Diseño de lo real, la Gloria de Lo Que Es, el
Rostro de lo divino, la Vida una, el Espejo de lo que somos. De modo que,
cuando hablamos de Jesús, estamos hablando –simultáneamente y sin
separaciones– de Dios y del ser humano, de lo inmaterial y de todo lo material.
La encarnación significa, efectivamente, que “Dios acampa entre nosotros” y
que en todo “contemplamos su gloria”. Pero no porque Dios venga “desde

24
fuera”, en un momento determinado de la historia. Siempre ha sido así: Dios-en-
carne, Dios y la materia, en una unidad sin costuras. Eso que siempre ha sido es
lo que los cristianos reconocemos que se revela o manifiesta en Jesús. Y a eso
apuntan las palabras finales del Prólogo: “A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo
único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”.
De ese modo, se supera tanto el dualismo –que sigue pensando en un Dios
separado y que vive la religión en clave de rivalidad– como el reduccionismo –
que niega la dimensión espiritual o trascendente de lo real, empobreciendo
radicalmente lo humano–, para acceder a una visión integral e integradora, una
nueva consciencia que hará posible una nueva humanidad.
El camino para acceder a esta comprensión pasa por acallar la mente y venir
al presente. Porque en el presente todo ha sido, es y será siempre simultáneo,
eterno, omniabarcante e infinito. El presente es un fluir de atención, de
consciencia y de existencia, que se experimenta de forma no-dual. El presente
siempre está, pero la agitación de la mente impide percibir su presencia.
Si aprendemos a poner atención en lo que vivimos y, gracias a la observación,
somos capaces de acallar la mente, nos abriremos a la Consciencia que somos –
Presencia intensa– y ahí percibiremos y disfrutaremos de la encarnación eterna
y atemporal, Dios-con-nosotros.

Decía al empezar que, en el himno original sobre el que se construyó el


Prólogo, el autor intercaló varias afirmaciones, a las que ahora quiero referirme
brevemente.
Dos de ellas se refieren a la figura del Bautista, con el objetivo ya señalado:
marcar la “distancia” entre él y Jesús. Los humanos solemos funcionar así: antes
de darnos cuenta, el ego asume el mando y busca situarse por encima de todos
los demás. Al definirse a sí mismo en función del tener, del poder y del
aparentar, hará de su existencia una carrera por acumular, escalar y presumir, si
es posible, más que ningún otro.
Referido a los grupos, sucede lo mismo. Cada grupo busca fortalecerse según
aquellos criterios. Por ello no es extraño que funcione de una manera
típicamente sectaria –no es casual que el término “secta” pueda provenir del
latín “secare” (cortar o separar)–, buscando la autoafirmación en la
“disminución” de los demás.
Los otros incisos tienden a subrayar la exclusividad de Jesús de cara a la
salvación. A partir de un testimonio comunitario –“hemos contemplado su

25
gloria”–, confiesan que la “gracia” y la “verdad” únicamente nos vienen a través
de él. El motivo es que, para las comunidades cristianas, solo él es el “Hijo
único”; solo él puede revelar el rostro de la divinidad. De este modo, el autor del
evangelio introduce uno de los temas-eje de su escrito: Jesús es el único
“revelador celeste” o “emisario divino”, porque solo él está “en el seno del
Padre”.
Creo no equivocarme si afirmo que expresiones de este tipo exclusivista y
absolutista provocan cada vez mayor incomodidad en los creyentes. Pero no –
como tendería a pensar quien se halle en el paradigma tradicional– porque haya
“disminuido” la fe en Jesús, sino porque –debido a la propia evolución de la
consciencia–, incluso aunque no se sepa bien el motivo, algo nos dice que eso
no puede ser así. Nos vamos haciendo cada vez más conscientes de que la
Verdad no puede tener esos rasgos de exclusividad o absolutismo. Más que de
la Verdad, esas parecen ser características de creencias muy arraigadas del ego
que, probablemente apoyadas en una consciencia mítica, denotan fanatismo y,
en último término, inseguridad.
Sin embargo, tampoco aquí podremos encontrar una salida mientras
permanezcamos en el modelo mental. En él no quedará otro remedio que seguir
sosteniendo esas afirmaciones de un modo rígido o, por el contrario, rechazarlas
por la disonancia que provocan. Solo desde la comprensión no-dual podemos
captar e integrar lo que parecía insoluble.
Desde ella, empezamos por reconocer que el nivel mítico de consciencia no
podía ver las cosas de otro modo: la absolutización de lo propio, unida a la idea
de la separación de todo, tenía que conducir necesariamente al exclusivismo.
Pero, una vez reconocido lo que ocurrió, es posible ver un poco más lejos,
hasta advertir que lo que se afirma de Jesús, se está diciendo de todos
nosotros. Lo que es él, es lo que somos todos: desde la perspectiva no-dual
queda patente que todo está en todo, y que cada parte contiene la totalidad,
porque todo comparte el mismo núcleo, el mismo y único Fondo, la misma y
única Consciencia.
No hay ola ni gota que no sea, en último término, agua. Todos somos “olas”
diferentes, pero nunca separadas porque somos también siempre la misma
“agua”. La comunidad cristiana, a lo largo de veinte siglos, ha reconocido a
Jesús como una “ola” nítida en la que se espeja admirablemente el “agua” que
somos todos. Eso explica también la facilidad con la que nos podíamos
reconocer en él: nos estaba (está) reflejando a nosotros mismos; en su rostro

26
veíamos el nuestro.
Con todo ello, desde el modelo no-dual, es posible “traducir” la conclusión del
Prólogo –“A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del
Padre, es quien lo ha dado a conocer”– de este modo: Dios es lo Invisible que
se muestra en todo lo manifiesto. El “Hijo” es toda la realidad manifiesta, que
nunca puede estar en otro “lugar” que no sea el “seno del Padre”. Estamos –y
siempre hemos estado– ahí. Únicamente nos hace falta caer en la cuenta. Jesús
–y el mismo evangelio que estamos comentando–, gracias a los “ecos” que
despierten en nosotros, pueden ayudarnos a verlo.
Para terminar lo relativo al Prólogo, desearía comentar aquella frase que
parece rezumar una profunda tristeza: “Al mundo vino y en el mundo estaba; el
mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los
suyos no la recibieron”.
Aplicado directamente a Jesús, parece que el autor está dejando entrever lo
que sería el conflicto posterior que terminaría en la ejecución del Maestro, y que
coloreará todo el relato evangélico en las constantes discusiones y
enfrentamientos con los “judíos” 5.
Pero, una vez más, la comprensión no-dual amplía nuestra mirada: nuestra
tragedia radica en el hecho de que no conocemos lo que somos. Todo está ya
aquí, todo ha sido –está siendo– hecho por el Logos, la Vida y, sin embargo,
seguimos ciegos, encerrados en la estrecha jaula de nuestra mente, creyendo
ser lo que no somos y desconectados de quienes realmente somos.
Tal parece ser el significado de esta otra expresión, cargada de simbolismo:
“La luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la reconoció”. Ciertamente, la tiniebla
nunca podrá recibir la luz; más bien lo que ocurrirá es que, al hacerse presente
la luz, aquella simplemente se disuelva.
El texto expresa con exactitud lo que nos sucede a los humanos: identificados
con la mente, vivimos en la oscuridad, hipnotizados al creer que la realidad es lo
que la mente percibe. Con lo cual, nos vemos confrontados con una pregunta
decisiva: ¿qué es lo realmente real?: ¿lo que sale en los diarios, en televisión, en
las redes sociales?; ¿aquello que captan nuestros órganos neurobiológicos?…
Todo eso –lo afirma hoy también la propia ciencia– pertenece al mundo de la
apariencia –lo real no cambia; lo que cambia es solo apariencia–; es un aspecto
a cuidar, la “otra cara” de lo Real, pero no lo realmente real.
Y ahí nos hallamos: intentamos llegar a la luz, pero mientras lo queramos

27
conseguir pensando, no lograremos sino prolongar la ceguera. Solo el silencio
de la mente –la meditación o contemplación de la Luz que somos– nos hará, no
ya alcanzar la claridad –siempre la hemos sido–, sino reconocerla en toda su
luminosidad.
En rigor, lo que llamamos “tiniebla” u oscuridad es únicamente ausencia de luz
o, más exactamente –ya que tal ausencia nunca se da–, incapacidad de verla,
debido a nuestra reducción a la mente. Por eso, basta quitar el obstáculo para
que la luz se manifieste. Aunque resulte paradójico e incluso extraño al
pensamiento, se trata sencillamente de darnos cuenta de que somos Luz; todo
lo demás vendrá solo, de la mano de la propia Luz.
El texto que estamos comentando puede llamarse con razón prólogo, porque
anuncia casi todo cuanto se va a decir en el evangelio. Pero podría ser también
epílogo, porque es una especie de resumen del mismo. Y es obertura, porque
enuncia temas que irán desarrollando a continuación.
Todos ellos quizás pudieran sintetizarse de este modo: Jesús es la Palabra
(Logos, Vida, Consciencia) que produce y comunica la vida divina.

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Caminar en verdad, proceder sin doblez (1,19-34)

Los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que


le preguntaran:
—¿Tú quién eres?
Él confesó sin reservas:
—Yo no soy el Mesías.
Le preguntaron:
—Entonces ¿qué? ¿Eres tú Elías?
Él dijo:
—No lo soy.
—¿Eres tú el Profeta?
Respondió:
—No.
Y le dijeron:
—¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han
enviado, ¿qué dices de ti mismo?
Él contestó:
—Yo soy “la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor”
(como dijo el profeta Isaías).
Entre los enviados había fariseos y le preguntaron:
—Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el
Profeta?
Juan les respondió:
—Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis,
el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno
de desatar la correa de la sandalia.
Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan
bautizando.
Al día siguiente, Juan vio a Jesús, que se acercaba a él, y dijo:
—Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. A este me
refería yo cuando dije: “Detrás de mí viene uno que ha sido colocado
delante de mí, porque existía antes que yo”. Yo mismo no lo conocía; pero
la razón de mi bautismo era que él se manifestara a Israel.
Juan prosiguió:

29
—Yo he visto que el Espíritu Santo bajaba desde el cielo como una
paloma y permanecía sobre él. Yo mismo no lo conocía, pero el que me
envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas que baja el
Espíritu y permanece sobre él, ese es quien bautizará con Espíritu Santo”.
Y como lo he visto, doy testimonio de que él es el Hijo de Dios.

La polémica entre las comunidades cristianas y las baptistas debió ser intensa,
a juzgar por la importancia y el espacio que dedican los evangelios a
“redimensionar” la figura del Bautista.
Si ya en el prólogo, el autor del cuarto evangelio proclama con insistencia que
Juan no es la luz, sino únicamente el “testigo de la luz”, ahora el relato se centra
por completo en su persona.
La escena del interrogatorio al que le someten los enviados de la autoridad
religiosa (“los judíos”) tiene la intencionalidad manifiesta de zanjar la cuestión
de una manera definitiva: “No soy el Mesías. No soy Elías. No soy el Profeta”. Se
trata de una negación por triplicado (“definitiva”), aludiendo a tres figuras
netamente mesiánicas: el Mesías esperado; Elías, del que se creía que
aparecería inmediatamente antes; y el Profeta, o un segundo Moisés.
Tras la triple negación de ser cualquier figura relacionada directamente con el
Mesías, el autor del evangelio recurre a un texto de Isaías, para presentar a
Juan como la “voz” que pide “allanar el camino”.
Las palabras que el evangelista pone en boca de Juan están tomadas de
Isaías (40,3-5). Sigue así la estela de los evangelios sinópticos (Mc 1,3; (Mt 3,3;
Lc 3,4). En todos los casos, se asume la traducción que hicieron “Los LXX”, que
modificaba el inicio de la misma. No se decía: “Una voz grita en el desierto…”,
sino: “Una voz grita: en el desierto…”.
En ambos casos, la riqueza simbólica del texto permanece en su verdad y en
su belleza, así como en su capacidad evocadora. Con frecuencia, la “voz” que
nos llama a la Vida –a vivir conscientemente lo que somos– cae “en el desierto”,
es decir, no encuentra destinatario, porque nos hallamos despistados, distraídos
en mil ocupaciones vividas desde la inconsciencia. Y se produce lo que recuerda
la sabiduría popular: “predicar en el desierto” es tiempo perdido.
En la segunda acepción, la voz interior invita a “preparar el camino del Señor
[justamente] en el desierto”. El “camino del Señor” no es otro que el camino de
la Vida, por cuanto “el Señor” no es “alguien” separado, un Ente que dirigiera el
mundo desde fuera, sino justamente ese Fondo último de todo lo real que

30
constituye también –no podría ser de otro modo– nuestra verdadera identidad.
Por eso, el “camino del Señor” es el camino que conduce a “casa”, el que nos
ancla en lo que realmente somos.
La invitación –una llamada urgente porque en ello se ventila nuestro ser o no
ser– podría traducirse de este modo: en el desierto de tu existencia en el que
sueles andar perdido, busca el camino que conduce a lo que eres y transita por
él de manera decidida y perseverante. Esa opción tendrá que plasmarse en
cambios visibles: elevar los valles, abajar los montes, enderezar lo torcido,
igualar lo escabroso… Todo ello se produce en cuanto nos abrimos a la
comprensión de lo que somos y nos vivimos en conexión con ello: lo que ahí
brota es precisamente ecuanimidad, paz y compasión.
El mensaje es sencillo y radical: constituye un llamamiento exigente a
proceder sin doblez, a ser veraces. La doblez nace del deseo. A veces, decimos
buscar una cosa y, en realidad, nos sorprendemos buscando o realizando la
contraria. Esta otra es siempre un interés del ego. “Mostraos tal como sois y sed
tal como os mostráis”, aconsejaba Rumi a los suyos. Es decir, allanar el camino
equivale a no seguir los imperativos del ego caprichoso; de otro modo, jamás
saldremos del laberinto de sufrimiento.
El autor del evangelio parece indicar que no podremos comprender ni acoger
a Jesús (al evangelio) si no estamos dispuestos a caminar en verdad. Sabemos
que no puede haber crecimiento personal si no es a partir del reconocimiento y
la aceptación de la propia verdad. Solo esta provee de cimientos sólidos sobre
los que construir nuestra persona. Pero hay más. La aceptación de la propia
verdad es imprescindible no solo en el trabajo psicológico, sino también para
acceder a nuestra identidad profunda. En este camino, necesitamos
desnudarnos progresivamente de todo aquello que no somos –y a lo que,
durante años, nos hemos aferrado–, para que se nos pueda revelar lo único que
permanece, porque solo esto nos dice quiénes somos.
A continuación, el interrogatorio se centra en un hecho indiscutible: estaba
bautizando en el Jordán. Utilizando el pretexto de una nueva pregunta, el autor
del evangelio pretende marcar una separación tajante entre el “bautismo de
agua”, como mero símbolo de conversión –realizado por Juan–, y el bautismo
“con Espíritu Santo”, que llevará a cabo Jesús. Pero antes de entrar en lo que
eso significa, tenemos que referirnos al hecho mismo de que Jesús fuera
bautizado.
Los datos de que disponemos abogan por la historicidad de ese hecho. Por un

31
lado, porque era ahí donde se apoyaban los discípulos de Juan para hablar de la
superioridad de su maestro. Por otro –quizás aún más definitivo–, los seguidores
de Jesús nunca hubieran podido “inventarse” que este se pusiera a la cola de los
“pecadores”, como un pecador más.
Sin duda, el bautismo de Jesús resultaba “incómodo”, si no escandaloso, para
sus seguidores, que tratarían de “justificarlo” de varios modos. A ambas
cuestiones tratará de responder Mateo, por ejemplo, con un argumento
rebuscado: “Juan trataba de impedírselo diciendo: «Soy yo el que necesito que
tú me bautices, y ¿eres tú el que viene a mí?». Jesús le respondió: «Deja eso
ahora; pues conviene que cumplamos lo que Dios ha dispuesto»” (Mt 3,14-15).
Por su parte, en el apócrifo Evangelio de los Hebreos se lee: “La madre de
Jesús y sus hermanos le dijeron: Juan el Bautista bautiza para el perdón de los
pecados; vayamos a ser bautizados. Pero él les respondió: ¿Qué pecado he
cometido para ir a bautizarme? Con todo, puede que estas palabras mías
contengan el pecado de ignorancia”.
Más allá de la polémica posterior entre los seguidores de uno y de otro,
parece probable que Jesús fuera durante un tiempo discípulo de Juan, si bien
luego tomara distancia de él, por divergencias entre el mensaje de ambos,
quizás en lo relativo a la imagen de Dios. Si quisiéramos sintetizarlo en una
palabra, podríamos decir que Juan habla aún de un Dios de “justicia” (incluso de
venganza), mientras para Jesús Dios es siempre “gratuidad”.
Que Jesús fuera discípulo de Juan parece quedar claro por varios motivos:
porque es ahí, con él, donde inicia su actividad; porque, como veremos
enseguida, los primeros discípulos de Jesús –siempre según el cuarto evangelio–
serán dos de los que seguían previamente al Bautista; y finalmente porque –
según este mismo evangelio– Jesús también “bautizaba” en el Jordán (3,22). A
propósito de este hecho, contamos con un testimonio elocuente. Se nos dice en
él que los discípulos del Bautista, quejosos, se acercaron a su maestro para
decirle: “Aquel que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú nos diste
testimonio, está ahora bautizando y todos se van tras él” (3,26).
Se trata de un dato muy interesante: por una parte, da a entender que Jesús
también bautizaba; por otra, deja bien clara la intencionalidad del autor del
evangelio. Incluso cuando se quejan de que Jesús atrae a más gente, les hace
reconocer el “testimonio” que había dado el Bautista (si bien, no parecen tenerlo
en cuenta, lo que demostraría que no son palabras de los discípulos, sino del
evangelista).

32
Tan incómodo debía resultar el hecho de que Jesús hubiera sido bautizado por
Juan que el autor de nuestro evangelio lo omite. En lugar de narrarlo
directamente, pone en boca del Bautista, una vez más, el testimonio que le
interesa, y que en este caso es doble: Jesús es el “cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo” y “sobre él se ha posado (y permanece) el Espíritu en forma
de paloma”.
La imagen del Cordero de Dios alude, en clave del éxodo, al cordero pascual,
cuya sangre liberó al pueblo israelita de la muerte y cuya carne fue su alimento.
Para quienes conocían ese trasfondo, se está anunciando la muerte de Jesús y
la nueva Pascua (resurrección), tras el éxodo (liberación). Un éxodo o camino
que se irá narrando en los capítulos sucesivos: en ellos se nos presentará a
Jesús, como nuevo Moisés, conduciendo al pueblo –representado en diferentes
figuras– de la oscuridad a la luz (curación del ciego), de la muerte a la vida
(resurrección de Lázaro).
La imagen de la paloma, como símbolo del Espíritu, puede aludir al “aleteo”
del que se habla al inicio del libro del Génesis –“el espíritu de Dios aleteaba
sobre las aguas” (Gen 1,2)–, o puede referirse sencillamente a una creencia,
según la cual, era signo de elección divina que un ave se posara sobre una
persona.
Más allá de la imagen, lo que le interesa al autor es subrayar que sobre Jesús
se ha “posado” y permanece el Espíritu de Dios: Jesús es el portador del Espíritu
en plenitud, por eso puede comunicar la vida divina.
Desde el modelo mental, el teísmo ha entendido a Dios como un Ente
separado. En esa misma línea, el Espíritu tenía que ser también una entidad. Es
claro que el autor del evangelio no puede tener presente la doctrina de la
Trinidad que, aunque posteriormente se remitiera a textos como este, fue fruto
de una evolución tardía, que tomaría forma en un molde griego.
Decir que Jesús está poseído por el Espíritu divino es una manera de afirmar
que se trata de un hombre desegocentrado, que vive en la consciencia de quien
es. Por eso, su acción y su palabra no nacerán del ego, sino de ese mismo
Espíritu que lo invade y lo plenifica. Y ese es el verdadero bautismo: el que nos
libera del ego y nos hace descubrir nuestra verdadera identidad y vivir desde
ella. Es el bautismo que “quita el pecado del mundo”, como había dicho el
Bautista, refiriéndose a Jesús.
El “pecado del mundo” es solo uno: la ignorancia acerca de nuestra verdadera

33
identidad, creernos que somos “alguien” (yo o ego) separado y reducirnos a esa
creencia. A partir de ella, vivimos desconectados de quienes somos y conducidos
por lo que no somos: todo daño y sufrimiento provienen de esta confusión
básica.
El término griego utilizado es “hamartia”, que significa “errar el tiro”, no dar
en el blanco. Efectivamente, cada vez que nos identificamos con el yo, hemos
errado por completo. Lejos de la idea de culpabilidad y angustia con la que se
cargaría en la historia del cristianismo, el pecado se describe como “ignorancia”
básica, inconsciencia que lleva al error.
Que Jesús nos libere del “pecado del mundo” equivale a decir que nos hace
ver nuestra verdadera identidad, en la que él mismo vivía y en la que se
reconocía –lo veremos detenidamente en su momento–, no como un yo
particular, sino como “Yo Soy”.
Y la escena termina con una expresión contundente: “Como lo he visto, doy
testimonio de que él es el Hijo de Dios”. Se trata, ni más ni menos, que de una
confesión de fe, propia de la primera comunidad. Con otras palabras, el autor
del evangelio ha convertido al Bautista en un cristiano. No puede ser casualidad
que, tras la muerte de Jesús, escriba: “El que vio estas cosas da testimonio de
ellas, y su testimonio es verdadero” (19,35). En ambos casos, nos hallamos ante
una profesión de fe cristiana.
Sabemos que “ver” y “dar testimonio” constituyen dos expresiones
típicamente joánicas, que definen el ser y la misión del discípulo: este es alguien
que “ha visto” y, por ello mismo, puede “dar testimonio”. Así aparece en
diferentes lugares del evangelio e incluso en las Cartas de Juan: “Nosotros
hemos visto y damos testimonio” (19,35; 21,24; 1Jn 1,1-3).
¿Qué es lo que “ha visto” Juan? A un hombre lleno de Espíritu. Es decir, al
Espíritu viviéndose en forma humana. Así me parece que hay que leer este
relato, más allá de la literalidad que se muestra en la imagen mítica de la
“paloma”. Es probable que Juan pudiera verlo, gracias a la transparencia del
propio Jesús. Pues, como dijera Jean Sulivan, en una de las afirmaciones más
bellas que, en mi opinión, se han dicho de él, “Jesús es lo que acontece cuando
Dios habla sin obstáculos en un hombre”, pura transparencia de la Vida.
Siempre que tenemos la fortuna de encontrarnos con una persona
“transparente” –no “perfecta”, sino humilde o verdadera–, resulta más fácil
reconocer, apreciar, “ver” el Misterio que la (nos) habita. Pero parece que no es

34
suficiente encontrarnos con alguien así, sino que, habitualmente, se requiere
también haber desarrollado la propia “capacidad de ver”, es decir un “saber
mirar”, que trasciende lo puramente material y lo meramente mental.
Si miramos solo desde la mente, aunque sea al propio Jesús, no lograremos
ver sino a un ser separado, por más que lo proclamemos “divino”. Porque la
mente nos ofrece una visión inexorablemente fragmentadora y, por tanto,
distorsionada, de lo real. Dado que para ella todo existe separado, nos hace
caer en el engaño grosero de creer que la realidad es tal como ella misma la ve.
Sin embargo, lo que la mente nos ofrece no es una “fotocopia” de lo real, sino
únicamente su “interpretación”, completamente condicionada por sus filtros
limitantes. Es decir, lo que pensamos no tiene nada que ver con lo que es.
Cuando, tomando distancia de la mente, sabemos mirar en profundidad y
miramos así a Jesús, lo que vemos –como el Bautista– es el Espíritu (la Vida). Y
eso sin ningún tipo de separación, por lo que, al mismo tiempo, nos estamos
viendo a nosotros mismos: cada rostro es nuestro rostro. Porque, más allá de
todos los vericuetos anecdóticos de la existencia, lo que permanece es la certeza
misma de que, detrás de las confusiones de los egos, está el Espíritu que sonríe
dulcemente al encontrarse consigo mismo y sentirse Uno tras las aparentes
marañas y las complicadas encrucijadas de la existencia.
En la escena que acabamos de comentar, puede apreciarse, de un modo
indirecto, otra imagen para referirse a Jesús, que parece especialmente querida
para nuestro autor. Me refiero a la imagen del esposo (o del novio), que
volveremos a encontrar más adelante, y a la que apuntan las palabras con las
que el Bautista se reconoce no ser digno de “desatar la correa de sus sandalias”.
El rito de “desatar la correa de las sandalias” –tal como narra el Libro del
Deuteronomio 25,5-10– remite a la “ley del levirato” –del latín “levir”, cuñado–.
Según esa ley, cuando moría un hombre casado sin haber dejado descendencia,
su hermano debía desposar a la viuda; en el caso de que él se negara, ella,
delante de los ancianos del pueblo, le quitará la sandalia del pie y le escupirá en
la cara”.
Con ese trasfondo, “no quitarle la sandalia” significa que Jesús está dispuesto
a desposar al pueblo. Así como los profetas habían cantado a Yhwh, que
desposaba al pueblo por amor, Juan presenta a Jesús como el nuevo esposo del
nuevo pueblo.

35
La búsqueda (1,35-42)

Al día siguiente, estaba Juan con dos de sus discípulos y fijándose en


Jesús que pasaba, dijo:
—Este es el cordero de Dios.
Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se
volvió y al ver que lo seguían, les preguntó:
—¿Qué buscáis?
Ellos le contestaron:
—Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?
Él les dijo:
—Venid y lo veréis.
Entonces fueron, vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día;
serían las cuatro de la tarde.
Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan
y siguieron a Jesús; encontró primero a su hermano Simón y le dijo:
—Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo).
Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo:
—Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa
Pedro).

El autor del cuarto evangelio es el único de los evangelistas en afirmar que los
primeros discípulos de Jesús provenían del grupo del Bautista.
“Al día siguiente” es ya el tercer día –el segundo se había nombrado en 1,29–,
el día en que Jesús empieza la misión.
Se retoma el título de “cordero de Dios” y se describe toda una historia de
búsqueda. La primera palabra que el autor pone en boca de Jesús –siempre la
“primera palabra” del biografiado, en las historias antiguas, era muy
importante– es precisamente una pregunta sobre la búsqueda: “¿Qué buscáis?”.
Es la pregunta que sale al paso de todo ser humano. Somos buscadores sin
remedio…, hasta que descubrimos que no hay nada que buscar. Por eso,
cuando se produce el despertar espiritual, la búsqueda cesa. Pero, hasta que
ello se dé, buscaremos… Buscamos desde pequeños, con más o menos
ansiedad, con más o menos desesperación. Al principio, fuera de nosotros. Tras
algunas frustraciones, solemos dirigir la mirada al interior. Buscamos porque,

36
psicológicamente, somos pura necesidad, agravada con frecuencia, por el hecho
de que, en los primeros años de nuestra existencia, se haya podido producir un
vacío afectivo, debido a determinadas carencias básicas.
Pero buscamos también porque el yo, en sí mismo, es vacío. Mientras dure
nuestra identificación con él, nos veremos lanzados compulsivamente a la
búsqueda de algo que pueda otorgarnos una sensación de plenitud. Vacío –
ansiedad – adicción: he ahí la secuencia que rige nuestra existencia hasta que
no resolvemos el sufrimiento pendiente y superamos la ignorancia acerca de
quienes somos.
La tragedia es que, en nuestra búsqueda, perseguimos algo (un objeto), que
imaginamos fuera de nosotros y que situamos en el futuro. De ese modo,
sumamos engaño tras engaño. Nos desconectamos de quienes somos –
plenitud–, nos identificamos con la carencia –característica del yo– y nos
consumimos en una carrera agotadora que no conduce sino a la frustración.
Con frecuencia, sin embargo, y de manera paradójica, son las frustraciones –
en forma de crisis– las que pueden sacarnos de nuestro engaño y dirigir la
atención hacia otra parte, hasta descubrir que no hay nada que buscar…,
porque ya lo somos todo.
Una antigua leyenda judía cuenta que, cuando nace un niño, un ángel le toca
en la boca para que no cuente nada del lugar de donde viene. Este toque del
ángel parece ser tan eficaz que el niño, no solo no contará nada, sino que
incluso él mismo olvidará su origen. Pues bien, ese “Origen olvidado” es lo que
tenemos que recordar: eso es lo que somos. El Anhelo o maestro interior nos
reclamará todo el tiempo hasta que se produzca el recuerdo. Y es entonces
cuando descubrimos que no había nada que buscar, porque somos lo buscado.
Buscamos plenitud, felicidad, quietud, gozo, unidad, luz, verdad, amor,
armonía… Pues bien, justo eso es lo que somos. Lo hemos olvidado porque nos
hemos reducido al yo, hasta identificarnos con el ego carente e insatisfecho. Al
aquietar el pensamiento y venir al momento presente, caen todas nuestras
antiguas identificaciones egoicas y queda, simplemente, lo que somos. La
búsqueda ha llegado a su fin el día en que descubrimos que el buscador es lo
buscado. Eres ya –y siempre lo has sido– aquello que tanto anhelabas.
Entre tanto, necesitaremos de medios, de personas y de herramientas. El
objetivo de todos ellos no habrá de ser otro que aprender a escuchar a nuestro
“maestro interior”. Pero este maestro interior –el único al que seguir– habla en

37
el silencio. Por eso necesitamos también familiarizarnos con el silencio –de la
mente y del ego–, para permitir que nos muestre la verdad de lo que somos,
cuando se retira el velo que lo ocultaba.
En no pocas ocasiones, tendremos la sensación de quedarnos a oscuras. Pero
eso forma parte también de la búsqueda. Nuestra mente necesita pasar por la
noche para que podamos abrirnos a una luz nueva, que trasciende los esquemas
del pensamiento. Y tal como lo expresara de manera hermosa el poeta Luis
Rosales, haremos bien en mantener la certeza de que la sed termina
encontrando el agua:

“De noche iremos, de noche,


sin luna iremos, sin luna,
que para encontrar la fuente,
solo la sed nos alumbra”.

“¿Qué buscáis?”, les pregunta Jesús a aquellos dos buscadores. No puede ser
casual que la primera palabra que el autor del cuarto evangelio pone en labios
de Jesús sea precisamente esa pregunta: “¿Qué buscáis?”. No se trata,
evidentemente, de una cuestión anecdótica o puntual. De hecho, es una
pregunta que recorre todo el evangelio: será la misma que Jesús dirija por dos
veces a quienes van a prenderlo (18,4.6), y a María Magdalena en el relato de
las apariciones (20,15).
¿Qué –o a quién– buscáis? es una pregunta dirigida a todo ser humano. ¿Qué
busco yo en la vida? ¿A qué dedico mi tiempo, mis energías, mis esfuerzos?
Mientras la persona no se la plantea abiertamente, vive en la rutina de la
ignorancia, generalmente representando los papeles que su propia historia
biográfica le ha atribuido. Con el interrogante, empieza a abrirse camino la
lucidez. ¿Qué estoy buscando?
De entrada, aquellos discípulos no lo saben. Simplemente intuyen que el
Maestro de Nazaret lo ha visto. Por eso, su respuesta es otra pregunta sabia:
“Maestro, ¿dónde vives?”. Han empezado a seguirlo porque les parece que él
“sabe”. Pero no le piden palabras ni esperan respuestas mentales. Lo que
quieren es entrar al “territorio” donde vive Jesús y poder también ellos
transitarlo. Se trata del territorio que todos andamos buscamos: la verdad de
quienes somos.
Cuando los discípulos le preguntan: “¿Dónde vives?”, no se están refiriendo a

38
una localización geográfica, sino nada menos que al lugar de la vida. ¿Dónde
está la vida? Porque eso es, en realidad, más allá de cualquier confusión, más
allá también de cualquier creencia, religión o increencia, lo que todo ser humano
busca: vivir, ser feliz, alcanzar la plenitud. La pregunta por “dónde vives”
equivale a la de “dónde encontrar la felicidad”.
Todo lo demás son “mapas”, explicaciones, creencias, informaciones,
opiniones… Mapas que hemos podido necesitar durante algún tiempo, pero que
no pueden saciar nuestro anhelo. La búsqueda no se detendrá –a no ser que la
ahoguemos– hasta que no pisemos el territorio. “Nadie se emborracha con la
palabra «vino»”, decían los místicos sufíes. Nadie puede quedar satisfecho
aunque posea muchos mapas.
La respuesta de Jesús es la de un verdadero maestro: “Venid y lo veréis”.
Experimentadlo por vosotros mismos, recorredlo, caminadlo… No les da
explicaciones ni doctrinas; no les pone condiciones ni tampoco les exige ningún
tipo de sumisión. Lo que somos, solo lo podemos “ver” cuando venimos a ello.
Nadie nos lo puede enseñar desde fuera; nos pueden ofrecer “mapas”, dar
ánimos, sostenernos y acompañarnos, pero es cada cual quien debe hacer el
camino.
“Venid y lo veréis”. La búsqueda humana no queda satisfecha con palabras;
es necesario experimentar por uno mismo la plenitud ansiada. Por eso, en Jesús
no van a encontrar a un maestro que se limita a hablar, sino a un sabio que está
ya viviendo la plenitud que ellos anhelan. No les ofrece “mapas”, sino que los
invita directamente a que entren y recorran el “Territorio”. Un sabio no da
“doctrinas” en las que creer, sino “instrucciones” (pautas, medios pedagógicos)
para que cada cual lo experimente por sí mismo.
Porque la vida no se saborea por el hecho de tener una determinada creencia
–por poseer determinados “mapas”–, sino porque se ve y se vive. Las creencias
pueden ser, en el mejor de los casos, indicadores que apuntan en la dirección
correcta, pero con frecuencia son causa de enfrentamientos y un obstáculo para
la liberación y la vida que ellas mismas prometen. Al aferrarse a la creencia, la
persona queda aprisionada por ella en un mundo meramente conceptual,
reduciendo inadvertidamente la verdad –y la vida– a un concepto.
Es necesario ir más allá de la creencia, más allá de los conceptos y más allá
de la mente, para no quedar encerrados en la cárcel del ego. Dicho en lenguaje
cristiano, la vida no nos viene porque tengamos una “creencia” en Jesús –ese
sería un modo mágico de entender la fe–, sino porque vemos y vivimos lo que él

39
vio y vivió. En definitiva, porque, como él, podamos entrar en el Territorio.
Jesús invita a “venir” donde él ya “vive”. Porque ese “territorio” que somos es
compartido: quien accede a él, descubre que “lo que somos” no deja nada ni a
nadie fuera. Cuando accedemos a él, “vemos” como Jesús mismo veía. A ese
Territorio, Jesús lo llamaba “Padre”, y se traducía en una práctica amorosa y
compasiva. Tenía el color y el sabor de la Unidad, y él lo llamó también “Reino
de Dios”. Pero más allá incluso de esos nombres –todo nombre sigue siendo un
“mapa”–, Jesús invita a ver y vivir la Unidad en el Misterio que Es y Somos, que
se condensa y expresa en el amor.
Cuando vivimos así, sucede lo que vemos en Jesús, al que se le pueden
aplicar a la perfección las palabras de Antonio Machado: “Y más que un hombre
al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”.
Aquellos dos discípulos lo vieron. Lo vieron con tanta claridad que uno de ellos
irá a buscar a su hermano para decirle: “Lo hemos encontrado”. Y lo llevará
para que también él pueda experimentarlo por sí mismo. ¿Qué vieron? A Dios en
Jesús; el Misterio de la Vida, asomando a través de las palabras, el rostro, el
corazón y la vida de aquel hombre de Nazaret. Por eso, el mismo evangelio
pondrá en boca de Jesús estas palabras: “El que me ve a mí, ve al Padre”
(14,9).
Son palabras que podríamos decir cada uno de nosotros…, si viéramos y
viviéramos lo que él vio y vivió. ¿Qué se requiere? No es una cuestión de
voluntarismo, sino de comprensión. Se trata de caer en la cuenta de lo que
somos, despertar a nuestra identidad más profunda. Pero eso no ocurrirá
mientras sigamos identificados con nuestro yo.
Necesitamos aprender a vivir en el Presente –otro nombre del Territorio–,
acallando las voces de nuestra cabeza –creadora de tantos mapas–, para
empezar a percibir lo que somos y poder vislumbrar el Misterio de Lo Que Es. Un
Misterio en el que, también, reencontramos a Jesús de un modo nuevo, no a
nivel de creencias, sino de unidad compartida.
Y el camino es el Silencio. Solo el silencio nos lleva a Eso tan genuino y tan
cercano que ni siquiera puede ser nombrado… y que, sin embargo, es lo que
somos. Es innegable que el Silencio da demasiado miedo, porque es el cesar de
las identificaciones usuales a las que estamos tan aferrados y que nos aportan
una “identidad”, otorgándonos así una sensación de existir. Pero, más allá de las
trampas que podamos hacernos a nosotros mismos, parece inobjetable que

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únicamente el Silencio –de la mente, del ego– nos permite ser (y saber) quienes
somos.
Al final del texto aparece Simón, al que Jesús le pone el sobrenombre de
Cefas (piedra o roca). Es sabido que las relaciones de las comunidades joánicas
con la autoridad de Pedro –y con otras comunidades– no fueron fáciles. De
hecho, parece que fue solo muy tarde cuando se produjo la apertura y
conciliación. Signos del reconocimiento de la autoridad de Pedro los
encontramos en los relatos de las apariciones, que comentaremos en su
momento. Esta referencia a Cefas probablemente vaya también en aquella
misma dirección.
El texto da un detalle menor: “serían las cuatro de la tarde”, en el original, la
hora décima. Dado el carácter simbólico del cuarto evangelio, habría que
interpretar ese dato, no en un sentido literal, sino como una alusión al “final” de
la historia de Israel (la hora duodécima).
Finalmente, el tema de la búsqueda reaparecerá en los últimos momentos de
la actividad de Jesús, esta vez teniendo como protagonistas a “unos griegos” (=
paganos), que expresan: “Quisiéramos ver a Jesús” (12,21). Al inicio del
evangelio, los dos primeros discípulos quieren saber “dónde vive”; hacia el final,
son los paganos los que desean conocerlo.
En ambos casos, podemos entenderlo, no solo como un deseo mental; ni
siquiera, como un encuentro experiencial. Se trata de algo mucho más
profundo, como si dijeran: queremos saber “dónde” vives, porque intuimos que
has descubierto el “lugar” que es también “nuestra casa”, el “hogar” que somos
y compartimos, nuestra identidad más profunda.

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¿Seguir a Jesús o habitar el mismo hogar? (1,43-51)

Al día siguiente, Jesús decidió partir para Galilea. Encontró a Felipe y le


dijo:
—Sígueme.
Felipe era de Betsaida, el pueblo de Andrés y de Pedro. Felipe se
encontró con Natanael y le dijo:
—Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en el libro de la
ley, y del que hablaron también los profetas: es Jesús, el hijo de José, de
Nazaret.
Exclamó Natanael:
—¿Nazaret? ¿Es que de Nazaret puede salir algo bueno?
Felipe le contestó:
—Ven y lo verás.
Cuando Jesús vio a Natanael, que venía hacia él, comentó:
—Este es un verdadero israelita, en quien no hay doblez alguna.
Natanael le preguntó:
—¿De qué me conoces?
Jesús respondió:
—Antes de que Felipe te llamara, te vi yo, cuando estabas debajo de la
higuera.
Entonces Natanael exclamó:
—Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.
Jesús prosiguió:
—¿Te basta para creer el haberte dicho que te vi debajo de la higuera?
¡Verás cosas mucho mayores que esa!
Y añadió Jesús:
—Os aseguro que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios
subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre.

Al día siguiente –el “cuarto día” en el cómputo del autor–, camino de Galilea,
Jesús llama a Felipe, con la fórmula clásica de los relatos de vocación –así
aparecerá siempre en los sinópticos–: “Sígueme”.
Esa fórmula subraya que es Jesús quien toma la iniciativa, de un modo similar
a, como en los relatos de vocación del Antiguo Testamento, era Yhwh quien se

42
dirigía a los profetas. Con la iniciativa, intenta poner de relieve la predilección,
tal como recordará más adelante este mismo evangelio, poniendo en boca de
Jesús estas palabras: “No me elegisteis vosotros a mí; fui yo quien os elegí a
vosotros” (15,16).
A veces, el seguimiento se ha leído en clave de sumisión y de imitación, con
ciertos rasgos infantiloides. Lógicamente, tal comprensión iba de la mano del
nivel mítico de consciencia, que incluía la imagen de un Dios intervencionista,
que “exigía” un sometimiento total.
Me parece innegable que la sabiduría implica un alineamiento completo con el
momento presente y una rendición total a lo que es. Sin embargo, lo que
distorsionaba aquel modo de entender el seguimiento a que me refería no era
tanto la actitud de sumisión, cuanto la idea de separación.
El sometimiento a alguien separado –que, además, es una imagen proyectada
por la propia mente, es decir, un ídolo– resulta siempre alienante, por lo que es
probable que, antes o después, incube sentimientos de rebeldía, de
resentimiento o de decepción. Peor aún: la imagen de un Dios separado en
quien se había proyectado toda la plenitud secuestró nuestra verdadera
identidad, haciéndonos adorar “fuera” aquello que constituye nuestra identidad
más profunda.
Sin embargo, cuando nos rendimos a lo que es, nos estamos rindiendo a lo
que somos, es decir, estamos viviendo la mayor fidelidad posible a nosotros
mismos, a nuestra verdadera identidad. Salimos de la confusión que nos hacía ir
detrás de nuestros proyectos mentales o de nuestros miedos y necesidades
sensibles, y nos conectamos con la Sabiduría que rige la vida.
Tal rendición, por tanto, no tiene nada que ver con la resignación, la
claudicación, la indolencia o la indiferencia. Porque justo entonces, cuando nos
rendimos, permitimos que fluya la acción adecuada en cada momento. Por el
contrario, cuando es el yo quien quiere llevar la iniciativa, desde una actitud tan
querida para él como es el control, no conseguirá otra cosa que bloquear o
poner obstáculos al fluir de la Vida.
Con esta clave de lectura, podemos comprender la invitación de Jesús.
“Sígueme” no te lleva a desconectar de ti, sino, más bien al contrario, te
introduce en tu verdadera identidad. No se trata de seguir a Jesús, como a
alguien “separado”, abdicando de nuestra responsabilidad y alienándonos a un
maestro. Significa seguirlo para llegar a ese “lugar” que es nuestra verdadera

43
identidad, el “hogar” compartido.
Así entendida, esa invitación nos libera –al mismo tiempo– de la tiranía del yo
y de cualquier dependencia externa: seguimos –como el propio Jesús– a la Vida,
al Logos de donde estamos brotando en todo momento, al Espíritu que
constituye nuestro anhelo, a nuestra verdadera identidad. Por ello, el
“seguimiento” constituye la mayor fidelidad posible a sí mismo y a lo que es.
Así leído, el evangelio no nos lleva tanto a adorar a Jesús como un ser
separado, cuanto a dejarnos transformar en la línea de lo que vemos en él. Por
eso, aunque sea un tanto extensa, no me resisto a copiar la parábola de la
cuerda y el río, obra de Cyril Scott. Dice así:

“Había una vez dos países. En uno corría la leche y la miel y el otro era árido,
desgarrado por luchas y entristecido por inquietudes. Así pues, al primero le
llamaban el país de la felicidad y al segundo el país de la desgracia. Estaban
separados por un caudaloso río, ancho y peligroso. Muchos se ahogaron
tratando de cruzarlo.
Un día vino un hombre que, por amor a la humanidad, dijo: «En verdad, voy a
tratar de echar una cuerda que una las dos orillas del río y, si perezco en el
intento, poco importa, ya que otros podrán agarrarse a la cuerda y atravesar el
río con toda seguridad».
Este hombre ejecutó su proyecto; se preparó una cuerda, fijó un extremo a un
árbol e hizo un nudo corredizo al otro extremo. Y así entró en el río en medio de
la corriente, luchando contra los remolinos.
En medio de los remolinos y de la espuma, unos cazadores le lanzaron unas
flechas y lo hirieron de muerte, tomándolo por un animal.
En un último esfuerzo, antes de hundirse, logró atar la cuerda alrededor del
tronco de un árbol. Perdió la vida, pero realizó su proyecto a pesar de la
insensatez de los cazadores.
A partir de ese instante, los que fueron testigos del acontecimiento
consideraron que este hombre había sido un héroe y lo adoraron diciendo:
«Murió por salvarnos, es digno de nuestro amor».
Todos le rindieron culto, pero muy pocos siguieron su ejemplo tratando de
cruzar el río. Ellos pensaban: no nos ahogaremos si nos agarramos a la cuerda,
pero el agua está tan fría y el río es tan caudaloso que el peligro de atravesarlo
siempre es grande.

44
Y así, al cabo del tiempo, se olvidaron de la cuerda casi por completo. Como
no se utilizaba, se fue cubriendo de algas y se le enredaron las ramas, hasta tal
punto que no había ya forma de encontrarla.
Pero el culto al héroe perduró. El pueblo levantó monumentos en su memoria,
cantó himnos en su honor y continuó dedicándole oraciones en recuerdo del
gran amor que les había demostrado.
Después vino una segunda, una tercera y una cuarta generación. Doctores,
oradores y sabios predicaron las virtudes del héroe y dijeron cómo con su
muerte había salvado a los hombres; pero nunca más se volvió a hablar de la
cuerda que se tendió por encima del río. Se habían olvidado de ella totalmente.
Los argumentos, los discursos y las enseñanzas de los letrados acabaron por
crear una enorme confusión. Cundieron las supersticiones y fueron muy pocos
los que pudieron distinguir el error de la verdad.
Surgieron discusiones y pleitos. Se organizaron persecuciones contra los que
conservaban aún vestigios de la verdad. La pena y la inquietud aumentaron en
el país de la desgracia.
Por fin, un grupo de oradores declaró: «¿Por qué tanta disputa? Lo único que
hay que hacer es adorar a nuestro héroe como un dios y creer que murió para
salvarnos a todos. Y así, cuando muramos, entraremos sin ninguna dificultad en
el país de la felicidad. Si nuestro cuerpo nos impide ahora atravesar el río,
después de la muerte nuestra alma volará hacia la otra orilla. El amor, el poder,
la valentía del héroe eran tan grandes que todo lo que pidamos a su espíritu nos
será concedido; y, a cambio, nosotros le demostraremos cumplidamente nuestro
amor».
Cuando el pueblo oyó esto, sintió una inmensa alegría y cubrió de honores a
los oradores diciendo: «Grande es su sabiduría, porque nos han mostrado un
camino fácil. Es muy sencillo adorar, rezar y recurrir a nuestro héroe para
obtener nuestra salvación en el momento de nuestra muerte. Así pues, ahora
comamos, bebamos, divirtámonos y saquemos el mejor partido de nuestra
estancia en este país de la desgracia».
Mientras tanto, el espíritu de este héroe contemplaba con tristeza a sus
hermanos, escuchando sus oraciones y sus súplicas. Él trataba de ayudarles
diciendo: «Hijos míos, en verdad estáis equivocados. He vivido para salvaros. Mi
muerte no es más que un episodio del esfuerzo que he realizado. No puedo en
ningún caso ser la causa de vuestra salvación. Desgraciadamente, habéis

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olvidado la cuerda que lancé por encima del río entre el país de la desgracia y el
de la felicidad y vine únicamente para eso. Por amor hacia vosotros, mi espíritu
se encuentra presente para reconfortaros y animaros en la adversidad; pero me
es totalmente imposible transportaros al otro lado del río cualesquiera que sean
vuestras oraciones y súplicas».
Pero el rumor de esas oraciones y súplicas eran tan grandes que no dejaban
oír la voz de su espíritu. Así pues, se quedaron para siempre en el país de la
desgracia” 6.

Volvemos al relato evangélico. La invitación de Jesús se dirige a Felipe. Tanto


este como Andrés –uno de los que lo habían seguido– tienen nombres griegos.
No sería errado pensar que representaran a los miembros griegos –o, al menos,
judíos de la diáspora– que se habrían integrado en las comunidades joánicas.
Bajo esta perspectiva, quizás habría que leer el “sígueme” como la legitimación
–refrendada por las palabras del Maestro– para “recibir” dentro de la comunidad
a nuevos miembros provenientes de ámbitos diferentes.
Felipe se lo comunica a Natanael, un nombre exclusivo del cuarto evangelio;
no tendría sentido buscar con qué discípulo de las listas de los sinópticos se
identifica. Porque fueron más de “Doce” y porque probablemente nos hallemos
ante un relato simbólico, en el que Natanael representaría, como se señalará
más tarde, al “verdadero israelita”.
Felipe dice lo más elevado que se podría aplicar a un judío: habla de Jesús
como de “aquel de quien escribió Moisés en el libro de la ley, y del que hablaron
también los profetas”. Se trata de una confesión mesiánica en toda regla
referida a “Jesús, el hijo de José, de Nazaret”.
Parece claro que una tal confesión de fe nace de la comunidad joánica
posterior, que el autor del relato sitúa al inicio mismo de la actividad como
preludio de la confesión –todavía más solemne– que se pondrá a continuación
en boca de Natanael.
La ironía sobre Nazaret podría recoger algún dicho popular para referirse a
lugares pequeños. Podría incluso hacerse eco de comentarios despectivos contra
las propias comunidades joánicas, apoyándose en el origen insignificante de
Jesús.
En cualquier caso, Natanael accede a acercarse a Jesús, tras la invitación
sabia de Felipe: “Ven y lo verás”. El motivo para aceptar algo es haberlo

46
experimentado personalmente. Las palabras de Felipe nos recuerdan el modo de
hacer de los maestros sabios: experiméntalo por ti mismo. Ellos ponen los
medios, ofrecen las pautas, pero te remiten a tu propia experiencia.
Natanael es imagen del “verdadero israelita”, tal como lo entendían las
comunidades joánicas, es decir, representa al judaísmo que se ha abierto a
Jesús y lo ha reconocido como Mesías. La “higuera”, por su parte, puede
reforzar ese mismo contenido, por cuanto –como la viña– era imagen del
pueblo.
La alusión, por tanto, a un conocimiento especial de Jesús parece solo
retórica, como medio para la confesión de fe que pronunciará Natanael. Si Felipe
había presentado a Jesús con la descripción más elevada que un judío podía
hacer, Natanael va a ir más lejos, al enumerar tres títulos que compendian la fe
cristiana: Rabbí (maestro), Hijo de Dios, Rey de Israel.
La confesión de Natanael da pie para que se produzca la primera revelación
de Jesús sobre sí mismo. Las “cosas más grandes que esa” serán los signos que
van a recorrer todo el evangelio. Así, se está preparando al lector para
adentrarse en el proceso revelatorio que se contiene en los siete grandes signos
que jalonarán el relato.
La imagen del “cielo abierto” es una alusión directa al “sueño de Jacob” en
Betel (Bet-el = Casa de Dios), tal como se narra en el libro del Génesis
(28,12ss.). En aquella cosmovisión tripartita –cielo, tierra, abismo–, el “abrirse el
cielo” significaba que se había establecido la comunicación –comunión– entre
Dios y el pueblo (la humanidad).
La interpretación que el autor hace de aquel relato bíblico es patente: Jesús es
la auténtica “casa de Dios”, porque en él se realiza, de un modo permanente, la
comunión-unidad entre Dios y su creación.
La expresión “hijo del hombre” sería una forma velada de referirse a uno
mismo. Por tanto, su traducción más adecuada tendría que ser “este hombre”
(el que habla). Aparece en la tradición de los dichos de Jesús –es, por tanto,
muy antigua– y de uso reiterado en los sinópticos. Algunos autores la vinculan a
la imagen del “hijo del hombre celeste”, del profeta Daniel (Dan 7), subrayando
así el carácter transcendente de Jesús, pero probablemente sea más acertada la
primera acepción.
¿Qué significa decir de Jesús que es la “casa de Dios” o aquel en quien se
realiza la “comunión permanente con Dios”? Desde un modelo mental, eso

47
supone entronizar a Jesús, elevándolo cualitativamente por encima de todos los
demás y, en ese mismo movimiento, separándolo. Desde una perspectiva no-
dual, “Casa de Dios” o “Comunión-Unidad” son otros nombres de nuestra
verdadera identidad, esa que la tradición cristiana ha percibido con nitidez en
Jesús.
Por eso, al verlo a él, en realidad estamos viendo todo lo Real, la “Casa”
entera. Y nos estamos viendo también a nosotros mismos. Porque la “Casa” solo
puede ser una. Pero para verlo desde esta perspectiva, es necesario acallar la
mente ya que, de otro modo, no logramos salir del modelo mental. Si quieres
experimentarlo, silencia ahora tu mente, deja caer todo lo que la ocupa, y
permanece en el silencio atento. ¿Dónde están ahora las separaciones? ¿Qué es
lo queda ahí, sino la Plenitud de lo que es, el Silencio como puro estado de
presencia consciente?

1. En la trascripción que sigue, el himno original aparece en forma de verso (formato centrado),
mientras que los añadidos se presentan en el formato habitual (justificado).
2. D. CARSE, Perfecta brillante quietud. Más allá del yo individual, Gaia, Madrid 2009, pp. 53 y 24.
3. Obviamente, se trata de un modo de hablar, ya no que no existe ningún “antes” previo al
surgimiento del mundo: el tiempo “nace” con la misma manifestación material –en lenguaje
bíblico, “creación”–, de la que forma parte.
4. Como escribe el físico teórico Carlo ROVELLI, Sette brevi lezioni di fisica, Adelphi, Milano 2014, p.
67. (Traducción española: Siete breves lecciones de física, Anagrama, Madrid 2016), “para una
hipotética mirada agudísima que alcanzase a ver todo, no existiría el tiempo «que discurre»; el
universo sería un bloque de pasado, presente y futuro. Nosotros creemos «habitar» el tiempo
porque vemos solo una imagen desajustada del mundo […]. Lo inmanifiesto es mucho más
amplio que lo manifiesto”.
5. La expresión “los judíos”, que aparece con frecuencia en el cuarto evangelio, habría que
traducirla –en este evangelio– por “la autoridad religiosa judía” o también “los fariseos”. El motivo
es el siguiente: las comunidades joánicas se están refiriendo, en realidad, a los fariseos, que
fueron quienes, tras la asamblea de Jamnia, trataron de reconstruir y salvar el judaísmo que
apenas sobrevivió a la invasión del ejército romano del año 70. Con ese objetivo, los fariseos
endurecieron la actitud contra los seguidores del Nazareno, a quienes excomulgaron de la
sinagoga y persiguieron. En un sentido más amplio, aquel término –“los judíos”– acabó
significando la oposición al proyecto de Dios encarnado en Jesús, tal como lo veían las
comunidades joánicas.
6. C. SCOTT, Una visión del Nazareno, Sirio, Málaga 2000, pp. 12-14.

48
Lo Real es una boda

“Destruid este templo y en tres días yo lo levantaré de nuevo” (Jn 2,19).

Con el capítulo 2, se inicia la primera de las dos partes en que se divide el


evangelio de Juan, aquella que se conoce como el “Libro de las señales”, y que
se extenderá hasta el capítulo 12, incluido. La segunda parte (capítulos 13-20),
centrada en los “discursos de despedida” (o “testamento espiritual”) de Jesús,
más el relato de la muerte y de las apariciones del resucitado, constituye el
“Libro de la Hora”. Para el autor del evangelio, la “hora” de Jesús es el momento
culminante de la muerte-resurrección, en el que Jesús es exaltado –este
evangelio leerá la muerte en clave de gloria– y en el que se revela, de una
manera definitiva, el amor de Dios. El libro concluirá con el capítulo 21, un
apéndice o añadido posterior.
Iniciamos, pues, la lectura del Libro de las señales, recordando que Juan no
habla nunca de “milagros” para referirse a las acciones de Jesús, sino de “obras”
y, más aún, de “señales” o “signos” (en griego, semeia).
La elección del término es ya elocuente. El autor no ve las obras de Jesús
como portentos destinados a “probar” su divinidad o a convencer a su auditorio.
Las contempla, más bien, como señales que apuntan más allá de ellas mismas;
signos de la Vida divina –vida en plenitud– que en Jesús, el Logos, se hace
presente.
Resulta así mismo elocuente el número de señales elegidas: siete. Se trata del
número “completo”, al ser la suma de lo humano (representado por el número
cuatro: los puntos cardinales, los elementos básicos…) y de lo divino
(simbolizado en el tres). Que sean siete, significa que todo es signo de aquella
misma Vida, o que el propio Jesús es la señal completa. Desde el modelo no-
dual, podemos concluir que en él se nos muestra la Vida que somos todos; en
ese sentido, es señal también de quienes somos en profundidad.
En las siete señales que nos presentará el autor parece apreciarse una cierta
progresión ascendente. Empecemos por enumerarlas, antes de iniciar la lectura

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de la primera de ellas. Son las siguientes: bodas de Caná (2,1-12), curación del
hijo del funcionario real (4,46-54), curación del paralítico (5,1-9), multiplicación
de los panes (6,1-15), marcha sobre las aguas (6,16-21), curación del ciego de
nacimiento (9,1-7) y resurrección de Lázaro (11,1-44).

50
La primera señal: novedad que es alegría (2,1-12)

Tres días después, había una boda en Caná de Galilea y la madre de


Jesús estaba allí; Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la
boda.
Faltó el vino y la madre de Jesús le dijo:
—No les queda vino.
Jesús le contestó:
—Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora.
Su madre dijo a los sirvientes:
—Haced lo que él diga.
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los
judíos, de unos cien litros cada una.
Jesús les dijo:
—Llenad las tinajas de agua.
Y las llenaron hasta arriba.
Entonces les mandó:
—Sacad ahora, y llevádselo al mayordomo.
Ellos se lo llevaron.
El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde
venía (los sirvientes sí lo sabían, porque habían sacado el agua), y
entonces llamó al novio y le dijo:
—Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están
bebidos, el peor; tú en cambio has guardado el vino bueno hasta ahora.
Esto sucedió en Caná de Galilea. Fue el primer signo realizado por
Jesús. Así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él.
Después bajó a Cafarnaún con su madre y sus hermanos y sus
discípulos, pero no se quedaron allí muchos días.

La cronología establecida por el autor nos sitúa –“tres días después”– en el día
sexto. Podría tratarse de un guiño intencionado para, con el trasfondo del relato
bíblico del Génesis, hacer ver al lector que se trata de una “réplica” del día de la
creación del hombre. Es ahora –vendría a decir–, con Jesús y lo que él supone,
cuando tiene realmente lugar la verdadera creación del ser humano.
Más allá de que se trate o no de un guiño intencionado, lo que parece

51
indudable es que el relato de esta primera señal, para presentar a Jesús, recurre
a una imagen que ya ha salido en el capítulo anterior, y que reaparecerá más
adelante: la del novio o esposo.
Por todo ello, una lectura del relato de Caná en clave literal lo desfigura, al
reducirlo a un episodio anecdótico que roza lo mágico, y lo priva de su
significado para nosotros.
En efecto, ¿qué sentido podría tener imaginar a un Jesús dotado de poderes
mágicos, que los utilizara para cambiar el agua en vino en una fiesta de bodas?
Cuando se ha leído de esa forma literal, se ha puesto el acento en el “poder” y
en la “bondad” de Jesús, así como en la “preocupación atenta” de María. Nada
de eso se niega, pero parece evidente que el autor no ha querido empezar su
evangelio –sumamente elaborado– con una mera anécdota familiar.
Hoy sabemos que los relatos evangélicos que han llegado a nosotros tuvieron
un largo recorrido hasta quedar plasmados en la forma en que hoy los leemos.
Fueron textos transmitidos oralmente, adaptados a las diferentes situaciones de
las comunidades primeras, elaborados y trabajados con fidelidad al trasfondo
histórico pero, al mismo tiempo, con una gran creatividad, de cara a responder a
las nuevas situaciones y hacerlos comprensibles en los nuevos contextos. Todo
ello ha dado como resultado unos textos magníficos, cargados de simbolismo,
que operan como catequesis que intentan, a la vez, vehicular la fe en Jesús y
mostrar un estilo de vida coherente con su mensaje.
En aquel proceso primero de elaboración, el cuarto evangelio alcanza las cotas
más altas. Todo él es un relato minuciosamente cuidado que juega con un rico
simbolismo, con el que busca presentar a Jesús como el revelador del Padre.

Por lo que refiere al relato de Caná, si lo leemos con atención, descubriremos


indicios que nos hacen caer en la cuenta de su carácter simbólico y así evitar
leerlo de un modo literalista. Planteo algunos en forma de interrogantes:

• ¿Cómo puede ser que, en una fiesta de bodas, no hayan preparado vino
suficiente (teniendo en cuenta, además, que se trata de gente importante y
que la comida está a cargo de un “mayordomo”)?
• ¿Cómo entender que esa falta escapa al propio mayordomo que se halla al
tanto de todo y, sin embargo, es advertida por una invitada (María)?
• ¿Por qué Jesús se dirige a su madre llamándola “mujer”, un término que
designaba a la esposa?

52
• ¿Qué sentido tiene que hubiera nada menos que seiscientos litros de agua
(!) para el rito simple de las purificaciones (o lavatorio de las manos)?
• ¿Por qué la insistencia del autor del evangelio en que se trata del “primer
signo” de Jesús? ¿Cuál es su significado? ¿A qué otros remite?

Todos estos interrogantes, irresolubles desde una lectura literalista,


encuentran pleno sentido cuando acogemos el relato desde la que fue,
probablemente, la intención del autor.
Pero, además de estas cuestiones, una lectura atenta y conocedora del
trasfondo histórico, cultural y religioso del cuarto evangelio, encuentra una serie
de elementos portadores de significado preciso. Entre ellos, hay que destacar los
siguientes: la boda, la referencia a la “hora”, el “tercer día”, el número seis, que
las tinajas sean “de piedra” y utilizadas para la purificación, la carencia de vino,
el hecho de llenarlas de agua “hasta arriba”, la presencia de la madre de Jesús
(a quien nunca llama María, sino “mujer”), la frase: “Haced lo que él diga”, etc.
Ante tal presencia de elementos simbólicos, Ch. Dodd, uno de los mejores
especialistas en el estudio de este evangelio, llega a plantear que el presente
relato sería, en su origen, una parábola que tendría como “motivo central”, igual
que tantas otras, una fiesta nupcial. Posteriormente, el relato parabólico se
habría convertido en una “historia de milagro”.
A partir de los elementos que el evangelista nos ofrece, parece que pueden
detectarse fácilmente las claves que hacen posible la comprensión de nuestro
relato en profundidad.

• El agua simboliza la religión vacía;


• el vino, la alegría y la vida abundante que proceden de Dios;
• María es la “mujer”, el resto fiel de Israel, “desposado” con Dios;
• las bodas son el símbolo de la unión (alianza) de Dios con el pueblo;
• las tinajas de piedra (seis es el número de lo imperfecto e incompleto)
representan a la Ley, que pretende purificar al ser humano, pero que en
realidad es algo vacío;
• la expresión “haced lo que él os diga” es prácticamente idéntica a la que
pronunció el pueblo el día de la alianza (unión) del Sinaí: “Nosotros haremos
todo lo que el Señor ha dicho” (Ex 19,8);
• que sea el “comienzo de los signos” hace de este el prototipo y clave de

53
interpretación de los que seguirán.

Con estas claves, podemos comprender que lo que ocurre en Caná preanuncia
las bodas de la Cruz (19,25-27) y de la mañana de Pascua (20,1-18): María será
llamada de nuevo “mujer”, como símbolo del pueblo fiel del Antiguo Testamento
que ha generado al Mesías y al nuevo pueblo (el “discípulo amado”: “Mujer, ahí
tienes a tu hijo”); María Magdalena, por su parte, es la otra “mujer”, símbolo de
la iglesia que se desposa con Jesús en el huerto o jardín (imagen del Edén y del
huerto del Cantar de los Cantares).
Con todo ello, Caná declara que el judaísmo está caducado 1; y, con él, la
religión. De hecho, a continuación, el evangelio presentará a Jesús como el
“nuevo templo” (“«Destruid este templo y en tres días yo lo levantaré de
nuevo»: el templo del que hablaba Jesús era su propio cuerpo”: 3,19-21),
proclamando que “para dar culto al Padre, no tendréis que subir a este monte ni
ir a Jerusalén… Ha llegado la hora en que los que rindan verdaderamente culto
al Padre, lo harán en espíritu y en verdad… Dios es espíritu, y los que lo adoran
deben hacerlo en espíritu y en verdad” (4,21-24).
La boda en la que falta el vino simboliza la antigua alianza que va a ser
sustituida por la nueva, en la que se dará el vino del Espíritu. Jesús inaugura
una nueva relación del hombre con Dios, que no estará mediatizada por la Ley,
sino creada por el mismo Espíritu de Dios. Jesús, el nuevo Esposo o centro de la
nueva comunidad humana, anuncia el cambio, que tendrá lugar cuando llegue
su hora, la de su muerte-resurrección.
Así leído, descubrimos la hondura y centralidad de este relato. El texto, en el
conjunto del evangelio de Juan, significa la obra entera de Jesús, que proclama
y posibilita las “bodas” de Dios con el ser humano (que en el Antiguo
Testamento se entendían como alianza). Para el evangelista, la nueva alianza se
inicia ahora con la vida pública; su consumación vendrá en la cruz. Esa será la
“hora”. En este evangelio, la obra de Jesús, desde sus mismos comienzos, está
revestida de nupcialidad. Por eso, desde el comienzo mismo –desde el “primer
signo”– anuncia el cumplimiento: el “nuevo pueblo” vive unas bodas con Dios,
en las que el “vino” –la Vida, el Gozo y el Amor– se muestra sabroso y
desbordante.
Es comprensible que, desde un nivel “racional” de consciencia, aun
reconociendo el carácter simbólico del relato, se lea este texto en clave de
dualidad. Dios y la humanidad (la creación) serían “dos entidades” capaces de

54
entrar en relación, pero se seguiría pensando a “Dios” como un ser separado.
Sin embargo, tal como quedará reflejada la vivencia de Jesús en este mismo
evangelio, y en sintonía con la comprensión no-dual, que es expresión de un
nuevo nivel de consciencia (transpersonal), emerge una lectura del texto que
adquiere una profundidad mayor.
Las “bodas” son el símbolo de lo real. Todo se halla “desposado” con todo,
constituyendo una gran Red que se sostiene en la misma interrelación. Todo es
divino-humano-cósmico al mismo tiempo –cosmoteándrico, en expresión de
Raimon Panikkar–. No como realidades sumadas, ni siquiera unidas, sino como
expresión no-dual de la Realidad única que en todo se expresa y manifiesta.
El viejo Sutra del corazón nos recuerda que “Vacío es forma, y forma es
Vacío”. Lo divino y lo humano no son realidades paralelas, sino las “dos caras” –
magníficas en su diferencia– de la misma Realidad.
En las “bodas de Caná”, el agua bien puede simbolizar la ignorancia en que
nos encerramos cuando nos reducimos al ego y a la mente: una ignorancia que
es carencia y sufrimiento. El vino, por el contrario, es expresión de la Vida y el
Gozo y, como Jesús, accedemos a él en cuanto nos liberamos de nuestra
perspectiva egoica –nos desidentificamos de la errónea creencia mental que nos
confunde con el ego–, para empezar a percibir nuestra verdadera identidad, no-
separada de lo Real. La persona que lo descubre –como si se tratara, dirá Jesús,
de “un tesoro en el campo” (Mt 13,44)–, experimenta su existencia llena del
“vino” de la Alegría.
¿Y la esposa?La respuesta a esta pregunta nos viene bellamente descrita en
un texto del último libro de la Biblia cristiana, el Apocalipsis:

“Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Habían desaparecido el primer cielo y


la primera tierra, y el mar ya no existía. Vi también bajar del cielo, de junto a
Dios, a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, ataviada como una novia que se
adorna para su esposo. Y oí una voz potente, salida del trono, que decía:
—Esta es la morada de Dios entre los hombres. Habitará con ellos; ellos serán
su pueblo y Dios mismo estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos y no
habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo viejo se ha
desvanecido.
Y dijo el que estaba sentado en el trono:
—He aquí que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,1-5).

55
La esposa es la misma humanidad, la creación entera, que está “naciendo”
constantemente del Fondo inefable de lo real. A pesar y más allá de todo lo que
percibimos como “oscuro”, “doloroso” o “injusto”, es una “novia” ataviada para
el esposo.
“Esposo” y “esposa” es otro modo de nombrar las dos caras de la misma
realidad, el Vacío y la Forma, lo inmaterial y lo material, en una admirable no-
dualidad de todo lo Real. Una vez que lo percibimos, ya no habrá muerte, ni
luto, ni llanto, ni dolor. Para quien se vive en la no-dualidad, anclado en la
Presencia, todo es novedad: el cielo y la tierra nuevos.
En esta primera “señal, el evangelio presenta a Jesús como quien aporta vida
y alegría –“vida en plenitud”, dirá más adelante el mismo evangelio (Jn 10,10)–,
a través de su “hora” (en su muerte-resurrección): precisamente cuando se
entrega por completo es cuando se hace visible la Vida que la muerte no puede
destruir. No es extraño que el relato termine advirtiendo que “este fue el primer
signo” y que, a través de él, “manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en
él”.
La “gloria” no es sino el esplendor y la belleza de Lo que es, que se manifiesta
en toda situación en que se hace patente la Vida y la Unidad. “Gloria” es, por
eso, otro nombre de nuestra verdadera identidad. Lo que es, es Gloria, Belleza y
Amor. Y eso que es, es lo que somos todos en nuestra realidad más profunda.
Lo que ocurrió en Caná es una descripción de lo que sucede cuando
conectamos con lo que, más allá de las apariencias, realmente somos. Caná es
lo que sucede siempre que despertamos del engaño que nos hace reducirnos a
la mente y “tocamos” la Vida que somos: es entonces cuando estamos por fin
saboreando el vino nuevo, el mejor.

56
Todo es templo de la divinidad (2,13-22)

Como ya estaba próxima la fiesta judía de la pascua, Jesús fue a


Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y
palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles,
los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les
esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas
les dijo:
—Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.
Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: “El celo de tu casa
me devora”.
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron:
—¿Qué signos nos muestras para obrar así?
Jesús contestó:
—Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.
Los judíos replicaron:
—Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a
levantar en tres días?
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los
muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la
Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús.

Así como los evangelios sinópticos hablan de una única subida de Jesús a la
Pascua –en la que será entregado y ejecutado–, Juan menciona tres. Tiene
cuidado de nombrarlas como “fiestas judías” –es decir, ajenas a su propia
comunidad–, siempre dentro de aquel conflicto que mantenían con los fariseos.
Lo que parece claro, en todo caso, es que esta actuación de Jesús tuvo mucho
que ver con su muerte. De hecho, en el juicio ante el Sumo Sacerdote Caifás,
constituirá una de las acusaciones más graves contra él: “Nosotros le hemos
oído decir: «Yo derribaré este templo hecho por hombres y en tres días
construiré otro no edificado por hombres»” (Mc 14,58). Incluso será un tema
que aparezca como insulto dirigido al crucificado: “Tú, que destruías el templo y
lo reedificabas en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz” (Mt 27,40).
La historicidad del relato –que se narra en los cuatro evangelios que han
llegado hasta nosotros– parece innegable. Sin embargo, los tres sinópticos lo
sitúan al final de la vida de Jesús, mientras que Juan lo coloca prácticamente al

57
inicio mismo de su actividad.
Históricamente, parece más acorde con los hechos la primera de esas
opciones. En un conflicto –entre Jesús y las autoridades religiosas– que fue in
crescendo, el episodio del templo aparece como la gota que colma el vaso,
haciendo de detonante que precipita la decisión que habría de acabar en la
detención, condena y muerte del Maestro de Nazaret.
¿En qué consistía, exactamente, la gravedad de ese hecho? Justamente en
algo que, a quienes no se hallan familiarizados con la tradición bíblica, puede
pasarles desapercibido: en el carácter de “gesto profético” que reviste la acción
de Jesús.
De hecho, cuando eso se ha olvidado, se ha leído este episodio como un acto
de “purificación del templo”. Según esta lectura –que llegó a ser habitual en la
predicación cristiana–, Jesús habría pretendido simplemente corregir los
“excesos” que se cometían en el lugar sagrado, pero sin poner en cuestión la
naturaleza misma del culto, que seguiría legitimado.
Sin embargo, esa interpretación es difícil de sostener. En primer lugar, porque
las actividades que se desarrollaban en el templo –venta de animales para los
sacrificios y cambio de moneda– estaban legalmente autorizadas, y el mismo
templo contaba con espacios reservados para ellas.
Por otro lado, si se hubiera tratado simplemente de una “purificación”, no se
habría visto como un ataque al templo, que llevaba aparejada la condena a
muerte. La autoridad percibió bien que se trataba de algo mucho más grave:
nada menos que de la pretensión de acabar con la religión y el culto basados en
el sacrificio. Lejos de ser una mera “purificación” de un espacio sagrado, lo que
se estaba produciendo era una “destrucción” simbólica de toda la religión.
Eso era precisamente la acción de Jesús: un gesto profético, en la línea de los
grandes profetas de Israel. Y así es como lo percibieron tanto la autoridad como
los testigos que se hallaban presentes. Para aquella tradición, un “gesto
profético” es una acción simbólica que busca transmitir, dramatizándolo, un
mensaje de hondo calado. En cierto modo, podría decirse que se trata de una
“parábola en acción”. En esta ocasión, el gran contador de parábolas que era
Jesús recurre a la acción para escenificar una parábola más.
Por eso, la comprensión adecuada del gesto nos viene dada por la palabra del
mismo Jesús: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. Se refería –
añade el autor del evangelio– al templo de su cuerpo. Se trata, lisa y

58
llanamente, de una sustitución: el viejo templo de la religión ha de dejar paso al
nuevo templo, la persona de Jesús. Y, por extensión, el ser humano y el
conjunto de lo real.
La religión –por el propio nivel mítico de consciencia en que aparece–
pretende encerrar a Dios en espacios separados (templo) y en fórmulas
delimitadas (creencias), bajo la supervisión de una autoridad inapelable
(jerarquía). Pero es precisamente esa religión la que constituirá el objeto de la
crítica de Jesús. Una lectura desapasionada del evangelio conduce al lector
imparcial a una conclusión evidente: Jesús es un crítico de la religión y de la
autoridad religiosa, dando lugar, con ello, a un conflicto creciente que acabará
con su vida.
Lo que ocurre es que, posteriormente, la imagen de Jesús ha sido más o
menos “domesticada”, hasta convertirlo en un ser sumiso y obediente, primer
garante de la propia religión, con lo que se ha llegado a paradojas graves.
En cualquier caso, la postura de Jesús queda magníficamente reflejada en un
texto ya citado de este mismo cuarto evangelio, y que encontraremos más
adelante. En el diálogo con la samaritana, a la pregunta de esta sobre las
discusiones religiosas entre judíos y samaritanos por la “verdadera” religión –la
de Jerusalén o la de Garizím–, Jesús responderá: “Para dar culto al Padre, no
tendréis que subir a este monte ni ir a Jerusalén… Ha llegado la hora en que los
que rinden verdadero culto al Padre, lo adoran en espíritu y en verdad” (4,21-
24).
Estas palabras de Jesús –significativamente “olvidadas” en la tradición
cristiana– suponen la superación definitiva de la “religión”, entendida como una
dimensión separada –específica– de la vida humana, y abogan por la vivencia de
una espiritualidad abierta, sin separaciones ni exclusiones: un camino que no es
tanto para ser “creído” como para ser “vivido”.
Para la religión, el “templo” es un espacio sagrado separado; para la
espiritualidad, el “templo” es todo lo real, porque todo es presencia y
manifestación de Dios.
Decía más arriba que, a diferencia de los sinópticos, el cuarto evangelio –al
que pertenece el texto que estamos comentando– coloca este episodio al inicio
mismo de la actividad de Jesús. El motivo parece ser el siguiente: Juan muestra
una particular insistencia en subrayar la novedad que Jesús aporta. Por eso,
empieza por mostrarlo como el que realiza la nueva alianza (bodas de Caná) y el

59
nuevo culto (episodio del templo y diálogo con la samaritana), asentando con
rotundidad la necesidad de “nacer de nuevo” (diálogo con Nicodemo) para
poder comprender y vivir su propuesta.
Y eso es, exactamente, lo que se necesita para dar el paso de la “religión” a la
“espiritualidad”: nacer de nuevo, pasar de una consciencia egoica, con la que
nos habíamos familiarizado porque venimos de ella, a otra consciencia
transpersonal, que quiere nacer en nosotros. Es difícil y costoso –Nicodemo dirá
que es como pedirle entrar en el vientre de su madre para nacer otra vez–, pero
es posible; más aún, es el camino de la sabiduría y de la bondad, que tanto nos
impresiona en Jesús.

60
Lucidez ante el hecho religioso

Reconocer a Jesús como crítico de la religión, nos espolea para ser más
lúcidos ante el propio hecho religioso 2. Ateos y místicos han sido especialmente
sensibles a la utilización que del nombre de Dios han hecho religiones. El objeto
directo de su crítica no es otro que la objetivación de Dios y el dualismo
consecuente. En efecto, la mente solo puede hablar de un dios objetivado, al
que se percibe como separado, por más que se le añadan rasgos de intimidad y
amor. Es la mirada de ese “objeto separado” la que resulta, no ya solo
insoportable, sino alienante y, en último término, inasumible para la conciencia
moderna.
No existe nada separado de nada; todo es una admirable y gozosa
interrelación. Un dios separado no sería Dios, sino una proyección de la mente.
Casi sin darnos cuenta, tomamos como real lo que la mente puede procesar, sin
caer en la cuenta de que se trata de una herramienta absolutamente incapaz de
moverse fuera del campo de los objetos.
Cuando creemos nuestras propias construcciones mentales, el
antropomorfismo es inevitable: creamos un dios a nuestra medida, haciendo de
él un “doble” en el que nos miramos.
Porque puede afirmarse con razón que toda creencia, en cuanto construcción
mental, es una “etiqueta”, un “mapa”. Y por más “sagrado” que nos parezca, no
puede ser más que eso: es el límite insalvable de la mente.
Las creencias (como las etiquetas) son legítimas, pero comportan graves
riesgos, sobre todo, el de la absolutización. Se cae en él cada vez que se
identifica la propia creencia con la verdad. Al hacernos conscientes de esa
trampa –“la creencia no es la verdad, como la miel no es el dulzor”–,
empezamos a situarnos en la verdad –la humildad– y abandonamos las
confrontaciones a causa de conceptos.
Cuando cae una creencia, no se pierde nada importante: ha caído un “mapa”.
Solo cae lo que no es real; lo real no puede caerse. Únicamente cae lo que
carece de fundamento firme. En concreto, puede venirse abajo la creencia en
Dios, pero es imposible negar la consciencia de ser. Al contrario que las
creencias, aquí se trata de una realidad autofundamentada. Y hablamos de ella,
no en términos “religiosos” –propios o exclusivos de un grupo particular–, sino
en un “lenguaje universal”, en el que todos podemos encontrarnos. Por lo

61
demás, antes o después, en el camino espiritual, tendrán que caer todas las
creencias…, porque se disolverá el supuesto detentador de las mismas: el yo o
ego. Pero lo único que cae son las etiquetas, los conceptos, las creencias, los
mapas... Y caerán por completo, a medida que queremos posibilitar el acceso al
“territorio”.
Las creencias son trascendidas en la visión y en la experiencia directa de lo
que es. Se deja de buscar la verdad con la mente y se aprende a silenciar el
pensamiento, como condición para poder ver con claridad.
No es difícil comprender que las personas sientan poderosas resistencias a
abandonar sus creencias, con las que habían llegado a identificarse, poniendo
en ellas su seguridad. Sin embargo, aun comprendiendo el mecanismo, lo que
ahí se manifiesta es la incapacidad de percibir la diferencia entre la propia
creencia –siempre relativa– y el misterio de lo que es.
En un primer momento, a todos nos asusta que nos “descoloquen”, porque
eso nos deja a la intemperie, inseguros y sin asideros. Más aún, cuando alguien
se ha creído bien “colocado” en sus certezas, la reacción inicial no suele ser
precisamente de “apertura”. Algo de eso puede ocurrir en los grupos “religiosos”
(de Iglesia): tras siglos de creerse en posesión de la verdad, no es sencillo
aceptar que esas creencias son también “relativas”.
La absolutización de la creencia conduce al fanatismo y al enfrentamiento,
actitudes que, paradójicamente, se hallan en las antípodas de la auténtica
espiritualidad. Y dado que donde hay identificación con la mente, habrá
proyección antropomórfica y dualismo, parece obvio que el camino de resolución
pasa por la necesidad de superar o trascender el modelo mental (dual) de
conocer, que en nuestro contexto cultural se había absolutizado.
Cuando a alguien instalado en el modelo mental se le sugiere que, quizás, su
creencia en Dios sea una proyección, puede sentir que todo se le viene abajo:
ha aparecido el angustioso sentimiento de orfandad, para el que no encuentra
salida. ¿Cómo no va a aferrarse a aquella creencia que lo ha acompañado desde
su infancia?
El paso al modelo no-dual hace que todo se modifique radicalmente. Y
venimos a descubrir que el problema no era religioso ni teológico, sino
gnoseológico, es decir, de modo de conocer.
Desde el modelo no-dual, se advierte:

62
• el engaño de la separación,
• la ilusión de yo,
• la trampa de creer que la Plenitud (Dios) es “algo” (“alguien”), que se halla
“fuera” y en el “futuro”.

Si el “yo” es una ilusión, si no hay “yo”, ¿quién es “Dios”? Lo que hay es un


continuum de consciencia no separada, de la que todo lo real participa, porque a
todo ello constituye: hay un único “Fondo” de lo real, diría el Maestro Eckhart.
No existe peligro de “orfandad”: desde la no-dualidad apreciamos nítidamente
que la Plenitud, el Sentido, la Felicidad, la Presencia, la Consciencia… –el núcleo
de lo Real al que los “mil nombres” apuntan– no solo no se halla “fuera”, sino
que es lo que nos constituye.
A partir de ahí, advertimos también que no se trata de salvar al yo, como
siempre habían dicho las religiones teístas, sino de liberarnos de él (de la
identificación con él). Y aquí, de nuevo, aparecen las resistencias: es tal la
fuerza centrípeta del yo y tan intensa nuestra identificación con él, que nos
resistimos a reconocer que se trata solo de un pensamiento.
Sin embargo, no cabe otra opción. Vicente Gallego –tenía que ser poeta– lo ha
expresado de una manera bella: “La paz [otro de aquellos mil nombres], si
aspiramos a ella sinceramente, nos pedirá el certificado de defunción de nuestra
persona”.
Pero, a poco que nos adentremos en esta vivencia, empezaremos a
experimentar la verdad que contienen las palabras sabias de Plotino: la vida más
plena es aquella en la que no hay dualidad sujeto-objeto.
La religión –moviéndose en el modelo mental o dual– pretende salvar al yo,
asume su propia creencia como si fuera la misma verdad, y se apoya en Dios
como sentido y fuerza de su vida.
La espiritualidad –que se mueve en la no dualidad– nos sitúa constantemente
ante paradojas que expresan precisamente el carácter paradójico de nuestra
condición. En este campo, lleva a un conocimiento de sí que es, en realidad, un
olvido de sí.
Las religiones –tanto por el momento histórico en que aparecen, como por su
propia estructura– utilizan un lenguaje de uso interno y, en ese sentido,
excluyente. Aparece como un lenguaje “tribal” –propio de un nivel de
consciencia mítico–, que suena extraño a toda persona ajena, es decir a quienes

63
no comparten esas creencias. Frente a ello, la espiritualidad utiliza un lenguaje
inclusivo y universal, en el que todos puedan entenderse. Por ese motivo,
supone una gran riqueza el esfuerzo por expresar y comunicar lo que vivimos en
un lenguaje universal, cuyos contenidos podrán o no ser aceptados, pero podrán
ser entendidos.
Para concluir, tal como lo vengo planteando, toda “religión”, por más que
presuma de “revelada”, es una construcción humana –no puede ser de otro
modo–, a través de la cual, los humanos han intentado –intentan– vehicular el
Anhelo innegable, que no es otra cosa que la añoranza de nuestra identidad
más profunda.
La “espiritualidad” nos pone en contacto, precisamente, con Eso que somos,
con la verdadera identidad, sentida de entrada como Anhelo.
De aquí se derivan dos “conclusiones” sencillas, pero transformadoras:

• La espiritualidad constituye la matriz de donde nacen las diferentes


religiones. Lo que somos –con carácter de universalidad, porque todos lo
compartimos– ha dado lugar y trata de asomar a través de los “mapas” que
nuestra mente ha podido –puede– plasmar.
• En consecuencia, la religión únicamente acierta cuando se vive, consciente y
radicalmente, al servicio de las personas y de la espiritualidad, es decir,
como camino de sabiduría y de compasión. De hecho, ¿qué es lo que
valoramos en las personas religiosas, sino su humildad –amor a la verdad,
es decir, sabiduría– y su entrega a los otros? Y, por el contrario, ¿qué es lo
que produce desafección o incluso rechazo, sino aquellas posturas –
conscientes o no– de imposición, superioridad, paternalismo…, de quienes,
desde una consciencia mítica o “tribal”, se consideran “grupo elegido”? La
religión tendría que reconocerse a sí misma como la herramienta que, al
ponernos en contacto con nuestra verdadera identidad, nos permite acceder
a la comprensión, de la que brotará –como la otra cara de ella misma– el
amor que somos.

De ese modo, es legítimo amar el propio “mapa” –creyente, ateo o


agnóstico–, pero sin olvidar que es solo un mapa. Así podremos encontrarnos en
el “territorio” compartido que nos está llamando constantemente. Territorio que
han transitado todos los iniciadores de las grandes religiones, así como todos los
sabios a lo largo de la historia, por lo que podremos sin dificultad conectar con

64
lo que constituyó su propia intuición. Si venimos a nuestra tradición cristiana,
Jesús, más que una persona “religiosa” que haya propuesto un “mapa”
destinado al círculo de los suyos, es un hombre sabio –espiritual, plenamente
humano– que, viviendo desde aquella identidad profunda que todos
compartimos, nos abre los ojos para ver y para amar. “Empobrecemos” a Jesús
cuando lo colocamos en una peana, separado de nosotros, o cuando lo
recluimos en las fronteras de una religión particular, reduciéndolo a las creencias
que tal religión ha elaborado. Jesús es una expresión admirable de lo que somos
todos, cualesquiera sean los mapas que utilicemos; un espejo nítido y admirable
del Ser que somos.

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Las señales y la fe (2,23-25)

Durante su estancia en Jerusalén con motivo de la fiesta de pascua,


muchos creyeron en su nombre, al ver los signos que hacía. Pero Jesús no
se fiaba de ellos, porque los conocía a todos, y no necesitaba que lo
informasen sobre los hombres, porque él sabía muy bien lo que hay en el
hombre.

Estos dos versículos sirven de introducción a los capítulos 3 y 4, con los que
se cerraría un primer bloque. En ellos se plantea ya la cuestión de la fe, tema
que se retomará en los próximos capítulos y que, más allá aún, constituirá el
núcleo de las polémicas entre Jesús y los jefes de los judíos.
Me parece que la alusión a que “Jesús no necesitaba que le informasen” no se
refiere a una supuesta omnisciencia abstracta de Jesús, como luego entendería
una teología prácticamente monofisita. Puede aludir a una especial “habilidad”
de Jesús para comprender el interior humano o –todavía con mayor
probabilidad– quizás se trate, sencillamente, de un recurso del autor para hablar
del Maestro como “sabiduría eterna”.
A continuación, van a aparecer tres personas, que representan a los tres
grupos humanos, según una división propia del judaísmo de la época: judíos,
samaritanos y paganos. Y con cada uno de ellos se encontrará Jesús. Al judío –
Nicodemo–, le hará ver que es necesario “nacer de nuevo”; ante la samaritana,
se presenta a sí mismo como el “agua viva”, la única que sacia plenamente, más
allá de las religiones; el pagano –el funcionario real– reconocerá que Jesús es
una palabra que da vida.
Desde el inicio de su actividad, Jesús aparece, pues, abriéndose a la
humanidad entera, representada en estos tres personajes. El lector es invitado a
experimentar lo que se plantea con cada uno de ellos: que necesita “nacer de
nuevo” para descubrir y conectar con el manantial de agua viva que brota de su
interior.
En el triple encuentro no se busca otra cosa que favorecer la vida, o mejor,
poner las condiciones para que podamos experimentarla. Y, desde la
comprensión no-dual, todavía puede añadirse algo más: la vida de que se habla
no es “algo” separado de nosotros; es nuestra más profunda identidad. Más
adelante, oiremos a Jesús proclamar: “Yo soy la vida”. En esa afirmación, se
reconoce todo el que “nace de nuevo”.

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1. Es claro que esa “conclusión” no indica en absoluto un juicio sobre la religión judía, ni mucho
menos su descalificación: ¡demasiado sufrimiento ha generado en la historia todo el
antisemitismo, en el que también ha tenido que ver la doctrina católica! Se trata, más bien, de
transmitir la visión del autor y de la comunidad de este evangelio: a partir de su adhesión a
Jesús, consideraron superados, tanto el judaísmo en cuanto “forma religiosa”, como la religión en
sí misma. Históricamente, además, cuando se escribe este evangelio, las comunidades joánicas
se hallan en pleno conflicto, perseguidas (“excomulgadas”) por la autoridad religiosa, lo que
provoca en ellas una reacción de descalificación de lo judío.
2. Sobre el conflicto entre Jesús y la religión, E. MARTÍNEZ LOZANO, Recuperar a Jesús. Una mirada
transpersonal, Desclée De Brouwer, Bilbao 32011, pp. 26-30; ID., La botella en el océano. De la
intolerancia religiosa a la liberación espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 22009.

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Nacer de nuevo

“El viento sopla donde quiere” (Jn 3,8).

68
Nacer de nuevo es despertar (3,1-21)

Un hombre, llamado Nicodemo, miembro del grupo de los fariseos y


principal entre los judíos, se presentó a Jesús de noche y le dijo:
—Maestro, sabemos que Dios te ha enviado para enseñarnos; nadie, en
efecto, puede realizar los signos que tú haces, si Dios no está con él.
Jesús le respondió:
—Yo te aseguro que el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de
Dios.
Nicodemo repuso:
—¿Cómo es posible que un hombre vuelva a nacer siendo viejo? ¿Acaso
puede volver a entrar en el seno materno para nacer de nuevo?
Jesús le contestó:
—Yo te aseguro que nadie puede entrar en el reino de Dios, si no nace
del agua y del Espíritu. Lo que nace del hombre es humano; lo
engendrado por el Espíritu, es espiritual. Que no te cause, pues, tanta
sorpresa lo que te he dicho: “Tenéis que nacer de nuevo”. El viento sopla
donde quiere, oyes su rumor, pero no sabes ni de dónde viene ni a dónde
va. Lo mismo sucede con el que nace del Espíritu.
Nicodemo replicó:
—¿Cómo puede ser esto?
Jesús le contestó:
—¿Tú eres maestro en Israel e ignoras estas cosas? Yo te aseguro que
hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto;
pero vosotros rechazáis nuestro testimonio. Si no me creéis cuando hablo
de las cosas terrenas, ¿cómo vais a creerme cuando os hable de las cosas
del cielo? Nadie ha subido al cielo, a no ser el que vino de allí, es decir, el
Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés levantó la serpiente de bronce en
el desierto, el Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto, para que
todo el que crea en él tenga vida eterna.
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el
que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su
Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él. El que
cree en él no será condenado; por el contrario, el que no cree en él, ya
está condenado por no haber creído en el Hijo único de Dios. El motivo de
esta condenación está en que la luz vino al mundo, y los hombres
prefirieron las tinieblas a la luz, porque hacían el mal. Todo el que obra el
mal detesta la luz y la rehúye por miedo a que su conducta quede al

69
descubierto. Sin embargo, aquel que actúa conforme a la verdad, se
acerca a la luz, para que se vea que todo lo que él hace está inspirado por
Dios.

Desde un punto de vista literario, este capítulo es un auténtico rompecabezas.


El lector aprecia saltos de la primera persona del plural (“nosotros”) a la tercera
del singular, así como repeticiones y añadidos forzados que, en conjunto,
constituyen una especie de galimatías, en una monotonía de temas reiterados,
que se yuxtaponen sin llegar a alcanzar un conjunto bien trabado.
Todo ello indica algo evidente: el texto no es producto de una redacción
momentánea ni obra de un único autor. Durante un tiempo prolongado, se
fueron añadiendo reflexiones que surgían en la comunidad, y que algún nuevo
glosador yuxtaponía al texto original. Por tanto, el lector que se acerca a este
texto tendrá que verlo como una serie de reflexiones simplemente yuxtapuestas,
provenientes de momentos diferentes de la vida de la comunidad.
El tema de fondo parece ser doble: por un lado, el diálogo con el judaísmo –
representado en la figura de Nicodemo– acerca de la persona de Jesús,
poniendo de manifiesto la dificultad que un judío debía experimentar para
adherirse al mensaje del nazareno; por otro, el interés apologético, que
pretende mostrar la superioridad del bautismo cristiano (“nacer del Espíritu”)
con respecto a la religiosidad judía.
Llama la atención que, a lo largo del texto, aparece tres veces la fórmula: “En
verdad, en verdad te digo” (traducida, en esta versión, por “te lo aseguro”). Tal
expresión, el Amén hebreo, constituye una especie de solemne fórmula de
juramento, que quiere expresar la más absoluta seguridad.
Nicodemo llega a Jesús “de noche”. Si tenemos en cuenta que el término
“noche” tiene, en este evangelio, un valor simbólico negativo, se estaría
expresando que el judaísmo se encuentra en la oscuridad, mientras se
mantenga al margen de Jesús.
Sin embargo –y aquí empieza el tema básico del capítulo–, acoger a Jesús no
es sencillo; se requiere “nacer de nuevo”. El autor emplea intencionadamente el
término griego ανωθε (“ánozen”), que significa, a la vez, “de nuevo” y “de lo
alto”.
Lo que la comunidad joánica, en plena polémica con el judaísmo, está
proponiendo es la necesidad de acoger a Jesús para experimentar la vida en
plenitud. Pero, ante lo que considera obstinación por parte de la autoridad

70
religiosa judía, reconoce que se necesita “nacer de nuevo” o “nacer de lo alto”
(de Dios).
Desde nuestra perspectiva –espiritual, no-dual, transreligiosa–, “nacer de
nuevo” encierra un significado todavía más radical. No se trata de cambiar de
creencia, sino de comprender la verdad de quienes somos, lo cual implica
reconocer la falsedad de la identificación con el yo. Reviste, por tanto, el
significado de una auténtica μετανοια (“metanoia”: meta-noia = más allá de la
mente) o conversión en el sentido más profundo del término.
Nacer de nuevo, en esta lectura, equivale a “despertar”: salir de la confusión
provocada por atribuir realidad a la ficción del yo y experimentarnos como
consciencia ilimitada. Reconocernos y vivir desde ella, eso es “nacer de nuevo”.
Permanecemos dormidos (“muertos”) mientras nos identificamos con la forma
que nuestra mente es capaz de percibir (el yo), con el “papel” que nos toca
desarrollar en este gran teatro; despertamos (“nacemos de nuevo”) cuando
somos capaces de reconocer esa forma desde nuestra verdadera identidad.
Tenemos –nos experimentamos en– una forma (la “persona”), pero somos el
Fondo común y compartido de todas ellas. Y esa es precisamente la causa de la
confusión, porque nos fundimos-con la forma; solo cuando trascendemos esa
identificación, nos vemos libres de la ignorancia.
Como se ve, se trata de un lenguaje espiritual y, por tanto totalmente
inclusivo. Porque no consiste en la adhesión a una creencia o a algún rito, sino
en un reconocimiento experiencial de quienes somos. Así, hemos salido de un
lenguaje exclusivista y, en cierto modo, tribal, para comunicarnos en un
lenguaje universal, en el que todos podemos entendernos.
En el diálogo con Nicodemo, aparece la expresión “reino de Dios”, tan querida
para los evangelios sinópticos y que, curiosamente, en Juan se menciona
únicamente en esta ocasión. Este traducirá aquella expresión, recurrente en los
otros evangelios, por la de “Vida” (eterna).
Y no deja de ser significativo que, en el lapso de pocos años, el autor del
cuarto evangelio se haya sentido con total libertad para prescindir de una
expresión “consagrada” (“Reino de Dios”) y cambiarla por otra (“Vida”), quizás
más comprensible y cargada de significado para su comunidad.
El diálogo juega, por lo demás, tal como le gusta a este autor, con el doble
plano: el literal, en el que se mueve Nicodemo –entenderá el “nacer de nuevo”
como volver al útero de la madre–, y el simbólico, en el que está situado Jesús.

71
Como decía un poco más arriba, en este nivel, nacer de nuevo equivale, en
lenguaje teísta, a nacer de Dios –dejar, o mejor, reconocer que Dios sea el
núcleo y el centro de la propia existencia, de quien se percibe como cauce por el
que fluye–; en lenguaje espiritual, significa nacer a nuestra verdadera identidad,
al Fondo único y común que compartimos.
El autor juega también con el término “pneuma” (viento), para referirse tanto
al Espíritu como al propio viento que sopla donde quiere. Y dice algo
sorprendente: aquel que ha nacido del espíritu es como el viento. Tal afirmación
contiene un hondo significado. Mientras estamos identificados con el yo, los
seres humanos somos bastante predecibles: el ego se encarga de no abandonar
las rutinas y de mantener la ilusión de que controla todo, a base de no salirse
nunca de los caminos trillados.
Esto, sin embargo, cambia radicalmente cuando deshacemos nuestra
identificación con él. Es decir, en cuanto nos reconocemos ser el Espíritu,
automáticamente aparece la novedad, se rompen nuestros esquemas previos y,
con frecuencia, somos los primeros sorprendidos en todo lo que se empieza a
producir.
A continuación, tras la ironía sobre Nicodemo como “maestro de Israel”, quien
habla es la comunidad joánica: “Nosotros hablamos de lo que sabemos y
testificamos lo que hemos visto, y no aceptáis nuestro testimonio”. Nos hallamos
en plena polémica entre ambos grupos. A partir de aquí, se van a poner en boca
de Jesús los argumentos utilizados por la comunidad en medio de aquellas
diatribas. De modo que lo que sigue constituye una serie de diferentes
añadidos, que hay que tomar como lo que son: frases sueltas que se fueron
yuxtaponiendo con el paso del tiempo.
Notamos que aparece una contraposición entre “lo terreno” y “lo celeste”: lo
primero se refiere a los contenidos de la Escritura hebrea; lo segundo al
mensaje que va a ser expuesto a continuación, a lo largo del texto evangélico.
El “descenso” y “ascenso” al cielo es un tema muy querido para uno de los
redactores de este evangelio, para quien Jesús es, antes que nada, un “emisario
celeste”. No solo eso; este glosador no pierde ocasión de subrayar el papel
exclusivo de Jesús (“nadie…, a no ser…”).
Hoy podemos afirmar que tal exclusivismo, característico del estadio mítico de
consciencia –y agudizado en los momentos iniciales de todo grupo religioso,
particularmente en ambientes polémicos o de persecución–, es fruto únicamente

72
de un determinado momento histórico y del modelo mental de cognición. Una
vez que dejamos el modelo mental –con las características de separatividad y
comparación que lo definen–, la idea de cualquier exclusivismo cae por tierra.
No por negar la peculiaridad de Jesús, ni toda su aportación, sino porque ya no
podemos dejar de ver que el Fondo común que constituye la identidad última de
todos es un único y mismo Fondo. A partir de ahí –nos hallamos ya en el modelo
no dual–, cae todo exclusivismo y nos abrimos a la universalidad compartida.
Continúan las expresiones aisladas. Entre ellas aparece la imagen de Moisés
levantando la serpiente en el desierto. Para el pueblo judío, la imagen de la
serpiente recordaba, a la vez, las quejas del pueblo y la misericordia de Yhwh.
Tal como se narra en el Libro de los Números (21,4-9), ante la dureza de la
marcha a través del desierto, el pueblo empezó a murmurar contra Moisés y
contra Yhwh, que envió serpientes venenosas cuya mordedura les provocaba la
muerte. Tras el arrepentimiento y la intercesión de Moisés, este recibió el
encargo de colocar una serpiente de bronce sobre un asta: bastaba mirarla,
para quedar curado del veneno mortal.
Se trata, evidentemente, de un relato mítico, que solo puede ser aceptado
literalmente desde una consciencia mítica, como la que tiene el niño entre los 3
y 7 años, o la que vivió la humanidad desde hace, aproximadamente, unos
10.000 años.
Es obvio que también, en la actualidad, pervive la consciencia mítica en no
pocas mentes humanas: eso explica que, tanto en el nivel de la religión como en
el de los nacionalismos, se mantengan creencias que, vistas desde otro nivel
(simplemente, el “racional”), parezcan cuentos de niños.
Particularmente en el campo de la religión, es más fácil quedar anclados en
ese nivel de consciencia –aunque la misma persona, en otros sectores de su
vida, pueda tener actitudes postmodernas–, debido al hecho de que los textos
sagrados –nacidos en el estadio mítico de la humanidad– se han entendido
literalmente, como si en su misma formulación hubieran caído del cielo,
revelados por Dios.
A partir de ese concepto de “revelación”, centrado en el literalismo, el
creyente no se atreve a reconocer el carácter histórico, condicionado y, por
tanto, relativo de esos textos, por lo que los sigue repitiendo de una manera
mecánica, sin el menor cuestionamiento. Quizás inconscientemente, en este
terreno, está renunciando a hacer uso de una consciencia más ampliada, que le
proporcionaría otra lectura más adecuada y, por ello mismo, liberadora.

73
Pero en el tema concreto que nos ocupa, hay más: una idea mágica de la
salvación que marcaría dolorosamente la consciencia colectiva cristiana durante
más de un milenio. De nuevo, se trata de un particular tipo de lectura, desde un
determinado nivel de consciencia. Así como el pueblo judío pudo creer que
bastaba mirar a una serpiente de bronce para quedar curados de la mordedura
venenosa, de un modo similar, durante siglos, muchos cristianos pensaron que
la salvación venía producida por la muerte de Jesús en la cruz.
Quiero insistir en el hecho de que, mientras alguien se halla en ese nivel de
consciencia, tal lectura es asumida sin dificultad. Lo cual no quiere decir que no
contenga consecuencias sumamente peligrosas, entre las que habría que
apuntar las siguientes:

• imagen de un dios ofendido y vengativo hasta el extremo;


• idea de un intervencionismo divino, arbitrario y desde “fuera”;
• idea de una pecaminosidad universal, previa incluso a cualquier decisión
personal (doctrina del “pecado original”);
• instauración de un sentimiento de culpabilidad, hasta alcanzar límites
patológicos;
• creencia en una salvación “mágica”, producida desde el exterior.

Estas consecuencias parecen inevitables cuando se hace una lectura literalista


de determinados textos bíblicos, incluido el que hoy leemos, al comparar la cruz
de Jesús con la serpiente del desierto. Con tal lectura, se dejan sentadas las
bases de toda la “doctrina de la expiación”, que alcanzaría su más estricta
formulación en la doctrina de san Anselmo de Canterbury, allá por el siglo XI.
Resulta revelador del modo como funcionamos los humanos el hecho de que,
durante siglos, se haya aceptado, sin apenas cuestionamiento, tanto la doctrina
del “pecado original” –con la carga de culpabilidad que llevaba aparejada–,
como la doctrina de la “expiación”, según la cual la humanidad únicamente
podía ser salvada por la muerte cruenta del Hijo de Dios, que reparaba de ese
modo la supuesta ofensa cometida contra la divinidad por parte de nuestros
(supuestos) “primeros padres”.
Sin duda, es posible otra lectura que, reconociendo el carácter “situado” y, por
tanto, inevitablemente relativo de los textos sagrados, accede a un nivel de
mayor comprensión y libera al creyente de tener que seguir aferrado a un
pensamiento mágico o mítico que, por la propia evolución de la consciencia le

74
resulta ya, no solo insostenible, sino perjudicial.
Desde esta nueva lectura, el cristiano tal vez siga fijando su mirada en Jesús,
y en Jesús crucificado. Pero ya no es una mirada infantil ni infantilizante. Ahora
ve en Jesús y en su destino –provocado por la injusticia del poder de turno– lo
que es el paradigma de una vida completamente realizada: fiel y entregada
hasta el final. Por ese motivo, el hecho de “mirar la cruz” empieza a ser ya
salvador: nos hace descubrir en qué consiste ser persona.
Pero no se trata solo de una mirada “externa”, que podría desembocar, en el
mejor de los casos, en una conducta imitativa, que no dejaría de ser alienante.
Desde una consciencia transpersonal y desde el modelo no-dual de conocer, la
lectura se ve enriquecida hasta el extremo. Porque, al ver a Jesús, nos estamos
viendo a nosotros mismos.
Desde esta nueva perspectiva, Jesús no es un “mago” que nos salvara desde
fuera; tampoco es un “ser celestial separado” diferente de nosotros. Es lo que
somos todos…, aunque sigamos sin atrevernos a reconocerlo. En él se ha
mostrado de una manera exquisita la maravilla de lo Real. Por eso podemos
nombrarlo como Manifestación de Lo que es y Expresión de lo que somos. Al
mirarlo a él, lo primero que nace no es un deseo de “imitación”, sino un
reconocimiento de nuestra más profunda identidad.
De un modo similar, la salvación no consiste en quedar liberados –por obra y
gracia de una “expiación” exterior– de una culpabilidad ancestral que se
arrastraría desde el comienzo de la historia de la especie humana (aunque
quedaría sin precisar el momento exacto en que el homínido dejó de ser primate
y empezó su andadura de “homo sapiens sapiens”). No hubo tal cosa como un
“pecado original” –en el sentido moralizante en que lo entendió la tradición–,
que habría de culpabilizar a toda la humanidad que entró en contacto con esa
creencia. Lo que hubo –y sigue habiendo– es una gran inconsciencia –un
“olvido” radical de nuestra verdadera identidad–, que se traduce en ignorancia
radical de quienes somos, y que se plasma en comportamientos que generan
sufrimiento para uno mismo y para los demás.
Esa es la “tiniebla” de que habla el texto. Y, por contraste, la “luz” de que
tanta necesidad tenemos, y que la fe cristiana ve resplandecer en Jesús de
Nazaret. En eso consiste la “salvación”: en acercarnos a la “luz”, para reconocer
nuestra verdadera identidad –el “agua” que constituye nuestra “forma
transitoria” de “olas”– y, de ese modo, salir de la ignorancia que nos mantiene
confundidos y atrapados en un laberinto de sufrimiento.

75
Lo que interesa subrayar, en la lectura del evangelio, es que no podemos
entender la cruz de Jesús en esa clave mágica y mítica: la salvación no se
produce de ese modo…, aunque personas que se hallen en ese nivel de
consciencia sigan leyéndola así. Ni somos salvados “desde fuera”, ni la cruz
busca aplacar a un Dios airado y ofendido por nuestros pecados. Estamos ya
“salvados” –somos plenitud de presencia–; no nos falta sino caer en la cuenta.
Por lo que la llamada “salvación”, en todo caso, no es fruto de alguna
“expiación”, sino de la comprensión.
En esa primera frase del texto evangélico, el autor del cuarto evangelio hace
un triple subrayado que, conociendo su modo de escribir, merece la pena
destacar:

• Utiliza el verbo “elevar”. Los lectores de este evangelio saben que, a


diferencia de los sinópticos, Juan ve la cruz de Jesús en clave de
“exaltación”. Para él, la cruz es, simultáneamente, patíbulo y trono de
gloria. Ese doble sentido queda perfectamente expresado con el verbo que
usa: Jesús es elevado (exaltado) a la cruz (crucificado) y, a la vez,
reconocido como “vencedor”.
• Lo que ofrece el crucificado es “vida eterna”, es decir, vida en plenitud
(usando la expresión tan querida para este evangelista). La vida eterna no
es una sucesión temporal que nunca acabara, sino la plenitud de la vida.
Eternidad no es sinónimo de tiempo inacabado, sino de atemporalidad; es el
no-tiempo, la Presencia ilimitada.
• Para poder percibirla, el evangelista dice que se requiere “creer en Jesús”,
introduciendo así otro tema fundamental del cuarto evangelio: la fe. No se
trata, evidentemente, de una creencia o asentimiento mental
–heterónomo–, que pusiera “fuera” de nosotros lo que en nosotros ocurre,
sino de una adhesión cordial –que es reconocimiento de nuestra no-
separación con él– que implica una transformación de la propia persona, en
la línea de lo que el propio Jesús vivió.

Si estuviéramos en un nivel mágico o incluso mítico de consciencia, podríamos


todavía pensar –proviniendo de una tradición en la que se impuso una visión
conceptualizada (helénica) de la fe– que la creencia mental podría producir, sin
más, la Vida. Pero eso no es así. La vida emerge cuando logramos sortear los
obstáculos que la bloquean, fundamentalmente la identificación con nuestro yo.
Una creencia mental puede aportar al yo una sensación de seguridad; por eso,

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el yo –que solo vive gracias a que se identifica con algo; en este caso, con una
creencia– se aferra a ella. Y siente que se viene abajo si se la cuestionan. Sin
embargo, lo cierto es que una creencia no puede dar ninguna seguridad estable;
mucho menos la vida. Ahora bien, la paradoja es que el único que la necesita es
el yo. No la necesitamos porque ya somos vida y seguridad. Lo que ocurre es
que, mientras estemos identificados con el yo, viviremos alienados,
“desconectados” de nuestra verdadera identidad y, por tanto,
(psicológicamente) desconectados de la Vida. Debido a esa desconexión, el yo
tiene que aferrarse ansiosamente a cualquier “idea” que le aporte seguridad y
sensación de existir. En cuanto tomamos distancia del yo, nos percibimos no-
separados de nada, emergiendo nuestra Identidad profunda y compartida: la
Consciencia sin forma o pura Presencia, la Vida que es y somos, fuente de
seguridad inquebrantable.
¿Qué es, pues, “creer en Jesús”? Acceder a nuestra verdadera identidad. No
se trata, por tanto, de una “creencia mental” que nada cambiaría, sino de un
“encuentro” con Jesús en la Identidad compartida: no en la del yo individual,
sino en la Consciencia-que-es, con la que Jesús se identificaba como “Yo soy”, y
que todos compartimos. Porque eso es justamente lo que vemos en Jesús:
alguien que ha vivido desidentificado de su yo, por lo que se ha experimentado
a sí mismo como “Vida”.
En el modelo mental, la Vida y Dios no pueden dejar de verse como realidades
separadas, “fuera” de nosotros. Hasta el punto de que nuestro mismo lenguaje
nos delata: hablamos de creer en Dios, dirigirnos a Dios, pensar en Dios…, o de
que tenemos vida, o tendremos vida eterna; como si la vida, no solo estuviera
“fuera” de nosotros, sino que podría ser más adelante mayor de lo que ahora ya
es.
No; somos Vida y la Vida ya es –y siempre ha sido– plena. Lo que ocurre es
que nuestra propia identificación con el modelo mental de cognición nos vela la
realidad como es, separándola y, en último término, objetivándola. Para la
mente, todo son objetos, y objetos separados. Al acallar la mente, la realidad se
percibe Una. No de un modo monista (panteísta) que negara las diferencias,
sino no-dual. Las diferencias existen y tienen su nivel de realidad –un nivel
relativo–; pero, en términos absolutos, todas ellas participan –son expresión– de
la Vida que es. A diferencia del monismo (o panteísmo), la comprensión no-dual
nos hace ver que somos la Vida una y también la forma concreta (persona) en la
que aquella temporalmente se expresa. Y es sabio atender a ese “doble nivel”

77
de la realidad.
El evangelio habla de “vida eterna”, atemporal, en un presente ilimitado. Y esa
vida no está “fuera” de nosotros, ni es algo que “tengamos”. Somos Vida que se
expresa en la forma de un yo. Creer en Jesús significa descubrir que, como él,
somos Vida, más allá de la forma (separada) con la que nuestra ignorancia nos
identifica y a la que nos reduce.
En otro de los “añadidos” de este capítulo, aparece una de las afirmaciones
centrales del cuarto evangelio: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo
único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.
Decía más arriba que es característico del lenguaje religioso que únicamente
tenga sentido para quienes comparten esa religión. Porque se trata de un
“idioma particular”, que utiliza las claves propias del mismo. Por eso, cuando se
toma en su literalidad, solo será captado por aquellas personas que comparten
ese mismo credo y, además, se hallan situadas en el mismo nivel de consciencia
en que el texto fue escrito.
Eso es lo que puede ocurrirnos en la lectura de este texto. Da por supuesta la
existencia de Dios, como un ser separado, y quiere mostrarlo como amor hacia
la humanidad. Y la “prueba” de ese amor es que entrega a su propio Hijo.
Mientras lo lee una persona cristiana que se halla en un nivel de consciencia
mítico y en una perspectiva dual (mental, teísta), el texto no ofrece dificultad,
porque está escrito precisamente en esas mismas claves. Para un cristiano que
se encuentra en ese estadio, se trata sencillamente de la adhesión mental a una
creencia: Dios ha enviado a su Hijo, para salvarnos, y eso constituye la mayor
prueba de su amor por nosotros.
Sin embargo, en cuanto se modifica la perspectiva del lector –porque ha
superado el estadio mítico o empieza a moverse en una perspectiva no dual–,
las dificultades surgen inmediatamente. Porque se han modificado las “claves”
de lectura y, con ellas, las imágenes empleadas.
Si, por otro lado, se acerca al texto una persona no religiosa, no podrá entrar
en sintonía con él, ya que su propio “idioma particular” constituirá un obstáculo
prácticamente insalvable.
Con todo ello, parece que será necesario un doble cuidado en su “traducción”:
por un lado, habrá que utilizar un lenguaje “universal”, en el que todos puedan
reconocerse; por otro, habrá que trascender la literalidad y desentrañar el
contenido que se percibe desde la comprensión no-dual.

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Si el término “Dios” hace referencia al Misterio de lo que es –la Vida misma–,
su “Hijo” es, sencillamente, todo lo que percibimos. La tradición cristiana lo ha
“personalizado” en Jesús de Nazaret. Pero, desde la no-dualidad, Jesús es
sencillamente expresión de lo que somos todos.
Hablar de un Dios personal que “entrega” a su Hijo para salvarnos, y que eso
se presente como prueba de amor hacia nosotros, se parece demasiado a una
proyección de nuestros modos humanos de hacer. Sin embargo, la intuición es
acertada: el Misterio de lo que es, se nos está “entregando” permanentemente
en el despliegue de todo lo que se manifiesta. Por eso, en cualquier persona, en
cualquier objeto, en toda circunstancia, podemos apreciar su “rostro”. Y, más
allá de las “peripecias” existenciales que nuestra mente toma por “reales”, ese
Misterio es amor desbordante.
Porque el amor no tiene que ver con lo emocional ni, mucho menos, con los
apegos característicos del yo apropiador. Amor es la consciencia clara de no-
separación de nada: todo se halla admirablemente interrelacionado, es decir,
todo es amor. Más allá de lo que ocurra, más allá de cómo se sientan los yoes,
todo constituye una única red, de la que nunca podremos separarnos.
Quizás sea este hecho el que ha llevado a las religiones a proclamar que el
“primer mandamiento” había de ser el de “amar a Dios sobre todas las cosas”.
Con el cambio de perspectiva, lo que pudo parecernos una exigencia de un Dios
celoso, lo percibimos como una declaración de sabiduría: amar a Dios sobre
todas las cosas significa reconocer la unidad de todo, y vivir en coherencia con
ello.
Quien percibe esto, ya está “salvado”. Quien no lo percibe –añade el texto–
“ya está condenado”. Pero no porque no tenga una adhesión mental a la
persona de Jesús –como entendía la lectura mítica, que condenaba a quienes no
profesaran, mentalmente, la “fe verdadera”–, sino porque permanece en la
confusión de creer que somos como islotes separados, y que el pequeño yo o
ego constituye nuestra identidad última.
Creer en el “Hijo único de Dios” es abrir nuestro corazón y nuestra mirada a
reconocer que todo es Uno: todos –todo– somos el Hijo único de Dios, la
expresión que toma el Misterio en tantas formas cambiantes.

79
Nacer de nuevo: amar lo que es

Indudablemente, es en la vida cotidiana donde habremos de apreciar signos


del “nuevo nacimiento”, del que se habla aquí. Algunos de ellos serán precisados
por el propio evangelio, particularmente en los llamados “discursos de
despedida” (13-17): amor, alegría, paz…
Pero dentro de ellos, hay uno que me parece decisivo a la hora de verificar el
llamado “despertar”, el paso de la consciencia egoica a la transpersonal: me
refiero a la capacidad de amar lo que es.
Si prestamos atención, notaremos enseguida que la mente vive habitualmente
en un afán de controlar todo, en una actitud de resistencia a lo que es. De
hecho, uno de los verbos en los que más se entretiene es en el “debería” (o “no
debería”), aplicado prácticamente a todo lo real, con la pretensión de que las
cosas sucedan según sus deseos.
No es extraño que dos palabras clave para definir al ego sean, precisamente,
la constricción en sí mismo y la resistencia a lo que es. El ego no es sino esa
misma constricción que nos lleva a encerrarnos, enjaulados, en los estrechos
barrotes de la mente y en la reducida realidad que ella percibe. Y, desde ella, no
hace sino resistir todo aquello que no cuadra con su propia visión e interés. No
olvidemos que el guion que sigue el ego se formula de este modo: “la realidad
debe responder a mis expectativas”. Por tanto, todo lo que no se acomode a
ello, le provocará frustración y, a continuación, resistencia, agresividad y, en
último término, sufrimiento.
La constricción conduce necesariamente al egocentrismo, reduciéndonos a lo
que no somos. La resistencia, por su parte, es la fuente de todo sufrimiento.
Hasta el punto de que basta retirarla, para que el sufrimiento desaparezca. La
constricción nace de la ignorancia radical que nos hace confundir acerca nada
menos de que nuestra identidad. La resistencia obedece a la necesidad de
controlar, en la creencia de que eso garantizará la seguridad.
El proceso es complejo y, por eso, difícil de desenmarañar. Los pasos serían
los siguientes: la seguridad constituye un bien irrenunciable; desde muy
temprano, empezamos a aprender que nos sentimos seguros en la medida en
que “controlamos”; ahí se exacerba nuestra necesidad de controlar todo…
Vemos la vida como “algo” enfrentado a nosotros, al parecer no demasiado
fiable, que necesitamos domeñar para hacer que circule según nuestro criterio.

80
Al mismo tiempo, la mente es esencialmente etiquetadora –pensar no es otra
cosa que poner etiquetas constantemente– y, en síntesis, califica todo como
“positivo” o “negativo”, “agradable” o “desagradable”. Y eso da lugar a la ley
básica por la que se rige el ego: la ley del apego y de la aversión. Busca
aferrarse a lo que le agrada y rechaza lo que se desagrada.
Ya tenemos todos los ingredientes que necesita para justificar el control y
mantenerse en una actitud de resistencia interior: la vida es algo a controlar, mi
seguridad depende de mi control, seré feliz si rechazo todo aquello que
considero “desagradable”.
Así, sin ser consciente de ello, el ego se ha introducido en un bosque de
engaños y de actitudes erróneas. Porque ni la vida es “algo” que dependa de mi
control, ni las cosas son en realidad como mi mente las ve. Sin contar con la
gran ironía encerrada en todo ello: aun creyendo controlar, la verdad es que no
controlamos en realidad absolutamente nada. Somos como un niño que pusiera
sus manos en el volante de un cochecito de feria, sin saber que este se mueve
por raíles que él ni siquiera percibe 1.
Por la misma razón –su propia ficción–, por más denodados y ansiosos que
sean sus esfuerzos, no puede alcanzar ninguna seguridad, excepto aquella que
le hace ver la finitud de su propia persona. Tenía toda la razón Jesús cuando
preguntaba: “¿Quién de vosotros, por más que se preocupe, puede añadir una
sola hora a su vida?” (Mt 6,27).
Todo es una ilusión. No podía ser de otro modo, dada la estrechez de la
mente y la ficción del propio yo. Para salir de la trampa, se requiere tomar
distancia de la mente. Solo el silencio de la mente nos permite ver de “otro
modo”. Es el comienzo del despertar, del “nacer de nuevo”.
En el nuevo modo de ver, se aprecia que la vida no es “algo” que tuviéramos
y que habríamos de controlar o dirigir según los criterios del ego. La Vida es lo
que somos y lo que fluye constantemente. La sabiduría no puede ser otra cosa
que alinearse con ella, accediendo conscientemente a fluir en su gran corriente.
Esa es la actitud contraria a la resistencia: la rendición a lo que es.
Ahora bien, en contra de la primera reacción de la mente, “rendición” no
equivale a claudicación, pasividad, indolencia o desinterés. Por el contrario, es
sabiduría y, por ello mismo, el único antídoto eficaz frente a la resistencia
generadora de confusión y de sufrimiento. Y a partir de ahí –al empezar a
“nacer de nuevo”–, experimentamos que todo cambia. Dejamos de percibirnos

81
como separados de la vida, para sentirnos, no solo uno con ella, sino ella
misma. Simultáneamente, descubrimos que la confianza, que tanto andábamos
buscando a través del (supuesto) control, constituye nuestra naturaleza última.
Somos la vida autofundamentada y, por tanto, fuente de toda confianza:
estamos a salvo en todo momento.
De este modo, la sabiduría nos conduce a un nuevo modo de vivir que puede
quedar caracterizado en esta expresión: amar lo que es. Al amar lo que es, cesa
toda resistencia y todo “debería”, y aparece la sabiduría mayor que nos permite
fluir con la gran corriente de la vida. Si el amor y la rendición son genuinos, no
hay peligro de pasotismo: la vida hará que pase a través de nosotros la acción
adecuada en cada momento.
Cuando las religiones hablaban de “amar a Dios sobre todas las cosas”, se
referían a esta misma actitud, por más que una lectura mítica hiciera de “Dios”
un ente separado, a veces con perfiles autócratas y caprichosos. Y cuando los
místicos de todas las tradiciones animaban a recibir todo como viniendo
directamente de la Divinidad, estaban aludiendo a esa misma comprensión.
Esto es lo que han visto sabios de procedencia tan diversa como san Juan de
la Cruz (“Me parece que el secreto de la vida consiste simplemente en aceptarla
tal cual es”), Nietzsche (“Quiero aprender cada vez mejor a ver lo necesario de
las cosas como bello; así seré de los que vuelven bellas las cosas. «Amor fati»:
¡que ese sea en adelante mi amor! No quiero librar batalla a lo feo. No quiero
acusar, no quiero ni siquiera acusar a los acusadores. ¡Apartar la mirada: que
esta sea mi única negación! Y, en definitiva, y en grande, ¡quiero ser, un día,
uno que solo dice sí!”) o Nisargadatta (“La esencia de la sabiduría es la total
aceptación del momento presente”). Su comprensión les ha llevado a reconocer
que la sabiduría consiste en la aceptación plena. Pero solo cuando hemos
“nacido de nuevo” –muriendo a nuestra idea de control y a nuestra creencia de
estar separados de la vida– somos capaces de vivir en un “sí” a lo que es.
Cuando nos ejercitamos en amar lo que es, antes de que nuestra mente
fracture lo real según sus etiquetas, hacemos posible que la vida se exprese en
toda su riqueza y belleza. Y será entonces cuando brote –no de nuestro ego y
sus intereses, sino de la vida misma– la acción adecuada que pasará a través de
nosotros, desapropiadamente, como si fuéramos un cauce limpio.
Habremos pasado de la resistencia a la rendición, de la avidez a la gratitud,
del juicio a la bendición, de pensarnos como ego a reconocernos como vida:
habremos “nacido de nuevo”.

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Dios habla en todo lo manifiesto (3,22-36)

Después de esto, Jesús fue con sus discípulos a la región de Judea.


Estuvo allí algún tiempo con ellos y bautizaba. Juan estaba también
bautizando en Ainón, cerca de Salín, porque allí había mucha agua. Y la
gente acudía a bautizarse. Esto ocurrió antes de que Juan fuese
encarcelado. Algunos de los discípulos de Juan discutieron con unos judíos
acerca del rito de purificación. Se acercaron a Juan y le dijeron:
—Maestro, aquel que estaba contigo al otro lado del Jordán de quien tú
nos diste testimonio, está ahora bautizando y todos se van tras él.
Juan respondió:
—El hombre solamente puede tener lo que Dios le haya dado. Vosotros
mismos sois testigos de lo que yo dije entonces: “Yo no soy el Mesías,
sino que he sido enviado como su precursor”. La esposa pertenece al
esposo. El amigo del esposo, que está junto a él y lo escucha, se alegra
mucho al oír la voz del esposo, por eso mi alegría se ha hecho plena. Él
debe ser cada vez más importante; yo, en cambio, menos.
El que viene de lo alto está sobre todos. El que tiene su origen en la
tierra es terreno y habla de las cosas de la tierra; el que viene del cielo da
testimonio de lo que ha visto y oído; sin embargo, nadie acepta su
testimonio. El que acepta su testimonio, reconoce que Dios dice la verdad,
porque cuando habla aquel a quien Dios ha enviado, es Dios mismo quien
habla, ya que Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu.
El Padre ama al Hijo y le ha confiado todo. El que cree en el Hijo, tiene
la vida eterna; pero quien no lo acepta, no tendrá esa vida, sino que la ira
de Dios pesa sobre él.

En el trasfondo de esta polémica, aparece la insistencia de las comunidades


joánicas por presentar su propio bautismo como superior al de los grupos
baptistas.
Por única vez en el evangelio, se nos dice que Jesús bautizaba (si bien, un
poco más adelante, en 4,2, se hará la salvedad de que no era él, sino sus
discípulos). Aunque solo sea de pasada, esa referencia sitúa a Jesús en el
ámbito del Bautista, bautizando incluso una vez que se hubiera separado de él.
Pero, una vez más, el autor del evangelio no desaprovecha la oportunidad
para presentar al Bautista como simple “precursor”. Y pone en su boca todo un
discurso que culmina con esta expresión: “él tiene que ser cada vez más
importante; yo, en cambio, menos”. Se trata de unas palabras dirigidas por la

83
comunidad joánica a los seguidores del Bautista. Si este era únicamente el
precursor, a quien hay que seguir –vendrían a decirles– es a Jesús.
Y ahí es donde aparece otra vez la imagen del esposo: para sus discípulos,
Jesús es el esposo del pueblo, mientras que a Juan se le asigna únicamente el
papel de “amigo”. Pero quien puede “reclamar” la esposa (el pueblo) no es el
amigo; es decir, es a Jesús a quien corresponde la primacía.
Los últimos párrafos del texto que comentamos, según la intención del autor,
parece que son pronunciados por Jesús. En ese sentido, se trataría de un breve
discurso de revelación sobre su persona y su misión, aunque de hecho tales
reflexiones fueran fruto de la elaboración posterior por parte de la comunidad.
De entrada, empieza con la imagen espacial (alto/bajo, cielo/tierra), típica de
la cosmovisión premoderna, que utiliza para subrayar el dualismo entre lo
celeste y lo terreno. En aquella mentalidad, esa diferencia le servía al autor para
subrayar el carácter divino de Jesús; más aún, para presentarlo –tal como se
repite en el texto– como el “emisario celeste” que revela al Padre, el “enviado”
por medio del cual es Dios mismo quien habla.
En esa misma clave revelatoria, Jesús es presentado como el Hijo amado, en
quien se juega el destino de las personas: creer en él equivale a tener vida en
plenitud; no aceptarlo significa perder la vida y –según el texto– soportar la “ira
de Dios”.
¿Cómo leer, en la comprension no-dual, esta “exclusividad” que el autor del
evangelio atribuye a la persona de Jesús? Es tan sencillo como salir de la trampa
que supone el modelo mental. Comprendemos que los discípulos de Jesús,
apasionados por su maestro, quisieran elevarlo a lo más alto, y hacer de él la
figura en la que se ventilaba la salvación o condenación de todo el mundo.
Se trata, lógicamente, de un planteamiento mítico y, como tal, con rasgos
absolutistas y exclusivistas. Cuando dejamos de leerlo de un modo literal,
descubrimos la riqueza que contiene. La clave que puede ayudarnos en esta
relectura es la expresión “creer en Jesús”. De ello, el autor hace depender la
salvación o la condenación. Pero, ¿qué significa “creer en Jesús”?
En el modelo mental, la respuesta es clara: se trata, fundamentalmente, de un
asentimiento mental a su persona. Sin embargo, desde el modelo no-dual, el
significado se modifica sustancialmente. Creer en Jesús significa “ver” en él lo
que somos todos, reconocer nuestra identidad compartida (también con él). Al
reconocerlo, experimentamos la vida en plenitud. Mientras no lo veamos,

84
continuaremos en la confusión, es decir, al margen de la vida.
¿Y la “ira de Dios”, que menciona el texto? Paul Ricoeur apuntó, en una
ocasión, que esa expresión podría traducirse como “la tristeza de su amor”,
cuando se ve defraudado. Pero, con ello –aunque la traducción “suavizara” la
dureza de un sentimiento que en Dios no podría tener cabida–, no habríamos
salido del nivel mítico ni del antropomorfismo religioso.
Probablemente, la explicación es más simple: como suele ocurrir, las personas
religiosas atribuyen a Dios aquellos sentimientos que ellas mismas experimentan
ante determinadas circunstancias. En este caso que nos ocupa, una vez que han
afirmado que la salvación/condenación pasa exclusivamente por nuestra
aceptación de Jesús, no les quedaba sino imaginar que Dios mismo se airaba
cuando no era aceptado.
Comprobamos así cómo, en el mismo texto, junto a mensajes de sabiduría
sublime, aparecen expresiones intolerantes y fanáticas que, en una proyección
obtusa, muestran a Dios no mejor de lo que podemos ser nosotros.

1. Sobre la cuestión de la libertad individual, tratando de percibir las trampas en que caemos, E.
MARTÍNEZ LOZANO, Otro modo de ver, otro modo de vivir. Invitación a la no-dualidad, Desclée De
Brouwer, Bilbao 22015, pp. 247-300: “No-dualidad y despliegue histórico. La vida como
representación”; ID. Cristianos más allá de la religión. Cristianismo y no-dualidad, PPC, Madrid,
22015, pp. 186-211; ID., Metáforas de la no-dualidad. Señales para ver lo que somos, Desclée De
Brouwer, Bilbao 2018, pp. 137-142; 244-263.

85
Más allá de la religión

“Ya no creemos en él por lo que tú nos dijiste, sino porque nosotros


mismos le hemos oído y estamos convencidos de que él es
verdaderamente el salvador del mundo” (Jn 4,42).

Algunos expertos sostienen que esta narración habría sido, en su origen, un


relato etiológico misional, a través del cual, la comunidad joánica establecida en
Samaría pretendía remontar sus orígenes al propio Jesús.
Lo que ha llegado a nosotros es una especie de rompecabezas, en el que
aparecen elementos que fueron añadidos posteriormente, como la presencia de
los discípulos que, por otra parte, no desempeñan ningún papel en el relato.
Tal como venimos haciendo, acogemos el contenido de este capítulo desde la
comprensión no-dual, teniendo en cuenta el componente simbólico que el propio
relato contiene.

86
Un diálogo inesperado (4,1-9)

Los fariseos se enteraron de que aumentaba el número de los discípulos


de Jesús y que bautizaba incluso más que Juan. La verdad es que Jesús
no bautizaba, sino que lo hacían sus discípulos. Cuando estos rumores
llegaron a Jesús, abandonó Judea y volvió a Galilea. En su viaje, a través
de Samaría, llegó a un pueblo llamado Sicar, cerca del terreno que Jacob
dio a su hijo José. Allí estaba también el pozo de Jacob.
Jesús, fatigado por la caminata, se sentó junto al pozo. Era cerca de
mediodía. En esto, una mujer samaritana se acercó al pozo para sacar
agua. Jesús le dijo:
—Dame de beber.
Los discípulos habían ido al pueblo a comprar alimentos. La samaritana
dijo a Jesús:
—¿Cómo es que tú, siendo judío, te atreves a pedirme agua a mí, que
soy samaritana? (Es de advertir que los judíos y los samaritanos no se
trataban).

El relato se inicia mencionando la práctica baptista de Jesús. La segunda


frase, que intenta ser aclaratoria –“no era Jesús, sino sus discípulos”–, es un
añadido posterior, con el que un redactor quiso probablemente armonizar el
texto de este evangelio con el de los sinópticos, que nunca hablan de esa
actividad de Jesús. Con todo, no sería extraño que, habiendo pertenecido al
círculo del Bautista, el Maestro de Nazaret hubiera también, por un tiempo,
continuado con su práctica, de la que se nos había hablado ya en 3,26.
Tras este inciso introductorio, el autor nos sitúa en Samaría, junto al pozo de
Jacob. ¿Se trata de un hecho histórico? Sin negar alguna base mínima imposible
de precisar, tanto la simbología del relato, que iremos desmenuzando, como lo
que sabemos acerca de las relaciones de los judíos con los samaritanos, inclinan
más bien a dudar de la historicidad del mismo.
En el evangelio de Mateo se recogen unas palabras de Jesús que no parecen
“casar” con lo que aquí se dice. En aquella ocasión, dice a los Doce: “No vayáis
a regiones de paganos ni entréis en los pueblos de Samaría” (Mt 10,5). Por su
parte, Lucas narra que, cuando en una ocasión, camino de Jerusalén, pidió
alojamiento en Samaría, los habitantes de esa aldea no quisieron recibirlo (Lc
9,53).

87
Por ello, parece poco probable que lo relatado en el cuarto evangelio
corresponda a la realidad histórica; sería, más bien, una creación posterior de
aquella comunidad joánica, en su afán por hacer llegar sus orígenes hasta el
propio Jesús.
La samaritana –no lleva nombre– representa, de entrada, a la región hereje
de Samaría. Pero, en un nivel más profundo, es imagen también de la
insatisfacción del corazón humano –simbolizada en la sed–, tal como se pone de
manifiesto en sus palabras cargadas de expectativa: “Cuando venga el Mesías,
nos lo desvelará todo”.
La región de Samaría, considerada hereje y detestada por los judíos, en el
tiempo en que se escribe este relato, habría sido ya “evangelizada” (según se
narra en el capítulo 8 del libro de los Hechos de los Apóstoles). A esto
precisamente parece referirse la alusión a la siembra y la cosecha: en el
presente –este evangelio se escribe en torno al año 100–, están recogiendo los
frutos de la conversión de Samaría, gracias a la “siembra” de misioneros
anteriores.
Sicar es el pozo de Jacob, un lugar mítico –remite al origen del pueblo en los
patriarcas–, de hondo arraigo en la tradición judía. Pero también a la Ley se la
llamaba “Pozo de Jacob”. Sin embargo, en el texto aparece un significativo
juego de palabras: siempre que habla la mujer, lo nombra como “pozo”; por el
contrario, Jesús y el propio narrador se refieren a él como “manantial”. La mujer
–Samaría– busca apagar su sed en la tradición, en un “pozo”, del que habría
que extraer el agua; Jesús le está haciendo ver que tiene que abrirse a un
“manantial” nuevo, que le viene a través de él y que “salta en su interior” de un
modo permanente.
El relato juega también con el término sed: en un sentido literal, habla de la
mujer que quiere un agua que la sacie de una vez por todas; en un sentido
profundo, se refiere a la búsqueda presente en todo ser humano, búsqueda de
aquello que trae definitivamente la paz: el “agua viva”, que coincide con el “don
de Dios”. Por eso, el relato se situará intencionadamente en clave de oferta: “Si
conocieras el don de Dios…”.
La mujer –Samaría–, que pretendía apagar la sed en su antigua tradición, tras
el encuentro con Jesús, experimenta una transformación radical, que el relato
pone de manifiesto en una espléndida escenificación: una mujer sedienta va a
buscar agua y, después de encontrarse con Jesús, sin beber, se olvidará del
cántaro, y marchará a la ciudad a contarlo.

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La escena tiene también un marco nupcial: Isaac, Jacob, Moisés y otros
personajes bíblicos encuentran a su amada junto a un pozo. Por su parte, la
alusión a la “hora sexta” (el mediodía) hace que el lector evoque el Cantar de
los Cantares (1,7). Bien podemos seguir con la imagen de Jesús, como novio-
esposo en busca de la humanidad. Quizás por ello, intencionadamente, es él
quien inicia el diálogo: “Dame de beber”. A partir de aquí, el autor se va a
mover constantemente en los dos planos a los que ya nos tiene habituados: el
literal (el agua) y el profundo o simbólico (el agua viva).

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El agua que quita la sed (4,10-15)

Jesús le contestó:
—Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le
pedirías tú, y él te daría agua viva.
La mujer le dice:
—Señor, si no tienes cubo y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua
viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de
él bebieron él y sus hijos y sus ganados?
Jesús le contesta:
—El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del
agua que yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se
convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida
eterna.
La mujer le dice:
—Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir
aquí a sacarla.

Si conocieras el don de Dios… La imagen de la sed remite a nuestro Anhelo,


incapaz de ser saciado por ningún objeto. La del agua, por su parte, a nuestra
identidad profunda, que está brotando constantemente en nuestro interior.
Jesús aparece como el Maestro que libera de engaños y de falsas
identificaciones, para que podamos entrar en contacto con el “agua viva” que él
mismo ya saborea, la única que hace posible que “nunca volvamos a tener sed”.
Esa agua no es “algo” –algún objeto que pudiera colmarnos– ni se halla lejos
de nosotros. Constituye nuestro núcleo más profundo. Lo que suele ocurrir es
que –como la samaritana– creemos estar lejos de ella. Al vivir “fuera” de
nosotros, desconectados de la fuente, nos sucede aquello de lo que se
lamentaba Agustín de Hipona:

“¡Tarde te amé, hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé!


Sin embargo, Tú estabas dentro de mí y era yo quien estaba fuera. Por fuera te
buscaba y me lanzaba sobre el bien y la belleza creados por Ti. Tú estabas
conmigo, era yo quien no estaba contigo ni conmigo. Me retenían lejos las
cosas. No te veía ni te sentía, ni te echaba de menos. Mostraste tu resplandor y
pusiste en fuga mi ceguera. Exhalaste tu perfume, y respiré, y suspiro por Ti.

90
Gusté de Ti, y siento hambre y sed. Me tocaste, y me abraso en tu paz”.

Agustín lo expresa en un lenguaje teísta y dual. Pero es solo cuestión de


“idiomas”, porque la experiencia mística –transpersonal– puede expresarse en
todos ellos. Importa solo saber que la “hermosura siempre antigua y siempre
nueva” no es “algo” (ni “alguien”) separado de nosotros, aunque podamos
dirigirnos a ella en clave relacional, nombrándola como un “Tú”.
Es otro nombre de la misma “agua”, de que hablaba Jesús, y constituye
nuestra identidad última, la Vida en la que nos reconocemos cuando nuestra
mente se ha silenciado; que saboreamos cuando, simplemente, nos dejamos
ser; que está siempre a salvo y que, más allá de las apariencias mentales,
compartimos con todos los seres.
Cuando nos dejamos saborearla, empieza nuestra transformación:

• nos “abrasamos en su paz”, por seguir con el texto de Agustín;


• ya “no creemos por lo que otros nos han dicho”, como dijeron los
samaritanos al conocer a Jesús;
• se abre camino en nosotros la sabiduría de la Unidad, que nunca viene de la
mente, sino del saborear lo que somos, y permanecer en conexión con ello;
• y a su lado, palidecen todas las demás “hermosuras”, como cantaba Juan de
la Cruz: “Por toda la hermosura, / nunca yo me perderé, / sino por un no sé
qué, / que se alcanza por ventura”.

Ese “no sé qué” –la mente no puede saberlo– es la experiencia inefable de lo


que somos en profundidad, el agua viva y eterna, que se expresa de infinitas
maneras en todos los “oleajes” de nuestra persona y de la historia.
En el lenguaje de este evangelio, otro nombre de esa identidad única y
compartida es el Espíritu, del que hablará más adelante en estos términos: “El
último día, el más importante de la fiesta, Jesús, puesto en pie ante la
muchedumbre, afirmó solemnemente: «Si alguien tiene sed, que venga a mí y
beba. Como dice la Escritura, de lo más profundo de todo aquel que crea en mí
brotarán ríos de agua viva». Decía esto refiriéndose al Espíritu que recibirían los
que creyeran en él” (7,37-39).
El Espíritu es lo que realmente somos, oculto –“escondido” u “olvidado”– en la
forma que ahora tenemos. Pero, como lo somos, basta la menor señal para que
se avive el anhelo: “Dame esa agua”.

91
Nuestro único problema consiste en vivir desconectados de quienes realmente
somos. Por eso, desconocemos el “don de Dios”, estamos ciegos a la Vida que
somos, y apenas sobrevivimos y “vamos tirando”, “fuera” de nosotros, como
decía Agustín.

92
Más allá de la religión (4,16-26)

Él le dice:
—Anda, llama a tu marido y vuelve.
La mujer le contesta:
—No tengo marido.
Jesús le dice:
—Tienes razón, que no tienes marido: has tenido cinco y el de ahora no
es tu marido. En eso has dicho la verdad.
La mujer le dice:
—Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en
este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en
Jerusalén.
Jesús le dice:
—Créeme, mujer: ha llegado la hora en que ni en este monte ni en
Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis;
nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de
los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar
culto verdadero, adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre
desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben
hacerlo en espíritu y verdad.
La mujer le dice:
—Sé que va a venir el Mesías, el Cristo: cuando venga él nos lo dirá
todo.
Jesús le dice:
Yo soy: el que habla contigo.

El relato sigue creciendo en intensidad hasta llegar al culmen de la revelación.


La religión y el culto serán trascendidos y Jesús se manifiesta como “Yo soy”.
Los cinco maridos –el término hebreo baʹal puede significar tanto “marido”
como “señor” o “dios”– son los cinco dioses que se veneraban en Samaría, tal
como queda reflejado en el segundo Libro de los Reyes (17,24-41); el sexto es
el propio Yhwh, del que se dice que “no es tu marido”, según la visión que los
judíos tenían de los samaritanos.
Eso parece dar pie para que la pregunta se refiera ahora al culto. El
planteamiento de la mujer no hace sino repetir la vieja polémica entre judíos y

93
samaritanos, en torno al lugar adecuado: Jerusalén o Garizim. “Créeme, mujer”:
la respuesta de Jesús es contundente y significativa, por los términos
empleados. La primera palabra alude a la seguridad de la afirmación; la segunda
indica el tipo de relación.
En el cuarto evangelio, Jesús se dirige con este apelativo (“mujer”, cuyo
significado era propiamente “esposa”), a tres personajes femeninos: la madre
(en las bodas de Caná y en la Cruz: 2,4; 19,26), la samaritana (4,21) y María
Magdalena, en el relato de la resurrección (20,15). Son las tres “esposas” de
Dios: la madre es la esposa fiel de la antigua alianza, de la que proviene el
Mesías; la samaritana es la esposa adúltera –como la de Oseas 2–, a la que se
conquista con amor; María Magdalena es la esposa de la nueva alianza.
A la mujer samaritana le parece que el problema es cultual. Pero, según las
palabras de Jesús, la época de los templos ha pasado. El autor tiene cuidado en
reconocer al pueblo de Israel como el pueblo de las promesas –“pueblo
elegido”–, de donde “viene la salvación”.
En el estadio mítico de consciencia, que asume la superioridad del propio
grupo, se proyecta en la divinidad un amor de predilección hacia el propio
pueblo, que se convierte así en el “pueblo elegido”.
Lo cual, en cierto sentido, es correcto: cada pueblo es “elegido”, porque cada
uno de ellos aporta riquezas que favorecen la evolución humana. Ahora bien,
eso mismo se convierte en fuente de intolerancia y de conflicto sin sentido
cuando esa creencia se absolutiza y termina en fanatismo o imposición.
Pero la revelación empieza aquí: “Ha llegado la hora”. El verdadero culto ha
de ser “en espíritu y en verdad”. Esa es la razón por la que no hay que “subir a
este monte ni a Jerusalén”; el tiempo de los templos ha concluido.
La expresión “en espíritu y en verdad”, más allá del contenido preciso que se
quiera dar a esos términos, enfatiza, prioritariamente, la unidad del “culto” y la
“vida”. No cabe ninguna separación, ni hay lugar para entender el culto al
margen de la vida. Todo es uno: no puede existir mejor “ofrenda” que la de una
vida vivida en verdad.
Así planteado, se advierte inmediatamente la coherencia con todo el mensaje
de Jesús, cuando situaba a la persona por encima del sábado (Mc 2,27), cuando
insistía en la integridad personal y la fidelidad por encima de la oración de
“Señor, Señor” (Mt 7,21-23), o cuando hablaba de un camino –ético, no
religioso– para encontrarse con Dios, que no pasaba por el templo: tanto el

94
samaritano compasivo (Lc 10,25-37) como quienes asisten a las personas en
necesidad (Mt 25,31-46) encuentran a Dios en ese mismo servicio, al margen de
cualquier creencia o comportamiento específicamente “religioso”.
Orar en espíritu y en verdad no es otra cosa que vivir en profundidad, desde
lo que somos en nuestra verdadera identidad. En resumen, reconociéndonos y
viviéndonos como el espíritu que somos, presente ahora en esta forma
transitoria de cuerpo y psiquismo. Nada que tenga como sujeto al ego –ni
siquiera la oración– ofrece garantía de verdad, porque el ego mismo es solo una
ficción ilusoria. La clave radica en, tomando distancia del ego en todo lo que
viene de él –cualquier movimiento mental y emocional–, entrar en conexión con
nuestra verdadera identidad, la misma a la que Jesús se remitirá en breve.
En su respuesta, Jesús se refiere por tres veces al “Padre”. Sabemos que era
su modo habitual de dirigirse a la Divinidad, al Misterio inefable. Como toda
palabra humana para nombrar a Dios, se trata de una metáfora, en la que se
subrayan, al menos, tres características: la “personalización” (Abba, Padre, Tú),
la intimidad y la semejanza. Particularmente en aquella cultura, “hijo” implicaba
la exigencia de “parecerse” al padre.
Parece claro que, en las religiones teístas, se ha producido una especie de
absolutización del carácter “personal” de Dios. Hasta el punto de que, en cuanto
deja de nombrarse así, pareciera que la realidad divina se “diluyera” en una
nebulosa impersonal que no dice nada. Tal absolutización conlleva peligros
notables, como son la proyección de un dios a nuestra propia imagen (una
“persona” a nuestra medida) y la creencia (ilusoria) de que por el hecho de
“nombrar” a Dios se está más cerca de él. No ha sido extraño que, en los
colectivos religiosos, se juzgara el valor de alguien más por sus creencias que
por su actitud o comportamiento.
Dado nuestro propio carácter relacional, se comprende perfectamente la
tendencia “espontánea” a nombrar a Dios como “Tú”. A medida que la mente
empezó a desarrollarse, proyectó en el Misterio el rasgo “personal” que se
atribuía a sí misma. Esa misma tendencia se vio reforzada por un motivo
psicológico: la creencia en un “padre todopoderoso” que se hiciera cargo de
nuestro cuidado y nuestra protección. De este modo, se revivía aquella primera
necesidad infantil del padre omnipotente. Sin duda, el miedo –y su otra cara, la
necesidad de seguridad– ha creado muchos dioses.
Ello no niega que tal “personalización” de Dios no tuviera efectos positivos. De
hecho, ayudó a muchas personas a vivir de un modo más confiado y más

95
humano, más ético. Pero la trampa, como decía, parece consistir en absolutizar
esa forma, como si fuera la única, la definitiva o, tal como proclaman los
creyentes teístas, “superior” a cualquier otra.
La reconocida estudiosa de las religiones, Karen Armstrong –premio Princesa
de Asturias de Ciencias Sociales en el año 2017–, ha escrito que “el Dios
personal refleja una intuición religiosa importante: que los valores supremos no
son más que valores humanos… El personalismo ha sido un estadio importante y
–para muchos– indispensable de la evolución religiosa y moral”. Ahora bien, “un
Dios personal se puede convertir en una carga pesada. Puede ser un simple
ídolo esculpido a nuestra propia imagen, una proyección de nuestras
necesidades, temores y deseos… Un Dios personal puede resultar peligroso” 1.
Quienes consideran no negociable el carácter personal de Dios, parecen
olvidar que eso es únicamente consecuencia de nuestra limitada percepción.
Dado que, para los humanos, no existe un valor superior a la persona, no es
difícil llegar a aquella conclusión. Sin contar con que –dado nuestro nivel de
relacionalidad–, para muchas personas creyentes, el hecho de no reconocer a
Dios como persona parece sumirlas en un sentimiento doloroso y vacío de
orfandad, que no están dispuestas a soportar.
Sin embargo, cuando desde una espiritualidad no teísta, se critica la
absolutización de aquella forma, no hay que entenderlo necesariamente como
una reducción de lo divino al rango de lo “impersonal”, sino queriendo enfatizar
la dimensión, en todo caso, “transpersonal” (transmental), imposible de ser
apresada por la mente.
En ese sentido, podría decirse que Dios no es persona, porque es
infinitamente más que eso. Con lo cual, tendríamos que concluir afirmando que
aplicar la noción de persona a Dios es una pura imagen, un símbolo. La noción
de persona solo es aplicable a Dios como símbolo que apunta hacia el abismo,
más allá de toda posible conceptualización y representación.
“Persona”, “Tú”, “Padre”…, son, todas ellas expresiones, símbolos, señales
que apuntan hacia Lo que es, hacia el Misterio que no podemos pensar, sino
vivenciar y vivir. Jesús llamaba a Dios “Abba” (Padre), y parecía sentirse
remitido directamente al Misterio fontal de la existencia, un misterio consciente
y amoroso, pero no-separado, no-otro de nada, hasta el punto de afirmar: “El
Padre y yo somos uno” (Jn 10,30), o “El que me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9).
Con todo ello, reconociendo la legitimidad de nombrar al Misterio como Tú,

96
me parece que el riesgo no es otro que el de imaginar a Dios como un Ente
individual separado. Frente a él y frente al riesgo contrario –diluir o ignorar lo
divino–, me parece que la actitud sabia consiste en abrirnos, como Jesús, al
reconocimiento profundo de lo que es (de lo que somos), para poder vivirnos
conscientemente conectados a ello, como el propio Jesús cuando se reconoce
como “Yo soy”.
Habitualmente, nos definimos por alguna característica concreta: “esto” o
“aquello”. Así, nuestra mente, cuando tiene que nombrar nuestra identidad,
dice: “yo soy esto”. Sin embargo, nuestra verdadera identidad no es ese
supuesto “yo” (ego) separado, que la mente crea, sino el “Yo soy” ilimitado, la
Consciencia de ser, que se expresa de forma admirable en todo cuanto es. De
hecho, todo lo que pueda nombrarse como “yo soy esto o yo soy aquello” está
indicando lo que no somos: no somos nada de lo que podamos decir “esto”.
Y no se trata de una creencia más, sino de algo que puede experimentar
quien lo desee. Al dejar caer todos los contenidos mentales-emocionales, no
queda sino lo que siempre estuvo, lo único que no ha cambiado, la consciencia
de ser, que se nombra, en primera persona, como “Yo soy”.
La respuesta a pregunta “Quién soy yo” tiene una respuesta tan simple que,
apenas se repara en ello, uno se asombra ante el hecho frecuente de que nos
cueste tanto reconocerla. La única respuesta ajustada es esta: Soy –somos– Eso
que es consciente. No puedo ser –no somos– ningún objeto que pueda ser
percibido, sino Eso que percibe o se da cuenta de todos los objetos. Y, al caer
en la cuenta de lo que soy, reconozco ahí mismo que soy uno con todos: Eso
que soy es lo que somos todos, como identidad única y compartida que se está
expresando en las “formas” (personas) en las que nos estamos experimentando.
Cuando se experimenta esa identidad, se advierte, sin género de duda, la
pobreza de los términos empleados –incluido el de “persona”– para referirse a
Dios. Porque, cuando cae el “yo” que la mente había creado, ¿dónde queda el
“tú”? Todo se modifica radicalmente. Pero eso requiere vivirse, de una manera
consciente, en conexión con el “Yo soy”, que constituye nuestra identidad
común y compartida, aquella en la que Jesús se reconocía, tal como manifiesta
este diálogo con la mujer de Samaría. En el “Yo soy” desaparece, también, aquel
sentimiento de “orfandad”, tan característico del yo.
Nada de eso niega, sin embargo, que mientras una persona se reconozca
como “yo” no pueda quedarse admirada y sobrecogida ante el Misterio de lo que
es y lo nombre como “Tú”. Es –valga la metáfora– como si una ola particular,

97
ante la majestuosidad del océano, quedara deslumbrada. En la medida, sin
embargo, en que esa misma ola tomara conciencia de su identidad, se
percataría de que ella es también la misma “agua” del océano que creía
separado. Se trata de aquel “doble movimiento” posible que en la tradición
mística se ha nombrado como “éxtasis” y “éntasis”, y sobre lo que habremos de
volver más adelante. En el éxtasis, la persona queda sobrecogida ante la
Grandeza y Belleza de Lo que es; en el éntasis, abriéndose a su propia
Profundidad, se reconoce como aquella misma Grandeza que su mente creía
separada.

98
El verdadero alimento (4,27-38)

En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera


hablando con una mujer, aunque ninguno le dijo: “¿Qué le preguntas o de
qué le hablas?”.
La mujer, entonces, dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente:
—Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿será
este el Mesías?
Salieron del pueblo y se pusieron en camino adonde estaba él.
Mientras tanto sus discípulos le insistían:
—Maestro, come.
Él les dijo:
—Yo tengo por comida un alimento que vosotros no conocéis.
Los discípulos comentaban entre ellos:
—¿Le habrá traído alguien de comer?
Jesús les dijo:
—Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a
término su obra. ¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para
la cosecha? Yo os digo esto: Levantad los ojos y contemplad los campos,
que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo el
salario y almacenando fruto para la vida eterna: y así se alegran lo mismo
sembrador y segador. Con todo, tiene razón el proverbio: “Uno siembra y
otro siega”. Yo os envié a segar lo que no habéis sudado. Otros sudaron y
vosotros recogéis el fruto de sus sudores.

La referencia a los discípulos rompe la secuencia del relato. Parece que su


función no es otra que la de hacer de “testigos” del encuentro, en el que no
intervienen para nada. Se extrañan de que estuviera hablando con una mujer
porque, en una cultura tan patriarcal, un rabino no se dejaba ver en público con
ellas. El Talmud dirá, además, que “el que conversa mucho con una mujer se
hace daño a sí mismo, olvida el estudio de la Ley y termina en la gehenna”.
Entre tanto, la mujer va al pueblo a contar a sus paisanos lo sucedido. Se ha
convertido en “discípula” de Jesús, según el perfil propio del cuarto evangelio:
da testimonio.
La persona espiritual no puede sino usar la palabra y expresarse a través de
conceptos. Sin embargo, lo que transmite son vivencias o experiencias. Habla de

99
lo que ha experimentado. Por eso no busca imponer nada, ni siquiera pretende
que le den la razón. Ha visto y lo narra.
Decía que la presencia de los discípulos fue obra de algún redactor posterior
que utiliza esa circunstancia para, en diálogo con ellos, ofrecernos un retrato de
Jesús, tal como lo veía su propia comunidad. Así, es definido como aquel cuyo
alimento es “hacer la voluntad del Padre y llevar a cabo su obra”. He ahí la
descripción de una persona radicalmente desegocentrada.
El ego gira en torno a sí, apeteciendo lo que le gusta y rechazando lo que
percibe molesto. La persona que ha comprendido su verdadera identidad inicia
un proceso de desapropiación del yo y deja de vivir para él. A partir de ese
momento, se percibe como cauce a través del cual la Vida misma se expresa.
Esa es la “voluntad del Padre” y “su obra”. No se trata en absoluto de una
dependencia heterónoma, en la que la persona se mortificaría voluntariamente
por obedecer los dictados de algún ser divino separado. No se trata de
heteronomía, sino de sabiduría. La persona sabia (espiritual) reconoce que su
identidad última es la Vida misma y, anclada en –identificada con– ella, deja que
la Vida misma se exprese a través de su persona. La persona sabia quiere, en
todo momento, lo que la Vida quiere, tal como lo expresara con sabiduría Marco
Aurelio, cuando afirmaba: “Todo se me acomoda lo que a ti se te acomoda, oh
Cosmos”.
La voluntad de Dios no es algo diferente a lo que es (que se muestra en lo
que pasa). Por eso, vivirla requiere amar lo que es, en una actitud interior de
aceptación y de rendición. Con la certeza de que, gracias a esa misma rendición
inicial, la misma Vida (Dios) se mostrará en el paso siguiente. Encontramos, por
tanto, una admirable paradoja: a mayor rendición, mayor “eficacia”.
Lo opuesto a vivir la “voluntad del Padre” es pretender que las cosas
obedezcan a mis criterios, tal como, invariablemente, hace el yo. Detrás de ese
afán de protagonismo, se esconden dos trampas más o menos sutiles: una es la
necesidad de control y de protagonismo, propia del yo, para de ese modo tener
la sensación de que existe; la otra muestra la arrogancia del ser humano, que
tiende a creer que la “inteligencia” aparece con él, desconociendo que se trata
de la Inteligencia una la que rige todo el proceso desde el inicio mismo del
cosmos. La sabiduría no es sino alinearse con esa inteligencia, percibida en todo
lo que sucede.
La escena termina con una alusión a la siega. Se citaría aquí una expresión

100
popular, según la cual, entre la siembra y la siega debían transcurrir cuatro
meses. Sin embargo, en este caso, ha sido todo inmediato. Por eso es un canto
de triunfo. El evangelista parece referirse a la conversión de Samaría,
evangelizada por Felipe (Hech 8,4-25). La samaritana podría representar a
aquellos discípulos que fueron los primeros en difundir la fe en Jesús fuera de
las fronteras de Israel.

101
La experiencia personal (4,39-42)

En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él por el testimonio


que había dado la mujer: “Me ha dicho todo lo que he hecho”.
Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara
con ellos. Y se quedó dos días. Todavía creyeron muchos más por su
predicación, y decían a la mujer:
—Ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos oído y
sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo.

El relato parece indicar lo que es un proceso experiencial. Tras el anuncio de


la mujer, que hace de “detonante”, es la propia gente la que vive una
experiencia personal. A partir de ahí, ya no creen “de oídas”, sino por lo que
ellos mismos han experimentado.
En una cultura tan mental como la nuestra, y dentro de una religión que ha
conocido siglos de marcado autoritarismo, la fe se ha visto, fundamentalmente,
como un ejercicio de adhesión mental: la creencia en determinadas “verdades”
que la institución enseñaba. De ahí se derivaba, lógicamente, un exceso de
conceptualismo, rutina y aridez.
Frente a esa pobreza, la espiritualidad invita, desde el primer momento, a la
experiencia personal. La creencia rígida vive a la defensiva frente a
formulaciones alternativas. La espiritualidad mantiene una apertura
incondicional, sin miedos y sin censuras, dispuesta a acoger todo aquello que
sea verdadero.
No hay otro camino para pasar de la “fe de oídas” a la experiencia personal,
de la creencia a la visión. Antes o después, habrá que abandonar todas las
creencias: no son nada más que objetos mentales. Al experimentar lo que
somos, las creencias caerán, porque habremos empezado a “ver”.
Al final del relato del encuentro con la samaritana, a Jesús se le da un título
–“salvador del mundo”– que únicamente aparece en los escritos joánicos: aquí y
en 1Jn 4,14. Con él, se quiere presentar al Maestro, no solo como un profeta o
el Mesías judío, sino con una dimensión universal, que encaja también con la
otra afirmación: el “cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, si bien tal
expresión no posee aquí ningún sentido expiatorio, que posteriormente se le
añadiría.

102
Ahora bien, “salvación” es una de las tantas palabras gastadas y, en cierto
sentido, pervertidas por el uso excesivo e inadecuado. Los tonos mítico-
heterónomo, espiritualista, individualista, perfeccionista-culpabilizador,
moralista-rigorista…, con los que ha solido venir revestida, la han sacado
definitivamente de nuestro vocabulario cotidiano.
Si, como sucede también con otras palabras igualmente gastadas, tuviéramos
que encontrar otra que evocara su contenido, quizás podría servirnos el término
“comprensión” (o incluso “consciencia”).
Porque la “salvación” no es “algo” añadido a lo que somos; ni algo que
hayamos de buscar “fuera” o en el futuro. Si todo es aquí y ahora, si únicamente
existe el Presente y Presencia es nuestra verdadera identidad, la “salvación” (de
la ignorancia, de la confusión, del sufrimiento y de la muerte) no puede consistir
en otra cosa que en reconocerlo, es decir, en comprender y vivir lo que somos.
En este sentido, es claro que nos “salvamos” en la medida en que accedemos
a nuestra verdadera identidad. Y esta no puede ser objeto de una “creencia” –
no se halla al alcance de la mente–, sino de una comprensión experiencial:
únicamente podemos conocer quiénes somos precisamente cuando lo somos.
Desde esta clave, Jesús no “viene a salvarnos” de un supuesto pecado original
que nos habría hecho perder, por generaciones, la amistad de Dios. Nos salva
porque reconocemos en él a alguien que ha “comprendido”, que ha “visto” el
Secreto último de lo Real y se ha vivido en coherencia con ello. Jesús nos salva
porque nos hace de “espejo” de lo que somos todos 2.
Con todos estos datos, podemos captar la hondura del relato. No se trata de
un encuentro anecdótico entre Jesús y una mujer de Samaría. Con ese
“pretexto”, y en una clave simbólica tan rica como hermosa, se están abordando
cuestiones de primera importancia. Para la comunidad de Juan, Jesús es el
revelador de Dios, que aporta el “agua viva”, el don capaz de colmar el anhelo
humano. Esa agua la encontramos en nuestro propio interior, como un
manantial que brota incesantemente.
Relacionado con ello, aparece el tema del culto. El texto es tajante: se ha
acabado el tiempo de los templos; la adoración pasa por el corazón, es interior y
verdadera, se corresponde con una vida en fidelidad.
Y el tema del testimonio. El verdadero creyente no lo es por lo que otros le
han podido contar o decir –aunque esta etapa sea necesaria–, sino porque él
mismo ha experimentado: “Nosotros sabemos…”. La experiencia se produce

103
cuando escuchamos en nuestro interior el “eco” que produce la palabra de Jesús
y lo reconocemos como auténtico.
Aunque, probablemente, el centro del diálogo –y de todo este capítulo– sea la
expresión de Jesús: “Yo soy”. Con ella, el autor del evangelio hace referencia a
la identidad “divina” del Maestro –“Yo soy” es el nombre de Yhwh–; o, en
nuestro lenguaje, a su identidad transpersonal. Se trata de la “Identidad
compartida” y no-dual, en la que, más allá de nuestros yoes individuales, todos
nos reconocemos.

104
Segunda señal: Jesús, la palabra que sana (4,43-54)

Pasados los dos días, Jesús partió de Samaría y prosiguió viaje hacia
Galilea. El mismo Jesús había declarado que un profeta no es bien
considerado en su propia patria. Cuando llegó a Galilea, los galileos le
dieron la bienvenida, pues también ellos habían estado en Jerusalén por la
fiesta de la pascua y habían visto todo lo que Jesús había hecho en
aquella ocasión.
Jesús visitó de nuevo Caná de Galilea, donde había convertido el agua
en vino. Había allí un funcionario real, que tenía un hijo enfermo en
Cafarnaún. Cuando se enteró de que Jesús venía de Judea a Galilea, salió
a su encuentro para suplicarle que fuese a su casa y curase a su hijo, que
estaba a punto de morir. Jesús le contestó:
—Si no veis signos y prodigios sois incapaces de creer.
Pero el funcionario insistía:
—Señor, ven pronto, antes de que muera mi hijo.
Jesús le dijo:
—Vuelve a tu casa; tu hijo ya está bien.
El hombre creyó en lo que Jesús le había dicho, y se fue. Cuando volvía
a casa, le salieron al encuentro sus criados para darle la noticia de que su
hijo se había puesto bueno. Entonces él les preguntó a qué hora había
comenzado la mejoría. Los criados le dijeron:
—Ayer, a la una de la tarde, se le quitó la fiebre.
El padre comprobó que la mejoría de su hijo había comenzado en el
momento mismo en que Jesús le había dicho: “Tu hijo ya está bien”; y
creyeron en Jesús él y todos los suyos. Este segundo signo lo hizo Jesús al
volver de Judea a Galilea.

Este parágrafo empieza con una frase totalmente disonante en este contexto.
Cita el adagio de que “un profeta no es bien recibido en su tierra”, cuando lo
que se narra a continuación es precisamente una acogida calurosa.
Probablemente, se trata de la mano de un glosador tardío que trató de
armonizar, con mala fortuna, lo que él conocía de los evangelios sinópticos –que
narran el mal recibimiento que tuvo Jesús en su tierra– con la propia tradición
joánica.
Otra frase fuera de lugar parece ser la que contiene la reprimenda puesta en
boca de Jesús: “Si no veis signos y prodigios sois incapaces de creer”, porque no

105
cuadra con lo que viene a continuación. Una vez más, un redactor posterior
creyó necesario puntualizar la importancia de la fe no basada en signos
portentosos.
Llegados ya al caso al que se refiere el relato, se trata de un “funcionario” –
del rey Herodes Antipas– que intercede por la curación de su hijo. A través de
esta señal, el autor presenta a Jesús como palabra de vida.
Puede ser intencionado el uso de los términos para referirse a quien suplica
por la salud de su hijo: se le nombra, en una progresión que va en aumento,
como “funcionario”, luego como “hombre” y, finalmente, como “padre”. Desde
una perspectiva psicológica, aun sin ánimo de forzar el texto, podría decirse que
el hijo se cura cuando el padre se reconoce y comporta como tal.
El padre comprueba que el hijo se curó a la “hora séptima” (la una de la
tarde). La sexta es la hora de Jesús, en cuanto señala su muerte: 19,14; la
séptima, en cuanto cumplido todo, culmina su obra con la entrega del Espíritu.
La hora séptima significa, pues, el tiempo de la plenitud. Con la muerte de Jesús
–parece decirnos el evangelista–, los paganos tienen acceso a los bienes
mesiánicos. El hijo del funcionario tipifica a los paganos que, con Jesús, saldrán
de la enfermedad, dejarán de languidecer y pasarán a formar parte del nuevo
pueblo.
Este habría sido el objetivo del autor, al presentar los tres personajes, en este
primer bloque de su escrito. En él ha querido poner de manifiesto que la
realidad de Jesús se orienta a la salvación de todos los hombres. Habiendo
presentado a Nicodemo, a la samaritana y al pagano, el evangelista nos quiere
decir que todo hombre/mujer puede encontrar el modo de estar con Jesús, o
más exactamente, de reconocerse en él.
Para el autor del evangelio –y la propia comunidad joánica–, es claro que lo
esencial es encontrar a Jesús y adherirse a él con una fe plena y basada en su
palabra de vida. Esa es la lectura del evangelista, una lectura –como hemos
señalado anteriormente– marcada por el exclusivismo y la absolutización de la
figura de Jesús, como único salvador o mediador divino.
Más allá de esa interpretación, deudora solo del modelo mental –y de un nivel
de consciencia mítico–, en la apertura a toda la humanidad, representada en
esas tres figuras, podemos advertir la unidad que compartimos y que se pone
de manifiesto por sí misma en cuanto nos vivimos en la Verdad.

106
1. K. ARMSTRONG, Una historia de Dios. 4.000 años de búsqueda en el judaísmo, el cristianismo y el
islam, Paidós, Barcelona 2006, p. 269.
2. E. MARTÍNEZ LOZANO, ¿Qué Dios y qué salvación? Claves para entender el cambio religioso, Desclée
De Brouwer, Bilbao 22008.

107
De la parálisis a la autonomía

“Levántate, toma tu camilla y camina” (Jn 5,8).

Con este capítulo se abre otro pequeño bloque dentro de esta primera parte.
A partir de aquí, Jesús es presentando como nuevo Moisés que irá conduciendo
al pueblo desde la postración hasta la libertad (paralítico), desde la oscuridad
hasta la luz (ciego), desde la muerte hasta la vida (Lázaro)…, y de esa manera
se irá desvelando su identidad y su misión.
Cada una de las “señales” irá acompañada de un extenso discurso revelatorio,
hasta el punto de que da la impresión de que la acción –la “señal”, como la
denomina el propio evangelio– no es sino el pretexto para la palabra que viene a
continuación. Señales y discursos vienen a decir que Jesús es el gran Signo, en
el que nos vemos reflejados.
La “originalidad” cristiana se cifra en la afirmación de que en Jesús habita “la
plenitud de la divinidad”. Aun siendo absolutamente blasfema y radicalmente
herética para el judaísmo, tal doctrina podría sostenerse desde el modelo mental
de cognición, que se basa en la idea de la radical separación de todo –la
realidad sería tal como la mente la percibe–. Sin embargo, en la comprensión
no-dual, aquella misma afirmación es, a su vez, superada y trascendida, en la
certeza de, en el mundo de las formas, todo es signo de todo, por cuanto el
“sustrato” último de todas ellas es uno y el mismo. Es precisamente este hecho
el que explica que la existencia se desarrolle en una especie de “juego de
espejos”, donde todo refleja a todo.
Afirmar la unidad última de todo lo real –la fuente de todo lo que existe solo
puede ser una– no implica, en absoluto, negar o minimizar las formas o el nivel
de lo relativo, sino reconocer la unidad más profunda que las abraza porque las
constituye.
El reconocimiento de ese “doble nivel” –el sello de la paradoja configura toda
la realidad– permite una comprensión ajustada de nosotros mismos: somos
diferentes, pero somos lo mismo. La actitud adecuada a tal comprensión implica

108
sostener ambos extremos y, así, desde la certeza gozosa de lo que somos de
fondo atendemos esta forma concreta (persona) que tenemos o en la que
transitoriamente nos experimentamos. La afirmación de ese “doble polo”
previene del engaño monista (panteísta), en el que todo lo individual, particular,
personal –todo lo que hace alusión a la forma– se diluye, induciendo con ello a
actitudes de pasividad o indolencia, ahora “justificadas” en nombre de la no-
dualidad.
Pero, viniendo a este capítulo y antes de iniciar su comentario, es necesario
advertir que, en estos discursos, se aprecia la huella de diferentes manos que
han introducido retoques, interpolaciones, añadidos… Como consecuencia, en
ocasiones, se hace difícil la lectura de un texto que parece girar en espiral, con
no pocas repeticiones. A ello hay que añadir el hecho de que el orden en que
han llegado hasta nosotros no se correspondería siempre con el original. Así,
según algunos expertos, este capítulo 5, cuyo comentario vamos a iniciar, habría
que situarlo, en su origen, detrás del capítulo 6. Y, a su vez, el discurso que se
inicia aquí tendría su continuación en 7,15-24 1.

109
La señal del paralítico (5,1-9)

Después de esto, Jesús volvió a Jerusalén para celebrar una de las


fiestas judías. Hay en Jerusalén, cerca de la puerta llamada de las Ovejas,
un estanque conocido con el nombre de Betesda, que tiene cinco
soportales. En estos soportales había muchos enfermos recostados en el
suelo: ciegos, cojos, paralíticos. Había entre ellos un hombre que llevaba
treinta y ocho años inválido. Jesús, al verlo allí tendido, y sabiendo que
llevaba mucho tiempo, le preguntó:
—¿Quieres curarte?
El enfermo le contestó:
—Señor, no tengo a nadie que me introduzca en el estanque cuando se
mueve el agua. Cuando quiero llegar yo, otro se me ha adelantado.
Entonces Jesús le ordenó:
—Levántate, toma tu camilla y camina.
En aquel instante, el enfermo quedó curado, tomó su camilla y empezó
a andar.
Aquel día era sábado.

El autor sitúa de nuevo a Jesús en Jerusalén, en otra de las “fiestas judías”,


porque en ellas no participaban ya los miembros de la comunidad cristiana.
Pareciera como si el evangelista quisiera mostrar a Jesús, “restaurando” el
sentido de cada una de aquellas grandes fiestas del pueblo, tal como se pondrá
de relieve en lo sucesivo.
Se nos habla de un “estanque”, del que se hace una descripción que coincide
con las recientes excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en esa zona. Se
trataría de una especie de piscina que se alimentaría con agua de lluvia, aunque
es probable que hubiera también aguas subterráneas. Y es comprensible que,
como ha ocurrido tantas veces, se atribuyera a esas aguas un poder curativo.
De hecho, en algunos manuscritos –aunque no en los más antiguos y fiables–,
aparece un añadido que dice: “Estaban esperando el movimiento del agua del
estanque, porque de cuando en cuando bajaba un ángel del Señor y agitaba el
agua. El primero que se metía en el agua después que ocurría esto, quedaba
curado de cualquier enfermedad que tuviera”.
Esta interpolación vendría a explicar la leyenda que atribuía un poder curativo
o milagroso a aquellas aguas. Sin embargo, en la escena hay elementos que

110
parecen discordantes: no es fácil entender por qué el enfermo llevaba tantos
años esperando inútilmente; llama igualmente la atención que se diga que la
curación únicamente se producía para el primero en introducirse; y sorprende
también la mención expresa de que Jesús sabía que el enfermo llevaba mucho
tiempo allí.
Pues bien, cuando superamos el literalismo, la lectura simbólica muestra toda
su riqueza. Los “cinco soportales” aluden a la Ley (los cinco libros del
Pentateuco), que se enseñaba en los pórticos del templo. La muchedumbre de
enfermos (ciegos, cojos, paralíticos) representa al pueblo aplastado, carente de
vida. Al curarlo, sin necesidad de que entre en el agua, se está diciendo que
Jesús mismo es el “torrente” de agua viva.
Sabemos que, en la cultura judía, como en tantas otras, los órganos y
facultades físicas de la persona designaban actitudes vitales. El relato vendría a
decir que la ley, convertida en instrumento de dominio, reprime y atrofia el
dinamismo de la persona, volviéndola incapaz de ver (ciega), sin autonomía
(tullida) y vaciada de vida (entumecida).
El paralítico llevaba allí treinta y ocho años. Ese número alude a la tragedia del
Éxodo que, de promesa de libertad, se transformó en un gran fracaso, en
cuanto que ninguno de los hombres escapados de la esclavitud, alcanzó la tierra
de la libertad, sino que murieron en el desierto: “Anduvimos caminando treinta y
ocho años, hasta que desapareció del campamento toda aquella generación”
(Deut 2,14; Num 14,20-33).
En resumen, en la enfermedad de este hombre (anónimo), se representa la
trágica situación del pueblo sin esperanza. Los treinta y ocho años aluden al
tiempo que tardó Israel en alcanzar el torrente Zered (Deut 2,14), que le daba
acceso a la tierra prometida.
Una vez curado, el paralítico se pone a andar. Podría decirse, que empieza su
éxodo. Si el enfermo es un símbolo del pueblo, se está diciendo que, con Jesús
–el verdadero torrente de agua viva–, se inicia un “nuevo éxodo” que habrá de
conducir a la libertad y a la vida.
A aquel hombre (pueblo), aplastado por la ley que había llegado a
inmovilizarlo, Jesús lo pone en pie, le devuelve la libertad y lo anima a caminar.
Así, el pueblo puede recuperar su autonomía, aun a costa de infringir la ley,
porque “aquel día era sábado”. Mientras, para la religión, la ley era
incuestionable –expresaba, según la autoridad religioso, la misma voluntad

111
divina–, Jesús se convierte en un transgresor de la misma, porque sitúa la
autonomía y la libertad del ser humano por encima de cualquier norma que lo
aplaste. Es el propio Jesús quien, al ordenarle llevar su camilla en sábado, le
hace quebrantar la ley. Y, paradójicamente –en contra de lo que la religión
afirmaba–, en eso precisamente va a consistir su liberación.
El relato contiene, además, una profunda sabiduría psicológica, señalando los
“momentos” que atraviesa el proceso de curación. Todo empieza con la mirada:
había allí mucha gente, pero Jesús lo vio. Sentirse visto –reconocido– es la
primera condición para que un ser humano pueda ser curado. Pero la curación
solo puede ocurrir cuando la persona reconoce su enfermedad y siente y
expresa su necesidad; cuando responde afirmativamente a la pregunta: ¿quieres
curarte? El enfermo, a continuación, se expresa, verbaliza su problemática. Y es
ahí, gracias a la palabra de Jesús, cuando entra en contacto con la vida.
Con frecuencia, nos acostumbramos a nuestras “camillas”, echados en la
apatía o el desinterés. ¡Llevamos ya tanto tiempo! (treinta y ocho años, en
aquella cultura, significaba también prácticamente toda una vida)… Si queremos
salir de ese estado de postración, necesitamos reconocer y nombrar nuestro
problema, así como estar dispuestos a saltar de la camilla, cargar con ella… y
caminar, afrontando la vida con ánimo renovado.
Curarse implica reaccionar contra la apatía, contra el miedo, contra todo lo
que pone freno a la vida; tener el valor de ponerse en pie. Quedar curado no
significa verse libre de las dificultades, sino reaccionar y comportarse ante ellas
de otra manera.
Curarse en profundidad significa salir del engaño que nos hizo identificarnos
con el yo –representado también en la imagen de la camilla–, reconocer nuestra
verdadera identidad y empezar a vivirnos desde ella.

112
Los riesgos de la libertad (5,10-18)

Los judíos se dirigieron al que había sido curado y le dijeron:


—Hoy es sábado y no te está permitido llevar al hombro la camilla.
Él respondió:
—El que me curó me dijo: “Toma tu camilla y camina”.
Ellos le preguntaron:
—¿Quién es ese hombre que te dijo: “Toma tu camilla y camina”?
Pero él no lo conocía ni sabía quién lo había curado, pues Jesús había
desaparecido entre la muchedumbre que se había reunido allí. Más tarde,
Jesús se encontró con él en el templo, y le dijo:
—Has sido curado, no vuelvas a pecar más, pues podría sucederte algo
peor.
El hombre fue a informar a los judíos de que era Jesús quien lo había
curado. Jesús hacía obras como esta en sábado; por eso lo perseguían los
judíos. Pero él justificaba su modo de actuar diciendo:
—Mi Padre no cesa nunca de trabajar; por eso yo trabajo también en
todo tiempo.
Esta afirmación provocó en los judíos un mayor deseo de matarlo,
porque no solo no respetaba el sábado, sino que además decía que Dios
era su propio Padre, y se hacía igual a Dios.

Si Jesús animaba a levantar la camilla y caminar, la autoridad religiosa se


aferra a la norma, sin importarle la opresión de la persona. Al poder no le alegra
la libertad y la autonomía; le produce alarma.
El nuevo encuentro del hombre curado con Jesús parece contener una
intencionalidad precisa. “No vuelvas a pecar”, le dice Jesús. Es cierto que, en
aquella mentalidad, la enfermedad se vinculaba al pecado. Sin embargo, en este
contexto, las palabras de Jesús quizás indiquen otra cosa, en línea con el
sentido simbólico del texto comentado. Si fuera así, bien podría traducirse de
este modo: “No vuelvas a someterte a la ley” para que no te ocurra algo peor.
Se trata de un mensaje subversivo, que coloca a la persona como medida de
la ley (“no es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre”: Mc
2,27), y que no podría ser tolerado por la autoridad religiosa.
Jesús apela nada menos que a su identidad con Dios. Se dice en el Génesis

113
que, tras la obra de la creación en seis días, “el día séptimo descansó” (Gen
2,2). Sin embargo, la creencia común era que Dios estaba trabajando
incesantemente en el cuidado de su creación. En esta idea popular es donde
Jesús apoya su argumentación.
De fondo, se aprecia, de nuevo, una relativización de la norma. De ahí, la
reacción de los “judíos”. Sabemos que el poder utiliza la norma como medio de
dominio: súbditos obedientes a las normas terminan siendo, en definitiva,
sumisos al poder establecido.
Si a eso añadimos el modo como Jesús hablaba de Dios en medio de una
religiosidad rígida y dualista, comprenderemos que la autoridad tomara la
decisión de matarlo. El motivo de la acusación, según su perspectiva, sería
simple: blasfemia, porque “se hacía igual a Dios”.
El modelo mental, en el campo religioso, ha marcado siempre bien la
separación y la distancia; al principio, incluso física: Dios vivía por encima de la
bóveda celeste –antes fue en las montañas y, antes aún, en el centro de la
tierra–, en un universo “paralelo” al de los humanos.
En ese modelo, la afirmación de Jesús únicamente podía ser interpretada de
dos maneras: como una locura blasfema –¿cómo un individuo se va a equiparar
a Dios?– o como un milagro excepcional, tal como sería la interpretación (mítica)
del cristianismo: el Hijo de Dios preexistente toma carne en un hombre galileo.
Sin embargo, desde el modelo no-dual, todo se percibe nítido. “Dios” y “ser
humano” no son “entidades” delimitadas y separadas; tales supuestas entidades
(o “sustantivaciones”) son únicamente creadas por la mente. Lo que somos es
Consciencia una, fondo común y compartido de todo lo que es, ya que la fuente
de todo lo existente es una. Mientras permanecemos en la creencia de ser yoes
separados, prolongamos el sueño y el engaño. Al reconocer nuestra verdadera
identidad, como la misma y única Consciencia, despertamos.
Quien se halla en ese nivel de consciencia, puede hablar tal como Jesús se
expresa en el cuarto evangelio –lo iremos viendo a partir de aquí–, pero ese
lenguaje será escandaloso y blasfemo para quien lo escuche desde el modelo
mental.
Habría que añadir que, con este trasfondo, entendemos que, cuando el cuarto
evangelio habla de Jesús como “hijo de Dios”, no le da el sentido esencialista
que surgiría posteriormente en la reflexión teológica griega, que habría de
desembocar en los grandes concilios de los siglos IV y V. Para un judío, ser “hijo

114
de Dios” significaba alguien que disfrutaba de una especial intimidad divina y
que, por ser su emisario, gozaba de poderes similares a Dios; es decir, se
trataba de una igualdad fundamentalmente dinámica. Al comentar el himno-
prólogo del evangelio, ya quedó dicho que en él se afirma que el Logos es theos
(divino), pero en ningún caso ho theos (el Dios). Para un griego, sin embargo, la
expresión “hijo de Dios” se toma en su literalidad, y así se expresará en la
formulación dogmática de los concilios de Nicea y Calcedonia.
En la comprensión no-dual, todo es humano-divino: el Fondo de lo que es se
manifiesta en todo lo que existe. Lo que dice Jesús de sí mismo, puede decirse
por igual de todos nosotros. En todo está Dios viviéndose en infinitas formas.
Si la novedad del cristianismo se puede resumir en la expresión que sonaba
radicalmente herética a los oídos judíos –“se hacía igual a Dios”–, la
comprensión no-dual da otro salto cualitativo al reconocer que tal afirmación es
aplicable, no solo a Jesús de Nazaret, sino a todo ser humano y, en cierto
sentido, a todos los seres: el Fondo de lo real (“Dios”) es uno y lo mismo en
todos ellos.

115
La fuente de la autoridad (5,19-30)

Jesús prosiguió, diciendo:


—Yo os aseguro que el Hijo no puede hacer nada por su cuenta: él hace
únicamente lo que ve hacer al Padre: lo que hace el Padre, eso hace
también el Hijo. Pues el Padre ama al Hijo y le manifiesta todas sus obras;
y le manifestará todavía cosas mayores, de modo que vosotros mismos
quedaréis maravillados. Porque, así como el Padre resucita a los muertos,
dándoles la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere.
El Padre no juzga a nadie, sino que le ha dado al Hijo todo el poder de
juzgar. Y quiere que todos den al Hijo el mismo honor que dan al Padre. El
que no honra al Hijo, tampoco honra al Padre que lo ha enviado.
Yo os aseguro que quien acepta lo que yo digo y cree en el que me ha
enviado, tiene la vida eterna; no sufrirá un juicio de condenación, sino que
ha pasado de la muerte a la vida.
Os aseguro que está llegando la hora, mejor aún, ha llegado ya, en que
los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y todos los que la oigan, vivirán.
El Padre tiene el poder de dar la vida, y ha dado al Hijo ese mismo poder.
Le ha dado también autoridad para juzgar, porque es el Hijo del hombre.
No os admiréis de lo que os estoy diciendo, porque llegará el momento en
que todos los muertos oirán su voz, y saldrán de los sepulcros. Los que
hicieron el bien, resucitarán para la vida eterna; pero los que hicieron el
mal, resucitarán para su condenación.
Yo no puedo hacer nada por mi cuenta. Juzgo según lo que Dios me
dice, y mi juicio es justo, porque no pretendo actuar según mi voluntad,
sino que cumplo la voluntad del que ha enviado.

En esta parte del discurso, Jesús fundamenta su autoridad en el Padre, que le


ha dado todo poder. Como otros discursos joánicos, presenta un estilo barroco,
incluso rebuscado y, en ocasiones, repetitivo, que no resulta fácil de seguir. En
realidad, es un conglomerado de temas, en los que se expresa más la teología
joánica que la palabra original de Jesús.
El texto anterior parece estar enmarcado en la repetición de la fórmula de
juramento: “os aseguro” (“en verdad, en verdad os digo”: “amen, amen”).
En el primer punto, se afirma que el Padre ha dado al Hijo el poder de la vida
y del juicio. Las “cosas mayores” hacen referencia a la resurrección de Lázaro,
donde el Hijo será manifestado como vencedor de la muerte y, como Dios
mismo, dador de vida.

116
El segundo punto presenta la promesa como realidad ya presente: la vida (la
salvación) es ya ahora; ahora se ha producido el paso. Se trata de una
afirmación de sabiduría, que reconoce que no existe sino el eterno presente –la
Presencia que es–, a no confundir con el instante concreto. El presente del que
se habla aquí –del que hablan los sabios– no es algo cronológico que estuviera
amenazado por el futuro inminente que lo disipa. Es, por el contrario, lo que
trasciende el tiempo, un estado de consciencia que contiene al mismo tiempo. El
sabio vive en la Presencia, es decir, vive la eternidad en el tiempo. Para vivir en
la presencia, se requiere que cese la identificación con la mente y, por tanto,
con el yo. De ahí que el sabio no se reconozca ya en un yo particular, sino en el
Yo Soy universal, como le ocurría a Jesús.
Sin embargo, al finalizar el tercer punto, la perspectiva se modifica. Y se da un
salto inesperado: parece que no se ha cambiado el lenguaje –se sigue hablando
de vida y de resurrección–, y sin embargo todo queda trastocado. La
resurrección y el juicio se posponen al futuro. Esto no es incorrecto: quienes se
hallan situados en el nivel de lo “relativo” –de las formas–, mantienen aún la
esperanza de un futuro mejor. El sabio, sin embargo, porque ha trascendido el
tiempo, se sitúa, como decía antes, en el no-tiempo, donde todo es ya (en el
nivel profundo, que la mente no puede alcanzar).
¿A qué se debe, pues, este cambio de perspectiva de un modo tan rápido?
Parece tratarse, sencillamente, de la obra de un glosador posterior, con la
intención de corregir la interpretación previa. De este modo, se volvía a la idea
tradicional de la resurrección de los muertos que habría de tener lugar al final de
los tiempos. Dentro de esa misma teología, se vuelve a hablar de “vida eterna” y
de “condenación”. Con la mente, se ha vuelto a atribuir un valor absoluto a las
etiquetas y a dividir a la humanidad en “buenos” y “malos” incluso para toda la
eternidad.
Esa división no viene de Jesús, sino de una reflexión teológica que retoma
ideas tradicionales y que elabora una interpretación según los cánones propios
de una mente religiosa. Sin embargo, en la última frase aparece con nitidez la
comprensión que Jesús tenía de su propia identidad. No hay ningún “yo” que
asuma ningún tipo de protagonismo; hay solo un “cauce” en el que se expresa
la Vida, la voluntad de Dios.

117
La fuente de toda legitimidad (5,31-47)

Si me presentase como testigo de mí mismo, mi testimonio carecería de


valor. Es otro el que testifica a mi favor, y su testimonio es válido.
Vosotros mismos enviasteis una comisión a preguntar a Juan, y él dio
testimonio a favor de la verdad. Y no es que yo tenga necesidad de
testigos humanos que testifiquen a mi favor; si digo esto, es para que
vosotros podáis salvaros. Juan el Bautista era como una lámpara
encendida que alumbraba; vosotros estuvisteis dispuestos, durante algún
tiempo, a alegraros con su luz. Pero yo tengo a mi favor un testimonio de
mayor valor que el de Juan.
Una prueba evidente de que el Padre me ha enviado es que realizo la
obra que el Padre me encargó llevar a cabo. También habla a mi favor el
Padre que me envió, aunque vosotros nunca habéis oído su voz ni visto su
rostro. Su palabra no ha tenido acogida en vosotros; así lo prueba el
hecho de que no queréis creer en el enviado del Padre. Estudiáis
apasionadamente las Escrituras, pensando encontrar en ellas la vida
eterna; pues bien, también las Escrituras hablan de mí; y, a pesar de ello,
vosotros no queréis aceptarme para tener la vida eterna.
Yo no busco honores que puedan dar los hombres. Además, os conozco
muy bien y sé que no amáis a Dios. Yo he venido de parte de mi Padre,
pero vosotros no me aceptáis; en cambio, aceptaríais a cualquier otro que
viniera en nombre propio. ¿Cómo vais a creer vosotros, si lo que os
preocupa es recibir honores los unos de los otros y no os interesáis por el
verdadero honor que viene del Dios único? No penséis que voy a ser yo
quien os acuse ante mi Padre; os acusará Moisés, en quien tenéis puesta
vuestra esperanza. Él escribió acerca de mí; por eso, si creyerais a Moisés,
también me creeríais a mí. Pero si no creéis lo que él escribió, ¿cómo vais
a creer lo que yo digo?

Nos resultará más fácil comprender toda la trama de este discurso si sabemos
que se trata, en realidad, de una discusión de la comunidad cristiana con la
autoridad judía, que ya había expulsado de la sinagoga (excomulgado) a los
discípulos del Nazareno. En ese contexto, cobra todo su sentido el interés por
“legitimar” la persona y la misión de Jesús, a la vez que reprocharles a ellos su
incredulidad, a pesar de que se alegraron, “durante algún tiempo”, con el
Bautista, y a pesar también de que dicen creer en la Escritura.
Pero no encontraremos aquí palabras del Jesús histórico –ni en la forma ni el
contenido del debate–, sino argumentaciones de aquellas primeras

118
comunidades, tras ser expulsadas de la sinagoga por seguir al rabí de Nazaret. A
través de ellas, quieren “demostrar” el carácter divino de Jesús en cuanto
“emisario celeste”, justificar su propia fe en él y reprochar a los “judíos” su
incapacidad para creer.
En este último punto no se ahorran argumentos ni descalificaciones. Los
acusan nada menos que de interesarse solo por conseguir honores humanos,
despreocupándose del honor que viene de Dios; les reprochan que no acogen la
palabra divina ni obedecen a Moisés (la Torá) y les echan en cara que no aman
a Dios.
Siguiendo adelante con su argumentación y de acuerdo con lo que ocurría en
el ámbito judicial, traen a varios “testigos” –inapelables para los judíos– que
prueban la autoridad con la que Jesús se presenta: el Padre, el Bautista, las
obras que hace y la Escritura. Sin duda, se trata de los temas apologéticos que
los cristianos utilizaban para enfrentarse a los judíos hostiles a su comunidad.
El autor alude al testimonio del Bautista, que ya mencionó al inicio de su
relato, presentándolo como “testigo” y como lámpara que alumbraba. El
paréntesis –“durante algún tiempo”– parece responder a lo que realmente
ocurrió. El Bautista logró entusiasmar a mucha gente, incluso entre los propios
fariseos.
Nombra también las “obras” (erga), que no son los milagros ni las señales en
sí mismas, sino toda la renovación que acontece en Jesús.
Y, finalmente, las Escrituras –que los judíos consideraban obra de Moisés, en
su totalidad–. A partir de ahí, se cuestionan cómo es posible que la autoridad
judía no haya reconocido a Jesús como el enviado del Padre. Parece que esta
era una pregunta acuciante para las primeras comunidades. Una vez que ellos
empezaron a “releer” las Escrituras judías a la luz de Jesús, se cuestionaban por
qué los dirigentes judíos no lo veían de la misma manera.
Al final, la respuesta a la que llegan es patente: no pueden verlo por la
opacidad de su conciencia. Están demasiado ocupados en recibir honores los
unos de los otros y se les escapa lo más importante. El argumento tiene mucho
contenido. Los humanos solo vemos aquello que nos interesa. Esto explica que,
según sea aquello que ocupe nuestro corazón, así será también nuestra mirada.
De manera que, mientras no modifiquemos algunas actitudes y aspiraciones
profundas, no podremos ver más allá de lo inmediato. Aquel cuyo interés radica
en recibir honores –o cualquier otra cosa similar–, ¿cómo estaría abierto y

119
disponible para ver la gratuidad de lo que es?
A Jesús, por el contrario, no le mueve el afán de prestigio o de reconocimiento
personal, sino únicamente la docilidad a la voluntad del Padre, es decir el amor
profundo a la verdad.
En resumen, a pesar de su aparente desconexión, se puede apreciar en todo
este capítulo 5 un razonamiento lógico. En él se plantea al pueblo la necesidad
de un nuevo éxodo que lo libere de la esclavitud en que lo mantiene la ley y se
abra a la vida.
Jesús se muestra dador de vida, apoyado en su consciencia clara de unidad
con el Padre, que constituye el centro y el núcleo de su ser. Habla desde la
consciencia nítida de una identidad que trasciende el yo.
Pero los “judíos” no pueden verlo, porque se hallan demasiado enfrascados en
los intereses del ego. Eso mismo les mantiene encerrados en una visión
estrecha, que les lleva a considerar a Jesús como blasfemo.

1. S. VIDAL, Evangelio y cartas de Juan. Génesis de los textos juánicos, Mensajero, Bilbao 2013, p.
175.

120
El pan y la eucaristía

“¿A quién iríamos? Tus palabras dan vida eterna” (Jn 6,68).

Aunque algunos expertos consideran que este capítulo debería ir a


continuación del 4, y a pesar también de algunos añadidos, tal como ha llegado
a nosotros aparece bien trabado, en una distribución en la que pueden
señalarse cinco bloques: el nuevo éxodo (1-15); Jesús, nuevo Yhwh sobre el
mar (16-21); Jesús, nuevo maná, y explicación del “pan de vida” (22-50); giro
en el discurso: del “pan” a la “eucaristía” (51-59); y crisis profunda entre sus
seguidores (60-71).
La idea de que nos hallamos en contexto de éxodo se percibe por la alusión al
maná, a Moisés, y por las referencias a las “murmuraciones” de los judíos. Por lo
demás, el entramado del discurso es muy lógico. La “multiplicación de los
panes” lleva al evangelista a hablar de Jesús como pan verdadero, con alusiones
claras al libro de la Sabiduría (Sab 16,20).

121
Caminar compartiendo (6,1-15)

Algún tiempo después, Jesús se marchó a la otra parte del lago de


Galilea (o de Tiberíades). Lo seguía mucha gente, porque habían visto los
signos que hacía con los enfermos.
Jesús subió entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos.
Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó
los ojos, y al ver que acudía mucha gente dijo a Felipe:
—¿Con qué compraremos panes para que coman estos? (lo decía para
tantearlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer).
Felipe le contestó:
—Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque
un pedazo.
Uno de los discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo:
—Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de
peces, pero, ¿qué es eso para tanta gente?
Jesús dijo:
—Decid a la gente que se siente en el suelo.
Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron: solo los hombres eran
unos cinco mil.
Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que
estaban sentados; lo mismo todo lo que quisieron del pescado.
Cuando se saciaron, dijo a sus discípulos:
—Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie.
Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los cinco
panes de cebada que sobraron a los que habían comido.
La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía:
—Este sí que es el profeta que tenía que venir al mundo.
Jesús entonces, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se
retiró otra vez a la montaña, él solo.

Para captar toda la riqueza simbólica que encierra este capítulo, es preciso
leerlo en clave de éxodo. No por casualidad, comienza el relato diciendo que “se
marchó a la otra parte… y lo seguía mucha gente”.
Así como Moisés cruzó el Mar Rojo, liderando al pueblo en busca de la tierra

122
prometida, Jesús cruza el lago, al frente de “mucha gente”, la nueva
humanidad.
Como nuevo Moisés, Jesús va a liberar al pueblo, ahora de un modo definitivo.
Si aquel lo condujo de la esclavitud de Egipto a la libertad de la “Tierra
prometida”, este lo llevará de la muerte a la vida, a lo largo de todo un camino
de salida (“éxodo”), en el que él mismo será alimento, el “nuevo maná”.
También como Moisés, Jesús sube al monte –“monte” es el lugar de la
revelación divina– y, asentado en él –afincado en el ámbito de lo divino–,
aparece como el que alimenta a su pueblo. A diferencia de los sinópticos, para
quienes este relato pone de manifiesto la compasión de Jesús ante quienes se
encuentran en necesidad, el autor del cuarto evangelio le da un nuevo enfoque:
la “multiplicación de los panes” es un signo que revela a Jesús como alimento y
que apunta directamente a la eucaristía (cuya institución no se narrará en este
evangelio).
Jesús hace que la gente se siente. No es una comida con prisas y con miedos,
como tuvo que ser la de los judíos a punto de huir de Egipto. Esta es serena,
reposada. Jesús ofrece (es) un alimento que sabe a descanso y plenitud. El
encuentro con él nos trae al presente y, en el presente, todo está bien. En
realidad, únicamente alimenta aquello que nos enraíza en el instante presente,
en el aquí y ahora. Todo lo que nos saca del presente es distracción y, en último
término, ignorancia, engaño y sufrimiento.
A continuación, el narrador hace un guiño que, a los conocedores del Antiguo
Testamento, no puede pasar desapercibido: “Había mucha hierba”. Se trata, en
efecto, de una alusión directa al Salmo 23: “En verdes praderas me hace
reposar”.
También el salmo, que juega con la imagen de Dios como el “Buen Pastor”,
habla de reposo, descanso y abundancia. Para los lectores del evangelio, se
trata de un mensaje de confianza. Una confianza que podemos experimentar en
cuanto acallamos nuestra mente –con sus separaciones y sus miedos, sus
expectativas y ansiedades– y aprendemos a descansar sencillamente en el
Misterio de lo que es.
A partir de aquí, se juega con el simbolismo de los números. El número cinco
–y sus derivados: cincuenta, cinco mil; por el Pentateuco, los cinco libros de la
Torá– hace referencia al pueblo judío, con lo que viene a confirmarnos la lectura
de todo el texto en clave del éxodo. El siete –cinco más dos– significa totalidad:

123
lo que se pone en común es todo lo que hay. El doce es símbolo directo de la
universalidad (doce tribus).
Con todo ello, el relato quiere hablar de entrega y de abundancia. Solo cuando
se comparte todo, alcanza para todos y sobra. Cuando se entiende de una
forma literal, el relato queda empobrecido: se reduce a un número de magia,
que se presta a chistes fáciles o incluso a protestas frente a un Dios que podría
acabar mágicamente con el hambre de la humanidad y parece no querer
hacerlo.
No, no es esa la lectura. En realidad, hasta el nombre con el que
habitualmente se lo designa no es adecuado: porque no se trata de una
“multiplicación” de los panes, sino de una “división”, “distribución” o “partición”.
Sabemos que el capitalismo ha sido capaz, como ningún otro sistema
económico, de “multiplicar” los bienes, pero tan radicalmente incapaz de
distribuirlos con justicia como de respetar la naturaleza. Ha desorbitado y
exacerbado el beneficio individual y la agresión incontrolada a la tierra,
legitimando la injusticia del sistema, alentando la codicia ilimitada y poniendo en
peligro la supervivencia misma del planeta. La crisis económica que estamos
padeciendo ha terminado desenmascarándolo, haciéndonos ver que el
neoliberalismo, con su corte de neo y teocons, conduce al abismo. Otro sistema
económico no solo es posible, sino necesario e imprescindible.
Frente al engaño colectivo de la “multiplicación” sin límites ni frenos, del que
somos a la vez actores y víctimas, el relato nos habla de otra sabiduría
diferente: la sabiduría del compartir y del distribuir. Lo que ocurre es que esa
sabiduría nos resultará inalcanzable hasta que no se produzca una
transformación (expansión) de la consciencia. Porque no es algo que lograremos
a fuerza de voluntarismo, sino gracias a la comprensión de lo que somos. Dicho
con otras palabras: mientras la consciencia sea predominantemente egoica, no
podremos salir de la idea del beneficio individual –el capitalismo no es sino
egoísmo económico, en el que las partes predominan sobre el todo–; solo una
consciencia unitaria hará posible un nuevo modo de ver, de actuar, de
relacionarnos y de vivir.
Al ver a Jesús que huye del éxito y de las pretensiones de la gente que ha
visto satisfecha su necesidad, y se retira, solo, a la montaña –el espacio divino–,
me viene al recuerdo algo sabio que leí hace un tiempo: La consciencia solo
puede crecer en el silencio. El silencio es el suelo adecuado para la consciencia…

124
Solo en la medida en que vamos acallando la mente –todo el mundo mental y
emocional con que el solemos estar tan identificados–, podemos crecer en
libertad frente a ella, es decir, frente al propio yo. Y la acallamos, en la medida
en que “tomamos distancia” de ella y la observamos desimplicadamente hasta
que la vorágine mental va cesando. Con ella, cesa también la “urgencia” de
nuestras necesidades, a la vez que emerge un espacio de libertad y de
presencia, en el que se revela nuestra identidad más profunda, que trasciende la
mente y el yo, una identidad unitaria y compartida. De ese modo, el
silenciamiento nos conduce a la conversión o meta-noia (“más allá de la
mente”), desde donde todo se percibe de un modo nuevo. Es el “conocimiento
silencioso” del que han hablado los sabios, en el que, gracias a la atención, se
acalla la mente (y el ego) para ver con claridad, más allá de los reducidos filtros
mentales.
El texto constituye, como decía, una especie de introducción al mensaje que
vendrá a continuación. En ese sentido, podría decirse que se trata de un “pre-
texto”, en forma de catequesis, dotado de un profundo simbolismo, desde varios
niveles de lectura.
Uno de ellos es el ético, que nace del amor y nos pone en movimiento para
favorecer que “todos coman”. Se suele decir que la ética es el criterio de
verificación de toda religión y de la misma espiritualidad. No porque se priorice
ningún tipo de voluntarismo, sino porque constituye el test donde se muestra la
calidad del amor y, paralelamente, la desegocentración. Sin esta referencia
ética, alguien podría pensar que se halla en algún elevado peldaño espiritual
cuando en realidad estaría solo en un autocomplaciente paraíso narcisista.
Pero hay también otro nivel específicamente espiritual. (Nuestro lenguaje es
limitado, y nos vemos obligados a separar para poder analizar; la realidad, sin
embargo, es una, y aquel compromiso ético es ya, en sí mismo, espiritual). Será
en este donde se presente a Jesús como “pan de vida”. ¿Qué es lo que eso
significa?
La imagen es clara: Jesús constituye el alimento que nos hace vivir. Lo que
cambia es el modo como lo comprendamos. En un nivel de consciencia mítico
(con restos aún del estadio mágico), era normal que Jesús fuera visto como
alguien capaz de multiplicar los panes, en un sentido literal. Del mismo modo, y
desde un modelo dual de conocer, tenían que verlo como el “salvador” que,
desde fuera, proporcionaría alimento para nuestra vida, en cuanto se “creyera”
en él. En ese marco, “creer” tenía un marcado componente mental; se trataba

125
de una adhesión a la creencia de que Jesús era el Salvador divino y de que, en
virtud de esa adhesión, éramos ya salvados.
Al modificarse, tanto el nivel de consciencia como el modelo de cognición, se
hace necesaria una “traducción” de aquellas afirmaciones al nuevo “idioma”. Y
empezamos a reconocer que Jesús no salva “desde fuera” ni es alguien
“separado” de nosotros. Por tanto, lo que realmente alimenta no es la adhesión
mental a su mensaje, ni siquiera el seguimiento a su persona.
Jesús salva y alimenta porque es pan. Y eso es lo que, en el nivel más
profundo, somos todos. No somos convocados, por tanto, a “creer” que Jesús es
el que alimenta a la humanidad, sino a reconocer que el Fondo último de todo lo
real es ya alimento, pan de vida. Y si queremos alimentarnos, debemos
acercarnos y vivir conectados con ese Fondo que compartimos con él y con
todos los seres.
Quien ha “visto”, sabe que la Realidad es una. Lo que ocurre es que nuestra
mente –no puede hacerlo de otro modo– la “lee” desde diferentes perspectivas
y, como consecuencia de esa lectura, la fractura y le coloca nombres diferentes,
que nos producen la sensación de que estamos hablando de “varias realidades”,
no solo diversas, sino incluso enfrentadas.
Así, a la “realidad interior”, la llama “yo”; a la “realidad externa”, la llama
“otros”, “mundo” o “sociedad”; y a la “realidad superior”, la llama “Dios”. A
continuación, esa lectura mental es tomada literalmente, como si correspondiera
a la realidad en cuanto tal, y quedamos atrapados en ese engaño dualista.
No existe ninguna separación, por más que existan diferencias. Lo que existe
es unidad-en-la-diferencia. La Realidad es Una, y Uno es el Fondo que sostiene
todo: “mi” Fondo es el mismo y único Fondo de Dios, de los otros y del cosmos.
Y ese Fondo es el que alimenta; ese Fondo es el “pan de vida”. Estamos vivos
en la medida en que permanecemos conscientemente conectados a él y nos
dejamos vivir desde él, desde la consciencia clara de que constituye nuestra
Identidad última.
Jesús decía con toda verdad: “yo soy el pan de vida”, porque también sabía
decir: “el Padre y yo somos uno”. Viviendo en la consciencia clara de su
identidad (“Yo Soy”), él se reconocía como el Fondo del que toda vida brota. Y
es ahí, al entrar en conexión con ese Fondo, cuando descubrimos que lo
estamos compartiendo también con el propio Jesús. Y que lo que él era, lo
somos todos, aunque lo ignoremos. Todos somos Vida, todos somos “pan de

126
vida”.

127
La consciencia (“Yo soy”) vence al mal (6,16-21)

A la caída de la tarde, los discípulos bajaron al lago, subieron a una


barca y emprendieron la travesía hacia Cafarnaún. Era ya de noche y
Jesús no había llegado. De pronto se levantó un viento fuerte que alborotó
el lago. Habían avanzado unos cinco kilómetros cuando vieron a Jesús que
se acercaba a la barca, caminando sobre el lago, y les entró mucho miedo.
Jesús les dijo:
—Yo soy. No tengáis miedo.
Entonces quisieron subirlo a bordo y, al instante, la barca tocó tierra en
el lugar la que se dirigían.

Jesús se ha retirado al monte, al silencio y a la soledad, al amparo del ruido


de los egos que buscaban “hacerle rey”. Lo que lo mueve es la fidelidad a su
misión, ser cauce de la Vida –“hacer la Voluntad del Padre”, dejar que Dios, la
Vida, se viva en él–, y no el éxito, ni tampoco responder a las expectativas
inmediatas de la gente. Sin embargo, los discípulos, probablemente frustrados
también en sus expectativas mesiánicas, vuelven a Cafarnaún, es decir, a las
instituciones.
El mar y la noche es la antítesis del monte y del silencio donde ha entrado
Jesús. El silencio no es únicamente ausencia de ruidos; tampoco es mutismo. Es
un estado de consciencia en el que nos reconocemos, es ausencia de ego. En
nuestra identidad profunda somos silencio y quietud. Los “ruidos” nacen siempre
como resultado de nuestra identificación con la mente (con el ego), que vive en
su mundo de recuerdos, añoranzas, miedos, expectativas y ansiedades, en una
rumiación sin fin. Al tomar distancia de ella –al observarla, al poner atención–,
emerge la quietud que somos.
Cuando, por el contrario, mantenemos nuestra identificación con ella, aparece
la confusión y la oscuridad: se nos hace de noche. Y, con ella, la inquietud y la
agitación. El mar –símbolo de las fuerzas del mal– se alborota y se hace
presente el miedo.
Lejos de Jesús –lejos de nuestra identidad profunda, que es quietud–, nos
amenaza siempre la oscuridad y el miedo. Sin embargo, Jesús sale en busca de
los discípulos. Él está siempre ahí. Si entendemos a “Jesús” como símbolo de lo
que somos todos en profundidad, el texto adquiere un lenguaje universal, lejos
de una lectura religiosa o confesional, también legítima para los creyentes en él,

128
pero exclusivista.
Lo que somos se halla siempre a salvo, siempre disponible y resulta siempre
“salvador”. Somos consciencia de ser, que se expresa en la fórmula que Jesús
utiliza: “Yo soy”. No somos la mente y sus fantasmas, no somos el oleaje de los
sentimientos, no somos la oscuridad en que nuestra razón se ve atrapada…
Somos Yo soy –sin ningún añadido–, que “camina” sobre todo lo anterior.
La imagen de Jesús caminando sobre el agua, a los lectores del evangelio,
tenía que evocarles aquellos textos que hablan de Yhwh. “Tú domeñas la
soberbia del mar y amansas la hinchazón del oleaje” (Sal 89,10): así cantaba el
pueblo judío el poder de Dios, del que reconocían que “apaciguó la tormenta en
suave brisa y enmudeció el oleaje” (Sal 107,20), y de quien se decía que “solo Él
camina sobre las espaldas del mar” (Job 9,8). En un marco cultural, en el que el
mar era visto como “lugar” de las fuerzas malignas, el salmista usa la imagen
del mar embravecido y luego calmado, de la tormenta convertida en brisa, para
afirmar su confianza en Dios, vencedor de todo tipo de mal, y fuente de calma y
de paz.
El autor del evangelio no hace sino reconocer a Jesús como fuente de
confianza y de paz, usando la misma imagen, ahora “escenificada” en un
hermoso relato simbólico, que se deforma cuando se entiende literalmente.
El Fondo de lo que es (Consciencia de ser, Yo soy) es confianza. Por eso,
siempre podemos descansar confiadamente en lo que es. Y lo que ocurre
entonces es que salimos del mar y “tocamos tierra firme”. Es lo que les sucedió
a los discípulos: apenas se hizo presente Jesús, se vieron en tierra.

129
Somos pan de vida (6,22-50)

Al día siguiente, la gente continuaba al otro lado del lago. Se habían


dado cuenta de que allí solamente había una barca, y sabían que Jesús no
había embarcado en ella con sus discípulos, sino que estos habían partido
solos.
Otras barcas llegaron de Tiberíades, y atracaron cerca del lugar donde
la gente había comido el pan, después de que el Señor había dado gracias
a Dios. Cuando se dieron cuenta de ni Jesús ni sus discípulos estaban allí,
se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en
la otra orilla del lago, le preguntaron:
—Maestro, ¿cuándo has venido aquí?
Jesús les contestó:
—Os lo aseguro: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque
comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino
por el alimento que perdura, dando vida eterna, el que os dará el Hijo del
Hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios.
Ellos le preguntaron:
—¿Cómo podremos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?
Respondió Jesús:
—Este es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que él ha enviado.
Ellos le replicaron:
—¿Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti? Nuestros
padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Les dio a
comer pan del cielo”.
Jesús les replicó:
—Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es
mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es
el que baja del cielo y da vida al mundo.
Entonces le dijeron:
—Señor, danos siempre de ese pan.
Jesús les contestó:
—Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que
cree en mí no pasará nunca sed. Pero vosotros, como ya os he dicho, no
creéis, a pesar de haber visto.
Todos los que me da el Padre vendrán a mí, y al que venga a mí, no lo

130
echaré afuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino
la voluntad del que me ha enviado.
Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo
que me dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi
Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna, y yo lo
resucitaré en el último día.
Los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: “yo soy el pan bajado
del cielo”, y decían:
—¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su
madre?, ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo?
Jesús tomó la palabra y les dijo:
—No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre que me ha
enviado. Y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los profetas:
“Serán todos discípulos de Dios”.
Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí.
No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que viene de Dios: ese
ha visto al Padre.
Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el
maná y murieron: este es el pan que baja del cielo, para que el hombre
coma de él y no muera.

La polémica que reseña el autor en este capítulo parece reproducir la


controversia surgida en tiempos del propio evangelista, entre la Sinagoga y las
comunidades cristianas a propósito de la obra de Jesús. Así se comprende la
referencia a la Torá, para apoyar en ella los propios argumentos.
Alguna vez he subrayado el interés de los autores de los evangelios por
mostrar a Jesús como aquel en quien se realizaban cumplidamente las
esperanzas del pueblo. Para ello, recurrían constantemente a textos y a figuras
emblemáticas de su libro sagrado –la Biblia hebrea–, a cuya luz destacaban la
persona y la obra de Jesús. Pues bien, en este capítulo, el autor del cuarto
evangelio, tan amante del simbolismo, muestra a Jesús como el “nuevo maná”,
“el verdadero pan del cielo”, que “da vida al mundo”.
Con esta última expresión, el autor retoma una afirmación que vuelve, una y
otra vez, a lo largo de todo el evangelio: Jesús es dador de vida. Él es el don del
Padre para que el mundo “tenga vida” (3,17); ha venido para que “tengan vida
y vida en abundancia” (10,10); él es quien ofrece “agua viva” (4,10), porque es

131
“resurrección y vida” (11,25)…
En esa perspectiva hay que leer también el presente texto. Jesús es “el pan de
vida”, capaz de saciar definitivamente el hambre del ser humano (que, de ese
modo, “no pasará hambre…, ni pasará nunca sed”).
¿Cómo puede ser que Jesús sacie nuestra hambre? En una lectura mítica, no
exenta de espiritualismo, la respuesta solía ser esta: Jesús calmará nuestra
hambre y nuestra sed en el cielo, tras la muerte. Allí todo quedará
perfectamente colmado.
Otra respuesta frecuente entre cristianos apuntaba más al presente: es mi
relación personal con Jesús la que, dando sentido a mi vida, me hace vivir con
plenitud, en la aceptación y la entrega cotidiana. Me parece una confesión
preciosa, que comparto, aunque pueden darse dos trampas que la acechan: por
un lado, el riesgo dualista; por otro, relacionado con él, el espiritualismo
heterónomo, que busca “fuera” la salvación deseada. Dado que nuestra cultura
está cada vez más sensibilizada frente a cualquier dualismo, espiritualismo y
heteronomía, no es extraño que esta no logre “conectar” con ese tipo de
presentaciones que la Iglesia hace de la figura de Jesús.
Es el propio texto el que nos sitúa en la dirección adecuada, al introducirnos
en el terreno de la fe: “el trabajo que Dios quiere es que creáis”; y es
precisamente el “creer” en Jesús lo que garantiza que nunca más se pasará
hambre ni sed.
¿Qué significa “creer”? No se trata, evidentemente, de un asentimiento
mental, que nos mantendría en el dualismo y la heteronomía –antes
mencionados–, propios de las creencias religiosas, así entendidas. Las creencias
son solo pensamientos, objetos mentales, incapaces de dar vida, que provocan
más división que otra cosa porque, por su propia dinámica, excluirán a quienes
no las compartan.
Creer significa algo mucho más profundo. Es confianza y adhesión cordial –
como los verdaderos seguidores de Jesús han querido vivir desde siempre–,
pero es todavía más. Es percibir la realidad y vivirla tal como Jesús la percibía y
vivía. El credo cristiano reconoce a Jesús como la revelación de lo que somos,
de lo que es todo ser humano. Creer en Jesús significa, por tanto, re-conocernos
en él y atrevernos a vivirlo.
Y Jesús puede decir que es Vida y dador de vida porque ha descubierto su
verdadera identidad, la identidad compartida. Por eso, quien cree en él, quien lo

132
reconoce y accede a su nivel de consciencia, descubre, admirado y agradecido,
la Unidad sin costuras con él y con todos los seres. Unidad que es Vida y
Plenitud: ahí no existe el hambre ni la sed. Tiene razón Javier Melloni, cuando
dice que “Jesús es plenamente Dios y hombre, y eso es lo que somos todos. El
pecado del cristianismo es el miedo, no nos atrevemos a reconocernos en lo que
Jesús nos dijo que éramos”.
Venimos de un nivel de consciencia mítico –las religiones surgieron en ese
periodo de la historia de la humanidad–, en el que era inevitable entender la fe
como la creencia en un ser celestial separado, al que rendir culto. Esa ha sido la
formación que hemos recibido y que nos ha hecho “familiarizarnos” con un
modo mental-afectivo (en todo caso, dualista y heterónomo) de entender y vivir
la fe. Es comprensible que nos cueste tomar distancia de él. Sin embargo, se
trataba solo de una forma histórica de entender y presentar la fe. En la medida
en que esa forma entra en crisis, debido al cambio cultural y, sobre todo, al
incipiente cambio de nivel de consciencia, tenemos la posibilidad de acceder a
otra forma inmensamente más rica y ajustada.
No se pierde nada valioso: a medida que la consciencia se expande, la
comprensión se hace mayor. Van cayendo las separaciones –y con ellas la
heteronomía y la exclusión– y emerge la Unidad sin costuras, en la Vida que
somos. Creer en Jesús es descubrirnos en esa Unidad de Vida con él. En último
término, el texto evangélico afirma que nunca jamás tendremos hambre ni
sed…, porque la Vida no es algo que tenemos, sino lo que somos. Pero
necesitamos experimentarlo: eso es creer y venir a Jesús, quien lo experimentó
y lo vivió.
En la discusión de Jesús con los judíos –en la que se aprecian algunos
añadidos posteriores, como es el caso de las referencias a la “vida futura” (el
redactor anterior hablaría en presente)–, se da vuelta a la misma temática, que
puede resumirse de esta manera: Jesús es “pan de vida” gracias a su mensaje.
Este es el que alimenta a todo aquel que lo acoge.
Únicamente a partir del verso 51, como veremos, la palabra “pan” se
convierte en “carne”, con lo que se pone de manifiesto el interés
“sacramentalista” del redactor posterior. Se trata, probablemente, del mismo
glosador que introduce los incisos para subrayar la esperanza de la resurrección
en el futuro, corrigiendo la visión del redactor anterior, que la presentaba como
acaeciendo ya en el presente.
El primer escándalo para los judíos viene de la afirmación acerca del origen

133
trascendente de Jesús. Ellos conocen sus orígenes humanos y no aceptan que
nadie se diga “viniendo de Dios”. Jesús sigue insistiendo: quien acoge mi
mensaje –“quien coma de este pan”– no pasará más hambre. El contenido es
paralelo al que aparecía en el diálogo con la samaritana: “el que beba del agua
que yo le daré, nunca más volverá a tener sed” (4,14). Tanto el “pan” como el
“agua” se refieren –hasta este momento– al mensaje de Jesús.
Desde una religiosidad estrictamente monoteísta, como es la judía, no puede
aceptarse a alguien como “venido del cielo” (= hijo de Dios), por cuanto sería
negar la unicidad divina. Esto explica las dificultades que, posteriormente, la
reflexión cristiana habría de encontrar a la hora de formular su fe en la divinidad
de Jesús.
Sin embargo, todo es consecuencia, sencillamente, del modelo mental, que no
puede concebir la realidad sino como una “suma” de entes separados –sean
divinos o humanos–. En la comprensión no-dual, por el contrario, se percibe con
nitidez que se trata únicamente de un pseudoproblema.
Todo, sin excepción, está “viniendo del cielo” constantemente. Todo es
manifestación, expresión y despliegue del Misterio uno que, a su vez, constituye
el núcleo de todo lo que es y, por tanto, nuestra misma identidad. Si queremos
nombrarlo como “Vida”, todo lo que existe no es sino vida en un despliegue
admirable y sorprendente, en infinitas y variadas formas e intensidades. ¿Hay
algo que no sea vida? ¿Algo que no sea consciencia?
Quien descubre su identidad no volverá a “pasar hambre” y nunca más
“tendrá sed”: lo que somos es alimento permanente que sacia todo el Anhelo.
Hemos llegado a nuestro “hogar”, en el que nos reconocemos no-separados de
nada. Mientras dure la identificación con el “yo separado”, como si esa fuese
nuestra verdadera identidad, la “salvación” se percibirá igualmente como una
realidad que viene de “fuera”, gracias a una serie de condiciones,
fundamentalmente la fe, entendida como adhesión mental a un “salvador”. Así
es como hemos leído habitualmente el evangelio, y así es como hemos
entendido la fe en Jesús.
Todo cambia radicalmente cuando caemos en la cuenta de que el sujeto del
“pan de vida” es Yo Soy, la identidad última, que compartimos con todo lo Real.
Desde esta clave, la palabra evangélica revela una hondura antes no imaginada.
Nos habíamos conformado con buscar a Jesús, porque queríamos “comer pan
hasta saciarnos”, pero se trata de algo infinitamente más rico. Se trata de
conectar con el “alimento que perdura”, el que da “vida eterna” (plena).

134
El reproche puesto en boca de Jesús pareciera querer despertarnos de nuestro
engaño para abrirnos a la plenitud que somos (aunque, a falta de vivirla, la
experimentemos como Anhelo). Eso es “lo que Dios quiere”: que lleguemos a
descubrir lo que somos. Lo cual se expresa también como “creer en el que ha
enviado”. Pero, en este punto, ya sabemos que “creer” no significa dar el
asentimiento mental a algo/alguien “externo” –no hay nada “fuera” de nada–,
sino “ver” en Jesús lo que él mismo veía, compartir su visión y anclarnos en ese
No-lugar que él llamaba “Abba” (Padre, Fuente y Fondo de todo lo que es).
Al reconocernos conectados a ese No-lugar, empezamos a saborear nuestra
identidad última y experimentamos que todo es ya Presencia y Plenitud. Es lo
que somos. Y es justo entonces cuando se realiza la promesa de Jesús: el que
“llega” ahí, “no pasará hambre ni sed”. Se reconoce y experimenta como la
Fuente de donde “brotan ríos de agua viva” (7,38).
Desde esta nueva perspectiva, “creer” en Jesús no significa “imitarle”, ni
siquiera “seguirle” –aunque ambos sean términos muy queridos en la tradición
cristiana–, sino reconocernos o descubrirnos en él: somos Jesús. En efecto, ser
“discípulo de Jesús” no consiste en “seguir” un comportamiento ajeno, ni en
“imitar” una existencia diferente de la propia. Eso sería, simplemente,
borreguismo, alienación e infantilismo, nacidos de nuevo de una lectura mental
y dualista. (No parece casual que un cierto infantilismo haya coloreado no pocas
expresiones y formas religiosas).
Ser “discípulo de Jesús” significa reconocer conscientemente que se está
compartiendo su misma identidad; que, más allá de las diferencias, somos lo
mismo. Y que en esa identidad nos encontramos todos. En resumen, se trata,
como siempre, de caer en la cuenta de quiénes somos en realidad. Una vez
reconocido, todo se ajustará: en nuestras actitudes, nuestras percepciones,
nuestro comportamiento… Y haremos, en los diferentes ámbitos, lo que
tengamos que hacer. Porque será la Consciencia –la Vida que somos– la que se
exprese a través de nosotros.
Cuando se ha experimentado la no-dualidad, la unidad de todo lo que es,
emerge una nueva visión, que aporta una clave de lectura, absolutamente
revolucionaria para lo que nuestra mente llama “sentido común” pero que, en
realidad, no es otra cosa que el conjunto de hábitos mentales con los que nos
habíamos identificado.
Desde esta nueva clave, aparecen lúcidamente certeras las palabras de Aldous
Huxley: “Si supiese quién soy en realidad, dejaría de comportarme como lo que

135
creo que soy; y si dejase de comportarme como lo que creo que soy, sabría
quién soy”. La experiencia de la no-dualidad nos hace capaces de abandonar los
hábitos adquiridos y abrirnos a un nuevo modo de ver, caracterizado por la
Presencia, la Plenitud y la Unidad, desde donde todo se “lee” de otra manera,
incluida la “fe” en Jesús.
Dicho con más claridad: Jesús de Nazaret es una “forma” en la que se ha
expresado el Misterio. Poner nuestra fe en él como un “yo separado”,
equivaldría a quedarnos en la apariencia transitoria. Desde la nueva perspectiva,
las cosas se ven de otro modo: en la “forma” de Jesús hemos visto el “Fondo”
de todo lo real, que somos todos. Y una vez que hemos visto esto, no se
necesita nada más.
“Yo soy el pan de vida”. Se trata de la primera de siete afirmaciones –el
número de la totalidad– que se aplican a Jesús. Las otras serán: “Yo soy la luz
del mundo. El que me siga no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la
vida” (8,12). “Yo soy la puerta. Todo el entre por ella, estará a salvo” (10,9).
“Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas” (10,11). “Yo
soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y
todo aquel que vive y cree en mí, jamás morirá” (11,25-26). “Yo soy el camino,
y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (14,6). “Yo soy la vid,
vosotros los sarmientos. El que permanece unido a mí, como yo estoy unido a
él, produce mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada” (15,5).
Es fácil apreciar que únicamente cambia el nombre que se utiliza –pan, luz,
puerta, pastor, resurrección, camino, verdad, vida, vid–, pero el significado es
siempre el mismo.
Junto a ellas, es todavía más significativo el hecho de que se pone en boca de
Jesús, también por siete veces, la afirmación tajante “Yo Soy”, sin ningún
añadido: 4,26; 6,20; 8,24; 8,28; 8,58; 13,19; 18,5.
Con hondas reminiscencias bíblicas (Yhwh: “El que es”), al hilo de las cuales el
evangelio presenta a Jesús con las características propias del Dios judío, “Yo
Soy” –sin más añadidos– es la expresión, en forma personal, de la Consciencia
única, que constituye la identidad última de todo lo real.
Se trata, por tanto, de una identidad “compartida” y no-dual. Si usamos la
metáfora del océano y las olas, el “Yo Soy” hace referencia al “agua” que
constituye la realidad última de cada una de las olas y del océano entero. De
modo que la “acueidad” es la identidad última de cada ola, que permanecería en

136
la ignorancia en tanto en cuanto se identificara como “oleidad”. Una gota de
agua es H2O en una forma o contorno concreto; puede deshacerse el contorno
–como cuando cae en un recipiente mayor–, pero nunca deja de ser agua.
No resulta extraño que el mismo evangelio de Juan, para fundamentar la
defensa de Jesús frente a quienes lo acusaban de equipararse a Dios, ponga en
su boca el texto del Salmo 82,6, que dice: “¿No está escrito en vuestra ley: «Yo
os digo: vosotros sois dioses?»” (10,34). “Yo Soy” es la forma de expresar la
identidad última de Jesús, y la nuestra. Con la diferencia de que él la vio y la
vivió.

137
Del “pan” a la “carne”: la Eucaristía (6,51-59)

Jesús añadió:
—Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan
vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del
mundo.
Disputaban entonces los judíos entre sí:
—¿Cómo puede este darnos a comer su carne?
Entonces Jesús les dijo:
—Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis
su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi
sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él.
El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo
modo, el que me come, vivirá por mí.
Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres,
que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.

A partir de este momento, aunque siempre dentro de la referencia del éxodo,


se opera un cambio en la simbología: se pasa del pan a la carne, del maná al
cordero. Eso hace que se modifique incluso el verbo: de “comer” (el pan) a
“masticar” (la carne).
Esta diferencia tiene todo su sentido en el cuarto evangelio, que no narrará el
relato de la institución de la Eucaristía en el marco de la “Última Cena”: el
mensaje eucarístico se ofrece en este capítulo. Y el mensaje que parece querer
transmitir el redactor es claro: no se trata solo de escuchar la palabra de Jesús,
sino de acoger el misterio de su persona. El autor del evangelio utiliza el término
sarx (carne) en vez de soma (cuerpo). Pareciera que, con esta fórmula, busca
subrayar la relación entre eucaristía y encarnación.
Por otro lado, la expresión “vivir (morar) en Cristo” es típica de este
evangelio: se trata de una fórmula para indicar la unidad entre el Padre y el Hijo
(10,38; 14,10-11), entre Cristo y el creyente (6,56; 15,4-10), entre el Padre, el
Hijo y el creyente (17,21-23). “Que sean uno”, se repetirá en la oración de
Jesús, tal como fue recogida en su “testamento espiritual” (17,22): tales
expresiones son la proclamación solemne de la no-dualidad entre todo lo real.

138
Pero veámoslo más despacio.
Como decía, este es propiamente el “discurso eucarístico” del cuarto
evangelio. El “pan” del que se venía hablando se transforma, de pronto, en
“carne” que se invita a “masticar”. Comer la carne, beber la sangre… no tiene
nada que ver con un acto de canibalismo. Lo que esas expresiones significan e
implican es la comunión total con la persona de Jesús, en toda su realidad
(“carne”), incluyendo su misma entrega en la muerte (“sangre”).
Se trata de una unidad tal que es comparable a la que existe entre Jesús y el
Padre. De hecho, la fórmula “habitar en mí” es típica del cuarto evangelio y
constituye una de sus expresiones más queridas. Habitar, permanecer, morar…,
todos estos términos castellanos, que traducen el griego ménein, hablan de
“unidad continuada y descansada”, de intimidad y vida compartida, de Misterio
unitario y Presencia intensa.
En un breve recorrido por este evangelio, podemos encontrar frases como
estas: “El Padre está en mí y yo en el Padre” (10,38); “yo estoy en el Padre y el
Padre está en mí” (14,10-11); “permaneced unidos a mí, como yo lo estoy a
vosotros” (15,4-10); “Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que
también ellos estén unidos a nosotros…, yo en ellos y tú en mí, para que lleguen
a la unión perfecta” (17,21-23).
Al pasar del “pan” a la “carne”, el lector se da cuenta de que, a partir de
ahora, el tema central va a ser propiamente la eucaristía. Durante siglos, y como
consecuencia de la interpretación de la muerte de Jesús en clave expiatoria, la
eucaristía se entendió como el “santo sacrificio de la Misa”, en el que, de forma
incruenta, se actualizaba realmente el sacrificio de la cruz.
Como cualquier otra, también esta interpretación era deudora de esquemas
previos. Esquemas, sin embargo, que no parecen remontarse al Maestro de
Nazaret, sino a la cultura helenística donde se fraguó la primera teología
cristiana. El desarrollo teológico posterior no haría sino intensificarla, llegando a
absolutizar los conceptos que pretendieron “apresar” la intuición primera en
dogmas definitivos.
Hasta donde podemos conocer, o quizás solo intuir, el origen de la eucaristía –
en el contexto de la Pascua judía– fue una cena, en la que Jesús compartió con
sus seguidores más cercanos el sentido que daba a su vida y a su muerte. En
aquel marco, no específicamente “religioso”, el lugar central correspondió al
hecho mismo de la comida y a las palabras de Jesús sobre el pan: “Esto soy yo”.

139
Así vista, la eucaristía no es tanto un acto “religioso” –menos aún, el “sacrificio
incruento de la cruz”–, cuanto la celebración espiritual de la Unidad que somos.
Es fácil comprender el enfrentamiento de los judíos con la comunidad de los
discípulos que, participando de la Eucaristía, decían alimentarse del propio
Jesús. Ese es, sin duda, el contexto donde tiene lugar toda la polémica que el
autor del evangelio ha reflejado en este capítulo 6.
Es también cierto que una determinada interpretación de la Eucaristía por
parte de algunos sectores cristianos ha acentuado, a veces de un modo cuasi
mágico, la “materialidad” de la misma. Y que una cierta lectura de lo que se
definió como “transubstanciación” ha oscurecido, más que clarificado, lo que la
Eucaristía significa.
En una perspectiva mística, se afirma radicalmente la presencia de Cristo en la
Eucaristía, pero sin ninguna necesidad de proposiciones que repugnan a la
razón… y a la propia experiencia mística. Por ejemplo: ¿de qué modo está Jesús
más presente en el pan eucarístico que en el ser humano? ¿Tiene incluso
sentido hablar de un “plus” de presencia? Más aún, ¿cabe decir que Jesús se
halla más presente en la eucaristía que en el conjunto de la realidad?
Afirmaciones de ese tipo son válidas en un marco devocional, pero resultan
contradictorias cuando pretenden absolutizarse.
En este marco, me parece necesario recuperar la categoría del “símbolo”. Soy
consciente de que es una palabra puesta bajo sospecha, apenas se pronuncia.
Se teme que ese término se use para devaluar la realidad de lo que se habla.
Pero, una vez quitado ese prejuicio, vemos que nada se pierde, y que todo
queda más adecuadamente recolocado.
Empecemos por la etimología. Etimológicamente, sym-ballein significa lanzar
conjuntamente y reunir; lo contrario de dia-ballein, de donde viene el término
“diablo”, el que separa o divide. En su origen, el símbolo era un objeto cortado
en dos: podía ser de madera, cerámica o metal. Dos personas se quedaban cada
una con una parte. Cuando más tarde acerquen esas dos partes, reconocerán su
compromiso o su deuda. Entre los griegos, los símbolos eran signos de
reconocimiento que permitían a los padres encontrar a sus hijos abandonados.
Por analogía, su significado se extendió a cualquier signo de reunión.
El símbolo, por tanto, habla de separación y unidad a la vez. Por aquí debe
verse el sentido del término aplicado al lenguaje religioso, por lo que, como se
ve, no es lo opuesto a lo “verdadero”, sino más bien su reafirmación. Decir de

140
algo que es simbólico significa reconocer que estamos en presencia de una
realidad de la que únicamente percibimos una parte, mientras que la otra mitad
queda invisible. En ese sentido, es correcto afirmar que un ser humano es
símbolo de Dios o que un amanecer es símbolo de la belleza divina. En ambos
casos, aunque sean diferentes, vemos una parte mientras la otra, más honda y
razón de ser de la primera, se nos escapa.
Afirmar que la presencia de Jesús en la Eucaristía es simbólica no significa
negar la realidad de la misma. En la Eucaristía vemos algo (la teología
escolástica y el catecismo de Astete y Ripalda lo llamarían “los accidentes”), que
es solo la mitad de lo que hay: el pan que vemos contiene la Presencia que no
podemos ver. Así planteado, salimos definitivamente del terreno de la magia y
entramos en la vivencia espiritual. La Eucaristía aparece entonces como la
celebración de la Unidad de todo lo que es, que se halla representado en la
misma comida y en los signos cotidianos del pan y del vino.
El pan y el vino representan toda la realidad: la vida de quienes participan en
la celebración, sus inquietudes, alegrías, tristezas y preocupaciones; pero
también la vida de toda la Iglesia y toda la humanidad; el cosmos entero. Nadie
ni nada queda fuera; todo está abrazado en esa Unidad de Dios con todo, que
los cristianos reconocemos y celebramos en Jesús, la “Alianza nueva y eterna”.
Así entendida, la eucaristía es la celebración de la Vida, de todo lo que es.
“Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre…” son las palabras de Jesús –aunque es
probable que, en su lengua materna, el arameo, dijera sencillamente: “Esto soy
yo”– y alcanzan, no solo al pan y vino puestos sobre el altar, sino a todo lo real:
todo es cuerpo de Cristo.
Además, resulta admirablemente coherente: el mismo Jesús que decía “El
Padre y yo somos uno” y “lo que hicisteis a cada uno de ellos me lo hicisteis a
mí”, dice ante el pan –que representa todo lo real–: “Esto soy yo”.
En el evangelio apócrifo de Tomás, Jesús dice: “Yo soy la Luz que está por
encima de todos. Yo soy todas las cosas. Todas las cosas salieron mí y todas las
cosas llegarán mí. Partid un madero, yo estoy allí. Levantad la piedra y allí me
encontraréis”. Y en otro: “Cuando hagáis de los dos uno, y cuando hagáis lo de
dentro como lo de fuera, y lo de fuera como lo de dentro… entonces entraréis
en el Reino” 1.
Ciertamente, más allá de los ritos con los que se ha ido revistiendo a lo largo
de los siglos, la eucaristía es, en su sentido más profundo, la celebración de la

141
Realidad.
Pero quiero detenerme en la expresión “Yo soy todas las cosas”. Suele ser una
expresión recurrente y que nace del asombro sobrecogedor de personas a
quienes se les regala la comprensión (visión) de lo que somos. Lo que se ha
producido ahí es una “expansión de la consciencia” que permite reconocer la
propia identidad como la realidad que transciende los límites del cuerpo y de la
mente –del yo– para manifestarse en su unidad radical.
A la hora de ponerlo en palabras, podría afirmarse que lo vivido ahí es un
movimiento simultáneo de desidentificación y encarnación: se produce una
desidentificación del yo –lo que soy no se reduce a los límites del yo– y la
comprensión de la unidad con todos y todo. En consecuencia, lo que nace de ahí
es compasión universal. Ahí se enraíza, tal como lo veo, el amor universal de
Jesús…, y ahí cobra sentido pleno la celebración de la eucaristía.

142
Cuando no se ve, aparece la crisis (6,60-71)

Muchos de sus discípulos, al oír a Jesús, dijeron:


—Esta doctrina es inadmisible. ¿Quién puede aceptarla?
Jesús, sabiendo que sus discípulos criticaban su enseñanza, les
preguntó:
—¿Os resulta difícil aceptar esto? ¿Qué ocurriría si vieseis al Hijo del
hombre subir adonde estaba antes? El Espíritu es quien da la vida; la
carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida.
Pero algunos de vosotros no creen.
Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién lo
iba a entregar. Y añadió:
—Por eso os dije que nadie puede aceptarme, si el Padre no se lo
concede.
Desde entonces, muchos de sus discípulos se retiraron y ya no iban con
él.
Jesús preguntó a los doce:
—¿También vosotros queréis marcharos?
Simón Pedro le respondió:
—Señor, ¿a quién iríamos? Tus palabras dan vida eterna. Nosotros
creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.
Jesús replicó:
—¿No os elegí yo a los doce? Y, sin embargo, uno de vosotros es un
diablo.
Se refería a Judas, hijo de Simón Iscariote. Porque Judas, precisamente
uno de los doce, lo iba a entregar.

El mensaje sobre el “pan de vida” y sobre la “eucaristía” termina en una crisis


profunda entre sus propios seguidores, que “se retiraron y no volvieron a ir con
él”. Jesús tiene claro que este modo de ver la realidad solo es posible desde una
mirada espiritual, que sabe ver en profundidad. Cuando la lectura de las cosas
se hace únicamente desde la “carne” –este término tiene aquí un sentido de
fragilidad, debilidad y, en última instancia, limitación–, desde un nivel
puramente mental, es imposible percibir el Misterio que las habita. Por el
contrario, para quien es capaz de trascender la mente, las mismas palabras de
Jesús se descubren llenas de espíritu y de vida.

143
Pero ante la crisis Jesús no se arredra, sino que interpela directamente al
grupo mismo de los Doce –es la primera vez que se les nombra así en este
evangelio–. En nombre de todos, Pedro da la respuesta del creyente: “Tú tienes
palabras de vida eterna: nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo
consagrado por Dios”.
Esta profesión de fe de Pedro bien pudiera reflejar la fe de la propia
comunidad joánica, que ha hecho de la Eucaristía el centro de su vida. Una
comunidad firmemente anclada en la Eucaristía, como “lugar” del encuentro con
Jesús, donde experimentar el amor del Padre y la vida en plenitud (la “vida
eterna”).
En cualquier caso, en esa profesión se resume todo el capítulo 6: Jesús es el
“pan de vida”, porque es “el Santo, consagrado por Dios”. En la medida en que
se vive la adhesión a él, se participa en su propia experiencia. A eso parecen
apuntar precisamente las palabras de Pedro: “Nosotros creemos… y sabemos”.
Creemos porque reconocemos en nosotros mismos la verdad de la propuesta de
Jesús –su propuesta expresa lo que descubrimos en nuestro interior: el
evangelio y nuestro corazón dicen la misma cosa– y, al creer, empezamos a ver.
No hay ningún error en el orden de esos términos. En el campo espiritual,
primero se cree, y luego se ve. Pero creer no significa un mero asentimiento
mental –no tiene tampoco nada que ver con la credulidad–, sino la disposición y
capacidad que nos permite acceder a la dimensión profunda de lo real. Cuando
se experimenta, se ve: y la creencia se transforma en visión.
Dicho en nuestro lenguaje: la mente –el yo– es incapaz de ver más allá de lo
tangible; de ahí, su tentación permanente de negar todo lo que no puede
controlar ni medir, con el consiguiente empobrecimiento de calidad humana. Sin
embargo, cuando se trasciende la mente –el yo– se accede a una percepción
nueva de lo real, en la que todo se encuentra interrelacionado y
autofundamentado: se participa del Misterio pleno y luminoso, se ha visto.
El lector del evangelio de Juan sabe que el objetivo de todo su escrito es
suscitar la fe en Jesús como Hijo de Dios para experimentar la Vida: “Estos
[signos] han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de
Dios; y para que, creyendo, tengáis en él vida eterna” (20,31). Así concluía el
evangelio original.
Esa afirmación ofrece la clave de lectura de todo el texto. Y el interés del
autor por lograr el objetivo se refleja incluso en el vocabulario. El verbo “creer”

144
–que se usa 14 veces en el evangelio de Marcos, 11 en el de Mateo y 9 en el de
Lucas– en el escrito de Juan aparece nada menos que 98 veces. Unido a él,
aparece 40 veces el verbo “permanecer” (ménein: morar, habitar), subrayando
que los “lugares” de permanencia son el amor –“permaneced en mi amor…”– y
la palabra –“si guardáis mi palabra”–. Parece claro que, para la comunidad del
cuarto evangelio, la actitud básica del discípulo es la de creer en Jesús,
entendida como permanecer en él, en una unidad vivida en el amor y
garantizada por la fidelidad a su mensaje.
En un nivel de consciencia mítico, la fe es ante todo mental (de ahí que se
identifique prácticamente con “creencia”): se cree un conjunto de verdades que
se consideran caídas del cielo, directamente reveladas por Dios, a la vez que se
vive una adoración y acatamiento a un Ser divino o celestial, que pertenece a
otro ámbito separado de la realidad.
A medida que se iba pasando del nivel mítico al racional, el significado de la fe
fue también ampliándose. De manera que, progresivamente, se vio no solo
como “asentimiento mental” o creencia, sino también –por decirlo en el lenguaje
clásico– como fiducia (confianza), fidelitas (fidelidad) y visio (o modo de ver).
Todo eso es la fe: una actitud que toma a toda a la persona –no solo a su
mente– y que se experimenta como confianza, se vive como fidelidad y aporta
una nueva manera de ver. Rasgos, los tres, bien característicos de Jesús de
Nazaret, el hombre confiado hasta el extremo, fiel hasta el final y capaz de ver
en profundidad.
La “forma de ver” propia de la fe no es la del espectador indiferente a quien
todo le importa igual; mucho menos, la de quien vive juzgando o condenando.
La de Jesús es una mirada bondadosa, compasiva y comprometida.
Si en el paso del nivel mítico al racional, la experiencia de fe resultó
enriquecida, lo mismo puede ocurrir en el paso del nivel racional al
transpersonal. En este caso, lo característico es la experiencia por la que se
realiza aquello que se cree: ese es justamente el camino de la espiritualidad. La
persona espiritual –a diferencia de quien se halla reducido al nivel mental o
dual– sabe que no se puede conocer sin ser: cuando se es, se conoce, y cuando
se conoce, se es.
La forma de conocimiento mental –lo que habitualmente se entiende por
“conocer”– es sumamente limitada, ya que únicamente puede referirse a objetos
limitados. Para poder alcanzar lo absoluto, sería necesario que nuestra mente

145
fuera absoluta; lo que no es el caso. Por eso, cuando queremos llegar a la
dimensión absoluta de lo real a través de la mente, lo único que conseguimos es
objetivarlo. De ese modo, la filosofía occidental ha convertido al Ser en un
objeto limitado, y lo mismo ha hecho la teología con Dios. Filosofía y teología
compartían la pretensión inaudita de poder llegar a lo Absoluto a través de los
conceptos.
Una tal pretensión no podía sino fracasar. Y eso fue lo que ocurrió: la filosofía
desembocó en el nihilismo, y la teología abrió la puerta al ateísmo. Se le estaba
pidiendo a la mente más de lo que esta podía ofrecer. Y, en el mismo
movimiento, se había identificado el conocer con el pensar.
Pero conocer no equivale –ni se reduce– a pensar. Por eso, desenmascarado
el engaño, empezamos a ser conscientes de que lo que las religiones llamaban
“Dios” –la dimensión profunda de lo real– no puede ser pensado, pero puede ser
vivido. Es descubierto, percibido, experimentado, vivido, “conocido”…, cuando
vamos más allá de la mente dual que lo velaba y nos podemos re-conocer en el
Misterio sin costuras y sin separaciones de lo que es.
Al caer en la cuenta, lo conocemos y lo realizamos, todo al mismo tiempo.
Porque ya hemos descubierto que no podemos pensarlo; solo podemos serlo. En
un nivel de consciencia transpersonal (espiritual), creer significa sencillamente
“caer en la cuenta”, despertar del sueño y salir de la ignorancia mental, para
acceder a la experiencia de la Vida que somos. Fe, en esta nueva clave, es
sinónimo de Visión y de Vida. Ahora bien, para no caer en la ingenuidad, es
necesario advertir que el cambio solo se produce cuando se habla, no de la no-
dualidad, sino desde ella.

146
1. EvTom, logion 77 y 22,7, cit. en H.-J. KLAUCK, Los evangelios apócrifos. Una introducción, Sal
Terrae, Santander 2006, pp. 176 y 172.

147
Torrentes de agua viva

“Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba” (Jn 7,37).

En pleno camino de “éxodo”, Jesús se hace presente en la fiesta de Sukkot


(de las Tiendas o de las Chozas). Se trataba, sin duda, de la festividad más
popular y frecuentada del año. En su origen, era la fiesta agrícola del otoño, en
la que se daba gracias a Dios por la cosecha, se pedían bendiciones y lluvia para
la siembra y se bailaba llevando en las manos antorchas encendidas y frutas.
Posteriormente, la fiesta adquirió un significado más religioso, recordando los
cuarenta años que, según la tradición, había pasado el pueblo en el desierto
viviendo en tiendas.
Más tarde tomó además un significado profético, anunciando la alegría y los
favores de la era mesiánica. Se celebraba durante ocho días. Por la mañana, se
hacía una procesión a la fuente de Siloé, de la que el sumo sacerdote sacaba
agua que se derramaba sobre el altar de los holocaustos; al atardecer se
iluminaba la ciudad, encendiendo los grandes candelabros del templo.
Dentro de la fiesta, tenía un relieve especial la recogida de agua de la fuente
de Siloé por parte del sacerdote. Este hecho dará pie a Jesús para hablar sobre
el “agua viva” (7,37-39), tema que constituirá el centro del relato.

148
En un contexto de incredulidad (7,1-9)

Después de algún tiempo, Jesús andaba por Galilea. Evitaba estar en


Judea, porque los judíos buscaban la ocasión para matarlo. Cuando ya
estaba cerca la fiesta judía de las Tiendas, sus hermanos le dijeron:
—Deberías salir de aquí e ir a Judea, para que tus discípulos puedan ver
allí las obras que haces. Nadie que pretenda darse a conocer actúa
secretamente. Si en realidad haces cosas tan extraordinarias, deberías
darte a conocer al mundo.
Sus hermanos hablaban así, porque ni siquiera ellos creían en él. Jesús
les dijo:
—A mí todavía no me ha llegado el momento; para vosotros, en cambio,
cualquier hora es buena. El mundo no tiene motivos para odiaros a
vosotros, pero a mí me odia, porque pongo claramente ante sus ojos la
malicia de sus obras. Id vosotros a la fiesta. Yo no voy, porque aún no ha
llegado mi momento
Y se quedó en Galilea.

De entrada, el dato que ofrece este texto suena incongruente con el conjunto
del evangelio, que ya ha situado previamente a Jesús en Judea. Es sabido que,
mientras los sinópticos hablan de un único viaje a la capital, en el que sería
arrestado y ejecutado, el cuarto evangelio hace vivir a Jesús tres fiestas judías
en Jerusalén.
En este párrafo, por tanto, parece asumir como buena la cronología de los
sinópticos, lo cual hace suponer que cuando sitúa por tres veces a Jesús en
Jerusalén, lo hace únicamente por motivos teológicos, en concreto, por
“contraponer” el mensaje de Jesús a las fiestas judías.
En este caso, el autor –también en línea con los sinópticos– alude al riesgo
que el viaje suponía para el Maestro, porque “los judíos” buscaban matarlo. Con
esta breve indicación, se prepara también al lector para los enfrentamientos que
se vivirán después en Jerusalén y que, en ese “doble plano” en el que está
escrito nuestro evangelio, se refieren tanto a lo que fue la polémica de Jesús
con la autoridad religiosa, como –todavía más– a lo que serían los durísimos
enfrentamientos de las comunidades joánicas con los fariseos, herederos de
Jamnia.
En efecto, todo el relato evangélico trasunta aquel conflicto. Tras la invasión

149
de Palestina por los ejércitos romanos en el año 70, con la destrucción completa
del templo de Jerusalén, el pueblo judío estuvo a punto de desaparecer por
completo. En esa crisis sin precedentes, los fariseos se hicieron cargo de la
situación y, reunidos en la asamblea de Jamnia, asumieron el compromiso de
sacar adelante el judaísmo, vigilando especialmente la ortodoxia y, por tanto,
expulsando y acosando a quienes discreparan de la nueva línea. Esto afectó
frontalmente a los discípulos de Jesús (“galileos” o “nazarenos”), que se vieron
excomulgados y perseguidos.
Este dato nos ayudará a leer los enfrentamientos que se describen a
continuación en aquel “doble nivel” histórico (el de los años 30 y, sobre todo, el
de los años 80-90) al que hacía referencia.
El autor nos habla también de los hermanos de Jesús, conectando de nuevo
con la tradición sinóptica, al subrayar su “incredulidad”. Este parece un dato
histórico –tal como se pone de manifiesto, por ejemplo, en Mc 3,21–, si bien el
autor del cuarto evangelio quizás esté tomando distancia de las comunidades
cristianas palestinas, lideradas por los hermanos del Maestro 1.
Sea de ello lo que fuere, los familiares le instan a “manifestarse”
públicamente. No sabemos el motivo de su apremio, si bien, por las siguientes
palabras de reproche de Jesús –“Para vosotros cualquier hora es buena”–,
parece que se trataba de algo interesado.
En esos “hermanos” de Jesús podemos reconocernos fácilmente cuando nos
vivimos a merced de los impulsos de nuestro ego, porque para él es bueno todo
aquello que vaya en la línea de satisfacer sus intereses.
El ego etiqueta constantemente todas las cosas –personas y situaciones–
como algo “bueno” o “malo”, “me gusta” o “me molesta”. A partir de ese primer
juicio, se rige por su primera ley: la del apego y la aversión, para tratar de
atrapar lo que le gusta y rechazar todo lo que le molesta. Por eso, a falta de
otro criterio, “cualquier hora es buena”.
Cuando, por el contrario, podemos tomar distancia del ego, y accedemos a
nuestra verdadera identidad, ahí podemos empezar a reconocernos en Jesús. No
actuamos ya a impulsos de necesidades y miedos, sino cuando las cosas “deben
ser”. Ahí, no se “elige”, sino que se permite que la Vida fluya y se manifieste en
el “tiempo oportuno”: ese es exactamente el “momento” de que habla Jesús, el
kairós.
Ahora bien, para detectar el “tiempo oportuno” y vivirnos con libertad,

150
necesitamos habitar el momento presente y permanecer conectados con nuestra
verdadera identidad. Cuando estamos así, acallada la mente –no identificados
con ella–, amamos lo que es, y no tenemos que tomar decisiones; es la Vida la
que decide por nosotros.
A continuación, el autor enuncia un tema, que ocupará mucho espacio más
adelante, sobre todo en lo que se conoce como el “testamento espiritual” de
Jesús: el “odio del mundo”.
Uno de los redactores del evangelio, el que probablemente más influjo ejerció
en nuestro texto, se caracterizaba por un marcado dualismo eclesiológico. En un
contexto de conflicto y persecución, la comunidad –en una típica reacción
sectaria– se ve a sí misma como objeto del odio de fuera, de lo que llama
“mundo”.
El mundo, en este contexto, significa todo aquello que se opone al mensaje de
Jesús y, por tanto, a la comunidad que nace de él. En el evangelio, se presenta
en actitud constante de odio y agresión. Porque, como el propio texto dirá más
adelante, el mundo “ama a los suyos y odia a los que no le pertenecen” (15,19).
En un sentido simbólico (o espiritual), “mundo” –en esta acepción del cuarto
evangelio– significa la ignorancia básica que nos hace identificarnos con el yo
(ego). Esa ignorancia es la fuente de todo sufrimiento, propio y ajeno. Y no hay
salida, mientras la identificación se mantenga.
Es la ignorancia que nos hace creernos separados y encapsulados en la piel de
nuestro cuerpo físico. A merced, por tanto, de cualquier movimiento mental y
emocional, regidos por la ley del enfrentamiento. Únicamente la liberación de
esa ignorancia, gracias a la expansión (transformación) de la consciencia hace
posible que podamos vivirnos en coherencia con quienes realmente somos, en
nuestra identidad compartida.

151
Desde dónde vivimos (7,10-24)

Más tarde, cuando sus hermanos se habían marchado ya a la fiesta, fue


también Jesús, pero de incógnito, no públicamente. Los judíos lo
buscaban en la fiesta y se preguntaban:
—¿Dónde estará este hombre?
También la gente comentaba sobre él. Unos decían:
—Es un hombre bueno.
Otros, por el contrario, comentaban:
—No es bueno, porque engaña a la gente.
Nadie, sin embargo, se atrevía a hablar de él públicamente, por miedo a
los judíos.
Mediada ya la fiesta, Jesús se presentó en el templo y se puso a
enseñar. Los judíos, sorprendidos, se preguntaban:
—¿Cómo es posible que este hombre sepa tanto sin haber estudiado?
Jesús replicó:
—La doctrina que yo enseño no es mía, sino de aquel que me ha
enviado. El que está dispuesto a hacer su voluntad, podrá experimentar si
mi doctrina viene de Dios o es mía. El que habla por su cuenta busca su
propio honor. Por el contrario, si alguien intenta que el honor sea para
aquel que lo envió, ese hombre es sincero; no hay falsedad en él. ¿No fue
Moisés quien dio la ley? Y, sin embargo, ninguno de vosotros la cumple.
¿Por qué queréis matarme?
La gente le contestó:
—Tú estás endemoniado. ¿Quién intenta matarte?
Jesús replicó:
—Estáis desconcertados por lo que hice. Pero pensad un momento.
Moisés os impuso la ley de la circuncisión (aunque, en realidad, el rito de
la circuncisión no proviene de Moisés, sino de los patriarcas) y, para
cumplirla, circuncidáis aunque sea en sábado. Ahora bien, si circuncidáis a
un hombre en sábado, para no faltar a una ley impuesta por Moisés, ¿por
qué os habéis indignado tanto contra mí por haber curado totalmente a un
hombre en sábado? No debéis juzgar únicamente según las apariencias;
debéis juzgar con rectitud.

Como el texto decía que Jesús no pensaba subir a la fiesta, el redactor


posterior, que lo sitúa en ella, tiene que decir que fue “de incógnito”. Y lo

152
primero que se nos transmite son opiniones diametralmente opuestas acerca de
Jesús: un “hombre bueno” o un “embaucador”. Probablemente, esos juicios
respondan a lo que se decía acerca de él. Y quizás también, en su segunda
parte, recojan la acusación que los fariseos dirigían a las comunidades joánicas
de “engañar” a la gente.
Como suele ser habitual, la autoridad religiosa acusa de embaucar,
escandalizar o engañar a todo aquel que enseña algo diferente del discurso
oficial. Los fariseos, “obligados” a reconstruir el pueblo tras la hecatombe del
año 70, no permitían la más pequeña discrepancia que pudiera constituir un
factor añadido de división o simplemente de cuestionamiento. En ese contexto,
los seguidores de Jesús fueron excomulgados y empezaron a ser perseguidos,
aparte de ser objeto de desprecio, como veremos a continuación.
Jesús va a la fiesta “de los judíos” –no era ya de las comunidades joánicas–,
pero va a “enseñar”. Y aquí es donde vuelve a aparecer la descalificación por
parte de los fariseos: una descalificación que no tiene como objeto tanto (o
solo) a Jesús, como a las comunidades posteriores, a las que acusan de incultas
y de seguir a alguien iletrado.
Frente a esa acusación, el redactor vuelve a su imagen habitual de Jesús
como “emisario divino”, que vive en la honestidad y no busca honores de nadie.
Es el mismo argumento que utiliza para explicarse por qué los fariseos no
pueden aceptarlo: porque no cumplen la voluntad de Dios ni la Torá.
Ellos siguen acusando a Jesús de estar endemoniado o “loco”, ya que se creía
que la locura era consecuencia de la posesión diabólica. Y el texto conecta con
la afirmación del capítulo 5, tras la curación del paralítico, en la que se recoge la
voluntad de los judíos de matarlo (5,18). Por ese motivo, parece justo suponer
que, como sostiene Senén Vidal, en estos capítulos se haya producido alguna
interpolación –o, simplemente, un “traspapeleo” en el orden de las páginas–, en
el sentido de que este discurso iría inmediatamente después del episodio de la
curación del paralítico. De hecho, es el tema sobre el que se vuelve a
continuación.
“Desconcertados por lo que hice” –la curación del paralítico en sábado–, creen
que es merecedor de la muerte. Sin embargo, apelando a las propia doctrina
rabínica, que preveía la circuncisión de un niño en sábado, si coincidía que era el
octavo día de su nacimiento, el redactor vuelve el argumento contra ellos, de un
modo irónico: vosotros solo lo circuncidáis, mientras yo lo curo “totalmente” (es
decir, por completo); ¿por qué habría de ser culpable?

153
Sabemos por los sinópticos que la cuestión del sábado ocupó un lugar
destacado en las controversias de Jesús con la autoridad religiosa. El tema
reaparece en el cuarto evangelio, apelando, en este caso, a un “juicio recto” y
no según las apariencias. Se trata de un tema en el que el redactor insiste con
frecuencia: la coherencia o la rectitud. Lo hemos visto cuando hablaba de la
búsqueda de honores.
También en los sinópticos, Jesús aparece como el hombre íntegro, aquel en
quien no hay distancia entre lo que dice y lo que hace. La integridad, coherencia
o rectitud es sinónimo de transparencia y de autenticidad.
Pero al ego no se le puede pedir transparencia. Al ser él mismo una ficción,
únicamente puede mantenerse gracias al engaño. Como dijera el mismo
evangelio en otro lugar, el ego busca la oscuridad porque sus obras no son
buenas (3,20), es decir, no responden a la verdad de lo que somos. El
movimiento del ego no puede ser sino egocentrado. Lo que busca no es –no
puede ser– la verdad, sino la pervivencia, en función de la cual hace todo.
En nuestra vida cotidiana, podemos advertir la alternancia entre el ego y
nuestra verdadera identidad, en todo lo que pensamos y hacemos. Porque, aun
sin darnos cuenta, lo que somos aflora en determinados momentos. Sin
embargo, debido a nuestra identificación con la mente, con frecuencia no
hacemos sino girar en torno al ego, al que la mente nos reduce, y a sus
pequeños intereses.

Pero volvamos por un momento al tema del sábado. Tal como aparece en el
conjunto de los evangelios, creo advertir en esa polémica, que no por casualidad
ocupa un lugar tan relevante, dos puntos de interés.
Por una parte, resalta la actitud provocativa de Jesús. ¿Por qué tenía que
elegir precisamente el sábado para esas acciones? Es incluso lo que, en una
ocasión, reprocha el jefe de la sinagoga a la gente: “Hay seis días en que se
puede trabajar. Venid a curaros en esos días y no en sábado” (Lc 13,14). Pero,
por otra, en relación quizás con aquella misma actitud provocativa, la cuestión
que destaca es la imagen de Dios que se transmite en un caso y en otro.
Para la autoridad religiosa, la norma se halla siempre por encima de la
persona. Después de pensar a Dios como un ente separado y hacer creer que la
norma es expresión literal de su voluntad, la conclusión es clara: lo que Dios
quiere es que la norma sea cumplida sin excepciones.
Es evidente que tal actitud conduce a un legalismo extremo y opresor. Y que

154
nace de un engaño peligroso: el de imaginar a Dios a la propia medida de la
mente, como un soberano, más o menos arbitrario, para quien todo debe
manejarse según su voluntad omnímoda.
Sin embargo, ese engaño contiene ventajas para el poder: al situarse como
los intérpretes autorizados de la voluntad divina –controladores de la norma–, se
erigen en dueños de las conciencias, que deben someterse a su criterio. Se
comprende que la autoridad religiosa haya sucumbido con tanta facilidad,
aunque con distinta intensidad, a esa tentación.
El mensaje de Jesús se sitúa en las antípodas de esta visión religiosa. De ahí
también, probablemente, su carácter provocativo, que busca denunciar la
mentira de la imposición. El Dios del que Jesús habla es Gracia y Compasión. No
tiene ningún “interés” y, en rigor, tampoco se puede decir que tenga “voluntad”:
ambos son atributos demasiado humanos como para atribuírselos a la Divinidad.
No es tampoco un ente exterior que legislara de una manera heterónoma.
Dios es la Fuente de todo lo que es y que en todo se despliega y manifiesta,
sin ningún tipo de distancia ni de separación. Las normas son creaciones
humanas que tratan de organizar la convivencia, pero sin el carácter absoluto
que parecía otorgarles la autoridad religiosa.
Vivir como Gracia y como Compasión: esa es la actitud de quien se halla en la
verdad de lo que es. No es extraño que Jesús apareciera como un hombre
plenamente íntegro y coherente.

155
¿Conocemos quiénes somos? (7,25-36)

Ante esto, algunos de los que vivían en Jerusalén se preguntaban:


—¿No es este el hombre a quien quieren matar? Resulta que está
hablando en público y nadie le dice ni una palabra. ¿Es que habrán
reconocido nuestros jefes que es en realidad el Mesías? Pero, por otra
parte, cuando aparezca el Mesías, nadie sabrá de dónde viene; y este
sabemos de dónde es.
Al oír estos comentarios, Jesús, que estaba enseñando en el templo,
levantó la voz y afirmó:
—¿De manera que me conocéis y sabéis de dónde soy? Sin embargo, yo
no he venido por mi propia cuenta, sino que he sido enviado por aquel
que es veraz, a quien vosotros no conocéis. Yo sí lo conozco, porque
vengo de él y es él quien me ha enviado.
Intentaron entonces detenerlo, pero nadie se atrevió a ponerle la mano
encima, porque todavía no había llegado su hora. Muchos creyeron en él y
comentaban:
—Cuando venga el Mesías, ¿hará signos mayores que los que este
hace?
Llegó a oídos de los fariseos que la gente comentaba sobre Jesús.
Entonces, los jefes de los sacerdotes, de acuerdo con los fariseos,
enviaron guardias para que lo detuviesen. Jesús se dio cuenta y dijo:
—Todavía estaré con vosotros un poco de tiempo, después volveré al
que me envió. Me buscaréis, pero no me encontraréis, porque no podréis
ir adonde yo estaré.
Los judíos comentaban entre sí:
—¿Adónde pensará ir este hombre, para que nosotros no seamos
capaces de encontrarlo? ¿Tendrá el propósito de dirigirse donde viven los
judíos dispersos entre los griegos para enseñar a estos? ¿Qué habrá
querido decir con estas palabras: “Me buscaréis, pero no me encontraréis,
porque no podréis ir adonde yo estaré”?

La polémica se va a centrar ahora en la cuestión acerca del mesianismo de


Jesús. De nuevo, es una polémica recrudecida en los años 80-90, entre los
fariseos y los discípulos del Maestro de Nazaret.
En el trasfondo, planea la creencia acerca de la procedencia del Mesías. Para
algunos, su origen tendría que ser desconocido; según otra tradición –que

156
veremos a continuación–, tendría que provenir de la familia de David y nacer en
Belén de Judá.
En ambos casos, el hecho de conocer la procedencia de Jesús lo descartaba
como tal. Y aquí es donde el redactor apela a su imagen favorita de Jesús como
“emisario celeste”, enviado de Dios, y a su esquema de venida/retorno,
bajada/subida.
Una vez más también, se subraya la veracidad con la que actúa el Maestro,
dando así razón de que proviene de “aquel que es veraz”. Los discípulos de
Jesús arguyen que Jesús no engaña, sino que en él se hace presente la verdad
de Dios. Y esto es lo que intentan hacer ver a los judíos. A ello, los fariseos
responden que Jesús es únicamente un embaucador. Este es, en síntesis, el
núcleo de toda la polémica.
Si nos fijamos bien, quizás caigamos en la cuenta de que ambas partes tienen
razón. Todo depende del nivel de consciencia donde nos hallamos situados, así
como de la incapacidad radical de la mente para dar cuenta de la verdad, debido
a su imposibilidad de abrazar todas las perspectivas. De ahí, la inutilidad de
embarcarse en discusiones mentales que, en la mayoría de los casos, no hacen
sino girar constantemente en torno a los mismos argumentos, enredándose en
enfrentamientos estériles.
Los fariseos, desde un nivel mental rígido, “tenían razón” al pensar que lo que
ellos entendían como “Dios” y como “Mesías” no podía hacerse presente en un
humilde trabajador galileo. Los discípulos, por otra parte, tenían también razón
al reconocer en aquel mismo galileo el rostro de Dios.
La polémica solo se resuelve en un estadio de consciencia superior, en el
modelo no-dual, en el que advertimos la no-separación de todo y somos
capaces de reconocer la Verdad en todo lo que es. Tal como Jesús decía, él
estaba viniendo de la verdad y en la verdad vivía: quien lo ve, sabe que siempre
es así.
La verdad es una con la realidad, pero somos incapaces de apreciarlo cuando,
instalados en la mente, fraccionamos lo real y lo reducimos a los conceptos que
nos hacemos de ello.
Como es obvio, las imágenes dualistas –arriba/abajo, venir/volver,
bajar/subir…– no son sino un modo mítico de expresarlo, que confunden y
resultan engañosas cuando se toman en su literalidad. Sin embargo, leídas
desde la no-dualidad, entendemos que señalan simplemente los “polos”, no

157
contrapuestos, sino complementarios, que quedan secreta y profundamente
abrazados en la Unidad.

Con la expresión: “Me buscaréis, pero no me encontraréis, porque no podréis


ir adonde yo estaré”, el redactor –siguiendo siempre aquel esquema dualista–
está aludiendo a la muerte-resurrección de Jesús, que se adivina como el final
del conflicto.
Ante esas palabras, los fariseos responden con una ironía, cuando se
preguntan si irá con los judíos de la diáspora. Y, sin embargo, la verdadera
ironía es la que se reserva el propio redactor, ya que, efectivamente, tras la
muerte de Jesús, su mensaje se expandió entre aquellos “judíos dispersos” y los
griegos.
En medio de la polémica, aparece el tema de la búsqueda: “Me buscaréis…”.
Se trata, como se dijo en su momento, de una cuestión importante en este
evangelio. Era la primera pregunta con la que se hace presente Jesús: “¿Qué
buscáis?” (1,38), y es la pregunta con que el Resucitado se dirige a María
Magdalena: “¿A quién estás buscando?” (20,15).
En esta ocasión, la afirmación del Maestro adquiere una inusitada
profundidad: no podremos dejar de buscarlo. No en un sentido mítico y
exclusivista, como si no fuera posible la vida ni la plenitud fuera de la fe en
Jesús de Nazaret –tal como la propia doctrina católica mantuvo durante siglos–,
sino en un sentido transpersonal: el ser humano jamás podrá renunciar al
Anhelo que lo constituye y a la Verdad profunda que es.
En la perspectiva no-dual, “Jesús” es el Fondo último de lo que somos todos.
Pues bien, es a ese Fondo al que buscaremos incesantemente, aun sin ser
conscientes de ello, en todo lo que hagamos. A medida que la búsqueda se haga
cada vez más consciente y más lúcida, caeremos en la cuenta de que todo
aquello que estábamos buscando fuera, es lo que somos y siempre hemos sido.
Una vez más, lo que somos no es difícil de encontrar, sino imposible de evitar.
De ahí, la sabiduría que contiene la advertencia de Nisargadatta: “Deje de
buscar; déjese encontrar”.

158
El agua que da vida (7,37-52)

El último día, el más importante de la fiesta, Jesús, puesto en pie ante la


muchedumbre, afirmó solemnemente:
—Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba. Como dice la Escritura,
de lo más profundo de todo aquel que crea en mí brotarán ríos de agua
viva.
Decía esto refiriéndose al Espíritu que recibirían los que creyeran en él.
Y es que aún no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado.
Al oír a Jesús manifestarse de este modo, algunos afirmaban:
—Seguro que este es el Profeta.
Otros decían:
—Este es el Mesías.
Otros, por el contrario:
—¿Acaso va a venir el Mesías de Galilea? ¿No afirma la Escritura que el
Mesías tiene que ser de la familia de David y de su mismo pueblo, de
Belén?
Había, pues, una gran división de opiniones acerca de Jesús.
Algunos querían detenerlo, pero nadie se atrevió a ponerle la mano
encima. Los guardias fueron donde estaban los jefes de los sacerdotes y
los fariseos, y estos les preguntaron:
—¿Por qué no lo habéis traído?
Los guardias contestaron:
—Nadie ha hablado jamás como lo hace este hombre.
Los fariseos les replicaron:
—¿También vosotros os habéis dejado seducir? ¿No os dais cuenta de
que ninguno de nuestros jefes ni los fariseos han creído en él? Lo que
ocurre es que esta gente, que no conoce la ley, se halla bajo la maldición.
Uno de ellos, Nicodemo, el mismo que en otra ocasión había ido a ver a
Jesús, intervino y dijo:
—¿Acaso nuestra ley permite condenar a alguien sin haberle oído
previamente para saber lo que ha hecho?
Los otros le replicaron:
—¿También tú eres de Galilea? Investiga las Escrituras y llegarás a la
conclusión de que los profetas jamás han surgido de Galilea.

159
Es en el último día de la fiesta de las Tiendas –una fiesta que giraba en torno
al agua y a la luz–, cuando Jesús hace la proclamación solemne. En conexión
con el tema de la búsqueda, que acabo de mencionar, puede comprenderse
ajustadamente.
El Anhelo que somos toma la forma de sed. El ser humano, en tanto no
acierta a ver su verdadera identidad, se reconoce como un animal sediento –la
propia Biblia había hablado frecuentemente de la “sed de Dios”–, a la búsqueda
de aquello –desconocido– que pueda saciarlo.
La proclamación de Jesús conecta con esa sed –como ocurriera ya en el
diálogo con la mujer samaritana–, hasta hacer ver que es en nuestro interior
donde está brotando permanentemente un torrente de agua viva.
Dicho brevemente, según Jesús, somos, a la vez, sed y agua. Esa es nuestra
paradoja ontológica: animales sedientos que son portadores de agua viva. Eso
explica que, en ocasiones, podamos morirnos de sed, ignorantes del agua que
somos en profundidad.
Con frecuencia, para nuestra desgracia, nos identificamos más fácilmente con
lo que tenemos –la sed– que con los que somos –el agua–. Por decirlo con otra
imagen: en lo profundo, somos pura Presencia y Quietud. Sin embargo, ¡cuántas
veces vivimos a merced de “ruidos” mentales y emocionales de tanto tipo,
otorgándoles un poder sobre nosotros casi absoluto!
Resulta liberador descubrir que somos, siempre y en todo momento, Vida y
Quietud. No tenemos que buscarla fuera, ni embarcarnos en esfuerzos extraños
para lograrla. Únicamente tenemos que reconocer que los “ruidos” los produce
nuestra mente, para volver a la Quietud siempre presente y siempre disponible.
Como han experimentado todos los sabios, basta “soltar” el ego,
desidentificarse de él, para se nos haga presente la Seguridad y Confianza de lo
que es (somos). Eso es lo que ocurre con el agua. Somos agua que sacia
plenamente y “salta” hasta la vida plena. Basta entrar en contacto con esa
realidad en nosotros, para sentirnos plenamente a salvo.
Indudablemente, esto también se ha leído en clave mítica, como cuando el
“agua” se identifica con el Espíritu (separado), que todavía no se había dado. En
la teología de este redactor, el Espíritu es dado a los creyentes tras la muerte-
resurrección de Jesús. De ahí, su puntualización. Sin embargo, en la
comprensión no-dual, el Espíritu no es sino otro nombre de esa misma “agua”,
otro nombre de nuestra identidad última y compartida, del Fondo que a todos y

160
a todo nos constituye.
Pero, junto con la proclamación, continúa la polémica sobre el mesianismo.
Ambos términos –el Profeta y el Mesías– aluden a la misma figura del esperado.
Y aquí es donde de nuevo aparece la cuestión acerca del origen del Mesías. Así
como Mateo (2,1) y Lucas (2,4-6) hacen nacer a Jesús en Belén, el autor del
cuarto evangelio parece carecer de esa tradición, por cuanto da por sentado que
Jesús no nació en la ciudad de David, sino que su origen era galileo. Los fariseos
utilizaban también este apelativo para, de manera despectiva, designar a los
seguidores de Jesús.
El redactor sitúa ahora la discusión entre ellos, bien con los guardias, bien con
uno de los propios fariseos. Y la inicia con una afirmación tajante puesta en
boca de los guardias: “Nadie ha hablado jamás como lo hace este hombre”. Es
muy probable que esa afirmación se corresponda con la realidad histórica.
Según todos los indicios, Jesús cautivaba con su palabra porque hablaba “con
autoridad” y no como los doctores (Mc 1,22).
Hablar con autoridad significa hablar desde la propia experiencia y, todavía
más en profundidad, comunicar vida. Con autoridad habla quien lo hace desde
su identidad profunda, porque se halla en conexión con quien realmente es. Lo
contrario –como hacían los doctores– se reduce a transmitir conceptos, que
dejan la cabeza caliente y el corazón frío. Por eso, el “hablar con autoridad” no
se improvisa, porque no consiste en lo que se dice, sino desde donde se dice. Y
eso requiere que la persona esté en ese “lugar” donde todo es.
Ante la afirmación de los guardias, los fariseos responden con un reproche
que los miembros de las comunidades joánicas conocían bien. Ellos eran
tachados también de ignorantes y de haberse dejado engañar. Y –como solía
hacer la autoridad religiosa, que consideraba “pecadores” a quienes no conocían
la Torá– concluyen que todos ellos –guardias y “galileos”– se hallan “bajo la
maldición”.
En la discusión “interna”, aparece la figura de Nicodemo. Una figura que el
lector ya conoce, porque aparecía como “representante” del mundo judío en el
capítulo 3, en aquel diálogo centrado en la necesidad y urgencia de “nacer de
nuevo”.
Quizás, el redactor, conocedor de la tradición que situaba a Nicodemo, junto
con José de Arimatea, en la escena que sucede a la muerte de Jesús (19,38-39),
personaliza en esa figura tanto el diálogo del capítulo 3 como la discusión que

161
ahora nos presenta.
Su voz suena sensata y cargada de razón. Sin embargo, quienes ya tienen
decidida su condena –como suele ocurrir– lo descalifican sin argumentos,
apelando simplemente a prejuicios. Con todo ello, parece que la suerte está
echada de manera definitiva. A Jesús no le espera otra salida que la muerte.

1. Sobre la cuestión de los hermanos de Jesús, puede verse lo que escribí en Sabiduría para
despertar. Una lectura transpersonal del evangelio de Marcos, Desclée De Brouwer, Bilbao 2011,
pp. 117-118.

162
La verdad es una con la libertad

“Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,32).

En el capítulo 8 continúa la discusión cristológica, en el tono y en la forma que


son habituales en el cuarto evangelio. Frente a la incredulidad y el desprecio por
parte de los “judíos” (fariseos, autoridad religiosa), las comunidades joánicas
adoptan un discurso apologético, con el que intentan mostrar la verdad de su
Maestro como “emisario divino”.
Sin embargo, este capítulo comienza con una escena que no pertenece a este
evangelio, si bien no resulta posible dilucidar cómo vino a parar a él: se trata del
relato de la mujer adúltera perdonada por Jesús.

163
Un perdón que resultaba escandaloso (8,1-11) (texto no joánico)

Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de


nuevo en el templo y todo el pueblo acudía a él y, sentándose, les
enseñaba.
Los letrados y fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio y,
colocándola en medio, le dijeron:
—Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La Ley
de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
—El que de vosotros esté sin pecado, que le tire la primera piedra.
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los
más viejos, hasta el último.
Y quedó solo Jesús, y la mujer en medio, de pie.
Jesús se incorporó y le preguntó:
—Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?
Ella contestó:
—Ninguno, Señor.
Jesús le dijo:
—Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.

Para los exegetas es claro que este pasaje no es joánico. No solo no lo


recogen los códices más antiguos y fiables; tampoco se ajusta al vocabulario, al
estilo ni a los temas teológicos que interesan a nuestro autor. Parece que se
trata de un “texto suelto”, probablemente tardío que, finalmente, sin que
conozcamos el motivo, aterrizó en este lugar.
No son pocos los expertos que creen que pertenecería, en su origen, al
evangelio de Lucas, e incluso se atreven a situarlo en un lugar concreto: Lc
21,38. El “contenido” casa bien con el gran tema lucano, que subraya la especial
cercanía y compasión de Jesús hacia los considerados pecadores. Si lo sitúan
específicamente en ese lugar, se debe, particularmente, a la coincidencia en la
descripción del “escenario” en que ocurre la escena.

164
En efecto, en Lc 21,37-38 se lee: “Jesús enseñaba en el templo durante el día,
y por la noche se retiraba al monte de los Olivos. Y todo el pueblo madrugaba
para venir al templo a escucharlo”. Y así es como empieza el relato que estamos
analizando: “Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de
nuevo en el templo y todo el pueblo acudía a él y, sentándose, les enseñaba”.
¿Y por qué se inserta precisamente en este momento del evangelio de Juan?
No pasa de ser mera hipótesis, pero algún estudioso ha hecho referencia a las
palabras que, un poco más adelante, se ponen en boca de Jesús: “Yo no juzgo a
nadie” (8,15).
Los exegetas difieren, sin embargo, a la hora de explicar por qué el texto
aparece tardíamente y en un “lugar” que no era originalmente el suyo. Para
algunos, se trata, simplemente, de un texto muy tardío, de estilo novelístico, con
el que algún discípulo de la segunda generación quiso insistir en el perdón de
Jesús, tal como se subrayaba en la tradición sinóptica, y especialmente en
Lucas. Para otros, sin embargo, el motivo habría que buscarlo en el carácter
“escandaloso” del propio hecho, que hizo que incluso los seguidores de Jesús lo
silenciaran. De hecho, la cuestión del adulterio habría de ser muy debatida por
las primeras comunidades cristianas, que llegaron a plantearse si también ahí
cabía el perdón.
Posiblemente, a la primera comunidad cristiana le costó aceptar –y predicar–
esta enseñanza de Jesús, por la praxis penitencial bastante rígida de la iglesia
primitiva, especialmente sobre los tres pecados graves: idolatría, homicidio y
adulterio, y ello explica que el pasaje no encontrara sitio en escritos
evangélicos..., hasta que lo insertaron aquí: hay que notar que no fue sino hasta
el siglo V cuando se introdujo en el códice de los evangelios.
En cualquier caso, como señalé ya desde la introducción, no puedo entrar en
esa discusión, sino simplemente en una acogida del texto –por más que no
pertenezca al cuarto evangelio–, tal como ha llegado hasta nosotros.
Y así, desde este interés, la escena remite a una pregunta muy frecuente en
el trasfondo de los evangelios sinópticos: ¿qué es más importante: la norma o la
persona? La ley judía, tal como indican quienes llevan a la mujer ante Jesús,
exigía la muerte de los adúlteros: “Si uno comete adulterio con la mujer de su
prójimo, los dos adúlteros son reos de muerte” (Lev 20,10); “Si sorprenden a
uno acostado con la mujer de otro, han de morir los dos” (Deut 22,22). Aunque,
en realidad, en una cultura tan machista como aquella, quien realmente moría
era la mujer.

165
Con frecuencia, en las sociedades tradicionales, la violación de la norma se ha
pagado con la muerte. De ese modo, los grupos humanos buscaban protegerse
frente a comportamientos “socialmente desviados” que podían poner en peligro
la estabilidad social.
A nivel individual, el motivo tiene que ver también con la seguridad: el
individuo se siente seguro y resguardado de imprevistos cuando ve que las
normas son respetadas.
Desde el lado religioso, la norma se reviste de un “manto sagrado” que puede
hacerla “intocable” e infinitamente más rígida, al ser presentada y considerada
como expresión de la voluntad divina. La religión suele entender la norma como
expresión de los “intereses de Dios” frente a los intereses del ser humano,
dando como resultado un planteamiento en clave de rivalidad.
En esa confrontación, es claro que los supuestos “intereses” de Dios, que son
los que define y busca defender la norma, han de estar siempre por encima de
los humanos; lo contrario es considerado “pecado”. Y, por esa misma razón, la
persona religiosa puede convertirse en fanática, arrogándose nada menos que la
defensa de la voluntad divina. Así se explica la obcecación cruel de quienes, en
nombre de la Ley, no dudan en apedrear a una mujer hasta la muerte.
Mientras la persona se halla identificada con ese modo de ver, no se cuestiona
su actitud: aunque sea dar muerte a alguien, eso es “lo que se debe hacer”.
Pero apenas tomamos un mínimo de distancia, empiezan los interrogantes:
¿Qué religión es esa en cuyo nombre se pueden matar personas y que no
defiende al ser humano por encima de cualquier otro valor?
Se trata, sencillamente, de una religión que, al absolutizarse, se ha pervertido,
proyectando un dios a imagen de los peores tiranos, autocráticos y vengativos.
Nos hallamos ante un riesgo que suele acechar a la persona religiosa…,
mientras no desmonta sus ideas sobre Dios. Una prueba de ello es que este
pasaje que comentamos fue omitido en la mayoría de los códices y a punto
estuvo de perderse. La peripecia de este texto parece poner de relieve la
tendencia humana a asegurar el cumplimiento de la norma, así como el miedo a
admitir excepciones a la misma. No sería extraño que aquella comunidad
primera hubiera tenido miedo de la actitud libre y perdonadora de Jesús, hasta
el punto de silenciar (censurar) su novedad.
Es esa novedad precisamente la que destaca el relato. Frente a una religión
que condena, Jesús es perdón sin reservas. Sus palabras a los acusadores

166
parecen reproducir aquellas otras cargadas también de sabiduría: “¿Cómo te
atreves a decir a tu hermano: déjame sacarte la mota del ojo, mientras llevas
una viga en el tuyo?” (Mt 7,4).
A lo largo del evangelio, Jesús ofrece perdón gratuito, mostrando de ese
modo a un Dios “diferente”: no amenazante ni condenador, sino compasión
incondicional.
Esta manera de ofrecer el perdón pareciera indicar que es también el
concepto mismo de “pecado” el que debemos modificar. Para una religión
basada en la norma –y, en consecuencia, en el “mérito”–, el pecado aparecía
revestido de malicia consciente y deliberada, por lo que la persona se hacía
acreedora de la culpa y el castigo.
Sin embargo, cada vez somos más conscientes de que el pecado se vincula,
antes que nada, a la ignorancia. ¿Por qué hacemos el mal? Porque, como diría el
propio Jesús, “no saben lo que hacen” (Lc 23,34). No en vano, el término griego
“hamartía” (pecado) significa literalmente “errar el blanco”. Al Buddha se le
atribuyen también estas palabras: “Si realmente supiéramos lo que es el bien, lo
haríamos siempre”. Similares a las que dijera Sócrates: “Nadie hace el mal salvo
por ignorancia de su lugar en el mundo o del bien”.
Evidentemente, la ignorancia de la que aquí se habla no es el mero “no saber”
el código de moral o la lista de mandamientos. Se trata más bien de la
“oscuridad” e inconsciencia en la que se halla nuestra mente, objeto de un sinfín
de condicionamientos de los que, en la mayoría de los casos, ni siquiera somos
conscientes, porque ocurren en la zona oscura de nuestro psiquismo.
No hemos elegido nuestros genes, tampoco a nuestros padres ni el entorno
en el que hemos nacido y crecido, con toda la serie de “mensajes” que se han
grabado, casi indeleblemente, en nuestro interior: ¿dónde queda la supuesta
libertad? Por otro lado, los neurocientíficos nos dicen que el pensamiento se
produce algún milisegundo antes de que nos demos cuenta de él; si tampoco
elegimos nuestros propios pensamientos ni los recuerdos que archiva nuestra
memoria, ¿a qué se reduce la libertad?
Pero incluso, desde la comprensión no-dual, si no existe el “yo” como una
entidad independiente, sino solo como una ficción creada por nuestra mente, al
apropiarse de sus propios contenidos mentales, ¿”quién” sería el supuesto sujeto
libre?
Finalmente, cada persona puede experimentarlo por sí misma. Si vuelvo la

167
vista atrás, hacia mi pasado, ¿puedo decir, de un modo riguroso, que fui yo
quién decidí mis actos, o no fueron más bien ellos los que sencillamente
ocurrieron? Si analizo solo “mis” acciones de ayer, ¿puedo decir con verdad que
fui yo el hacedor libre de ellas, o no fue todo sencillamente una serie de
reacciones condicionadas por los diferentes estímulos, de acuerdo a la
programación recibida de los genes y de los diferentes condicionamientos
padecidos a lo largo de mi historia?
Es indudable que, en un nivel relativo, jugamos a la ficción de pensar que
somos libres, y sobre esa ficción descansa, en cierto sentido, nuestra sociedad.
Sin embargo, en un nivel profundo, en ese mismo en el que descubrimos la
inconsistencia del “yo”, venimos a reconocer que no existe lo que llamamos el
“hacedor individual”, sino que los “yoes” son sencillamente diferentes “papeles”
que crea la Consciencia en toda esta representación que es el mundo que
conocemos.
El sabio comprende que nadie elige –elegir, dejó dicho Krishnamurti, es signo
de duda y, en último término, de ignorancia–, sino que, porque vive en conexión
consciente con su verdadera identidad (“Lo que es”), asiente a lo que la Vida
decide en cada momento. Y sabe también que aquello que nuestra mente
nombra como “libertad” y “determinismo” no son contrarios, sino dos caras de la
misma realidad: solo al alinearnos con lo que es, experimentamos la genuina
libertad. Con todo, mientras alguien crea poseer “libre albedrío” tendrá que vivir
cada día como si realmente fuera libre, entendido en el sentido habitual.
“Ninguno” elige; la diferencia está únicamente en la creencia de que se está
eligiendo desde el libre albedrío individual 1.
Desde la perspectiva del sabio, no hay lugar para el mérito ni para el orgullo;
tampoco para la culpa ni para el juicio o condena del otro. Todo está
sencillamente “programado” por la Consciencia. Siendo así, ¿cabe otra actitud
que no sea la del perdón?
De entrada, el ser humano tiende a despreciar este tipo de afirmaciones,
porque venimos de una identificación con el yo, o mejor, con una “idea del yo”
como entidad independiente, consistente, libre y, por tanto, responsable,
merecedora de premio o castigo. Y es ese “yo” el que, después de haberse
considerado como protagonista autónomo, se resiste a ver su propia
inconsistencia. Porque negar su presunta libertad equivale a reconocer su
carácter de “marioneta”. Pero, como decía antes, cualquier persona puede
empezar a experimentarlo por sí misma, con tal de que analice rigurosamente lo

168
que llama “sus” acciones.
Descubierto el carácter vacío del yo, no solo desaparecen el orgullo, el miedo,
la culpabilidad, el juicio y el odio –que no es poco–, sino que nos apercibimos de
que somos la Consciencia atemporal, la Presencia ilimitada, que se expresaba en
esta forma concreta. Hemos nacido a nuestra identidad más profunda.
Decía que el daño que hacemos es fruto de la ignorancia que consiste en
tomar como cierta la lectura que nuestra mente hace de las cosas. Sin darnos
cuenta de que esa lectura es siempre una proyección, la damos por válida,
convencidos de que “mis pensamientos son la realidad”.
Estamos en la ignorancia mientras permanecemos en la creencia de que
nuestra identidad es el yo. Lo que de ahí brota es un comportamiento
egocentrado, origen de toda confusión y sufrimiento. Una vez puesta esa base,
todo empieza a ser justificado. Uno puede sentirse injustamente ofendido… o
puede llegar a pensar que posee la verdad y, por tanto, los otros están en el
error, y hay que combatirlos.
Detrás de tanto juicio y condena –como en el texto que leemos hoy–, parece
que no hay sino una inseguridad radical, que se disfraza justamente de
seguridad absoluta. La misma necesidad de tener razón y de creerse portadores
de la verdad es indicio claro de una inseguridad de base que resulta
insoportable. Por eso, el fanatismo no es sino inseguridad camuflada, del mismo
modo que el afán de superioridad esconde un doloroso complejo de inferioridad,
a veces revestido de “nobles” justificaciones.
Una “noble” justificación era la aludida por los fariseos y los teólogos oficiales
para condenar a esta mujer a la lapidación (¡no así al hombre adúltero!): “la
Ley”.
Ante esa situación, Jesús no entra en discusiones, ni en intentos de
convencerlos de lo errado de su posición. Como si supiera que las polémicas,
cuando hay inseguridad (aunque sea inconsciente), no hacen otra cosa sino que
las personas todavía se amurallen más en sus posturas previas y busquen más
“argumentos” para sostenerlas.
El lector del evangelio ya conoce el planteamiento básico de Jesús: la persona
prima siempre sobre la ley. “No es el hombre para el sábado, sino el sábado
para el hombre” (Mc 2,27); “¿qué está permitido hacer en sábado: el bien o el
mal?” (Mc 3,4). Él no ve a las personas a través del filtro de “justos o
pecadores”, ni tampoco proyecta en ellas sus simpatías o antipatías, sus miedos

169
y sus necesidades.
Jesús es el hombre fraternal, que sabe ver el corazón de las personas, y que
mira y trata a cada una como si fuera única. Es como si en cada persona se
estuviera viendo a sí mismo (“lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos
más pequeños, conmigo lo hicisteis”: Mt 25,40) y, en último término, viera a
Dios mismo, el Misterio último expresándose en cada rostro.
Precisamente porque conoce el corazón humano, acierta al decir: “El que esté
sin pecado que le tire la primera piedra”. Ante estas palabras, que desnudan las
etiquetas complacientes de quienes se creían “justos”, todos se alejan. Nadie es
mejor que nadie: ¿con qué derecho juzgamos, descalificamos y condenamos?
Pero la respuesta de Jesús no termina ahí. La suya es una palabra de
denuncia para los censores, pero de perdón para la mujer. No hay condena: “ve
en paz”.

170
Somos luz (8,12-20)

Jesús volvió a hablar a la gente, diciendo:


—Yo soy la luz del mundo. El que me siga no caminará a oscuras, sino
que tendrá la luz de la vida.
Al oír esto, los fariseos le replicaron:
—Estás dando testimonio de ti mismo; por tanto, tu testimonio carece
de valor.
Jesús les contestó:
—Aunque doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es válido, porque
sé de dónde vengo y a dónde voy. Vosotros, en cambio, no sabéis de
dónde vengo ni a dónde voy. Vosotros juzgáis con criterios mundanos. Yo
no quiero juzgar a nadie, y cuando lo hago, mi juicio es válido, porque no
soy yo solo el juez, sino que también está conmigo el Padre, que me
envió. En vuestra ley está escrito que el testimonio dado por dos testigos
es válido. Pues bien: un testigo a mi favor soy yo mismo; pero el otro
testigo es el Padre, que me envió.
Ellos le preguntaron:
—¿Dónde está tu Padre?
Jesús les contestó:
—Ni me conocéis a mí ni conocéis a mi Padre; si me conocierais a mí,
conoceríais también a mi Padre.
Jesús dijo esto cuando estaba enseñando en el templo, en el lugar
donde se encuentran las arcas de las ofrendas. Sin embargo, nadie se
atrevió a detenerlo, porque aún no había llegado su hora.

En el diálogo con la mujer samaritana, Jesús había sido presentado como


“agua viva”; aquí, como “luz del mundo”. Agua y luz constituían las dos
realidades centrales en torno a las que giraba la celebración de la Fiesta de las
Tiendas.
El ser humano anhela la luz tanto como la vida. Saber, comprender, ver… Por
un lado, es fácil reconocer que ahí se encierra el secreto de la vida: en la
medida en que “vemos”, nuestros pasos, llenos de sentido, se orientan en la
dirección adecuada. Por otro, la luz no es solo un factor que nos facilita
movernos, sino que constituye nuestro propio “hogar”.
Somos luz que, momentáneamente, ha quedado oscurecida como resultado

171
de nuestra identificación con la mente. Como consecuencia de ello y debido,
simultáneamente, a condicionamientos culturales y psicológicos, nuestra visión
ha podido reducirse hasta el extremo. Así, nos hemos embarcado en
mecanismos destructivos nacidos de la ignorancia y del sufrimiento no resuelto,
y terminamos resignados a la oscuridad que hemos creado.
Sin embargo, el anhelo de luz sigue latente. Cualquier pequeño destello que
nos alcanza a través de algo que oímos, vemos o leemos, basta para que se
avive. O incluso, desde otro ángulo, el peso de la oscuridad puede constituir un
revulsivo que nos haga ponernos en camino.
Somos luz y lo habíamos olvidado. El camino nos ha de llevar a recordarlo, a
despertar a nuestra verdadera identidad. Si la reducción al ego es la primera
ignorancia, nuestra verdadera identidad es luz. Si el ego es oscuridad, el Yo Soy
es luminosidad. De la ignorancia nace el sufrimiento propio y ajeno. De la luz, la
libertad interior, la paz y la compasión.
La luz que somos se manifiesta como sabiduría, que no nace de la
acumulación de conocimientos, sino del “saborear” la verdad, más allá de los
engaños reductores del ego. Esa es la sabiduría –certeza, confianza, humildad,
ecuanimidad, amor, unidad…– que apreciamos en aquellos seres que han vivido
en conexión con su verdad más profunda. Eso es lo que admiramos también en
Jesús de Nazaret. Vivió su identidad con tal claridad que pudo decir: “Yo soy la
luz del mundo”.
Quien hablaba ahí no era el “individuo” Jesús, desde su “yo particular”, sino el
“Yo soy” universal, identidad radical y compartida de todos nosotros. Se trata,
por tanto, de la misma voz que quiere expresarse en cada persona.
“El que me siga –sigue diciendo– tendrá la luz de la vida”. No se trata de que
“alguien” separado vaya a aportarnos la luz desde fuera, como “premio” de una
adhesión a él. Así pudieron leerlo nuestros antepasados desde un nivel de
consciencia mítico o, en todo caso, mental (dual). La expresión “el que me siga”
habría que traducirla, sencillamente, por: el que viva en ese mismo “lugar” de la
identidad compartida. Quien se sitúe ahí, se descubrirá luz; por eso, dejará de
caminar a oscuras, de una manera egocentrada, y la Vida fluirá a través de él.
A partir de aquí, el autor vuelve de nuevo a sus argumentos apologéticos en el
enfrentamiento que las comunidades joánicas mantienen con los judíos, después
de que se provocara la ruptura. Se trata de un estilo que nos llega como
repetitivo y abstracto. Basándose en la argumentación propia de los doctores de

172
la ley, el autor del evangelio busca reivindicar a Jesús como el “emisario divino”,
sobre la fuerza del doble testimonio –la ley requería dos testigos– del propio
Jesús y del Padre.
La elaboración del discurso se asienta, en realidad, en una especie de petición
de principio, ya que presenta como testigo de Jesús al propio Jesús. Lo hace
apoyado en la propia veracidad del Maestro –atestiguada a lo largo de su vida–
y, sobre todo, en la unidad entre él y el Padre.
Tal unidad queda aquí formulada de una manera atrevida, no menos que en
expresiones que encontraremos más adelante: “El Padre y yo somos uno”
(10,30), o “quien me ve a mí, ve al Padre” (14,9). Desde ahí, resulta del todo
coherente la rotundidad de la afirmación que se hace aquí: “Si me conocierais a
mí, conoceríais también a mi Padre”. Quien se conoce a sí mismo –en su
verdadera identidad de “Yo soy”–, conoce a la Fuente del ser.
Y aquí converge todo de nuevo, en una coherencia armoniosa, tal como ha
sabido expresar la sabiduría de todos los tiempos, como proclamaba el oráculo
de Delfos: “Hombre, conócete a ti mismo, y conocerás al Universo y a los
dioses”.
La coherencia radica en el hecho de que, al conocerse a sí mismo en
profundidad, se experimenta simultáneamente la unidad (no-dualidad) y la
sabiduría: “Quien conoce a los demás, es inteligente –afirmaba Lao Tzu–. Quien
se conoce a sí mismo, es sabio”. Por eso, en resumen, tal como dijera
Krishnamurti, “la ignorancia no radica en la falta de conocimientos librescos… La
falta de conocimiento propio es la esencia de la ignorancia”.

173
La identidad de Jesús, nuestra identidad: Yo soy (8,21-30)

De nuevo les dijo Jesús:


—Yo me voy. Me buscaréis, pero moriréis en vuestro pecado. Vosotros
no podéis venir adonde yo voy.
Los judíos comentaban entre sí:
—¿Pensará suicidarse y por eso dice: “Vosotros no podéis venir adonde
yo voy”?
Entonces Jesús declaró:
—Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros pertenecéis a este
mundo, yo no. Por eso os dije que moriríais en vuestros pecados. Porque
si no creéis que yo soy, moriréis en vuestros pecados.
Entonces ellos le preguntaron:
—Pero, ¿quién eres tú?
Jesús les respondió:
—Precisamente es lo que os estoy diciendo desde el principio. Tengo
muchas cosas que decir y condenar de vosotros. Pero lo que yo digo al
mundo es lo que oí de aquel que me envió y él dice la verdad.
Ellos, no obstante, no cayeron en la cuenta de que les estaba hablando
del Padre. Por eso añadió Jesús:
—Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces reconoceréis
que yo soy. Yo no hago nada por mi propia cuenta; solamente enseño lo
que aprendí del Padre. El que me envió está conmigo y no me ha dejado
solo, porque yo hago siempre lo que le agrada.
Al oírle hablar así, muchos creyeron en él.

El discurso de auto-revelación de Jesús llega aquí a su punto álgido: se pone


de manifiesto su identidad que es, también, la nuestra. Se nombra como “Yo
soy” y aparece indisociablemente unido al “Padre”, a la fuente de todo “lo que
es”.
Al emerger la mente, dentro del proceso evolutivo, el ser humano se identificó
con ella, por lo que se definió a sí mismo como un “individuo racional”, separado
de todo lo demás y desconectado de la fuente del ser.
A partir de ese momento, todo lo que fue creando y construyendo –sociedad,
economía, política, religión…– llevaba la huella del yo, incluida –no podía ser de
otro modo– la idea de Dios, que era visto como el gran “Yo” separado al que se

174
debía completo acatamiento.
Los sabios siempre vieron que aquella identificación con la mente era la fuente
de toda ignorancia y el origen de todo sufrimiento. Porque, al reducirnos a ella,
nos encerraba en un molde estrecho y egocentrado, haciéndonos olvidar nuestra
naturaleza esencial.
A medida que la persona empieza a tomar distancia de aquella identificación,
reconociendo que no es su cuerpo ni sus pensamientos o sentimientos, deja de
verse como un yo particular –que, necesariamente, se tiene que definir por algo
más: “yo soy esto”– y se ensancha su percepción hasta reconocerse como pura
consciencia de ser, no separada de nadie ni de nada, que se expresa como “Yo
soy” sin añadido alguno.
Yo soy: con esa expresión se alude, en diferentes tradiciones sapienciales –
incluida la judeocristiana–, a nuestra verdadera identidad. Somos el Ser que
subyace en todo y que en todo se manifiesta: lo que llamamos “yo” no es sino
una expresión más de la realidad única que somos. No somos el “yo” que
percibimos como un objeto más, sino precisamente Eso que es consciente o se
da cuenta de cualquier objeto y que no puede ser objetivado.
En el texto se afirma que reconocerán la identidad de Jesús cuando lo
“levanten en alto”. Con esas palabras, el autor se refiere al hecho de la cruz,
que en este evangelio se lee en clave de exaltación. Lo que aparentemente era
un instrumento de tortura y un signo de muerte, va a ser leído como triunfo y
victoria sobre todo tipo de mal. Por eso, será en la muerte-resurrección, dice el
escrito evangélico, donde finalmente se desvelará quién es Jesús y quiénes
somos todos.
“Yo soy” no se halla desconectado del “Padre” en ningún momento; en
realidad, son la misma y única Realidad. Por eso, hablando con propiedad, no
hacemos nada “por nuestra cuenta”. Desde la comprensión no-dual advertimos
que todo lo que ocurre, en todo momento, es siempre voluntad de Dios; no
puede ser de otro modo. Dios (el Ser, la Consciencia, la Vida) se manifiesta y
expresa a través de lo que somos y hacemos: la sabiduría consiste en
reconocerlo. Cuando esto ocurre, se nos abren los ojos, nos rendimos a lo que
es y nos alineamos completamente a la corriente sabia de la Vida. Se acaban las
resistencias y todo fluye adecuadamente.
Cuando, por el contrario, debido a la lectura mental, estamos lejos de esa
comprensión, permanecemos en la ignorancia que, en nuestro texto, se designa

175
como “pecado”. Y ahí “morimos” a nuestra verdadera identidad, porque
quedamos encerrados en el espejismo de lo que no somos.
No hay que entenderlo, por tanto, como un “pecado” moral, que fuera fruto
de la maldad consciente de la persona, que se obstinaría en oponerse a algún
plan preestablecido por la divinidad. De lo que se trata, más bien, es
precisamente de aquella inconsciencia radical que explica que nuestra visión y
nuestro comportamiento sean con frecuencia tan estrechos y peligrosos.
El autor del texto expresa el contraste entre ambas formas de percibirse
recurriendo a las contraposiciones habituales en este evangelio: arriba/abajo =
espíritu/carne = luz/tinieblas = vida/muerte. Contraposiciones que solo se
resuelven cuando accedemos a la visión no-dual: ahí descubrimos que no son
realidades en oposición permanente, como pensaría cualquier perspectiva
dualista, sino simplemente polos complementarios de la única realidad.

176
La cuestión de la libertad (8,31-38)

Dirigiéndose a los judíos que habían creído en él, dijo Jesús:


—Si os mantenéis fieles a mi palabra, seréis verdaderamente mis
discípulos; así conoceréis la verdad y la verdad os hará libres.
Ellos le replicaron:
—Nosotros somos descendientes de Abraham; nunca hemos sido
esclavos de nadie. ¿Qué significa eso de que seremos libres?
Jesús les contestó:
—Yo os aseguro que todo el que comete pecado es esclavo del pecado.
El esclavo no permanece para siempre en la casa, mientras que el hijo sí.
Por eso, si el Hijo os da la libertad, seréis verdaderamente libres. Ya sé
que sois descendientes de Abraham. Sin embargo, intentáis matarme,
porque no aceptáis mi enseñanza. Yo hablo de lo que he visto estando
junto a mi Padre; vuestras acciones manifiestan lo que habéis oído a
vuestro padre.

En el desarrollo de la polémica, los judíos apelan nada menos que al “padre


del pueblo”, al gran patriarca Abraham.
Es propio del ego tratar de asentar su seguridad e incluso su propio valor en
realidades externas. De hecho, el yo no es sino una máquina de acumular. Para
lograr una sensación de estabilidad –de la que carece por sí mismo, ya que es
solo una ficción mental– y para obtener una cierta sensación de seguridad,
acumula todo aquello que se pone a su alcance: bienes, objetos, títulos, poder,
imagen, relaciones, afectos… Se apropia de ellos insaciablemente –porque
nunca tiene bastante: al ser esencialmente vacío, otra de sus características es
la insatisfacción– hasta el punto de hacer depender de ellos su propia identidad.
Como un parásito, el ego necesita alimentarse con la “energía” que roba a todo
aquello –cosas, personas, imagen, títulos…– a lo que inexorablemente se aferra.
En este caso, el ego se apropia del título de ser “hijo de Abraham”. Con él,
mantiene el espejismo de creerse “libre”, pensando que también la misma
libertad es otro objeto más del que puede apropiarse.
La palabra de Jesús es tan tajante como cierta: mientras permanecemos en la
ignorancia (“pecado”) no podemos acceder ni permanecer en la “casa” (nuestro
verdadero hogar).
Y para agudizar la polémica, el autor introducirá enseguida el contraste entre

177
ser “hijo del Padre” (como Jesús) o “hijos del diablo”. Una vez más, quiero
insistir en la necesidad de evitar un doble riesgo que nos acecha en la lectura de
los textos sagrados: el literalismo y el moralismo. No hay por qué entender la
figura del diablo como una entidad personalizada, por más que la mente haya
tendido espontáneamente a ello. Tampoco hay que caer en una especie de
maniqueísmo moralizante que condena con los peores insultos y amenazas a
quienes no comparten la propia visión.
El texto se sigue moviendo en el campo de la sabiduría, utilizando expresiones
y metáforas que buscan enfatizar lo que se halla en juego, nada menos que la
cuestión de la verdad y de la libertad, es decir, la naturaleza de nuestra
verdadera identidad.
¿Qué es, pues, la libertad? No es “algo” que el yo pueda adquirir. Dado que el
yo es una ficción, sería una quimera hablar de un yo libre. Es cierto que, igual
que hace con la consciencia –al objetivarla, creó el ego–, la mente objetiva la
(idea de la) libertad y saca la conclusión de un yo libre que es dueño de sus
decisiones y de sus actos.
La libertad, sin embargo, no es una característica del yo, sino otro nombre de
nuestra identidad profunda. La Consciencia es libertad, fuente inagotable de
creatividad que se despliega incesantemente. Tal como expresa la hermosa
frase de Jesús, la libertad es una con la verdad y con la realidad.
Únicamente cuando vemos la Realidad tal como ella es, sin el filtro que
interpone nuestra mente, nos asentamos en la Verdad que somos. Y solo
entonces caemos en la cuenta de que eso mismo es la Libertad. Tiene razón
Jesús: no nos hacen libres las ideas o proyectos de nuestra mente; tampoco, los
títulos adquiridos ni las creencias a las que nos sometemos. La libertad es una
con la verdad, y esta no es otra cosa que la realidad misma.
Somos libres, por tanto, cuando decimos “sí” a lo Real. Lo cual nos adentra en
una nueva y profunda paradoja: la libertad y la rendición a lo que es son las dos
caras de la misma verdad, hasta el punto de que no puede darse la una sin la
otra. O con otras palabras: como he apuntado un poco más arriba, la aparente
contradicción entre “libertad” y “determinismo” –insuperable para quien se halla
en el nivel mental– se diluye como errónea apenas emerge la comprensión no-
dual; era solo un falso dilema 2.
La verdad no puede ser otra que la alineación con la sabiduría que rige todo el
cosmos, y que se plasma y concreta en la actitud de amar lo que es. Es

178
entonces, paradójicamente otra vez, al amar lo que es, cuando se nos regala la
acción oportuna y adecuada.
No es libre el remolino que se retuerce sobre sí mismo y lucha contra la
corriente de agua de un río caudaloso; es solo ignorante, porque desconoce,
tanto la sabiduría armoniosa de la propia corriente, como el hecho de que él
mismo –más allá de la forma que ha adoptado– es agua. Por eso, solo será libre
en la medida en que, reconociéndose uno con el agua que corre, se deje fluir,
ajustándose a su danza sabia. En ese mismo encaje, el remolino dejará de
seguir retorciéndose, para hacer el recorrido preciso y adecuado en cada
momento. La persona que vive en la idea de ser un yo separado es como el
remolino que ha olvidado que es agua 3.
Desde esta perspectiva, la libertad auténtica coincide con el no-deseo o
desapego. La felicidad, el gozo, la plenitud… no tienen que ver con las
circunstancias que nos ocurren; radican más bien en el hecho de no desear, de
vivir desprendidos, aceptando lo que viene, en la certeza de que todo ello
obedece a una inteligencia secreta, siempre sabia, por más que permanezca
oculta a nuestra mente.
Pero, en contra de lo que con frecuencia hemos escuchado, el desapego no
hay que unirlo directamente con el sacrificio, sino con la comprensión. Como
señala con acierto Consuelo Martín, “cuando alguien se desapega de verdad,
nota que eso es felicidad. Porque desapegarse equivale a liberarse” 4.
Decía más arriba que, con la emergencia de la mente, apareció el yo. Y, con
él, la arrogancia que le hizo creer que era poseedor de la inteligencia. Como si,
antes de su aparición en el universo, todo hubiera sido un caos más o menos
descontrolado. Sin embargo, la inteligencia –sabiduría, consciencia– se halla en
el origen y en el desarrollo de todo el proceso.
Heráclito lo expresaba de este modo: “Lo que es racional no es el hombre,
sino que solo el Ser que lo abarca todo es inteligente”. Y se lamentaba a
continuación: “Aun siendo el Logos general a todos, la mayoría vive como si
tuviera una inteligencia propia particular” 5. Acierta, por tanto, quien se
reconoce como expresión de aquella inteligencia una y se vive en conexión con
ella. Esa es la verdad y la libertad.
En el lenguaje de las comunidades joánicas, se decía que era la palabra de
Jesús la que nos conducía a la verdad y, por tanto, a la libertad. Pero me parece
que se equivoca quien lo interpreta en el sentido de que la adhesión a sus

179
palabras –la creencia mental o cordial en él– garantice nuestra verdad. Porque
la verdad no cabe en ninguna creencia, por admirable y elevada que esta sea.
Tal comprensión de la frase evangélica no puede desembocar en un nuevo
fanatismo y, a la vez, en actitudes proselitistas.
Jesús –su palabra, su persona– nos conduce a la verdad, porque refleja
admirablemente la verdad última de quienes somos, en unidad con todo lo que
es. Al anclarnos en nuestra verdadera identidad, nos descubrimos
compartiéndola con él: estamos en conexión con la Verdad de lo que es.
Todo ello nos conduce a plantear una cuestión decisiva: el coraje de saber.
Con frecuencia, la autoridad se opone a que las personas sepan porque,
mientras perduren el desconocimiento y la ignorancia, se siente a salvo de
cuestionamientos. Todavía en determinados círculos religiosos se advierte del
riesgo de “querer saber demasiado”, que supuestamente pondría en peligro la fe
o, peor aún, sería un síntoma de orgullo pecaminoso.
Frente a tales orientaciones miopes y mezquinas, resuena la fuerza de las
palabras de Jesús: “La verdad os hará libres”. Y que parecen encontrar un eco
en la consigna ilustrada: “sapere aude”, atrévete a saber. Porque, como dijera
Kant, únicamente ese atrevimiento permitirá salir a los humanos de la “minoría
de edad”.
Es cierto que hoy somos críticos frente al excesivo optimismo con que la
Ilustración vio el conocimiento racional. Cada vez somos más conscientes de los
límites insalvables de este y se nos hace más patente la necesidad de trascender
el modelo mental (racional), tal como vengo subrayando a lo largo de estas
páginas. Pero eso no niega en absoluto la necesidad de la razón crítica.
Es penoso constatar que, culturalmente, nos hallamos ante un dilema: el que
se ha establecido entre una religiosidad infantil y un racionalismo chato. La
primera, por no atreverse a pensar; el segundo, por absolutizar la razón 6.
Frente a ambos extremos, se hace urgente poner de manifiesto que lo
genuinamente espiritual –algo que no ocurre con las creencias irracionales–
pasa la prueba de la razón crítica, pero trasciende a esta.
La verdad nos hace libres. Pero, con frecuencia, ha sido la misma institución
religiosa la que ha tergiversado esa afirmación, al confundir la verdad con su
propia creencia. La conclusión no podía ser otra que la manipulación de las
conciencias y la exigencia de sumisión a sus propios postulados. Porque las
creencias no solo no hacen libres, sino que fácilmente provocan el efecto

180
contrario.
La genuina obediencia (“ob-audire”) consiste en la escucha de nuestro fondo,
que es uno con el Fondo de todo. Por eso, se trata, como bien advirtiera
Krishnamurti, de “ser luz para sí mismo”. Tal afirmación no significa una
apología del individualismo ni, mucho menos, de las apetencias del ego. Porque
no se habla aquí de ideas ni de deseos del yo, sino de aquella Realidad que nos
constituye, que es compartida con todos y que es una con la Verdad.
Se superan igualmente la creencia irracional (y autoritaria) y el absolutismo
racional, aun valorando el valor irrenunciable de la razón crítica. Y ello es posible
porque se tiene acceso a la sabiduría que es una con el Fondo de lo real.
“La verdad os hará libres”, dice Jesús. Sin embargo, con cuánta frecuencia, las
creencias de sus seguidores han constituido el mayor obstáculo para abrirse a la
verdad. Es bien conocida la trampa por la que la mente reduce la verdad –
inapresable para ella– a sus creencias –afirmaciones objetivadas y, en todo
caso, meras construcciones mentales–.
A partir de ese equívoco inicial, se suelen producir dos fenómenos. Por un
lado, la persona religiosa cree estar en posesión de la verdad ya que está
aferrada a una creencia que ha identificado con aquella. En este sentido, me
resulta particularmente familiar el “argumento” utilizado por determinados
creyentes para afirmar la superioridad de su propia posición, y que en síntesis
adopta esta formulación: “Jesús es la verdad; yo creo en Jesús, luego estoy en
la verdad”. No se advierte la trampa conceptual que consiste en identificar la
Verdad que somos –que es– con la adhesión mental a una determinada
creencia.
Por otro lado, la absolutización de cualquier creencia –religiosa o no–
constituye el mayor obstáculo para acoger la verdad, puesto que toda creencia
constituye un marco limitado que únicamente permite ver lo que cae dentro del
mismo. Por tanto, descartará de antemano, aun sin mala voluntad e
inconsciente de estar haciéndolo, todo aquello que no quepa dentro su propia
fe.
¿Qué decir de todo ello? Para empezar, me parece importante reconocer con
humildad algo obvio: la verdad carece de contornos –es ilimitada– y no puede
contenerse en una fórmula. Por ese motivo, no es “algo” que la mente pudiera
apropiarse o a lo que fuera posible aferrarse. Lo cual explica, también, que para
el yo sea incertidumbre por cuanto, al no ser un objeto mental –una idea o

181
creencia–, se le escapa completamente.
La misma naturaleza de la verdad provoca que, en el momento mismo en que
se la quiere delimitar en una creencia concreta, se caiga en la mentira: se ha
confundido la verdad inefable con una mera construcción mental. Buscando
seguridad en la que sostenerse, se ha desembocado en un error de
consecuencias graves y peligrosas para uno mismo y para los demás.
La verdad no puede ser apresada, ni aporta seguridad al yo que, ante ella, se
descubre completamente desnudo, sin consistencia. Por ese motivo, la evita,
refugiándose –protegiéndose– en el sucedáneo de las “creencias”, en las que
cree encontrarse seguro.
Al no ser objeto, la verdad simplemente es. Una con la realidad, constituye el
fondo último de todo lo que es. Por eso, no se la puede tener; únicamente se la
puede ser.
Cuando eso se vive, se experimenta el “solo ser”, sin añadidos conceptuales;
es un vivir viviendo en estado de presencia, en el reconocimiento lúcido y
gozoso de que somos Eso que ni siquiera se puede nombrar.
Eso –la verdad, lo que somos– es Plenitud. Pero, ante ella, el yo queda
desnudo. Como le ocurre, por otra parte, ante cualquier realidad transpersonal:
la Belleza, la Bondad, el Amor, el Gozo, la Plenitud… Ninguna de ellas tiene al yo
como sujeto; al contrario, se “esconden” en el momento mismo en que el yo
quiere atribuírselas. Del mismo modo que cuando hay Amor, no hay nadie que
ame, cuando brilla la Verdad, nadie la posee.
Se advierte, así, una bella paradoja: es la propia verdad la que me hace
comprender, de manera definitiva, que no sé nada. Porque, al abrirme a ella,
descubro que todo lo que mi mente pudiera atrapar ya no es la verdad, sino
solo una “opinión”; y que aquello que presumía “saber” no son otra cosa que
creencias, construcciones mentales, sin mayor importancia. Por eso, justo en el
momento en que me abro a la verdad –siempre ilimitada–, se producen dos
comprensiones tan simultáneas como paradójicas: soy la verdad y no sé nada 7.

182
Verdad y mentiras (8,39-49)

Ellos le replicaron:
—Nuestro padre es Abraham.
Jesús contestó:
—Si fueseis de verdad hijos de Abraham, haríais lo que él hizo. Vosotros
queréis matarme a mí, que os he dicho la verdad que aprendí de Dios
mismo. Abraham no hizo nada semejante. Vosotros hacéis las obras de
vuestro padre.
Ellos le contestaron:
—Nosotros no hemos nacido de prostitución. Dios es nuestro único
padre.
Entonces Jesús les dijo:
—Si Dios fuera de verdad vuestro Padre, me amaríais a mí, porque yo
he venido de Dios y estoy aquí enviado por él. No he venido por mi propia
cuenta, sino que él me ha enviado. ¿Por qué no entendéis mi lenguaje?
Sencillamente, porque no queréis aceptar mi palabra. Vuestro padre es el
diablo; le pertenecéis a él, e intentáis complacerle en sus deseos. Él fue
homicida desde el principio. Nunca se mantuvo firme en la verdad. Por
eso, nunca dice la verdad. Cuando miente, habla de lo que lleva dentro,
porque es mentiroso por naturaleza y padre de la mentira. Por eso
vosotros no podéis creerme, porque yo digo la verdad. ¿Quién de vosotros
sería capaz de demostrar que yo he cometido pecado? Pues bien, si os
digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios, acepta las
palabras de Dios; pero vosotros no sois de Dios, y por eso no las aceptáis.
Los judíos le contestaron:
—Con razón decimos nosotros que eres samaritano y que estás
endemoniado.
Jesús respondió:
—Yo no estoy endemoniado; lo que hago es honrar a mi Padre;
vosotros, en cambio, me deshonráis a mí.

La confrontación entre las comunidades joánicas y la sinagoga ha llegado


hasta la descalificación completa. Este texto hay que enmarcarlo en el momento
en que los seguidores de Jesús han sido definitivamente excomulgados y están
siendo perseguidos. Desde esa situación de exclusión y persecución, se
enfrentan apologéticamente con los fariseos, desde un planteamiento

183
radicalmente dicotómico: toda la verdad se halla en una parte; toda la mentira,
en la otra. Reaparece, bajo esta perspectiva, el conocido dualismo joánico,
ahora desde una postura típicamente sectaria, de quien se siente perseguido.
La descalificación que el texto hace del judaísmo –comprensible únicamente
en aquel contexto polémico– no puede ser mayor: no solo le niega ser hijo de
Abraham, sino incluso de Dios.
No podemos saber con certeza si la protesta de los fariseos –“no hemos
nacido de prostitución”– podría tener como trasfondo algún tipo de rumor
popular acerca de Jesús, al que consideraran hijo ilegítimo.
Con todo, el núcleo de la discusión lo constituye la descalificación del judaísmo
justamente en aquello a lo que más se aferraban: descendientes de Abraham,
“pueblo elegido” de Dios.
El autor del evangelio, cuyo objetivo es presentar a Jesús como el revelador
del Padre, emisario divino portador de la verdad, se ve obligado a denunciar
como “mentira” cualquier oposición a él. Y, para ello, no duda en acusarlos nada
menos que de ser hijos del diablo, el padre de la mentira.
En el texto, el diablo es presentado, en el sentido etimológico del término
(Satanás), como “adversario”. A partir de ahí, el autor no duda en parangonar
esa actitud diabólica con la oposición que los propios fariseos muestran hacia
Jesús.
Del otro lado, las acusaciones contra Jesús –y sus seguidores– son también
las más fuertes en boca de un judío. Lo acusan nada menos que de “ser
samaritano” y de “estar endemoniado”. Se trata de acusaciones, sobre todo la
segunda, que se recogen también en los sinópticos (Mt 12,24). Llamar a un
judío “samaritano” era tratarlo de hereje, bastardo e idólatra (esto pone de
relieve el carácter provocativo de la parábola llamada del “buen samaritano” [Lc
10,25-37], al colocar a este como “ejemplo” de comportamiento, frente a las
figuras religiosas del sacerdote y del levita); llamarlo “endemoniado” era
aplicarle el calificativo de loco.
¿Qué decir de todo esto? Como vengo señalando a lo largo de todo el
comentario, nos encontramos, no ante un enfrentamiento entre Jesús y sus
contemporáneos, sino en la polémica bastante posterior entre los fariseos
herederos de Jamnia y las comunidades joánicas, excomulgadas de la sinagoga.
No es, pues, Jesús el que habla aquí, sino aquellas mismas comunidades, a
través de distintos redactores del texto que ha llegado hasta nosotros.

184
Dentro de ese marco de discusión, y ahora ya desde nuestra perspectiva,
podemos entender las referencias a “Dios” y al “diablo” como alusiones a dos
modos diferentes –contrapuestos– en que podemos situarnos: en la apertura y
conexión con nuestra verdadera identidad, en ese “lugar” donde somos verdad y
libertad, tal como se señalaba en el parágrafo anterior, o bien en la cerrazón del
ego –la reducción a la mente–, quedando atrapados en la ignorancia, la
confusión y el sufrimiento.
Desde nuestra visión, la postura del autor nos resulta excluyente y maniquea.
Como todo aquel que se halla en un nivel de consciencia mítico, identifica su
propia creencia con la verdad (absoluta). Una vez establecida tal identificación,
los otros –quienes no comparten la creencia– son descalificados como
“mentirosos” o con otros adjetivos peores.
Por esa razón, no es fácil reconocer en estos textos la sabiduría del Maestro
de Nazaret. El sabio puede vivir pasión en su enseñanza y, eventualmente,
pronunciar palabras duras y tajantes. Pero no caerá en la trampa de posturas
excluyentes, como quien afirma que la verdad se halla siempre y solo de su
parte.
Textos de este tipo encuentran asentimiento inmediato en quienes consideran
la verdad como un conjunto de afirmaciones o de creencias, que sirven de
soporte para la propia sensación de seguridad. Pero chirrían demasiado a
quienes han superado aquel estadio mítico y han visto que la verdad escapa a
nuestros intentos de aferrarla y de encerrarla en cualquier esquema mental.
De hecho, una verdad que condena como “mentira” la postura ajena deja de
ser verdad. Y esto, no por un relativismo vulgar y nihilista para el que todo vale
igual, sino por una comprensión más profunda ante la que aparece la verdad
siendo una con la realidad. Es decir, no como resultado de una formulación
mental, sino más bien como la conexión con todo lo que es, fruto de la cual
nace una nueva actitud y un nuevo comportamiento, caracterizados por la
sabiduría y la compasión.

185
“Antes que Abraham”: presencia y atemporalidad (8,50-59)

[Jesús prosiguió diciendo]:


—Yo no vivo preocupado por mi honor. Hay uno que se preocupa de
eso, y es él quien puede juzgar. Yo os aseguro que el que acepta mi
palabra, no morirá nunca.
Al oír esto, los judíos le dijeron:
—Ahora nos convencemos plenamente de que estás endemoniado.
Tanto Abraham como los profetas murieron, y ahora tú dices: El que
acepta mi palabra no experimentará nunca la muerte. ¿Acaso eres tú más
importante que nuestro padre Abraham? Tanto él como los profetas
murieron, ¿por quién te tienes?
Jesús respondió:
—Si yo comenzase ahora a defender mi honor, mi defensa carecería de
valor. Pero el que vela por mi honor es mi Padre, el mismo del que
vosotros decís: “Es nuestro Dios”. En realidad no lo conocéis; yo, en
cambio, lo conozco. Y si dijera que no lo conozco, sería tan mentiroso
como vosotros. Pero yo lo conozco de veras y pongo en práctica sus
palabras. Abraham, vuestro padre, se alegró solo con el pensamiento de
que iba a ver mi día; lo vio y se llenó de gozo.
Entonces los judíos le dijeron:
—¿De modo que tú, que aún no tienes cincuenta años, has visto a
Abraham?
Jesús les respondió:
—Os aseguro que antes que Abraham naciera, yo soy.
Ante esta afirmación, los judíos tomaron piedras para tirárselas; pero
Jesús se escondió y salió del templo.

El tema del honor –una cuestión central, por otro lado, en las culturas
mediterráneas del siglo I– es recurrente en el cuarto evangelio. En capítulos
anteriores hemos visto cómo la búsqueda del honor propio ciega a la verdad: la
expectativa de lograr honores humanos –se decía allí– lleva al olvido de Dios y,
por tanto, introduce en la mentira.
En contraste, Jesús manifiesta una libertad inaudita frente a ese tipo de
necesidad. Vive tan radicalmente anclado en el Padre –en la verdad de quien
es– que esa vivencia constituye la fuente de su libertad.

186
Es así: la comprensión de quienes somos nos libera. La ignorancia, por el
contrario, nos lleva a vivir en la búsqueda más o menos compulsiva y ansiosa de
gratificaciones inmediatas que otorguen la sensación (pasajera e ilusoria) de
garantizar nuestra necesidad de ser reconocidos y de sentirnos seguros.
La mente busca con desesperación seguridad y satisfacción. La trágica ironía
consiste en que es absolutamente incapaz de alcanzarlas. La única seguridad a
la que puede llegar no es otra que el reconocimiento de la finitud de la propia
persona. Es también incapaz de satisfacerse porque ella misma es insaciable.
Por este motivo, la mente se ve embarcada en una carrera que no conduce a
ninguna parte, ya que no existe nada que nos asegure ni nos satisfaga.
Y, sin embargo, cuando dejamos de buscar de modo equivocado, se nos
regala descubrir que somos ya aquello que perseguíamos. Somos Seguridad y
Plenitud. Pero, para verlo, necesitamos pasar del pensar al atender: acallar la
mente y reconocernos en la plenitud de presencia que somos.
Cuando eso ocurre, verificamos que lo que somos no puede morir: “El que
acepta mi palabra –dice Jesús, con una fórmula de juramento: “os aseguro”–,
no morirá nunca”. Pero no porque alguien, desde fuera, nos otorgará el premio
de la resurrección, sino porque aquello que somos es indestructible: lo que
nunca nació, no puede morir.
Un contemporáneo de Jesús, el sabio Apolonio de Tiana afirmaba: “Nadie
muere, solo lo parece, igual que nadie nace, aunque parezcan entrar en este
mundo. Cuando la consciencia pasa del espíritu a la materia, decimos que un
alma ha nacido; y cuando pasa de la materia al espíritu, decimos que ha
fallecido. Pero nuestra esencia nunca nace y nunca es destruida”.
Eso es lo que se nos revela en este texto: “Antes que Abraham naciera, yo
soy”. Lo que somos es atemporal, eterno. Solo nuestra forma es transitoria; ha
experimentado el nacimiento y experimentará la muerte. Pero, lo que realmente
somos, es no-nacido. Lo que es, es. Históricamente, Abraham había nacido
hacía mil ochocientos años; sin embargo, el Yo soy, atemporal y pleno, es
“anterior” a cualquier forma.
Es claro que una tal afirmación no puede tener como sujeto al yo individual –
la forma–, sino que únicamente puede ser pronunciada por aquel que se
reconoce en el Yo soy universal, en la identidad compartida, la Consciencia que
somos.
El capítulo se iniciaba con la proclamación de Jesús como luz del mundo.

187
Termina con la afirmación de Jesús, confesando su identidad profunda,
atemporal y eterna. Es el tercer “Yo soy” de este capítulo.
Con todo ello, el lector es invitado a superar la separación que la mente
establece y a reconocerse a sí mismo como “Yo soy”, en ese mismo y único
Fondo que compartimos con todos y con todo.
Sin embargo, para quien se halla en un nivel de consciencia mítico, eso no
puede sonar sino a blasfemia. Para la mente, Dios es un ser separado,
infinitamente distinto a las criaturas. En el silencio de la mente, que no niega las
diferencias, somos capaces de percibir la no-separación de todo.
Los judíos quieren apedrear a Jesús por lo que consideran una blasfemia. Pero
él se esconde y “sale” del templo: abandona definitivamente el ámbito religioso
en aras de la universalidad.

1. Sobre el tema del libre albedrío y el determinismo, remito a lo escrito en Metáforas de la no-
dualidad. Señales para ver lo que somos, Desclée De Brouwer, Bilbao 2018, pp. 244-263.
2. Sobre el falso dilema que contrapone “libre albedrío” y “determinismo”, puede verse lo que he
escrito en Metáforas de la no-dualidad. Señales para ver lo que somos, Desclée De Brouwer,
Bilbao 2018, pp. 244-263.
3. E. MARTÍNEZ LOZANO, Metáforas de la no-dualidad. Señales para ver lo que somos, Desclée De
Brouwer, Bilbao 2018, pp. 131-134.
4. C. MARTÍN, Vivir en Espíritu y en Verdad, Obelisco, Barcelona 2017, p. 210.
5. Cit. en M. CAVALLÉ, La sabiduría recobrada. La filosofía como terapia, Oberon, Madrid 2002, pp. 11
y 114.

6. Una crítica contundente a esa absolutización en la tesis doctoral de P. MORENO RODRÍGUEZ, El


pensamiento de Miguel de Molinos, Fundación Universitaria Española, Madrid 1992, p. 40-43: “La
cultura occidental ha caído en distintas y peligrosas trampas; sin duda, una de las más terribles
ha sido la del racionalismo hipertrofiado y devenido en razón instrumental… La filosofía y la razón
que la cimenta han ido perdiendo toda referencia a la vida concreta del hombre; se ha recluido
en sus especulaciones herméticas, reduciéndose a «mero juego mental o a un culturismo y
halterofilia de las ideas», quedando lo mejor de lo humano mutilado, aplastado por aquella
hipertrofia fagocítica… La razón absoluta esclavizaría como el más terrible tirano, enajenando,
alienando al hombre en su ser esencial”. Y concluye con las palabras del profesor Joaquín Lomba:
“No solo la filosofía y el conocer, sino el concepto mismo de hombre se hallan hoy condenados a
muerte por un idéntico pecado: la totalitaria y falsa idolatría de la razón” (p. 378).
7. Aun aparentemente contrarias, las expresiones de Sócrates (“Solo sé que no sé nada”) y de Jesús
(“Yo soy la verdad”) son ambas simultáneamente ciertas.

188
“Yo soy” es luz

“Yo he venido a este mundo para un juicio: para dar la vista a los ciegos
y para privar de ella a los que creen ver” (Jn 9,39).

189
Ver y ayudar a ver (9,1-12)

Al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos, al


verlo, le preguntaron:
—Maestro, ¿por qué nació ciego este hombre? ¿Fue por un pecado suyo
o de sus padres?
Jesús respondió:
—La causa de su ceguera no ha sido ni un pecado suyo ni de sus
padres. Nació así para que el poder de Dios pueda manifestarse en él.
Mientras es de día, debemos realizar las obras del que me envió; cuando
llegue la noche, nadie podrá trabajar. Mientras estoy en el mundo, yo soy
la luz del mundo.
Dicho esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en
los ojos al ciego, y le dijo:
—Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado).
Él fue, se lavó y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían
verlo pedir limosna preguntaban:
—¿No es ese el que se sentaba a pedir?
Unos decían:
—El mismo.
Otros decían:
—No es él, pero se le parece.
Él respondía:
—Soy yo.
Ellos le preguntaron:
—¿Y cómo has conseguido ver?
Él les contestó:
—Ese hombre que se llama Jesús hizo un poco de lodo con su saliva,
me lo extendió sobre los ojos y me dijo: “Ve a lavarte a la piscina de
Siloé”. Fui, me lavé y comencé a ver.
Le preguntaron:
—¿Y dónde está ahora ese hombre?
Él les dijo:
—No lo sé.

190
En la base de este capítulo habría probablemente un relato breve de curación,
dentro de las conocidas como “colecciones de milagros”, que serían la base de
posteriores añadidos y catequesis. Aquella narración original hablaría
sencillamente de la curación del ciego, usando la saliva, método habitual de los
sanadores y curanderos. Creían que la saliva, al ser aliento condensado,
participaba de la misma fuerza de la vida que la propia respiración.
Al autor del evangelio le viene bien esta narración para seguir presentando a
Jesús como “luz del mundo”. En la misma línea, algún redactor posterior añadió
la orden de lavarse en Siloé, orden que contrasta con el propio relato ya que,
cuando se aplicaba saliva, se advertía expresamente de no lavarse durante un
tiempo.
El glosador posterior, probablemente, utilizando un supuesto significado
etimológico de Siloé (“Enviado”) –un significado, por cierto, erróneo o
interesado; el auténtico es “enviante”–, quiso subrayar el hecho de que era
precisamente la fe en Jesús, “el enviado”, la que permitía iluminar nuestra vida:
quien se “lava” en él, queda “ungido”, adquiere la visión.
El texto empieza con una expresión profundamente significativa: “Al pasar,
Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento”. Todo empieza con la mirada: de
ella puede nacer el amor y la compasión.
La auténtica espiritualidad es lo contrario a ensimismamiento. Hace ir por el
mundo con los “ojos abiertos”, dejándonos afectar por aquello que ocurre a
nuestro alrededor. Así como la indiferencia se protege con la ausencia de mirada
–“ojos que no ven, corazón que no siente”–, la compasión brota de la capacidad
de “ver” a quien pasa a nuestro lado. Es una mirada que ve al otro como no-
separado de uno mismo. Y que, por ello, conduce a una acción eficaz de ayuda.
Quizás el lector del evangelio, si era conocedor de la Torá, recordaría aquel
texto simbólico con el que Yhwh se hace presente a Moisés: “He visto la aflicción
de mi pueblo en el Egipto… Voy a bajar para librarlo” (Ex 3,7-8). Jesús sería,
pues, el nuevo Yhwh que se conmueve ante el dolor del mundo y busca
remedio.
A partir del relato inicial, que terminaría con la curación, otros redactores
construyen una pequeña obra teatral llena de densidad teológica. Nos hallamos,
así, ante una catequesis cristológica de sabor apologético, frente a la oposición
de la sinagoga del siglo I. En la catequesis, se va a explicitar la afirmación de
Jesús: Yo soy la luz del mundo.

191
Pero, amén de cristológica, es también una catequesis bautismal, por lo que
habría de tener una utilización ideal para quienes se preparaban para la
recepción del bautismo. En efecto, quien se ha “lavado” en Jesús, queda
“iluminado”: ese es precisamente el significado del término photismós
(bautismo; de photós = luz).
En el inicio del relato, parece que ha sido la mano de algún redactor posterior
quien introdujo la pregunta que hacen los discípulos para justificar su presencia
en la escena. En cualquier caso, la pregunta recoge el sentir propio de la época,
según el cual, la enfermedad era consecuencia del pecado. La respuesta de
Jesús se orienta en la dirección adecuada: no tanto en el porqué de lo que
ocurre, sino en el para qué.
Con frecuencia, no alcanzaremos a descubrir el motivo por el que algo sucede;
sin embargo, siempre podremos preguntarnos qué podemos aprender de
aquello que ha ocurrido.
En la dramatización que el autor hace a partir de ese relato de milagro, la
primera escena, tras la curación, la constituye la sorpresa y la discusión por
parte de los vecinos y conocidos: ¿Se trata realmente del ciego? ¿Cómo un ciego
de nacimiento puede llegar a ver? ¿Cómo –en un sentido más amplio– alguien
que se halla en la oscuridad puede acceder a la luz?
Ante todas esas preguntas, el ciego responde con una expresión que bien
podemos entender en su sentido más profundo: “Yo soy”. Gracias a Jesús, ha
descubierto su verdadera identidad, aquella que compartimos todos, el Yo soy
universal.

192
La norma que conduce al fanatismo (9,13-21)

Llevaron ante los fariseos al hombre que había estado ciego, pues el día
en que Jesús había hecho lodo con su saliva y había dado la vista al ciego,
era sábado. Así que los fariseos le preguntaban a aquel hombre cómo
había adquirido la vista.
Él les contestó:
—Me puso barro en los ojos, me lavé y veo.
Algunos de los fariseos comentaban:
—Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.
Otros replicaban:
—¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?
Y estaban divididos. Volvieron a preguntarle al ciego:
—Y tú ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?
Él contestó:
—Que es un profeta.
Pero los judíos no se creyeron que aquel había sido ciego y había
recibido la vista, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron:
—¿Es este vuestro hijo, de quién decís vosotros que nació ciego? ¿Cómo
es que ahora ve?
Sus padres contestaron:
—Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve
ahora, no lo sabemos nosotros, y quién le ha abierto los ojos, nosotros
tampoco lo sabemos. Preguntádselo a él, que es mayor y puede
explicarse.

Es inquietante la reacción de la autoridad religiosa: no se alegra por la


recuperación del ciego, no se admira ante el despliegue de la vida; por el
contrario, se mueve por su necesidad de control y la absolutización de la norma.
Poco a poco, el autor va mostrando el simbolismo de cada personaje: Jesús es
“la luz del mundo”; el ciego representa a quienes desconocen su verdadera
identidad y por eso viven en la ignorancia y la confusión; los fariseos, por su
parte, son figura de quienes “no pueden ver”, porque se mantienen prisioneros
de una creencia cerrada a la que se adhieren de un modo tan fanático que les
impide ver las cosas como son. No sin ironía, el relato hace ver que son

193
incapaces de aceptar la inexplicable curación del ciego, al que condenan y
expulsan de la sinagoga, debido a sus prejuicios sobre Jesús y, sobre todo, al
hecho de colocar la norma por encima de cualquier otra cosa, incluida la misma
realidad: “Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. En lugar
de dejarse enseñar por la realidad, desde una actitud de apertura humilde, la
personalidad fanática impone sus propios clichés a la realidad, en un intento
absurdo de que se ajuste o encierre en ellos.
La identificación con la propia idea –en forma de creencia o de norma– es la
fuente del fanatismo, que funciona de este modo: no hay valor –ni siquiera la
persona– por encima de la norma en la que se cree. Como señala el escritor
israelí Amos Oz, “la semilla del fanatismo siempre brota al adoptar una actitud
de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo”.
Tal actitud de superioridad esconde, en realidad, un profundo y angustiante
sentimiento de inseguridad, que se busca exorcizar precisamente aferrándose a
aquello que podemos controlar. “La intolerancia –recordaba Andréi Sajarov– es
la angustia de no tener razón”. Es eso justamente lo que nos impide ver. Porque
previamente, aun de un modo inconsciente, nos hemos negado a aceptar todo
aquello que no encaje con nuestra propia idea.

194
La norma termina en condena (9,22-34)

Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos: porque
los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a
Jesús por Mesías. Por eso sus padres dijeron: “Ya es mayor,
preguntádselo a él”.
Llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron:
—Confiésalo ante Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un
pecador.
Contestó él:
—Si es un pecador, no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo.
Le preguntaron de nuevo:
—¿Qué te hizo, cómo te abrió los ojos?
Les contestó:
—Os lo he dicho ya, y no me habéis hecho caso: ¿para qué queréis oírlo
otra vez?, ¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos?
Ellos lo llenaron de improperios y le dijeron:
—Discípulo de ese lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés.
Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ese no sabemos de
dónde viene.
Replicó él:
—Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene y, sin
embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los
pecadores, sino al que es religioso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir
que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si este no viniera
de Dios, no tendría ningún poder.
Le replicaron:
—Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a
nosotros?
Y lo expulsaron.

El ciego curado representa aquí a las comunidades joánicas que habían sido
ya expulsadas de la sinagoga. La ruptura oficial entre el judaísmo y el
cristianismo tuvo lugar entre los años 85 y 90, en la asamblea de Jamnia, donde
Gamaliel II hizo condenar a los seguidores de Jesús, insertando una maldición
en las 18 oraciones que se recitaban en las sinagogas de la época: “Sean

195
destruidos en un instante los nazarenos [cristianos] y los minim [herejes] y sean
borrados del libro de la vida y no aparezca su nombre entre los justos”.
Todo ello nos hace concluir que el relato que estamos comentando hay que
situarlo en la polémica que mantenían los seguidores de Jesús con los judíos, a
finales del siglo I. Signos de la misma se aprecian también en los insultos que
los fariseos dirigen al que había sido ciego, insultos que reproducen las
acusaciones de los doctores de la ley contra los cristianos.
Por lo demás, en el diálogo entre la autoridad religiosa y el ciego se pone de
manifiesto, una vez más, el empecinamiento característico de la postura
fanática, que es capaz de negar la evidencia con tal de sostener y justificar la
propia postura. Las actitudes dogmáticas no permiten ser puestas en entredicho.
Ante el argumento del ciego –“Dios no escucha a los pecadores…; si este no
viniera de Dios no tendría ningún poder”–, la autoridad religiosa no encuentra
otro camino de escape que la condena de quien así habla. Esta es la “ceguera”
de quien cree que ver, de la que se hablará a continuación.

196
Quien se impone a los demás, está ciego (9,35-41)

Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo:


—¿Crees tú en el Hijo del Hombre?
Él contestó:
—¿Y quién es, Señor, para que crea en él?
Jesús le dijo:
—Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es.
Él dijo:
—Creo, Señor.
Y se postró ante él.
Dijo Jesús:
—Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven,
vean, y los que ven, se queden ciegos.
Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le preguntaron:
—¿También nosotros estamos ciegos?
Jesús les contestó:
—Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que veis,
vuestro pecado persiste.

Frente a aquella “ceguera” de que hablaba, la actitud de Jesús es tajante: “los


que creen ver, se quedan ciegos”. Quien está demasiado seguro de sus
creencias, está en realidad ciego, porque la misma creencia hace de velo opaco
que le impide ver la realidad con limpieza.
Tal como está formulada, la expresión: “he venido para un juicio”, puede
resultarnos chocante o extraña, sobre todo si la leemos, como habitualmente se
ha hecho, en clave moralizante. Sin embargo, se trata de una constatación
sabia: quien se vive en conexión con la verdad de quien es hace que vean los
que están “ciegos”, es decir, aquellos que andan buscando luz, desde la
humildad y la determinación. Ocurre justamente lo contrario con quienes creen
ver (= quienes se creen en posesión de la verdad): ante la verdad desnuda, se
aferran obstinadamente en sus propias creencias.
Dicho con palabras más sencillas, se trata de algo que podemos constatar a
diario: a mayor identificación de la persona con determinadas ideas o creencias,

197
mayor cerrazón a cualquier otra perspectiva; a la inversa, a menos conceptos
acumulados, más apertura sincera.
En el campo específicamente religioso, es algo que se observa a menudo: los
conceptos acerca de Dios velan a Dios. Constituyen un bocado demasiado
apetitoso para el yo, especialmente cuando ha puesto en ellos su seguridad
básica. De manera automática, rechazará cualquier crítica de esos conceptos
como una descalificación de la verdad en sí misma, o una blasfemia contra Dios.
Por el contrario, la mente libre de conceptos religiosos o teológicos suele estar
más abierta y más dispuesta a “ver”.
En definitiva, esta es la gran cuestión: ¿queremos realmente ver…, o nos
conformamos con creer?
Decía más arriba que este capítulo 9 contiene una catequesis cristológica, que
trata de señalar todo el proceso de adhesión a la persona de Jesús, según los
parámetros de las primeras comunidades joánicas.
Los elementos básicos de dicha catequesis parecen ser los siguientes:

• “ungido” = bautizado;
• Jesús, luz para las personas, “luz del mundo” (8,12);
• el hombre reconoce a Jesús como “profeta”;
• persecución por parte de la autoridad judía y riesgo de excomunión (es lo
que vivieron los miembros de la comunidad joánica, a partir de los años 80-
90);
• discusión –catequética o apologética– con la autoridad judía;
• Jesús se vuelve a hacer presente en esa circunstancia de persecución;
• proclamación de fe: “Creo, Señor”… “Y se postró ante él”;
• conclusión: el problema consiste en que, estando ciegos, pensamos que
vemos.

El tema de la luz –y todos los relacionados con él: iluminación, visión,


despertar…– ocupa un lugar absolutamente central en la literatura espiritual. El
motivo es simple: todo el proceso de crecimiento y transformación de la persona
arranca con la comprensión de quienes somos. Solo a partir de esta claridad, es
posible vivir coherentemente. Así entendida, la comprensión –o la visión– es lo
opuesto a la creencia. Esta última es apenas un “objeto mental” que, en el
mejor de los casos, sirve únicamente para apuntar o señalar hacia la verdad

198
mayor, que siempre escapará a cualquier razonamiento. Con frecuencia, sin
embargo, todavía es peor: la creencia –cualquier idea que podamos tener– se
absolutiza y, de ese modo, se interpone e impide abrirse a la verdad.
La “visión” permanece oculta a la mente. Esta no es herramienta adecuada
para tal fin. Su enorme capacidad funciona adecuadamente en el mundo de los
objetos, pero se ciega ante todo lo que es inobjetivable, es decir, las realidades
más importantes de la vida.
La mente puede acometer también con éxito otra tarea: la de poner a prueba
e incluso desenmascarar planteamientos o posturas irracionales y/o nocivos.
Hablamos entonces de la “razón crítica”, como un logro irrenunciable que
necesitaremos cultivar.
Sin embargo, cuando se habla de “visión”, no se está propugnando la
irracionalidad, sino –es algo muy distinto– la transracionalidad. Se valora toda la
función de la mente, pero se ha descubierto que existe otro modo de conocer
que es previo y más “fundamental” que la razón. Es el conocimiento inmediato,
experiencia, intuitivo… Lo que se ha llamado el “conocimiento silencioso” o
“místico”.
Característica de esa forma de conocer es la no-dualidad. La mente es
separadora; el conocimiento místico “ve” la no-separación de todo, advirtiendo
la naturaleza última, común y compartida, de todo lo que es.
En esa visión, captamos el núcleo de lo real y, simultáneamente,
comprendemos nuestra verdadera identidad. A partir de ahí, podremos decir
como repite el Jesús de este evangelio –y como dice el propio ciego–: “Yo Soy”.
Nos hemos reencontrado en la Verdad de lo que somos, más allá de las ideas,
creencias o juicios de cada cual. Por decirlo en lenguaje cristiano, hemos sido
“ungidos”, somos “otros Cristos”, compartimos la misma visión de Jesús. Hemos
pasado de “tener creencias” a “ver”.
Sin embargo, a la autoridad religiosa únicamente le importa una cosa: que se
actúe conforme a la ley. El relato de la investigación que llevan a cabo con el
ciego y con sus padres pone de manifiesto un comportamiento patético: han
perdido todo el interés por la persona del ciego, no les interesa si ve o no ve; se
aferran solo a la posible alteración de la legalidad.
No es difícil advertir, detrás de ese comportamiento, la necesidad de
mantener el poder, gracias a un control férreo sobre la norma. Suele ser el
modo de funcionar autoritario: desinterés hacia las personas, exigencia legalista

199
a ultranza.
Jesús se había situado justo en el extremo opuesto: “No es el hombre para el
sábado, sino el sábado para el hombre” (Mc 2,27). Este es, sin duda, el “juicio
para el que he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los
que ven, se queden ciegos”.
No se trata de una amenaza, sino de una constatación: Quienes creen ver,
porque han identificado las cosas con sus pensamientos, en realidad
permanecen ciegos; se pierden la verdad de lo que es. Por el contrario, quienes
quieren ver, porque son conscientes y sufren a causa de su “ceguera”,
encuentran el camino de la visión.

200
10

201
¿Qué es ser “maestro”?

“Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en plenitud” (Jn 10,10).

“El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30).

El autor del cuarto evangelio recurre a distintas imágenes, portadoras de


significado directamente relacionado con la vida, para hacer llegar su
comprensión de Jesús: esposo del pueblo, pan de vida, camino, verdad y vida,
luz del mundo, resurrección y vida, vid y sarmientos… En este capítulo 10,
aparecen otras dos: el pastor y la puerta.
La imagen del pastor había de resultar entrañable para aquel pueblo, agrícola
y ganadero, que se refería a Dios como su “buen pastor”, que provee de
cuidado, alimento y reposo (Salmo 23). Sin embargo, para nuestros
contemporáneos, esa imagen –aparte de no evocar prácticamente nada a
quienes viven en una sociedad industrial avanzada– llega tan “contaminada” por
toda una historia de autoritarismo (y su correlativa inducción al “borreguismo”)
que se hace prácticamente irrecuperable.
Los creyentes pueden seguir hablando de su contenido y ver a Jesús como
alimento, cuidado, descanso, vida… Pero la imagen misma del “pastor” o no dice
nada a los habitantes del siglo XXI o, lo que es peor, evoca (e incluso
promueve) actitudes tan sumisas hacia los “pastores” como las que se esperan
de las ovejas hacia quien las cuida. Es una imagen que transmite demasiado
paternalismo como para que pueda conectar con una cultura celosa de la
autonomía. En concreto, en la Iglesia, al hablar de los “pastores”, es fácil que
vengan a nuestra mente imágenes de mitras y de báculos, que poco tienen que
ver con lo que fue la figura histórica de Jesús de Nazaret.
Íntimamente relacionada con la imagen del pastor, aparece la figura del
maestro espiritual. Como aquel, este es también quien acompaña, guía y
alimenta a quienes se le acercan. Pero también aquí caben equívocos y
ambigüedades.

202
En principio, el único que realmente merece adecuadamente tal nombre es el
“maestro interior”: la sabiduría que se expresa en nuestro interior en forma de
luz, de intuición, de certeza… Esa es la voz de nuestra verdadera identidad, del
núcleo de todo lo que es, de aquel Fondo originario que nos constituye y en el
que todos nos encontramos.
Según las diferentes tradiciones y culturas, a esa voz se la ha designado como
Tao, Espíritu, Dios, Principio rector… Nombres que apuntan a la Sabiduría o
Consciencia originaria. Al conectar con ella, experimentamos una sensación de
encaje, de certeza y de gozo; como si, en ese momento, hubiésemos conectado
con quienes realmente somos.
No es, por tanto, una voz que nazca de la cabeza, un razonamiento que brote
de la mente. Con frecuencia, la propia mente –habituada siempre a sus rutinas y
su afán de control– se siente sorprendida, hasta el punto de dudar o resistir
aquello que se ha hecho presente.
Es innegable, por otro lado, que podemos equivocarnos en la lectura de esa
voz interior, y creer que viene de ella lo que no es sino fruto de un deseo,
necesidad o miedo. La mente no encuentra demasiada dificultad en justificar
aquello que le interesa. Incluso al mismo cerebro –nos recuerdan los
neurocientíficos– no le interesa tanto la verdad cuanto “tener razón”. Será
necesario, por tanto, todo un trabajo de discernimiento, si no queremos
equivocarnos con aquellas “voces”.
Ahora bien, reconocer la primacía del maestro interior no niega la necesidad
de otros “maestros”, que nos ayuden a “afinar el oído” o a “abrir los ojos”,
desarrollando nuestra capacidad de apertura, despertando el anhelo dormido, o
poniendo nombre a lo que, a veces de un modo inconsciente, se mueve ya en
nuestro interior.
“Maestro” es, por tanto, todo aquello que, advertida o inadvertidamente, nos
pone en contacto con nuestra sabiduría interior: una persona, una palabra, un
texto, una circunstancia, un objeto… Pero no se trata de un título que alguien se
cuelgue durante las veinticuatro horas del día. Todos somos, a la vez, maestros
y discípulos. Lo cual no niega que aquella persona que, por diferentes motivos,
vive con mayor transparencia y en conexión más permanente con lo que somos
todos, constituya siempre un regalo para los demás y, sin pretenderlo, tenga
mayor capacidad para despertar, acompañar, guiar…
En cualquier caso, si hay un criterio que distingue al verdadero maestro, ese

203
es el amor, la desapropiación y el respeto exquisito a los diferentes caminos y
momentos. El auténtico maestro no busca discípulos –mucho menos, sumisión–,
sino que promueve la autonomía de las personas y la fidelidad de cada cual a su
propio camino. No somete, en ningún sentido, sino que potencia la libertad.
En el capítulo que comenzamos a leer, el maestro se presenta con las
imágenes de la puerta y del pastor.

204
Una puerta siempre abierta (10,1-10)

—Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las


ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que
entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda y las
ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y
las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas,
y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo
seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños.
Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les
hablaba. Por eso añadió Jesús:
—Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han
venido antes de mí son ladrones y bandidos, pero las ovejas no los
escucharon.
Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y
encontrará pastos.
El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido
para que tengan vida y la tengan abundante.

Tal vez, lo más característico del modo como aparece la imagen de la puerta
en este lugar es lo siguiente: se trata de una puerta que conduce a la salvación,
y por la que se puede “entrar y salir”.
La referencia inicial –“todos los que han venido antes de mí son ladrones y
bandidos”– no parece sino una exageración exclusivista del autor del evangelio,
en su intento de mostrar la preeminencia de su Maestro. Pero es seguro que no
son palabras que salieran de la boca de Jesús; pertenecen a la teología del
cuarto evangelio, pero no a la sencillez del nazareno.
Jesús es una “puerta abierta”, por la que se puede entrar y salir. Así leída,
esta imagen evoca, antes que nada, la experiencia humana de la amistad. Se ha
dicho que amigo es aquel ante quien puedes pensar en voz alta; aquel que no te
ama porque te comprende, sino que te comprende porque te ama. Amigo es
quien no pide cuentas, sino que te permite “entrar” y “salir”.
Esa libertad, que implica un exquisito respeto a la otra persona, es también
condición de su crecimiento. Aprendemos de los errores y todos tenemos
derecho a equivocarnos.
No es extraño que, en otras parábolas de Jesús, se perciba también esta

205
misma libertad. En aquella del pastor que va en busca de la oveja perdida,
cuando la encuentra, no se dice que la encierre; la oveja, si lo desea, podrá
volver a escapar…, aunque eso signifique su pérdida. En la otra de los dos hijos,
el padre no impide que el menor se marche de casa, ni lo condena por ello;
tampoco, cuando regresa, le impone la promesa de no volver a repetirlo.
Que Jesús sea “puerta abierta” significa que actúa como el padre de la
parábola, metáfora de Dios. Porque su objetivo es uno solo: “que tengan vida y
la tengan abundante”. La puerta conduce a la vida; en lenguaje cristiano, a la
salvación. Jesús muestra la “puerta” que nos introduce a nuestro verdadero
“hogar”, el lugar de nuestra identidad compartida, el lugar de la Vida. Es
entonces, en la misma medida en que permanecemos en contacto con nuestra
verdadera identidad, cuando nos hacemos conscientes de que todos formamos
un “único rebaño”; ahí se nos hace patente la Unidad con todos y con todo.
Las palabras de Jesús indican que solo hay una “tarea” que realizar: favorecer
la vida. Sin embargo, tal tarea no es algo “añadido” a lo que somos. El ego
piensa que tiene que hacer porque se ve como un “alguien” separado que se
define, entre otras cosas, por esa capacidad. Y ve la acción, como todo lo
demás, desde una perspectiva dual: yo, delimitado o encerrado en mí mismo,
hago algo que, en cierto modo, me enriquece o enriquece a otros. Al definirse
como carencia, tiene que buscar fuera aquello que le permitiría “completarse” y
experimentarse más pleno.
Sin embargo, “dar vida” no es algo que el ego pueda hacer. La Vida se da a sí
misma. Necesitamos únicamente reconocernos en ella, de un modo cada vez
más consciente y, por tanto, desapropiado para, de ese modo, permitir que
fluya y se exprese a través de nosotros, en modos concretos.
En este sentido se puede entender la imagen de la “puerta”, en cuanto
espacio abierto que permite que la Vida fluya. Porque la Vida es, antes que
nada, espaciosidad, amplitud ilimitada que todo lo contiene y que se expresa en
infinidad de formas, todas ellas habitadas por la misma y única Vida.
Por eso, quien se percibe así, no puede sino vivir el cuidado con todos y con
todo. Un cuidado que Jesús expresa también en la imagen del “pastor”, imagen
que, si bien resulta anacrónica para la mayoría de nuestros contemporáneos,
encerraba una extraordinaria riqueza, histórica y metafórica, en el contexto en
que Jesús la utilizaba.
Todos nosotros “conocemos la voz” de la Vida. Por eso, cada vez que vemos,

206
oímos o leemos algo preñado de vida, se produce una resonancia en nuestro
interior. Es una voz que nos “suena”, aunque haya podido estar muy apagada
durante mucho tiempo.
En nuestro mundo hay muchas voces de todo tipo. Tantas, que corremos el
riesgo de terminar aturdidos. Algunas de ellas pueden resultarnos especialmente
atractivas porque parecen encajar perfectamente con lo que son las necesidades
del ego. Hay voces que prometen, voces que compensan, voces que
entretienen, voces que distraen, voces que seducen, voces que inflan, voces que
asustan, voces que amenazan, voces que nos dan la razón… Tantas voces que
no es extraño que, en algún momento, las sigamos. Sin embargo, si no son la
genuina voz de la Vida, no nos alimentarán; su encanto habrá resultado
pasajero y, con frecuencia, frustrante.
Jesús habla desde la Vida, o mejor aún, como la Vida: porque es esta la que
habla a través de él. Solo puede hablar desde la Vida quien se reconoce en ella,
quien ha descubierto que la Vida es su verdadera identidad. Por eso se
comprende que quien dijo: “yo soy la puerta”, “yo soy el pastor”, “yo he venido
para que tengan vida”…, dijera también: “Yo soy la Vida”. No puede ser de otro
modo.
Lo admirable es que esta afirmación del Maestro de Nazaret es válida para
todos nosotros: la Vida es nuestra identidad. Únicamente necesitamos
reconocerla y vivirnos en la consciencia de ser ella.
El texto afirma que siguen a Jesús “porque conocen su voz”. Por el contrario,
“a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él”. Estas expresiones me
sugieren una doble reflexión.
Aunque la historia nos ofrece testimonios palmarios de cómo la gente ha
seguido con frecuencia a charlatanes y a dictadores que la han engañado, el
texto parece apostar por la sabiduría del pueblo, que le hace conectar con quien
realmente le aporta vida. Por eso, cuando la autoridad religiosa se lamenta de
no ser escuchada –o de que las iglesias se vacían–, haría bien en preguntarse si
real y objetivamente está viviendo en “comunión” o, al menos, en sintonía con
los hombres y mujeres de su propio tiempo, y ofreciéndoles Vida.
Por otro lado, a Jesús le sigue quien “conoce su voz”, es decir, aquella
persona que, al entrar en contacto con su mensaje, siente un “eco” en su
interior, una “resonancia” que le hace asentir. Es claro que esa resonancia
puede conocer diferentes intensidades –hasta llegar a percibir que se

207
“comparte” el propio nivel de consciencia de Jesús y su misma Identidad–, pero
sin ella no puede nacer la auténtica adhesión al Maestro de Nazaret. Una
adhesión que termina percibiéndose en forma de identidad compartida.

208
La ambigua imagen del pastor (10,11-18)

—Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el
asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo,
abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa; y es
que al asalariado no le importan las ovejas.
Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen,
igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por
las ovejas.
Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas
las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo
Pastor.
Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder
recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo
poder para entregarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he
recibido del Padre.

La imagen del pastor –entrañable en la tradición bíblica y, específicamente, en


la cristiana– resulta, para la mayoría de nuestros contemporáneos, anacrónica o
incluso peligrosa, por las connotaciones que, desde una perspectiva como la
nuestra, encierra. Esta situación nos obliga a hacer un esfuerzo para entender
tanto la causa por la que llegó a ser tan querida en la tradición cristiana como el
motivo por el que hoy suscita indiferencia o incluso rechazo.
En la Biblia, como en otras sociedades antiguas, la imagen del pastor se
aplicaba al rey del pueblo, y evocaba guía y cuidado. Como el pastor, el rey
tenía la responsabilidad de conducir al pueblo y velar por él.
Traspasada a Yhwh, el salmista podrá cantar: “El Señor es mi pastor, nada me
falta” (Salmo 23), y dará origen a una percepción de lo divino como cuidado
amoroso, que permite vivir en una confianza inquebrantable.
El cuarto evangelio aplicará la imagen a Jesús, y la comunidad cristiana
primitiva empezará a dibujarlo como un pastor que carga sobre sus hombros la
oveja encontrada (con el trasfondo de la parábola de Lc 15,4-7). Será
presentado como guía que conduce, alimenta y protege…, hasta el extremo de
entregar la propia vida en favor de las ovejas, tal como afirma el texto que
leemos hoy.
No es extraño que esta alegoría haya dado pie a una espiritualidad y una

209
devoción extensa y profunda a lo largo de toda la historia cristiana. Guía,
cuidado y protección conectan profundamente con necesidades básicas del ser
humano. Es innegable, también, que esa devoción produjo frutos abundantes de
confianza y de compromiso.
Por otro lado, la tradición evangélica presenta también a Jesús como el
“Cordero” entregado y como el alimento de los creyentes. Jugando con las
palabras y las imágenes –pastor y alimento– hay un poema de Góngora que, en
su momento, pudo ser expresión de la espiritualidad cristiana, pero que hoy nos
resulta infantilizante. Dice así:

“Oveja perdida, ven / sobre mis hombros, que hoy, / no solo tu pastor soy, /
sino tu pasto también. /// Por descubrirte mejor / dejé en un árbol la vida, /
donde me subió el amor; / si prenda quieres mayor, / mis obras hoy te la den: /
oveja perdida, ven. /// Pasto, al fin, hoy tuyo hecho, / ¿cuál dará mayor
asombro, / o el traerte yo en el hombro, / o el llevarme tú en el pecho?: /
prendas son de amor estrecho, / que aun los más ciegos las ven: / oveja
perdida, ven”.

La imagen del pastor llegaría a adquirir, desde el inicio mismo del cristianismo,
tal entidad que toda la tarea de la Iglesia habría de recibir la denominación de
“pastoral”, incluidos los responsables de la misma, a quienes se designaría
“pastores”.
¿A qué se debe que esa misma imagen hoy provoque indiferencia o rechazo?
Al propio cambio sociocultural. Para empezar, es comprensible que imágenes
propias de una cultura agraria no sean significativas para quienes vivimos en
una sociedad industrial avanzada; se ha perdido la referencia 1.
Pero no es solo que no sea significativa. Provoca incluso rechazo de entrada
porque, en nuestra cultura, como he señalado con anterioridad, evoca actitudes
de dominio o, al menos, de paternalismo y del correspondiente “borreguismo”.
Poder y sumisión son realidades correlativas, que se reclaman y se sostienen
mutuamente. Traigo un texto de José Antonio Marina que lo expresa con
claridad:

“En las sociedades orientales antiguas –Egipto, Asiria, Judea– el arquetipo del
gobernante es el pastor, que guía y conduce a sus ovejas. Basta que el pastor
desaparezca para que el ganado se disperse. Su papel consiste en salvar al
rebaño. Esta figura del monarca implica una figura correlativa del súbdito. Es

210
una oveja que no puede dirigir sus actos, no sabe dónde están los pastos y, si
no fuera por el pastor, se perdería y se la comería el lobo. Resulta cuando
menos anacrónico que la figura del pastor siga usándose en la pastoral
cristiana” 2.

Este rechazo refleja bien el contraste entre dos maneras de posicionarse el ser
humano ante la vida: la pre-moderna, caracterizada por la heteronomía, y la
moderna, celosamente autónoma. Dado que el cristianismo nace en una época
marcada por la primera, podemos correr el riesgo de leerlo en aquella clave.
Pero no tiene por qué ser así: el creyente ha de ser capaz de distinguir con
claridad lo que pertenece al “núcleo” de la fe, y lo que solo era “forma” histórica
propia de un momento cultural concreto.
Algo parecido ocurre con la imagen del pastor. Una cosa es la imagen en sí,
que para nosotros ha perdido significado y puede provocar incluso rechazo, y
otra es el contenido que aquella imagen vehiculaba. Y aquí nunca se pierde
nada.
¿Cuál es el contenido del texto que estamos leyendo? Una palabra clave es
conocer que, en sentido bíblico, no se refiere a un mero conocimiento mental o
conceptual, sino que hace referencia a un conocimiento cordial, íntimo,
experiencial. Así es como Dios nos “conoce”, y así es como estamos llamados a
“conocernos” con Jesús y con todos los seres humanos: en una vivencia de
unidad que transciende la aparente separación.
Otra expresión fundamental es la de “dar la vida”, como equivalente de un
amor que no conoce medida. En el extremo opuesto de la voracidad egoica que
ve a los otros y a las cosas como objetos con los que saciar el propio vacío, el
amor de quien ha trascendido su yo no busca sino ofrecer, “dando la vida” día a
día.
Es un amor que anhela la unidad. A veces, la expresión “traer a todos a este
redil” se ha entendido como mandato proselitista para “convertir” a los otros,
sumándolos a las propias creencias. Una lectura de ese tipo solo puede ser
mítica. Es propio del estadio mítico creerse en posesión de la verdad absoluta y
sentirse urgidos a llevarla o imponerla a los otros, incluso “por su propio bien”:
para sacarlos de la “mentira” y traerlos a la luz. Pero, como ha escrito
lúcidamente Raimon Panikkar, “la imagen del «único pastor y el único rebaño»
es una imagen escatológica que no se debe aplicar en la historia”.
Más en concreto, en el texto que estamos analizando, parece que se trata de

211
un añadido, por parte de un glosador posterior, con el que se pretendía
fomentar la unidad de los miembros de la comunidad, provenientes tanto del
judaísmo como del paganismo.
El “redil” evoca la Unidad sin-separación que todos compartimos y somos
(redil como red), más allá de las ideas y creencias de cada cual. Ya estamos ahí,
pero todavía no nos enteramos. Por eso, “traer al redil” significa ayudar a
“despertar”, para que caigamos en la cuenta de nuestra verdad más profunda.
En este sentido, “redil” sería lo contrario de “ego”, y las palabras de Jesús
buscarían ayudarnos a salir del yo para descubrirnos en la identidad más
profunda que compartimos.
Finalmente, Jesús es bien consciente de que nadie le quita la vida. Él la va
dando y entregando, en el movimiento mismo de su amor, pero sabe
igualmente que nadie puede quitarnos aquello que somos. En el nivel de
consciencia unitaria en que se encuentra, Jesús sabe que la vida no es algo que
tiene (tenemos) y pueda (podamos) perder.
Mientras estamos reducidos a nuestro yo –y hemos hecho de él nuestra
misma identidad–, es inevitable que veamos la vida como algo que tenemos; por
eso, la podemos perder. Sin embargo, cuando percibimos que no somos ese yo
que nuestra mente cree que somos, cuando logramos trascenderlo gracias a la
observación, emerge en la consciencia aquello que realmente somos, Vida
ilimitada sin ningún tipo de separación.
En cierto sentido, el verbo “entregar”, que ocupa un lugar destacado en el
cuarto evangelio, podría definir a Jesús: él es quien se entrega (o “el
entregado”): “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único” (3,16).
Una entrega que recuerda a la imagen del grano de trigo, usada por el mismo
evangelista: “El grano de trigo seguirá siendo un único grano, a no ser que
caiga dentro de la tierra y muera; solo entonces producirá fruto abundante”
(12,24).
Esta imagen nos hace caer en la cuenta de una ley que parece regir en todo,
pero que con frecuencia olvidamos. Todo lo que conocemos es un misterio de
muerte-resurrección. Únicamente resucita lo que muere; solo se recupera lo que
se entrega. Y todos nos hallamos inmersos en esa misma dinámica.
El misterio de muerte-resurrección, en los seres humanos, no es otro que la
posibilidad del paso del ego a nuestra verdadera identidad. Ese paso es de tal
envergadura que, hasta donde sabemos, solo se puede producir a través de la

212
“noche oscura” en la que, nos entregamos por completo, para ser
completamente “reencontrados” en otro nivel de nuestra identidad. El ego es
ese grano de trigo que, al morir, permite que emerja la espiga que realmente
somos.
Jesús vivió este paso –que, probablemente, quiso quedar reflejado en el relato
de las tentaciones– y eso hizo posible que toda su vida fuera entrega.
La capacidad de entrega es uno de los primeros signos de madurez personal.
La persona madura es aquella que es capaz de amar y de entregarse de forma
gratuita. Y no por un voluntarismo moral, ni por la búsqueda de una
recompensa religiosa, sino de manera gratuita y desapropiada.
La entrega nace de la comprensión de quienes somos. Es cierto que la
experiencia de la propia vulnerabilidad puede abrirnos a socorrer la
vulnerabilidad de los otros. Pero solo cuando comprendemos que nuestra
identidad es Amor universal y gratuito, la entrega brota espontánea.
Se trata, además, de una entrega que se basa en el mutuo “conocerse”, tal
como este verbo se entiende en el mundo bíblico: “conocer” hace referencia a
algo íntimo y experiencial.
En este sentido, la entrega, así entendida, es lo que vivió Jesús, quien “pasó
por la vida haciendo el bien” (Hech 10,38). Pero puede considerarse también
como un nombre de la Divinidad: Dios (la Vida) es Entrega, pura Donación, puro
Amor y Cuidado, Gracia. Eso es lo que caracteriza a la Fuente de todo lo real.
Y entrega es también nuestra vocación, porque es nuestra identidad. No
somos el ego narcisista, que gira en torno a sí mismo, en un movimiento
egocentrado y devorador…, aunque con frecuencia nos vivamos así, como
consecuencia de nuestra ignorancia y de nuestras carencias afectivas. No somos
ese ego, que no es sino un conjunto de pautas mentales y emocionales,
grabadas con fuerza en nuestro psiquismo. Somos el Amor incondicionado, que
es cuidado y entrega.
También desde esta perspectiva, podemos reconocer a Jesús como el “espejo”
de lo que somos. Él vive lo que es… y eso hace que despierte en nosotros lo que
somos, en una Identidad compartida o no-dual.
El texto habla de “entregar la vida” y “recuperarla”. En realidad, solo la
recuperamos cuando la entregamos. Sin entrega, nos hallamos encerrados en el
caparazón narcisista, alejados también de la consciencia clara de la Vida. Somos
como el gusano que se niega a ser mariposa.

213
En la medida en que nos abrimos y entregamos, lo que aparece ahí es la Vida,
y nosotros nos reencontramos con nuestra verdadera identidad. No somos el
ego que tenemos transitoriamente, sino la Vida que se expresa en esta forma
concreta.
El misterio de muerte-resurrección, al que aludía en el inicio, consiste en morir
al ego para que pueda vivir la vida que realmente somos. O, en palabras del
propio Jesús, “quien quiera salvar su vida (ego), la perderá, pero el que la
pierda por mí y por la buena noticia, la salvará” (Mc 8,35).
“Perder la vida” por Jesús no es alienarnos a alguien separado o ajeno, sino
adentrarnos en nuestra verdadera identidad, donde, en último término, somos
uno con él. Con esas palabras, el evangelio nos pone frente a todo un desafío:
el de entender nuestro vivir como un aprendizaje continuo, hasta reconocernos
en quienes somos; un aprendizaje que es, en términos del propio evangelio,
metanoia, conversión, paso del ego que tenemos a la Consciencia que somos.

214
Somos uno: la verdad más profunda (10,19-30)

Estas palabras de Jesús fueron la causa de una nueva división de


opiniones entre los judíos. Muchos decían:
—Está poseído de un espíritu malo, está delirando. ¿Por qué le prestáis
atención?
Otros, en cambio, replicaban:
—Sus palabras no son las de un endemoniado. ¿Podría un espíritu malo
dar la vista a los ciegos?

Era invierno. Se celebraba en Jerusalén la fiesta que conmemoraba la


dedicación del templo. Jesús estaba en el templo, paseando por el pórtico
de Salomón. En, esto, se le acercaron los judíos, se pusieron a su
alrededor y le dijeron:
—¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si eres el Cristo, dínoslo
claramente de una vez.
Jesús les respondió:
—Os lo he dicho con toda claridad y no me habéis creído. Las obras que
yo hago por la autoridad recibida de mi Padre dan testimonio de mí;
vosotros, sin embargo, no me creéis, porque no pertenecéis a las ovejas
de mi rebaño. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me
siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las
arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y
nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. El Padre y yo somos
uno.

Como en los capítulos anteriores, también en este reaparece de forma aguda


el enfrentamiento entre los judíos y Jesús –en realidad, entre los fariseos y las
comunidades joánicas–, girando siempre en torno a la identidad del Maestro de
Nazaret.
El autor nos sitúa en la fiesta de la Dedicación, en la que se celebraba la
purificación del templo por Judas Macabeo, que tuvo lugar el año 164 a.C. La
fiesta duraba ocho días, siguiendo el modelo de la fiesta de las Tiendas; además
de los sacrificios ofrecidos en el templo, se llevaban ramas verdes y palmas,
cantándose himnos y leyéndose Ez 34, en contra de los malos pastores de
Israel. Se repetía el rito de encender las lámparas delante de las casas y en el
templo, para significar que la libertad había brillado para los judíos. La lectura

215
de aquellos textos del profeta Ezequiel ofrecía el contexto adecuado para hablar
del “buen pastor”.
Según el evangelista, nos encontramos en el punto crucial de la gran polémica
de Jesús con sus adversarios, hasta el punto de que se convierte en la
anticipación del proceso de Jesús.
Entre tanto, la gente se encuentra dividida: para unos, Jesús está
endemoniado y loco –la locura se creía manifestación de la posesión diabólica–;
para otros, por el contrario, las obras que hace demuestran lo contrario.
El propio Jesús –según este evangelio– apela una vez más a sus obras.
Recordemos que, en la polémica con los dirigentes religiosos, el cuarto
evangelio se remite una y otra vez a las “obras”, para “probar” que Jesús es el
enviado de Dios.
Y en el mismo hilo de la discusión, se alude a quienes “escuchan” y a quienes
“no creen” porque “no son ovejas de su rebaño”. Tal afirmación puede leerse en
clave sapiencial –y así cumple la función de un “indicador” que busca
despertarnos–, pero puede ser apropiada por el ego, y entonces se convierte en
descalificación para quienes consideramos que no son de “los nuestros”.
Veámoslo un poco más despacio.

Para acceder a nuestra verdadera identidad, todo empieza con la escucha:


escucha de nuestra voz interior, que puede avivarse cuando oímos a alguien. Sin
embargo, no es menos cierto que solo escucha quien se encuentra en una
actitud de búsqueda. Quien cree estar en posesión de la verdad –simplemente
porque ha colgado esa etiqueta a su propia y particular creencia–, ha dejado de
buscar; blindado a cualquier cuestionamiento, permanece instalado en la
comodidad de lo adquirido.
Bien porque tal instalación resulte insoportable, bien por el propio dinamismo
interior que la hace estar en camino, cuando la persona se pone en movimiento,
empieza escuchando. La escucha requiere una disposición de apertura inicial,
que implica flexibilidad para permitir incluso que las convicciones previas puedan
ser removidas.
Cuando aquello que “escuchamos” encuentra eco en nuestro interior,
reconocemos estar en contacto con “nuestra” verdad y en profunda “sintonía”
con la persona que nos habla. Esto es lo que ocurría con los seguidores de Jesús
y lo que sigue ocurriendo con los lectores del evangelio: al percibir que la
palabra de Jesús “lee” nuestro interior, la reconocemos como propia y

216
“comulgamos” con su persona, en la vivencia de una unidad que transciende el
tiempo y el espacio. La adhesión se produce cuando, al conocer su “modo de
vivir”, descubrimos que es el “nuestro”: eso –y no la búsqueda de un mimetismo
infantilizante o una sumisión heterónoma– es “seguir a Jesús”. El llamado
seguimiento es, en realidad, expresión de la propia identidad y “complicidad”
que nace de la unidad percibida.
Complicidad y unidad brotan de la comprensión y, en último término, del
conocimiento. Este conocer hace referencia a intimidad experimentada, a un
saber interior del otro y de los otros por el que te descubres a ti mismo. Se
trata, en definitiva, de un conocer que es una misma cosa con el Ser. En el
verdadero conocimiento –que no mera erudición–, solo se conoce cuando se es.
Por ese mismo motivo, solo es sabio –en el sentido profundo del término– aquel
que ha sido previamente transformado.
Al decir que nos conoce, Jesús está expresando que nos “constituye” por
dentro; que se vive a un nivel en el que no existe ninguna distancia con
respecto a ningún ser y, por eso –las palabras se quedan irremediablemente
cortas– “es nosotros”.
Algo similar significa la “vida eterna”, que no se reduce a una creencia mental
–asentir intelectualmente a la existencia de Dios y de Jesús–, en premio de la
cual pudiéramos ir al cielo. No; conocer al Padre y a Jesús es ser uno con ellos.
Por eso mismo, Jesús continúa afirmando que él da la vida eterna, es decir, la
plenitud de la vida, que experimentamos cuando caemos en la cuenta –cuando
se produce la comprensión– de que somos-uno-en-y-con-Dios: aquí está el
principio y la clave de todo lo demás.
Eso hace que el texto que estamos comentando se entienda mejor cuando
empezamos a leerlo por el final: “El Padre y yo somos uno”. Todo lo demás es
consecuencia.
En el cuarto evangelio, esa afirmación no es única. Hay otras expresiones que
ponen de relieve la consciencia transpersonal (no-dual) de Jesús: “El Padre está
en mí y yo en el Padre” (10,38); “Yo estoy en el Padre, y el Padre está en mí”
(14,11); o “todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo mío” (17,10), que parecen ser un
calco de las palabras que, en la parábola del “hijo pródigo”, el padre dirige al
hermano mayor: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo” (Lc
15,31).
La “vida eterna” no es un tiempo que no terminara nunca; tampoco es un

217
futuro asegurado al propio yo. Es la plenitud de vida que coincide con la plenitud
de la Presencia. Eternidad no es mucho tiempo, sino ausencia de tiempo.
Mientras estamos identificados con la mente, vivimos fuera del presente, en el
laberinto interminable de nuestros pensamientos y emociones, y a merced de
sus vaivenes; en realidad, más que vivir, somos manejados por ellos.
Al detener el vértigo mental y anclarnos en el presente, entramos en contacto
directo con la Vida y saboreamos –a veces, ni tiempo nos damos para ello– la
“vida eterna”. Si pudiéramos permanecer y establecernos en esa intensidad de
Presencia, sabríamos de primera mano aquello a lo que se refiere Jesús, cuando
dice que “nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre”.
Lo único que nos saca de la Vida –que nos arrebata de su mano– es nuestra
mente no observada: ahí están los “lobos” y los “ladrones” que nos atormentan
y esquilman. Por eso, mientras permanecemos en el Presente, no corremos
ningún peligro: el Presente es el lugar de la vida, es “otro nombre” de Dios.
Se cuenta una historia en la vida de los hermanos Lumière que no me resisto
a traer aquí. En el año 1895, los inventores del cinematógrafo ofrecieron una
sesión para un reducido grupo de espectadores en la que proyectaron las
imágenes filmadas de un tren llegando a la estación. Al ver al tren en la pantalla
moviéndose velozmente, los espectadores lo percibieron como una amenaza real
y salieron del salón a toda prisa.
Traigo aquí esta historia porque me parece una metáfora brillante del modo
como solemos relacionarnos con nuestra mente, nuestros pensamientos y
emociones. Con frecuencia, les otorgamos tal poder que no nos queda otra
respuesta posible sino la del miedo y la huida. Bastaría mantener la atención –
observar la mente–, para crecer en libertad frente a todo ello. Si los
espectadores de aquella famosa sesión de cine hubieran sido capaces de
permanecer en la atención, habrían experimentado que no corrían ningún
peligro. De un modo similar, cuando en lugar de quedar atrapados en la mente
que funciona por libre somos capaces de poner atención y permanecer en ella,
advertimos que las imágenes mentales no tienen poder de dañar lo que somos
en nuestra verdadera identidad.
Eso que se halla siempre a salvo es lo que se denomina también con la
expresión “vida eterna”. En un nivel de consciencia mítico o racional –egoico– y
en un modelo dual de cognición, “Dios” únicamente podía ser pensado como un
Ser separado que se “relacionaría” desde fuera. La “vida eterna” solo podía
representarse como un “estado” posterior a este “valle de lágrimas”, añadido

218
como recompensa por las “buenas obras” realizadas. Pero “vida eterna” significa
“plenitud de vida” y no consiste en la perpetuación del yo por toda la eternidad,
sino la liberación de él, o más exactamente, la liberación de la ignorancia que
nos hacía reducirnos a él.
Aquellas representaciones apuntaban en la buena dirección, aunque eran tan
deudoras de la estrechez de la mente, que terminaban siendo groseras. Por eso,
bien entendidas, son totalmente ciertas las palabras de José Luis Sampedro: “La
teología es contradicción en términos porque es absurdo razonar a Dios; el mero
hecho de pretenderlo prueba el orgullo clerical”. La contradicción no sería otra
que la pretensión de objetivar lo Inobjetivable. Por eso acertaba J.F. Moratiel
cuando decía: “No hay que discurrir sobre el silencio, basta vivirlo”. Eso mismo
vale para el Presente; eso mismo vale para Dios.
Trascendido el modelo dual y el nivel mental, podemos abrirnos a
experimentar la Unidad de todo Lo que es y somos, la “vida eterna” de la que
hablaba Jesús y que constituye, sin exageración, nuestra identidad última, la
identidad compartida en la que “el Padre y yo somos uno”.
Pero volvamos al riesgo que encierra aquella misma frase, en cuanto el ego se
la apropia. “Si no me creéis –hace decir a Jesús el autor del evangelio–, es
porque no pertenecéis a las ovejas de mi rebaño”.
Decía más arriba que la imagen del pastor y las ovejas, no solo resulta
anacrónica en nuestras sociedades, sino que rechina a nuestra sensibilidad, por
cuanto evoca el binomio poder/sumisión. Porque esa imagen no solo repercute
negativamente en el modo de entender el papel de la autoridad, sino que
contamina también la visión que el propio creyente tiene de sí mismo y del
grupo religioso al que pertenece.
Lo que conduce el pastor son “ovejas”: basta introyectar esa imagen para
favorecer una actitud y un comportamiento “borreguil”, que puede llegar (ha
llegado) a delegar su responsabilidad en manos de la autoridad. Ahora bien,
como nada –aunque lo vivamos inconscientemente– es gratis, el “borreguismo”
tiene que buscar otras compensaciones o “ventajas” que satisfagan a la persona
que se ha sometido. Y ahí aparecen varias.
La primera ventaja es la sensación de seguridad que aporta. Es sabido que los
humanos tenemos tanta necesidad de sentirnos seguros, que somos capaces de
renunciar incluso a la libertad –y a la libertad de pensar y de decidir– con tal de
ahuyentar el fantasma de la inseguridad.

219
Aporta también una sensación de contarse entre “los elegidos”, los que son
del “redil”, frente a aquellos otros que andan “desorientados” en su error. Esto
parece otorgar un cierto estatus de superioridad que no es difícil advertir en los
círculos religiosos.
De esa posición que se considera privilegiada –aunque luego se añada que la
fe es un don gratuito–, se derivan otros “tics” que tienden a deformar también
gravemente el núcleo espiritual que se quiere vivir.
El primero de ellos consiste en confundir su religiosidad con la espiritualidad,
como si el suyo fuera el “camino cierto”, y todo lo demás no pasaran de ser
autoengaños, que se toleran, pero que se miran con una cierta superioridad o
incluso desdén desde la actitud paternalista de quien se cree en posesión de la
verdad.
Otro tic característico es el aire más o menos proselitista –aunque solo sea
expresado en la fórmula: “tenemos que dar testimonio para que otros crean”–
que se deriva de aquella creencia, y que se “cuela” incluso en no pocas
presentaciones de la llamada “nueva evangelización”.
Desde ese mismo lugar, parecen arrogarse nada menos que el poder de
otorgar credenciales de “verdaderos creyentes” a quienes ellos deciden. Hasta el
punto de que, en casos extremos, no tienen empacho en proclamar que quien
no cree como ellos se halla fuera de la fe de la iglesia.
Si a todo esto unimos un cierto aire de victimismo cuando las circunstancias
no les son tan favorables como desearían, obtenemos expresiones que producen
vergüenza ajena: “Hoy no está de moda creer”; “no se valora el cristianismo”;
“es una sociedad vacía”; “solo existe la religión a la carta”; “los creyentes somos
perseguidos”…
A mi modo de ver, esos tópicos suelen revelar inseguridad y, en último
término, ignorancia. Por un lado, porque en muchos casos ha sido la propia
institución religiosa la que ha sembrado lo que ahora cosecha. Por otro, porque
el declive de una forma de religión institucional no significa el hundimiento de la
vivencia espiritual. ¿O acaso eran más espirituales las personas en la Edad
Media, cuando era obligatorio asistir a misa, que en la actualidad?
No creo que Jesús se moviera en la dicotomía mítica que luego los
evangelistas le atribuyen. En este caso, parece claro que tal atribución no es
sino una proyección de la propia vivencia de la comunidad. Al ver que la
autoridad religiosa judía ha rechazado a Jesús y los está persiguiendo a ellos, los

220
discípulos –dentro de aquella visión maniquea que hemos visto aparecer con
anterioridad– creen encontrar una explicación en el hecho de que, al no
pertenecer a su grupo, están incapacitados para creer en Jesús.
Frente a tales descalificaciones, propias de cualquier grupo que se halle en
ese nivel de consciencia, la espiritualidad –la comprensión no dual– sabe
distinguir lo que es una “creencia” de lo que es la verdad. Y nunca colocará a
ninguna creencia por encima de la persona. En esta actitud es donde
encontramos la originalidad de Jesús, “amigo de pecadores y publicanos”, tal
como nos lo muestran los evangelios sinópticos.
El párrafo que estamos comentando termina con una de las expresiones
cumbre del evangelio: “El Padre y yo somos uno”. En una lectura mítica, tal
expresión no supera el dualismo: la consciencia mítica “imagina” que se trata de
un caso de “unión especial” entre dos seres separados: el Padre y Jesús.
Sin embargo, parece que la expresión apunta a otro contenido radicalmente
más profundo, del admirable color de la no-dualidad 3. Del mismo modo que el
agua y la ola –el árbol y la rama, el oro y el anillo…, la vid y los sarmientos– no
son “uno” ni “dos”, Jesús se percibe como no-separado del Padre.
La no-dualidad habla de la unidad-en-la-diferencia. El fondo de lo que es y
nuestro fondo es el mismo fondo. En esencia, todos somos el mismo y único Ser
que se expresa en infinitas formas transitorias. En un lenguaje religioso, la
formulación es precisa: Dios y el ser humano son no-dos. Y resulta
profundamente significativo que los místicos de todas las tradiciones espirituales
–incluidas las teístas– hayan llegado a la misma experiencia y a una forma
similar de expresión.
Dentro de la tradición cristiana, esta que estamos comentando sería la
primera formulación –en línea con otras similares: “quien me ve a mí, ve al
Padre” (14,9)–; y a ella le siguieron muchas otras, del “tono” de estas que
siguen a continuación. “Solo se conoce verdaderamente el que se conoce como
nada” (san Juan Crisóstomo); “el universo entero se encuentra contenido en la
propia alma del santo” (Gregorio Magno); “cuanto menos haya del yo, más hay
del Yo… Dios y yo somos uno” (Maestro Eckhart); “el alma puede llegar a
envolverse en la divina esencia, de tal modo que no se distinga ya de Dios”
(Heinrich Suso); “Él es, y yo no soy en absoluto”; “solamente soy lo que Dios es
en mí y no otra cosa” (Marguerite Porète); “el más aniquilado tiene el máximo
de divinidad”; “antes de ser algo, yo era la vida de Dios” (Angelus Silesius); “tú

221
–el ser humano– eres lo que no es. Yo –Dios– soy el que soy”; “mi yo es Dios:
no me conozco otra identidad que Dios” (santa Catalina de Génova); “en mi ser
esencial, Yo, por naturaleza, soy Dios” (Jan van Ruysbroeck); “¡vedlo! Soy Dios.
¡Vedlo! Estoy en todas las cosas. ¡Vedlo! Hago todas las cosas” (Juliana de
Norwich); “Señor, regocijaos conmigo, me he hecho Dios” (Hermana Katrei); “mi
Amado, las montañas, / los valles solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas, /
los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos” […]; “el centro del alma es
Dios” […]; “le comunica Dios [al alma] su ser sobrenatural de tal manera, que
parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios. Y se hace tal unión
cuando Dios hace al alma esta sobrenatural merced, que todas las cosas de Dios
y el alma son unas en transformación participante. Y el alma más parece Dios
que alma, y aun es Dios por participación” (san Juan de la Cruz); “digamos que
sea la unión como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo, que toda la
luz fuese una... Acá es como si cayendo agua del cielo en un río o fuente,
adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el
agua del río, o lo que cayó del cielo; o como si un arroyico pequeño entra en la
mar, no habrá remedio de apartarse; o como si en una pieza estuviesen dos
ventanas por donde entrase gran luz; aunque entra dividida, se hace todo una
luz” (santa Teresa de Jesús)…
Los místicos –quienes “han visto”– saben bien que Dios no es un ser
separado, que establezca unas normas a las que los humanos deban ajustarse.
Todo esto no es sino una proyección nacida de necesidades –individuales y
colectivas–, de miedos y de intereses de poder. Por decirlo de una manera
escueta: Dios es aquello de lo que nada puede estar separado; aquello de lo que
algo podría separarse no es Dios. Por eso, el Misterio inefable al que la palabra
“Dios” apunta trasciende todo concepto y toda palabra.
En ocasiones, surge la pregunta sobre el modo concreto como Jesús se
relacionaría con Dios, si en clave teísta o en silencio de unidad. Dando por
descontada la imposibilidad de una respuesta ajustada ya que carecemos de
testimonios de primera mano, desearía señalar la posibilidad y “legitimidad” de
ambas formas. Para ello, empecemos desde el principio.
Como toda palabra humana para expresar el Misterio, “Padre” no puede ser
sino una metáfora, como lo es también el término “Dios”. En este segundo caso,
la etimología parece remitir al sánscrito “Dev”, que significa “luz” o
“luminosidad”. Por su parte, “Padre” hace referencia al origen, la fuente y el
sustento de la vida.

222
El significado de la metáfora hace caer en la cuenta de que no se trata de un
ente separado, sino de aquel Fondo –fiable y amoroso– del que Jesús afirma
que es uno con Él.
Ahora bien, aun reconociendo que no es un ente separado, es posible vivir ese
Fondo en clave relacional. Al hilo de otra metáfora –la ola extasiada frente a la
grandiosidad y belleza del mar que la sobrecoge, o ella misma que descubre ser
“mar” (agua) cuando entra en lo profundo de sí misma–, es posible vivir a Dios
en forma de éxtasis o de éntasis.
Desde una consciencia de “yo” separado, brotará la relación que percibe a
Dios como el “Tú” a quien dirigirse. Desde una consciencia que transciende el yo
porque, silenciada la mente, se ha experimentado una con todo lo que es,
surgirá la comprensión y vivencia de Unidad, hasta poder hacer propias aquellas
palabras de Jesús que citaba más arriba.
Las dos formas son legítimas e incluso compatibles: depende del “lugar”
donde la persona se encuentre. En la mística cristiana se encuentran ejemplos
de ambas vivencias. Dado que las extáticas son bien conocidas, me gustaría
citar simplemente una del Maestro Eckhart, quien alaba a quien “está vacío de
toda oración, y su oración no es más que ser uno con Dios. En eso consiste toda
su oración”…, llegando a afirmar –las resonancias joánicas son evidentes– que
“me doy cuenta de que yo y Dios somos uno”.
Sin embargo, siendo legítimas ambas formas, como ocurre con todo lo
humano, cada una de ellas encierra ventajas e inconvenientes.
El silencio contemplativo (éntasis) favorece la comprensión y vivencia de
nuestra verdadera identidad, superando el engaño que supone cualquier
dualismo: somos no-separados de todo y del Fondo de lo que es. El riesgo es el
de quedar atascados en el narcisismo y –a falta de un “tú” como referencia–
atrapados en un movimiento egocentrado. En efecto, aun partiendo de una
comprensión genuina, el yo tenderá a apropiarse de Aquello que nos constituye,
dando lugar a lo que se denomina como “narcisismo espiritual”.
La oración relacional (éxtasis), por su parte, puede prevenir tal riesgo, al
percibir ese Fondo como un “Tú”, estableciendo una “distancia” con respecto al
yo apropiador, que puede resultar liberadora y prevenir trampas narcisistas; el
sujeto se sitúa “frente” al Fondo que lo constituye, y esa misma postura impide
que se identifique con él. La “distancia” permite contemplar y celebrar Eso (Lo
que es), así como reconocerlo en todas las personas, favoreciendo una actitud

223
de asombro, admiración, gratitud, respeto y amor. El riesgo que ello comporta
no es otro que el dualismo –la separatividad– y el antropomorfismo, tal como
suele ocurrir con frecuencia en las representaciones religiosas.
¿Cómo podría vivirse de manera que se sorteara ese riesgo? La expresión que
me surge espontánea es la siguiente: “Que me reconozca en ti y me viva desde
ti”. ¿Quién es ese “ti” a quien me dirijo? Eso inefable que constituye el Fondo de
todo lo real y, por tanto, también nuestra verdadera identidad. Las religiones lo
han llamado “Dios” –si bien han tendido a pensarlo como un Ente separado–,
pero igualmente puede nombrarse como “Consciencia”, “Presencia consciente”,
“Vida”, “Lo que es”… A esa Realidad última me dirijo y me entrego, consciente
de que me estoy entregando a lo que verdaderamente soy, aunque ahora me
dirija a Ello en clave relacional. Tal entrega puede prevenir eficazmente el
narcisismo espiritual, en la medida en que me hago consciente de que no busco
lo que quiere el yo, sino lo que la “Vida” me trae o quiere para mí.
La comprensión nos sitúa en el “lugar” desde el que probablemente se
expresaba Jesús hasta hacernos reconocer que no somos el yo que la mente
piensa, sino la Vida o Dios viviéndose en nosotros.

224
“Sois dioses” (10,31-42)

Los judíos volvieron a tomar piedras para tirárselas. Jesús les dijo:
—He hecho ante vosotros muchas obras buenas en virtud del poder que
he recibido del Padre. ¿Por cuál de ellas queréis apedrearme?
Los judíos le contestaron:
—No es por ninguna obra buena por lo que queremos apedrearte, sino
por haber blasfemado. Pues tú, siendo hombre, te haces Dios.
Jesús les replicó:
—¿No está escrito en vuestra ley: “Yo os digo: vosotros sois dioses”?
Pues si la ley llama dioses a aquellos a quienes fue dirigida la palabra de
Dios, y lo que dice la Escritura no puede ponerse en duda, entonces, ¿con
qué derecho me acusáis de blasfemia a mí, que he sido elegido por el
Padre para ser enviado al mundo, solo por haber dicho “yo soy hijo de
Dios”? Si yo no realizo obras iguales a las de mi Padre, no me creáis; pero
si las realizo, aceptad el testimonio de las mismas, aunque no queráis
creerme a mí. De este modo podríais reconocer que el Padre está en mí y
yo en el Padre.
Así pues, intentaron de nuevo detener a Jesús, pero él se les escapó de
entre las manos.
Jesús se fue de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde
anteriormente había estado bautizando Juan, y se quedó allí. Acudía a él
mucha gente, que decía:
—Es cierto que Juan no hizo ningún signo, pero todo lo que dijo acerca
de este era verdad.
Y en aquella región muchos creyeron en él.

Tras la sorprendente afirmación de Jesús, se recrudece la polémica. Los


“judíos” (fariseos, autoridad religiosa) siguen acusando a Jesús de “blasfemia” –
un delito que conllevaba la muerte– e intentan apedrearlo o, al menos,
detenerlo.
El redactor del evangelio, en su discusión con los fariseos contemporáneos
suyos, remite –una vez más– a las “obras” del Maestro, que interpreta como
“signos” palpables de ser el enviado del Padre.
Pero se formula, de un modo expreso, la acusación de blasfemia (“siendo
hombre, te haces Dios”), y es aquí donde el autor echa mano de la Escritura
sagrada –en el Salmo 82,6–, para tratar de hacer aceptable la pretensión de

225
Jesús a los oídos judíos, estrictamente monoteístas.
Sin embargo, mientras se permanece en un nivel de consciencia –y en un
modelo de cognición– mental, tal intento es imposible. La mente separadora es
absolutamente incapaz de entender afirmaciones de ese tipo. Para la mente,
inevitablemente separadora, o se es “Dios” o se es “hombre”. Cualquier otra
afirmación que trata de sortear esa dicotomía le parecerá absurda o, en el caso
religioso, blasfema.
Ahora bien, en cuanto salimos de la estrechez del modelo mental, todo se
hace nítido. Porque entonces empezamos a comprender que la afirmación “el
Padre y yo somos uno”, no solo no es absurda, sino que es la única coherente.
No podría ser de otro modo, ya que no puede existir nada separado de nada.
Existen diferencias, pero la diferencia no es separación.
Al dar por terminada la discusión, el autor vuelve a situar a Jesús en la región
donde Juan bautizaba, para situar al Bautista en el lugar que, según la
comunidad cristiana, debía ocupar: el de ser un testigo y anunciador del Maestro
de Nazaret, el auténtico “emisario divino”.
A lo largo de todos estos capítulos, se ha ido desvelando el “secreto” de Jesús,
uno con el Padre, a través de diferentes signos (“obras”). Pan de vida, luz del
mundo, buen pastor…, se nos ha presentado como la respuesta a la búsqueda
del ser humano, el lugar de encuentro con Dios.
Ha sido un recorrido en el que, como nuevo Moisés, Jesús ha ido sacando al
pueblo de la postración y de la ceguera para conducirlo hacia la libertad y la luz.
Queda un último signo –la resurrección de Lázaro–, que culminará todo el
proceso y, con él, la misma revelación: Jesús es “la resurrección”, aquel que
libera de la muerte y conduce a la vida en plenitud. Será el tema del próximo
capítulo.

226
1. Al responder a la cuestión de porqué se ha producido la crisis religiosa, Marià Corbí escribe: “Lo
diré de una forma simple y plástica: un hombre con mente y sentir de agricultor predica un
mensaje de agricultor que ya no se entiende, a unos agricultores que ya no existen”: M. CORBÍ, El
camino interior más allá de las formas religiosa, CETR, Barcelona 2013, p. 12.
2. J.A. MARINA, La pasión del poder. Teoría y práctica de la dominación, Anagrama, Barcelona 2008,
p. 46.
3. E. MARTÍNEZ LOZANO, Metáforas de la no-dualidad. Señales para ver lo que somos, Desclée De
Brouwer, Bilbao 2018.

227
11

228
Somos Vida

“Lázaro, sal fuera” (Jn 11,43).

Con el relato de la llamada “resurrección de Lázaro” –en rigor, habría que


hablar de “resucitación”, porque se trata de una vuelta a la vida anterior–, el
autor del cuarto evangelio culmina su serie de siete señales, por medio de las
cuales Jesús aparece como la gran señal del Padre, al servicio de la vida de las
personas.
Esta séptima señal es, sin duda, en la intención del evangelista, la más
grandiosa, tanto en el fondo como en la forma. Los expertos reconocen que, en
su base, habría un relato breve, mucho más escueto, perteneciente a alguna
“colección de milagros”, que probablemente –según Senén Vidal– tendría esta
forma 1:

Alguien estaba enfermo, Lázaro de Betania, de la aldea de María y Marta, su


hermana. Enviaron entonces las hermanas hacia él diciendo:
—Señor, mira, aquel a quien quieres está enfermo.
Viniendo, pues, Jesús, lo encontró teniendo ya cuatro días en el sepulcro. Y
era una cueva, y una piedra estaba puesta sobre ella. Dice Jesús:
—Quitad la piedra.
Quitaron entonces la piedra. Y Jesús gritó con gran voz:
—¡Lázaro, ven fuera!
El difunto salió envuelto con vendas en los pies y en las manos, y su cara
estaba envuelta con un sudario. Les dice Jesús:
—Desatadlo, y dejadlo marchar.

A partir de esta narración, redactores posteriores elaboraron toda la amplia


catequesis que va a ocupar este capítulo 11. Pero incluso el relato primero, sin
duda, había sido ya elaborado. Eso significa que nos resulta imposible saber lo

229
que realmente ocurrió. Algunos autores proponen la hipótesis de que se tratara
de la sanación de Lázaro; con el tiempo, lo que era una enfermedad se habría
trasformado en muerte, y la curación en resurrección. Fenómenos semejantes
eran atribuidos a personajes de la época, como fue el caso del ya citado
Apolonio de Tiana.
Lo cierto, sin embargo, es que el evangelio no es una crónica periodística. Los
relatos primeros fueron, sin duda, magnificados desde el interés por subrayar el
poder de Jesús y, al mismo tiempo, adaptados para transformarlos en
catequesis que respondieran a las preocupaciones de la comunidad. En cualquier
caso, tal como ha llegado a nosotros, la narración aparece profundamente
elaborada, a la vez que cargada de simbolismo y de mensaje teológico.
John Meier, de acuerdo con los exegetas más rigurosos, afirma que estamos
ante un relato que habría sufrido muchas modificaciones en la tradición, a lo
largo de las décadas transcurridas antes de que llegara al evangelista. Sostiene
que el autor habría reelaborado, con mucha amplitud, un texto muy breve en su
origen, que hablaría de la curación de alguien que se hallaba al borde de la
muerte.
Aparte del análisis del propio texto, en el que se aprecia la intervención de
diversas manos, hay más datos que confirmarían la profunda reelaboración
catequética o teológica que realizó el autor último del evangelio.
En cualquier caso, no interesa demasiado conocer los detalles de lo ocurrido.
La importancia de Jesús no reside en su carácter de sanador. Los llamados
“milagros”, al contrario de como se presentaban en tiempos pasados, han
dejado de ser “prueba” de su divinidad. Y reconocer que una persona tiene
poderes de sanación no dice tampoco demasiado sobre ella.
Más aún: desde la comprensión no-dual, todo el tema de la importancia o del
poder “personal” queda radicalmente relativizado. Dado que todo se halla en
todo, y que todos somos “formas” de una misma identidad, las antiguas e
interminables discusiones teológicas se nos presentan como carentes de sentido.
Nos basta saber que no es una crónica de lo ocurrido, en el sentido que
nosotros damos a ese término, y abrirnos al contenido que el autor quiere
transmitir.

230
La muerte, el despertar (11,1-16)

Un hombre, llamado Lázaro, había caído enfermo. Era natural de


Betania, el pueblo de Marta y de su hermana María. (María, cuyo hermano
Lázaro estaba enfermo, es la que ungió al Señor con perfume y le secó los
pies con sus cabellos). Sus hermanas mandaron recado a Jesús, diciendo:
—Señor, tu amigo está enfermo.
Jesús, al oírlo, dijo:
—Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la
gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de
que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba. Solo
entonces dice a sus discípulos:
—Vamos otra vez a Judea.
Ellos replicaron:
—Maestro, hace poco que los judíos quisieron apedrearte. ¿Cómo es
posible que quieras volver allá?
Jesús respondió:
—¿No es cierto que el día tiene doce horas? Cualquiera puede caminar
durante el día sin miedo a tropezar, porque la luz de este mundo ilumina
su camino. En cambio, si uno anda de noche, tropieza, porque le falta la
luz.
Y añadió:
—Nuestro amigo Lázaro se ha dormido, pero yo iré a despertarlo.
Los discípulos comentaron:
—Señor, si se ha dormido, es señal de que se recuperará.
Jesús hablaba de la muerte de Lázaro, mientras que sus discípulos
entendieron que se refería al sueño natural.
Entonces Jesús se expresó claramente:
—Lázaro ha muerto. Y me alegro de no haber estado allí, por vuestro
bien; porque así tendréis un motivo más para creer. Vamos, pues, para
allá.
Tomás, por sobrenombre “el Mellizo”, dijo a los otros discípulos:
—Vamos también nosotros a morir con él.

En la extensa redacción que un redactor posterior elaboró a partir del breve

231
relato original, parece percibirse la existencia de una pequeña comunidad
joánica en Betania, dentro de la cual las dos hermanas eran apreciadas. Y sería
probablemente ese mismo redactor el que convirtió a Lázaro en “hermano” de
Marta y María.
Más tarde, será otro glosador también quien introduzca el paréntesis que
señala a María como la mujer que ungió a Jesús…, a pesar de que ese hecho no
ha ocurrido todavía, sino que será relatado en el capítulo siguiente. Es probable
que haya sido precisamente el interés de conectar la narración de la
resurrección de Lázaro con la unción de Jesús, el motivo de tal paréntesis.
Tras la petición de las hermanas, el autor pone en boca de Jesús lo que
parece una añadidura de otro glosador: aquel para el que las “señales” son
medios para la “gloria” del Hijo de Dios, a quien considera como el emisario
divino.
Debido quizás a sus propios vínculos con la comunidad joánica de Betania, el
redactor no pierde ocasión de subrayar el “amor” que Jesús sentía hacia ella,
amor personificado en las figuras de las hermanas y de Lázaro.
Y, sin embargo –para extrañeza del lector actual–, Jesús decide quedarse dos
días sin acudir a la llamada de aquellas a quienes amaba. Pero la función de esa
frase es fácil de comprender cuando conocemos el género literario: lo único que
pretende es señalar la independencia del taumaturgo. A la vez, se prepara la
afirmación posterior según la cual, hace “cuatro días” que Lázaro ha fallecido:
en el ámbito judío, la muerte se certificaba al cuarto día, ya que se creía que,
durante los tres anteriores, aún podía volver a vivir.
Cuando decide volver a Judea y los discípulos le advierten del peligro que
puede correr, el redactor joánico aprovecha para volver a introducir un tema
muy querido para él: presentar a Jesús como “luz del mundo”. Quien camina
con él –dice– no tiene miedo ni tropieza.
Y presenta la muerte como un “sueño”. No es la primera vez que aparece este
símil. Ya en Mc 5,39, ante la hija de Jairo, Jesús dice: “La niña no ha muerto,
está dormida”. Y es solo ante la incomprensión de los discípulos cuando habla
de la “muerte”, si bien dejando entrever que ni siquiera así hay que temer.
El parágrafo termina con la intervención de Tomás, llamado “el Mellizo”. En
realidad, “Mellizo” no es sino la traducción del nombre arameo Teoma. Con el
tiempo, este Tomás habría de ser un personaje destacado, también en círculos
gnósticos, hasta el punto de que se le adjudicó la autoría del famoso “Evangelio

232
de Tomás”, un apócrifo descubierto en Nag Hammadi en 1945. Aquel relieve
que llegaría a adquirir la figura de Tomás puede explicar el hecho de que, en
algunos grupos, su apodo (“el Mellizo”) fuera interpretado nada menos que
como “mellizo” de Jesús. Con todo, en el cuarto evangelio se aprecia un tono
crítico hacia su figura, debido seguramente a que fuera visto con recelo. Así se
nota en sus intervenciones (11,16; 14,5-7; 20,24-29), que aparecen como
necesitadas de corrección o, al menos, clarificación.
Tras esta “relectura” del texto, quedo detenido ante el modo como Jesús
habla de la muerte. Vivimos en una cultura que trata de silenciar, a toda costa,
el dolor y la muerte. Y, sin embargo, pocas cosas tenemos más ciertas que esas
dos. No es extraño que una cultura centrada en el yo funcione de esa manera,
silenciando aquellas realidades que ponen al descubierto su inconsistencia. El yo
experimenta pánico ante el dolor y terror a la muerte. El yo silencia la muerte
porque la muerte es el silencio del yo.
Las personas sabias, sin embargo, no lo han visto así. Ellos viven asentados
en la confianza profunda, sean cuales sean los “oleajes” que aparezcan en la
superficie. Incluso han visto que el dolor y la muerte no son sino parte de aquel
mismo oleaje, que no afecta a quienes realmente somos.
Cuando salimos del engaño de identificarnos con el yo, todo se modifica.
Abandonamos la arrogancia de creer que es él –nuestra mente– quien tiene que
regir el mundo y nos alineamos humildemente con la Sabiduría que todo lo
conduce. Experimentamos entonces que el yo era solo una ficción mental, que
el fondo de lo Real es confianza permanente y que la muerte, como el
nacimiento, no son sino formas que adopta la Vida.
Al alinearnos con la corriente de la vida, abandonamos resistencias inútiles y
estériles, que crean tanto sufrimiento, y empezamos a dejarnos fluir,
permitiendo que la vida se viva a través de nosotros. No es inacción –haremos
lo que tengamos que hacer, con un dinamismo y creatividad antes
desconocidos–, sino sabiduría.
Es lo que pone de relieve el conocido Xin Xin Ming o Canto al corazón de la
confianza: “La confianza en la naturaleza de las cosas permite vivir en armonía
con la Vía y gozar libre de preocupaciones. Las cosas son lo que son, no lo que
a ti te gustaría que fueran. Luchando contra la realidad agotas tu energía en
vano y perturbas la paz original de tu corazón. Por supuesto, tu capacidad de
transformar la realidad según tus aspiraciones forma parte también de la Vía,
pero tus aspiraciones deben estar en armonía con la Vía, con el tiempo y las

233
circunstancias. El agua fluye libre de preocupaciones gozando de fluidez.
Cuando las circunstancias lo detienen, permanece quieta. Cuando las
circunstancias lo permiten, sigue fluyendo. Pero siempre, sean cuales sean las
circunstancias, confía en su propia naturaleza. Cada ser posee la sabiduría
innata, la gracia original. Cada ser cumple una función. De la misma forma que
los ríos terminan por desembocar siempre en el mar, todos los seres se
encaminan consciente o inconscientemente hacia el océano del Pleno Despertar
siguiendo su propia naturaleza” 2.
La muerte no es lo opuesto a la vida. Esta es la realidad no-dual que abraza a
los dos polos de la muerte y el nacimiento. Uno y otra son formas diferentes que
la vida adopta en su despliegue.
Como afirman quienes han vivido una experiencia cercana a la muerte (ECM),
al morir perdemos la forma, no la identidad: despertamos a lo que somos, al ser
introducidos en el océano de consciencia que constituye nuestra verdadera
naturaleza. En la muerte desaparecen aquellas formas que surgieron en el
nacimiento, pero permanece aquello que nunca nació, lo que siempre hemos
sido, aunque lo hayamos olvidado.
Se comprende que los sabios hayan hablado de la muerte como de un
“sueño” –o, sencillamente, como de un “paso”, tal como afirmará Jesús más
adelante, en este mismo evangelio (13,1), o como una “vuelta” (13,3)–. Los
sufíes lo han expresado con contundencia: “Todos estamos muertos; solo
cuando morimos, despertamos”. Quien muere a la identidad del yo, incluso
antes de experimentar la muerte física, despierta a quien verdaderamente es. Si
eso no ocurre antes, sucederá en la muerte.
Si el miedo es uno de los signos distintivos del yo, al morir este, aquel
desaparece. Y es entonces cuando nos abandonamos confiadamente a la
corriente de la vida y podemos mirar la muerte cara a cara, tal como lo hace
Vicente Gallego, en el inicio del poema que dedica a la muerte de Juan de Yepes
(san Juan de la Cruz):

“¿Qué habrá más delicado que morir?


No se molesta a nadie para eso,
nadie se va o se queda, y todo brilla
al final por su ausencia meridiana.
Unos detrás de otros,

234
qué paso delicado de gorriones
dimos al borde mismo
de nunca habernos dado un mal alcance.

Toda luz, olvidada de sus muertos,


abre su corazón la madre muerte”.

Por su parte, el sabio que era José Luis Sampedro, en fechas muy próximas a
su propia muerte, ocurrida en 2013, a la edad de 96 años, confesaba a una
periodista que veía la muerte con la misma serenidad con la que contemplaba a
un río adentrarse en el mar. Cuando eso ocurre, el río pierde necesariamente su
forma y su nombre, pero “reencuentra” el agua como su verdadera identidad. O
con otra imagen similar: una gota de agua es H2O y un contorno; al caer en el
mar, pierde el contorno pero sigue siendo el agua que siempre había sido.
Perdemos la forma, seguimos siendo Vida.

235
La proclamación de la fe cristiana en la resurrección (11,17-27)

Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Betania


está muy cerca de Jerusalén, como a dos kilómetros y medio, y muchos
judíos habían ido a Betania para consolar a Marta y María por la muerte de
su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su
encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús:
—Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero
aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.
Jesús le dijo:
—Tu hermano resucitará.
Marta respondió:
—Sé que resucitará en la resurrección del último día.
Jesús le dice:
—Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté
muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre.
¿Crees esto?
Ella contestó:
—Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía
que venir al mundo.

El relato continúa asumiendo la idea común entre los judíos, según la cual la
muerte era “definitiva” después de los tres días del fallecimiento. Por eso insiste
en que el cadáver llevaba “cuatro días” enterrado. Con ello, pretende mostrar el
poder del Maestro sobre la muerte.
De una forma un tanto extraña e incluso incongruente –¿por qué María se
quedó en casa, si realmente estaban deseando que llegara el Maestro?–, quizás
para otorgar mayor dramatismo a la escena, el autor va a desdoblar el diálogo
de Jesús con las hermanas en dos escenas separadas.
En la primera de ellas, Marta expresa lo que era la fe judía –tal como la
profesaban los fariseos– en la resurrección de los muertos: la resurrección
ocurriría colectivamente al final de los tiempos.
Frente a esa creencia, el autor pone en boca de Jesús lo característico de la fe
cristiana: la resurrección ocurre ya aquí y ahora, porque: “Yo soy la resurrección
y la vida”. Esta afirmación constituye, en realidad, el centro de todo este
extenso relato del capítulo 11. Todo lo demás –relato de resurrección incluido–

236
juega al servicio de esta proclamación central.
Por esa razón, la afirmación culmina en una pregunta dirigida a Marta:
“¿Crees esto?”. Porque en esta cuestión –parece decir el autor– se ventila lo
nuclear de la fe cristiana. Ante la pregunta, Marta responde con otra confesión
de fe completa en Jesús como el “emisario divino”, el Hijo de Dios.
La intencionalidad del autor –el mensaje que busca transmitir–, si tenemos en
cuenta el desarrollo del evangelio en su conjunto, parece evidente: Jesús es la
resurrección y la vida del pueblo, representado en la figura de Lázaro (o Eleazar,
de´El´Azar: “Dios ayuda”).
Todo el relato gira en torno a esta frase, absolutamente central: “Yo soy la
resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y el que
está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”. Parece que la
comunidad joánica se reconocía en esa confesión de fe. Por eso se subraya
especialmente frente a lo que era la creencia judía, que el autor había puesto en
boca de Marta: “Sé que resucitará en la resurrección del último día”.
La larga historia del texto, a la que hacía alusión más arriba, junto con la
profunda reelaboración a manos del último redactor, nos aporta diferentes
detalles: la presentación de la muerte como un “sueño”; la referencia a los
“cuatro días”; la insistencia en el llanto de Jesús que, a la vez que revela su
profunda sensibilidad, carecería de sentido en el caso de que fuera a devolver a
Lázaro a la vida física; la descripción del sepulcro como una “cueva”, tapada con
una losa; la presentación del difunto, con “los pies y las manos atados con
vendas, y la cara envuelta en un sudario”; la orden que da Jesús –“desatadlo y
dejadlo andar”–, que explica el sentido de la liberación que aporta, frente a una
legislación y unas instituciones que ataban y paralizaban al pueblo; el mensaje
que recorre el texto, desde su inicio, según el cual, todo lo ocurrido “servirá para
la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado”; la constancia de que
muchos judíos creyeron a partir de ahí…
Más allá de todo ese conjunto de temas, el centro de la narración que ha
llegado a nosotros es, como decía, la afirmación de Jesús como resurrección y
vida. Dicho de otro modo: la resurrección es ya ahora. Esa parece que era la
convicción de algún grupo cristiano, como expresa este texto de un evangelio
apócrifo: “Quien dice: «primero se muere y después se resucita, se engaña». Si
no se resucita mientras se está aún en vida, tras morir, no se resucita ya”
(Evangelio de Felipe, 90).

237
Esa afirmación resulta admirablemente coherente con lo que podemos
apreciar desde un nivel de consciencia transpersonal. En niveles anteriores, el
ego entendía la resurrección como la perpetuación y pervivencia “eterna” de su
propia forma. Cuando descubrimos que ese yo no es realmente nuestra
identidad, todo se ve modificado. Hasta el punto de que, con cierta ironía, pero
con toda verdad, podría decirse que la resurrección consiste, no en la
perpetuación del yo, sino justamente en la liberación de él.
La muerte provoca miedo únicamente al yo, y a quien se ha identificado con
él. En la medida en que, deshecha tal identificación, vamos experimentando
nuestra identidad más profunda, vemos la muerte –como Jesús– como un
“paso” o un “despertar”. Desaparece la forma, pero no muere lo que realmente
somos.
Del mismo modo que, cada mañana, cuando salimos del sueño, muere el
sujeto onírico y aparece la “nueva identidad” del yo vigílico, así ocurre en la
muerte: muere el yo mental y “despierta” lo que realmente somos. Lo que
ocurre es que solemos vivir tan identificados con el yo que estamos
habitualmente “dormidos”.
El yo psicológico es solo la “sombra” de lo que realmente somos. ¿Acaso
sufres porque pisen tu sombra? Lo mismo pasa con el yo; vivimos tan
identificados con él, que nos afligimos por su suerte: si lo “pisan”, si se deteriora
y, sobre todo, si se muere…
No somos el yo que desaparecerá, sino la Vida que nunca muere. Tenía toda
la razón Jesús cuando se definía a sí mismo diciendo: “Yo soy la resurrección y
la vida”. Eso es lo que, en el nivel profundo, no-dual, somos todos. Somos vida,
y todo nuestro caminar histórico no tiene otro objeto que despertar a esa
identidad, caer en la cuenta de ello.
Mientras estamos identificados –conscientemente o no– con la mente,
pensamos la vida como algo que tenemos; pero, si en lugar de pensar la vida,
simplemente la atendemos, percibiremos que entre la vida y nosotros no existe
ninguna distancia ni separación: es lo que somos. Y que se expresa a través de
todas las “formas” que tenemos.

238
Un Jesús conmocionado (11,28-37)

Terminada esta conversación, Marta se fue a llamar a su hermana María


y le dijo al oído:
—El Maestro está aquí y te llama.
María se levantó rápidamente y salió al encuentro de Jesús. Jesús no
había entrado todavía en el pueblo; se había detenido en el lugar donde
Marta se había encontrado con él.
Cuando los judíos que estaban con María en casa consolándola, vieron
que se había levantado rápidamente y había salido, la siguieron, pensando
que iría al sepulcro para llorar allí. Sin embargo, María se dirigió adonde
estaba Jesús. Cuando lo vio, se puso de rodillas a sus pies y exclamó:
—Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano.
Jesús, al verla llorar, y a los judíos, que también lloraban, lanzó un
hondo suspiro y se emocionó profundamente.
Después les preguntó:
—¿Dónde lo habéis enterrado?
Le contestaron:
—Señor, ven a verlo.
Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban:
—¡Cómo lo quería!
Pero algunos dijeron:
—Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido
que muriera este?

El relato nos muestra, por dos veces, la profunda conmoción de Jesús,


provocada por el amor que sentía hacia Lázaro. Además de poner de relieve la
sensibilidad del Maestro, nos hace caer en la cuenta de que somos seres
sintientes. Y que la sabiduría no consiste en eliminar las emociones ni los
sentimientos, sino en la capacidad de reconocerlos, vivirlos y expresarlos…,
aunque no nos identifiquemos con ellos.
Es decir, el despertar a quienes somos no insensibiliza; al contrario, afina
incluso nuestra sensibilidad. Sin embargo, al tiempo que permitimos que
nuestras emociones se manifiesten, ya no nos reducimos a ellas. Precisamente,
la belleza y sabiduría del relato consiste en conjugar, en la misma persona de
Jesús, una doble afirmación: “Se echó a llorar” y “Yo soy la resurrección y la

239
vida”.
Esa es, justamente, nuestra paradoja: somos seres sensibles, a quienes nos
afecta lo que sucede y, simultáneamente, somos Vida que se halla siempre a
salvo. Nos percibimos como pura necesidad y carencia –y, por tanto,
vulnerables– pero, al mismo tiempo, somos plenitud a la que nada le falta.
Nuestro “doble rostro” no es sino expresión de las “dos caras” de lo Real: lo
invisible y lo manifiesto, “lo implicado y lo explicado” (por utilizar los términos
del físico David Bohm), el vacío y la forma… Ambos aspectos son ciertos, si bien
no en el mismo nivel. Por eso, en cierto modo, podría decirse que lo absoluto se
manifiesta en lo (como) relativo.
La tradición cristiana ha personalizado este doble rostro de lo Real en la
persona de Jesús, al afirmar simultáneamente su divinidad y humanidad. La
lectura adecuada de tal afirmación no habla de una suma o yuxtaposición de dos
realidades separadas (Dios y hombre), sino del misterio de la Unidad, visto
desde dos perspectivas diferentes. Por eso, la formulación menos inadecuada
pudiera ser esta: lo humano es divino, y lo divino es humano. (Y probablemente
fuera por aquí la intuición de Leonardo Boff cuando, al hablar de Jesús, afirmó
que “alguien tan humano solo podía ser Dios”).
Cuando se han entendido aquellas dos dimensiones en clave de yuxtaposición
–una al lado de la otra–, se ha dado entrada a una serie interminable de
pseudo-problemas que no conducen a ninguna parte.
Del mismo modo, cuando aquella afirmación se ciñó exclusivamente a Jesús,
tuvo como resultado que se hiciera de él un “ídolo” separado y alejado de todos
nosotros.
En realidad, lo que se afirma de Jesús se está diciendo también de todos
nosotros. Y esto no es “rebajar” su figura –como leería una creencia mítica, o
como temería un cristiano convencional–, sino justamente percibirla en toda su
hondura y plenitud.
Parece claro que cualquier comparación nace de la mente y caracteriza el
funcionamiento del ego, que vive precisamente del juicio y la comparación. Eso
explica que, mientras se permanece en la mente y en el ego –como si esta fuera
nuestra verdadera identidad–, la comparación sea inevitable, enfatizando, por
encima de todo, las diferencias entre los egos.
Al silenciar y trascender la mente, se abre la comprensión no-dual que, sin
negar las diferencias manifiestas, sabe ver la unidad de fondo que las abraza, y

240
que constituye realmente su identidad última.
Como Jesús, somos, a la vez, necesidad –por eso lloramos– y somos Vida. Y
esto es lo que en la tradición cristiana se ha expresado con el término
“resurrección”.
La resurrección –como la reencarnación, en otras culturas y latitudes– es un
“mapa”, que apunta a la verdad de que somos Vida, que nada puede aniquilar.
Por eso, cuando Marta expresa la fe convencional judía –“sé que resucitará en
la resurrección del último día”–, Jesús puntualiza: “Yo soy la resurrección y la
vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en
mí, no morirá para siempre”.
La muerte –aunque nos haga llorar e incluso temer a nuestra sensibilidad,
porque somos seres sintientes– es únicamente una “forma” más que adopta la
Vida, no muy diferente de aquella otra que es el nacimiento. En este y en
aquella, La Vida solo cambia de forma. Y esa misma Vida, como bien sabía
Jesús, es nuestra verdadera identidad; no la identidad de nuestro yo individual
(o ego), sino del Yo Soy universal que, más allá de las diferencias, somos.

241
Somos vida (11,38-44)

Jesús, sollozando de nuevo, llegó a la tumba. (Era una cavidad cubierta


con una losa). Dijo Jesús:
—Quitad la losa.
Marta, la hermana del muerto, le dijo:
—Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.
Jesús le dijo:
—¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?
Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo:
—Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me
escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea para que crean
que tú me has enviado.
Y dicho esto, gritó con voz potente:
—Lázaro, ven afuera.
El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara
envuelta en un sudario. Jesús les dijo:
—Desatadlo y dejadlo andar.

Llegamos al centro del relato. Tras describir el sepulcro como una “cueva”,
taponada con una losa, el taumaturgo toma la iniciativa por completo y todo va
a girar en torno a su palabra poderosa.
De ella brota la orden de quitar la losa; la llamada a la confianza a una Marta
desesperanzada; la oración de gratitud al Padre, desde su identidad de
revelador que va a obrar para que la gente “crea”; el grito que vence a la
muerte, como una orden a Lázaro para que “salga” a la vida; y la orden a los
demás para que lo desaten y lo dejen andar.
Quizás sea precisamente la palabra final la que ofrezca en sentido de todo lo
anterior. Lázaro representa al pueblo y a todos aquellos que se sienten atados y
paralizados.
El pueblo se hallaba aplastado, atado de pies y manos, bajo el peso de las
instituciones y autoridades religiosas. Por eso, el taumaturgo no pide en primer
lugar que lo acojan, ni tampoco se lo entrega a las hermanas. Ordena que lo
desaten y que lo dejen andar.

242
Muchas pueden ser las “vendas” que nos atan y paralizan. Necesidades y
miedos no resueltos mantienen la existencia de los humanos en la rutina, el
desaliento, la claudicación, la apatía, el egocentrismo…, en la “muerte”.
Para empezar a caminar, es necesario escuchar la voz de nuestro maestro
interior –de nuestro “corazón”– que no cesa de gritar: “Sal fuera”. Es necesario
salir de todo aquello que nos bloquea, nos encierra, nos tiene sepultados con
losas de todo tipo.
Pero escuchar esa voz requiere mucho coraje. Con frecuencia, la hemos
amortiguado de mil maneras y solo el sufrimiento nos “obliga” a prestarle
atención. Las crisis cuestionan nuestro adormecimiento y nos impulsan a buscar
en nuestro interior aquella voz que nos saque del letargo y nos guíe hacia la
libertad, la plenitud, hacia la vida que, paradójicamente, somos.
Además de las crisis, para escuchar esa voz, necesitamos también del silencio.
Solo si vamos apagando los gritos mentales y emocionales, acallando los
pensamientos y silenciando los deseos, llegará a nosotros, cada vez más nítida,
la voz que nos trae al presente y, de ese modo, a la plenitud.
Por ello, puede ser bueno empezar por preguntarnos: ¿cuál es, en este
momento, la “losa” que está taponando mi existencia? ¿Qué es lo que me tiene
atado o paralizado? ¿Qué pasos intuyo que debo dar para salir de la “muerte” y
experimentar la vida que soy?

243
Cuando dar vida acarrea muerte (11,45-57)

Al ver lo que Jesús había hecho, muchos de los judíos, que habían ido a
visitar a María, creyeron en él. Otros, en cambio, fueron a contar a los
fariseos lo que había hecho. Entonces, los jefes de los sacerdotes y los
fariseos convocaron a una reunión del sanedrín. Se decían:
—¿Qué hacemos? Este hombre está realizando muchos signos. Si
dejamos que siga actuando así, toda la gente creerá en él. Entonces las
autoridades romanas tendrán que intervenir y destruirán nuestro templo y
nuestra nación.
Uno de ellos, llamado Caifás, que era el sumo sacerdote aquel año, les
dijo:
—Estáis completamente equivocados. ¿No os dais cuenta de que es
preferible que muera un solo hombre por el pueblo, a que toda la nación
sea destruida?
Caifás no hizo esta propuesta por su cuenta, sino que, como
desempeñaba el oficio de sumo sacerdote aquel año, anunció bajo la
inspiración de Dios que Jesús iba a morir por toda la nación; y no
solamente por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos los
hijos de Dios que estaban dispersos.
A partir de este momento tomaron la decisión de dar muerte a Jesús.
Por eso, Jesús dejó de andar públicamente entre los judíos; se marchó de
la región de Judea y se fue a un pueblo, llamado Efraín, muy cerca del
desierto. Y se quedó allí con sus discípulos.

Estaba muy próxima la fiesta judía de la pascua. Ya antes de la fiesta,


mucha gente de las distintas regiones del país subía a Jerusalén para
asistir a los ritos de purificación. Estas gentes buscaban a Jesús y, al
encontrarse en el templo, se decían unos a otros:
—¿Qué os parece? ¿Vendrá a la fiesta?
Los jefes de los sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes
terminantes de que, si alguien sabía dónde se encontraba Jesús, les
informasen para que ellos pudieran detenerlo.

El último redactor utilizó todo el relato de la resurrección de Lázaro para


introducir el doble tema de la unción y de la muerte de Jesús. Se trata de dos
cuestiones íntimamente entrelazadas por cuanto, como veremos, el gesto de la
unción cobra todo su sentido en relación con la muerte cercana.

244
Para el cuarto evangelio, la causa inmediata de la muerte de Jesús –tal como
queda expresamente señalado en este final del capítulo 11– es el hecho de la
resurrección de Lázaro, que los sinópticos ignoran completamente. Lo cual no
deja de resultar extraño: que algo tan relevante como la resurrección de alguien
fallecido “cuatro días” antes no hubiera sido recogido por ninguno de los
evangelios anteriores.
Sabemos que, según los sinópticos –probablemente, más cercanos a la
realidad histórica–, el motivo de la muerte de Jesús fueron sus enfrentamientos
con la autoridad religiosa, sus pretensiones mesiánicas y su mensaje sobre Dios
y la religión. Y el detonante último habría sido la actuación de Jesús en el
templo, una acción que fue considerada como blasfema y merecedora de la
pena de muerte. Con su muerte, la autoridad religiosa eliminaba a alguien
molesto, que ponía en cuestión los fundamentos mismos de la organización
religiosa judía.
El cuarto evangelio, al mismo tiempo que asocia el hecho de la resurrección
de Lázaro con la decisión de matar a Jesús, atribuye a esta un sentido profundo,
utilizando la ironía, en un recurso que el autor repetirá otras veces a lo largo del
relato de la pasión.
Sitúa a Caifás como el autor de la decisión, tomada sobre la base de no poner
en peligro el templo y la nación. Teme que la actitud de Jesús pueda conducir a
algún tipo de levantamiento que provoque finalmente la intervención de Roma.
Algo que sucederá, efectivamente, aunque por otros motivos, el año 70
(bastantes años antes de que se escribiera este evangelio, con lo que el autor
contaba con una referencia histórica en la que apoyar su motivación).
La ironía estriba en que –siempre según el autor del evangelio– Caifás dijo
algo mucho más profundo y verdadero de lo que él mismo presumía. Y eso se
debió –se nos recalca– a que, por ser el sumo sacerdote aquel año, hablaba, sin
él saberlo, bajo inspiración divina.
Conscientemente, llegó a la decisión de que Jesús debía morir por el (en lugar
del) pueblo: eliminando a Jesús, se quitaba el peligro de que Roma asolara el
país –algo que, sin embargo, habría de ocurrir de todos modos–.
En otro nivel profundo –en el designio de Dios, viene a decirnos el autor–, la
muerte de Jesús se convirtió en fuente de unidad de “todos los hijos de Dios
dispersos”. Y así es como lo contaban en las comunidades joánicas, integradas
por miembros provenientes de los diferentes ámbitos: judíos, “dispersos” (de la

245
diáspora) y paganos.
Con esa interpretación, más allá de la intencionalidad de Caifás, el evangelista
va hacer otra lectura más profunda: con su muerte, Jesús va a ser el salvador
del pueblo de Dios, de todo el mundo.
Sin embargo, no se trata de una interpretación de la muerte de Jesús en clave
expiatoria, como más tarde leería la teología cristiana. No es una muerte vicaria
para expiar ante Dios los pecados de la humanidad, sino una muerte
“preventiva” para alejar del pueblo un –según la autoridad religiosa– inevitable
peligro.
El texto concluye con la huida de Jesús al desierto, lo cual parece suponer el
inicio de un nuevo camino. Para Israel, ir al desierto implica comenzar de nuevo:
ahora será el camino de la pasión. Quizás a ello mismo apunta el hecho de
señalar la cercanía de la fiesta de la pascua; fiesta, a la que el autor se refiere
como “judía”. En efecto, ya no es la fiesta de ellos, por cuanto han sido
excomulgados de la sinagoga.
Y, sin embargo, a pesar de estar en “busca y captura”, Jesús sigue atrayendo
a la gente que, en lugar de ir en busca de los “ritos de purificación”, prefieren ya
acercarse a Jesús. Una vez más, notamos la insistencia del autor del evangelio
en el tema de la búsqueda. Había sido la primera palabra que puso en labios de
Jesús: “¿Qué buscáis?” (1,38); será la pregunta con que el resucitado se dirija a
María Magdalena: “¿A quién andas buscando?” (20,15); saldrá a su encuentro
una “gran multitud de peregrinos” (12,12) e incluso los paganos (“griegos”)
manifestarán su deseo expreso de “ver a Jesús” (12,21).

1. S. VIDAL, Evangelio y cartas de Juan. Génesis de los textos juánicos, Mensajero, Bilbao 2013, p.
280.
2. Xin Xin Ming (“Canto al corazón de la confianza”) es una de las obras más antiguas del budismo
Chan (Zen) chino. Es atribuida al Tercer Patriarca, Jianzhi Sengcan. o a su discípulo Daoxin.
Vivieron entre los siglos VI-VII.

246
12

247
La vida en la muerte

“La casa se llenó de aquel perfume tan exquisito” (Jn 12,3).

El capítulo 12 del cuarto evangelio es un capítulo de transición: culmina la


primera parte (“Libro de las señales”) y se da paso a la segunda (“Libro de la
Hora o de la Gloria”). Con todo, aparecen en él unos temas de gran relevancia:
decisión de matarlo, unción en Betania, entrada mesiánica, búsqueda por parte
de los gentiles, angustia de Jesús, discurso sobre la glorificación.
Con estos relatos, el autor va introduciendo a los lectores en la Hora de Jesús,
subrayando que la vida viene de la muerte y la gloria de la cruz.

248
Mirar a la muerte de frente (12,1-11)

Seis días antes de la fiesta judía de la Pascua, llegó Jesús a Betania,


donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos.
Ofrecieron allí una cena en honor de Jesús. Marta servía la mesa y Lázaro
era uno de los comensales. María se presentó con un frasco de perfume
muy caro, casi medio litro de nardo puro y ungió con él los pies de Jesús;
después los secó con sus cabellos. La casa se llenó de aquel perfume tan
exquisito. Judas Iscariote, uno de los discípulos –el que lo iba a traicionar–
protestó, diciendo:
—¿Por qué no se vendió este perfume en trescientos denarios para
repartirlos entre los pobres?
Si dijo esto, no fue porque le importaran los pobres, sino porque era
ladrón y, como tenía a su cargo la bolsa del dinero, robaba de lo que
echaban en ella.
Jesús le dijo:
—¡Déjala en paz! Esto que ha hecho anticipa el día de mi sepultura.
Además, a los pobres los tenéis siempre con vosotros; a mí, en cambio, no
siempre me tendréis.
Un gran número de judíos se enteró de que Jesús estaba en Betania y
fueron allá, no solo para ver a Jesús, sino también a Lázaro, a quien Jesús
había resucitado de entre los muertos. Los jefes de los sacerdotes
tomaron entonces la decisión de eliminar también a Lázaro, porque, por
su causa, muchos judíos se alejaban de ellos y creían en Jesús.

Jesús mira a la muerte de frente. En el relato de la unción, él mismo es quien


da el significado del gesto: “Esto anticipa el día de mi sepultura”.
Los sabios han vivido sin miedo a la muerte; o, mejor aún, aprendiendo a
morir cada día. Porque tenían claro que solo muriendo a nuestra falsa identidad
(el yo), era posible la vida en plenitud.
Una cultura centrada en el yo, por el contrario, trata de silenciar y ocultar,
tanto la muerte como el dolor, porque ambas realidades descubren la inanidad
del yo, haciendo caer en el vacío a quien vive centrado en él.
En el cuarto evangelio, la unción tiene ese significado: enmarcar la muerte
cercana de Jesús en un clima de victoria. Se puede mirar a la muerte de frente
porque con ella no acaba nada realmente valioso; se trata únicamente de un
“despertar” a la consciencia.

249
La primera comunidad cristiana debió valorar este episodio de la vida de
Jesús, ya que ha sido recogido por los cuatro evangelios, si bien Lucas lo sitúa
en otro contexto y con otro objetivo. En su escrito, este relato se convierte en
una expresión de la acogida incondicional de Jesús, sin juicios ni condenas, que
va pareja al amor agradecido de la mujer (Lc 7,36-50).
En Marcos (14,3-9), se trata de un gesto simbólico que está anticipando la
muerte de Jesús. Leída en clave del Cantar de los Cantares (1,12; 4,13-14; no
olvidemos que, para Mc, Jesús es el “esposo”: 2,19), la mujer representa al
verdadero discípulo que acompaña a Jesús hasta la muerte. El perfume de
nardo simboliza el amor de la esposa; quebrar el frasco es símbolo de la total
entrega de sí; ungir la cabeza de Jesús significa reconocer su realeza 1.
El autor del cuarto evangelio retoca el texto en dos puntos: por un lado, lo
sitúa en casa de los hermanos, como si prolongara de esta manera el relato de
la resurrección de Lázaro; por otro, pone en boca de Judas la queja que, en
Marcos, la pronunciaban algunos presentes innominados. (Pareciera como si las
comunidades joánicas hubieran mantenido una actitud más condenatoria hacia
la figura del traidor).
Por lo que se refiere a la mujer, únicamente Juan la identifica con María, la
hermana de Marta y de Lázaro. En Marcos, Mateo y Lucas, aparece innominada.
Con frecuencia, se han confundido los nombres, ya que el mismo Lucas, en el
capítulo siguiente (8,2), habla de una de las acompañantes de Jesús, “María
Magdalena, de la que había expulsado siete demonios”. Sin embargo, nada se
dice que haga pensar que fue ella quien lo había ungido en casa de Simón el
leproso.
En cualquier caso, el relato deja ver que los que reaccionan indignados ni han
comprendido el significado de la acción ni saben apreciar la gratuidad del amor.
En cierto modo, recuerdan la postura de quienes viven todo, incluso el
compromiso por los pobres, desde un voluntarismo rígido y exigente.
El amor no sabe de medidas ni de cálculos. Para él, no está reñido compartir
con los pobres y tener un “exceso” con alguien a quien se ama. La oposición
solo se da para quien juzga todo desde una pauta mental, que previamente ha
etiquetado lo que está bien y lo que no lo está. Puede ser que esta rigidez
consiga una mayor aportación a favor de los pobres, pero ciertamente no es la
actitud más humanizadora.
La respuesta de Jesús hace alusión también a los pobres, en una expresión

250
que, con frecuencia, se ha malinterpretado, como si propiciara una resignación
fatalista ante el hecho de la pobreza. Sin embargo, tal interpretación, no solo
desconoce el dato fundamental de la alineación de Jesús con los últimos, sino
que pone el acento donde no está.
El paralelismo que Jesús establece no es el personal –entre él y los pobres–,
sino el temporal –siempre/no siempre–, con lo que afirma que una obra buena
no tiene por qué estar reñida con otra. Por otro lado, sus palabras son cita del
texto de Deut 15,11…
Pero, con todo, la razón más profunda, como ha quedado dicho, es simbólica.
La muerte de Jesús, lejos de ser motivo de tristeza, va a ser como un “perfume
exquisito que llena toda la casa”: es el aroma de la vida plena que ya somos y
que gustamos apenas salimos de las dinámicas del ego y nos anclamos en la
presencia y la quietud de lo que es; en el instante en que, tomando distancia de
las etiquetas con que nuestra mente disecciona la realidad, nos alineamos con la
misma vida, hasta reconocernos ser uno con ella.
La narración concluye con la noticia de la decisión que toman los jefes de los
sacerdotes de eliminar, no solo a Jesús, sino también a Lázaro. Con estas
palabras, el redactor justifica de nuevo su teoría (errónea), según la cual, la
resurrección de Lázaro habría constituido el detonante último de la decisión de
matar a Jesús.

251
Desapego del éxito (12,12-22)

Al día siguiente, cuando la gran multitud de peregrinos que habían


llegado a la ciudad para la fiesta, se enteraron de que Jesús se acercaba a
Jerusalén, cortaron ramos de palmeras y salieron a su encuentro,
gritando:
—¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito sea el
rey de Israel!
Jesús encontró a mano un asno y montó sobre él. Así lo había predicho
la Escritura:
—No temas, hija Sión; mira, tu rey viene a ti montado sobre un asno.
Al principio, sus discípulos no comprendieron estas palabras, pero
cuando Jesús fue glorificado, las recordaron y cayeron en la cuenta de que
aquellas palabras de la Escritura se refrían a él y se habían cumplido en él.
Los que estaban con él cuando llamó a Lázaro del sepulcro y lo resucitó
de entre los muertos, contaban lo que habían visto. Por eso la gente salió
al encuentro de Jesús, porque habían oído contar el signo que había
hecho. Ante esto, los fariseos comentaban entre sí:
—Está bien claro que no conseguimos nada; todo el mundo lo sigue.
Entre los que habían llegado a Jerusalén para dar culto a Dios con
ocasión de la fiesta, había algunos griegos. Estos se acercaron a Felipe,
que era natural de Betsaida de Galilea, y le dijeron:
—Señor, quisiéramos ver a Jesús.
Felipe se lo dijo a Andrés, y los dos juntos se lo hicieron saber a Jesús.

La escena que solemos conocer como “entrada en Jerusalén” –y que la iglesia


católica celebra anualmente en el “Domingo de Ramos”– aparece en los cuatros
evangelios canónicos. Ello habla de una base histórica del hecho, si bien luego
habría de ser reinterpretado desde la Escritura y, en la tradición oral, el relato
fuera magnificándose, hasta alcanzar ribetes de “entrada triunfal”.
Lo más probable es que se tratara de un gesto sencillo, protagonizado por un
grupo más bien reducido. De otro modo, el ejército romano –particularmente
atento durante las fiestas– no hubiera permitido una tal manifestación.
Sin embargo, aun narrado en los cuatro evangelios, Juan presenta alguna
característica peculiar. En los sinópticos, se trata de una “entrada”; en este, por
el contrario, se habla de un “recibimiento”.

252
Da la impresión de que el autor “copia” el ritual típico de “recibimiento”
solemne, con el que se honraba a los soberanos a su llegada oficial a una
ciudad.
El mismo detalle de “ramos de palmera” –que no cuadra en el ambiente de
Jerusalén ni en su entorno– forma parte de aquel ritual civil. De hecho, los
sinópticos no hablarán de palmeras, sino de “ramas de árboles”, de “ramas
cortadas” o de “mantos” extendidos al paso de Jesús.
Juan utiliza, por tanto, el relato de acuerdo con sus intereses. Por un lado,
parece marcar el inicio de la pasión de Jesús bajo un ángulo de “victoria” o de
glorificación, como se repetirá a lo largo de todo la narración del juicio y de la
cruz; por otro, seguirá conectando la decisión de matar a Jesús con el signo de
la resurrección de Lázaro.
La expresión Hosanna que, originalmente significaba “Dios salva”, había
perdido ya ese sentido etimológico para venir a ser, sencillamente, una
aclamación o un grito de alabanza.
La aclamación de la gente reproduce el salmo 118,26: “Bendito el que viene
en nombre del Señor”, que se une a un texto del profeta Sofonías, sobre el “rey
de Israel” (Sof 3,15).
Por lo demás, tanto la referencia al borrico como las palabras que la
acompañan están tomadas del profeta Zacarías: “Salta de alegría, Sión, lanza
gritos de júbilo, Jerusalén, porque se acerca tu rey, justo y victorioso, humilde y
montado en un asno” (Zac 9,9).
La expresión “hija de Sión” tiene el sentido general de “muchacha”: esta
imagen de la ciudad de Jerusalén como una joven es muy frecuente en el
judaísmo.
A continuación, el autor interpreta lo ocurrido a la luz de su propia fe pascual,
haciendo ver que se cumple en Jesús aquello que los profetas habían anunciado.
Y, dentro de su línea argumental, vuelve a mostrar la decisión de los fariseos
de acabar con Jesús, al constatar que la gente lo sigue, debido –solo según este
evangelio– a que había resucitado a Lázaro.
Es precisamente esa referencia a que “todo el mundo lo sigue” la que da pie
para que el autor introduzca aquí el breve relato de los griegos que “buscan” a
Jesús.
Este detalle parece reflejar la situación de las comunidades joánicas en

253
tiempos en que se escribe el evangelio: para entonces, se habían abierto ya al
mundo pagano. Y lo habían hecho, probablemente, tal como indica el texto, a
través de miembros del primer grupo judío.
A pesar de su brevedad, me parece que esta escueta narración relativa a los
griegos entronca con un tema especialmente querido para el autor del cuarto
evangelio: el ser humano se halla en una incesante búsqueda que, según el
evangelio, conduce hasta Jesús.
“Ver a Jesús”: al acabar la primera parte de su evangelio, Juan presenta a
unos gentiles o paganos, queriendo ver a Jesús. No se trata de un hecho
anecdótico: en todo corazón humano hay una necesidad de “ver” a Dios
(“Buscad a Dios y vivirá vuestro corazón”, dice el Salmo 69). La humanidad –
viene a decirnos el cuarto evangelio– es siempre buscadora, y lo que busca –
esta es la experiencia cristiana– se ha “materializado” en Jesús.
Seamos o no conscientes, detrás de todo aquello que hacemos y de lo que
dejamos de hacer, es a “Dios” a quien vamos buscando. Aunque la hayamos
olvidado, una intuición de Unidad y de Plenitud nos empuja constantemente;
una intuición que responde a lo que somos de fondo, a nuestra verdadera
Identidad, al Misterio de Lo Que Es y Somos, que las religiones han nombrado
como “Dios”.
Pero “buscar a Dios” no es añorar desde el ego a un dios separado que
sostenga a nuestro propio ego y, de paso, nos haga creernos más en posesión
de la verdad que quien no tiene esa creencia… Buscar a Dios es conectar con la
Plenitud que nuestro corazón añora porque constituye nuestra identidad más
honda; trascender nuestro yo, para reconocernos en el Misterio Único que se
manifiesta y expresa de forma no-dual en todo lo que es. “Buscar a Dios” no es
ir tras Algo o Alguien que estuviera “fuera”, sino “caer en la cuenta” de que
somos ya ese mismo Misterio amoroso e ilimitado nos constituye y entreteje.

254
Un paréntesis sobre la búsqueda humana

Al lector atento no se le escapa que esta escena aparece estrechamente


relacionada con aquella primera pregunta que el autor del evangelio pone en
boca de Jesús: “¿Qué buscáis?” (1,38).
En realidad, parece que en el ser humano todo empieza con la búsqueda.
Pero es necesario ser lúcidos para detectar y sortear la trampa que la propia
búsqueda encierra. Me parece oportuno, por tanto, hacer un análisis del proceso
que se pone en marcha con la búsqueda inicial y que, si se desarrolla bien,
culmina en la superación de la misma. Las etapas de ese proceso, tal como lo
veo, son: la búsqueda, la esperanza, la trampa y la resolución.

1. La búsqueda se desencadena a partir de una doble fuente: la necesidad y


la aspiración. Como ser necesitado y carente, el humano se ve impulsado a
buscar para lograr calmar su insatisfacción.
Los penetrantes versos de Jorge Luis Borges pueden aplicarse al dolor por la
pérdida de la persona amada, pero también, más ampliamente, a la sensación
de “ausencia” o de lejanía de lo que realmente somos, y que se traduce en una
ansiedad constante:

“¿En qué hondonada esconderé mi alma


para que no vea tu ausencia
que como sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?”

Pero la búsqueda no guarda relación solo con la carencia, sino que es, a la
vez, expresión del Anhelo que constituye a la persona y que se manifiesta en
forma de dinamismo vital.
La diferencia entre ambos movimientos –el que nace de la carencia y el que
nace del Anhelo– podría expresarse de este modo: por el primero, el ser
humano busca aferrarse y apropiarse de algo que percibe como “bueno” para él;
en el segundo, por el contrario, lo que se da es el impulso a vivir y a expresar la
propia identidad profunda. Es decir, la carencia atrapa, el Anhelo expresa y
ofrece. En el primer caso, hablamos del ego y sus movimientos egocentrados;
en el segundo, de nuestra verdadera identidad, en cuanto Plenitud que se
desborda.

255
Pero todo es muy sutil, por lo que no es extraño que ambos movimientos
aparezcan mezclados en la práctica, dando lugar a confusiones y equívocos.

2. La búsqueda se traduce pronto en esperanza, entendida como la confianza


de que, antes o después, habré de lograr aquello que calme por fin la búsqueda
que la desencadenó.
Su nombre nos suena bien, porque aparece a nuestra mente cargada de
promesas. Incluso en la tradición cristiana se ha reconocido, junto con la fe y el
amor, como una de las “tres virtudes teologales”.
En el contexto cristiano, con ella se quiere expresar la certeza de que algún
día, como don de Dios, alcanzaremos la plenitud. Y se nos anima a que esa
certeza sostenga y dinamice, de una manera coherente, nuestro caminar diario.

3. Pero justo aquí, en la esperanza, es donde nos espera la trampa. Porque, a


poco que analicemos el movimiento que desencadena, nos haremos conscientes
de que, en realidad, con la esperanza no hacemos sino fortalecer el ego y
escaparnos del único lugar donde se halla la “respuesta” a toda búsqueda y todo
Anhelo: el Presente, el Aquí y Ahora.
En lenguaje religioso puede decirse que el mejor modo de no encontrar a Dios
es buscarlo. Porque, al hacerlo, se está activando (inconscientemente) el
mensaje de que se encuentra en otro lugar y en otro tiempo. Dado que eso no
es así, resulta ser la propia búsqueda la que imposibilita el encuentro. Y nos
ocurre como a aquel joven pez que andaba buscando el océano en el que
estaba nadando. Es decir, no se trata de buscar algo que esperamos encontrar
en un futuro, sino sencillamente de reconocer o de caer en la cuenta de que ya
lo somos.
Por eso tiene razón el filósofo André Comte-Sponville cuando escribe que
“estamos separados de la felicidad por la misma esperanza que la persigue”. Y
quizás empecemos a reconocer la verdad que encierran estos otros textos: La
sabiduría consiste en desenmascarar la esperanza, es decir, en aprender la
desesperación (ausencia de esperanza), porque “no hay esperanza sin temor, ni
temor sin esperanza” (B. Spinoza). “La esperanza no es más que un charlatán
que nos engaña sin cesar; y, en mi caso, la felicidad solo empezó cuando la
había perdido” (N. Chamfort). “No deseo nada del pasado. Ya no cuento con el
futuro. El presente me basta. Soy un hombre feliz, pues he renunciado a la
felicidad” (J. Renard). “Solo es feliz el que ha perdido toda esperanza, pues la

256
esperanza es la mayor tortura y la desesperación la mayor felicidad” (Sâmkhya-
Sûtra; la segunda frase es una cita del Mahâbhârata) 2.

4. Con todo esto, nos ponemos en el camino adecuado para salir de la


trampa: para reconocer que lo contrario de esperar no es temer, sino conocer,
actuar y amar (saber, poder y gozar).
En efecto, la resolución de todo el proceso se produce cuando “traducimos” la
esperanza por reconocimiento y certeza. Mientras esperábamos algo mejor,
estábamos en realidad alejándonos del presente, potenciando el “modo hacer”
en detrimento del “modo ser” y, en definitiva, fortaleciendo e inflando el ego
que es, en realidad, el sujeto de la esperanza.
El ego se lleva muy bien con la esperanza. Porque como es incapaz de existir
en el presente, alimenta el sueño de su pseudo-existencia por medio de
expectativas que proyecta en un futuro que nunca llega.
De ese modo, sin darnos cuenta, habíamos caído en la contradicción de
utilizar la “esperanza” –una virtud teologal– para alimentar el ego. Es decir, nos
habíamos introducido en un callejón sin salida, constriñéndonos más todavía en
su laberinto de confusión y de sufrimiento.
La resolución pasa, como decía, justo por el extremo opuesto. Ya san Pablo
había avisado: “Ahora subsisten estas tres cosas: la fe, la esperanza, el amor,
pero la más excelente de todas es el amor” (1 Cor 13,13). La fe y la esperanza,
por la dinámica propia de su objeto, están llamadas a desaparecer.
Pero lo decisivo es que esa desaparición no ocurrirá en el futuro, sino justo
aquí y ahora. Cuando, al venir al Presente, caemos en la cuenta de que la
Plenitud no es “algo” que debamos alcanzar o un “premio” que nos aguarda más
adelante; es lo que ya somos y siempre hemos sido. Con otras palabras: lo que
buscamos no es diferente de lo que somos. El buscador es lo buscado.
Tras este paréntesis, quiero volver al título del parágrafo: “desapego del
éxito”. Es sabido que el ego vive de la identificación y de la apropiación: el suyo
es un intento desesperado por “acumular”, en la creencia de que de ello
depende su satisfacción.
Pues bien, si el ego se mueve por la ley del apego a aquello que considera
“agradable”, únicamente podremos sortear ese mecanismo, en la medida en que
tomemos distancia de él.
El ego se apega al éxito, por la misma razón por la que debe sostener la

257
imagen –el ego no es otra cosa que la imagen de sí, una idea o un
pensamiento–, pero sin ser consciente de que en ese mismo apego se ve
introducido en una especie de noria hedonista que, antes o después, se revela
como una espiral de sufrimiento. Debido al carácter impermanente del mundo
de las formas, cualquier apego se convierte ineludiblemente en fuente de
sufrimiento.
La sabiduría libera del apego, al hacernos comprender que nuestra identidad
no es aquel ego que creíamos ser y que se había convertido en nuestro tirano.
Gracias a ella, dejamos de identificarnos con lo que sucede, para empezar a
ser conscientes de lo que sucede. La felicidad no se halla ligada a lo que ocurre,
sino justamente a la consciencia de lo que ocurre. Por eso, en la medida en que
cultivamos el ser conscientes, crecemos en libertad frente a todo lo que
acontece
–exterior o interior– hasta llegar a vivirnos en conexión más estable con la
consciencia que somos, y que se halla a salvo de los vaivenes de las formas.
Según los testimonios de que disponemos, Jesús aparece como un hombre
íntegro, coherente y libre. Porque es un hombre sabio: ha trascendido la
identificación con el ego, por lo que ya no vive para él ni desde él. Como
hombre sabio, permite que todo suceda, pero sin aferrarse a nada de lo que
sucede: ni al éxito ni al abatimiento.

258
Desapego del abatimiento (12,23-36)

Jesús dijo:
—Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Os
aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se
pierde, pero el que aborrece su vida en este mundo, se guardará para la
vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí
también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará.
Me encuentro profundamente abatido; pero, ¿qué es lo que puedo
decir? ¿Padre, sálvame de lo que se me viene encima en esta hora? Pero
si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.
Entonces se oyó esta voz venida del cielo:
—Yo lo he glorificado y volveré a glorificarlo.
De los que estaban presentes, unos creyeron que había sido un trueno;
otros decían:
—Le ha hablado un ángel.
Jesús explicó:
—Esta voz se ha dejado oír no por mí, sino por vosotros. Es ahora
cuando el mundo va a ser juzgado; es ahora cuando el que tiraniza a este
mundo va a ser arrojado fuera. Y yo, una vez que haya sido elevado sobre
la tierra, atraeré a todos hacia mí.
Con esta afirmación, Jesús quiso dar a entender la forma en que iba a
morir.
La gente replicó:
—Nuestra ley nos enseña que el Mesías no morirá nunca. Entonces,
¿qué quieres decir con eso de que el Hijo del hombre tiene que ser
levantado? ¿Quién es ese Hijo del hombre?
Jesús les respondió:
—Todavía está la luz entre vosotros, pero no por mucho tiempo.
Mientras tenéis esta luz, caminad para que no os sorprendan las tinieblas.
Porque el que camina en la oscuridad no sabe a dónde se dirige. Mientras
tenéis la luz, creed en ella; solamente así seréis hijos de la luz.
Después de decir todo esto, Jesús se retiró escondiéndose de ellos.

Este nuevo discurso de Jesús contiene una hondura espiritual impresionante.


Apunta a lo que se necesita para poder cumplir el deseo que alienta en nuestros

259
corazones. Por eso constituye una palabra de sabiduría que quiere ayudarnos a
despertar.
Lo que hace es recoger, de forma vibrante, el sentido que Jesús da a su vida y
a su muerte, en una sola palabra: entrega. Será el mismo significado que los
sinópticos recogerán en el relato de la “última cena”: “esto soy yo que se
entrega”. Juan lo hace a su estilo y en un contexto que parece ser el paralelo al
de la “oración de Getsemaní”, tal como la narran los sinópticos (Mc 14,32-42, Mt
26,36-46; Lc 22,39-46), y que no aparece en el cuarto evangelio. Pero, en todos
los casos, Jesús aparece abatido bajo el peso de la angustia.
Para empezar, se dice que van a ver a Jesús glorificado. Ya sabemos que,
para este evangelio, la glorificación tiene lugar en la cruz. Porque, para él, la
cruz significa la expresión máxima de amor de Dios al mundo (“tanto amó Dios
al mundo que entregó a su Hijo único”: 3,16). La cruz es triunfo porque –en la
interpretación que hace Juan– es la prueba definitiva, tanto del amor del Padre,
como del hecho de que Jesús ha llevado hasta el final el designio divino:
manifestar su amor al ser humano. El Jesús glorificado es, pues, el crucificado.
Pero esta afirmación encierra mucha más sabiduría, que el propio evangelista
sigue desmenuzando con las palabras que pronuncia Jesús.
La imagen del grano de trigo es sumamente plástica, como metáfora
elocuente de lo que podemos hacer con nuestra vida: “El que se ama a sí
mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará
para la vida eterna”.
No se habla aquí, evidentemente, del amor a sí mismo, como factor
imprescindible para lograr una sana integración psicológica, ni se está
predicando un camino de mortificación, por más que el término castellano
empleado –aborrecer– así pareciera indicarlo.
El mensaje es más sabio y profundo que todo eso. Por un lado, muestra la
verdad de aquella paradoja, según la cual, la vida solo se gana entregándola.
Por otro, deja patente que no es posible “ver a Dios”, si no hay una
desidentificación del yo.
Pero eso es así, no por el capricho de una Divinidad arbitraria, que exigiera a
los humanos la propia humillación antes de mostrarse a ellos, sino por la
dinámica misma de nuestra propia estructura psicológica.
No hay nada que me impida “ver a Dios” –percibir, experimentar y vivir el
Misterio de Lo Que Es y Somos, aquí y ahora–, excepto la identificación con mi

260
yo. Debido a ella, quedo atrapado en los vericuetos de una mente no observada,
incapaz de ver todo lo que no sean objetos delimitados.
Esa identificación se convierte en fuente de ignorancia y de sufrimiento, para
mí y para los otros, al colocar en el centro de mi existencia a un ego siempre
insatisfecho, tan ansiosamente preocupado por su propia seguridad, como
radicalmente incapaz de lograrla. Con el añadido de que –como escribiera S.
Leong–, “quien está pendiente de forma neurótica de su propia seguridad [y
cabría decir, de su vida], no puede vivir realmente, ya que se vuelve esclavo de
su miedo”.
El yo no puede “ver a Dios”. Incluso cuando presume de verlo, se convierte
simplemente en un “ego religioso” que no puede alcanzar sino un concepto de
Dios, en definitiva un ídolo. Porque, al estar identificado con la mente,
únicamente puede ver “objetos mentales”.
Pero el yo, no solo es incapaz de ver a Dios, sino que constituye el obstáculo
por antonomasia, a pesar incluso de que esté nombrándolo permanentemente.
El motivo es que la identificación con el yo atrofia nuestra percepción de la
realidad y nos impide percibir el Misterio de Unidad que somos. La moderna
teoría transpersonal viene a converger admirablemente con lo que los místicos
habían sabido desde siempre: no somos el yo que parecemos ser, no somos el
yo que nuestra mente cree que somos, sino el Vacío, que es Vida, Presencia y
Plenitud, en el que surgen todas las formas, el propio yo incluido.
Es entonces, al acceder a nuestra identidad más profunda, cuando venimos a
percibir que somos-en-Dios-sin-costuras, que siempre lo hemos sido y que
nunca podremos dejar de serlo, porque sencillamente somos no-separados de
Él.
Quédate en silencio, no busques nada –quien buscaría sería tu “yo”, que
siempre espera la “solución” en el futuro–, pon atención, descansa en el
presente, saborea el silencio, ensancha tu corazón hasta abarcar toda la
realidad, déjate estar en el Misterio que es y eres. No lo puedes pensar ni lo
puedes nombrar; pero lo puedes ser, lo eres. En último término, no eres el “yo
separado”, sino el “Yo Soy” ilimitado. A partir de ahí, notarás que –como dice
Ken Wilber– “la Presencia divina no es difícil de encontrar, sino imposible de
evitar”. Porque no estás separado de Ella. La descubres en todo lo que te llega
por los sentidos.
A pesar de esa experiencia, sin embargo, puede presentarse la turbación:

261
“Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: ¿Padre, líbrame de esta hora?”. Sin
embargo, la capacidad de resituarse es casi inmediata: “Pero si por esto he
venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre”. El yo sigue siendo sujeto de
angustia, pero basta conectar con quienes somos, para que se produzca la
aceptación.
Somos presa del abatimiento y de la angustia cuando, por el motivo que
fuere, quedamos atrapados por algo que ocurre y que nos remueve en nuestro
interior. El detonante puede ser cualquier cosa, y la intensidad de lo despertado
depende de diferentes factores: desde la fragilidad del sujeto hasta los
condicionamientos propios de la psicobiografía de cada cual.
También aquí vale lo que decía en el parágrafo anterior: se requiere pasar de
“lo que ocurre” a la consciencia de ello, para que la persona pueda resituarse.
A veces, no podemos evitar que surjan determinados sentimientos o
emociones: no dependen de nuestra voluntad. Pero quizás sea posible
desarrollar la capacidad de no permanecer durante mucho tiempo a su merced.
Y esto se consigue en la medida en que, aceptando lo despertado, no nos
reducimos a ello. Sobre todo, si hemos desarrollado la capacidad de
reconocernos en la consciencia que somos, y que está a salvo de los vaivenes
mentales y emocionales. El camino para ello no es otro que la atención; ella es
capaz de detener la rueda agotadora de la mente que cavila y de franquear el
paso a la paz y la ecuanimidad.
Desde ahí, es posible la aceptación y la rendición completa, en una actitud
lúcida y humilde que se deja fluir con la corriente sabia de la vida. Esa rendición
a lo que es se convierte en fuente de paz y de ajuste.
Nunca puede haber paz estable si no estamos alineados con el momento
presente, sin amar lo que es. Cuando amas lo que es, nada puede inquietarte.
Como decía Krishnamurti, “el secreto de mi paz es que no me importa lo que
suceda”.
Pero eso solo puede decirse cuando se ha superado la identificación con el yo.
Sin tal desidentificación, estaremos a mercedes de cualquier cosa que pueda
suceder; por el contrario, la consciencia de lo que sucede es siempre fuente
inagotable de paz y de dicha.
En este mismo contexto de crisis y abatimiento, el autor del evangelio vuelve
a una cuestión que le resulta particularmente querida: la comprensión de la
misión de Jesús, en clave de docilidad a la voluntad del Padre: “para esto he

262
venido”.
En varios pasajes anteriores, ya había insistido en ello: “Mi alimento es hacer
la voluntad de mi Padre” (4,34). Para las religiones teístas, la cima de la
religiosidad consiste en la docilidad o incluso sumisión –eso significa, por
ejemplo, el término Islâm– a la voluntad de Dios. El auténtico creyente es aquel
que recibe todo como viniendo de Dios y no tiene otra meta que ser fiel a su
voluntad, tal como se expresará también en los evangelios sinópticos: “Que no
se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú” (Mc 14,36).
En lenguaje universal (espiritual), esa misma actitud se traduce como
sumisión a la Vida, amor a lo que la Vida presenta, en una aceptación profunda
que –lejos igualmente de la resistencia y de la resignación– se concreta en
rendición y amor a lo que es, en una alineación completa con lo que en cada
momento está siendo.
Los sabios, antiguos y modernos, afirman que ahí radica el secreto de la vida,
tal como escribía san Juan de la Cruz: “Me parece que el secreto de la vida
consiste simplemente en aceptarla tal cual es”. La aceptación choca
frontalmente con el modo de funcionar propio del ego, caracterizado por la
reactividad y la resistencia. Y es comprensible: ante la frustración, el movimiento
primero suele la resistencia reactiva. Sin embargo, rápidamente constatamos
que esa actitud, al instalarnos en conflicto con lo que es, no logra sino
incrementar el sufrimiento.
Ahora bien, la aceptación se opone igualmente a la resignación, que equivale
a claudicación y que aparece como mecanismo de defensa del ego que se ha
experimentado impotente ante aquello que previamente resistía.
Aceptación es sinónimo de alineación con lo real. Si es auténtica, evitará tanto
la resistencia como la resignación y permitirá que en cada momento aparezca la
acción adecuada. El motivo es simple: la aceptación se halla dotada de un
dinamismo interno que, desde la lucidez, nos conducirá ajustadamente.
Si en lenguaje religioso la aceptación profunda se traduce en rendición a la
voluntad divina, en lenguaje espiritual (universal) se concreta como acogida de
lo que trae la Vida o, sencillamente, como amor a lo que es. Es sabia porque nos
sitúa en un “sí” profundo a la Vida y a la sabiduría que la dirige. En cuanto nos
alineamos con ella, se disuelve el conflicto porque no tenemos una voluntad
diferente a la “voluntad” de la propia vida: queremos lo que ella quiere,
acogemos lo que viene…, con lo que se reafirma en nosotros la comprensión

263
experiencial de que, más allá del yo en el que nos estamos experimentando
somos la misma Vida. Descubrimos entonces el secreto último de la sabiduría de
esta actitud: la rendición a la Vida no es otra cosa que el reconocimiento de
nuestra identidad más profunda y la disposición a vivirnos desde ella. Así como
la persona genuinamente religiosa quiere “olvidarse de sí” para hacer solo lo que
Dios quiere en todo momento, la persona sabia toma distancia del yo –de su
modo de ver y de su modo de reaccionar– porque conoce ese otro nivel de su
identidad que es uno con todo lo que es. Esa comprensión le permite vivir, no
desde el yo, sino en un profundo “sí” a todo lo que viene, hasta el punto de
poder afirmar, desde ese nivel de profundidad, que “lo que viene, conviene”.
Una actitud que la mente no entenderá –e incluso ante la que el yo se
sublevará–, pero que, sin embargo, es capaz de transformar por completo la
existencia de quien la vive, ya que es la fuente de la libertad interior, de la paz,
de la ecuanimidad y de la comprensión más profunda, así como de la acción
más adecuada.
Volvemos al texto, que continúa con la interpretación que hace el autor (o,
previamente, la comunidad joánica en la que se desarrolló el texto): la “voz
desde el cielo” cuadra, en aquella cosmovisión mítica, con la imagen a la que el
cuarto evangelio recurre para presentar Jesús como “emisario divino”.
Con esa misma clave, el autor lee la muerte como “elevación”, en el doble
sentido: literal –la cruz elevada sobre la tierra– y simbólica –Jesús exaltado
como Señor–.
Pero el redactor –en la época en que escribe, y siempre dentro de la polémica
que mantenían con los fariseos– tiene que hacer frente también a una objeción
judía contra la fe cristiana: según la idea habitual del judaísmo, el Mesías no
tendría que desaparecer, sino que habría de instaurar una época mesiánica
permanente.
Y todo culmina con otro de los temas preferidos del cuarto evangelio: la luz, y
la necesidad de caminar en ella. Quizás, tras estas palabras, haya que ver una
referencia al bautismo, que era entendido como “iluminación” (de hecho, como
quedó dicho anteriormente, ese es el significado de “bautismo” = “photismós”;
de φϖς-φωτός [fos-fotós]= luz).
Creer en Jesús –según la comunidad joánica– consiste en vivir como “hijos de
la luz”. Si el origen de toda ignorancia –y oscuridad– se halla en la creencia de
ser un individuo separado –la identificación con el yo–, la luz proviene de la
comprensión de que nuestra verdadera identidad es la consciencia una, ilimitada

264
y eterna; de esa comprensión nacerá una actitud y un comportamiento
luminoso: propio de los “hijos de la luz”.

265
Creer y ver (12,37-50)

A pesar de que Jesús había hecho tantos signos, no creían en él; así se
cumplió lo que había anunciado el profeta Isaías: “Señor, ¿quién ha creído
nuestro mensaje? ¿A quién ha sido manifestado el poder del Señor?”.
El mismo Isaías había indicado la razón por la cual no podían creer: “Él
ha oscurecido sus ojos y endurecido su corazón, de tal modo que sus ojos
no ven y su inteligencia no comprende; así que no se vuelven a mí, para
que yo los cure”.
Isaías anunció esto porque había visto la gloria de Jesús y por eso
hablaba de él.
A pesar de todo, fueron muchos, incluso entre los magistrados judíos,
los que creyeron en Jesús. Sin embargo, no se atrevían a manifestarlo
públicamente a causa de los fariseos, por miedo a ser expulsados de la
sinagoga. Para ellos contaba más la buena reputación ante la gente que
ante Dios.
Jesús afirmó solemnemente:
—El que cree en mí, no solamente cree en mí, sino también en el que
me ha enviado; y el que me ve a mí, ve también al que me envió. Yo he
venido al mundo como la luz, para que todo el que crea en mí no siga en
tinieblas. No seré yo quien condene al que escuche mis palabras y no
haga caso de ellas; porque yo no he venido para condenar al mundo, sino
para salvarlo. Para aquel que me rechaza y no acepta mis palabras hay un
juez: las palabras que yo he pronunciado serán las que le condenen en el
último día. Porque yo no hablo en virtud de mi propia autoridad; es el
Padre, que me ha enviado, quien me ordenó lo que debo decir y enseñar.
Y sé que sus mandamientos llevan a la vida eterna. Por eso, yo enseño lo
que he oído al Padre.

Al llegar al final de esta primera parte de su libro, el autor parece que necesita
explicar por qué, a pesar de los signos realizados, el pueblo de Israel no ha
creído en Jesús.
Y, como persona religiosa, busca la respuesta en la Escritura, una respuesta
que tendría también que “tranquilizar” a los seguidores del Maestro de Nazaret,
que se sentían en minoría frente a los judíos “ortodoxos” que los habían
excomulgado de la sinagoga.
Y ahí recurre a las duras palabras de Isaías, que atribuye a Dios mismo la
dureza de quienes se niegan a creer, y que, por ello, parecen condenados a no

266
ser curados.
Este argumento es característico de la consciencia mítica, que atribuye
directamente a Dios todo lo que ocurre, de un modo directo, sin mediaciones. Y
es propio también de los grupos sectarios que se consideran “especialmente
elegidos”. Tales grupos suelen explicar su rechazo o marginación como algo que
ya estaba previsto en los planes de la divinidad. Parece que esa fue también la
explicación que encontraban aquellas pequeñas comunidades.
El texto alude también a algo que debió ser histórico: la existencia de
discípulos “ocultos”, incluso entre “magistrados” o doctores, por temor a las
represalias. Y reaparece aquí un tema presente en las discusiones de Jesús con
los fariseos, a quienes reprochaba que solo les preocupaba “recibir honores los
unos de los otros”, en lugar de interesarse por “el verdadero honor que viene de
Dios” (5,44). Si en aquella ocasión se dice que esa era la causa por la que no
creían, aquí vuelve a repetirse el mismo argumento.
El final del texto –y del capítulo– es obra de un glosador muy posterior, que
vuelve sobre su característica cristología del “emisario divino”, así como la
insistencia en una escatología de futuro (es típica suya la expresión “en el último
día”). Y todo ello lo pone en boca de Jesús, en forma de un discurso, que no
encaja en el contexto.
El contenido del discurso puede resumirse en esta frase, que podríamos
entender como una síntesis del Credo joánico: Jesús es la revelación de la
salvación de Dios (Padre); por eso es luz que otorga claridad a quien escucha su
palabra.
La reacción de aquella comunidad, reprochando la incredulidad de los “judíos”,
da pie para hacer alguna puntualización.
El ego se alimenta de creencias de todo tipo y, desde su necesidad de
seguridad, tiende a querer imponerlas, incluso de buena fe, en la idea de que
harán bien a los demás. Puede incluso llegar a descalificar a quienes no las
compartan, otorgándose a sí mismo un estatus de superioridad, propio de quien
se halla en la “verdad”. No es capaz de percibir que, por más que sean
necesarias para él –y su autoafirmación–, son únicamente objetos mentales, que
se sostienen solo por la fe de quienes se adhieren a ellas.
En el camino espiritual, las creencias irán cayendo una tras otra. Porque los
objetos mentales son relativizados y porque quien ha empezado a “ver” no
necesita “creer”. Y esto no se vive ahora desde ningún tono de “superioridad”,

267
sino con la humildad, la gratitud y la claridad de quien todo lo percibe como
gracia.
La persona espiritual vive sin creencias –lo cual ocurre en el momento en que
cae la primera de ellas y la más básica: la creencia en el yo separado–, pero
comprende y respeta los credos de los demás, siempre que no atenten contra la
vida y las personas.

1. E. MARTÍNEZ LOZANO, Sabiduría para despertar. Una lectura transpersonal del evangelio de Marcos,
Desclée De Brouwer, Bilbao 2011, pp. 341-343.

2. Tomo los textos de A. COMTE-SPONVILLE, La felicidad, desesperadamente, Paidós, Barcelona 2011.

268
13

269
El único mandato:
la única ley de lo real

“Os dejo un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros. Con el
mismo amor con que yo os he amado, así también amaos los unos a los
otros” (Jn 13,17).

La segunda parte del cuarto evangelio –que empieza en este capítulo 13–
suele designarse como el “Libro de la Hora”, “Libro de la Gloria”, o “Revelación
de Jesús a la comunidad y glorificación”. La “Hora” es la elevación y la
glorificación del Hijo del hombre (12,32), el “paso” al Padre.
Los capítulos 13-20 forman un todo: la vuelta al Padre anunciada en 13-17 se
describe en los relatos de la pasión-resurrección (18-20). El capítulo 21 es un
apéndice más tardío.
Se trata de unos capítulos especialmente densos, en los que Jesús aparece
dirigiéndose únicamente a sus discípulos. La enseñanza, rechazada por los
“judíos”, se centra ahora en la comunidad. En la intención del autor, quien
“habla” aquí sería el Resucitado, aunque las palabras se pongan en boca del
Jesús histórico.
Quizás lo primero que llama la atención, en estos capítulos, es su carácter
redaccional y sumamente elaborado. En cualquier caso, parece claro que no
deben leerse en clave histórico-narrativa: es evidente la superposición de
planos, propia de Juan –Jesús histórico/Resucitado; presente/futuro…–, así
como la presencia en ellos de las manos de diferentes redactores, que han ido
añadiendo contenidos, a tenor de las circunstancias que iba viviendo la
comunidad, en particular, las dos más difíciles: la persecución por parte de los
fariseos y las divisiones internas.
El origen de los capítulos 14-17 es muy problemático: su orden, su sentido,
etc. Muy probablemente, han sido construidos a partir de sentencias de Jesús.
Aparte de eso, son explicaciones prolongadas acerca del significado de la

270
persona de Jesús, tal como lo comprendía la comunidad joánica. El capítulo 16
retoma aspectos del 14, después de que el 15 haya añadido nuevos temas a
aquello que constituye el evangelio esencial de la comunidad. Por su parte, el
capítulo 17 parece que quiere entrar en lo más íntimo de Jesús.
El género literario es el de los discursos de despedida o testamento. Se trata
de un género muy extendido en la antigüedad, especialmente en el judaísmo.
Se conocen varios: de Moisés, de Neftalí, de Isaac, etc. En el Nuevo
Testamento, encontramos un paralelismo en la despedida de Pablo en Éfeso
(Hech 20,17-38).
A la hora de hacer el testamento, le traían al padre su plato preferido y vino.
Después, el hijo mayor se recostaba en el catre –su espalda contra el pecho del
padre– y este le transmitía al oído la promesa mesiánica.
Pero en el texto joánico hay un elemento distintivo: el autor del relato parece
estar pensando en la fundación de la nueva comunidad, de la que no había
hablado aún en todo el evangelio. Con ese objetivo, los diferentes glosadores
intentan recoger el “testamento” de Jesús, dirigido a “los suyos” –recuérdese el
“exclusivismo eclesiológico” al que antes hicimos referencia, característico de un
grupo sectario y perseguido–, a la vez que buscan sostener la vida de las
comunidades, expuestas tanto a la persecución externa como a la división
interna. No es extraño que se insista, más en que otra cosa, en la unidad.
Parece evidente que el “testamento” ha experimentado sucesivas redacciones.
Al menos, podemos apreciar cuatro, dentro de las cuales se fueron añadiendo
más reflexiones por parte de otros glosadores:

• Jesús anuncia su partida (13,33-14,31): La comunidad joánica sufre


oposición, pero no persecución.
• La identidad del discípulo (15,1-16,4a): La comunidad se encuentra en
situación de conflicto agudo con la sinagoga.
• El lugar del Espíritu (16,4b-33): Situación de ruptura con la sinagoga.
• Culminación: coloquio con el Padre (17,1-26).

Con todo ello, y teniendo en cuenta algunas otras subdivisiones que


señalaremos en su momento, en el conjunto de esta 2ª parte del evangelio,
pueden distinguirse 6 bloques:

1.relato de la última cena (13);

271
2.primera versión del discurso de despedida (14): Cristo, camino hacia el
Padre; promesa de la nueva alianza; despedida;
3.ampliación del discurso de despedida (15-16): la vid, la función del Espíritu,
nueva despedida;
4.Oración sacerdotal (17)
5.Relato de la pasión (18-19)
6.Relato de las apariciones (20)
Epílogo (21).

El capítulo 13 pretende narrar la creación de la nueva comunidad, por lo que


en él van apareciendo los elementos que la componen: la actitud de servicio
(12-17), la igualdad de sus miembros (12-16), que son elegidos (18); la
comunidad tendrá conocimiento de que Jesús es “Yo soy” (19), y alcanzará el
sentido de su misión: será una comunidad enviada (20), pero no será ideal:
habrá un discípulo que no corresponde al amor (21-30), un discípulo perfecto
(23-27) y un discípulo débil (36-38); la ley de la comunidad se basará en el
mandamiento nuevo (34), que será su distintivo en el mundo (35); la parusía no
será inmediata (33).

272
El amor servicial, en una parábola (13,1-20)

Era la víspera de la fiesta de la pascua. Jesús sabía que le había llegado


la hora de pasar de este mundo al Padre. Y él, que había amado a los
suyos, que estaban en el mundo, llevó su amor hasta el extremo. Estaban
cenando y ya el diablo había metido en la cabeza a Judas Iscariote, hijo
de Simón, la idea de traicionar a Jesús. Entonces Jesús, sabiendo que el
Padre había puesto todo en sus manos, que había salido de Dios y a Dios
volvía, se levantó de la mesa, se quitó el manto, tomó una toalla y se la
ciñó a la cintura. Después echó agua en una palangana y comenzó a lavar
los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba a la
cintura.
Cuando llegó a Simón Pedro, este se resistió:
—Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?
Jesús le contestó:
—Lo que estoy haciendo, tú no lo puedes comprender ahora; lo
comprenderás después.
Pedro insistió:
—Jamás permitiré que me laves los pies.
Entonces Jesús le respondió:
—Si no te lavo los pies, no podrás contarte entre los míos.
Simón Pedro reaccionó así:
—Señor, no solo los pies; lávame también las manos y la cabeza.
Entonces dijo Jesús:
—El que se ha bañado solo necesita lavarse los pies, porque está
completamente limpio; y vosotros estáis limpios, aunque no todos.
Sabía muy bien Jesús quién lo iba a entregar; por eso dijo: “Vosotros
estáis limpios, aunque no todos”.
Después de lavarles los pies, se puso de nuevo el manto, volvió a
sentarse a la mesa y dijo a sus discípulos:
—¿Comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? Vosotros me
llamáis Maestro y Señor, y tenéis razón, porque efectivamente lo soy.
Pues bien, si yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies,
vosotros debéis hacer lo mismo unos con otros. Os he dado ejemplo, para
que hagáis lo que yo he hecho con vosotros.
Yo os aseguro que un siervo no puede ser mayor que su señor, ni un
enviado puede ser superior a quien lo envía. Sabiendo esto, seréis

273
dichosos si lo ponéis en práctica. No estoy hablando de todos vosotros; yo
sé muy bien a quiénes he elegido. Pero hay un texto de la Escritura que
debe cumplirse: “El que come mi pan, se ha vuelto contra mí”. Os digo
estas cosas ahora, antes de que sucedan, para que cuando sucedan creáis
que yo soy. Os aseguro que todo el que reciba a quien yo envíe, me
recibe a mí mismo y, al recibirme a mí mismo, recibe al que me envió.

El primer versículo sirve de introducción a toda la segunda parte del


evangelio, aunque la alusión inmediata recaiga sobre 19,30 –“Todo está
cumplido”–: tanto en 13,1 como en 19,30, se utiliza el término télos
(tételesthai), que se refiere al “cumplimiento”, al “final”, al “extremo”.
Se trata de una introducción solemne, que sirve de pórtico majestuoso a todo
lo que va a venir. Jesús aparece bien consciente de todo lo que está por suceder
–esto será subrayado repetidamente por el cuarto evangelio–; sus palabras
transmiten seguridad y confianza. Ve su muerte como un “paso” al Padre y
entiende toda vida como una ofrenda de amor.
Ambas son características de una persona sabia: desaparece el miedo a la
muerte –porque esta se ve únicamente como “paso” o transformación, una
forma más que adopta la Vida que somos– y se descubre el amor como núcleo
último de todo lo real; un amor que se comprende como no-separación de nadie
ni de nada, y que se vive como entrega y servicio.
La comunidad ve a Jesús como quien ha amado “hasta el extremo”. De hecho,
el tema del amor va a ser central en esta segunda parte. Lo muestran incluso
las estadísticas: el simbolismo de la luz y de las tinieblas, del que se habla 32
veces en 1-12, desaparece en 13-21; el de la vida, que aparecía 50 veces, solo
aparece 5 veces. Al contrario, el verbo “amar”, raro antes del capítulo 13, se
utilizará ahora 38 veces. Ese relieve está ya subrayado en 13,1.
Con todo, esta misma introducción suena un tanto recargada y repetitiva:
“Sabiendo que había salido de Dios y a Dios volvía…”. Se trata de un añadido de
un glosador posterior. Pero el autor tiene buen cuidado en señalar que Jesús no
celebra la pascua judía. Para el momento en que escribe, la ruptura con el
judaísmo es completa. Las fiestas judías no son ya de la comunidad joánica. Más
aún, la propia muerte de Jesús se presentará sustituyendo a la antigua pascua.
Por ese motivo, el autor del cuarto evangelio hace coincidir la muerte de Jesús
con el momento en que se sacrificaba el cordero pascual.
Y, una vez más, encontramos la insistencia de la comunidad joánica en

274
demonizar la figura de Judas Iscariote. Sin duda, el escándalo que supuso la
existencia de un traidor en el grupo de los discípulos se halla detrás de todas
estas referencias. Al mismo tiempo, se hace una doble puntualización: por un
lado, Jesús aparece consciente de la traición desde el primer momento; por
otro, aquella se explica desde el cumplimiento de la Escritura, tal como veremos
a continuación.
Tras la introducción, la parábola. El contador de parábolas que era Jesús –tal
como queda puesto de relieve en los evangelios sinópticos– va a realizar un
gesto simbólico, que puede considerarse como una “parábola en acción”. En
esta ocasión, no la narra; la escenifica.
Los sinópticos habían recogido el dicho de Jesús, en el que se presentaba
como quien había venido “no a ser servido, sino a servir” (Mc 10,45). Por su
parte, la Carta a los Filipenses afirma de él que “tomó la condición de esclavo”
(Filp 2,7). En esta escena del lavatorio de los pies, tal actitud se visibiliza.
“Quitarse el manto” significaba despojarse de la dignidad de hombre libre –
solo ellos lo utilizaban–, para adoptar una tarea de esclavo: lavar los pies. El
simbolismo no puede ser más elocuente: el amor nos hace arrodillarnos ante los
otros, para procurarles alivio y limpiar la suciedad.
Puede apreciarse, en el gesto, un modo sublime de llevar a cabo lo que se
conoce como “regla de oro”: tratar al otro como quisiéramos ser tratados por él.
Pero esto no se vive desde un imperativo ético, sino desde la comprensión
profunda y clara de que somos no-separados, células de un único organismo.
Solo la consciencia cierta de esa no-separación puede llamarse amor.
La figura de Pedro –todas las figuras que aparecen en este evangelio, sin
negar su historicidad, vienen cargadas de algún simbolismo– representa a la
autoridad. Y es él quien se opone a ser lavado por Jesús. No parece difícil
advertir que se trata de un aviso a la autoridad, siempre reacia a adoptar una
postura de servicio. Pedro no estaría de acuerdo con ese modo de entender la
autoridad.
Al poner en boca de Jesús que solo “después” comprendería Simón el
significado de la acción, el redactor prepara el camino para su propia
interpretación, la que se ha dado en la comunidad joánica, y que se basa en la
centralidad del amor servicial, como principio que ha de regir la vida del grupo.
Tal es así, que las palabras de Jesús son tajantes: de otro modo –sin aceptar
esta actitud–, “no podrás contarte entre los míos”.

275
Al lector de los evangelios, le recuerdan fácilmente aquellas otras que recogen
los sinópticos, referidas al “Reino”: “Si no os hacéis como niños, no entraréis en
el Reino de los cielos” (Mt 18,3). Hacerse “como niños” significaba, en aquella
sociedad, estar dispuesto a colocarse en el último lugar, el lugar del que no
cuenta, del esclavo, del que sirve. Y la expresión “entrar en el Reino” apunta a
comprender y tomar parte en el proyecto de Jesús. El contenido, por tanto, es
absolutamente similar al que se muestra en este diálogo con Pedro.
Después del gesto, el autor pone en boca del propio Jesús la interpretación
del mismo, una interpretación en cuyo centro aparece una bienaventuranza:
“Seréis dichosos si lo ponéis en práctica”. La sabiduría asocia la dicha y el gozo
con el amor. Es imposible la felicidad en una existencia egocentrada: el ego es
pura insatisfacción e insaciabilidad; vacío, voracidad y frustración; en todos sus
movimientos busca acumular y compensar, persiguiendo una satisfacción
inalcanzable, porque él mismo es vacío. La existencia egocentrada está
condenada al sufrimiento.
Por el contrario, el encuentro con nuestra verdadera identidad supone el
olvido del ego. No porque neguemos la importancia de cuidar el centro psíquico
de nuestra persona, sino porque hemos dejado de identificarnos con él y con
sus intereses. Se produce, entonces, una salida del encierro en que nos
hallábamos enredados y la apertura a una comprensión de quienes realmente
somos. Y es así, al vivir lo que somos, cuando descubrimos que el gozo y la
dicha no son “algo” a lograr, sino otros nombres de nuestra identidad profunda.
Cuando caen los velos del ego –cuando tomamos distancia de los contenidos
mentales y emocionales, reconociéndonos en la consciencia de fondo–,
descubrimos que somos Gozo, permanente y ecuánime –aun en medio de
“turbulencias” transitorias– que se manifiesta como Amor. La bienaventuranza
joánica parece recoger todo ese contenido en forma de una sentencia
sapiencial: solo quien sirve es verdaderamente feliz. Algo que fue expresado de
manera ajustada por Rama Tirtha: “Colócate en la posición del que da y serás la
personificación de la felicidad”.
El texto que estamos comentando termina con una alusión al envío, en la que
se subraya la unidad entre Jesús y los enviados, desde varios ángulos. De una
parte, porque han sido “elegidos”; de otra, porque recibirlos a ellos equivale a
recibir al propio Jesús.
Y, ante la extrañeza de la comunidad joánica, nacida del hecho de que uno de
los “elegidos” hubiera traicionado al Maestro, el autor echa mano del Salmo

276
41,10, para justificar la traición como “cumplimiento de la Escritura”.
En esa misma línea, muestra a Jesús como conocedor de todo lo que va a
ocurrir. No solo eso: es él quien les avisa con anterioridad, para que, al suceder,
no les haga tambalear su fe.
Y es en este contexto donde encontramos uno de los siete “Yo soy” que
recorren el cuarto evangelio. Y aparece precisamente como objeto de la “fe”:
“Para que creáis que Yo soy”.
En realidad, en el “Yo soy” no se puede creer desde la mente, porque no es
un objeto delimitado que la mente pueda apresar. Únicamente puede
experimentarse. Y ello requiere silenciar el pensamiento, dejar caer todo, para
que podamos apreciar lo único que permanece por sí mismo y que se nos hace
evidente de un modo inmediato: la consciencia de ser, el sentido directo de la
presencia que somos, que puede formularse como “Yo soy”.
Una vez experimentado, todas las creencias caen, todos los pensamientos se
relativizan. Queda en pie la certeza de nuestra identidad. Ya no “creemos” en
ella; la hemos “visto”. Y lo que descubrimos es que el sujeto de la misma no es
el “yo” particular y separado, sino el “Yo” universal que todos compartimos. Por
eso, en el mismo momento en que reconocemos a Jesús como “Yo soy”,
estamos experimentando nuestra unidad con él, en la identidad compartida.
Pero, mientras no experimentemos en nosotros esa identidad, solo podremos
ver a Jesús como un ser separado y distante, por más que le atribuyamos
cualidades excelsas.

277
Cuando llega la noche (13,21-30)

Dicho esto, Jesús se sintió profundamente conmovido y exclamó:


—Os aseguro que uno de vosotros me va a traicionar.
Los discípulos comenzaron a mirarse unos a otros, preguntándose a
quién podría referirse. Uno de ellos, el discípulo al que Jesús amaba,
estaba recostado a la mesa sobre el pecho de Jesús. Simón Pedro le hizo
señas para que le preguntase a quién se refería. El discípulo que estaba
recostado sobre el pecho de Jesús le preguntó:
—Señor, ¿quién es?
Jesús le contestó:
—Aquel a quien yo dé el trozo de pan que voy a mojar en el plato.
Y mojándolo, se lo dio a Judas Iscariote, hijo de Simón.
Cuando Judas recibió aquel trozo de pan mojado, Satanás entró en él.
Jesús le dijo:
—Lo que vas a hacer, hazlo cuanto antes.
Ninguno de los comensales entendió lo que Jesús había querido decir.
Como Judas era el depositario de la bolsa común, algunos pensaron que le
había encargado que comprara lo necesario para la fiesta o que diese algo
a los pobres. Judas, después de recibir el trozo de pan mojado, salió
inmediatamente.
Era de noche.

Al igual que los sinópticos –aunque Lucas lo hace de una forma más atenuada
(Mc 14,17-21; Mt 26,20-25; Lc 22,21-23)–, Juan recoge el relato del anuncio de
la traición de Judas, si bien con alguna característica propia.
Empieza presentando a Jesús “conmocionado”. En tres ocasiones se dice esto
de Jesús en el cuarto evangelio: ante la tumba de Lázaro (11,33), en su
declaración de angustia, presintiendo su muerte inminente (12,27) y aquí, al
aludir a la traición de Judas.
En la escena, el autor del cuarto evangelio introduce la figura del “discípulo
amado”, siempre innominado, que aparecerá más tarde en contadas ocasiones
(19,16-27; 20,2-10; 21,7.20).
Prácticamente todo lo que se diga sobre esta figura no pasará de ser mera
conjetura. Carecemos de datos que permitan inclinarse por una u otra posición.
El primer interrogante tiene que ver incluso sobre su propia realidad histórica:

278
¿se trata de un personaje real o es simplemente simbólico, imagen del
“verdadero discípulo” de Jesús? No podemos decidirlo con rotundidad. En caso
de ser histórico, parece claro que no perteneció al grupo de los Doce, ni fue el
autor material del cuarto evangelio. Habría sido, en todo caso, la autoridad de
referencia para la comunidad joánica, el “testigo” sobre el que dicha comunidad
se sentía fundada.
En todos los textos –salvo, por razones obvias, en aquel que lo sitúa al pie de
la cruz–, aparece cercano –o en contraste– con Pedro. Si bien es cierto que la
comunidad joánica terminó asumiendo la autoridad de Pedro, no lo es menos
que siempre reconoce en el “discípulo amado” una especial “cercanía” y
proximidad al Maestro, como tendremos ocasión de ver en los textos
correspondientes.
En este caso, es Simón Pedro el que se dirige a él para obtener información
de Jesús. Incluso el mismo relato lo coloca “recostado en el pecho de Jesús”.
Los comensales estaban recostados sobre el lado izquierdo, dejando libre la
mano derecha para tomar la comida. Eso significa que el “discípulo amado” se
hallaba a la derecha del Maestro, el puesto de honor inmediato al que presidía.
En esa disposición de los comensales, el que estaba reclinado a la derecha tenía
su cabeza a la altura del pecho de su vecino.
El relato nos dice que hizo la pregunta y que Jesús le dio la respuesta. El
redactor deja entender que el discípulo amado guardó silencio en aquel
momento, pero que posteriormente fue quien le dio la información.
El “bocado” de comida que se da a Judas es un trozo de verdura que se moja
en el plato con salsa y se come durante el rito de la cena pascual. Pero, para el
resto del grupo, ni este gesto ni la indicación posterior (“lo que vas a hacer,
hazlo cuanto antes”) delataban al traidor. Es el redactor quien hace la
interpretación, en la línea de lo que debió ser la vivencia de la comunidad:
“Satanás entró en él”.
Y el relato termina con una expresión simple y cargada de significado: “Era de
noche”. La “noche” hace referencia, no tanto a un momento cronológico, cuanto
a la oscuridad que nubla a la persona y ennegrece la situación.
Es “noche” para Judas y por eso precisamente va a actuar de esa manera. Se
ha dicho que el único perpetrador de maldad es la ignorancia, es decir, la
oscuridad acerca de lo real. La ignorancia (oscuridad) consiste en tomar como
real lo que no es sino una mera proyección mental: al tomar como real lo que la

279
mente ve, la persona queda esclava de esa perspectiva, llegando a justificar
cualquier acción. Indudablemente, hay acciones que provocan una repulsión
visceral, sobre todo cuando se hace daño cruel a personas inocentes. Sin
embargo, aun en esos casos, el verdugo actúa desde la ignorancia más oscura.
Pero la “noche” se cierne también sobre quien padece la acción, en este caso,
sobre los discípulos y, particularmente, sobre Jesús. Probablemente, entre los
dolores más agudos y las decepciones más profundas, la traición de alguien
considerado amigo ocupe uno de los primeros puestos.
Jesús tuvo que sentir la decepción. Seres sintientes como somos, nos
hallamos expuestos al dolor del desengaño y de la traición; tanto más, cuanto
más vibrante sea nuestra sensibilidad. Ese primer impacto me parece inevitable,
del mismo modo que lo es el dolor físico consecuencia de una agresión violenta
sobre el propio cuerpo.
El dolor emocional puede introducirnos en la “noche”, como si por un
momento, más o menos prolongado, no entendiéramos nada. Entonces, cuando
todo se nubla, se requiere una lucidez especial para aceptar el dolor, incluso el
aparente sinsentido y hasta el bloqueo mental, sin reducirse a ello. Solo así, la
“noche” se convierte en oportunidad de anclarnos todavía un poco más en
nuestra verdadera identidad. La toma de consciencia de lo que estamos
experimentando se convierte en pasadizo que nos conduce y nos ancla más
establemente en la consciencia que somos. Esa consciencia es siempre
luminosidad.

280
El “nuevo” mandamiento: solo el Amor es real (13,31-35)

Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús:


—Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él. Y si
Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo
glorificará.
Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Me buscaréis, pero os
digo lo mismo que ya dije a los judíos: “Adonde yo voy, vosotros no
podéis venir”.
Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros. Con el
mismo amor con que yo os he amado, amaos los unos a los otros. La
señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis
unos a otros.

Tras la salida de Judas, el autor habla de “glorificación”, en un texto que


resulta paralelo al de 12,28, en un contexto similar. En efecto, la salida del
traidor presagia el comienzo de la pasión, que para el autor del evangelio –como
hemos visto con anterioridad– coincide con la “glorificación”.
La glorificación, de la que aquí se habla, no es otra cosa que la manifestación
o desvelamiento del misterio divino, en cuanto misterio de amor que se entrega
hasta el extremo (13,1). La “gloria” de Dios no es sino su amor. Para el autor
del cuarto evangelio, eso se pone de manifiesto en la cruz, que él entiende
teológicamente como manifestación suprema de amor. Si esa es la gloria de
Dios, es totalmente coherente que el “mandato” de Jesús se mueva en la misma
dirección: el amor.
El término “hijos míos”, que lo introduce, aparte de expresar un afecto
intenso, puede que remita a la costumbre judía del padre que, a punto de morir,
transmitía el testamento espiritual a sus hijos. Aquí también, ante la muerte
inminente, Jesús comunica lo que considera más valioso, lo que había
constituido el eje mismo de su existencia. Y es a ellos, como antes a los judíos,
a quienes dice que todavía no pueden seguirlo. De hecho, cuando, en el
apartado siguiente, Pedro proteste diciendo que lo seguirá hasta dar la vida por
él, Jesús lo pondrá frente al hecho de la negación.
Para “seguir a Jesús” se requiere tener la consciencia de Jesús. Porque no se
trata de mimetismo ni de voluntarismo, sino de un proceso de consciencia
creciente, por el que la persona se va desidentificando de su yo para

281
reconocerse en su verdadera identidad.
Jesús “va” al “Padre”, es decir, a la Unidad. Ese “viaje” únicamente puede
realizarse cuando nos sabemos uno con todo. No en vano la unidad será el gran
tema que se irá desarrollando a lo largo de todo el “testamento espiritual”, hasta
culminar en la magnífica oración del capítulo 17.
Parece indudable que la insistencia en el amor intracomunitario responde a la
problemática de una comunidad amenazada por la hostilidad de fuera y por el
peligro de desintegración interna a causa de la herejía, tal como se pondrá de
relieve en las Cartas de Juan. Sin embargo, esa circunstancia histórica no tiene
que oscurecer la centralidad que ocupa el amor en todo el mensaje de Jesús.
Por lo que se refiere a la formulación del mandato del amor, habitualmente se
suele traducir de esta manera: “Amaos unos a otros como yo os he amado”. Sin
embargo, la expresión “como yo” no es comparativa, sino originante. Por eso,
algunos traducen: “Porque yo”. Aunque quizás la traducción más ajustada es la
propuesta por Xavier Léon-Dufour: “Con el mismo amor con que yo os he
amado, amaos también los unos a los otros”.
La forma como el mandato se expresa es rotunda. Frente a los innumerables
mandamientos rabínicos, frente incluso al Decálogo de Moisés, las palabras de
Jesús suenan tajantes: “Os doy un mandamiento”. No hay otro. La admirable
sencillez y la insistencia en la práctica, que caracterizan el mensaje de Jesús, se
ponen de manifiesto también en esta síntesis de lo que debe el ser el
comportamiento que pide a sus discípulos.
Todo arranca, según la teología del cuarto evangelio, del amor del Padre, que
se ha manifestado en Jesús y que ahora circulará a través de los discípulos. Se
trata del mismo y único Amor, que constituye el secreto último de lo Real. Lo
que se pide a los discípulos es que permitan que ese Amor primero y originante
se exprese y se viva a través de ellos.
Por eso, no es un mandato heterónomo, venido de fuera, como una
imposición arbitraria. Se trata, por el contrario, de una invitación a vivir lo que
somos, conectados con el Misterio amoroso de Lo que es, a partir de la Unidad
experimentada.
Ello será posible, no tanto a través de un voluntarismo moral, cuanto gracias a
la comprensión de lo que somos. En la medida en que vamos conociendo y
viviendo lo que somos –recordemos que, cuando se trata del verdadero
conocimiento, conocer y ser coinciden–, el amor se abre camino. Identificados

282
con nuestra mente, no podremos estar sino encapsulados en el ego y en sus
propios movimientos egocéntricos. La comprensión de nuestra identidad
profunda e ilimitada hará posible un modo de vivir caracterizado por la
desegocentración.
En el texto se habla de “mandamiento” (en griego, entolé), como queriendo
poner de relieve la importancia de lo que ahí se ventila. No se trata de un
“consejo” ni de una “recomendación”, sino de una “obligación imperiosa”.
Y se dice que es “nuevo”, probablemente en un eco de lo que los propios
discípulos percibieron como “novedad” en el modo de vivir del Maestro, en la
gratuidad e incondicionalidad de su amor.
Ese aspecto queda subrayado en el mismo término usado. De las tres palabras
con las que podía nombrarse el amor en griego, no se elige “eros”, ni “filia”
(amistad), sino “agápe” (amor gratuito). Y es esa calidad de amor la señal
decisiva por la que los discípulos de Jesús habrán de ser reconocidos. Los
seguidores de los fariseos se conocían por las filacterias que usaban; los de
Juan, por bautizar; los de Jesús, únicamente por el amor.
Como supo expresar admirablemente Pablo, es el amor, y no los milagros ni
las obras más abnegadas, la única señal de los cristianos: “Aunque hablara las
lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como campana
que suena o címbalo que retiñe. Y aunque tuviera el don de hablar de Dios y
conociera todo los misterios y toda la ciencia; y aunque mi fe fuese tan grande
como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy. Y aunque repartiera
todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo
amor, de nada me sirve” (1Cor 13,1-3).
Porque el discípulo, según el cuarto evangelio, no es el que únicamente
“escucha”, sino el que ha optado y vive como el Maestro: eso es seguirlo. Es,
por tanto, un servidor (13,15-17), que correrá la misma suerte que el maestro
(12,26) y que, permaneciendo en la Unidad reconocida (15,1-4), dará mucho
fruto (15,8).
De ese modo, el mandato del amor –no podía ser de otra manera– remite a la
Fuente que lo posibilita, al Amor originante que entreteje la Unidad que Es y
Somos. En la medida en que comprendamos –y nos dejemos sentir– esa Unidad,
trascenderemos las rígidas fronteras del ego, accederemos a un nivel
transpersonal de consciencia y el Amor podrá fluir.
“Solo el amor es real, proclama Jeff Foster. Solo el amor ha sido siempre

283
real”. Afirmación que nos recuerda el verso de la poetisa Emily Dickinson: “Que
el amor es lo único real, / eso es cuanto sabemos del amor”. Cuando, frente a la
maraña normativa del judaísmo de su época, que había elaborado una lista de
más de seiscientos mandatos y prohibiciones, Jesús reduce todo a un único
mandamiento, no solo está sustituyendo un código moral por otro, sino que está
revelando el secreto último de lo Real. Y cuando en la propia tradición cristiana
se dice que “Dios es amor” (1 Jn 4,8), se está proclamando lo mismo: el
misterio último, Lo que es, es Amor.
El amor del que aquí se habla no tiene nada que ver con los movimientos
sensibles, propios del ego, sino que se identifica con la consciencia de la no-
separación de nada. En la misma medida en que crece esta consciencia en una
persona, crece su amor.
Un miembro del cuerpo siente amor por cualquier otro miembro: cuando nos
lastimamos la cabeza, la mano corre inmediatamente en su ayuda, antes incluso
de pensarlo. Porque tiene una consciencia clara de ser la misma cosa, un mismo
cuerpo.
Esto significa, sencillamente, que Consciencia es Amor. Dado que Jesús vivía
en un nivel de consciencia transpersonal –más allá del yo individual–, se
experimentaba uno con toda la realidad: con el Fondo último o Dios (“el Padre y
yo somos uno”; “quien me ve a mí, ve al Padre”), con todos los seres humanos
(“lo que hicisteis a cada uno de estos, me lo hicisteis a mí”), con el pan, en
cuanto símbolo de todo lo real (“esto soy yo”: “esto es mi cuerpo”)…
Quien se sabe, en un nivel profundo, uno con todos y con todo no puede no
amar. El amor, por tanto, no es un mandato, sino consecuencia de la
comprensión de quienes somos.
Ahora bien, dado que los dos términos –Consciencia y Amor– son
equivalentes, del mismo modo que el crecimiento en consciencia nos abre a la
capacidad de amar, todo acto de amor gratuito nos hace crecer en consciencia
de quienes somos. Porque el amor nos desegocentra, dejamos de vivir
preocupados por nosotros mismos y nos abrimos a las necesidades de los
demás. Por eso, me parecen profundamente acertadas las palabras de Albert
Einstein: “Comienza a manifestarse la madurez cuando sentimos que nuestra
preocupación es mayor por los demás que por nosotros mismos”.
Y por eso también me parece tan admirablemente coherente y sabio el
evangelio de Jesús. Las tradiciones espirituales han propuesto tres caminos para

284
el “despertar”: el camino del conocimiento (jnana yoga), de la devoción (bhakti
yoga) y de la acción desapropiada (karma yoga). No solo no se privilegia uno
sobre otro, sino que se invita a que cada persona se haga consciente de cuál de
ellos se ajusta más adecuadamente a sí misma.
Tanto en el silenciamiento de la mente –poniendo toda la atención en la
Consciencia que es–, como en la entrega amorosa a la divinidad, como en una
vivencia entregada al momento presente, el yo se termina diluyendo para
emerger la resplandeciente y luminosa no-dualidad de todo lo que es. Sujeto y
objeto, perceptor y percibido son trascendidos en un continuum de consciencia
no-diferenciada. Caen las presuntas separaciones y queda únicamente Eso no-
dual, que tú también eres.
En Jesús de Nazaret, encontramos un camino que, sin contraponerse a los
tres citados, aporta su propia originalidad: es el camino del amor compasivo a la
persona necesitada, tal como se pone admirablemente de relieve en la parábola
conocida como del “buen samaritano” (Lc 10,25-37). Por eso, podría decirse que
el camino vivido y propuesto por Jesús se sintetiza en la frase con que cierra la
parábola: “Ve y haz tú lo mismo” (Lc 10,37). Porque, como dice el Popol-Vuh (o
Libro del Consejo, de los mayas), “cuando tengas que elegir entre dos caminos,
pregúntate cuál de ellos tiene corazón. Quien elige el camino del corazón no se
equivoca nunca”.
El camino del conocimiento favorece la emergencia del Yo Soy. El camino
afectivo –de entrega a la Divinidad– potencia la unidad en el Yo Soy. El camino
de la acción desapropiada hace vivir en conexión con el Yo Soy. El camino de la
compasión se muestra como expresión del Yo Soy.
Todos ellos son complementarios. Más aún, al avanzar en cualquiera de ellos,
se produce un despliegue en la vivencia de los otros. Al final, se trata
sencillamente de aprender a permanecer en conexión con nuestra identidad
profunda…, saboreando lo que somos y ejercitándonos a vivirnos desde ahí.
Lo que parece obvio es que la transformación nace de la comprensión, como
irradiación de Lo que es. Y Lo que es, es Amor, Consciencia de unidad. Es esa
misma Consciencia la que se halla en el origen de todo, como fuerza integradora
que rige el proceso de la evolución, expresándose y desplegándose en las
infinitas variaciones en que se manifiesta lo Real. Nosotros mismos somos esa
única Consciencia: conocerlo es sabiduría; vivirlo es amor.
Llegados a este punto, empezamos a reconocer lo que parece el “destino”

285
final al que la Vida quiere conducirnos con toda su sabiduría: amar lo que es. Es
habitual que el ser humano entre en la existencia tratando de buscar fuera lo
que piensa que le falta para ser feliz; queriendo cambiar las circunstancias y las
personas, en la creencia (errónea) de que de ese cambio depende su felicidad;
en una palabra, erigiéndose como centro y protagonista de la realidad, en una
actitud básica de resistencia frente a todo aquello que lo frustra.
Pero habrán de ser precisamente las frustraciones reiteradas y las crisis
insoslayables las que puedan abrirlo a una comprensión mayor y, en
consecuencia, a otro modo de situarse ante lo real. Las crisis, al mostrar la
imposibilidad de cambiar lo exterior, obligan a un cambio interior. Y la
percepción de que la resistencia no conduce a ninguna salida hará posible que
se inicie un cambio de rumbo que pasa por la rendición a lo que es. Rendición
que no es claudicación ni conformismo, sino sabiduría que sabe alinearse con la
corriente de la Vida.
Tal rendición equivale a amar lo que es. Y no deja de ser profundamente
significativo que –más allá de los géneros– “Lo que es” sea prácticamente la
traducción, en dos grandes tradiciones espirituales, del Yhwh hebreo y del
Brahman hindú.
Cuando la tradición judeocristiana sitúa como “primer mandamiento” el de
“amarás a Dios sobre todas las cosas”, está expresando –quizás sin saberlo–
una de las intuiciones más sabias: el secreto de la Vida consiste en amar lo que
es. Porque todo es no-separado; todo es (somos) Uno.

286
Y otra vez la noche (13,36-38)

Simón Pedro le preguntó:


—Señor, ¿a dónde vas?
Jesús le contestó:
—Adonde yo voy, tú no puedes seguirme ahora; algún día lo harás.
Pedro insistió:
—Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Estoy dispuesto a dar mi
vida por ti.
Jesús le dijo:
—¿De modo que estás dispuesto a dar tu vida por mí? Te aseguro,
Pedro, que antes que el gallo cante, me habrás negado tres veces.

El relato retoma aquí la reacción de Pedro a la afirmación de Jesús –que


habíamos leído en el versículo 31: “Adonde yo voy, vosotros no podéis venir”–,
manifestando estar dispuesto nada menos que a dar la vida por el Maestro.
La respuesta de Jesús es tajante: Pedro renegará de él. Sin duda, nos
encontramos ante un hecho histórico. De otro modo, nadie se hubiera atrevido a
inventarse algo así referido nada menos que al “jefe” de los discípulos. Y pone
de manifiesto los condicionamientos que nos mueven a los humanos en otras
zonas más profundas que nuestras decisiones aparentes.
El “canto del gallo” hace referencia a la madrugada. La expresión “tres veces”
es un modo de indicar que la negación será rotunda. El redactor, que ha
presentado a Jesús sabedor de la traición que iba a llevar a cabo Judas, lo
muestra ahora prediciendo que será negado por Pedro. Su interés no es otro
que mostrar el “señorío” de Jesús. Pero, más allá del objetivo del autor, si la
traición de un amigo puede cubrir de oscuridad la vida de cualquier persona, la
negación por parte de aquel en quien más se confiaba puede acarrear una
decepción de la misma intensidad.
Cuando todo se oscurece es cuando más necesitamos anclarnos en la certeza
de nuestra verdadera identidad, si no queremos quedar a merced de oleajes tan
violentos para cualquier sensibilidad humana. Nuestra verdadera identidad
constituye el “hogar” que nos nutre de confianza y, al mismo tiempo, nos
permite vivir el no-juicio e incluso el perdón hacia los otros. Porque, en él, sin
negar el dolor que haya podido despertarse, nos reconocemos siempre a salvo y

287
como no-separados de nadie ni de nada.
No sé si será casual, pero da la impresión de que el redactor haya querido
reunir, en este capítulo que comentamos, tres tipos representativos de discípulo:
el que rechaza (Judas), el que vacila (Pedro) y el que ama (el “discípulo
amado”). Quizás, una llamada de atención a los miembros de su comunidad.

288
14

289
La experiencia del Padre, conexión con la
Fuente

“El que me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9).

Si hubiera que hallar la clave de este capítulo en alguna frase, esta sería
probablemente la respuesta de Jesús a la pregunta de Felipe. A la necesidad
que manifiesta la comunidad de conocer al Padre, Jesús contesta: “El que me ve
a mí, ve al Padre”.
Ha quedado dicho que, sobre todo para uno de sus redactores, el Jesús del
cuarto evangelio es presentado, antes que nada, como el “emisario divino”. Esto
explica que el Padre sea su referencia constante. Revelador del Padre, se
manifiesta saliendo de Él y volviendo hacia Él, viviendo en docilidad completa a
su voluntad y siendo su transparencia. Y todo ello desde la consciencia clara de
ser uno con Él.
Jesús se sabe no-separado del Padre. A partir de esas afirmaciones, no resulta
difícil reconocer que la expresión “Padre” evoca el núcleo y la fuente, la
Mismidad última de todo lo que es, de la que nada ni nadie se halla separado,
por cuanto constituye nuestro centro más íntimo.
Si, por un lado, el término “Padre” posee la riqueza de lo “personal” –que,
dado nuestro carácter relacional, resulta especialmente atrayente–, por otro, sin
embargo, muestra sus límites, particularmente dos: el riesgo de objetivarlo y el
de proyectar en él nuestras propias experiencias infantiles. De ese modo
inadvertido, fácilmente se termina reduciendo a Dios a una imagen tan
antropomórfica que resulta inasumible para una conciencia mínimamente crítica.
Por todo ello, me parece necesario trascender ese carácter “personal” que tan
fácilmente hemos atribuido a Dios. No por “rebajarlo” hacia lo impersonal, sino
precisamente por todo lo contrario: por respeto a la trascendencia y al Misterio
que, en todo caso, si hubiera que aplicarle algún epíteto, sería el de
“transpersonal”.

290
Por ello, si seguimos utilizando el término “Padre”, en fidelidad a la literalidad
del texto, me parece necesario no caer en imágenes antropomórficas, sino
abrirnos al Misterio inefable que trasciende completamente todo lo que podemos
pensar y nombrar y que, sin embargo, al mismo tiempo, nos constituye: lo más
trascendente coincide con lo más inmanente.
Dios y nosotros –según expresa Jesús en este evangelio– somos no-dos. No
cabe la más mínima distancia ni separación. Si bien es cierto que, mientras la
persona se identifica como “yo” se dirigirá al Misterio en forma de “tú”, no lo es
menos que, al acceder a una experiencia no-dual, la “personalización”
desaparece: cae la “personalidad” separada; queda la identidad. El modo de
nombrar a Dios –no podía ser de otro modo– es solo deudor de nuestro estado
de consciencia.

291
Ver a Dios (14,1-14)

Jesús dijo a sus discípulos:


—No os inquietéis. Creed en Dios y creed también en mí. En la casa de
mi Padre hay muchas estancias y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya
y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo para que donde estoy yo
estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.
Tomás le dice:
—Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?
Jesús le responde:
—Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí.
Si me conocierais a mi, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo
conocéis y lo habéis visto.
Felipe le dice:
—Señor, muéstranos al Padre y nos basta.
Jesús le replica:
—Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien
me ve a mí, ve al Padre. ¿Cómo dices tu: “Muéstranos al Padre”? ¿No
crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo
hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace
las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a
las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que
yo hago, y aun mayores. Porque yo me voy al Padre. En efecto, cualquier
cosa que pidáis al Padre en mi nombre, os lo concederé, para que el Padre
sea glorificado en el Hijo. Os concederé todo lo que pidáis en mi nombre.

También en el “testamento espiritual” –o “discursos de despedida”– de Jesús


aparece reflejada la vida de la comunidad joánica: una comunidad que sufre
inquietud y agobio, como consecuencia de las persecuciones externas y de la
división interna. A esa comunidad va dirigida la palabra de Jesús: “No os
inquietéis”. El verbo utilizado en el original griego indica una conmoción muy
profunda, similar a una turbación que ciega.
Sin duda, esa sería también la experiencia de los discípulos ante los
acontecimientos que se sucedieron en los últimos días de la existencia de su
Maestro. Y es igualmente la nuestra cuando nos ocurre algo que nos descoloca
profundamente en cualquier sentido.

292
Perdemos la calma siempre que nos identificamos con lo impermanente, en
cualquiera de sus formas. En definitiva, siempre que tomamos el yo como
nuestra identidad definitiva. En cuanto este se sienta amenazado, se esfumará
la calma y aparecerá la turbación o la inquietud. Y sabemos que el yo necesita
poco para sentirse mal. Porque, como decía Tony de Mello, “todo lo que hace
falta para descubrir al ego es una palabra de adulación o de crítica”. Hasta ese
punto es inestable la “calma” del yo.
La turbación o la angustia aparecen –con mayor o menor intensidad– cada vez
que unimos nuestra suerte a “lo que ocurre”, siempre que eso “que ocurre” no
coincide con nuestros deseos o expectativas.
“Lo que sucede” reviste una doble característica: por un lado, escapa a
nuestra voluntad; por otro, es siempre impermanente. Al identificarnos con ello,
nos convertimos en marionetas de los acontecimientos, nuestro estado de ánimo
se escapa de nuestras manos y sobrevivimos fluctuando en altibajos sobre los
que nos parece no tener ningún control.
La salida no puede pasar nunca por el imposible control de lo que ocurre, sino
por situarnos en “otro lugar”, en la consciencia de lo que sucede. Aquello es
impermanente; la consciencia permanece siempre estable: los altibajos son
sustituidos por la ecuanimidad.
La sabiduría consiste, pues, en hacer el “paso” de lo que ocurre a la
consciencia de lo que ocurre. Y nos adiestramos en ello cada vez que, ante
cualquier sensación, sentimiento, emoción, estado de ánimo, circunstancia,
acontecimiento…, nos hacemos conscientes de lo que estamos sintiendo o de lo
que está acaeciendo. Al hacerme consciente, tomo distancia –crezco en
libertad– y me conecto un poco más lúcidamente con mi verdadera identidad:
no soy nada de lo que pueda ocurrir, pensar o sentir, sino la consciencia en la
que todo aquello aparece.
La consciencia no se inquieta, no sufre, no se altera. Permite que todo sea. Es
sabiduría que conduce todo el proceso. Alinearse con ella significa anclarse en
nuestra verdadera identidad y fluir con la corriente de la Vida. Como decía
Papaji, en esto consiste la “destreza” de la vida: “La Esencia de la Destreza es
esta: lo que sea que venga, déjalo venir; lo que se quede, déjalo estar; lo que
se va, déjalo ir. Quédate callado, y adora al Ser. Esta es la esencia de vivir
hábilmente en la apariencia del mundo. Durante todas las actividades de la vida
recuerda siempre que tú eres el Ser. La manera de vivir una vida feliz es aceptar
cualquier cosa que venga, y lo que no viene, que no te importe”.

293
Y a eso mismo apuntan las palabras de Jesús: “Creed en Dios y creed también
en mí”. El término “creer” significa “confiar” o “apoyarse firmemente”. Tal es su
sentido bíblico, por cuanto en hebreo se usa la misma palabra para decir “fe” y
“confianza”. Creer (confiar) en Dios no es, en primer lugar, expresar un
asentimiento mental, sino permanecer –por utilizar un verbo tan querido en este
evangelio– en la verdad de lo que somos, fruto de la experiencia que nace de
“hacer pie” en aquello que es lo único permanente y estable. Es Eso que nuestra
mente no puede pensar, pero que podemos vivenciar directamente cuando,
aquietando el pensamiento, tomamos distancia de todo lo impermanente y
experimentamos el fondo último que nos sostiene y nos constituye, el fondo al
que solemos llamar “Consciencia”, “Presencia consciente” o, en lenguaje
religioso, “Dios”.
Cuando la fe se entiende como “asentimiento mental” a unas verdades o
creencias, se considera que lo opuesto es el ateísmo. Sin embargo, cuando se
entiende –más en la línea bíblica– como “confianza”, lo opuesto es el miedo o la
agitación.
Jesús relaciona directamente la fe con la calma (paz), en una llamada
reiterada a la confianza. Como si dijera: mantened la confianza, confiad en que
el Fondo bondadoso de la existencia os sostiene en todo momento, porque
constituye nada menos que vuestra identidad más profunda.
No somos llamados a confiar en “algo” que nuestra mente nos presenta, sino
en Aquello, que se llama también, entre otros mil nombres, Confianza y que se
encuentra siempre a salvo. Desde la vivencia no-dual, el mensaje es palmario y
sencillo: confía en lo que realmente eres, porque nada ni nadie te podrá dañar
en ello.
En ese fondo, dice Jesús –aunque en realidad parece tratarse de un dicho
tradicional de la comunidad joánica–, “hay muchas estancias”, es decir, hay
lugar para todos. El plural significa, sencillamente, amplitud. La Consciencia o
Dios es el “lugar” ilimitado que todos compartimos, en el que todos nos
encontramos. Se trata de la “identidad compartida”, en la que “estoy yo y estáis
también vosotros”. Solo cuando vivimos conectados con ella, nos descubrimos
uno con Jesús, uno con Dios.
Ante semejante propuesta, no es extraño que se despertara la pregunta que
se pone en boca de Tomás acerca del camino y la proclamación excelsa por
parte de Jesús: “Yo soy el camino y la verdad y la vida”. Sin embargo, al leerla
desde el modelo mental, tal expresión ha sido mal entendida, por lo que ha

294
conducido a consecuencias engañosas y creadoras de sufrimiento.
Desde una perspectiva mental, se hacía una lectura mítica, en estos términos:
Jesús es la verdad y quienes creemos en él estamos también en la verdad. Con
lo cual, se caía, inadvertidamente, en un doble error de consecuencias funestas:
1) creer que la verdad podía atraparse con la mente, confundiéndola con una
creencia, y 2) creerse en posesión de la verdad, a diferencia de quienes no
tenían la misma convicción, cayendo en el característico etnocentrismo mítico,
según el cual, el propio grupo es portador de la verdad, frente al error de los de
“fuera”.
Sin embargo, superada la estrechez del modelo mental, descubrimos que se
trata de algo bien distinto. La verdad nunca puede ser una creencia ni un
concepto. La verdad es una con la realidad, por lo que únicamente podemos
conocerla cuando la somos. Solo el reconocimiento de nuestra verdadera
identidad nos permite conocer la verdad de lo que es (somos). Por lo que, para
llegar a ella, nosotros somos siempre el camino.
Por eso, como saben quienes lo han experimentado, se trata de un “camino
sin camino”. Porque tampoco hay ninguna distancia. De ahí que cualquier paso
que demos para encontrar nuestro hogar no haría otra cosa que alejarnos de él.
No hay que hacer sino caer en la cuenta de que nosotros mismos somos el
camino.
“Yo soy el camino”. “Verdad” y “Vida” son otros nombres para referirnos a la
Consciencia o a Dios. Y el camino no es otro que la toma de consciencia de que
esa es justamente nuestra verdadera identidad: Yo Soy. Jesús habla consciente
de esa identidad y anclado en ella. Pero, al ser compartida, sus palabras
podemos decirlas cada uno de nosotros…, siempre y cuando nos hallemos
también en conexión con quienes realmente somos.
Lo que es Jesús, lo somos todos. Lo que sucede es que nos da miedo
reconocerlo y continuamos en la ignorancia que nos reduce al pequeño yo o
ego, con el que nos hemos identificado. Y para nuestro yo resulta más sencillo,
más cómodo e incluso más “sensato” colocar a Jesús en una peana elevada,
rindiéndole culto, que verlo como un “espejo” que está reflejando lo que ya
somos todos. Nos da más miedo la luz que la oscuridad: es precisamente ese
miedo el que nos impide hacer nuestras las palabras de Jesús. Palabras que –si
supiéramos leerlas– no pueden ser más claras: “Si me conocierais a mí,
conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”.

295
Frente a la ignorancia que manifiesta Felipe –nuestro yo–, la verdad es que ya
conocemos y hemos visto al Padre; no podemos no verlo, porque está presente
en todo. Cuando –acallada la mente– sabemos mirar, descubrimos que Dios –la
Consciencia– no es algo difícil de encontrar, sino imposible de evitar. No hay
nada en que no se muestre su rostro. Porque todo lo que hay es Consciencia;
todo lo que hay es expresión de Dios.
¿Por qué pensamos que se nos escapa con tanta frecuencia? Por una razón
sencilla: porque solo se puede ver a Dios con los ojos de Dios. No podemos
verlo con la mente que todo lo reduce a objeto, sino con la percepción
inmediata o sabiduría que únicamente es posible desde nuestra verdadera
identidad.
A Dios solo se le puede conocer desde Dios. Y eso requiere que la persona se
vacíe por completo, para que Dios pueda hacerse presente en ella. Al acallar la
mente –eso es meditar–, lo que queda es Nada: y es precisamente la Nada de
Dios la que desmiente y pulveriza al dios proyectado a nuestra imagen.
Todo resulta asombrosa y admirablemente coherente: nuestra identidad es
plenitud y solo desde ella “vemos” adecuadamente. Fuera de ella,
permanecemos en la ignorancia, la confusión y el sufrimiento, tomando como
realidad lo que no es sino un sueño. En ella, nos descubrimos uno con Dios y
vemos todo con los ojos de Dios. En realidad, es Dios mismo quien se está
viendo a sí mismo en todo.
Para referirse a ello, el Jesús de Juan utiliza el verbo ménein, que puede
traducirse por “permanecer”, “morar” o, simplemente, “estar”. Estar en él no es
otra cosa que vivir conscientemente conectados a nuestra identidad profunda,
donde nos descubrimos no-dos. En realidad, no es posible estar “fuera” de él –
de la misma manera que no es posible estar nunca fuera del presente–, pero
nuestra mente tiene la capacidad de hacernos creer lo contrario.
¿Qué ocurre en nosotros cuando nos reconocemos que siempre estamos-en-
él? Que nos desapropiamos del yo, dejamos de identificarnos con él, y nos
reconocemos como cauce que se expresa con las mismas palabras de Jesús: “El
Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras”. Visto desde el plano
profundo, no existe, salvo en nuestra fantasía, ningún “yo hacedor”: todo es
obra de Dios, de la Consciencia, de la Vida… Lo cual, sin embargo, no quita –
siempre el carácter paradójico de lo real– que valoremos y cuidemos el plano de
lo relativo (de la persona y de la acción), en el que aparecemos como “actores”.
La sabiduría afirma ese doble plano –evitando así la trampa de un monismo

296
reduccionista que ignorara el mundo de las formas– y, a la vez, nos hace
comprender que solo acertaremos a vivirlo adecuadamente si permanecemos en
conexión consciente con nuestra identidad profunda.
Desde ella, suena del todo coherente la siguiente afirmación, según la cual,
podemos hacer incluso “obras mayores” y “todo nos será concedido”. Porque de
quien se está hablando ahí no es del ego, que presumiría de entrar en
competencia con otros o de lograr sus apetencias –como, a veces, se ha
entendido la oración de petición: ver realizados los deseos del yo–, sino de
aquella única y misma identidad que a todos nos constituye, en todos se
expresa y en todos se manifiesta cuando nos dejamos ser cauces de la misma.
Comprendemos la novedad y la riqueza aportadas por Jesús al utilizar el
término “Padre” (Abba) para nombrar el Misterio. Pero sin dejar de reconocer
que “Padre” (o “Madre”) es también una metáfora –entrañable, por otro lado,
para los discípulos de Jesús– con la que se apuna a la Fuente de la vida, al
Fundamento originario de todo lo que es, a la Presencia atemporal, luminosa y
amorosa de donde todo procede y de la que todo está naciendo en
permanencia. “Permanecer en el Padre” es vivirse conectado conscientemente a
esa Fuente de la que estamos naciendo y que, en último término, constituye la
Mismidad última –el núcleo definitivo– de todo lo que somos. Jesús vivió esa
“conexión” de una manera tal que constituyó el secreto que explica toda su vida.
Esa “conexión consciente” nos introduce –como introdujo a Jesús– en un nivel
de consciencia que trasciende lo mental y egoico, nos permite ver la realidad de
un modo radicalmente nuevo y genera actitudes y comportamientos marcados
por la sabiduría, la unidad, la paz, la bondad y la compasión.

297
Vivir la unidad en el amor (14,15-26)

—Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que


os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros. Es el Espíritu de la
verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce;
vosotros, en cambio, lo conocéis porque vive en vosotros y está con
vosotros.
No os dejaré huérfanos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá,
pero vosotros me veréis, y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces
sabréis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros. El que
acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; al que me ama, lo
amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.
Judas, no el Iscariote, sino el otro, le preguntó:
—Señor, ¿cuál es la razón de manifestarte solo a nosotros y no al
mundo?
Jesús le contestó:
—El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y
vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará
mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que
me envió.
Os he hablado ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito, el
Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo
enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.

La comunidad joánica, aquejada de divisiones internas, ve la necesidad de


insistir en la unidad, como don preciado del Maestro. Unidad basada en la
vivencia de “sus mandamientos”, que según esa misma comunidad se cifran en
uno solo: el amor mutuo (13,34). En ese lenguaje, la vivencia del amor es
posibilitada por la fuerza del Espíritu (nuevo Paráclito) y garantiza la inhabitación
de Dios en el discípulo (“Vendremos a él y haremos morada en él”).
Encontramos aquí la primera referencia al Paráclito. En total, hay cinco:
14,16.26; 15,26; 16,7-11.13-15. Se trata del Espíritu de Jesús (de la Verdad),
que va a permanecer continuamente junto a ellos y en ellos. El discípulo se
convierte así en morada del Padre y de Jesús.
Para el autor del evangelio, el Espíritu equivale a la nueva presencia actual,
dentro del propio grupo de creyentes, de Jesús exaltado, que ha retornado al
ámbito divino. El término “Paráclito” solo figura en Juan, y originalmente se

298
aplicaba al propio Jesús (1Jn 2,1). Para el cuarto evangelio, el Espíritu es “otro
Paráclito” porque aquellas comunidades de finales del siglo I tienen claro que el
“primer Paráclito” es el propio Jesús.
El término griego “paráklētos” significa, literalmente, “el que es invocado” o
“el que es llamado al lado de” 1. La traducción al latín era sencilla: “ad-vocatus”
(literalmente: “llamado junto a”); por ese motivo, en la versión al castellano se
impuso el término “abogado defensor” (o, sencillamente, “defensor”); más por
la palabra latina que por el significado original, que insistía sobre todo en la
presencia incondicional del Espíritu. De hecho, el término “Espíritu” parecía
aludir a Dios mismo en cuanto interiorizado en el ser humano, como fuente de
todo dinamismo.
En la misma evolución de las comunidades, se fue produciendo lo que los
expertos denominan un “dualismo eclesiológico”: es decir, se marcaron cada vez
más distancias entre la propia comunidad y “los de fuera” (el “mundo”). El
redactor de esta época ya tardía no pierde ocasión para insistir en que el don de
Jesús “lo conocéis vosotros [la propia comunidad joánica]”, pero “el mundo no
lo conoce…”; “vosotros me veréis, pero el mundo no me verá”...
De hecho, los versos 21-24, que recogen la pregunta de Judas, parecen un
añadido posterior, por los temas que aborda y repite. En ellos se nota con
claridad la insistencia en separar la propia comunidad (“nosotros”) de los que no
pertenecen a la misma (el “mundo”). Se trata de una distancia, característica de
todo grupo sectario (no en el sentido peyorativo, sino etimológico), que se suele
ver agudizada –como era aquel caso– cuando la comunidad se siente
perseguida.
Más allá de las anécdotas históricas, el Paráclito es llamado aquí “Espíritu de la
verdad”. Y la verdad –parece añadir más adelante– es que “yo estoy en mi
Padre, vosotros en mí y yo en vosotros”. La verdad –no podía ser de otro modo–
tiene sabor de unidad. Nos faltan palabras para poder expresarlo
adecuadamente, pero unidad no es suma o yuxtaposición. La unidad tampoco es
algo que podamos producir, ni siquiera gracias al amor. No es, en fin, el
“resultado” de nada.
Es más bien al contrario: lo primero es la unidad. Todo es Uno. Lo demás –
amor, cercanía, equipo…– es simplemente consecuencia de lo que ya es. La
unidad se puede percibir como un sentimiento profundo de pertenencia o de
vinculación, en un nivel infinitamente más profundo que el psicológico. Se trata

299
de una vinculación del orden del ser: no es que nos hagamos uno, ni siquiera
que nos sintamos así. Es que lo somos.
El Espíritu de la verdad puede recibir otro nombre como Espíritu de la unidad.
Pero no como una entidad separada, tal como nuestra mente pensaría. Si se
llama Espíritu de unidad es porque se trata de ese Misterio único del que todos
participamos, que todos compartimos, en el que todos somos uno.
Esa es –dice el texto– la función del Espíritu: recordar la enseñanza de Jesús.
En el lenguaje bíblico, “recordar” significa “tomar conciencia de su significado”.
El Espíritu permite comprender en profundidad nuestra propia verdad. Y el
resultado de esta comprensión y vivencia no puede ser otro que el amor. No un
amor entendido como movimiento sensible o emocional, sino el que se percibe
como consciencia clara de no-separación de nada. Amor, por tanto, que se
traduce en empatía y compasión.
Pero tal comprensión va necesariamente unida a una percepción adecuada de
la propia identidad. Porque, mientras siga pensando que el yo constituye mi
identidad, me estaré cerrando al amor, porque no podré percibir la unidad que
somos. Desde el yo (ego) pondré en marcha un comportamiento egocentrado.
Solo cuando comprenda que no soy el yo, podrá modificarse radicalmente mi
perspectiva. A partir de ahí, ya no “mediré” las cosas desde el interés del ego,
sino desde la identidad amplia y una que compartimos. Y descubriré que, con
frecuencia, lo que parece “malo” para mi ego puede que sea lo más acertado. Y
a la inversa, quizás lo que mi ego persigue con tanta fuerza no sea lo que
realmente me (nos) construye en lo que soy (somos).
Y aquí nos resuenan las palabras sabias del propio Jesús, que brotaron sin
duda de esta misma comprensión: “El que quiera salvar su vida [psiché, ego] la
perderá, pero el que pierda su vida, la salvará. Pues, ¿de qué le sirve a uno
ganar todo el mundo si pierde su vida? ¿Qué puede dar uno a cambio de su
vida?” (Mc 8,35-36).
No son palabras de amenaza, ni –en primer término– de exigencia o de
mortificación. Son palabras de sabiduría, que llaman a “despertar”, a salir de los
engaños en que nos encerramos, como consecuencia de haber absolutizado la
visión estrecha de la mente, y a descubrir la luminosa verdad de que somos
Unidad.
En la Biblia, el Espíritu es la Ruaj –en femenino–, y puede traducirse como
“viento”, “ánimo”, “aliento”, “energía” o “dinamismo vital”, “fuerza de vida”…

300
Términos todos ellos sumamente evocadores de la Vida divina y que nos pueden
ayudar a desnudarnos de tantas imágenes antropomórficas de Dios, al que
incluso habíamos llegado a “dibujar” como un anciano (varón), al lado del Hijo
en la cruz y de la paloma… (!). Indudablemente, el teísmo exagerado es fuente
de ateísmo.
Desde esta nueva evocación, podremos entender por qué “Espíritu” y “fuerza”
son dos palabras que aparecen unidas a lo largo de todo el Nuevo Testamento.
Vayan algunos ejemplos:

• “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra” (Lc 1,35).
• “Jesús de Nazaret, a quien Dios ungió con Espíritu Santo y poder” (Hech
10,38).
• “Vosotros quedaos aquí hasta que seáis revestidos con la fuerza que viene
de lo alto” (Lc 24,49).
• “Vosotros recibiréis la fuerza de Espíritu Santo” (Hech 1,8).
• “Al terminar su oración, el lugar en que estaban reunidos tembló; todos
quedaron llenos del Espíritu Santo” (Hech 4,31).
• “Que el Espíritu Santo, con su fuerza, os colme de esperanza” (Rom
15,13).
• “Mi palabra… fue una demostración de la fuerza del Espíritu” (1 Cor 2,4).

El Espíritu, o Dinamismo de Vida y de Amor, es la Dimensión invisible de lo


Real, que hace que lo visible sea; y ello en una relación no-dual. Por eso, no es
lo opuesto a materia (o cuerpo); en realidad, carece de opuesto. En cierto
sentido, podríamos decir, metafóricamente, que el cosmos entero no es sino el
“cuerpo” del Espíritu, su manifestación y expresión. Por eso, quien sabe ver el
mundo, está viendo al Espíritu. Para esa “mirada contemplativa”, “todo está
bien”: No es extraño que Hilario de Poitiers, en el siglo IV, se refiriera al Espíritu
como “el Gozo del Don”.
“Dios es amor”, proclama la revelación cristiana. “Dios es don”, un dar-se
constantemente en toda la creación. En cuanto nosotros mismos empezamos a
experimentarnos como recibidos en un constante presente, estamos haciendo la
experiencia del Dios en quien somos. Y esa es una experiencia gozosa en sí
misma, porque es plena. Plenitud, Gozo, Don… son otros nombres del Espíritu,
otras evocaciones de la Divinidad.

301
Probad a dejaros sentir el gozo en lo más profundo de vosotros mismos;
acallada la mente separadora y conceptualizadora, dejaos envolver por él. No
tengáis prisa. “Más íntimo que mi propia intimidad” (san Agustín), el Gozo no es
“algo” que puedo experimentar, sino otro nombre de Eso que somos. Pero no
llegaremos a él a través de la mente –ni de los dogmas–, sino dejándonos sentir
su “eco” en nosotros; permaneciendo –tiempo y tiempo, en una “advertencia
amorosa”– en contacto con el Principio divino que constituye nuestra propia
identidad.
Superado el nivel mental, que pensaba al Espíritu como una fuerza “exterior”
que, desde fuera, nos acompañaba, venimos a experimentar que es ese Espíritu
el que constituye, en último término, nuestra identidad más profunda: no somos
el ego que se dirige a un Espíritu divino separado, sino el mismo Espíritu que se
vive en nosotros en forma de “yo”. Por eso, al entrar en contacto con Él,
tenemos la sensación clara de que nos encontramos con “nosotros” mismos.
En la comprensión no-dual, el Espíritu es no-separado de nada. Más aún, es –
aunque expresado en la pobreza de nuestro lenguaje– el “núcleo” de todo lo
que existe, la “otra cara” de todo lo visible. Todo es Espíritu manifestándose en
un “juego” infinito de formas, en una admirable no-dualidad. El Espíritu y
nosotros no somos dos. Somos –por decirlo con las palabras de Pierre Teilhard
de Chardin– “seres espirituales viviendo una aventura humana”.
Más allá de las formas de nuestros yoes, somos Espíritu que en ellas se
expresa y manifiesta. ¿Podría haber algo separado del Espíritu? Mejor todavía:
¿podría existir algo “fuera” del Espíritu? Todo es Espíritu en un despliegue y
manifestación permanente. Cuando advertimos esta realidad profunda, se
realizan en nosotros las palabras de Jesús: la unidad de todo morando en
nosotros, en el Amor –otro nombre del Espíritu–, como única realidad que todo
lo sustenta y constituye.
Es claro que todo esto no puede percibirse desde la mente, que, por su propia
naturaleza, tiende a separar y fraccionar todo. Para abrirnos a esta nueva
perspectiva, de modo que podamos experimentarla por nosotros mismos,
necesitamos acallar la mente, abrirnos directamente a lo que es, y percibir, con
gozo, que podemos descansar siempre en ello. “Descanso” es otro nombre del
Espíritu.
Seamos o no conscientes de ello, el Espíritu está ya en nosotros; siempre ha
estado y siempre estará, porque nos constituye en lo más íntimo y nuclear de
nuestra identidad. Es cierto que el texto evangélico lo asocia a la muerte-

302
resurrección de Jesús –como don de la Pascua–, pero se trata solo de desvelar
lo que siempre ha sido.
En cuanto tomamos distancia de la mente dual, “recibimos” el Espíritu, es
decir, “vemos” todo lo que es como “expresión” de ese mismo Espíritu que en
todo se manifiesta. No solo no es una presencia separada que puede o no venir
a nuestro interior, sino que nos constituye en nuestra Identidad más profunda.
De manera que, más que un yo habitado por el Espíritu –a un nivel relativo, esto
es también cierto–, somos el Espíritu viviéndose en forma de yoes concretos.
La pregunta que surge de aquí es básica: ¿cómo nos percibimos
habitualmente? ¿Como un yo despistado, perdido en una interminable cháchara
mental? ¿Como un yo separado en su forma particular que quiere “recibir” el
Espíritu para sentirse fortalecido?… ¿O como el Espíritu sin forma que, más allá
del yo relativo, quiere expresarse en nosotros como se expresó en el propio
Jesús? A mi modo de ver, la “conversión” consiste, precisamente, en vivir este
paso: del yo al Espíritu.
Al vivirlo, es cuando experimentamos la verdad de las palabras de Jesús:
“Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con
vosotros”. Se barrunta la Unidad profunda, se adora, se saborea y se vive. A
partir de ahí, venimos a descubrir que se trata solo de eso: de comprender
quiénes somos. Eso es salir de la ignorancia, despertar, venir a la luz, “recibir” el
Espíritu… De esa comprensión básica, nace una actitud y un modo de vivir
caracterizado, dice Jesús, por “guardar mis mandamientos”. ¿De qué se trata?
Para un judío, amar a Dios significaba cumplir sus mandamientos, es decir, ser
fiel a la alianza. Del mismo modo, amar a Jesús –encontrarse con él y con lo que
él vivió– significa guardar sus “mandamientos” o su “palabra” (como se dirá más
adelante).
Pero sabemos que, para el cuarto evangelio, hay un solo mandamiento: “Os
doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros. Con el mismo amor
con que yo os he amado, amaos también los unos a los otros. Por el amor que
os tengáis los unos a los otros, reconocerán todos que sois discípulos míos”
(13,34-35).
Al resumir toda la Ley en ese mandamiento “nuevo”, lo que Jesús está
haciendo no es sino poner palabras a lo que él mismo ha vivido. Amar a Jesús,
por tanto, no es otra cosa que vivir como él vivió. No se trata de un “amor
romántico” al margen de la vida cotidiana –no es el que dice: “Señor, Señor”,

303
había advertido ya el Maestro: Mt 7,21–, sino el que, sintiéndose uno con él,
deja vivir al Espíritu, que es amor.
El amor se convierte así en la consecuencia y en el camino. Es consecuencia
de la comprensión: quien descubre su identidad más profunda, donde encuentra
el Espíritu, no puede no amar; pero, al mismo tiempo, vivir el amor al otro es
preparar el camino para que se nos regale la visión. Y es en la vivencia del amor
donde, tal como lo había prometido, Jesús se nos revela: todo converge y se
unifica. Sentir amor, ser amor, dejar que el Amor sea… Esa es la experiencia del
Espíritu.
La no-dualidad es expresada en la tradición cristiana como “Trinidad”. A partir
de estas expresiones del cuarto evangelio, que estamos comentando, se habría
de elaborar toda la doctrina cristiana de la llamada “inhabitación trinitaria”. Dios-
Trinidad constituye, abraza y se expresa en todo lo real; habita todo y en todo
se manifiesta; todo lo contiene y en todo está presente.
Hablar de “Trinidad” no es hablar de “tres dioses” –eso ocurre siempre que
pensamos el Misterio desde nuestra mente dual–, sino evocar el carácter no-
dual de todo lo que existe. Lo Real no es uno (monismo o panteísmo) ni es dos
(dualismo); es un no-dos, en el que todo está interrelacionado con todo.
Padre-Hijo-Espíritu no son “seres” separados; al pensarlos así, se objetivan y
se convierten en ídolos mentales. La Trinidad es el “símbolo” cristiano –en el
sentido profundo y etimológico de la palabra: sym-ballein– del Misterio último de
lo Real. La Trinidad está ocurriendo aquí mismo, en el Presente eterno. Todo es
un darse (Padre) y un recibirse (Hijo) en un movimiento permanente (Espíritu).
El Fondo último de lo real (Padre) se está dando en el mundo de las formas
(Hijo), en un movimiento constante (Espíritu).
Tampoco Dios, el Hombre y el Mundo son uno, ni dos, ni tres; sino, en
lenguaje de Raimon Panikkar, una Realidad cosmo-te-ándrica, donde lo divino,
lo humano y lo mundano (cósmico) quedan abrazados. Porque, en último
término, la Realidad es relación, es decir, no-dual.
Como dice el propio Panikkar, fuera de los esquemas substancialistas, el Ser
es relación 2. Decir persona no es decir “individuo”. Por ello, es necesario
desontologizar a Dios: “Dios no es ninguna persona individual porque no se
delimita frente a otra y no puede experimentarse como delimitado por otro” 3.
“Dios está en todo, pero no se agota en ese todo”. La Divinidad “no está
individualmente separada del resto de la realidad, ni es totalmente idéntica a

304
ella”. Dios es la realidad de la realidad. Es una realidad tan “real” que no puede
ser pensado como existente, externa o independientemente de las cosas para
las cuales es precisamente Dios… “El mundo es el cuerpo de Dios, no en
separación cartesiana, sino en simbiosis positiva en donde las diferencias no se
eliminan, pero la separación se supera”.
De nuevo, es el lenguaje que encontramos en los místicos. San Juan de la
Cruz escribe: “El alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por
participación” (Subida II,5-7). Y san Bernardo: “¿Qué es además Dios? Eso sin lo
cual nada es. Es tan imposible que algo sea sin Él como Él mismo sin Él. Él es en
sí mismo como es en todo y, así, de una cierta forma, solo Él es, que es el Ser
mismo tanto de sí mismo como de todo” 4.
Realmente, es difícil decirlo de un modo más claro y contundente. Por eso,
parece no quedar otra actitud que la de animarse a vivirlo, en el asombro
consciente, la admiración, la alabanza, la gratitud y el amor. Porque el Misterio
solo se conoce, no cuando se piensa, sino cuando se es.

305
La paz que el mundo no puede dar (14,27-31)

Os dejo la paz, os doy mi propia paz. Una paz que el mundo no os


puede dar. No os inquietéis ni tengáis miedo. Ya habéis oído lo que os
dije: “Me voy, pero volveré a vosotros”. Si de verdad me amáis, deberíais
alegraros de que me vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os
lo he dicho antes de que suceda, para que cuando suceda creáis. Ya no
hablaré mucho con vosotros, porque se acerca el príncipe de este mundo.
Y aunque no tiene ningún poder sobre mí, tiene que ser así para
demostrar al mundo que amo al Padre y cumplo fielmente la misión que
me encomendó. Levantaos. Vámonos de aquí.

Junto con la promesa del Espíritu –la apertura a nuestra identidad última–,
Jesús ofrece a sus discípulos la paz. Shalom es plenitud de vida y gozo,
comunión definitiva, la paz que nadie ni nada podrá quitar.
La expresión “mi paz” parece señalar intencionadamente el contraste con la
llamada pax romana, que ciertamente no era “paz” para la perseguida
comunidad joánica. El contraste explícito entre la paz de Jesús y la paz del
mundo recuerda aquel precioso texto de la carta a los Filipenses: “La paz de
Dios, que supera todo lo que podemos pensar, guardará vuestros corazones y
vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Filp 4,7).
La “paz del mundo” es aquella que depende de lo que ocurre y, en
consecuencia, oscila según los acontecimientos. Se trata de una paz
condicionada y, por ello, impermanente. Es la “paz” que experimenta el ego
mientras las cosas salen a su gusto, pero que desaparece en cuanto se hace
presente cualquier realidad que lo frustra.
La “paz de Jesús”, por el contrario, es permanente, porque no es un objeto
que deba su existencia a una serie de condiciones, sino que es una con lo Real.
La paz de la que se habla aquí es otro nombre de la Realidad y, por tanto, de
nuestra identidad última. Del mismo modo que la consciencia, ocurra lo que
ocurra en la superficie, es siempre permanente y ecuánime, la paz es estable y
se halla siempre a salvo de lo que pueda suceder. Es la paz sin objeto: no la
experimentamos porque hemos logrado o ha sucedido algo, sino porque la
somos.
En la superficie seguirán moviéndose “olas” de todo tipo, seguiremos sintiendo
altibajos emocionales pero, en un nivel profundo, percibiremos el fondo siempre

306
en calma en el que reconoceremos nuestro verdadero “hogar”. Es ahí, en
nuestra casa, donde escucharemos en todo momento la palabra: “No os
inquietéis ni tengáis miedo”. Porque ahí nos hallamos seguros, aunque el ego,
según sus parámetros, se sienta amenazado.
A continuación, Jesús hace una afirmación singular: “El Padre es mayor que
yo”. Para entenderla necesitamos contextualizarla. Jesús afirma que se va al
Padre y que el Padre es más que él. Ambas afirmaciones, al igual que otras que
aparecen en este evangelio, solo las comprendemos en profundidad cuando
advertimos que Jesús –como todos los místicos y sabios– se ve “obligado” a
hablar en un “doble nivel”: el nivel profundo o absoluto, del eterno presente, y
el nivel histórico o de las formas.
En el primero, Jesús sabe que no hay tiempo ni espacio, del mismo modo que
no hay separación: en ese nivel, todo es Uno (“el Padre y yo somos uno”); Jesús
“vuelve al Padre”, del que, ciertamente, nunca había “salido”. Pero, en el mundo
de las formas, no tenemos otro modo de expresarnos sino temporal y
espacialmente. No puede ser de otra manera. La clave está en no reducirnos
nunca a las formas, olvidando el nivel profundo, que contiene la verdad de lo
que es y lo que somos.
En el mundo de las formas, hay tristeza (y si nos reducimos a él, no nos
alegramos de que se vaya al Padre), hay inquietud (y si nos reducimos a él no
podemos recibir la paz que Jesús nos da), hay también odio (y si nos reducimos
a él, no podremos amar)… La sabiduría nos llama a salir del riesgo de la
reducción, para no constreñirnos ni negar lo que somos de fondo.
Cuando no nos reducimos, podemos mirar todo con confianza, porque
reconocemos que todos los sucesos tienen un Sentido; que cada situación, por
incomprensible que nos parezca, constituye un paso en el despliegue de Lo que
es y en el retorno a la Unidad. Y, como Jesús, somos capaces de mirar
confiadamente también el “paso” de la muerte: lo que realmente somos nunca
muere.
Así lo expresaba, en el siglo XIII, el Maestro Eckhart, uno de los grandes
místicos cristianos, demasiado olvidado: “Soy causa de mí mismo en cuanto a mi
ser que es eterno, y no en cuanto a mi devenir que es temporal. Y por eso soy
un no nacido y según mi carácter de no nacido no podré morir jamás. Según mi
carácter de no nacido he sido eternamente y soy ahora y habré de ser
eternamente”.

307
Y dentro de la tradición hindú, Ramana Maharshi, pocos días antes de morir,
decía: “No me voy; ¿a dónde podría ir?; estoy aquí; ni siquiera «estaré aquí»,
sino «estoy aquí», porque en realidad no hay cambio, no hay tiempo, no hay
diferencia de pasado y futuro, nada va a ningún sitio ni viene de ningún sitio, no
hay partida, solo el eterno Ahora que envuelve la totalidad del tiempo, el
universal y sin espacio Aquí. ¿Por qué investigar, pues, qué hay más allá de la
muerte?; indaguemos más bien quiénes somos realmente aquí y ahora y,
entonces sí, descubriremos la respuesta real a todas nuestras dudas”.
Como dice Ramana, siempre somos conducidos a la única cuestión que
realmente importa: ¿quién soy yo? Las respuestas de la filosofía y de la
psicología –no digamos la de la ciencia positivista– se han quedado cortas, al
reducir al ser humano a una estructura psicosomática. Incluso los psicólogos y
psiquiatras que han empezado a trabajar con mindfulness lo usan, en general –
aunque hay alguna excepción–, como una herramienta terapéutica, sin dar el
paso que les llevaría a dar una respuesta diferente a la pregunta sobre qué es el
ser humano.
No somos solo un organismo cuerpo-mente. Somos Eso que observa y no
puede ser observado, la Consciencia pura, ilimitada y atemporal, el Yo Soy
universal…, tal como vemos que se reconoció el propio Jesús. Cuando nos
reconocemos ahí, es cuando podemos recibir la paz de la que habla Jesús; no
solo eso: descubrimos que somos Paz. No es la “paz del mundo”, que siempre
será oscilante e impermanente –en el mundo de las formas, no puede existir la
paz sin el conflicto– sino la Paz que abraza tanto situaciones de paz como
situaciones de alteración. Es la Paz no-dual, que hace que, pase lo que pase,
nuestro corazón “no tiemble ni se acobarde”, porque está anclado, como Jesús,
en lo que realmente somos.
Hacia el final del capítulo que ha llegado a nosotros, un glosador posterior
introdujo unas frases que pretendían ofrecer a los lectores una explicación-
justificación de lo acaecido con Jesús: todo lo ocurrido ya había sido predicho
por él –“podéis creer”– y, aunque el “príncipe de este mundo” no tiene ningún
poder sobre Jesús, este obedece el plan divino. Y ello se pone de relieve en una
frase cargada de sabiduría: “Amo al Padre y cumplo fielmente la misión que me
encomendó”. Tal como quedó subrayado en un capítulo anterior, ahí radica el
secreto de la vida. En clave de lectura religiosa, se expresa como docilidad y
sumisión a la voluntad de Dios, en la certeza de que no puede suceder
absolutamente nada fuera de su voluntad; en clave espiritual, lo nombramos

308
como amor a lo que es, que lleva a acoger todo lo que ocurre como si uno
mismo lo hubiera elegido, en la certeza de que la Vida no se equivoca y que solo
al alinearnos completamente con ella podremos permitir que fluya en cada
momento a través de la acción adecuada.
Por ello, las palabras de Jesús aparecen como la declaración de alguien
consciente de su verdadera identidad: dejo que Dios se viva a través de mí, que
la Vida fluya libremente. En cierto sentido, ahí se recoge todo el sentido de la
existencia y misión de Jesús, en cuanto se reconoce no-separado del Padre –
conectado a su verdadera identidad– y viviendo en docilidad completa a la
misma.
Y ahí terminan sus palabras: “Levantaos. Vámonos de aquí”. La continuación
del relato hay que buscarla ya en el capítulo 18, que empieza de este modo:
“Cuando terminó de hablar…”. Lo que sigue a continuación –los capítulos 15, 16
y 17– son una prolongación del discurso de despedida (o “testamento
espiritual”), por parte de un redactor posterior.

1. X. LÉON-DUFOUR, Lectura del evangelio de Juan, vol. III, Sígueme, Salamanca 1995, p. 98.
2. Resulta profundamente significativo que la física moderna nos recuerde constantemente que, en
contra de lo que nuestra mente percibe, no se puede pensar el mundo en cuanto “cosas”
(objetivadas), sino en cuanto “procesos”. Más aún: la realidad se reduce a relación. De manera
que todas las características de un objeto existen solo respecto a otros objetos. No es que las
cosas puedan relacionarse; son las relaciones las que dan lugar a la idea de “cosa”: C. ROVELLI, La
realidad no es lo que parece. La estructura elemental de las cosas, Tusquets, Barcelona 2015.

3. V. PÉREZ PRIETO, Dios, Hombre, Mundo. La trinidad en Raimon Panikkar, Herder, Barcelona 2008, p.
223. De este libro tomo también las citas que vienen a continuación.
4. Cit. en V. PÉREZ PRIETO, ob.cit., p. 134.

309
15

310
La vid y los sarmientos, metáfora de la no-
dualidad

“Os he dicho esto para que participéis en mi gozo, y vuestro gozo sea
completo” (Jn 15,11).

Como decía al final del capítulo anterior, parece claro que, aprovechando el
interés y la flexibilidad del género de “discurso de despedida” o “testamento”,
diversos glosadores alargaron enormemente el texto –que originalmente
terminaba en 14,31–, con cuatro nuevos suplementos que, tal como señala
Senén Vidal, serían los siguientes 1:
1.Conducta del grupo creyente: 15,1-17.
2.Ante la hostilidad: 15,18-16,15.
3.Transformación pascual: 16,16-33.
4.Oración de despedida: 17,1-26.

En el comentario, tendré en cuenta este esquema, aunque siga dividiendo los


capítulos según están en el relato evangélico tal como ha llegado a nosotros.
Empezamos, pues, por el capítulo 15, que aparece con una fisonomía especial.
Por un lado, es un monólogo parecido al del capítulo 17, si bien este último está
formulado como una oración; por otro, tal como está escrito, reviste una carga
ética notable, al insistir en la conducta adecuada de la comunidad de discípulos.
En cierto sentido, parece que se produce lo que se ha llamado una “etización”
del mensaje: tanto aquí como en la primera carta de Juan, se percibe la
insistencia en el tema de la ética o comportamiento “adecuado”, que se expresa
en el “mandato” (entolé) del amor y se plasma en “dar fruto”. Sin embargo, en
un nivel más profundo, Juan nos muestra el camino del éxtasis, que nos
conduce, más allá de nuestro pequeño yo, a la vivencia de la Unidad que somos.
Al hacernos conscientes de ello, saltan las fronteras del yo y entramos con
contacto con la creatividad ilimitada de lo que es. Y para ello usará una preciosa

311
imagen que apunta directamente a la no-dualidad: la vid y los sarmientos.

312
No hay nada separado de nada (15,1-8)

Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. A todo sarmiento mío


que no da fruto, lo corta; y al que da fruto, lo poda para que dé más
fruto.
Vosotros estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced
en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no
permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en
él, ese da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no
permanece en mí, lo tiran fuera, como al sarmiento, y se seca; luego los
recogen y los echan al fuego, y arden.
Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis
lo que deseéis, y se realizará. Mi Padre recibe gloria cuando producís fruto
en abundancia, y os manifestáis así como discípulos míos.

La imagen de la vid tiene mucha historia en la tradición bíblica. La viña es


símbolo de Israel (Os 10,1; Is 5,1-7), figura de la novia que va a ser desposada
por Dios (Jer 2,21; Cant 1,14; 2,15; 6,11; 7,9.13; 8,12).
El cuarto evangelio aplica la imagen a la relación entre Jesús y sus discípulos –
para enfatizar la necesidad de “dar fruto”–, en los que se manifestará la “gloria”
del Padre.
La alegoría de la vid y los sarmientos, cargada de simbolismo, hondura y
belleza, nos introduce directamente en la sabiduría de la no-dualidad.
Ciertamente, la vid y los sarmientos son no-dos. La mente dualista no puede
sino verlos separados –lo característico de la mente es separar la realidad–, pero
no hay separación alguna. Es cierto que el sarmiento puede percibirse como
sarmiento, pero no por ello deja de ser vid. Una rama es árbol, del mismo modo
que mi dedo es cuerpo.
La trampa radica en el hecho de que la mente, al separar, se queda mirando
únicamente el sarmiento, la rama o el dedo. Da origen, de ese modo, al
dualismo que fractura incesantemente toda la realidad. Cuando somos capaces
de aquietar la mente, alcanzamos a ver “más allá” de esas aparentes
separaciones, percibiendo la unidad de lo que es. Con otro ejemplo: ante un
conjunto de joyas de oro, la mente ve la especificidad de cada una de ellas, con
su propio nombre y su forma peculiar. Pero, si no nos quedáramos en las

313
formas, lo que percibiríamos sería el oro que es, de hecho, la única realidad que
se halla presente en todas ellas.
Esto no es monismo o panteísmo, que reduciría a la nada la asombrosa y
maravillosa diferencia y variedad de lo real; es la no-dualidad de todo lo que es.
No-dualidad que reconoce la variedad y la diferencia, pero descubre el engaño
de la separatividad. Todo es diferente, pero nada es separado. La joya se
distingue del oro, pero es oro; el dedo se distingue del cuerpo, pero es cuerpo;
el sarmiento se distingue de la vid, pero es vid; la ola se distingue del mar, pero
es mar.
La afirmación de que todo está interrelacionado, como formando una inmensa
red en la que todo repercute en todo, constituye una de las más revolucionarias
aportaciones de la postmodernidad. Se trata, además, de una percepción
avalada por accesos tan diversos a lo real como la mística, la física cuántica y la
teoría transpersonal. En todos esos campos, se ha experimentado la verdad de
la no-dualidad. Por el contrario, tanto el dualismo como en monismo (o
panteísmo) se ven abocados a un callejón sin salida.
Venimos a nuestro texto. Tras esta introducción, parece claro que la lectura
moralizante –“tienes que estar unido a Jesús para dar fruto”– está fuera de
lugar; o, al menos, es pobre y reductora. Porque no se trata de una enseñanza
moral (o parenética), sino de un mensaje de sabiduría.
Lo que nos transforma eficazmente no son los propósitos, ni siquiera los
“esfuerzos voluntaristas” –que suelen ir acompañados de “efectos secundarios”
no tan positivos, como la represión, la culpabilidad o el orgullo neurótico–, sino
la comprensión de lo que realmente somos. Es decir, solo en la medida en que
se produce una transformación de la consciencia tendrá lugar el cambio en
nuestro modo de percibir y de actuar.
Pues bien, la alegoría que comentamos es una invitación a ir más allá de la
simple percepción mental –siempre dual–, para descubrir –y vivir– la no-
separación con Jesús, con Dios y con absolutamente todo lo real. Así como en el
caso de las joyas todo es, en último término, oro, de la misma manera, todo es
“vid”.
La mente hace pensar en un Dios separado, con el que se podría entrar en
relación desde la propia consciencia (errónea) de separación. Eso da lugar a lo
que podríamos llamar la “religión del yo” que, en sus peores momentos, se ha
entendido de un modo absolutamente individualista: se era religioso… para

314
“salvar mi alma”.
Pero no nos habíamos dado cuenta –venimos de donde venimos– de que
pensar a Dios no solo hace que se perciba como “separado”, sino que se le
convierte automáticamente en un “objeto” (delimitado) de nuestro pensamiento.
Por eso, la creencia en un dios pensado tiene que desembocar forzosamente,
antes o después, en el ateísmo.
La alegoría de la vid constituye, pues, una invitación a ir más allá de la
apariencia, para poder experimentar la no-separación de todo lo que es,
accediendo a nuestra identidad más profunda, que trasciende infinitamente el
“yo” separado que nuestra mente cree que somos.
Todo es vid. Todo lo real es expresión, manifestación, despliegue de “Dios” –si
queremos seguir usando este término–, sin ningún dualismo. No es que un Dios
separado se manifieste en nosotros, separados de él. No; somos Dios
manifestándose, viviéndose, experimentándose en nuestra realidad, de un modo
no-dual, como –es una manera todavía pobre de expresarlo– las “dos caras” de
una misma realidad.
La dificultad radica en que nunca podremos llegar a la percepción de la no-
dualidad a través del pensamiento: la mente no puede ir más allá de la mente.
Lo no-dual no es algo que se pueda pensar; solo se puede ser. ¿El camino?
Acallar o aquietar la mente dual y divisora. Acallada, cesa la sensación de
separación y descubrimos nuestra identidad profunda, una identidad compartida
por todo lo que es, puro Ser o Yo soy, ilimitado y atemporal.
Se trata, pues, de aprender a acallar la mente, de empezar a gustar y
saborear el Silencio contemplativo, de aprender a vivir en presente, de cuidar la
práctica meditativa, como camino privilegiado para que, quitado el velo opaco
que interpone la mente, pueda emerger lo que es y siempre ha sido: la belleza
plena y radiante del Misterio que Es y Somos, del Dios que todo lo constituye.
La alegoría habla de “cortar” y de “podar”. Una vez más, me parece necesario
recordar que no hay que leer tales afirmaciones en clave de amenaza, sino
como palabra de sabiduría. Si bien en aquella cosmovisión, a partir de la imagen
de un dios intervencionista, todo se atribuía directamente a él, hoy podemos
captar mejor el significado, como una descripción de lo que ocurre.
Del mismo modo que es imposible que el sarmiento que se desconecta de la
vid pueda dar fruto, así también, la persona que vive desconectada de su fondo,
experimentará su existencia como vacío. Y no será extraño que se note

315
mortecina y carente de sentido.
La “poda” forma parte ineludible de todo el proceso de crecimiento. En
síntesis, podría expresarse de este modo: se trata de morir a lo que no somos
para que pueda vivir lo que realmente somos. En este sentido, recuerda aquella
otra palabra de Jesús acerca del grano de trigo, que únicamente da fruto
cuando es enterrado (12,24): la fecundidad está en razón directa de la muerte.
En último término, se trata de la poda del yo –que creemos ser– para que pueda
desplegarse la Vida que realmente somos. Gracias a la poda, el sarmiento se
convierte sencillamente en “vehículo” de la vid, desde la consciencia de ser él
mismo vid.
La poda puede nacer de una decisión propia, característica de todo camino
espiritual, o puede venir de una manera imprevista, en forma de crisis de
cualquier tipo. En este último caso, solemos vernos sorprendidos y, a veces,
incluso zarandeados. Sin embargo, justamente eso que nos sorprende y
remueve puede constituir, como poda eficaz, la mejor oportunidad de
crecimiento. Para que así sea, con lucidez y humildad, habremos de situarnos en
la consciencia de eso mismo que está ocurriendo, rindiéndonos a ello y
dejándonos hacer por la Vida.

316
Amor es certeza de no-separación (15,9-17)

Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en


mi amor. Pero solo permaneceréis en mi amor si obedecéis mis
mandamientos, lo mismo que yo he observado los mandamientos de mi
Padre y permanezco en su amor. Os he dicho todo esto para que
participéis en mi gozo, y vuestro gozo sea completo.
Mi mandamiento es este: amaos los unos a los otros, como yo os he
amado. Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus
amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. En
adelante, ya no os llamaré siervos, porque el siervo no conoce lo que hace
su señor. Desde ahora os llamo amigos, porque os he dado a conocer
todo lo que he oído a mi Padre.
No me elegisteis vosotros a mí; fui yo quien os elegí a vosotros. Y os he
destinado para que vayáis y deis fruto abundante y duradero. Así, el Padre
os dará todo lo que pidáis en mi nombre. Lo que yo os mando es esto:
que os améis los unos a los otros.

Solo en esta primera parte del capítulo 15, aparece siete veces uno de los
verbos preferidos por el autor del cuarto evangelio: ménein, que puede
traducirse como “morar” o “permanecer”. Comporta la idea de un estar-en, de
manera continuada y estable, hasta el punto de llegar a ser “uno” con quien se
permanece.
Jesús tiene conciencia de permanecer en el Padre y en los discípulos, y eso
mismo es lo que desea que sus discípulos hagan consciente. Todo permanece
ya, y desde siempre, en la Unidad, porque no puede existir nada al margen de
nada. Lo que nos falta es tomar conciencia de ello, salir del engaño al que nos
induce la mente, para reconocerlo y vivirlo.
Tanto la palabra de Jesús como la alegoría de la vid apuntan en la dirección
adecuada: no somos islotes separados; siempre somos-en y somos-con. El
olvido de esta realidad hace que nos reduzcamos al ego –la identidad que nos
proporciona nuestra mente– y vivamos a partir de esa creencia. Egocentrismo,
individualismo, soledad, miedo, ansiedad, enfrentamiento… son las primeras
consecuencias de aquel engaño.
Pero no somos ese yo aislado, que solo existe en nuestra mente. En último
término, somos la Vida que se expresa momentáneamente en esta forma que
hoy palpo. O, por usar la alegoría del evangelio, somos la misma vid en forma

317
de sarmientos.
“Vid” y “sarmientos” no son dos entidades independientes. De hecho, no
puede darse la una sin la otra. Son sencillamente “niveles” diferentes de la única
Realidad, pero en una diferencia que no es en ningún caso separación: se trata
de la misma Realidad expresándose de ese modo.
Decía que la no-dualidad no se puede pensar, porque la estructura misma del
pensamiento es dual. El estado no-dual no puede lograrse tampoco a través de
algún esfuerzo mental. Lo que nos queda es ejercitarnos en acallar la mente y
vivir lo más posible en el momento presente. Eso mismo dotará a nuestra vida
de otra “calidad” y, quién sabe, en algún momento emergerá ante nosotros la
Realidad como es, más allá del velo que la mente interpone. La práctica de
acallar la mente –la práctica meditativa, formal o informal– equivale a recorrer
ese velo, para permitir que el Presente emerja ante nuestros ojos.
En todo caso, podemos vivir más conscientes de la Unidad que somos con
todo, en la certeza de que todo lo manifiesto –nosotros incluidos– no es otra
cosa que el despliegue de lo que no vemos, el Misterio tomando forma en cada
pequeño objeto, sin estar separado de ello.
Esta percepción y vivencia nos hará crecer en sabiduría y, con ella, en
capacidad de comprender y de vivir de un modo nuevo. Nos haremos más
conscientes de que todo, en el mundo de las formas, se rige por la ley de la
polaridad. De ese modo, no rehuiremos nada, pero tampoco nos identificaremos
con nada.
Como escribe Ajahn Chah, un monje tailandés fallecido en 1992, “la paz que
ha de hallarse dentro de uno se encuentra en el mismo lugar en el que se
ubican la agitación y el sufrimiento. No ha de hallarse en el bosque ni en la cima
de la colina, ni es otorgada por un maestro. Donde usted experimenta
sufrimiento puede encontrar la emancipación del sufrimiento. En realidad, tratar
de escapar del sufrimiento es, de hecho, correr hacia él”.
No escapar, no identificarse: es el camino de la sabiduría que nos permite
reconocernos en nuestra identidad más profunda, por detrás (o debajo) del yo
aparente, que es solo un “objeto” dentro de quienes realmente somos.
Volvemos a la alegoría joánica. Permanecer en Jesús y en el Padre equivale a
experimentarnos en esa identidad profunda, que es no-dual y, por tanto,
compartida. No cabe intimidad mayor: más allá de los “mapas” que son las
creencias y las religiones

318
–mapas valiosos en muchos casos–, nos reconocemos en el “Territorio”
común. Más allá de pensarnos como “sarmientos” separados, nos descubrimos
ser “vid” unificada.
Y eso mismo es Gozo, alegría que “nadie puede quitar”. Porque no se halla a
merced de lo que pueda ocurrir, sino que constituye el fondo mismo que somos
y que compartimos con todos los seres. Es el gozo permanente, que puede
convivir con movimientos emocionales de diverso tipo, como aquella
espaciosidad no-dual que abraza tanto alegrías como tristezas más superficiales
y episódicas.
Y el Gozo es también uno con el Amor. “Ama, y haz lo que quieras”: en esta
máxima resumía san Agustín el comportamiento moral del cristiano. Para el
evangelio, es así: el único mandato de Jesús –“los mandamientos de mi Padre”,
“lo que yo os mando”– es el amor.
Y, sin embargo, los manuales, los catecismos y las predicaciones han
elaborado listas interminables de mandamientos, llegando en ocasiones a una
casuística que hoy nos haría sonrojar.
Los factores que explican ese deslizamiento son varios: la necesidad de todo
grupo de darse un ordenamiento jurídico; la necesidad de responder a
situaciones concretas de la vida cotidiana; la necesidad de “tranquilizar” la
conciencia –siempre es más fácil y menos exigente cumplir una lista de
preceptos que, sencillamente, amar–; el ejercicio del poder, por parte de la
autoridad, en forma de control de las conciencias… Sin embargo, frente a esos o
cualesquiera otros motivos, es bueno volver a la originalidad de Jesús: “Esto os
mando: que os améis unos a otros”.
El amor constituye una de las dos fuerzas integradoras más poderosas. La
otra es la consciencia, entendida como el conocimiento (comprensión) de la
verdadera naturaleza de lo real. Al conocer la realidad en lo que es, percibimos
la unidad de todo en la interrelación inseparable de las partes. Y, en ese mismo
conocer, nos vemos transformados (“integrados” en la Unidad de todo lo que
es): la consciencia, con la comprensión que proporciona, nos introduce y asienta
en la vivencia de la unidad. Dicho de un modo más claro: quien conoce la
realidad en su verdadera naturaleza, no puede no amar, porque se percibe
como amor, en la unidad de todo. Con lo cual, las dos fuerzas que integran lo
real van de la mano: el conocer nos transforma y el amor nos facilita el conocer.
Venimos a descubrir que es el “amor” la fuerza que cohesiona toda la realidad:
desde el átomo hasta el cosmos entero.

319
Me parece importante subrayar que el amor estable y eficaz no nace de la
voluntad, sino de la comprensión de lo que somos: ama el que ha visto. Por eso,
la sabiduría y la experiencia espiritual no viene medida por los conocimientos
teóricos, ni por los títulos de autoridad, ni siquiera por la exigencia moral, sino
por la transformación que se ha producido en la persona, particularmente en su
capacidad de amar a todos. Quien no ama a todos, sigue cerrado a la dimensión
espiritual, por grande que sea su religiosidad o firmes sus convicciones. Por eso,
me parece sabio el modo como el cuarto evangelio presenta el mandato de
Jesús: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi
amor”.
La psicología sabe bien que el amor humano es reactivo: la capacidad de
amar se despierta en el niño en la medida en que es respondida su necesidad
de ser amado. El hecho de sentirse amado hace que el niño se atreva y pueda
salir del caparazón de su narcisismo inicial para amar y buscar el bien de los
otros.
En el evangelio, el mandato del amor es presentado como posible a partir de
la experiencia de sentirse amado. Ser amados por el Padre, sentirse amados por
Jesús, abre a la capacidad de descubrir el amor como la realidad más profunda
de la existencia y hace posible que se pueda permanecer en él.
En este sentido, resulta llamativa la insistencia de Jesús en el amor que brinda
y ofrece a los suyos: “así os he amado yo…; como yo os he amado…; vosotros
sois mis amigos…; no hay amor más grande que dar la vida por los amigos…”.
Indudablemente, el amor que les llegó de Jesús hizo que los discípulos vieran la
realidad de un modo radicalmente nuevo.
Lo que ocurre es que el yo es incapaz de amar. Su inevitable movimiento de
autoafirmación le lleva, más o menos compulsivamente, a aferrarse a todo lo
que encuentra, a través del doble mecanismo de la identificación y de la
apropiación. Adquiere, de ese modo, una ilusoria sensación de existir, pero no
puede dejar de ser egocéntrico. Donde hay yo, hay egocentrismo.
Con mayor o menor intensidad –dependiendo también de sus propias heridas
y carencias afectivas–, la identificación con el yo es la fuente de todo tipo de no-
amor: desde la descalificación hasta el odio; desde el insulto hasta el asesinato.
Pero lo único que esa actitud pone de manifiesto es la ignorancia de quien la
vive.
En realidad, apenas logramos tomar distancia del yo, caemos en la cuenta de

320
que el amor no es algo que tengamos ni algo que podamos procurar. El amor es
lo que somos. Y fluye y se vive… en cuanto dejamos de identificarnos con
nuestro yo. Lo que entonces ocurre no es que haya nacido un “yo amoroso”,
sino que el amor circula a través de él. Por eso, la comprensión de lo real, en la
medida en que nos despoja de la identificación con el yo y de la apropiación de
las cosas y de las personas, hace que el amor pueda vivir en nosotros. Y que
nos dejemos permanecer en él: al no vivir para el yo, quien puede empezar a
vivir en nosotros es el Amor.
¿Qué es amar? Re-conocer –caer en la cuenta, comprender– que el otro es
no-separado de mí. Es claro que no hablamos de “pensar” que eso es así, sino
de haberlo experimentado. Se trata, por tanto, de una experiencia transpersonal
o espiritual, a la que se puede acceder en la medida en que se da la
desidentificación del propio yo: cuando “vemos” que no somos el yo que nuestra
mente cree que somos.
Mientras estamos en un nivel de consciencia egoico, no podremos ver a los
otros sino como seres separados y, en cierto modo, enfrentados. Porque en ese
nivel, el modelo de cognición con el que se opera es forzosamente mental o
dual. Dios mismo, el propio Jesús, serán percibidos de ese modo por el
creyente. En ese nivel, el amor se vive como un sentimiento entre dos personas
separadas, en la relación personalista yo-tú. No puede ser de otro modo.
Pero también esa vivencia, en la medida en que podemos “entregarnos” a ella
–y no se la apropia el yo, para inflarse él mismo–, conduce progresivamente a la
experiencia de una Unidad cada vez mayor, hasta el punto de desaparecer la
separación (aunque no las diferencias). La vivencia del amor nos conduce,
también, a la no-dualidad. Así vivido, el amor se convierte en una fuerza “ex-
céntrica” que, desegocentrándonos, nos hace descubrir la Unidad que
compartimos con todos.
En los textos del evangelio, aparecen sobrados signos de que Jesús vivió en
ese nivel de consciencia, en el que se percibía en unidad con todo y con todos.
Su identidad no era el “yo individual” que lee la mente, sino el Yo soy ilimitado y
omniabarcante. Y entonces todo queda clarificado: para quien se ha descubierto
como Yo soy, todo sin excepción es Amor. Y su modo de ver la realidad y de
vivir en ella aparece marcado por la alegría, la plenitud, la amistad y el dar fruto,
tal como se muestra en este mismo texto.

321
Hostilidad y testimonio (15,18-27)

Si el mundo os odia, recordad que primero me odió a mí. Si


pertenecierais al mundo, el mundo os amaría como cosa propia; pero
como no pertenecéis al mundo, porque yo os elegí y os saqué de él, por
eso el mundo os odia. Recordad lo que os dije: “Ningún siervo es superior
a su señor”. Igual que me han perseguido a mí, os perseguirán a
vosotros; y en la medida en que han aceptado mi enseñanza, también
aceptarán la vuestra. Os tratarán así por mi causa, porque no conocen a
aquel que me envió. Si yo no hubiese venido o no les hubiera hablado tal
claramente, no serían culpables; pero así no tienen disculpa por su
pecado. El que me odia a mí, odia también a mi Padre. Si yo no hubiera
realizado ante ellos unas obras que ningún otro ha hecho, no serían
culpables; pero ahora, a pesar de haber visto esas obras, siguen
odiándonos a mi Padre y a mí. Así se cumple lo que estaba anunciado en
su ley: Me han odiado sin ningún motivo.
Cuando venga el Paráclito, el Espíritu de la verdad que yo os enviaré y
que procede del Padre, él dará testimonio sobre mí. Vosotros seréis mis
testigos, porque habéis estado conmigo desde el principio.

En este “segundo suplemento” –que se extiende hasta 16,15–, el redactor se


dirige a la comunidad perseguida que sufre la hostilidad del entorno, y a la que
quiere transmitir comprensión de lo que ocurre, junto con una llamada al ánimo
y a la fortaleza.
Lo que el texto se presenta como futuro –puesto en boca de Jesús–
corresponde, en realidad, el presente actual de la propia comunidad. Entre
líneas, no es difícil percibir la dura situación de aquellos pequeños grupos
amenazados por el “mundo” no creyente, especialmente el judaísmo, con el
consiguiente peligro de apostasía.
Con ese objetivo, el autor no encuentra mejor argumento que comparar la
situación de la comunidad con la propia historia de Jesús: son perseguidos del
mismo modo que Jesús lo fue. El argumento se ve reforzado por el característico
y ya citado “dualismo eclesiológico”, tan marcado en este redactor. El motivo
último del odio –viene a decir– radica en el hecho de que ellos “no son del
mundo”. El autor refuerza la autocomprensión de la comunidad como “grupo
elegido” frente al “pecado del mundo” que permanece en la ignorancia.
Hasta aquí, es fácil apreciar el dualismo típico de todo grupo sectario, que se

322
hace más ostensible en periodos de persecución. En esa situación, el grupo se
desliza fácilmente hacia la condena del “mundo” y hacia el victimismo. En rigor,
ambas actitudes resultan equivocadas y dañinas. Nacidas del error que identifica
la verdad con la propia creencia, llevan a adoptar una pose de “grupo
privilegiado”, fomentando una idea de superioridad del propio grupo, a la vez
que descalifican a los diferentes, a través de juicios condenatorios.
En cualquier caso, tal actitud resulta siempre dualista y, paradójicamente,
termina alejando de la verdad a quien la practica. El victimismo, por su parte,
arrastra al grupo por una pendiente de autoencierro y de parálisis.
Frente a riesgos tan graves, me parece oportuno recordar que la actitud de
Jesús –a quien ciertamente no se pueden atribuir las palabras de este capítulo
que estamos comentando– fue bien diferente. No solo no se sitúa como
“víctima” ni cae en la condena de los otros, sino que vivirá su tortura en una
actitud de confianza y de perdón: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen” (Lc 23,34).
A un espectador neutral, la actitud de Jesús le suena a verdadera; el
victimismo, por el contrario, así como la descalificación de los otros hace dudar
de la verdad de quien la realiza.
Con todo, una vez desmontada cualquier trampa literalista, es posible una
lectura simbólica de las palabras de este párrafo evangélico. “Estar en el mundo
sin ser del mundo” puede ser una forma de invitación a vivir en conexión con
nuestra verdadera identidad. El “mundo” hace referencia a las formas, en
cuanto la cara visible del Misterio oculto. La trampa en la que tiende a caer la
mente consiste en identificarse con la forma, absolutizando la identidad del yo
separado.
Frente a tal riesgo, la expresión citada hace ver que estamos en las formas,
pero que nuestra identidad no se reduce a ellas. Al olvidarlo, nos reducimos,
cayendo en la ignorancia y en el sufrimiento. Por el contrario, al comprender
que “no somos” la forma, dejamos de ser esclavos de ella. En lugar de
marionetas en manos de lo que ocurre, nos vivimos como la consciencia que
somos.
El capítulo concluye con una nueva promesa del Espíritu. Para la comunidad
perseguida –parece decir el autor–, su principal “defensor” (parakletos) será el
Espíritu, enviado por Jesús mismo.
Desde el modelo mental, el Espíritu ha sido visto como alguien separado.

323
Desde esta nueva perspectiva, que se abre en el instante mismo en que
dejamos de identificarnos con la mente, el Espíritu se nos muestra de un modo
diferente al que estábamos, desde nuestra mente, acostumbrados. Ya no es una
figura separada que, desde fuera, viene a defender a nuestro yo necesitado. Es,
más bien, nuestra Identidad última y compartida, el Aliento o la Vida que todo
constituye y en todo se expresa. Al reconocernos en Él –como Él–, todo encaja y
se desvela. Porque no es que mi yo individual crea ser “el Espíritu” –esto sería
un trastorno grave–; mi yo individual es solo una expresión, una forma, en la
que se expresa y vive lo que real y últimamente soy, la Vida que es.
A partir de ahí, se nos hace más patente el sentido de las palabras de Jesús.
Habla de un “Espíritu de verdad”, porque es justamente en Él donde hallamos la
verdad de lo que somos. No se trata de que nos aporte contenidos o creencias a
las que aferrarnos, sino que solo en el ser-en-Él descubrimos la verdad última de
nuestro ser. Dicho más rotundamente: nuestra verdad no es el yo individual,
sino Él.
Dice Jesús que el Espíritu lo “enviará” desde el Padre, porque “procede del
Padre”. Esas expresiones no hay que leerlas en un sentido espacio-temporal. El
Espíritu no viene en un tiempo determinado, porque siempre es, siempre ha
estado y siempre estará. Lo contrario sería equivalente a afirmar que la Vida
“viene” en algún momento concreto. Tampoco viene de algún lugar, como si
fuera un ser separado y distante. Es el “alma” de todo lo real, el corazón de la
identidad última. Pero no en el sentido de que fuera “añadido” a lo material,
sino en una relación no-dual, donde el Espíritu y la materia no solo no son
opuestos, ni siquiera añadidos, sino el doble aspecto de una misma y única
Realidad, la cara y la cruz de Lo Que Es. Si seguimos nombrándolos por
separado se debe, únicamente, a que nuestro lenguaje y nuestra mente no
pueden actuar de otra manera.
Nuestros conceptos y nuestras palabras serán siempre limitadas, pero cobran
una fuerza especial cuando brotan de una experiencia directa. Algo de ello
parece percibirse en este hermoso texto de Mónica Cavallé:
El Espíritu es “lo que vive en nosotros, lo que respira en nuestra respiración y
pulsa en el rítmico fluir de nuestra sangre; aquello que ríe cuando reímos y
danza cuando danzamos; lo que arde en nuestra ira y en nuestro deseo. Es lo
que mira por nuestros ojos, piensa en nuestro pensamiento y nos inspira
palabras cuando hablamos.
Es el vigor que late en la semilla, que asciende como savia y se celebra en el

324
fruto y en la flor. Es la matemática armonía del cielo nocturno, de la estructura
del cristal, de los arabescos del mundo subatómico, réplica analógica de las
galaxias celestes. Es aquello que nos fascina en el andar alerta y grácil del tigre,
en la creatividad y elegancia insuperables del color de los peces y del plumaje
de las aves. Lo que une a estos peces y aves en bandadas. La voluntad única
que los hace moverse y danzar al unísono, formando un solo cuerpo…
Es la hermandad invisible que nos permite adivinar lo que sintió algún hombre
del pasado, y compartir el dolor que adivinamos en la mirada de otro ser
humano o en la mirada afligida de un perro… Es la insólita belleza de la música
y lo que se conmueve en aquel que la escucha. La misteriosa armonía que,
enlazando lo más sutil y lo más grosero, permite que nuestro espíritu necesite
de la materialidad del oído para sentir esa mística familiaridad. Lo que hace
acordar el alma con lo que solo son ondas sonoras…
Es la inteligencia ilimitada e insondable que todo lo rige y en todo se
manifiesta. ¿Qué hay de abstracto o de “otro” en todo ello?” 2.

1. S. VIDAL, Evangelio y cartas de Juan. Génesis de los textos juánicos, Mensajero, Bilbao 2013, p.
361.
2. M. CAVALLÉ, La sabiduría recobrada. Filosofía como terapia, Martínez Roca, Barcelona 2006, p. 92.

325
16

326
Vivir en y desde el Espíritu

“Cuando venga el Espíritu de la verdad, os iluminará para que podáis


entender la verdad completa” (Jn 16,13).

327
En la hostilidad, poner verdad (16,1-15)

—Os he dicho todo esto, para que vuestra fe no sucumba en la prueba.


Porque os expulsarán de la sinagoga. Más aún, llegará un momento en el
que os quiten la vida pensando que dan culto a Dios. Y actuarán así,
porque no conocen al Padre ni me conocen a mí. Os lo digo de antemano
para que, cuando llegue la hora, recordéis que ya os lo había anunciado
yo.
Al principio no quise deciros nada de esto, porque estaba yo con
vosotros. Pero ahora vuelvo al que me envió y ninguno de vosotros me
pregunta: “¿A dónde vas?”. Eso sí, al anunciaros estas cosas, la tristeza se
ha apoderado de vosotros. Y sin embargo, os digo la verdad: os conviene
que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros;
pero si me voy, os lo enviaré. Cuando él venga, pondrá de manifiesto el
error del mundo en relación con el pecado, con la justicia y con el juicio.
Con el pecado, porque no creyeron en mí; con la justicia, porque retorno
al Padre y ya no me veréis. Con el juicio, porque el que tiraniza a este
mundo ha sido condenado.
Tendría que deciros muchas más cosas, pero no podríais comprenderlas
ahora. Cuando venga el espíritu de la verdad, os iluminará para que
podáis entender la verdad completa. Él no hablará por su cuenta, sino que
dirá únicamente lo que ha oído, y os anunciará las cosas venideras. Él me
glorificará, porque todo lo que os dé a conocer, lo recibirá de mí. Todo lo
que tiene el Padre, es mío también; por eso os he dicho que todo lo que el
Espíritu os dé a conocer, lo recibirá de mí.

Seguimos en el suplemento en el que el redactor intenta fortalecer a la


comunidad hostigada. Y parece encontrar la motivación más poderosa en el
hecho de que todo lo que está sucediendo ya habría sido anunciado por el
propio Maestro. No hay, por tanto, que extrañarse: aquel anuncio habría de ser
suficiente para que la fe “no sucumba”.
Queda claro también en el texto que el hostigamiento provenía de los judíos,
por cuanto se materializa en la expulsión de la sinagoga. Los seguidores de
Jesús han sido excomulgados y sienten incluso su vida amenazada.
Y en este punto, el autor afirma algo tan escalofriante como comprobado: “os
quitarán la vida pensando que dan culto a Dios”. Es algo comprobado, porque
eso mismo ocurrió con Jesús y con tantas personas que discreparon de la
religión. Una vez que un grupo religioso ha identificado a Dios con sus intereses,

328
ve como enemigo de Dios a todo aquel que se opone a ellos.
En un nivel de consciencia mítico, matar al enemigo podía ser visto como algo
loable, también religiosamente. Del mismo modo, eliminar a quien no cumplía
con las normas religiosas, parecía algo querido por Dios. Encontramos una
muestra en un comentario rabínico a Num 25,13, que refiere el episodio de
Pineas, que mató a un israelita por haber tenido relaciones sexuales con una
mujer madianita: “El que derrama la sangre de los impíos puede compararse
con el que ofrece a Dios un sacrificio”.
Es la expresión más alta del fanatismo o fundamentalismo religioso, un peligro
que acecha a toda religión, cuando se anteponen las propias creencias al bien
de las personas. Y esto es precisamente lo que produce escalofríos. ¿Cómo se
puede llegar a una tal perversión de lo religioso que haga de Dios un rival del
ser humano, alguien distinto y separado de la Vida? Tal dios no es,
evidentemente, sino una proyección del propio grupo que, con ese pretexto,
justifica sus preferencias y elimina lo que le molesta.
La realidad que nombramos como “Dios” es radical y absolutamente inclusiva.
Atentar contra cualquier forma de vida es ir contra su voluntad. Por eso, llegar a
creer que la eliminación de la vida agrada a Dios constituye la mayor aberración
en la que la persona religiosa puede caer, así como la prueba palmaria de la
falsedad de esa forma de religión. El dios que ahí se muestra no es otra cosa
que un ídolo, creado a medida del ego, en el que este busca sostener su
siempre precaria sensación de existir.
Pero, incluso en este contexto de hostilidad, Jesús les dice: “Os conviene que
yo me vaya”. Es necesaria su partida para que los discípulos adquieran madurez.
El ser humano tiene una tendencia espontánea al apego, hasta el punto de
poner su seguridad en manos de otro, generando actitudes de dependencia,
sumisión o infantilismo. Como dijera Kant, parecemos estar cómodos en la
“minoría de edad”.
Trasladada al mundo cristiano, esa tendencia se ha convertido con frecuencia
en lo que Raimon Panikkar denominó la “tentación de Emaús”, expresada en el
“quédate con nosotros” (Lc 24,29) 1. Y es entonces justamente cuando Jesús
desaparece.
La explicación que se halla detrás parece clara: al aferrarnos a algo o a
alguien, nos estancamos. Al quedarnos enganchados en aquello que fue en su
momento medio de crecimiento, lo convertimos en obstáculo, dimitiendo de

329
nuestra autonomía. La vida es un constante dinamismo. Conviene por ello que
nos quedemos “desnudos”, faltos de seguridades, para que nuestros ojos se
abran a la Verdad de lo que es.
Es precisamente a esa Verdad a la que nos ha de conducir el Espíritu, a quien
se presenta como el “defensor” (paráclito) de los discípulos. Pero no se trata
tampoco de una “entidad” separada, que de nuevo nos alienaría, sino de
nuestra identidad más profunda y compartida.
El redactor, que escribe tras el hecho consumado de la muerte del Maestro,
insiste a los discípulos en la presencia del Espíritu que los acompaña y protege,
como anteriormente los había acompañado el propio Jesús. Intentemos
situarnos en la perspectiva y en el “idioma” del autor, para luego “traducirlo” al
nuestro.
La cuestión que parece quedar en pie es la siguiente: ¿en qué es distinto el
Espíritu del Hijo? En el cuarto evangelio, el comportamiento personal del
Paráclito corresponde exactamente al de Jesús respecto al Padre y respecto a
los discípulos. La teología tradicional ha respondido a la cuestión afirmando que
el Espíritu Santo es la tercera persona de la santísima Trinidad. Pero conviene
caer en la cuenta de que la noción de “persona” (prosopon), utilizada por los
Padres, está muy lejos de la idea de un “sujeto personal” que hoy tenemos.
“Persona” no hacía referencia a un individuo cerrado en sí mismo, sino a un ser
en relación. Las “personas” divinas no son tales más que en la relación que las
une. Tendemos a individualizar a las tres personas de la Trinidad –llegando a
veces a caer en un triteísmo–, pero ni Cristo y el Espíritu se cosifican
(objetivan); hay que reconocer que son “dos”, pero al mismo tiempo “uno”. Algo
similar ocurría en la distinción entre el Logos y Dios: el Logos es Dios hablando;
el Espíritu es Jesús comunicándose.
La comunidad joánica entiende que el Espíritu pondrá de relieve el engaño del
“mundo”, utilizando tres términos que son, de hecho, aspectos diferentes de la
misma realidad: “pecado”, “justicia” y “juicio”.
El “pecado” consiste en la incredulidad del “mundo”; el “juicio” equivale a la
condena o derrota del poder del mal; la “justicia” es la que ha sido rechazada
por la incredulidad del “mundo”.
En síntesis, el autor, siguiendo en la línea del dualismo eclesiológico que
propugna, enfrenta la obra de Jesús y el “pecado” del mundo que lo ha
rechazado. La función del Espíritu consistirá, por tanto, en poner de manifiesto

330
ese contraste. Por eso, lo presenta como “Espíritu de la verdad”, que habrá de
conducir a los discípulos hasta la verdad plena.
Si la absolutización de la individualidad ha sido –al decir de Raimon Panikkar–
uno de los mitos de la tradición europea, el otro fue el de identificar la razón con
el conocimiento y, en consecuencia, la creencia con la Verdad. La mente acarició
la presunción de poseer la verdad, como si de algo “externo” se tratara, gracias
a la mera enunciación de un concepto. Una vez hecha esa identificación
(concepto o creencia = verdad), estaban en la verdad quienes compartían las
propias creencias; los otros, permanecían en el error.
Ni siquiera teníamos la lucidez suficiente para darnos cuenta de que el
supuesto hecho de “conocer la verdad” no nos hacía mejores personas. Más
aún, parecíamos haber consensuado que el “ser” y la “verdad” podían ir por
caminos distintos, dado que el “conocer” –que se había identificado con el
“razonar”– podía darse al margen de lo que fuera el “vivir”.
Esta identificación –dada por válida durante siglos…, y todavía sostenida en
demasiados ámbitos culturales y religiosos– ha sido fuente de confusión,
autoengaño y fanatismo. Sin embargo, cada vez somos más conscientes de que,
en profundidad, ser y conocer coinciden. Podemos pensar cualquier cosa,
acertada o equivocadamente, pero no podemos conocer aquello que no somos.
Por eso, la conclusión es clara: no hay conocimiento sin transformación. De
otro modo, no tendríamos sino “creencias”, es decir, “objetos mentales” que,
aislados de otra referencia, únicamente sirven para dividir y enfrentar. Tiene
razón el cristiano ortodoxo Paul Evdokimov, cuando presenta al verdadero
teólogo como aquel que solo habla de aquello que sabe; por eso mismo, es
también alguien que “no especula sino que se transforma”.
La Verdad desnuda y relativiza las creencias. Y no está más cerca de la
Verdad quien más creencias tiene, sino quien más la encarna porque lo es –y la
vive en forma de Unidad, el Amor…–. La Verdad no se puede pensar; solo se
puede ser; y cuando se es, se conoce. Lo que ocurre es que, como ha escrito
Javier Melloni, “todas las religiones corren el riesgo de creer que, en lugar de
pertenecer a la Verdad, la Verdad les pertenece” 2.
Decía más arriba que, debido al modo de funcionar de la mente, hemos visto
al Espíritu como otro “ente” separado, al lado del “Padre” y del “Hijo”, cayendo
en un triteísmo mal disimulado. Y eso ha repercutido inevitablemente en el
modo de hablar de la Trinidad. Sin embargo –he insistido en ello en capítulos

331
anteriores–, “Trinidad” es equivalente a “No-dualidad” y, por ello, a
“Relacionalidad”. Entre esos términos –también ellos, como todos los conceptos
y todas las palabras que usamos, mentales–, no solo no hay oposición, sino que
resultan equivalentes.
Lo que sucede, una vez más, es que cuando los leemos o intentamos
captarlos desde la mente, y a falta de una experiencia personal de no-dualidad,
los empobrecemos radicalmente, tergiversándolos, al separar y fracturar lo que,
en realidad, es siempre no-separado.
De ese modo, una lectura mental del misterio cristiano de la Trinidad lo
reduce a un enigma que, en categorías filosóficas griegas, se formuló como “tres
personas en una sola naturaleza” o “tres personas y un solo Dios”. En la
práctica, sin embargo, dio lugar más bien a un triteísmo, ya que el Padre, el Hijo
y el Espíritu se pensaban –la mente no puede hacerlo de otra manera– como
tres “seres” separados, a los que el creyente podía dirigirse de manera
independiente.
Sin embargo, a lo que apunta el llamado “misterio de la Trinidad” –que, por
cierto, la tradición hindú también conoce, en lo que llaman la “Trimurti”:
Brahma, Visnú y Shiva– es precisamente a la relacionalidad o no-dualidad. El
misterio viene a señalar que lo que existen no son realidades “sustantivadas” –
pensadas luego como “objetos” individuales–, sino una pura y admirable
Relación.
Nosotros no somos, tampoco, individuos separados, como cree nuestra
mente, que nos identifica como yoes o egos. Eso es solo una forma que la
relacionalidad toma, al objetivarse en el proceso mental. Somos la Realidad
Única, que es Relacionalidad y se expresa en formas particulares.
Sin querer considerarlo como “prueba” de nada, no deja de resultar
significativo el hecho de que, en el mundo de las partículas elementales, la física
cuántica observa algo similar. En la realidad subatómica, no existen “objetos” –
partículas delimitadas–, sino pura y simple relación entre probabilidades de
existir que, en un momento dado, debido a la intervención del “observador”,
colapsan, ahora sí, en partículas objetivas.
Puede decirse de otro modo: la cognición no-dual se parece en todo a la
ecuación de onda de Schrödinger; la voluntad del observador fracciona la
simultaneidad no-dual, al igual que la voluntad del observador colapsa la función
de onda que define la expresión energética de una partícula subatómica.

332
En el campo de la física cuántica, una partícula, antes de ser observada,
“ocupa” todos los espacios y todos los tiempos: es pura probabilidad de existir.
Es el investigador (observador) quien, al observarla, provoca el colapso de la
función de onda, haciendo que aquella adopte solo una forma y una posición
determinadas. Del mismo modo, a nivel cognitivo, si acompañásemos cualquier
percepción sin intentar modificarla, el objeto acabaría mostrándose tal como es:
una infinitud de informaciones que interactúa con todas las demás. El objeto se
nos mostraría en su infinitud. La consciencia, en cuanto tal, es no-local,
aespacial y atemporal.
La Trinidad –como ya quedo dicho– apunta al hecho de que todo lo Real es un
permanente Darse (Padre) y Recibirse (Hijo) en un Dinamismo (Espíritu) eterno.
Y en ese “movimiento” se halla incluida –no podría ser de otro modo– toda la
Realidad, que es Relacionalidad, en un Abrazo no-dual que unifica las “dos
caras” de todo lo existente: lo invisible y lo manifiesto.
En esa belleza relacional, todo se halla en todo: hay un único Fondo –como
dijera el Maestro Eckhart– que se manifiesta como relacionalidad en infinidad de
formas que, sin embargo, participan siempre de aquel Fondo original que las
constituye para siempre.
Desde este punto de vista, venimos a constatar que el misterio de la Trinidad
está hablando de nosotros. Y nos hace caer en la cuenta de que nuestra
verdadera identidad no puede ser nunca el yo objetivado –del que solemos vivir
esclavos, encerrados en los barrotes que nuestra mente ha construido–, sino
aquel mismo Fondo, Consciencia amorosa o Presencia consciente –la Vida una–
que se halla en el origen y en el núcleo de todo lo Real. Indudablemente, en el
principio era la Vida…, y en el final también.
A ese Fondo se le puede seguir llamando “Dios”, siempre que no caigamos en
la trampa (mental) de objetivarlo, separándolo. Para eso, necesitamos “salir” del
pensamiento y abrirnos al Misterio de Lo que es, de un modo directo, inmediato,
experimentando que, si no lo pensamos, ya nos descubrimos en (y como) Él.
La expresión joánica puesta en boca de Jesús –“Os conviene que yo me
vaya”– da pie a una pregunta que me resulta de sumo interés para nuestro
momento histórico: ¿cómo los humanos han dicho “Dios” a lo largo de la historia
y cómo pronunciarlo ahora?
Si nos atenemos a la tradición judeocristiana, observamos algo significativo.
En el Éxodo, Dios es el Innombrable –los fieles judíos se abstendrán incluso de

333
pronunciar YHWH, el tetragrámmaton que apuntaba hacia la Divinidad–, “El que
es”, “Lo que es” o, en una traducción quizás más adecuada, “Yo soy”, “Yo soy el
que está siendo”, algo así como “El que sostiene su propio ser”.
Se trata de un nombre sumamente evocador. El sabio Ramana Maharshi,
perteneciente a la tradición hindú, no tenía reparo en reconocer que “Yhwh” le
parecía el nombre menos inadecuado para referirse a la Divinidad. Con todo, tal
vez sea oportuno recordar en este punto la sabia distinción a que apelaba el
Maestro Eckhart, en el siglo XIII, entre Deus y Deitas: una cosa es el “Dios” en
el que los creyentes piensan y al que se dirigen y otra, radicalmente diferente,
es la “Deidad” inefable que transciende todo pensamiento y palabra, y que
constituye el Fondo último de todo lo que es.
Con el cristianismo, Dios empieza a ser dicho o nombrado como “Jesús”. En
cierto modo, podría decirse que, en el cristianismo, el nombre divino que
permanecía oculto, se revela como “Jesús”.
El paso no es menor: lo Innombrable se hace presencia entre nosotros –este
es el sentido del misterio cristiano de la “encarnación”–, es “uno de los
nuestros”. Sin embargo, “Jesús” sigue siendo visto como alguien separado de
nosotros, el “único Hijo de Dios”, objeto de adoración y salvador celeste que,
desde fuera, tendría como misión la liberación de la humanidad.
En el momento presente, me parece que asistimos a otro “salto” cualitativo,
acorde con nuestro nivel de consciencia: el nombre de lo divino es cada uno de
nosotros. No existe un Dios “allá arriba” ni separado de la Realidad. Cae la
imagen de un Dios separado, que estaría en algún lugar “ahí fuera”, en el que
podríamos haber proyectado nuestra identidad más profunda, para reconocer
que constituye nuestra verdadera identidad. Eso innombrable es justamente lo
que somos.
Vista desde aquí, la afirmación que me ha dado pie a todo este comentario no
puede estar más cargada de sentido. “Os conviene que yo me vaya” significaría
algo así: os conviene dejar de proyectar “fuera” la Realidad última como
condición para que podáis reconocerla en vosotros mismos. O dicho al revés:
mientras continuemos imaginando la Divinidad en el “exterior” o fuera de
nosotros –¿qué sería ese “fuera”?– viviremos alienados de lo que realmente
somos. ¿Cómo no habría de “convenirnos” que Jesús –y Dios con él– se
“vayan”?
El Maestro Eckhart pedía a Dios que lo librara de Dios. Es exactamente lo

334
mismo que, muchos siglos antes, había proclamado la sabiduría budista: “Si
encuentras al Buda, mátalo”. Lo “Real”, cualquiera que sea el nombre que le
demos, no se halla fuera de nosotros. Buscarlo así es ignorancia y alienación.

335
La tristeza se convierte en gozo (16,16-24)

—Dentro de poco dejaréis de verme; pero, dentro de otro poco, me


volveréis a ver.
Al oír esto, algunos de sus discípulos comentaban entre sí:
—¿Qué significa esto? Acaba de decirnos: “Dentro de poco dejaréis de
verme, pero dentro de otro poco me volveréis a ver”. También nos ha
dicho: “Porque me voy al Padre”. Y se preguntaban: “¿Qué quiere decir
con eso de “dentro de poco? No sabemos a qué se refiere”.
Sabiendo Jesús que deseaban una aclaración, les dijo:
—Estáis preocupados por el sentido de mis palabras: “Dentro de poco
dejaréis de verme, pero dentro de otro poco me volveréis a ver”. Yo os
aseguro que vosotros lloraréis y gemiréis, mientras que el mundo se
sentirá satisfecho; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se
convertirá en gozo. Cuando una mujer va a dar a luz, siente tristeza,
porque le ha llegado la hora; pero cuando el niño ha nacido, su alegría le
hace olvidar el sufrimiento pasado y está contenta por haber traído un
niño al mundo. Pues lo mismo vosotros: de momento estáis tristes; pero
volveré a veros y de nuevo os alegraréis con una alegría que nadie os
podrá quitar. Cuando llegue ese día, ya no tendréis necesidad de
preguntarme nada. Os aseguro que el Padre os concederá todo lo que
pidáis en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea
completa.

El llamado “tercer suplemento”, añadido al “discurso de despedida”, se centra


en el doble efecto que el acontecimiento pascual supuso para los discípulos: el
paso de la tristeza al gozo, y de la incomprensión a la certeza.
El “dentro de poco” con el que juega el autor se refiere, como es obvio, al
acontecimiento pascual, a la muerte-resurrección de Jesús. Con ello, parece
decir a los discípulos que también ellos tienen que “pasar”, como el Maestro, de
la muerte a la vida, de la tristeza al gozo. Y ese cambio se ejemplifica con la
imagen de la mujer que da a luz, una comparación popular tradicional, tanto en
el ámbito judío como en el helenista.
Cuando se produzca ese paso, podrán anclarse en una alegría estable, que
nadie les podrá quitar. Porque tal gozo solo es posible para quien ha hecho la
experiencia de la “resurrección”, es decir, para quien se ha experimentado como
Vida.

336
No existe nada –ningún objeto– en que sustentar el gozo pleno. Sin embargo,
paradójicamente, somos gozo. Pero no podremos saberlo –y vivirlo– hasta que
no lo seamos de una manera consciente.
Decía que la fuente del gozo no puede ser nada exterior, ni siquiera la
resurrección de Jesús, si se entendiera únicamente de él. Aun con esa certeza,
viviríamos a merced de los vaivenes de nuestra mente. Solo cuando palpamos
que la Vida no es “algo” que tenemos, sino lo que somos, se nos hace patente
que ella misma es gozo.
“Pedid y recibiréis”, insiste el texto, en una fórmula que nos recuerda a los
evangelios sinópticos. Probablemente, sea una forma de insistir en la
perseverancia que nos haga posible la experiencia de nuestra identidad.
Pero no se trata de pedir a nadie exterior a nosotros –como se leería en un
estadio de consciencia mágico o mítico–, sino de escuchar el Anhelo que somos.
Quien persevera en esa escucha y se deja conducir con él, con toda seguridad
“recibirá” la comprensión de lo que es. Eso, y no otra cosa, es la alegría.

337
La incomprensión se convierte en certeza (16,25-33)

—Hasta ahora os he hablado en un lenguaje figurado; pero llega la hora


en que no recurriré más a ese lenguaje, sino que os hablaré del Padre
claramente. Cuando llegue ese día, vosotros mismos presentaréis vuestras
súplicas al Padre en mi nombre; y no es necesario que os diga que yo voy
a interceder ante el Padre por vosotros, porque el Padre mismo os ama. Y
os ama, porque vosotros me amáis a mí y habéis creído que yo he venido
de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo para volver
al Padre.
Entonces los discípulos le dijeron:
—Cierto, ahora has hablado claramente y no en lenguaje figurado.
Ahora estamos seguros de que lo sabes todo y que no es necesario que
nadie te pregunte; por eso creemos que has venido de Dios.
Jesús les contestó:
¿Ahora creéis? Pues mirad, se acerca la hora, mejor dicho, ha llegado
ya, en que cada uno de vosotros se irá a lo suyo y a mí me dejaréis solo.
Aunque yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo. Os he dicho todo
esto, para que podáis encontrar la paz en vuestra unión conmigo. En el
mundo encontraréis dificultades y tendréis que sufrir, pero no temáis, yo
he vencido al mundo.

El segundo efecto de la experiencia pascual supone el paso de la


incomprensión a la certeza. Sin embargo, la lectura de estos párrafos no parece
producir tal efecto en el lector, que siente perderse en un juego de palabras que
no clarifica demasiado. Con todo, aun en medio de ese lenguaje que nos sigue
resultando confuso, el redactor busca transmitir la certeza de los discípulos
acerca de Jesús como “emisario divino”, aquel que “ha venido de Dios”, en
quien ellos dicen apoyarse –“creemos”– definitivamente.
En el texto sigue pesando el recuerdo del abandono por parte de los discípulos
en el último tramo de la existencia de Jesús. Un abandono, que la tradición
sinóptica recoge expresamente (Mc 14,50), y al que aquí se alude con el mismo
verbo que el autor utilizaba en el pasaje del “buen pastor” (10,12): “dispersar”.
A punto de iniciar el relato de la pasión, el autor recuerda una doble
experiencia: la huida de los discípulos y la certeza que ha sostenido a Jesús a lo
largo de toda su existencia.
Ciertamente, quien ha hecho experiencia de su verdadera identidad no conoce

338
la soledad: “Yo no estoy solo”. En cualquier momento pueden aparecer
sentimientos, más o menos superficiales, de soledad y de tristeza; sin embargo,
quien se experimenta como “Yo Soy”, al haber trascendido la supuesta identidad
egoica, se reconoce uno con todo: en ese nivel, la soledad no tiene cabida.
Quizás por eso, el capítulo termina con unas frases pletóricas de sentido: la
certeza de la paz (Shalom) y la confianza en medio de cualquier dificultad. Tales
afirmaciones sirven de conclusión a los discursos de despedida.
Habrá dificultades –recuerda el texto–, pero la victoria está ya lograda. No es
una victoria sobre algún otro o contra la realidad, sino únicamente sobre la
ignorancia, que nos mantenía esclavos del engaño acerca de nuestra identidad.
No es tampoco una victoria que se proyectara a un futuro imaginado, sino que
acontece aquí y ahora, en el momento mismo en que nos hacemos conscientes
de quienes somos. Es la victoria a la que se alude en la primera Carta de Juan:
“Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1Jn 5,4).
No se trata, ciertamente, de alguna “creencia” que garantice la victoria, sino
de la comprensión (visión) adecuada de la realidad. Si por “mundo” entendemos
“engaño”, la victoria no puede ser otra que la verdad que nos libera de él. Una
victoria que no se encuentra lejos o fuera, sino tan cerca de nosotros como
nuestra misma identidad.
“¡No temáis!” porque –parece decir el texto– si yo he vencido, también
vosotros podéis vencer.

1. R. PANIKKAR, La experiencia de Dios, PPC, Madrid 1994, p. 70.


2. J. MELLONI, Vislumbres de lo real. Religiones y revelación, Herder, Barcelona 2007, p. 11.

339
17

340
Proclamación de la unidad, en forma de oración

“Que sean uno, como tú y yo somos uno” (Jn 17,11).

El cuarto y último suplemento a los discursos de despedida tiene forma de


oración. Jesús se dirige al Padre, en un texto cargado de confianza y de interés
por sus discípulos.
Se trata de una forma frecuente en ese tipo de discursos: aquel que se
despide encomienda a Dios directamente el cuidado del grupo de los suyos
durante su ausencia.
Detrás del texto, se descubren los dos problemas fundamentales de los
grupos joánicos de la época en que se escribe: el peligro de división interna (de
ahí la insistencia en la unidad de la comunidad) y la amenaza del exterior (de
ahí la insistencia en la conservación de aquella misma unidad).
En este capítulo 17 encontramos un recuerdo (o recapitulación) de los temas
más importantes a los que alude el evangelio. Para su mejor comprensión,
habría que estudiarlo comparándolo con el prólogo. Confluyen aquí la muerte y
la gloria de Jesús, y el sentido de la comunidad. Se perciben también
paralelismos con el capítulo 13, por lo que algunos piensan que es su conclusión
y que, en principio, iría colocado después de aquel.

341
Autorretrato de Jesús (17, 1-5)

Dicho esto, Jesús levantó los ojos y exclamó:


Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te
glorifique a ti. Tú le diste poder sobre todos los hombres, para que él dé la
vida eterna a todos los que tú le has dado. Y la vida eterna consiste en
esto: en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado
Jesucristo. Yo te he glorificado aquí en el mundo, cumpliendo la obra que
me encomendaste. Ahora, pues, Padre, glorifícame con aquella gloria que
ya compartía contigo antes de que el mundo existiera.

“Alzar los ojos al cielo” ha expresado, habitualmente, la actitud orante. Al


venir de una cosmovisión que situaba la divinidad por encima de la bóveda
celeste, la mirada hacia “lo alto” significaba la comunicación con Dios.
La oración empieza con una constatación, que ayuda también a situar al lector
en el contexto adecuado: “ha llegado la hora”, es decir, según el cuarto
evangelio, el momento cumbre de la revelación, la muerte-resurrección, en la
que se va a desvelar definitivamente el amor de Dios.
La glorificación –término recurrente a lo largo de todo el texto– no es otra
cosa que la manifestación de ese mismo amor, por parte del Padre y en el
propio Jesús.
El Padre glorifica al Hijo, validando su palabra y actuación. El Hijo glorifica al
Padre, mostrando que es Amor incondicional. La gloria, por tanto, no es otra
cosa que la verdad última del Misterio, que el cuarto evangelio sintetiza en el
Amor.
De ahí que el “poder” que se ha dado a Jesús consista en dar la vida plena a
todos los hombres. Estamos en las antípodas de entender el poder como
dominación o imposición. El único poder divino, según el evangelio, es el poder
del amor.
En este punto, parece que un glosador posterior, introdujo lo que podría
constituir una fórmula de la comunidad joánica, en la que resumía su propio
credo. ¿Qué es la “vida eterna”?, ¿en qué consiste la plenitud de vida?: en que
“te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo”.
El término “conocer”, en el mundo semítico, implica una experiencia vital y
completa, que casi podría traducirse adecuadamente como “comunión” plena.
Conocer a Dios y a Jesús implica en reconocer y vivir la unidad.

342
Para la sabiduría espiritual o mística, eso se plasma en la experiencia de
reconocernos “fundidos” en la consciencia divina, tal como expresaba, por
ejemplo, Teresa de Jesús en un texto anteriormente citado: “Digamos que sea la
unión como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo, que toda la luz
fuese una... Acá es como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde
queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del
río, o lo que cayó del cielo; o como si un arroyico pequeño entra en la mar, no
habrá remedio de apartarse; o como si en una pieza estuviesen dos ventanas
por donde entrase gran luz; aunque entra dividida, se hace todo una luz” 1.
Por lo que “conocer a Dios” no es otra cosa que acceder a la “nueva
consciencia” en la que reconocemos nuestra verdadera identidad. Como escribe
Mary Frohlich, “la experiencia mística no es una experiencia de Dios como
«objeto», sino un estado de «intersubjetividad mística». Es una presencia no-
objetivable de lo divino en el plano de la propia presencia” 2.
Mientras nos hallamos en la consciencia egoica –tomando al “yo” como
nuestra verdadera identidad–, necesariamente habremos de pensar a Dios como
una realidad separada de nosotros mismos, que debería otorgarnos la vida y la
salvación “desde fuera”. La práctica religiosa consistiría entonces en un esfuerzo
de acercamiento a ese Dios, para recibir de él la plenitud de la que
careceríamos.
Sin embargo, en cuanto se modifica el nivel de consciencia, esa imaginería se
viene abajo: “Dios” y la “humanidad” (o la “creación”) no son realidades
separadas. En la consciencia transmental (no-dual), lo que se hace presente es
la Consciencia una, que nos “envuelve” por todos los lados, y que nosotros
también somos. Así se entiende, en este nivel de consciencia, “conocer a Dios”.
Y eso es precisamente la “vida eterna” o plenitud de vida.
En su oración, Jesús pide ser glorificado con “aquella gloria que ya compartía
contigo antes de que el mundo existiera”. Como decía más arriba, la
“glorificación” consiste en el reconocimiento de la verdadera identidad.
Identidad que siempre ha (hemos) compartido con Dios, aunque no se hará
“manifiesta” hasta que todos nos reconozcamos en ella. Ese parece ser el
sentido de la oración de Jesús: que los discípulos (todos) nos hagamos
conscientes de la Verdad (Unidad) que somos.
Es una verdad atemporal –“antes de que el mundo existiera”–, porque
trasciende todos los límites. Es la pura Presencia, por lo que solo cuando

343
venimos al presente podemos experimentarla. De este modo, en estas pocas
frases, se nos regala la verdad de Jesús, que no es diferente de nuestra propia
verdad.
Si esa es nuestra verdad, todo el proceso histórico no puede ser otra cosa que
un despliegue o manifestación de la misma. De ahí que, en cierto sentido, sea
apenas un “sueño”. Cuando nos reducimos a él, caemos en la ignorancia de
quien está dormido. Sin embargo, cuando lo reconocemos como lo que es –
despliegue del Misterio uno–, podemos vivir la historia desde la lucidez, la
comprensión y el amor, como vemos en la propia existencia de Jesús.

344
El cuidado que nace de la unidad (17,6-17)

—Yo te he dado a conocer a aquellos que tú me diste de entre el


mundo. Eran tuyos, tú me los diste, y ellos han aceptado tu palabra.
Ahora han llegado a comprender que todo lo que me diste viene de ti. Yo
les he enseñado lo que aprendí de ti, y ellos han aceptado mi enseñanza.
Ahora saben, con absoluta certeza, que yo he venido de ti y han creído
que fuiste tú quien me envió.
Yo te ruego por ellos. No ruego por el mundo, sino por los que tú me
has dado; porque te pertenecen. Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es
mío, y en ellos he sido glorificado. Ya no estaré más en el mundo; ellos
continúan en el mundo, mientras yo me voy a ti. Padre santo, guarda en
tu nombre a los que me has dado para que sean uno, como tú y yo somos
uno.
Mientras yo estaba con ellos en el mundo, yo mismo guardaba en tu
nombre, a los que me diste. Los he protegido de tal manera que ninguno
de ellos se ha perdido, fuera del que tenía que perderse para que se
cumpliera la Escritura. Ahora, en cambio, yo me voy a ti. Si digo estas
cosas mientras todavía estoy en el mundo, es para que ellos puedan
participar plenamente en mi alegría.
Yo les he comunicado tu mensaje, pero el mundo los odia porque no
pertenecen al mundo, como tampoco pertenezco yo. No te pido que los
saques del mundo, sino que los defiendas del maligno. Ellos no
pertenecen al mundo como tampoco pertenezco yo. Haz que ellos sean
completamente tuyos por medio de la verdad; tu palabra es la verdad.

La actitud que más destaca en estos párrafos es la de cuidado: el interés


cuidadoso de Jesús por sus discípulos. Un cuidado que nace del amor –“los amó
hasta el extremo”– y, en último término, de la consciencia de unidad.
Sin embargo, paralelamente, el redactor vuelve a insistir en el dualismo que
caracteriza su obra. Dualismo que le hace decir que Jesús ora únicamente por
“los suyos” y no “por el mundo”. Por lo que se hace necesario superar ese
prejuicio dualista típicamente sectario, para que la palabra nos llegue con toda
su hondura y belleza.
Se pone de relieve la misión de Jesús como “revelador” de la verdad que
somos. Una verdad que puede ser expresada en clave dual –y entonces se habla
del “Padre” como alguien separado– o desde una perspectiva no-dual, en la que
nos reconocemos como consciencia una.

345
Esa nueva consciencia de los discípulos se expresa afirmando la “absoluta
certeza” que tienen acerca de la unidad de Jesús con el Padre. Y que se enfatiza
en una expresión que todos podemos hacer nuestra: “Todo lo mío es tuyo y
todo lo tuyo es mío”.
Una vez superada la separación dualista que establece la mente, cae también
cualquier comparación. Desaparece la idea de “lo tuyo” y “lo mío”, que
únicamente existen en la consciencia egoica. Desde una perspectiva espiritual,
la sabiduría implica la extirpación de las nociones de “yo”, “mí” y “lo mío”. Lo
cual, por otro lado, es condición para vivir la compasión auténtica.
A lo largo de estos párrafos, queda subrayada una doble afirmación: por un
lado, la afirmación de la unidad –“que sean uno, como tú y yo somos uno”–; por
otro, el deseo de que sean “santificados («completamente tuyos») en la
verdad”.
Por una parte, la comprensión no-dual “transforma” el deseo en realidad: el
“que sean uno” es todavía un lenguaje mental; la comprensión nos hace
reconocer, sin género de dudas ni de separación que “todos son uno”. Tal vez,
al redactor del evangelio le pareció “excesivo” dar ese paso.
Por otra, las dos expresiones que se ponen en boca de Jesús son
equivalentes: nos sabemos “completamente de Dios” cuando nos reconocemos
en la unidad compartida. Y es también entonces cuando palpamos y
saboreamos la verdad.
No para “salir” del mundo, sino para no reducirnos a él. Es sabido que, en el
cuarto evangelio, la palabra “mundo” es ambivalente: puede significar,
sencillamente, el ámbito donde nos movemos y donde Dios actúa –y en este
sentido, no solo es “bueno”, sino objeto directo del amor de Dios: “Tanto amó
Dios al mundo…” (3,16) –, pero puede significar también aquella “fuerza” –a
veces personalizada en el “maligno”– que se opone frontalmente a la vida y, en
último término, a la verdad. Se entiende que, desde la visión del redactor, se
llegue a identificar incluso con los perseguidores de la comunidad joánica.
Tal “fuerza” es real, pero cada vez nos resulta más claro que no es sino la
ignorancia acerca de quienes somos, acerca de la verdad de lo que es. Si esa
ignorancia radical es la que se halla en el origen de todo el mal, la salida pasará
por la comprensión, la sabiduría o el reconocimiento de la verdad.
Esto es también lo que Jesús pide al Padre: que sean “guardados” en él, es
decir, anclados en la verdad. Porque solo de esa certeza brotará la alegría plena

346
que Jesús reconoce como suya. La alegría, en efecto, no depende de lo que
ocurra en el “mundo”, sino de la comprensión clara de quienes somos. Alegría
es otro nombre de lo Real.

347
Unidad: la verdad de quienes somos (17,18-26)

Yo los he enviado al mundo, como tú me enviaste a mí. Por ellos yo me


ofrezco enteramente a ti, para que también ellos se ofrezcan enteramente
a ti, por medio de la verdad. Pero no te ruego solamente por ellos, sino
también por todos los que creerán en mí por medio de su palabra.
Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en
ti, que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo
podrá creer que tú me has enviado. Yo les he dado a ellos la gloria que tú
me diste a mí, de tal manera que puedan ser uno, como lo somos
nosotros. Yo en ellos y tú en mí, para que lleguen a la unión perfecta, y el
mundo pueda reconocer así que tú me has enviado, y que los amas a ellos
como me amas a mí. Padre, yo deseo que todos estos que tú me has dado
puedan estar conmigo donde esté yo, para que contemplen la gloria que
me has dado, porque tú me amaste antes de la creación del mundo.
Padre justo, el mundo no te ha conocido; yo, en cambio, te conozco y
todos estos han llegado a reconocer que tú me has enviado. Les he dado
a conocer quién eres, para que el amor con que me amaste pueda estar
también en ellos, y yo mismo esté en ellos.

La comunidad joánica se sabe sucesora de los primeros discípulos, por lo que


hace que la oración de Jesús alcance también a ella, “a quienes creerán” más
adelante.
A medida que avanza la oración, crece igualmente la insistencia en la unidad,
hasta que el texto llega a parecer incluso recargado, como se lee en la
traducción literal del versículo 23: “Que sean colmados en la unidad”.
Y una vez más, en este contexto, vuelven a repetirse los términos
equivalentes: unidad, gloria, verdad, amor…
Jesús se dirige al Padre con el término “justo”, que aquí sería sinónimo de
“verdadero”, fuente y origen de la verdad, o la verdad misma.
Y el capítulo finaliza recapitulando la misión de Jesús como revelador del
Padre, de la verdad que se plasma en la unidad de un mismo amor.
Poco más hay que añadir al texto. Se trata, más bien, de acogerlo en el
corazón y permitir que se asiente dentro y provoque los “ecos” adecuados. Es
fácil que, al dejarlo resonar en nuestro interior, vaya creciendo también la luz
acerca de quienes somos en profundidad.

348
1. VII Moradas 2,4.
2. M. FROHLICH, The intersubjectivity of the mystic: A study of Theresa of Avila’s Interior Castle,
Scholars Press, Atlanta (Georgia) 1993, p. 140.

349
18

350
El relato de la pasión:
arresto y juicio

“Soy rey. Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad” (Jn


18,37).

Probablemente, los cuatro evangelios canónicos dispusieran de un relato


común acerca de la pasión de Jesús. A partir de ese relato anterior, cada uno de
ellos habría colocado sus particulares “acentos”, de acuerdo con la experiencia
de la respectiva comunidad y de su propia visión teológica.
Al acercarnos al relato joánico, notamos que faltan algunos elementos que se
hallan en los sinópticos: lo relativo a la agonía de Jesús, el beso de Judas, el
interrogatorio propiamente dicho y la condena a muerte en el Sanedrín, la
intervención de Simón de Cirene, el ofrecimiento a Jesús de vino con mirra, los
insultos al crucificado, las tres horas de tinieblas, las palabras de Jesús en la
cruz propias de los sinópticos, la confesión del centurión y los prodigios que
siguieron a la muerte de Jesús.
Por el contrario, son aportaciones propias de este evangelio la participación de
la milicia romana en el arresto (18,3) y la comparecencia de Jesús ante Anás. Es
también este autor el que, como veremos, da un relieve especial al proceso ante
Pilato. Exclusiva suya es igualmente la petición de los sacerdotes de que se
cambiara la inscripción de la cruz, así como el sorteo de la túnica, el episodio de
la madre y el discípulo, las palabras “Tengo sed” y “Todo está cumplido”, la
lanzada, la sangre y el agua que brotan del costado, y el lugar del sepulcro. De
todo ello habremos de ir dando razón en el comentario.
Con todo, lo que específicamente caracteriza a este evangelio es el hecho de
que Jesús es contemplado ya como glorificado (resucitado). Encontramos una
visión triunfante de la cruz: Jesús conoce su muerte, se entrega libremente, a lo
largo de ambos procesos se muestra con dignidad, se atreve a censurar al sumo
sacerdote, Pilato queda impresionado por su actitud, lleva su cruz (no Simón de
Cirene) y, finalmente, solo muere cuando “todo está cumplido”.

351
Por otro lado, como el resto del evangelio, también el relato joánico de la
pasión tiene que ser leído desde el “doble nivel”: el literal (histórico) y el
simbólico (creyente).
Jesús nos aparece como el verdadero vencedor –es el “rey”, no la víctima del
proceso, como se pondrá de relieve en el diálogo con Pilato e incluso en el
letrero de la cruz–, gracias a su fidelidad al Padre. Es en esa misma fidelidad
como vive su misión de revelar la verdad.

352
El arresto y la entereza de quien vive anclado en el “Yo soy” (18,1-14)

Dicho esto, Jesús y sus discípulos salieron de allí. Atravesaron el


torrente Cedrón y entraron en un huerto que había cerca. Ese lugar era
conocido por judas, el traidor, porque Jesús se reunía frecuentemente allí
con sus discípulos. Así que Judas, llevando consigo un destacamento de
soldados romanos y los guardias puestos a su disposición por los jefes de
los sacerdotes y los fariseos, se dirigió a aquel lugar. Iban armados y
equipados con linternas y antorchas.
Jesús, que sabía perfectamente todo lo que iba a ocurrir, salió a su
encuentro y les preguntó:
—¿A quién buscáis?
Ellos contestaron:
—A Jesús de Nazaret.
Jesús les dijo:
—Yo soy.
Judas, el traidor, estaba allí con ellos. En cuanto les dijo: “Yo soy”,
comenzaron a retroceder y cayeron a tierra. Jesús les preguntó de nuevo:
—¿A quién buscáis?
Volvieron a contestarle:
—Ya os he dicho que yo soy. Por tanto, si me buscáis a mí, dejad que
estos se vayan.
(Así se cumplió lo que él mismo había dicho: “No he perdido a ninguno
de los que me diste”).
Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, la desenvainó e hirió con
ella a un siervo del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. (Este
siervo se llamaba Malco). Pero Jesús dijo a Pedro:
—Envaina de nuevo tu espada. ¿Es que no debo beber esta copa de
amargura que el Padre me ha preparado?
La tropa romana, con su comandante al frente, y la guardia judía,
arrestaron a Jesús y lo maniataron. Acto seguido lo condujeron a casa de
Anás, el cual era suegro de Caifás, que era sumo sacerdote aquel año.
Caifás era aquel que había aconsejado a los judíos. “Conviene que muera
un solo hombre por el pueblo”.

El inicio del capítulo (“dicho esto”) parece remitir a 14,31, donde terminaría
originalmente el discurso de despedida. Y así se inicia el relato de la pasión.

353
El grupo se dirige hacia un huerto. A diferencia de los sinópticos, que hablan
de “monte de los olivos”, el autor utiliza este término inédito. Y no será la única
vez: como veremos, afirmará que Jesús fue sepultado en un “huerto”, no en la
“roca”, como habían escrito los otros evangelistas.
El término “huerto” parece aludir directamente a un lugar donde brota la vida.
De manera que, siguiendo la misma simbología del texto, daría la impresión de
que el huerto adonde se dirige Jesús ahora es aquel donde “el grano de trigo
tiene que morir para que pueda dar vida” (12,24). Del mismo modo, el cuerpo
enterrado en el sepulcro-huerto germinará en resurrección (19,41).
La alusión al “destacamento romano” (cohorte) parece una exageración
legendaria. Una cohorte estaba constituida por 600 soldados, lo cual carece de
sentido. Es dudoso incluso que en el arresto participara el ejército romano.
Probablemente, Juan introdujera este dato por motivos teológicos: simbolizarían
al “mundo”, opuesto a Jesús.
Del mismo modo, la inclusión de los “fariseos” sería un añadido posterior,
propio de la época del autor, en la que las autoridades judías eran precisamente
los fariseos.
Tal como le gusta insistir al redactor, Jesús se adelanta a los acontecimientos,
sobre la base de la consciencia previa que le atribuye: “Sabía perfectamente
todo lo que iba a ocurrir”.
El centro de la narración se halla en la respuesta de Jesús: “Yo soy”, que se
repite tres veces. Con esa expresión, Jesús aparece conscientemente anclado en
su verdadera identidad.
“Yo soy” no es sino la formulación en primera persona de “El que es” o “Lo
que es” (Yhwh). Se trata de Aquello –no personal ni mucho menos impersonal–
que constituye el núcleo de lo que es; nuestra identidad última. Las religiones lo
han nombrado como “Dios”, si bien la trampa en que se ha incurrido con tanta
frecuencia ha sido el antropomorfismo que ha hecho pensar a un Dios separado
e imaginado a nuestra medida.
Ante esa palabra, quienes iban a apresarlo “cayeron por tierra”; ante la
verdad de lo que somos, cae todo lo demás. Como en los antiguos relatos de
teofanías, quienes van a apresarlo quedan inermes. Es siempre la consciencia de
lo que somos la que nos permite mantenernos en pie. Desde ella sabemos que
todo es impermanente y aprendemos a convivir en los vaivenes inevitables en el
nivel superficial.

354
A continuación, algún glosador introdujo un paréntesis, que quiere explicar lo
dicho en el versículo anterior, y que guarda relación con lo que se había
afirmado en otros textos: “no he perdido a ninguno” (6,39; 10,28-29; 17,12).
El relato del arresto termina con un episodio un tanto extraño que aparece en
los cuatro evangelios canónicos: uno del grupo hiere a un siervo del sumo
sacerdote. Juan, sin embargo, aporta más datos: el que hiere es Pedro y el
criado se llama Malco. No sería extraño que el redactor quiera transmitir algún
significado simbólico. El sumo sacerdote era ungido precisamente en el lóbulo
de la oreja derecha (Ex 29,20; Lev 8,23). Que Pedro le cortara precisamente ese
lóbulo parecería indicar que el sumo sacerdote es degradado, pierde su dignidad
de tal.

355
La negación de Pedro y el juicio religioso: la cuestión de la
transparencia (18,15-27)

Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo, que era
conocido del sumo sacerdote, entró, al mismo tiempo que Jesús, en el
patio interior de la casa del sumo sacerdote. Pedro, en cambio, tuvo que
quedarse fuera, a la puerta, hasta que el otro discípulo, el conocido del
sumo sacerdote, habló a la portera y consiguió que lo dejasen entrar. Pero
la portera preguntó a Pedro:
—¿No eres tú uno de los discípulos de ese hombre?
Pedro le contestó:
—No, no lo soy.
Como hacía frío, los criados y la guardia habían preparado una hoguera
y estaban en torno a ella calentándose. Pedro estaba también con ellos
calentándose.
El sumo sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y sobre la
enseñanza que impartía. Jesús declaró:
—Yo he hablado siempre en público. He enseñado en las sinagogas y en
el templo, donde se reúnen todos los judíos. No he enseñado
clandestinamente. ¿Por qué preguntas a mí? Pregunta a mis oyentes, y
ellos podrán informarte.
Al oír esta respuesta, uno de los guardias, que estaba junto a él, le dio
una bofetada, diciéndole:
—¿Cómo te atreves a contestar así al sumo sacerdote?
Jesús le replicó:
—Si he hablado mal, demuéstrame en qué; pero si he hablado bien,
¿por qué me pegas?
Entonces Anás lo envío, atado, a Caifás, el sumo sacerdote.
Mientras Simón Pedro estaba en torno a la hoguera, calentándose, uno
le preguntó:
—¿No eres tú uno de los discípulos de ese hombre?
Pedro lo negó:
—No, no lo soy.
Uno de los siervos del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro
había cortado la oreja, le replicó:
—¿Cómo que no? Yo mismo te vi en el huerto con él.

356
Pedro volvió a negarlo. Y en aquel momento cantó el gallo.

Una vez apresado Jesús, es conducido a Anás que, según el texto, era suegro
de Caifás, el sumo sacerdote. Y la escena del juicio religioso se entrevera con la
narración de las negaciones de Pedro.
Para empezar, parece que el “doble juicio”, ante Anás y Caifás, quizás sea
únicamente el resultado de una confusión, ya que tal duplicidad carece de
sentido. Probablemente, en su origen, se hablaba de un único juicio por parte
del sumo sacerdote, que era Caifás.
Lo que pudo ocurrir es que, en el tiempo en que se escribe el relato, hubiera
un sumo sacerdote que se llamara Anás. Y es ahí donde surgió la confusión.
Cuando un redactor posterior quiso “armonizar” la narración en el tiempo, pensó
que el Anás del relato se refería al suegro del sacerdote primero.
El juicio es contextualizado dentro del relato de las negaciones de Pedro. De
modo que a cualquier lector le resulta fácil percibir el contraste, entre la triple
afirmación de Jesús, en el huerto (“Yo soy”), y la triple negación de Simón (“No
lo soy”).
El cuarto evangelio introduce la presencia de “otro discípulo”, expresión con la
que seguramente se refiere al “discípulo amado”. Sin embargo, no deja de
resultar un tanto incongruente, ya que no juega absolutamente ningún papel en
la escena, y resulta extraño que no introduzca a Pedro desde el primer
momento.
Dado que el redactor –excepto en el relato de la cruz– hace coincidir las
presencias de ambos, quizás su función aquí no sea otra que la de poner de
relieve el contraste entre la actitud de Pedro negando a Jesús y la del discípulo
amado, únicamente como testigo silencioso de lo que sucede.
En el juicio, Jesús hace gala de la transparencia de su mensaje, así como de
su entereza y dignidad ante quien lo abofetea. Es probable que, al referirse a
dicha transparencia, el autor quiera hacer una defensa de la comunidad
posterior: frente a los fariseos, la comunidad manifiesta no enseñar nada oculto
y mucho menos hostil hacia ellos. Si la consciencia de su identidad (“Yo soy”)
fue la base de su entereza en el arresto, es esa misma consciencia la que le
hace situarse ante el sacerdote en libertad interior.

357
La primera parte del proceso político: la cuestión de la verdad (18,28-
40)

Después condujeron a Jesús desde la casa de Caifás hasta el palacio del


gobernador. Era de madrugada. Los judíos no entraron en el palacio para
no contraer impureza legal, y poder así celebrar la cena de pascua. Pilato,
por su parte, salió [1ª escena] adonde estaban ellos y les preguntó:
—¿De qué acusáis a este hombre?
Ellos le contestaron:
—Si no fuese un criminal, no te lo habríamos entregado.
Pilato les dijo:
—Lleváoslo y juzgadlo según vuestra ley.
Los judíos replicaron:
—A nosotros no nos está permitido condenar a muerte a nadie.
Así se cumplió la palabra de Jesús, que había anunciado de qué forma
iba a morir.
Pilato volvió a entrar [2ª escena] en su palacio, llamó a Jesús y le
interrogó:
—¿Eres tú el rey de los judíos?
Jesús le contestó:
—¿Dices eso por ti mismo o te lo han dicho otros de mí?
Pilato replicó:
—¿Acaso soy yo judío? Son los de tu propia nación y los jefes de los
sacerdotes los que te han entregado a mí. ¿Qué es lo que has hecho?
Jesús le explicó:
—Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, mis seguidores habrían
luchado para impedir que yo cayese en manos de los judíos. Pero no, mi
reino no es de este mundo.
Pilato insistió:
—Entonces, ¿eres rey?
Jesús le respondió:
—Soy rey, como tú dices. Y mi misión consiste en dar testimonio de la
verdad. Precisamente para eso nací y para eso vine al mundo. Todo el que
es de la verdad escucha mi voz.
Pilato le preguntó:

358
—¿Y qué es la verdad?
Después de decir esto, Pilato salió de nuevo [3ª escena] y dijo a los
judíos:
—Yo no encuentro delito alguno en este hombre. Pero como tenéis la
costumbre de que os ponga en libertad un prisionero durante la fiesta de
pascua, ¿queréis que deje en libertad al jefe de los judíos?
Y en medio de un gran clamor, gritaban:
—¡No, a ese no! ¡Deja en libertad a Barrabás! (El tal Barrabás era un
bandido).

Si en el proceso religioso la cuestión fue la transparencia de su mensaje, en el


político, ante Pilato, el tema central lo ocupará la verdad.
Se trata de un relato muy cuidado por el autor, tanto desde el punto de vista
literario como teológico. Todo él va dirigido a la proclamación de Jesús como
rey, por parte del representante de Roma.
En la narración –que se extiende desde 18,28 hasta 19,16–, los exegetas
distinguen siete escenas, desarrolladas según el conocido esquema literario de
formas concéntricas. La separación de las escenas viene marcada por la acción
de Pilato de “salir” ante la gente y de “entrar” al palacio. Con todo ello, el
esquema que resulta es el siguiente:
Presentación de los protagonistas (18,28): Jesús y Pilato; lugar: el pretorio;
hora: de madrugada.
✓ A Primera escena, 18, 29-32: Hacia la cruz (sale)
✓ B Segunda escena, 18, 33-38a: Realeza (entra)
✓ C Tercera escena, 18, 38b-40: Barrabás (sale)
✓ D Cuarta escena, 19, 1-3: Coronación de espinas (entra)
✓ C’ Quinta escena, 19, 4-8: “¡Ecce homo!” (sale)
✓ B’ Sexta escena, 19, 9-12: Poder de Pilato (entra)
✓ A’ Séptima escena, 19,13-15: “Ahí tenéis a vuestro rey” (sale)
Conclusión: Jesús condenado a la crucifixión.

La 1ª y 7ª suceden fuera; la 2ª y 6ª, dentro: se afirma aquí que el Reino de


Dios no es de este mundo y el poder de Pilato tampoco es de este mundo. La 3ª
y 5ª suceden fuera: en la 3ª se le proclama rey; en la 5ª, hombre. La 4ª
constituye la parte central: se halla entre la declaración de la realeza y la del

359
Ecce Homo. Pero el culmen se halla en la 7ª, cuando Pilato sienta a Jesús en el
tribunal para proclamarlo rey.
El relato empieza de una forma trágicamente irónica: quienes estaban
entregando a un inocente para que fuera ajusticiado en el suplicio de la cruz no
estaban, sin embargo, dispuestos a contraer “impureza legal” si pisaban un
terreno pagano. Se volvía a cumplir aquella dura recriminación de Jesús, dirigida
a los teólogos oficiales y a los fariseos: “¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y
os tragáis el camello!” (Mt 23,24).
El legalismo –y la religión sabe mucho de ello– es implacable con el
cumplimiento de la norma, por más trivial y carente de sentido que sea, pero, al
mismo tiempo, es ciego para apreciar la importancia de lo que se halla en juego.
Porque, para él, cuenta el cumplimiento de la ley, no el bien de la persona.
La actitud legalista coloca al individuo por encima de los demás, en una peana
de supuestos méritos que alimentan el ego en una espiral de vanidad creciente.
Hasta el punto de creerse con derechos incluso ante Dios.
Pilato sale (escena 1) hasta ellos con una pregunta y, desentendiéndose del
asunto, les dice que le apliquen la ley judía. Pero la autoridad religiosa busca la
muerte en cruz, el modo más ignominioso de ejecución. Sin embargo, incluso en
este momento, el redactor –en el interés por mostrar al Maestro como
conocedor de lo que iba a suceder a lo largo de toda la pasión– presenta a Jesús
habiendo previsto la forma de su muerte.
Ante esa reacción, Pilato entra (escena 2) en el palacio, y empieza el
interrogatorio, que se va a centrar en la cuestión de la realeza de Jesús. Para
entender su respuesta y no sacarla de contexto –pseudoespiritulizándola–, será
bueno recodar que el término griego basileia (reino) es susceptible, en español,
de tres significados: reino (como territorio que pertenece o sobre el que
gobierna un rey), reinado (en cuanto acción de reinar) y realeza (o dignidad de
rey).
Cuando Jesús afirma que su reino no es de este mundo, hay que entender el
término en la tercera acepación: su dignidad de rey, la fuente de quien es, no es
de este mundo, es decir, no se trata de un poder que pueda medirse con los
parámetros a los que estamos acostumbrados. Evidentemente, la “realeza” de
Jesús es otra.
A tenor de lo que sigue diciendo, queda claro que la realeza de la que habla
no es diferente de la verdad. Es “rey” cuya misión es “ser testigo de la verdad”.

360
La comprensión de su realeza por parte de Jesús es lo más opuesto a lo que el
mundo entiende por tal. Por eso, acepta el calificativo de rey que le da Pilato,
pero no la idea que este tiene de su realeza.
La realeza viene conexionada con la verdad. Lo que nos hace “reyes” de
nuestra casa es el reconocimiento de nuestra verdad profunda. Únicamente la
verdad de lo que somos nos hace libres (reyes), se había dicho en este mismo
evangelio. Mientras estamos lejos, desconectados de nuestra verdadera
identidad, no podemos ser “reyes”; somos esclavos o marionetas que se
mueven a merced de lo que ocurre, sean acontecimientos externos, o sean
necesidades y miedos del propio yo.
La verdad libera. Pero esa verdad no es “algo” que podamos pensar o
nombrar; únicamente podemos serla. No es una creencia que podamos apresar
o a la que podamos dar nuestro asentimiento. Las creencias –conceptos,
“mapas”, construcciones mentales– no nos acercan a la verdad; con frecuencia,
nos alejan. Solo cuando vivimos en conexión con nuestra verdadera identidad,
estamos en la verdad; y únicamente entonces somos realmente libres, estamos
en “casa”.
Ser “testigo de la verdad” no consiste tampoco en anunciar un mensaje
determinado: los conceptos y las palabras nunca podrán expresar la verdad.
Solo es testigo de la verdad quien la vive, quien la es. Porque, en último
término, únicamente la Verdad puede dar testimonio de sí misma.
Y todo ello aparece como una hermosa convergencia: la verdad no es algo
alejado, ni siquiera separado de quienes somos. No es algo que podemos tener
o de lo que carecer. Somos Verdad, pero es la identificación con la mente la que
nos incapacita para reconocerlo. En consecuencia, vivimos pensándonos
desconectados de ella.
Por todo ello, cuando nos hallamos en presencia de una persona “verdadera”
–que vive conectada a su verdadera identidad, que no es otra que la verdad de
lo que es, sin ningún tipo de dualidad–, es fácil que se produzca un “eco” en
nuestro interior: la verdad que somos nos hace vibrar. Sin embargo, siempre
puede ocurrir que hayamos generado mecanismos defensivos tan potentes que
impidan que la verdad resuene en nuestro interior.
“El que es de la verdad escucha mi voz”, dice Jesús. Y escucha su voz porque
se siente reconocido en la misma y única Verdad compartida. Por eso, no es una
mera adhesión mental a unas ideas –que no pasarían de ser “mapas”

361
orientativos–, sino de la experiencia de estar compartiendo el mismo “territorio”.
La expresión “escucha mi voz” remite, sin duda, a la alegoría del buen pastor
(10,3). Y también allí, si siguen al pastor, no es por infantilismo ni sumisión, sino
porque se reconocen en él.
A tenor de su pregunta, da la impresión de que Pilato experimentó también
algún “eco” ante las palabras de Jesús, pero, si fue así, pronto quedó ahogado
por la prisa de la decisión que tenía que tomar. Por eso, su pregunta –“¿Qué es
la verdad?”– queda en el aire.
Probablemente, porque seguía pensando en la verdad como un “objeto” –una
creencia–, le resultaba poco interesante. Tal pregunta nos toma por completo
solo en la medida en que deseamos conocer la respuesta ardientemente, porque
sabemos, o al menos intuimos, que en ello nos va la vida.
Pero Pilato sale de nuevo (escena 3), atestiguando que no halla delito en
Jesús. A las comunidades joánicas les resultaba muy importante que fuera la
propia autoridad romana la que resaltara la inocencia de su Maestro.
Y cree encontrar en el indulto un modo de solucionar el conflicto.
Generalmente, los especialistas dudan de la veracidad de esta escena, ya que no
existen testimonios que avalaran tal costumbre. En este caso, podría haber sido
un episodio creado por el propio redactor, para subrayar el rechazo definitivo de
la autoridad religiosa hacia Jesús, para quien exigen la crucifixión, mientras
pedían la libertad de Barrabás.
Si tomamos la escena en clave simbólica, quizás sea indicativo el nombre del
“bandido” –una palabra con la que se referían a los subversivos políticos frente
al Imperio–. “Barrabás” significa, literalmente, el “hijo del padre” (bar-abba). El
redactor no puede disimular la trágica ironía: el verdadero Hijo del Padre (Jesús)
es rechazado y suplantado por otro que se hace llamar así.

362
19

363
El relato de la pasión:
muerte en cruz

“Todo está cumplido” (Jn 19,30).

364
La segunda parte del proceso político: el miedo cierra a la verdad
(19,1-16)

Entonces Pilato [4ª escena] ordenó que lo azotaran. Los soldados


prepararon una corona de espinas y se la pusieron en la cabeza. También
le echaron sobre los hombros un manto de púrpura. Y se acercaban a él,
diciendo:
—¡Salve, rey de los judíos!
Y le daban bofetadas. Pilato salió [5ª escena], una vez más y les dijo:
—Escuchad; os lo voy a sacar de nuevo, para que quede bien claro que
yo no encuentro delito alguno en este hombre.
Salió, pues, Jesús fuera. Llevaba sobre su cabeza la corona de espinas y
sobre sus hombros el manto de púrpura. Pilato se lo presentó con estas
palabras:
—¡Este es el hombre!
Los jefes de los sacerdotes y los guardias, al verlo, comenzaron a gritar:
—¡Crucifícalo, crucifícalo!
Pilato insistió:
—Tomadlo vosotros y crucificadlo; porque yo no encuentro delito alguno
en él.
Los judíos replicaron:
—Nosotros tenemos una ley y, según ella, debe morir, porque se ha
presentado a sí mismo como Hijo de Dios.
Al oír esto, Pilato sintió más miedo todavía. Entró [6ª escena] de nuevo
en el palacio y preguntó a Jesús:
—¿De dónde eres tú?
Pero Jesús no le contestó. Pilato le dijo:
—¿Te niegas a contestarme? ¿Es que no sabes que yo tengo autoridad
tanto para dejarte en libertad como para ordenar que te crucifiquen?
Jesús le respondió:
—No tendrías autoridad alguna sobre mí, si no te la hubieran dado de lo
alto; por eso, el que me entregó a ti tiene más culpa que tú.
Desde aquel momento Pilato intentaba ponerlo en libertad. Pero los
judíos le gritaban:
—Si pones en libertad a este hombre, no eres amigo del César. Porque

365
cualquiera que tenga la pretensión de ser rey, es enemigo del César.
Pilato, al oír esto, mandó sacar fuera [7ª escena] a Jesús y lo sentó en
el tribunal, en el lugar conocido con el nombre de “Enlosado” (que en la
lengua de los judíos se llama “Gábbata”). Era la víspera de la fiesta de la
pascua, hacia el mediodía. Pilato dijo a los judíos:
—¡He aquí a vuestro rey!
Ellos se enfurecieron y comenzaron a gritar:
—¡Quítalo de en medio! ¡Crucifícalo!
Pilato insistió:
—¿Cómo voy a crucificar a vuestro rey?
Pero los jefes de los sacerdotes replicaron:
—Nuestro único rey es el César.
Así que, por fin, Pilato se lo entregó para que lo crucificaran.

En el extenso relato que el autor del cuarto evangelio dedica al proceso ante
Pilato, el actual capítulo 19 empieza en la cuarta escena, que narra la llamada
“coronación de espinas”.
Como en tantas otras ocasiones, el lector se ve invitado a la lectura en un
doble nivel: en uno, asistimos a las burlas de los soldados, como parte del
suplicio del condenado; en otro, sin embargo, lo que se está produciendo es
nada menos que la proclamación de Jesús como rey, por parte de los paganos.
Los soldados lo ridiculizan, al disfrazarlo de rey con una corona de espinas y
un manto de púrpura, y lo abofetean, mientras en tono irónico lo proclaman
“rey de los judíos”. Sin embargo, mientras esto ocurre, el autor subraya
intencionadamente que la autoridad romana “deja bien claro” que no hay ningún
delito que condenar.
Salió de nuevo: quinta escena. Y Pilato hace una proclamación –¡Ecce homo!
“¡Este es el hombre!”–, que ha de entenderse también en aquel mismo doble
nivel: por un lado, es una mera referencia al torturado; por otro, sin embargo,
en la intención del autor, está apuntando nada menos que a la humanidad
realizada. En aquel hombre aparentemente reducido a una piltrafa podemos
contemplar lo que es la plenitud humana.
Pero, a pesar de que Pilato declara, por tres veces, la inocencia de Jesús, las
autoridades judías siguen pidiendo su crucifixión. En su alegato, dan un motivo
que “casa” perfectamente con la teología del cuarto evangelio: la causa de la

366
muerte de Jesús radica en el hecho de haberse considerado “hijo de Dios”.
Ese es justamente el motivo último de la condena, aquello que la ortodoxia
judía no podía tolerar: que la inefable transcendencia de Dios pudiera asociarse
a la existencia concreta de un ser humano. En este sentido, se ha dicho que el
cristianismo plenifica y desborda al judaísmo: el Dios transcendente es visto
ahora, a la vez, como radicalmente inmanente. Según el incipiente credo
cristiano, en la persona de Jesús de Nazaret se funde lo divino y lo humano de
manera indisoluble.
Si esa fue la novedad del cristianismo, en nuestro momento histórico parece
que nos encontramos ante un nuevo “salto” en nuestro camino de comprensión.
Lo que el cristianismo percibe en Jesús es, en realidad, lo que ocurre en todo
ser humano. Cada uno –y cada ser– es divino-humano: todos compartimos el
mismo Fondo –común a todo lo que es– en formas particulares diferentes, pero
en ningún caso separadas.
Con esta comprensión se abre un nuevo paradigma, una clave de lectura
radicalmente nueva, si bien se halla en línea con lo que siempre había intuido y
afirmado la sabiduría perenne. Lo que ocurre es que esta clave –advaita o no
dual– resulta peligrosa para todas las religiones: porque, si bien las lleva a su
plenitud, en el mismo movimiento, las cuestiona de manera radical. Lo cual
explica también el hecho de que las corrientes místicas hayan sido vistas
siempre con recelo por parte de la religión institucional. Los místicos son quienes
viven plenamente la religiosidad pero, por ello mismo, la desbordan por
completo, porque su propia vivencia los conduce siempre “más allá” de los
parámetros considerados infranqueables por la institución religiosa.
Pilato vuelve a entrar para entablar un nuevo interrogatorio. Su pregunta
–“¿de dónde eres tú?”– encaja también completamente en toda la temática de
este evangelio. Como si el redactor –para quien Jesús es, antes que nada, el
“emisario divino”– quisiera hacer ver que, tras la apariencia del Maestro de
Nazaret, se esconde un misterio que intriga incluso al propio gobernador.
Jesús, sin embargo, permanece en silencio. Este tema es resaltado también
por los sinópticos (Mc 15,5) y pone de manifiesto una actitud de dignidad. En
efecto, el silencio no es mero mutismo, sino un estado de consciencia, en el que
la persona se halla en conexión con su identidad más profunda. Tal estado es
fuente de serenidad, confianza, seguridad… e incluso amor.
Pero Pilato no se conforma y vuelve a insistir, apelando a su poder decisorio

367
sobre la vida y la muerte. Y aquí es donde el redactor vuelve a otro de sus
temas recurrentes: la autoridad viene de “lo alto”.
En aquella cosmovisión premoderna, “arriba” o “lo alto” aludía directamente a
la divinidad, estableciéndose así un estricto dualismo entre “Dios” (“allá arriba”)
y su creación (“aquí abajo, en la tierra”). En conclusión, se vio a Dios como un
ser separado y exterior, que intervenía en el mundo como un factor más –el
más decisivo– como si de una fuerza mundana se tratara.
Ni qué decir tiene que, una vez superada aquella cosmovisión, particularmente
con la llegada de la Modernidad, se empezó a rechazar masivamente la
imaginería de un dios exterior, que no era sino una proyección absolutamente
antropomórfica. En el paradigma moderno, resulta totalmente inaceptable tal
figura exterior y separada, como pone de relieve el libro de Roger Lenaers:
“Aunque no haya un Dios ahí arriba” 1.
Los hombres y mujeres de la modernidad dan por descontado que no existe
ningún “piso de arriba” en el que viva y actúe algún “ente” llamado “Dios”. Por
eso, en la medida en que las religiones siguen hablando de ese Dios no
producen sino una desafección cada vez mayor.
Es cierto que la inercia de tantos siglos todavía pesa en nuestras mentes. Pero
el proceso parece imparable: nos hallamos en el umbral del pos-teísmo. Lo cual
no significa, evidentemente, negar la dimensión espiritual del ser humano, sino
releerla desde una nueva cosmovisión, más acorde con nuestro nivel de
consciencia 2.
No siempre se trata de una traducción fácil, porque las palabras y expresiones
siguen arraigadas en el imaginario religioso y no es extraño que se considere
como una “traición” lo que simplemente es una deconstrucción de una forma ya
caduca. El abandono de la idea de un dios separado y exterior suele provocar
sentimientos de orfandad no siempre fáciles de asumir. Sin embargo, no parece
que tal imagen pueda sostenerse por mucho tiempo.
No hay nadie “ahí arriba”, porque no existe un “arriba” separado. Todo es –
somos– una gran red inextricablemente interrelacionada. Por eso, “Dios” no es
sino la palabra con la que queremos referirnos al Misterio original y uno que en
todo se expresa, a la Mismidad de todo lo que es.
De ahí es de donde viene la vida… y la autoridad, como responde Jesús a
Pilato. La autoridad no es del ego –cuando se la apropia, suele cometer
desastres–, sino del Fondo común y compartido. Y la ejerce limpiamente la

368
persona que se comprende en su verdadera identidad, como un cauce o canal a
través del cual el Misterio se está expresando constantemente.
El evangelista insiste en el interés de Pilato por poner en libertad a Jesús. Sin
embargo, los judíos recurren a un argumento que, para alguien que quisiera
hacer carrera política, podía resultar decisivo. “Amigo del César” era un
importante título, que se aplicaba a alguien que gozaba de la confianza del
emperador. Parece que el riesgo de perder ese título decidió finalmente a Pilato
a ordenar la muerte de Jesús. En definitiva, el miedo cierra a la verdad y lleva a
tomar decisiones en contra de nosotros mismos.
En la medida en que estamos identificados con el ego, recurriremos a
cualquier cosa con tal de sostenerlo y fortalecerlo. Este engaño –la creencia de
que el yo particular es nuestra verdadera identidad– constituye la primera
ignorancia, de donde se genera toda confusión y sufrimiento. Porque se
hipoteca todo en servicio de algo ilusorio y, en último término, erróneo.
Pilato sale una última vez y se sienta en el tribunal, en un lugar llamado en
arameo Gábbata, que se traduciría en griego como Lithostrotos. El término
griego significa “enlosado” o “lugar pavimentado”; gábbata, sin embargo,
significa “altura”. Ambas cosas podrían ser ciertas: el tribunal se hallaba situado
en un espacio enlosado y colocado a una cierta altura.
El significado del original arameo conecta profundamente con la teología
joánica, que presenta a Jesús “levantado en alto” (3,14; 18,28; 12,32). Una
altura que remitiría a la cruz, donde el procurador romano mandaría fijar la
causa de su condena, que no sería otra que la realeza. La proclamación de Jesús
rey –que Pilato proclama en el juicio– encontrará su realización precisamente en
la cruz.
Todo el relato del proceso parece orientado a esta última proclamación: “¡He
aquí a vuestro rey!”. Y la realiza nada menos que el representante del poder
político, pagano, frente al rechazo frontal de los judíos que exigen la crucifixión.
Sin duda, detrás de todo ello se encuentra la experiencia de las comunidades
joánicas, en su conflicto con las autoridades judías de finales del siglo I. Desde
esa perspectiva, pone en boca de los dirigentes judíos una expresión
absolutamente blasfema para el judaísmo: “Nuestro único rey es el César”.
El autor del evangelio fija también el momento: es el día de la preparación, a
la hora sexta, es decir, la víspera de la pascua, hacia el mediodía. Es la hora en
que se sacrificaba el cordero pascual. La alusión del autor no puede ser más

369
explícita. Como se había recordado desde el inicio del evangelio, Jesús es “el
cordero de Dios” (1,36).
Si la imagen de un dios exterior (“ahí arriba”) resulta insostenible para una
cultura moderna, aquella del “cordero” aún chirría más en los oídos de nuestros
contemporáneos. Válida en una cultura ganadera y dentro de la historia de
Israel –el cordero pascual era el símbolo nada menos de que la liberación del
pueblo–, resulta para nosotros anacrónica y carente de significado.
En realidad, no solo la imagen del “cordero de Dios”, sino aquella otra con la
que juega el redactor más notable del cuarto evangelio –la de Jesús como
“emisario divino”– se vuelve también irrelevante si se entiende de un modo
literal. En efecto, si no hay un Dios separado, ¿quién habría de venir desde él?
Imágenes que pueden resultar significativas serían aquellas que hablen de
transparencia. En esta clave, Jesús puede ser visto como la transparencia
humana del Misterio, o como “espejo” de lo que, en último término, somos
todos, en la única identidad compartida.

370
Jesús crucificado: cuando todo se cumple (19,17-37)

Se hicieron, pues, cargo de Jesús que, llevando a los hombros su propia


cruz, salió de la ciudad hacia un lugar llamado “La Calavera” (que en
lengua de los judíos se dice “Gólgota”). Allí lo crucificaron y crucificaron
con él a otros dos, uno a cada lado de Jesús.
Pilato mandó escribir y poner sobre la cruz un letrero con esta
inscripción: “Jesús de Nazaret, rey de los judíos”. La inscripción fue leída
por muchos judíos, porque el lugar donde Jesús había sido crucificado
estaba ceerca de la ciudad. Además, estaba escrito en hebreo, en latín y
en griego. Los jefes de los sacerdotes se presentaron a Pilato y le dijeron:
—No pongas: “El rey de los judíos”, sino más bien: “Este hombre ha
dicho: Yo soy el rey de los judíos”.
Pero Pilato les contestó:
—Quede escrito lo que yo mandé escribir.
Los solados, después de crucificar a Jesús, se apropiaron de sus
vestidos e hicieron con ellos cuatro lotes, uno para cada uno. Dejaron
aparte la túnica. Era una túnica sin costuras, tejida de una sola pieza de
arriba abajo. Los soldados llegaron a este acuerdo:
—No debemos dividirla; vamos a sortearla para ver a quién le toca.
Así se cumplió el texto de la Escritura: “Dividieron entre ellos mis
vestidos y mi túnica la echaron a suertes”. Eso fue lo que hicieron los
soldados.
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre,
María la mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, al ver a María y
junto a ella al discípulo a quien tanto quería, dijo a su madre:
—Mujer, ahí tienes a tu hijo.
Después dijo al discípulo:
—Ahí tienes a tu madre.
Y desde aquel momento, el discípulo la recibió como suya.
Después, Jesús, sabiendo que todo se había cumplido, para que
también se cumpliese la Escritura, exclamó:
—Tengo sed.
Había allí una jarra con vino agrio. Los soldados colocaron en la punta
de una caña una esponja empapada en el vino agrio y se la acercaron a la
boca. Jesús gustó el vino agrio y dijo:
—Todo está cumplido.

371
E inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Como era el día de la preparación de la fiesta de pascua, los judíos no querían
que los cuerpos quedaran en la cruz aquel sábado, ya que aquel día se
celebraba una fiesta muy solemne. Por eso pidieron a Pilato que ordenara
romper las piernas a los crucificados y que los quitaran de la cruz.
Los soldados rompieron las piernas a los dos que habían sido
crucificados con Jesús. Cuando se acercaron a Jesús, se dieron cuenta de
que ya había muerto; por eso no le rompieron las piernas. Pero uno de los
soldados le abrió el costado con una lanza y, al punto, brotó de su costado
sangre y agua.
El que vio estas cosas da testimonio de ellas, y su testimonio es
verdadero. Él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis.
Esto sucedió para que se cumpliese la Escritura, que dice: “No le
quebrarán ningún hueso”. La Escritura dice también en otro pasaje:
“Mirarán al que traspasaron”.

El autor del evangelio subraya intencionadamente el hecho de que fue Jesús


quien llevó su propia cruz. Los condenados solían llevar el travesaño horizontal;
el palo vertical se hallaba ya clavado en el lugar de la ejecución. Desde el
palacio del gobernador hasta el Gólgota había unos 400 metros.
El evangelista, que ve la cruz como exaltación, insiste en el letrero colocado
en ella, escrito en la lengua del país, y en las dos lenguas principales del
Imperio: Jesús aparece así como Rey universal. Quizás se trate de un añadido
del redactor, que quiso realzar la universalidad: era normal que se escribiese el
motivo de la condena, pero no el hacerlo en las tres lenguas.
Por su parte, la respuesta de Pilato a los sacerdotes, que piden modificar el
texto, apunta a que se trata de una realidad irrevocable. La realeza de Jesús es
definitiva e indeleble.
Pero, ¿en qué consiste la “realeza”? En culturas anteriores, la respuesta
parecía tan evidente que la pregunta misma hubiera carecido de sentido.
Realeza era sinónimo de poder (prácticamente, absoluto), por lo que tenía que
ser un término aplicado con propiedad a Dios. De hecho, en Israel –una vez
instaurada la monarquía, con Saúl–, Dios es reconocido y aclamado como “Rey”
del pueblo.
No es extraño que las comunidades cristianas vieran a Jesús como el “rey”
esperado, descendiente de David pero, sobre todo, “emisario divino”, en la línea

372
en que lo presenta el cuarto evangelio.
Posteriormente, en la medida en que la Iglesia fue adquiriendo poder, se
proyectaron en Jesús todos los atributos del emperador, en paralelo a la
constitución de la propia Iglesia como monarquía absoluta. En cierto modo,
podría decirse que ese proceso habría de culminar en la proclamación solemne,
por parte de la Iglesia, de “Cristo Rey”, en una época relativamente reciente
(año 1925), justo cuando las monarquías absolutas estaban declinando.
Indudablemente, como ocurre con tantas palabras, bajo el término “realeza”
pueden abrigarse conceptos bien diferentes: desde el cuidado por el pueblo
hasta el despotismo excluyente. Y parece obvio que el significado variara a tenor
de lo que viviera el grupo que reconocía a Dios –o a Jesús– como “rey”.
Actualmente, resulta una expresión, no solo anacrónica, sino inasumible, en la
que se refleja, una vez más, el antropomorfismo de las religiones teístas. Se
proyectaba en la divinidad, aliénandose a ella, la protección absoluta que los
seres humanos parecían incapaces de garantizarse. En definitiva, se trataba de
otra más de las estratagemas del yo para seguir sobreviviendo.
Desde el paradigma moderno, la imagen de Dios como “rey” no se sostiene. Y
en la comprensión no-dual, tal expresión queda radicalmente reformulada.
El único “rey” es lo Real, lo que es. Y todos somos “reyes” en cuanto
compartimos aquel mismo núcleo originario y fontal, que constituye nuestra
identidad más profunda. Somos “reyes” porque lo Real se manifiesta y expresa
en estas formas concretas. Por eso, a mayor desapropiación y desidentificación
del yo, mayor transparencia, es decir, mayor “realeza”.
Así pueden entenderse las afirmaciones de Jesús: su realeza “no es de este
mundo” –es decir, no radica en las formas que giran en torno al ego– y ha
venido para ser “testigo de la verdad” –es decir, del misterio de lo Real, al que
llamaba “Padre”–.
Por eso, cuando una persona vive así, transparenta “realeza”, o lo que es lo
mismo, libertad interior, integridad, coherencia, dignidad…, hasta el punto de
que, como se pone de manifiesto en el interrogatorio, tanto del sumo sacerdote
como del gobernador romano, la víctima aparece como “rey”.
Llegados al lugar de la crucifixión, los soldados se reparten la ropa. El autor
del cuarto evangelio, a diferencia de los sinópticos, divide la acción en dos
tiempos: los “vestidos” (ropa exterior), que reparten en cuatro lotes; y la
“túnica” (camisa larga interior, indivisible), que sortean. Parece que el motivo no

373
es otro que la fidelidad literal al texto del Salmo 22, de la traducción griega de
“Los LXX”. Esto significa que, a medida que iba avanzando la comunidad, se fue
haciendo una relectura de la vida de Jesús a partir de la Escritura judía.
Posteriormente, aparecerían diferentes lecturas simbólicas. En cuanto a los
vestidos, dado que el número cuatro designa a la humanidad, significaría que
alcanzan a todo el cosmos; el hecho de que la túnica fuera “sin costuras”
aludiría a unidad irrompible entre Jesús y los suyos (la Iglesia) o entre Jesús y la
humanidad.
Esta última simbología se llena de sentido en una lectura no-dual. Como nos
recuerda también la propia física cuántica, no existe nada separado de nada;
todo es una gran red de interrelaciones, sin fisuras, sin costura posible.
En efecto, en cuanto acallamos la mente separadora –la única que esablece
límites, fronteras y separaciones en lo Real–, se hace manifiesta la unidad-en-la-
diferencia, es decir la no-costura de todo lo que es.
Toda la tradición evangélica conviene en presentar a un grupo de mujeres
“junto a la cruz” de Jesús. El objetivo parece claro: estas mujeres, galileas y
seguidoras de Jesús, tras la huida de los discípulos, harían de “nexo de unión”
entre la cruz y la resurrección.
Sin embargo, la expresión “junto a la cruz” habría que entenderla en sentido
figurado, a pesar de la apariencia de cercanía que subraya el autor –y a pesar
también de toda la imaginería piadosa que ha creado tantas imágenes en las
que María y Juan aparecen literalmente “abrazados” al madero–, ya que los
soldados no permitían esa proximidad con quienes eran crucificados.
Por lo demás, como ocurre en otras ocasiones, el relato joánico presenta unas
caracerísticas propias, estrechamente relacionadas en este caso con la figura del
“discípulo amado”.
El interés primario del autor radica en presentar a ese discípulo innominado
como el “heredero” directo de Jesús. Al lado de la “madre”, aparece revestido de
una especial “fraternidad” con el propio Maestro. Las comunidades joánicas
estarían orgullosas de haberse consolidado sobre el testimonio de este discípulo.
El relato introduce la presencia de cuatro mujeres, en dos parejas: la madre
de Jesús con la hermana de esta, y María Magdalena con la mujer de Cleofás. La
inclusión de la madre parece del todo artificial. De haber sido así, los otros
evangelistas no lo hubieran pasado por alto. Lo cual significa que nos hallamos
ante un relato simbólico, creado en función de resaltar la figura del “discípulo

374
amado”. Por otro lado, no es presumible tal diálogo en una situación semejante.
Como había ocurrido en Caná (2,4), Jesús se dirige a su madre llamándola
“mujer”, un término con el que se solía designar a la esposa. Se trata, por tanto,
de una figura que representa a otra realidad, en concreto, a la “esposa fiel”, al
“resto de Israel”, de donde ha venido el Mesías.
Así, siguiendo esa lectura simbólica, “junto a la cruz” encontramos la “nueva
comunidad”: el Israel fiel (María) y el discípulo amado junto con María
Magdalena, símbolos del nuevo pueblo. Este es llamado a acoger la herencia del
mejor Israel.
La muerte de Jesús es narrada con sencillez, sin el acompañamiento de
fenómenos extraordinarios, como ocurría en los sinópticos: la cortina del templo
rasgada, la confesión del centurión romano (Mc 38-39), el temblor de tierra,
sepulcros que se abren (Mt 27,51-52)…
Juan, por el contrario, sigue haciendo hincapié en el conocimiento que Jesús
tiene de los acontecimientos (“sabiendo que todo se había cumplido”), así como
en su aceptación incondicional (“todo está cumplido”).
La alusión al “vino agrio” (no vinagre) se remonta al Salmo 69,22. Se trataba
de la bebida común entre la gente humilde para apagar la sed. Quizás por ello,
el autor introduce la expresión “Tengo sed”, sustituyendo de ese modo aquella
otra que aparece en el evangelio de Marcos (Mc 15,34) y que, aun estando en el
Salmo 22, podía resultar más escandalosa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado”.
Junto con ella, el autor pone en boca de Jesús otra expresión propia de este
evangelio, en línea con una de las claves de su relato: el cumplimiento de la
voluntad del Padre hasta el final. Jesús muere justamente cuando “todo está
cumplido”. En realidad, todo ocurre en el momento preciso. La sabiduría
consiste en saber verlo. Y ello requiere la capacidad de alinearse con la Vida,
dejándose fluir con ella. Esto, en lenguaje religioso, se expresa como sumisión a
la voluntad de Dios.
Todo lo que ocurre no es sino despliegue de la Vida, desde su misma
sabiduría. Cualquier resistencia nace del ego y de su pretensión de saber mejor
que la vida lo que es adecuado, y no consigue sino provocar sufrimiento. Por el
contrario, al aceptar lo que es, en una actitud sabia de rendición, nos alineamos
con la corriente de la vida y brotará de nosotros, no la acción que el ego pudiera
decidir, sino la acción adecuada al momento. Lo cual requiere aprender a vivir

375
en el presente, único lugar de vida y de sabiduría.
La rendición total culmina justamente en la “entrega del espíritu”. Entregamos
nuestro propio yo y la Vida se manifiesta plenamente en nosotros. Es por eso
que, al morir, despertamos completamente a la verdad de lo que somos.
Ya he indicado antes que el autor hace coincidir la muerte de Jesús con la
hora en que se sacrificaba el cordero pascual, imagen que había aplicado a
Jesús como “el cordero de Dios”.
Sobre esa misma simbología construye el relato de la lanzada. En otra ironía
dramática, los judíos no quieren que los cuerpos queden a la vista, porque era
una fiesta muy solemne. Al poder le suele resultar más incómoda la apariencia
que la realidad. No parece molestarle tanto que haya pobres, cuanto que den
mala imagen a la ciudad. Aquí también, no importaba tanto el suplicio de
aquellos hombres, como el hecho de que el espectáculo sangriento quedara a la
vista.
Pero quizás sea un añadido del redactor, ya que según la norma judía, como
se pone de relieve en la Escritura, los cadáveres de los ajusticiados debían ser
enterrados el mismo día de la ejecución (Deut 21,22-23). En la práctica, los
crucificados no tenían derecho a la sepultura; lo habitual era que murieran
lentamente en la cruz, y después sus cadáveres eran devorados por los animales
o echados a una fosa común, sin ningún tipo de honras fúnebres. Sin embargo,
en alguna ocasión, la autoridad romana permitía que fueran sepultados.
El motivo de “quebrar las piernas”, efectuado con una maza, era una práctica
frecuente para acelerar la muerte de los crucificados: el hundimiento del cuerpo
provocaba una muerte rápida por asfixia. El relato afirma que, al encontrar ya
muerto a Jesús, no le quebraron las piernas, sino que un soldado le perforó el
costado con una lanza, “y al momento salió sangre y agua”.
Esta afirmación no hay que entenderla como una descripción literal, sino
simplemente como una certificación de la muerte. Se pensaba que la sangre y el
agua eran los dos elementos básicos del cuerpo humano vivo. Decir que salen
del cuerpo es una forma plástica de expresar que ha muerto.
A continuación, el mismo glosador que introdujo la figura del “discípulo
amado”, como garante de la fe de la comunidad, lo hace aparecer aquí, como
testigo de lo ocurrido. De hecho, el papel de ese discípulo no es otro que el de
atestiguar, de cara a sostener la fe de los grupos joánicos.
Y el relato termina con otro añadido, en el que se interpretan dos textos de la

376
Escritura. Por una parte, el Salmo 34,21, donde se afirma que Dios está con el
justo y cuida sus huesos, de manera que “ni uno solo se le romperá”. Por otra,
un texto de Zacarías (12,10), que el redactor, un tanto forzadamente, aplica al
justo sufriente y, ahora, a Jesús.
Aparece, una vez más, el marcado interés de aquellos primeros seguidores de
Jesús por leer su vida y su muerte a la luz de sus Escrituras. Para ellos, en
polémica con los judíos, suponían un testimonio valioso que probaba la verdad
de su nueva fe.

377
La sepultura: no se puede enterrar la Vida (19,38-42)

Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque


lo mantenía en secreto por miedo a los judíos, solicitó de Pilato el permiso
para hacerse cargo del cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió.
Entonces él fue y tomó el cuerpo de Jesús. Llegó también Nicodemo, el
que en una ocasión había ido a hablar con Jesús durante la noche, con
unos treinta kilos de una mezcla de mirra y áloe. Entre los dos se llevaron
el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas de lino bien empapadas en
la mezcla de mirra y áloe, siguiendo la costumbre judía de sepultar a los
muertos.
Cerca del lugar donde fue crucificado Jesús había un huerto y, en el
huerto, un sepulcro nuevo en el que nadie había sido enterrado. Y allí, por
razón de la proximidad del sepulcro, y además por ser la víspera de la
fiesta, depositaron el cuerpo de Jesús.

Con respecto a la sepultura de Jesús, se plantean no pocos interrogantes.


Como ha quedado dicho más arriba, no está claro que los romanos concedieran
el cuerpo de los crucificados a los familiares; más bien parece que, como parte
del castigo, los dejaban en la cruz hasta que eran devorados por animales
salvajes, o bien los echaban a un osario común.
Por otro lado, encontramos una contradicción en los textos: para los
sinópticos, Jesús habría sido sepultado en un sepulcro excavado en roca; sin
embargo, Juan nos dice que, “en el lugar donde había sido crucificado había un
huerto y en él un sepulcro nuevo, en el que nadie había sido sepultado”. Es
cierto que este texto ha de leerse en una clave simbólica, en la que el “huerto”
hace referencia al Edén original, de donde surgió la vida, y al “huerto” del
Cantar de los Cantares, como lugar de los amores. Con todo, la contradicción no
deja de ser significativa.
Finalmente, nos encontramos con la enigmática figura de José de Arimatea,
que aparece por primera vez en el relato. Y que, a lo largo de la primera
tradición de los discípulos, se irá presentando en términos cada vez más
definidos y elogiosos. Eso mismo nos hace dudar de la veracidad de esa
tradición.
En efecto, para Marcos, se trata sencillamente de un “miembro distinguido del
Sanedrín (que) esperaba el reino de Dios” (Mc 15,43). En Lucas, se nos dice que
“pertenecía al Consejo (Sanedrín), era justo y honrado y no había consentido en

378
la decisión de los otros ni en su ejecución, y esperaba el reinado de Dios” (Lc
23,50-51). Mateo añade una novedad decisiva, al señalar que “había sido
discípulo de Jesús” (Mt 28,57), lo cual resulta sumamente extraño, ya que no
había sido nombrado con anterioridad. Juan, por fin, lo presenta como un
“discípulo clandestino de Jesús, por miedo a los judíos” (19,38).
Como decía, el “ascenso” de esta figura dentro de la tradición nos lleva a
sospechar que se trata, simplemente, de una elaboración posterior de la
comunidad. Como mucho, cabría pensar en José de Arimatea tal como lo
presenta Marcos: un “miembro del Sanedrín y judío piadoso”. No podría
descartarse que, dado el carácter sagrado que revestía la sepultura para los
judíos, fuera el encargado de enterrar a los crucificados 3. Poco más podemos
decir sobre ello.
En cualquier caso, el interés piadoso de esta narración –al menos, tal como ha
llegado a nosotros– no cuadra con la realidad histórica: la cantidad del perfume
(unas cien libras equivalen a unos treinta kilos) es desorbitada; a pesar de que
hace alusión a “la costumbre judía de sepultar”, no menciona dos elementos
fundamentales en aquella praxis: el lavado y la unción del cuerpo completo;
envolverlo con vendas de lino junto con el perfume no es propiamente una
unción.
Por todo ello, es posible pensar que, además de un relato piadoso, nos
encontremos ante una narración simbólica. Parece que la mirra y el áloe eran
aromas que se empleaban, no para embalsamar, sino para perfumar la alcoba
(Prov 7,17). En la Biblia, además, este tipo de perfumes tiene un claro sentido
nupcial (Sal 45,9; Cant 3,6ss). Todo esto casaría con la imagen del “huerto” tal
como aparece en el Cantar de los cantares, por lo que, en realidad, en la
intención del autor, se trataría no tanto de una sepultura, cuanto de un lecho
nupcial.
El cuerpo de Jesús es “depositado” ahí, como en un lecho nupcial, en
comunión con todo lo que es. La Vida no se puede enterrar; lo que se deposita
en el lecho no es sino otra forma que la misma vida adopta. Y no se puede
enterrar porque no es “algo” que empieza y acaba. Vida es la Realidad de lo que
es. No es algo que nos acompaña durante un cierto tiempo; somos Vida, que se
expresa en esta forma.

379
1. R. LENAERS, Aunque no haya un Dios ahí arriba. Vivir en Dios, sin dios, Abya Yala, Quito 2013. El
mismo autor había escrito con anterioridad Otro cristianismo es posible. Fe en lenguaje de
modernidad, Abya Yala, Quito 2008. Por mi parte, he tratado de comprender el paso de un
paradigma a otro, en ¿Qué Dios y qué salvación? Claves para entender el cambio religioso,
Desclée De Brouwer, Bilbao 22008.
2. E. MARTÍNEZ LOZANO, Vida en plenitud. Apuntes para una espiritualidad transreligiosa, PPC, Madrid
32013; ID, Cristianos más allá de la religión. Cristianismo y no-dualidad, PPC, Madrid 32016.

3. No falta quien piensa que, dado que no aparece el lugar de Arimatea en documento alguno,
posiblemente se trate de un error de traducción: “Los evangelistas interpretaron seguramente
José “har-ha-mettin”, que significa en hebreo “José de la fosa de los muertos”, es decir, José el
sepulturero, por José de Arimatea”: J.M. DE CASTELLS, Los siete rostros de Jesús. Una historia
diferente del origen del cristianismo, Intermedio Editores, Bogotá 2009, p. 26.

380
20

381
Relatos de apariciones:
la Vida no muere

“La paz esté con vosotros” (Jn 20,21).

Si toda la vida de Jesús es leída y reinterpretada a partir de la fe pascual, eso


se intensifica en los relatos que aluden a la resurrección. Nos hallamos ante una
realidad que trasciende las dimensiones espaciotemporales y que, en ese
sentido, se halla fuera de la “historia”.
Los relatos de apariciones, por tanto, son construcciones post-pascuales,
escritos realizados desde una perspectiva de fe. Textos que buscan transmitir la
experiencia de aquella primera comunidad y catequesis que aspiran a fortalecer
la fe de los discípulos.
Los escritos en torno a la resurrección –relatos de las apariciones y de la
tumba vacía– intentan plasmar y comunicar lo que para aquellos hombres y
mujeres fue una experiencia viva y transformante. Pero una experiencia que
trasciende lo meramente empírico. Por eso, tales relatos no pretenden –ni
hubieran podido– ser una crónica periodística de lo ocurrido. Como ponen de
relieve los exegetas y teólogos más rigurosos, tanto el acontecimiento mismo de
la resurrección como las apariciones del Resucitado “ocurren” en un nivel que
trasciende el tiempo y el espacio. Siendo acontecimientos absolutamente reales,
no pertenecen al ámbito de la historia. Se trata, por decirlo brevemente, de una
experiencia transpersonal.
La corporalidad de Jesús resucitado –de toda persona que muere– trasciende
radicalmente la condición espacio-temporal; por tanto, no tiene –ni puede
tener– ninguna de las cualidades físicas que constituían su cuerpo mortal. El
carácter no-material de su cuerpo solo resulta accesible en una experiencia que
trasciende lo empírico y lo puramente mental. Esto es, probablemente, lo que
vivieron los discípulos.
Tras la experiencia vivida, aparecen los relatos en los que resulta llamativa la

382
firmeza de su testimonio, expresado en textos plurales y distintos, pero
habitados todos ellos por un espíritu de convicción, gozo, fortaleza,
transformación… Sin embargo, al tratarse de algo que no puede encerrarse en
los límites de la mente, aquellos hombres y mujeres tuvieron que recurrir al
lenguaje simbólico, en el que fueron escritos los textos que han llegado hasta
nosotros, y que se expresan, como no podía ser de otro modo, en unas
categorías míticas hoy definitivamente caducadas: se dejó tocar, se dejó ver,
comió, ascendió entre las nubes, subió al cielo, está sentado a la derecha del
Padre...
Ahora bien, más allá de las expresiones que tienen que utilizar para dar
cuenta de lo que han percibido, más allá de la insostenible literalidad de las
palabras empleadas, podemos apreciar en sus testimonios tanto el dinamismo
de la Presencia experimentada, como los efectos de esa misma experiencia,
junto con algunas “indicaciones” para poder abrirse a ella. En este sentido, los
relatos son también catequesis que buscan transmitir y, a la vez, posibilitar el
encuentro con el Resucitado; encuentro que ocurrirá, como no puede ser de
otro modo, en el nivel de lo transpersonal o transmental.
Esto significa que únicamente podemos ver al Resucitado en la medida en que
lo somos, es decir, en tanto en cuanto accedemos a nuestra verdadera
identidad, que no es el yo, sino la Vida. Ahí caen, por fin, todos los velos y se
muestra radiante la luz de la Pascua, a la que se refieren los textos.

Como en otras ocasiones, en el caso del cuarto evangelio, puede rastrearse la


existencia de un relato antiguo, acerca del sepulcro vacío, en línea con la
tradición sinóptica. Sobre él, redactores posteriores fueron prologando la
narración, hasta llegar a la que hemos recibido.
Lo que parece claro es que nos hallamos, probablemente, ante uno de los
pasajes más cuidados del evangelista. Para empezar, nos va a trasmitir una
aparición de Jesús en clave del Cantar. Las alusiones a este libro son varias.
Como la esposa del Cantar que fue de noche en busca de su amado (Cant 3,1),
María Magdalena, que va de noche en busca de Jesús, representa a la
comunidad cristiana que, al amanecer del día de Pascua, todavía no tenía fe. En
un momento, habla en plural (en nombre de la comunidad); luego, en singular
(convertida en la amada de Jesús, personificación de la comunidad joánica).
Ya dijimos que el sepulcro parecía más un lecho nupcial: Jesús ha sido ungido
con cien libras de mirra y áloe, los perfumes del esposo del Salmo 45 y del

383
Cantar (4,14-15). Esos aromas se empleaban para perfumar la alcoba, no para
embalsamar un cadáver.
Por otra parte, la búsqueda de los amigos de Jesús por parte de la Magdalena
nos recuerda la de la novia del Cantar, corriendo por calles y plazas (3,2). Una
vez que lo descubre, quiere llevárselo, lo agarra, al igual que la del Cantar
quiere retener a su amado. Jesús le dirá que le suelte porque todavía no ha
subido al Padre. Los discípulos no deberán seguir buscando al Jesús terreno,
sino al “Yo soy” único, que se manifestó en el Maestro, pero que constituye la
identidad de todos.
Los lienzos extendidos simulan un lecho preparado. Pedro y el discípulo
amado son los testigos por parte de la novia, mientras que los dos ángeles
representan al novio.
En la mente del evangelista, el huerto de la sepultura es el huerto del Génesis,
leído desde el Cantar. Se ha iniciado la “nueva creación” –el día primero de la
semana– y la “nueva alianza”. Ese es el significado profundo de la resurrección.
En la segunda parte del capítulo, el autor pondrá la atención en los nuevos
discípulos, que no vivieron aquellos primeros momentos. Y a ellos los declarará
“dichosos” por creer sin necesidad de haber visto.

384
Las “vendas”, signos de vida (20,1-9)

El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al


amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a
quien quería Jesús, y les dijo:
—Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han
puesto.
Salieron Pedro y el otro discípulo, camino del sepulcro. Los dos corrían
juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó
primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no
entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: Vio las
vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no
por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al
sepulcro, vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de
resucitar de entre los muertos.

El simbolismo de este texto, de una riqueza extraordinaria, empieza jugando


con contrastes. Para quien ha vivido la experiencia, se trata del “primer día de la
semana”; para María Magdalena, sin embargo, todavía es de noche: “está
oscuro”. Sabemos que para el autor del cuarto evangelio, la noche es sinónimo
de oscuridad, confusión, ignorancia; el “primer día”, por el contrario, alude a la
“nueva creación”. A la oscuridad de quienes aún no lo han experimentado, los
testigos proclaman: Jesús ha resucitado y su resurrección constituye una “nueva
creación” del mundo, sobre cimientos de vida y certeza definitivas.
Un contraste similar es el que muestra a María marchando al sepulcro –el
“sepulcro” es el lugar de la muerte y de la desesperanza–, cuando la realidad es
que “la losa estaba quitada”, es decir, la muerte había sido vencida. Imagen
que, entre líneas, nos sugiere algo profundamente sabio: debajo de cada “losa”
que parezca aplastarnos, hay vida que quiere resucitar.
Más profundamente aún, no hay ninguna “losa”: nada es capaz de aplastar la
vida. Cualquier “losa” que nuestra mente pueda imaginar ha sido ya “quitada”:
lo que somos, se halla siempre a salvo; la vida no puede ser derrotada.

385
Pero María sigue sin “ver” –no ve más allá del Jesús difunto– y recurre a una
explicación “racional”: “Se lo han llevado”. Con todo, no deja de buscar; echa a
correr… y contagia a los discípulos en su misma búsqueda, aunque también
estos no piensan más que en el “sepulcro”, es decir, en la muerte como final.
Continúa el simbolismo: lo que ven no es al Resucitado, sino “vendas” y
“sudario”. El apunte que habla del “sudario enrollado en un sitio aparte” parece
querer indicar que no se ha tratado de un robo del cadáver. Pero tanto las
vendas como el sudario no son elementos que “produzcan” por sí mismos la fe
en la resurrección: es lo que le ocurre a Pedro. Se requiere una forma de “ver”
que vaya más allá de la materialidad, o mejor, que sepa descubrir en lo material
la Presencia inmaterial que todo lo ocupa y alienta.
Quien sabe “ver” de ese modo es “el otro discípulo, a quien quería Jesús”. Se
trata del “discípulo amado” que, en el cuarto evangelio, es imagen del verdadero
discípulo.
Como ha quedado dicho, la figura del “discípulo amado” fue introducida por
un redactor posterior, para presentarlo como aquel testigo sólido en el que se
apoya toda la tradición joánica. El relato, que resulta un tanto incongruente
(caminan juntos, pero es el “amado” el primero que llega; se asoma, pero no
entra), plasma lo que fue la vivencia de aquellas comunidades: terminaron
reconociendo a Pedro como representante de la gran Iglesia, pero la “calidad”
de la fe y del testimonio corresponden al discípulo amado. Es un contraste que
se da siempre que el autor coloca juntos a ambos personajes.
En el plano simbólico, es indudable que el amor –que “corre” más deprisa que
la autoridad– capacita para ver. Vienen a la memoria palabras como las de
Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no conoce”; o las de El Principito,
de Antoine de Saint-Exupéry: “Lo esencial es invisible a los ojos; solo se ve bien
con el corazón”. Y es que el amor, por su propia estructura integradora y
unificadora, nos hace descubrir la dimensión más profunda de lo real que, de
otro modo, se nos escapa.
El relato, pues, es una catequesis: una invitación a saber mirar con el corazón
para poder descubrir, en las “vendas” que nos rodean, al Resucitado, la
Presencia de Lo Que Es.
“Vendas” son todo deseo de superación; las ganas que sentimos de ser
mejores; el anhelo de vivir; el amor a los demás y la capacidad de perdón; el
anhelo de plenitud; la belleza de lo que nos rodea; la vivencia del gozo; la

386
esperanza mantenida, en medio del sufrimiento; el silencio; la vivencia del
Presente; la oración; el encuentro personal; la experiencia de ser
transformados…
Lo que ocurre es que la mente dual no sabe qué hacer con esas “vendas”. Las
ve únicamente como “objetos” separados, realidades aisladas, debido a su
propia incapacidad de percibir la Unidad de todo.
Necesitamos acallar la mente, para poder ver “más allá” (más acá) y acceder
así a aquella experiencia transpersonal que los discípulos vivieron y nos
comunicaron, con las categorías propias de su “idioma” cultural.
¿Cómo podemos entenderlo hoy? Una vez superado el nivel mítico de
consciencia y trascendido también el mental, la resurrección de Jesús aparece
como la experiencia de la Vida-Que-Es, en la no-diferencia. Lo que ha sucedido
en él es, en realidad, lo que sucede en todos. La resurrección es un fenómeno
transpersonal: nos introduce en la verdad profunda de lo real, que no es la
“apariencia” separada y fraccionada que nuestra mente nos muestra, sino la
Unidad sin-costuras, no-dual, de la Vida-Que-Es-y-Somos.
Debido a sus propios límites, la mente solo puede darnos respuestas
reductoras. Para ella, nuestra identidad es el yo, y la vida es algo que tenemos.
Mientras permanezcamos identificados con ella y queramos entender la realidad
únicamente desde la razón, no podremos superar el engaño.
Todo se modifica, sin embargo, en cuanto salimos del modelo mental de
conocer: la realidad deja de aparecer como una suma de objetos separados –la
separación, en realidad, es un ilusión producida por la mente–, para mostrarse
como el despliegue de la Vida en infinidad de formas.
Todo es Vida, que puede expresarse como vibración, consciencia, información,
energía, materia… Lo cual no es sino una “extensión” de la célebre fórmula de
Einstein: E = mc2. Masa y energía no son, en esencia, sino la misma y única
realidad, aunque en “condiciones” diferentes. ¡Con razón decía Max Planck, el
padre de la física cuántica y premio Nobel de física en 1918, que “la materia
como tal no existe” !
La vida no es algo que tenemos, sino lo que somos. Lo que tenemos, lo
podemos perder; lo que somos, permanece.
Del mismo modo, mi identidad real no es el yo, tal como la mente creía, sino –
otro nombre de la Vida– la Consciencia que lo percibe. No soy nada de lo que
puedo observar, sino Eso que observa. No soy la mente que habla, sino la

387
Presencia consciente que la escucha hablar. Brevemente, soy –somos– Eso que
es consciente. Para quien realmente soy –la Consciencia–, el yo –la estructura
psicosomática, el organismo cuerpo-mente– no es nada más que un objeto, en
el que, de una forma transitoria, se expresa la Consciencia que soy.
En otro marco de referencia, dentro de otras categorías culturales y religiosas,
la fe cristiana en la resurrección viene a afirmar, de fondo, lo mismo. La
resurrección de Jesús es la proclamación irrefrenable de que la muerte no es
sino un “paso” en el que, paradójicamente, despertamos a la Vida que somos. Ni
el aparente fracaso, ni la tortura, ni la muerte, ni la angustia de la cruz tienen la
última palabra. La Vida que somos no muere jamás.
No es necesario, por tanto, esperar a la muerte física para morir, ni tampoco
para resucitar. Si queremos vivir como resucitados –tal como vivió Jesús, que
llegó a afirmar: “Yo soy la resurrección y la vida”–, necesitamos comprender la
verdad de quienes somos. En la medida en que lo comprendemos, dejamos de
vivir para el yo –vamos muriendo a él– y nos anclamos en nuestra verdadera
identidad: la Consciencia ilimitada y compartida.
De ese modo, nos experimentamos conectados a la Fuente de todo lo que es
y a la Vida que somos. En esto consiste la sabiduría y la liberación: en la
conexión consciente al Misterio de la Vida, a Dios, sin ningún tipo de separación
ni distancia; sin costuras.
En la tradición cristiana, se ha presentado la resurrección como una “nueva
creación” llevada a cabo por el poder de Dios, que actúa en la muerte como
había actuado, según el relato del Génesis, en la creación del mundo. Desde un
nivel de consciencia en el que la identidad se reduce al yo y en una concepción
lineal de la historia, no podían expresarlo de otro modo: la vida es algo que nos
espera más allá, en el futuro, después de la muerte, gracias a una nueva
intervención de Dios.
Desde un nivel de consciencia transpersonal y desde el modelo no-dual de
cognición, se nos hace evidente esta afirmación: Todo es Ahora. Ahora es la
Vida, Ahora es la “resurrección”…, aunque todavía no lo hayamos descubierto.
Pero basta acallar la mente para, al menos, atisbar que Todo es.
La mente se queda en las “formas”, y hace una lectura en la que se espera un
futuro mejor. Pero ya somos conscientes también de que el único que desea el
futuro es el ego, por una doble razón: porque en el presente desaparece y
porque, vacío como es, sueña con un futuro imaginado en el que poder saciar

388
finalmente su inherente insatisfacción.
El ego corre, como los discípulos, pensando que en el futuro se sentirá mejor.
Con frecuencia, corre tan deprisa que no repara en ninguna otra cosa que no
sea su propia expectativa (o su propia creencia). En ocasiones, parece recibir la
gracia de poder ver “las vendas” y de ver a través de ellas.
En realidad, para quien está atento, todo son “vendas”, signos, señales,
aberturas, resquicios, ranuras, grietas por donde se cuela la Vida. Todo puede
ser oportunidad para ir despertando a quienes realmente somos y reconocernos
conectados a la Vida.
Pero, por lo general, para poder ver el significado que las “vendas” contienen,
se requiere atención. Una atención que nos hace estar en el momento presente
y acalla el parloteo mental. En ese Silencio, podrá desvelarse ante nuestros ojos
la Presencia y reconocernos como la Consciencia que somos y que se despliega
momentáneamente a través de lo que llamamos “nuestras historias personales”.
Sea cual la sea la historia o el “papel” que se nos haya asignado, la clave
radica en abrirnos a nuestra verdadera identidad transmental y permanecer
conectados conscientemente a ella y a la Vida. Eso es vivir resucitados.

389
Re-conocernos en profundidad (20,10-18)

Los discípulos regresaron a casa. María, en cambio, se quedó allí, junto


al sepulcro, llorando. Sin dejar de llorar, volvió a asomarse al sepulcro.
Entonces vio dos ángeles, vestidos de blanco, sentados en el lugar donde
había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies.
Los ángeles le preguntaron:
—Mujer, ¿por qué lloras?
Ella contestó:
—Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.
Dicho esto, se volvió hacia atrás y entonces vio a Jesús, que estaba allí,
pero no lo reconoció. Jesús le preguntó:
—Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién estás buscando?
Ella, creyendo que era el jardinero, le preguntó:
—Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo misma
iré a recogerlo.
Entonces Jesús la llamó por su nombre:
—¡María!
Ella se acercó a él y exclamó en arameo:
—¡Rabbouni! (que quiere decir “Maestro mío”).
Jesús le dijo:
—No me retengas más, porque todavía no he subido a mi Padre; anda,
vete y diles a mis hermanos que voy a mi Padre, que es vuestro Padre; a
mi Dios, que es vuestro Dios.
María Magdalena se fue corriendo adonde estaban los discípulos y les
anunció:
—He visto al Señor.
Y les contó lo que Jesús le había dicho.

Esta escena parece que se introdujo en un estadio posterior del texto: eso
explica que aparezcan algunos detalles incongruentes, si tenemos en cuenta lo
que el redactor ha dicho ya en el episodio anterior. Aunque es comprensible
que, con el tiempo, fueran surgiendo leyendas y añadidos.
Dos veces se repite la palabra “llorar”, seguramente para denotar un afecto
muy grande. Dos testigos (los ángeles) salen al paso de la mujer; significan

390
poco, pues se limitan a preguntar. Pero parece que cumplen una doble función:
ser testigos (son dos) de cuanto va a suceder y unir el relato de Juan con el de
los otros evangelistas (que hablaban de presencia de ángeles). Su condición de
testigos aparece también en el hecho de que uno está a la cabecera y el otro a
los pies.
Según el relato, María se halla “junto al sepulcro, llorando”: todavía no ha
comprendido y se halla atrapada en la creencia de que la muerte es el final de
todo. El “sepulcro” está forjado, en realidad, por su desesperanza. María
Magdalena, en el cuarto evangelio, representa a la nueva comunidad (es la
“nueva esposa”, así como María, la madre de Jesús, es el símbolo del Israel fiel).
Como ella, la comunidad se halla sumida en el llanto y la ceguera…, hasta que
se sienta llamada por su nombre.
Los ángeles la llaman “mujer”: en Juan, esta palabra evoca siempre las bodas
y la alianza. Es igualmente llamativo el término “Señor”: reviste características
nupciales (equivalente a “mi marido”: en el diálogo con la samaritana, tiene este
mismo sentido).
La figura del “jardinero” (o mejor, “hortelano”) remite a la simbología del
Génesis y del Cantar de los Cantares. De hecho, el dueño del huerto del Génesis
y del Cantar es Yhwh.
Debido a su incomprensión y, como fruto de ella, a su desesperanza, no
reconoce a Jesús –no es la presencia habitual, a la que estaba acostumbrada–
cuando este le pregunta: “¿A quién estás buscando?”. Es una pregunta que
recorre todo el evangelio; de hecho, es la primera palabra que el autor pone en
boca de Jesús, dirigida a los que habrían de ser sus primeros discípulos: “¿Qué
buscáis?” (1,38).
María solo descubre a Jesús cuando es llamada por su nombre: “¡María!”. No
me parece arbitrario que pueda verse aquí una referencia a la alegoría del “buen
pastor”, del que se decía que “sus ovejas conocen su voz” (10,4). E incluso
también una referencia al Cantar (5,2).
Para el cuarto evangelio, el ser humano es un eterno buscador. Y la búsqueda
únicamente cesa cuando logra experimentar su verdadera identidad, es decir,
cuando se encuentra con su “nombre” verdadero, como María.
Mientras no sabemos quiénes somos, andamos perdidos en la búsqueda
ansiosa, presos de la confusión y la inquietud. Al reconocer nuestra verdadera
identidad –al responder adecuadamente a la pregunta “¿quién soy yo?”–, todo

391
se ilumina: hemos llegado a percibirnos como la Vida una que en todo y en
todos se expresa. No hay más que ver. Por eso, la respuesta solo puede ser
una: “¡Maestro mío!”. Maestro es aquel que nos hace descubrir nuestra
verdadera identidad, nacer a quienes realmente somos. No enseña “desde
fuera” ni hace acumular conocimientos, sino que sabe despertar nuestro anhelo
y descubrir nuestro verdadero nombre. Y a partir de ahí, todo se transforma:
sabemos quiénes somos.
Al saber que somos Vida, cesa la ignorancia y el sufrimiento. Lo que somos se
halla siempre a salvo; no queda resto de “losa” alguna. Todo es luminosidad.
La expresión “No me retengas más” parece aludir a la comprensión que tenían
los cristianos de la resurrección como exaltación. Si bien es cierto que se trata
de dos términos absolutamente equivalentes –y que apuntan a un hecho que
ocurre simultáneamente–, en el relato se separan: el resucitado sería
posteriormente exaltado. Una cronología de este tipo es la que establece Lucas,
marcando una distancia de 40 días entre la resurrección y la ascensión, según el
Libro de los Hechos (1,3), no así en el evangelio, donde se relata la ascensión el
mismo domingo de la resurrección (Lc 24,51).
En el nivel simbólico, la “retención” es el movimiento característico del yo
apropiador: aun habiendo visto, María busca aferrarse a él. “No me retengas”
sería equivalente a “no te apropies”, suelta todo. De hecho, en la medida en que
vivimos el paso del ego a nuestra verdadera identidad, es posible la
desapropiación.
El yo se ve impulsado siempre a agarrar, aferrarse, apropiarse… Le va en ello
nada menos que su propia sensación de existencia y de seguridad. Quiere
acceder a la seguridad que hambrea, y de la que no puede prescindir, a través
de la apropiación y del control. Gracias a la apropiación –como parásito que
necesita chupar energía– y al control sostiene momentáneamente su figurada
existencia. La misma renuncia a ellos supone la extinción del yo. En efecto, si
cesa la apropiación y el control, el “yo” literalmente se desvanece.
Ahora bien, aun siendo un mecanismo de defensa del yo, la apropiación
siempre desemboca en frustración –todo aquello de lo que nos queremos
apropiar, antes o después habremos de soltarlo– y, por tanto, en sufrimiento.
No solo eso: la apropiación nos mantiene en la ignorancia acerca de lo que
somos, mientras estamos entretenidos –despistados– en lo que no somos.
La comprensión nos hace ver que soltar es imprescindible para reconocernos

392
en nuestra verdadera identidad. Porque ahí se nos manifiesta que no somos
nada de lo que buscábamos atrapar, sino justamente aquello, y solo aquello,
que no podemos soltar. Y eso solo es una cosa: la pura consciencia de ser,
equivalente al “Yo soy” del cuarto evangelio. Por esta razón, todo aquello que
retenemos –por más “sagrado” que nos parezca– nubla nuestra comprensión y
perpetúa nuestra ignorancia. Es necesario soltar todo… Ahí se nos regala la
libertad –somos libres de todo aquello que soltamos y esclavos de todo aquello a
lo que nos apegamos– y la comprensión de nuestra verdadera identidad. Todo
aquello a lo que nos aferramos –cualquier creencia, incluso al Resucitado, dice el
texto– se convierte en un obstáculo.
Como decía más arriba –a propósito de la expresión “os conviene que yo me
vaya” (16,7)–, mientras el ego busca aferrarse a cualquier cosa que le otorgue
alguna sensación de seguridad, la Vida, en cuanto puro dinamismo, nos insta a
soltar todo tipo de seguridades para que, en la desnudez, sea posible la
apertura y la entrega al Misterio mismo.
El resucitado se dirige a los discípulos con el término que habitualmente se
utilizaba en la comunidad: hermanos. No solo eso: los reconoce como hijos del
mismo Dios y Padre.
Diluidas las fronteras y separaciones que establece la mente, todos nos
reconocemos en la misma identidad profunda, ya que el Fondo que nos sostiene
y nos constituye es siempre el mismo y único Fondo.
Así, tras re-conocerse, al haber sido llamada por su nombre, María puede
correr hacia los discípulos y decirles: “He visto al Señor”. Si solo se puede ver a
Dios con los ojos de Dios, esa es la mirada que tiene la persona que ha llegado
a reconocerse en su verdadera identidad.

393
Creer y ver (20,19-29)

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los


discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y
en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
—Paz a vosotros.
Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Los discípulos se
llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
—Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío
yo.
Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
—Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando
vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
—Hemos visto al Señor.
Pero él les contestó:
—Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en
el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con
ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
—Paz a vosotros.
Luego dijo a Tomás:
—Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi
costado; y no seas incrédulo, sino creyente.
Contestó Tomás:
—¡Señor mío y Dios mío!
Jesús le dijo:
—¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber
visto.

A juzgar por los elementos que contiene, nos hallamos ante una catequesis
“completa” sobre la resurrección. Una catequesis que tiene como destinatarios –
el evangelio de Juan se escribe en torno al año 100– a los discípulos de la
“segunda generación”.

394
¿Por qué a no pocos cristianos les cuesta aceptar que se trata de una
catequesis? Los motivos pueden ser varios: por un lado, venimos de una
tradición que ha entendido estos relatos en una tal literalidad, que resulta difícil
abandonarla; por otro, nuestra imaginación –con ayuda también de pintores y
predicadores– “creó” la escena, y eso nos hace pensar que lo imaginado tiene
que ser real; por otro todavía, nuestra mente exige una prueba “tangible” –
como el apóstol Tomás en este relato–, sin percibir que se trata de un ámbito al
que la mente nunca puede tener acceso.
Por todo ello puede resultar difícil reconocer que este relato sea una
escenificación catequética, a través de la cual, el autor del evangelio quiera
comunicarnos la experiencia de los primeros testigos, el mensaje que encierra la
resurrección y la invitación a “creer sin ver”. De no ser así, ¿cómo se explicaría
que un hecho tan contundente no haya sido narrado por los otros evangelistas?
En esta catequesis, se hace referencia a algunos datos significativos. Las dos
apariciones ocurren “el primer día de la semana”, y simplemente con ello se le
están diciendo al lector dos cosas: que la resurrección es una “nueva creación”,
y que las apariciones “ocurren” en el domingo, en la celebración comunitaria de
la eucaristía o “fracción del pan”. Con lo cual, se le está invitando a descubrir al
Resucitado en la eucaristía compartida. De hecho, Tomás no “ve al Señor” por
estar ausente, fuera de la comunidad.
Se subraya también que, en las dos ocasiones, Jesús se hace presente “al
anochecer” y “estando cerradas las puertas”. El motivo del “miedo” es un
añadido posterior; en un primer estadio, era sencillamente un modo de indicar
el carácter portentoso de la presencia del resucitado. Se hace ver que el
“cuerpo” del Resucitado está más allá de las leyes físicas: capaz de “atravesar”
las paredes, no es un cuerpo que se pueda ver ni tocar.
Por lo demás, todo apunta a que la escena de Tomás es un añadido tardío,
que tenía como objeto señalar la igualdad básica de la fe de la comunidad actual
con aquella de los primeros discípulos. El centro de la narración se encuentra
justamente en la bienaventuranza con que concluye: “Dichosos los que crean sin
haber visto”.
¿Por qué entonces la insistencia en los agujeros de los clavos en las manos y
de la lanza en el costado? Sin duda, es el modo portentoso de señalar que los
humanos tendemos a exigir pruebas físicas para creer en el resucitado. De
hecho, en ningún momento se dice que Tomás accediera a tocar las heridas.

395
En realidad, se trata de una invitación a la fe, que se expresa en la confesión
final: “¡Señor mío y Dios mío!”. Por eso, los destinatarios del relato son
precisamente “los que crean sin haber visto”, a quienes se les llama “dichosos”.
“Dichosos los que creen sin haber visto”. En el cuarto evangelio, el tema de
“creer” –que aparece unido a “nacer de nuevo”– presenta una especial
relevancia y remite a algo paradójico: no se trata de “ver” para poder “creer”,
sino justo al revés: solo cuando se “cree”, se “ve”.
Aunque de entrada pueda sonar extraña, en realidad esa paradoja responde
ajustadamente a lo que es la condición humana. Si sabemos que “creer”
significa “confiar”, caeremos en la cuenta de que el niño, antes de “saber”,
confía… Y sobre esa confianza se empieza a construir su personalidad.
¿Qué significa, pues, “creer” o “confiar”? Aquí está la clave de toda esta
cuestión. Se trata de acceder a un estadio de consciencia donde la confianza
resplandece, porque descubres que, en ese nivel, todo está bien. Acalla la
mente y su vagabundeo errático, silencia el ego y su cúmulo de deseos, y
emergerá la Quietud, el estado de Presencia, caracterizado por la Confianza y la
Certeza: es justo ahí cuando empiezas a “ver” o a comprender.
Esa es precisamente la bienaventuranza: se proclama felices o dichosos a
quienes, trascendiendo la mente y el yo, experimentan la confianza radical, en
ese estado que permite “ver”.
De este modo, parece que el autor del evangelio buscaba motivar a los
cristianos de la segunda generación para que acogieran la fe en la resurrección
y, de ese modo, llegaran a la profesión de fe cristiana: “Señor mío y Dios mío”.
Porque es ahí –viene a decir– donde se juega la fe, no en el hecho de haber
tocado o no las llagas del resucitado.
Lo que se percibe y vive en ese nivel –trascendida la mente y el yo– es Paz y
Perdón. Ahí se ha dejado el reino del ego y se es introducido en el reino del
Espíritu. No es extraño que sean precisamente esas las palabras del resucitado.
La confesión que se pone en boca de Tomás es la que configura la fe
cristiana. Es la expresión del discípulo enamorado que reconoce a Jesús como su
Señor y su Dios. Tomás, por tanto, es imagen tanto de aquellos a quienes les
cuesta creer como del creyente “ideal”; con más propiedad, podría decirse que
representa lo que es el mismo itinerario de la fe, que parte de la increencia y
culmina en la confesión enamorada.
Pero no se trata solo de un “lenguaje enamorado”. En un nivel de consciencia

396
mítico, la figura de Jesús es percibida por los creyentes como la de un salvador
celeste; en un nivel mental (dual), se sigue percibiendo aún como un ser
separado. Sin embargo, para una percepción transpersonal (no-dual), aun
conservando todo su valor, la expresión se comprende de un modo distinto: el
Resucitado, al que podemos dirigirnos como “mi Señor y mi Dios”, es no-
separado de nosotros, aunque sea en su persona donde hemos percibido, a la
vez, la Manifestación del Misterio y la Expresión de lo que somos todos.
Por lo demás, la experiencia del Resucitado va unida a realidades específicas y
fundamentales para el creyente: la paz, la misión, el perdón y el Espíritu.
La paz (shalom) es el saludo del Resucitado, como había sido el saludo de los
ángeles en el nacimiento: “Paz a los hombres, amados de Dios” (Lc 2,14). Si lo
único que nos quita la paz es la mente no observada –las cavilaciones
mentales–, es claro que la Presencia es sinónimo de aquella paz “que supera
todo lo que podemos pensar” (Filp 4,7). No es extraño que en el Nuevo
Testamento se llame a Jesús “nuestra paz” (Ef 2,14) y que Pablo hable
reiteradamente del “Dios de la paz” (1Tes 5,23; Rom 15,33; Filp 4,9).
La experiencia del Resucitado, por otra parte, convoca a la misión, una misión
totalmente en línea con la del propio Jesús: “Como el Padre me ha enviado, así
también os envío yo”. El eje de la misma no podrá ser otro que el de comunicar
y favorecer la vida, ya que él ha venido “para que tengan vida, y vida en
plenitud” (10,10).
La misión no tiene nada que ver con el proselitismo ni nace porque alguien se
crea en posesión de la verdad. Es algo mucho más hondo, gratuito y
desapropiado. Sentirse “enviado” es, sencillamente, reconocerse como “cauce” a
través del cual la Vida se expresa. Por eso mismo, no hay apropiación ni
expectativas; se deja que la Vida sea. Por eso, en este sentido en el que lo
estamos planteando, únicamente puede sentirse “enviado” quien ha dejado de
identificarse con su yo, se ha desprendido del ego. El yo no puede nunca vivir
como “enviado”, aunque lo proclame, porque su característica es vivir
egocentrado, justo lo opuesto a ser cauce.
El Resucitado comunica su propio Espíritu. El lector del evangelio sabe ya que
esta había sido una de las grandes promesas de Jesús antes de morir.
“Exhalando su aliento sobre ellos” –las mismas palabras con que se narra la
creación del primer hombre: “El Señor Dios formó al hombre del polvo de la
tierra, exhaló en sus narices un aliento de vida y el hombre se convirtió en un
ser viviente”: Gn 2,7)–, los hace partícipes de su propio Dinamismo y de su

397
propio Gozo, del mismo Espíritu que lo animó durante toda su vida.
Y por ese don del Espíritu, lo discípulos se constituyen en “jueces” del mundo.
El “perdonar y retener los pecados” se halla vinculado a la tradición sinóptica de
“atar y desatar”. Los teólogos están de acuerdo en que la lectura que hizo el
concilio de Trento, que vio en estas palabras la institución del sacramento de la
penitencia, parece una interpretación dogmática, que va más allá de lo que el
texto quiere expresar.
En la línea de lo que aparece en el llamado “testamento espiritual” de Jesús
(capítulos 13-17), en el que se habla del “Espíritu de verdad” que desenmascara
el engaño del mundo, aquí también se reconoce a los discípulos, en cuanto
habitados por aquel mismo Espíritu de verdad, la capacidad de discernir lo
verdadero de lo falso.
En general, ni a teólogos ni a predicadores les ha resultado fácil hablar del
Espíritu Santo. A diferencia de las imágenes familiares del “padre” y del “hijo”, el
Espíritu resultaba inapresable y, por ello, inexpresable. En cualquier caso,
aunque frustrante, eso mismo constituía un buen ejercicio de humildad, en el
que la mente tenía que reconocer su incapacidad para nombrar el Misterio y
terminar rindiéndose ante él, en adoración. Lo que ocurrió, sin embargo, no fue
que la frustración acabara siempre en adoración, sino más bien en un simple
silenciamiento: del Espíritu no se hablaba.
Paradójicamente, en la comprensión no-dual, desde la más genuina
espiritualidad, “Espíritu” parece ser uno de los nombres menos inadecuados
para referirse a Dios, en cuanto Dinamismo de Vida y de Amor que hace que
todo sea. El Dinamismo es, sencillamente, una de las dos caras de lo Real; la
otra es el mundo de las formas. Y ambas abrazadas y entrelazadas en la
admirable No-dualidad. Por eso, hablar del Espíritu es también hablar de
nosotros y de todo lo Real.
En la Biblia hebrea, el Espíritu presenta forma femenina: es la Ruaj, la brisa,
“aleteo” de Dios sobre las aguas, soplo impetuoso que genera vida. Aliento,
soplo, viento, respiración, fuerza, fuego… con nombre femenino que habla de
maternidad y de ternura, de vitalidad y caricia. ¿Cabe algo más evocador para
nombrar el Misterio de Lo Que Es?
Si Ruaj es femenino, su traducción griega lo convierte en el neutro Pneuma.
Como si en su intrínseca dificultad para imaginarlo, el mismo término nos
estuviera diciendo que se trata de una Realidad que, no solo trasciende el

398
género (está más allá de la distinción sexual), sino también el concepto de
“individuo” y hasta de “persona” (por definición, lo neutro no puede ser
“personal”; en todo caso, transpersonal).
Con la traducción latina (Spiritus), el Espíritu Santo se hizo masculino, y así ha
llegado hasta nuestras lenguas modernas. Pareciera como si, con este cambio,
volviéramos a sentirnos cómodos: finalmente, podríamos dirigirnos a él como
una persona y en masculino. Eso casaba bien con nuestra consciencia egoica y
patriarcal.
Necesitamos ir más allá de las formas y de los nombres, recogiendo la riqueza
que ellos puedan evocarnos, pero trascendiéndolos para abrirnos al Silencio
desnudo y contemplativo en el que saboreamos el “latido” (espíritu) profundo de
todo lo que es…, hasta experimentar que, en ese nivel, todo está bien.

399
Conclusión del evangelio (20,30-31)

Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la
vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el
Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Este sería el final original del evangelio, en el que se deja en claro la finalidad
del escrito. Encontramos en él temas muy queridos para el autor: “creer”, “tener
vida”, “Hijo de Dios”.
El objetivo del autor no es ofrecer una crónica periodística, sino un testimonio
de fe en Jesús, y busca promover esa misma fe que es vida para quien la acoge.
“Vida” es el término que mejor parece expresar, para este evangelio, el don
de Jesús.

400
21

401
Apéndice:
la figura del “discípulo amado”

“Nosotros sabemos que dice la verdad” (Jn 21,24).

Lo que ha llegado hasta nosotros como el capítulo 21 del evangelio de Juan –


tras la conclusión original de 20,30-31– es un apéndice, obra de un glosador
posterior. Su objetivo parece claro: legitimar la tradición joánica sobre la base
de la figura del “discípulo amado”, frente a la gran Iglesia, representada por
Simón Pedro. De ahí que todo este apéndice gire en torno a ambas figuras, para
subrayar, por un lado, que es el discípulo amado el primero en reconocer al
resucitado y para clarificar, por otro, el destino diferente de ambos discípulos.
En la misma línea “apologética”, concluirá garantizando la veracidad de lo
atestiguado.
Así pues, en el Apéndice, aparecen tres partes bien diferenciadas: la pesca, el
episodio de Pedro y el discípulo amado, y la conclusión.
En cierto modo, podría decirse que este capítulo 21 es al evangelio de Juan lo
que el Libro de los Hechos de los Apóstoles es al evangelio de Lucas. En él, no
se narra una jornada de pesca, sino que se está presentando la misión de la
comunidad, que tiene fuerza y vigor gracias a la presencia del Resucitado en
medio de ella.
Tanto el discípulo al que se le encarga el oficio de “buen pastor” –“apacienta
mis ovejas”–, como el “discípulo amado”, son dos referentes de la comunidad,
cuya universalidad quiere ponerse de relieve en lo que podríamos llamar esta
“teología de la misión”. Y el autor lo hace recurriendo al simbolismo de los
números: al principio del evangelio, aparecen cinco discípulos (cifra que
representa al Israel renovado o, mejor, recreado por Jesús); aquí, el número
siete representa al Israel de Jesús, es decir, la nueva comunidad, con
perspectivas universalistas.

402
El trabajo que da fruto (21,1-14)

Algún tiempo después, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto
al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de
Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos.
Simón Pedro les dice:
—Me voy a pescar.
Ellos contestan:
—Vamos también nosotros contigo.
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no consiguieron nada. Estaba
ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos
no sabían que era Jesús.
Jesús les dice:
—Muchachos, ¿tenéis pescado?
Ellos contestaron:
—No.
Él les dice:
—Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.
La echaron y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y
aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro:
—Es el Señor.
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la
túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca,
porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la
red con los peces.
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan.
Jesús les dice:
—Traed ahora algunos de los peces que habéis pescado.
Simón Pedro subió a la barca y sacó a tierra la red llena de peces; en
total eran ciento cincuenta y tres peces grandes. Y, a pesar de ser tantos,
la red no se rompió.
Jesús les dijo:
—Vamos, almorzad.
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque

403
sabían bien que era el Señor.
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado.
Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después
de resucitar de entre los muertos.

El Apéndice empieza con un relato de aparición del resucitado que, sin


embargo, parece más bien un “relato de milagro”, no propio de Juan, sino de la
tradición sinóptica.
El relato da a entender que los discípulos siguen practicando su oficio de
pescadores en Galilea, un dato –el oficio de pescadores– que el evangelio de
Juan había omitido. De ahí se deduce que se trataría de un relato de milagro,
propio de los sinópticos, que este glosador tardío transformó en un relato de
aparición.
Esto explicaría también alguna incoherencia que aparece en el texto: al lector
no deja de resultarle extraño que el hecho de que Jesús les pida que traigan el
pescado, cuando en realidad él ya lo tenía preparado para darles de comer.
Probablemente, en el relato original, los protagonistas serían Simón Pedro y
los hijos del Zebedeo. El glosador introduce al “discípulo amado” –todo el
Apéndice va a girar en torno a él– y añade otros más, hasta completar el
número de siete, para subrayar el carácter universal de la misión.
Como en los relatos de apariciones, los discípulos no reconocen a Jesús. Sin
embargo, el “discípulo amado” lo descubre antes que nadie. Al escucharlo,
Pedro se echa al mar. Y el autor nos sorprende con un dato que suena extraño:
Pedro, que estaba “desnudo” (en ropa interior), se pone la túnica antes de
tirarse al agua. ¿Qué puede significar que, justo para nadar, se le ocurra
ponerse la túnica? Algunos autores lo interpretan como un signo de respeto
hacia el Maestro. Sin embargo, podría tratarse de un detalle simbólico, que sería
susceptible de tres lecturas diferentes.
En la primera, aquel Pedro que había perdido la “dignidad” al traicionar al
Maestro, la recupera ahora (la túnica simboliza justamente la dignidad del
hombre libre), como se verá más adelante, en el diálogo que mantendrá con
Jesús.
En una segunda –que sostienen Juan Mateos y Fernando Camacho–, “estar
desnudo” significa no llevar puesto el paño que Jesús se ciñó en la Cena para
servir a los suyos; así lo indicaría Juan al usar el mismo verbo “atarse a la

404
cintura” (diazónnymi) para la acción de Jesús en la cena y para la de Pedro en la
pesca (13,4.5; 21,7), verbo que no aparecerá en ningún otro lugar del
evangelio. El evangelista estaría diciendo que Pedro se ciñe –literalmente– “la
prenda de encima”, aludiendo al paño para servir que se pone encima de la
ropa. De esa manera, se indicaría que Pedro –después de las resistencias en la
cena y de la negación– está dispuesto a entrar por el camino del servicio,
camino puesto de relieve precisamente en el gesto simbólico del lavatorio de los
pies realizado por Jesús en la cena 1.
En la tercera, finalmente, se juega con un simbolismo mayor, pero lleno de
contenido: para “echarse al agua” es necesario “revestirse” de certeza y de
confianza; la túnica representaría justamente nuestra verdadera identidad, en la
que siempre –aunque las circunstancias sean adversas– podemos hacer pie.
La pesca, tras echar las redes a la derecha –la derecha simboliza el lugar de la
vida–, resulta un éxito completo: hasta “ciento cincuenta y tres peces grandes”.
También aquí, los exegetas no saben bien qué significado atribuir a ese número.
Para algunos, se estaría aludiendo al número de países que, en la opinión
popular, conformaban todo el mundo; para otros, según la idea de la época,
ciento cincuenta y tres serían las clases de peces que existían. Otros incluso van
más lejos, al señalar que el número 153 es el resultado de la suma aritmética de
los primeros 17 números (1+2+3+4 … +17 = 153), para concluir que 17 es
10+7 (de nuevo, la idea de totalidad). En cualquier caso, lo que parece claro es
que el número pretender subrayar la insistencia en la universalidad de la misión,
que alcanza a toda la humanidad.
Al llegar a tierra, descubren que Jesús los está esperando, con pan y pescado.
La alusión a la eucaristía es evidente. Como en tantos otros relatos de
apariciones, el encuentro con el resucitado ocurre en la reunión comunitaria de
la “fracción del pan”.
El pescado era el alimento habitual para la gente que rodeaba el lago de
Galilea. Pero, en las primeras comunidades cristianas, adquirió pronto un sentido
simbólico, ya que con sus letras –en griego– se construyó un acrónimo que
expresaba la fe cristiana en Jesús. En efecto, en griego, “pez” se dice Ιχθ'ϒσ
(ijthýs), con cuyas letras los cristianos formaron este acrónimo:

Ι = Iesous = Jesús
χ = Xristós = Cristo
θ = Theou = de Dios

405
'ϒ = Uios = Hijo
σ = Soter = Salvador
“Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador”.

Antes que la cruz, símbolos de Jesús entre sus discípulos eran la imagen del
buen pastor y esta otra del pez.
En síntesis, se trata de una catequesis, mucho más elaborada que otras, sobre
la presencia inequívoca de Jesús en medio de la actividad (misión) del grupo y,
especialmente, en la eucaristía (representada aquí por el pescado y el pan).
La barca era símbolo de la propia comunidad –todavía hoy se oye hablar de la
“barca de Pedro” para referirse a la Iglesia– y la pesca era imagen de la misión.
Toda la noche –en el cuarto evangelio, este término denota oscuridad
interior– han estado trabajando, pero solo cuando toman consciencia de la
presencia de Jesús, el trabajo da fruto. Esa toma de consciencia no hay que
leerla en un sentido mágico –alguien, desde fuera, opera un milagro–, sino
como una presencia interior que nos hace anclarnos en nuestra verdadera
identidad. Al hacer así, venimos a descubrir que somos solo cauce, puente,
canal, a través del cual la Vida, gratuita, fluye. Y es entonces cuando se opera el
milagro, en todas las dimensiones de nuestra existencia. Hasta que no nos
percibimos como canal, nuestro propio ego –con el que nos mantenemos
identificados– constituye un bloqueo que tapona la Vida.
Finalmente, el relato aporta otra constatación, que tampoco es superflua, al
afirmar que “ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era,
porque sabían bien que era el Señor”. La presencia del Resucitado no es idéntica
a la del Jesús terreno; aunque no se palpa como anteriormente –y esto resulta
frustrante para nuestros sentidos y nuestra mente–, la certeza permanece.
Se trata, sin duda, de una certeza experimentada a nivel “transpersonal”.
Acallada la mente, emerge la evidencia de la Unidad en la que todo es sin
costuras de ningún tipo, la Unidad no-dual en la que los discípulos se perciben
no-separados de Jesús, compartiendo comida, misión y vida en la Presencia
atemporal que todos somos.
El trabajo que da fruto es aquel que brota limpiamente de nuestra verdad
interior; el que es consecuencia de nuestro alinearnos con la Vida y su sabiduría.
El ego puede esforzarse hasta el agotamiento e incluso, en un cierto nivel,
creer que los frutos son resultado de su propio mérito. La realidad, sin embargo,

406
es que la apropiación del trabajo, antes o después, pervierte el resultado. Por el
contrario, al ajustarnos el fluir de la Vida, brotará la acción adecuada en cada
momento: esa es, vista desde otro ángulo, la sabiduría del presente.

407
El amor repara y sana (21,15-19)

Después de comer, Jesús preguntó a Pedro:


—Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?
Pedro le contestó:
—Sí, Señor, tú sabes que te amo.
Entonces Jesús le dijo:
—Apacienta mis corderos.
Jesús volvió a preguntarle:
—Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
Pedro respondió:
—Sí, Señor, tú sabes que te amo.
Jesús le dijo:
—Cuida de mis ovejas.
Por tercera vez insistió Jesús:
—Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
Pedro se entristeció, porque Jesús le había preguntado por tercera vez
si lo amaba, y le respondió:
—Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo.
Entonces Jesús le dijo:
—Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven, tú mismo te
ceñías el vestido e ibas adonde querías; cuando seas viejo, extenderás los
brazos y será otro quien te ceñirá y te conducirá adonde no quieras ir.
Jesús dijo esto para indicar la clase de muerte con la que Pedro daría
gloria a Dios. Después añadió:
—Sígueme.

Aquí empieza la parte que realmente interesaba al glosador. En función de ella


está escrito todo lo que antecede. El tema es la función y el destino de Pedro y
del discípulo amado; detrás está la cuestión de las relaciones entre las
comunidades joánicas y la gran iglesia.
Es curioso: en las primeras dos veces que Jesús le pregunta a Pedro, usa el
verbo agapáo (amor gratuito); en la tercera, el verbo philéo (amor de amistad).
La terminología de “amor” es típicamente joánica. Los términos “ovejas” y

408
“corderos” quieren expresar la totalidad del rebaño. Lo tendrá que alimentar
(dar vida) y dirigir (luz). La vida y la luz son términos claves y complementarios
en la teología joánica.
Todo parece indicar que la triple confesión quiere responder a la triple
negación. Sin ninguna duda, el texto se presenta como una rehabilitación de
Pedro, tal como se pone de relieve en la fórmula de la triple afirmación.

409
Cada camino es único (21,20-23)

Pedro miró alrededor y vio que, detrás de ellos, venía el otro discípulo al
que Jesús tanto quería, el mismo que en la última cena estuvo recostado
sobre el pecho de Jesús y le había preguntado: “Señor, ¿quién es el que
te va a entregar?”. Cuando Pedro lo vio, preguntó a Jesús:
—Señor, y este, ¿qué?
Jesús le contestó:
—Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú,
sígueme.
Estas palabras fueron interpretadas por los hermanos en el sentido de
que este discípulo no iba a morir. Sin embargo, Jesús no había dicho a
Pedro que aquel discípulo no moriría, sino: “Si yo quiero que él
permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?”.

El relato, que cita un proverbio popular, supone conocido el martirio de Pedro


en la cruz. Lo mismo que en el caso de Pedro, también aquí se supone la
muerte del discípulo amado. La narración trata de explicar e interpretar su
muerte. Quizás, algunos miembros de la comunidad llegaron a pensar, apoyados
en las palabras de Jesús, que no moriría. El redactor quiere aclarar que Jesús no
dijo eso. Lo que Jesús dijo al discípulo amado es que “permaneciese”, es decir,
que siguiera siendo testigo. ¿Supuso la desaparición del “discípulo amado” un
trauma para la comunidad? El rumor podría ser interpretado como que el
discípulo amado vivió largo tiempo. Paralelamente, la interpretación que hace el
glosador testifica la esperanza en la parusía inminente en las comunidades
joáncas (rasgo común a otros grupos cristianos). Finalmente, la “permanencia”
habría que entenderla –parece indicar el glosador– en la propia comunidad que
se basa en aquel.
Y el autor insiste en lo que, según él, es lo único que debe preocupar a un
discípulo: el seguimiento (“Tú, sígueme”).
Desde nuestra perspectiva, nos parece claro que no hay que entender esa
expresión de un modo literal. “Seguir” a Jesús no tiene nada que ver con la
sumisión, ni siquiera con la imitación. Visto en profundidad, el “seguimiento” es
una invitación a vivir conectados a nuestra identidad, aquella que es una y
compartida con todos. Es justamente en ella –no hay otro “lugar”– donde nos
encontramos con Jesús y con el “sueño” que albergaba en su corazón, que no

410
es diferente del nuestro.

411
Conclusión (21,24-25)

Este discípulo es el mismo que da testimonio de todas estas cosas y las


ha escrito. Y nosotros sabemos que dice la verdad. Jesús hizo otras
muchas cosas. Si se quisieran recordar una por una, pienso que ni en el
mundo entero cabrían los libros que podrían escribirse.

El glosador tardío atribuye la autoría del evangelio al “discípulo amado”.


¿Quiénes se ocultan en esta fórmula plural: “nosotros sabemos”?
Indudablemente, la propia comunidad joánica (“nosotros sabemos”) que, en un
proceso prolongado, fue elaborando, dando forma y extendiendo un escrito
original, hasta construir el texto que ha llegado a nuestras manos.
Lo que parece claro es que este evangelio ha sido fruto de la experiencia y del
conocimiento de Jesús por parte de alguien que lo ha transmitido y ha creado
una comunidad cristiana, para la que este personaje goza de una autoridad
insólita. Finalmente, el último glosador, perteneciente él mismo a la comunidad
joánica, hizo una selección definitiva. La mano de este redactor se deja adivinar
en ese “pienso”, sorprendente, en primera persona del singular.
La exageración final puede entenderse como una hipérbole. Casos similares
pueden encontrarse en otras literaturas. Con todo, no faltan quienes la
entienden en el sentido de que la figura de Jesús desborda todo cuanto se
pueda decir sobre él. Y es cierto que, en tanto en cuanto vemos en Jesús el
“espejo” de lo que somos en profundidad, entramos en contacto con aquella
identidad a la que tenemos acceso no-mediado por la mente, pero que nos
resulta tan inefable como ilimitada. En ese sentido, es indudable que nunca
terminaríamos de expresar lo que a ella se refiere.
Queda, por tanto, la invitación a reconocernos en la Vida que proclama este
evangelio, hasta experimentar la plenitud que somos.

1. J. MATEOS – F. CAMACHO, Evangelio, figuras y símbolos, El Almendro, Córdoba 42007, p. 25.

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Divino, Estella 52002.
TUÑÍ, O.J., Las comunidades joánicas. Particularidades y evolución de una
tradición cristiana muy especial, Desclée De Brouwer, Bilbao 1988.
TUÑÍ, O.J., El evangelio es Jesús. Pautas para una nueva comprensión del
evangelio según Juan, Verbo Divino, Estella 2002.
VAN DEN BUSSCHE, H., El evangelio según san Juan, Studium, Madrid 1972.
VIDAL, S., Los escritos originales de la comunidad del discípulo amigo de Jesús. El
evangelio y las cartas de Juan, Sígueme, Salamanca 1997.
VIDAL, S., Evangelio y cartas de Juan. Génesis de los textos juánicos, Mensajero,
Bilbao 2013.
VOUGA, F., Una teología del Nuevo Testamento, Verbo Divino, Estella 2002.
WIKENHAUSER, A., El evangelio según san Juan, Herder, Barcelona 1967.
ZEVINI, G., Evangelio según san Juan, Sígueme, Salamanca 1995.

414
Acerca del autor

Enrique Martínez Lozano (Guadalaviar, Teruel 1950) es psicoterapeuta,


sociólogo y teólogo. Desde hace unos años vive en Navarra. Autor de varios
libros, ofrece encuentros que abordan contenidos de tipo psicológico y espiritual,
así como talleres para practicar la meditación y aprender de la propia
experiencia, con un objetivo: crecer en comprensión. En su trabajo, asume y
desarrolla la teoría transpersonal y el modelo no-dual de cognición.

www.enriquemartinezlozano.com
www.facebook.com/boletineml

415
Títulos recomendados

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416
Metáforas de la no-dualidad
Señales para ver lo que somos
Enrique Martínez Lozano
ISBN: 978-84-330-2991-1

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El ser humano está habitado por un dinamismo o anhelo que lo empuja hacia la verdad. En esa
búsqueda recurre a lo que otros le han enseñado y a lo que puede elaborar a partir de su propio
razonamiento. Pero pronto se da cuenta de que la verdad no “cabe” en su mente. Descubre que la
verdad, siendo “razonable”, no es “racional”, sino que se encuentra en el nivel de la “trans-
racionalidad”.
La verdad no es una idea, un concepto o una creencia. Es una con la realidad; es, sencillamente, “lo
que es”. Y es no-dual: se manifiesta en infinidad de formas diferentes, siendo todas ellas expresión de
la única Realidad. Sin embargo, a la mente, de naturaleza dualista y separadora, se le escapa la no-
dualidad. Por eso es apropiado recurrir a la metáfora y a su capacidad evocadora: a partir de una
imagen que se capta con facilidad, nos “traslada” a la Realidad inefable.
A lo largo de diferentes metáforas, de un modo amable y sugerente, el autor invita a abrirse a “otro
modo” de ver la realidad, en la certeza de que así se nos hace patente nuestra verdad y, con ella, la
plenitud que somos.

417
La dicha de ser
No-dualidad y vida cotidiana
Enrique Martínez Lozano
ISBN: 978-84-330-2865-5

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Sepámoslo o no, consciente o inconscientemente, en todo lo que hacemos y en todo lo que dejamos de
hacer, los seres humanos vamos buscando la felicidad. Estamos programados para ello. A su vez,
nuestra tarea más noble consiste en liberar del sufrimiento a los demás y ayudarles a ser felices. Sin
embargo, con demasiada frecuencia erramos el camino, con lo que no solo nos alejamos de la meta
anhelada, sino que prolongamos e intensificamos el sufrimiento propio y ajeno.
La única salida pasa por la sabiduría, que no tiene que ver necesariamente con la erudición, sino con el
saber sabroso que nace de saborear el secreto de la Vida y que nos regala la comprensión de nuestra
verdadera identidad. Esto requiere pasar de la razón al “conocimiento silencioso” (o trans-racional), de
las creencias a la certeza, de la idea de separación a la experiencia de no-dualidad, de la confusión
mental a la luminosidad consciente. En definitiva, acallar la mente y poner consciencia en todo lo que
nos ocurre.
Eso es vivir con sabiduría. Y ahí se encuentra la clave de nuestra liberación y de nuestra felicidad: la
dicha de ser. Porque, en último término, sabiduría y felicidad son la misma cosa.

418
Elige la vida
Una lectura existencial de la Biblia
Montse De Paz
ISBN: 978-84-330-3038-2

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La Biblia puede leerse como una parábola del itinerario vital de toda persona, desde la infancia hasta la
madurez.
¿Eres un adolescente o un joven? Lee los primeros capítulos y descubrirás una visión sorprendente de
la Torá. Lejos de ser el libro conservador que quizás imaginas, verás que los relatos bíblicos son
revolucionarios, y te apoyan en tu rebeldía y en tu lucha por ser tú mismo.
¿Eres un adulto que quiere abrirse camino en la vida? La Biblia te puede dar ejemplos muy prácticos
para alcanzar tus metas sin perderte por el camino… y sin perder tus propios valores y tu personalidad.
¿Estás cruzando la crisis de la madurez, o encarando tu jubilación? La lectura de este libro te hará
descubrir que los momentos más bajos pueden ser el parto de una vida renovada y llena de proyectos.
Ya seas joven o adulto, hombre o mujer, estés en la situación que estés, la Biblia te ofrece pistas para
descubrir que tu vida tiene un sentido, y que nunca es tarde para encontrarlo y decidirte a vivir con
densidad y plenitud.

419
Morir hoy
La muerte desterrada
Víctor Manuel Cabanillas Gutiérrez
ISBN: 978-84-330-3022-1

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Cuando nos acercamos al dolor de otra persona observamos cómo la desesperanza anida en su corazón
y hace temblar todo su ser. Ayudar, sostener al otro en su dolor, en su herida, es proporcionarle
esperanza. Es acompañar y sostener su malestar.
¿Cómo podemos hacerlo sin caer en la arrogancia del que se cree libre de sus propias heridas? Al
acercarnos a las heridas del otro desde el rol de sanador, habremos de reconocer y saber de nuestras
propias heridas. Ello implica un viaje interior al encuentro de nuestro dolor, sobre todo aquello
escondido en las sombras de nuestro desamor, en aras de activar nuestro sanador herido.
Más aún, cuando tenemos que hacer frente a la muerte, bien acompañando al moribundo a transitar la
aceptación de su finitud, bien a la familia, favoreciendo el duelo ante la pérdida, ¿cómo conseguirlo sin
haber hecho frente a nuestra propia muerte? ¿A la muerte que anida tras nuestra heridas no
reconocidas?
Este libro es una invitación a reflexionar sobre este morir intimo a través del conocimiento que nos
proporcionan la mitología y la antropología, en un viaje que nos lleve del inframundo a la esperanza.

420
Peregrinar a Jesús
Dios, Jesús y la Salud
José Carlos Bermejo , Ariel Álvarez Valdés
ISBN: 978-84-330-3039-9

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Este es un sencillo libro que nace como resultado de la pasión por acercarnos a Jesús, al Jesús en el
que creemos los cristianos, el Jesús presentado en el Evangelio, tan necesitado de ser conocido y
explorado desde distintos puntos de vista.
Uno de ellos es el histórico, con las metodologías adecuadas para discernir lo que significan los textos,
así como las implicaciones que esto puede tener para la vida de los seguidores de Jesús. A Él hemos de
peregrinar antes que a ninguna otra referencia, como cristianos.
Jesús está aún por explorar, pensamos algunos en la Iglesia. El refuerzo que han recibido algunos
aspectos teológicos desde la tradición, la vida litúrgica, el culto y muchos imaginarios culturales, ha
podido contribuir a mantener vivo y pendiente el desafío de conocer a la persona de Jesús, en su más
inmediata posibilidad: su humanidad, su identidad, su mensaje constructor de salud para un mundo tan
necesitado de ella. Peregrinar a Jesús y su mensaje y praxis sobre la salud.
Estas páginas, de carácter fundamentalmente divulgativo, no están exentas de profesionalidad en su
investigación. Se presentan de modo accesible para provocar el deseo de conocer más y mejor a Jesús
y su implicación con la salud y la felicidad para hoy. Son susceptibles de ser completadas, matizadas,
mayormente explicadas. Están abiertas a seguir profundizando en nuevas peregrinaciones a Jesús.

421
Plegarias desde el vacío interior
Antonio Díaz Tortajada
ISBN: 978-84-330-3052-8

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Lograr la tranquilidad parece que está más allá de nosotros mismos, y esto nos deja con un cierto
dilema: necesitamos quietud para encontrar a Dios, pero necesitamos su ayuda para encontrar la
quietud. Con esto en mente, ofrezco una oración por la quietud del corazón.
Pidamos al Señor calma para nuestros corazones para que podamos saber que Él es Dios, para que
podamos saber que Él crea y sustenta cada aliento nuestro, que en cada segundo llama a la existencia
al universo entero –nosotros mismos no menos que todos los demás somos tus amados– que quiere
que nuestra vida florezca; que desea nuestra felicidad, que nada cae fuera de su amor y cuidado, y que
todo y todos están seguros en sus amorosas y cuidadosas manos, en este mundo y en el futuro.
Algunas cosas han cambiado en mi vida. Disfruto mucho rezando, siento que estoy en la presencia
amorosa del Dios que es Amor, que Él nos escucha y que se manifiestas como Padre. Y se preocupa
por cada uno de nosotros. Desde este amor expresado de Dios, nacen estas Plegarias desde el vacío
interior.

422
Director: Manuel Guerrero

1. Leer la vida. Cosas de niños, ancianos y presos, (2ª ed.) Ramón Buxarrais.
2. La feminidad en una nueva edad de la humanidad, Monique Hebrard.
3. Callejón con salida. Perspectivas de la juventud actual, Rafael Redondo.
4. Cartas a Valerio y otros escritos,(Edición revisada y aumentada). Ramón Buxarrais.
5. El círculo de la creación. Los animales a la luz de la Biblia, John Eaton.
6. Mirando al futuro con ojos de mujer, Nekane Lauzirika.
7. Taedium feminae, Rosa de Diego y Lydia Vázquez.
8. Bolitas de Anís. Reflexiones de una maestra, Isabel Agüera Espejo-Saavedra.
9. Delirio póstumo de un Papa y otros relatos de clerecía, Carlos Muñiz Romero.
10. Memorias de una maestra, Isabel Agüera Espejo-Saavedra.
11. La Congregación de “Los Luises” de Madrid. Apuntes para la historia de una Congregación Mariana
Universitaria de Madrid, Carlos López Pego, s.j.
12. El Evangelio del Centurión. Un apócrifo, Federico Blanco Jover
13. De lo humano y lo divino, del personaje a la persona. Nuevas entrevistas con Dios al fondo, Luis
Esteban Larra Lomas
14. La mirada del maniquí, Blanca Sarasua
15. Nulidades matrimoniales, Rosa Corazón
16. El Concilio Vaticano III. Cómo lo imaginan 17 cristianos, Joaquim Gomis (Ed.)
17. Volver a la vida. Prácticas para conectar de nuevo nuestras vidas, nuestro mundo, Joaquim Gomis
(Ed.)
18. En busca de la autoestima perdida, Aquilino Polaino-Lorente
19. Convertir la mente en nuestra aliada, Sákyong Mípham Rímpoche
20. Otro gallo le cantara. Refranes, dichos y expresiones de origen bíblico, Nuria Calduch-Benages
21. La radicalidad del Zen, (3ª ed.) Rafael Redondo Barba
22. Europa a través de sus ideas, (2ª ed.) Sonia Reverter Bañón
23. Palabras para hablar con Dios. Los salmos, Jaime Garralda
24. El disfraz de carnaval, José M. Castillo

423
25. Desde el silencio, (2ª ed.) José Fernández Moratiel
26. Ética de la sexualidad. Diálogos para educar en el amor, Enrique Bonete (Ed.)
27. Aromas del zen, Rafa Redondo Barba
28. La Iglesia y los derechos humanos, José M. Castillo
29. María Magdalena. Siglo I al XXI. De pecadora arrepentida a esposa de Jesús. Historia de la
recepción de una figura bíblica, Régis Burnet
30. La alcoba del silencio, José Fernández Moratiel –Escuela del Silencio (Ed.)–
31. Judas y el Evangelio de Jesús. El Judas de la fe y el Iscariote de la historia, Tom Wright
32. ¿Qué Dios y qué salvación? Claves para entender el cambio religioso, Enrique Martínez Lozano
33. Dios está en la cárcel, Jaime Garralda
34. Morir en sábado ¿Tiene sentido la muerte de un niño?, Carlo Clerico Medina
35. Zen, la experiencia del Ser, Rafael Redondo Barba
36. La sabiduría de vivir, (3ª ed.) José María Toro
37. Descubrir la grandeza de la vida. Una vía de ascenso a la madurez personal, (2ª ed.) Alfonso López
Quintás
38. Dirigir espiritualmente. Con San Benito y la Biblia, (2ª ed.) Anselm Grün, Friedrich Assländen
39. Recuperar a Jesús. Una mirada transpersonal, (3ª ed.) Enrique Martínez Lozano
40. Detrás de la apariencia, Matilde de Torres Villagrá
41. El esplendor de la nada, Rafael Redondo Barba
42. Desenterrar y vivir el Evangelio, Jaime Garralda
43. Descanser. Descansar para ser. Propuestas para liberarnos del secuestro del descanso, José María
Toro
44. Quiéreme libre, déjame ser. Lo masculino, lo femenino y la pareja, Alfonso Colodrón
45. La vida no tiene marcha atrás. Evolución de la conciencia, crecimiento espiritual y constelación
familiar, Wilfried Nelles
46. Quien ama muere bien. Al borde de la Tierra Pura de Buda, DHARMAVIDYA, David J. Brazier
47. Humanizar el liderazgo, José Carlos Bermejo y Ana Martínez
48. Teología popular. La buena noticia de Jesús, José M. Castillo
49. Por qué - Cómo - Y hablando con Dios, Fundación padre Garralda
50. Envejecimiento en la vida religiosa, José Carlos Bermejo
51. Teología popular (II). El reinado de Dios, José M. Castillo
52. La sabiduría interior. Pinceladas de filosofía experiencial, Tomeu Barceló
53. Teología popular (III). El final de Jesús y nuestro futuro, José M. Castillo
54. La psicoterapia integrativa en acción, Richard G. Erskine y Janet P. Moursund
55. Debate en torno al aborto. Veinte preguntas para debatir sin crispación sobre el aborto, Benjamín
Forcano, Javier Elzo, Federico Mayor Zaragoza, Nuria Terribas, Juan Masiá
56. Para reír y rezar, Manuel Segura Morales
57. Guía no farmacológica de atención en enfermedades avanzadas. Cuidados paliativos integrales,
Iosu Cabodevilla
58. La laicidad del Evangelio, José María Castillo
59. Otro modo de ver, otro modo de vivir. Invitación a la no-dualidad, Enrique Martínez Lozano
60. Guía para hombres en marcha. De la línea al círculo, Alfonso Colodrón
61. Entra en ti, Mercedes Montalt y Enrique Montalt

424
62. Mi alegría sobre el puente. Mirando la vida con los ojos del corazón, José María Toro
63. Ser la propia luz. Más allá de linajes y maestros, de escuelas y creencias, Rafael Redondo Barba
64. Vivir. Espiritualidad en pequeñas dosis, Juan Masiá
65. El dinero emocional, Ruth Morales
66. Todo confluye. Espíritu y espiritualidad en los movimientos altermundistas, José Eizagirre
67. Humanitinas. Fármacos humanizadores, José Carlos Bermejo y Diana S. Simón
68. La homosexualidad en verdad. Romper, por fin, el tabú, Philippe Ariño
69. Zendo Betania. Donde convergen zen y fe cristiana, Ana María Schlüter
70. Solo estar, Enrique y Mercedes Montalt Alcayde
71. La dicha de ser. No-dualidad y vida cotidiana (2ª ed.), Enrique Martínez Lozano
72. Enseñanzas del Silencio de Moratiel, Alicia Martínez
73. Puentes de perdón, Pax Dettoni Serrano
74. Espiritualidad para ahora. Verbos para el hortelano del espíritu, José Carlos Bermejo
75. El pulso del cotidiano. Ser. Hacerse. Vivir. Realizarse, José María Toro
76. Más allá del olvido, Matilde de Torres Villagrá
77. El que vive. Relecturas del Evangelio, Juan Masiá Clavel, S.J.
78. Un corazón atento. Entre la misericordia y la compasión, Luciano Sandrin
79. El diálogo en plena conciencia. El sendero interpersonal hacia la liberación, Gregory Kramer
80. Cuando tu sufrimiento y el mío son un mismo sufrimiento. La vida como sanación compasiva, Carlos
Díaz
81. Locura de la psiquiatría. Apuntes para una crítica de la psiquiatría y la “salud mental”, Alberto
Fernández Liria
82. Metáforas de la no-dualidad. Señales para ver lo que somos, Enrique Martínez Lozano
83. Koan inspirados en San Juan de la Cruz. Luces de occidente para iluminar el camino, Pedro Vidal
López
84. Mujeres que aman. Susurros feministas sobre el amor y el desamor, Rosa María Belda Moreno
85. El evangelio marginado, José María Castillo
86. Morir hoy. La muerte desterrada, Víctor Manuel Cabanillas Gutiérrez
87. Elige la vida. Una lectura existencial de la Biblia, Montse de Paz
88. Peregrinar a Jesús. Dios, Jesús y la Salud, José C. Bermejo y Ariel Álvarez Valdés
89. Psicopatología y psicoterapia de las experiencias transpersonales, Ana Gimeno-Bayón Cobos
90. En el principio era la vida. Comentario al evangelio de Juan, Enrique Martínez Lozano
91. Dar-se-nos. Aproximarse al sentido de la propia vida permite acceder a la comunión con el otro y
con el Otro, Enrique y Mercedes Montalt Alcayde
92. El milagro de vivir despierto. Ser nadie, cumbre de la madurez, Rafa Redondo
93. Felicidad tóxica. El lado oscuro del pensamiento postivivo, Rafael Pardo
94. Duelo digital ... y coranavirus, José Carlos Bermejo

425
Índice
Portadilla 2
Créditos 4
Dedicatoria 5
Introducción 6
1. La Consciencia que somos y la búsqueda del hogar 15
Prólogo: En el origen de todo, la Consciencia (1,1-18) 16
Caminar en verdad, proceder sin doblez (1,19-34) 29
La búsqueda (1,35-42) 36
¿Seguir a Jesús o habitar el mismo hogar? (1,43-51) 42
2. Lo Real es una boda 49
La primera señal: novedad que es alegría (2,1-12) 51
Todo es templo de la divinidad (2,13-22) 57
Lucidez ante el hecho religioso 61
Las señales y la fe (2,23-25) 66
3. Nacer de nuevo 68
Nacer de nuevo es despertar (3,1-21) 69
Nacer de nuevo: amar lo que es 80
Dios habla en todo lo manifiesto (3,22-36) 83
4. Más allá de la religión 86
Un diálogo inesperado (4,1-9) 87
El agua que quita la sed (4,10-15) 90
Más allá de la religión (4,16-26) 93
El verdadero alimento (4,27-38) 99
La experiencia personal (4,39-42) 102
Segunda señal: Jesús, la palabra que sana (4,43-54) 105
5. De la parálisis a la autonomía 108
La señal del paralítico (5,1-9) 110
Los riesgos de la libertad (5,10-18) 113
La fuente de la autoridad (5,19-30) 116
La fuente de toda legitimidad (5,31-47) 118
6. El pan y la eucaristía 121
Caminar compartiendo (6,1-15) 122

426
La consciencia (“Yo soy”) vence al mal (6,16-21) 128
Somos pan de vida (6,22-50) 130
Del “pan” a la “carne”: la Eucaristía (6,51-59) 138
Cuando no se ve, aparece la crisis (6,60-71) 143
7. Torrentes de agua viva 148
En un contexto de incredulidad (7,1-9) 149
Desde dónde vivimos (7,10-24) 152
¿Conocemos quiénes somos? (7,25-36) 156
El agua que da vida (7,37-52) 159
8. La verdad es una con la libertad 163
Un perdón que resultaba escandaloso (8,1-11) (texto no joánico) 164
Somos luz (8,12-20) 171
La identidad de Jesús, nuestra identidad: Yo soy (8,21-30) 174
La cuestión de la libertad (8,31-38) 177
Verdad y mentiras (8,39-49) 183
“Antes que Abraham”: presencia y atemporalidad (8,50-59) 186
9. “Yo soy” es luz 189
Ver y ayudar a ver (9,1-12) 190
La norma que conduce al fanatismo (9,13-21) 193
La norma termina en condena (9,22-34) 195
Quien se impone a los demás, está ciego (9,35-41) 197
10. ¿Qué es ser “maestro”? 201
Una puerta siempre abierta (10,1-10) 205
La ambigua imagen del pastor (10,11-18) 209
Somos uno: la verdad más profunda (10,19-30) 215
“Sois dioses” (10,31-42) 225
11. Somos Vida 228
La muerte, el despertar (11,1-16) 231
La proclamación de la fe cristiana en la resurrección (11,17-27) 236
Un Jesús conmocionado (11,28-37) 239
Somos vida (11,38-44) 242
Cuando dar vida acarrea muerte (11,45-57) 244
12. La vida en la muerte 247
Mirar a la muerte de frente (12,1-11) 249
Desapego del éxito (12,12-22) 252

427
Un paréntesis sobre la búsqueda humana 255
Desapego del abatimiento (12,23-36) 259
Creer y ver (12,37-50) 266
13. El único mandato: la única ley de lo real 269
El amor servicial, en una parábola (13,1-20) 273
Cuando llega la noche (13,21-30) 278
El “nuevo” mandamiento: solo el Amor es real (13,31-35) 281
Y otra vez la noche (13,36-38) 287
14. La experiencia del Padre, conexión con la Fuente 289
Ver a Dios (14,1-14) 292
Vivir la unidad en el amor (14,15-26) 298
La paz que el mundo no puede dar (14,27-31) 306
15. La vid y los sarmientos, metáfora de la no-dualidad 310
No hay nada separado de nada (15,1-8) 313
Amor es certeza de no-separación (15,9-17) 317
Hostilidad y testimonio (15,18-27) 322
16. Vivir en y desde el Espíritu 326
En la hostilidad, poner verdad (16,1-15) 328
La tristeza se convierte en gozo (16,16-24) 336
La incomprensión se convierte en certeza (16,25-33) 338
17. Proclamación de la unidad, en forma de oración 340
Autorretrato de Jesús (17, 1-5) 342
El cuidado que nace de la unidad (17,6-17) 345
Unidad: la verdad de quienes somos (17,18-26) 348
18. El relato de la pasión: arresto y juicio 350
El arresto y la entereza de quien vive anclado en el “Yo soy” (18,1-14) 353
La negación de Pedro y el juicio religioso: la cuestión de la transparencia
356
(18,15-27)
La primera parte del proceso político: la cuestión de la verdad (18,28-40) 358
19. El relato de la pasión: muerte en cruz 363
La segunda parte del proceso político: el miedo cierra a la verdad (19,1-16) 365
Jesús crucificado: cuando todo se cumple (19,17-37) 371
La sepultura: no se puede enterrar la Vida (19,38-42) 378
20. Relatos de apariciones: la Vida no muere 381

428
Las “vendas”, signos de vida (20,1-9) 385
Re-conocernos en profundidad (20,10-18) 390
Creer y ver (20,19-29) 394
Conclusión del evangelio (20,30-31) 400
21. Apéndice: la figura del “discípulo amado” 401
El trabajo que da fruto (21,1-14) 403
El amor repara y sana (21,15-19) 408
Cada camino es único (21,20-23) 410
Conclusión (21,24-25) 412
Bibliografía básica 413
Acerca del autor 415
Títulos recomendados 416
Metáforas de la no-dualidad 417
La dicha de ser 418
Elige la vida 419
Morir hoy 420
Peregrinar a Jesús 421
Plegarias desde el vacío interior 422
Colección A los cuatro vientos 423

429

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