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Título original:

Pornland: How Porn Has Hijacked Our Sexuality (Gail Dines)

Traducción:

“Pornolandia: cómo el porno tiene secuestrada nuestra vida sexual”

Género y tipo textual:

Este es un texto de carácter expositivo y argumentativo: expositivo pues presenta


estudios académicos, situaciones reales e investigación de campo sobre la pornografía y
sus efectos sobre la psicología de sus consumidores, tomando ejemplos y citas tanto de la
investigación personal de la autora como de trabajos académicos de distintos autores;
argumentativo ya que busca convencer al lector de los efectos totalmente negativos de la
pornografía en los distintos campos de la vida (desde la pornografía “suave” de mediados
del siglo XX hasta sus influencias actuales en la cultura popular, sus correlación directa con
la promulgación sexualizada del racismo y la pedofilia, y la fetichización de la violencia).

Encargo de traducción:

Una editorial hipotética latinoamericana de principios marxistas-feministas que busca


popularizar en la comunidad feminista hispanohablante las teorías antipornografía
desarrolladas por autoras como Gail Dines (autora del texto en cuestión) o Andrea Dworkin.
El objetivo sería traducir el libro entero para su publicación y circulación en librerías
comunes (no especializadas en feminismo).

(Para este trabajo universitario se ha traducido solamente un fragmento del capítulo


6, ya que las casi 500 páginas del libro completo habrían requerido más tiempo del que se
dio para esta tarea. )

Problemas encontrados:

● El título del libro. Tres problemas: primero, que “Pornolandia” suena espantoso (pero
resultó siendo la mejor opción); segundo, el uso de “porn” en inglés que podría
traducirse tanto como “porno” o como “pornografía” (este problema fue recurrente a
lo largo del texto); tercero, el término “sexuality”.
● Con respecto a la traducción de “porn” a “porno” o “pornografía”: el argumento
principal del libro es que la pornografía ha sido normalizada y absorbida en el día a
día, “secuestrando” de este modo la vida sexual de las personas. Como parte de
esta normalización, la autora utiliza casi exclusivamente el término más casual
“porn” (y no “pornography”), que es la palabra más común fuera de ámbitos
académicos o literarios. A pesar de tener una base teórica sumamente extensa y
una enorme lista de referencias bibliográficas, el libro está redactado con un estilo
sencillo que busca popularizar la perspectiva antipornografía, y utiliza por ello
vocabulario común y fácil de entender, de ahí el uso casi exclusivo de “porn”. Sin
embargo, debido a que la palabra “pornografía” en español no tiene siempre el peso
y la formalidad de “pornography” en inglés, se ha optado por utilizar tanto “porno”
como “pornografía” en la traducción (en particular para evitar la repetición) a pesar
de que el texto original utiliza casi exclusivamente el término “porn”.
● Debido a que gran parte de la producción pornográfica se da en EEUU o por
empresas estadounidenses, hay bastante terminología nueva que aún no tiene
equivalentes comunes en castellano.
● Ya que este texto ha sido producido en un contexto estadounidense, por una autora
cuyas experiencias se han dado principalmente en EEUU, hay temas, referencias a
cultura popular o expresiones difíciles de traspasar al castellano. Solución:
creatividad y circunloquios.
● El capítulo en cuestión trata de cómo la pornografía ha influenciado la forma de
existir como mujer en la sociedad moderna. A raíz de esto, la autora cuenta sus
experiencias dando conferencias en universidades estadounidenses. Esto presenta
dos problemas: primero, el uso de la jerga de las alumnas (por ejemplo, “hairy
beaver” en el primer párrafo, traducido a “felpudo”) y la dificultad de mantener el tono
eufemístico de esta jerga en el texto meta; segundo, las referencias a ubicaciones o
referentes culturales estadounidenses que no cargan las mismas implicaciones en
sus equivalentes en español, como “Costa Oeste” o “Ivy League”. En los casos más
obvios se han utilizado los equivalentes establecidos o los préstamos, en otros se ha
preferido optar por la amplificación. Debido a la naturaleza académica del texto se
ha evitado la adaptación como técnica de traducción para mantener el rigor y la
exactitud del texto original en el texto meta.
● El capítulo menciona títulos de series de televisión y obras que utiliza como citas o
para ejemplificar situaciones. Hubo que investigar los títulos con los que fueron
publicadas estas obras y series en países hispanohablantes (de preferencia
Latinoamérica, debido al encargo de traducción), y en el caso de que no hubiera una
traducción establecida se aplicaron las técnicas del calco o la traducción literal.
● Al principio del capítulo se incluye una cita de Max Hardcore, un famoso e influencial
director, productor y actor de pornografía conocido por sus producciones
extremadamente violentas. En esta cita, él menciona que el verdadero propósito de
la vida de las mujeres es ser “fuck dolls”. Acá se aplicó la creación discursiva para
mantener el efecto impactante y repulsivo de la cita original (ya que la intención de la
autora al incluir esta cita es demostrar que a los creadores de pornografía no les
importa en lo absoluto el bienestar de las mujeres) y se optó por traducirlo a “bancos
de semen”.
Chapter 6. Visible or Invisible

Growing Up Female in a Porn Culture

Women are much more understanding and aware of their true purpose in life than ever
before. That purpose, of course, is to be receptacles of love; in other words, fuck dolls.
—Max Hardcore, pornographer

Fashion also is taking more aesthetic cues from porn, including the growing popularity of
genital piercing and shaving, which was popularized by adult film actors.
—Reed Johnson

At a lecture I was giving at a large West Coast university in the spring of 2008, the
female students talked extensively about how much they preferred to have a completely
waxed pubic area as it made them feel “clean,” “hot,” and “well groomed.” As they excitedly
insisted that they themselves chose to have a Brazilian wax, one student let slip that her
boyfriend had complained when she decided to give up on waxing. Then there was silence. I
asked the student to say more about her boyfriend’s preferences and how she felt about his
criticism. After she spoke, other students joined in, only now the conversation took a very
different turn. The excitement in the room gave way to a subdued discussion of how some
boyfriends had even refused to have sex with nonwaxed girlfriends, saying they “looked
gross.” One student told the group that her boyfriend bought her a waxing kit for Valentine’s
Day, while yet another sent out an e-mail to his friends joking about his girlfriend’s “hairy
beaver.” No, she did not break up with him; she got waxed instead.

Two weeks after the waxing discussion, I was at an East Coast Ivy League school,
where some female students became increasingly angry during my presentation. They
accused me of denying them the free choice to embrace our hypersexualized porn culture,
an idea that was especially repugnant because, as rising members of the next generation’s
elite, they saw no limits or constraints on them as women. Then one student made a joke
about the “trick” that many of them employ as a way to avoid hookup sex. What is this trick?
These women purposely don’t shave or wax as they are getting ready to go out that night so
they will feel too embarrassed to participate in hookup sex. As she spoke, I watched as
others nodded their heads in agreement. When I asked why they couldn’t just say no to sex,
they informed me that once you have a few drinks in you and are at a party or a bar, it is too
hard to say no. I was speechless—these women, who had just been arguing that I had
denied them agency in my discussion of porn culture, saw no contradiction in telling me that
they couldn’t say no to sex. The next day I flew to Utah to give a lecture in a small college
which, although not a religious college, had a good percentage of Mormons and Catholics. I
told them about the lecture the previous night and asked them if they knew what the trick
was. It turns out that trick is everywhere.

I tell this story because it neatly captures on many levels how the porn culture is
affecting young women’s lives. The reality is that women don’t need to look at porn to be
profoundly affected by it because images, representations, and messages of porn are now
delivered to women via pop culture. Women today are still not major consumers of hard-core
porn; they are, however, whether they know or it or not, internalizing porn ideology, an
ideology that often masquerades as advice on how to be hot, rebellious, and cool in order to
attract (and hopefully keep) a man. An excellent example is genital waxing, which first
became popular in porn and then filtered down into women’s media such as Cosmopolitan, a
magazine that regularly features stories and tips on what “grooming” methods women should
adopt to attract a man. Sex and the City, that hugely successful show with an almost cult
following, also used waxing as a story line. For instance, in the movie, Miranda is chastised
by Samantha for “letting herself go” by having pubic hair.

What my conversations with college students reveal is how conformity to porn culture
is defined by young women as a free choice. I hear this mantra everywhere, yet when one
digs deeper, it is clear that the idea of choice is more complicated than originally thought. To
talk about women’s free choice is to enter into the tricky terrain of how much free will we
really have as human beings. While we all have some power to act as the author of our own
lives, we are not free-floating individuals who come into the world with a ready-made set of
identities; rather, to paraphrase Karl Marx, we are social beings who construct our identities
within a particular set of social, economic, and political conditions, which are often not of our
own making. This is especially true of our gender identity, as gender is a social invention and
hence our notion of what is “normal” feminine behavior is shaped by external forces.

To illustrate this point, we can look at women’s “choices” in the post–Second World
War era. At first glance, it looked like women were eagerly giving up their wartime jobs to go
home and look after their husbands and kids; it appeared that women as a group suddenly
and collectively chose to return to being housewives and mothers. It was only after that
period, thanks to feminist historians and writers, that we found out that what drove them
home was a complex set of circumstances that included women being fired or demoted to
make room for men, the inability of married women to find employment, the growth of
suburbia, and the lack of child care. What, then, appeared as free will were actually
economic and social forces that cohered to limit women’s life choices. Not least of these
were the media images and sitcoms such as Ozzie and Harriet and Leave It to Beaver,
which depicted the housewife as the idealized woman: feminine, nurturing, and blissful in her
role as cleaner, caretaker, nanny, chauffeur, and nurse. This was the dominant image of
femininity that was celebrated and perpetuated by the media. The only problem was that the
image was a lie. As Betty Friedan revealed in The Feminine Mystique, many real women
were miserable, lonely, and overburdened with the daily duties of holding the family together.
But media images do not have to tell the truth to be believed or internalized as many women
of that era compared themselves to Harriet Nelson or June Cleaver—and found themselves
deficient.
Capítulo 6. Visible o invisible

Crecer siendo mujer en una cultura porno

Las mujeres hoy en día son mucho más conscientes de su verdadero propósito en la vida.
Este es, por supuesto, ser receptoras de “amor”; en otras palabras, bancos de semen.
—Max Hardcore, productor de pornografía

La moda también está siguiendo cada vez más las guías estéticas de la pornografía, como
la popularidad ascendente de los piercings genitales y la depilación genital, popularizados
originalmente por actores de películas para adultos.
—Reed Johnson

Cuando di una charla en una gran universidad de la Costa Oeste de Estados Unidos
en la primavera del 2008, las estudiantes defendieron a muerte su preferencia por un área
púbica totalmente depilada, ya que las hacía sentir “limpias”, “sexys” y “aseadas”. Mientras
ellas insistían con fervor en que ellas mismas elegían hacerse la depilación brasilera, a una
se le escapó mencionar que su novio se había quejado cuando ella decidió no depilarse
más. Luego reinó el silencio. Le pedí a esta alumna que hable más de las preferencias de
su novio y de cómo se sentía ella con respecto a su crítica. Luego de su aporte se le
sumaron otras, pero la conversación había cambiado drásticamente de tono. La emoción
que reinaba en el aula se transformó en una discusión tranquila sobre cómo algunos novios
se negaban a tener sexo con sus novias sin depilar, argumentando que “se veían
asquerosas”. Una alumna contó que su novio le había regalado un kit de depilación por San
Valentín, mientras que otra mencionó que el suyo le había enviado a sus amigos un email
en el que se burlaba del “felpudo” de su novia. Ella no terminó con él, sino que simplemente
se depiló.

Dos semanas después de la discusión sobre la depilación, estuve en una


universidad de la Ivy League en la Costa Este y algunas alumnas se enfurecieron durante
mi presentación. Me acusaron de negarles la elección de adoptar la cultura porno
hipersexualizada, lo que les parecía particularmente horrendo pues, siendo ellas miembros
de la élite de la próxima generación, no creían en límites para su existencia como mujeres.
Luego una alumna bromeó acerca de un “truco” que muchas usaban para evitar el sexo
casual. ¿Cuál era este truco? Estas mujeres evitaban depilarse o afeitarse intencionalmente
al prepararse para salir por la noche, de modo que se sentirían demasiado avergonzadas
para tener sexo. Mientras esta alumna hablaba, vi cómo otras asentían con la cabeza y le
daban la razón. Cuando les pregunté por qué no podían simplemente negarse a tener sexo,
me informaron que una vez que han tomado un poco en una fiesta o un bar, es muy difícil
decir que no. Me quedé sin palabras. Estas mujeres, quienes hace unos minutos se habían
quejado de que les negaba su independencia en mi discusión sobre la cultura porno, no
entendían la contradicción de decirme que no podían decir que no al sexo. Al día siguiente
viajé a Utah a dar una conferencia en una pequeña universidad con un alto porcentaje de
mormones y católicos. Les conté sobre la charla de la noche anterior y les pregunté si
conocían el “truco”. Resulta que ese truco está en todos lados.
Cuento estos hechos porque demuestran claramente con qué profundidad la cultura
porno afecta las vidas de las jóvenes. En realidad, las mujeres no necesitan ver pornografía
para ser afectada por ella pues las imágenes, representaciones y mensajes del porno llegan
a las mujeres a través de la cultura popular. Hoy en día, las mujeres no son aún grandes
consumidoras de porno extremo, sin embargo, internalizan consciente o inconscientemente
la ideología porno, una ideología que se suele disfrazar de consejos para ser sexy, rebelde
y cool para atraer (y ojalá mantener a su lado) a un hombre. Un ejemplo excelente es la
depilación genital, que se popularizó primero en la pornografía y luego se infiltró en los
medios dirigidos a mujeres como Cosmopolitan, una revista que presenta regularmente
artículos sobre los métodos de “aseo” que una mujer debería adoptar para atraer a un
hombre. Sexo en la ciudad, esa serie de televisión extremadamente exitosa y casi de culto,
también utiliza la depilación para su trama. Por ejemplo, en la película, Samantha recrimina
a Miranda por “descuidarse” por tener vello púbico.

Lo que revelan mis conversaciones con universitarias es cómo adherirse y


conformarse a la cultura porno es considerado por las mujeres jóvenes como una elección
libre. Escucho esto en todos lados, pero si uno investiga un poco más, está claro que la idea
de “elección” es más complicada de lo que parece. Hablar del libre albedrío de las mujeres
es entrar al terreno complicado de cuánta libertad tenemos realmente como seres humanos.
Aunque todos tenemos cierto poder al actuar como autores de nuestras propias vidas, no
somos individuos aislados que llegan al mundo con un identidad predefinida. Parafraseando
a Karl Marx, somos criaturas sociales que construyen su identidad dentro de particulares
condiciones sociales, económicas y políticas que no creamos nosotros mismos. Esto queda
particularmente claro en nuestra identidad de género, ya que el género es un invento social,
por ende, nuestra idea de lo que es un comportamiento femenino “normal” está moldeada
por fuerzas ajenas a nosotras.

Para ejemplificar este punto podemos ver las “decisiones” de las mujeres tras la
Segunda Guerra Mundial. A primera vista, parecería que las mujeres decidían dejar los
trabajos que tomaron durante la guerra para volver a casa y ocuparse de su marido y sus
hijos; uno creería que las mujeres decidieron colectivamente regresar a ser amas de casa y
madres. Sólo después de esa época, y gracias a historiadoras y escritoras feministas,
descubrimos que lo que las llevó de vuelta a sus hogares fue un conjunto de circunstancias
complejas que incluían despidos de mujeres para darle las posiciones a hombres, la
dificultad de conseguir empleo para las mujeres casadas, el crecimiento de los suburbios y
la ausencia de servicios de cuidado de los niños. Lo que entonces parecía libre albedrío
fueron en realidad fuerzas económicas y sociales que trabajaron juntas para limitar las
opciones de vida de las mujeres. A estas fuerzas se les añadieron las imágenes de los
medios y la televisión, como Las aventuras de Ozzie y Harriet y Déjenselo a Beaver, que
representaban a las amas de casa como la mujer ideal: femenina, cariñosa y feliz con su rol
de limpiadora, cuidadora, niñera, chofer y enfermera. Esta era la imagen dominante de la
feminidad que los medios celebraban y perpetuaban. El único problema era que esta
imagen era mentira. Como aclaró Betty Friedan en La mística de la feminidad, muchas
mujeres reales se sentían miserables, solitarias y sobrecargadas con el deber diario de
mantener unida a la familia. Pero las imágenes en los medios no tienen que decir la verdad
para ser creíbles o internalizadas por las mujeres de la época, quienes se comparaban con
Harriet Nelson o June Cleaver y se veían a sí mismas como insuficientes.

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