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Habitar la

narrativa
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Xavier Artigas

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Xavier Artigas

El encargo y la creación de este recurso de aprendizaje UOC han sido coordinados


por la profesora: Ana María Clua Infante

Primera edición: febrero 2021


© de esta edición, Fundació Universitat Oberta de Catalunya (FUOC)
Av. Tibidabo, 39-43, 08035 Barcelona
Autoría: Xavier Artigas
Producción: FUOC

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Índice

1. Realidad y ficción.............................................................................. 5
1.1. La temporalidad del mito ........................................................... 5
1.2. Transmedialidad .......................................................................... 6
1.3. Ámbitos finitos de significación ................................................. 9

2. Performatividad................................................................................. 11
2.1. Realidades solapadas ................................................................... 11
2.2. La experiencia colectiva .............................................................. 12
2.3. Silencio y aislamiento ................................................................. 13
2.4. Poner el cuerpo ........................................................................... 15

Bibliografía................................................................................................. 19
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1. Realidad y ficción

1.1. La temporalidad del mito

Tendemos a entender la vida cotidiana en términos narrativos: nuestra biogra-


fía es una historia que escribimos cada día y que no sabemos hacia dónde nos
llevará. El futuro es siempre algo incierto, un lugar donde podemos proyectar
todo aquello que anhelamos: una vida mejor, más dinero, éxito social, etc.
Imaginemos una línea ascendente con sus puntos de inflexión, sus giros ines-
perados de guion, sus «continuará». Pero esta concepción narrativa de la vida
es un fenómeno vinculado a la modernidad, al nacimiento del individualismo
y al ideal de progreso.

El historiador Mircea Eliade nos explica como en las sociedades premodernas


la temporalidad de la vida cotidiana conlleva una percepción cíclica del tiem-
po, repetitiva, marcada por las estaciones y las cosechas, una temporalidad
circular de doce meses en la cual no hay que esperar nada del futuro porque
muy probablemente será exactamente igual que el presente y que el pasado.
Algún día dejaremos este mundo, pero el ciclo seguirá inamovible para los
que vengan. Pero para estas mismas sociedades hay otra temporalidad simbó-
lica: la del mito. El mito conmemora algún acontecimiento fundacional de
un pueblo, que hay que «repetir» con rituales para garantizar su supervivencia
(Eliade, 2016).

El caso paradigmático en el mundo occidental es la vida de Jesucristo. Al parti-


cipar de las diferentes celebraciones cristianas (Adviento, Navidad, Cuaresma,
Semana Santa, Pascua, Pentecostés), accedemos a una temporalidad fuera de
nuestro tiempo: eterna e invariable, muy alejada de la contingencia cíclica de
los mortales. La vida y la muerte de Jesucristo —una narración llena de aven-
turas— nos abstrae de nuestra vida cotidiana y nos permite formar parte por
unos instantes de una historia relevante: la Historia.

Pero la conmemoración del mito no consiste en escuchar un cuento sin más


ni más: es una práctica. La persona cristiana (o miembro de cualquier otra
religión) reproduce con su propio cuerpo escenas del mito: comer el cuerpo de
Cristo, beber la sangre, hacer ayuno, cargar su cruz. Vive, por unos instantes,
otra vida. La práctica de la repetición del mito es, además, colectiva y ligada
a una territorialidad determinada (la iglesia, la plaza del pueblo, el camino de
Santiago, etc.).

El acceso a la temporalidad del mito está marcado siempre por un ritual de


paso, un indicador de que un «salto temporal» tendrá lugar: santiguarse al en-
trar en la iglesia, confesar los pecados, sumergirse en agua, etc. Una vez supe-
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rado el tránsito, la realidad se define desde otros códigos que no pertenecen a


«nuestro mundo» sino al «mundo del mito». Por ejemplo, no comer absoluta-
mente nada en el día a día es considerado una patología. No hacerlo durante
la cuaresma, sin embargo, ha sido considerado tradicionalmente ser un «buen
cristiano», es decir, un miembro ejemplar de la comunidad.

Como hemos dicho al principio, la temporalidad de las sociedades modernas


es otra. Desde la percepción actual, las personas ya no estamos atrapadas en un
ciclo eterno: nuestra vida se ha convertido en algo lineal. Pero las expectativas
que genera este «libro que está por escribir» provocan una gran decepción en
la mayoría de vidas contemporáneas, puesto que todo es más repetitivo y más
cíclico de lo que querríamos: la gran mayoría de mortales no viviremos gran-
des aventuras. En un mundo secularizado ya no podemos recurrir al mito para
evadirnos de la temporalidad a la que todos los miembros de la sociedad mo-
derna estamos condenados. Eliade nos explica en estos términos cómo busca-
mos hoy la fuga de nuestro tiempo:

«Se podría escribir todo un libro sobre los mitos del hombre moderno, sobre las mitolo-
gías camufladas en los espectáculos de que gusta, en los libros que lee. El cine, esa “fá-
brica de sueños”, vuelve a tomar y utilizar innumerables motivos míticos: la lucha entre
el Héroe y el Monstruo, los combates y las pruebas iniciáticas, las figuras y las imágenes
ejemplares (la “Joven”, el “Héroe”, el paisaje paradisiaco, el “Infierno”, etc.). Incluso la
lectura comporta una función mitológica: no sólo porque reemplaza el relato de mitos
en las sociedades arcaicas y la literatura oral, todavía con vida en las comunidades rurales
de Europa, sino especialmente porque la lectura procura al hombre moderno una “salida
del Tiempo” comparable a la efectuada por los mitos. Bien se “mate” el tiempo con una
novela policíaca, o bien se penetre en un universo temporal extraño, el representado por
cualquier novela, la lectura proyecta al hombre moderno fuera de su duración personal
y le integra en otros ritmos, le hace vivir en otra “historia”.»

Eliade, 2016, pág. 149-150.

Pero a pesar de esta observación brillante, la «salida del tiempo» que nos aporta
una lectura o el visionado de una película no es comparable a la del mito.

Y es que, como hemos visto, el mito no solo se escucha, se ve o se lee:


es una práctica viva.

1.2. Transmedialidad

La popularización del concepto transmedia la ubicamos a partir de la publi-


cación del libro de Henry Jenkins Convergence culture en 2006. A partir del
ejemplo de la «franquicia Matrix» (varias películas, cómics, videojuegos, etc.)
el autor describía un fenómeno llamado transmedia storytelling, según el cual
una historia podía extenderse por diferentes medios y plataformas. El objetivo
de esta multiplicidad sería crear una narrativa (storytelling) fragmentada que la
persona espectadora podría ir completando a medida que accediera a las dife-
rentes obras derivadas que acompañan al texto�principal o núcleo�narrativo.
En este sentido, el transmedia presupone una interactividad en cuanto que
estimula la actividad de buscar y recolectar información. En algunos casos,
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incluso, sería el público quien podría llegar a completar las historias y con-
vertirse entonces en colectivo�coautoral. Jenkins nos habla en este sentido
de comunidades�de�conocimiento, las cuales pondrían en práctica con los
dispositivos transmedia aquello que en el año 2000 el filósofo tunecino Pierre
Levy denominó inteligencia�colectiva. Hablaremos de ello más adelante.

En todo caso, estaríamos ante un paradigma narrativo en el que las per-


sonas espectadoras ya no serían sujetos pasivos: todo proyecto trans-
media implicaría vivir una experiencia participativa enmarcada en una
narración.

La definición que hace Henry Jenkins es la siguiente:

«La narración transmediática se refiere a una nueva estética que ha surgido en respuesta
a la convergencia de los medios, que plantea nuevas exigencias a los consumidores y de-
pende de la participación activa de las comunidades de conocimientos. [...] Para experi-
mentar plenamente cualquier mundo de ficción, los consumidores deben asumir el papel
de cazadores y recolectores, persiguiendo fragmentos de la historia a través de los canales
mediáticos, intercambiando impresiones con los demás mediante grupos de discusión
virtual, y colaborando para garantizar que todo aquel que invierta tiempo y esfuerzo lo-
gre una experiencia de entretenimiento más rica.»

Jenkins, 2006, pág. 31.

La supuesta emergencia de este nuevo sujeto que consume narrativas al mismo


tiempo que las produce ha popularizado el concepto de persona consumidora
proactiva, referido normalmente con el acrónimo inglés prosumer. La académi-
ca María Laura Schaufler nos explica el fenómeno de la manera siguiente:

«Cualquier persona que tenga los conocimientos básicos puede tomar fotografías y mo-
dificarlas, hacer videos nuevos o editar los ya existentes y tener un canal para subirlos,
tener su propio blog, etc., así como varios modelos de producción y consumo peer-to-
peer, basados en la gratuidad y la solidaridad, que se caracterizan por la espontaneidad y
rapidez para acceder a todo tipo de archivos, como canciones, libros, películas, juegos,
aplicaciones de software, etc.

Todas estas prácticas van conformando lentamente, en ciertos sectores de la red, una
cultura construida, en gran parte, por los propios internautas, principalmente jóvenes. En
este sentido, no solamente la producción cultural actual puede pensarse desde el punto de
vista de que las industrias del entretenimiento marcan las tendencias de consumo, sino
que también es necesario tener en cuenta las prácticas de trabajo o juego o reinvención
que llevan a cabo los diversos públicos que producen materiales.

Como un intento de explicar este fenómeno, se comenzó a utilizar el acrónimo prosumi-


dor (que fusiona las palabras productor y consumidor), inventado por Alvin Toffler décadas
atrás para referirse a las acciones de los internautas».

Schaufler y Andrés, 2011, pág. 269.

Las narrativas transmedia serían, pues, el resultado de una dialéctica en-


tre la voluntad de algunas personas (o industrias culturales) de explicar
historias y el esfuerzo colectivo del público para hacérselas suyas.
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Pero hay quién reprocha a Jenkins que en los ejemplos que se mencionan
normalmente para ejemplificar el fenómeno transmedia (Matrix, Pokémon, Star
Wars), falta en realidad la narrativa que englobe el todo que configuran las
diferentes piezas diseminadas por los diferentes medios (Baarspul, 2012). Si
bien cada una de estas piezas tiende a ser una narración por sí sola, el resultado
de las diferentes partes configura solo un marco�referencial�compartido y no
una historia�de�historias.

Pero lo cierto es que el mismo Jenkins no es ajeno a esta concepción más allá
de la potencial disputa léxica:

«La narración se ha ido convirtiendo en el arte de crear mundos a medida que los artis-
tas van creando entornos que enganchan y que no pueden explorarse por completo ni
agotarse en una sola obra, ni siquiera en un único media. EI mundo es más grande que
la película, más grande incluso que la franquicia, pues las especulaciones y elaboraciones
de los fans expanden asimismo el mundo en diversas direcciones. Como me contaba un
guionista experimentado, “cuando yo empecé, tenías que contar una historia porque,
sin una buena historia, no tenías película. Más tarde, cuando empezaron a tener éxito
las continuaciones, creabas un personaje, porque un buen personaje podía sostener múl-
tiples historias. Y ahora tienes que crear un mundo, porque un mundo puede sostener
múltiples personajes y múltiples historias a través de múltiples medias”».

Jenkins, 2008, pág. 118-119.

Más adelante, Jenkins utilizará en sus artículos la palabra storyworld (mundo


de historias) como concepto ambiguo que entra en contradicción en cierto
modo con la idea de narración en sentido clásico. El filósofo Jaques Rancière
nos recuerda que el arte de crear mundos no es un fenómeno contemporáneo y
específico del uso diseminado de nuevas tecnologías:

«La literatura no es solo una reserva de historias o una manera de contarlas, sino una
manera de construir el mundo mismo en el que pueden suceder historias, encadenarse
acontecimientos, desplegarse apariencias.»

Rancière, 2012, pág. 20.

Pero este universo�narrativo que se despliega más allá de un texto determina-


do no puede ser construido ni controlado por parte de un solo autor o autora.
Los estudios literarios hace décadas que subrayan la importancia del papel ac-
tivo del público a la hora de configurar el sentido de una obra: la expansión del
mundo literario depende en la misma medida de la autoría que de las personas
lectoras: es, pues, un proceso dialéctico entre ambas (Baarspul 2012, pág. 13).

El principal introductor de las ideas de Henry Jenkins en el Estado español,


Carlos Scolari, estudió el fenómeno de las auques que se publicaban a lo largo
del siglo XIX como obras derivadas de El Quijote en clave transmedia. Su tesis
apunta a un fenómeno de persona consumidora proactiva (prosumer) analógi-
ca, que probablemente se da de diferentes maneras desde tiempos ancestrales
(Scolari 2014).

En otro sentido, las académicas Marie-Laure Ryan y Jan-Noël Thon afirman:


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«La sustitución de “narrativa” por “storyworld” reconoce la emergencia del concepto de


mundo no solo ligado a la narratología sino también a un panorama cultural más amplio
[...] pero a pesar de ser un concepto muy extendido en la cultura contemporánea, esta
práctica no es exclusiva, tal como nos demuestran las numerosas encarnaciones mediá-
ticas de mitos griegos o historias bíblicas en la civilización occidental.»

Ryan y Thon, 2014, pág. 3.

En conclusión, la característica principal de las narrativas transmedia


sería la combinación de ambos fenómenos: tanto la capacidad de confi-
gurar un storyworld por diferentes plataformas y soportes, como la posi-
bilidad de que el público expanda la narrativa «habitando» el storyworld
mediante el fenómeno prosumer.

1.3. Ámbitos finitos de significación

Hasta aquí hemos hecho una analogía entre la religión y las narrativas trans-
media para buscar en un fenómeno ancestral las ganas que las personas tene-
mos de explicar historias con nuestro cuerpo. Veamos cómo se lee la experien-
cia estética desde el prisma de la sociología.

Desde una perspectiva fenomenológica (es decir, desde aquello que nuestros
sentidos pueden percibir), los sociólogos Peter L. Berger y Thomas Luckmann
distinguen dos formas de realidad a las cuales cualquier miembro de una so-
ciedad puede estar expuesto.

(1)
Por un lado, tendríamos una realidad�primordial, formada por todos los ob- Aun así, esta realidad no tendría
nada que ver con aquello que hay
jetos sobre los cuales tenemos una conciencia y que nos ayudan a ubicarnos
más allá de la percepción de nues-
y a movernos con normalidad en nuestro día a día: se trata de la realidad de tros sentidos (realidad nouménica)
y que es estudiado por ciencias co-
la vida cotidiana que configura nuestro sentido�común, aquello que todo el mo la física (Berger y Luckmann,
mundo conoce, que se da por supuesto y que ya estaba antes de que nosotros 1988, pág. 40).

llegáramos. La construcción social de esta realidad (por ejemplo, la evidencia


de que atravesar la calle cuando el semáforo está en rojo es peligroso) se nos
presenta como una verdad tan empírica como el conocimiento sobre la misma
naturaleza (por ejemplo, el agua moja). Es por eso que desde la mirada socio-
lógica se habla de realidad�objetiva.1

Por otro lado, según Berger y Luckmann, hay ámbitos�finitos�de�significa-


ción, es decir, realidades cerradas y limitadas, a las cuales puedo acceder de
manera intermitente y que no están configuradas por objetos que sean rele-
vantes para mi supervivencia o mi funcionamiento normal en la sociedad.
Aquí hablamos de los sueños, de las experiencias estéticas, de la religión o de
los mundos específicos (alejados de nuestra cotidianidad) que se describen en
la ciencia (Berger y Luckmann, 1988, pág. 45).

Tal como lo describía también Mircea Eliade en referencia al tiempo mítico,


pasar de una realidad a otra ha implicado tradicionalmente un «salto», un
tránsito, que va acompañado normalmente de un pequeño ritual de paso, li-
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gado a una territorialidad determinada: me tumbo en la cama antes de acce-


der al mundo de los sueños, cierro la puerta del despacho antes de ponerme
a investigar, las luces de la sala de cine se apagan antes de que la película em-
piece. Son los indicadores de que otra realidad empezará, una realidad finita
con otras reglas y otros códigos que nos evadirá de nuestra vida cotidiana.

Los ámbitos finitos de significación son, en cierto modo, puertas hacia


una temporalidad mítica secularizada.
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2. Performatividad

En el primer punto hemos construido un marco teórico que nos ayuda a en-
tender hasta qué punto nuestra percepción del mundo puede transitar por di-
ferentes niveles de realidad. Veamos ahora cómo actúan nuestros cuerpos en
estas ficciones.

2.1. Realidades solapadas

A lo largo de los últimos cien años algunos adelantos tecnológicos han pro-
vocado la posibilidad de vincular algunas experiencias�estéticas con nuestra
vida cotidiana sin tener que pasar por ninguna transición o ritual de paso. Un
caso significativo fue la invención del hilo musical en 1920. Hasta entonces
la música había formado parte de acontecimientos que se vinculaban a un
espacio determinado: había que ir a algún lugar a escucharla y este traslado
comportaba una abstracción de la realidad de la vida cotidiana. La populariza-
ción de la llamada música de ascensor permitía solapar la experiencia estética,
es decir, un�ámbito�finito�de�significación, con nuestra realidad del día a día.

A partir de aquel momento, la música nos acompañaría también en los centros


comerciales, en las entradas de los hoteles o en el metro. Con la invención del
walkman en 1979, pudimos incluso empezar a escoger la música que quería-
mos escuchar en cada contexto.

La vida se convertía así en una semificción en la que determinados ins-


tantes podían tener —como en las películas— su banda sonora. La me-
moria vinculada a estos momentos sería, por lo tanto, inseparable total-
mente del transcurso de alguna canción y aportaría así elementos na-
rrativos a nuestras biografías.

Del mismo modo, las artes plásticas y la fotografía se emanciparon de las gale-
rías y las salas de exposiciones para convertirse en experiencias estéticas om-
nipresentes en nuestra cotidianidad mediante la publicidad y el diseño. Las
imágenes en movimiento salieron de las salas de cine para llenar pantallas in-
tegradas en el mobiliario doméstico y urbano. A día de hoy ya hace años que
hablamos de realidades aumentadas y todo tipo de experiencias estéticas que
provienen de nuestros teléfonos móviles.

Ya no vemos belleza en el mundo sino la próxima fotografía que subire-


mos a Instagram, ya no vivimos historias sino stories.
CC-BY-NC-ND • PID_00279944 12 Habitar la narrativa

Desde hace aproximadamente un siglo la humanidad vive en un mundo en el


que todo tipo de ficciones se mezclan con nuestra realidad. Como prosumers,
podemos interactuar en diferentes grados con estos mundos paralelos, pero
es difícil escaparse: vivimos inevitablemente en una hibridación de ámbitos
finitos de significación y realidad, en una temporalidad compartida entre mito
y mundo real.

Vivimos una realidad semificcional.

Nuestro objetivo como personas narradoras, entonces, debería ser dotar


de sentido estas ficciones vividas.

2.2. La experiencia colectiva

Desde que el ser humano tiene uso de razón se ha congregado alrededor de


cuentacuentos para escuchar historias. Aun así, en el paradigma de la literatura
oral, la persona oyente no es necesariamente un sujeto pasivo: puede interve-
nir en el relato. La participación del público hace que cada historia explicada
sea única e irrepetible. El relato oral, por lo tanto, es abierto y la puesta en
escena del acto de narrar es una experiencia estética por sí misma, una expe-
riencia intersubjetiva.

(2)
Históricamente, se aplica este modelo a casi todas las artes escénicas, entre las Esta manera unidireccional de
entender las artes escénicas se im-
cuales hay también aquellas formas de teatro anteriores al llamado teatro bur-
puso en el seno de la nueva clase
gués del siglo XIX.2 También en el ámbito del periodismo nos topamos con la social emergente como contraste
con el ocio de las clases populares:
figura del pregonero o nuncio como precedente oral de los medios de comu- a diferencia de otras formas teatra-
les como el vodevil, el público del
nicación. Aunque el pregonero era en cierta manera el portador de una verdad teatro burgués tenía que estar con-
y no de un cuento, el público lo percibía a menudo como un relato más y no centrado y en silencio para conec-
tar lo máximo posible con el men-
tenía ningún problema en replicarle o, incluso, insultarlo cuando no estaba saje que el dramaturgo le quería
de acuerdo con él (Bejarano, 2010). transmitir.

En definitiva, lo que las diferentes prácticas narrativas orales permiten


es participar colectivamente de las historias. Hablamos de un solapa-
miento de realidades atravesado por una experiencia compartida.

Una experiencia compartida provoca, entre los miembros de la sociedad que la


viven, una intersubjetividad y, por lo tanto, la�configuración�de�un�sentido
común, de una realidad objetiva. Así, Berger y Luckman afirman:
CC-BY-NC-ND • PID_00279944 13 Habitar la narrativa

«La realidad de la vida cotidiana se organiza en el entorno del aquí de mi cuerpo y del (3)
Del latín, aquí y ahora.
ahora de mi presente. Este hic et nunc3es el centro de la atención que pongo en la reali-
dad de la vida de cada día. Aquello que se me presenta hic et nunc en la vida cotidiana
(4)
es el realissimum4de mi consciencia. [...] Por otro lado, la realidad de la vida cotidiana El nos realissimum es un concep-
se me presenta como un mundo intersubjetivo, es decir, un mundo que comparto con to filosófico que se asocia a la reali-
otras personas. Esta intersubjetividad diferencia radicalmente la vida cotidiana de otras dad última (en el caso de Imma-
realidades de les cuales soy consciente igualmente.» nuel Kant sería el equivalente de la
razón pura, la moral o Dios).
Berger y Luckmann, 1988, pág. 41-42.

Es, pues, la posibilidad de intercambio y contraste en un ámbito finito


de significación lo que permite que la obra continúe produciendo senti-
do para las personas espectadoras y, por lo tanto, expandir el storyworld
de manera colectiva.

2.3. Silencio y aislamiento

A pesar de su arraigo social, la tradición oral empezó a decaer en 1930 con


la irrupción de la primera generación de prensas que permitían hacer impre-
siones de manera masiva (Chillón, 1992, pág. 62). La literatura escrita había
sido hasta entonces un medio reservado a la aristocracia y a la alta burguesía.
La fuerte bajada del precio de las impresiones democratizó los libros en de-
trimento de la literatura oral, del mismo modo que la popularización de los
nuevos diarios, denominados penny press por su bajo coste, hizo desaparecer
progresivamente el oficio del pregonero de las villas y pueblos. El diario ya no
permitía réplica y la intersubjetividad del público dejaba de ser sincrónica.

La promesa de crear una sociedad más culta y más informada también com-
portaba personas más aisladas y más expuestas a mensajes unidireccionales.
A pesar de la democratización de los medios, la configuración de sentido se
convertía en un ejercicio silencioso y solitario.

Esta era de la no oralidad solo ha sido una breve interrupción de apenas un


siglo en la historia de la humanidad. A partir de los años veinte del siglo XX

asistimos al nacimiento de aquello que se ha denominado «oralidad mediáti-


ca» (Chillón, 1999, pág. 63). La llegada de la radio y del cine sonoro dan por
acabado el monopolio de la literatura escrita como medio por excelencia de
acceder a las historias o a la información. Pero la llegada de esta nueva orali-
dad no nos liberará de la soledad y del silencio a que nos había condenado
la imprenta.

(5)
Un conocido estudio sociológico sobre los hábitos cotidianos de la sociedad Se trata de los llamados Middel-
5 town studies, coordinados por He-
estadounidense publicado en 1937 demostraba por primera vez que había una len Merrell Lynd y Robert Staugh-
relación directa entre la proliferación de los aparatos de radio en los hogares ton Lynd, elaborados en la ciudad
de Muncie, Indiana, a lo largo de
de los Estados Unidos y la decaída de la vinculación de la población con acti- casi una década.
vidades comunitarias.
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(6)
A pesar de que el cine recuperaría el hecho colectivo en la sala de proyección, Pese a la gran variedad de for-
matos cinematográficos que sur-
cada miembro del público se convertía también en la oscuridad un individuo
gen durante las primeras tres déca-
invisible, un voyeur, igual que lo es el lector o lectora de una novela o de un das que siguen a la invención del
cine (como, por ejemplo, la proli-
6
diario. feración de los nickelodeons, pare-
cidos a los pequeños teatros de va-
riedades), con la llegada del cine
Posteriormente, la expansión de la televisión a partir de los años cincuenta sonoro se impone un patrón na-
rrativo inspirado directamente en
alejó todavía más a los espectadores y espectadoras de la experiencia colectiva: las representaciones del teatro bur-
a partir de aquel momento, el aislamiento no era solo simbólico sino físico. gués del siglo XIX (Burch, 1995).

Los adelantos tecnológicos de finales del siglo XX (internet y apoyos móviles)


no han hecho más que acentuar este fenómeno.

(7)
El libro Bowling alone, publicado
Parece que se dibuja una relación según la cual cuanta más gente puede en 2000 por Robert D. Putnam, in-
tenta demostrar una correlación
ser expuesta a un relato, más se pierde la dimensión comunitaria.7 empírica entre el uso de determi-
nados medios de entretenimiento
y la pérdida de capital social en los
Estados Unidos (Putnam, 2000).
La desaparición progresiva del hecho colectivo del aquí y el ahora puede ser
que marque la decadencia de la intersubjetividad sincrónica, pero no es en
ningún caso el fin de la intersubjetividad.

El filósofo Xavier Bassas nos habla de la expansión�del�cine en su síntesis sobre


el pensamiento de Jacques Rancière, y es en este contexto donde menciona
dos fenómenos en este sentido: la capacidad que tiene el cine de «re-visión»
y de «co-visión»:

«Una película no se acaba con la palabra fin [...] Tras el final, en el momento en que se
apaga la pantalla y se encienden las luces, el espectador empieza su propio viaje a través
de las imágenes y escenas que recuerda de la película, con las emociones que puede haber
sentido durante la proyección y que, tal vez, perdurarán durante un tiempo en su cuerpo
adquiriendo nuevas formas y significados. A partir de este momento, pues, el espectador
“re-ve” la película gracias a sus recuerdos y acaba componiendo su propia película. [...]

[U]na segunda excrecencia del cine sería la conversación, la discusión, el diálogo que
uno/a mantiene con otra persona antes, durante y sobre todo después de ver una película
que ambos han visto. […] La “co-visión” señala entonces no solo la posibilidad de com-
partir el propio punto de vista sobre tal película, sino la tarea, el deber de compartirla.
Porque las palabras que se intercambian con otros espectadores también crean nuevos
significados de las películas que uno/a quizá no ha percibido y que, mediante el contraste
de puntos de vista sobre una u otra escena o aspecto de la película, acaban comparecien-
do y enriqueciendo la película.»

Rancière, 2012, pág. 154.

Tradicionalmente, herramientas como el cinefórum, las tertulias o las conver-


saciones de bar han cumplido esta función de «co-visión». Aun así, el teórico
de las narrativas transmedia Henry Jenkins nos recuerda como internet es hoy
el gran espacio de encuentro contemporáneo.

«Pocos ven la televisión en completo silencio y aislamiento. Para la mayoría de nosotros,


la televisión alimenta las conversaciones de pasillo. Y, para un número creciente de per-
sonas, la charla de pasillo se ha hecho digital. Los foros en línea ofrecen una oportunidad
para que los participantes compartan sus conocimientos y opiniones.»

Jenkins, 2008, pág. 36.


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Es precisamente internet y el aislamiento físico a que nos aboca la prolifera-


ción de dispositivos móviles lo que permite recuperar la interactividad perdi-
da de que disfrutaba la literatura oral. La necesidad de «re-visión» y de «co-
visión», las conversaciones de pasillo llevadas al mundo digital configuran
aquello que el filósofo Pierre Lévy ha bautizado con el nombre de comunidades
de conocimiento.

Las comunidades de conocimiento serían los colectivos que periódica-


mente se encuentran de manera virtual ante la necesidad común de ha-
blar de algún tema o resolver algún problema que los afecta.

(8)
Henry Jenkins lleva este fenómeno al ámbito de la cultura popular y lo iden- A pesar de que la traducción al
español sería ‘aguafiestas’, en los
tifica con las llamadas comunidades de fans (fandom). Para explicárnoslo, Jen-
últimos años se ha popularizado
kins recurre al ejemplo de los spoilers8, es decir, grupos que se organizan para mucho el anglicismo spoiler.

adivinar qué pasará en el episodio siguiente de su programa de televisión pre-


ferido y compartirlo así con todo el mundo. En algunos casos su presencia en
la red ha sido tan determinante que las empresas productoras del programa se
han visto obligadas a reaccionar y desmentir informaciones, modificar conte-
nidos, etc. Con el fin de llevar a cabo su tarea de modo eficaz, las comunidades
de conocimiento recurren a la inteligencia�colectiva, que Pierre Lévy describe
de la manera siguiente:

«EI conocimiento de una comunidad pensante ya no es un conocimiento compartido,


pues hoy resulta imposible que un único ser humano, o incluso un grupo de gente, do-
mine todos los conocimientos y destrezas. Es fundamentalmente un conocimiento co-
lectivo, imposible de reunir en un solo individuo.»

Jenkins, 2008, pág. 37

Así, pues, las comunidades de conocimiento recuperan digitalmente, en la era


de la oralidad mediática, la interactividad y la intersubjetividad que permitía
el paradigma de la literatura oral y que habíamos perdido.

2.4. Poner el cuerpo

Hasta ahora hemos visto diferentes maneras de habitar storyworlds ficticios:


el solapamiento de realidades que nos han llevado los adelantos tecnológicos
del último siglo, la experiencia colectiva digital, la nueva interactividad con el
relato y la intersubjetividad con el resto de público son, en cierto modo, prác-
ticas prosumers. Todos estos fenómenos comportan, de alguna manera, una
performatividad en cuanto que nuestros cuerpos transitan por las narrativas.
Pero ¿qué pasaría si, en lugar de quedarnos en una sala de cine a debatir o de
pelearnos con alguien por Twitter, saliéramos a la calle?

Al principio hemos visto que, para las sociedades premodernas, la repetición


del mito no consistía simplemente en escuchar una historia o comentarla en
colectivo: era necesario también reproducirla con el propio cuerpo. La antro-
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pología y la etnología están llenas de ejemplos en este sentido, desde prácticas


autolesivas hasta sacrificios humanos: la mayoría de rituales reproducen esce-
nas de historias ancestrales que, al imitarlas, se convierten en vivas y actuales.
Hemos visto también que en el ritual es posible alterar los códigos de compor-
tamiento permitiendo que cosas que en la «vida real» pueden ser tachadas de
locura (autolesionarse) o incluso de delito (matar a alguien) se conviertan en
una práctica aceptada totalmente en el ritual (Eliade, 2016).

Llegados a este punto, nos hacemos la pregunta siguiente: ¿cómo sería la re-
petición del mito en un sentido explícitamente performativo en la actualidad?

Probablemente uno de los mejores ejemplos que encontraríamos entre las ex-
centricidades de las comunidades de fans es el de los desfiles de zombis (zom-
bie walks). Cómo sabréis, un zombie walk es un encuentro masivo de personas
que se disfrazan de muertos vivientes para recorrer las calles de alguna ciudad.
Este acontecimiento iniciado en los Estados Unidos en 2000 se celebra hoy de
manera descentralizada en todo el mundo.

El género cinematográfico de zombies de las películas es amplio y variado, pero


podemos afirmar que siempre nos remite a un storyworld concreto, con unos
códigos estéticos y narrativos comunes. Para los fans de este género, el zombie
walk les permite convertirse por unos instantes en un muerto viviente, es decir,
en un personaje más de este universo narrativo.

El desfile hace que un ámbito finito de significación, es decir, la experiencia


estética de la película, el libro o el cómic, se convierta en algo vivo, actual,
«real». Con los zombie walks, los códigos de las películas sobre muertos vivien-
tes se mezclan con los de nuestra vida cotidiana en cuanto que ambas territo-
rialidades y temporalidades se cruzan.

Al principio hemos dicho que la lógica transmedia pasa por diseminar una
narrativa o dar puertas de acceso a un storyworld por diferentes medios. Pero
¿un zombie walk puede ser considerado un medio? No hay ninguna duda que
un grupo numeroso de personas que llevan a cabo algún tipo de acción poco
habitual en el espacio público comunica algo. Aunque el mensaje sea críptico
o irrelevante, todo medio implica siempre un mensaje (McLuhan, 2007, pág.
21). En el caso de los zombies walks, el mensaje universal para todo el mundo
—incluso para las personas que no conocen el género cinematográfico de zom-
bies— sería el hecho de que un grupo de personas irrumpen con códigos extra-
ños en el espacio público para interrumpir la escenificación de la normalidad.

El Manual de guerrilla de la comunicación, de Luther Blisset y Sonja Brünzels, nos


introduce el concepto de gramática cultural para entender en qué consiste esta
escenificación de la normalidad. La analogía con la lingüística viene del hecho
de que se trataría de una serie de normas que estarían —a pesar de saber que
son arbitrarias—tan normalizadas que nadie las pondría nunca en entredicho.
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«Llamamos gramática cultural al sistema de reglas que estructura las relaciones e inter-
acciones sociales. Abarca la totalidad de los códigos estéticos y de las reglas de compor-
tamiento que determinan la representación de los objetos y el transcurso normal de si-
tuaciones en un sentido que se percibe como socialmente conveniente. La gramática
cultural ordena los múltiples rituales que se repiten diariamente a todos los niveles de
una sociedad. Comprende también las divisiones sociales del espacio y del tiempo, que
determinan las formas de movimiento y las posibilidades de comunicación».

Blisset y Brünzels, 2006, pág. 15.

Cuando un grupo de personas se juntan en el espacio público para hacer algo


inusual —como disfrazarse de muertos vivientes— rompen, pues, con la gra-
mática cultural.

Entonces se abre para el resto de los transeúntes una rendija que les permite
pensar el espacio y el tiempo más allá de su cotidianidad: se abre un ámbito
finito de significación.

Es en este sentido que la acción colectiva se convierte en una narrativa:


una narrativa que se escribe con los cuerpos.
CC-BY-NC-ND • PID_00279944 19 Habitar la narrativa

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