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Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Bohemia
Un escádalo en

Arthur Conan Doyle


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Ella es siempre, para Sherlock Holmes, la
mujer Rara vez le he oído hablar de ella apli-
cándole otro nombre. A los ojos de Sherlock
Holmes, eclipsa y sobrepasa a todo su sexo. No
es que haya sentido por Irene Adler nada que
se parezca al amor. Su inteligencia fría, llena de
precisión, pero admirablemente equilibrada,
era en extremo opuesta a cualquier clase de
emociones. Yo le considero como la máquina
de razonar y de observar más perfecta que ha
conocido el mundo; pero como enamorado, no
habría sabido estar en su papel. Si alguna vez
hablaba de los sentimientos más tiernos, lo
hacía con mofa y sarcasmo. Admirables como
tema para el observador, excelentes para desco-
rrer el velo de los móviles y de los actos de las
personas. Pero el hombre entrenado en el razo-
nar que admitiese intrusiones semejantes en su
temperamento delicado y finamente ajustado,
daría con ello entrada a un factor perturbador,
capaz de arrojar la duda sobre todos los resul-
tados de su actividad mental. Ni el echar areni-
lla en un instrumento de gran sensibilidad, ni
una hendidura en uno de sus cristales de gran
aumento, serían más perturbadores que una
emoción fuerte en un temperamento como el
suyo. Pero con todo eso, no existía para él más
que una sola mujer, y ésta era la que se llamó
Irene Adler, de memoria sospechosa y discuti-
ble.

Era poco lo que yo había sabido de Holmes


en los últimos tiempos. Mi matrimonio nos
había apartado al uno del otro. Mi completa
felicidad y los diversos intereses que, centrados
en el hogar, rodean al hombre que se ve por vez
primera con casa propia, bastaban para absor-
ber mi atención; Holmes, por su parte, dotado
de alma bohemia, sentía aversión a todas las
formas de la vida de sociedad, y permanecía en
sus habitaciones de Baker Street, enterrado en-
tre sus libracos, alternando las semanas entre la
cocaína y la ambición, entre los adormilamien-
tos de la droga y la impetuosa energía de su
propia y ardiente naturaleza. Continuaba con
su profunda afición al estudio de los hechos
criminales, y dedicaba sus inmensas facultades
y extraordinarias dotes de observación a seguir
determinadas pistas y aclarar los hechos miste-
riosos que la Policía oficial había puesto de lado
por considerarlos insolubles. Habían llegado
hasta mí, de cuando en cuando, ciertos vagos
rumores acerca de sus actividades: que lo habí-
an llamado a Odesa cuando el asesinato de
Trepoff; que había puesto en claro la extraña
tragedia de los hermanos Atkinson en Trinco-
malee, y, por último, de cierto cometido que
había desempeñado de manera tan delicada y
con tanto éxito por encargo de la familia reinan-
te de Holanda. Sin embargo, fuera de estas se-
ñales de su actividad, que yo me limité a com-
partir con todos los lectores de la Prensa diaria,
era muy poco lo que había sabido de mi anti-
guo amigo y compañero.
Regresaba yo cierta noche, la del 20 de mar-
zo de 1888, de una visita a un enfermo (porque
había vuelto a consagrarme al ejercicio de la
medicina civil) y tuve que pasar por Baker
Street Al cruzar por delante de la puerta que
tan gratos recuerdos tenía para mí, y que por
fuerza tenía que asociarse siempre en mi mente
con mi noviazgo y con los tétricos episodios del
Estudio en escarlata, me asaltó un vivo deseo
de volver a charlar con Holmes y de saber en
qué estaba empleando sus extraordinarias fa-
cultades. Vi sus habitaciones brillantemente
iluminadas y, cuando alcé la vista hacia ellas,
llegué incluso a distinguir su figura, alta y enju-
ta, al proyectarse por dos veces su negra silueta
sobre la cortina. Sherlock Holmes se paseaba
por la habitación a paso vivo con impaciencia,
la cabeza caída sobre el pecho las manos entre-
lazadas por detrás de la espalda. Para mí, que
conocía todos sus humores y hábitos, su actitud
y sus maneras tenían cada cual un significado
propio. Otra vez estaba dedicado al trabajo.
Había salido de las ensoñaciones provocadas
por la droga, y estaba lanzado por el husmillo
fresco de algún problema nuevo Tiré de la
campanilla de llamada, y me hicieron subir a la
habitación que había sido parcialmente mía.

Sus maneras no eran efusivas. Rara vez lo


eran pero, según yo creo, se alegró de verme.
Sin hablar apenas, pero con mirada cariñosa,
me señaló con un vaivén de la mano un sillón,
me echó su caja de cigarros, me indicó una ga-
rrafa de licor y un recipiente de agua de seltz
que había en un rincón. Luego se colocó en pie
delante del fuego, y me paso revista con su ca-
racterística manera introspectiva.

—Le sienta bien el matrimonio —dijo a mo-


do de comentario—. Me está pareciendo, Wat-
son, que ha engordado usted siete libras y me-
dia desde la última vez que le vi.

—Siete —le contesté.


—Pues, la verdad, yo habría dicho que un
poquitín más. Yo creo, Watson, que un poquitín
más. Y, por lo que veo, otra vez ejerciendo la
medicina. No me había dicho usted que tenía el
propósito de volver a su trabajo.

—Pero ¿cómo lo sabe usted?

—Lo estoy viendo; lo deduzco. ¿Cómo sé


que últimamente ha cogido usted mucha
humedad, y que tiene a su servicio una domés-
tica torpe y descuidada?

—Mi querido Holmes —le dije—, esto es


demasiado. De haber vivido usted hace unos
cuantos siglos, con seguridad que habría aca-
bado en la hoguera. Es cierto que el jueves pa-
sado tuve que hacer una excursión al campo y
que regresé a mi casa todo sucio; pero como no
es ésta la ropa que llevaba no puedo imaginar-
me de qué saca usted esa deducción. En cuanto
a Marijuana, sí que es una muchacha incorregi-
ble, y por eso mi mujer le ha dado ya el aviso
de despido; pero tampoco sobre ese detalle
consigo imaginarme de qué manera llega usted
a razonarlo.

Sherlock Holmes se rió por lo bajo y se frotó


las manos, largas y nerviosas.

—Es la cosa más sencilla —dijo—. La vista


me dice que en la parte interior de su zapato
izquierdo, precisamente en el punto en que se
proyecta la claridad del fuego de la chimenea,
está el cuero marcado por seis cortes casi para-
lelos. Es evidente que han sido producidos por
alguien que ha rascado sin ningún cuidado el
borde de la suela todo alrededor para arrancar
el barro seco. Eso me dio pie para mi doble de-
ducción de que había salido usted con mal
tiempo y de que tiene un ejemplar de domésti-
ca londinense que rasca las botas con verdadera
mala saña. En lo referente al ejercicio de la me-
dicina, cuando entra un caballero en mis habi-
taciones oliendo a cloroformo, y veo en uno de
los costados de su sombrero de copa un bulto
saliente que me indica dónde ha escondido su
estetoscopio, tendría yo que ser muy torpe para
no dictaminar que se trata de un miembro en
activo de la profesión médica.

No pude menos de reírme de la facilidad


con que explicaba el proceso de sus deduccio-
nes, y le dije:

—Siempre que le oigo aportar sus razones,


me parece todo tan ridículamente sencillo que
yo mismo podría haberlo hecho con facilidad,
aunque, en cada uno de los casos, me quedo
desconcertado hasta que me explica todo el
proceso que ha seguido. Y, sin embargo, creo
que tengo tan buenos ojos como usted.

—Así es, en efecto —me contestó, encen-


diendo un cigarrillo y dejándose caer en un
sillón—. Usted ve, pero no se fija. Es una distin-
ción clara. Por ejemplo, usted ha visto con fre-
cuencia los escalones para subir desde el vestí-
bulo a este cuarto.

—Muchas veces.

—¿Como cuántas?

—Centenares de veces.

—Dígame entonces cuántos escalones hay.

—¿Cuántos? Pues no lo sé.

—¡Lo que yo le decía! Usted ha visto, pero


no se ha fijado. Ahí es donde yo hago hincapié.
Pues bien: yo sé que hay diecisiete escalones,
porque los he visto y, al mismo tiempo, me he
fijado. A propósito, ya que le interesan a usted
estos pequeños problemas, y puesto que ha
llevado su bondad hasta hacer la crónica de
uno o dos de mis insignificantes experimentos,
quizá sienta interés por éste.

Me tiró desde donde él estaba una hoja de


un papel de cartas grueso y de color de rosa,
que había estado hasta ese momento encima de
la mesa. Y añadió:

—Me llegó por el último correo. Léala en


voz alta.

Era una carta sin fecha, sin firma y sin direc-


ción. Decía:

«Esta noche, a las ocho menos cuarto, irá a


visitar a usted un caballero que desea consul-
tarle sobre un asunto del más alto interés. Los
recientes servicios que ha prestado usted a una
de las casas reinantes de Europa han demos-
trado que es usted la persona a la que se pue-
den confiar asuntos cuya importancia no es
posible exagerar. En esta referencia sobre usted
coinciden las distintas fuentes en que nos
hemos informado. Esté usted en sus habitacio-
nes a la hora que se le indica, y no tome a mal
que el visitante se presente enmascarado.»

—Este si que es un caso misterioso —


comenté yo—. ¿Qué cree usted que hay detrás
de esto?

—No poseo todavía datos. Constituye un


craso error el teorizar sin poseer datos. Uno
empieza de manera insensible a retorcer los
hechos para acomodarlos a sus hipótesis, en
vez de acomodar las hipótesis a los hechos.
Pero, circunscribiéndonos a la carta misma,
¿qué saca usted de ella?

Yo examiné con gran cuidado la escritura y


el papel.

—Puede presumirse que la persona que ha


escrito esto ocupa una posición desahogada —
hice notar, esforzándome por imitar los proce-
dimientos de mi compañero—. Es un papel que
no se compra a menos de media corona el pa-
quete. Su cuerpo y su rigidez son característi-
cos.

—Ha dicho usted la palabra exacta: caracte-


rísticos —comentó Holmes—. Ese papel no es
en modo alguno inglés. Póngalo al trasluz.

Así lo hice, y vi una E mayúscula con una g


minúscula, una P y una G mayúscula seguida
de una t minúscula, entrelazadas en la fibra
misma del papel.

—¿Qué saca usted de eso?—preguntó Hol-


mes.

—Debe de ser el nombre del fabricante, o


mejor dicho, su monograma.
—De ninguna manera. La G mayúscula con t
minúscula equivale a Gesellschaft, que en ale-
mán quiere decir Compañía. Es una abreviatura
como nuestra Cía. La P es, desde luego, Papier.
Veamos las letras Eg. Echemos un vistazo a
nuestro Diccionario Geográfico.

Bajó de uno de los estantes un pesado volu-


men pardo, y continuó:

—Eglow, Eglonitz... Aquí lo tenemos, Egria.


Es una región de Bohemia en la que se habla
alemán, no lejos de Carlsbad. «Es notable por
haber sido el escenario de la muerte de Vallens-
tein y por sus muchas fábricas de cristal y de
papel.» Ajajá, amigo mío, ¿qué saca usted de
este dato?

Le centelleaban los ojos, y envió hacía el te-


cho una gran nube triunfal del llamo azul de su
cigarrillo.
—El papel ha sido fabricado en Bohemia —
le dije.

—Exactamente. Y la persona que escribió la


carta es alemana, como puede deducirse de la
manera de redactar una de sus sentencias. Ni
un francés ni un ruso le habrían dado ese giro.
Los alemanas tratan con muy poca considera-
ción a sus verbos. Sólo nos queda, pues, por
averiguar qué quiere este alemán que escribe
en papel de Bohemia y que prefiere usar una
máscara a mostrar su cara. Pero, si no me equi-
voco, aquí está él para aclarar nuestras dudas.

Mientras Sherlock Holmes hablaba, se oyó


estrépito de cascos de caballos y el rechinar de
unas ruedas rozando el bordillo de la acera,
todo ello seguido de un fuerte campanillazo en
la puerta de calle. Holmes dejó escapar un sil-
bido y dijo:

—De dos caballos, a juzgar por el ruido.


Luego prosiguió, mirando por la ventana:

—Sí, un lindo coche brougham, tirado por


una yunta preciosa. Ciento cincuenta guineas
valdrá cada animal. Watson, en este caso hay
dinero o, por lo menos, aunque no hubiera otra
cosa.

—Holmes, estoy pensando que lo mejor será


que me retire.

—De ninguna manera, doctor. Permanezca


donde está. Yo estoy perdido sin mi Boswell.
Esto promete ser interesante. Sería una lástima
que usted se lo perdiese.

—Pero quizá su cliente...

—No se preocupe de él. Quizá yo necesite la


ayuda de usted y él también. Aquí llega. Sién-
tese en ese sillón, doctor, y préstenos su mayor
atención.

Unos pasos, lentos y fuertes, que se habían


oído en las escaleras y en el pasillo se detuvie-
ron junto a la puerta, del lado exterior. Y de
pronto resonaron unos golpes secos.

—¡Adelante! —dijo Holmes. Entró un hom-


bre que no bajaría de los seis pies y seis pulga-
das de estatura, con el pecho y los miembros de
un Hércules. Sus ropas eran de una riqueza que
en Inglaterra se habría considerado como lin-
dando con el mal gusto. Le acuchillaban las
mangas y los delanteros de su chaqueta cruza-
da unas posadas franjas de astracán, y su capa
azul oscura, que tenía echada hacia atrás sobre
los hombros, estaba forrada de seda color lla-
ma, y sujeta al cuello con un broche consistente
en un berilo resplandeciente. Unas botas que le
llegaban hasta la media pierna, y que estaban
festoneadas en los bordes superiores con rica
piel parda, completaban la impresión de barba-
ra opulencia que producía el conjunto de su
aspecto externo. Traía en la mano un sombrero
de anchas alas y, en la parte superior del rostro,
tapándole hasta más abajo de los pómulos, os-
tentaba un antifaz negro que, por lo visto, se
había colocado en ese mismo instante, porque
aún tenía la mano puesta en él cuando hizo su
entrada. A juzgar por las facciones de la parte
inferior de la cara, se trataba de un hombre de
carácter voluntarioso, de labio inferior grueso y
caído, y barbilla prolongada y recta, que suge-
ría una firmeza llevada hasta la obstinación.

—¿Recibió usted mi carta? —preguntó con


voz profunda y ronca, de fuerte acento ale-
mán—. Le anunciaba mi visita.

Nos miraba tan pronto al uno como al otro,


dudando a cuál de los dos tenía que dirigirse.
—Tome usted asiento por favor —le dijo
Sherlock Holmes—. Este señor es mi amigo y
colega, el doctor Watson, que a veces lleva su
amabilidad hasta ayudarme en los casos que se
me presentan ¿A quién tengo el honor de
hablar?

—Puede hacerlo como si yo fuese el conde


von Kramm, aristócrata bohemio. Doy por su-
puesto este caballero amigo suyo es hombre de
honor discreto al que yo puedo confiar un
asunto de la mayor importancia. De no ser así,
preferiría muchísimo tratar con usted solo.

Me levanté para retirarme, pero Holmes me


agarró de la muñeca y me empujó, obligándo-
me a sentarme.

—O a los dos, o a ninguno —dijo—. Puede


usted hablar delante de este caballero todo
cuanto quiera decirme a mí
El conde encogió sus anchos hombros, y di-
jo:

—Siendo así, tengo que empezar exigiendo


de ustedes un secreto absoluto por un plazo de
dos años, pasados los cuales el asunto carecerá
de importancia. En este momento, no exagera-
ría afirmando que la tiene tan grande que pu-
diera influir en la historia de Europa.

—Lo prometo —dijo Holmes.

—Y yo también.

—Ustedes disculparán este antifaz —


prosiguió nuestro extraño visitante—. La au-
gusta persona que se sirve de mí desea que su
agente permanezca incógnito para ustedes, y
no estará de más que confiese desde ahora
mismo que el título nobiliario que he adoptado
no es exactamente el mío.
—Ya me había dado cuenta de ello —dijo se-
camente Holmes.

—Trátase de circunstancias sumamente deli-


cadas, y es preciso tomar toda clase de precau-
ciones para ahogar lo que pudiera llegar a ser
un escándalo inmenso y comprometer seria-
mente a una de las familias reinantes de Euro-
pa. Hablando claro, está implicada en este
asunto la gran casa de los Ormstein, reyes
hereditarios de Bohemia.

—También lo sabía—murmuró Holmes arre-


llanándose en su sillón, y cerrando los ojos.

Nuestro visitante miró con algo de evidente


sorpresa la figura lánguida y repantigada de
aquel hombre, al que sin duda le habían pinta-
do como al razonador más incisivo y al agente
más enérgico de Europa. Holmes reabrió poco a
poco los ojos y miró con impaciencia a su gi-
gantesco cliente. —Si su majestad se dignase
exponer su caso —dijo a modo de comentario—
, estaría en mejores condiciones para aconsejar-
le.

Nuestro hombre saltó de su silla, y se puso a


pasear por el cuarto, presa de una agitación
imposible de dominar. De pronto se arrancó el
antifaz de la cara con un gesto de desespera-
ción, y lo tiró al suelo, gritando:

—Está usted en lo cierto. Yo soy el rey. ¿Por


qué voy a tratar de ocultárselo?.

—Naturalmente. ¿Por qué? —murmuró


Holmes—. Aún no había hablado su majestad y
ya me había yo dado cuenta de que estaba tra-
tando con Wilhelm Gottsreich Sigismond von
Ormstein, gran duque de Cassel Falstein y rey
hereditario de Bohemia.

—Pero ya comprenderá usted —dijo nuestro


extraño visitante, volviendo a tomar asiento y
pasándose la mano por su frente, alta y blan-
ca— ya comprenderá usted, digo, que no estoy
acostumbrado a realizar personalmente esta
clase de gestiones. Se trataba, sin embargo, de
un asunto tan delicado que no podía confiárse-
lo a un agente mío sin entregarme en sus ma-
nos. He venido bajo incógnito desde Praga con
el propósito de consultar con usted.

—Pues entonces, consúlteme —dijo Holmes,


volviendo una vez más a cerrar los ojos.

—He aquí los hechos, brevemente expues-


tos: Hará unos cinco años, y en el transcurso de
una larga estancia mía en Varsovia, conocí a la
célebre aventurera Irene Adler. Con seguridad
que ese nombre le será familiar a usted.

—Doctor, tenga la amabilidad de buscarla


en el índice—murmuró Holmes sin abrir los
ojos.
Venía haciendo extractos de párrafos refe-
rentes a personas y cosas, Y era difícil tocar un
tema o hablar de alguien sin que él pudiera
suministrar en el acto algún dato sobre los
mismos. En el caso actual encontré la biografía
de aquella mujer, emparedada entre la de un
rabino hebreo y la de un oficial administrativo
de la Marina, autor de una monografía acerca
de los peces abismales.

—Déjeme ver —dijo Holmes—. ¡Ejem! Naci-


da en Nueva Jersey el año mil ochocientos cin-
cuenta y ocho. Contralto. ¡Ejem! La Scala.
¡Ejem! Prima donna en la Opera Imperial de
Varsovia... Eso es... Retirada de los escenarios
de ópera, ¡Ajá! Vive en Londres... ¡Justamente!...
Según tengo entendido, su majestad se enredó
con esta joven, le escribió ciertas cartas com-
prometedoras, y ahora desea recuperarlas.

—Exactamente... Pero ¿cómo?.


—¿Hubo matrimonio secreto?.

—En absoluto.

—¿Ni papeles o certificados legales?.

—Ninguno.

—Pues entonces, no alcanzo a ver adónde va


a parar su majestad. En el caso de que esta jo-
ven exhibiese cartas para realizar un chantaje, o
con otra finalidad cualquiera, ¿cómo iba ella a
demostrar su autenticidad?

—Esta la letra.

—¡Puf! Falsificada.

—Mi papel especial de cartas.

—Robado.
—Mi propio sello.

—Imitado.

—Mi fotografía.

—Comprada.

—En la fotografía estamos los dos.

—¡Vaya, vaya! ¡Esto sí que está mal! Su ma-


jestad cometió, desde luego, una indiscreción.

—Estaba fuera de mí, loco.

—Se ha comprometido seriamente.

—Entonces yo no era más que príncipe


heredero. Y, además, joven. Hoy mismo no
tengo sino treinta años.

—Es preciso recuperar esa fotografía.


—Lo hemos intentado y fracasamos.

—Su majestad tiene que pagar. Es preciso


comprar esa fotografía.

—Pero ella no quiere venderla.

—Hay que robársela entonces.

—Hemos realizado cinco tentativas. Ladro-


nes a sueldo mío registraron su casa de arriba
abajo por dos veces. En otra ocasión, mientras
ella viajaba, sustrajimos su equipaje. Le tendi-
mos celadas dos veces más. Siempre sin resul-
tado.

—¿No encontraron rastro alguno de la foto?

—En absoluto.

Holmes se echó a reír y dijo:


—He ahí un problemita peliagudo.

—Pero muy serio para mí —le replicó en to-


no de reconvención el rey.

—Muchísimo, desde luego. Pero ¿qué se


propone hacer ella con esa fotografía?

—Arruinarme.

—¿Cómo?

—Estoy en vísperas de contraer matrimonio.

—Eso tengo entendido.

—Con Clotilde Lothman von


Saxe Meningen. Hija segunda del rey de Es-
candinavia. Quizá sepa usted que es una fami-
lia de principios muy estrictos. Y ella misma es
la esencia de la delicadeza. Bastaría una sombra
de duda acerca de mi conducta para que todo
se viniese abajo

—¿ Y qué dice Irene Adler?

—Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo


hará. Estoy seguro de que lo hará. Usted no la
conoce. Tiene un alma de acero. Posee el rostro
de la más hermosa de las mujeres y el tempe-
ramento del más resuelto de los hombres. Es
capaz de llegar a cualquier extremo antes de
consentir que yo me case con otra mujer.

—¿Esta seguro de que no la ha enviado ya?

—Lo estoy.

—¿ Por qué razón?

—Porque ella aseguró que la enviará el día


mismo en que se haga público el compromiso
matrimonial. Y eso ocurrirá el lunes próximo
—Entonces tenemos por delante tres días
aún —exclamó Holmes, bostezando—. Es una
suerte, porque en este mismo instante traigo
entre manos un par de asuntos de verdadera
importancia, Supongo que su majestad perma-
necerá por ahora en Londres, ¿no es así?

—Desde luego. Usted me encontrará en el


Langham, bajo el nombre de conde von
Kramm.

—Le haré llegar unas líneas para informarle


de cómo llevamos el asunto

—Hágalo así, se lo suplico, porque vivo en


una pura ansiedad.

—Otra cosa. ¿Y la cuestión dinero?

—Tiene usted carte blanche.


—¿Sin limitaciones?

—Le aseguro que daría una provincia de mi


reino por tener en mi poder la fotografía.

—¿Y para gastos de momento?

El rey sacó de debajo de su capa un grueso


talego de gamuza, y lo puso encima de la mesa,
diciendo:

—Hay trescientas libras en oro y setecientas


en billetes.

Holmes garrapateó en su cuaderno un reci-


bo, y se lo entregó.

—¿Y la dirección de esa señorita? —


preguntó.

—Pabellón Briony. Serpentine Avenue, St.


John's Wood.
Holmes tomó nota, y dijo:

—Otra pregunta: ¿era la foto de tamaño ex-


posición?

—Sí que lo era.

—Entonces, majestad, buenas noches, y es-


pero que no tardaremos en tener alguna buena
noticia para usted. Y a usted también, Watson,
buenas noches —agregó así que rodaron en la
calle las ruedas del brougham real—. Si tuviese
la amabilidad de pasarse por aquí mañana por
la tarde, a las tres, me gustaría charlar con us-
ted de este asuntito.

II
A las tres en punto me encontraba yo en
Barker Street, pero Holmes no había regresado
todavía. La dueña me informó que había salido
de casa poco después de las ocho de la mañana.
Me senté, no obstante, junto al fuego, resuelto a
esperarle por mucho que tardase. Esta investi-
gación me había interesado profundamente; no
estaba rodeada de ninguna de las característi-
cas extraordinarias y horrendas que concurrían
en los dos crímenes que he dejado ya relatados,
pero la índole del caso y la alta posición del
cliente de Holmes lo revestían de un carácter
especial. La verdad es que, con independencia
de la índole de las pesquisas que mi amigo em-
prendía, había en su magistral manera de abar-
car las situaciones, y en su razonar agudo e
incisivo, un algo que convertía para mí en un
placer el estudio de su sistema de trabajo, y el
seguirle en los métodos, rápidos y sutiles, con
que desenredaba los misterios más inextrica-
bles. Me hallaba yo tan habituado a verle triun-
far que ni siquiera me entraba en la cabeza la
posibilidad de un fracaso suyo.
Eran ya cerca de las cuatro cuando se abrió
la puerta y entró en la habitación un mozo de
caballos, con aspecto de borracho, desaseado,
de puntillas largas, cara abotagada y ropas in-
decorosas. A pesar de hallarme acostumbrado a
la asombrosa habilidad de mi amigo para el
empleo de disfraces, tuve que examinarlo muy
detenidamente antes de cerciorarme de que era
él en persona Me saludó con una inclinación de
cabeza y se metió en su dormitorio, del que
volvió a salir antes de cinco minutos vestido
con traje de mezclilla y con su aspecto respeta-
ble de siempre.

—Pero ¡quien iba a decirlo! —exclamé yo, y


él se rió hasta sofocarse; y rompió de nuevo a
reír y tuvo que recostarse en su sillón, desma-
dejado e impotente.

—¿De qué se ríe?


—La cosa tiene demasiada gracia. Estoy se-
guro de que no es usted capaz de adivinar en
qué invertí la mañana, ni lo que acabé por
hacer.

—No puedo imaginármelo, aunque supongo


que habrá estado estudiando las costumbres, y
hasta quizá la casa de la señorita Irene Adler.

—Exactamente, pero las consecuencias que


se me originaron han sido bastante fuera de lo
corriente. Se lo voy a contar. Salí esta mañana
de casa poco después de las ocho, caracterizado
de mozo de caballos, en busca de colocación.
Existe entre la gente de caballerizas una asom-
brosa simpatía y hermandad masónica. Sea
usted uno de ellos, y sabrá todo lo que hay que
saber. Pronto di con el Pabellón Briony. Es una
joyita de chalet, con jardín en la parte posterior,
pero con su fachada de dos pisos construida en
línea con la calle. La puerta tiene cerradura sen-
cilla. A la derecha hay un cuarto de estar, bien
amueblado, con ventanas largas, que llegan casi
hasta el suelo y que tienen anticuados cierres
ingleses de ventana, que cualquier niño es ca-
paz de abrir. En la fachada posterior no descu-
brí nada de particular, salvo que la ventana del
pasillo puede alcanzarse desde el techo del edi-
ficio de la cochera. Caminé alrededor de la casa
y lo examiné todo cuidadosamente y desde
todo punto de vista, aunque sin descubrir nin-
gún otro detalle de interés. Luego me fui pa-
seando descansadamente calle adelante, y des-
cubrí, tal como yo esperaba, unos establos en
una travesía que corre a lo largo de una de las
tapias del jardín. Eché una mano a los mozos
de cuadra en la tarea de almohazar los caballos,
y me lo pagaron con dos peniques, un vaso de
mitad y mitad, dos rellenos de la cazoleta de mi
pipa con mal tabaco, y todos los informes que
yo podía apetecer acerca de la señorita Adler,
sin contar con los que me dieron acerca de otra
media docena de personas de la vecindad, en
las cuales yo no tenía ningún interés, pero que
no tuve más remedio que escuchar.

—¿Y qué supo de Irene Adler? —le pregun-


té.

—Pues verá usted, tiene locos a todos los


hombres que viven por allí. Es la cosa más lin-
da que haya bajo un sombrero en todo el plane-
ta. Así aseguran, como un solo hombre, todos
los de las caballerizas de Serpentine. Lleva una
vida tranquila, canta en conciertos, sale todos
los días en carruaje a las cinco, y regresa a las
siete en punto para cenar. Salvo cuando tiene
que cantar, es muy raro que haga otras salidas.
Sólo es visitada por un visitante varón, pero lo
es con mucha frecuencia. Es un hombre more-
no, hermoso, impetuoso, no se pasa un día sin
que la visite, y en ocasiones lo hace dos veces el
mismo día. Es un tal señor Godfrey Norton del
colegio de abogados de Inner Temple. Fíjese en
todas las ventajas que ofrece para ser confiden-
te el oficio de cochero. Estos que me hablaban
lo habían llevado a su casa una docena de ve-
ces, desde las caballerizas de Serpentine, y es-
taban al cabo de la calle sobre su persona. Una
vez que me hube enterado de todo cuanto po-
dían decirme, me dediqué otra vez a pasearme
calle arriba y calle abajo por cerca del Pabellón
Briony, y a trazarme mi plan de campaña. Este
Godfrey Norton jugaba, sin duda, un gran pa-
pel en el asunto. Era abogado lo cual sonaba de
una manera ominosa. ¿Qué clase de relaciones
existía entre ellos, y qué finalidad tenían sus
repetidas visitas? ¿Era ella cliente, amiga o
amante suya? En el primero de estos casos era
probable que le hubiese entregado a él la foto-
grafía. En el último de los casos, ya resultaba
menos probable. De lo que resultase dependía
el que yo siguiese con mi labor en el Pabellón
Briony o volviese mi atención a las habitaciones
de aquel caballero, en el Temple. Era un punto
delicado y que ensanchaba el campo de mis
investigaciones. Me temo que le estoy abu-
rriendo a usted con todos estos detalles, pero si
usted ha de hacerse cargo de la situación, es
preciso que yo le exponga mis pequeñas difi-
cultades.

—Le sigo a usted con gran atención —le con-


testé.

—Aún seguía sopesando el tema en mi men-


te cuando se detuvo delante del Pabellón Brio-
ny un coche de un caballo, y saltó fuera de él
un caballero. Era un hombre de extraordinaria
belleza, moreno, aguileño, de bigotes, sin duda
alguna el hombre del que me habían hablado.
Parecía tener mucha prisa, gritó al cochero que
esperase, e hizo a un lado con el brazo a la don-
cella que le abrió la puerta, con el aire de quien
está en su casa. Permaneció en el interior cosa
de media hora, y yo pude captar rápidas visio-
nes de su persona, al otro lado de las ventanas
del cuarto de estar, se paseaba de un lado para
otro, hablaba animadamente, y agitaba los bra-
zos. A ella no conseguí verla. De pronto volvió
a salir aquel hombre con muestras de llevar aún
más prisa que antes. Al subir al coche, sacó un
reloj de oro del bolsillo, y miró la hora con gran
ansiedad. «Salga como una exhalación —
gritó—. Primero a Gross y Hankey, en Regent
Street, y después a la iglesia de Santa Mónica,
en Edgware Road. ¡Hay media guinea para
usted si lo hace en veinte minutos!». Allá se
fueron, y, cuando yo estaba preguntándome si
no haría bien en seguirlos, veo venir por la tra-
vesía un elegante landó pequeño, cuyo cochero
traía aún a medio abrochar la chaqueta, y el
nudo de la corbata debajo de la oreja, mientras
que los extremos de las correas de su atalaje
saltan fuera de las hebillas. Ni siquiera tuvo
tiempo de parar delante de la puerta, cuando
salió ella del vestíbulo como una flecha, y subió
al coche. No hice sino verla un instante, pero
me di cuenta de que era una mujer adorable,
con una cara como para que un hombre se deja-
se matar por ella. «A la iglesia de Santa Mónica,
John —le gritó—, y hay para ti medio soberano
si llegas en veinte minutos.» Watson, aquello
era demasiado bueno para perdérselo. Estaba
yo calculando que me convenía más, si echar a
correr o colgarme de la parte trasera del landó;
pero en ese instante vi acercarse por la calle a
un coche de alquiler. El cochero miró y remiró
al ver un cliente tan desaseado; pero yo salté
dentro sin darle tiempo a que pusiese inconve-
nientes, y le dije: «A la iglesia de Santa Mónica,
y hay para ti medio soberano si llegas en veinte
minutos.» Eran veinticinco para las doce y no
resultaba difícil barruntar de qué se trataba. Mi
cochero arreó de lo lindo. No creo que yo haya
ido nunca en coche a mayor velocidad, pero lo
cierto es que los demás llegaron antes. Cuando
lo hice yo, el coche de un caballo y el landó se
hallaban delante de la iglesia, con sus caballos
humeantes. Pagué al cochero y me metí a toda
prisa en la iglesia. No había en ella un alma,
fuera de las dos a quienes yo había venido si-
guiendo, y un clérigo vestido de sobrepelliz,
que parecía estar arguyendo con ellos. Se halla-
ban los tres formando grupo delante del altar.
Yo me metí por el pasillo lateral muy sosega-
damente, como uno que ha venido a pasar el
tiempo a la iglesia. De pronto, con gran sorpre-
sa mía, los tres que estaban junto al altar se
volvieron a mirarme, y Godfrey Norton vino a
todo correr hacia mí. «¡Gracias a Dios! —
exclamó—. Usted nos servirá. ¡Venga, venga!»
«¿Qué ocurre?», pregunté. «Venga, hombre,
venga. Se trata de tres minutos, o de lo contra-
rio, no será legal.» --Me llevó medio a rastras al
altar, y antes que yo comprendiese de qué se
trataba, me encontré mascullando respuestas
que me susurraban al oído, y saliendo garante
de cosas que ignoraba por completo y, en tér-
minos generales, colaborando en unir con fir-
mes lazos a Irene Adler, soltera, con Godfrey
Norton, soltero. Todo se hizo en un instante, y
allí me tiene usted entre el caballero, a un lado
mío, que me daba las gracias, y al otro lado la
dama, haciendo lo propio, mientras el clérigo
me sonreía delante, de una manera beatífica.
Fue la situación más absurda en que yo me he
visto en toda mi vida, y fue el recuerdo de la
misma lo que hizo estallar mi risa hace un mo-
mento. Por lo visto, faltaba no sé qué requisito
a su licencia matrimonial, y el clérigo se negaba
rotundamente a casarlos si no presentaban al-
gún testigo; mi afortunada aparición ahorró al
novio la necesidad de lanzarse a la calle a la
búsqueda de un padrino. La novia me regaló
un soberano, que yo tengo intención de llevar
en la cadena de mi reloj en recuerdo de aquella
ocasión.

—Las cosas han tomado un giro inesperado


—dije yo—. ¿Qué va a ocurrir ahora?

—Pues, la verdad, me encontré con mis pla-


nes seriamente amenazados. Saqué la impre-
sión de que quizá la pareja se iba a largar de allí
inmediatamente, lo que requeriría de mi parte
medidas rapidísimas y enérgicas. Sin embargo,
se separaron a la puerta de la iglesia, regresan-
do él en su coche al Temple y ella en el suyo a
su propia casa. Al despedirse, le dijo ella: «Me
pasearé, como siempre, en coche a las cinco por
el parque.» No oí más. Los coches tiraron en
diferentes direcciones, y yo me marché a lo
mío.

—Y ¿qué es lo suyo?

—Pues a comerme alguna carne fiambre y


beberme un vaso de cerveza —contestó, tocan-
do la campanilla—. He andado demasiado ata-
reado para pensar en tomar ningún alimento, y
es probable que al anochecer lo esté aún más. A
propósito doctor, me va a ser necesaria su co-
operación.

—Encantado.

—¿No le importará faltar a la ley?


—Absolutamente nada.

—¿Ni el ponerse a riesgo de que lo deten-


gan?

—No, si se trata de una buena causa.

—¡Oh, la causa es excelente!

—Entonces, cuente conmigo.

—Estaba seguro de que podía contar con us-


ted.

—Pero ¿qué es lo que desea de mí?

—Se lo explicaré una vez que la señora Tur-


ner haya traído su bandeja. Y ahora —dijo, en-
carándose con la comida sencilla que le había
servido nuestra patrona—, como es poco el
tiempo de que dispongo, tendré que explicárse-
lo mientras como. Son ya casi las cinco. Es pre-
ciso que yo me encuentre dentro de dos horas
en el lugar de la escena. La señorita, o mejor
dicho, la señora Irene, regresará a las siete de su
paseo en coche. Necesitamos estar junto al Pa-
bellón Briony para recibirla.

—Y entonces, ¿qué?

—Déjelo eso de cuenta mía. Tengo dispuesto


ya lo que tiene que ocurrir. He de insistir tan
sólo en una cosa. Ocurra lo que ocurra, usted
no debe intervenir. ¿Me entiende?

—Quiere decir que debo permanecer neu-


tral.

—Sin hacer absolutamente nada. Ocurrirá


probablemente algún incidente desagradable.
Usted quédese al margen. El final será que me
tendrán que llevar al interior de la casa. Cuatro
o cinco minutos más tarde, se abrirá la ventana
del cuarto de estar. Usted se situará cerca de la
ventana abierta.

—Entendido.

—Estará atento a lo que yo haga, porque me


situaré en un sitio visible para usted.

—Entendido.

—Y cuando yo levante mi mano así, arrojará


usted al interior de la habitación algo que yo le
daré y al mismo tiempo, dará usted la voz de
¡fuego! ¿Va usted siguiéndome?

—Completamente.

—No se trata de nada muy terrible —dijo,


sacando del bolsillo un rollo largo, de forma de
cigarro—. Es un cohete ordinario de humo de
plomero, armado en sus dos extremos con sen-
das cápsulas para que se encienda automática-
mente. A eso se limita su papel. Cuando dé
usted la voz de fuego, la repetirá una cantidad
de personas. Entonces puede usted marcharse
hasta el extremo de la calle, donde yo iré a jun-
tarme con usted al cabo de diez minutos. ¿ Me
he explicado con suficiente claridad?

—Debo mantenerme neutral, acercarme a la


ventana, estar atento a usted, y, en cuanto usted
me haga una señal, arrojar al interior este obje-
to, dar la voz de fuego, y esperarle en la esqui-
na de la calle.

—Exactamente.

—Pues entonces confíe en mí.

—Magnífico. Pienso que quizá sea ya tiempo


de que me caracterice para el nuevo papel que
tengo que representar.
Desapareció en el interior de su dormitorio,
regresando a los pocos minutos caracterizado
como un clérigo disidente, bondadoso y senci-
llo. Su ancho sombrero negro, pantalones abol-
sados, corbata blanca, sonrisa de simpatía y
aspecto general de observador curioso y bené-
volo eran tales, que sólo un señor John Hare
sería capaz de igualarlos. A cada tipo nuevo de
que se disfrazaba, parecía cambiar hasta de
expresión, maneras e incluso de alma. Cuando
Holmes se especializó en criminología, la esce-
na perdió un actor, y hasta la ciencia perdió un
agudo razonador.

Eran las seis y cuarto cuando salimos de Ba-


ker Street, y faltaban todavía diez minutos para
la hora señalada cuando llegamos a Serpentine
Avenue. Estaba ya oscurecido, y se procedía a
encender los faroles del alumbrado, nos pa-
seamos de arriba para abajo por delante del
Pabellón Briony esperando a su ocupante. La
casa era tal y como yo me la había figurado por
la concisa descripción que de ella había hecho
Sherlock Holmes, pero el lugar parecía menos
recogido de lo que yo me imaginé.

Para tratarse de una calle pequeña de un ba-


rrio tranquilo, resultaba notablemente animada.
Había en una esquina un grupo de hombres
mal vestidos que fumaban y se reían, dos sol-
dados de la guardia flirteando con una niñera,
un afilador con su rueda y varios jóvenes bien
trajeados que se paseaban tranquilamente con
el cigarro en la boca.

—Esta boda —me dijo Holmes mientras


íbamos y veníamos por la calle —simplifica
bastante el asunto. La fotografía resulta ahora
un arma de doble filo. Es probable que ella
sienta la misma aversión a que sea vista por el
señor Godfrey Norton, como nuestro cliente a
que la princesa la tenga delante de los ojos.
Ahora bien: la cuestión que se plantea es ésta:
¿dónde encontraremos la fotografía?
—Eso es, ¿dónde?

—Es muy poco probable que se la lleve de


un lado para otro en su viaje. Es de tamaño de
exposición. Demasiado grande para poder
ocultarla entre el vestido. Sabe, además, que el
rey es capaz de tenderle una celada y hacerla
registrar, y, en efecto, lo ha intentado un par de
veces. Podemos, pues, dar por sentado que no
la lleva consigo.

—¿Dónde la tiene, entonces?

—Puede guardarla su banquero o puede


guardarla su abogado. Existe esa doble posibi-
lidad. Pero estoy inclinado a pensar que ni lo
uno ni lo otro. Las mujeres son por naturaleza
aficionadas al encubrimiento, pero les gusta ser
ellas mismas las encubridoras. ¿Por qué razón
habría de entregarla a otra persona?. Podía con-
fiar en sí misma como guardadora; pero no
sabía qué influencias políticas, directas o indi-
rectas, podrían llegar a emplearse para hacer
fuerza sobre un hombre de negocios. Tenga
usted, además, en cuenta que ella había tomado
la resolución de servirse de la fotografía dentro
de unos días. Debe, pues, encontrarse en un
lugar en que le sea fácil echar mano de la mis-
ma. Debe de estar en su propio domicilio.

—Pero la casa ha sido asaltada y registrada


por dos veces.

—¡ Bah! No supieron registrar debidamente.

—Y ¿cómo lo hará usted?

—Yo no haré registros.

—¿Qué hará, pues?

—Haré que ella misma me indique el sitio.


—Se negará.

—No podrá. Pero ya oigo traqueteo de rue-


das. Es su coche. Ea, tenga cuidado con cumplir
mis órdenes al pie de la letra.

Mientras él hablaba aparecieron, doblando


la esquina de la avenida las luces laterales de
un coche. Era este un bonito y pequeño landó,
que avanzo con estrépito hasta detenerse delan-
te de la puerta del Pabellón Briony. Uno de los
vagabundos echó a correr para abrir la puerta
del coche y ganarse de ese modo una moneda,
pero otro, que se había lanzado a hacer lo pro-
pio, lo aparto violentamente. Esto dio lugar a
una furiosa riña, que atizaron aún más los dos
soldados de la guardia, que se pusieron de par-
te de uno de los dos vagabundos, y el afilador,
que tomó con igual calor partido por el otro.
Alguien dio un puñetazo, y en un instante la
dama, que se apeaba del coche, se vio en el cen-
tro de un pequeño grupo de hombres que reñí-
an acaloradamente y que se acometían de una
manera salvaje con puños y palos. Holmes se
precipitó en medio del zafarrancho para prote-
ger a la señora; pero, en el instante mismo en
que llegaba hasta ella, dejó escapar un grito y
cayó al suelo con la cara convertida en un ma-
nantial de sangre. Al ver aquello, los soldados
de la guardia pusieron pies en polvorosa por
un lado y los vagabundos hicieron lo propio
por el otro, mientras que cierto número de per-
sonas bien vestidas, que habían sido testigos de
la trifulca, sin tomar parte en la misma, se apre-
suraron a acudir en ayuda de la señora y en
socorro del herido. Irene Adler —seguiré lla-
mándola por ese nombre— se había apresurado
a subir la escalinata de su casa pero se detuvo
en el escalón superior y se volvió para mirar a
la calle, mientras su figura espléndida se dibu-
jaba sobre el fondo de las luces del vestíbulo.

—¿Es importante la herida de ese buen caba-


llero?—preguntó.
—Está muerto —gritaron varias voces.

—No, no, aún vive —gritó otra; pero si se le


lleva al hospital, fallecerá antes que llegue.

—Se ha portado valerosamente —dijo una


mujer—. De no

haber sido por él, se habrían llevado el bolso


y el reloj de la

señora. Formaban una cuadrilla, y de las


violentas, además. ¡Ah! Miren cómo respira
ahora.

—No se le puede dejar tirado en la calle.


¿Podemos entrarlo en la casa, señora?

—¡Claro que sí! Éntrenlo al cuarto de estar,


donde hay un cómodo sofá. Por aquí, hagan el
favor.
Lenta y solemnemente fue metido en el Pa-
bellón Briony, y tendido en la habitación prin-
cipal, mientras yo me limitaba a observarlo
todo desde mi puesto junto a la ventana. Habí-
an encendido las luces, pero no habían corrido
las cortinas, de modo que veía a Holmes tendi-
do en el sofá. Yo no sé si él se sentiría en ese
instante arrepentido del papel que estaba re-
presentando, pero si sé que en mi vida me he
sentido yo tan sinceramente avergonzado de mí
mismo, como cuando pude ver a la hermosa
mujer contra la cual estaba yo conspirando, y la
gentileza y amabilidad con que cuidaba al
herido. Sin embargo, el echarme atrás en la re-
presentación del papel que Holmes me había
confiado equivaldría a la más negra traición.
Endurecí mi sensibilidad y saqué de debajo de
mi amplio gabán el cohete de humo. Después
de todo pensé no le causamos a ella ningún
perjuicio. Lo único que hacemos es impedirle
que ella se lo cause a otro.
Holmes se había incorporado en el sofá, y le
vi que accionaba como si le faltase el aire. Una
doncella corrió a la ventana y la abrió de par en
par. En ese mismo instante le vi levantar la ma-
no y, como respuesta a esa señal, arrojé yo al
interior el cohete y di la voz de ¡fuego!. No bien
salió la palabra de mi boca cuando toda la mu-
chedumbre de espectadores, bien y mal vesti-
dos, caballeros, mozos de cuadra y criadas de
servir, lanzaron a coro un agudo grito de ¡fue-
go! Se alzaron espesas nubes ondulantes de
humo dentro de la habitación y salieron por la
ventana al exterior. Tuve una visión fugaz de
figuras humanas que echaban a correr, y oí de-
ntro la voz de Holmes que les daba la seguri-
dad de que se trataba de una falsa alarma. Me
deslicé por entre la multitud vociferante,
abriéndome paso hasta la esquina de la calle, y
diez minutos más tarde tuve la alegría de sentir
que mi amigo pasaba su brazo por el mío, ale-
jándonos del escenario de aquel griterío. Cami-
namos rápidamente y en silencio durante algu-
nos minutos, hasta que doblamos por una de
las calles tranquilas que desembocan en Edg-
ware Road.

—Lo hizo usted muy bien, doctor —me dijo


Holmes—. No hubiera sido posible mejorarlo.
Todo ha salido perfectamente.

—¿Tiene ya la fotografía?

—Sé dónde está.

—¿Y cómo lo descubrió?

—Ya le dije a usted que ella me lo indicaría.

—Sigo a oscuras.

—No quiero hacer del asunto un misterio —


exclamó, riéndose—. Era una cosa sencilla. Ya
se daría usted cuenta de que todos cuantos es-
taban en la calle eran cómplices. Los había con-
tratado para la velada.

—Lo barrunté.

—Pues cuando se armó la trifulca, yo ocul-


taba en la mano una pequeña cantidad de pin-
tura roja, húmeda Me abalancé, caí, me di con
fuerza en la cara con la palma de la mano, y
ofrecí un espectáculo que movía a compasión.
Es un truco ya viejo.

—También llegué a penetrar en ese detalle.

—Luego me metieron en la casa. Ella no te-


nía más remedio que recibirme. ¿Qué otra cosa
podía hacer? Y tuvo que recibirme en el cuarto
de estar, es decir, en la habitación misma en
que yo sospechaba que se encontraba la foto-
grafía. O allí o en su dormitorio, Y yo estaba
resuelto a ver en cuál de los dos. Me tendieron
en el sofá, hice como que me ahogaba, no tuvie-
ron más remedio que abrir la ventana, y tuvo
usted de ese modo su oportunidad.

—¿Y de qué le sirvió mi acción?

—De ella dependía todo. Cuando una mujer


cree que su casa está ardiendo, el instinto la
lleva a precipitarse hacia el objeto que tiene en
más aprecio. Es un impulso irresistible, del que
más de una vez me he aprovechado. Recurrí a
él cuando el escándalo de la suplantación de
Darlington y en el del castillo de Arnsworth. Si
la mujer es casada, corre a coger en brazos a su
hijito; si es soltera, corre en busca de su estuche
de joyas. Pues bien: era evidente para mí que
nuestra dama de hoy no guardaba en casa nada
que fuese más precioso para ella que lo que
nosotros buscábamos. La alarma, simulando
que había estallado un fuego, se dio admira-
blemente. El humo y el griterío eran como para
sobresaltar a una persona de nervios de acero.
Ella actuó de manera magnífica. La fotografía
está en un escondite que hay detrás de un panel
corredizo, encima mismo de la campanilla de
llamada de la derecha. Ella se plantó allí en un
instante, y la vi medio sacarla fuera. Cuando yo
empecé a gritar que se trataba de una falsa
alarma, volvió a colocarla en su sitio, echó una
mirada al cohete, salió corriendo de la habita-
ción, y no volví a verla. Me puse en pie y, dan-
do toda clase de excusas, huí de la casa. Estuve
dudando si apoderarme de la fotografía enton-
ces mismo; pero el cochero había entrado en el
cuarto de estar y no quitaba de mí sus ojos. Me
pareció, pues, más seguro esperar. Con precipi-
tarse demasiado quizá se echase todo a perder.

—¿Y ahora? —le pregunté.

—Nuestra investigación está prácticamente


acabada. Mañana iré allí de visita con el rey, y
usted puede acompañarnos, si le agrada. Nos
pasarán al cuarto de estar mientras avisan a la
señora, pero es probable que cuando ella se
presente no nos encuentre ni a nosotros ni a la
fotografía. Quizá constituye para su majestad
una satisfacción el recuperarla con sus propias
manos.

—¿A qué hora irán ustedes?

—A las ocho de la mañana. Ella no se habrá


levantado todavía, de modo que tendremos el
campo libre. Además, es preciso que actuemos
con rapidez, porque quizá su matrimonio su-
ponga un cambio completo en su vida y en sus
costumbres. Es preciso que yo telegrafíe sin
perder momento al rey.

Habíamos llegado a Baker Street, y nos


habíamos detenido delante de la puerta. Mi
compañero rebuscaba la llave en sus bolsillos
cuando alguien le dijo al pasar:

—Buenas noches, señor Sherlock Holmes.


Había en ese instante en la acera varias per-
sonas, pero el saludo parecía proceder de un
Joven delgado que vestía ancho gabán y que se
alejó rápidamente. Holmes dijo mirando con
fijeza hacia la calle débilmente alumbrada:

—Yo he oído antes esa voz. ¿Quién diablos


ha podido ser?

III
Dormí esa noche en Baker Street, y nos
hallábamos desayunando nuestro café con tos-
tada cuando el rey de Bohemia entró con gran
prisa en la habitación

—¿De verdad que se apoderó usted de ella?


—exclamó agarrando a Sherlock Holmes por
los dos hombros, y clavándole en la cara una
ansiosa mirada.
—Todavía no.

—Pero ¿confía en hacerlo?

—Confío.

—Vamos entonces. Ya estoy impaciente por


ponerme en camino.

—Necesitamos un carruaje.

—No, tengo esperando mi brougham

—Eso simplifica las cosas.

Bajamos a la calle, y nos pusimos una vez


más en marcha hacia el Pabellón Briony.

—Irene Adler se ha casado —hizo notar


Holmes.

—¡Que se ha casado! ¿Cuándo?


—Ayer.

—¿Y con quién?

—Con un abogado inglés apellidado Nor-


ton.

—Pero no es posible que esté enamorada de


él.

—Yo tengo ciertas esperanzas de que lo esté.

—Y ¿por qué ha de esperarlo usted?

—Porque ello le ahorraría a su majestad to-


do temor de futuras molestias. Si esa dama está
enamorada de su marido, será que no lo está de
su majestad. Si no ama a su majestad, no habrá
motivo de que se entremeta en vuestros proyec-
tos.
—Eso es cierto. Sin embargo... ¡Pues bien:
ojalá que ella hubiese sido una mujer de mi
misma posición social! ¡Qué gran reina habría
sabido ser!

El rey volvió a caer en un silencio ceñudo,


que nadie rompió hasta que nuestro coche se
detuvo en la Serpentine Avenue.

La puerta del Pabellón Briony estaba abierta


y vimos a una mujer anciana en lo alto de la
escalinata. Nos miró con ojos burlones cuando
nos apeamos del coche del rey, y nos dijo:

—En señor Sherlock Holmes, ¿verdad?

—Yo soy el señor Holmes —contestó mi


compañero alzando la vista hacia ella con mi-
rada de interrogación y de no pequeña sorpre-
sa.
—Me lo imaginé. Mi señora me dijo que us-
ted vendría probablemente a visitarla. Se mar-
chó esta mañana con su esposo en el tren que
sale de Charing Cross a las cinco horas quince
minutos con destino al Continente.

—¡Cómo! —exclamó Sherlock Holmes retro-


cediendo como si hubiese recibido un golpe, y
pálido de pesar y de sorpresa—. ¿Quiere usted
decirme con ello que su señora abandonó ya
Inglaterra?

—Para nunca más volver.

—¿Y esos documentos? —preguntó con voz


ronca el rey—. Todo está perdido.

—Eso vamos a verlo.

Sherlock Holmes apartó con el brazo a la


criada, y se precipitó al interior del cuarto de
estar, seguido por el rey y por mí. Los muebles
se hallaban desparramados en todas direccio-
nes; los estantes, desmantelados; los cajones,
abiertos, como si aquella dama lo hubiese regis-
trado y saqueado todo antes de su fuga. Hol-
mes se precipitó hacia el cordón de la campani-
lla, corrió un pequeño panel, y, metiendo la
mano dentro del hueco, extrajo una fotografía y
una carta. La fotografía era la de Irene Adler en
traje de noche, y la carta llevaba el siguiente
sobrescrito: «Para el señor Sherlock Holmes.—
La retirará él en persona.» Mi amigo rasgó el
sobre, y nosotros tres la leímos al mismo tiem-
po. Estaba fechada a medianoche del día ante-
rior, y decía así:

«Mi querido señor Sherlock Holmes: La ver-


dad es que lo hizo usted muy bien. Me la pegó
usted por completo. Hasta después de la alar-
ma del fuego no sospeché nada. Pero entonces,
al darme cuenta de que yo había traicionado mi
secreto, me puse a pensar. Desde hace meses
me habían puesto en guardia contra usted, ase-
gurándome que si el rey empleaba a un agente,
ése sería usted, sin duda alguna. Me dieron
también su dirección. Y sin embargo, logró us-
ted que yo le revelase lo que deseaba conocer.
Incluso cuando se despertaron mis recelos, me
resultaba duro el pensar mal de un anciano
clérigo, tan bondadoso y simpático. Pero, como
usted sabrá, también yo he tenido que practicar
el oficio de actriz. La ropa varonil no resulta
una novedad para mí, y con frecuencia aprove-
cho la libertad de movimientos que ello pro-
porciona. Envié a John, el cochero, a que lo vi-
gilase a usted, eché a correr escaleras arriba, me
puse la ropa de paseo, como yo la llamo, y bajé
cuando usted se marchaba.

»Pues bien: yo le seguí hasta su misma puer-


ta comprobando así que me había convertido
en objeto de interés para el célebre señor Sher-
lock Holmes. Entonces, y con bastante impru-
dencia, le di las buenas noches, y marché al
Temple en busca de mi marido.

»Nos pareció a los dos que lo mejor que po-


dríamos hacer, al vernos perseguidos por tan
formidable adversario, era huir; por eso encon-
trará usted el nido vacío cuando vaya mañana a
visitarme. Por lo que hace a la fotografía, puede
tranquilizarse su cliente. Amo y soy amada por
un hombre que vale más que él. Puede el rey
obrar como bien le plazca, sin que se lo impida
la persona a quien él lastimó tan cruelmente. La
conservo tan sólo a título de salvaguardia mía,
como arma para defenderme de cualquier paso
que él pudiera dar en el futuro. Dejo una foto-
grafía, que quizá le agrade conservar en su po-
der, y soy de usted, querido señor Sherlock
Holmes, muy atentamente,

Irene Norton, nacida Adler.»


—¡Qué mujer; oh, qué mujer! —exclamó el
rey de Bohemia una vez que leímos los tres la
carta—. No le dije lo rápida y resuelta que era?
¿No es cierto que habría sido una reina admi-
rable? ¿No es una lástima que no esté a mi
mismo nivel?

—A juzgar por lo que de esa dama he podi-


do conocer, parece que, en efecto, ella y su ma-
jestad están a un nivel muy distinto —dijo con
frialdad Holmes—. Lamento no haber podido
llevar a un término más feliz el negocio de su
majestad.

—Todo lo contrario, mi querido señor —


exclamó el rey—. No ha podido tener un térmi-
no más feliz. Me consta que su palabra es sa-
grada. La fotografía es ahora tan inofensiva
como si hubiese ardido en el fuego.
—Me felicito de oírle decir eso a su majes-
tad.

—Tengo contraída una deuda inmensa con


usted. Dígame, por favor, de qué manera pue-
do recompensarle. Este anillo...

Se saco del dedo un anillo de esmeralda en


forma de serpiente, y se lo presentó en la palma
de la mano.

—Su majestad está en posesión de algo que


yo valoro en mucho más —dijo Sherlock Hol-
mes.

—No tiene usted más que nombrármelo.

—Esta fotografía.

El rey se le quedó mirando con asombro, y


exclamó:
—¡La fotografía de Irene! Suya es, desde
luego, si así lo desea.

—Doy las gracias a su majestad. De modo,


pues, que ya no queda nada por tratar de este
asunto. Tengo el honor de dar los buenos días a
su majestad.

Holmes se inclinó, se volvió sin darse por


enterado de la mano que el rey le alargaba, y
echó a andar, acompañado por mí, hacia sus
habitaciones.

Y así fue como se cernió, amenazador, sobre


el reino de Bohemia un gran escándalo, y cómo
el ingenio de una mujer desbarató los planes
mejor trazados de Sherlock Holmes. En otro
tiempo, acostumbraba este bromear a propósito
de la inteligencia de las mujeres; pero ya no le
he vuelto a oír expresarse de ese modo en los
últimos tiempos. Y siempre que habla de Irene
Adler, o cuando hace referencia a su fotografía,
le da el honroso título de la mujer.

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