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Bohemia
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Ella es siempre, para Sherlock Holmes, la
mujer Rara vez le he oído hablar de ella apli-
cándole otro nombre. A los ojos de Sherlock
Holmes, eclipsa y sobrepasa a todo su sexo. No
es que haya sentido por Irene Adler nada que
se parezca al amor. Su inteligencia fría, llena de
precisión, pero admirablemente equilibrada,
era en extremo opuesta a cualquier clase de
emociones. Yo le considero como la máquina
de razonar y de observar más perfecta que ha
conocido el mundo; pero como enamorado, no
habría sabido estar en su papel. Si alguna vez
hablaba de los sentimientos más tiernos, lo
hacía con mofa y sarcasmo. Admirables como
tema para el observador, excelentes para desco-
rrer el velo de los móviles y de los actos de las
personas. Pero el hombre entrenado en el razo-
nar que admitiese intrusiones semejantes en su
temperamento delicado y finamente ajustado,
daría con ello entrada a un factor perturbador,
capaz de arrojar la duda sobre todos los resul-
tados de su actividad mental. Ni el echar areni-
lla en un instrumento de gran sensibilidad, ni
una hendidura en uno de sus cristales de gran
aumento, serían más perturbadores que una
emoción fuerte en un temperamento como el
suyo. Pero con todo eso, no existía para él más
que una sola mujer, y ésta era la que se llamó
Irene Adler, de memoria sospechosa y discuti-
ble.
—Muchas veces.
—¿Como cuántas?
—Centenares de veces.
—Y yo también.
—En absoluto.
—Ninguno.
—Esta la letra.
—¡Puf! Falsificada.
—Robado.
—Mi propio sello.
—Imitado.
—Mi fotografía.
—Comprada.
—En absoluto.
—Arruinarme.
—¿Cómo?
—Lo estoy.
II
A las tres en punto me encontraba yo en
Barker Street, pero Holmes no había regresado
todavía. La dueña me informó que había salido
de casa poco después de las ocho de la mañana.
Me senté, no obstante, junto al fuego, resuelto a
esperarle por mucho que tardase. Esta investi-
gación me había interesado profundamente; no
estaba rodeada de ninguna de las característi-
cas extraordinarias y horrendas que concurrían
en los dos crímenes que he dejado ya relatados,
pero la índole del caso y la alta posición del
cliente de Holmes lo revestían de un carácter
especial. La verdad es que, con independencia
de la índole de las pesquisas que mi amigo em-
prendía, había en su magistral manera de abar-
car las situaciones, y en su razonar agudo e
incisivo, un algo que convertía para mí en un
placer el estudio de su sistema de trabajo, y el
seguirle en los métodos, rápidos y sutiles, con
que desenredaba los misterios más inextrica-
bles. Me hallaba yo tan habituado a verle triun-
far que ni siquiera me entraba en la cabeza la
posibilidad de un fracaso suyo.
Eran ya cerca de las cuatro cuando se abrió
la puerta y entró en la habitación un mozo de
caballos, con aspecto de borracho, desaseado,
de puntillas largas, cara abotagada y ropas in-
decorosas. A pesar de hallarme acostumbrado a
la asombrosa habilidad de mi amigo para el
empleo de disfraces, tuve que examinarlo muy
detenidamente antes de cerciorarme de que era
él en persona Me saludó con una inclinación de
cabeza y se metió en su dormitorio, del que
volvió a salir antes de cinco minutos vestido
con traje de mezclilla y con su aspecto respeta-
ble de siempre.
—Y ¿qué es lo suyo?
—Encantado.
—Y entonces, ¿qué?
—Entendido.
—Entendido.
—Completamente.
—Exactamente.
—¿Tiene ya la fotografía?
—Sigo a oscuras.
—Lo barrunté.
III
Dormí esa noche en Baker Street, y nos
hallábamos desayunando nuestro café con tos-
tada cuando el rey de Bohemia entró con gran
prisa en la habitación
—Confío.
—Necesitamos un carruaje.
—Esta fotografía.