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BONO

Entrada 2x1
Conferencia
El Despertar del
Guerrero
BONO
Entrada 2x1
Conferencia
El Despertar del
Guerrero

"El Despertar del Guerrero"

El curso más poderoso


de toda Latinoamérica

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conducta
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Logra el equilibrio de las 4
"F": Fe, Familia, Físico y Finanzas
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potencializa tu vida

Todo de la mano de el Coach


más controversial y
transformacional de todos los
tiempos:

Marcelo Yaguna

¡Es momento de que logres tus


metas y superes expectativas!

marceloyaguna
DEL INFIERNO
AL CIELO
MARCELO YAGUNA
DEL INFIERNO AL CIELO

Diseño de portada: Christian Fernández


Diseño de interiores: Adrián Alfaro Navarro
Cuidado de la edición: S. Apolonio Arzola Aguilar

© Marcelo Yaguna Silva


Calzada de los leones No. 170
Colonia Los Alpes C.P. 01010
Delegación Álvaro Obregón,
Ciudad de México, México.

Segunda Edición Mayo 2017


ISBN: 978-607-00-9697-6

La presentación y composición tipográfica son propiedad de la editorial. Prohibida


su reproducción total o parcial por cualquier medio, ya sea eléctrico,magnético,
químico, fotográfico, facsimilar, óptico o cualquier otro sin el permiso de los
editores.

Impreso en México - Printed in Mexico


ÍNDICE
Agradecimientos...........................................................................................7
Presentación...................................................................................................9
Tu Cielo, Tu Infierno.................................................................................13
Padres y Abuelos........................................................................................23
El Entorno Internacional, Nada Nuevo..................................................33
Mi Niñez, El Conventillo Multicolor.....................................................35
Abusos, Amenazas y Algo Más...............................................................41
Mis Animales, Mis Mascotas...................................................................59
Como Reyes.................................................................................................67
Drogas, Deportes y Música.......................................................................75
Delincuencia, Cárcel y Algunas Persecuciones....................................87
La Correccional, Escuela de Abusos......................................................101
Huele a Boda y a Más Problemas..........................................................109
Más Abajo, Un Poco Más de Todo........................................................131
¡VIVA MÉXICO, CABRONES!..............................................................149
Libre, Por Fin Libre..................................................................................159
Un Vuelo Más Corto................................................................................175
México a la Vista.......................................................................................187
Estímulos y Bienvenida...........................................................................197
Despertar Perdido....................................................................................225
La Hora de la Verdad...............................................................................237
Nos Cambiamos.......................................................................................245
Segundo Round........................................................................................267
Un Bote Salvavidas..................................................................................283
El Día D......................................................................................................295
Adiós, Suegro............................................................................................303
El Día del Niño y los Toros....................................................................317
Los Amigos................................................................................................331
A Llorar de Nuevo....................................................................................337
Nueva Familia, Más Compromisos.......................................................349
Ahorra o Nunca.........................................................................................367
Adiós, Tianguis, Bienvenido Japón......................................................381
Tras la Tormenta, Un Nuevo Amanecer...............................................397
AGRADECIMIENTOS

E l primer y más importante agradecimiento de mi vida es a Dios,


que me permitió pasar y sobrevivir el mundo del infierno; hoy
sé que él me tomaba de la mano y que tenía un plan para mí.
Mi segundo gran agradecimiento es para Mabel y Manolo, mis pa-
dres. A Mabel por ser una mujer incansable, luchadora y perseverante,
por haber sembrado en mí la semilla del amor incondicional, de la bon-
dad y la generosidad, fue ella quien me enseñó que no necesitamos ser
ricos para dar. A Manolo por su fuerza y su rudeza, porque a pesar de
todo me enseñó que la vida es para los valientes.
Mi tercer agradecimiento es para Angélica, mi esposa, quien pese a mi
locura, mis inquietudes y la incertidumbre por la que a veces hemos pasado
sigue siendo mi punta de lanza, porque cuando siento que ya no puedo ella
es quien me recuerda: ¡Jamás te rindas! Gracias por ser esa mujer idónea que
Dios me mandó, por impulsarme, elevarme y ayudarme a convertirme en un
mejor hombre. A ti mi amor, todo mi agradecimiento y amor incondicional.
A cada uno de mis hijos. A Melina y Kenan a quienes amo con todo mi ser
y que sé que algún día vamos a poder estar juntos, entendernos y amarnos.
A Lucas y Matías, mis grandes maestros, mis retos; gracias por su tiempo y
amor incondicional, por permitirme ser su padre a pesar de la distancia y la
lejanía, sepan que los amo profundamente; gracias por ser parte de mi familia
y pilar de mi corazón. A Andrea y Gibrán, quienes son mis hijos por elección;
a Gibrán por ser mi maestro de la tolerancia; a Andrea por su tiempo y su
locura. Y Marcelito el más chico, el que hoy recibe todas las creencias empo-
derantes y que a sus 5 años, como todos mis hijos, ya sabe que ¡todo se puede!
Gracias a todos por amarme cada uno a su manera; gracias por darme las más
grandes enseñanzas y tener la dicha y privilegio de ser su padre.
A mi amigo, mi compadre, mi gran maestro de paciencia, Guiller-
mo, quien a pesar de todas nuestras peleas épicas y diferencias monu-
mentales, ahí vamos codo a codo por el mundo, luchando y siempre al-
canzando nuestras metas; gracias por aguantarme y por siempre estar.
A todos: ¡gracias, gracias, gracias!

♦7♦
PRESENTACIÓN

E n estas páginas dejo un testimonio de lo que ha sido mi vida,


sin otro objetivo más que mostrar que por cada minuto de
desamor, la vida nos guarda otro de plenitud, que después de cada
tropiezo nos levantamos más fuertes y que nada está del todo perdi-
do mientras tengamos aire en nuestros pulmones, impulso en nues-
tras manos y sueños en nuestro corazón.
En cada hoja de este libro me muestro tal como soy. Entre sus letras
se esconden mi dolor y mis lágrimas, pero también mi fuerza y mi
esperanza.
No busco más que dejar constancia de lo que el ser humano puede
lograr; mi vida es solo un ejemplo de ello. Quisiera que con cada letra
mis lectores se llenaran un poco de fe, de impulso de seguir a pesar de
lo oscuro que en ocasiones puede parecer el camino.
A lo largo de mi historia he caído en abismos profundos, se me ha
secado la esperanza y me he llenado de odio y de dolor. He perdido el
rumbo y con él a personas importantes de mi vida, he sido traicionado
por quienes más quería y he caído aún cuando parecía que no había lu-
gar más bajo hacia dónde llegar.
Sin embargo, he escalado también enormes montañas, he renacido
de las cenizas, he recuperado la fe en mí y he vuelto a amar. He encon-
trado nuevos caminos donde parecía no haber rastro alguno y he sido
impulsado por personas de quienes jamás esperé nada.
Mi vida ha estado llena de sorpresas desde el momento mismo de
mi nacimiento y no ha dejado de dar giros inesperados desde entonces.
Presento a mis lectores palabras vivas que dan constancia de cada
sentimiento, desde la historia de mis padres hasta la de mis hijos,

♦9♦
Del Infierno al Cielo

desde el colorido y peligroso Conventillo hasta mi hogar actual, desde


mis momentos más ruines hasta mis mayores logros.
En estas páginas muestro mis debilidades, mi fuerza, mis errores,
mi desesperanza, mis amores y desamores, mi luz y mi obscuridad. Es
una invitación a recorrer de nuevo mis pasos, revivir mis peores mo-
mentos y celebrar mis éxitos. Entre mi historia voy dejando entrever
mis pensamientos, mis reflexiones y mi sentir, y con ello voy dando fe
de mi evolución como ser humano.
Habrá momentos inesperados en los que mis lectores se sorprende-
rán, momentos en los que se sentirán a la expectativa. Habrá cuando
se sientan sumidos en mi propio laberinto y no puedan imaginar cómo
logré salir de ahí. Quizá lloren conmigo en mis momentos más áridos,
y espero que al final sepan gozar conmigo el día que logré superar mis
propios demonios.
No espero más que al acompañarme en este caminar puedan llegar a la
meta sintiéndose un poco más fuertes, que descubran entre mis debilidades
la fuerza para librar sus propias batallas y reciban el mensaje que, en última
instancia, pretendo transmitir, que no es otro que el de la esperanza.
Los caminos de la vida pueden llevarnos en direcciones incompren-
sibles, pero siempre hay una puerta esperándonos al final. Las cosas
quizá no terminen como deseamos, pero quizá sean así porque es justo
lo que necesitamos.
El secreto no está en evitar los problemas, sino en enfrentarlos y crecer
con ellos. Hay lágrimas que irremediablemente derramaremos, pero tam-
bién hay risas que inesperadamente estallarán. La vida es un vaivén de
sensaciones, pensamientos y experiencias. La mía ciertamente lo ha sido,
y a pesar de que hubo momentos que creí que jamás superaría, el día de
hoy puedo erguirme orgulloso y decir que no suprimiría ni uno solo de
ellos, pues cada uno ayudó a forjar al hombre que soy el día de hoy. Si
uno de ellos no hubiera ocurrido habría una enseñanza menos, un poco
menos de fuerza y un peldaño menos en la escalera que me ha llevado al
sitio donde me encuentro hoy.
Gracias por acompañarme en este recorrido, desde Uruguay y Argen-
tina hasta México, desde mis primeros pasos hasta mis más grandes saltos,

♦ 10 ♦
Presentación

desde los abismos de las adicciones hasta los logros de la voluntad, desde
la historia de mis padres hasta la historia de mis hijos, desde que nació un
sueño en mi corazón hasta verlo culminado.
Hoy tienes en tus manos ese sueño, y con él, mi esperanza de que
toque tu corazón y despierte en ti tus propios sueños.

Marcelo Yaguna Silva

♦ 11 ♦
TU CIELO, TU INFIERNO

T odo en este día transcurría como de costumbre. A primera


hora había firmado tres contratos clave, aprobando así varios
créditos importantes, acudí a la junta de resultados muy temprano,
autoricé también algunos cheques para las cuentas en dólares y a las
4:15 pm atendí, conforme mi secretaria lo agendó, a inversionistas
de varios Estados de la República: Nuevo León, San Luis Potosí y
Querétaro.
Hoy amanecí diferente. Al ajustar la suave seda de mi corbata y ver-
me en el espejo intuí que sería un día poco usual. Salí muy temprano
de casa, no sin antes despedirme de mi mujer con el ritual de siempre,
un beso y la bendición que incluye bastantes agradecimientos. Quien
llegó por sorpresa fue mi hijo Marcelito, que tiene apenas cuatro años
de edad. Me abrazó con fuerza por la espalda y besó mi cuello. Giré un
poco mi postura para tomarlo entre mis brazos.
—¡Buenos días mi, guerrero de luz! Oye, campeón, yo tengo una
duda. ¿Qué es el miedo, hijo? pregunté con tono tembloroso, jugan-
do un poco con mis ojos.
—No papá, no existe el miedo. Es un pensamiento negativo, y
mis pensamientos yo decido si son buenos o malos dijo presuroso,
mientras me daba otro beso; este fue más fuerte, creo que trataba de
apaciguar mi duda.
—Perfecto. ¡Recuérdalo siempre, hijo! señalé con el enorme amor
que le tengo.
Así, sin querer salir del hogar, cerré la puerta detrás de mí y me enfilé
rumbo a la oficina de Soluciones Financieras. Desde hace 24 años vivo en
una de las metrópolis más complicadas del planeta, la Ciudad de México,

♦ 13 ♦
Del Infierno al Cielo

el Distrito Federal para otros, o como la bautizó un Partido Político hace


varios años: la Ciudad de la Esperanza.
Recorrí con lentitud el pesado tráfico de la avenida principal de la
colonia para llegar al entronque con el Periférico, y en ese momento
algo me hizo transportarme en el tiempo. Quizás algún aroma que
percibí esta helada mañana, no lo sé en realidad; quizás la cara des-
encajada de ese muchacho asustadizo en la esquina de la Avenida
Churubusco, aquel que con el semblante obscuro se acercó a la ca-
mioneta para pedir una limosna. Tenía los ojos perdidos y un pene-
trante olor a orines. Se movía de forma torpe y pausada por el frío
que suele correr en esta temporada de invierno. Tal vez la delgadez
de sus propios huesos le impedían representar dignamente su edad.
Sé que estaba ocultando su hambre detrás de esa ropa deshilachada.
“Quizás él viva ahí en ese paso a desnivel “, pensé.
Pudieron ser tantas cosas. Hoy, sin embargo, algo me ha hecho re-
cordar lo que ha sido mi vida. Sí, toda mi vida. Tengo apenas 47 años
y estoy seguro que lo que he vivido puede acumular las experiencias
de varios de mis amigos o conocidos. Sé también que en mi mente cir-
culan de manera acelerada muchísimos fragmentos semi-intactos de
olores, colores y dolorosas sensaciones.
Reconozco que tengo una memoria intermitente. Y es que me han
pasado ya tantas cosas que son muchos sentimientos e historias almace-
nadas, quizás de manera torpe las apilé en mi cerebro. Nunca pensé que
necesitaría darles un orden. Mis primeros recuerdos de la infancia son
aún claros, al igual que esos amigos que había bautizado como mis her-
manos; los marcados altibajos, reincidentes, reinicios y viajes absurdos.
Tendré que contar esas anécdotas intrínsecas entre sí, las que brotan
muchas veces sin orden, como plantas silvestres en el campo, y resulta
hasta cierto punto ilógico. Son hechos consumados en mi memoria.
Ahí están los consejos de Fausto mi abuelo, ese infeliz que nunca cree-
ría que aquel flaquillo de pelo chino llegaría hasta aquí, hasta este pun-
to, detrás de este elegante escritorio, con más de diez títulos y recono-
cimientos nacionales e internacionales, los cuales no solo son valiosos
por haber llegado, sino por mantenerme en este constante ascenso, con

♦ 14 ♦
Tu Cielo, Tu Infierno

el compromiso existencial de un crecimiento tanto en mi vida personal


como empresarial, desarrollando ideas, empresas y gente exitosa.
“El camino no ha sido nada sencillo. Te creí morir en muchas oca-
siones”, me habló esa voz interior que tantas veces me ha señalado
tanto la mierda como la gloria en el día a día.
Vi el reloj en la pared. Eran las 6:36 pm y estaba por terminar la jor-
nada laboral. Esa decisión, como tantas otras, son absolutamente mías.
Yo dejé de ser empleado desde hace muchos años, así que no dependía
de nadie más que de mí. Sin meditarlo demasiado, ni mirar los otros
asuntos pendientes en la agenda, recogí mi saco azul rey y pedí a Geor-
gina mi secretaria que “el Chaparrito” estuviera listo porque quería sa-
lir sin contratiempos. Martín era mi chofer personal, su corta estatura
permitía que le dijera de esa forma cariñosa.
La verdad mi cabeza ya no daba para más, y empecé a sentir en mi
pecho algo indescriptible, una rara mezcla de terrible soledad y ansie-
dad, algo que hace muchos años no sentía. “Quien siempre ha estado
a tu lado ha sido tu madre”, me recordó en ese momento otra vez la
vocecita en mi mente.
Bajé apurado las escaleras de cristal con la cara desarticulada. Son-
reía como la foto de una portada de revista, pero por dentro me estaba
consumiendo; sentía un sabor amargo, tan caliente y oloroso como un
entrañable mate argentino. Levanté la mano derecha para despedirme
de todo mundo, amigos, empleados y parientes. Fue solo por instinto,
no puse atención en nadie a mi alrededor, solo quería llegar a la calle
y jalar un aire más fresco, porque el que tenía en ese instante en los
pulmones me ahogaba.
“Eres el apoyo de tanta gente”, recapacitaba la voz en mi cabeza.
“Es que ya son tantas familias involucradas, esperanzadas en mi capa-
cidad”, pensaba.
Porque no solo son mi mujer y mis siete hijos los que dependen
de mí. Son mis padres Manolo y Mabel, que ya superan los setenta y
tantos años. Además son cientos de personas más, sin contar todas las
empresas e inversionistas en México que se sostienen de mis buenas
o malas decisiones, bancarias, financieras, personales. Todo eso hoy,

♦ 15 ♦
Del Infierno al Cielo

sin ningún aviso de por medio, me cayó de golpe sobre la espalda.


Hablo de esta exaltación con un poco de pena, porque es una especie
de angustia que me sobrecogió hace tiempo y que aún suele recorrer
mis venas.
“Cargar la responsabilidad del mundo lleva consigo dolor, sole-
dad y grandes sacrificios”.
Ubico con claridad esa frase. La leí hace algunos años, mas no sé
bien dónde la vi o escuché; tal vez fue en un audiolibro o fue un conse-
jo de motivación en una revista especializada de negocios. Esos térmi-
nos de dolor, soledad y sacrificios en los últimos años me han causado
todo tipo de conflictos internos. Fue por eso que decidí invertir en el
conocimiento, todo a tope. Me he preparado a conciencia durante más
de quince años seguidos, conozco a los más grandes en la materia y
he tenido varias conversaciones y sesiones de Coaching personal al
respecto, porque sin todo ese bagaje de sabiduría o la preparación ade-
cuada uno por lo general trata de repartir las cargas psicológicas que
se sienten en la espalda, en el subconsciente, es el peso de las tareas,
los excesos, las culpas.
Lo primero que hice ya teniendo los conocimientos y creencias ade-
cuadas fue generar en mi mente la aceptación. Debí valorar lo que soy
actualmente y fusionarlo con la experiencia de lo que fui en el pasado,
para entonces ir modificando así mi futuro. Es uno de los principios
fundamentales de la vida, ese proceso es paulatino y punzante. Cla-
ro que es importante señalar que requerí de carretadas de paciencia,
además de incontables conversaciones con mi presente inmediato: An-
gélica, mi hermosa mujer, la pieza clave que me da fuerza y balance,
orgullo y empuje.
Ella también es una sobreviviente, una guerrera feroz de muchas
batallas, tiene dos hijos de su primer matrimonio, los cuales he acep-
tado desde el primer día como si fueran míos. Actualmente vivo mi
tercer matrimonio. Reconozco que me casé muy joven con Sandra, ella
es la madre de Melina y Kenan. Aún no salía por completo de esa tor-
menta cuando decidí intentar amar a Aidé y procreamos a Lucas y a Ma-
tías. Esa vivencia la he abordado adecuadamente con casi todos mis hijos,

♦ 16 ♦
Tu Cielo, Tu Infierno

mas sé que aún tengo temas pendientes y dolorosos con Kenan, quien
radica actualmente en Buenos Aires.
Obviamente, también tuve que enfrentar mi realidad con mis padres,
pues es imposible dejarlos afuera de mi círculo de confianza y compro-
miso. A raíz de eso, de vez en cuando escucho esto en mi interior:
“Debes perdonarme a pesar de los años. no puedo evitar ser otro.
Quizás esperabas más de mí, lo siento”. Quizás es la voz de mi viejo,
aunque realmente no podría apostar por nadie en este momento.
Soy Marcelo Yaguna Silva y confieso que nunca he tenido una ex-
celsa memoria, por eso siempre me he apoyado en la humildad del
papel y el lápiz. Además, he tenido la fortuna de contar con personas
cercanas que han sido por voluntad propia un prontuario de mis actos.
Utilicé algunos años una grabadora de las de carrete o casete, pero
ya ha quedado por ahí obsoleta y arrumbada entre mis documentos y
mis inventos. Ahora en la era digital, recurro al teléfono o a la tableta.
No sé por qué siento que hubo un momento en mi infancia, quizás
por la droga o los golpes que me metían, que la película en mi mente
se empezó a poner algo borrosa. En verdad desde mis primeros años
padecí esa pequeña desventaja que, posteriormente, convertí en ven-
taja, pues mientras que otros se confiaban a la cabeza o los ojos, yo a lo
mío, la tinta. Aunque no todo lo anotaba, tal vez fue una forma de pro-
tegerme o recordar. Anotaba sobre unas hojas únicamente lo que debe
ser para mantener vivos los capítulos más felices, los recuerdos más
satisfactorios y destacados, esos que nos han sucedido en la vida y que
vale la pena compartir. Yo pregunto: “¿Quién se atreve hoy a divulgar
lo que tiene un significado más profundo?” Esas situaciones que han
sido decisivas en la trayectoria de un ser humano. Esas resultan ser
la mayoría de las veces tan complicadas, inclusive contradictorias e
inexplicables que poca gente lo entiende. Dudo que todos demos el
visto bueno por lo que hice o dejé de hacer en este viaje de altibajos y
sin sabores, al cual suelo llamar destino, mi destino. Pienso que sería
lo mismo para mis amigos, inclusive los más cercanos, como lo son mis
hermanas Lorena o Vanessa, o los más lejanos a mí, quienes viven en
Montevideo o Buenos Aires. Así es la vida de cualquiera: decisiones

♦ 17 ♦
Del Infierno al Cielo

inconmensurables, dolores irrevocables y muchas risas sostenidas con


patanerías.
Llevamos más de cuarenta y siete minutos “circulando” por la Ave-
nida Revolución, aunque no sé si se puede aplicar ese calificativo a
este endemoniado estacionamiento. Solicité a Martín que detuviera la
camioneta para comprar un té verde. Quería llevar algo a mi boca por-
que la sensación seguía ahí latente, insolente, palpitando en mi pecho,
en mi garganta. Por instinto observé el entorno: algunas casas viejas
carcomidas y abandonadas enmarcan ciertos puntos discordantes de
este lugar. Si se observa a detalle, resulta ser un cuadro desesperante,
lleno de ruidos, gente y movimientos burdos.
—Aquí está el té, señor. ¿Lo llevo a casa? preguntó atinadamen-
te el chofer.
—No, quiero salir de la ciudad. Necesito estar solo. ¡Vámonos!
señalé sin titubeos.
Conforme fuimos avanzando para la salida a Cuernavaca, el paisaje
de la gran ciudad fue desdibujándose. Ahora las residencias y condo-
minios de elegantes colores se convertían rápidamente en vecindades
opacas, grises, o en casas pequeñas en obra negra, algo así como un
boceto inconcluso y surrealista: viviendas humildes que se sostenían
más con bendiciones que con materiales de buena calidad. El cartón,
las lonas y algunas piedras apuntalan los sueños de esa gente.
Si miras detenidamente los rostros de quienes caminan por ahí, casi se
puede palpar la dejadez, la zozobra de la pobreza, el alcohol y las drogas,
que son los escapes universales más comunes para la tristeza y el hambre.
Eso me ha enseñado la vida, y lo aprendí de la peor manera, pro-
bando de todo. En mi caso nadie me platicó o me advirtió nada, yo
aprendí todo a golpes, a flor de piel, con moretones y vejaciones. Pade-
cí todo tipo de desastres mentales, desde las irremediables o básicas,
hasta las absolutamente maquiavélicas.
Y es que en la vida uno toma las lecciones de quien vienen, de quie-
nes están más cercanos, los queramos o no, ya sean nuestros padres,
amigos o hasta nuestros enemigos, y gracias a ello se nos va haciendo
el cuero duro, así como la consciencia blanda.

♦ 18 ♦
Tu Cielo, Tu Infierno

Mi vida sigue en pie gracias a muchos milagros. Sobreviví a cosas


increíbles. Para empezar, la cuna donde dormía siendo un bebé se in-
cendió en dos ocasiones; yo estaba ahí adentro a la suerte de las llamas
o de quien se acordara de mí.
La primera ocasión fue gracias a una mala instalación eléctrica y la
otra, gracias al armonioso ambiente navideño que daba a la casa un
pino con no sé cuántas velas distribuidas estratégicamente en todos los
niveles. Tener ese tipo de arreglos en cualquier casa del mundo resulta
una bomba molotov, sin embargo, gracias a Dios en las dos situaciones
me salvaron. En una fue mi madre y en otra, mi padre.
“Tenías que vivir para contarlo, para que alguien más abriera los
ojos”, recapacité.
Quizá por eso este sea el mejor momento para dejar un humilde le-
gado. Bien lo vale para la familia y los inolvidables amigos en Buenos
Aires, Montevideo, México, o para todo aquel que quiera evitar caer
hasta el fondo de un profundo abismo. Y a aquellos que a pesar de las
advertencias desean bajar ahí y constatar todo, llegará el momento, lo
sé, en que reflexionen y acepten que no tenían que caer tan bajo para
aceptar, cambiar o valorar su vida.
Hoy les aseguro esto: no tenemos que poner nuestra mejor cara al
mundo y tragarnos de él todas las traiciones y pobrezas de la incons-
ciencia humana; hay que saber que cuando se tienen ganas de llorar,
debe hacerse, así, con la llave abierta, libre, sin guardarse nada; porque
llorar es como defecar, nos sirve para sacar todo, limpiar cada centíme-
tro de lo que está atorado en nuestras entrañas. Y créanme, ese punto
álgido se presentará, lo sé.
Sé que uno invariablemente debe apostar por la franqueza indómita
de la risa, esa que sale a bocajarro, a carcajada limpia, la que nos da ba-
lance sano para nuestros adentros. Tampoco es llorar todo el tiempo o
por cualquier cosa. Hay fibras que se tocan en el día a día que uno debe
mantener sanas y alineadas. De no ser así, nos saldríamos de control.
Viví mucho en carne propia y otro tanto también en la ajena, en la
piel de mis cuates más cercanos, en esas almas que nos presta Dios por
un tiempo y que les solemos llamar amigos.

♦ 19 ♦
Del Infierno al Cielo

Por eso lo dije y lo sostengo, hay que identificar claramente que


cuando comes estiércol, bebes emociones o inhalas infiernos preten-
diendo demostrarles a tus amigos o a tus enemigos lo fuerte o valiente
que eres, en el fondo van quedando toda clase de botaduras, pincela-
das extrañas que dejan cuadros inconclusos por la ausencia de colores
y formas. Es perderse en una tórrida lejanía bañada de aire helado, la
misma que después nuestra frágil naturaleza humana lucha por que-
rernos compensar. Y con ello seguramente llegaremos a cometer otros
errores, tal vez más grandes o graves que los anteriores.
Ya en la soledad de la carretera, viendo las luces pasar, me siento lo
suficientemente tranquilo para dar paso a esta historia; mi historia, esa,
la jamás contada, la que debí contar hace algunos años. Quizá antes
no logré tener el tiempo ni la madurez que hoy tengo para enfrentarla
así, sin sentimientos encontrados, habiendo perdonado y llorado todo
lo que viví, lo que me hicieron, y teniendo claro lo que yo hice, lo que
por miedo callé y por rabia seguramente grité, esos remansos que uno
oculta en algún rinconcito de la mente y el corazón. No pediré ningún
tipo de discreción como otros suelen hacerlo, al contrario, la divulga-
ción de mi historia me llenaría de grandes satisfacciones.
Para empezar, no comulgo con la idea de ser juez y de que se de-
terminen o persigan a los culpables. Acepto que hubo grandes conse-
cuencias y hoy las expongo sinceramente. Son mis heridas abiertas, mi
experiencia de vida. No la califico ni le quiero dar algún adjetivo, es
un proceso personal que todos pasamos de una u otra manera. Hoy
quiero ser congruente con lo que he aprendido y desarrollado a través
de los últimos 24 años.
Es algo que para mí valió la pena vivir, y aunque hay quien lo pu-
diera poner en duda, en su momento fue clave sufrirlo. Acepté de esa
manera que no todo en el universo es color de rosa, ni siquiera para
los que uno califica erróneamente como privilegiados. Todos pasan o
hemos pasado por etapas de incongruencia subjetiva; fuimos muchas
veces como ese niño que define sus actos entre lo que es bueno y es
malo, el premio o el castigo, estrellita en la frente u orejas de burro en
la cabeza.

♦ 20 ♦
Tu Cielo, Tu Infierno

“El ego siempre te empuja a atacar, pero eso no significa que sea el
propósito de tu vida”. En los últimos años he recapacitado sobre eso
muchas veces.
El carácter de una persona se forja tanto con las buenas experiencias
como con las malas, es lo que da temple, como el mismo acero lo ne-
cesita: pasar las peores pruebas de fuego y golpes de martillo para te-
ner la resistencia y llegar al punto exacto para cumplir adecuadamente
todas sus tareas. Así es el ser humano al asumir los distintos retos,
con cualidades y capacidades diferenciadas; a unos les toca subir una
montaña de 300 metros, y lograrlo será su mayor triunfo en la vida; a
otros, como a mí, nos toca escalar riscos y barrancos de 3300 metros,
sin tanque de oxígeno ni guantes, una escalada mortal al Everest, don-
de, por azares del destino y con el último aliento en los pulmones, se
llega a la cima.

♦ 21 ♦
PADRES Y ABUELOS

P ara empezar, yo tenía que haber nacido en Buenos Aires, Ar-


gentina, en el mes de febrero, sin embargo, mis padres salieron
de vacaciones a visitar a sus parientes y sin premeditarlo cambiaron
el rumbo de toda mi historia; nací sietemesino un 29 de diciembre de
1969, en Montevideo, capital de Uruguay. Y les prometo que aunque
muchos alguna vez me aseguraron que no tenía ni madre, ni padre por
las maldades que llegué a hacer, los doctores afirmaron que no nací
huérfano, que tanto mi padre como mi madre estuvieron ahí.
Mabel Silva es la mujer más importante de mi vida, y lo sigue sien-
do desde que me trajo a este mundo. Ella abrió sus ojos por primera
vez en el Hospital Pasteur de Montevideo. Es una mujer sobresaliente
y excepcional, no muy alta, siempre delgada y con una mirada angeli-
cal que logra traspasar el alma de quienes la rodean.
Manolo Yaguna es mi padre. Desde que nací él se hacía llamar Mar-
celo, porque así le gustaba que le llamaran. De talla delgada pero extre-
madamente fuerte, espigado, de una buena estatura. Un hombre que
nació en la Provincia de Fray Bentos, Uruguay. Llegó a este mundo
con sangre guerrera, de esas que se forjan en recipientes especiales con
polvo de estrellas y sangre, porque el destino le tenía preparados retos
demasiado importantes, no dignos de cualquier ser humano.
Mi abuelo, el papá de Mabel, fue don Fausto Fernández Estévez;
muy delgado y de porte elegante, tez blanca y piel bien cuidada, siem-
pre con su inseparable boina cerca de la cabeza, de mirada penetrante.
Curiosamente le gustaba usar el cinturón por encima de las presillas
del pantalón. Provenía de la patria grande, de Galicia, España.
Para mi madre siempre ha sido inexplicable el proceder de su padre;

♦ 23 ♦
Del Infierno al Cielo

la despreciaba y se ensañaba con ella lo más que podía. Desde que


nació comenzó el calvario y las actitudes inverosímiles hacia ese pe-
dacito de cielo que Dios le dio. Por ejemplo, sé que cuando ella nació
los doctores le comentaron a Fausto que mi madre tenía un problema
congénito en las piernas y para pronto quiso regalarla o por lo menos
lo intentó. Y eso es solo una probadita de los sinsabores de su percha,
de su fracturada fama.
Cuando el gallego tomaba era cuando padecía sus peores arran-
ques. Sudaba copiosamente y vociferaba de manera muy violenta, y
no solo eran en contra de Mabel sus agresiones, sino contra todos los
que se encontraban cerca de él. Eso, por extraño que parezca, sucedía
exclusivamente los fines de semana. Con sus vinos tintos y el alcohol
de caña, cualquier bebida lo llenaba de odio, parte inequívoca de su
aletargada perdición. Murió acostado a los setenta y un años, de un in-
farto. Aunque hoy no lo niego, tenía razones de peso para tratar de que
la bebida borrara su pasado, un pasado saturado de dolor e injusticias.
Al partir se llevó consigo el dramatismo y la música de las historias
de ópera. Dejó para siempre su sitio vacío en esa mesa de roble que
cuidaba tanto, quizás más que a sus propios hijos, porque la pintaba,
sobaba y renovaba todos los años desde que la fabricó.
Donde él se sentaba nadie más lo podía hacer, su sitio era inamovi-
ble. La cabecera de la mesa era quizá como una fotografía viviente en
color sepia, donde se le veía feliz con su boina y su copa de vino en la
mano. Así fue hasta ese día, un 30 de noviembre, en que su alma aban-
donó su cuerpo. Irónicamente estaba intentando dormir una siesta, y
lo logró, mas ya no despertó.
Mi madre, a pesar de tanto sufrimiento, siempre lo amó, y ese mismo
sentimiento la hacía perdonarlo una y otra vez, no le importaba que hu-
biera golpes y ofensas. Ella me contó que don Fausto tuvo que huir del
Viejo Continente por la terrible guerra civil europea de 1914, la cual afec-
tó a España y a otros países vecinos. Ahí fue donde tanto sus hermanos
y hermanas como sus padres murieron abatidos por las balas, injustifi-
cadas para toda la población española, sin embargo, justificables para el
general y dictador Francisco Franco, esa revuelta se extendió hasta 1945.

♦ 24 ♦
Padres y Abuelos

Toda la familia de Fausto murió; solo un hermano, cuyo nombre


nadie recuerda, y él lograron sobrevivir. Esa tragedia tuvo que ser lo
que generó en su alma una interminable batalla, la que solía librar y
perder siempre con los tragos encima. Se convertía literalmente en un
monstruo, despotricaba y golpeaba parejo a su esposa, hijos e hijas,
sin embargo, todo su coraje lo sacaba discreta y exclusivamente den-
tro de las cuatro paredes de lo que solía llamar hogar. Por eso para la
sociedad fue un gran hombre, casi rayaba en la perfección, trabajador
de mil oficios: pintor, carpintero, albañil. Y para colmo de quienes lo
pudieran criticar, sabía cocinar.
Siempre presumía y promulgaba a los cuatro vientos que amaba a
su familia. Por esa poderosa razón, la mayor parte de su tiempo trataba
de estar disponible para su mujer e hijos.
Fausto no se negaba a ningún trabajo con tal de recibir su pago y
así seguir tratando de existir modestamente. Por esa actitud y por la
calidad de su trabajo, lo buscaban tanto vecinos y amigos. Mas no toda
la gloria le correspondía, ya que recibía el apoyo de todos sus hijos e
hijas, y gracias al esfuerzo de ellos nunca faltaron en su casa los víveres
para alimentar a todos.
—Anda a joder, que es Navidad. ¡Todos contentos! seguramente
así les reclamaba.
En las reuniones especiales, como el día de las madres o del padre,
debían estar juntos los diez miembros de la familia. Esa era una regla
tajante de su parte, y ni qué decir de las navidades o años nuevos; era
imperdonable que alguien faltara al compromiso. Obligados quizá, a
esbozar una cara de felicidad, un intento fallido, pues seguramente en
esa velada existían rencores, amenazas y maltratos.
Fausto deseaba que llegaran algunas disfrazadas alegrías, por me-
dio del enorme cordero, los pollos, el pan o su maldito vino tinto.
En una sola noche podían ocurrir varias tragedias gracias a la mano
del desquiciado de Fernández Estévez. Un dato curioso acerca de esta
historia, e indudablemente de miles más en el mundo, es que uno mu-
chas veces se suele convertir, sin notarlo, en quien tanto odias. El abue-
lo sentía angustia e ira correr por sus venas cada que escuchaba o leía

♦ 25 ♦
Del Infierno al Cielo

algo del dictador Francisco Franco, ya que ciegamente lo ligaba a la


muerte de casi toda su familia, pero para desgracia de todos en su casa,
Fausto emulaba y superaba a Franco en algunos aspectos, tristemente
casi a la perfección, tirano y sádico. Miren que de no haber sido por la
suerte o la intervención de sus hijos mayores, algún miembro de la fami-
lia pudo haber muerto bajo su insensato yugo: Mabel, María del Carmen
y, naturalmente, Clotilde su esposa, se salvaron en repetidas ocasiones.
En una ocasión, con lágrimas en los ojos, Mabel me narró temblo-
rosa que, después de una fuerte discusión y varios golpes por parte de
su padre, salió huyendo de la casa. Ya era de noche y se fue directo a
las Ramblas, los elevados acantilados que bordeaban el pedazo de mar
por donde vivían. Me confesó que tenía todas las intenciones de dejar-
se caer al vacío, de morir ahí sin llamar la atención. No dejaría tampoco
una carta acusatoria de sus largas y muy válidas razones. Llevaba su
vestido roto porque en el fragor de la pelea Fausto se lo jaló brusca-
mente rompiendo las costuras de la espalda.
Era una noche de invierno demasiado obscura, no existía ni siquiera
la frágil luz con la que baña la luna el horizonte, por lo que tenía pocas
posibilidades de que alguien la observara. El milagro ocurrió. Quizás
el tono de su sollozo sirvió, ya que fue escuchado por un hombre de
raza negra que pasaba por ahí, y este llegó presuroso hasta su lado en
una bicicleta para detenerla.
—¿Qué piensas hacer? preguntó ese hombre.
—Nada, aquí estoy respondió cabizbaja.
—¿Cómo que nada? Estoy viendo sus intenciones. No lo haga,
por favor – sugirió.
Quiero ir a ver a mi hermano, aunque no tengo la plata señaló Ma-
bel llorando desconsolada sobre su vestido hecho jirones –. Eso es lo
que necesito para estar bien – subrayó.
El hombre misterioso se le quedó mirando de tal forma que ella
discretamente le pidió dinero para el pasaje. Este personaje, del cual
Mabel no recuerda el nombre, le dio el dinero y se alejó tranquilo sobre
el filo de la rambla. Si alguien cree que existen ángeles en la Tierra, esta
es una buena anécdota para seguir creyendo en ellos.

♦ 26 ♦
Padres y Abuelos

Mi abuela Clotilde Silva, la madre de Mabel, fue realmente un tor-


bellino imparable, de esas mujeres excepcionales que tienen la resig-
nación y la fuerza para luchar siempre por todos sus hijos. Soportó lo
innombrable de su esposo: ofensas y amenazas cumplidas. Con pena,
les señaló un par de ejemplos de sus odios y resentimientos contra la
vida y el mundo: estos pudieran comenzar con aquella vez que en su
cotidiana embriaguez le quemó el rostro con una plancha a su esposa,
todo porque ella, en exceso hacendosa, se puso a plancharle unas ca-
misas, pero como el dictador le había señalado horas antes que no lo
hiciera, y la encontró a escondidas contradiciendo su instrucción, deci-
dió arrebatarle con fuerza la plancha y lastimarle con el calor excesivo
del metal una parte esencial de su belleza.
Asimismo, fue él quien registró a su hija con otro apellido, el de
un tal Magallanes, que era un funcionario del Gobierno, un pariente
lejano de Fausto, y tuvieron que pasar varios meses para que Clotilde
pudiera convencer a su esposo que le diera el apellido a Mabel, ya que
no fue reconocida en el momento. Eran comunes ese tipo de vendettas
y traiciones por parte del galante gallego.
Mabel trabajó como empleada doméstica durante más de cuatro dé-
cadas. Empezó en ese oficio cuando apenas tenía once años de edad.
Su obligación era ayudar, como el resto de sus hermanos, a mantener
los gastos de la casa. Trabajaba de manera incansable todo el día, a ve-
ces en diferentes lugares de la ciudad. No conforme con eso, aún tenía
que llegar a casa y hacerse cargo de toda la ropa, lavarla y mantener
limpio todo. Otra que siguió los mismos pasos fue su hermana mayor,
María del Carmen, a quien mi abuelo por placer le decía Pilar, ya que
así se llamaba una de sus hermanas que falleció en Galicia.
Mi madre había crecido resignada a lo que ella asumía como su
destino, a sus limitadas creencias. Dios, en su gloria, le había dado la
energía de tres o cuatro mujeres para soportarlo. Muy pocas veces se
quejaba. Trabajaba en lo que ella mejor sabía hacer: tender camas, lavar
pisos y platos, y obviamente cuidar a sus dos hijos, Marcelo y Lorena.
Tuvo tres hermanas: Delia, María Elena y María del Carmen; y cua-
tro hermanos: Jacinto Fernández, quien era mi padrino y tenía el oficio

♦ 27 ♦
Del Infierno al Cielo

de panadero; Rogelio y Fausto Fernández, quienes habían montado un


taller donde arreglaban todo tipo de motocicletas; y mi tío Jorge, quien
era dos años mayor que Mabel, y quien laboró durante quince años re-
partiendo periódicos a los judíos; empezaba de madrugada, desde las
cuatro hasta las ocho, y después se iba a una fábrica de hierro donde se
construían mesas y sillas.
Conforme fueron pasando los años, cada uno de ellos tomó dife-
rentes caminos. Desdichado fue el final de mi padrino, ya que la dicta-
dura militar en Argentina lo desapareció junto con miles de personas
más. Es sabido por todos que Manolo tuvo la valentía de enfrentar
ese agravio, hizo todos los trámites, levantó una denuncia tratando
de recuperar el cuerpo, y por obra divina se evitó que lo detuvieran
por esa demanda, pues eran tiempos muy incongruentes en el país. Lo
único que la Administración de Justicia le había entregado a la familia
de Mabel fueron burdos papeles que ostentaban un pálido número, el
cual representaba la vida o la muerte de mi pariente, era lo único con
lo que contaban para identificarlo entre los cientos de casos similares.
Tantos nombres acumulados, mujeres con pañuelos blancos y apelli-
dos alterados sufriendo de manera ingrata el mismo fin.
Sobre mi padre, don Manuel “Manolo” Jacinto Yaguna, ¿qué les
pudiera comentar? Lo primero sería que es físicamente una larga y
delgada espiga, sin embargo, tan fuerte como el más duro de los ace-
ros, así de contradictoria es su vida y la historia detrás de él, la cual les
narraré con valentía, puesto que es una pieza clave de mi existencia y
forjó algunos de mis actos y actitudes. No soy quién para juzgarlo, “ni
intento hacerlo”.
Ninguna de sus decisiones o acciones son puestas a votación popu-
lar, porque sería caer en conjeturas y suposiciones, las cuales ya las hice
durante muchos años en mi niñez y juventud; y al final, tristemente, de
eso no se llega a nada, es como perseguir una meta que no está trazada.
Manolo tuvo sus razones para hacer todo lo que hizo; algunas las
conozco porque me las demostró o confesó de manera directa, muchas
otras seguirán ocultas en el anonimato, en la fosa común de las deci-
siones, sin explicación o lógica alguna. Lo que les adelanto es que está

♦ 28 ♦
Padres y Abuelos

salpicada de abundantes agallas. Bueno, no, realmente salpicada no, lo


correcto sería indicar que está empapada de sobrados huevos, trage-
dias y un feroz abandono por parte de sus progenitores.
De su infancia rescató aquel niño férreo que gobernaba en su inte-
rior, ese que lo mantuvo con vida, generando un espacio de esperanza
ligada a Dios. Así y sólo así, pudo crecer fuerte y soportar los oficios
más duros en cada una de las etapas de su vida.
Manolo fue abandonado a la suerte por sus padres. Desde muy
pequeño transitó lastimosamente entre casas, poblaciones y parientes
lejanos. Tuvo uno que otro benefactor, quienes le daban diferentes em-
pleos, alimentos básicos y un humilde techo donde pasar las noches y
guardar sus lágrimas.
Fue un niño agricultor con largas e inhumanas horas de trabajo de-
bajo del inclemente sol, el cual le curtió la piel para lo que vendría
después. Le siguió el joven cargador, ese que arriesgaba la delgadez de
sus huesos para cargar costales más pesados que su propia fisionomía.
Y de ahí surgió su corta pero triunfal etapa de boxeador.
La vida con mi tutor fue, sin lugar a dudas, fiel reflejo de lo que él
mismo padeció. Quiero imaginar que nuestra historia entre padre e
hijo es como la de mucha gente a mi alrededor: encuentros y desen-
cuentros, altas y bajas. Claro que es triste confesar que existió ese enor-
me hueco en nuestra relación, ya que en mi niñez él decidió salirse del
hogar por más de once años. Prácticamente se perdió la mayor parte de
mis decisiones infantiles, tontas, evidentes, importantes, no lo sé, pero
en ese tiempo él había decidido por voluntad, propia o no, tener a otra
familia, otros pendejos, como decimos en Argentina.
Hoy nos podemos mirar de frente, ya cauterizamos muchas heri-
das viejas, algunas traiciones, complicaciones financieras y de poder.
Nuestro mar está calmo. Finalmente entendí que eso de colgarle culpas
y santitos no me corresponde a mí hacerlo. Cada quien sabe qué ocu-
rrió en cada situación y por qué tomó tales o cuales decisiones, mas no
quiero confundirlos, ni decirles algo a la ligera. Llegar a este estado de
tranquilidad interior no fue nada fácil, ya que durante muchos años lo
juzgué, agredí, encaré y maldije. Eran muchas las cosas que tenía para

♦ 29 ♦
Del Infierno al Cielo

reclamarle, esas que con seguridad me dañaron no solo a mí, sino tam-
bién a mi madre y a mi hermana.
Por muchos años no fue un hombre congruente, luchaba por serlo,
tenía destellos de grandeza, pero después se traicionaba a sí mismo y
a los que estuvieran cerca de él. La carga moral o el mismísimo viento,
no lo sé, lo traía de regreso a casa de vez en cuando. Él, como yo, pade-
cía del terrible alcoholismo, sin embargo, supo sortear muchas de sus
carencias a golpes, literalmente a golpes. Durante varios años se de-
dicó, como lo mencionaba anteriormente, a ser boxeador y no lo hizo
nada mal. No crean que era de los de media tabla o del montón. Su
fuerza y su bravura lo llevaron a ganar un campeonato nacional en su
peso, hasta que tuvo una lamentable fractura en una de sus muñecas y
eso fue lo que finalmente lo alejaría para siempre de los cuadriláteros
y, quizá, de su posible encumbramiento.
A través de los años y a base de mucho esfuerzo, Manolo apren-
dió a manejar diferentes tipos de negocios y en algunos de ellos tuvo
un cierto nivel de éxito. A pesar de que era un hombre sin estudios,
lo suplía con mucho trabajo y esfuerzo. Llegó a tener cinco “boticas”
o zapaterías, numeradas del uno al cinco, en las cuales se reparaban
y fabricaban tallas especiales. Igualmente intentó prosperar con otros
negocios de diferentes giros, donde yo también participé: una carni-
cería y una verdulería. Quizá de ahí tomé el gran ejemplo de no darse
por vencido jamás. Él no quería dejar morir sus sueños de empresario,
mismos que había fraguado observando a quienes lo habían empleado
en su lastimosa juventud.
De manera increíble, aunque hasta cierto punto lógica, fue hasta hace
un par de años que nos sinceramos, nos sentamos en la comodidad de la
sala y sin alcohol de por medio, ya que yo no bebo desde hace 25 años.
—¿Qué pasa, Manolo? Dímelo – le preguntaba mil veces cuando
en su rostro encontraba la cara desencajada, como si fuera a enfren-
tar a su peor retador: la vida.
—Nada, hijo, aquí vamos aprendiendo de todo, el pasado, el pre-
sente, y deseando un futuro mejor para todos en la familia – señala-
ba entrecortando la respiración y frunciendo el ceño.

♦ 30 ♦
Padres y Abuelos

—Vale, pues. Estamos juntos. Después de todo, aquí estamos –


dije tomando sus cansadas manos.
Hoy Manolo habla a suspiros, ya no con los puños ni a gritos. Sus
ojos se esconden detrás de las grandes bolsas de arrugas que le cre-
cieron con los años, y las canas en su poco pelo reflejan su edad. Lo
escuché atento, callado, y él me escuchó cabizbajo. Lloró y lloré. Sin
remedio, desobedecimos ambos aquella vieja canción popular que
pregonaba el intérprete King Clave: “dicen que los hombres no deben
llorar”.
Acepto con tristeza que mi arrogancia presumía que lo que me ha-
bía hecho Manolo en mis años mozos había sido una salvajada, sin
embargo, al conocer su trágica historia de vida, sé por las carencias
que padeció, que sus anécdotas en la larga charla resultaron únicas y
dolorosas hasta el tuétano, y por lo mismo son muy valiosas, ya que
sin ellas esta biografía no tendría tanta validez. Sus engranes físicos y
mentales estuvieron bien engrasados porque, hasta hoy, sigue fuerte y
cuerdo como una guitarra gitana.
Ver a mi viejo me hizo recordar infinidad de sentimientos, esos mis-
mos que suelen acomodar y sacudir el ego. Sé que gracias a sus golpes
debajo de mi piel quedaron lágrimas de sangre, el tiempo las resecó y
hoy duermen ahí entre las otras cicatrices de mi alma. Eso es por todo
y por nada, tal vez por imaginar a mi madre con sus ojos llenos de lá-
grimas cautivas, soportando los golpes, los gritos.
“El alcohol, maldito alcohol”, recapacité.

♦ 31 ♦
EL ENTORNO INTERNACIONAL,
NADA NUEVO

D esde 1965 y en adelante, fue una época muy complicada para


todo el planeta. El continente americano no fue la excepción.
No es que antes de ese año no haya sido difícil, pero a mí no me tocó
vivirlo. Estábamos sumidos en muchas confusiones, la naturaleza hu-
mana se encontró súbitamente en un estado de pobreza intelectual
para consigo misma, nada era congruente entre sí. Los dictadores y
regímenes militares estaban en auge: en México sucedió la tragedia de
Tlatelolco un 2 de octubre de 1968; en Paraguay, Stroessner fue reele-
gido como presidente en unas elecciones evidentemente fraudulentas;
Estados Unidos decidió después de muchos dimes y diretes comenzar
una ofensiva en contra de Vietnam, y pocos meses después mataron
en Dallas al emblemático presidente John F. Kennedy. Quizás la hu-
manidad llegó a la mismísima luna, claro, disfrazada con sus barras y
sus estrellas, pero ello no dejó de lado todo lo demás que estaba ocu-
rriendo. En Bolivia se decretó el estado de sitio el 22 de julio. El 12
de agosto aquí, en mi tierra no nos queríamos quedar atrás, así que
nuestro dictador Jorge Pacheco Areco decidió abrir fuego en contra de
una manifestación de estudiantes universitarios, y lo volvería a hacer
el 20 de septiembre. Hirieron a más de 40 y mataron a Susana Pintos y
a Hugo de los Santos, dos de los trece mártires estudiantiles que falle-
cieron entre el 68 y el 85.
Mi abuelo era un crítico exacto e incisivo de todo lo que sucedía en el
mundo. Sabía qué pasaría con todas las revueltas y gestas estudiantiles,

♦ 33 ♦
Del Infierno al Cielo

se sabía de memoria los discursos de los dictadores, entendía el manejo de


las masas, las falsas promesas y el poder de las armas. Vivió mucho de eso
en España, supo de la gente que desaparecía sin dejar rastros y de los círculos
familiares que formaron para denunciar a su propia sangre, no solo en su
tierra gallega, sino en Italia, Alemania, Inglaterra y en general en toda Europa.
Estuvo muy atento cuando Rusia, después de muchas excusas y ra-
zones, invadió agresivamente a Checoslovaquia. En fin, creo que mi
destino, como el de Fausto, estaba bien marcado: ser, en nuestros pri-
meros años, lo suficientemente revueltos para arrasar con todo lo que
se nos pusiera enfrente.
Además, todas esas noticias fueron las oficiales, mas no las reales, borran
las que nos pudieran hablar de los miles de desaparecidos, de la Revolución
Libertadora en Argentina y del golpe de Estado en contra de Juan Domingo
Perón, quien había unido fuerzas con el sindicalismo socialista y sindicalista
revolucionario para soportar su gobierno paramilitar.
En mi cielo pocas veces tenía el lujo de enterarme de lo que sucedía
en el mundo, aunque conforme fueron pasando los años esa cuota de
violencia esparcida en todos Los Andes regiría una buena parte de mi
vida. Y no solo fui influenciado por eso que gobernaba al mundo; yo
tenía, como todos, mis propios demonios, a quienes tenía que conocer,
dominar y finalmente vencer.
Esa es la batalla que libramos todos los días, y que yo sepa nadie
puede excluirse de ella, ni los ricos ni los pobres. Esa tarea no selec-
ciona clases sociales, corta parejo la vida de todos. Son los problemas
los que cada quien come o almacena conforme a su educación, a sus
recursos o su temperamento.
El continente americano sufría los estragos de las drogas: Colombia
y sus cárteles, Bolivia y su coca, México y sus poderosos narcos, todos
buscando el poder que daba el dinero; se compraban corporaciones
policiacas baratas en toda Latinoamérica y los políticos estaban más
preocupados por sus zapatos o por las infidelidades de sus esposas y
sus amantes, masculinos o femeninos.

♦ 34 ♦
MI NIÑEZ, EL CONVENTILLO
MULTICOLOR.

L os recuerdos de mi niñez son, como deben imaginar, bastante


ásperos, algo así como tocarle la piel a un cocodrilo. Nada que
ver con la suavidad de la seda.
Mi infancia la viví en Buenos Aires, Argentina, en el famoso barrio
multicolor de La Boca, un sitio por demás bravo y peligroso. Lo que se
decía en aquellos años es que era para valientes, y más aún radicando
en uno de sus conventillos o vecindades.
El mío estaba ubicado sobre la calle Suárez, en el número 61. Ahí coexis-
timos alrededor de cuarenta o cincuenta familias: los Coronel, Pavón, los
López, Díaz, Doña Julia, Gloria, José y una ancianita que se llamaba Ge-
noveva, que era proveniente de Italia y que, por su apariencia, podía tener
más de noventa años. Mi madre, con su inigualable bondad, le solía llevar
comida, y con ello le ofrecía también un poco de su compañía, porque esa
diminuta mujer estaba ahí completamente sola. Después de un tiempo, Ge-
noveva falleció sin ningún pariente que le llorara o extrañara, las únicas que
pudieron sentir su ausencia fueron mi madre y otras señoras de la vecindad.
Cerca de La Boca estaban varios barrios importantes: el Retiro, Ba-
rrancas, Montserrat, San Telmo, Boedo y el elegante Palermo, sin em-
bargo, el colorido de La Boca no tiene comparación, posee un sello
único y característico. Se dice que emigrantes italianos, en su mayoría
trabajadores y gente de escasos recursos, encontraron en el puerto los
restos de pinturas que utilizaban los barcos para dar paso a esa obra de
arte, un paisaje pintoresco y visualmente afable.

♦ 35 ♦
Del Infierno al Cielo

La mayoría de quienes vivíamos en los conventillos en el barrio de


la Boca eran argentinos de nacimiento, aunque de diferentes provin-
cias, como el Chaco, Tucuman, Corrientes o Rosario. Gran parte de
ellos era gente de bien, obreros, albañiles, camioneros y zapateros. Ha-
bía uno que otro inmigrante con algún apellido extraño, mas ya habían
adoptado el estilo de vida, la comida y las palabrerías de todos, viejos,
jóvenes y comerciantes.
En general, cada uno de ellos quería disfrutar de su familia y en
la medida de lo posible saboreaban las costumbres y bondades de la
tierra del Tango, las chacareras, los bombos y gauchos. Apoyábamos
incondicionalmente a la playera albiceleste y a todos los ídolos que la
vistieron: adorábamos e imitábamos a los grandes: Maradona, Cani-
gia, Kempes y Batistuta.
Mis amigos y yo disfrutábamos de esa loca llamada Mafalda, del
enojón y terco comerciante de Manolito y del Guille, que eran los tra-
zos de un genio llamado Quino, quien valientemente, con sus historie-
tas, solía enfrentar y denunciar el armamentismo del régimen militar,
la sopa y la cerrazón de quienes nos estaban gobernando en Argentina.
Cada uno de mis amigos de la infancia tenía su propia historia,
como los crisoles que dan luz y sombras. Todos bailábamos de una
forma u otra al ritmo que el sistema nos permitía, tratábamos de sobre-
vivir y disimular los sinsabores de la época.
Para cualquier niño del mundo, donde yo vivía sería un lugar fan-
tástico para jugar y hacer fechorías; había mil lugares donde esconder-
se, terrenos baldíos y hasta un enorme canal. Lamentablemente estaba
bastante contaminado con toda clase de olores y colores por el petróleo
y la basura que la gente le arrojaba. Era el paso obligado para viajar a
Uruguay, por ahí transitaban las grandes embarcaciones y dejaban los
restos del combustible que utilizaban. En los chubascos y tormentas
aquel canal se desbordaba, llenando las casas y todos los rincones del
barrio de esa inmundicia, pero a la edad que yo tenía todo lo veía ma-
ravilloso.
Los primeros años de mi vida fueron bastante solitarios. Era
hijo único, ya que mi hermana Lorena llegó varios años después.

♦ 36 ♦
Mi Niñez, El Conventillo Multicolor

Para ser exactos, son cuatro años de diferencia. Estudié la primaria


gracias a Mabel, y me fue bastante bien. Amaba jugar con la pelota de
futbol de forma inmaculada, así que de forma veloz encontré muchos
amigos que tenían los mismos gustos que yo. En general fui un buen
estudiante. Es más, pudiera expresarlo como las mismas maestras me
lo decían: eres sobresaliente. Gracias a ello mi madre siempre estaba
sonriente y dispuesta a todo por su hijo, aunque también angustiada
por mis travesuras y mi soledad. Recuerdo su enorme sonrisa y su pelo
muy peinadito, esas eran las armas que ella utilizaba para enfrentarse
al mundo cabalmente.
Recuerdo que un día salí de mi cuarto con la firme decisión de di-
vertirme. Con seguridad se me aceleró el pulso por ser una de mis
primeras incursiones en el barrio. Me dirigí corriendo a Plaza Solís, el
parque que estaba en la esquina, y cuando llegué había muchos cha-
vos jugando, cada quien sumergido en sus asuntos, unos con el futbol,
otros con las cometas. Yo realmente no pretendía mezclarme con ellos,
primero, porque la diferencia de edades era abismal, segundo, porque
no conocía a nadie y tercero, porque me había topado con un enorme
árbol, el cual estaba perfecto para trepar. Estaba medio torcido, lo cual
facilitaba mis ganas de llegar a lo más alto. “A qué niño no le gusta
treparse”, escuché esa voz nuevamente en mi cabeza.
Y así, sin medir los riesgos, lo que es bastante usual a esa edad, fui
alcanzando más altura, hasta que por fin llegué hasta arriba. Añoro esa
vista espectacular, los colores característicos del barrio. Allá a lo lejos
podía ver el puente Nicolás Avellaneda, de estilo afrancesado, elegan-
te y retador. A sus pies, las aguas que facilitan el cruce de los barcos
al río de la Plata, ese que para todos en la ciudad resultaba ser mucho
más que un simple riachuelo, pues se asemeja más a un pedazo de
mar, grande y caudaloso. El aire llegaba a mis pulmones impregnado
de tradiciones y sonidos discordantes producidos por las maniobras
de los barcos en los muelles que de llegada o salida siempre hacen
ruido. Disfruté de esa increíble sensación llamada libertad. Hoy me
puedo mirar ahí, padeciendo una cierta nostalgia. Sé que inundaba mis
pequeños ojos de esperanza. En algún punto cercano logré escuchar una

♦ 37 ♦
Del Infierno al Cielo

alegre milonga, esa mezcla ligera de la paya y el tango, guitarras, tam-


bores y acordeones. Ese gozo duró muy poco, contados puntualmente
pudieron ser un par de minutos máximo, ya que otro niño llegó a la base
del árbol montado en su macho gritando y amenazando como un loco.
—¡Bájate! ¡Si no te bajas, te voy a tirar! levantaba las manos ha-
ciéndome señas.
Yo tenía unos seis años y el que gritaba tenía muchos más que yo.
Por su voz y su apariencia, mínimo debía tener unos doce años.
—No puedes subirte a este árbol gritaba el “Waky”, así le decían
al chavito ese. ¡Bájate! volvió a señalarme, estaba descocido.
—¡Ya voy, calma! – señalé extrañado.
Empecé a bajar nervioso, la verdad no sabía las reglas del lugar, sin em-
bargo, pronto las aprendería. Era gracioso ver que el pendejo que me gri-
taba desesperado estaba de mi estatura; una vez en tierra firme lo encaré.
—¿Por qué no puedo? Si está ahí, es para todos aseguré con voz
pausada. Según yo fui lo más convincente que pude.
—¡No puedes porque ese árbol es mío! señaló de manera tajante.
Y así, sin mediar más palabras, me golpeó la cara con el puño cerra-
do. La fuerza fue tal que me estalló los labios y zafó un par de dientes.
Empecé a sangrar de forma constante. No eran chorros de una llave
abierta, más bien algo así como una pequeña fuente. Después de varias
sacudidas me soltó y se fue corriendo. Me daba miedo llegar a ver a
mi madre con la ropa sucia, el moretón y mi coraje, mas no existían
otras alternativas, así que me armé de valor y caminé hasta mi cuarto
sin mirar atrás, justo a tiempo para recibir el sonoro regaño de Mabel.
—¿Qué hiciste, Marcelo? ¿Tienes que portarte mal siempre? se-
ñalaba iracunda y alebrestada con los ojos inyectados de un triste
desencanto.
—Yo no hice nada, madre – argumenté discretamente.
Y bueno, ya se imaginarán lo que siguió, una larga y cansada letanía
que se me hizo eterna, digna del mejor cura del barrio.
Después de la madriza que me puso ese pendejo, cuando lo veía o
cuando oía acerca del Waky temblaba. Él era realmente bueno para los
golpes y yo estaba muy flaco.

♦ 38 ♦
Mi Niñez, El Conventillo Multicolor

Después de un tiempo crecí muchísimo más que él. Su tamaño se


quedó reducido, al nivel de un jinete de caballos de carreras, y curio-
samente a eso se dedicó años más tarde. Waky se había ido del barrio,
no es que hubiera huido de mí, simplemente el destino o la suerte lo
alejó. Un día regresó, y cuando nos encontramos en un restaurante por
una mera casualidad, le pregunté, sin ningún afán de querer tomar
venganza ni mucho menos:
—¿Oye, recuerdas que me partiste el hocico en la Plaza Solís? –
pregunté con firmeza sin dejar de ver sus ojos.
Me miraba sorprendido, tal vez por mi altura o por los músculos
que ya portaba debajo de mi sonrisa. Recuerdo que él estaba sentado
comiendo.
—No, no lo recuerdo contestó nervioso.
Nunca supe si me dijo que no por mantenerse seguro o porque real-
mente pasó por alto lo que hizo aquella tarde cuando ambos éramos
unos insignificantes chavalos.
La Plaza Solís era, y sigue siendo, el paraíso para jugar y correr.
Había algunas bancas donde se sentaban los viejos a charlar o a darle
de comer a las palomas que por ahí volaban. También alberga en sus
jardines enormes árboles, terregales y diversos juegos mecánicos, su-
bibajas y toboganes.
En su explanada principal era donde solíamos colocar un par de ar-
cos metálicos que nos habíamos robado de un campito de futbol de por
ahí cerca; ahora eran nuestras porterías. Todo ese esfuerzo colectivo
y delictivo fue para tener una cancha digna y en ella poder soñar que
jugábamos como nuestros grandes ídolos, saboreando así cada gol.
Discutíamos entre gritos y malas palabras como lo hacían los adultos,
las peleas verbales giraban en torno a si el gol de uno o de otro había
sido legal o no.
En esos años la casa donde vivíamos en el conventillo me parecía
enorme. Era genial que estuviera hecha de lámina y madera; había infi-
nidad de lugares donde podía escalar, esconderme y jugar. Los colores
que bañaban las viviendas eran diferentes entre sí, en total desorden, y
eso me gustaba. Ciertamente que en esos años no entendía la condición

♦ 39 ♦
Del Infierno al Cielo

de pobreza en la que vivíamos. Sé que no me faltó jamás alimento, ni


ropa; tampoco pedí dinero en la calle, porque ahí estaba mi madre que
sacaba todo eso adelante.
Se levantaba a las cuatro de la mañana para irse a trabajar. Lamen-
tablemente me dejaba encerrado ahí en la casa y no podía hacer otra
cosa que esperarla. Me asomaba por las ventanas varias veces; lo que
aprovechaban algunas vecinas curiosas, quienes me saludaban y pre-
guntaban por mi madre.
—Hola, Marcelito, buenas tardes. ¿Mabelita se fue a trabajar? –
decía una señora que tenía más bigotes que don Ramón.
—¡Sí, no debe tardar en llegar! – contestaba sosteniendo la carca-
jada con mis manos.
—¿Te hace falta algo?
—¡Sí! ¡Ella me hace falta aquí! – le contestaba.
En esos primeros años tenía que sortear todo yo solo. Mi padre no
existía en mi vida, así que tomaba el colectivo escolar. En él recorría
unos cinco kilómetros y me bajaba donde me había enseñado Mabel.
Aún eran tres cuadras más para llegar a la escuela, sin embargo, ese
recorrido final era mortal, pues había muchos colectivos y camiones
con material, por la construcción de la Plaza Constitución. Todos cir-
culaban por ahí sin ninguna precaución, así que era necesario caminar
con muchísimo cuidado para evitar que me pasara algo.
Las carencias en la casa me enseñaron a respetar las instrucciones
que me daba Mabel, ella fue siempre muy clara con eso: “cuando hay,
hay; cuando no hay, no hay”. Contundente. Por eso nunca le respondí
ni me quejé sobre eso. Aceptaba y me quedaba callado, con las ganas
de cambiar mis tenis rotos o tener algunas opciones diferentes para
vestirme, con pantalones de colores diferentes a los grises y opacos que
usaba. “Algún día todo esto será diferente”, pensaba.

♦ 40 ♦
ABUSOS, AMENAZAS
Y ALGO MÁS

A los ocho años de edad recibí mi primera Comunión, era un or-


gulloso boy scout de Don Juan Bosco y tenía la obligación de
hacerlo, si no me perdería todas las aventuras y beneficios que recibía,
por eso sin más remedio acepté el cuerpo de Cristo en mi vida. Ese día
todo fue genial, muy diferente a otros momentos. Me cortaron el cabe-
llo muy cortito, vestí una camisa blanca inmaculada de mangas cortas
junto con una corbata azul marino muy delgada que me enjaretaron a
fuerzas y, para colmo, hicieron que me abotonara hasta el último bo-
tón. El cuello me apretaba en exceso, sin embargo, me aguanté, por la
sonrisa de Mabel valía la pena hacerlo. El momento sigue vivo en mi
mente y a todo color.
Mabel estaba muy emocionada, lucía también soberbia, entallada
en un espectacular vestido azul, de un tono discreto, muy elegante, y
se le iluminaba todo el rostro cuando la observaba de reojo. No sé si lle-
gó hasta las lágrimas, porque nunca las vi, quizás las guardó en algún
rincón de su corazón. Todos estábamos felices. Mi hermana Lolis y sus
enormes ojos también me miraron extrañados, de manera profunda y
receptiva, creo que quizás sintió la paz de Dios en mí, lo cual, penosa-
mente, no duró mucho tiempo.
—Amén, hermanos, demos gracias a Dios por permitir a estos
niños y jóvenes recibir el cuerpo de Cristo – señaló el cura solemne-
mente.
—Amén – señalé sin reírme.

♦ 41 ♦
Del Infierno al Cielo

Una vez que concluyeron los abrazos, las burlas y los besos, salimos
a festejar. Hubo una inusual comida en casa, invitados y juegos, así que
me quité la corbata al llegar al cuarto, la camisa, que seguramente era
prestada, así como la corbata y el pantalón, porque Mabel me encargó
de sobremanera mi atuendo.
—Hijo, cuida mucho la ropa, y llegando a casa te quitas todo –
advirtió con el dedo índice como espantando el viento.
—Sí, madre, ya entendí – señalé presuroso.
De esa abismal soledad en casa fueron permeando varios miedos
acumulados. Vivía temeroso de muchas cosas, como todos a esa edad,
supongo yo, deseando y tratando de pertenecer a algo más importante
y quizás, solo quizás, es por eso que abusaron sexualmente de mí.
No es fácil para nadie determinar las razones psicológicas de ciertas
cosas, mucho más complicado sería definir por qué existía tanta mal-
dad en quienes sin ningún tipo de miramientos o consideraciones me
acosaron y violaron.
Éramos tan solo unos niños, de diferentes edades y más o menos
con los mismos sueños. “¿Qué no se supone que la inocencia debería
de correr en una proporción mayor en nuestras venas?”, me pregunté
por muchos años.
Tengo que señalar esto y darle las gracias a Dios porque no hubo
un acto grotesco de violación. No hubo penetración, ni sangre de por
medio, aunque sí fue un abuso pletórico de intimidación y manoseos
sin sentido, lo cual me llenó de rabia y rotundos cuestionamientos.
De ese momento recuerdo que sucedió en una de las casas del con-
ventillo, y aún tengo muy presente en mi piel la obscuridad y la angus-
tia. Era una habitación muy pequeña, me llevaron ahí con engaños y
jalones. Un tímido rayito de luz entraba a fisgonear por algunas partes
de la cortina. A veces eran dos o tres chavos los que estaban ahí cer-
ca de mi pequeña humanidad, mostrándome sus partes para tocarlas
mientras que los demás se masturbaban y se vaciaban encima de mi
ropa. Los olores eran indescifrables, confundían mis sentidos.
—¡No te muevas y no grites, pendejo! – subrayaba uno de ellos,
que se llamaba Andrés.

♦ 42 ♦
Abusos , Amenazas y Algo Más

—No estoy haciendo nada – musitaba nervioso.


—¡Tócame, anda, no tengas miedo! Te va gustar, boludo, anda –
señalaba otro de los que estaban ahí.
Lastimosamente, esa situación fue recurrente por unos meses, dos
o tres veces máximo, y sucedió por el tiempo en que pudieron hacerlo,
porque cuando crecí en tamaño y en amigos, me fui cargando de más
odios y de explicaciones no otorgadas. No entendía mucho lo que pa-
saba; para mí lo evidente estaba sobre mi piel, las huellas, los golpes; y
en mi mente las palabras altisonantes, los trastornos sexuales de otros,
sus ofensas y finalmente las amenazas que recibía.
—¡Si decís esto a alguien, tu madre se muere! ¿Escuchaste?
—¡Si le decís esto a tu madre, también se muere puto!
—No se lo cuentes a nadie, que este sea nuestro secreto, pendejo
aseguraba Andrés.
—No diré nada contestaba con la voz temblorosa.
En mi corazón quedaron los vacíos, las dudas de la familia y las
notables ausencias. A pesar de la pésima experiencia que viví de niño,
por fuera yo seguí siendo el de siempre, bravucón con los que podía,
vivaracho y dicharachero.
Jugaba e inventaba situaciones como todos los que me rodea-
ban, y también buscaba cómo pasarme de la raya. Aún suelo reír-
me cuando recuerdo lo que hacía cuando tenía tareas y no estudia-
ba. Tuve que aprender rápido muchas cosas de mi entorno para
mantenerme a salvo.
En la escuela había muchas situaciones repetitivas y extrañas acti-
tudes, tanto de los más estudiosos como de las maestras. Por ejemplo,
era común que los martes y jueves nos hicieran exámenes orales. Al
principio me tomaban por sorpresa como a todos, y me escondía de-
trás de mi pupitre para evitar a toda costa que me preguntaran. Des-
pués aprendí que a los más estudiados no les preguntaban nunca, y
decidí probar eso en clase. En las siguientes pruebas siempre levantaba
eufórico la mano como si supiera todas las respuestas, arriesgando mi
pellejo y mis orejas porque en realidad no lo sabía.
—¡Yo, maestra, yo me la sé! – gritaba desesperado.

♦ 43 ♦
Del Infierno al Cielo

Y el milagro sucedía: la maestra escogía a otro niño para contestar,


sin embargo, yo no debía ceder en el empeño, ese era mi secreto.
—¡Maestra, pregúnteme a mí! – señalaba levantándome incluso
de mi banca.
—A ver, Juan Carlos, ¿cuál es la capital de Chipre? – señalaba con
el dedo a otra persona, jamás a mí.
—Señorita Ferreira, déjeme decirle – la retaba nuevamente.
Y no, de nuevo indicaba a otro compañero que contestara. Esa técni-
ca me daba margen a que la tutora del grupo evitara darme un turno,
y una vez que escuchaba las respuestas que los demás daban atinada-
mente, entonces sí, al llegar mi turno ya sabía qué responder. Me serví
de esa loca manera para hacer todos los repasos de las tareas habladas;
ya cuando eran escritas recurría a otras mañas y trucos.
De mi madre y mi padre heredé tener siempre el doble o triple de
energía que mis amigos; aún para la enorme cantidad de cosas que ha-
cía nunca eran suficientes, quería hacer siempre más, jugar más, brin-
car más.
Practiqué muchos deportes, todos los que pude, pero el futbol fue
mi mayor pasión, por la herencia futbolera de mi país y del barrio.
En unas vacaciones mi madre nos mandó a Montevideo a visitar a
la tía María; Lolis estaba muy pequeña, y para Mabel era una buena
oportunidad de mejorar nuestros lazos familiares, porque las distan-
cias y el pésimo servicio de la telefonía de larga distancia nos apartaba
mucho de los seres queridos.
Mi tía era una férrea comerciante, siempre con el ímpetu suficiente
para hacer más cosas. Nos recibió con los brazos abiertos, muy atenta
y servicial, con la mesa bien puesta, con la comida de tres tiempos, nos
hablaba muy cariñosa y nos dejaba jugar con mis primos, pero cuál va
siendo mi sorpresa cuando después de un par de días me pidió que le
ayudara como peón, pues necesitaba seguir con la construcción de un
sótano en su casa.
De inicio pensé que mi pariente bromeaba, aunque a la mañana si-
guiente comprobé que súbitamente se acabaron las vacaciones. Llegó
muy temprano al cuarto, vestía una larga bata blanca, muy elegante ella,

♦ 44 ♦
Abusos , Amenazas y Algo Más

con su cabello recogido, y sostenía una pequeña campana de cobre


en su mano derecha, la cual hizo repicar varias veces para que me
levantara.
—¡Marcelito, arriba, ándale, ya es hora a trabajar, hay muchas
cosas qué hacer! – solicitó de manera poco elegante.
Estaba ahí junto a la cama con su cara entumecida por el frío o por
su arrogancia. Su meta era simple: obligarme a levantar temprano para
después ayudar en todo.
—Tía, ¿qué pasó? – pregunté aún bostezando y con los restos de
saliva en mis mejillas.
—Vamos, para arriba, no me hagas esperar – indicaba ya deses-
perada.
No tuve más opción que levantarme. Me llevó hasta el sótano y me
mostró todo lo que debía mover y cargar. Había varias cubetas, bultos
pesadísimos para mi edad, y no tenía manera ni de correr ni de rajarme.
Lo increíble es que no me dejaba hablar con mi mamá. Varias veces lloré
desesperado del dolor que me causaban los trabajos pesados que estaba
desempeñando. Era un niño, no un albañil ni maestro de obra. “Estamos
secuestrados aquí”, le decía a Lolis en voz baja. “Nos van a matar traba-
jando”. Por momentos recordaba la historia de Hansel y Gretel.
Con el dinero que me pagaba, pues en eso sí era muy cumplida y
atenta la tía, llevaba a Lolis a la playa a comer nieve. Pasábamos tam-
bién por una colorida panadería a comprar pan dulce y escogíamos los
más grandes, los que por dentro estaban rellenos de crema.
Llegábamos caminando a la orilla del mar y hacíamos un sándwich
con el helado y los panes.
Gozaba mucho el mar, pero le tenía mucho respeto. Solía meterme
un poco; estaba inquieto, pero no tanto por mí, volteaba nervioso una y
otra vez ubicando dónde estaba Lolis, preocupado de que no se la fue-
ran a llevar o ella misma se apartara. Tenía la enorme responsabilidad
de cuidar a mi hermanita.
Unos días después, mi tía tuvo misericordia de nosotros y me dejó
llamar a casa, porque mi madre no sabía nada de las reglas que debía-
mos cumplir en nuestro encierro.

♦ 45 ♦
Del Infierno al Cielo

Quizás no esperaba que le dijera algo desagradable a Mabel, tal vez


pensaba que su dinero cubría nuestras necesidades de cariño y pobre-
za, pero yo no sentía lo mismo que ella, así que aproveché esa corta
conversación y su descuido para decirle a mi madre todo lo que estaba
viviendo en esa casa del horror por aquello de mi puesto de peón.
—¡Madre, necesito que vengas por nosotros, urge porque mi tía
me está obligando a trabajar! Mi espalda me está matando. ¡Ayúda-
nos por favor! – colgué desesperado, orando por dentro para que mi
tía no me hubiera escuchado y no tener que darle ninguna explica-
ción al respecto.
—¡Listo, tía, muchas gracias! – dije retirándome lo más rápido de
ese lugar. No quería que mis ojos o mi sonrisa inocente me delataran.
Mabel llegó unos días después por nosotros. La noté enfadada, su
cara mostraba indignación. No quiero imaginar la larga discusión o
diferencias que tuvieron entre ambas hermanas.
—¿Estás bien Marcelito? – preguntó
—Sí, estoy bien, pero ya no quiero estar aquí. Llévanos contigo
¿sí? solicité con los ojos marchitos como las hojas que caen en un
triste otoño.
Algún tiempo jugué en un equipo del colegio; nos entregaron una
playera del Velez y logramos quedarnos con la copa de campeones. La
posición que amaba era la de arquero. En muchas ocasiones me paraba
en los tubos superiores de la portería y me agarraba bailando, brin-
cando. De esa loca manera provocaba el enojo de mis rivales, porque a
pesar de estar presumiblemente lejos del arco, no sé cómo le hacía pero
yo paraba la mayoría de los disparos. Era tan bueno que ya cuando es-
taba un poco más grande, de unos trece años, me llevaron a entrenar a
la Bombonera. Ahí jugué un tiempo vistiendo la playera del equipo de
mis amores: el Boca Juniors. Fue en las fuerzas inferiores, sin embargo,
por desmadrosos nos corrieron a mí, al Gallinita y al Churrasco, pues
varias veces nos pillaron ebrios y otras, fumando marihuana.
Dice Mabel que en una ocasión coincidimos en la cancha de la Bom-
bonera; Diego Armando Maradona y Marcelo Yaguna. Estaba hacien-
do mucho calor, por lo que le pedí a mi madre una Coca Cola.

♦ 46 ♦
Abusos , Amenazas y Algo Más

—No hay plata, hijo – dijo mirándome con tristeza.


Al parecer, Diego Armando Maradona observó a lo lejos la escena y
fue él quien buscó la soda y se la entregó en las manos a Mabel.
—¡Solo porque es del Boca te lo doy, eh! Así que anda, dásela –in-
dicó el astro argentino.
También en el básquetbol me divertía, con cierto descaro lo acepto,
porque vivía mi enjundia desbordante con locura. Creo que por eso me
buscaban en varios equipos.
Un día que estábamos en el colegio haciendo algunos tiros de larga
distancia, Orlando Spina y yo recibimos la invitación de nuestro maes-
tro de educación física, de apellidaba Rossi. Él quería que acudiéramos
a una selección de jugadores del equipo juvenil del Boca Juniors. Para
mí era una locura estar ahí, pues no estaba muy alto. Tenía cierta expe-
riencia, jugaba en el barrio seguido, la mayoría de las veces contra riva-
les mucho más grandes, y bueno, por mi forma de ser, siempre sentía
que tenía la capacidad para hacer toda clase de deportes. No era quizás
el más conocedor de la materia, mas nunca fui miedoso a equivocarme,
tropezar y aprender.
—Muchachos, creo en ustedes, son los mejores aquí en el colegio,
así que demuestren lo que saben. No importa que los critiquen, dis-
fruten el juego como si el de hoy fuera el último juego de su vida.
—Sí, maestro, así lo haremos – contestó Spina orgulloso.
Cuando el maestro Rossi me llamó a jugar, respiré profundo y me
dejé llevar por mis instintos. Las enormes ganas que vivían en mi san-
gre por destacar me llevaban alto en la duela. Tropecé varias veces,
pero eso no me detuvo; me levantaba enojado y seguía. “Tú puedes,
vamos, no dejes nada para después”, repetía en mi cabeza.
Recuerdo que vivimos encuentros memorables. Fue complicado
cuando Orlando se tuvo que ausentar de los entrenamientos por pro-
blemas que tenía en casa, pero al final de las pruebas nos seleccionaron
a ambos, algo genial que nunca olvidaré. Tal vez no tenía grabadas en
mi cerebro las técnicas depuradas del manejo de la pelota o la posición
exacta de los brazos al hacer un tiro largo, pero eso no me impidió lo-
grar algunas de mis metas.

♦ 47 ♦
Del Infierno al Cielo

De ser la última opción para el equipo me fui ganando el respeto de


mis compañeros y de todos en la liga, y lo hice tan bien que me hicie-
ron capitán del equipo. Realmente fueron tiempos de gloria. Yo me en-
tregaba al cien por ciento siempre, no daba pautas para dudar, buscaba
ganar a toda costa, quería destacar y ser el mejor en todo. Quizás me
faltaba la presencia de mis padres en la tribuna coreando mi nombre,
sin embargo, por su trabajo no podían asistir, muy de vez en cuando
Mabel se daba una escapada para ir a verme y eso me llenaba de gusto.
—Estoy orgulloso de ti, amigo, eres grande – señalaba Spina con
lágrimas en los ojos.
—¡Somos grandes! ¡Somos! Sin ti no disfrutaría tanto esto – comenté.
—¡Lo somos, amigo! subrayó
Lamentablemente tuve que dejar el equipo por problemas con mi
respiración y frecuencia cardiaca. Los médicos, con caras largas de pre-
ocupación, mal aconsejaron a mi madre que me limitara de todos los
deportes de gran esfuerzo, Eso era una locura, era meter a un huracán
en un vaso de agua. “Pues si todos los que me gustan son de gran es-
fuerzo. ¿Qué quieren los doctores? ¿Que me ponga a jugar ajedrez?”,
cuestionaba mi mente las recomendaciones de los hombres de blanco.
Inclusive hoy sigo recordando esa experiencia en mi piel, algunos gri-
tos aún retumban en mi cabeza junto con el gozo de anotar.
Mabel, dentro, de sus posibilidades y horarios, cumplía casi todos
mis caprichos, los estudiantiles y los artísticos también; me miraba tan
fuerte y normal que creo que también dudaba del diagnóstico médico.
“¡Quiero jugar futbol!”, y me llevaba. “¡Ahora quiero bailar!
¡Ahora quiero ir al parque!“, y no dudaba en tomar mi mano y bus-
car la manera de que participara en todo lo que yo quería. Mis zapa-
tos y tenis me los acababa rapidísimo porque no paraba, todo el día a
todas horas, siempre estaba al límite de mi actividad física y mental.
Me entregaba tanto a mis pasiones y actividades que algo le pasó a mi
cuerpo; me cobró una factura muy alta, la cual casi me cuesta la vida
cuando apenas tenía 11 años de edad.
Un viernes acudí corriendo a la ciudad deportiva. Era una rutina
bastante normal, solo que ese día algo nuevo e inquietante le sucedió

♦ 48 ♦
Abusos , Amenazas y Algo Más

a mi corazón. Ese lugar me daba grandes satisfacciones, en su interior


estaba el bien logrado Palacio de la Risa, donde habían inaugurado
unas semanas antes un juego nuevo, un enorme tubo que giraba sobre
su eje. Gracias a ese mecanismo se podía correr a la velocidad que uno
aguantara. Así el impulso y el efecto del peso del cuerpo girara, te te-
nías que pescar correctamente de la orilla para que la magia sucediera.
Me divertía como loco, pasaba muchas horas ahí corriendo y dando
vueltas. Una vez que concluí me regresé caminando a casa, pero desde
que salí del lugar me sentía extraño, sudaba frío y temblaba. Llegué
fulminado, jalaba aire con dificultad, tenía un fuerte dolor en el pecho
y algunos mareos. Mabel de inmediato me llevó como pudo al hospital
y trató de forma inexacta de explicarles a los doctores mis síntomas.
—Llegó muy mareado, me dijo que le dolía el pecho y empezó a
ponerse amoratado – señalaba preocupada.
—¿Qué más, señora? ¡Dígame! – consultaba la enfermera.
El asunto no se veía nada bien, así que me internaron. Por lo que
sé, me puse bastante grave. Mabel me comentó que me habían que-
mado parte del pecho al darme los “electroshocks” para reanimarme.
Los antecedentes familiares con enfermos del corazón se remontan a
varias generaciones, lo cual yo no sabía en ese entonces, así que mis
probabilidades estaban completamente en contra. Muchos amigos y
compañeros se concentraron en el hospital a verme, a darme su mano,
prácticamente a despedirse de mí. Es ahí cuando uno se da cuenta de
lo valiosa que es la amistad, el compromiso y la vida.
Orlando Spina estuvo ahí cual sargento al frente de su regimiento, y
en su cara notaba mucha tristeza, más allá de mi situación, pero nunca
me atreví a preguntarle qué le pasaba. Años después me enteré que
cuando yo estuve en el hospital debatiendo entre la vida y la muerte,
su papá había muerto por un infarto al miocardio, por eso nunca se
atrevió a decirme la verdad, pues temía que al decírmela me pondría
peor de lo que ya estaba, por el gran amor que le tenía a su viejo.
La verdad es que ya antes había recibido algunos avisos de mi cuer-
po, pero a esa edad uno no les presta atención.
Luis Riefer y yo fuimos en el colectivo al canal 11 de televisión, nos

♦ 49 ♦
Del Infierno al Cielo

gustaba ir a ver por horas nuestro programa favorito, el de las luchas


libres. Se llamaba “Titanes del Ring”. Y ahí aparecían el armenio y
campeón del mundo Martin Karadagián, el paladín de la justicia La
Momia Blanca, Momia Negra y Mister Moto, entre otros. Yo me colo-
caba muy cerca del presentador, pues sabía que lo tenían que poner a
cuadro de vez en cuando, y ahí gritaba y cantaba todas las canciones a
mis grandes ídolos. En mis bolsillos llevaba el dinero justo para pagar
el colectivo de regreso a casa, sin embargo, el plan no resultó así. Con
la emoción decidimos gastarlo en papas o alguna soda, y al terminar
la función comenzamos el largo trayecto de regreso a casa. Cruzamos
calles, avenidas y parques, y conforme avanzábamos sentía muy fuerte
los latidos de mi corazón. De chavo uno cree que es por todo; por el
calor, los brincos y la salsa picante, pero no por la razón principal: el
corazón, así que no le di mucha importancia.
Hice de todo, jugaba “hand ball” y participaba en bailes y concur-
sos, aprendía rápido del entorno, no había de otra. Sufrí muchos años
de “bullying” o abuso escolar por mi estatura y delgadez; era algo de
todos los días, poco se podía hacer para frenarlo, no tenía la fuerza ni
la voluntad adecuada o la popularidad necesaria para poner fin a eso.
En el colegio había un par de muchachos, Rica y Ardiles, que buscaban
por rutina a los más pequeños y en ellos descargaban todas sus repri-
midas agresiones, tales como escupirles, encararlos y hasta orinarlos
en los baños, para lo cual se subían en los separadores de las puertas y
desde ahí hacían sus marranadas.
A mí me traían loco de verdad, todos les huíamos porque realmente
eran bastante abusivos. Les valía madre todo el mundo con tal de joder-
lo, no había maestra o prefecto alguno que les pusiera un hasta aquí. La
mamá del que se llamaba Rica era una vieja argüendera de la peor cala-
ña; era común que se escucharan sus gritos, desde cualquier punto don-
de me encontraba la podía oír. Era una escena común ver a la regordeta
señora con sus tubos en la cabeza y las faldas narigoneadas, seguro por
eso imponía su presencia. Hasta las mismas maestras le tenían miedo
por la tonalidad con la que se expresaba y los escándalos que provocaba.
Llegaba hasta la dirección con cualquier excusa para hacerse notar.

♦ 50 ♦
Abusos , Amenazas y Algo Más

—¿Por qué reportaron a mi hijo? ¿Qué no pueden poner orden en


esta puta escuela? ¿Tengo que venir yo a arreglar todo? ¡Qué pocas
madres tienen! – gritaba como si la estuvieran matando.
En este “tour” mental creo que hubo otros acontecimientos que
marcaron mi vida durante muchos años, unos más relevantes que
otros, pero no menos importantes. “Sí, tuviste que cargar con más ad-
versidades. Lo siento“, volví a escuchar esa voz en mi cabeza.
Si hay algo que tengo muy grabado en mi cabeza fueron los estú-
pidos señalamientos de una maestra que se llamaba Antonia. Esquelé-
tica y estricta como el reloj, no era muy agraciada en belleza ni en sus
modos. A estas fechas no recuerdo su apellido. Esa mujer, buscando
encontrarle una razón a mi rebeldía y peleas cotidianas, me condenó
gravemente.
¡Tú eres así porque no tienes padres! – gritó acuciosa.
Ese tipo de enjuiciamiento para cualquier ser humano resulta ser un
escupitajo al ego, una invitación directa al averno. La aniquilación de
la poca autoestima que aún vivía dentro de mí, dejó muy poco espacio
para respirar. Y más para un niño de mi condición, yo tenía siete años
apenas. Quizás esa era mi condena, aunque los años y las caídas me
depararían muchas sorpresas más.
Creo que todos, por alguna razón directa o indirecta, saben que las
maestras y monjitas de antaño eran sobradas en lo estricto, utilizaban
la fuerza de sus manos, brazos y todo lo que tenían cerca para hacer
válidas sus recalcitrantes instrucciones. Borradores, reglas, cuadernos,
golpes y jalones de orejas, todo para dejar una huella y que esta nos
recordara por lo menos un par de días más lo que no debimos pronun-
ciar o escribir.
Aunque lo lleguen a dudar fui un excelente alumno, con calificacio-
nes destacadas, tanto así que durante un año me becaron en el Colegio
Suizo, una institución privada de las mejores en Buenos Aires, a la cual
siempre llevé la tarea inmaculada. Casi nunca faltaba por enfermedad
o cualquier otra cosa. La responsabilidad era algo que tenía muy mar-
cado en esos años; la culpable era mi mamá, pues era el mejor ejemplo
de la disciplina.

♦ 51 ♦
Del Infierno al Cielo

Eso no me eximía de hacer todo tipo de travesuras, pero no era nada


agradable recibir la variedad de castigos ni vituperios en tonos de do
mayor por parte de las maestras. El colmo de mis males era cuando lla-
maban a mi madre a la dirección de la escuela; ella resultaba seriamen-
te regañada por mis fechorías. Mabel, en su condición de humildad y
su muy limitada educación, no se sentía capaz de responder o cuestio-
nar lo que le decían; prefería agachar la cabeza por partida doble, pero
cuando Marcelito llegaba a casa las reprendas continuaban.
Un 13 de febrero desperté bastante enojado. Todo ese día me resul-
tó molesto, la ropa, el pelo, el colectivo. En la escuela no di una con
las maestras, tampoco parando la pelota y recibí varios goles sobrados
de estupidez. Realmente no debí dejar la cama esa mañana. Con mi
madre fue lo mismo, la estaba jodiendo a más no poder, me recargaba
muy seguido en ella o en la pobre de mi hermana, y el llanto de Lolis
le colmaba la paciencia. Ese mediodía mi madre estaba acomodando
unas latas en la despensa y yo no dejaba de joder, de hablar y de rezon-
gar contra mi hermana. Mabel, en su desesperación, y después de gri-
tarme mil veces que me pusiera en paz, cogió lo primero que encontró
en sus manos y lo lanzó por encima de la mesa donde comíamos; y tal
como si fuera el mismísimo Fernando Valenzuela, me ponchó la cabe-
za sin darme ninguna oportunidad. Levanté justo a tiempo el cuerpo
provocando así que aquel furioso proyectil me descalabrara, en segun-
dos mi cabeza se deformó, una enorme bola adornaba la parte alta de
mi frente. Después de eso se me abrió el cuero. En ese preciso instante
murieron todas mis ideas recalcitrantes.
Ella se acercó apresurada cuando vio el daño fielmente reflejado por
la sangre que me corría por la cara.
—¡Ay Marcelo, no te aguantas! ¡Me tienes harta! ¡Mira nada más!
– señalaba con sus manos al aire mis actos, como si en él estuvieran
colgadas mis fechorías.
—Ya, madre, te perdono, no pasa nada. ¡De verdad te perdono! le
decía sobándome el golpe.
—¡Qué te perdono ni qué nada! Ahora resulta que tú me vas a
perdonar a mí, mira nada más – recalcó alterada y corrió a buscar

♦ 52 ♦
Abusos , Amenazas y Algo Más

una gasa para ponérmela en la frente y frenar un poco la fuga de


glóbulos rojos, blancos y plaquetas.
—Está bien. Perdóname tú entonces, mamita – supliqué con la
mirada clavada en sus ojos y acariciando la delgadez de sus manos
con cuidado.
Por eso y muchas cosas más trataba de evitar llegar a casa; buscaba
tener múltiples compromisos con los amigos, participaba en bailables,
en obras de teatro y en concursos. Hacía de todo con mis grandes ami-
gos, el negro Cunta, Orlando Spina y Gallinita, entre tantos otros.
Jugábamos fútbol por horas y después de que se acababan los par-
tidos o las actividades culturales me iba charlando con Spina y nos
contábamos las hazañas del día. En aquel tiempo había una novedad
en su casa: tenían un par de hámsters. (Gracias a Dios, los habían colo-
cado junto al refrigerador, así que con la excusa de ver a esos estúpidos
roedores, hurtaba comida de la heladera).
Primero observaba que no hubiera pájaros en el alambre. Sabía que
Orlando estaba ocupado, se tenía que cambiar el uniforme y atender la
larga lista de los quehaceres que su madre le tenía siempre encargado.
Mientras tanto, yo abría discretamente la heladera para tomar todo lo
que podía o estaba a la mano: yogurt, carnes frías, pan o algo, lo que
fuera. Esa treta la repetía varias veces. Después de eso, esperaba ahí
jugando o platicando con mi amigo. La clave era ser paciente hasta
que llegara su papá, porque después de cierta hora, él y toda su familia
tenían que seguir la genial rutina de alimentarse. Yo era un tragón;
al consumir tantas energías en mis múltiples actividades necesitaba
recargarlas, y el medio ideal era la comida. La generosidad de ellos
conmigo siempre fue inconmensurable, hasta hoy en día el cariño por
esos momentos es muy latente en mi memoria.
En ocasiones la mamá de Orlando extrañaba algo de sus provisio-
nes, y en segundos yo tenía que concentrarme para poner mi cara de
“Ni idea, ¿Quién habrá sido?“, y elevaba mis ojos pispiretos al techo o
los perdía en el piso.
—¿Marcelito, te vas a quedar a cenar? preguntaba don Orlando,
siempre atento.

♦ 53 ♦
Del Infierno al Cielo

—No sé si pueda, no quiero causar muchas molestias decía siem-


pre, pero con cara de hambre.
—Hombre, ya es tarde. Quédate. ¡Anda! – decía haciéndome las
señas con sus manos para que me sentara a la mesa.
Cenar en casa de Spina era algo maravilloso, rayaba en lo irreal.
Eso sí era saber alimentarse. La variedad de los guisos de su mamá
era estupenda; además había frutas, quesos raros y se servía siempre
en abundancia, mientras que en mi casa, no: allá en el conventillo, no
había mucho qué comer. No es que no me supiera rica la comida de
Mabel, pero yo quería mucho más que arroz y hortalizas.
Con el paso de los años, Marcelito o la Brujita se fue convirtiendo en
un personaje muy famoso y revoltoso. Lo del apodo de la Brujita me lo
tildaron porque en una ocasión, en el Carnaval de Buenos Aires que se
realiza todos los febreros, pertenecían orgullosamente a la agrupación
humorística “Los Nenes de Suárez y Caboto” y me tocó representar a
una bruja. Me colocaron una peluca con un pelambre espantoso, emu-
lan el pelo de cualquier representación histórica de esas mujeres que
presumían un pacto con el diablo o el manejo de la magia negra; pero
el colmo fue que junté en el riachuelo un montón de sapos, los coloqué
en una olla enorme que le tomé a Mabel y me la llevé a la celebración
para repartirlos. ¡Fue algo histórico! La reacción de la gente al verme
en esas fachas fue increíble, morían de risa; creo que nadie se esperaba
recibir un sapo en sus manos o en sus pies. Ya usaba el pelo largo, y
desde entonces ahí mis cuates me bautizaron con ese sobrenombre, “la
Bruja”. Confieso que a mi corazón nunca le desagradó ese sobrenom-
bre, por el contrario, me dio durante muchos años la identidad que
necesitaba para alentar mi sentido de pertenencia, de confianza con lo
que en mi interior sentía o quería; recuperé poco a poco mi autoestima,
Hasta la fecha mis cuates me siguen llamando así.
En los primeros años de mi vida, era bastante lógico que asumie-
ra que mis padres estaban divorciados o por lo menos separados. Se
hablaba muy poco de él en casa y Mabel no me daba explicaciones de
nada; tampoco tenía realmente por qué dármelas y ciertamente no hu-
biera entendido nada de lo que sucedía entre ellos.

♦ 54 ♦
Abusos , Amenazas y Algo Más

Manolo era ese fantasma que aparecía a placer. Solía escuchar su


profunda voz exclusivamente los fines de semana. Quizás le llevaba
algo de víveres a Mabel o problemas, ya no sé. Después se iba de nue-
vo de mi vida sin avisar.
—¿Quién era, madre? – preguntaba aún sabiendo la respuesta.
—Tu padre, hijo, tu padre. Se disculpó contigo y se fue de viaje de
nuevo – aseguraba cabizbaja, sin ganas, con los gestos tardos y sombríos.
Teniendo ya alrededor de ocho años, una tarde en que las nubes es-
taban formando extrañas figuras en el cielo, jugaba con unos cochecitos
en el conventillo cuando apareció una mujer con el pelo agarrado con un
listón elegante. Llevaba un bebé entre los brazos y buscaba desesperada-
mente a Mabel. Pude observar todos los gestos que hacía. La inesperada
visita parecía molesta, lo noté cuando escuché su tono de voz y cuando
observé la manera en que movía sus brazos. Me cambié rápido de donde
estaba, para ganar el mejor lugar; me fui al filo de las escaleras, un sitio
estratégicamente perfecto, así que me enteré de todo en primera fila.
—¡Oiga, Señora, yo vengo a pedirle que deje en paz a mi marido!
señaló la mujer en un tono amenazante.
—¿Cuál marido? contestó Mabel extrañada.
—Mi marido Manolo, ¿cómo cuál? – levantaba los brazos y ner-
viosamente se acariciaba el pelo, se ajustaba el vestido, quizás pre-
tendía no parecer desaliñada, no quería perder la cordura.
—¡Qué raro que Manolo sea su marido, porque esta niña que ve
aquí y aquel niño que ve allá arriba encaramado son también hijos
de él, y es mi marido! Ya tenemos muchos años juntos – alegó Mabel
de manera contundente.
Por primera vez la vi enojada, se tomaba de la cintura, se sabía con
tantos derechos como quien estaba alegando lo contrario.
—¡Su mujer, sus hijos! – con esa expresión abría más y más los
ojos ¡Vaya, qué descaro! – y así sin más recogió su vergüenza y re-
gresó por el mismo camino por donde había llegado.
Por lo que pude observar la visita se enojó muchísimo, y con justifi-
cada razón, con lo que escuchó y lo que observó. Lo más seguro es que
por eso se haya ido con rapidez.

♦ 55 ♦
Del Infierno al Cielo

Después de varios años me enteré en voz de Mabel que esa señora


se llamaba Susana, la mamá de mi media hermana, que lleva por nom-
bre Vanessa. Manolo se había casado con ella en Paraguay, y claro que
desconocía que mi padre ya tenía otro compromiso matrimonial y dos
criaturas producto de su amor por mi madre.
—Señor Marcelo, ya llegamos. ¿A dónde lo llevo? ¿Gusta cenar?
me interrumpió Martín el chofer.
—¿Qué hora tienes, Chaparro? – por unos momentos había des-
conectado mi reloj mental de todas las referencias de mi entorno.
—Son las 8:17, según lo que dice aquí en mi celular.
Ya estaba más tranquilo. Bajé de la camioneta, estiré las piernas y
jalé aire lentamente. Elevé mi mirada al horizonte, las luces de las casas
y los negocios parecían pequeñas luciérnagas tintineando temerosas.
Era una noche demasiado fresca, el cielo estaba aborregado, algunas
estrellas se dejaban ver entre la delgadez de las nubes. Los azules in-
tensos que la luna dibujaba eran hermosos, y también lo era estar ahí
captando todo eso en mi mente.
Recapacité pausadamente sobre lo sucedido con mis hermanas,
porque hubo un momento, hace algunos años, en que todos estábamos
cabreados con todos, con Manolo principalmente. Después me seña-
laron a mí, Lolis se puso en contra de Vanessa y la menos culpable de
todo: Mabel, quien quedaba en medio de esos rencores y acusaciones.
Era algo completamente sin sentido.
Fueron momentos muy complicados. Teníamos que perdonar. De-
bíamos aprender a soltar el pasado sin buscar enjuiciar a nadie. Por
una parte era como pretender recuperar el tiempo perdido o las lágri-
mas derramadas, y eso aquí y en China es prácticamente imposible.
Parte de mis años exitosos se los debo a que supe darle vuelta a la
página. No fue nada sencillo, debí aprender a separar los sentimientos y
a guardar todo en diferentes cajones: mi pasado, los abusos, la soledad,
mis hijos, los negocios, los fracasos y de ahí todos los aprendizajes.
Descubrí que la delgada línea que existe entre un hombre triunfa-
dor y uno derrotado la determina su congruencia entre lo que dice,
hace y piensa.

♦ 56 ♦
Abusos , Amenazas y Algo Más

—¡Vamos a cenar! le comenté a Martín.


Tomé el teléfono celular y por medio de mi voz solicité marcar a
Angélica, el amor de mi vida, con quien ahora comparto triunfos, sue-
ños y proyectos. No quería causarle ninguna angustia, y sé que si no
me reporto después de varias horas eso le sucede. Finalmente, al cuar-
to timbre me contestó.
—Hola, Marcelo. ¿Dónde estás? su voz se podría quebrar en cual-
quier momento.
—¡Amor, hola! Estoy bien. Vine a Cuernavaca. Traigo muchas co-
sas en la cabeza y quería estar solo. Ya te platicaré al llegar, quiero
avanzar en los proyectos que te había comentado señalé con seguri-
dad, eso la tenía que apaciguar.
Se despidió de mí con voz tranquila, me mandó bendiciones y un beso.
—Vamos al Hotel Barceló. Ahí cenaremos.
—Sí, señor, con gusto – respondió solemnemente, acelerando a
fondo la camioneta.
En el camino seguía pensando en todo y en todos. Sobre mi herma-
na Lorena puedo comentar que durante muchos años fue para mí un
verdadero dolor de cabeza y a la vez un motivo más para valorar lo
que fue mi familia en esos años. Gracias a ella pude tener un punto de
vista diferente.
Al ser su único hermano, por mucho tiempo Mabel me daba la res-
ponsabilidad de cuidarla, llevarla, vigilarla. ¡Imagínense eso! Yo era
también un mocoso y de repente tenía que hacerme cargo de ella; olvi-
darme de mis cosas y cuates porque siempre fue parte de mi responsa-
bilidad; la tenía que llevar en el colectivo a la escuela, desde que usaba
pañales y hasta ya más grandecita.
No sé por qué razón ya que estábamos montados en el camión ca-
mino a la escuela Lolis se orinaba. Entonces, y solo cuando se podía,
la llevaba a casa de nuevo a cambiarla. Mabel no siempre contaba con
esa opción por sus horarios tan estrictos y yo, invariablemente, tenía
que hacerlo. La gente se burlaba de ella y de mí; de ahí viene su sobre-
nombre de la Miona”. Así le gritaban los pasajeros, porque dejaba
el charco en donde se parara. No había manera de ocultar su olor,

♦ 57 ♦
Del Infierno al Cielo

tanto sus calcetas, como su uniforme y zapatitos se quedaban impreg-


nados. Y lo peor no era eso: algunas veces se atrevía a defecar. Le roga-
ba saliendo de casa, justo antes de subir a cualquier transporte:
—¡Hermanita, no te hagas del baño! ¡Por favor! Mira que todo
mundo se da cuenta. Si tienes que ir al baño, ve al baño antes o
aguántate; al llegar te llevo corriendo al de la escuela, mas no lo ha-
gas aquí – insistí muchas veces; algunas resultaban, otras no.
—Lo intento Marcelito, pero no puedo – contestaba con su semblan-
te clavado en los zapatos negros de charol y en sus calcetas casi blancas.
No fui siempre el hermano ideal, muchos años y muchas veces la
molestaba hasta hacerla llorar, joder por joder, Ella era la típica niña
que jugaba con muñecas y amiguitas; los cuatro años que le llevo de
diferencia me sirvieron para cargarle la mano. Sé que lo nuestro era un
amor por demás complicado.
Como muchos de mi generación, también presumí de ser un niño
explorador, orgullosamente un “boy scout” que utilizaba el uniforme
tradicional y perseguía las mismas insignias que todos. La disciplina
fue algo que tuve que aprender a raja tabla, porque si quería mante-
nerme ahí, debía hacer cosas que dignificaran a mi manada, así que
iba a misa y guardaba todo el respeto del protocolo que me habían
enseñado. Fue algo muy bonito pertenecer a un movimiento mundial
tan importante. Después me desvié del camino, lo sé, pero de algo me
sirvieron esos tres años de militancia.

♦ 58 ♦
MIS ANIMALES,
MIS MASCOTAS.

E n mi casa llegué a tener hasta cinco perros; ninguno fino, todos


eran callejeros como yo. Algunos de ellos entraron a mi vida por
voluntad propia, otros por la soga que les puse en el cuello, pero todos
eran inteligentes, me seguían a casa y ahí buscaba darles agua o leche;
representaban una compañía perfecta para mí. Mabel también disfru-
taba de sus gracias, sobre todo de los felinos, por eso tuvo a Chatran,
un gato que vivió con nosotros diez y siete largos años. Yo lo detestaba,
pero la verdad no tuve nada que ver con su deseada partida al más allá.
Otra de las situaciones que tengo muy presente sucedió en la época
en que mi madre, por tres años, fue portera y afanadora de un colegio
católico llamado El Sagrado Corazón de Jesús. Ese lugar estaba por
obviedad lleno de monjas, tanto por las mañanas como por las tardes.
Después de las cinco solo unas cuantas se quedaban ahí a coordinar
actividades, acomodar salones o a rezar todo su catálogo de plegarias,
rezos y oraciones. Era un recinto enorme, muy bien cuidado, pintado,
con imágenes de Dios y algunos santos en los salones y pasillos. De los
mejores en esos años en Buenos Aires.
Algunas veces Mabel pasaba por mí en la tarde para que la
acompañara a su trabajo, pero la mayoría de las veces yo la tenía
que alcanzar. Tenía los tiempos bien medidos, sabía con exactitud
los horarios de mi mamá; en cuanto terminaba su trabajo en la casa
que afanaba, comía donde podía y se iba nuevamente a laborar,
pues tocaba el turno de hacer la limpieza de ese enorme colegio.

♦ 59 ♦
Del Infierno al Cielo

Las primeras veces que llegué y vi todo eso para mí solito, los salo-
nes, los juegos y los campos, me sentí increíble. En un principio aquello
puede resultar sumamente atractivo para un niño de ocho años, pero
si uno lo piensa bien, resulta hasta aterrador: esa gigantesca ausencia
de todo tipo de sonidos, de gritos o de risas en esos espacios enormes
y pasillos brillosos.
Mabel tiene una bondad del tamaño del Estadio Azteca, y desde
que tengo uso de razón se ha preocupado por auxiliar a otros. Ni ella
ni su familia nunca tuvieron plata de sobra para hacerlo, pero eso ja-
más le impidió darle la mano, alimentos o ropa a quien menos tenía.
Esa vocación la tiene clavada como una estaca en sus entrañas, y yo la
llegué a ver pidiendo ropa y zapatos a las mamás de los niños que iban
al Colegio del Sagrado Corazón para dárselos a la gente más humilde
en el conventillo.
El colegio era religiosamente dirigido por varias monjas. Las había
de todo tipo, alivianadas y sonrientes, pero también las estrictas con
cara de un eterno estreñimiento y las imparciales que no tomaban ban-
do ni postura definida.
“Eran las guías que puse en tu camino; algunas son más complica-
das”, señaló la voz en mi cabeza.
A aquel colegio iba mucha gente importante, empresarios, artistas
y políticos, gracias a lo cual mi madre juntaba muchos vestidos, cami-
sas, pantalones y zapatos. El asunto que complicaba todo es que en los
años setentas y parte de los ochentas la gente pudiente utilizaba un
tipo de bolitas blancas apestosas de naftalina, que se conoce como el al-
quitrán. Se usaba para que duraran las prendas sin polilla y en buenas
condiciones. Aunado a esto, mi madre también juntaba piezas de pan
viejo, flautitas dulces y algunos salados, de todo tipo: se lo apartaban
y regalaban las monjitas del colegio conforme se iban juntando los que
ya tenían dos o tres días. Ella de donde pudiera procurar alimentos lo
lograba, así es que cuando salíamos de su turno, a las diez de la noche,
Mabel, Lore y Marcelito nos llevábamos como podíamos los montones
de bolsas, unas con la ropa y otras con el pan duro. Nos convertíamos
así en un desfile de sobrados olores, los cuales no eran nada agradables

♦ 60 ♦
Mis Animales, Mis Mascotas

para ese niño de pelo largo y cejas pobladas, como tampoco lo eran
para las otras personas que estaban cerca de nosotros. Todos nos mira-
ban con desagrado y con los ojos inyectados de asco, por eso me ocul-
taba, agachaba la cabeza y rogaba al cielo que ese enorme tormento
acabara. Ese acto de bondad, para mí inexplicable en esos momentos,
no tomaría forma y significado hasta mucho tiempo después.
—Madre, ¿otra vez nos tenemos que llevar todo esto?
—Sí, Marcelito, nos sirve para la casa y también para la vecina
que está enferma. Anda, ayúdame en vez de quejarte – reclamaba
muy comprometida con su rol de madre y ser humano.
Además, si una mujer embarazada o una anciana subía al colecti-
vo, mi madre le cedía su lugar o me pellizcaba el brazo para que sin
dudarlo yo hiciera lo mismo. Nos bajábamos del colectivo y ahora a
caminarle al barrio. ¡No jodas! Me dolían todos los dedos al cargar
aquello. Me quejaba constantemente, y cuando por fin llegábamos a
nuestro destino, Mabel se ponía a repartir la ropa y los panes a la gente
que ella sabía que lo necesitaba. Nos quedábamos con lo justo para
nuestra casa.
En el colegio una de las monjas le solía prestar una camita con co-
rral a mi madre para que ahí descansara mi hermana, y de esa manera
Mabel, sin la carga de la niña, pudiera hacer correctamente la limpieza
de todo el lugar.
Yo muchas veces me paraba al pie de la cama a observar cómo dor-
mía. Soy honesto al confesar esto: a veces me molestaba la paz que
se reflejaba en su rostro, como si no se enterara de nuestra situación.
Unos días andaba con la malicia muy refinada y la despertaba para
molestarla; supongo que por los años que tenía era algo muy normal.
Eso quisiera creer.
Un viernes por la tarde sucedió una cosa muy extraña. Una de las
monjitas se acercó lentamente hasta donde yo estaba sentado y con su
cara llena de arrugas me esbozó una gran sonrisa. Era como si Dios la
hubiera enviado a hacerme compañía.
—Hola, ¿Cómo te llamas?
—Marcelo Yaguna Silva contesté extrañado.

♦ 61 ♦
Del Infierno al Cielo

—Ah, tú eres el hijo de Mabel. Ella me dijo que eras muy bueno
con la pelota. ¿Qué te parece si jugamos futbol? – señaló con voz baja.
Yo brinqué de la silla y olvidé así todas mis penas. Arremangué mi
camisa, escupí al suelo un poco de saliva espesa y a darle.
—¡Dale, claro que sí! – contesté con los ojos llenos de alegría.
—Mucho gusto, Marcelo, yo soy la madre Graciela, y me apellido
Carrizo. Creo que seremos muy buenos amigos.
—Gracias.
Después ya teníamos nuestras claves y con señas me indicaba el
lugar donde debíamos jugar. Ella seguramente no quería que rompié-
ramos un cristal y después dar cuentas a la Madre Superiora de cómo
o quién había sido el culpable. Por su forma de ser, varias veces noté en
ella a la niña que aún habitaba en su interior. Incluso la llegué a sentir
muy cercana a mí, como una verdadera amiga. Era la cómplice perfec-
ta, me buscaba muy seguido para platicar o jugar a la pelota.
Claro que a veces también me tocaba un buen regaño, junto con un
jalón de orejas, porque si la Lolis lloraba y se le ocurría levantarse de la
cuna, al único que podía apuntar y culpar era a mí.
Aquella discípula de Dios, cuando se encontraba de buenas o tenía
tiempo, me regalaba muy gratos recuerdos. Algo que jamás olvidaré,
porque me ayudaba a pasar un poco más placenteramente el tiempo
en ese lugar.
—¡Venga, Marcelito, pégale más fuerte a la pelota! – decía aga-
rrándose las enaguas.
Mabel, por su parte, al hacer cotidianamente el bien a sus semejan-
tes, sin darse cuenta colocaría en mi corazón una de las más grandes
enseñanzas del ser humano: la bondad. Eso hoy para mí explica mu-
chas cosas, y por ello le estaré eternamente agradecido. Sé que fue y
sigue siendo una tarea insondable, sobresaliente, y sobretodo porque
nosotros éramos realmente pobres. Aquí no hay ningún truco, existen
estas verdades innegables y las lágrimas que corrieron por diferentes
sitios entre Montevideo, Uruguay y Buenos Aires, Argentina.
Éramos víctimas de una tremenda frustración y limitaciones, fue lo
que vivimos durante años, sin embargo, para mi madre siempre había

♦ 62 ♦
Mis Animales, Mis Mascotas

y habrá gente más necesitada que nosotros. Y claro que la hay, no solo
en el barrio de La Boca donde viví, también en México y en todo el
mundo. Eso de ser dadivosa es lo que ella mejor hacía, y como es de
esperarse, muchas personas la valoraban y la querían. Donde ella se
parara, a donde fuera, se lo reconocían, mas era muy vergonzoso para
mí, porque no lo entendía.
Creo firmemente que los primeros diez años de la niñez definen
muchos de los caminos que más adelante se transitan en la juventud;
algunos seres humanos corren con la suerte de vivir en un ambiente
propicio para el éxito y el desarrollo personal, y a otros no nos toca
nada de eso. Ante la ausencia de mis padres, yo fui creciendo de mane-
ra salvaje, lo reconozco, no tengo nada que ocultar. Mi madre trabajaba
demasiadas horas para intentar educarme y Manolo seguía de fuga
con sus vicios y eternos problemas de faldas.
Recuerdo que me iba al puerto a conseguir fruta. Había bodegas
enormes y varios maduradores de plátanos, donde negociaba mi pe-
queña mano de obra por mercancía, y así seguía el resto del día. Tenía
que aprovechar que ya estaba ahí para buscar qué más podía vender
en el barrio, por eso me acercaba a los pescadores de los botes que es-
taban descargando o por llegar. Les ayudaba a cargar algunas cosas,
las cuerdas, o limpiaba lo que me pidieran para que me pagaran con
sábalos de todos tamaños, un tipo de pescado común, nada espectacu-
lar ni rimbombante, solo muy sabroso. Aparte de ser ese pequeño co-
merciante, también acudía ahí a buscar aventuras con mis inseparables
amigos, Gustavo Bove el Gallinita y Rubén Oliveiro el negrito Cuntas,
ellos dos fueron todo para mí, el apoyo, los perfectos motivadores, más
que grandes amigos los consideraba mis hermanos.
A Rubén le decíamos “el negro” porque, aunque había nacido en
Uruguay, era de raza negra por parte de su madre, y lo de Cuntas lo
habíamos observado en una película africana que se llamaba “Raíces”.
Éramos como almas sin dueño, vagos sin horarios. Un día que esta-
ba cayendo el sol a plomo, andábamos cerca del riachuelo, queríamos
refrescarnos y qué mejor manera de hacerlo que sintiendo un poco el
agua fresca del mar. Anduvimos caminando media hora buscando la

♦ 63 ♦
Del Infierno al Cielo

oportunidad para subirnos a un bote. A lo lejos encontramos uno, no


era muy grande y estaba solo; aparentemente nadie nos observaba, así
que nos trepamos muy seguros de lo que queríamos hacer. Mis cuates
agarraron los enormes remos y empezaron a remar. Nos alejamos len-
tamente de la orilla, pero al avanzar unos metros aquello se empezó a
mover con fuerza, más allá del vaivén normal de cualquier embarca-
ción. Era por el golpeteo de las olas cuando pasaban los otros barcos,
algunos de talla media, sin embargo, algunos más grandes.
—¡Venga, negro, dale más rápido! – solicitaba nervioso mirando
cómo el agua empezaba a pegarme en la cara.
—¡Ya voy! ¡Como tú nada más estás ahí gritando órdenes como
capitán! – señalaba nervioso.
—¡Claro, yo soy el capitán! ¡Vamos, marineros que nos atacan!
–decía jubiloso.
—¡Cuidado a babor! – señalaba Gallinita.
—¡Vamos al fin del mundo!
Cuando menos lo esperé, ya estábamos ahí en medio del tráfico de
todo tipo de barcos. La corriente nos empezó a jalar y el gozo se convir-
tió en pánico e intentamos por todos los medios regresar. Yo era el que
rezaba, mientras que ellos remaban apurados; faltaba muy poco para
que nos chocara el barco de la carrera, que era gigantesco.
—¡Ay, Diosito! ¡Ayúdame, Señor! imploraba una y otra vez.
—Ahora sí, ¿verdad? ¿Dónde quedó el gran capitán? – reclama-
ron furiosos mis amigos.
Por fortuna un par de oficiales de la Prefectura Marítima nos habían
observado a lo lejos y nos empezaron a hacer señas. Realmente esos
marinos no tenían ni puta idea de que estábamos muertos de miedo.
Por loco que parezca, hicimos una maniobra para alejarnos de ellos,
pero no fue lo suficientemente buena para conseguirlo. Tanto el Galli-
nita como el negro Cuntas eran muy buenos para correr, y al llegar
a la orilla yo me atoré un poco por empujar a Gustavo, que era más
chaparro que yo, y no podía alcanzar la tarima; ellos sí la libraron,
huyeron lo más rápido que pudieron, al único que pescaron los ofi-
ciales fue a mí. Lo que sucedió después es penoso narrarlo, ya que

♦ 64 ♦
Mis Animales, Mis Mascotas

entre gritos, jalones y amenazas me hicieron confesar dónde creía que


pudieran estar mis compañeros.
—¡Te vamos a llevar preso! Dinos dónde está ese par que venía
contigo – decía el más alto de ellos, con la piel morena y los ojos cla-
vados en su rectitud militar.
—Mira que el juez de menores te va a sentenciar rapidito – dijo el
tipo mal encarado.
Sin más remedio empecé a caminar lentamente rumbo a la calle
donde vivíamos; el cielo se decantaba sobre mis hombros. Les juro que
quería meter reversa y correr lejos de ahí; arrastraba los maltrechos
tenis en el pavimento, no tenía la seguridad de saber si mis cuates esta-
ban escondidos en sus casas. Muy a mi pesar, les mostré con mi dedo
índice al prefectos que me llevaban bien agarrado dónde vivían mis
amigos. Entonces los gendarmes marinos subieron corriendo a buscar-
los; querían al responsable de sus vidas, mamá o papá y dar el informe
de lo que había sucedido. El negro Cuntas y Gallinita no lo podían
creer cuando vieron llegar a los uniformados a la puerta de su hogar.
“Me van a odiar mis amigos“, pensaba una y otra vez. “Espero que en-
tiendan que no tenía más opciones, que nos iban a joder de todas formas”.
Los papás de mis amigos escucharon muy atentos la narración de
los hechos. Los gendarmes fueron muy elocuentes, manipularon muy
bien sus argumentos, sus insignias, levantaban las manos y las cejas al
mismo tiempo; desde abajo pensé escuchar varias veces exclamaciones
de asombro. Yo sabía que les iba a ir como en feria y sí, así fue, a ma-
drazos ajustaron todas las cuentas con mis amigos. Los tipos bajaron
las escaleras sonrientes, no sé si por los golpes que estaban por recibir
mis amigos o por lograr evitar un naufragio. Cruzamos la calle. Ahora
era mi turno de llegar con la mujer más dulce del mundo, Mabel. Ahí,
nuevamente le explicaron con un tono más calmado lo que hicimos y
lo afortunados que habíamos sido de que no hubiera sucumbido nues-
tro navío, ese donde tres niños pretendían conquistar al mundo.
Cuando se retiraron de la casa, el regaño fue ensordecedor “Fue-
ron dos semanas sin ver a mis amigos; ni modo que me opusiera”.
Pero afortunadamente no me pegó. Sé que valió la pena el castigo,

♦ 65 ♦
Del Infierno al Cielo

tengo esa impresión aún muy vívida en mi mente, ya que nos sentimos
los más grandes piratas por unos cuantos minutos.
Lástima que a mis amigos no les pareció tan fabuloso por el encuen-
tro tan violento que tuvieron con el fajo de sus padres. Reconozco que
hubo un cierto rencor en mi contra, aunque después de un periodo
razonable, se me otorgó el perdón y nos solíamos reír a plenitud de
aquel episodio.

♦ 66 ♦
COMO REYES

T enía muy buenas referencias de tierras aztecas; de niño viví una


experiencia increíble. Un día que andábamos de vagos por una
de las fronteras del barrio nos topamos por casualidad con unos tipos
con pinta de turistas. Para pronto nos invitaron a que los acompañára-
mos a uno de los mejores hoteles en Buenos Aires. Mis amigos y yo nos
volteamos a ver con caras de extrañeza; una parte enorme de nosotros
desconfiaba de tal acto de bondad, pero por otra parte no nos sonaba
nada mal la aventura.
“Total somos tres, no creo que puedan hacernos daño. Malo que
estuviera solo”, pensaba.
Alucinaba con echarme un clavado en una enorme alberca de agua
templada, casi podía escuchar un ruidoso trampolín en mis oídos. Sa-
bía por pláticas de Orlando y su familia que en ese tipo de lugares era
bastante común que tuvieran esas instalaciones. Miky Cornejo seguro
se imaginaba poder comer como rey en una mesa llena de postres; sé
que eso le encantaba, el buen comer. El Gordo quizás se miraba rodea-
do de niñas y señoritas hermosas dispuestas a atendernos. En fin, cada
quien teníamos objetivos diferentes, aunque ninguno estorbaba al
otro, así que aceptamos la inusual invitación. En el camino yo les decía:
—Gordo, si se quieren pasar de listos, tú te pones cerca de la puer-
ta y sales gritando. Con huevos, hijo de puta, que depende nuestra
vida de ti. Miky, tú busca un objeto grande que puedas aventar al
primero que veas sospechoso, o al que yo te indique. ¿Está bien?
—Sí, Brujita. Tú ponte abusado, nada más abre bien los ojos – ad-
virtió el Gordo.
Así que llegamos muy entusiasmados al hotel, aunque en cuanto

♦ 67 ♦
Del Infierno al Cielo

dimos el primer paso al interior del lugar nuestras aspiraciones las de-
tuvo de tajo un conserje que, desde mi altura, se veía enorme.
—No pueden pasar, niños, no están hospedados aquí. Favor de
retirarse – dijo un güero con cara de fideo, pálido y ojeroso. De segu-
ro era de ascendencia inglesa, porque su rol de guardia imperial la
desempeñaba muy bien.
—Óigame, Señor, nosotros venimos con los señores que acaban
de pasar – reclamé con una seguridad desbordante.
—Sí, niño, solo que ellos están hospedados aquí y ustedes no.
Entiendan eso. Así que a volar palomillas – dijo sonriendo maquia-
vélicamente.
—¡Es que ellos nos invitaron! – sostuvo el Miky.
—Mire, no se ponga pesado. No estamos diciendo ninguna men-
tira. Si nos ve, así como andamos, es que es nuestro gusto, nos da
personalidad
reclamó el Gordo mostrando su ropa deshilachada y los tenis rotos.
Estábamos en pleno alegato frontal, recibiendo salivazos, cuando
uno de los que nos había invitado se acercó hasta el fideo y le señaló
de manera amable que nos dejara pasar, que veníamos como sus invi-
tados. Al flacucho no le quedó otra que abrir la puerta principal de par
en par. Miré de reojo su cara, entre sorprendida y constipada.
Pues sin más garitas ni prejuicios que superar empezamos a cami-
nar por aquel enorme “lobby” de pisos relucientes, sillones que invi-
taban a sentarse, flores frescas y jarrones multicolor. La gente elegante
que ahí deambulaba estaba muy perfumada, bañados con olores nue-
vos que llenaron mis pulmones. Todo mundo se nos quedaba mirando
como si fuéramos extraterrestres. Sé que no llevábamos nuestras me-
jores garras, pero nos era suficiente para jugar y recorrer el caminito.
Llegamos al elegante elevador con el pecho hinchado, como si no-
sotros también viviéramos lo que esas personas, y uno de nuestros
benefactores seleccionó el botón que nos llevaría hasta el cuarto piso.
Según recuerdo, mientras subíamos mis camaradas me empezaron
hacer señas de que abriera bien los ojos, que parara antenas, y pues
la verdad por más que buscaba detalles o situaciones peligrosas no de-

♦ 68 ♦
Como Reyes

tectaba nada, todo era muy normal, como si los tipos estos fueran pa-
rientes lejanos. Se mostraban tranquilos, charlaban y reían sin maldad;
varias veces revisé sus alientos y sus ojos y no había rastros de alcohol
o cosas extrañas, parecía que todos estábamos seguros ahí.
—¡Abusado, huevón, abre bien los ojos! – advertí a Cornejo.
Levantaba la mirada para observar todos los detalles con deteni-
miento, la limpieza del metal pulido a mi alrededor y ese olor a éxito
que se suele vivir en lugares así, donde la gente importante cumple sus
sueños, cierra los negocios importantes y convive con gente de todo el
mundo. Me miré en el espejo: mis ojos brillaban de una forma diferen-
te. Quizás por unos segundos logré observarme en el futuro “¿Quién
no quiere vivir así? ¿Quién no quiere ser exitoso?”, recapacitaba, aun-
que claro, no tenía muy transparente mi visión del mañana, así que por
lo pronto el hoy era estupendo.
La puerta se abrió y fue una sensación de poder indescriptible. La
cara de mis amigos me causaba risa; estábamos todos extasiados por
aquellas alfombras decoradas con filos ocres y plata, nos veníamos
riendo incrédulos de estar ahí. El primer contacto físico con quienes
nos invitaron fue cuando uno de ellos me sacudió el pelo, como des-
peinando mis rulos.
No sé por qué diablos a mucha gente le encantaba hacer eso, pare-
cía como si mi pelo tuviera un enorme imán para las manos y nadie se
pudiera resistir a esa atracción. Quizás por eso no me pareció extraña
la situación, realmente no sentí alevosía ni perversidad, pero para mis
cuates aquello fue preocupante.
—¿Cómo te llamas? – preguntó sonriendo uno de ellos.
—Yo soy Marcelo, pero desde el año pasado mis cuates me dicen
la Brujita. Es una larga historia – contesté.
—¡Qué bien! Yo soy Rogelio, venimos desde México – señaló or-
gulloso.
—Pues mira que vienen de lejos, eh – sonreí sin complicaciones.
Eso fue todo. Llegamos a una habitación muy bonita con colores so-
lemnes, la cual guardaba un orden exacto de todo, nada que ver con mi
pequeña habitación en el conventillo. Estando ahí nos colocamos en las

♦ 69 ♦
Del Infierno al Cielo

posiciones que habíamos acordado. Para evitar cualquier problema, yo


seguí los procedimientos de seguridad, movía mis ojos sin pestañear.
Hasta esa hora no nos habían ofrecido droga ni alcohol tampoco, ni
siquiera una cerveza helada para pasar la saliva.
—Bueno, muchachos, siéntanse como en casa – dijo uno de ellos,
justo el que me había despeinado.
—Si quieren ir a la alberca y quieren comprar trajes de baño, allá
abajo hay un lugar donde venden. Les vamos a dar algo de dinero
para que compren lo que necesiten – señaló el otro con cara de cura
de pueblo. Parecía sonreír con la mirada; algo extraño, aunque tam-
poco parecía sospechoso.
Miré extrañado a Miky y al Gordo. Ambos tenían cara de pégame
para que me despiertes. ¡Esto no puede estar pasando! Pues con esa
expresión de idiotas extendimos la mano y así empezaron a caer los
billetes sin que hubiera solicitudes extrañas ni perversidad. Me había
acostumbrado tanto a mi pobreza que esto era lo más cercano al paraí-
so. Tomamos la plata y corrimos como locos a la “boutique” del hotel.
Me compré un par de chanclas azul con blanco. Hoy me da risa, por-
que sé que con ellas me sentía importante. Escogí un traje de baño azul
rey. Me apretaba algo el resorte, mas no me importó mucho, pues el
color combinaba con mis elegantes sandalias. Pagamos todo y aún nos
sobró algo de dinero. Con él en la mano, volvimos con nuestros nue-
vos amigos. Ataviados con la percha adecuada, tomamos las toallas
del baño, y estaba a punto de salir por la puerta cuando súbitamente
detuve mis pasos.
—Toma, Rogelio, esta es la plata que nos sobró de las compras
que hicimos – dije orgulloso.
—Es de ustedes. Guárdenlo para más tarde, quizás se les pueda
antojar algo – contestó cerrando en mi mano lo que le estaba ofre-
ciendo de cambio.
—¡Vale, pues, gracias! – acoté y corrí feliz para alcanzar a
los demás. Seguía incrédulo de tantas cosas buenas que estaban
ocurriendo.
Cuando mis cuates miraron que traía dinero en la mano, me pidieron

♦ 70 ♦
Como Reyes

su parte y se las di sin chistar. Cuando el elevador llegó al lobby de


vuelta, corrimos rumbo a donde estaba la alberca. Me tropecé de la
emoción, sin embargo, eso solo nos sacó más burlas y algarabía. Obser-
vé a una señora con un mandil de olanes bicolor que estaba limpiando
un enorme espejo en uno de los pasillos; se llevó sus manos a la boca
para no soltar una carcajada cuando tropecé. Me recordó por unos ins-
tantes a mi madre.
Nos mirábamos distintos de como habíamos llegado; ahora sí po-
díamos mezclarnos entre la realeza y nadie nos iba a decir nada. Po-
díamos ser hijos de cualquiera de los petulantes señores que tomaban
mate y fumaban puro, o de las señoras emperifolladas y altaneras
que nos miraron de reojo cuando llegamos, podíamos ser cualquiera
de ellos, así que con ese sentimiento aventamos las toallas a las ha-
macas y nos tiramos a la alberca. No sabíamos si estaba caliente, fría
o tibia; estaba ahí para nosotros y eso era lo importante. ¡Lo demás
era pequeñeces!
Pasamos muchas horas jugando, chacoteando y bromeando. En
cierto momento Rogelio nos indicó que ya era la hora de comer. Por su-
puesto que deseábamos eso y más. Moría de hambre entre la alberca,
las risas y los recorridos acelerados. Mi cuerpo necesitaba alimentos,
azúcares y beber algo.
Pedimos la comida a nuestro gusto, fue algo espectacular. Tomé el
menú y me asusté; los precios eran exorbitantes. Había muchos pla-
tillos que no conocía, creo que pedí una humilde hamburguesa con
papas. “Extra de papas”, recuerdo haberle dicho al mesero, quien ano-
tó todo muy puntualmente, sin chistar ni poner un gesto extraño a
nuestras solicitudes. Miky me miraba constantemente, seguía dudan-
do de que esto acabara con la cordialidad demostrada hasta este punto
del día. Yo no le di importancia, seguí disfrutando todo; le indicaba a
Miky con la mano que le bajara a su desconfianza, que se relajara. No
quería echar a perder mi alegría o empezar a ver cosas que no habían
ocurrido.
—¡Todo está bien. Tranquilo! – le comenté al oído a Miky, que ya
me estaba poniendo de malas.

♦ 71 ♦
Del Infierno al Cielo

Después de un tiempo razonable, llegaron los alimentos. Estaban


servidos en platos decorados con grecas multicolores. Nos dieron
servilletas de tela muy suaves y los cubiertos destellaban con el sol
en lo alto.
Teníamos el mundo a nuestros pies, así que sin una oración de por
medio le entramos descaradamente a la comida. Aquello fue una comi-
lona espectacular, repetí la soda, trajeron empanadas y hasta un postre
de queso con fresas. El estómago se me inflamaba aceleradamente, no
sé si por tanta comida o porque no estaba acostumbrado a degustar ese
tipo de sabores e ingredientes.
Desde donde yo estaba sentado la vista era excepcional, lleno de
texturas delicadas, olores muy bien definidos. No había rastros de ese
mal olor que a veces desahuciaba las orillas del riachuelo; acá nada
olía a viejo. Esbocé durante muchas horas una sonrisa despreocupada,
por instantes olvidaba de dónde venía, dónde vivía y hasta quién era.
Mimeticé el papel de un honorable invitado de las Naciones Unidas;
me salía muy bien.
No nos faltaba nada de verdad. Tampoco podía quejarme del com-
portamiento de mis amigos del barrio ni de los mexicanos. Todo aque-
llo era un sueño con sabor a premio de la Lotería Nacional.
La tarde llegó demasiado apresurada y la temperatura también em-
pezó a bajar considerablemente. Nos dimos un último chapuzón en la
alberca; el agua en su interior aún estaba a buena temperatura y nadie
de nosotros queríamos que esto acabara tan pronto. La idea de que su-
friríamos algún tipo de abuso o atentado nos seguía revoloteando en la
cabeza. Quizás este era el momento más delicado, pues me imaginaba
que nos tendríamos que bañar, subir a la habitación a entregar lo que
compramos y no sabía con certeza qué sucedería.
—¡Bueno, muchachos, creo que llegó la hora de que regresemos a
la habitación, que se van a enfermar! – dijo el que no hablaba. Varias
veces lo observé comentando en voz baja ciertas cosas del hotel, sin
embargo, en ese momento elevó la voz y nos solicitó amablemente
que nos saliéramos de la alberca.
Con cara de tristeza y preocupación empezamos a nadar a la orilla.

♦ 72 ♦
Como Reyes

Fruncía los labios, no me quedaba otra, así que me sequé rápido el pelo
y, justo cuando tenía mis ojos tapados con la toalla, nuevamente Roge-
lio se acercó para tocarme los rulos en la cabeza. Lo miré desconcerta-
do, sin embargo, me mantuve en lo mío: darle prisa al asunto y rogar
a Dios que no pasara nada que echara a perder este día tan especial.
Volvimos a la habitación por nuestras cosas, seguíamos envueltos
en ese ambiente de camaradería, de risas y abrazos entre mis amigos.
Nuestra satisfacción era grande y, por la cara de Rogelio y los demás,
asumo que también estaban contentos. Nos comportamos todos a la
altura de las circunstancias.
—Pues, muchachos, espero que les haya agradado el día – dijo el
silencioso, con cara de satisfacción.
—¿Cómo se la pasaron? – preguntó el tipo con cara de cura.
—Muy bien, genial. La verdad, increíble – contesté presuroso
mientras me ponía la playera.
—¡Qué bueno! De eso se trataba, muchachos – aseguró Rogelio.
—Muchas gracias, de verdad que estuvo increíble – dijo Miky con
un a sonrisa de oreja a oreja.
Toda la desconfianza y nuestros planes de contraataque se queda-
ron en el olvido. Nos cambiamos, nos regalaron las cosas que com-
pramos y salimos a casa llenos de alegría en el espíritu y con el es-
tómago hasta el tope. Desde ese momento México quedó marcado
en mi memoria como un gran país. Desconozco quiénes habrán sido
ellos, ni de qué parte de la República eran, solo sé que esas personas
me regalaron uno de los mejores días de mi infancia, y eso se los agra-
deceré eternamente.
Hubo una temporada que de niño padecí de locas aficiones. Una de
ellas era la de coleccionar arañas. El conventillo estaba lleno de ellas,
por los materiales con los que estaban hechos los diminutos departa-
mentos. Entre las vigas de madera y el metal, y entre los cortes irregu-
lares de las casas y balcones, era el sitio ideal para que toda clase de
animalejos se escondieran ahí. Pasaba muchas tardes clasificando su
tamaño, color y número de patas. En una ocasión tuve la suerte de des-
cubrir que una de ellas llevaba en su panza un montón de huevecillos.

♦ 73 ♦
Del Infierno al Cielo

Las metía en diferentes botes de acuerdo a su tamaño para que no se


lastimaran entre ellas, pues sabía que algunas eran peligrosas porque
mi amiga, la monja del colegio, me lo había advertido. “Venenosas”,
me dijo; así que trataba con extrema precaución a las viudas negras y
la cara de niño. Desgraciadamente, nunca tuve una tarántula que, para
mí y muchos coleccionistas, es considerada la reina de todas las arañas.
Uno de mis amigos tenía en su casa varios libros de fauna silvestre,
y yo solía revisar con frecuencia la parte de los insectos. Ahí aprendí
algunas de sus características y la vida que llevaban; aprendí que mu-
chas son nocturnas, por eso no las vemos de día.
Emocionado les explicaba a mis amigos qué comía cada una y dón-
de las había encontrado. Creo que pocos de mis cuates disfrutaban eso,
pero yo las consideraba casi tanto como a mis perros e incluso tenía un
nombre para cada una.
Así las identificaba y, por qué no reconocerlo, hasta sentí que me
encariñaba con ellas. Y es que eso de la soledad nos convierte en seres
irreconocibles, a veces extraños para los que conviven de manera di-
recta con nuestra humanidad.

♦ 74 ♦
DROGAS, DEPORTES
Y MÚSICA

E n el carismático Barrio La Boca, así como llegan las buenas com-


pañías llegaron también las malas, y las tenía realmente muy
cerca, justo enfrente de donde yo vivía, ahí cruzando la calle, en Suárez
60, en esa casa gris con rojo fluían todo tipo de drogas, pastillas y alco-
hol. También se podía observar a mujeres y adolescentes trabajando en
las esquinas. En sus rostros podía percibirse el desdén, los maquillajes
cargados de tragedia y desenfreno. Metían sus cuerpos en vestidos de
colores alegres, muy ceñidos a las caderas; sus escotes eran largos y sus
perfumes baratos.
La prostitución estaba presente en varios puntos clave de la ciu-
dad, no solo en la Boca se presentaba ese fenómeno social. Era común
toparse con él en todos lados, pero eso sí, solo a ciertas horas. Era el
paraíso para cualquier mocoso inexperto, una mezcla cargada de falsa
camaradería y una gran variedad de vicios por probar.
En esos años, como hasta hoy, es necesario gente que te ofrezca, otra
que consuma y los que ganan por generar toda esa oferta y demanda.
Y es que para hacer todas las fechorías en la ciudad es necesario un
catálogo amplio de puestos y rangos, desde los tímidos soplones, ági-
les ladronzuelos, distribuidores abusivos, capos de zonas, hasta uno
que otro asesino, desde los baratos hasta los de alcurnia, y no podían
faltar los jefes engreídos ”Il Capo di tutti capi”. Vivíamos en el Barrio,
nuestra propia “Cosa Nostra”, aunque con ciertas diferencias. Pude
observar en varias películas de corte mafioso que en Italia el asunto es

♦ 75 ♦
Del Infierno al Cielo

más elegante, más de pipa y guante; acá éramos menos fantoches, más
de calle y banqueta.
La primera droga que probó mi cuerpo fue un porro de marihuana.
—Venga, Brujita. A ver, enséñanos cómo te haces hombre.
—Jálale bien, no seas puto – dijo el Gordo rascándose por encima
el trasero, vestía un desteñido pantalón de mezclilla Jordache y unos
tenis blancos Adidas.
—Voy, vale, voy – acoté nervioso.
Cerré los ojos y jalé aire para rellenar mis pulmones; de acuerdo a lo
que había observado estaba haciendo lo correcto. Abrí lentamente los
ojos Y la sensación fue increíble, un poquito de ingravidez, una pizca
de ligereza y un chorro de paz mental. Eso para un mocoso de tan solo
trece años de edad es muy complicado de manejar o entender. Dicen
que el cuerpo o lo rechaza o lo asimila; en mi caso creo que lo asimilé
demasiado bien.
—Órale, está buena – aseguraba, como si supiera la calidad o di-
ferencia entre todas las que pudieran existir. Lo hice para exhibir un
poco de sabiduría.
—¡Cállate, pendejo, tú que chingados sabes! – señaló el Gordo mien-
tras que remojaba la punta del suyo y succionaba también con fuerza.
De niño, y por supuesto de adolescente, no alcanzas a dimensionar
todas las consecuencias de ese tipo de cosas, te avientas por esa estú-
pida necesidad de comerte al mundo, de demostrar a otros y a uno
mismo lo valientes que podemos ser. De ahí vas ascendiendo en la
búsqueda de nuevas sensaciones, quieres llegar más lejos, más rápido,
o mantenerte despierto y seguir, de esa manera, drogándote. En reali-
dad, es completamente erróneo llamarle ascender; la descripción más
exacta es descender. Porque llegas hasta la boca del mismísimo infier-
no, es un viraje interminable, en extremo radical que culminó la vida
de muchos de mis amigos y varios conocidos, aquellos que se pasaban
de la cantidad habitual, otros tantos que se mal viajaban e hicieron
una o varias estupideces con algún arma, no etílica, no en polvo o en
pastilla, sino de esas de frío metal, las que esculpen con filos blancos, o
aquellas que escupen fuego.

♦ 76 ♦
Drogas, Deportes y Música

Entre los que se me adelantaron están el Negro Vega, Ismael Iri-


goyen, Alejandro Alejo, Cacho Pérez, El Tucán, El sordo, El Pana, El
Lombriz, Chuy, y la lista es más larga, sin embargo, hasta aquí la deja-
ré, porque puedo escribir muchos nombres más en esta etapa, pero lo
evito conscientemente porque de seguro debe haber heridas aún abier-
tas que debo respetar. Aclaro que muchos de ellos fueron excelentes
personas, por encima de sus debilidades o vicios, los cuales se deben
entender como la ausencia de muchas cosas y la presencia de malos
consejeros, vidas pasadas complicadas, herencias y complejos.
En esta vida cada quien toma sus decisiones, buenas o malas, todos
sabíamos que hacíamos bien o que estábamos por hacer un mal, llá-
mese como se llame. No podría pensar en este momento en un perdón
celestial para todos los pecados que cometimos. Sé que Dios nos dio
segundas y hasta terceras oportunidades para enderezar el camino; al-
gunos las aprovecharon de inmediato, otros las dejaron ir hasta que su
cuerpo no resistió el ataque masivo de los químicos y el alcohol.
A la distancia tampoco quiero que asuman que todo lo vivido era
malo, aunque sí fue bastante traumático, de eso no cabe duda. En mi
vida había dos bandos donde yo jugaba y alternaba diferentes posicio-
nes. Por una parte, era el muchacho feo y solo, que me perdía consu-
miendo drogas o alcohol, y por otra parte estaba lo que hacía el artista,
el futbolista o el hijo de las buenas acciones que procuraba hacer de vez
en cuando con Mabel y con mi hermana Lolis.
Acepto que ayudarlas y apoyarlas no siempre fue de buena gana,
pues a veces me le escondía a Mabel para no hacer sus encargos o fa-
vores, pero cuando me hallaba no tenía más remedio que obedecerla
de inmediato. Apretaba mis manos detrás de mi espalda y cumplía la
solicitud, aunque a regañadientes.
Quiero entender que me adhería perfectamente a la conducta de
cualquier niño o adolescente, esos que no encuentran los espacios co-
rrectos donde encajar y todo lo critican o lo descalifican sin pensar que
tratan de ser adultos teniendo cuerpo de niños.
Era rebelde para una gran cantidad de responsabilidades; el or-
den, la hora de llegada, el tiempo de juego, entre otras situaciones.

♦ 77 ♦
Del Infierno al Cielo

A todo le encontraba un defecto, jugaba a enojarme y después me con-


tentaba yo solo.
“Uno de los peores remordimientos del ser humano es morirse sin
haber cumplido sus sueños, sin haber domado a sus demonios, sin
probar la derrota y vencer todos los miedos”. Eso es algo que siempre
llamaba mi atención y me sacaba lágrimas de dolor, labios rotos y mo-
retones en el alma.
No recuerdo la fecha exacta de cuando mi padre finalmente decidió,
o se le permitió, regresar a vivir en el conventillo. En aquel tiempo yo
tenía la estúpida creencia que sería para bien, principalmente por Ma-
bel, así no estaría tan sola y en algo podía auxiliarnos Manolo; pero su
inesperado regreso fue por demás complicado: sufría de un marcado
alcoholismo y constantemente discutía con mi madre por eso.
Además, el guapo de frente amplia que aseguraba ser mi padre se la
pasaba de fiesta; la parranda le comenzaba el jueves y regresaba hasta
los lunes. Vivíamos muy limitados; en cambio, él siempre tenía para
vestirse bien, para sus alcoholes y para lociones. Andaba en un buen
auto, uno sencillo, pero casi nuevo porque al señor se le notaba que sí
trabajaba. Tenía argumentos convincentes de lo que hacía, pero se gas-
taba todo o la mayor parte de lo que ganaba en la fiesta y otras mujeres.
Aún recuerdo cómo era de peleonero, así que la gente lo respetaba,
a la mala, mas lo respetaban, y eso para algunas mujeres resultaba su-
mamente atractivo, quizá por sentirse protegidas por aquel flacucho
boxeador.
Mi creencia sobre el beneficio que traería Manolo a la familia se des-
moronó lapidariamente ante mis ojos. Tampoco es que yo lo tuviera
en un precioso pedestal hecho de mármol, sin embargo esperaba que
por lo menos fuera más considerado y apoyara más a la madre de sus
hijos. Aunque eso no era lo que realmente ocurría a mi alrededor, creo
que para él era más importante tratar de curar todos sus complejos y
carencias internas que intentar ser lo responsable y recto que uno es-
peraría de su progenitor.
Su aspecto era elegante y se conservaba bien. No fumaba yerba,
aunque seguía perdido con el romance severo que tenía con el alcohol.

♦ 78 ♦
Drogas, Deportes y Música

Debo señalar que jamás supe que consumiera otras drogas o usara ar-
mas. Andaba todo el día perfumado, hablando de sus negocios, aun-
que eso no nos servía de nada, pues Mabel seguía trabajando prácti-
camente todo el día y yo utilizaba los mismos pinches tenis jodidos de
siempre, la misma ropa. Y ni qué decir de mi hermanita Lolis, que al
igual que yo, tampoco notaba la diferencia entre el famoso fantasma y
el presente gañán.
Tal vez algunas palabras de más, algunos discursos esporádicos a la
hora de la comida, la variedad de sus lociones, y para Mabel, más ropa
que lavar y planchar, eran las aportaciones de mi padre.
Mi primer contacto con el box fue en exceso desagradable. No sé
si en realidad existió la posibilidad de que llegara a mí de otra forma,
algo más sugerente, y no por una maliciosa imposición de mi padre.
Quizás al ver sus trofeos, observar juntos algún video de Mohamed
Ali o de Manos de Piedra Durán, hubiera nacido en mí la curiosidad
por colocarme los guantes y pegarle a una estúpida pera colgada del
techo. Aunque no, la verdad no tuve ninguna oportunidad de que eso
sucediera, y como suelen pregonar en ese y otros deportes:
—¡Todo se lo debo a mi mánager!
Manolo tuvo una carrera de pugilista inconclusa, presumo que por
eso quiso ver en mí a su gran aprendiz. Durante algunas noches es-
cuchaba cómo practicaba sus movimientos frente a un espejo, sudaba
copiosamente y se entregaba por completo a su pasión. Repetía una y
otra vez los mismos movimientos, y cuando sentía que fallaba sacudía
su cabeza con sus manos.
—¡Vamos, carajo, concéntrate! – gritaba enojado.
Me quedaba callado detrás de la puerta. Hacer cualquier clase de
ruido era mortal para mi trasero, así que contenía mi respiración y sos-
tenía la manija de la puerta para que el aire no fuera a cometer la estu-
pidez de dejarme ahí, a la vista del campeón.
—¡El mundo es para los corajudos! ¡El mundo es para los coraju-
dos! – pregonaba una y otra vez.
Con apenas once años de edad, cada sábado por la tarde, cuando
mi padre salía de sus ocupaciones y compromisos, me forzaba con

♦ 79 ♦
Del Infierno al Cielo

sonoras amenazas a que peleara con adolescentes mucho más grandes


que yo. Hablo de edades entre los quince o dieciséis años. La diferencia
de fuerza y altura no le importaban en lo más mínimo a mi represen-
tante; quizás sentía que siendo yo su único hijo varón tuve que nacer
con su habilidad, su pegada y el cuero duro.
Así que no tenía muchas opciones, él quería que fuera yo, Marcelo
Yaguna, quien llevara a la gloria del boxeo nacional e internacional su
apellido. Recuerdo que me ponía a pelear mucho con un tal Osvaldo,
un tipo de cara dura y pelos parados, de facciones toscas y mirada bra-
va; eso le ayudaba a intimidar a sus rivales, además de que era bastan-
te bueno para las trompadas. Lamentablemente él moriría varios años
después: le dieron seis tiros por andar precisamente de rijoso.
Mi papá se transformaba en otra persona cuando se metía en su
personaje de Rocky Balboa. Como mi mánager observaba y respetaba
las reglas, les daba su lugar a todos.
—¿Listo? – preguntaba levantándome los puños.
—Oye, espérate … dije
—Nada de espérate, recuerda que el mundo es para los cora-
judos. ¡Dilo!
—El mundo es para los corajudos.
—Sí. ¡Fuerte, como hombre!
—¡El mundo es para los corajudos!
Prácticamente él era el comité organizador, el réferi, mi entrenador,
el masajista, y hasta el doctor. Si me estaban poniendo una golpiza, él
no se metía, se mantenía siempre al margen. Quisiera pensar que le
hervía la sangre de no poder detener el asalto, pero solo gritaba lo que
se suponía que debería de estar haciendo.
—¡Levanta la guardia! – subrayaba.
—¿Cómo le hago? – preguntaba miedoso.
—Aprieta bien los puños – señalaba.
—Sí, así lo haré.
—Como te enseñé, hijo de puta. ¡Como te enseñé!
Y me tomaba las manos apretándolas hasta el punto en que me do-
liera, y así quizá recordara el cómo tenía que hacerlo.

♦ 80 ♦
Drogas, Deportes y Música

—¡Muévete más! ¡Arriba, pégale arriba! – gritaba


En serio que lo trataba de seguir, pero me congelaba al escuchar
sus modos.
—¡Vamos ya! ¡Quítate, inútil, no sirves para nada! – decía enfurecido.
—Papá, sí lo puedo hacer. Sí quiero, créeme – suplicaba nervioso.
—El mundo no es para los débiles, es para los corajudos – recuérdalo.
—Entiendo, ya lo entendí – dije instintivamente, ya quería que
me dejara en paz.
Para mí era un infortunio gigante tener que soportar todo ese es-
pectáculo y ser el protagonista de la película “Rocky Yaguna”, pero
algo inimaginable y favorecedor pasaba justo al final de todo eso. Des-
pués de cada combate recuerdo claramente que llegábamos a la casa y
Manolo se paraba junto a mí a explicarme a gritos en qué había esta-
do mal. Me mostraba impaciente cómo debía pararme, me tomaba los
brazos, cerraba sus puños y daba algunos golpes en las palmas de mis
manos para que viera cómo debía ser la pegada correcta; incluso solía
bailar un poco a mi alrededor para darme la pauta de cómo moverme.
Era estupendo y simpático a la vez, verlo así, con su pantalón café, con
la raya bien marcada, la camisa blanca impecable, combinada con una
corbata de político de quinta y el reloj dorado con la correa de piel.
Al siguiente sábado, lo mismo, tenía que estar justo a tiempo al so-
nar la campana para que Manolo pudiera marcar el arranque del pri-
mer asalto. Todo el público ya estaba ahí, impaciente. Los retadores
habían calentado lanzando al aire sus más efectivos golpes, mientras
que yo buscaba fuerza en mis entrañas.
—Venga, ya estamos todos. A ver tú primero Gustavo, contra
Alejandro – señalaba tallándose ambas manos emocionado.
Sé que gané muchas de esas peleas callejeras; había aprendido a
respirar y la posición exacta que debía tener mi puño al meter un
recto o un gancho. También se me había grabado con sangre cómo
esquivar y levantar los brazos de acuerdo a los movimientos del ad-
versario; lo que en un principio me frustraba, después me congratu-
laba. Sé que mis párpados y mi boca no opinaban lo mismo que yo,
pues a veces estallaban por la brutalidad de quien tuviera enfrente.

♦ 81 ♦
Del Infierno al Cielo

Y, a pesar de que usábamos guantes, nada impedía que la piel registra-


ra el dolor y la acumulación de sangre.
—No pasó nada. Con un poco de hielo te quito ese ojo morado
campeón.
Era una frase muy común para mis oídos. Aquellos asaltos boxísti-
cos eran quizás para mi madre una extraña manera de darle relevancia
a la vida de su marido.
Había mil razones para que yo empezara a consumir drogas. Todos
los días tenía la excusa perfecta, y a esa edad siempre hay alguien que
te las suele ofrecer “sin compromisos”. En mi caso particular fue el
Gordo Lozano, uno de mis grandes ídolos de la banda de los adultos.
Gallinita estaba ahí conmigo y miró con asombro cómo la acepté, la
prendí y me la acabé lentamente.
Después de ese día de iniciación, se empezó a colar entre mis ruti-
nas, lo empezaba a agendar. El colmo fue que aceptaba desafíos estú-
pidos de todo tipo; siempre hay alguien que te ofende o te provoca con
el clásico “a que no te atreves“ o que dice que eres demasiado cobarde
para intentar tener más emociones que solo fumar mota boliviana. En
esos años ya solía beberme un par de litros de cerveza también.
Tenía poca experiencia en eso de las drogas, aunque claro, uno quie-
re adquirirla de manera instantánea, así de forma exprés, sin puntos
intermedios, y la única manera de lograrlo es jodiéndote la existencia,
contaminándote el cerebro y la sangre.
En ese nivel de estupidez pasé varios años. Me había convertido en
un animal rabioso; buscaba pleitos y adrenalina. Eso también me ayu-
daba a soportar la no tan decorosa organización boxística que llevaba
a cabo con mi padre.
Otras drogas se fueron encargando de hacerme sonámbulo, temblo-
roso, sudoroso e hipertenso. Vivía en los límites de todo, había conver-
tido mi cerebro en un enorme basurero. “Valorabas tan poco lo que era
tu vida en aquel entonces”, nuevamente esa voz llamaba mi atención.
Ya con la velada presencia de Manolo en casa, mi madre llevaba
un récord de mis desobediencias y en cuanto tenía la oportunidad me
denunciaba con él.

♦ 82 ♦
Drogas, Deportes y Música

—Manolo, tu hijo se anda portando mal con Lolis, la molesta todo


el tiempo – señalaba mi madre con cara de preocupación.
Tremenda golpiza me esperaba cuando llegaba a la casa. Eso era
para mí otra enorme frustración, ya que no le daba validez a lo que
él era y hacía de su vida o de nuestras vidas. Su embriaguez, la do-
ble moralidad, los desplantes de galán, bailarín y su intermitencia tan
marcada representaban enormes decepciones para mí.
Después de muchas temporadas de consumir todo tipo de drogas
y alcoholes, me encontré a mí mismo en ese tortuoso trayecto de ser
un adicto y, según mis fallidos cálculos, estaba por tocar fondo. Ya no
consumía para sentir esa incontrolable y momentánea euforia; me las
metía para vivir en algún tipo de apariencia. El “estar arriba” era para
mí una disfrazada normalidad.
De vez en cuando, en ese estado de distracción y alucinación, me
quedaba absorto observando el entorno general; miraba desde un pla-
no alto al barrio, al conventillo, sentía realmente la ingravidez. En esos
recorridos aparecían mis amigos, pero muchas veces los desconocía.
Eran en algunos sueños unos perfectos extraños, y lo justificaba rápi-
damente huyendo a mis refugios mentales.
Nadie me entiende – sostenía . Estoy mejor así, no le quiero rendir
cuentas a nadie – increpaba . ¡Yo puedo con esto y más!
Había en mi cabeza una lista muy variada de cuestionamientos en-
contrados, los positivos y negativos, los terrestres y celestiales, muchas
de las réplicas que yo mismo me contestaba me confundían más. En
mis condiciones era bastante lógico que eso sucediera.
Esa versión de Marcelo la Bruja Yaguna tenía severos arranques de
zozobra sobre los claroscuros de la vida en general; la agresividad y la
doble vida que llevaba mi padre. Sin embargo, no todo era obscuridad,
había pequeños rastros de luz en aquellos pensamientos que yo clasi-
ficaba como positivos, que por lo general eran acerca de mis propias
habilidades físicas, artísticas y delictivas. Me daba orgullo atreverme,
retar mis capacidades, mis dudas y mis fronteras.
Para mis amigos siempre fui feo; se burlaban de mi flacura y del gro-
sor de mis cejas. Tenía que reírme de mí mismo, no me quedaba de otra.

♦ 83 ♦
Del Infierno al Cielo

Eso no me impedía ser atrabancado para todo; No me negaba a nada.


Si de bailar se trataba aceptaba, si tenía que cantar, yo cantaba; respon-
día a todo como si supiera las respuestas, yo me apuntaba tanto para
las cosas buenas como para las malas.
Odiaba muchas cosas porque no las entendía, la paranoia y el que
la gente nos mirara a mi madre, a mi hermana y a mí por encima del
hombro todo el tiempo. Era muy contradictorio no poder confiar a ve-
ces ni en mis propios amigos.
Mi madre me empezó a notar diferente a pesar de que yo trataba
de ocultar los efectos de la droga en mi cuerpo. Ante sus ojos no podía
hacer nada, me notaba agresivo y otras veces ausente; había entrado en
una espiral descendente y no tenía de dónde afianzarme. Tal vez no que-
ría salvarme y me fui liberando de todo. Los siguientes años fui soltando
a Dios, a mis buenos amigos, a mi madre, al deporte y a la genialidad del
artista que llevaba dentro. Seguramente por eso se me fueron adhirien-
do colosales garrapatas, llamadas miedos, vicios y violencia.
En mi descaro inventé un sistema para poder fumar marihuana
frente a ella, con total libertad y alevosía. Compraba las cajetillas de
cigarros Marlboro y a cada cigarro le quitaba el tabaco y lo rellenaba
de la verde, para sacarlos delante de ella y prenderlos tranquilamente.
—Oye Marcelito, ¡qué feo huelen esos cigarros! – me advertía Mabel.
—No sé, así vienen de fábrica madre. No tengo idea – señalaba.
—Deben de estar echados a perder, porque apestan. ¿Qué no te
da el olor raro?
—Un poco. ¡Voy a reclamar donde los compré!
—¡Sí, deberías de ir, hijo! – recalcaba con cara de asco.
Uno se vuelve dependiente de ese estado de ánimo. Era penoso lo
rápido que me apartaba de una vida sana, de todos los que le daban
un sentido a ser quien era; me encontré a mi mismo cruzando un por-
tal desconocido, el cual me llevaría al peor lugar, en donde realmente
nadie quiere estar. En esos años, cuando tomé las decisiones más im-
portantes, lo hice solo; a esa edad pocas veces te atreves a consultarlo
o pedir algún tipo de consejo.
Tenía muchas condiciones preexistentes en mi mente, pero yo no

♦ 84 ♦
Drogas, Deportes y Música

sabía cómo controlar o cambiar mi futuro. Hubo gente que me hablaba,


que trataba de guiarme, pero mis demonios eran más fuertes que yo.
Los ejemplos que tenía por seguir eran contradictorios entre sí; prime-
ro la santidad de Mabel y segundo los fantasmas de Manolo. Si a eso
se le sumaba la herencia violenta del gallego, es algo que no se podía
borrar de tajo o sacar de mí como si se extirpara un tumor o una pierna.
Era un mozalbete irrespetuoso de la vida. “Mis fortalezas estaban
dormidas, y mis debilidades muy despiertas”. Al levantarme por la ma-
ñana, tomaba drogas en vez de cereal y fruta, como se supone debe ha-
cerlo un adolescente; pero no solo era por la mañana, continuaba tomán-
dolas durante el resto del día. Recuerdo que había un cine por la calle de
Florida en el que dejaban consumir libremente de todo: alcohol, drogas,
enervantes y pastillas. Para amenizar adecuadamente aquel ambiente
ponían una y otra vez el video de Pink Floyd, “The Wall”. Drogado y
correctamente musicalizado es cuando miraba bajar todas las nubes del
cielo, y jalaba profundamente el aire impregnado de droga. A mi lado
mis compinches idóneos: Gallinita, Sapito y el Negro Vega.
Después de ahí nos íbamos a la discoteca para seguirle con un poco
de Rolling Stones, ACDC y otros grupos que estaban de moda. En
aquellos años existían muchos artistas que por sus maquillajes, ritmo y
movimientos nos inspiraban a seguir enfiestados.
Entre los amigos que nunca se alejaron de mí, y que por ello deben
estar aquí, se encuentran Adrián Castro, Jorge, Hugo y Ricardo Perei-
ra, Marcelo Rojas, Diosnel Vera, Luisito Riesfer y Orlando Spina, entra-
ñables hermanos que siempre supieron más que escucharme o incluso
mal aconsejarme; jugaron conmigo como amigos sin fijarnos en banali-
dades o defectos, tomando así un papel muy importante en mi película
personal. Algunos de ellos jamás probaron las drogas, por el contrario,
eran quienes trataban de balancear un poco mi vida. Desde que tengo
uso de razón he sostenido que es increíble lo rápido que se va la vida,
y algunas veces esta se vuelve mucho más perceptible por la llegada
de los hijos, las despedidas o la muerte de alguna persona cercana, o
bien cuando habitas en el infierno con tantas situaciones en contra,
la inexperiencia, la soledad y los abusos. Hoy lo puedo confesar.

♦ 85 ♦
Del Infierno al Cielo

“Cada segundo se hace eterno”, reflexionaba esa voz en mis oídos.


No solo eso te pone contra la pared; también el hambre, la discrimi-
nación y la inexperiencia de la gente, cuando juzgan y no entienden
todo lo que puede el individuo tener detrás. Son muchos los factores
que se deben tomar en cuenta para esas personas que caen en el hoyo
de la dependencia; no solo a algún tipo de droga, también a la violen-
cia doméstica, financiera o social, que también pueden ser dañinos si
no sabemos llevar un balance en todos los aspectos de la vida. “Con-
gruente con lo que pienso, hago, siento y digo”. Es la clave de la vida,
lo reconozco.
Quizás hasta hoy, en este primer bocado de la cena aquí en Cuer-
navaca, Morelos, es que puedo mencionar y reconocer claramente que
esa violencia con la que me educó Manolo fue su contribución más ati-
nada y personal para la construcción del león en que me convertí, ese
que llevo dentro, el mismo que ha perdido mil batallas y que siempre,
aún con las peores heridas, se sacude y regresa por más. El que apren-
de de sus errores, el que sufre en silencio pero que poco a poco empezó
a ganar batallas y varias guerras importantes.

♦ 86 ♦
DELINCUENCIA,
CÁRCEL Y ALGUNAS
PERSECUCIONES

L o que sigue después del alcohol y las drogas es casi por ley di-
vina la delincuencia, porque todo se te empieza a hacer fácil.
¡Todo! ¿Robar una bicicleta? Yo puedo. ¿Quién se atreve a cambiar de
dueño un auto estéreo? También es viable. Parecía todo tan sencillo.
Y así, conforme van creciendo los encargos y aumentando la plata,
va creciendo en tu interior el famoso “¿por qué no?“. Empiezas jugán-
dole al listo y también por satisfacción propia; es el camino fácil para
poder disfrutar de las cosas que normalmente no conseguirías o com-
prarías trabajando de obrero, mesero o ayudante en un taller mecánico.
Padecí muchas carencias en casa de mi madre; a veces se tardaba
meses en conseguirme unos tenis buenos. ¿Cómo no iba a caer en la
tentación del dinero? Aparte, delinquir me conducía más rápido a se-
guir consumiendo drogas y a experimentar con las más nuevas, in-
clusive, por incongruente que parezca, me servía para ayudar a quien
amaba. En mi caso, consideraba a mi madre, a mi hermana o alguna
causa que valiera la pena.
Es un círculo vicioso, no virtuoso como debe ser. Con mis primeras
ganancias compré algo de ropa, unos zapatos nuevos, los cuales tenía
que esconder junto con mis amigas las arañas para que Mabel no me
cuestionara cómo es que me hice de ellos. También ayudaba a mi ami-
go Luisito, quien fue como mi hermano. Pasamos juntos muchos años;

♦ 87 ♦
Del Infierno al Cielo

prácticamente, aunque sin papeles de por medio, había sido adopta-


do por Manolo. Sus padres lo golpeaban con los cables para conectar las
planchas y no le daban de comer. Era muy triste su historia, sin embargo
no solo la de él era triste, la de mucha gente a mi alrededor también lo era,
y por eso los consideraba más que mis amigos. El dinero se me iba rápido.
Aún no ganaba mucho, por lo que empecé a buscar más actividades.
Solía pararme frente a los aparadores de algunas tiendas por el cen-
tro de Buenos Aires y decir:
—¡Eso me lo voy a comprar la próxima semana!
Y ciertamente cuando llegaba el día que yo había indicado, me apa-
recía en aquella tienda con la plata en mis bolsillos, puntual para cum-
plir cabalmente lo que me había prometido.
La Brujita se la empezó a creer, quería pasar de un destacado e inte-
ligente ladrón de autoestéreos a robar cosas más grandes: autos, casas
o negocios. Y de ahí, ¿por qué no?, a pie enjuto a las grandes ligas:
bancos o bien comercializar drogas y armas.
Uno de mis grandes ídolos en la infancia lo descubrí en el persona-
je de Al Pacino de la película “Cara cortada”. Lo admiraba por tener
unos tremendos cojones para enfrentarse a todo. Tenía todo en contra
y salía triunfador; deseaba sus lujos, su casa, su jacuzzi. El maleante lo
tenía todo a sus pies y se lo fue ganando poco a poco. Así me miraba
en unos años, viviendo en otro lugar, manejando un coche deportivo o
con chofer a la puerta y a esa rubia despampanante, deseosa de sexo y
drogas todo el tiempo.
Pero no corramos, ni me juzguen aún con dureza; muchas de esas
aspiraciones y fantasías se quedaron en eso. Claro que lo intenté, va-
rias veces. Sí, eso debe quedar claro, lo intenté.
La “Bruja” robaba y tenía fama de buscapleitos, pero nada más.
Claro que tuve entre mis manos varias pistolas y las usé varias ve-
ces; pegué un par de tiros en las piernas a varios cabrones, aunque
solo para marcarlos. Esa era la regla por robar dentro del barrio, sin
embargo, jamás me atreví a matar a nadie, gracias a Dios.
Claro que tenía las ganas y agallas para hacerlo, sobre todo
a aquel trío de cabrones que abusaron sexualmente de mí,

♦ 88 ♦
Delincuencia, Carcél y Algunas Persecuciones

especialmente al ojete de Andrés, pero por una u otra razón eso nunca
sucedió. Los otros dos que participaron en el ataque un par de años
después se fueron del barrio, no porque me tuvieran miedo o intu-
yeran mi venganza, sino que fue el destino, o Dios que se apiadó de
mí. Poco tiempo después me enteré que el papá de uno de ellos había
muerto electrocutado. Créanme que no lo celebré.
Hubo muchos días que planeaba cómo matar a Andrés. Lo calcu-
laba todo detalladamente; quería arrojar su cuerpo a una parte poco
frecuentada del riachuelo. Era común que ahí aparecieran los cuerpos
inflados de gente que había sido enjuiciada o ejecutada; la policía muy
pocas veces le daba seguimiento a ese tipo de casos, y obviamente mi
agresor no sería la excepción a esa regla. Este tipo de escoria tenía que
pagar por lo que me había hecho, por lo que me dañaron, y sacarlos de
las calles era quizás hacerle un favor a la humanidad.
¿Cuántos más se salvarían si hago lo que tengo que hacer?, pensaba.
En ese entonces ya varios de mis amigos eran influyentes, malean-
tes reconocidos en el barrio. Tenían el poder del conocimiento, quién
entraba, quién salía. Conocían mucho mejor que yo todos los movi-
mientos de los que fueron mis agresores, sus mañas y dónde encon-
trarlos. Afortunadamente siempre les oculté cómo quería matarlos.
—¿Estás bien, Brujita? – cuestionaba el Gordo.
—Todo bien, amigo – dije nervioso.
—Tú traes algo con ese pendejo del Andrés y sus cuates ¿qué no?
Solo me atreví a contestar:
—Me hicieron una trastada hace tiempo, hermano.
Nunca comenté con nadie lo que me había sucedido; aprendí muy
tarde que eso de quedarse con tanto veneno es lo peor.
Antes de que pudiera matar a Andrés, simplemente se fue del ba-
rrio. No creo que alguien le haya dicho mis planes, ya que nadie jamás
los conoció. Después de que le perdí el rastro ya nunca más supe de él.
Dirán algunos que perdí una gran oportunidad de vengarme, pero
más bien creo que ¡el cielo me la dio!, con seguridad.
Un día del estudiante, 21 de septiembre, nos juntamos toda la ban-
da para irnos de campamento: Miguel Ontiveros, Diosnel, Horacio,

♦ 89 ♦
Del Infierno al Cielo

Miguel, Anel, los Sarmiento y el Cabezón. Nuestros papás nos pre-


pararon comida y botana y nosotros a escondidas compramos vino
blanco en garrafas y cervezas Quilmes. Además, siempre incluíamos
la pelota de futbol para jugar. Esa mañana jugamos por horas y horas.
Ahí en el Tigre había un río donde mucha gente se mete a nadar, y al
terminar el juego pasaron varias tragedias.
—¡Ey, quien llegue al último es un mariquita! – gritó Diosnel an-
tes de arrojarse al río.
—¡Sí, mariquita el último! – sostuve lo mismo.
Sin embargo, al meter mi cuerpo al agua noté que estaba aún muy
fría. Yo sabía nadar, así que me seguí sin darle mucha importancia a
ese dato. A medio camino desistí; mis músculos se empezaban a endu-
recer. Entonces regresé a la orilla como pude. Respiraba con dificultad.
Yo era uno de los más chicos de la bola, pero eso no me limitaba y
siempre hacía todo al parejo de los demás.
Miguel Ontiveros, que era un buenazo para nadar, con experiencia
en el servicio militar, también se aventó a la competencia. Por la capa-
cidad que tenía, siempre jugaba a que se ahogaba. Gritaba “me ahogo,
me ahogo”, y todos nos asustábamos mucho porque pensábamos que
en realidad se estaba ahogando. Curiosamente, ese 21 de septiembre lo
volvió hacer, y todos de forma pareja nos reímos de él.
—Sí, Miguel, te vas a ahogar seguramente, hijo de puta – le gritó
alguien en la orilla. Ya sabemos de tus trucos.
—¡Me ahogo de verdad! – gritaba con fuerza en un principio, y
después más quedo.
—¡Qué te vas a ahogar! ¡Déjate de pavadas, boludo! – gritó Hora-
cio, soltando una carcajada.
—¡Ayuda!
Todos seguimos jugando y bromeando. Miguel era un galanazo de
ojo verde, gran estatura y figura atlética, muy bien educado, con muy
buenas calificaciones.
No sé cuánto tiempo habrá pasado hasta que dejamos de ver su
cuerpo. Sabíamos todos que solía aguantar mucho tiempo la respira-
ción debajo del agua; nadie nos imaginamos que jamás saldría a flote.

♦ 90 ♦
Delincuencia, Carcél y Algunas Persecuciones

Murió ese día frente a nuestros ojos. Fue una gran pérdida. El dolor de
todos los que estábamos ahí fue durísimo, los padres, las amigas. Del
gozo al pozo todas las risas y los juegos, los ademanes y abrazos, se
perdieron en el río.
En la Boca y en toda Argentina se asesinaba a cielo abierto sin respe-
tar horarios ni clases sociales; así de día como de noche podía suceder
cualquier cosa. Yo lo vi y también sobreviví a todo tipo de atentados.
Eran épocas agrestes, donde unos provocaban y unos más, sin que-
rerlo, resultaban víctimas de su inocencia o sus propias palabrerías.
Había ciertas reglas que yo debía seguir al pie de la letra: la primera
era no robar en el barrio, la número dos, no salir drogado a delinquir,
la tercera, “no matarás”, cual me recordaba los diez mandamientos.
Esta última estaba sujeta a varias condiciones. Creo que tenía varios
incisos: si alguien va a morir, que sea de los contrarios; si uno de la
banda está en peligro, defiéndelo. Y, bueno, gracias a Dios no hubo
necesidad de conocer o emplear la tercera. Las otras dos cláusulas las
rompí en algunas ocasiones, ya lo recordaré más adelante.
Empecé a ganar algo de plata y cierto respeto con la banda que había
formado: “Los Mirabustos”, con el Gallina, Negro Vega, Sapito y El Facha.
Yo fui aprendiendo el oficio de los más experimentados. Y robábamos
auto estéreos en los barrios ricos. Lo hacíamos tres veces por semana.
Lo primero que teníamos que hacer era buscar un lote baldío que
nos permitiera esconder ahí la mercancía conforme la fuéramos adqui-
riendo, por mencionarlo de una manera elegante. Seleccionábamos con
cuidado los autos y lo hacíamos rápido; de verdad que nos volvimos
expertos. Teníamos los pantalones suficientes para sortear los posibles
peligros y llegamos a juntar entre doce y quince aparatos. La clave de
ocultarlos en el terreno era que si la policía nos agarraba no tuviéramos
en nuestras manos los elementos que nos incriminaran.
A la mañana siguiente pasábamos a recoger el botín con las mismas
mochilas del día anterior. Uno vigilaba que no hubiera moros en la
costa, ni nadie que nos pudiera identificar o sospechar, mientras los
demás colocábamos la mercancía en las mochilas. Trabajábamos en or-
den, con reglas, y aplicábamos lo que íbamos aprendiendo.

♦ 91 ♦
Del Infierno al Cielo

Una vez salí con Gallinita a ganar plata, pero antes nos habíamos
fumado un par de buenos churros por lo mismo tuvimos muy mala
suerte, pues nos agarraron unos policías en plena movida y termina-
mos en la Comisaría 30. Recuerdo que cuando llegamos, uno de ellos,
creo que era el jefe de todos, destapó una enorme caja, mostrándome
algo que se conocía en aquellos años como la “picana”, que no era otra
cosa más que una máquina con la que se daban toques eléctricos a los
presos para que confesaran; sin embargo, nosotros nos mantuvimos
firmes negando todo. Por fortuna no nos habían pescado dentro del
auto, eso habría sido más grave.
—Confiesa que estabas robando, ladronzuelo de quinta – decía el
jefe de la comisaría.
—No estábamos robando – señalaba tranquilo.
—Te vamos a meter la picana por el culo para que digas la ver-
dad– aseguraba.
—No estábamos robando – sostenía.
—Mira que te voy a joder, pendejo – amenazaba.
A pesar de todos los esfuerzos del panzón ese para meternos miedo
durante toda la noche, nuestra única respuesta era no hicimos nada,
nada, ya se lo dije varias veces.
Mi madre llegó más tarde, preocupada, con la cara consternada de
no saber qué había pasado. Primero habló con el comisario, y fue él
quien le explicó por qué estábamos ahí detenidos. Entonces Mabel, con
un semblante diferente, fue a buscarme. Quería hablar conmigo a so-
las; “en privado” le recalcó al celador.
Yo intuía que ya estaban a punto de soltarnos. Cuando vi a mi ma-
dre, nos abrazamos como si fuera uno de los sobrevivientes de los An-
des. Después me agarró el pelo con firmeza y me miró con una extraña
mezcla de coraje y tristeza. Yo no estaba llorando ni preocupado, me
sentía seguro de nuestra coartada.
—¿Qué pasó, hijo? – preguntó clavando su mirada sin parpadear.
—Nada, madre, nada – sostenía.
—Dime la verdad, Marcelito – suplicaba.
—Madre, déjalo así.

♦ 92 ♦
Delincuencia, Carcél y Algunas Persecuciones

Y finalmente por hartazgo o cansancio se la dije.


Sí, madre, lo hicimos, robamos un par de autoestéreos. No lo volve-
ré a hacer – comenté cabizbajo.
—¡Ay, hijo, cómo! No puede ser – señaló con los ojos exorcizados.
Lo hice como un acto reflejo. Quería salir de ahí; la presión de verle
la cara de ojete a los policías y al comisario había sido mucha.
Nuevamente mandaron llamar a Mabel. Cabizbaja y en su eterna del-
gadez fue arrastrando su vergüenza hasta la oficina para comentarle al
gordo ese lo que yo le había dicho, que sí habíamos robado esas cosas.
El tipo de la gorra azul y botones oxidados me llamó a su oficina.
Por sus gestos quería ponerme una inolvidable madriza, sin embar-
go, como Mabel estaba ahí, agachada escuchando todo, se concentró
en lanzarme gestos, golpear el aire con los puños y sermonearme con
amenazas y ofensas.
Una vez que desbocó toda su frustración, finalmente dio la orden
para que nos dejaran ir. Fue la primera vez que nos pasaba algo así.
Pocas semanas después salió en el periódico que el comisario de la 30
estaba fugado; resultó ser toda una fichita criminal, muchísimo peor
de lo que nosotros pretendíamos lograr. En esos años eso era algo bas-
tante común con los dizque representantes de la justicia.
Mis padres se mudaron del barrio de La Boca a la calle de Chile.
Estúpidamente el ego y yo no nos quisimos ir a vivir allá. Esa decisión
fue, y lo reconozco hoy, uno de mis más grandes errores, porque con
ellos tenía la posibilidad de palpar una pizca de cordura y disciplina,
sin embargo, estando solo se incrementaron los infiernos, los demo-
nios, los males mentales y físicos. No crean que me dejaron muchos
muebles: mi humilde cama, una estufa pequeña y un mueble para
guardar mis cosas.
Manolo ya había inaugurado la primera de sus zapaterías y se llevó
a Lolis y a Mabel con él, aunque no crean que por eso mi madre dejó
sus labores, al contrario, ahora tenía dos trabajos, empleada doméstica
y zapatera. Ahí se le podía mirar, pacientemente sentada tomando su
mate y armando los suecos, esos ruidosos zapatos que tenían la suela
de una madera veteada.

♦ 93 ♦
Del Infierno al Cielo

En un principio creía firmemente en la segunda regla del clan, esa


que recalcaba no salir drogado para poder trabajar; había aprendido
que uno comete mil estupideces si andas muy arriba o viajado. Sé que
por eso al Negro Vega lo agarraron mil veces; tenía la mala costumbre
de tomar unas pastillas que se llamaban rohypnoles, las cuales utili-
zábamos para sacarnos el miedo. Es una droga muy potente, pariente
cercana de la peligrosa LSD, droga que tomó mucha fuerza en esos
años. Sus principales efectos son que te pongas eufórico, desinhibido y
sedado, así como una alta resistencia al dolor, pero pega durísimo des-
pués de que pasa el efecto: dolores de cabeza, dificultad para respirar,
náuseas y pérdida de la memoria o el conocimiento.
Les decía que como delincuente tuve muchas aspiraciones, no solo
era por vestirme mejor o usar tenis de marca. Una de las más impor-
tantes era apoyar a mi madre, sacarla de ese demandante trabajo de
empleada doméstica. Le tomaba sus cansadas manos y le prometía mil
veces que le iba a comprar una casa y mantenerla en su vejez.
—Madre, llegará el día en que yo te mantenga, en que ya no tra-
bajes más en las casas de otros, solo en la tuya, haciendo lo que a ti
más te guste.
Sin embargo, “¿Cómo podía confiar en mí si había perdido la brúju-
la?” recapacité. En medio de esta tormenta conocí a Sandra la Chola, una
chaparrita de cuerpo armonioso, rubia, de tez blanca y ojos coquetos.
Hablaba diferente, o por lo menos eso escuchaba yo. Era en un principio
novia de mi amigo Jorge Castro y vivía justo a la vuelta de donde nos
juntábamos. Estaba recién llegada de México, estuvo de vacaciones una
temporada por tierras aztecas. No sé quién la habrá llevado a la bola,
pero poco tiempo después empezamos a vernos con otros ojos.
En aquella esquina nos juntábamos los chicos buenos, Ricky, los
Castro, Pereira, Marcelo Rojas y yo me colaba también por ahí, no por-
que fuera muy buen muchacho, pero nunca pusieron objeción a mi
presencia, por eso disfrutaba juntarme con todos ellos. En esos años,
después de charlas, bromas y momentos de filosofía casera, se nos ocu-
rrió la brillante idea de comprar entre todos un coche. Era la época de
las novias, de querer quedar bien.

♦ 94 ♦
Delincuencia, Carcél y Algunas Persecuciones

—Creo que nos vendría bien un coche para todos – dijo Ricky con
un brillo especial en sus alineados dientes Valdría la pena tener en
qué movernos todos.
—¡Un coche! ¿Con qué plata, boludo? – señaló uno de los Castro.
—Pues si todos aportamos una parte del valor del mismo, creo
que sí se podría – dijo Marcelo Rojas.
—No suena nada mal – comenté muy emocionado. Me miraba
sentado en un auto deportivo, dos puertas, un Ferrari rojo, un Lam-
borghini amarillo. Tenía mucha imaginación.
Así que después de buscar y mirar varias alternativas encontramos
la solución, una enorme limusina DeSoto de 1960. Demasiado viejo,
aunque de muy buen tamaño, eso era importante; tenía unas enormes
ruedas y el color rojo se había conservado aceptable a través de tantos
años. La verdad no nos alcanzaba para más, así que una vez que todos
nos pusimos de acuerdo y fuimos aportando cada quien la plata, lo
adquirimos. Fue un gran logro. Hasta mi madre me dio algo de plata
para ayudarme a juntar lo que me correspondía.
Recuerdo el día que fuimos a recogerlo, brincaba de la emoción. Y es
que llegar con auto al barrio era genial y gracioso. Disfruté mucho ver
la cara de los amigos y de las señoras en el conventillo: se agarraban
los cachetes como si se les fueran a caer y después se acomodaban las
enaguas, No dudo ni un segundo que pensaran que nos lo habíamos
robado, mas no fue así, era el fruto de una idea simple y de la unión de
voluntades, así que había que festejarlo en grande, y qué mejor lugar
para eso que la discoteca que estaba de moda, donde acudía la gente
acaudalada.
El DeSoto era muy amplio, pero nos divertía amontonarnos todos
en su interior, perfumados y listos para irnos a bailar. No nos impor-
taba apachurrar un poco al que estaba abajo; no había maldad, ni ale-
vosía en nuestros actos. El penetrante olor en su interior representaba
fehacientemente su edad, y la tapicería tenía algunos remiendos, aun-
que no eran discordantes con el resto de los interiores.
Ricky Pereira era uno de mis grandes amigos: alto, bastante “fresa”
y de pelo largo, era el dandI del grupo. Él y yo éramos quienes con-

♦ 95 ♦
Del Infierno al Cielo

ducíamos la mayor parte del tiempo el DeSoto. Yo había aprendido a


manejar desde los 11 años y Ricky también era bastante bueno. Todos
eran mayores que yo, sin embargo, dejábamos alternar a otros el vo-
lante.
Era un vejestorio, por eso solamente lo sacábamos los fines de sema-
na. Duró con nosotros lo suficiente para darnos grandes satisfacciones,
noches memorables y besos llenos de juventud en todo el cuerpo. Un
par de años después se le descompuso el acelerador. Eso no nos deten-
dría, así que tuvieron que adaptarle un sistema para acelerar desde el
volante.
Era muy emocionante oír rugir la máquina de aquel tanque; no que-
maba llanta ni nada, mas eso no le quitaba su belleza. En la parte trasera
le habíamos colocado un letrero que decía “STOP, GAY” (detente, puto).
Un día de juerga y desmadre nos subimos como veinte amigos a la
limusina. Para colmo, habíamos trepado a una enorme perra que le de-
cíamos la “Negra”, que había parido unos días antes, por lo que sus ca-
chorros también venían ahí. Prendimos unos cigarros de marihuana y
subimos los vidrios. Unas cuadras más adelante nos detuvo una patrulla.
—¡Ya valió madre, Ricky! – comenté nervioso.
—Tranquilo, Marcelo, vamos viendo – señaló tranquilo.
— Ya, tranquilos – dijo alguien más entre la bola.
Mientras que nos poníamos de acuerdo, la perra empezó a ladrar
desesperada.
—A ver, calmados, no pasa nada – señalé muerto de risa.
Los oficiales pusieron su cara de asombro cuando vieron bajar a
toda la banda, amigos, amigas, perra y cachorros. No pudieron resistir
la risa y empezaron a carcajearse frente a los jóvenes delincuentes.
El De Soto murió cuando se le quedaron pegados los engranes del
cardan; por más que buscamos las piezas en varios huesarios de la ciu-
dad no las encontramos. Tampoco hubo una solución alternativa, algo
así como adaptarle otra transmisión, No hubo manera de que caminara
y lo tuvimos que abandonar.
Recuerdo que en la discoteca empleábamos toda clase de artimañas
para conquistar a las chicas, les decíamos que vivíamos en Palermo,

♦ 96 ♦
Delincuencia, Carcél y Algunas Persecuciones

una de las zonas más exclusivas de Buenos Aires, y que la limusina era
una herencia de nuestros abuelos millonarios. Diosnel Amancio Vera,
el Panadero y yo éramos los primeros en salir a bailar. El trompo era
yo, pues desde niño me encantaba hacerlo; improvisaba y nos reíamos
de nosotros mismos.
Diosnel tenía dos pies izquierdos, aunque eso no le quitaba lo en-
jundioso. Nada que ver en el futbol, ahí sí era un gran defensa, sin
embargo, para mover los pies al ritmo del baile era más bruto que un
buey de arado. Aquello era genial porque olvidábamos todos por un
momento nuestra historia, las penas y nuestros sonoros fracasos. No
había distancia más corta entre la felicidad y mi alma.
La fama de que el Barrio de la Boca es bravo tiene su razón de ser.
Desde su origen fue complicado por el gran número de inmigrantes
europeos, españoles, alemanes e italianos, además llegó gente del pro-
pio continente, peruanos, bolivianos y por supuesto, uruguayos. Fue
así como se enriquecieron las costumbres y tradiciones, la música y la
comida, sin embargo, hubieron revueltas muy importantes, auspicia-
das por las rencillas de los colores, razas y la resistencia propia de cada
nacionalidad.
Se forjaron muchas pandillas con rarezas enraizadas por la conser-
vación de un pedazo de tierra o zona comercial. Ahí entre esos reco-
vecos y callejones multicolores nació la letra del famoso tango “Ca-
minito”; Corría el año 1926 y la compuso Juan de Dios Filiberto. Son
150 metros aproximadamente, que lleva desde el riachuelo, pasa por la
Vuelta de Rocha y quizás a unos 390 metros se llega al templo sagrado
del futbol, la Bombonera, estadio del Club Atlético Boca Juniors. Ahí
jugaron todos los grandes de aquella época y generaban gran alga-
rabía con sus triunfos y campeonatos. Entre los nombres que lo hi-
cieron grande figuran Juan Román Riquelme, Roberto Mouzo, Martín
Palermo, Guillermo Barros Schelotto, Battaglia, Abbondanzieri y por
supuesto Maradona.
Todos ellos eran orgullosos guerreros de nuestra raza, de nuestro
barrio. Cómo pudiera yo tener otra historia si el suelo que pisaba y el
aire que respiraba inspiraba tantas cosas que corrían libremente por

♦ 97 ♦
Del Infierno al Cielo

mi sangre, por mi mente, tales como el amor al arte, a la música, al bai-


le, mi pasión por el futbol, por Maradona y sí, finalmente mi carácter
indomable, apegado a veces a la razón y otras a la locura que me daban
las drogas o el alcohol.
Una tarde de perros fue exactamente lo que pasó cuando me en-
frenté a Martín Maciel, un pandillero muy connotado en el barrio. Yo
amaba parejo a todos mis animales; si podía sentir cariño por mi enor-
me colección de arañas, cómo no iba a sentir lo mismo por mi cariñoso
“Cachirulo”, un perro callejero que estaba completamente ciego y en
sus ojos llorosos se podía observar cómo una nube blanca le llenaba
gran parte de la córnea. El contrincante “Benji”, igual de la calle, no
carecía de la vista como el mío; era igual de rabioso que su dueño, el
muy infeliz se le fue a la yugular a mi mascota.
Martín había bajado al barrio a comprar drogas y llevaba consigo
a su fiel can. Cuando me avisaron, fui lo más rápido que pude a ver
qué pasaba. Cuando observé la postura y prepotencia, indudablemen-
te me prendí como un cohete al despegar a la luna. Así que le canté el
tiro directo, primero porque dejó que su perro atacara así al pobre de
“Cachirulo”, y segundo porque vi en sus ojos el gozo de ver una des-
balanceada pelea.
—¡Qué poca madre tienes hijo de tu chingada madre! – aseguraba
rabioso.
—Cálmate, o qué vas a hacer, pinche flaco de mierda – amenaza-
ba con el puño en mi cara.
—¡Pues lo que quieras! ¡Ya estarás! – dije enfurecido.
Aquello fue una batalla épica, realmente colosal, ya que duramos
más de 38 minutos dándonos con todo lo que teníamos, sin miramien-
tos ni joteras. Martín pegaba con buena técnica. Me abrió la boca al
segundo golpe y me sacó el aire varias veces, pero yo también tuve mis
logros al pintarle sus ojitos morados.
—¡Te vas a morir putito! – lo amenazaba cada que podía, mien-
tras me limpiaba la sangre o la escupía en el piso.
—Calla y pégame bien – señalaba su mentón con su mano ensan-
grentada. Respiraba con dificultad.

♦ 98 ♦
Delincuencia, Carcél y Algunas Persecuciones

—Pues vente de frente. No te alejes, hijo de puta.


Le seguimos hasta que no pudimos dar un golpe más. Estábamos
exhaustos, jalando el aire con dificultad. Las huellas de la batalla se
mezclaban con sangre y moretones, que eran visibles por todos los
ángulos en que los espectadores nos miraran. Al final, algo pasó, de
estar completamente agotados pasamos a la risa nerviosa y de ahí a
la euforia. La gente a nuestro alrededor se nos quedaba mirando ex-
trañados. El viento estaba enrarecido, una mezcla de polvo de odio y
centellas multicolores. Las señoras se tapaban la boca como tratando
de evitar un contagio; los varones, por el contrario, gritaban eufóricos.
Cada quien tomó su bando. Creo que el par de perros, el Cachirulo y el
Benji, se sentaron a vernos. No estábamos enfermos de nada, solo fui-
mos un par de locos defendiendo lo que para nosotros era importante.
—¿Qué me ve, señora, nunca ha visto un hombre pelear? – cues-
tionó Martín levantando la voz a la gente que se había arremolinado
para ver nuestro triste espectáculo.
Sin importar nada a nuestro alrededor, nos dimos la mano y sella-
mos un sobresaliente pacto de amistad.

♦ 99 ♦
LA CORRECCIONAL,
ESCUELA DE ABUSOS

N o es difícil imaginar que caí varias veces en la correccional. Fue


bastante traumático vivir esa experiencia, pero creo que ese es
el objetivo de ese tipo de lugares. Ahí pude observar de frente y sin
ninguna clase de filtros los cientos de abusos en contra de niños y ado-
lescentes, algunos de talla media y también a los más pequeños. Y no
es que yo fuera muy grande, tenía unos catorce años, pero reconozco
que fui muy afortunado, ya que encontré a alguien en el interior de esa
escuela del terror que me ayudó bastante, pero ni él pudo evitar que
fueran dos meses terribles.
Llegando, luego, luego ya me querían dar baje con mis tenis.
—A ver, a ver. Miren, ya tenemos zapatitos nuevos – dijo un pe-
lado prieto y larguirucho con los pelos parados.
Las instalaciones sanitarias eran casi inexistentes; los olores se es-
parcían por todos lados. Las literas eran dignas de un gueto de la Se-
gunda Guerra Mundial, la comida era bastante asquerosa, sin sabor,
carente de colores atractivos, y el tipo de reclusos eran mucho peor que
yo. Ahí adentro estaba una parte de la famosa banda de “Los Tucu-
manos”, que eran los reyes del lugar. Mi ángel en el interior del reclu-
sorio fue el ilustre Rafa, un camarada de pelo crespo y negro como su
conciencia. Él era del Barrio la Boca, y por lo mismo me conocía bien.
Afortunadamente lo respetaban mucho ahí adentro.
—¡Brujita, tú qué haces aquí adentro, hijo de puta! – y alzaba los
brazos esperando que lo abrazara.

♦ 101 ♦
Del Infierno al Cielo

—Nada, mi Rafa. Pues ya ves, me agarraron haciendo un trabajo


– dije cortante.
—Ven acá, aquí debes andarte con cuidado. Observa a tu alrede-
dor. No debes confiar en nadie, me escuchaste, en nadie – y abría los
parpados más, para hacer convincentes sus recomendaciones.
Los celadores del lugar eran abusivos y ojetes, tal como sus unifor-
mes cenizos y nauseabundos; siempre buscaban cualquier excusa para
jodernos. Era un ambiente podrido, donde la justicia era una infame
ramera. Delincuentes cuidando a delincuentes, ese era el sistema en
el que estábamos inmersos. No había más que cuidarse de todos, a su
gusto movían los hilos de los títeres que estábamos ahí presos.
Por las noches se escuchaban golpes y gritos. A los nuevos los
ablandaban con ciertas rutinas y a los viejos e influyentes los dejaban
en paz, pues sabían que tenían conexiones en el exterior. Varias veces,
cuando estábamos en el patio, organizaban en círculos las peleas, y al
aire, alguno de ellos preguntaba:
—A ver, tú, Marcelito, ven acá, hijo de puta. Señala entre todos
estos pendejos a quién le traes ganas – decía el jefe de los celadores.
Así nos hablaban, era parte de nuestra cultura y de su rol en la vida
del plantel, por lo que era obligatorio que nombrara o señalara en
contra de quién quería agarrarme a golpes. Los castrantes celadores
ponían las reglas y estas eran muy claras: la pelea tenía que ser has-
ta declarar un ganador, debíamos rompernos el hocico, que la sangre
corriera dando una fehaciente muestra de que lo hicimos con huevos,
nunca como un juego o por librarla.
Yo tenía la experiencia con mi jefe, así que no me iba tan mal, aun-
que había presos más grandes. Algunos de ellos llegaron a la correccio-
nal de menores en vez de a la cárcel de Devoto, que es la de los mayo-
res, porque mentían acerca de la edad que tenían, porque eran chavos
sin papeles o registros, que vivían en la calle, gente sin ley. Eso pasaba
todos los días. Por las noches varios internos debían estar muy atentos;
sé que algunos de ellos no dormían por cuidarse el trasero y la espalda.
El líder de los “Tucumanos” tenía unos 25 años; estaba enorme para
todos, gordo y mal encarado, apestaba la mayor parte del tiempo.

♦ 102 ♦
La Correccional, Escuela de Abusos

Él y toda su gente eran bastante sádicos y abusaban sexualmente de


varios chavitos. Recuerdo en especial a un tal Lalito o Eduardo, del-
gado, de tez blanca y mirada solitaria, quien sufría de todo tipo de
vejaciones: le embarraban excremento en la cara y lo orinaban cuando
estaba dormido, les valía madre todo.
En esos años no había cámaras de seguridad. Uno se pone a pensar
mucho; hacer teorías era frecuente en mi mente. Tal vez los mismos
celadores recibían algún tipo de soborno para hacerse de la vista gorda
o a mansalva gozaban con el sufrimiento de los demás. Había uno en
especial, un tipo bastante alto, fortachón, güero de ojo verde con mira-
da penetrante y risa sarcástica, a quien le encantaba abusar golpeando
a todos. Ellos manejaban la ley a su antojo, por eso se sentían libres de
hacer toda clase de desmanes.
Aunque me cagaba de miedo, cuando lo creía pertinente trataba
de calmar al líder de los “Tucumanos”, intentando que le bajara con
el chavito, y si miraba una oportunidad me le acercaba a Lalito para
aconsejarlo con mucha discreción.
—¡No te metas por allá! – dije en voz baja.
—Yo no les hago nada – se quejaba conteniendo el llanto.
—Trata de dormir cerca de la puerta, no seas burro – sugería.
—No me dejan dormir ahí, no es mi cama aseguraba.
—Hazte el enfermo para que te den ese lugar de allá, ahí estarás
más seguro. Y yo cuando pueda te ayudo, pero no vayas a decir
nada. Tú callado, lo que veas calla, lo que oigas calla, boludo – le se-
ñalaba mirando sus ojos, los cuales estaban tapizados de inocencia.
—Lo haré. Gracias – recalcaba.
No podía hacer más por él, era meterme en la boca del lobo, porque
como quien dice yo era de los malos; pero me frustraba demasiado lo
que estaba sufriendo, una parte de su inocencia la sentía mía, como la
que yo perdí esa tarde tan jodida en manos de Andrés y sus cuates en
el conventillo.
Rafa dormía en la litera contigua a la que yo estaba y nadie se me-
tía con él ni conmigo, así que durante ese tiempo solo fuimos especta-
dores de ese delirante espectáculo de violencia y rastrera sexualidad.

♦ 103 ♦
Del Infierno al Cielo

Un par de semanas después, el respaldo de Rafa desapareció; salió li-


bre, así que aún tenía que librarla mes y medio más. Afortunadamente
cuando se fue, los “Tucumanos” me respetaban más, así que nadie se
metió conmigo.
La Chola iba a visitarme junto con mis padres, y eso para mí fue un
detalle importante. Ya había dejado de ser la novia de Jorge Castro.
Después anduvo unas semanas con Ricky Pereira, lo cual era muy vá-
lido, ya que nos juntábamos todos en la misma esquina, Hugo Pereira
y Marcelo Rojas, así que la novia de uno al rato era la novia del otro.
Ya que terminó con Ricky la cancha estaba libre para que entrara en
acción la Bruja. Primero fuimos grandes amigos, era en realidad bonita
y agradable en su trato. Entre todas sus posibilidades, Marcelo Yaguna
era el peor de todos, pero al parecer eso nunca le importó. Ella siempre
se hacía presente con algún detalle importante. Llegaba muy peinadita
y bien vestida, como muñeca, sosteniendo entre sus manos una nota en
un papel perfumado con unos corazones y nuestros nombres en medio
de ellos, o bien me llevaba algo de comer. Aquello representaba quizás
la esperanza de vivir el primer amor; no lo sabía en realidad.
Después de que cumplí el tiempo reglamentario salí libre, pero des-
graciadamente no me sirvió de nada la amarga experiencia. En aquel
momento, en la situación en la que vivía no valoraba mi libertad, así
que volví a caer en la cárcel varias veces más. Todo el tiempo me man-
tuve en el viaje con los demonios muy de cerca, el alcohol y las drogas,
pésimas consejeras.
—¿Qué pasó, flaco? Ya libre por fin – decía el Gallinita antes de
darme un abrazo.
—Ya libre por fin. Habrá que ponernos más atentos – señalaba
apuntándole la cabeza con mis dedos, simulando una pistola.
Con el Gallinita y los otros nos alternábamos las visitas a la correc-
cional. A veces yo la libraba y me desaparecía unos días, otras veces yo
era el que estaba adentro.
Regresé al conventillo, seguía viviendo ahí solo entre las arañas y
mis frustrados sueños de maleante, pero aún así lo aproveché al máxi-
mo. Me llevé a parte de la banda a la casa. Todo el día teníamos fiesta

♦ 104 ♦
La Correccional, Escuela de Abusos

y desmadres, nos drogábamos a todas horas; probé nuevos químicos y


menjurjes. Empecé a juntarme más con el Negro Cantero, un flacucho
ojeroso de piel morena que tenía cara de pocos amigos y se dedicaba
de lleno al robo de casas, así que después de un tiempo razonable tam-
bién aprendí ese oficio. Toda la plata que conseguía era para comprar
más hierba y alcohol; me alimentaba de refrescos y pan dulce.
Un lunes por la mañana, Cantero me regaló mi primera pistola, cali-
bre 22 larga. Jamás la sacaba sin motivos. La utilicé muchas veces, pero
solo para amedrentar y unas más para golpear. De vez en cuando iban
a visitarme mis padres. Supongo que me extrañaban.
—Hola Marcelito. ¿Cómo estás?
—¿Qué haces aquí, madre? – cuestionaba.
—Me trajo Manolo. Ambos queríamos verte – decía.
—Nada, aquí ando en lo mismo. Ya sabes, trabajando – sostenía.
Toda la conversación se limitaba a unas cuantas palabras, nada y
eso resultaban lo mismo. En esa época rompí varias veces la primera
regla de la banda, no robar en el barrio. Nos avisaron que por la par-
te de atrás del conventillo habían visto unos camiones que llevaban
bicicletas, así que ni tardos ni perezosos preparamos todo para ver si
podíamos hacer algo productivo con ellos. Llegamos al lugar pactado,
aquello parecía sencillo, romper unos candados y sacar las bicicletas de
la caja de un camión, sin embargo, los tres que acudimos a la cita está-
bamos muy pasados de tragos, el Negro Cantero, Gallinita y la Brujita.
—Manos a la obra, compañeros, otro… trabajo más… para la
banda de los “mira bustos” – arrastraba la lengua al intentar escupir
las palabras.
—Venga, que no se diga que no sabemos hacer nuestro trabajo –
recalcó el Negro.
El único más o menos cuerdo era Gallinita.
—Oigan, estamos muy mal aquí, hay mucha luz y no estamos
bien…¡mejor otro día lo hacemos! – dijo nervioso.
Lamentablemente su temblorosa voz envuelta en advertencia llegó
demasiado tarde. No pudimos abrir el candado de atrás, fuimos torpes
e indecisos sobre cómo hacerlo. Yo llevaba una bujía para estos casos

♦ 105 ♦
Del Infierno al Cielo

y rompí el cristal del conductor y me metí a la cabina. Estaba súper


drogado, quería prender el camión y llevármelo, pero tal como nos lo
advirtió nuestra frágil conciencia, nos agarraron y otra vez caí preso.
Al romper la primera regla, las demás se siguieron en cascada.
Otra vez a la correccional de menores. Eso era como acudir nue-
vamente a la escuela. Ahí seguían varias caras conocidas, amigos y
enemigos, olores y sabores, abusos y desenfrenos. Era penoso estar de
nuevo ahí por la absurda terquedad y valentía que nos metíamos a
huevo por medio de las pastillas, polvos y cigarros.
La Chola seguía ahí conmigo, apoyándome como podía. Al salir
de la cárcel no me quedó otra que regresar con mis padres. Cuando
toqué a su puerta iba como perrito con la cola entre las patas. Unos
días estuve deprimido, no quería ver a nadie, sabía que Sandra iba a
visitarme, pero no salía del cuarto. Muchas veces Mabel la encontraba
a la entrada de la casa esperando a que llegara alguien. Hablaba con
ella por las noches. Desconozco los temas que trataban; seguramente
yo estaba entre ellos.
Pasada mi depresión empecé a salir de la casa, quería conocer el
lugar. Caminé sin rumbo fijo. El cielo quería caerse a pedazos, negros
nubarrones alertaban un posible chubasco, así que me di la media
vuelta y regresé. Llegando a las calles de Chile y Pasco me topé con
un grupito de chavales; estaban ahí fumando y contando anécdotas de
policías y ladrones. Me acerqué con cautela y reconocí a uno de ellos;
había estado en la correccional. Nos saludamos y me presentó con los
demás. Era gente que se dedicaba a lo mismo que yo, así que también
con ellos comencé a perpetrar todo tipo de delitos: coches, casas y has-
ta los raquíticos autoestéreos.
Me seguía drogando con varios de los que andaban en la bola, al-
gunos de los cuales eran gente bastante peligrosa. En una ocasión me
presentaron al Cacho Pérez de San Cristóbal, un súper pillo dueño de
un taller donde desvalijaban autos. En su banda trabajaban también el
Alejo y el Uruguayo, quienes tenían arreglos importantes con la Co-
misaría 18. Su jefe era exageradamente corrupto, permitía el robo de
autos porque eran sus propios encargos; se los entregábamos a ellos y

♦ 106 ♦
La Correccional, Escuela de Abusos

esos vehículos se llevaban a otros países. Toda una red muy bien es-
tructurada, que aparte distribuía cocaína en cantidades enormes.
Se me viene a la mente una vez que estábamos en uno de los garajes
del Cacho Pérez. Él andaba muy sonriente, tenía razones para estarlo,
pues las ganancias de sus negocios crecían exponencialmente. Seguro
por eso fue que caminó hasta el fondo del lugar, abrió la cajuela de un
coche viejo y sacó de ahí una bolsa perfectamente encintada color cane-
la. Después la colocó sobre una mesa de metal y con una navaja cortó la
cinta. La recompensa eran varios kilos de coca, premiando así nuestro
esfuerzo. Dejó que todos nos drogáramos a “full”. Con el jefe no había
límites, nadie de los que estábamos ahí sabíamos lo que era eso.
—A ver señores, aquí les tengo esta mercancía recién llegada. Es
para todos, así que dense gusto – dijo el Cacho orgulloso.
—Aquí no hay límites mientras sigan así de cumplidores – se-
ñalaba su brazo derecho, un cuate pelón de ceja ancha y nariz de
pelota.
Cuando me tocaba llevar lo robado a ese taller me ponía muy mal.
Era el peor lugar para mis adicciones. En mi locura me ponía a ver
la televisión, a veces me tocaba la suerte de que jugara mi equipo, el
Boca Juniors. Observaba el partido como si estuviera en el estadio, po-
día gritar como loco, cantar, bailar, había bastante de todo: cervezas
y droga. Por todos lados estaba bien servido, así que para cuando se
acababa el partido, yo ya estaba muy mal. Me quedaba completamente
ido, sentado con la boca abierta, babeando como un bebé y con los ojos
desalineados. Por horas me quedaba ahí en el limbo. Podía llover o po-
día morirme de frío, pero aun si apagaban el televisor o se iba la luz yo
seguía en la misma postura, mirándola como si estuviera encendida,
totalmente perdido por la cantidad de droga que ya me había metido.
—¡Marcelo, vámonos de aquí! Esto ya se acabó – decía uno de los
que cuidaban el garaje, y reía al ver que no reaccionaba.
—¡No te escucha, el puto! – decía otro de los que ahí trabajaba.
—¿Qué no lo ves? Mira cómo está. Anda en un viaje muy largo
este cabrón – hablaba Luisito, quien me señalaba y hacía gestos con
sus manos imitando cómo consumía la droga.

♦ 107 ♦
Del Infierno al Cielo

Llegado el momento me aventaban una manta en las piernas, apa-


gaban las luces y me dejaban ahí, dormido. A veces me despertaba en
la madrugada, totalmente solo, jalaba la manta y me dormía de nuevo,
a perseguir mis sueños.
A la mañana siguiente entraban los mecánicos, limpiaban todo de
vuelta y me sacaban a empujones del lugar para poder trabajar. Me
sucedió varias veces que amanecía ahí sin saber qué día o a qué hora
había llegado.

♦ 108 ♦
HUELE A BODA
Y A MÁS PROBLEMAS

E stando en esas pésimas condiciones psíquicas y económicas le


sumé un pequeñísimo problemita más a mi deplorable condición.
“El amor tuvo la culpa”, me aborda nuevamente la voz en mi cabeza.
Creo que está de más explicarles por qué no debí tomar esa deci-
sión, por lo menos en esos momentos tan álgidos y complicados. Claro
que mi corazón tenía poderosas y justificadas razones para hacerlo.
Fue por la tarde, después de comer, que me encontré con Sandra
como de costumbre, en la esquina de siempre, pero su cara se notaba
diferente, no había sonrisas ni besos; estaba afligida, con los ojos cris-
talinos, como una pompa de jabón a punto de estallar.
—¿Qué tienes? – pregunté.
—Nada – dijo agachando la cabeza.
—Cómo nada, chaparrita. Se te ve en los ojos y la cara.
—Tuve una discusión muy fuerte con mis padres – dijo aga-
chando la cabeza.
Así me enteré esa tarde de lo que había ocurrido. Todo empezó en
un tono medio, con algunos reclamos aislados del papá, se siguió con
manoteos y gritos, para terminar con dos platos rotos y una cantidad
severa de ofensas.
Total, tuvo un día terrible en su casa, y sé que eso ya había ocurrido
otras veces, por lo que no me extrañaba mucho, pero ese día, 11 de
febrero, estalló la bomba en serio y la corrieron de su casa. “De seguro
por defenderme, fue mi culpa “, pensé.

♦ 109 ♦
Del Infierno al Cielo

Aunque no me lo dijo, yo sabía que su papá no me quería cerca de


ella, y hoy confieso que, a mis 46 años, teniendo a mis hijas e hijos de
por medio, le doy completamente la razón a su protector. “Lo evidente
no se discute”, decía mi abuelo. En su familia no era el yerno predilec-
to, así que con la culpa de por medio, el amor de testigo y las lágrimas
secas en el rostro de ella, le comenté que se fuera a vivir conmigo, que
estaríamos bien juntos. En realidad, me llevaba muy bien con Sandra,
y era para mí quien mejor me conocía y aceptaba, en las muy pocas
buenas y en las sobresalientes malas, endosado por mi complicada
condición de asaltante y drogadicto.
—¡Sí, hagámoslo! – comentamos los dos tomados de la mano.
—Perfecto. Pues iré a hablar con mis padres.
—Yo también haré lo mismo – dijo ella, levantando los brazos de
felicidad, como si hubiera anotado un gol Carlos “el Apache” Tevez,
uno de mis grandes ídolos de la época.
Tenía como 18 años más o menos cuando aceptamos el compro-
miso de vida. Estaríamos juntos y mejor que ahora, así que bastante
emocionados llegamos a casa de mis padres, en la calle Chile número
2174. Creo que para ella, como para cualquier mujer, recibir ese tipo de
invitaciones o compromisos son un punto de partida para pensar en el
matrimonio o en algo serio.
A Manolo y a Mabel los noté primero angustiados, pero pocos mi-
nutos después surtieron efecto algunas de las promesas que tanto la
Chola como yo les señalamos, y fue así como la postura cambió. En sus
rostros se dibujó una sonrisa complicada, era una mezcla de felicidad
y satisfacción. Hace mucho tiempo que no observaba eso. No sé en rea-
lidad si estaban contentos por nuestro compromiso o por las palabras
huecas del compromiso de vida que les externamos para que acepta-
ran, pero fue así como le dieron permiso de que se quedara en la casa.
Poco después nos fuimos acomodando, pero no era fácil por el ca-
rácter de mi padre. Fue muy triste eliminar, una a una, las promesas
que hicimos unas semanas atrás.
Ya metidos en gastos decidimos hacer una fiesta muy grande para ce-
lebrar. Manolo consiguió una cantina en Suárez y Nicochea de muy buen

♦ 110 ♦
Huele a Boda y a Más Problemas

tamaño en el barrio de la Boca; el evento fue para unas trescientas personas.


A partir de la recepción, y sin necesidad de ninguna justificación
de por medio, yo seguí la fiesta durante todo un mes, y seguramente
por eso decidí que ya era tiempo para casarnos. Ella me llevaba varios
años, así que confié en su juicio más que en el mío.
La iglesia estuvo llena de amigos, parientes lejanos y otros cercanos.
Todos estaban ahí mirando aquel espectáculo circense, con un padre
orgullosamente borracho y una madre nerviosa que consiguió, de no
sé dónde, los anillos de bodas. Ese fue su regalo.
La decoración del lugar estuvo a la altura del evento, después de
todo no se casa uno todos los días. Había flores blancas y rosas, pétalos
que se esparcían desordenados entre la fe y nuestras ganas de terminar
finalmente consagrados. Cuando llegué al altar estaba completamente
ebrio; fue realmente un milagro que el cura decidiera darnos la buena
fe de Dios. Creo que ninguno de los tres sabíamos lo que hacíamos.
—Sí acepto – dijo apretando mi mano, tratando seguramente de
que controlara un poco mis gestos y expresiones.
—Marcelo, ¿aceptas a Sandra como tu esposa? – preguntó el párroco.
—Sí, acepto – señalé sonriendo y deteniendo mi cuerpo contra la
banca donde nos teníamos que hincar. No tenía que repasar men-
talmente ningún diálogo profundo o darle explicación de por qué
estaba ahí, solo tenía que decir que sí.
—Padre, ¿ya nos podemos ir? – señalé acomodando un poco el
corbatín que llevaba en el cuello que, como siempre, me apretaba.
—Sí hijo, ya pueden ir en paz, como marido y mujer – levantó su
mano derecha para darnos la bendición.
Dada mi condición, me perdí de todos los detalles sentimentales,
pero lo que sí recuerdo fue cuando dije “amén” y escuché un so-
noro aplauso a mis espaldas. No me pregunten quiénes fueron mis
padrinos, pero sé que mis papás ahí estaban y mi suegro, porque
la mamá de la Chola seguía en México. No sé cuántos invitados
estuvieron ahí, pero la iglesia estaba llena de caras nuevas con trajes
muy a la moda y peinados muy elegantes. Se tocaron en el órgano
cantos desconocidos para mis oídos. Sé que ella vestía de blanco y yo,

♦ 111 ♦
Del Infierno al Cielo

quizás por mi conciencia, debí vestir de negro, sin embargo, vi en las


fotos, pocos días después de que me casé, que también opté por vestir
de blanco, pues era la moda de esos años.
Salimos de la iglesia llenos de abrazos, buenos propósitos y con
grandes cantidades de arroz que nos arrojaron a los dos. Era como una
lluvia de estrellas disfrazada de exaltación y preocupación.
—¡Felicidades!
—Son apenas unos niños – escuché con claridad la voz de una se-
ñora que tenía arrugas hasta en los dientes y con orejas muy alargadas.
—¡Lo mejor por venir! – dijo algún caballero con voz de ultratumba.
Una vez que estuve casado no hubo corrección del rumbo que lle-
vaban mis acciones. Seguí con más ahínco mi carrera delictiva, la cual
a mi entender iba en ascenso, vendiendo todo tipo de droga y robando
autoestéreos.
La banda se hizo más fuerte, nos fuimos diversificando. Irónica-
mente, así mantenía y ayudaba discretamente a mi familia, excepto
a mis padres; ellos jamás tomaron un peso mal habido. Recuerdo con
claridad que le compré unos zapatos a Mabel y esta, en su sospecha de
mis actividades, me los regresó ofendida por medio de Sandra.
Nos topamos con todo tipo de situaciones. Hubo una corta tempo-
rada que trabajábamos bajo las órdenes de un jefe militar. Nos pasaba
una lista de coches que debíamos conseguirle y no había manera de
negarnos. Eran trabajos seguros, pues teníamos respaldo de gente
muy pesada.
A veces eran cinco autos, otras veces hasta diez unidades, algunos
de ellos bastante complicados de encender o abrir sin dañar sus inte-
riores. Ya que los entregábamos se los llevaban a Rosario para clonar
las llaves y modificar las placas metálicas de identificación.
Mi mujer sabía en lo que estaba metido, y en un principio ella no
consumía nada de drogas, pero con el paso de los meses, y por la si-
tuación en la que se desempeñaba su flamante marido, agarró algunos
vicios, quizás para perder la noción del tiempo o tal vez para agarrar
fuerzas y aceptar la nueva condición de su vida. Así la cocaína apare-
ció en sus sentidos por primera vez.

♦ 112 ♦
Huele a Boda y a Más Problemas

Después se nos vinieron tiempos complicados en casa de mis pa-


dres y no hubo otra opción que regresarnos a vivir a La Boca. En una
plática después de degustar nuestros sagrados alimentos, me enteré en
voz de la Chola que El Negro Sarmiento se había casado con una mujer
de raza negra, era muy bonita, por lo que me platicaron, sin embargo,
perdió la vida trágicamente en la labor de parto. Por las pésimas con-
diciones en las que se quedó El Negro decidió dejar en la casa de mis
padres a su hijo. Mabel no se negó, a pesar de su condición, a recibirlo
y tratarlo como un hijo más.
Luisito, mi compadre “Vicky” y yo manteníamos ya una buena ban-
da. Entre los tres pagábamos la renta en el conventillo, estábamos muy
organizados y yo seguía ayudando a quien podía, a quien menos tenía.
Esa enseñanza la mamé del pecho de mi madre, así que nunca lo dejé de
hacer, ni ebrio, ni drogado, ni siquiera sin plata, siempre buscaba el modo.
Cuando compré mi primer coche este sirvió de ambulancia un sin
número de veces para la gente que me conocía, ya que solía llevar a
altas horas de la noche a vecinos que recurrían a mí por apoyo, algunos
baleados, otras embarazadas o con malestares generales, que necesita-
ban ser atendidas por un médico profesional, no por su esposo, esposa
o familiares.
—¿Y ese ruido, Marcelo? – preguntó el “Vicky” en la madrugada.
—¿Qué ruido, compadre? Ya duérmete, no es nada – y cuando
pretendía acomodar mi cabeza en la almohada, escuché varios gol-
pes desesperados detrás de mi puerta.
—¡Es la policía, no chingue! dijo dando un brinco a la puerta.
—Deja ver. Calma – señalé muy tranquilo, algo raro en mí.
Abrí la puerta. Era una doña de la planta baja, llevaba en brazos a
uno de sus hijos, sudaba copiosamente y temblaba.
—Parece que le cayó mal algo de lo que come en la calle este mu-
chacho desobediente. Ya le di medicina y no le hace ningún efecto.
—¿Me ayudas, por favor? – decía la mujer llorando.
—Vístete, compadre. Vamos, ayúdame a llevarlo al hospital – in-
dicaba mientras corrí a ponerme la camisa.
—Muchas gracias, joven, no sé cómo agradecerle.

♦ 113 ♦
Del Infierno al Cielo

Y así salimos volando para llevar al chaval ese, que se veía bastante
mal. Llegamos con el doctor González, un tipo que me tenía cariño,
ya que era conocido de Manolo. Él y otra enfermera regordeta de pelo
chino lo estabilizaron.
En esa semana llegó a mis oídos una convocatoria de baile sobre un
concurso de “break dance”, un tipo de baile que se estaba poniendo
de moda en todo el mundo, eran pasos quebrados, no continuos, con
música pop, de “beats” intermitentes que facilitaban llevar el ritmo.
Algunas rutinas eran arriesgadas, se tiraba uno al piso, como cuando
los soldados pretenden cruzar las líneas enemigas debajo de los alam-
bres llenos de púas. Me sabía poseedor de mucha facilidad para eso, y
aparte, solía meterle un sello muy personal, así que tomé la iniciativa y
me inscribí. El premio era un viaje al hermoso paraíso de Bariloche. El
sitio donde se llevaría el concurso era en el boliche de Florencio Varela.
—Lo voy a ganar – les presumía a mis amigos. Me pasaba varias
horas ensayando, viendo videos y aprendiendo nuevas técnicas.
—Dale, Marce, eres grande – aseguraba Gallinita, quien siempre
estaba ahí para aplaudirme o poner la música adecuada.
—No te confíes – dijo la “Chola”, preocupada.
Todos mis amigos estuvieron ahí, echándome porras; fue algo muy
motivante, sentir los gritos y saborear la competencia. Hubo varios re-
tadores importantes: de Rosario un chaval delgado y güero que se mo-
vía con muchas gracias, de Tucuman un gordito mostró grandes capa-
cidades al llevar el ritmo, sin embargo, tal como lo había pronosticado,
gané el premio. Me sentí muy en confianza. No sé si sería la droga que
llevaba en mi sistema nervioso, pero todo salió de maravilla; gozaba
mucho la música, el baile y llamar la atención de propios y extraños.
Sin embargo, nunca me entregaron el premio. Di muchas vueltas para
cobrarlo, pero nadie me tomaba en cuenta; era un chico de la calle a
quien el destino le dio facilidad para bailar.
Corría el mes de febrero cuando me enteré de que mi compadre
se había divorciado en el Carnaval de Buenos Aires que acababa de
terminar. Lo habían cachado teniendo relaciones con la esposa de otro
amigo, José, y el karma se la regresó, pues su mujer también le puso el

♦ 114 ♦
Huele a Boda y a Más Problemas

cuerno con otro conocido. Es que en época del carnaval sexualmente


pasaba de todo en la ciudad; era un desmadre total al cual decente-
mente le llamábamos fiesta.
Los carros alegóricos llenaban las calles de algarabía, luces, serpenti-
nas, música y cohetones en el viento y en el cielo. Iluminaban el horizon-
te de las principales avenidas; era grandioso para el pueblo argentino,
pues olvidaban por unos días el dolor de la dictadura y de sus desapa-
recidos. Poco después, Sandra me empezó a joder que nos cambiáramos
de donde estábamos. Ella ya había dejado de drogarse, así que se volvió
obsesiva con que también lo tenía que dejar yo, pues no se sentía nada
segura con todo lo que hacía, veía que iba de mal en peor. Si no eran las
drogas, era el alcohol o los negocios riesgosos que practicaba con tanta
gente, hasta cierto punto indeseable para su criterio.
—Marce, vámonos de aquí. No podemos continuar así – comentó
—Te entiendo boluda – dije meditabundo.
—La verdad yo no quiero terminar mis días aquí en estas condi-
ciones. Créeme que te puedo ayudar. Sácame de aquí – decía preo-
cupada.
—Está bien. Voy a ver qué puedo hacer. No sé, no te garantizo
nada – dije despreocupado. No entendía bien lo que pasaba por su
cabeza, pero noté la desesperación en sus ojos.
—¡Gracias, Bruja! – se levantó de la silla y besó mi frente.
—No me agradezcas nada aún. Vamos a ver cómo se acomodan
las cosas, ¿te parece? ¡Por mí no va a quedar!
Manolo tenía, en ese tiempo, otro local con su supuesto gimnasio.
En un principio, las personas de las colonias aledañas acudían ahí por
su experiencia y por el campeonato que obtuvo en 1967. En el inte-
rior vendíamos diferentes jugos y fruta picada. Yo le ayudaba con eso,
o por lo menos eso intentaba hacer. Me dejaba responsable del lugar
mientras él viajaba a darle una vuelta a sus otros compromisos.
Poco tiempo después, ese lugar con raíces boxísticas y olímpicas se fue
convirtiendo en un vapor para homosexuales. En el piso quedaron solo
un par de pesas oxidadas que nadie se molestaba en mover, ni siquiera
en tocar, estaban ahí para darle un sentido al nombre de “gimnasio”,

♦ 115 ♦
Del Infierno al Cielo

ya que varios de los clientes supuestamente se ejercitaban con ellas. En


realidad el ejercicio se llevaba en los cuartos donde estaban colocados
los camastros de masajes, un lugar obscuro donde el vapor y la hume-
dad provocaban una sensación de privacidad. En algunas televisiones
que teníamos se exhibían todo el día películas pornográficas, y debo
reconocer que tuvo cierto éxito, ya que duró ocho largos años abierto
ese singular negocito.
Después de un tiempo razonable junté algo de plata de los negocios
buscando darle un gusto a mi mujer y que finalmente nos pudiéramos
mudar. Al salir de mis trabajos localicé, en la Suárez y Caboto, un de-
partamento que estaba justo en la esquina; era un buen lugar. Sandra
estaba feliz cuando le comenté, porque ya no viviría en el oloroso con-
ventillo. Era un departamento de concreto y no de lámina repintada.
Estaba pequeño, aunque no necesitábamos más. Para la familia Yagu-
na ese cambio de aires representaba el progreso y eso tenía ya un sabor
agradable, tal como un mate bien caliente.
Una tarde estando en el “gimnasio”, Manolo jaló una silla y me hizo
señas para que me sentara con él a charlar. Parecía estar tranquilo, se
frotaba sus enormes manos, jalaba su pelo para atrás y agachaba de
vez en cuando su cabeza para mirar el reflejo de sus zapatos. Estába-
mos ahí a punto de abrir una larga conversación de padre a hijo, sin
alcohol de por medio. Se enderezó echando sus hombros para atrás y
tosió un poco para afinar su voz.
—Marcelo, quiero ver contigo qué planes tienes para tu futuro
dijo solemnemente.
—Pues ayudarte aquí, me imagino – acepté eso como mi porve-
nir, no aspiraba a más realmente.
—Aquí junto están unos locales donde podemos poner un negocio
de comida y cervezas. ¿Cómo ves? – preguntó entrelazando sus manos.
—Claro, qué tan difícil puede ser pensé tontamente.
—Quiero que te enfoques – recalcó.
Ciertamente que atrás del “gimnasio” había un local comercial,
el cual Manolo había visto y había negociado con el dueño para po-
ner un pequeño restaurante. Fue así como lo abrimos. Me sentía muy

♦ 116 ♦
Huele a Boda y a Más Problemas

orgulloso de poder llamarle a algo “mi negocio”. Teníamos venta de


carne asada, empanadas típicas y cerveza fría. No sé cuantos meses ha-
brán pasado, ni todo lo que hice, ya que en mis condiciones mentales
aquello era patéticamente tirar dinero a la basura. Yo era un total de-
sastre, sin aspiraciones, cero organizado y con los vicios a tope, drogas,
alcohol, y aparte seguía delinquiendo.
Todo terminaba en regaños posteriores, consejos y golpes en mi ca-
beza que me daba Manolo para tratar de enderezar mi rumbo, pero fi-
nalmente nos dimos por vencidos y cerramos el negocio. Después de un
tiempo razonable, entendimos que era meterle dinero bueno al malo.
—¡Ya estuvo, Marcelo, hasta aquí llegamos! – comentó Manolo
con la calculadora en mano. Por más que le picaba no entendía cómo
no había inventario.
—¿Estás seguro?, no sé, a lo mejor si hacemos algunos cambios –
no tenía idea de lo que estaba hablando.
—Sí, estoy seguro.
Si había un poco de ganancias y tenía que comprar cervezas o carne,
no lo hacía; en vez de eso compraba drogas. Y si tenía inventario me lo
terminaba chupando o comiendo. La mayor parte del tiempo las pérdi-
das eran mayores que las ganancias. No es excusa, pero realmente no
tenía ni puta idea de cómo manejar un restaurante o ninguna clase de
negocio. No sabía ser responsable de nada, nunca lo había sido. ¿Por
qué eso tenía que cambiar?
En torno a los locales que tenía Manolo se manejaban muchos in-
tereses, algunos de los cuales iban en contra de una banda del barrio.
Una noche de mayo regresaba de cobrar unos cuantos pesos por haber
participado en un evento artístico. Era poca plata porque no comple-
tamos el trabajo; por borrachos nos corrieron de los ensayos. Total que
veníamos caminando Sandra y yo rumbo a la zapatería de mi viejo. La
tarde pardeaba y pronto el cielo gris sería mucho más obscuro. Obser-
vaba mis pasos, bailaba un poco con ellos y sonreía mirando al cielo.
Eso de la artisteada me gustaba, me daba satisfacciones; lástima que
ahora el alcohol me arrebataría una buena oportunidad para triunfar
en los escenarios. En eso íbamos cuando va siendo mi sorpresa que al

♦ 117 ♦
Del Infierno al Cielo

dar la vuelta en la calle del negocio, veo que unos tipos estaban ame-
drentando a mi padre. Lo amenazaban con gritos y brazos alzados,
pretendían prenderle fuego a los locales si no les cambiaba cervezas
calientes por las frías que tenía mi padre en el local. Era algo risorio el
asunto en realidad, aunque muy serio por el objetivo que perseguían;
no se podía tomar a broma ninguna palabra en esos decibeles.
—¿Qué pasa, Manolo? – pregunté preocupado.
—¡Tú no te metas, hijo de puta! – dijo uno de ellos.
Por lo menos eran siete tipos, con cara de malandrines. Tenía la sos-
pecha de que podrían andar armados o con navajas. Afortunadamente
lo único que intercambiamos de inicio fueron golpes.
—¡Cómo que no me meta si este es mi padre, cabrón! – comenté
presuroso.
Fue con esas palabras que terminó nuestra charla. Desconté rápido
a un flaco muy alebrestado, se agachaba y se movía según él al esti-
lo de Mohamed Ali. Lo cacé muy bien observando sus movimientos;
eran muy repetitivos por eso en el primer derechazo lo mandé al pavi-
mento. Después le siguieron dos tipos más, uno chaparrito con pelos
parados y el otro de complexión media, algo pasado de peso, Ese sí me
dio dos buenos golpes en el estómago; yo estaba muy flaco pero final-
mente lo derribé. Manolo no se quedó atrás; se puso conmigo espalda
con espalda y agarramos parejo. Tenía una muy buena pegada, así que
me sentí respaldado.
Ellos sabían que con los Yaguna seguramente habría bronca, por-
que ni mi padre ni yo nos dejábamos de nadie y menos a los golpes.
Conforme nos fuimos moviendo a la esquina, se fue despejando el con-
gestionamiento de gente. Estaba haciendo frío, y más con el trajín de
la pelea. Mi cuerpo comenzó a quemar grasa y toxinas, sudaba copio-
samente y los golpes se sentían arder. Hubo un momento clave en que
vi la oportunidad de enfrentar al líder de los rijosos e intercambiamos
varios golpes.
—¡Limpios, limpios! gritó uno de los hijos de puta que estaban en
las simuladas gradas, sin embargo, uno de sus compinches me tomó
por sorpresa dándome una patada en el rostro, la cual me noqueó

♦ 118 ♦
Huele a Boda y a Más Problemas

por un momento. El dolor recorrió mi cara, ya que se abrió de inme-


diato la parte alta de mi nariz.
Beto, el líder de ellos, aprovechó el madrazo que me dieron y me em-
pujó con fuerza para llevarme contra el suelo intentando descontarme con
la cabeza. Estaba dándome de topes como cabra desquiciada, su sudor
caía sobre mi rostro y se mezclaba con mi sangre. No podía moverme,
solo levantaba los brazos para tratar de protegerme la cara y el pecho. La
diferencia de nuestros pesos no me dejaba quitármelo de encima; el gordi-
to estaba bien plantado con ambas rodillas en el suelo. Afortunadamente,
Sandra, al verme en desventaja, se le fue encima al Beto para jalarle el
pelo, con tal fuerza que no tuvo de otra más que soltarme.
—¡Perraaaaaaaa! – gritó desesperado tomando su cabeza.
Sandra fue bastante afortunada de que no le pegaran, de reojo ob-
servé que Manolo detuvo al flaco ojeroso que intentó patearla. Me le-
vanté muy prendido como si llevara una locomotora en mis pies. Me
sangraba el rostro por la herida en la nariz, y ahí fue cuando escuché
que uno de los vecinos del barrio dio aviso a mis amigos. Entre los
gritos y la gente no pude ver que el maldito del Beto sacó una navaja y
me pegó dos puntazos en mi costado izquierdo. Después de eso, solo
recuerdo que corrieron todos desesperados.
Me quedé ahí tocándome el pecho. Me ardía la sangre. Observé que un
chisguete de sangre brotó como una fuente entre mis manos. La cara de
asombro y susto era evidente entre todos los que me observaban. Quizás
esperaban lo peor, todo fue sumamente rápido, “ la vida se te pudo ir en
unos segundos”, escuché la voz en mi cabeza. Gracias a Dios solo uno de
los piquetes que me dieron logró herirme, sin que fuera de gravedad: El
siguiente solo cortó la piel, no penetró lo suficiente; no hubo ni un rasguño
a mis pulmones u otro órgano vital porque pegó en un hueso.
No sé quién me hizo una compresa para evitar que sangrara más.
Estaba tendido en el suelo, me faltaba el aire, tenía la cara ensangren-
tada y la camisa pronto tomaría un color grana intenso. Cuando tomé
aire y sentí la fuerza regresar a mis piernas, me levanté para que San-
dra y Manolo me llevaran al hospital Ramos Mejía, donde la doctora
Alcorta me explicó detalladamente la suerte que corrí esa noche.

♦ 119 ♦
Del Infierno al Cielo

—¡Marcelo, te fue bastante bien, después de todo lo que te pasó! –


dijo la erudita con cara satisfecha, detrás de sus anteojos y sus enor-
mes ojos negros.
—Sí, doctora, eso parece. El coso no penetró mucho – contesté.
—Mira, Marcelo, ésta es la navaja con la que te picaron. Por su
largo y oxidación, si esto llega a tus pulmones, quizás no la estuvié-
ramos contando – señaló.
Sandra se llevó las manos al rostro y empezó a llorar; estaba en
“shock”. Mabel la abrazó y se quedaron un buen rato así. Manolo
me tomó la mano, estaba preocupado, sin embargo, las noticias fue-
ron buenas y podría salir al día siguiente si no presentaba ninguna
complicación.
Después de eso seguí perdido en la vida, ni mis padres. Ni haber
sido parte de los “boy scouts” de Don Juan Bosco o tener el cuerpo
de Cristo en mi cuerpo por aquello de la primera comunión pudieron
detener mi lastimosa y larga caída.
Ya tenía unos 18 años y seguíamos cometiendo toda clase de delitos.
Una noche que salimos a buscar mercancía localizamos circulando un
vehículo que nos habían encargado, una Renault Fuego que se veía
en muy buenas condiciones. La seguimos de cerca hasta el barrio de
Lanus, otro punto de la ciudad bastante bravo. Finalmente el chofer de
la Fuego detuvo su marcha, estaba sentado platicando con su copiloto
adentro del auto.
Después de unos minutos y de repasar mentalmente lo que tenía-
mos que hacer, fue cuando decidimos acercamos al auto para dar el
golpe. Sapito me hizo la seña de que todo se veía bien, que no sería
nada complicado. Corrí rápido para llegar al lado derecho y vigilar esa
zona. Él tomaría por sorpresa al conductor, y así lo intentó.
—¡Bájate y dame las llaves, hijo de puta! – gritó mi compañero
colocándole la pistola cerca del pecho.
Y que nos sale bravo el perro. Creo que eran más mafiosos que noso-
tros, porque cuando el Sapito metió el otro brazo para abrirle la puerta,
el tipo no sé cómo le hizo un corte con una navaja en el antebrazo.
—¡Martín, vengan rápido! – gritó el copiloto abriendo la puerta.

♦ 120 ♦
Huele a Boda y a Más Problemas

Yo me aparté tan rápido como pude, vi la cara de “Sapito” desencajada.


—¡Pélate, hijo de puta, porque si no aquí te mueres! – me advirtió
el chofer.
—¡Vámonos, boludo! – grité desesperado y empecé a correr. En-
frente de mis narices salieron varios tipos del edificio. Sapito tuvo
que disparar dos veces al piso para darnos un poco de tiempo y
espacio. No hubo otra más que correr, ya que si nos quedábamos
un minuto más ahí, algo seguramente nos iba a salir bastante mal, y
caer preso por un delito a mano armada implicaba ya varios años de
cárcel. Así que como velocistas olímpicos empezamos a recorrer las
calles. No sé cuántas calles recorrimos a toda velocidad. Sapito venía
sangrando del brazo, mas eso no impedía su velocidad, la adrena-
lina la teníamos a tope. Llegamos a un punto ideal para pretender
escondernos. Había un pequeño espacio donde deslizarnos, era un
paso peatonal y debajo estaba una zanja que llevaba aguas negras.
El olor era penetrante, por eso decidí, sin pensarlo mucho, meternos
ahí en ese espacio. No había muchas opciones a nuestro alrededor y
ya no podíamos correr más, tampoco teníamos tiempo para preten-
der otra cosa.
Gracias a mi brillante idea, la libramos. Levantamos la cabeza con
cuidado para ver pasar a los tipos esos. Iban cuatro de ellos en un Nis-
san cuatro puertas, armados. Miré al Sapito con una gran expresión
entre ceja y ceja.
—¡Nos salvamos, pelotudo! – dijo nervioso.
Nos quedamos unos minutos más ahí, oliendo el desagüe de la ciu-
dad. Primero salí yo. Ya la calle estaba desierta. Empezó a correr un
aire helado, que para nuestra condición era terrible.
—¡Vámonos, ya está libre! – señalé sacudiendo un poco mi pelo
y mi ropa, tratando de peinarme, lo cual fue imposible por los lodos
que llevaba puestos en mis rulos.
—La puta que nos parió. Eso estuvo cerca – comentó Sapito acer-
tadamente.
Gracias a la droga muchos de nosotros cometíamos la estupidez
de intentar algo imposible de hace. Sucedía. Lo sé porque me pasó

♦ 121 ♦
Del Infierno al Cielo

varias veces. Es por eso que existía aquella regla de no robar ni inten-
tar delinquir bajo el efecto de cualquier enervante.
En ese entonces ya nos metíamos sustancias más fuertes, unas para
no dormir, otras para la euforia, y tantas como fuera necesario para
que no te hicieran efecto tan gacho todas las anteriores. Era una larga
lista de porquerías la que nos tragábamos; Tarde o temprano eso nos
pegaba. Nos agotaba o nos mataba.
Otro día nos vimos seriamente en peligro, nos metimos a robar a
un negocio de mayoreo de cigarros, todo marchaba bien. Estábamos
muy drogados. Uno de los que iban conmigo escuchó ruidos; nos iban
a agarrar, se empezaron a prender algunas luces.
—¡Larguémonos de aquí, ya deja eso! – gritaba el “Sapito” des-
esperado.
—Voy, ya casi la tengo, boludo – aseguraba.
—¡Que lo tiro! Es la caja fuerte – señaló.
Por eso loco, aquí está lo bueno. Ya se está moviendo, te lo juro –
dije aferrando mis dedos al pequeño espacio inexistente entre la caja
fuerte y el piso.
Y por querer sacar la caja fuerte, que en realidad no podía mover,
todos empezaron a salir del lugar, sin embargo, yo estaba muy droga-
do y creía firmemente que lograría arrancarla del suelo. Mis compañe-
ros me gritaron por última vez desesperados.
—¡Deja eso o vas a perder, boludo! – acotaban con nerviosismo.
Finalmente desistí del intento. Ellos ya se habían adelantado, por
lo que emprendí mi inexacta huida de acuerdo a lo que habíamos
planeado. Primero había que atravesar la malla de acero que cor-
tamos para ingresar, de ahí esperar llegar a la camioneta para huir
tan rápido como pudiéramos, aunque todo eso era la teoría, porque
la realidad era que ya habían puesto la camioneta en marcha y me
estaban dejando atrás, así que empecé a correr detrás de ellos como
loco. Del susto se me bajaron los efectos de la droga. La policía o
los guardias del lugar venían pisándome el trasero, escuchaba con
claridad los gritos.
—¡Deténgase ahí! – solicitaban.

♦ 122 ♦
Huele a Boda y a Más Problemas

Observé cómo un par de balazos pegaban en el piso generando chis-


pas que iluminaban parte de mis pies. Eso arrojaba dos opciones en mi
cabeza: o seguían lejos o no me estaban tirando a matar, por lo que si
no hacía algo rápido indudablemente perdería la vida en medio de la
calle. Como pude me deshice de lo que había tomado del lugar. De
repente una idea, algo así como un “flashazo” de lucidez, me cruzó la
cabeza; recordé cómo iba vestido y detuve un poco mi carrera. Sí, por
loco que se escuche así lo hice. Y entonces grité con todas mis fuerzas.
—¡Deténganse, ladrones hijos de puta!
—Detuve mi carrera intempestivamente, suplicando al cielo que
se me hiciera el milagrito.
—¡Alguien que me ayude! Nos robaron ¡Son unos hijos de puta!
– seguía gritando.
—Para hacer más convincente mi acto, solté el llanto, así de plano
como niño berrinchudo.
—¡Malditos, qué poca madre! – jalaba aire y sollozaba.
Uno de los que me perseguía llegó hasta mi lado. Yo estaba jadean-
do, sosteniendo ambos brazos en mis rodillas. Poco después llegaron
otros dos.
—Está usted bien ¿Qué le hicieron? – preguntó enfurecido.
—¿Para dónde se fueron?, ¿Cómo eran? insistió
—¡Se llevaron el dinero, Era para mi esposa y mi hija! – le dije.
—Quédese aquí, esta gente es de cuidado – señaló indicándome
el piso con sus manos.
—No me fijé bien para dónde se fueron, no les pude ver la cara,
estaba muy oscuro – aseguré transpirando copiosamente, aunque
no creo que haya sido sudor, con seguridad era el alcohol o la droga
que llevaba en mi corriente sanguíneo.
—Gracias, nosotros vamos tras ellos – fue lo último que dijeron
antes de salir corriendo.
Y así me quedé en medio de aquella calle, llorando desconsolada-
mente, no por estar ahí sin el botín, y no fue me había salvado de mo-
rir, o que me ayudó a librarla esa vez fue que iba vestido como lo hacen
los obreros o porteros de las fábricas o negocios, lo usaba precisamente

♦ 123 ♦
Del Infierno al Cielo

para casos como éste, donde pudiera confundir a mis “enemigos” o a


los dueños de sus pertenencias.
—Creo que para allá salieron corriendo, malditos pelotudos – in-
diqué tembloroso.
Sabía que el “Sapito” era un Fittipaldi en el volante de la camioneta,
que por sus características en tamaño y potencia podía dejar atrás a
muchos autos, No era muy ancha, eso facilitaba también meterse en
lugares angostos de difícil acceso para otros vehículos, mucho más pe-
sados y anchos.
Ya que observé que estaba libre de balas y peligro, corrí en dirección
contraria de donde presumía estarían persiguiendo a mis compañeros.
Llegué a casa devastado, derrotado, arrastrando sin ganas los pies, y
me abracé a Sandra.
—¡Estás vivo!. Bendito Dios – dijo sorprendida.
—Pues claro que estoy vivo. ¿Qué esperabas, boluda? – pregunté
curioso.
—Se acaban de ir tus amigos y me dijeron que te perdieron – se-
ñaló angustiada.
—¡Ah, qué pelotudos! Me dejaron atrás, no los alcancé.
—Ya estaba empacando tus cosas. Me lo aseguraron, Marcelo.
Perdón – recapacitaba.
—Ya pasó todo. Aquí estoy – señalé aliviado, frunciendo el ceño
y levantando la mirada al cielo.
—Debes cuidarte, Bruja. Andas muy confiado con ese tipo de
gente. Recuerda que ya no estás solo, ¿vale?
Después de esa explicación ninguno de los dos dijimos ya nin-
guna palabra, solo me levantó los brazos enseñándome el camino
dónde descansar. Caminé lentamente hasta su cobijo y me quedé
ahí callado con la respiración agitada sobre su pecho. Sentía sus
manos recorrer mi pelo una y otra vez, como calmando a la bestia
que llevaba dentro, esa que se alimentaba de la carroña entre las
ruinas de mi mente. No necesitaba nada más, quería estar ahí y
tratar de olvidar todo mi pasado, el peligro, los gritos, los tropie-
zos y locuras.

♦ 124 ♦
Huele a Boda y a Más Problemas

En mi interior se estaba gestando algo importante, una cierta rebel-


día en contra de ese ser irresponsable y esclavo de las drogas. Quería
salir de ahí, sin embargo, no encontraba el camino.
“Creía de manera ilusa que la respuesta la encontraría en Sandra,
mas no fue así, quizás no era el tiempo adecuado o aún me faltaba
mucha madurez”.
En las semanas siguientes toda la crisis volvió sobre mis hombros.
Debía varios meses de renta y se me acababan las opciones y las posi-
bles soluciones. Mi madre no daba para más y mi padre iba y venía en
sus viajes, juergas y conflictos personales.
Tuve que acudir con un mafiosillo de la calle de Chile que había co-
nocido antes, el “Chu”, un tipo de frente amplia, grandes ojos y escaso
pelo, de piel carcomida por el acné que daba un aspecto desagradable.
Yo sabía que se dedicaba al robo de autos, así que para mí ese era el
mejor camino para salir del bache económico en el que estaba. Quería
pagar la renta y darle algo de dinero a Sandra, esas eran algunas de
mis principales prioridades.
—Brujita, pues si quieres yo te ayudo, ya tengo un lugar dónde –
señaló el “Chu”.
—Venga, boludo, porque sí me urge pagar varias cosas – señalé
bastante nervioso.
—Mínimo son dos autos, uno para cada uno. Te lo pagaré bien.
Te veo a dos calles de aquí, frente a la lavandería – aseguró, después
prendió con toda calma un cigarro, le hizo señas a un tipo extraño al
otro lado de la calle y se retiraron de donde estábamos.
Pasaron algunas horas. Estaba ya desesperado. Miraba en la calle a
la gente que pasaba con rostros de tranquilidad, felices, sonriendo de la
mano con sus parejas, y yo ahí, en cambio, afectado por unos pases de
cocaína, sin un futuro prometedor. Por lo pronto no me quedaba otra más
que estar ahí en el lugar indicado para reportarme con el tal Chu trabajar.
Observaba nervioso todo lo que me rodeaba, me saboreaba las
pizzas y el olor a pan fresco de los negocios que estaban por ahí y
saludé varias veces al tendero de la esquina, quien no me quitaba la
vista de encima.

♦ 125 ♦
Del Infierno al Cielo

Llegó diez minutos tarde, que me parecieron diez horas por el esta-
do de ansiedad en el que estaba.
—¿Listo? Vámonos – dijo. Seguía fumando, su ropa y el aliento
le apestaban.
—Dale – dije haciendo la reverencia con la cabeza.
—Vamos a sacar buena plata, no te preocupes – indicó con segu-
ridad. Noté que sus labios le temblaban, no sé si de nervios o por la
droga que seguramente había consumido.
Después de recorrer varias calles encontramos los autos en un es-
tacionamiento. Era un Renault y un Peugeot, no sé el año, Estaban bo-
nitos los dos, como para poder quedarme con uno, pero había otras
cosas que sacar adelante, mi mujer, por ejemplo, la renta, conseguir
más drogas o pagar las que seguramente ya debía.
El plagio fue limpio, prácticamente perfecto. De ahí los llevamos
a un deshuesadero para que los desmantelaran y se pudieran vender
todas las partes. Yo evitaba la estupidez de andar circulando en algún
coche de los que robábamos, era bastante tentador, pero nunca lo lle-
gué a hacer.
Al hermano de Ismael Maciel, que le decíamos Boby, le encantaba
hacer eso, cambiaba las placas y se ponía de galán a presumir los ve-
hículos por los barrios elegantes y La Boca, justo por eso cayó preso;
no una ni dos veces, muchísimas más. Así como entraba salía, por las
conexiones que tenía Ismael en la comisaría o en los separos judiciales.
Total, que con el Chu quedamos en un precio y me dio solo la mitad
del dinero, pero con eso me bastó para ir rápidamente a pagar la renta
que adeudaba y dejarle lo que me sobró a Sandra. Días después re-
gresé a buscar a mi socio, aunque astutamente se me desaparecía, no
quería darme la cara, así que no me quedó otra que comentarle lo que
había sucedido a Martín Maciel. Sabía que al soltar ese tipo de situacio-
nes o comentarios, le iría muy mal al que trató de verme la cara. Justo
en esos días, hablando de lo que me había sucedido, apareció el Chu,
tal y como si lo hubiéremos invocado.
—Boludo, ve y tráeme la pistola – ordenó Maciel en voz baja al
“Sapito”.

♦ 126 ♦
Huele a Boda y a Más Problemas

—Martín, tranquilo. Espérate, primero habla con él – contestó.


—¿Qué no me escuchaste, hijo de puta? – recalcó furioso.
—Vale, ya voy.
“Sapito” no tuvo otra opción que subir corriendo los escalones has-
ta el coso y buscar la pistola. Seguramente intuía lo que iba a ocurrir.
Fue en un segundo que decidió por sus huevos sacarle las balas al
arma. Temblaba al hacerlo, sin embargo, creía acertadamente que sería
lo mejor. Entonces bajó presuroso a entregársela. Martín, después de
mentarle la madre de mil formas y amenazarlo, le dijo:
—Aquí te vas a morir. Lo que le hiciste a la Bruja no tiene madre,
hijo de puta – le apuntó entonces la pistola directamente a la cabeza.
—Espérate, yo consigo el dinero, dame una oportunidad – supli-
caba de manera lastimosa, tanto que hasta a mí me dio lástima cómo
moriría, como perro en medio de la calle.
Sin embargo, al accionar el gatillo solo se escuchó el inútil sonido
del silencio, sin que hubiera pólvora o proyectil de por medio. Cuando
nos dimos cuenta de la situación, Martín se le fue encima al Chu, y le ha
puesto una madriza histórica. Estuvo a segundos de matarlo, a pesar
del estado en que ya estaba el caído, le seguía gritando y amenazando.
—¡Eso no se hace, hijo de puta! – recuérdalo.
Estaba fuera de sí, tuvimos que separarlo. Nos lo llevamos a la calle
de Corrientes a olvidar lo que acababa de suceder.
Cuando estábamos en el barrio no andábamos armados, pues era
frecuente que la policía llegara a perseguir a alguien por mis rumbos.
El Caminito era una zona caliente por el estadio de la Bombonera, a la
que solían acudir frecuentemente por reportes de disturbios ocasiona-
dos por las Barras Bravas. Ningún aficionado al River o a Estudiantes
se metía ahí a hacer desmanes, todos sabían que era un lugar caliente
y peligroso, así que todo lo guardábamos bajo llave en casa. Era prin-
cipalmente droga y unas cuantas armas, tampoco teníamos un arsenal.
No coleccionábamos nada que nos inculpara, como carteras, creden-
ciales o tarjetas de crédito.
En mi casa seguían durmiendo varios de la banda, era un refugio
para el Gordo Lozano, un cuate que le decía el “alemán” y que estaba

♦ 127 ♦
Del Infierno al Cielo

conmigo en la hincha del Boca Juniors. Permití que varios personajes


importantes recurrieran a ese lugar; en aquellos años las relaciones pú-
blicas no eran mi especialidad, pero entendía que eran importantes.
También metí a varios teporochos para ayudarlos, les compartía lo que
bebía o comía, aunque no fuera mucho. Claro que pasábamos hambre,
aunque ya entre varios la desesperación se sentía un poco menos.
Después de varios tropiezos y descalabros se presentó la oportunidad
de un buen trabajo con el “Sapito”. Éste me pidió que lo siguiera unas ca-
lles atrás del Estadio, sin saber llegamos hasta donde estaba Martin Maciel
y otros de sus compinches. Hubo un momento inesperado, aunado a una
discusión muy fuerte. Tenía la cara desencajada cuando me vio Martín.
No sé si me desconoció o tenía algo del pasado en mi contra, pero por
unos instantes aquello se calentó. Yo tenía las dos manos metidas en las
bolsas del pantalón, indicando que no quería más broncas.
—¿Y ahora tú, pelotudo, qué haces aquí? dijo enojado.
—Nada, pues vengo a trabajar. Solo eso quiero – señalé.
—¡Tú conmigo no!
—Martín, es la Brujita ¿no lo recuerdas? Es amigo – apuntó “Sapito”.
Yo le sostuve mis argumentos.
—Es que necesito trabajar, la cosa anda muy mal con el dinero
hubo varios dimes y diretes, pero logramos aclararlo todo, y des-
pués de intercambiar algunas anécdotas nos reímos a carcajadas, re-
cordamos aquella ocasión en la que nos partimos la madre por culpa
de nuestros perros.
Un buen rato trabajamos muy bien, tanto que me invitaron a Bolivia
a traer un tipo de droga, sin embargo, cuando le comenté a la Chola no
me dejó ir y me quedé unos días solo. Me andaba muriendo de ham-
bre, así que me puse a delinquir. Lo más fácil era conseguir coches,
pero ya no los buscaba en los estacionamientos, sino en la calle, en las
zonas donde sabía que conseguiría buenas unidades. Me ponía a bajar
a los tipos de los vehículos. Eso sí, iba muy bien vestido, quizás por eso
no levantaba ninguna sospecha. Lo hacía a plena luz del día, me valía
madre todo, era muy aventado. Nunca nadie salió lastimado, jamás
tuve necesidad de accionar el arma.

♦ 128 ♦
Huele a Boda y a Más Problemas

Cuando regresaron mis amigos de Bolivia, trajeron consigo una


pasta base que se conocía como “crack”. Era súper adictiva, la probé
varias veces. Afortunadamente Maciel y el “Sapito“ la vendieron muy
rápido, Maciel tenía muy buenos clientes y conectes en la policía y en
algunas dependencias del gobierno.
Las últimas veces, cuando me drogaba la pasaba muy mal. Tenía
enormes delirios de persecución, me ponía a ver por los agujeros de las
ventanas, de las puertas, diciéndole a todo mundo que se callara, que
estaban por llegar si hacíamos cualquier ruido, así por horas y horas.
Daba vueltas en círculos, miraba al techo, maquinaba mi ruta de esca-
pe. Todo lo que tenía que hacer lo repetía en mi mente mil veces. Tiré
varias veces cocaína en el inodoro pensando que ya estaban por rom-
per las ventanas o puertas y entrar por mí. Las veces que me drogaba
me ponía tan mal que mis cuates ya no querían que lo hiciera con ellos;
los asustaba con mi paranoia de persecuciones, ruidos y sufrimiento.

♦ 129 ♦
MÁS ABAJO, UN
POCO MÁS DE TODO

P ocas semanas después, Sandra me daría la noticia de que estaba


embarazada. Fue algo muy concreto, algo así como quien avisa que
va a llover y ya te empapaste en la calle sin tener la sombrilla en las manos.
Puede ser que por mi estado mental y físico no le haya agarrado
sabor, pero claro que me dio gusto. Quizás no se lo supe expresar co-
rrectamente. Ella se había preparado para este momento y yo no me
di cuenta, solo sé que había dejado de drogarse tiempo atrás. Ya lle-
vábamos un par de años juntos. Ella lucía radiante, su piel, su pelo, la
mirada sonriente sin haber necesidad de excusas. Se le notaba a cual-
quier hora, eso de llevar en su vientre a su primer hijo la hizo fuerte,
determinante en su postura.
La verdad me agradaba pensar en esa escena, era poder decir que
ya tenía ahora sí una familia, un miembro de mi sangre, algo que me
ayudara a salir de esta lastimosa vida. Mi hija nació en el Hospital Dr.
Cosme Argerich de la Boca, el hospital de los pobres, o como solían
antiguamente llamarle, “La Asistencia”, ubicado en las calles de Pi y
Margall 750 de la isla Maciel, un edificio de unos siete pisos, con largos
pasillos y ventanas a lo largo de los diferentes pisos.
Cuando llegué recorrí apurado la escalinata de la entrada, pasé co-
rriendo el tercero de los marcos de concreto que están junto a la calle y
que llevan al interior. Aquello estaba abarrotado como un mercado. A
mí no me importó empujar un poco al de enfrente para abrirme paso
hasta llegar a mi mujer y mi hija.

♦ 131 ♦
Del Infierno al Cielo

Era una niña hermosa. Llegó al mundo con la piel amarillenta, pues
nació con bilirrubina. Tenía unos ojos muy expresivos y profundos y
su piel era tersamente perfecta. Su mamá lucía orgullosa junto a su
retoño; esa foto la tomé con mi pobre memoria y la he mantenido ahí
intacta a pesar de tantas cosas que le he metido a mi cabeza.
La bautizamos un mes después como Melina Yaguna; el nombre se
me ocurrió de aquella canción que cantaba Camilo Sesto.
Me tuve que quedar siete noches a cuidarla en el hospital. Dormía
en el piso o a veces en una silla, donde me indicaran, pues en ese tiem-
po era común que se robaran a los niños de los nosocomios. Un día
de esos, la enfermera que la cuidaba, una mujer de tez morena, largo
cuello y delicadas pantorrillas, me preguntó:
—¿Quieres darle la mamila a tu hija?
—Claro, por qué no. ¡Deme! – contesté.
—Mira, estira los brazos. Ve cómo lo hago yo. Acomoda tu brazo
de esta manera y con la otra mano le tomas su cabecita. Es importan-
te darle firmeza en su espalda para que se sienta segura y no vaya a
llorar. ¿Me entiendes? – preguntó con los ojos bien abiertos.
Y fue así como la tomé entre mis brazos. Era un terrón de azúcar, dul-
ce desde sus piececitos hasta su pelo delgado, con un tono brillante en
su escaso pelo. Fue una sensación fantástica ver sus ojos observándome;
me desnudó de inmediato, traspasó todo mi ser con su inocencia.
“Lo intenté todo por ti”, recalcó la voz en mi cabeza.
Se me salieron las lágrimas, me aferré a su cuerpo y le prometí que
su papito jamás volvería a robar. Pocos días después regresé al barrio,
busqué las pistolas y se las fui a entregar al “Sapito” y a “Maciel”.
—Bueno, muchachos, me retiro – dije rotundamente.
—Cálmate, Marcelito. ¿Que te vas a hacer un gilda burante o qué
planes tienes?
Esa expresión usábamos para describir a un pendejo trabajador.
—¡Sí, eso quiero ser! Quiero vivir en paz. Ya tengo una hija, es mi
familia.
Yo aún traía encima las adicciones, al alcohol y a las drogas, era total-
mente dependiente de ellas, pero empecé a trabajar en varios negocios,

♦ 132 ♦
Más Abajo, Un Poco Más de Todo

solo que así como entraba lo echaba a perder, me agarraban tomando


o llegaba tarde. En una ocasión, trabajando para la empresa Garbarino,
que se dedicaba a la venta de refrigeradores, por error dejé rastros de
cocaína en el baño de donde trabajaba, y mi jefe directo fue a repor-
tarme con el dueño. Este fue a buscarme y me pidió la droga, tomó la
bolsa con la cocaína para restregármela en la cara.
—¡Por esta mierda vas a perder tu vida y a tu familia, hijo de
puta! – me empujó con todo lo ancho de su robusto pecho, aunque
yo también tenía lo mío.
—Entiendo, señor. Deme una oportunidad, mire que… señalé ba-
jando la cabeza, sin perder de vista la bolsa con la droga.
—No, hijo de puta, cómo crees que te voy a dar otra oportunidad
así. Esta falta es muy grave – indicó moviendo la bolsa salvajemente.
Después la tomó y la tiró descaradamente por el retrete. Yo lo que-
ría matar al desgraciado. Para mi suerte no lo hice, solo le di un par
de buenos golpes en el rostro y una patada entre su orgullo y el piso.
Obviamente perdí el trabajo.
No tenía el control de quien era, me mantenía viajado y descon-
trolado; no podía parar de consumir. Realmente quería ser bueno, ya
tenía varias razones poderosas para hacerlo.
Mi padre me ayudó varias veces, me encargaba sus negocios o me
recomendaba con alguien para que me empleara, pero solía quedar mal.
Un día estaba sentado en las escaleras del departamento donde vi-
víamos. Sandra no estaba, según yo andaba en un mandado o con
sus amigas, en realidad no lo sabía. Recuerdo que me gustaba vestir
de shorts, mas eso no me impedía colocarme debajo de mis testículos
una bolsa con la droga que consumía: pastillas y unos gramos de co-
caína. En esos meses ya la pasaba muy mal, ya llevaba mucho tiempo
en la parranda, no dejaba que mi cuerpo respirara y mi mente seguía
constantemente traicionándome. Las alucinaciones eran constantes,
me sentía acosado, perseguido, dormía muy poco, todos los olo-
res causaban revuelos irreversibles en mi cabeza. Mis ojos estaban
trabajando al 110%, mi mirada perdida observando en mi interior
maquinaba toda clase de películas de terror, sangre y desesperanza.

♦ 133 ♦
Del Infierno al Cielo

Un silbido inconsistente se escuchó venir a lo lejos. Era mi mujer que


venía tarareando una canción de moda. Se sentó a mi lado.
—Hola, mujer – dije.
—¿Qué haces aquí así? Mírate las fachas en las que estás, fla-
co – comentó.
—Escuché a la policía ahí adentro y me salí aquí a esperarte para
irnos, boluda – no había más argumentos que decir.
—¿Cómo que ahí dentro, Marce? ¿Dónde? – preguntó levantan-
do las cejas.
—En el departamento, ahí deben estar escondidos. Escuché que
mencionaban mi nombre y que me van agarrar. ¡Larguémonos antes
de que eso suceda, ven! – sujeté su mano con firmeza y nos enfila-
mos rumbo a casa de José, uno de mis amigos.
—No hay nadie ahí dentro. Cálmate, estás alucinando – recalcaba ella.
—Yo lo sé. Confía en mí – sentenciaba.
Y llegamos entonces con José: Seguía igual que antes. Mis manos
temblaban angustiadas, mi mente preocupada y el pulso acelerado.
—Pelotudo, necesito que me prestes uno de los autos. Es necesa-
rio que me largue de este lugar, viene detrás la policía y si no me voy
me van a agarrar, los hijos de puta. ¡Ayúdame, por favor!
Seguramente mi mujer le estaba haciendo caras a mi espalda, de
esas que indican que uno está loco. Pero no lo estaba, realmente pade-
cía, lo sentía tan real como mis ojos saliéndose de su órbita.
—No mi Brujita, te voy a quedar mal. Yo no puedo hoy ayudarte.
Mejor ve con Miguel, él seguro te ayuda.
Tomé nuevamente a Sandra del brazo y caminamos más calles.
Miraba desesperado a mis espaldas y nada, no había nadie aún. Lle-
gamos con el paso acelerado, carraspeé mi garganta y escupí en unos
arbustos antes de entrar al taller mecánico de Miguel Termine, quien
en ese entonces era el presidente de la famosa comparsa. Sudaba
como un cerdo en el canal del matadero, en mi ropa se observaba
copiosamente ese efecto. Me sentía a punto de un colapso, mantenía
mi equilibrio de milagro.
Ahí estaba él, dirigiendo a su gente, atribulado con su gordura.

♦ 134 ♦
Más Abajo, Un Poco Más de Todo

En su cara mostraba desenfado, peinaba su poco pelo para atrás justo


antes de extenderme su mano rechoncha llena de grasa y mallugues.
—Miguelito, hermano, ayúdame. Préstame un coche porque vie-
ne la policía detrás de mí. No quiero que me agarren esos desgracia-
dos – repetí más o menos la misma letanía.
—Gordo, ya le dije a Marcelo que no viene nadie, aunque nunca
me hace caso señaló Sandra desesperada.
—Chola, ¿cómo se llama? Yo sé, ya los vi. Te juro que yo sé. Es-
taban con un coso o radio en la cabeza. Sé que no tardan en llegar.
¡Miguel, tienes que creerme! – solicité clavando la mirada al cielo.
En sus ojos observé que ambos me estaban juzgando, así que no
tuve otra más que empezar a correr por la calle. Sandra caminaba lo
más rápido que podía, y así seguimos hasta que unas calles adelan-
te bajé de la banqueta para detener a un taxi. Subimos desesperados,
volteaba para atrás sudando frío y ahí estaba la policía pisándome los
talones, tal y como lo había asegurado minutos antes.
—¿A dónde los llevo? – pregunto el inútil del chofer, con cara de
morsa por sus enormes bigotes.
—¿Cómo se llama? Dele rumbo al centro, lejos de aquí. Ya, acelé-
rele solicité.
—Yo me llamo Antonio – contestó estúpidamente el conductor,
estirando su mano derecha para saludarnos.
—No, no usted. Nada, no me entendería. Acelérele, boludo, que te-
nemos prisa señalaba con mi dedo índice el camino delante de nosotros.
El auto arremetió contra el pavimento desesperado, tras recibir el ace-
lerón de parte de quien llevaba el volante. Yo giraba la cabeza de un lado
al otro, una y otra vez. Fue entonces que decidí explicarle a Sandra lo más
tranquilo que pude las cosas que iban a suceder en las próximas horas. Ya
tenía en mi cabeza dibujado todo, era importante apegarme a mi intuición.
—Mira, le voy a decir al chofer que dé la vuelta aquí adelante.
Tú vete con él, a ti no te buscan, Chola, a quien quieren es a mí; sin
embargo, al dar la vuelta abriré la puerta y brinco para esconderme
entre los coches, así estaré seguro que los seguirán. ¡No te preocu-
pes, yo estaré bien! ¡Te quiero! – aseguré.

♦ 135 ♦
Del Infierno al Cielo

Ella, sabiéndose derrotada, me tomó con fuerza la mano. Respiraba


suavemente y me miró, así como un perro sin dueño sacudió mi pe-
lambre y me dijo cautelosa:
—¡Cuídate! Te veré más tarde. No hagas más locuras, por favor. –
tomó mi cabeza y me incliné un poco para que me diera el beso que
solicitaba como una oración no pronunciada.
Se me endurecía el corazón. Le comenté a la morsa del chofer que
bajara un poco la velocidad al dar la vuelta. Él asintió con la cabeza y
así, sin otra advertencia, al girar el vehículo abrí la puerta y rodé en el
pavimento. Me sacudí un poco la tierra y de inmediato corrí detrás de
los vehículos que estaban estacionados. Transpiraba jadeando. Miré
muy lentamente a mi alrededor e hice una pausa. Trataba de controlar
mi aspecto, empezando por mi respiración. Acomodé mi camisa, y al
mirar nuevamente a la calle, vi pasar a los policías detrás del taxi. Juro
que todo pasó así, aunque fue solo en mi imaginación. Las drogas alte-
raron todos mis sentidos y mis terminales nerviosas estaban colapsan-
do una a una como fichas de dominó.
Ya tenía pensado a dónde ir a esconderme, con mi amigo Susana,
un travesti a quien le surtía y que distribuía mi mercancía. Caminé
deprisa, tratando de no levantar sospechas. Llegué hasta su departa-
mento y subí las escaleras; un par de chiquillos se me quedaron viendo
extrañados. Quien me abrió la puerta fue su marido. Ah, porque Susa-
na tenía su pareja y todo.
Lo saludé, y sin su permiso me pasé hasta las ventanas a cerrar
todo. Corrí las cortinas, puse doble seguro a la puerta y al finalizar les
expliqué rápidamente qué es lo que estaba pasando, que me venían
persiguiendo y que tuve mucha suerte al brincar del taxi en marcha.
Me asomé por la ventana con cuidado. La tarde empezaba a caer
presurosa, había aún pocas luces encendidas en el barrio. Despacio sa-
qué de mis calzones la droga que había guardado ahí. Ya estaba todo
batido, algunas pastillas se habían despostillado y otras pulverizado.
La cocaína la tenía aparte, así que tomé esa bolsita y me senté frente a
la mesita de la sala, y ahí hice lo propio con mi nariz y un popotillo que
había preparado.

♦ 136 ♦
Más Abajo, Un Poco Más de Todo

Susana se me quedaba viendo, prendía un cigarro y algo le susurra-


ba a su marido. Éste se me quedaba mirando intrigado, se agarraba la
cara y, en su desesperación, se estiraba los cachetes. Pasé la noche en
vela observando todo el tiempo por la ventana; terminaba con una y
me seguía con la otra. Después más droga y de vez en cuando algo de
comer. No quería correr riesgos y que me escucharan hablar, así que
todo el tiempo susurraba, tanto para mis adentros como para quienes
me habían facilitado, sin quererlo, un lugar seguro.
—Shhhhhhhhhh. No hagan ruido que están cerca – aseguraba.
—¡Marcelo! – dijo enojada.
—Shhhhhhhhh. No digas nada, solo escucha. Ya están cerca,
¿cómo se llama? – recalcaba con la frente bañada en sudor.
Fueron tres largos días los que estuve así, pegado a la ventana, co-
miendo poco y drogándome mucho. Miré varias veces los helicópteros
rondar mi cabeza, me iluminaban el rostro y me tiraba al piso hasta
que desaparecían.
Susana y su marido estaban maquilando un plan para que mi locura
parara. En unas cervezas pulverizaron un par de rohypnoles, ya que
no tiene sabor y es insípida se puede mezclar muy bien con cualquier
bebida, así como la misma malta. Cuando las bebí caí fulminado, perdí
el conocimiento para dormir por tres largos días.
No comía nada, ni tomaba nada, estaba ahí tirado sin reaccionar. De
vez en cuando se acercaba Susana a poner su mano sobre mi nariz para
sentir la respiración de mis pulmones.
Cuando desperté fue bastante denigrante: babeaba, tartamudea-
ba, estaba completamente desaliñado, los ojos hundidos y perdidos,
la cabeza me estallaba. Me miré en el espejo y algo decía – “Ya basta.
Detente, Marcelo” –. Sin embargo, no podía detenerme. Lo intenté en
un par de ocasiones y no, no lograba nada, al contrario, caía más bajo,
quemaba más droga o bebía más cantidad de alcohol.
Regresé a casa con un sentimiento fatalista, arrastrando los pies y
el alma. Iba muy intranquilo, parecía un avestruz queriendo meter mi
cabeza en el pavimento, decepcionado de mí. Afortunadamente ya
habían desaparecido las peligrosas persecuciones y los helicópteros.

♦ 137 ♦
Del Infierno al Cielo

Sandra obviamente estaba disgustada, aunque lo disimulaba muy


bien.
—¿Qué pasó siempre? Ya me puedes creer que estarás bien. En-
derézate de la espalda, te vas a caer. Deja que yo te ayude – subra-
yaba.
—Sí, eso quiero de verdad, lo estoy intentando – dije entrecorta-
damente.
—Es que no se trata de intentarlo, sino de hacerlo, ¿me entiendes?
– señaló, dándome una palmada en la espalda.
En sus ojos pude observar con claridad que en su mente existía un
mundo mejor; soñaba y me lo dijo varias veces: “pronto estarás tra-
bajando y verás que olvidaremos todos los momentos de soledad y
angustia que ambos hemos padecido”. Anhelaba de manera evidente
que yo dejara la droga, tal como ella lo había logrado meses atrás.
Me recosté sin sueño. A menudo me resultaba más agotador hacer
un alto en el camino que avanzar a otra posición. Aprendí el último
porro que tenía en la cajetilla y me perdí por varias horas en mis pen-
samientos.
Resulta que una mañana de septiembre a mi mujer se le ocurrió
la grandiosa idea de coordinar un asado en la ciudad deportiva. Era
un lugar muy bonito, usado frecuentemente para esos fines. Al mirar
el brillo de su cara, no le pude decir que no. Tardó media mañana
arreglando su cabello, se depiló las piernas y usó un vestido volado.
Se miraba delicada como una muñeca, me pareció agradable su pos-
tura y ocurrencias, eso de reunirnos con la familia, escuchar pláticas
bobas y reírnos de nuestras contrariedades. Para completar el cuadro
yo también invité a unos amigos. Pasé al local para llevar algo de vino
y cervezas, lo cual no tardó en acabarse. Bebimos todos demasiado
aprisa. Fue una tarde genial, tal como Sandra lo había pronosticado,
hubo bromas, fotos y juegos. Ante la escasez de alcohol y ya entrado
en gastos, les comenté.
—Voy a regresar al local para traer más de tomar – aseguré.
—¡Yo te acompaño! – escuché una voz entre la bola.
—¡Yo también voy! – dijo alguien más.

♦ 138 ♦
Más Abajo, Un Poco Más de Todo

Todos ya puestos de acuerdo caminamos rumbo al local que tenía


en el barrio. La idea era simple: llegar por más vino y cervezas. Entre
los que vinieron a ayudarme, estaban unos sobrinos de mi mujer.
Llegamos al bar y todo estaba tranquilo. Me paré frente a la entrada
y busqué las llaves en mis bolsillos. Unas horas antes yo había estado
ahí trabajando, colocando carnes en la parrilla y algunas compras en
la bodega.
—Espérenme aquí, no me tardo. Yo les aviso para que me ayuden
– indiqué.
Ingresé sonriente, era un día especial. Empecé a acomodar las cosas
que quería llevarme a ciudad deportiva, aunque al salir a avisarles me
sorprendió ver que tenían a todos los que venían conmigo contra la
pared. De inmediato armé un desmadre.
—¡A ver, contra la pared todos! – gritó un grandulón lejos de
donde estaba la bola.
—¿Cómo que contra la pared, hijo de puta? ¿De qué se trata esto?
– protesté airosamente. Ya la sangre empezaba a hervir, era un bál-
samo caliente que circulaba rápido hasta mis puños.
—¡Usted también póngase contra la pared! – me dijo uno entre la
bola. Tenía cara de matón.
—¿Cómo que, qué hijo de puta? – contesté furioso.
—¡Póngase contra la pared, es una orden! – acusó de inmediato
levantando un tolete.
Dicho eso, como un trampolín en huracán, tomé parejo a todos los
que tenía en frente. Menté madres y desconté al primero muy rápido.
No esperaba tal madrazo; mi puño retumbó en su pómulo noqueán-
dolo, era un golpe que me había enseñado Manolo. Después agarré
de volada al tipo más bravucón y lo jalé al interior del local. Adentro
tenía la parrilla del restaurante aún caliente; lo metí ahí varias veces.
Su chamarra le estaba poniendo una chinga al gordo ese, y si entraba
otro pues también lo madreaba. Yo estaba ebrio, así que no podían
detenerme porque para ese entonces ya era muy bueno para los tranca-
zos, nada que ver cuando el Waky me partió la madre debajo de aquel
árbol frondoso.

♦ 139 ♦
Del Infierno al Cielo

Resultó ser que el gordo que había puesto en la parrilla era el co-
misario y el resto eran policías. No vi bien cómo fue, sin embargo, me
dieron un buen madrazo en la cabeza, así que caí de porrazo y uno de
ellos, un delgado con cara de ojete, con brazos muy fuertes, aprove-
chó que se había escondido muy cerca de la puerta para tomarme por
una pierna y sacarme arrastrando del lugar. Al tenerme tumbado me
empezaron a golpear por todos lados. Perdí el conocimiento por unos
instantes y así fue como, después de 36 largos minutos de trifulca, pu-
dieron finalmente subirme a la patrulla. Me tuvieron que cargar entre
dos tipos para aventarme en la parte trasera del vehículo. Con fuerza
colocaron mi cabeza entre las piernas, casi en posición fetal.
—¡Ahorita nos las vas a pagar todas! – amenazó el grandulón,
quien sostenía su brazo mientras que otro oficial le colocaba un tor-
niquete.
—Hijo de puta, te vas a morir por esto – recalcó el que venía ma-
nejando.
—Cállate. Muy valiente, pelotudo. ¿Por eso me tienes amarrado?
—Que cojones de este boludo, no sabe que Dios es padre.
—Calla, no sabes lo que dices, perro – movía aun mis manos tra-
tando de soltarme, estaba desesperado.
Me llevaban esposado. Recuerdo que tenía frío en mis manos. Y me
dolían los huesos, los moretones. Miré cómo algunas gotas de sangre de
mi rostro caían sobre el asiento. Mis heridas estaban en su punto más
álgido, abiertas al viento. Me quemaba la piel. La gente del barrio estaba
asombrada de todo lo sucedido. De reojo pude ver a varios conocidos
que sostenían sus gritos escandalosos en las palmas de sus manos.
—¡Déjenlo, no estaba haciendo nada! – gritaba doña Gloria por
encima de la gente.
—¡Suéltenlo, perros! – afirmaba otra persona que nunca supe
quién era.
Con todo y los reclamos me llevaron a la comisaría. En el trayecto
me seguían golpeando; esperaba lo peor. Me faltaba el aire y de mi
pelo también goteaba sangre. “Aunque hubo muchos testigos, no creo
que me maten, por lo menos no hoy”, durante un instante lo pensé.

♦ 140 ♦
Más Abajo, Un Poco Más de Todo

Me tenían preso en una de las celdas con otros presuntos delincuen-


tes, pero durante varios días me dieron un trato preferencial. El comisa-
rio llegaba a atenderme con la camisa desabrochada. Se ponía cómodo,
aflojaba un poco el cinturón y le pedía a dos de los policías más forta-
chones que me esposaran con las manos por la espalda. Después me
agarraban los antebrazos para descargar en mi vientre todo su coraje, su
ira. Lo miré varias veces perdiendo el control, con los ojos inyectados de
sangre. Asumo que todo eso fue provocado por las quemadas que tenía
en su piel, las puntadas que le dieron en el brazo y el rostro inflamado,
todo lo que le había provocado en mi día de furia, sin olvidar las menta-
das de madre que le había propinado al quemarlo en la parrilla del local.
—¡A ver, boludo, ahí te va tu recordatorio de quién es la ley aquí!
– gritaba golpeando mis costillas y la boca de mi estómago.
Yo me retorcía del dolor, mas no podía gritar, pues me tenían amor-
dazado. Varias veces escupí la jerga que ponían en mi boca, pero me
salía contraproducente, ya que cuando lo hacía después me iba peor,
la metían más profundo en mi garganta y sentía horrible al sofocarme,
una sensación fatal cuando uno suele atragantarse.
Varias veces vomité sangre, otras más los golpes me desmayaron o
de plano lo fingía, con el objetivo de que pararan el castigo.
—¡Para, para! Lo vas a matar – señaló uno de los policías cuando
vio las condiciones en las que me encontraba.
—Cállate. ¿Qué no ves lo que me hizo? Ahora me las debe pagar
todas, no me importa si después lo sumamos a los muertitos que
llevamos. Estoy harto de esta mierda
Cuando Manolo me fue a visitar, miré en su rostro la preocupación.
Sus ojos tenían el brillo de la impotencia y en su piel percudía un aro-
ma a coraje que nos abrazaba a los dos. Le supliqué que me ayudara.
No podía seguir ahí, porque si duraba unos días más en ese lugar se-
guramente me matarían a golpes.
—¡Manolo, necesito que me saques de aquí! Me están cociendo
a golpes.
—¡Ayúdame! – admitía mi callada cobardía, aquello realmente
me inquietaba.

♦ 141 ♦
Del Infierno al Cielo

—Hijo, ya estoy viendo eso, lo que tenga qué hacer lo haré por
sacarte de aquí – señaló con determinación.
—Esto es serio, espero que lo entiendas. Nunca la he visto tan cer-
ca, Manolo, nunca, y eso ya es mucho decir – argumentaba nervioso.
—Sí, lo entiendo, Marce.
Independientemente de todo lo que habíamos pasado como padre
e hijo, él me apoyaba.
No sé qué pasó, pero me llevaron a tribunales, que es la antesala
donde tienen a todos los criminales más peligrosos: asesinos, violadores,
de todo. El lugar era un centro neurálgico del sufrimiento. Nada brillaba,
se miraba opaco, gris, mal puesto, entre papeles viejos, firmas ilegibles y
carpetas mal acomodadas. Por una parte, estaban los que te incriminan,
y por el otro los que lloran, los que alegan la intangible inocencia. En mi
caso no había mucho qué alegar, solo buscar algo de fortuna, un brinco
cuántico que se diera sin intermediarios y que me llevara a otro lugar,
donde sea menos ahí, cerca de tantas culpabilidades.
La tónica de la justicia se suele sostener con hilos muy delgados,
siempre ha sido así, sobre todo en Latinoamérica. Es bien sabido que
el poder corrompe todo. Miraba a mi alrededor la pobreza y en otros
la alevosía incriminatoria. Muchos tenían esa mirada de fuego, el in-
fierno los delataba y eran, para mi infortunio, los que estaban ahí muy
cerquita de mí. Entre la gente pude observar a Manolo haciendo gestos
y levantando los puños. Iba bien vestido, acompañado de un abogado
bastante influyente, amigo íntimo de varios políticos importantes a los
cuales yo había ayudado, como Ricardo Ambrosi y su achichincle, creo
que se apellidaba González, el cual llevaba un traje negro recto, corba-
ta a la moda y una sonrisa diabólica. En ese lugar quién puede presu-
mir tener la consciencia limpia, aunque para Marcelo Yaguna daba lo
mismo, mientras que evitara caer en la grande eso sería de gran ayuda.
No sé por cuánto tiempo anduve en eso de la polaca, hacía las pintas,
reclutaba gente, buscaba el apoyo, andaba con pistola, eran tiempos
peligrosos.
Fue un calvario de siete días y después me llamaron con un juez.
No recuerdo ni su cara ni su nombre, solo que fue él quien dictaminó

♦ 142 ♦
Más Abajo, Un Poco Más de Todo

mi libertad. No pregunté el razonamiento para tal veredicto, segura-


mente jamás lo haría. Años más tarde mi padre me confesó que tuvo
que ofrecer un vehículo del año al procurador de la ley para que diera
su firma y saliera sin compromisos ni registros. Ambrosi ya había he-
cho un par de llamadas y no hubo necesidad de entregarlo.
—¿Tuve suerte? ¿Cómo lo llamaría? ¿Debería de sentirme afortu-
nado, influyente o desdichado? – recapacité.
No tenía palabras de agradecimiento que entregar a cambio. Abracé
a mi viejo y caminamos muy despacio a la salida. Lo notaba atribula-
do, como un águila en una corriente de chorro tratando de planear su
camino. “Ese sentimiento de fragilidad me estremecía el cuerpo. Sen-
tirlo en el cuerpo de mi padre me dejó un sabor muy desagradable”,
lo reconozco.
Nunca pasó por mi cabeza que pronto estaría de regreso en ese lu-
gar y que quizás el destino ya no estaría a mi favor.
Después de que salvé mi pellejo empezaron a suceder varias cosas
importantes en mi vida. Lo primero fue que al llegar a la calle, Mabel
se acercó presurosa a abrazarme. Eso no era extraño, mas lo que me
comentó al oído, sí.
—¡Hijo, te tienes que ir de Buenos Aires! Bruno Gibrán, el gordito
simpático de la comisaría, con el que tomo mate, me comentó que
hay órdenes de que te maten, así que por favor arregla eso pronto –
dicho esto me persignó el rostro.
—¿Bruno el boludo que anda en sus rondines en el Falcón Gris?
Vaya, Sí sé quién es Él me miraba con desesperación cuando me
golpeaban en los separos de la comisaría. Con razón es tu amigo,
madre – dije.
—Sí, él mismo. Tu padre ya está enterado, habrá que verlo con tu
mujer – indicó con la mirada sumisa y miedosa.
Varios días después recuerdo que Melina estaba en mis brazos. Era
una mañana asoleada, el reflejo pegaba en mis ojos de frente, y fue así,
gracias a esos rayos de sol, que miré en todo su esplendor la inocencia
de mi hija, en su olor, sus manos, y sus pies. Empecé a llorar desconso-
lado como lo hacía de niño, estaba demasiado sentimental.

♦ 143 ♦
Del Infierno al Cielo

Cargarla, oler a mi hija me incitaba a eso, a doblar mi orgullo. Me


incorporé muy despacio para no despertarla y caminé muy pausado
hasta el refrigerador; tenía ganas de una cerveza, mi trago favorito.
Momentos después mi mujer llegó hasta mis pies y me abrazó. Con
mucha calma habló conmigo.
—¡Hola! Ojalá que puedas perdonarme – solicité cerrando los
ojos. Quizás esperaba un golpe, el cual nunca llegó.
—Olvídalo, no vamos a discutir por eso. Mira, creo que lo mejor
es irnos por un tiempo a Corrientes con mi padre. Él ya está retirado
y podemos pasar allá unos días para que te sientas mejor. No me
gusta verte así. ¿Qué te parece, flaco? – señaló con un regordete jú-
bilo en sus palabras. Los ojos le brillaban y en sus gestos infantiles le
notaba una cierta seguridad.
—No suena mal la idea, nada mal – asenté mi cabeza aprobando
aquella pregunta, que me supo a gloria, a otros aires.
—Te hará muy bien, ya verás – aseguraba.
—Sí, tienes razón, vamos – dije
—Venga, deja hablo con mi papá. Va estar encantado que pase-
mos unos días allá con él. Hace mucho que no lo veo. Qué emoción
– señaló.
Tanto Melina como su madre me miraron inquisitivamente. Ya sa-
ben, de esas miradas que no te puedes sacudir por más que te muevas,
mas eso era hasta cierto punto una bendición. Mi corazón recibía ese
tipo de mareas, de descargas eléctricas que lo mantenían con vida y le
daban esperanzas de que pronto se enredara en mi piel una vida mejor.
Sandra lucía entusiasmada, llevaba muy bien su rol de madre, y
nuestra hija, con su rubia cabellera, era todo un sueño para ella. Para
ambas, supongo. Hacían una bella pareja. El único discordante en ese
cuadro familiar era yo.
Así que tomé los malos recuerdos junto con las maletas para irnos
de inmediato a Corrientes con el objetivo de visitar a mi suegro. El
camino fue lento. La carretera pasaba muy despacio frente a mis
ojos. Despertaba y a veces ponía atención a algo, a cualquier cosa,
un árbol, una vaca, y otras el llanto de Melina me hacía reaccionar.

♦ 144 ♦
Más Abajo, Un Poco Más de Todo

En mi cabeza sabía que viajaba, pero estaba ausente escuchando a lo


lejos la voz de Sandra. Mi hija, como yo, despertaba a ratos y otros dor-
mía, así que no enturbiaba demasiado mi pensamiento. Muchas cosas
pasaban por mi cabeza: el conventillo, Manolo, Fausto, Mabel, y de
entre tantos nombres surgió uno con fuerza: México. Por primera vez
puse atención a ese país.
Recuerdo que al llegar pesaba 65 kilos; estaba deshecho física y
mentalmente. Sufría de alucinaciones y persecuciones, el cuerpo me
sudaba frío y temblaba por mis altas temperaturas.
Corrientes es un paradisiaco lugar, pues abarca la región de los gua-
raníes, antiguos habitantes de la zona. Colinda al norte con Paraguay y
al este, con la Provincia de Misiones, Argentina.
Llevaba conmigo varios kilos de cocaína que me había dado El Gato,
un narcotraficante de bajo pelo, muy abierto al negocio y, sobretodo, a
ayudarme. Así que me puse a preparar una mezcla especial. Yo sabía
que la mayoría de la gente inexperta, al probar la cocaína, buscan un
efecto inmediato, se meten un poco a las encías, y si les arde o se les
duerme un poco la piel piensan que es de la buena. Metiéndole unos
cuantos gramos de lidocaína, que es el compuesto químico que utili-
zan los dentistas para dormir la encía y poner entonces la anestesia, se
puede lograr ese efecto. Sin embargo, al cortar la cocaína muy pocos
se pueden dar cuenta de eso y la ganancia aumenta considerablemente
porque conservas más kilaje limpio. Hasta cristales llevaba lo que ha-
cía. Lo malo de eso es que en ocasiones la gente que es muy sensible
suele sangrar de la boca.
La tarde de ese sábado hicimos un asado, pusimos música en una
grabadora Sony con grandes bocinas, fumamos, tomamos y comimos.
Escuché por primera vez a mi suegro y me resultó ser una persona
agradable, aunque percibí en su voz cierto distanciamiento con su mu-
jer. Despotricó varias veces por su lejanía, esas ausencias en México.
—Le encanta pasar largas temporadas allá con sus amigas. Como
nadie le dice nada, aprovecha para hacer todo lo que no hace aquí a
mi lado. Marcelo, no dejes que Sandra viaje sola para acompañarla.
Mi mujer no es una buena consejera, créeme.

♦ 145 ♦
Del Infierno al Cielo

—No, si ella va para allá, yo me voy con ella – miraba a Sandra


de reojo.
—Sí, así lo debes hacer, yo sé lo que te digo.
—Vale. ¡Salud! – levanté mi copa y brindé con todos.
Después de la fiesta empecé a trabajar con la mercancía que tenía. Yo
no la vendía directamente sino que la colocaba con la gente que me re-
comendaron. Mi aspecto en ese entonces era casi inhumano; mis huesos,
los ojos, todo me delataba como un drogadicto. Me alejaba de las calles
porque con esa facha la policía no tenía que practicarme ninguna prueba
de sangre para saber que estaba completamente intoxicado.
La tónica de mi vida seguía siendo esa, vivir en el borde del abis-
mo. Ya habían fallecido varios de mis amigos, en diferentes circuns-
tancias, pero yo seguía vivo, amamantado por la clandestinidad.
Duramos un tiempo más en Corrientes. Dentro de lo que cabe, está-
bamos bien. Mi hija y mi mujer no estaban solas, bien acompañados,
con un techo y alimentos. Había risas, bromas, asados y cervezas dis-
ponibles las 24 horas.
—¿Otra cerveza, Brujita? – preguntaba mi suegro.
—¡Claro, cómo se la voy a negar! Sería una falta de educación –
aseguraba.
Una semana después me avisaron mis amigos y conectes de Buenos
Aires que las cosas ya se habían tranquilizado, que las aguas en el ria-
chuelo estaban calmas. Eso fue una excelente noticia. Estaba contento.
Tanto así como eufórico no, pero sí seguro de que era una buena señal.
El pitazo lo dio y estuvo de acuerdo en mi regreso el buenazo de Bruno
Gibrán, aquel policía de mirada solitaria y profunda que seguía traba-
jando en la comisaría. Así que volvimos al barrio, a La Boca, esperan-
zados de una nueva oportunidad.
Al llegar todo siguió igual, los mismos problemas, los negocios de
mal en peor y la crisis en Argentina creciendo después de tantos con-
flictos, marchas, mítines, asesinatos y desaparecidos. Las cosas no pin-
taban nada bien en el continente, mucho menos en mis bolsillos. Había
dejado de robar, plausible por una parte, pero por otra muy crítica
para mis bolsillos.

♦ 146 ♦
Más Abajo, Un Poco Más de Todo

Otra de las noticias que me tomaron por sorpresa fue el nuevo


embarazo de Sandra. Habrá muchas personas que sí puedan progra-
mar los acontecimientos de su vida, como es la llegada de un bebé,
o tener programada en una fecha determinada la apertura de una
nueva sucursal de su negocio, la compra de un coche, ¡maldita sea!;
sin embargo, en la forma como nosotros vivíamos ninguna de esas
opciones era viable. Muchas cosas suceden por sorpresa, porque te
tocaba o estabas en el lugar indicado; unas veces es suerte y otras
es mala fortuna. Ya con el compromiso encima del nuevo integrante
de la familia, esperaba que las cosas comenzaran a caminar mucho
mejor de como se estaban dando hasta ese momento. La vida tendría
que vivirse de manera distinta, Marcelo tenía que demostrarse a si
mismo que sí podía, porque ya no quería estar apagando fuegos y
vivir en la zozobra. Debía enderezar el timón de la nave, asegurar las
velas y llegar a tierra firme.
La Chola estaba contenta. Se miraba en el espejo, observaba como
su vientre iba cediendo al tamaño del bebé. Sus hábitos alimenticios
cambiaron nuevamente, como lo había hecho con Melina, aunque aho-
ra se cuidaba más, vigilaba las dosis de calcio, de vitaminas y acudía al
doctor con frecuencia. Yo no pagaba nada, no tenía con qué apoyarla,
solo aportaba la dosis de palabras de aliento, esas sí se las daba, más
otra porción de los cariños de costumbre. Aunque no siempre estaba
de buenas, ni tampoco sobrio. Bebía a sus espaldas y de vez en diario
me fumaba dos o tres porros de marihuana.
Evitaba conflictos, así que buscaba los lugares donde podía drogar-
me sin levantar ninguna sospecha, porque si no me drogaba a tiempo
explotaba un volcán en mi interior. No me importaba quién se encon-
trara frente a mí; aquello se ponía bastante feo.
Una de mis tantas noches de insomnio, una en que la luna bañaba
con una tenue luz la recámara, como si tuviera un proyector de imá-
genes, recordé vívidamente el momento exacto cuando estuvimos en
Corrientes y escuché varias veces hablar de la Ciudad de México, de lo
bien que se vivía, de la variedad de lo que allá se comía y que en cada
esquina existía una oportunidad para trabajar.

♦ 147 ♦
Del Infierno al Cielo

“Es que allá estarían mejor que aquí”, recordé lo que aseguraba
mi suegro.
La mamá de Sandra pasaba largas temporadas en ese país y era
nuestra referencia para muchas cosas buenas. Por mi parte recordaba a
Rogelio y a sus amigos, aquella mañana en el hotel; su buena voluntad
y caridad fueron un chapuzón de fe. Daba vueltas por el departamen-
to, me asomaba a la calle, escuchaba las sirenas de las patrullas y uno
que otro grito. También había otros sonidos, milongas y tangos que no
podían faltar. Era la música del barrio, de la Patria, pasaporte directo
a la melancolía.
En otro departamento se escuchaban varios quejidos sexuales.
Tomé un par de cervezas y me quedé finalmente dormido, no hubo
nada que me interrumpiera el sueño. Estaba cansado, mi mente había
colapsado con tantas situaciones adversas. Esbozaba seguramente una
tímida sonrisa en los labios, no pregunten por qué.

♦ 148 ♦
VIVA MÉXICO,
CABRONES

E se fin de semana recuerdo que nos cayeron de sorpresa unos


parientes de Sandra: el tío Fernando, aquel que lo sabía todo o
todo lo inventaba para parecer interesante o intelectual ante su comiti-
va, hijos y esposa. La plática fue en un principio un dolor en el culo; la
mayor parte de ella era una crítica carnívora de mi situación.
—¡Mira cómo están viviendo, hijo! – atestiguó con el ceño fruncido.
—Sí, yo sé, así está la cosa. Qué te digo tío – decía mi mujer con
su pancita de embarazada, metiendo su falda entre sus piernas y gi-
rando su pelo en sus manos. La miraba de reojo, la sentía incómoda,
angustiada porque la plata no nos alcanzaba.
—Es que no entiendo qué hacen aquí, están perdidos con el país
como está. Creemos que lo mejor sería que buscaran la manera de
irse a otro lugar – señalaba mientras se tomaba la última de mis cer-
vezas.
—¡Melina tu hija no debe de estar así! Piensa en ella. – acusaba la
señora con ojos de madre superiora.
—¡Claro que pensamos en ella, tía! Y también en el que llevo en
mi vientre. No digas eso, por favor – recalcó mi mujer.
Yo estaba callado, solo escuchaba; si quería hablar, alguien más
me interrumpía, los hijos del tío, su mujer o mi mujer. No quería ser
descortés, pero una parte de mí no estaba para esa clase de terapias
grupales, donde todos opinan y uno calla. La Brujita quería salir a
drogarse, a beber o inhalar cocaína, no ver caras largas ni escuchar

♦ 149 ♦
Del Infierno al Cielo

niños llorar o pedir agua. Era mi parte rebelde, la cual habitaba una
gran parte de mi ser; era contundente, fuerte e iracundo.
—¿Tú qué opinas, hijo? – preguntó la esposa del tío ese.
—¿Yo? La verdad – una parte de mí quería gritarles que se lar-
garan, que me dejaran en paz, que no necesitaba consejos ni que me
hicieran sentir más miserable de lo que ya era. Quería fumar mari-
huana y que se dieran cuenta de cuántos huevos tenía para enfrentar
al mundo, pero no, no lo hice. Sandra presionó mi mano y me hizo
regresar a mi realidad.
—¡Sí, la verdad ante todo, claro! – dijeron en unísono la pareja de
visitantes.
—Todo debe mejorar por aquí. Estoy buscando un nuevo trabajo
en la política, tengo aún mis amigos que pueden ayudarme. Quiero
ayudar a mi padre – señalé tranquilo. Parte de eso eran mentiras,
sabía que estaban en lo correcto, sin embargo, el orgullo me impedía
doblar las manos.
—¿Y no has pensado en México? ¿Un hermoso país no se te antoja?
Te lo digo porque sé que por allá está mejor todo – recalcó la mujer.
—Sí, puede ser, ya lo hemos hablado – dijo Sandra. Nuevamente
presionó mi mano para que no la contradijera ¿Verdad, Marcelo,
que ya lo platicamos? – aseguró mi mujer haciendo una leve mueca
con su boca.
—Sí, en eso estamos, valorando la oportunidad – dije nervioso.
—Pues si se deciden avísenme y yo veo allá cómo apoyarlos –
dijo Fernando.
—Porque yo no quiero ver a mi sobrina que esté pasando este
tipo de carencias. Se merecen los dos una vida mejor, más holgada,
tranquila y con estabilidad – recalcó mientras se incorporaba del si-
llón para ir al refrigerador y buscar más cervezas.
—Sí, te entendemos – dijo Sandra mirándome nuevamente de reojo.
La tarde parecía no terminar. Se hizo eterna sin alcohol ni drogas de
por medio, solo discursos y quejas, reclamos y consejos. Mientras más
intentaba dar muestras de hartazgo para que se fueran, más se aferra-
ban a los sillones y a la poca botana que sacó Sandra del refrigerador,

♦ 150 ♦
¡Viva México, Cabrones!

hasta que finalmente la esposa del tío este, una señora larguirucha, de
tez muy blanca y ojos saltones, bostezó. Para mí fue la puerta al cielo.
Llamó a sus mocosos y se despidieron, no sin antes darnos un montón
de bendiciones y otra ración de pequeños consejos matrimoniales.
La verdad sea dicha, sí los necesitaba todos, aunque no de jalón.
Nos dimos nuestros respectivos abrazos y partieron felices. Por nues-
tra parte no hubo mucha felicidad, más bien preocupación y culpas.
Nos acostamos abrazados, Melina del lado de la pared y los sueños
en la cabecera. No discutimos nada de la visita de ese día, ni media
palabra de México ni de la crisis o de la política en el país. Creo que
estábamos mentalmente tan cansados que lo que queríamos era des-
cansar sin pensar.
A la mañana siguiente, después del primer bocado que me lleve a la
boca, Sandra sacó el tema y lo puso sobre la mesa.
—¿Cómo ves? ¿Qué pensaste de México? Esa sería la mejor op-
ción, ¿verdad? Porque tener a los amigos de mi madre allá nos pue-
de facilitar las cosas. ¿Cuándo podríamos juntar esa plata?
Eran demasiadas interrogantes para responderse con la seguridad
que ella esperaba. Lo que pude contestar fue simple:
—Me pasas el coso, ¿por favor? solicité
—No, ya en serio, flaco. Dime, ¿qué va a pasar? ¿Qué quieres
hacer? – dijo Sandra.
—Vamos viendo qué tenemos para hacer las cosas. Tú hablas con
tus padres y yo hablaré con los míos. Si nos coordinamos, lo hace-
mos, Chola; si queremos, se puede – aseguré.
Así que lo primero que tenía que hacer era calcular las cuentas. No
tenía mucha plata y no quería volver a delinquir otra vez; debía man-
tener mi palabra. Terminé el desayuno pensando en tamales, pozole y
las pirámides de Teotihuacán.
Caminé varias calles hasta llegar a uno de los negocios de Manolo.
Ahí estaba mi viejo, dando órdenes e instrucciones. Alzó su mirada y
salió a recibirme. Nos abrazamos como lo solíamos hacer, con fuerza
y con sus respectivos pares de besos. De inmediato me tomó las
manos, buscaba con eso saber si había consumido drogas o alcohol.

♦ 151 ♦
Del Infierno al Cielo

Llegué limpio, así que su revisión fue corta, aunque su mirada muy
larga. Lucía angustiado. Su cara era por demás expresiva, sus ojos pro-
fundos y las pautas al hablar lo hacían un hombre interesante.
—Nos queremos ir a México. Necesito conseguir plata para irnos –
le solté la sopa, así de sopetón – ¿Tienes algo para comprar los boletos?
—¿Y qué pasa? Si ya todo está bien por aquí – dijo.
—Mi mujer y su familia insisten que allá nos irá mejor, que hay
trabajo y más oportunidades de vivir mejor – recalqué, mientras me
rascaba la cabeza.
—Déjame ver, las cosas no están muy bien. Le preguntaré a Ma-
bel, quizás ella tenga algún guardadito por ahí – comentó.
Con otro beso nos despedimos. No quise hacerle promesas de pago
que no iba a cumplir, ni tampoco acudir con prestamistas o la banda
que delinquían. Ellos seguramente tenían la plata y claro que me apo-
yarían si se los pidiera, pero era comprometer a mi familia, a mis pa-
dres, y no, no era así de ojete para que me valiera madre todo, yo estar
en otro país y ellos tener que pagar la bronca que era totalmente mía.
Pocos días después Mabel fue a buscarme para entregarme sus aho-
rros y lo que juntaron de la venta de unos muebles. Se le llenaban los
ojos de lágrimas. No quería que me fuera de mi tierra, pero supongo
que entendía mis razones y eso limitaba un poco la plática al respecto.
Nos quedamos mirando. Le acariciaba la cara y el pelo y ella por su
parte hacía lo mismo.
Ya teniendo la plata en mis manos, lo que necesitábamos hacer era
organizarnos. A mi parecer, Sandra tendría que irse primero para ver
las cosas más claras e ir preparando el terreno. Qué mejor que mi hijo
naciera en el lugar donde viviríamos. Yo tenía que sacar mi pasaporte
y la visa para poder alcanzarla a más tardar en quince días. Lo hablé
con ella y fuimos bastante congruente. Estábamos entusiasmados con
la idea, y también porque ya teníamos los recursos para el viaje. Fal-
taban algunos detalles administrativos, mas todo iba viento en popa.
Así, llegado el día nos lanzamos al aeropuerto. Fuimos en comitiva,
mis padres y unos amigos para despedir a mi mujer, a Melina y a la pelo-
tita de vida que llevaba ya por lo menos siete meses dentro de su vientre.

♦ 152 ♦
¡Viva México, Cabrones!

Hubo de todo, sollozos, risas, abrazos y consejos. Fue un mo-


mento muy importante para consolidar nuestros lazos y compromi-
sos. Confiaba plenamente en que cambiar de aires nos traería una
mejor manera de vivir, un formateo de lo que hasta ese punto eran
nuestros destinos. Para eso también recurrimos a las promesas y
acuerdos mutuos.
—¡Allá te veo, Marcelo, arregla todo! – solicitaba Sandra.
—Sí, te veré muy pronto, Chola – acoté feliz el compromiso.
—Cuídate mucho y deja de intoxicarte de esa manera.
Me calaron hondo sus últimas palabras, porque no me dio chance
de contestarle o explicarle nada. No tenía argumentos para tumbarle
su señalamiento. Es como cuando marcas a casa de tu madre y lo úl-
timo que te dice es “aliméntate bien, te ves muy flaco”, y cuelgan el
auricular. Da coraje, pues.
El avión salió puntual. No hubo contratiempos con documentos, ni
con el peso de las maletas. Tal vez el único contratiempo fue ver des-
aparecer sus rostros tras la puerta de la sala de espera. Regresamos a
la rutina de siempre y cada quien a su casa. Al entrar al departamento
respiré la soledad. Tanto las paredes como yo extrañábamos los ecos
de las voces, las risas o el llanto de Melina. Fue un trago amargo estar
ahí sentado en el comedor sin ser el centro de atención de todos quie-
nes solían habitar ese pequeño lugar.
Una semana después se vino un evento clave en mi vida. Habían
avisado por la radio que sería la despedida del pelusa, Diego Armando
Maradona, e invitaban a los aficionados del Boca Juniors a presentarse
en el Estadio de la Bombonera. Varios de mis cuates y un par de ami-
gas me habían invitado desde hacía tiempo, aunque les daba largas
porque no podía asistir por la ley cancha, aquella que imponía san-
ciones y detenciones a las Barras Bravas. Obviamente la Brujita estaba
súper bien fichado en el recinto sagrado del futbol, pero insistieron en
que estaríamos todos serenos, puesto que alguien les comentó que yo
lo tenía prohibidísimo.
—¡Vamos, Marcelo! ¡Anda, que es una fecha muy especial! Mira
que es Diego.

♦ 153 ♦
Del Infierno al Cielo

Así que dije va, me la juego, vale la pena ver al gran Diego. No debe
de pasar nada, nadie de nosotros va a pelear ni a aventar nada al cam-
po de juego, aseguraron.
Así que me enfundé en mi playera oficial del Boca Juniors y nos
fuimos a la Bombonera.
Todo marchaba conforme el plan, gritos, porras y un total apoyo a
Maradona. No sé cómo, sin embargo, mis estúpidas amigas empezaron
una banal discusión con otras personas. Las cervezas y el júbilo se des-
viaron de su pacífica modalidad, y de repente eran ya ofensas y pro-
yectiles. Trataba de mantenerme lejos de eso, sabiendo el peligro que
corría, pues no debía estar en el estadio. “Yo no debería estar aquí”, me
repetía mi pensamiento. “Debí quedarme en casa”, afirmaba.
La gente se empezó a sumar al alboroto, los ánimos se fueron cal-
deando y ya no había espacio para seguir apartándome. Lo que pensé
en ese momento se me hizo coherente: tendría que separar a mi gente
para que de ahí nos fuéramos a la casa sin causar más revuelo, así
todos estaríamos bien, sanos y salvos. Con esa idea me metí, pero salí
muy mal librado porque la policía llegó y me agarraron. No pregun-
taron cuáles eran mis intenciones, ellos vieron bola y aventaron las re-
des; los toletes hicieron estragos en mi cuerpo y mi cabeza, me abrieron
la frente y me reventaron el labio inferior. Se excedieron grotescamente
en los golpes, me pusieron una madriza como si hubiera matado a Ma-
radona.
—¡Este hijo de puta se me hace cara conocida! – señaló uno de los
que me estaba golpeando.
—¿Qué no es aquel pelotudo que golpeó y quemó al comisario en
un local de carnes y cervezas? – dijo otro.
—Parece que sí, habrá que preguntarle al jefe – indicó el úl-
timo de ellos.
El pez más gordo de todos era Marcelo Yaguna, así que me man-
daron directo a los separos por revoltoso y daños a propiedad ajena.
No sabía dónde pararía el problema. Éramos los contraventores, todos
aquellos detenidos que habían violado alguna ley menor, tales como
manejar ebrio, acudir al estadio en contra de la ley cancha, golpear a un

♦ 154 ♦
¡Viva México, Cabrones!

oficial, consumir alcohol en la vía pública, en fin, sumaba varios de es-


tos delitos, aunque solo me acusaron de uno y por ello debía pasar tres
largos meses en prisión. Noventa días. Lo que vino a complicar todo
es que no tardó en llegar a mi celda el comisario, aquel gordinflón que
había golpeado en estado etílico y que quise cocinar como a un jugoso
lechón, lo que significaba un adiós definitivo al viaje, al sueño de paz
azteca y a toda la armonía que había acumulado a mi alrededor.
—¡Sí, es ese hijo de puta! Mándenlo a la grande, a Devoto, ahí pa-
gará todas las que me debe este desgraciado – subrayaba el comisario
frunciendo el ceño y afilándose la barbilla, emulando al mismo diablo.
Cuando llegué a la cárcel me tocó ver de todo. Llegó un violador y
a esos los hacían pagar todas ahí adentro. Los golpeaban y violaban
entre varios; se colocaban bolsas de plástico como condones para pro-
tegerse, y con las tasas metálicas golpeaban las rejas para indicar a los
policías que se estaba haciendo justicia.
—¡Violín, violín! – gritaban eufóricos todos los presos.
Por las mañanas de los domingos, más o menos a las nueve, mi ma-
dre solía llegar con dos bolsas llenas de alimentos para darle a los po-
licías y a los compañeros de reja, buscando que ellos por su buena vo-
luntad y hambre, me cuidaran o por lo menos no me golpearan tanto.
Manolo no llegaba a la primera visita del día; él aguardaba hasta
la segunda. Me imagino que pasaba varias horas tragándose su coraje
por mi estupidez, por todas las veces que me advirtió, no hagas esto,
no hagas aquello, sin embargo, uno decide estúpidamente aventurar-
se, jugarse un volado, y esta vez lo perdí.
Uno de esos días llegó de visita mi tío Yaco, que era más bien un
amigo de mi padre, quien se había criado con él y lo había ayudado
en su infancia dándole empleo o techo. Era igual o peor de peleonero
que Manolo, era descendiente de rusos y se pasaba horas narrando sus
peleas en contra de dos o más contrincantes.
Ya llevaba más de cincuenta y siete días preso cuando apareció en
la visita mi madre. Era más temprano que otras veces y llevaba la cara
también diferente que otras veces. Levantó su mano, y a lo lejos recorrí
el pasillo con calma. No llevaba prisa, ninguna de hecho; tenía que

♦ 155 ♦
Del Infierno al Cielo

cumplir mi condena, pero nada ni nadie podía hacer nada esta vez.
Llegué hasta su regazo y me abrazó con fuerza. Levantó su cabeza
y de sus enormes ojos rodaron dos lágrimas. Miraba su expresión y
no podía traducirla. No lloraba a llanto abierto, sino que escondía sus
sollozos en mi pecho.
—¿Qué pasó, madre? ¿Y esa cara? – pregunté intrigado.
—Ay, hijo, no sé cómo decirte esto – dijo meditabunda.
—Pues así, como va. ¿Manolo está bien?
—Sí, tu padre está bien, gracias a Dios.
—Entonces ¡mi hija! ¿Ella y Sandra están bien? Dime – recalcaba.
—Tu hijo ya nació en México, Marcelo, eso es lo que pasó. Lo
siento mucho, Qué más quieres que te diga o explique.
—Nada no digas nada – dije.
Me quedé absorto con la noticia. Había olvidado por completo el
embarazo de Sandra. Adentro de la cárcel pude conseguir alcohol y
drogas, no podía vivir sin ellas en mi sangre. Hubo unos días que no
me llevaron lo que les había encargado y la pasé bastante mal, con
temblores, ansiedad, insomnio; sudaba frío y olvidaba muchas cosas.
Tomé a Mabel fuerte entre mis brazos y lloramos los dos. No podía
creer que eso pasara en este momento, que no pudiera estar con ellos,
no sentir la mano de ella ni escuchar el primer llanto. Se llamaba Ke-
nan, era un varoncito muy sano, gracias a Dios.
—Están bien. No hubo complicaciones, hijo – señalaba.
—Me da pesar estar aquí – me jalaba los pelos de mi cabeza y
lloraba más.
—Te entiendo. Piensa que pronto los veras, hijo – aseguraba.
—No sé, ya no sé qué va a pasar. Quisiera estar allá a su lado.
—Te entiendo perfecto – dijo.
Y así nos quedamos un rato, consolándonos uno al otro, ella tratan-
do de encontrarle el lado bueno y yo pretendiendo que sí lo existía.
Pasaron unos días más, y era frecuente que al recordar lo de Kenan
llorara de nuevo. Procuraba hacerlo en las duchas para evitar que se
notaran mis lágrimas, así estas se podían perder en el agua y el jabón
en mi cuerpo.

♦ 156 ♦
¡Viva México, Cabrones!

Lo sucedido con mi hijo era la excusa perfecta para seguir tomando.


Trataba de ahogar mis penas con el alcohol, pero no lo lograba, solo las
olvidaba unos momentos.
Me sentía miserable, culpable de todo, de mi soledad, de mi terque-
dad, de vivir así, casado con los vicios y con el fracaso. No tenía a quien
recurrir. Los amigos que me cuidaron de niño ya no estaban presentes.
Spina ya no vivía en el mismo lugar y a mi tocayo Marcelo Cabezón
Rojas le perdí la huella. Ricky, Miky, ¿dónde estaban todos ellos para
darme un abrazo, para sacarme del hoyo y explicarme pacientemente
qué debía hacer? ¿Cómo salir de un tobogán si no hay salidas posibles,
si no sabes o te explicas quién te llevó ahí?
Mis padres no podían hacer mucho; ya estaba inmerso en el abismo,
ya no me podía aferrar a ellos. En mi desgracia negaba la validez de
mi padre, lo cuestioné siempre a pesar de que me dio la mano muchas
veces y trató de cambiar el rumbo de nuestras vidas en común. Estaba
demasiado intoxicado.
Mi madre, en su humildad y eterna bondad, no me servía de nada,
al contrario, más me hundía saber que tuve todo su cariño y cuidados
para ser alguien exitoso y no lo estaba logrando. Me había dado lo me-
jor de ella, no en plata, sino en valores humanos. Maldita sea la hora en
que no lo vi, en que no lo valoré como debí hacerlo.

♦ 157 ♦
LIBRE, POR FIN LIBRE.

S alí libre unas semanas después. Tenía muchas cosas pendientes.


Si pretendía llegar a México, debía tener mis papeles en regla,
mi visa, pasaporte, todo. Para ello tenía que viajar a Uruguay, ya que
como saben, nací allá por azares del destino. Emprendí el viaje a Mon-
tevideo. Debía buscar a mi prima Sandra para quedarme con ella en su
casa y así evitar pagar hoteles o andar pasando vergüenzas pidiendo
posada a amigos de la familia.
Al llegar con ella, me enteré de que estaba viviendo con su novio.
Después de que nos presentaron me retiré a dormir un rato; no tenía ga-
nas de ser sociable ni de explicar por qué estaba ahí, en mis condiciones
o mi situación sentimental, temas que seguramente saldrían a la luz.
Mi prima se portó muy bien conmigo. Yo estaba muy mal. Era un
huevonazo, me despertaba tarde y no aportaba nada a su casa, solo
mis quejas de la vida. Me abrí ante ellos soltando todos o casi todos
mis demonios. Actuaba como un miserable derrotado, les contaba mi
historia y lloraba; había perdido toda fuerza. El novio de Sandra en un
principio me miró con buenos ojos, quizás hasta lástima sentía por mí,
mas no me decía nada.
—¡Y mi hijo nació en México, sin mí! – recalcaba.
—Primo, pronto estarás allá, tranquilo – decía mi pariente.
—Todos pasamos por cosas difíciles. Estarás bien – aseguraba el
enamorado.
—¡Nadie ha vivido lo que yo! Por eso no lo entienden – decía
mientras le daba otro trago a la cerveza.
Así podía pasar horas sin consuelo, sin esperanza de nada. Chu-
par era la salida más fácil para seguir perdido y no reconocer qué

♦ 159 ♦
Del Infierno al Cielo

cambios debía hacer. Para superar o intentar superar lo que me había su-
cedido hasta ese momento. Me faltaba congruencia y me sobraba tragedia.
Un día que andaba en extremo sensible escuché una conversación
entre mi prima y su galán. Este se quejaba amargamente del tiempo
que tenía que transcurrir ahí, dando lástima y sin nada que hacer, solo
comer de lo que él o mi pariente compraban. En otra situación, o tal
vez en otro día, esa plática me hubiera valido madre; ese maldito día
no, así que encaré a Roberto.
—Óyeme, no voy a estar aquí mucho tiempo. Bájale a tus quejas, pa-
reces marica. Lo que tengas que decir dímelo a mí, no a mi prima. ¡Ojete!
—No, Marcelo, tampoco te pongas así. Escúchame – dijo Sandra
con voz pausada.
—¿Cómo quieres que lo tome, prima? Si este huevón está hablan-
do a mis espaldas. No se vale. Que me lo diga de frente, culero – y
levanté la mano amenazándolo, como buscándole la cara para sol-
tarle el primer golpe.
La mecha la traía muy corta. No debí ponerme así. Fueron momen-
tos en que estallaba en rabia con cualquier cosa, y la actitud de Roberto
me prendía más y más.
—No, primo, tampoco voy a permitir que vengas aquí a alterar todo.
No me gusta esto ni me siento cómoda. Créeme, sé que tienes proble-
mas y por eso me ofrecí a ayudarte – sentenció con la mirada firme.
—Es verdad, te queremos ayudar dijo el peladito, abriendo la
puerta.
—Marcelo, es mejor que te vayas. No quiero problemas, por fa-
vor – sostuvo mi prima mientras me indicaba con su mano izquierda
que me retirara de su casa.
No tenía muchas cosas que recoger. Llegué a la habitación que me
habían facilitado y salí caminando, sin decir nada más. Escuché que
al cerrar la puerta colocaron el cerrojo. Supongo que no querían que
regresara, así que caminé por varias calles vacilando cuáles eran mis
opciones. Me sentía un poco culpable por haber lastimado los intereses
de mi pariente. Le pude haber roto el hocico a su novio por chismoso,
sin embargo, ya no quería causar más problemas.

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Libre , Por Fin Libre

No sé realmente cómo fui a parar con un par de prostitutas; una se


llamaba Mary y la otra Cristina. Sentimental y completamente borra-
cho era lógico que terminara contándoles la historia de mi vida. Ellas
hicieron lo mismo; supongo que les di confianza. Escuché sus historias
y se me estremeció el alma. Éramos la suma de muchas tragedias.
—Guapo, puedes venir a la casa. Ahí tenemos un lugar donde te
puedes quedar – aseguró la de pelo largo y diminuta cintura.
—No, cómo, yo no quisiera causar líos y no tengo plata para pagar-
les por eso ni para ninguna otra cosa – aseguré agarrándome el men-
tón cual nopal espinoso, pues tenía unos días que no me rasuraba.
—No, si no te estoy ofreciendo sexo, pelado. Te doy alojamiento;
a nosotras nos sirve que estés ahí por si cualquier hijo de puta se
quiere pasar de vivo con nosotras. ¿Cómo ves? – comentó jalando la
nicotina del cigarro que tenía en su mano derecha.
—Gracias. Sí me vendría muy bien eso – dije cabizbajo.
Entonces caminamos unas siete calles, dimos vuelta a la derecha y
en el piso tres de unos departamentos color marrón estaba su hogar.
Subimos platicando como si tuviéramos toda una vida de habernos
conocido. Habíamos comprado una bolsa llena de cervezas y algo de
botana. Miré el reloj colgado en la pared de lo que asumo era su come-
dor. Eran las 11:16 pm, y la charla se alargaría hasta pasadas las 4 de la
mañana. Nos acabamos todo lo que compramos.
Cristina guardaba cierto parecido con mi hermana Lolis. Me miraba
con ternura y se sonrojaba; no sé si para sus adentros le gustaba o le era
indiferente. Tenía bonito cuerpo, sus piernas eran largas y bien forma-
das. A pesar del exceso de alcohol en nuestras venas, no pasó nada; me
quedé dormido en el sillón de la sala, mirando al techo con los ojos en
blanco y la mente llena de recuerdos, palabras y conjeturas históricas.
Cuando me levanté por la mañana ya todo estaba limpio. Me
habían puesto una frazada en el pecho para que no sintiera frío.
Habían preparado café y había agua caliente también para que me
preparara un mate. Mary estaba ahí. Se veía diferente de como la
encontré la noche anterior. Era una niña hoy; su inocencia se des-
bordaba por sus manos. Se quitó todos los postizos, cejas y sostén,

♦ 161 ♦
Del Infierno al Cielo

faja y extensiones; me dio ternura verla de tenis y sin maquillaje.


—Hola, Brujita. Ya despertaste. Ven a desayunar. No tarda en
llegar Cristina.
—¿A dónde fue? – pregunté.
—Al mercado a comprar unos víveres que necesitamos – contestó
moviendo un poco más el revoltijo que estaba cocinando a fuego lento.
Fueron más de dos meses los que estuve ahí con ellas. Chupaban
caña después de las siete de la noche, con eso tomaban valor para ha-
cer lo que hacían. En ese tiempo hubo un desfile de tipos indeseables,
malolientes como los billetes con los que les pagaban los favores se-
xuales. Se cuidaban bien entre ellas, y gracias a Dios nunca requirieron
de mis servicios de guardaespaldas. Seguramente los tipos rijosos que
pensaron o pretendieron pasarse de la raya con alguna, al verme en el
departamento, se guardaban sus complejos para otra ocasión.
Toda la plata que llevaba para el pasaporte me la gasté en la fiesta,
en tragos o en cocaína. También pagué muchas veces lo que resurtía-
mos de la despensa; más o menos cada diez días se necesitaba un poco
de todo. No tenía otra opción que recurrir a Manolo.
—Manolo, me puedes mandar plata acá a Uruguay. Ya se me aca-
bó. No me han resuelto nada del pasaporte y me piden para todo –
argumentaba. No había manera de que me dijera que no, él se sentía
con el compromiso de sacarme adelante.
—Sí, Marcelo, deja veo la manera – y escuchaba cómo resoplaba
detrás del teléfono, jalaba aire y se meneaba los pelos seguramente.
—¡Gracias! – y colgaba el auricular, para seguir bebiendo.
—¿Qué pasó? – preguntaba Cristina, agarrándose un mechón de
su larga cabellera.
—Ya está. Me dijo que sí – respondía contento.
Cuando ella me miraba así, mi piel se erizaba y lo mismo le ocurría
a ella. Esa ocasión vestía minifalda y su escote me permitía ver un poco
más allá de todo. Me provocaba, aunque mi pensamiento seguía firme
en mi propósito, mi familia, mis hijos y México.
Por las condiciones en las que estaba no me atreví a delinquir, ni
siquiera a buscar pleitos donde no me llamaran. Fue una etapa como

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Libre , Por Fin Libre

de vacaciones apocalípticas, pues recordar a Sandra y a mis dos hijos


era motivo suficiente para llorar o tomar.
Llegó el invierno y el frío me helaba los huesos. Tenía que andar
bien arropado, pues las enfermedades eran constantes. Mis defensas
estaban bajas, siempre había padecido en las temperaturas bajas.
No estoy seguro del día en que murió mi tía María Elena. Tenía 54 años.
Era la hermana mayor de Mabel y había sufrido un ataque cardiaco ful-
minante ahí en Montevideo. Era una mujer emprendedora, no paraba de
trabajar. Cuando no estaba fabricando cremas, lociones o jabones, andaba
entregando y cobrando los pedidos en su coche; a ella no le importaba
hacerlo todo. Después puso afuera de su casa un bazar de antigüedades.
Nada ni nadie podía detenerla. Solo la muerte pudo hacerlo.
Su fallecimiento provocó que viniera Mabel de emergencia a acom-
pañar a los suyos. Unos días antes yo había hablado con ella y le dije
dónde estaba. Me juntaba mucho con mis primos Paulo y Cachito; ellos
sabían mi historia y no me juzgaban, por el contrario, me alentaban a
darle un giro a mi vida. Mi madre llegó a Montevideo en el Buque La
Carrera, que era uno de los medios de transporte favoritos por su eco-
nomía y seguridad entre Uruguay y Argentina.
La primera conversación que sostuve con Mabel me ayudó a estar
más tranquilo. Ella siempre sabía cómo hacerlo, qué decir, qué ofrecer
o qué hacerme creer.
—Marcelo, ¿qué haces con tu vida?
—Madre, lo que puedo, solo lo que puedo – contestaba un poco
sobrio.
—Te voy a ayudar. No puedes quedarte aquí, así sin tu familia,
sin trabajo – acusaba, mientras sacaba plata para tomar un camión
que nos llevara al velorio de su hermana.
Aún tenía un poco de vergüenza en la sangre; no me sentía orgu-
lloso de lo que era. Le expliqué acerca de mis nuevas amigas Mary y
Cristina, aunque evité comentarle detalles importantes como su oficio,
tallas o el color de sus ojos.
A la mañana, siguiente salimos muy temprano en un taxi
para arreglar todos los papeles que me hicieran falta. Tenía que

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Del Infierno al Cielo

regularizar mis documentos, las actas, el pasaporte, todo para que


ya no hubiera excusa y pudiera volar a México.
Prácticamente mi madre me llevaba de la mano. La volteaba a ver
detenidamente y ella seguía siendo la misma de antes, como cuando
de niño íbamos contando los pasos al cole. Yo no decía nada, solo la
miraba de reojo. Era una hormiguita imparable en todo lo que hacía;
sus gestos, sacaba plata, revisaba las firmas, era amable con todos los
burócratas. Yo estaba callado reflexionando un poco y acudía a su lado
cuando me lo solicitaba, para la foto o para una firma.
Después regresaba corriendo a mi lugar para observar a la gente a
mi alrededor. Pasaban a mi lado esas siluetas perturbadoras, que grita-
ban y fumaban. Yo no tenía fuerzas para discutir, tampoco para beber
o drogarme; la cruda moral y física que tenía era espantosa. La muerte
empezaba a perseguir a mi familia. Primero mi padrino y ahora mi tía,
y yo mientras jugando a la ruleta rusa con mis estúpidas adicciones.
Hicimos varias paradas después de salir del Ministerio del Exterior.
Tenía hambre y sed, sentía los labios resecos y, para colmo, la cabeza
me daba vueltas, me quería estallar en mis manos. No sé dónde comi-
mos porque lo que me sirvieron no me supo a nada. Era como comer
hojas de papel. Mis sentidos estaban seriamente afectados.
—¿Qué piensas, Marcelo?
—Nada, madre. No quiero pensar nada. Quiero dormir y comer
algo que me sepa a comida, no a cartón – señalé.
—¿Te duele la cabeza?
—Me duele todo, perdón.
—Espera, entonces – señaló sonriendo.
Mabel me hizo el favor de ir a buscar un par de aspirinas a una far-
macia y se sentó a mi lado hasta que me las tomé. Clavó su mirada en
mi boca y contó una a una las pastillas. Después puso su bolsa entre
sus piernas y cerró sus ojos. Me llamó la atención ese momento, no sé
si rezaba o si estaba cansada de todo, del viaje, del sepelio, de los pa-
rientes o quizás de su único hijo varón.
Aproveché que mi mente estaba más despejada para llamar por
teléfono a Mary y Cristina. Necesitaba despedirme adecuadamente,

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Libre , Por Fin Libre

sin embargo, fue algo muy somero, bastante hosco, sin fiesta, música,
ni siquiera alcohol, solo un par de besos en el aire y la deuda pactada
de que en el futuro regresaría para darnos unos abrazos apretados.
Eso fue todo. Sabía que habíamos construido un vínculo fuerte entre
nosotros, fueron de gran ayuda, pero hasta ahí. Nunca hubo nada más.
Después de varias calles llegamos al embarcadero y nos sentamos
como tantas almas más a la espera de la voz que anunciara la salida. Ya
no quería estar en ese lugar, pero aún faltaban un par de largas horas
que esperar. Mientras que los minutos pasaban, me di tiempo para ir
al baño. Ya tenía preparado en mis bolsillos un jalón de cocaína, espe-
rando que con eso me pudiera sentir más estable.
Pasarían más de dos horas y media para que finalmente nos dieran
todas las indicaciones del ascenso al barco. Según lo señalaron en las bo-
cinas del puerto, esa era la rutina de todos los días. Era un buque distin-
to, no era el de la Carrera; este se llamaba los 33 Orientales. Era enorme,
no muy elegante, mas muy bien cuidado. De hecho, durante un tiempo
fue irónicamente utilizado como una prisión flotante; en sus camarotes
estuvieron detenidos Menem y Cafiero después del golpe de 1976.
Había varias opciones para realizar el viaje, sin embargo, no po-
díamos esperar otro barco. Mabel necesitaba regresar a trabajar; había
pedido un permiso muy corto a sus patrones. Esta enorme embarca-
ción lograba un tiempo de dos horas de puerto a puerto y era bastante
seguro y rápido. Daba un buen servicio y tenía un restaurante y botes
salvavidas en más o menos buen estado, muy necesarios para tanta
gente, en su mayoría europeos, inmigrantes que buscaban fortuna y
una mejor vida en Uruguay, Argentina o Bolivia.
—Por favor, los pasajeros de la zona C pasen a formarse, con los
boletos en mano. Gracias – solicitaba una hermosa voz femenina por
medio del micrófono.
Así que tomamos las cosas y seguí a Mabel rumbo a la fila de gente.
Estábamos ya cerca de decirle adiós a Uruguay. Había muchos sueños
ahí formaditos, gente atada al tiempo y compromisos, señoras elegan-
tes con sombreros de ala ancha, niños gritones y ancianos con bastones
elegantes. Justo delante de mí estaba un italiano de estatura corta que

♦ 165 ♦
Del Infierno al Cielo

se despedía apasionadamente de una mujer; su tonada estaba cargada


de sentimientos. Ella lo besó nerviosa y empezó a llorar. Se le abrazaba
al pecho y llevaba un bebé en brazos, el cual también se sumaría al
llanto. Yo miré absorto la escena, no quería romperme ahí en mil peda-
zos. Recordé a Melina y a mi pequeño Kenan, así que me concentré en
contar las nubes en el cielo. Ya no llevaba droga encima, así que pasé la
inspección sin contratiempos.
Era y es un viaje muy hermoso salir de la costa de Montevideo,
ver las estrellas acostadas en el horizonte mientras el sonido de los
motores rompe el viento y la quilla forma pequeñas olas de plata. Eso
de recibir el olor del mar y ver las gaviotas acompañando parte del re-
corrido eran sensaciones y fotografías mentales que no se olvidan tan
fácilmente, aunque en esos años ya había muerto en mí aquel capitán
que un día surcó el riachuelo con sus dos mejores amigos.
Ya llevaba todo en mis manos, los papeles y debajo de mi indumen-
taria las ganas de hacer todo lo que fuera necesario para llegar hasta el
Distrito Federal, capital de la República Mexicana.
El clima nos favoreció bastante; todo el viaje el mar estuvo en
calma. Cuando llegamos a Buenos Aires, nos estaba esperando Ma-
nolo. Pude ver a lo lejos que nos sonreía y levantaba más los bra-
zos conforme nos fuimos acercando. Sentí entonces en mis piernas
una pequeña sacudida cuando el barco tocó las enormes llantas del
puerto. Quizás por eso abrí más mis ojos y mis oídos estuvieron
más atentos a todo a mi alrededor. Fue entonces que el capitán o
contramaestre dio la orden de que accionaran los largos silbatos
metálicos que anunciaban nuestra llegada, produjeron un silbido
alto y profundo que se perdería en el espacio. Empezó la algarabía
a nuestro alrededor; la gente gritaba de júbilo como si hubieran ga-
nado la lotería. Corrían a buscar sus maletas pretendiendo llegar
lo más rápido a tierra y abrazar a quien los estuviera esperando.
Aquel chaparro italiano paso corriendo a encontrarse con otra mu-
jer más alta que él; se besaron desesperados también, y apareció ahí
una niña de pelo largo y negro, la cual lo tomó de las piernas con
una inmensa ternura.

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Libre , Por Fin Libre

Al llegar nuestro turno caminamos despacio, Yo no andaba senti-


mental y tampoco quería estarlo. Manolo se veía emocionado y frágil
a la vez. Extendió los brazos buscando los míos y nos fundimos ahí en
medio del puerto, sin palabras, sin explicaciones. No sé cuánto tiempo
pasamos así, pero no me quería soltar. Fue hasta que Mabel nos tomó
de la mano.
—¡Vámonos a casa! – dijo.
—Bienvenidos – interrumpió Manolo, nervioso y emocional
¿Quieren comer algo? Los llevo a alguna parte – señaló.
—No, yo lo que quiero es dormir.
—¡Y yo tengo que trabajar! – dijo Mabel.
—Vale pues, entonces será para otra ocasión – señaló con un ta-
lante sombrío. Noté en su mirada triste que él estaba esperando otra
cosa, un poco más de tiempo juntos.
Así que sin más remedio Manolo canceló sus planes mentales, me-
tió las maletas en la cajuela y nos llevó muy calladito a casa. Al llegar
aterricé como un tronco en la cama y los resortes reclamaron el acto.
Tenía muchas ganas de no despertar, eran las 4 de la tarde y no te-
nía hambre, solo ganas de cerrar los ojos y de que nadie me molestara,
así que eso hice, y me quedé muerto hasta el día siguiente.
Varias veces escuché a lo lejos cómo repicaba el teléfono de la casa
de mis padres. No sé quién contestó ni quién era el que llamaba o el
tema a discutir. Tal vez fue Sandra, a lo mejor Virginia mi suegra, quien
haya sido, Mabel o Manolo me disculpaban y señalaban lo mismo.
—Está indispuesto. Llame más tarde.
Al despertar mis labios estaban completamente partidos y mi sali-
va seca. Por más que intentaba pasar saliva no la generaba. Me había
dormido con la ropa puesta, un pantalón de mezclilla deslavado y una
camiseta blanca. Estuve frente al espejo unos minutos. Me tocaba el
rostro. Los ojos los tenía rojos e inyectados. Vi de nuevo las cicatrices,
recordé cómo llegaron a mi cara y me entristecieron esos recuerdos.
No me sentía en mis mejores días; estaba agobiado, por eso salí de la
habitación para buscar en el refrigerador una cerveza. No deseaba por
el momento otra cosa más que eso, sin embargo, no encontré ninguna,

♦ 167 ♦
Del Infierno al Cielo

así que pasé al baño para alistarme, pues me disponía a salir a comprar
no una, sino varias de ellas. Cuando me disponía a dejar la casa, Mabel
caminó deprisa a la puerta para colocar la cadena de seguridad.
—Hey, ¿qué pasó? – pregunté curioso.
—No, Marcelo, lo que necesites yo te lo traigo. Dime qué es lo que
quieres o necesitas, anda – caminó hasta el comedor para buscar en
su bolsa algo de plata.
—Yo puedo ir, madre, no te molestes. Solo dame la plata y listo –
dije nervioso, apuntando a la calle.
—No, hijo. Las cosas no andan bien. No te quiero poner en ries-
go. Tengo miedo, entiéndeme. ¿Qué es lo que quieres? – preguntó
nuevamente.
Yo no sabía qué contestarle, mi mente alucinaba varias cosas. Pri-
mero quería unas cuantas cervezas, después pudiera seguir con algo
de marihuana o cocaína, todo aquello que me hiciera sentir como an-
tes, valiente, alegre, interesante.
Quien me cuestionaba con cara de la madre Teresa de Calcuta no
era Maciel ni el Negro Cuntas o Gallinita, a quienes sin problema algu-
no les hubiera podido pedir un coctel toxico de pastillas o cocaína para
satisfacer la terrible ansiedad que me arañaba el cerebro.
—Con unas cervezas, madre, por favor – señalé desesperado.
—Hijo, ¿cómo me pides eso? – se tomaba la boca sorprendida
—Sí, lo sé, ¡mas no puedo evitarlo, carajo! – acepté cabizbajo.
Y así a contrapié, salió de la casa para buscarme el encargo. Era más
grande su miedo de que me pasara algo que sus ganas de discutir por
largas horas el terrible efecto que generaría el alcohol en mi cuerpo.
Cuando regresó puso las compras en la mesa. No se atrevió a decir
ni una sola palabra; yo tampoco deseaba que lo hiciera. Me acerqué de
prisa como cuando era niño, destapé el bote y me empiné poco a poco
su helada amargura. He tenido siempre la creencia de que la primera
cerveza es la más fría. Mabel se me quedó viendo, respiraba con pesa-
dez, su boca quería escupirme mil palabras pero no pudo, no mencionó
ni media palabra. Me imagino que fue para ella como si estuviera viendo
a su padre, bebiendo esos largos tragos de caña en la mesa del comedor,

♦ 168 ♦
Libre , Por Fin Libre

con ese desespero de los alcohólicos. Observé su expresión, pero ni me


frenó ni me importó. Tomé la segunda y antes de empinármela hice
una pequeña pausa para mirar todo el detalle de la etiqueta, cada letra,
cada número, cada gota de sudor que desprendía por su temperatura.
Era como si estuviera sosteniendo una joya de los tesoros de la Reina
Isabel. Mi mente anticipaba su sabor y consistencia.
“Urge que me des más alcohol. Busca algo más fuerte para mante-
nerme sano”.
Y así, abruptamente, le siguieron tres más. No todas de golpe, aun-
que sí una por una. Minutos después bajé el ritmo y respiré profundo
sosteniendo el aire en mis pulmones para recapacitar sobre todo lo
que me habían dicho los ojos de Mabel. Qué terrible desilusión. Creo
que ella no sabía qué tan grave era la adicción que tenía. Me miró con
tristeza, se dio media vuelta y se fue a su cuarto. Escuché que puso
el cerrojo, lo que me golpeó las ganas de seguir. Estaba sentado en la
segunda silla del comedor, a un lado de la cabecera y justo en el medio
de la mesa. En el frutero estaba el boleto de avión que me llevaría a
México. Era de Aerolíneas Argentinas; con ella volaría a mi destino.
Pasaron un par de horas y me terminé los tragos. Me sentía bien, muy
lejos de la embriaguez total, y de manera inesperada y hasta curiosa,
me empezó a dar hambre.
Fui a la heladera y gracias a Dios encontré una buena dotación de
carnes frías y algunos quesos, gouda, mozzarella y una porción de un
“mata hambre”, un platillo típico de mi tierra, y así, sin calentarlo, ni
apoyarme en alguna pieza de pan, llevé a mi boca todo. Comí con des-
enfreno, como si me tuvieran amarrado. Al final dejé varias rebanadas
porque me sentí satisfecho. Ese día por fin disfruté el sabor de mis ali-
mentos.
Revisé la fecha del boleto; faltaban diez largos días para partir. Era
claro que no podía pasar encerrado todo ese tiempo. Esto era como un
encierro domiciliario; podían nombrarlo de diferentes formas, mas eso
era en realidad. Era muy necesario que Sandra supiera la fecha de mi
llegada, así que tomé la agenda telefónica que estaba cerca de la sala y
busqué desesperado el número. No tenía la certeza de que estuviera ahí,

♦ 169 ♦
Del Infierno al Cielo

pero quería creer que estaría señalado, subrayado o con algún distintivo.
Por fin lo encontré, marqué con calma y revisé mi voz; no quería
que detectara mi insignificante embriaguez.
—¡Hola, buenas tardes! ¿Se encuentra Sandra?
—¿Quién habla? ¿Eres Marcelo? – preguntó una voz aseñorada.
Parecía emocionada, estoy seguro que no era la Chola.
—Sí, soy yo. ¿Quién habla?
—Soy la mamá de Sandra, Virginia. Permíteme, ahorita te la co-
munico. Un abrazo. Qué gusto escucharte. Saludos. ¡Sandra, tengo a
Marcelo en el teléfono! Contesta rápido – gritó desesperada –. Aho-
rita te contesta, permíteme – señaló nerviosa.
—Sí, aquí la espero. Gracias – contesté; mi voz estaba bien mo-
dulada, afortunadamente el refrigerio me había ayudado a bajarle el
efecto a la cebada.
—¡Hola, Marcelo! ¿En verdad eres tú?
—Sí, soy yo, Chola. Qué gusto escucharte. Tengo tantas cosas
que contarte
—Yo también. Por fin, ya sé que llegas en unos días más. Anoche
hablé con Mabel largo y tendido. Me dice que estás bien, que solo
necesitas alimentarte mejor. Me contó que estás muy flaco.
—Ya quiero estar allá. Me siento muy mal.
La conversación duró unos quince minutos. Nos pusimos al corrien-
te de casi todo, aunque en realidad ella sabía más cosas que yo. Mabel
se había encargado de darle punto y seña de todo lo que había pasado,
desde que me capturaron, mi encierro, la muerte de su hermana, mis
días en Montevideo, todo le contó. Yo solo corroboré las historias y
hasta me enteré de cosas que no sabía. Pregunté por mis hijos; todos
estaban bien de salud y creciendo.
—¡Ya quiero verte! – subrayé emocionado.
—Yo también. Te necesitamos mucho. Todo va a estar bien acá,
ya lo verás – decía con tranquilidad. Cerca de ella logré escuchar el
llanto de Kenan y se me partió el corazón.
Después de esa plática comencé a contar los días con desespera-
ción. Miraba constantemente el calendario que tenía colgado Mabel

♦ 170 ♦
Libre , Por Fin Libre

junto a la heladera y marcaba los días conforme fueron pasando.


Hubo una serie de negociaciones y promesas con mis padres antes de
que aceptaran que saliera a la calle a hacer mis cosas. Quería visitar a
mis amigos, “conseguir algo de droga”, aunque eso no se los dije. En
fin, ponerme al día de todo. Ya había dejado atrás al ladrón ese que
buscaba desesperado adrenalina, dinero y llamar la atención. Ahora
buscaba otra vida, trabajar decentemente con horarios, uniforme, polí-
ticas y reglas. Tres días después, sin aviso de por medio, escuché varias
cosas importantes de quien más las esperaba.
—Confío en ti, Marce. Ándate derecho, por favor. Hazlo por mí –
dijo Mabel, parada junto a la estufa mientras nos preparaba de cenar.
No era nada sencillo recibir ese tipo de consejos o señalamientos.
Puede ser que me los haya dicho mil veces, pero con seguridad nunca
les di la importancia necesaria, no hasta ese día. Realmente lo creía
posible. El detalle complicado seguía siendo mis adicciones. Esas no se
habían ido ni cedido un ápice en mi interior; estaban en las raíces, muy
profundas. Después seguiría Manolo en su modo tosco y directo, como
gancho al hígado.
—Eres una buena persona. Perdóname si te fallé, hijo. Todos co-
metemos errores, recuérdalo – señaló mirando el par de focos que
iluminaban el comedor.
“A buena hora se le ocurre decirme eso” recapacitaba mi subconscien-
te, furioso por todos los años que nos había abandonado, y ahora estaba
ahí recapacitando repentinamente que nos hizo falta. “No contestes nada.
Cálmate, déjalo ser”, pensé, jalando aire desde el fondo mis pulmones.
Aún tenía que aprender muchas cosas. Ya con 21 años a cuestas,
un matrimonio y dos hijos pequeños, debía comprometerme a no fa-
llar. Sé que mis padres deseaban que fuera feliz, que todo mejorara en
mi vida. Lograr triunfar en algo, en lo que sea, porque las glorias del
pasado, en el futbol o en el baile, estaban muy lejos y perdí su sabor.
Ahora era distinto, era un hombre y no un niño, un padre de familia y
no un adolescente. “Debes ser congruente. Debo ser congruente”, de
vez en cuando repetía esas palabras en mi cabeza. No entendía mucho
su significado, sin embargo, pensaba que era lo correcto.

♦ 171 ♦
Del Infierno al Cielo

Al recorrer las calles del barrio miré como una película vieja todo lo
que ahí viví, las sensaciones, los olores, los reflejos del sol. Lo llevaba
todo almacenado en mi piel y en mis ojos. Saludaba a todo mundo
cordialmente. A don Manuel, el de la carnicería; a Gonzalo, el del taller
mecánico. A ellos no les importaba mi pasado, ni siquiera si alguna vez
los ofendí o les robé. Seguramente mi madre había actuado de publi-
rrelacionista cuando yo no estaba. A lo mejor hasta pidió perdón por
mis actos y la gente, sabiendo su bondad, sobrescribió en mi historial
algo más favorecedor.
Me topé con algunos amigos. Las charlas se hicieron intensas y lar-
gas. Entre carcajadas fumé nuevamente marihuana, una mezcla co-
lombiana maravillosa.
—¡Ya me voy, hijos de puta!
—¿A dónde, pelotudo?
—A México, cabrones, a la tierra del mariachi y el tequila – señalaba
contento, simulando que llevaba un sombrero de charro en mi cabeza.
Presumía como si me hubiera contratado el Barcelona o el Milán.
Todos nos reíamos; hacían bromas sobre el chile mexicano, las diferen-
cias con las mujeres, el futbol y la comida. Cada vez que escuchaban
acerca de que sería ya “chilango”, se descocían a carcajadas.
Fuimos al taller con el Negro y saludamos a los mecánicos. Habla-
ban de mí como si hubiera sido una terrible pesadilla, y quizás lo fui.
A veces me quedaba callado, como ausente. Después alguien me daba
una palmadita en la espalda para conectarme otra vez en la plática.
—¿Dónde andas, Brujita? ¿Qué, ya te fuiste a México? – reclamaban.
—Aquí ando, boludo, recordando todo lo que pasamos juntos –
dije espantando el aire con mi mano derecha.
—¡Lástima por los que se adelantaron! – dijo alguien al fondo
del patio.
—¡Salud por ellos! – comenté levantando mi trago.
El más flaco de ellos, Marco Jiménez de la Provincia de Rosario,
me miraba por encima de su hombro. Desconfiaba de todos; era un
tipo de pelo raso de tipo militar. De repente, se desabrochó el pan-
talón de poliéster disimuladamente para desenfundar de su vientre

♦ 172 ♦
Libre , Por Fin Libre

una bolsa negra con un cuarto de kilo de cocaína. Mis vicios no ba-
jaban la guardia. Ellos estaban acostumbrados a tener sus fiestas los
fines de semana, poner música y olvidarse de todo, así es que la idea
me resultó gloriosa y de inmediato me formé detrás del regordete de
Pedro. Así le entramos todos parejo. Bueno, casi todos en la esquina
se quedó una persona trabajando en uno de los motores. Lo observé
detenidamente: tenía barba y un gesto de bondad como el de Mabel.
Su mirada la clavó justo en medio de mis ojos. Trataba de recono-
cerlo; hasta ese día nunca lo había visto. “Quizás es de fuera”, pen-
sé.
—Y ese que está allá Gallinita, ¿quién es? No lo conozco – pregun-
té afinando la vista de mis ojos e intentando identificar su fisionomía.
—¡Allá atrás no hay nadie, Marcelo! Andas mal de nuevo – señaló
—Es que te juro que… interrumpí mi argumento.
No quise decir nada, ni discutir lo que estaba ahí frente a mis na-
rices. Fue un instante nada más. Cerré los ojos una vez que medí la
distancia entre el popote y la droga y me agaché para hacer el siguiente
pase del polvo blanco. Sostuve una de mis fosas nasales e inhalé con
potencia. Después de que lo disfruté por unos segundos, puse nueva-
mente atención a ese motor que estaba siendo reparado y ya no había
nadie junto a él.
Ni siquiera sé por qué lo hice. Observé el viejo reloj de la pared, al
cual le faltaban algunos números por un accidente que hubo en el ta-
ller. Observé que ya pasaba de media noche. “Si estuviera solo, la fiesta
apenas empezaría, pero no lo estaba. Mabel seguramente me estará
esperando y va a decir mil cosas en mi contra”, así que estiré el brazo y
con la mano bien extendida me fui despidiendo de todos. En sus caras
observé sorpresa.
—Quédate, Brujita, aquí hay donde duermas. No jodas con que
ya te vas. Mira la hora, es temprano – dijo Pedro.
—No puedo, gracias. Hice un compromiso con mis padres y me
tengo que retirar – y partí en medio de la noche, con la luna vigilan-
do mis pasos.
—Si es así, ya sabes que aquí no se obliga a nada – subrayó Mar-
co, que estaba sentado en una mecedora metálica.

♦ 173 ♦
Del Infierno al Cielo

Llegué lo más sigiloso que pude y abrí la puerta sin que hiciera su
tradicional rechinido. No llevaba prisa pues ya estaba ahí. Con pre-
caución observé que no hubiera rastros de Mabel o Manolo. No había
novedades, todo estaba en calma; hasta los grillos descansaban. No se
presentaron reclamos ni gritos, gracias a ello llegué rápido hasta mi
cama y me metí debajo de las cobijas. Nada me resultaba más suave
que mi almohada, la cobija de fibra y los sueños que coloqué entre mis
brazos.
Los días pasaron más rápido de lo que supuse. De madrugada llegó
el momento de decir adiós a Argentina y gritarle hola a México. Por
supuesto que una noche antes había preparado todo. Estaba nervioso
como un niño antes del primer día del colegio y ansioso también por-
que no sabía muchas cosas acerca del destino. Por lo menos el idioma
no iba a ser problema, eso ya era ganancia. Y con lo bien que se ex-
presaba todo mundo de allá, seguramente sortearía cualquier posible
inconveniente. También sospechaba que Sandra me ayudaría en todo,
para que superáramos cualquier cosa. Al hacer mi maleta, mediante
algunas conjeturas de lo que sería el clima, deseché mucha ropa, aparte
de esa que tenía que obligadamente desechar pues ya había dado lo
mejor de sí durante varios años, por más que la sigue reteniendo uno.
En ocasiones nos aferramos a muchas cosas inservibles, a ese suéter
descocido, al pantalón arreglado o la playera manchada.
Manolo encendió el auto, Lo notaba muy orgulloso; al parecer le
empezaba a ir bien en sus negocios. Estaba más controlado en todo lo
que antes no controlaba, aunque aún no dejaba por completo el vino,
sin embargo, ya medía los tiempos con mayor exactitud. Mabel seguía
en sus mismas rutinas, el trabajo y seguir ayudando a quien se lo pidie-
ra. Lorena seguía creciendo y engordando; tenía el pelo largo y hermo-
so, sus cejas muy bien afinadas, se veía muy bonita. Estaba ya más alta
y era tan criticona y detestable como yo lo fui en esos años. La miraba
por el espejo retrovisor muy sentadita y de la mano con Mabel.

♦ 174 ♦
UN VUELO MÁS CORTO

F inalmente, después de varios kilómetros, calles y avenidas, se


abrieron ante mis ojos las instalaciones del aeropuerto. El movi-
miento a su alrededor era enorme. Gente, autos, taxis, maletas, deseos,
todo circulaba de manera apresurada. Pude ver que varios de mis ami-
gos ya estaban ahí esperándome. Fue algo inolvidable ver la cara de
todos, reunidos y diciéndome cosas tan llenas de alegría, de esperanza.
—La mejor de las suertes, hermano – dijo Gallinita bien abrazado
a mi pecho.
—Ahora es cuando tienes que demostrar lo que llevas en el cora-
zón – diría Laura, una amiga del barrio.
Mis padres mostraban ciertos rasgos de satisfacción. Sonreían.
También sentía que sus ojos querían llorar. Nunca tantos kilómetros ni
cordilleras nos habían separado; sería la primera vez que volaría así,
en un avión de verdad.
—¡Te vamos a extrañar, Brujita!
—Dale, y yo a todos ustedes por igual – comenté levantando los
brazos, buscando más amigos que abrazar.
—¡Cuídate mucho, por favor!
Había voces por todos lados, recomendaciones y bendiciones. A
cada uno de ellos los abracé. Detestaba ese sentimiento de ausencia,
de lejanía, era irremediable que al dejarlos de ver los extrañara o ne-
cesitara a mi lado. Caminamos todos hasta el mostrador. Manolo me
entregó algo de plata entre mis papeles; la visa, el pasaporte, mis actas,
todo estaba ahí. No me estaba dando los millones, porque no los tenía
y porque la verdad no los merecía. Había sido un desastre. No tenía
razones por qué premiarme, así que eran solo unos cuantos billetes.

♦ 175 ♦
Del Infierno al Cielo

“Algunos ahorritos”, como solía decir Mabel, que seguramente entre


ambos hicieron.
—Gracias, papá. Sé que esto se hizo con muchísimo esfuerzo de
parte de ambos – subrayé orgulloso.
Era suficiente para saber que con esa plata bebería y comería por
unos cuantos días.
—¡Cuídate y cuida a tu familia! – subrayó.
—¡Sí, eso haré!
Creo que no seleccionó las palabras adecuadas, pues él nos aban-
donó once largos años. Hoy seguramente pensó que las condiciones
ya eran otras y que al decirme eso yo evitaría hacer lo que él hizo con
nosotros hace muchos años.
Escuché en los altavoces la salida del vuelo y caminé nervioso hasta
la primera inspección. Ahí formado en la línea me sucedió algo muy
extraño. Empecé a sudar frío. Mi mente me estaba jugando una mala
pasada. Estaba limpio de toda droga, pero el tipo del uniforme con la
camisa blanca muy planchadita no me soltaba la vista y fruncía el ceño
como buscando escudriñar en mi cerebro la verdad. “Será este ojete
uno de los celadores de la correccional”, pensé.
—Joven, ¿me permite revisarle su maleta? – escuché una voz en
mi espalda.
—Sí, claro que sí oficial – contesté tranquilamente.
—No, usted no. Le decía a este señor que está detrás de usted.
Disculpe.
Otra vez las enormes bocinas empezaron a dar nombres y a señalar
qué hacer si éramos llamados por el interlocutor. A lo lejos pude ver
cómo un guardia venía recorriendo la fila con un perro pastor alemán
en las manos, “seguramente están buscando drogas”, recapacité.
No debí sentirme así. De pronto recordé los golpes del jefe de la
comisaría número 30, los abusos en contra de Lalito por parte de Beto
el jefe de Los Tucumanos. “Calma. Cuenta hasta diez, cierra los ojos y
concéntrate”. Cerré mis ojos y las voces tanto adentro como afuera de
mi cabeza seguían causándome ansiedad. Quería gritar ahí mismo y
confesar todos mis asaltos, la cantidad de droga que había aspirado y

♦ 176 ♦
Un Vuelo Más Corto

todos los conectes políticos y militares que estaban metidos en casos de


asalto, robo y narcotráfico.
Apretaba los puños y, del otro lado de la inspección, miré clara-
mente al mecánico de la barba que estaba en el patio con Maciel. Era
su cara, aunque ya no estaba vestido de grasa ni tenía la herramienta
en la mano. “Estás en el camino correcto, sigue”, la voz en mi cabe-
za finalmente me ayudó a tranquilizarme. Levanté mi mirada al cielo,
solté las maletas y conté despacio hasta diez. No tenía nada que temer,
todo estaba bajo control. La inspección es algo normal, por seguridad
lo deben hacer.
El guardia que antes me fruncía la frente esbozó una tímida son-
risa. Su mirada se tornó amable. El perro ni siquiera volteó a verme,
se siguió de largo y mis poros dejaron de sudar. Todo volvió a la nor-
malidad, gracias a Dios. Regresé la mirada a la puerta y ahí estaban
aún mis amigos, Mabel, Manolo, Lolis, todos con los brazos en alto y
mandando besos por el aire.
—Adiós. ¡Hasta pronto! – les gritaba discretamente.
Caminé dos pasos al frente como me lo habían indicado. El aire es-
taba seco y caliente. Cuando atravesé el detector de metales, levanté
los brazos y abrí un poco las piernas. La muchacha que revisó mi bo-
leto no encontró nada. El otro guardia que me esculcó no dijo nada,
se apartó esperando a que pasara el siguiente. “Joven, todo está en
orden”. Era extraño que no me señalaran nada de mis papeles. No ha-
bían mostrado extrañeza o algún rastro de mis detenciones ni por qué
tenía el boleto todo arrugado. Todo fluyó como una obra perfecta de
Dios. “Pase usted”, me indicó atentamente la mujer.
Y así, sin más, dejé atrás todo el nerviosismo y mis dudas. Ahora
solo trataba de encontrar la puerta número veintidós por donde abor-
daríamos el avión.
Me senté en la banca a esperar las instrucciones; faltaban unos mi-
nutos para que diera la hora pactada. Creí entonces que era un buen
momento para encomendarme a Dios y agradecerle todo lo bueno y
lo malo que me había sucedido. Reconozco que muchas veces no en-
tendía su receta, pues pude morir en muchas facetas de la elaboración:

♦ 177 ♦
Del Infierno al Cielo

mis problemas cardiacos, las persecuciones, los balazos, las cuchilla-


das que me metieron por defender a Manolo, y tantas cosas más por
las que resulté tentado a perder los estribos y hacer peores estupideces.
—Padre nuestro que… dices… no… que estás en los cielos – así
seguí hasta terminar.
No quería caer en la tentación de creer que llegaría a un paraíso, que
todos mis problemas estaban ya resueltos, que viviríamos en una enor-
me casa con sirvientes y manjares disponibles las 24 horas, que mis dos
hijos dormirían con sábanas de seda y que mi cama sería la más grande
y robusta de todo México, nada que ver con donde había dormido los
últimos años. Sandra me había dado unos cuantos esbozos de lo que
sería mi vida allá, aunque muchas veces la mente se va a los extremos,
finge demencia selectiva y oculta la cruda realidad.
—Pasajeros del vuelo 72 con escala en Bogotá y destino final en
la Ciudad de México, favor de formar una fila, estamos por abordar
el avión.
—¡Fantástico! – exclamé disimuladamente.
—“Perfecto, ya era hora”, pensé.
Miré cómo un par de caballeros caminaban a los baños y lo creí
prudente. No conocía la sensación que causaba volar ni muchos de
los procedimientos a los que me vería inmerso al subirme al avión, así
que fui al mingitorio. Deseaba lavarme el rostro, las manos, y ponerme
algo de loción para sentirme un poco más fresco; era clave estar pre-
sentable para tan especial ocasión. No volaba todos los días, así que
abrí la llave con cuidado y me enjuagué la cara, saqué el peine que
llevaba en mi bolsillo trasero y lo dejé hacer su trabajo en todo mi pelo.
En esa época lo tenía más corto, ya no estaban los rulos alocados
presentes. Me miraba bien en el espejo, aunque con un poco de ojeras
por las desveladas y re fuegos que viví algunas noches en Montevideo.
Apresuré el paso. Ya estaba más presentable. Salí directo al mostrador.
Nuevamente revisaron el boleto, les enseñé mi identificación y listo,
fue todo. Entré a la aeronave y se veía bastante bien. Todo mundo te
sonreía. Las azafatas andaban muy arregladitas, con cuerpos angelica-
les y unas diminutas cinturitas, daban algunas instrucciones.

♦ 178 ♦
Un Vuelo Más Corto

—¿Qué número de asiento tienes? – preguntó una güerita de na-


riz refinada. Tenía el acento porteño muy marcado; seguía en suelo
argentino.
—Según lo que veo aquí es el 22A.
—Perfecto. Mira, es a tu mano izquierda, cruzando las alas, en
esta parte de aquí abajo está señalado el número. Cualquier cosa te
ayudo con todo gusto – afirmó con calma.
Cuando llegué a mi lugar me sorprendió lo limitado del espacio. No
se parecía en nada a la primera parte que pasé del avión, pero no me
podía quejar, pues me tocó junto a la ventana, un poco más atrás de las
alas. De inmediato me abroché el cinturón de seguridad y agarré unos
folletos que estaban frente a mis piernas.
Después de varios minutos y del vaivén, las azafatas dieron los pro-
cedimientos de seguridad, qué hacer, qué no hacer, y si algo salía mal
para dónde correr. Al terminar, todos los que estaban parados se fueron
a sentar. Escuchaba el sonido profundo de los motores, era impresio-
nante el zumbido y la fuerza que le daban al avión. Nos movimos muy
lentamente y me imaginé que tomaríamos la pista, ciertamente eso ocu-
rrió. Me asomaba nervioso por la ventana. En ese lapso miré despegar y
aterrizar a un par de aviones; el correr del viento sacudía levemente las
alas. Las manos me empezaron a sudar y las piernas las sentía flojitas,
como si me hubiera tomado unas pastillas de valium. En mi cabeza re-
pasaba varias oraciones. Dudaba de cuál era la más adecuada en estos
casos, solo se me ocurrió darle con el padre nuestro. Titubeé al inicio,
pero después de varios intentos la dije correctamente, de corridito.
—¿Es la primera vez que viajas? – preguntó la señora que estaba
sentadita junto a mí. Tenía como unos 60 años, a decir por sus gestos
y arrugas.
—Sí, es la primera vez. Estoy algo nervioso – contesté agarrándo-
me las rodillas y mirando de reojo sus expresiones.
La señora, muy educada, me extendió su mano para saludarme y
presentarse.
—Primero déjame presentarme. Soy Graciela Hinojosa. Tú,
¿cómo te llamas?

♦ 179 ♦
Del Infierno al Cielo

—Marcelo Yaguna, señora. Mucho gusto – cogí su mano y la sa-


cudí con caballerosidad.
—Encantada, Marcelo. ¿Sabes? No tienes nada de qué preocupar-
te, volar en estos tiempos es algo muy seguro – subrayó con un tono
de conferencista internacional, pausada y con un tono elegante.
Mientras estábamos en la plática y las presentaciones oficiales, el
avión tomó su posición en la pista. Tenía en mi cabeza muchos sen-
timientos encontrados. Dejar mi país no era nada sencillo, volar esa
distancia y tantas horas menos. Observaba a mi alrededor la cara de las
personas y casi todas se miraban relajadas, hablaban; sonreían, otras
se tomaban de la mano o se besaban. No iba a hacer eso con Graciela,
así que tomé el descansabrazos como mi principal apoyo y cerré los
ojos. Buscaba en mi mente un pensamiento agradable para que hiciera
a un lado el nerviosismo que estaba reflejando mi cuerpo, en manos y
piernas, en poros y en la respiración acelerada.
Toda la cabina se sacudió cuando el piloto decidió imprimirles toda
la fuerza a los motores Rolls Royce. El sonido tenía dos características
importantes: por un lado, hermoso para quien ama la velocidad, pero
por el otro, trágico para quien no conoce que ese es el procedimiento
para alcanzar una velocidad mínima de 400 kilómetros para dejar el
suelo. Finalmente, después de varios eternos segundos, llegamos al
punto exacto donde la pesada aeronave levantaba su vuelo. El cambio
de la pesadez a la ingravidez es algo fenomenal; aún existían ciertos
temblores tanto en el cuerpo del avión como en el mío, pero finalmente
abrí los ojos. “Genial ahora sí ya estamos volando”, pensé, mirando
por instinto la ventana y comprobando que era real. Las nubes estaban
colgadas de suspiros, impávidas de verme ahí tomando más altura.
Pasamos los diez mil pies, según confirmó el piloto por medio de los
altavoces ocultos en la parte superior de la cabina. Ahí nos dieron varias
instrucciones, cuándo mantenerse sentados y algunos otros detalles del
vuelo, temperatura y lo que esperaban del clima en el recorrido.
Me pareció interesante la explicación. Unos minutos más tarde,
todo dejó de moverse nerviosamente, mis piernas, mis manos y el
avión. Entramos en una zona de confort, una parte bastante relajada.

♦ 180 ♦
Un Vuelo Más Corto

Estiré lo más que pude las piernas. No tenía mucho espacio, pero me
las ingenié para hacerlo. Desabroché el cinturón de seguridad y sentí
correr en ese instante un torrente de confianza en la piel, mas no por
eso dejé de observar la magnífica perspectiva que me daban 14 mil
pies de altura. Y si sentía un movimiento, aunque fuera muy pequeño,
miraba por la ventana buscando por qué nos habíamos sacudido. Era
como un niño explorador en un mundo nuevo.
Ya habíamos dejado atrás la ciudad de Buenos Aires. Empecé a ob-
servar parte de la serranía, bosques y valles. Las nubes se habían que-
dado muy abajo, ahora el cielo estaba claro y demasiado despejado,
con un azul hermosamente brilloso. Sentía cierto nerviosismo cuando
miraba las alas y estas temblaban levemente como las gelatinas que me
preparaba Mabel de niño.
—¿Dónde vives? ¿De cuál parte de Buenos Aires eres, Marcelo? –
preguntó mi vecina de vuelo.
—Soy de La Boca contesté orgulloso.
—Mira qué bien, yo soy de Quilmes, a unos 20 minutos de donde
vives, pero ya tengo muchos años viviendo en México. Mi esposo se
la vive en los aviones. La Boca es un lugar emblemático de Argenti-
na, muy hermosa su historia.
Quilmes, ese sí era un buen lugar para vivir. Cuando lo mencionó
recordé que varias veces habíamos robado en ese barrio, creo que fue-
ron un par de coches y dos casas. Para mis adentros, esperaba que la
señora Hinojosa no hubiera sido una de mis víctimas, pero tampoco lo
iba a averiguar.
—Sí, sí conozco. Me gusta Quilmes.
—Se vive bien, aunque los últimos años se han incrementado los
robos y la violencia. La juventud anda descarrilada. Porque déjame
decirte que el hijo de mi hermana Sol, Gonzalo, un buen muchacho,
mi sobrino, parece que no mata una mosca y bueno, me da pena
pero Sol le encontró droga en su clóset. Casi se muere mi hermana.
Pobre muchacho, anda muy mal, y mira que tiene una buena fa-
milia, no es porque… tú te ves de buena madera. ¿Quiénes son tus
padres? – preguntó. No le paraba la boca.

♦ 181 ♦
Del Infierno al Cielo

—¿Me permite pasar al baño y ahorita le cuento? Gracias – solici-


té nervioso. Me levanté con torpeza y lo que no quería que sucedie-
ra, sucedió; me vi mal, como huyendo de ella.
—Claro, pásate, y ahorita que vengas seguimos platicando – ase-
guró sonriente – ¿Quieres que te pida algo de tomar hijo?
—Sí, claro, unas veinte cervezas – dijo mi boca, sin embargo, mis
gestos dijeron otra cosa, porque su mirada se tornó diferente. Ya no
me sonrió, se quedó calladita y me dejó pasar.
Me hice espacio entre sus piernas y su bolsa para poder salir al pasi-
llo. Caminé despacio hasta el baño. El cuerpo me empezaba a reclamar
con ímpetu la resequedad de sus vicios y no tenía nada para darles. Fue
entonces que recordé las horas que iba a durar el vuelo. Teníamos una
escala en Bogotá, Colombia, pero no llevaba mucha plata para comprar.
Llegué a la puerta del baño. Afortunadamente estaba libre. Accioné
la palanca y entré al diminuto espacio que sirve para descargar penas
y lavar ganas. Al orinar sentí fuego correr por mis entrañas. No sé qué
habrá sido, sin embargo, me dolió bastante. Pudiera ser falta de líqui-
dos o de una correcta alimentación, no sé; se me vinieron muchas cosas
a la cabeza. Era urgente tomar algo que me tranquilizara; quedaban
muchas horas por delante.
Abrí el pequeño grifo y dejé correr el agua entre mis manos. Había
un dispensario señalando su uso. Era jabón de manos. Tomé un poco,
era azul y de una consistencia suave; me hizo recordar al que usamos
cuando visitamos aquel hotel lujoso cerca del Obelisco. Disfruté tanto
la sensación que me puse un poco en el brazo, me arremangué la cami-
sa y hasta donde pude me llené de ese líquido suave. Cerré los ojos y
con mucha calma retiré todo el exceso; jalé varias toallas para secarme.
Sin saber si se podía o no, me puse a tomar agua de la llave. Tenía un
sabor extraño, pero la verdad me supo a gloria. Estaba muy fría y me
refrescó la garganta, así como el resto de mi acalorado cuerpo.
Ya que había tomado varias veces, vi un pequeño letrero que de-
cía “agua no potable”. Supongo que era una advertencia de que no
la bebiera, mas ya era demasiado tarde. Suspiré hondo, levantando
mi quijada, apuntando al techo, y abrí la escurridiza portezuela.

♦ 182 ♦
Un Vuelo Más Corto

Di tres pasos. “De seguro la señora Hinojosa me seguirá cuestio-


nando y platicando su vida. No tengo a donde correr; todos los lugares
están ocupados”, pensé.
—Joven, ya vamos a servir los alimentos, si gusta tomar asiento –
señaló una escultural mujer, con un distintivo en su solapa que decía
Claudia.
—Sí, gracias. Ya estaba por regresar a mi asiento, Claudia – dije
con seguridad.
—Perfecto – indicó sonriente.
No solo con ella quería causar una buena impresión, sino con todos
los que estaban ahí, pues me sentía fresco, casi recién bañado. Me miró de
arriba a abajo como buscando algo; yo solo le sonreí y caminé a mi lugar.
“Tengo que buscar alguna estrategia para librarme de más de 10
horas de plática sin sentido”, recapacitaba frunciendo los labios. En
eso estaba cuando en uno de los asientos vi a una muchacha que es-
taba con unos audífonos en sus oídos, muy acurrucada con la manta
que habían colocado las azafatas en cada uno de los asientos. Seguí
caminando.
—Marcelo, mira, ya van a servir el desayuno. ¿Tienes hambre? –
ni siquiera me había sentado y ya me estaba cuestionando.
—Sí, ya tengo hambre – contesté.
El servicio fue estupendo. La comida de muy buen sabor, un peque-
ño pan dulce, diferentes bebidas para escoger y huevos con papa pren-
sada. Mientras tanto mi vecina seguía hablando; era impresionante el
ritmo que mantenía entre su boca y sus pensamientos.
—Pues es que yo creo que México es muy bello; tiene todo y mu-
cha variedad en su comida. ¿Qué te gusta comer?
—Como de todo.
—¿Has probado los frijoles y las tortillas? Es algo básico para la
gente en México. Yo al principio les hice caras, pero mi marido me
insistió tanto que lo probé y ahora hasta en Quilmes tengo un guar-
dadito de ambos – dijo, tapándose la boca. Creo que se le hizo agua
la boca a la golosa.
—No.

♦ 183 ♦
Del Infierno al Cielo

Yo solo contestaba lo básico, no me extendía mucho. Después boste-


zaba tratando de que entendiera que me estaba aburriendo o que tenía
sueño.
Claudia pasó varias veces por el pasillo, pero me daba pena pre-
guntar si tenía derecho a una cerveza o algo más fuerte, porque a mi
alrededor nadie estaba tomando nada más que agua, y eso para mi
cuerpo era bastante ofensivo.
Pasaron un par de horas y por fin la mujer se quedó callada. Al ha-
cerlo, casi simultáneamente me quedé dormido. Cabeceaba y después
me acomodaba. Para esas horas ya había bajado la cortina de la ven-
tana, lo cual hizo mi espacio un poco más oscuro y cómodo para mis
intenciones. Minutos antes de caer, miré que alguien reclinó el asiento
y así lo hice también.
Mi mente estaba atestada de situaciones incómodas, aunque tenía
los ojos cerrados no estaba descansando en realidad. La falta de cos-
tumbre, la incomodidad del lugar, la mirada de esta señora que en
cuanto veía una oportunidad disparaba sus preguntas, y por otra par-
te, mis dudas sobre México seguían atormentando mis sienes.
Perdí la noción del tiempo, hasta que…
—Marcelo, ya van a servir la comida. ¿Vas a querer comer algo
o quieres seguir durmiendo? – me dio aviso la señora Hinojosa. Lo
hizo con delicadeza, lo cual me agradó.
—Gracias, qué amable. Sí, sí quiero comer. En realidad no puedo
dormir – contesté estirando lo más alto que pude mis brazos al techo.
Minutos más tarde llegaron el par de aeromozas. Primero nos
ofrecieron de tomar, después llegó la comida, y como vi que se podía
pedir cerveza, solicité dos. Claudia me miró con extrañeza, pero no
puso objeción y al entregármelas me sonrió. Su apariencia era impe-
cable, el pelo muy recogido, los ojos con un maquillaje muy ligero.
Llevaba un perfume dulce como el que usaba Sandra; fue una bella
coincidencia.
El resto del vuelo se pasó rápido; nuestra escala en Bogotá fue
bastante buena. Reconozco que al aterrizar se sacudió bastante el
avión y el frenado no creo que haya sido conforme al instructivo.

♦ 184 ♦
Un Vuelo Más Corto

Noté nerviosa a Claudia. Estaba parada en la puerta, tratando de disi-


mular con una perfecta sonrisa, con unos dientes muy blancos y muy
alineados. Tendríamos que esperar una hora y media para continuar
el viaje.
—¿Gustas que te invite algo de tomar, Marcelo? ¿Cómo te sien-
tes? ¿Te está gustando volar? A mí sí me gusta, aunque es mejor la
primera clase. Ahí todo es mejor, pero ya no encontré lugares dispo-
nibles. Parece que viaja con nosotros alguien importante.
Su ofrecimiento era bastante tentador. Las primeras dos cervezas
me supieron a gloria, y otras dos podrían ayudarme a llegar a un esta-
do mucho más relajado.
—Sí, se lo acepto. Muchas gracias – contesté con seguridad.
Después de una larga plática que tuve que soportar y un par de
cervezas, volvimos al avión. Tuvimos que seguir nuevamente todos
los procedimientos. Había nuevos rostros a mi alrededor. Los acentos
extranjeros se escuchaban fuertes y claros, al igual que las palabras:
México, hermoso y gastronomía repicaban constantemente, como las
campanas de la Iglesia de Nuestra Señora de los Inmigrantes.

♦ 185 ♦
MÉXICO A LA VISTA

E l cansancio y la malta de las cervezas me tenían en la lona,


completamente a su merced. No sé cuántas nubes o turbulen-
cias habíamos dejado atrás. Estaba vencido; tampoco mi mente opu-
so ninguna resistencia. Era genial estar así, con la mente en blanco,
sin nada ni nadie que me reclamara. Fue lamentable que las azafatas
comenzaran a despertar a todo mundo, recorriendo los lugares so-
licitando que enderezáramos la posición del asiento y abriéramos
por completo las ventanillas; retiraron también las latas y basura
que teníamos.
—¡Buenas tardes! Les habla el piloto Javier González, solo para
informarles que en unos minutos más estaremos aterrizando en la
Ciudad de México. Las condiciones del clima son 22°C y el cielo está
despejado. Gracias por volar con Aerolíneas Argentinas. Espero dis-
fruten su estancia en México.
Al abrir por completo los ojos pude contemplar la majestuosidad
de la ciudad. Varios rascacielos sobresalían entre sus transitadas ave-
nidas; también ubiqué ciertos barrios, (o colonias, como dicen por acá)
que mostraban algunas carencias. El tráfico era constante, como sangre
circulando entre las arterias y venas. Era una metrópoli saturada de
historia, con muchas manchas verdes y algunos techos azules. En un
parpadeo comprendí que uno no suele dimensionar las cosas adecua-
damente hasta que las tiene en su poder o a la vista, y desde el aire
aquello me dejó bastante sorprendido.
Sentí en mi cabeza una lluvia intensa de sensaciones. Sería la adre-
nalina. A lo mejor las ganas de ya estar con mi familia, pisar este sueño
mexicano, comer tacos o los famosos frijoles.

♦ 187 ♦
Del Infierno al Cielo

—¡Mírala, Marcelo, qué hermosa es! – atestiguaba Graciela, aco-


modando su pelo con una singular peineta. Revisó en un pequeño
espejo su maquillaje y delineó sus labios con un tono violeta muy
suave. Lo malo fue que sacó su perfume y se puso de manera abun-
dante. No tenía para donde correr; ni me dio chance de quitarme. Lo
hizo con enorme satisfacción, como si eso le diera algún placer.
—Sí, es enorme también – señalé.
—Te va ir muy bien aquí, no lo dudes. Existen muchas oportuni-
dades para todos aquellos que son congruentes en su vida, como mi
marido, que aparte es un amor – dijo orgullosa.
—Gracias, señora. Sí, de México espero muchas cosas buenas –
comenté estirando un poco las piernas que estaban adormecidas.
Conforme fuimos descendiendo, mi corazón empezaba a bombear
más y más fuerte, como aquella vieja banda de música que alegraba los
carnavales en Buenos Aires. Los edificios tomaron otra dimensión, se
escucharon algunos ruidos raros, zumbidos en las alas y los motores;
parecía que aterrizaríamos en una de las avenidas y no donde debe
ser. “Vaya, qué enorme catástrofe sería perder la vida así y lejos de mi
patria”. Los techos se acercaban a gran velocidad. Buscaba signos que
indicaran “aquí adelante está la pista, no se preocupe”, sin embargo,
no los encontraba. Una pequeña sacudida más y otro ajuste en las alas;
nuevos zumbidos y golpeteos, hasta que por fin sentí el golpe final
cuando tocamos tierra.
Los motores emitieron un zumbido muy diferente al final de la pista
que, junto con los frenos, detuvieron la carrera. Giró a su lado izquier-
do y empezaron otra serie de anuncios de rutina.
—¡Llegamos por fin! Bendito Dios – agregó Graciela.
—Sí, qué bueno. Qué peligro. Pasa uno muy cerca de los edificios
– advertí nervioso.
Desabroché lentamente el cinturón que me había tenido prisionero,
pues se apoderó de mí una mezcla de melancolía. La sentía en mi piel y me
confundía. Era el final de un largo viaje no solo para el avión y las doscien-
tas almas en él viajábamos; el espíritu y la mente lo entendían como propio.
”Es un nuevo andar, otro aire que llenará mis pulmones”, pensaba.

♦ 188 ♦
México a la Vista

Un gran silencio se apoderó de mi cuerpo. Mi cabeza puso en pau-


sa todo; me sentía ausente, envuelto en un momento incomprensible
de paz. No había rabia, nadie más a quien perseguir; no más peleas,
ni pedregales que caminar. Parece que mis penas se extinguieron sin
grandes cuestionamientos. Permanecí ahí callado. No me podía levan-
tar; era como si algo o alguien me jalara de atrás. Cerré los ojos, respiré
y exhalé tan profundo como pude.
—Gracias por la charla, Marcelo, que tengas una feliz estancia.
Cuídate mucho – señaló Graciela tomando sus cosas y retirándose
alegremente por el largo pasillo.
—Gracias a ti. Eso espero.
—Mira, toma esta tarjeta; es de mi esposo. Si necesitas algo, no
dudes en llamar. Dile quién eres. Hoy mismo le platicaré de ti para
que tenga una buena referencia, ¿te parece? – comentó.
—Sí, muchas gracias – la miré con atención. El esposo de Graciela
tenía un puesto rimbombante en una empresa internacional
Su voz me trajo de nuevo a mi piel, me desconectó, a lo mejor sin
quererlo, y como si tuviera un resorte despegué mi trasero del asiento,
le di la mano cortésmente y recogí mis cosas del maletero que llevaba
muy cerca de la cabeza. Al tener ya mi mochila en las manos, de re-
pente me entró una prisa desesperante. Quería correr a brazos de mis
hijos, sentirlos, acariciarlos. Ese era mi anclaje al mundo en los últimos
meses, pues la prisión y mis vicios no me dejaron hacerlo como lo ha-
bíamos planeado.
Me sentía desencanchado, fuera de lugar. Miraba con cuidado to-
dos los anuncios, la gente, su caminar, olores y sonidos nuevos que
comenzaban a anegar mis sentidos. Extrañaba las cosas insignificantes
a las que te aferras cuando no estás en tu tierra. No sé por qué pensé
en mis arañas, en mi perro, en el De Soto, como una pequeña historieta
del Marcelito. Hasta ahora me había mantenido coherente, muy bien
educado, nada culero con nadie. Eso ya era una novedad, ya me mar-
caba un día diferente en el calendario.
Pasé la mayoría de las inspecciones sin contratiempos, como un turista
ansioso de visitar el Castillo de Chapultepec o El Palacio de Bellas Artes.

♦ 189 ♦
Del Infierno al Cielo

No llevaba una maleta muy pesada porque no tenía con qué rellenar
sus tripas; iban como mi estómago, casi vacías, aunque no por eso au-
sentes de ilusiones. En la última parte del proceso de ingreso al país un
oficial de cara amable me pidió los papeles y después me señaló cortés-
mente dónde colocar mis maletas para hacer una pequeña inspección,
según sus propias palabras.
—¿Me permite revisar su equipaje? Abra las maletas, por favor
– indicó.
Ante su placa y el enorme pastor alemán que llevaba no me quedó
otra más que obedecer.
—Sí, permítame – contesté. La sobrada camaradería de la aero-
línea había quedado atrás, ahora todos lucían un poco más acarto-
nados, con miradas intrigantes, buscaban reacciones en los gestos o
nerviosismo. A pesar del clima artificial, yo sentía calor.
—Gracias. ¿Cómo te llamas? – preguntó un tipo de un metro no-
venta con uniforme azul rey y un par de insignias que lo identi-
ficaban. Estaba armado, aparentemente unos 9 milímetros sería el
calibre; la llevaba cargada y con el seguro puesto. Un radio Motorola
adornaba el otro lado de su cinturón, junto con unos cargadores y
unas esposas. No llevaba gorra, ni parecía militar.
—Marcelo Yaguna Silva, así me llamo – contesté sin titubear.
Abrí el humilde cierre que contenía mis pertenencias. No era nada
espectacular su contenido, algunas camisas, zapatos de medio uso,
pantalones pasados de moda y algunas cosas para el cuidado personal,
desodorante, cepillos y pastas, ¿Qué más podía llevar?
El perro se me quedaba mirando desconfiado. Mientras que su can
olfateaba algo en mi pantalón, hubo un momento de dudas. Los tres que
estábamos ahí tergiversamos las cosas. “¿Qué es lo que estaba mal?”.
El animal de cuatro patas tenía el instinto suficiente para saber que en
mi maleta podían habitar restos de cocaína o marihuana. El oficial, por
su parte, escondía detrás de sus lentes obscuros las negras intenciones de
querer abrirme el cerebro y conocer el punto exacto donde estaba la droga.
Yo, por mi parte, reía a carcajadas por dentro, pues no llevaba nada más
que mis humildes penas envueltas entre los hilos opacos de mi atuendo.

♦ 190 ♦
México a la Vista

—Sus papeles, por favor.


—Aquí están – dije.
—¿De dónde vienes?
—Buenos Aires, Argentina, del barrio La Boca, muy cerca de la
Bombonera. ¿Conoce de futbol?
—Sí, sí conozco, soy fan de Maradona, Pelé y Hugo Sánchez: los
mejores jugadores del mundo.
—Mire, qué bien. Yo nada más de Maradona – indiqué orgulloso.
Tomó mis documentos de buena gana. Miraba las fechas, los sellos.
Todo estaba en regla, aunque seguía aferrado a su entrenamiento; su pos-
tura de justiciero internacional debía de justificar su presencia, su trabajo.
Al no encontrar nada, el tipo fortachón de piel morena se quitó los
lentes que se sostenían en un par de enormes orejas. Justo después de
eso lo escuché resoplar; estaba seriamente decepcionado de no lograr
su cometido. Tampoco el precioso animal que era agarrado por una
correa de brillantes cadenas determinó delito qué perseguir o ladrar;
también resopló en un simpático quejido, que sonó a lamento.
Roberto, decía la placa del gendarme aeroportuario, dudaba sobre qué
hacer y tomó su radio para consultar, seguramente con alguien de mayor
rango que él. Se alejó de mí seis pasos, vociferaba con palabras clave y nú-
meros, un léxico que quizás un nacido en este país pudiera entender, sin em-
bargo, incomprensible para mí, para la Bruja recién llegada de Buenos Aires.
—Adelante, te puedes retirar – señaló mientras que regresaba a
su posición, a unos quince metros de donde estábamos parados.
Sus palabras fueron de gran alivio, ya que no podía retenerme ahí
ni ampliar su desconfianza si me mostré tranquilo, contesté adecuada-
mente y lo dejé actuar sin tapujos. Era un momento de libertad.
—Gracias. Buenas tardes.
Caminé erguido y satisfecho. Ante mis pies estaba la enorme puerta
que conducía a la sala de espera internacional. “Esperaba que sucedie-
ran muchas cosas; mis actos y sus consecuencias quedaron finalmente
en el suelo de mis calles, en la casa de mis padres, en las literas de la
cárcel. Buenos Aires querido, gracias por darme tanta historia, tanta
pasión; ahora estoy aquí y voy para adelante”, pensé y sonreí.

♦ 191 ♦
Del Infierno al Cielo

Al abrir la puerta, había más de cien personas esperando detrás del


lugar indicado. Unos postes amarillos de unos cuarenta centímetros
eran la valla imaginaria que separaba a familias enteras, mujeres em-
barazadas, novios impacientes, choferes desesperados; todos ahí salu-
dando o recibiendo a sus seres queridos, o al jefe enojón, o al amante.
Uno puede imaginarse tantas cosas. Entre todas esas personas se es-
cuchaba algarabía; en otra parte llantos, promesas, de todo. Yo seguí
caminando, pues no vi a nadie familiar. Pasé entre la gente un poco de-
cepcionado, aunque ya tenía la dirección a donde dirigirme. Esperaba
que Sandra fuera por mí; no quería globos, ni rosas o chocolates, solo
demandaba su presencia, los brazos con los que me cobijaba cuando
me sentía triste o solo, justo como me sentía.
—Me da permiso. Gracias. Con su permiso. Gracias – solicitaba
decentemente, aunque la verdad mi mente quería desaparecerlos a
todos y tener de frente solamente a mi familia.
Aquello estaba peor que un River contra Boca. No sabía que la Se-
lección Mexicana llegaría más tarde por esa misma puerta y era por
eso que las banderas mexicanas ondeaban en lo alto y la porra nacional
resonaba en buena parte del aeropuerto.
Me abrí paso como pude. Jalaba mis maletas con desenfado. Estaba
harto de muchas cosas y perdí la noción del tiempo. Entre los gritos
y el llanto, entre mis pies y las ganas de ir al baño no sabía qué hacer.
—¡Marcelo! Acá, amor era la voz de Sandra, quien se ubicó del
lado izquierdo de la gente. Llevaba en brazos a Kenan, y Melina
estaba tomada de la mano de su abuela.
—¡Hola! ¡Vaya, qué gusto! – comenté mientras levantaba la mano
derecha para saludarlos.
Su pelo lucía distinto, un poco más largo, quizás más güero, no sé
con exactitud. Ya había perdido peso después del embarazo y esta-
ba arregladita como muñeca de pastel. Orgullosa, se puso de puntitas
para darme un beso y me abrazó con cariño. Fue increíble esa sensa-
ción de bienvenida. En sus ojos miré la fragilidad de su esperanza;
su alma estaba reparada, se sentía fuerte, satisfecha de estar ahí en la
ciudad con sus hermanos, amigas y otros parientes.

♦ 192 ♦
México a la Vista

Poca gente fue a recibirme. Solo estaban Virginia o Vicky, mi suegra,


mis dos hijos y nadie más; los demás que la pudieron acompañar no lo
hicieron. La verdad en ese instante me importaron poco los ausentes; lo
más importante para mí en esos momentos era tener a mis hijos en mis
brazos. Los besaba una y otra vez. A Kenan lo tomé con cuidado entre
mis manos; sus brazos estaban bien formados, eran fuertes, y tenía los
mismos ojos de su padre, expresivos, profundos, alegres.
—¡Qué bueno que ya llegaste! Platícame, ¿cómo estuvo el vuelo?
¿Fueron muchas horas de viaje? Estaba con el pendiente – señalaba
Sandra de forma impaciente, sonriendo y besando mis manos.
—Todo muy bien, gracias. Está hermoso mi hijo. ¡Míralo! – señalé
emocionado y lo levanté con mis brazos. Estábamos los dos emocio-
nados.
—Está enorme, igualito a ti – señaló feliz.
—¡Qué grande es la ciudad! Desde el aire es impresionante
comenté.
Kenan se empezó a incomodar, quizás por el ruido a su alrededor
o las fanfarrias. Decidí descansar mi rostro en su pecho, quería darle
seguridad. Fue maravilloso escuchar el latir de su corazón. Con mucho
cuidado lo apreté contra mi pecho, fue así que su respiración se calmó.
Justo en ese instante sentí la enorme necesidad de llorar, pero me con-
tuve; solo un par de desobedientes lágrimas rodaron por mi rostro.
No era de tristeza por lo que quería llorar, pues el corazón me es-
tallaba de gozo. Después de tantos sufrimientos, los fragmentos de mi
alma que estaban perdidos se unieron súbitamente en mi cuerpo.
No quería perderme de ningún detalle. Sentir, oír, hablar, era una
necesidad que no había sentido desde hace mucho tiempo.
—Flaco, Nelson nos está esperando en el departamento. Tenía
unos asuntos pendientes y prefirió quedarse para terminarlos. Te
mandó muchos saludos – señaló Sandra un poco apenada.
—Sí, no te preocupes. No pasa nada. Entiendo.
—Gracias, es que aquí la ciudad es muy complicada. Ya lo verás,
te vas a acostumbrar. Depende mucho por donde te mueves, traba-
jas o vives – argumentó algo nerviosa.

♦ 193 ♦
Del Infierno al Cielo

Con ese mismo entusiasmo caminamos todos rumbo al auto.


Estaba en el segundo piso del estacionamiento; aún debíamos cru-
zar un puente para llegar. Sandra me venía platicando muchas
cosas, de Kenan, de Melina, de Vicky, era prácticamente imposible
ponernos al día en tan corta distancia. Yo tenía bastante hambre
y sed, no solo de ella y mis hijos, son también de carne, un jugoso
bife de chorizo y, por supuesto, de alcohol, porque las raciones
que nos dieron en el vuelo fueron nada a diferencia de mi capaci-
dad de comer o beber.
Virginia me abrió la cajuela y deposité el par de maletas que
llevaba cargando. Kenan seguía en mis brazos; ya estaba más
tranquilo. Me monté al vehículo en la parte trasera. Escuchaba
el bullicio de la ciudad que me esperaba como un león agazapa-
do, cauteloso, midiendo mis pasos o errores. A lo mejor por mi
edad y mi nula experiencia, en estas tierras aztecas el peligro era
mucho mayor. No sé por qué sentí un golpe en la cabeza, segu-
ramente me faltaba el aire. Al llegar al primer semáforo, sentí en
mis manos sudorosas lo pesado del simple acto nato que es res-
pirar. Mis pulmones sopesaban de golpe la terrible mezcla de la
contaminación y la altura; nada qué ver a donde yo vivía. El nivel
del mar en Buenos Aires ofrece un aire de excelente calidad, a
diferencia de este insipiente a 2250 metros de altura que ofrecía
el Distrito Federal.
Afortunadamente, el recorrido turístico que hicimos fue muy
limitado, porque no tenía muchas ganas de hacer otra cosa. Eso
de ver edificios históricos, avenidas emblemáticas o escuchar
anécdotas inverosímiles acerca de algún político, artista o delin-
cuente de moda no era lo que necesitaba en ese momento. Estaba
abrumado.
Reconozco con tristeza que una parte de mi cuerpo buscaba al-
cohol de forma desesperada, como un árbol que busca la lluvia; me
lo exigía a gritos apretando y rasgando con sus uñas mis entrañas.
La otra parte de mi ser reclamaba que habían pasado muchas horas
en total ausencia de cualquier droga, ni siquiera una bachicha de

♦ 194 ♦
México a la Vista

un porro de marihuana, ese que uno sostiene con las cutículas para
darle el último gran jalón. De manera consciente no quería recaer,
pero todos los demonios se estaban confabulando en mi contra. El
destino haría su parte, y por supuesto yo la mía.

♦ 195 ♦
ESTÍMULOS Y
BIENVENIDA

L os médicos dicen que cuando uno expone el cerebro a los efec-


tos de la cocaína u otras drogas se genera un hueco que no se
rellena con otro tipo de estímulos naturales; eso genera la adicción: el
estado de ánimo, la depresión, la euforia, la alegría, la inspiración y la
deformación de las cosas o situaciones son parte de la materia prima
que generan las drogas.
El cuerpo humano puede desarrollar un cierto nivel de tolerancia,
lo que significa que requerirá una mayor dosis o que pedirá hacerlo
con más frecuencia. Al mismo tiempo, uno se está volviendo más sen-
sible a la ansiedad, las convulsiones y otros efectos tóxicos que generan
los químicos dentro del cuerpo.
—¡Me da tanto gusto que estés aquí! ¡Todo va salir muy bien!
—Sí, se me hizo eterno no poder verlos – comenté.
—Aquí vamos a encontrar nuestro futuro. ¡Lo sé! – aseguraba
Sandra apretándome la mano. Se recargó sobre mi hombro, la sentí
contenta y aún enamorada. Su vestido me dejaba ver un poco la si-
lueta de su cuerpo; se me antojaba estar acostados en la cama, como
solíamos estar por las tardes y las noches en el conventillo, poner
algo de música y dejar que los sentidos hicieran su trabajo.
No le di ninguna atención a las calles, edificios o avenidas que tuvi-
mos que pasar. Lo que noté fue la increíble cantidad de vehículos que
circulaban en todos los sentidos; a final de cuentas entre Buenos Ai-
res y el Distrito Federal había muchas similitudes. Mediante enormes

♦ 197 ♦
Del Infierno al Cielo

espectaculares observé las diferentes marcas que controlan al mundo;


por donde volteaba estaban muy presentes gracias a su excelsa distri-
bución horizontal: sodas, telefonía, vehículos, medicinas.
Pasamos cientos de negocios que parecían cerrados o abandonados.
Los grafiteros delimitaban muy bien sus territorios. Eso de la tierra de
oportunidades lo empecé a poner en tela de juicio. El que no dejaba
huecos libres era el tráfico, Sandra me explicó que era por la hora que
estaba tan cargado.
—Es la hora pico, cuando la gente sale de trabajar y va rumbo a su
casa, generalmente de 7 a 9 por la mañana y por la tarde noche de 6 a
9. También al mediodía se complica. También existe el Metro, que es
muy económico y te lleva prácticamente a todos lados flaco – señaló
esbozando una sonrisa de arete a arete.
—Vale, entiendo – acepté el comentario.
—Sí, amor.
También noté en el ambiente el uso irracional del claxon, aunque
nada ofensivo; más bien lo usaban de manera incisiva. El cielo dejó de
ser un manto azul celeste como el de la bandera argentina, se empezó
a tornar un azul rey, amoratado, salpicado por algunas estrellas en el
horizonte.
Lo que alcancé a ver de este barrio es que se veía bastante decen-
te, no había muchas pintas y algunos departamentos ostentaban en
sus balcones banderas de México; había otras más de color blanco con
cruces azules, supuse que serían de algún equipo de futbol local. Las
demás casas estaban pintadas de manera discordante, eran una mezcla
de colores modernos y la sobriedad de la historia. Había poca gente en
la calle, nada que ver con el alboroto en el aeropuerto u otras avenidas.
Llegamos al hogar de mi suegra; éste se ubicaba en una planta baja.
La calle donde nos estacionamos estaba bien iluminada. Algo que
llamó fuertemente mi atención es que había rejas de acero por todos
lados. No eran nada estéticas o elegantes como las que había en las
colonias antiguas de Buenos Aires, la Palermo, San Telmo o Recoleta.
Las que miraba en esta zona eran burdas y mal pintadas; pensé que la
inseguridad también era un asunto vigente en la capital de este país.

♦ 198 ♦
Estímulos y Vivienda

El aire olía desagradable, tres botes llenos de basura estaban cerca


de la entrada. La primera reja que tuvimos que sortear era de color
negro brilloso, con algunos volantes y ofertas de muebles pegados
desordenadamente con cinta transparente, era la entrada general; la
segunda, ya sin ningún anuncio, permitía abrir la puerta de acceso al
departamento.
Marcelo, en este punto de la ciudad donde nos encontramos existen
dos puntos históricos en el plano deportivo; a tan solo tres calles de aquí
te toparás con la famosa y monumental Plaza de Toros México, y si ca-
minas unos pasos más hallarás el Estadio Azul donde juega el equipo de
futbol Cruz Azul. No sé si viste algunas banderas de los vecinos; según
lo que me dice Nelson es uno de los grandes a nivel nacional, aunque ya
tiene muchos años que no gana nada – señaló mi suegra.
El asunto de la Monumental me valió madre porque a mí no me
gustaba la fiesta brava; en el tema del futbol pudiera existir un interés
por ver rodar nuevamente la pelota, y tan cerca de la casa mejor aún.
A pesar de todo el trajín, la boca y el cerebro de Sandra seguían in-
tactos, hablando y gesticulando sin poder parar. La miraba de manera
que entendiera que venía cansado, que el silencio era mi mejor medici-
na, pero no, nunca entendió el mensaje.
—Hijo, pásate, por favor. Estás en tu casa. Qué bueno que llegaste
con bien, bendito Dios – dijo mi suegra, quien por fin me abrazó con
fuerza. La sentía satisfecha; no puedo decir que orgullosa, pero sí
satisfecha.
—Gracias, señora. A mí también me da un gusto enorme estar
aquí con todos ustedes – indiqué besando tiernamente su frente.
Atravesé la puerta con mucha cautela, desconfiando un poco de
la situación. No sabía en realidad qué sucedería desde este umbral a
miles de kilómetros de mi ciudad natal y la Bombonera, mas al ver
las caras de felicidad en casi todos los presentes sentí que eso era una
buena señal. Ahí estaba Nelson, mi cuñado, fumando y tomando; sen-
tada junto a él estaba una muchacha morena de pelo negro y brilloso,
maquillada en exceso con pestañas postizas y un perfume demasiado
exagerado.

♦ 199 ♦
Del Infierno al Cielo

—Hola, soy Leopoldo del Portillo. Mucho gusto, Marcelo. Bien-


venido – era un hombre elegante, de buen porte y voz de locutor.
—Mucho gusto. Gracias.
—Bienvenido. Soy Cristina Torres, la novia de Nelson.
—Hola, encantado.
—¿Qué pasó, pendejo? Bienvenido a México – Nelson se levantó del
sillón para darme un abrazo. Kenan aún estaba en mi pecho, así que
sólo me dio un manotazo como lo hacen los futbolistas al anotar un gol.
Me tambaleó un poco, no esperaba que le imprimiera tanta enjundia.
—Bien, gracias. Ya por aquí – apretaba mis dientes.
—Pasa, esta es tu casa – señaló tocándome el hombro y exten-
diendo su brazo para hacer una pequeña reverencia.
Fruncí el ceño sin querer, pues no entendí sus desplantes. Sandra
miró mi incomodidad y me tomó de la mano con firmeza.
—Permiso, voy a mostrarle el cuarto. Hola, Cristina, Leopoldo –
afirmó mi mujer, abriéndose paso con seguridad.
Fue así como me llevó a donde sería nuestra habitación. Ahí estaba
la cuna donde tenía que dejar a Kenan. Caminé lentamente como con-
tando los centímetros que abarcaba cada uno de mis pasos, porque no lo
quería despertar. Lo separé con cuidado de mis brazos e inclinándome
un poco lo coloqué por debajo de una cobijita azul y le di un beso. Mi
cuerpo sentía una enorme necesidad de quedarme ahí con él. Percibí el
sabor amargo de la culpabilidad, su nacimiento y mi ausencia; era una
carga moral devastadora, sin embargo, su mamá me hizo señas desde la
puerta para que lo dejara dormir. Llegué hasta donde estaba ella parada.
—¡Déjalo que duerma, flaco, para cenar más tranquilos! – señaló
en voz baja sobándome la espalda. Observó en mis ojos la desespe-
ración y el trago amargo que pasaba por mis entrañas.
No tuve las agallas para desobedecerla; dejé mis maletas en el piso
muy cerca de la puerta y regresé al comedor donde estaban todos es-
perando verme.
Por mi mente pasaban muchas preguntas: “¿Qué postura de-
bía tener al estar ahí en un techo ajeno? ¿Qué dirían mis cuñados
de mis vicios? ¿Cómo nos organizaríamos para trasladarme?”.

♦ 200 ♦
Estímulos y Vivienda

Detestaría ver caras largas en un par de días y que me empezaran a


cuestionar de todo, la hora en que me duermo, me despierto o como.
Para empezar, tendría que aprender a respetar el baño. Seguramen-
te no debía fumar marihuana en la sala, ni tampoco andar desnudo
por todo el departamento, tampoco dejar la ropa tirada, no devolver
mi estómago después de una borrachera, en fin. Fueron muchos los
“no” que me cruzaron por la mente. En resumen, tenía que dejar de
ser yo para intentar ser alguien más acorde a la situación. Sumado a
esto había otros tantos pensamientos que me escupían en la cara su
frustración: la plata, mis padres y otros tantos cuestionamientos que
necesitaba definir y discernir adecuadamente.
Sobre la mesa observé varias cosas que me llamaron la atención:
un mantel bordado sumamente hermoso, con las siluetas detalladas
de grecas y flores, que por encima tenía un cristal no muy grueso que
abarcaba todo lo largo del mismo, suficiente para evitar que las man-
chas de la comida o morusas llegaran a mancharlo.
—¡Toma una cerveza, Marce! ¡Ándale, acompáñanos! dijo Nelson
en tono deseoso.
—Claro que sí, con mucho gusto – contesté tomando la cerveza
con un poco de desesperación.
—Bienvenido. Esta es tu casa – señaló Lorenzo, tío de Sandra.
—¡Qué bueno que ya llegaste! – dijo Leopoldo, quien era la pareja
sentimental en turno de mi suegra, la razón de sus largos viajes a
México.
—Gracias – dije.
—Aquí vas a hacer grandes cosas, ya verás que te va a gustar esta
ciudad de locos. Tiene muchas cosas buenas, oportunidades, nego-
cios, comida, se vive bien – recalcó.
—Salud – dijo Nelson.
—Salud – contesté.
Noté algo en su cara, en sus ojos, a lo mejor sus dientes amarillentos
y descuidados; eran signos de alguien que ha estado en contacto con el
demonio de la droga. “A mí no me jode. Este tipo debe ser más droga-
dicto que yo, y quizás hasta más ebrio que yo”.

♦ 201 ♦
Del Infierno al Cielo

Se habían preparado varios platillos, arroz rojo con chícharos y hue-


vo cocido, los famosos y perfectamente reconocibles frijoles negros.
Las cazuelas y ollas seguían humeantes, el olor era exquisito; algunos
de ellos fueron muy cuidadosos al prepararlos. Sandra por lo general
supervisaba todo, era muy organizada con sus cosas y con respecto a
la comida más aún.
—¡Vamos brindando por Marcelo y su nueva vida! – gritó mi sue-
gra desesperada.
—¡Muy cierto! – contestó Sandra apurada.
—¡Salud! dijo Cristina con su voz melosa y delicada.
Levanté lo que estaba tomando y bebí con calma. Miraba todo a
mi alrededor, los muebles, las cortinas con remates bordados, algunas
tímidas veladoras en una pequeña mesa junto al teléfono. Los colores
ocres y morados salpicaban todo, eran sensaciones diferentes, aunque
no por completo desconocidas, este ambiente familiar, el calor de los
abrazos, las bienvenidas, la amistad, tantas cosas buenas. Sandra hasta
este momento se había comportado a la altura.
Ella por supuesto que sabía mis gustos, tuvo que haber revisado a
detalle cada ingrediente y el sabor. No me gustaban las cosas muy pi-
cantes ni condimentadas; con seguridad quería evitar que pasara me-
dicado o con dolor de estómago por algún platillo tradicional al que no
estuviera acostumbrado. La plática se fue alargando y los tragos tam-
bién, mi llegada era una buena excusa para todos para festejar. Quién
sabe mañana, pero por hoy cantamos y reímos.
Lorenzo y Nelson me explicaron de forma desordenada un poco de
lo que tenía que hacer en el trabajo que me tenían preparado. El pago
sería semanal. Se escuchaba sencillo, limpieza de circuitos integrados
en algo que ellos llaman deshuesadero, sin embargo, en estos momen-
tos y con cuatro cervezas encima no quería saber nada de trabajo, ni del
horario, sueldo o prestaciones. No podía entender el tipo de cambio y
si el dinero que me estaban ofreciendo era mucho o poco para vivir o
solamente sobrevivir en esta enorme urbe de adobe, barro y cemento.
—Suena muy interesante – señalé, pero desconocía los alcances de
mis palabras, solía hacerlo seguido por cuestiones de caballerosidad.

♦ 202 ♦
Estímulos y Vivienda

—Perfecto, solo hay que estar con ganas de no cagarla tan segui-
do – dijo Nelson.
Leopoldo Del Portillo casi no hablaba, él más bien observaba a to-
dos. De vez en cuando me guiñaba el ojo como aprobando de cierta
manera mis palabras o mis acciones. Su mirada era la de una persona
acelerada, me recordaba a un viejo malandrín del barrio, muy estudio-
so y contundente, bueno para negociar y ofender. La diferencia es que
éste sabía hablar correctamente, medía muy bien sus gestos, no eran
nada exagerados.
Llevaba un saco café con algunas rayas azules, muy discretas, la
raya del pantalón muy bien planchada, los zapatos tipo bostonianos
negros y relucientes; un aroma a maderas lo rodeaba. Tenía presencia.
—¡Tienes toda la razón! ¡Ahorita a chupar que el mundo se va a
acabar! – dijo Nelson soltando tremenda carcajada que retumbó en
todo el piso.
—¡Así es, que se acabe! – y empiné el resto de la cerveza en la
botella de cristal que llevaba el nombre de Corona.
—De Hidalgo hasta que le veas el fondo – sugirió.
—¡Vale, hasta el fondo pues! – comenté, después prendí mi pri-
mer cigarro Camel; era la marca que me gustaba consumir.
De reojo miraba a Sandra, quien con ojos de japonesita me invitaba
a no beber tanto. Unos minutos más tarde se levantó de la silla y fue
a la recámara a revisar a los niños; creo que ambos seguían profunda-
mente dormidos a pesar de las risas exageradas, la música y las bromas
que ellos hacían, las cuales catalogaron como albures.
—Te va a gustar México, cabrón. Aquí si te pones las pilas sí la
vas a armar. Nomás no te me apendejes y listo – indicó Lorenzo con
su voz profunda y sus pómulos salidos. Se veía como un buen tipo,
con un reloj elegante, conocimientos elevados y metas claras.
—Oye, Marcelo, ¿sigues fumando marihuana? – preguntó Nelson
con una mirada extraña, agarrándose el mentón con la mano derecha.
—Sí, claro, esa madre no la dejo; me pone muy relajado – indiqué,
nervioso porque no sabía si su pregunta y su postura eran una treta
de Sandra para ver hasta dónde llegaba y qué tan limpio quería vivir.

♦ 203 ♦
Del Infierno al Cielo

—¿Quieres algo? – sugirió Nelson.


—¡Vale, a ver qué tal está!
—Te va a gustar la mota mexicana. Aquí ya sabes, puro producto
de primera. A los gabachos los vuelve locos y bueno, aprovechamos
para fumar cuando quiere uno meditar o gozar, reflexionar, o sin
motivos, también se puede.
Aproveché que Sandra seguía metida en el cuarto para evitar cual-
quier posible recriminación o pregunta incómoda. El ambiente empe-
zó a subir de tono, ya con la droga de por medio palparía cientos de
nuevos sabores, desde las humildes tortillas hasta la exquisitez de la
marihuana mexicana.
Caminamos unas cinco calles rumbo al norte, por lo menos eso
decía el letrero en la esquina; íbamos a comprar más alcohol y en el
camino nos fumamos varios churros bastante buenos. Mi cuerpo se
fue desinhibiendo, era un momento clave para gozar de esta enigmá-
tica ciudad.
Cuando regresamos al departamento las mujeres seguían en sus lar-
gas charlas y Sandra nos clavó la mirada a todos como un puñal; en
medio de mis ojos sentí su expresión. La verdad me hice tarugo porque
si me quedara ahí colgado a descifrar la profundidad de su cuestiona-
miento, me perdería y la espectacular borrachera súbitamente pasaría
a ser una inesperada cruda.
—¡La cena ya está servida! ¡Pasen, por favor! – señaló mi suegra.
Llevaba un mandil con la bandera de Argentina; se sentía orgullosa
de lo que había cocinado para todos y pasó un tiempo dando órde-
nes para que todo quedara a tono.
—Marcelo, ven. Siéntate aquí, por favor – solicitó Sandra. Estaba
relajada al tenerme ahí, era obvio que esperaba que todo empezara a
caminar correctamente, no quería dudas, peligros, armas ni excesos.
—Gracias, me parece bien – contesté cortésmente. Nelson me se-
guía con la mirada, no sé si me traía ganas por algo o si era su forma
de ser.
—Boludo, pelotudo, aquí nos las sabemos todas – dijo Leopoldo
de forma graciosa.

♦ 204 ♦
Estímulos y Vivienda

Casi todo se veía apetitoso. Cocinaron la mayoría de los alimentos


en unas ollas de un hermoso barro rojo decorado con flores blancas,
largas espigas y círculos emulando un sol; ahí estaban los simpáticos
frijoles y los malogrados chicharrones.
Al centro estaba colocado un tortillero hecho de fibra natural, algo
muy hermoso. Las tortillas y las quesadillas estaban envueltas en una
servilleta de tela con cuadros. Realmente se podía palpar que estaba
en México y no en Argentina. Probé un poco de todo, sabores dulces y
salados; ahí también estaban las salsas con base de jitomate, cebolla y
ajo y la gran variedad de los chiles nacionales.
—Prueba un poco de todo. Solo recuerda que unos son más “bra-
vos” que otros – subrayó Virginia.
—Sí, señora, tendré cuidado – contesté cortante.
—Mira, si te enchilas, ahí está la sal o le das un trago al tequila, ca-
brón, y ya no la hagas de pedo – señaló Nelson rascándose el pecho.
Había una en especial que me llamaba la atención, era de color verde
muy espesa y deseaba conocer su misterioso sabor, aunque justamente
esa Sandra la etiquetó de manera tajante con la palabra de incomible.
Reí de manera nerviosa, pues me causó gracia que una buena parte del
arcoíris estuviera ahí frente a mis ojos diciendo “presente” en la mesa.
Sandra tuvo a bien explicarme con paciencia cada ingrediente, lo que
era, cómo se cocinaba. Me sugería cómo me los debía de comer, hasta
la posición que debía tener en mis manos y levantar el codo. Algunos
se servían con crema entera, otros con un chisguete de limón. Los tacos
también se acompañaban con salsas; había una roja muy picante y una
verde que tenía aguacate. Los chicharrones se me hicieron muy graso-
sos y de una consistencia extraña.
—Esto también está picoso – apuntaba a los chicharrones.
—Uy, perdón, yo los hice. Es que así va la receta, Marcelo, perdón
– señaló Cristina sonrojada.
—Puedes ponerle un poco de crema encima para que disminuya
el efecto del chile – indicó la mamá de Sandra. Estiró su brazo con
la mano llena de anillos para darme el bote blanco que la contenía.
—Vale, con razón. ¡Las quesadillas están buenísimas! – contesté.

♦ 205 ♦
Del Infierno al Cielo

Seguí bebiendo las cervezas Corona. Su sabor me agradó; no era mi


favorita, sin embargo, a quién le importaba eso ahorita. Todo iba muy
bien hasta que a Leopoldo se le ocurrió la grandiosa idea de que de-
gustara el tequila. Accedí por la fama que tenía a nivel mundial, pues
siempre se liga a México con esa bebida proveniente en su mayoría del
agave azul. Lo sirvieron en un pequeño vaso de cristal.
—Este es un caballito, cabrón – dijo Nelson con torpeza.
—Primero derecho, Marcelo, así se degusta el tequila, ya después
te lo puedes tomar como quieras – aseguró mi suegra.
Cortaron un limón por la mitad y me acercaron la sal; tardaron dos
minutos en explicarme cómo era el proceso correcto para hacerlo. De-
cidido me empiné aquello valientemente, tomé un poco de sal con la
lengua y exprimí en mi boca el fruto verdoso. Estaba bueno aquello.
Repetí el procedimiento dos veces más. Al tercero mi garganta ya había
asimilado su poderoso sabor. Mi suegra hablaba de golpe, sostenía un
largo cigarro con su boca y manipulaba con ambas manos los cubier-
tos, su trago y las salsas, llevaba un vestido suelto color azul con sua-
ves holanes que caían sobre sus pechos, una cadena de oro enmarcaba
su belleza, los aretes eran para mí un poco discordantes, seguramente
para su criterio estaban a la moda. Se tocaba el pelo constantemente y
me guiñaba el ojo; asumo que pretendía darme confianza.
—¿Y en tu casa cómo están? – preguntó Leopoldo, creo que fue la
primera pregunta acerca de mi familia en Buenos Aires.
—Muy bien, gracias. Todos con buena salud, afortunadamente –
señalé.
Mientras tanto, Nelson se desfiguraba cada vez más; su mirada era
estudiada, como calculando hasta dónde llegaría este argentino veni-
do a menos. Su novia le acariciaba la espalda suavemente, de vez en
cuando le robaba un beso; la noté nerviosa por la forma en que se aga-
rraba las manos y por cómo prendía su cigarro. No le presté mucha
atención, era tiempo de chupar y de comer.
Había muchas razones para mover sentimientos, quitar el óxido
que había acumulado en la cárcel. Empezaba a arrastrar algunas pa-
labras. Lorenzo, por su parte, hablaba tardo, esporádicamente juntaba

♦ 206 ♦
Estímulos y Vivienda

dos o tres frases interesantes. Mi mujer seguía exaltada. Llevaba poco


maquillaje, eso me gustaba. Lucía la silueta de su cuerpo con la del-
gadez de su vestido. Constantemente rozaba su cintura, me miraba y
conquistaba. En su cuello llevaba un collar de bisutería que hacía juego
con sus aretes y en su mano aún llevaba el anillo de matrimonio, eso
me dio gusto.
Yo tenía el mío también, de vez en cuando se lo señalaba y le man-
daba un beso. En ese punto exacto, me di cuenta que ya nunca más
Sandra sería la Chola que había conocido en mi barrio, ahora era toda
una mujer, completa con sus hijos y forjando su nueva historia; pasa-
ron por mis ojos varias cosas inesperadas.
—Te ves muy bien, Marcelo – señaló Virginia levantando el puño
cerrado y el pulgar apuntando al techo.
—Gracias – de la misma manera que ella utilizó su puño yo lo hice.
—¿Otro tequila? – inquirió con el caballito en la mano.
—Yo creo que ya son suficientes – interrumpió mi mujer estiran-
do el brazo para detener de tajo el ofrecimiento.
Se gestó entonces el primer momento incómodo de la noche; lo más
seguro es que todos sabían mis antecedentes y Sandra trataba de evitar a
toda costa que el fuego me consumiera. Sentí muy tensionado el ambiente,
un silencio fantasmal nos llenó los oídos, tomando a todos por sorpresa.
Mi cuñadito tomó rápido la iniciativa para regresar la normalidad a
la mesa. Miré que le susurró algo a Cristina su novia. Ella se levantó de
su lugar como si trajera un enorme resorte en el trasero, caminó apre-
surada hasta el tocadiscos y cambió de estación. Una ola de música
más alegre inundó la habitación, porque lo que estábamos escuchando
definitivamente no era lo adecuado, pero ni eso pudo detener la frus-
tración de mi suegra y de Leopoldo. Sandra se veía enojada, lo sabía
porque se le suelen hundir en sus mejillas un par de pellizcos de piel.
Tragaba saliva como si fuera chapopote.
—Está bien. Si eso quieres, pues hazlo – señaló Virginia.
—No, no es que yo quiera, parece que me obligas a hacerlo. No
está bien lo que haces madre – acusó mi mujer, entre frustrada y
desesperada.

♦ 207 ♦
Del Infierno al Cielo

A partir de ahí, Sandra le pidió a Cristina que le ayudara. Virginia se


resistía a dejar su trago y el cigarro, aunque no le quedó otra que tam-
bién comenzar a recoger todo. Guardaron las botellas que estaban en
fila en la barra cerca de la mesa del comedor, lo que sobró de la cena lo
colocaron en recipientes plásticos más pequeños y transparentes. Creo
que Sandra no estaba de acuerdo con la medida, volteaba conmigo y
agachaba la mirada como apenada; los caballeros mirábamos sorprendi-
dos. La Brujita, aunque quería revelarse, no podía ponerse a gritar.
“¡Hey, dejen ahí esas pinches botellas en su lugar, que quiero seguir
chupando! ¡No chinguen, acabo de llegar! ¡Quiero fumar más de la
verde, deseo desvelarme! ¡Sáquense la coca cabrones!”.
Reflexioné unos segundos; no tuve otra ruta más que quedarme ca-
llado. También estaba sorprendido porque mi mente ya podía utilizar
adecuadamente algunas malas palaras hechas en este pinche país.
Jamás olvidaría las hechas en casa, seguramente habría la oportuni-
dad de utilizarlas o enseñarlas a estos boludos. Ciertamente que estaba
muy cansado, tenía sueño, fueron muchas horas de vuelo y desvelos,
ya los ojos buscaban en mis cuencas las posturas menos exigentes. No
sé por qué revisé la hora. Al hacerlo esperaba que fuera temprano para
seguir tomando y, para mi sorpresa, sí lo era: la aguja marcaba apenas
quince minutos antes de la media noche. “¿Entonces qué cojones está
pasando a mi alrededor?”, pensé.
—¿Me ayudas, Marcelo? – preguntó Sandra sosteniendo varios
platos, cubiertos y servilletas usadas en sus manos.
Me quedé un segundo ausente, entre lo que quería decirle y lo que
ella esperaba que hiciera.
—Anda, dame una mano, flaquito – insistió abriendo más los ojos.
—Dale, sí, te ayudo – prendí otro cigarro. A veces la mano me
temblaba, era como un tic nervioso, quizás la falta de cocaína, no lo
sé. Leopoldo lo advirtió a lo lejos pero no comentó nada.
No me quedó otra opción más que ayudar. Estiré mis brazos, tomé
lo que ella llevaba y le di un beso simplón. Buscaba su mejilla, sin em-
bargo, me paró la boca en seco, para robarme un tierno beso, me dio
gusto que fuera ahí y no en su mejilla.

♦ 208 ♦
Estímulos y Vivienda

Cortaron de tajo la música, la borrachera, la plática y todo. Esta-


ba en casa ajena y no sabía los usos y costumbres de aquí. Mis hijos
estaban en la habitación, supongo que bien dormidos pues no había
llantos. Eso me tranquilizaba un poco ya que no quería que nadie me
despertara, ni Melina ni Kenan, nadie, ni siquiera los pinches vecinos
del piso de arriba que al parecer ellos sí iban a seguir su propia fiesta.
—Gracias, solo eso se me ocurre decirte mujer – dije melancóli-
camente.
Ella me rodeó el cuello con sus brazos. Llevaba un perfume afruta-
do que me gustaba, hace mucho tiempo que mis aletas en la nariz no
lo percibían. En mis sentidos había dejado desde que la conocí esas
pequeñas huellas en piedra sólida; no eran grandes pisadas, más bien
delicadas flores envueltas en un tórrido misterio.
Apuré el paso, después de todo no había más caminos que recorrer;
no saldría a la calle, no conocía nada de esta colonia, ni tampoco dónde
era seguro poder caminar, correr o asaltar. Me faltaban muchas cosas
de mi barrio, por eso era mejor que me tranquilizara, no debía liberar
mis demonios en mi primer día en México y comenzar destruyendo
todo, no era lo más adecuado.
—Bueno, mañana le seguimos, cabrón. ¡Neta, bienvenido! ¿Ce-
naste bien? – preguntó Nelson sonriendo con aliento a trasero de
chofer de colectivo.
—Sí, la verdad todo estuvo muy bueno, muy sabroso, hasta los
frijoles me gustaron – sostuve sonriendo.
—Bueno, yo te veo mañana para lo de la chamba. No es mucho,
pero para empezar está bien. No vayas a pedir una gerencia o direc-
ción, cabrón. Poco a poco, ¿ok? – dijo Leopoldo pasando su mano
por los pelos de su escasa barba.
—Sí, entiendo, poco a poco. Vale. ¡Muchas gracias! – señalé.
Nuevamente abrazos llegaron hasta mi piel; las mujeres me llena-
ron de bendiciones y buenos deseos, sacudieron mi cabeza como un-
giendo a un bebé en el agua bendita, mientras que los hombres de la
casa me hacían señas extrañas. Supongo, por sus caras, que algo tenía
que ver el sexo en todo su grotesco espectáculo. Sandra observó al salir

♦ 209 ♦
Del Infierno al Cielo

del baño parte del show y se tapó la boca para no soltar una carcajada.
Me reí por instinto al ver su cara, mientras tanto mi mente seguía tra-
tando de entender la finalidad de la postura del dedo gordo. No había
otra alternativa más que apagar las luces y todos a intentar dormir.
Cerré el cuarto con cuidado. Mi mujer ya estaba acostada, parecía
un cuadro de Dalí, desparramada en la cama junto al reloj del buró.
Su brilloso pelo caía sensualmente sobre su pecho; no me estaba espe-
rando con un negligé negro y con encaje, llevaba puesta una camiseta
descolorida de Mafalda, mata pasiones, con alguna leyenda infantil y
un pantalón rosita con dos rayas a los costados. Quizás no era lo que
yo esperaba tantas noches sin ella, sin su calor y venirme a topar con
rosita fresita, vaya fiasco.
Me quedé unos minutos respirando pausadamente, observando
todo. “Ya estoy en México, se acabaron los negocios fracasados, los
problemas económicos de mi tierra, la falta de oportunidades”, reca-
pacitaba.
Estaba un poco mareado, la droga apenas me había pellizcado la
locura, la cual estaba impaciente por hacerse notar, reír, bailar y des-
pegar del piso sin rumbo definido. Aún estaba vestido, podía buscar
algún bar o una discoteca. En vez de eso, busqué en mi maleta de mano
el cepillo de dientes y salí resignado al pasillo rumbo al baño. Eran
tres habitaciones, en una estaba la familia Yaguna, en otra, Nelson mi
cuñado y en la última y más grande, la mamá de Sandra.
Me topé con Leopoldo en el pasillo. Su camisa elegante ahora estaba
desabrochada y desalineada; sobre sus hombros estaba el saco de lana
que seguía combinando con su pantalón perfectamente planchado,
aunque extrañamente se estaba fajando los pantalones.
—Oye, ojete, ¿quieres seguirla? Vamos aquí afuera por unos tra-
gos más y yo ya me doy por bien servido, ¿cómo ves? – señaló entre
risas burlonas y señas de sus manos y boca.
—Claro, justo eso estaba pensando, loco. Un poco de tequila más
u otro churrito, me caería aquello de lujo – señalé.
—¡Venga, pues, vamos a servirnos algo más! – aceptó todo el plan
sin cuestionarme nada. Tampoco lo gritaba a los cuatro vientos, era

♦ 210 ♦
Estímulos y Vivienda

discreto en su tono de voz, entendía que no debía despertar al sexo


femenino. Dudo que tuviera alguna preocupación de despertar al
monstruo que yo llevaba adentro, primero porque no me conocía
en el plan de fiesta y segundo porque ni siquiera yo mismo sabía el
poder total de la bestia que habitaba dentro de mí.
—¿Cómo? ¿Tú no vivís aquí? – pregunté disimulando así el plan
de llegar hasta el tope con todos mis vicios.
—No, nada de eso, pelotudo. Ahorita te platico – subrayó son-
riendo mientras que se cerraba la bragueta del pantalón.
Dio unos cuantos pasos y encendió con mucha tranquilidad el inte-
rruptor de la luz del comedor. Recorrió la sala hasta donde estaban “guar-
dadas” las botellas y empezó a hacerme señas para que le dijera cuál de
todas era de mi preferencia. Estaba sorprendido por su frialdad y el tama-
ño de sus cojones para hacer eso. Como me vio indeciso tomó la que más
le gustaba; si no mal recuerdo fue una botella de Whisky 12 años. Caminó
confianzudamente a la cocina, cogió un par de vasos, los llenó de hielos,
cerró la vitrina con cuidado, pasó a mi lado sonriente, después abrió la
puerta de la calle y apagó la luz del departamento antes de salir.
—¡Vamos! ¿O te vas a quedar a pedir permiso? – señalaba Leopol-
do mirando hacia la calle.
—Sí, ya voy. Te alcanzo. Dame unos minutos – contesté. Me que-
dé ahí con cara de incredulidad observando en mi cuerpo la leve luz
que ofrecía la luna detrás de las cortinas.
—Dale, como tú quieras. Sobre tu churrito que me pediste, deja
veo si en el carro tengo alguno, porque hasta mi jefa me agarra a
veces. Está cabrón el vicio, ¿no crees?
—Sí, gracias. Qué loco está eso de tu mamá – señalé con mi gesto
de admiración levantando las cejas.
Respiré profundo antes de apresurar el paso para alcanzarlo,
cerré la reja negra detrás de mí y caminé con una seguridad abso-
luta, al cabo ya había aceptado la sentencia de que no había vuelta
atrás. Metí las manos en las bolsas laterales de mi delgada chama-
rra cuando un viento frío me tomó por sorpresa. Subí el cierre casi
hasta el cuello; desde niño nunca me ha gustado el frío.

♦ 211 ♦
Del Infierno al Cielo

Nelson estaba afuera, sentado en el cofre de un auto lujoso color


rojo; asumí que era suyo por la posición desvergonzada en la que esta-
ba postrado. Fue justo una hora después cuando descubrí su engaño.
Lo que había pensado acerca del auto estaba mal, pues el vehículo era
del vecino del departamento cuatro que, después de escuchar nuestro
desmadre, bajó a pedirnos que nos moviéramos de ahí o llamaría a la
patrulla. Yo no me di cuenta cuando Nelson se salió. Al acercarme me
di cuenta que había comprado bastantes cervezas: las puso en una cu-
beta de unos 19 litros, estaba llena de hielos, aquello se me hizo genial.
Una nube espesa de marihuana le rodeaba la cabeza, se veía como
el pico de una montaña por encima de las nubes. El viento había deja-
do de soplar, así que Nelson gozaba de todo el efecto sin cortapisas ni
desperdicios.
—¿Quieres otro? – cuestionó tosiendo un poco.
—Oye, si se puede, claro. ¡Está muy buena!
—Toma, dale cuello.
—¿Cómo? – pregunté.
—Nada, hombre. Acábatelo, es tuyo – recalcó.
Tomé el churro, con cuidado le humedecí un poco la punta con mis
labios antes de encenderlo, después tomé los cerillos y lo prendí deses-
perado. Me temblaban las manos, mas no me importó, aspiré profundo
hasta donde ya no pude más, llenando mis pulmones de ese humo
que en otros tiempos fue sagrado, el mismo que llevaba a los dioses al
éxtasis y la locura.
Leopoldo sirvió y entregó a cada quien los tragos e hicimos sonar las
copas por el cristal de los largos vasos; metimos de esa forma los cinco
sentidos en este convivio de bienvenida. Nos esperaba una larga noche.
Como suele suceder en la mayoría de las borracheras, empezamos
a hablar de estupideces; muchos temas surgieron sobre la situación
económica mundial, el futbol, lo que pasaba en Argentina, las crisis en
empresas nacionales, el dólar y también las oportunidades que segura-
mente se me presentarían ya cuando estuviera encachado. Yo les seguía
el rollo como todo un caballero en suelo ajeno; mi mente estaba más
enfocada en los sabores que recorrían de manera velada todo mi cuerpo,

♦ 212 ♦
Estímulos y Vivienda

en cada respiración sentía el derroche de los efectos que la marihuana


proporciona.
—¡Salud, cabrones! – dije con enjundia.
Ciertamente todos fuimos perdiendo la noción del tiempo. Yo fui
perdiendo más que eso, el sentido de la ubicación se fue limitando en
mi cabeza a su mínima expresión, después le siguió el habla. Seguía
tomando, aunque solo podía hacer eso; ya no les respondía nada, los
escuchaba y por reflejos les sonreía, pues empecé a deformar en gra-
ciosas siluetas a los interlocutores. Era claro que la vista comenzaría
a darme un servicio intermitente, alguien apagaba y encendía el inte-
rruptor y no podía pararlo.
Los árboles a mi alrededor parecían moverse por voluntad propia,
aullaban de forma misteriosa cuando el viento resoplaba con fuerza.
Me hicieron recordar a los gritos sin sentido de los méndigos celadores
en la correccional, alterando a todos los que estábamos ahí.
—¡Venga, Marcelo, ya estás muy pedo! Si quieres aquí le paramos
– dijo Nelson, quien no me apartaba la mirada.
—No, no, dale. Yo aguanto, hijo de puta. Dame otra cerveza, aho-
rita se me baja. Yo aguanto mucho más que esto – señalé tratando de
coordinar mis manos y mis brazos.
—¡Veamos pues eso, cabrón! – insistió Nelson. Su cara se desen-
cajó, creo que no estaba acostumbrado a que le dijeran así; para mí
era algo bastante común.
—A ver, no se trata de perder el encanto. La idea es disfrutarlo,
no perdernos por ahí como bultos en la ciudad – indicó Leopoldo,
quizás presagiando el futuro inmediato.
—Sí, tranquilos. A buen paso – acepté la propuesta.
—Perfecto. Súbele a la música, entonces. Toca algo bueno, no va-
yas a poner tus mamadas – señaló Lorenzo.
El ojete de Nelson seguramente se había metido algo más que
marihuana, así lo denunciaban sus ojos, estaban exorbitados e in-
yectados. No quería decirle o reclamarle nada, porque si intentaba
hacerlo seguramente iba a revolver mis palabras, argumentaría al-
guna estupidez difícil de entender, pues en mi boca la lengua ya

♦ 213 ♦
Del Infierno al Cielo

estaba a punto de quedarse dormida y se negaba a moverse de su


zona de confort.
La noche se convirtió en madrugada. La luna se encontraba en ple-
nitud entre algunas nubes nocturnas que, como encaje de seda, deja-
ban ver su interior. Algunos perros empezaban a discutir sus proble-
mas, otros más aullaban con dolor.

♦ 214 ♦
La inocencia a mis 5 años.
Perdido en el alcohol y la droga, pesando 65 kg.
Mi casa en el conventillo de La Boca.

Una navidad en el anexo.


En mi verdulería.
Mi etapa como verdulero.

Con arete y cabello verde.


Rebobinador manuel
de cassette.

Pesando 140 Kg.


Con el gran Brian Tracy.
Con mi Coach Tony Robbins.
Con mi gran amigo y ejemplo Chris Gardner.
En una Conferencia en Perú, impactando y transformando vidas.

El Coaching, mi pasión.
DESPERTAR PERDIDO

N o me pregunten cómo ni por qué o las razones que me llevaron


a ese lugar. La humedad de la nariz y la lengua de un perro me
hizo abrir los ojos; no sabía dónde estaba. Estiré mis brazos, las piernas
y me incorporé con cuidado. Mi espalda exigía una postura adecuada,
mi cabeza estaba a punto de reventar.
A unos pasos, justo enfrente de donde yo estaba sentado, una per-
sona de edad avanzada estaba regando una parte del jardín, así que
desde mi lugar y haciendo el mejor de mis esfuerzos por emitir sonidos
claros, le grité.
—Oiga, usted, señor. ¿Dónde estamos? – pregunté con la voz en-
trecortada y rascándome los rulos de la cabeza.
Tenía que saber en qué lugar del mundo me ubicaba.
—¡Buenos días, joven! Aquí es el Parque Hundido. Si camina en
esa dirección, se va a topar con la Avenida Insurgentes, y esa calle
de allá es Porfirio Díaz – replicó pausadamente mientras seguía su
rutina detrás de la manguera.
Lo cierto es que en mi mente se llevaba a cabo un juego de traicio-
nes; mantenía aún los efectos de la pavorosa desconexión de mis neu-
ronas, pues no encontraba ningún archivo o carpeta en mi memoria
que llevara esos nombres.
—¿Insurgentes? ¿Porfirio Díaz? – repetí desconcentrado mirando
al cielo.
—Sí, así es, joven. ¿Está usted bien? – contestó dejando a un lado
lo que estaba haciendo; parecía preocupado.
Miré con calma todo el entorno, no tenía ni idea de dónde sacar
referencias para saber hacia dónde debía caminar: izquierda, derecha,

♦ 225 ♦
Del Infierno al Cielo

sur o norte. Di varios pasos aún desorientado y de manera graciosa, a


lo mejor irónica. El insignificante sonido de una lata de cerveza con el
nombre de Tecate en su panza me hizo recordar tres cosas: “Estaba en
México, en el Parque Hundido, y debía buscar la Monumental Plaza
de Toros México”.
—Oiga, señor. ¿Dónde queda esa plaza de toros? “La Monumen-
tal”, ¿cierto? – comenté modulando mi voz muy despacio.
Escuché su risa sin trabas. Con su mano dobló la manguera para no
desperdiciar agua; seguramente hizo eso para seguir burlándose de mí
por lo menos un par de minutos más.
—Perdón, joven. Se nota que usted no es de aquí de la capirucha.
¿de dónde es? Es que su acento parece cubano o venezolano – señaló
pensativo y sosteniendo su mentón con la mano que tenía disponible.
—No, ni cubano, ni venezolano. Soy orgullosamente argentino,
de la ciudad de Buenos Aires, la capital.
—¡Ahhhhhhh, claro! Maradona, Mafalda. Qué bien, me gusta
mucho su país – exclamó bastante sorprendido mientras que le de-
volvía la vida a la manguera para continuar regando el jardín.
—Sí, y el Boca Juniors también, y el tango – me daba placer seguir
creciendo su admiración por cosas que yo también consideraba sagradas.
—Cierto. Qué equipo tan grande, con goleadores geniales como
Pancho Varallo y Roberto Mouzo, ¿verdad? – recordó levantando su
mirada tratando de jalar del viento esos aires memorables.
—Así es, entre muchos otros, amigo. Ayúdeme, por favor, quiero
llegar a la plaza de toros. Tengo prisa, mi mujer seguramente me va
a matar – aseguré con expresión dramática.
—Mire, joven, si me da diez minutitos yo lo puedo llevar, puesto
que voy para allá. Tengo que ir a hacer el jardín a una casa por esos
rumbos; no se me vaya a perder. Mientras le puedo invitar un refres-
co de la tienda o un vaso de leche para que se le baje la cruda. Mire
nomás cómo anda, los ojos lo delatan. Por cierto, me llamo José de
Jesús, aunque casi todos por aquí me dicen Chuy.
—Mucho gusto, Chuy. Yo me llamo Marcelo, aunque mis más
cuates me dicen la Bruja. Es una larga historia – comenté.

♦ 226 ♦
Despertar Perdido

Extendió su mano; su textura era rasposa, como las de un hombre


de campo. Sentí que estaba siendo honesto conmigo. Chuy estaba a
punto de quedarse pelón, solo unos cuantos pelos se resistían a dejar lo
que fue su hogar por muchos años; portaba un bigote cano y delgado
como sus labios y llevaba un uniforme con un logotipo de limpia del
Distrito Federal.
—Mire, aquí le van 20 pesos para que vaya a la tiendita, esa de
allá en la esquina – levantó entonces el brazo; su uniforme estaba
deshilachado de la parte de la axila ahí me puede esperar los diez
minutitos que le estoy comentando, la seño de la tienda se llama
Mercedes, dígale que yo lo mando a ver si le regala un pan para
que desayune algo, por lo menos una torta o un sándwich – indicó
mientras sacaba el dinero de su bolsa. Después de darme las mone-
das apuntó el chorro del agua más alto para alcanzar unos hermosos
rosales.
—Pues muchas gracias. Entonces ahí lo espero. Recuerde que llevo
bastante prisa, así es que si no llega en diez minutos o no puede, mejor
dígamelo, que de verdad estoy en aprietos – lo presioné un poco, no
podía perder mucho tiempo, Sandra seguramente estaría desesperada
sin saber nada de su marido.
—Sí, ahí lo veo, cuente con eso. ¡Tranquilo, que la carreta es lenta
y segura! ¡Ahorita nos vamos! – aseguraba a gritos rascándose la
calva con su mano izquierda.
Así que sin más remedio caminé torpemente hasta donde estaba
la mentada tiendita. Me detuve unos segundos a hacer un pequeño
inventario de mis pertenencias: la cartera estaba bien, vacía y desgas-
tada, cero monedas, llaves, nada, todo correcto. Pasé junto al perro que
me había despertado; estaba ahí orinando felizmente en una jardinera
color amarillo con blanco. Se me quedó mirando y yo por instinto le
sonreí. “Gracias a Dios que este desgraciado no me vio cara de jardine-
ra porque me habría bañado”, pensé.
Tal como me lo dijo Chuy, ahí estaba una señora con cara de Merce-
des. Aun así, quise comprobarlo.
—Disculpe, ¿usted es la señora Mercedes?

♦ 227 ♦
Del Infierno al Cielo

—Sí. Dígame, muchacho, soy yo, ¿para quién soy buena? – y soltó
tremenda carcajada sosteniendo ambas manos en lo que alguna vez
fue su cintura. Su tez era morena y los ojos eran expresivos, saltones;
su risa retumbó en todo el local, se había gestado desde el fondo de
su protuberante estómago.
Yo no entendí la broma, aunque para disimularlo también me reí
junto con ella, tal y como si fuéramos dos entrañables amigos. Imagí-
nense eso, a un argentino perdido en el Distrito Federal siendo albu-
reado por una enorme señora de pelo rizado.
—Es que me mandó Chuy, creo que es el jardinero de allá enfren-
te. Me dijo que viera con usted si me puede dar algo de comer; tengo
mucha hambre y sed y solo traigo 20 pesos – seguramente mis ojos
rojizos me delataban, no podía hacer nada en contra de eso, tenía
que aguantar a pie firme cualquier burla al respecto. Saqué las mo-
nedas para mostrárselas como si fuera mi pase de entrada al cielo.
—¡Ahhhh, ese paisano! Pues mire, tengo varias opciones: agua de
limón gratis del día de ayer, esa la tengo allá dentro en la casa, y con
los 20 pesos se puede comprar una torta de pierna o un sándwich de
jamón. Si de plano le gana la cruda, le alcanzaría para pagarme dos
cervezas de bote, así que usted tiene la palabra. Yo le obedezco.
Ante las múltiples opciones no tenía mucho que meditar. Dentro de
mi cabeza todo el poder lo tenía el vicio. No negociaba nada con los
demás demonios; primero él, después el resto, así de contundente era
mi dependencia.
—Deme las dos cervezas, por favor – contesté desesperado.
—Ándele, pues. Tómelas usted mismo, ahí están en ese refri de
allá al fondo, mientras, de todas formas le prepararé un sándwich.
Es cortesía de la casa, aquí tratamos bien a todos los amigos de Chuy.
Antes de que terminara de decirme dónde estaban ya las tenía en
mis manos. Destapé y bebí el par de cervezas, una tras otra casi sin
respirar. No había freno de boca de nadie, ni Sandra, ni Mabel, mucho
menos Manolo me podían decir algo. La cara de Mercedes me dio mu-
cha risa, sus ojos saltones realmente se le querían salir; por la expresión
me recordó al líder de los Tucumanos, aquel hijo de puta que abusó de

♦ 228 ♦
Despertar Perdido

tanta gente en la correccional.


Un par de minutos más tarde llegó Chuy muy puntual a la cita.
Realmente me sentía entre amigos, una bienvenida diferente y hones-
ta, de gente de extracción humilde y sencilla como yo.
—Toma, hijo, el sándwich. ¿Sabes? Me recuerdas a mi Gabrielito,
uno de mis hijos que falleció hace varios años en un maldito acciden-
te de tránsito – señaló meditabunda. La sonrisa se le borró del rostro
casi de inmediato, Chuy se acercó para ponerle su mano sobre el
hombro como muestra de solidaridad.
—No me diga eso. Lo siento mucho – comenté dando una palma-
da cariñosa en su espalda.
—¿Me dejas darte un abrazo? – solicitó penosamente.
—Sí, claro. Y gracias por todo, vale – contesté gustoso.
Me dio un abrazo con fuerza. La sentí muy sincera; en su enorme
cuerpo albergaba un enorme corazón. Después de esos momentos tan
inesperados, acompañé a don Chuy por varias calles. Lo notaba tran-
quilo, me platicó de la ciudad, del metro, de la colonia y de su equipo
favorito, el Cruz Azul.
—¿Y qué recuerdas de tu casa aquí en México, Marcelo? Cuénta-
me, ¿cómo era? ¿Algo que hayas visto o haya llamado tu atención?
¿Sí era por estos rumbos?
—Pues sí, la verdad hubo algo que se me quedó bien grabado,
fue que parecía una cárcel – reí con ganas y él también –. Es que pasé
varias medidas de seguridad, como cuando estuve preso allá en…
“Mi boca traicionera habló más de la cuenta. Ahora tenía que buscar
cómo reparar mi estupidez, sin saber quién era este hombre en reali-
dad. ¿Qué tal si era un policía encubierto?”, meditaba, sin encontrar la
salida adecuada, ya que si trataba de enderezar el golpe tal vez resul-
taría peor de lo que ya estaba.
—Oye, quita esa cara. No te preocupes. Conmigo tus secretos son
solo tuyos. Si alguien me pregunta, ni te conozco, ¿me entiendes?
—¿De verdad? – pregunté tontamente.
—El pobre de mi hijo actualmente está preso por robo a mano arma-
da; andaba muy pasado, no sé si de alcohol o de drogas. Me duele en

♦ 229 ♦
Del Infierno al Cielo

el alma que nunca supe cómo ayudarlo, así que no me expliques nada.
Sólo cuídate, esta ciudad es un monstruo si caes en sus vicios – acep-
tó cabizbajo ocultando su enorme dolor.
No pude hacer otra cosa más que decirle:
—Gracias por su confianza, don Chuy. Sí he cometido muchas
estupideces como su hijo, pero ahora tengo una nueva oportunidad
de enmendar mis errores. Tengo dos hijos: Melina y Kenan. Por ellos
dejé de robar, ahora quiero trabajar, ser un buen ejemplo – dije mu-
chas cosas de dientes para afuera, para tapar el hoyo donde me ha-
bía metido. “Hipócrita”, me gritaba mi alma.
Miraba nerviosamente los edificios, tratando de ubicar dónde ma-
dres estaba el lugar que me habían facilitado para vivir. Las rejas y
algunas banderas me ayudaron finalmente a dar con la dirección. Ahí
estaban los árboles impávidos y silenciosos, el auto rojo seguía en el
mismo lugar, salvo que ahora tenía el cofre abollado por el trasero de
Nelson. Miré los cadáveres de las cervezas en el suelo junto con las
colillas de cigarros. La cubeta la dejaron ahí en la banqueta junto a un
basurero metálico, aunque su contenido era ya sólo las latas vacías y
agua sucia, seguramente por los hielos que ante el cambio de tempera-
tura cedieron de su sólida posición a una más relajada.
—Mire, don Chuy, aquí es donde vivo. Bueno, donde voy a em-
pezar a vivir; qué bueno que llegamos, mil gracias por todo – señalé
contento y abrí mis brazos para darle un agradecimiento como se me-
recía. Tomé nuevamente sus manos rasposas y las sacudí con fuerza.
—Bendita la Virgen de Guadalupe, ya me estaba preocupando –
sacudió su cabeza una y otra vez y después jaló hacia atrás los pocos
pelos que decoraban su extinta cabellera.
—Sí, verdad. Bueno, me despido porque tengo que dar muchas
explicaciones y no sé ni por dónde comenzar. Siento también mucho
lo de su hijo, espero pronto salga libre – comenté de prisa.
Toqué el timbre en los primeros tres departamentos; no sabía qué
número era el “nuestro”. Después de unos segundos apareció una se-
ñora en tubos preguntando “¿quién?”. El color de su bata era una
agresión para los ojos. Posteriormente el dueño del vehículo rojo,

♦ 230 ♦
Despertar Perdido

portando una playera blaugrana del Barcelona, bajó hasta donde


yo estaba. Iba con unos shorts y unas chanclas azul y blanco. Estaba
recién bañado, lo noté por el olor tan marcado a champú de manzana
que despedía su cabello. Abrió la reja y salió a paso lento a revisar su
preciado coche. Percibió de inmediato el cofre sumido, se agachaba
y lo tocaba, suspiraba y lo sobaba, después refunfuñaba, volteaba a
verme como queriendo matarme con sus ojos verdes y cejas pobladas.
Yo disimulaba mi risa; se veía como niño chiquito haciendo berrinche.
—¡Me las va a pagar! – después me apuntaba con su dedo índice
como si fuera yo quien lo hizo – Me las va a pagar todas juntas.
Sin aviso premeditado, justo en el momento más peligroso, un án-
gel salvador llegó hasta mis brazos.
—Flaco, ¡qué bueno que llegaste! ¿Dónde te metiste? ¿Quién te
trajo? ¿Dónde dormiste? – preguntaba mientras me acariciaba el
pelo y me sobaba la espalda. Hueles a rayos, Marcelo, madre santa.
Por favor, métete a bañar. Me imagino que tienes hambre.
—Sí tengo, y sed también – contesté.
Eran demasiadas preguntas. Quizás solo la mitad de ellas pudiera
contestarlas adecuadamente, el resto no me sería posible. Estaba exhaus-
to mentalmente, me dolían los huesos, los músculos y los pensamientos.
—Mejor cuando estemos adentro te platico – sugerí nervioso al
ver la cara enrojecida del tipo–. Por favor – supliqué apoyando mi
mano sobre su cuello.
—Sí, vamos. Mira, primero te das un baño y te caliento algo de
lo que sobró anoche, algunas quesadillas y un poco de carne asada,
¿te parece?
—Perfecto, gracias. Está enorme esta ciudad.
—Sí, te lo dije. Tienes que andarte con mucho cuidado. Deberías
de preguntarle a Nelson a qué zonas no debes de ir, no quiero que
te metas en broncas.
—Entiendo. No sé si volverá a pasar. Preguntaré como me dices,
Chola. Gracias por preocuparte – comenté.
Dejamos atrás las rejas, y cuando me quité la camisa detecté el
mal olor. El pantalón estaba manchado, según mis cálculos eran mis

♦ 231 ♦
Del Infierno al Cielo

propios orines y no los del perro que me despertó. Me quité todo,


quedé solamente en una enorme toalla morada parado frente al espejo que
estaba colgado detrás de la puerta de la habitación. Por mi mente cruzó
la idea de incendiarlo, de quemar todo lo que estaba en el piso: calcetines,
camisa, pantalón, trusas, todo. Seguramente por la cantidad de alcohol
que tenía impregnado ardería muy fácilmente, aunque como andaba es-
caso de ropa, mejor le pedí a Sandra que lavara eso lo mejor que pudiera.
Caminé hasta el baño. Eran casi las 3 de la tarde y estábamos solos
en la casa; todos los demás se habían ido a un compromiso al otro lado
de la ciudad, según me comentó mi mujer. Lo extraño de todo esto es
que ni Leopoldo ni Nelson ni mi suegra habían movido un dedo para
encontrarme. Todo se lo dejaron a la Virgen de Guadalupe; observé en
la mesa de la entrada mi foto frente a una imagen de la señora esa. Una
tímida veladora con una imagen de San Antonio en su frente era lo que
me cuidaba hasta ese día, al parecer eso fue suficiente.
Abrí la llave del agua caliente con mi mano izquierda, después de
unos minutos empezó a alcanzar la temperatura que buscaba. Tomé el
jabón más nuevo y froté mi cuerpo una y otra vez; debía borrar esos
olores penetrados de mi piel. Me metí debajo del chorro de agua, goza-
ba esa sensación relajante que brinda el golpeteo de las gotas sobre mi
espalda. Busqué entonces un tratamiento para mi pelo, algo que me lo
lavara y suavizara porque, al tacto, lo sentí lleno de tierra.
Sin revisar las etiquetas a detalle destapé el primer envase que me
encontré; por el color que vertí en mi mano supuse que era de man-
zana u oliva. Comencé a tallarme la cabeza y de inmediato su olor me
hizo recordar claramente la vez que mi madre con muchos esfuerzos
consiguió juntar la plata para llevarnos a Lolis y a mí a una colonia
de vacaciones en la playa del Mar de Plata, que es algo así como un
campamento de verano. Este tipo de lugares da cabida a cientos de
niños de las colonias y barrios más pobres de Buenos Aires, organizan
juegos, cantos y paseos por diferentes puntos de recreo.
Una vez que nos dieron permiso de meternos al mar, varios de
nosotros corrimos desesperados por sumergirnos y tener esa sen-
sación en todo el cuerpo: la ingravidez, el sol en lo alto, las risas,

♦ 232 ♦
Despertar Perdido

era genial estar ahí con todos mis nuevos amigos. Después de unos
minutos se me fue la alegría, pues no contaba con la fuerza de la marea
y perdí la noción de qué tanto me alejé de la playa. Desde más chico
había aprendido a nadar, pero en esta ocasión mis conocimientos re-
sultaban vanos. Nadaba con fuerza para regresar, sin embargo no con-
seguía avanzar lo suficiente y el mar en su enojo me jalaba. Mis brazos
empezaron a flaquear, no había desayunado lo suficiente, así que mis
reservas de energía estaban bajas, las piernas me temblaban. Intenté
aguantar, no cansarme. Empecé a ceder de pronto y, sin esperarlo, no
sé si era un salvavidas o un ángel, un tipo enorme me tomó a mí y a
otro chamaco debajo de sus brazos para llevarnos a la orilla. Fue un
golpe de suerte que él estuviera ahí y que nos observara para inter-
venir a tiempo. No recuerdo su nombre, solo que estaba muy fuerte,
bien trabajado en el gimnasio, llevaba sus lentes puestos y una tanga
azul, porque de regreso a la orilla las olas no lograban moverlo ni un
ápice. Nos dejó sobre la playa y, sin decir nada más, siguió corriendo
por toda orilla.
Quizás eran muy laxos en ciertos aspectos de la seguridad, sobre
todo con tanta gente, aunque eso sí, con las reglas de la salud y limpie-
za fueron severamente estrictos. Primero nos cortaron el pelo y des-
pués colocaron a todos un tratamiento anti piojos; a muchos de los que
íbamos por primera vez nos molestó esa humillante situación, pues la
peste del producto que usaron era bastante desagradable, y para con-
trarrestarlo nos pusieron en exceso champú de bebés con olor a man-
zana. Supongo que este bote aquí en la regadera debía ser de Melina y
por eso estaba a mis pies.
Salí como nuevo tarareando una canción de mi memoria; me sentía
inesperadamente feliz. Me fui al cuarto y dediqué un rato al cuidado
personal: mis dientes, el desodorante debajo de mis alas, para culmi-
nar el momento pensando qué tipo de ropa debía seleccionar. No tenía
muchas opciones, quizás tres y bastante parecidas, así que tomé unos
pantalones de mezclilla y una playera del Boca Juniors. Me puse un
poco de gel que estaba en el tocador y con un peine rosita impulsé mi
pelo todo para atrás. Llevaba las últimas gotas de una loción que había

♦ 233 ♦
Del Infierno al Cielo

adquirido en Buenos Aires, me las terminé en mi cuello y los brazos.


Abroché las cintas de los tenis como me había enseñado Mabel, con
doble nudo, y salí muy campante al comedor. Sobre la mesa estaba
algo que usualmente le llaman recalentado. Nuevamente los frijoles
estaban ahí, las hermosas quesadillas, y Sandra había puesto a asar
unos pedazos de carne.
—¡Es peinecillo, te va a gustar! me comentó justo en el momento
de ponerlos sobre el sartén.
—Perfecto. Sí quiero carne. ¡Tengo mucha hambre! – señalé.
—Bueno, pues aquí tengo todo para que quedes satisfecho, así
que no te preocupes, Marcelo, que yo me encargo del resto – señaló
orgullosa.
El sonido de la carne al freírse abrió mi apetito. Busqué en el refri-
gerador algo de tomar, “una cerveza me caería excelente”, pensé. En el
cuarto un suave sollozo se empezó a escuchar por encima de los demás
sonidos “tenía tanta flojera de cuidar niños este día”, recapacitaba.
—Debe ser Kenan, flaco. ¿Puedes ir por él? ¡Ya debe tener hambre!
Bueno, finalmente me tocaría cuidar y alimentar a mi primer hijo va-
rón; no me había tocado hasta aquel momento. Llegué hasta el pie de
la cuna y lo tomé con precaución. Me miraba de una forma inquietan-
te, contundente. No me soltaba, parecía no parpadear; sus manos eran
firmes y sus pies grandes. “Seguramente será alto como tú. Mira sus
manos, sus cejas. Es tu sangre”, señaló la voz en mi cabeza.
Era como estarme viendo en un espejo, aunque claro, él con su pelo
mucho más claro que el mío. Fui también a revisar a Melina; por la
tranquilidad de su rostro era evidente que estaba sumida en un pro-
fundo sueño. Abrazaba con fuerza una frazada, era delicada en todas
sus líneas, su nariz respingada y sus pómulos bien marca dos. “Serás
una niña hermosa y alta. Tendremos que tener mucho cuidado con tus
pretendientes; ni creas que cualquiera podrá pretenderte“, recapacita-
ba con una sonrisa profunda.
Llegué hasta la mesa muy orgulloso. La mirada de Sandra fue un
disparo de ternura que atravesó mi piel, por momentos ambos olvidá-
bamos las caídas y las decepciones. En mi cuerpo existían las llamadas

♦ 234 ♦
Despertar Perdido

constantes a la adrenalina, buscar una pelea o ser perseguido, mas esa


mezcla de amor y responsabilidad empezaba a hacer unas diminutas
brechas en mi conciencia.
—Ven, flaco, ya está lista la comida. Siéntate – retiró la silla para
darme mi lugar, fue algo indescriptible.
Después de comer de manera magistral y tomar unas cuatro cerve-
zas, despertó Melina. Dejé a Kenan en su silla. Estiraba los brazos como
pidiéndome que no lo dejara ahí, sin embargo, la princesa también re-
clamaba nuestra atención. Fui por ella; disfruté de sobremanera darle de
comer, una variedad de papillas y su dotación de leche en polvo. Comía
muy bien, se terminó todo. Después me mostró Sandra cómo hacer que
repitiera o eructara: la colocó sobre mi pecho con la cabeza por encima
de mis hombros y con pequeñas palmaditas golpeaba la espalda de Me-
lina; finalmente soltó el aire que tenía acumulado en su estómago.
—Eso, así. Y ahorita sigue Kenan. Ya lo haces tú solito, vale –
señaló Sandra satisfecha por ver a su familia ahí reunida y no en
pedazos como lo estuvo hace unos meses.
—No lo quiero lastimar, me siento aún torpe en esto.
—Lo harás bien, aquí estoy yo – aseguró tomando mi cintura.
Terminamos ese día de manera estupenda. No hubo reclamos ni
miradas inquietantes; todos nos fuimos a dormir. Yo seguía en mis
cinco sentidos, situación que aproveché para estar muy cerca de toda
mi familia. Claro que extrañaba a mis padres, a los cuates, las pláticas y
lugares que frecuentaba, esas tardes de futbol jugando de guardameta
cucando a otros, después las juergas nocturnas, el De Soto, ¿cómo ol-
vidarlo? Aunque me quería adaptar rápido a mi nueva realidad, a los
nuevos sabores que me ofrecía esta nueva patria, había tanto que dejar
atrás y tanto más que me faltaba por vivir.
Más tarde me levanté al baño; dejé a todos durmiendo. Estaba, para
mi sorpresa, sobrio, y eso ya era lo suficientemente bueno. En la sala
alcancé a escuchar algo de ruidos y risas; el humo del cigarro alcanza-
ba a tender su manto en el comedor. Eran cerca de las 3 de la mañana.
Dudaba si meter mi trasero al alcance de esa reunión; seguramente
Nelson estaría en ella, Cristina y Virginia.

♦ 235 ♦
Del Infierno al Cielo

La verdad me dio flojera, así que solo fui al retrete, hice mis necesi-
dades fisiológicas, me lavé los dientes y regresé al cuarto. Tal vez eso
no haya sido algo muy destacado, sin embargo, haber evitado el trago
por lo menos en esa ocasión era todo un logro. Dormí como rey y ron-
qué como lacayo.

♦ 236 ♦
LA HORA DE LA VERDAD

N o sé cuántas horas dormí de corrido. Eran las diez y media de


la mañana cuando desperté solo, ni Melina ni Sandra, tampoco
Kenan pedía mis brazos. La sensación fue un poco incómoda. Me vestí
con prisa, no quería quedarme ahí sin nadie. Desconocía su paradero,
no había ninguna nota informativa, algún rastro que seguir, sólo el
abismal silencio a mi alrededor.
Me fui a la cocina a prepararme algo de desayunar; mi estómago es-
taba ronroneando desde temprano. Abrí la puerta de la heladera, había
por ahí carnes frías, tortillas, sobras de la comida de mi bienvenida, un
par de cervezas Tecate y una lechuga medio oxidada. En la mesa junto
al comedor estaban unos plátanos y una gallina de metal que en su in-
terior almacenaba cuatro huevos, y arriba de la heladera una barra de
pan a medio morir; no había más.
Así que con calma, y conforme a mi receta, cociné varios platillos:
calenté tortillas, al pan de barra lo unté con mantequilla sin sal y listo;
un poco de pimienta por aquí, sal por allá, huevos al estilo conventillo.
Justo cuando estaba por meter en mi boca el primer bocado, se
oyeron las rejas del castillo abrir y cerrar. Las inconfundibles voces
de Nelson y Virginia discutían cuestiones de dinero antes de entrar al
departamento. Sandra y los niños también llegaron; por supuesto que
Lorenzo también venía en la bola, cargaba a Kenan. De inmediato me
levanté del lugar para ayudar a mi mujer que traía algo de mandado,
frutas y leche en polvo, según lo que alcancé a mirar a través de la del-
gadez de las bolsas de plástico.
—Mira, qué bien. Tú a gusto desayunando y nosotros cargando a
tu familia – aseguró Nelson de manera irónica y despectiva.

♦ 237 ♦
Del Infierno al Cielo

—No empieces con tus chingaderas hermano. Cállate o Cristina


se enterará de tus desmadres con Laura, así que tú sabes – advirtió
mi mujer de forma tajante, con Melina en su brazo izquierdo.
Yo me quedé con el bocado en la lengua. Mis peores temores se ha-
cían realidad, llevaba apenas unas horas ahí y ya estaba causando dife-
rencias entre la familia. No fue nada agradable quedarme callado. Metí
el bocado aprisa en mi boca, para evitar mentar madres y romperle el
hocico a Nelson. Bebí de la taza el oloroso café mexicano; no era como
el de mi tierra, pero bueno, no podía verle el colmillo al perro regalado.
—¡Buenos días! Fuimos a comprar algunas cosas y a desayunar
en el mercado. Te vi tan dormido que te dejé descansar. ¿Cómo es-
tás? – dijo Sandra.
—Bien, aquí desayunando. ¿Todo bien? – esperaba una respuesta
contundente que me diera tranquilidad; los puños y la ira querían
salir de su frágil letargo.
—Sí, todo bien. No te apures, ya ves cómo son de bromistas – en
la cara de Sandra no noté ninguna mueca que demostrara alegría,
más bien frustración, como aquella tarde en Buenos Aires cuando
discutió con sus padres y se fue a vivir al sótano conmigo.
—Cuñado, tú tranquilo y nosotros nerviosos comentó Nelson to-
mando y comiendo casi de manera simultánea el único plátano que
quedaba sobre la mesa.
Nelson y Virginia se sentaron en la mesa del comedor. Sandra revisó
la cantidad de agua para café que quedaba en la tetera, abrió la llave del
lavabo y lo rellenó a tope, después puso a calentar el agua. Su mirada se-
guía desacomodada y tenía la boca rígida como niña regañada. Cuando
el pitido de la cafetera alertó que ya estaba hirviendo el agua, mi suegra
se encargó de repartir a todos en la mesa la dotación de café Decaf.
A mis hijos los llevaron al cuarto. Seguramente habría temas com-
plicados por discutirse, y para evitar susceptibilidades, Sandra prefi-
rió dejarlos encerrados, con mamilas preparadas y juguetes esparcidos
sobre la cama y la cuna. Lorenzo fue el primero en hablar. No se le
notaba enojado; creo que era el único de todos que mantenía la sangre
a la temperatura correcta.

♦ 238 ♦
La Hora de la Verdad

—Pues mira, Marcelo, mañana arrancarías en el deshuesadero


limpiando circuitos integrados. El pago es semanal. No es mucho
dinero, pero para empezar no está mal; conforme vayas aprendien-
do pues habrá más responsabilidades. Es cuestión de que le cales,
perdón, pruebes un tiempo y veas cómo se hace. Es algo sencillo,
pero sí te pido mucha responsabilidad en la asistencia, para evitar
problemas.
—¿Limpiando circuitos integrados? ¿Y cómo es eso? – pregunté
nervioso mientras le daba un sorbo a mi café.
—Amor, ahí te enseñarán todo. Tú tranquilo. Sé que aprenderás
muy rápido el negocio ese.
 Sí, bueno, ya estamos aquí, así que cuan-
do quieran.
—Sí, no te nos vayas a poner muy moñudo con dinero, es para
empezar.
—Perfecto. No se diga más. Bienvenido ahora sí a la realidad –
apuntó Lorenzo levantando la taza de café para simular costosas co-
pas de champagne –. Salud – recalcó.
Todos acompañamos el brindis con nuestro Decaf. Ya pasada la
hora del desayuno, Nelson comentó presuroso:
—Bueno, madre, ya son las 12:02. Ya se puede chupar en esta
casa, ¿cierto? abrió el refrigerador y voló el par de latas, una para
Lorenzo y la otra para mí.
—¡Salud nuevamente! bromeó Nelson destapando la botella de
tequila reposado que estaba en la vitrina atrás de donde yo estaba
sentado.
Las semanas siguientes fueron desastrosas; el barco en el que está-
bamos todos metidos comenzó a hacer agua por casi todos lados. Para
empezar el mísero sueldo del que me habían hablado no me alcanza-
ba para nada, y también fui haciendo más elásticas las reglas del lu-
gar. Ya fumaba mota cada vez que podía, el trago también amplió sus
horarios, Nelson y sus cuates fueron una hermosa catapulta para mis
vicios, hoy con sabor mexicano. Las discusiones entre todos también
fueron elevándose de tono, nada que ver con aquellos mensajes casi
subliminales que me esculpieron en bronce los primeros días.

♦ 239 ♦
Del Infierno al Cielo

Muchas veces escuchaba amenazas y advertencias de mi suegra a


Sandra. “Te lo dije. Yo te lo advertí, aunque eres terca como tu padre.
Hasta que no te pasa es cuando aprendes de la vida. ¿Cuánto más vas
a aguantarlo? No es la vida que te mereces, hija”. En fin, era muy incó-
modo estar defecando y escuchar tantos vituperios en mi contra, mis
vicios se reían, habían tomado una desvergonzada postura. Sandra se
apartaba de la frente su pelo para mirarme inquisitivamente. No solo
utilizaba sus ojos para recriminarme, ahora ya gesticulaba con las ma-
nos, empezó a subir el tono, los decibeles alcanzaban la etiqueta de
gritos. Su dulzura se había quedado impregnada en aquella pijama
color rosita y la playera de Mafalda; ahora era una mujer recia, firme,
inamovible.
—Venga, Marcelo, vamos con Gonzalo. Allá tenemos una reu-
nión, te va a gustar – advertía Nelson con media botella de 12 años
en su sistema digestivo.
—Vale, pues, vamos a chupar que aquí se siente pesado el am-
biente – detrás de mí escuchaba el sonido del portazo en la recáma-
ra. Sandra seguramente me había escuchado y su forma de expresar
su inconformidad era azotando puertas, manos y todo lo que encon-
traba en el piso: mi ropa, mis trusas o calcetines.
En el trayecto a la fiesta con Nelson y sus cuates empezamos a be-
ber, un poco de todo, primero cerveza y después algo de mezcal, el
cual me recordó a mi abuelo Fausto y a Manolo, mis grandes maestros
del alcoholismo.
Cuando llegamos al lugar la música estaba a todo volumen, era en
una casa por una colonia o barrio que se llamaba Mixcoac. Me gus-
taron las canciones, muchas de mis años de chavo. Nelson se acercó
hasta mi oído.
—Acá traigo unos Marlboro turbo; cuando quieras, cuñado, te
doy – me comentó mientras bailaba solo junto a mí. Su mirada esta-
ba inyectada de sangre, enrojecida, palpitante, andaba muy pasado.
—Perfecto. Al rato, déjame ahorita disfrutar mi trago.
Nos perdimos en el trago por un rato, después en la marihuana.
Hubo un momento de lucidez en que nos sentamos en una jardinera.

♦ 240 ♦
La Hora de la Verdad

Todavía podíamos coordinar palabras y pensamientos. Sirvieron una


clase de canapés y eso nos ayudó un poco a nivelar las corrientes etíli-
cas en nuestro organismo.
—Ya troné con Cristina; no me aguantó el paso. Ni pedo, cabrón,
así es la vida de ojete – levantó su trago en posición de decir salud.
Yo hice lo mismo, no sabía qué contestarle o sugerirle.
—¡Salud por eso! – eso fue todo. Yo tenía mis broncas como para
ponerme a darle consejos a este Nelson. Pensaba en mis hijos, en las
últimas broncas con mi mujer, las caras de mi suegra, sus palabras
y amenazas, el trabajo, en fin; era una marejada de problemas que
miraba antes desde la playa, pero ahora ya estaba sobre mi cuerpo,
flagelando mi mente y mi corazón.
—¿Sabes algo? Te tengo una sorpresa, cabroncito. Ni sabes, güey,
qué pedo – arrastraba un poco la lengua y sus gestos junto con ella
—¡Ya vamos a estar mejor! – recalcaba con la mano sobre mi pierna.
—Pues suéltala. De qué hablas, pendejo – subrayé con mi cara de
no sé ni madres.
—¿Te gusta este barrio? Aquí vamos a vivir, ya nos vamos a cam-
biar a un departamento enorme para tener más espacio y con dos
baños, ¡puto! Es que está cabrón vivir ahí donde estamos.
Me quedé maravillado, mis ojos seguramente lo expresaron.
—Estas contento, ¿verdad? ¿Qué tal? Lástima que Sandra no tra-
baja, así sería más la lana que juntaran y vivirían mejor. Cristina me
pagaba algunas cosas, no todo yo. Eso estaba bien de ella. La extraño
bien culero.
—Oye, ¿y Sandra qué dice del cambio? ¡Cuéntame!
—Pues se ve que está más tranquila. Tu suegra le anda buscan-
do trabajo también para que se aliviane. Existen guarderías para los
niños; aquí queriendo todo se puede. Mira, ahí viene Juan Carlos, el
Travas. Ese güey es buen pedo, te lo voy a presentar.
—¿Qué pasó, mi Travas? Mira, te presento a Marcelo, el esposo
de mi hermana. Es de Buenos Aires, súper buen pedo. Anda cham-
beando en el deshuesadero. Ya ves que no hay mucha lana ahí, a ver
si puedes echarle una mano cuando puedas en tus business.

♦ 241 ♦
Del Infierno al Cielo

—Mucho gusto, compadre.


—Igualmente – contesté elevando mi brazo cortésmente.
El desmadre siguió hasta la madrugada. Mi mente no registro cómo
fue que llegamos sanos y salvos a la casa; no supe ni quién manejó o en
qué coche nos venimos. Lo que quizás sí pueda recordar es algo de la
música que tocaron o los magníficos pases de cocaína que me metí al
final de la fiesta. Abracé a dos tres compadres, pendejos y camaradas, y
ahora estoy aquí acostado junto a Sandra. No me he desvestido; tengo
muchísima hambre.
Había una tenue luz debajo de la puerta del cuarto. “Quizás alguien
esté en el baño”, pensé, y justo cuando estaba por tomar la decisión de
salir del cuarto, escuché los gritos de mi suegra, junto con los desqui-
ciantes vómitos de Nelson.
—¡Mira nada más cómo vienes! Otra vez lo mismo. Parece que no
tienes madre – gruñía alzando la voz y golpeando lo que supongo
era la puerta del baño.
Nelson seguía vomitando, emitiendo sonidos desesperantes que re-
tumbaban en las paredes de nuestros vecinos. El departamento donde
estábamos viviendo era demasiado chico para albergar a tanta gente;
con mi llegada eso empeoró la situación y las relaciones interperso-
nales. Rogaba a Dios que aquel escándalo no llegara a despertar a mi
gente. Me paré junto a la puerta, tomé una toalla que estaba colgada
en la cuna de Kenan y la coloqué por donde intentaba colarse la luz
exterior y los iracundos sonidos de mis parientes.
—Esta será la última vez. Si no te largas de la casa, ¿me escuchas-
te? ¡Te largas!
—Y no me importa si no tienes dónde vivir – seguía el regaño a
todo pulmón.
Me quedé ahí unos minutos hasta que la marea bajó. Se oyeron dos
portazos, quizás uno del baño y el otro del cuarto de Virginia. Me des-
vestí silenciosamente y me acosté. Moría de hambre. Se me antojaba todo:
tacos, frijoles, huevos, todo, mas intentar apaciguar los vacíos de mi estó-
mago significaría poner en riesgo mi cuello y la paz de mis hijos. Respiré
hondo y cerré los ojos, callando de golpe los reclamos en mi interior.

♦ 242 ♦
La Hora de la Verdad

Abrí mis ojos con cautela. El sol ya estaba iluminando mi rostro y


toda la recámara; Sandra abrió seguramente de manera accidental las
cortinas. Enderecé mi cuerpo al borde de la cama; escuchaba muchos
ruidos y alboroto en todo el piso, como si una estampida de elefantes
estuviera atravesando el pasillo. Mi cabeza estaba por perder su forma
y postura, las sienes me estallarían si no llevaba algo de alcohol a mi
sangre. Las tripas me sonaban como niñas juguetonas, apretando mis
intestinos. Miré la hora, las 11:34 am. Caminé hasta mi ropa, la cual
apestaba a todo menos a algodón y poliéster. La dejé mejor donde es-
taba; busqué nuevas opciones, algo más limpio, fresco y sin recuerdos.
Pero cuál va siendo mi sorpresa al encontrar que los cajones estaban
vacíos. Busqué desesperado como perro olfateando su hueso, en el cló-
set, tocador, en todas partes, pero solo había cajas en el piso con cosas
de los niños y de aseo personal de Sandra. “Ya valió madres; me van
a correr de aquí con todo y mis vicios. Seguramente mi mujer olió mi
camisa. A lo mejor me encontró labial en el cuello o algún preservativo;
no tengo ni idea de lo que habrá pasado”, pensé.

♦ 243 ♦
NOS CAMBIAMOS

C on eso en mi cabeza escuché la chapa de la puerta; alguien es-


taba afuera queriendo entrar al cuarto. “Ya valió madre. De re-
greso a Argentina; me van a mandar deportado con todo y mi playera
del Boca Juniors”, pensé elevando al despostillado techo mi mirada,
solté el cuerpo y respiré profundamente. Me estaba preparando para
lo peor. Tenía muy pocos argumentos como para pelear mi nuevo te-
rritorio; los hechos eran contundentes, seguía siendo un desmadre. Al
tomar no había nada que me frenara .Este pudiera ser el momento más
aterrador de mi corta estancia en México. Mi armadura estaba desgas-
tada de tanto uso, las vidas del gato que llevaba dentro de mi ser tenían
los días contados.
La chapa finalmente cedió ante la fuerza de quien la giraba del otro
lado de la puerta. Cerré los ojos y me dispuse a morir ahí mismo.
—¡Hola flaquito, buenos días! – señaló mi mujer sonriendo. Llegó
hasta mí y me dio un reconfortante abrazo. Fue algo sorprendente, el
mejor despertar, una sonrisa enorme esbozó mi boca. Ella lucía unos
pantalones de mezclilla muy ajustados, una pañoleta amarrada en
su cabellera gestionando una cola de caballo; disfrutaba verla así, en
complicidad con su sentido femenino del mundo. La tomé con fuer-
za, le rocé el filo de los labios con mis dedos, sé que eso le gustaba.
Hace mucho tiempo que no sentía esa mirada mágica, se afianzó a
mi cintura con sus brazos y me besó tiernamente.
—Excelente día. Qué gusto sentir tus labios y tu cariño – contesté des-
pués de tomar una enorme bocanada de aire para llenar mis pulmones.
—Nos vamos a cambiar, ya está decidido. Aquí no podemos vivir
todos; los espacios son muy limitados, el baño muy chico, los niños,

♦ 245 ♦
Del Infierno al Cielo

mi madre, Nelson… es complicado. ¿Qué opinas? – preguntó levan-


tando sus cejas de manera curiosa, de manera desigual.
—¿Qué te puedo decir? Se me hace una idea estupenda. ¿Y a dón-
de nos vamos a ir a vivir? – aunque Nelson me lo había comentado
la noche anterior, había olvidado la mayoría de la conversación, en-
tre la música, las palabras altisonantes y los nombres de tanta gente
que me presentó mi cuñado.
—Pues ya está. Ayúdame a empacar lo que queda aquí en el cuar-
to. Le avancé por la mañana, puse tus cosas en una caja y le escribí
tu nombre. Checa que no te falte nada, está ahí afuera en el pasillo.
Saluda a tu suegra que anda de buenas, no me preguntes por qué,
ya que no tengo la menor idea – me dio otro beso y se alejó chiflando
como una niña en el recreo escolar.
—Sí, gracias, flaca. Ahorita la saludo, con gusto para que siga
así – dije.
Con gusto obedecí al pie de la letra sus órdenes. Aunque tenía
hambre, primero acomodé las cosas que aún quedaban en la habi-
tación. Miraba por debajo de la cama; según mis cálculos me hacía
falta el par de mis tenis, y sí, allá estaba al fondo junto a la sábana
que colgaba de la orilla al piso. Primero me puse de rodillas y des-
pués me acosté con el pecho sobre el piso para alcanzar la pieza
extraviada, justo en el punto más profundo de mi excavación sentí
algo tocándome las plantas de los pies. Miré rápidamente al lugar
donde hubo la agresión de mi espacio físico. Para mi sorpresa me
topé con mi hija, quien estaba gateando por la habitación. Giré mi
cuerpo lentamente, no quería lastimarla accidentalmente. Llegué
hasta su frente, su mirada era miel sobre hojuelas; tenía saliva en su
boca, pero aun así sonreía. Llevaba en su mano una sonaja de plás-
tico. Intentaba abrazarme, aunque por mi postura le costaba trabajo;
tuve que gatear también para sentarme con ella cruzado de piernas.
Me observaba y estudiaba, con sus delicadas manos me tomaba la
cara como un ciego tomaría un libro en lenguaje braille. Yo le toma-
ba la sonaja y le hacía caras; su risa era contagiosa, clara como un
manantial en las montañas.

♦ 246 ♦
Nos Cambiamos

La tomé con cuidado y la puse en la cuna; mis siete infiernos esta-


ban tan ausentes en esos momentos. Me vestí rápido para terminar
las labores restantes del cambio. Todos en la casa estaban de buenas,
esperanzados con el cambio de ambiente. Virginia andaba sospechosa,
cortante cuando le preguntaba cosas sencillas, no era su costumbre,
pues antes se explayaba a sus anchas. Sus ojos estaban llenos de som-
bras y misterios.
El nuevo departamento era mucho más grande que el anterior, un
poco más elegante, con detalles finos en las puertas y las cenefas de
los pisos; la cocina era integral con un montón de puertas y la alacena,
a pesar del tapiz de los perros cocineros y las manchas de aceite en el
piso, era agradable y enorme. “A ver cómo fregados vamos a llenarla.
Mira nada más, tiene mil estantes”, pensaba muy silenciosa mi mente.
Había algunos olores atrapados en las habitaciones, pero nada que
no se pudiera quitar con un buen desodorante o una buena tallada de
sus pisos. Para mi sorpresa Cristina se apareció ese día de la mano de
Nelson. También llegó Juan Carlos, un cuate al que le decían La Víbo-
ra, Juan Carlos y Toño Fernández, toda la banda de mi cuñado; fueron
de gran ayuda para subir los muebles, acomodar los sillones y retirar
un papel tapiz imitación madera que ya había perdido toda su belleza.
—Va quedando muy bien, ¿verdad? – preguntaba insistente San-
dra; estaba exaltada como niña con juguete nuevo.
—Sí, se ve muy bien. Aquí estaremos mejor. Mira el tamaño de
la sala y el comedor, es perfecto. Y el cuarto también es de buen ta-
maño – contesté mientras me secaba la boca con el torso de mi mano
izquierda. Sin pedirla Juan Carlos se acercó a ofrecerme una cerveza;
estaba haciendo calor y los movimientos de la mudanza nos abrie-
ron el hambre y la sed.
Una hora más tarde, y después de varias cervezas, acabamos de acomo-
dar todo. Lorenzo llegó apurado con dos kilos de carnitas y dos kilos de
tortillas recién hechas e hicimos una improvisada taquiza. Virginia prendió
la radio; nuevamente todos éramos amigos y compañeros de mesa.
Hablamos de muchas cosas nuevas; ahora las discusiones eran más
profundas. Conforme uno va tomando va cambiando la forma de percibir

♦ 247 ♦
Del Infierno al Cielo

las cosas, a la misma gente la siente uno diferente, a algunos los quieres
más cerca y a los demás lejos. Mi suegra seguía rara, cuchicheaba cons-
tantemente con mi mujer y después de mirarme soltaba una carcajada.
En mi embriaguez me valía madre su postura, sus críticas y juegos de
palabras. Nos fumamos unos churros en el balcón para no apestar la
casa. Todo era camaradería, los amigos de Nelson eran buenas bestias
y más si traían qué beber y fumar.
Tomé otra cerveza ya sin sed, más por costumbre que por saciar la falta
de líquidos en mi cuerpo. Sandra fue a la habitación a acomodar las cosas
y a revisar a los niños; me quedé a merced de situaciones inesperadas.
—Pues, ¿cómo ves, Marcelo? Ya Sandra va a empezar a trabajar.
Le conseguí trabajo con unos amigos de mucho dinero, creo que le
irá muy bien ahí, porque con tu sueldo y tus vicios se siente muy
frágil e inestable mi niña – comentaba mi suegra torpemente; su pos-
tura era diferente ante mí, me había perdido el respeto, ahora era un
ser indómito ante mis ojos y posibles respuestas.
—Mire, qué bueno. Me voy a sentir orgulloso de ella. Habrá que
ver cómo nos acomodamos – aseguré nervioso, no sabía los detalles
de su contratación y desconocía quiénes eran esos amigos millona-
rios de los que hablaba orgullosa mi suegra –. Si es para estar mejor
pues yo la apoyaré, señora; no tengo problemas con eso – puntualicé
meditando mis palabras.
—Sí, porque aquí son muchos gastos que hay que afrontar, no nada
más poner cara de no traigo dinero – eso fue un doloroso gancho al
hígado; por la mota en mi sistema nervioso, omití por completo el do-
lor o confusión que me pudo causar, solo sonreí desinteresadamente.
Sandra salió de la habitación con un vestido que no conocía; me
quedé pasmado, como cuando de niño miraba a mi padre discutir ai-
radamente con Mabel. Después regresó a la habitación y salió vesti-
da con un atuendo diferente, aquello parecía un desfile de modas. Un
pantalón blanco demasiado ajustado que dejaba ver su trasero en ple-
nitud y las líneas delicadas de su sexo por el frente, me pareció de mal
gusto. Miré en el rostro de los demás hombres que estaban ahí la cara
de antojo; se saboreaban su silueta delante de mis ojos

♦ 248 ♦
Nos Cambiamos

—¡Ese no me gustó! – reclamé sin que nadie me pusiera atención.


Dejé lo que estaba haciendo y me acerqué con pasos lentos a Sandra.
Me tomó con sus brazos tiernamente; la aparté molesto, mis sentidos
estaban inquietos.
—Sandra, con ese pantalón se te ve todo, no me parece que te lo
pongas – sugerí de manera cortante.
—Sí, es lo que me quiero llevar para el trabajo; es muy importante
verme bien. No seas celoso, amor, estaré bien. Son buenas personas,
educadas, no creo que una mujer como yo les interese. Es sólo tra-
bajo, nada más.
—Te lo comento porque no estoy de acuerdo, es que se me hace
muy… demasiado… dudaba qué palabras colocar ante algo tan se-
xual; me recordaba a algunos pantalones que usaba Mary, la prosti-
tuta con la que viví en Montevideo.
Mis palabras fueron dinamita para su orgullo.
—¿Qué me quieres decir? – preguntó tajante, cortando el aire y
las conversaciones a nuestra espalda.
—Nada, así déjalo. ¡No te puedo comentar nada porque ve cómo
te pones! Luego, luego despotricas y te pones a gritar.
De haber tenido una capa, seguramente me hubiera golpeado con
ella en la cara, ya que al darse la media vuelta salió corriendo a la habi-
tación, indignada la señora como si en realidad le hubiera dicho piruja.
—¡Oye cálmate! No se puede hablar contigo ya! – recalqué ante la
mirada atónita del resto del público.
Unos meses después todo seguía igual: carencias, pleitos, el trabajo
no daba para sostener pañales, leche en polvo y alcohol. Estaba harto
de depender de la buena voluntad de los demás; eso me fue cerrando
el corazón y la sensibilidad de lo que antes gozaba, la familia, los jue-
gos. Como si estuviera embrujado, me convertía día a día en un ser de
piedra, estaba enojado todo el tiempo, con cualquier comentario me
alteraba, todo sentía a mi alrededor como un ataque personal, desde
el alimento que se preparaban, los horarios, el transporte y la cantidad
exorbitante de veces que tenía que rendir cuentas. “¿Qué vas a hacer
con esto? ¡No compres lo otro!, ¡Ya no tomes!”.

♦ 249 ♦
Del Infierno al Cielo

Algo que en el papel tenía ciertas ventajas, súbitamente cayó en lo


opuesto. Mi mujer entró a trabajar y sus actitudes empezaron a cambiar
radicalmente; la sentía muy distante, su mirada se me perdía. “¿Quizás
ya se había cansado de mí? ¿Estaría harta de vivir así a contra corrien-
te? ¿Habrá conocido a alguien más y este, a su vez, le está moviendo el
tapete?”. Eran muchas interrogantes y no había respuestas, solo más
preguntas, más celos, más desconfianza.
Mientras tanto, en mi trabajo también tuve problemas: quejas, llega-
das tarde y a veces el alcohol en la sangre me hicieron cometer errores.
Esa tarde, de regreso al departamento, hablaba con Nelson, quien no po-
día entender lo que había sucedido. Venía manejando y haciendo gestos.
—¡Buscaron cómo hacerte daño, pinche Marcelo! afirmó, gol-
peando su puño contra el volante . Así son en estas pinches empre-
sas, no le caes bien a algún baboso con un mejor puesto que tú o no
lo halagas lo suficiente, y ¡zas!, a la calle, por faltas administrativas.
Pinche paternalismo mexicano, por eso está la situación como está,
no importan los resultados ni las ideas geniales que les des, a los
muy ca… pitalistas. Les vale madre. Es sencillo, eres un insignifican-
te número más en la lista de empleados, y luego Argentino, peor, así
que te sacan de la jugada en menos de lo que canta un gallo. ¿Cómo
puede uno contrarrestar eso?. Si lo haces, bien, y si no lo haces, tam-
bién; es una ruleta laboral todo México.
No paraba su pleito ahí. Se jalaba los pelos con ambas manos, parecía
estar drogado. Poco a poco sus palabras fueron cambiando de tono.
—Oye, la bronca es mía, Nelson. Voy a buscar otro trabajo – ase-
guraba sosteniendo mi mano en el tablero del auto mientras que,
con la otra, le daba cortas palmadas en la espalda para que se tran-
quilizara.
—No me estás escuchando, Marcelo. Te digo que la bronca va
más allá. No le has dado nada de lana a Sandra, cabrón, eres un
pinche irresponsable. ¿No te da pena que tu suegra pague todas las
cuentas? No mames, ponte las pilas. Si agarramos el pedo, nos pone-
mos hasta la madre. Yo pongo algo de lana de mis negocitos, lo que
vendo por aquí y consigo por allá.

♦ 250 ♦
Nos Cambiamos

—Sí, ya te escuché – contesté cabizbajo.


—No nada más me des el avión. Se te van a venir broncas fuertes
si no te pones las pilas, ¿sí me entiendes?
Tenía toda la razón, por más que luchaba por salir de mis vicios es-
tos me jalaban más al fondo y nadie lo entendía a mi alrededor. Alguna
vez escuché del grupo AA. Nadie habló en serio acerca de eso, fue en
una borrachera; imagínense lo cínicos que éramos.
De manera nerviosa prendió un cigarro. Le temblaba uno de los
párpados, nunca lo había visto así. No paraba de quejarse, hasta de su
mamá habló.
—¡Ah! Es como mi madre. Adora al Che Guevara, pendeja, como
si realmente conociera la historia de ese insurgente; no tiene ni idea.
Bueno, yo nada más la escucho. Mira, Marcelo, ella está muy moles-
ta contigo porque si salimos a comer, no pones un peso; siempre de
gorra. Y a cada rato me está cuestionando por lo mismo, que si no
te digo nada, que a mí también me vale madre por andar de pedo y
de drogo contigo. ¡Agarra la onda, neta, esto se está poniendo cada
vez peor! Y si a eso le sumas que aquí también se cuecen habas como
en tu tierra, nos protegemos todos bajo el sistema, la corrupción y
la excusa de una bandera de huelga. Ojalá que la gente realmente
estudiara, que no perdieran sus vidas estorbando el paso de nuevas
generaciones. Deberían de valorar a Fidel Castro, ese sí ha luchado
en contra de todos, sobre todo de los pinches güeros, policías del
planeta, se meten donde no los solicitan. Castro está defendiendo
una idea, es medio cabrón, no lo dudo, es que si yo pudiera manda-
ría a todos esos hijos de su pi…
—¡Oye, ya bájale, pareces loco tú! Yo con mis broncas con tu her-
mana y tú me vienes a echar más cargas, eso sin contar tus traumas
existenciales grité enfurecido ¡Loco, bájale! Es que no me dejas pensar.
Todo daba vueltas en mi cabeza, los años en La Boca, los meses
en México, cada reunión familiar, cada discusión, mis desconocidos
objetivos incumplidos, todos los halagos de mis maestras, todas las
promesas de enamorados, los viajes de un lado al otro, las broncas con
Manolo.

♦ 251 ♦
Del Infierno al Cielo

Me quedé observando cómo Nelson se salía completamente de sus


casillas, enojado, trastocado, todo porque le conté las broncas que tuve
en el trabajo. Lo que quería era exponer en todo lo alto mi frustración,
aunque después de ver cómo se puso mi compañero de borracheras,
me mantuve callado. Esperé a que transcurrieran varios minutos, los
que creí necesarios para tranquilizarnos un poco más, sobre todo él y
su bocota.
—Ya pues, está bien. Mírame ya estoy más calmado – jalaba ner-
vioso el aire, como controlando su respiración, le faltaba la bolsa de
cartón en la boca para creerle un poco más su argumento.
Pasamos sin precaución varios semáforos, como persiguiendo al
peligro y yo tranquilo. “Tengo más broncas que resolver en mi cabeza
como para asumir el rol de copiloto. En primera ni conozco bien la
pinche ciudad, y por eso tampoco le voy a pedir que me deje manejar
a mí”, pensaba mirando sin poner atención a lo que cruzaba por mis
ojos. Es que como quiera que sea ya le empezaba a tener un poco de
confianza a Nelson, muchas borracheras de conocernos. Un hombre
complicado como toda su familia, buen amigo hasta ese momento. Eso
sí, medio acelerado y mal educado. Él muchas veces había sido mi cho-
fer involuntario, en las fiestas con sus cuates, nos llevaba a casa más o
menos con cautela.
Mientras que recorríamos la ciudad me esforzaba en encontrarle
algo positivo a este asunto; lo negativo inclinaba severamente la balan-
za a su favor, no había nada favorable en estar a miles de kilómetros de
mi tierra, sin mis padres y mis verdaderos amigos.
Aunque esta situación ya la esperaba por mis excesos y el mal carác-
ter que me ocasionaban mis desesperantes vicios. “Bueno, me compli-
ca todo con Sandra. Todavía si fuera millonario o contara con un capi-
tal que me hiciera dueño de mi pinche destino, o por lo menos dueño
de algún negocio que me diera un poco de plata mensual para sacar a
Mabel de su trabajo doméstico”. Deseaba tantas cosas.
—Ya vamos a llegar. Te voy a invitar unas cervezas para que se
nos pase este mal rato, Marcelo, y ya veremos cómo arreglamos la
bronca con mi madre, ¿te parece? – preguntó nervioso.

♦ 252 ♦
Nos Cambiamos

—Sí, me parece. Eso me va a ayudar a estar más tranquilo, gracias


– sostuve mientras que aplacaba la rebeldía de mi pelo con los dedos
de mi mano derecha.
Triste que, a mis 21 años, sin haber terminado los estudios, tenga
deudas por doquier y no tenga la posibilidad ni siquiera de tener un
auto, algo que me levante el ánimo. No deseo nada de moda, ni tam-
poco lujoso, tal vez sí espacioso por el número de pasajeros que subiría
a él, aunque me daría por bien servido con algo término medio, el cual
me ayudara a moverme independiente y llevar a mi mujer a su trabajo,
o a cenar en un aniversario.
Son dos hijos que mantener y no he aportado nada para mi Melina
de 2 años ni para mi Kenan de meses. Para acabar con el cuadro, mi
dignidad estaba por los suelos, las cosas no me pintaban nada bien.
Seguimos recorriendo la ciudad ya a un paso más moderado, no como
era su estilo. Yo hurgaba en cada rincón de mi cabeza, pretendiendo encon-
trar en uno de ellos más cosas positivas al asunto. Sí, eso de tener una nueva
oportunidad, el escalar más alto en otra empresa, quizás, ¿por qué no?
Detuvo el auto en un expendio de vinos y licores para comprar las
cervezas que me había prometido. De ahí tomó rumbo a la Colonia Del
Valle; dimos vuelta en Rafael Alducín, tres cuadras más y de mano
izquierda estaba la casa café donde sería la reunión con los amigos
de Nelson. Sandra me avisó temprano que saldría de compras con su
mamá y que se llevaría a mis hijos, así que todo a mi favor para estar
de buena gana disfrutando del momento. La música era la adecuada,
el clima también se prestaba a tomar y fumar. Todo eso no me importó,
algo dentro de mi cabeza se rompió. Sé que ya llevaba muchos tragos
encima; quizás por eso la demencia se apoderó de la tarde.
Empecé a refunfuñar y después a repartir golpes. Primero le pro-
piné un par de puñetazos al dueño de la casa, Juan Carlos, quien hizo
una broma de mal gusto sobre la criada que le ayudaba en casa; el
colmo fue que era una señora de unos 50 años, de pelo chino y aga-
chadiza, a quien encontré muy parecida a Mabel, su rostro cansado,
la mirada perdida, no sé, eso me ofendió como si se lo hubiera dicho
directamente a mi madre.

♦ 253 ♦
Del Infierno al Cielo

—Marcelo, ¿qué te pasa, cabrón? Detente, no estás en tus cinco


sentidos. Reacciona – solicitaba de manera tajante.
—¡No, es que no es justo que hagan eso! Ni se burlen así de esa
mujer y tú, tú también siguiéndole el jueguito a ese pendejo – asegu-
raba dándole otro trago a la cerveza que llevaba en la mano.
—¡Aquí es así! ¿Qué en Argentina no hacen bromas de este tipo?
Está jugando, queriéndose hacer el gracioso. Entiéndelo, güey. ¡No
es para que te pongas como loco! – solicitaba.
Nelson me sacó a empujones de la casa de su camarada.
—Ya me largo. No te apures, hijo de puta. Ni quién te necesite, ni
a ti ni a tus pinches amigos de mierda – estaba furioso, esta faceta de
Marcelo era totalmente desconocida para Nelson.
Empecé a caminar. No tenía ni idea de qué camino debía tomar;
nuevamente el sentido de la ubicación me fallaba. Por un momento
quería llegar al riachuelo, junto al Mar de Plata o encontrar el caminito
que llevaba a la Bombonera, pero no, estaba en una transitada avenida,
con los gestos e instintos tardos.
—¡Mierda, ya basta! ¡Eso fue ayer! ¡Eso es historia! ¿Qué me
pasa? Soy hombre de grandes retos, ahora estoy aquí en México
grité con coraje.
Daba pasos lentamente, buscaba a mi alrededor referencias o re-
cuerdos para llegar a casa. Fue hasta que miré un logotipo en un ve-
hículo oficial cuando recordé el uniforme que usaba mi cuate el jardi-
nero, don Chuy, y con él ubiqué también a Mercedes, la de la tienda.
Ya tenía rumbo, ahí estaba El Parque Hundido y quedaba, según mis
cálculos, por la Avenida Insurgentes.
Dejé el bote vacío de cerveza en una jardinera. Lo hice por varias
recomendaciones de Nelson, ya que las patrullas capitalinas levantan
a quien esté ingiriendo bebidas embriagantes en las calles. Revisé mi
cartera. Tenía algo de plata de lo último que había cobrado, eso ya era
una ventaja. Si los pies no me alcanzaban, tomaría un taxi.
Sí, me funcionaron de maravilla, después de una hora y fracción por
fin llegué a la tienda de doña Mercedes. Le dio mucho gusto verme,
me abrazó y sin yo pedirle nada me abrió una bolsa de cacahuates;

♦ 254 ♦
Nos Cambiamos

creo que me vio la fiesta por dentro o mi aliento era muy evidente. Yo
seguía enojado por lo sucedido con Nelson y sus amigos.
—¿Qué te pasa? Tranquilo sugirió.
Con su voz me daba las pautas como una directora de orquesta.
Le pregunté por mi amigo Chuy, él sería una buena compañía en este
momento, alguien honesto, de buena ley, que me escuchara y no me
juzgara por mi estado, mi pasado o mis horrores.
—Oiga Mercedes, y don Chuy, ¿dónde anda? Sé que ya es un
poco tarde, pero ¿no sabe dónde puedo localizarlo?
—Pues si quieres le hablo a su casa; no vive muy lejos de aquí –
comentó de buena gana, y por su mirada creo que no le pareció muy
mala mi idea.
—Sí, gracias – dije.
Tal vez fue media hora la que lo esperé. Llegó sonriente y perfuma-
do; a lo mejor también venía enfiestado, pues le entró a los cacahuates
con el mismo entusiasmo que yo. Se le miraba satisfecho y bromeaba
acerca de todo.
—¿Qué te parece, Marcelo, si te invito unos tragos en un bar que
conozco? No te preocupes, no son muy careros. El que atiende es
amigo mío, le hago el jardín a una de las casas que tiene. En cuanto
a tomar quizás yo no te siga el ritmo, por mis años, aunque puedo
saludar a unas amigas que van seguido para allá. No traigo mucho
efectivo y si de plano aquello se pone muy bien, digo, el ambiente,
claro, aquí traigo este cheque que me pagaron ayer en las oficinas
del aseo público. ¿Cómo ves, te animas? – preguntó levantando un
poco la ceja izquierda.
—¡Vamos, con gusto conoceré ese lugar! – aseguré estrechando
su mano.
Agradecimos las atenciones a Mercedes y salimos rumbo a Insur-
gentes a pedir un taxi. Después de varios semáforos llegó un Tsuru
hasta donde estábamos parados y Chuy se encargó de darle las ins-
trucciones. El tipo al volante se presentó con nosotros, hasta nos ofre-
ció unos cigarros mentolados; su plática era amable. Les tuve que con-
tar a ambos lo que me había pasado en mi trabajo y con mi cuñado.

♦ 255 ♦
Del Infierno al Cielo

Fueron solidarios conmigo, no sabían toda la historia; solo les comenté


los puntos a mi favor y no los que tenía en mi contra.
La noche empezaba a recibir ráfagas de vientos fríos por las aveni-
das, las luces multicolores iluminaban nuestro paso por el centro de la
ciudad; pasamos junto a las antiguas oficinas de correos. La bandera
de México ondeaba en lo alto del Zócalo. Esta ciudad parecía siem-
pre estar llena de sueños y esperanzas, con sus característicos matices
nocturnales y sus calles tapizadas de historia. La ruta al bar nos llevó
por lugares de mala muerte, arrabales con seductoras mujeres en las
esquinas pretendiendo encontrar amor en una apestosa cartera o, me-
jor aún, a un romántico soñador que les ofreciera fe y esperanza en vez
de dinero. No sería yo quien les ofreciera ninguna de las dos cosas que
esperaban de un hombre; amaba a mi mujer a pesar de todo, de los
últimos desatinos matrimoniales, deben ser parte del ajuste que tiene
uno. Mis padres también pasaron por esos momentos y seguían juntos.
—Compadre, bájale a la velocidad. Da vuelta ahí en la esquina, re-
cuerda que vamos al bar que está aquí adelante – solicitó don Chuy al
conductor del taxi, un tipo de gorra negra, pelo canoso y con una vis-
tosa cicatriz en su pómulo derecho, más o menos de su misma edad.
—Está bien. ¿Los puedo dejar en la otra esquina? Porque tengo
que ir a cargar gasolina y no me puedo regresar sobre esta calle –
preguntó Martín, así se llamaba el chofer.
—Sí, está bien. Ahí déjanos, no pasa nada – contesté como si su-
piera donde andaba.
“Debería llamar a Sandra para que no se preocupara. Debería evi-
tar cualquier incidente y más con lo que acaba de pasar con su herma-
nito, eso seguramente complicaría mi estancia en el departamento”,
recapacitaba.
El auto hizo la parada donde nos había comentado. Otras dos per-
sonas llegaron a solicitar el servicio así que cedimos el vehículo a los
nuevos pasajeros. Uno de los que subió tenía acento extranjero, quizás
chileno o boliviano, no estoy seguro de dónde era en realidad. Le di un
par de billetes que tenía para pagar el viaje. Noté que el chofer estaba
batallando para contar e identificar las monedas; abrió el cenicero y

♦ 256 ♦
Nos Cambiamos

entre más de 38 piezas por fin localizó los últimos cinco pesos de mi
cambio.
“Esto no me hubiera pasado en Buenos Aires, allá utilizan todos los
transportistas, colectivos y taxis los monederos, mientras que aquí es
un desmadre”, pensé y me reí silenciosamente de la situación.
—¡Vamos! Chuy esbozaba una misteriosa sonrisa, seguramente
provocada por la idea de encontrar a sus féminas.
—¡Pues es que este cuate no encontraba el cambio! ¿Qué aquí no
usan los monederos?
—No sé de qué me hablas. Mira quién va estar en el show: ¡Mar-
cela! Está bien buena esa chamacona, ahorita la ves – subrayó pei-
nándose los diecisiete o dieciocho pelos que aún vivían en su cabeza.
—¡Ese es mi compadre! Es más, yo invito la primera ronda. No
quiero que cambies ese cheque, guárdalo mejor para tu casa. Esta
noche no creo que lo vayas a necesitar.
—Marcelo, por lo de tu trabajo no te lo puedo asegurar. Yo bus-
caré la manera de ayudarte, sé cómo, tengo unos amigos influyen-
tes ahí donde me ves. Nunca les he pedido nada, ya es tiempo que
lo haga. ¡Me vale madre lo que me diga mi vieja! con sus palabras
me inyectaba el ánimo necesario para sobrevivir por lo menos unas
cuantas horas más.
Atravesamos unos cuantos locales comerciales, una peluquería y un
estanquillo de tacos y llegamos por fin a un viejo bar llamado Mi Can-
tina, un lugar folclórico como pocos, con descoloridas luces de neón
enmarcando su nombre. Su interior estaba lleno de oscuros rincones;
Chuy me comentó que muchos locos bajo el efecto del alcohol o de algo
peor intentaban hacer actos impúdicos. “No es mi caso, Marcelo, yo no
le hago a eso”, señaló bajo sus cejas despeinadas.
La música era un viaje desgarrador, lleno de historias de traición,
desengaño e intenso dolor. Sus viejos sillones de los años setenta, con
parches multicolores, eran sello único de su comodidad.
Recorrimos el local, contaba con toda clase de sitios extraños y ma-
lolientes; cada uno tiene alguna historia, leyenda o chisme de cantina,
tanto así que hasta nombre les pusimos. El bar era el punto de negocios

♦ 257 ♦
Del Infierno al Cielo

de toda clase de borrachos, ebrios finos y malandrines, dos o tres men-


digos y una que otra prostituta; la verdad es que casi todas han de ser
sustitutas, porque están bastante feas, la mayoría.
—Aunque el principal atractivo que tiene este barecito, confirma-
do en el último censo que realizamos mi compadre Pedro Jiménez y
tu servidor, la humilde clientela opinó que es porque sirven las más
ricas botanas de la ciudad, y gratis – dijo Chuy.
Cambió su postura. De forma inesperada sacó un peine de su bolsi-
llo trasero para alaciarse nuevamente los pocos pelos de su cabeza, se
mojó un poco los dedos con saliva y enderezó sus cejas.
—Bueno, ¿nos mamamos una de López Portillo? preguntó.
—¿Y eso es nuevo, está de moda o qué? ¿López Portillo? ¿Qué
chingados tiene que ver ese cabrón en todo nuestro festejo? pregun-
té levantando la quijada.
—Sí, hombre, que si nos tomamos ¡una de brandy Presidente! – señaló
poco antes de que ambos soltáramos una sonora carcajada, hasta que una
voz ronca como de ultratumba interrumpió nuestra fiesta infantil; yo no
le entendí mucho a su chiste, sin embargo, me sumé al desmadre.
El sonido inconfundible de un mariachi se escuchaba en el fondo
del salón; un viejo tocadiscos iluminaba un par de mesas con luces
verdes y azules.
—¿Lo de costumbre, señor González? le preguntó directamente a
Chuy un distinguido mesero a quien le colgaba en una placa circular
el nombre de Alfonso.
—¡Sí, Ponchito! Ese tequila, tú ya sabes, primero derechos y lue-
go como quieras – aseguró Chuy, que por cierto ni sabía que se
apellidaba González.
—¡Así se hará! respondió muy solemnemente . Cuenten con su
ronda de botana, cortesía de la casa. Hoy tenemos tostadas de ce-
viche, charalitos de Chapala y tostadas de pata comentó de forma
malhumorada Poncho, antes de retirarse.
—Marcelo, ahí como lo ves de enojón y mal encarado, ya son mu-
chos años que lleva aquí, es toda una institución. Bueno, es más que
eso, es toda una tradición en Mi Cantina.

♦ 258 ♦
Nos Cambiamos

—Vaya, pues sí es gente responsable – aseguré


—Y sí que tiene razones para ser así, trabaja por las mañanas en
una fonda muy concurrida por el Mercado de Jesús y en las noches
se jode el lomo en el bar. Es padre de cinco hijos, su mujer, según
Nicolás Juárez, el cantinero, plancha y lava ajeno pa’ que alcance. ¡Él
nos puede ayudar a conseguirte chamba, Marcelo! Conoce a mucha
gente también – indicó sonriente.
“En su arrugada cara se dibujan las desveladas, el aguante y las
acostumbradas crisis sexenales de todo el pueblo mexicano”, pensé.
—¡Bueno, hasta el fondo que el mundo se va acabar! chocamos
las copas con un poco de elegancia.
—Oye, oye, ni que fuera ese méndigo empleo el último en todo Mé-
xico. Ya verás cómo la suerte te sonríe; debes de tener dinero en el banco
o allá en tu tierra – aseguraba con desdén el amigo de profundas canas.
—¡Gracias, don Chuy, no saque cuentas! Le apuesto lo que quiera
a que su resultado va ser muy diferente al mío.
—¡Cómo! preguntó con grandes ojos.
—Hasta el fondo, pues, y que la suerte no solo me sonría, que me
haga el amor la muy desgraciada. Siempre me ha tenido tan olvida-
do, durante muchos años la he visto dura.
No solo fue una botella de Brandy, también se le sumó el delicioso
veneno mexicano, una botella de tequila muy estilizada de una marca
mundialmente desconocida, aunque por lo que decía la etiqueta fue
elaborado a la antigua usanza. Como solía decir mi abuelo Fausto: “an-
tes, hijo, todo era mejor, los coches, los vinos y las mujeres”.
Mi estado de ánimo parecía estar en una descomunal montaña rusa,
era un desmadre de emociones. Pasaba de pronto de sentir una felici-
dad incontrolable a ser el hombre más infeliz del mundo. Las copas y
este viejito cabrón fueron dándome poco a poco el valor para poder
llegar a casa, prestada, por cierto.
—¡Pinche Nelson! grité por instinto ¿De dónde diablos voy a sa-
car plata ahora? De seguro me tendré que cambiar a otro lado, y ¿a
dónde más? ¡Mabel y Manolo se van a infartar! Vaya en la que estoy
metido – señalaba dándole otro trago a la bebida.

♦ 259 ♦
Del Infierno al Cielo

—¡No, hombre! No te preocupes – contestó . Mira, canijo, con tal


de que no aguantes a tu suegra y tu cuñado, te ofrezco la casa. Sí, sí,
ahí se van a la casa. No es un palacio, pero se vive muy bien. Es una
colonia sencilla, atrás de Tepito, ahí les hacemos un huequito.
Me explicó cauteloso que tenía un cuarto vacío “porque con eso de
que Diosito no le ha permitido que tenga hijos”. Me comentó también
que por fin alguien de su entera confianza ocupará, según sus propias
palabras, “esa triste y desolada habitación”, y no las pinches visitas
que le enjareta su vieja de vez en cuando.
—¡Nomás, eso sí! –recalcó . ¡Habrá reglas! Ni creas que tu querida
Virginia y su amante o compinche, el tal Leopoldo, van a ser bien
recibidos. Y si Sandra se quiere pasar de cabrona contigo, mi mujer
seguramente la pondrá en su lugar, Marcelo.
—¡Chuy, no seas güey, la suegra no me visita a mí! rezongué con
voz bastante alcohólica ¡Visita a su hija y a sus nietos, a mí no me
soporta! ¡No me visita!
Se me quedó mirando extrañado. Los mariachis callaron al fondo
del bar; ahora empezó una canción de salsa o cumbia.
—Bueno, eso sí – contestó sonriendo de patilla a patilla.
—¡Ok! Además, ya estás pedo, Chuy. Primero que nada tu vieja
nos manda a la chingada si le llegamos mis hijos, mi vieja y yo a
dormir. Cállate, no sabes lo que dices. Huequito en el cerebro es lo
que te está ocasionando este maldito tequila barato. ¡Oye, además
no hables mal de la princesita frustrada! ¡Solo yo puedo hablar mal
de ella! ¿Me escuchaste, puto?
—¡Cálmate, mi Brujita! ¡Ahora sí muy puercoespín! contestó es-
condiendo su coraje . No te me alebrestes. Oye, yo me imagino cómo
debe ser tu señora, no te preocupes. Mientras haya amor, ¡todo se
puede solucionar!
—Mira, compadre, mi Sandra tiene aspiraciones. Eso es bueno,
¿o no? reclamé.
—¡Sí, cabrón, ni tú eres el Rey Hussein ni ella es Lady Di! Las aspi-
raciones tienen que ir de acuerdo con sus posibilidades. Mira, escúcha-
me. Si tienes un vochito 70, estás baboso si aspiras a un Marquis 95.

♦ 260 ♦
Nos Cambiamos

Debes aspirar a tener un vocho 75 o una caribe 80, algo por ahí,
¿no crees?
Contestó, clavando sus ojos en mi frente.
—Si quieres oír mentiras, tal como los desgraciados políticos de
este país, que se la pasan prometiendo y prometiendo, parecen mu-
jeres enamoradas, las que todo te prometen, te prometo que te voy
a querer mucho, te prometo que no me importa dónde vivamos, te
pro meto que con lo que me des me sabré administrar, te prometo
que me encantan los frijoles… Pendejo uno que les cree. Bueno, qué
te parecería algo así como, el país está cambiando, la crisis ya fue su-
perada, el blindaje económico es una estrategia mundial, el dedazo
murió, las elecciones reflejan la voluntad del pueblo, yo te la suelto,
ahí te va – gesticula su demacrado rostro, después tose un poco para
preparar su garganta para comentar con voz de locutor de radio ro-
mántica. Tu vieja es la mejor del mundo y sus vuelos de grandeza
ya cada vez son menos frecuentes. ¿Cómo se oye? Hueco, ¿verdad?
—¡Así es! contesté tristemente.
—¡Ya ves! No necesitas oír esas babosadas, cada cual sabe lo que
tiene en su casa y es su bronca arreglarlo. La ropa sucia se lava en casa.
—¡Mira, compadre! respondí. ¡Mi Sandra sí es una reina, cabrón!
levanté la mano y besé nuestro singular anillo de matrimonio, que
tan orgulloso he portado en la mano.
—¿Ah, sí? hizo una mueca mostrando incredulidad.
—¡Sí! ¿Y sabes por qué? – pregunté sosteniendo su brazo derecho.
—Pues la neta no, ¿por qué? – dijo nervioso.
—Porque me ha dado dos príncipes como hijos, mi Melina y mi
Kenan, los mejores del mundo. Ellos son todo para mí, los quiero un
chingo, compadre. Tú bien que lo sabes, son mi fuerza, mi tesoro, un
invaluable tesoro, ¿verdad? sin darme cuenta un par de lágrimas
empezaron a asomarse miedosas entre mis ojos; solo con mencionar-
los, recordar un poco de su corta vida a mi lado, desde su singular
llegada, sus primeros pasos, me hacían vibrar de emoción.
—¡Vamos, pinche Marcelo! interrumpió el lamento. No llore, licen-
ciado, va a ver que les va a dar puras satisfacciones de aquí pa delante.

♦ 261 ♦
Del Infierno al Cielo

En eso estábamos cuando alguien nos distrajo del caldeado alegato,


un señor como de 46 años, con el saco y la corbata por ningún lado.
Se fue a sentar a lo que habíamos bautizado esa noche como el rincón
de los engañados, abandonados y otros tantos calificativos; lloraba y
tomaba sin control. Chuy volteó a verme, levantó sus cejas y soltó una
fuerte carcajada.
—¡Ve nomás a ese pobre pendejo! Como si el alcohol le fuera a
regresar a su vieja.
Ambos reímos por unos momentos; ese lugar para el cantinero era
siempre objeto de chistes burlones y críticas. Yo recapacité la situación
delante de las botellas.
—¡Sí, pendejo! Veme a mí, como si el alcohol me fuera a regresar
la chamba. Cállate mejor reclamé agachando la cabeza.
Las horas se fueron en segundos, entre canciones y sin razones. Ya
como a las 3:30 de la mañana se acercó el mesero; me imagino que
cualquiera lo hubiera hecho, al ver que nuestras cabezas reposaban en
nuestra oxidada mesa desde hacía media hora, entre vasos, cacahuates
y cenizas.
—¿Le traigo su cuenta, señor González? preguntó con voz suave.
En cuanto levanté la cabeza, lo hice con muchos trabajos. Primero
logré abrir el ojo izquierdo, estiré los brazos en todo lo alto. El lugar
de hecho no tenía hora para cerrar, aunque parecía estarlo; ya no ha-
bía clientela, excepto nosotros. En el lugar se veía una espesa nube
de humo, de todos los pinches hediondos cigarros que invariablemen-
te prenden los viciosos, ociosos en el lugar, sedientos según ellos de
tranquilidad. No circulaba mucho aire ahí adentro, así que los que no
fumamos, de todas formas fumábamos. Una afanadora limpiaba las
otras mesas y el administrador sacaba sus eternas cuentas, rodeado de
papelitos ilegibles.
—¡Sí, cabrón! ¿No ves que te estamos esperando? grité en tono
agresivo. ¡Ándale! ¿Qué no quieres propina? ¡Trabaja o hago que te
corran! levanté las manos amenazantes. Estaba irritado, sentía la in-
comodidad de la lejanía, la falta de tantas cosas que estaban arraiga-
das en mi cabeza y en mi piel, la música, la carne, mi vino blanco en

♦ 262 ♦
Nos Cambiamos

Dama Juana, ese recipiente enorme de cinco litros que mezclábamos


con tantas cosas.
Dónde fue a parar mi hombría ante un pobre hombre de 60 años,
desvelado, harto de aguantar idiotas como yo, a quien el mundo se le
vino encima, a puñales aventados o a prostitutas feas. “¡Qué hombre
soy!”, lamenté.
Había llegado la hora de irnos, le llamé a Poncho; mientras le paga-
ba busqué su cara para otorgarle una disculpa muy sincera por la pen-
deja actitud de prepotencia que tuve, y que tanto he odiado en otras
personas.
—¡Oye, Ponchito, perdóname por lo de hace rato! No quise ofen-
derte. Entre que ando pedo y medio enojado, imagínate, no sabes
por la que estoy pasando aseguré , es una larga historia que no sa-
bría por dónde comenzar, no sé si me entiendas.
—No se preocupe, todos caen aquí por algo similar o peor que lo
suyo. Le acepto las disculpas y ojalá que todo salga bien por su casa.
Cual gran caballero, con su guante blanco y todo, abofetea descara-
damente mi rostro; eso y más merezco, por güey. De dos palmadas en
la espalda, intenté levantar a mi compañero de borrachera.
—¡Bueno, don Jesús González, vámonos al frente de batalla! ¡A la
carga! cual grito de guerra digno del mejor revolucionario, salió de
mi garganta.
—¿Cómo… ya nos… vamos? arrastrando su lengua, entre el te-
quila y sus cuerdas vocales, preguntó.
—Sí, ¿qué no me oíste? ¡Vámonos!
Todavía nos faltaba un objetivo por cumplir, salir a la calle y pedir
otro taxi. Caminábamos a tumbos, apoyándonos uno al otro; primero
las ganas, después el orgullo. Ya teníamos práctica por otras tantas
ocasiones similares que habíamos pasado juntos. Mientras que inten-
tábamos llegar al auto, trataba de decirme.
—Mira, canijo, pon atención. Te voy a dar un gran consejo: vas
a entrar a tu casa como si nada, haz ruido, no importa. Llegas a tu
cuarto, con mucha seguridad, no demuestres flaqueza, agárrala dor-
midita o media dormida y ¡zas!, dale para sus chicles. Si te llega a

♦ 263 ♦
Del Infierno al Cielo

preguntar de dónde vienes, ahí, ahí es cuando sin darle oportuni-


dad de quitarse las lagañas de los ojos, le das toda la explicación
con pelos y señas. Suéltate, háblale de ovnis, de la corrupción, los
tortibonos, del internet, etcétera, y si mañana te cuestiona qué pasa,
por qué no te vas a trabajar, le aseguras que anoche se lo explicaste
detenidamente, ja, ja, ja rió ebriamente –. Sí, hazle así, cabrón, yo
sé lo que te digo. Esa es la táctica que yo empleo, si vieras qué bien
funciona, hace maravillas con la chaparra. Es más, después de que
le digo tantas pendejadas como que se excita y hacemos el amor.
Bueno, la neta ella me lo hace a mí.
—¡Cállate! Se nota que no conoces a la mía, capaz que primero me
manda a bañar para que se me baje y enseguida me pedirá que se
lo explique con peras y manzanas. Mira, Chuy lo tomé del hombro
asegurándole , la cosa es calmada, mañana será el día en que juntos
al amanecer y al sentir nuestros cuerpos, con esa paz que nos da
nuestro cariño, podamos afrontar la situación con calma, con una
nueva visión hacia el futuro. No me cabe la menor pinche duda que
así será.
Sigiloso y silencioso, como si fuera un ladrón, entré al conjunto de
departamentos. Subí lentamente las escaleras contando los pasos como
si me los fueran a robar; iba tan callado como podía. Estuve quince
minutos batallando para abrir la puerta porque resulta que la méndiga
chapa tenía maña. Cuando anda uno en sus cinco sentidos no tienes
problemas para saber qué hacer; ya con varios alcoholes en mi sangre
pues se complicaba encontrar la maldita combinación de movimientos.
Finalmente no sé cómo lo logré. Observé primero que no hubiera na-
die en la incómoda sala, porque varias veces tuve la sorpresa de ver a
Leopoldo o a Lorenzo dormidos ahí, por separado, claro.
Lo primero que quería hacer era enfilarme al baño como una bola
de boliche, después en dirección de mis hijos; tanto Melina como Ke-
nan eran dignos representantes de la paz mundial cuando duermen e
hijos de su madre revolucionaria cuando despiertan. Después de esa
primera escala, dirigí los cinco pasos restantes a nuestra cama, nuestro
nidito de amor. Todo tranquilo a mi alrededor; por fortuna no tenemos

♦ 264 ♦
Nos Cambiamos

perro ni perico alguno, si no, ya hubieran puesto en alarma a la Lady


Di de La Boca.
El enemigo yace dormido o simula su feroz ataque. Caminé con
tranquilidad rumbo al lado que me corresponde de la cama, me re-
tiré con cuidado los zapatos, después la camisa, todo lo que a estas
horas ya no debería estar sobre de mi cuerpo. También me di tiempo
de observar a través de la ventana que en la calle unos solitarios pe-
rros merodeaban hambrientos los botes de basura, ladraban buscando
atención, buscando compañía.

♦ 265 ♦
SEGUNDO “ROUND”

R eflexionaba en mi embriaguez cuántas cosas había perdido este


día. No solo el empleo, eran muchas otras pequeñas cosas que
te da el trabajo, la libertad de enfrentar cualquier problema, el gusto
de darte un gusto, algo de seguridad y sobre todo ayudar a pagar las
asfixiantes deudas, pañales, medicinas, comida.
De aquí en adelante, hasta que encuentre otro trabajo me van a qui-
tar el sueño. Mi lado de la cama es solo un pinche huequito que me
deja para dormir. Mientras yo miraba la luna, mi vieja, bajo un manto
de misterio, cautelosa, observaba el panorama, hasta la forma de an-
dar, el estado de ánimo de su enemigo y después de eso, ¡zas!, ¡ataca!
—¿Qué horas son éstas de llegar? ¿Dónde andabas? gritó con
imponente voz ¡Ni parece que mañana trabajas!
—“Mmm… si supieras que ya no tengo trabajo “, pensaba en
mi interior.
—¡Báñate, hueles mal, a bar de quinta! De seguro te fuiste a bus-
car un bar con Nelson donde ahogaran sus penas; ahora ya es como
tu inseparable compadre. Tú y mi hermano me tienen harta con sus
fiestecitas; me tienes harta con tus escapadas, tus parrandas. ¿Pues
qué festejan? seguía reclamando.
—Sandra, no grites, vas a despertar a los niños, ya ni la amuelas –
susurré anteponiendo mi dedo índice en medio de la boca.
—¡Sí, sí! Primero contéstame. ¿Dónde andabas?
—Es que… recuerdas… mira, perdóname, no te pude hablar,
mejor mañana te lo platico todo, estoy muerto y de verdad no quie-
ro discutir, me siento ya sabes, lo de siempre. ¡Me voy a la sala,
ya cálmate! – hice un esfuerzo sobrehumano para no contestarle

♦ 267 ♦
Del Infierno al Cielo

de manera agresiva y tajante; a veces los puños querían golpearla,


nunca los dejé hacerlo, prefería que ella me insultara a ponerle una
mano o dos encima.
—¡Sí, me parece perfecto! ¡Antes báñate!, si no vas a ensuciar las
sábanas y las acabo de recoger de la lavandería. Y con eso que me
tienes con el gasto muy apretado, no querrás que me gaste otro tanto
para que la laven otra vez recalcó.
—Su mirada, cual látigo en todo lo alto, me instó a salir de la ha-
bitación. Yo por mi parte, comprendí su molestia; ella por desgracia
no se imaginaba la mía.
Tomé las cosas con calma y reflexioné; aquella teoría de los cuerpos
juntos al amanecer como lo había yo previsto, sentir esa paz, no se
daría en esta ocasión y menos lo de esa nueva visión de mi vida. Ni
madres. A partir de ese momento, era un simple desempleado más,
solo parte de un porcentaje nacional, la ayuda para formar otro pinche
cero en las malditas estadísticas de este país.
—¡Bueno! Buenas noches, que descanses – sonó un poco sarcásti-
co, pero no se me ocurrió ninguna otra cosa que decirle, ni mi cabeza
daba para algo más complicado.
Cerré la puerta para dirigirme a la pinche sala, ese refugio de gue-
rra, la trinchera del desamor. Ya había dormido en otra ocasión en el
sillón. Era de buen tamaño, los muebles sumamente incómodos para
realmente descansar, pero tenía cerca el baño, al cual acudí de inme-
diato. Intenté lavarme la cara, sin embargo, lo que conseguí fue de-
volver toda la botana que me dieron en el bar; mi estómago no estaba
acostumbrado a tantas mezclas de sabores, así que, sin pedirle permi-
so al azulejo, hice mi descarga voluntaria, pues las náuseas me tenían
mareado; preferí meterme el dedo a la garganta y esperar esa desagra-
dable reacción de defensa del cuerpo y regresar patas, ceviche, todo al
inodoro. Cuando terminé me lavé los dientes y la lengua con cuidado.
Abrí la boca, saqué un poco la lengua y tallé con fuerza; puse un poco
de pasta de dientes directamente en mis encías para quitarme ese sa-
bor tan escatológico.
En la sala tenían colgados algunos de mis diplomas, recuerdos de

♦ 268 ♦
Segundo Round

viajes y varias fotos enmarcadas en rústicos marcos de madera. En-


tre las motos y el futbol americano, tenían una muy especial, la que
constantemente me recordaba cuan bella era Sandra, con su pelo largo,
una cálida y tierna sonrisa, sus expresivos ojos, su refinada nariz, lu-
cía radiante, inspiradora. Pudiera afirmar que por esa foto, la que me
regaló en los primeros días de nuestro romance, me enamoré como un
chiquillo, y ahora todo estaba tan mal.
En la orilla de la mesa de servicio estaba nuestra foto de bodas. Ha-
bía perdido todo su brillo, tal vez nunca lo tuvo. Ahora era opaca, casi
en sepia; ella aparentaba muy bien su inocencia bajo el manto de sus
ilusiones, yo me miraba mal, sonreía, pero el alcohol acumulado se me
notaba en mi postura, en mi piel.
Leopoldo se apareció una mañana con su porte elegante y su mi-
rada profunda. Supo por boca de Virginia que me había quedado sin
trabajo, así que venía a ofrecerme un negocio. Yo ni idea tenía de lo
que hacía ni a qué se dedicaba, no preguntaba cosas incómodas porque
seguramente él no me las respondería.
—Así que te quedaste sin chamba, boludo. ¿Y ahora?
—Sí, se complicaron las cosas. Llegué pedo dos veces y pues se
pusieron los moños con los horarios y las actas administrativas – se-
ñalé enfadado.
—Pues traigo ganas como de playa, ¿cómo ves? Me pasaron un
consejo, un primo de Ixtapa, y creo que tú eres el ideal para eso –
aseguró dándole un largo trago a la cerveza que llevaba en la mano.
—Pues, ¿de qué se trata? – comenté nervioso.
—Tú no preguntes. Agarra algunas cosas y vámonos.
No le di muchas explicaciones a Sandra; tomé algunas playeras y
shorts, un par de tenis, los únicos que tenía, y nos fuimos en su auto a
buscar negocios a Ixtapa, Zihuatanejo. Ese día buscamos una camione-
ta del año; la necesitábamos para hacer todo lo planeado. La compró
sin usar ningún tipo de crédito; firmó unos cheques, llamaron al banco,
todo correcto, y salimos con el vehículo de la agencia. Tomamos hacia
Avenida Revolución y en uno de los departamentos que alquilaba de-
jamos el otro auto que manejaba.

♦ 269 ♦
Del Infierno al Cielo

—¡Es que este allá no nos sirve! Por la piel y la salinidad se va a


joder. Con la camioneta la hacemos – aseguraba.
—Si tú lo dices, boludo.
—¡Dale, vamos por las motos! – dijo.
—¿Motos? ¿Qué motos?
—Tu písale. En Ixtapa verás qué buen business vamos a hacer.
Relájate, vienes conmigo – señaló muy orgulloso destapando otra
cerveza Corona.
Llegamos a Zihuatanejo primero y compramos tres motos acuáti-
cas, dos casi nuevas y una de media vida según el viejo lobo de mar
que nos las vendió. De ahí a Ixtapa a buscar a su primo. Acomodamos
las motos en la playa, saludamos a unos disque oficiales de la Marina,
les dio un billete por debajo de la mano, junto con unos papeles que
demostraban la procedencia de los vehículos marítimos, y todos nos
dimos la mano. Los gendarmes eran prietos y chaparros, de cabeza
grande y sonrisa blanca; su tonada al hablar era algo cómica, como
queriendo bailar.
La vista era espectacular, el cielo se perdía en el horizonte, la arena
estaba limpia y el sol rociaba de cristales el mar. Respiré profundo,
muchos años habían pasado desde la última vez que toqué una plata,
muchos, desde Montevideo quizás.
Antonio era el primo de Leopoldo, daba clases de surf en una playa
que se conocía como Rossy. Había un hotel muy cerca de donde tra-
bajaba, con bares y palapas. Toño era una botana, resultaba divertido
verlo trabajar con los gringos y los europeos. Les daba unos agarrones
a las mujeres, bueno, y ellas fascinadas, aunque algunas sí le reventa-
ron el hocico, pero después, con las coronas y las motos, todos arreglá-
bamos el problema.
Duramos varios meses allá. Las rentas eran en dólares; contábamos
el dinero y nos lo repartíamos casi en partes iguales. Yo me lo gastaba
en tragos y droga, Leopoldo también.
Con el paso de los días nos fuimos relajando de más; ya nos des-
pertábamos tarde muy crudos. La moto de media vida no duró ni un
tercio de nada, todo lo tomábamos a broma y yo no me daba cuenta

♦ 270 ♦
Segundo Round

de nada a mi alrededor, ni de mis hijos, ni de las cuentas. A mí que me


hablaran de tragos y de drogas, lo demás me valía madre.
Más adelante tuvimos algunas broncas allá con la gente local y me-
jor decidimos regresarnos. Cuando veníamos a la ciudad de México, el
sol me pegaba de frente. Nos detuvimos a comprar unos tragos y cerca
de donde paramos había una iglesia, había movimiento de creyentes,
se veía muy bonito, arreglado con recortes de papel a colores y flores.
—Ahorita vengo – le comenté a Leopoldo indicándole que iba a
la iglesia.
No había sido muy creyente en mi vida. Me metieron a Dios a fuer-
zas, en la primera comunión, por estar en los Boy Scouts. Me casé por la
iglesia, sí, pero no iba a misa los domingos. Creía en Dios y ahora, al es-
tar en México, tuve algunos acercamientos con la Virgen de Guadalupe.
Entré al recinto sagrado, caminé unas ocho bancas, me puse de ro-
dillas frente al altar y agaché mi cabeza. “ Virgen, sé que me estás es-
cuchando. Por favor, ayúdame a dejar de chupar. Tú has visto los es-
fuerzos. Sólo no puedo, de verdad necesito de tu apoyo. ¡Gracias!” Eso
fue todo. Me persigné y regresé con Leopoldo, que ya tenía unas veinte
cervezas en el piso delantero de la camioneta. No me preguntó nada,
solo me pegó en el hombro como diciendo “bien, muchacho”, después
arrancó con rumbo al Distrito Federal. Tiempo después me enteré que el
primo se quedó con las motos y se las pagaría poco a poco a Leopoldo.
—Estuvo chingón, ¿no? – me preguntó unos días después Leopoldo.
—¡Sí! ¡poca madre, pelotudo! ¡Qué maravilla de playa, eh! – co-
menté con una sonrisa enorme.
—Habrá que regresar un día de vacaciones – soltó una sonora
carcajada, pues el tiempo que estuvimos allá prácticamente fueron,
para él, unas vacaciones.
Los meses siguientes todo siguió empeorando: las peleas, los celos,
las quejas en mi contra y las malas caras de todos; ya ni siquiera salía
con Nelson ni sus cuates después de la última pelea que tuve en la casa
de su camarada. El trago y la droga me consumían día tras día y para
colmo empecé a encontrar ropa nueva de Sandra; al parecer alguien la
estaba pretendiendo en el trabajo.

♦ 271 ♦
Del Infierno al Cielo

—¿Y esto de quién es? ¿Te lo regaló tu patrón? – pregunté suma-


mente encabronado.
—Algunas me las dieron en el trabajo y otras yo las compré con
mi dinero, Marcelo. Cálmate – solicitaba angustiada.
—Sí, ¿y esto de acá también? – recalqué con mi mirada.
—No me estés gritando así. Esta no es tu casa para que lo hagas.
No tienes el derecho, aquí no.
Más temprano había juntado varias prendas y collares en la mesa
del comedor, y aproveché que estábamos solos para saber qué estaba
sucediendo. También había bebido ese día, festejando que don Chuy
me había comentado de la posibilidad de un trabajo mejor pagado que
el anterior, así que la sangre la traía caliente por muchas razones, cier-
tas ausencias, deslices. Uno no es tonto, se hace, aunque también tenía
mis límites y hoy era un día perfecto para aclarar todo. El reloj marcaba
las 6:30 de la tarde.
—¡No mientas, Chola, ya basta!
—¡Estás como loco! ¿Qué te pasa? – argumentaba nerviosa, ta-
pándose la boca, como sosteniendo un grito.
Fui a abrir la ventana que daba a la calle; un aire helado me pegó en
la cara, pero no fue suficiente para enfriarme el coraje ni la frustración
acumulada. Fui hasta la mesa decidido a cualquier cosa. Una parte de
mi ser intentaba detenerme, sin embargo, sus esfuerzos eran inútiles,
el tren ya estaba encarrilado y con la palanca indicando máxima velo-
cidad. Mi alma sollozaba desconsolada porque sabía el resultado de
todo ese enojo, esa ira.
—¿A quién quieres engañar? ¡No ganas tanto para comprarte
todo esto! No me chingues cabrona.
Sus manos pequeñas taparon sus oídos, quería evitar a toda costa
escuchar mis amenazas, mis celos y acusaciones. Los ojos se le llena-
ron de brillosos diamantes en forma de gotas, agudos y dolorosos que
brotaron sin freno.
—Mira, voy a arrojar todo esto a la calle si no me dices la verdad
en este momento. ¿Crees que no me doy cuenta de tus charlas y
secretos con tu pinche madre? ¡Habla de frente, búrlate sin secretos!

♦ 272 ♦
Segundo Round

—¡No! ¿Cómo crees, Marcelo? – estaba asustada, nunca la había


visto así, ni siquiera cuando nos venían persiguiendo por el barrio
de la Avellaneda las patrullas y helicópteros, muy cerca de La Boca.
Tomé un vestido, el más lujoso, y el puto pantalón blanco que in-
cendió mis celos, y así, sin meter freno o excusas mentales, los arrojé
a la calle. Me valió madre si le caía a un inocente transeúnte. “Al cabo
no le iba a romper la cabeza y hasta quizás le gustarían los modelitos
“, comentó mi ego de manera irónica e insensible.
Me disponía a tomar más cosas sobre la mesa para hacer exacta-
mente lo mismo. Sandra no lograba unir dos palabras, ni siquiera para
ofenderme. Estaba parada ahí como niña regañada. Cuando escuché
los ruidos raros que hacía la maldita chapa y sus mañas. Era mi suegra
quien llegaba de la calle; por su peinado era probable que viniera del
salón de belleza.
—Buenas tard… ¿Qué pasó mi niña por qué lloras así? – cuestio-
nó al ver de frente la dantesca escena, donde la Bruja amenazaba a
su princesa.
—Mamá, Marcelo está como loco, tirando las cosas que compré
por la ventana – súbitamente la mente le dio oportunidad para dar la
explicación exacta de lo que estaba sucediendo, claro, con las reser-
vas de ley por aquello de que ella las había comprado.
—¡No puede ser! Desgraciado, ¿qué te pasa? ¿crees que puedes
venir a esta casa y hacer lo que tú quieras?
—Sí, sí puedo, y lo estoy haciendo. Así que cállese, señora.
De una manera poco razonada Virginia caminó hasta donde yo
estaba parado para intentar arrebatarme lo que tenía en mi mano iz-
quierda. Se lo permití; ella seguramente creyó que podía domar a la
bestia. Ahí fue cuando también, sin pensar, me levantó la mano que-
riendo darme una cachetada; ese intento de agresión fue un muy buen
pretexto para enseñarle quién era la Bruja del barrio La Boca, barrio
bravo de Buenos Aires, Argentina.
Le detuve el golpe con la fuerza de mi mano derecha. Al ver sus ojos
comprendí su temor. Sabía que había cometido una estupidez. Sentí
su pulso acelerado, el coraje que sentía frenaba sus ganas de llorar;

♦ 273 ♦
Del Infierno al Cielo

una gota de sudor atravesó su rostro, abrió paso sobre lo pesado y ab-
surdo de su inútil maquillaje.
—No señora, eso no está bien. ¿Cree que por estar en su casa me
puede golpear y ofender? – subrayé molesto.
—¿Cómo te atre-
ves a tratarme así? ¿Te has vuelto más loco de lo que ya estabas o
qué? Suéltame la mano, desgraciado. ¡Deja que se enteren Nelson y
Leopoldo de esto!
—¿Leopoldo? Y ¿por qué no me dice Fernando, su marido? ¿O es
más fuerte su amante?
—Desgraciado, hijo de puta, ¿cómo mencionas a mi marido?
¿Qué derecho tienes a hablar de mi vida?
—¡Cierre la maldita boca puta! Ya veo de dónde sacó la Chola sus
modos. Seguramente su madre también era igual que usted. ¡Tres
generaciones de perras descocadas! – mi voz retumbaba en las pare-
des del departamento, quizás hasta se sacudieron un poco los cua-
dros y recuerdos que tenían colgados en la pared de la sala.
Sandra finalmente gritó desesperada por encima de mi hombro,
llorando furiosa por todo lo que estaba sucediendo. Es la peor combi-
nación de una mujer, ahí murió la dulzura, la ternura, sus palabras a
modo, las caricias nocturnas; todo se iba a la mierda de manera irre-
mediable y tajante.
—¿Sabe qué, señora? A usted es a la que debería de arrojar por la
ventana. ¿Qué culpa tienen la ropa o los collares de la infidelidad de
mi mujer? Usted sí tiene la culpa de eso, de joderme y acusarme todo
el tiempo. Mejor le pongo punto final a esto, me vale madre que todo
se vaya a la chingada, ¿o cómo dicen aquí?
Así que la abracé con todas mis fuerzas y la llevé hasta el filo
de la ventana. Sus pies intentaban frenarme, aunque estaba bien
decidido y la droga me hacía imparable. Llegué a donde estaba. El
aire helado nuevamente quería enfriarme, aún así la levante más
del suelo. No pensaba en nada, la ira se había adueñado de mi vo-
luntad. Sentí los últimos esfuerzos de Virginia por evitar su caída;
no sé cómo me arañó la cara, como una gata en celo, y así defendió
su última voluntad.

♦ 274 ♦
Segundo Round

Hubo un minuto de silencio, como si las manecillas del reloj hubie-


ran detenido su paso y aquella gota de sudor quedara estacionada en
alguna de las líneas de expresión. Mis manos palparon el terror de mi
presa, fue entonces que reaccioné, un poco tardo, sin embargo, la puse
en el suelo y la liberé de entre mis brazos. Lo que empezó como un jue-
go estuvo a punto de convertirse en realidad. “ no podía permitírtelo,
ese no eres tú “, aseguraba la voz en mi mente.
—¡Loco, estás loco, flaco! – gritó Sandra nuevamente cerca de mi
espalda.
Virginia no hizo otra cosa más que llorar. Buscó los brazos de su
princesa, ambas estaban ahí a mi merced. El aire o la adrenalina afec-
taron para bien mi mente, empecé a respirar más tranquilo, quería dis-
culparme, pero no encontraba las palabras adecuadas. Ya no, después
de ese momento no podría armar un discurso creíble; recordé a Fidel
Castro, a López Portillo cuando mentían con soltura.
Mi sudor helado delataba la presencia de la droga en mi cuerpo y
los ojos crispados como tizones en la hoguera. La puerta de la entrada
se abrió nuevamente, la querían tumbar como si fueran los bomberos
tratando de extinguir un fuego. Era Nelson, quien llegó con todo para
apoyar a su familia, se lo noté de inmediato. Sin preguntar nada fue
hasta la cocina por un enorme cuchillo, el cual empuñaba apretando
los dientes.
—¡Mira cabrón, te me largas de aquí ahorita mismo! – levantaba
el puñal apuntando a mi cara.
En realidad quería que todo acabara, aunque no de esta manera.
Tal vez como amigos, tomando un café y discutiendo tranquilamente
como lo hacíamos antes, no me importaría que hablaran a mis espal-
das. Este maldito ego.
—¿Me estás escuchando, pendejo? ¡Lárgate ya! – seguía esgri-
miendo el arma punzocortante en mi contra.
—¡Baja eso, puto! – contesté haciéndole señas con ambas manos.
—No hasta que te largues de esta casa.
—Ya vete, Marcelo. No hagas más grandes las cosas, por favor –
comentó Virginia con voz quebrada entre los sonoros sollozos.

♦ 275 ♦
Del Infierno al Cielo

Descuidé un poco a Nelson por mirar la cara de Sandra; no sé por


qué me preocupaba su expresión. El agresor apresuradamente llegó
por la espalda tratando de tomarme por sorpresa, mas su intento fue
inútil. Le tomé el brazo con todo y las amenazas y lo arrojé hasta la
mesa del comedor. El frutero fue a caer cerca del baño, estallando en
mil pedazos, Nelson por su parte quedó noqueado y yo firme en mi
trinchera. Recuerdo esa sensación que da la sangre cuando corre por
entre mis dedos; seguramente al tomar el brazo de Nelson me corté
con el cuchillo que portaba.
—¡Lárgate ya! – gritaron al unísono mi suegra y su hija.
—Ya, ya me voy, a la mierda todos – señalé, me acerqué a la mesa
y tomé una blusa blanca con algo de pedrería en el pecho, la rasgué
para con los jirones de tela hacer un torniquete en mi mano cortada.
Ambas mujeres corrieron a auxiliar a Nelson, quien gritaba de do-
lor. Estaba tendido de espaldas agarrándose el trasero. Caminé despa-
cio a recoger una de mis maletas y metí lo que consideraba importante;
era poco en realidad.
Cuando salía del cuarto miré de reojo el espejo junto a la puerta. El
arañazo de Virginia logró cortar mi piel; tenía el aspecto de Al Pacino
en la película Cara Cortada, un hito en mi adolescencia. “¡qué orgullo!“
suspiré.
Bajé las escaleras que daban a la calle sin saber que ese sería mi
hogar por tres largos meses. Caminé sin rumbo. Muchas cosas se des-
conectaron de mi cabeza, las ganas de sonreír, de ser alguien en la
vida; ya sin mi familia y sumido en la depresión total, terminé en
una casa abandonada por la colonia Molino de Rosas en la Delega-
ción Álvaro Obregón. Pasaba los días en las sombras, sin bañarme,
rasurarme o arreglarme; había perdido la brújula que me llevara a
un puerto seguro. Nunca pensé en mis amigos, en Chuy, Ponchito o
Mercedes, que con gusto me habrían ayudado, con dinero, comida o
un techo decente donde pasar las noches. Aprendí a sobrevivir de la
nada, durmiendo en el piso en una cama de cartón; era para la socie-
dad mexicana un triste teporocho, un falso mexicano perdido en sus
historias y calles.

♦ 276 ♦
Segundo Round

De teporocho me topé con personas muy buenas que me ofrecían


alimentos. Por día llegué a comer dos tacos, un café, una torta y un re-
fresco; después hubo días peores, media torta, un café y alcohol de caña
nada más. Los otros teporochos con los que convivía me compartían
drogas y alcohol de 96°, pero del más barato. Solía revolcarme de ham-
bre con ganas de no estar ahí comiendo soledades y tristezas. Gocé de
varios días en que por error observaba a la gente en la calle, sin ganas de
descubrir nada ni a nadie. Estaba oculto en los recovecos obscuros de un
callejón, así que nadie podía verme; sin embargo, para mi mala suerte
miré a Sandra y a mis hijos. Llevaba a Kenan en uno de sus brazos y a
Melina caminando colgada de su mano. De mi rostro brotó un río des-
consolado hasta las plantas de mis pies; la soledad era la única que me
abrazaba, cerca de ella estaban los demonios de mi alma.
No tenía a quien reclamarle nada, ni vestidos, ni collares, ni pañales
que cambiar; eso quedo atrás, no tenía futuro, ni presente. Me acosté
sollozando, recordando la sonrisa de Melina la primera vez que le di la
mamila y las manos fuertes de Kenan cuando lo tomé entre mis brazos.
—¿Le lavo el piso señora? – preguntaba a una vecina.
Estaba tan amolada la pobre como yo. A pesar de eso me ofreció
sopa de fideos y verduras. Creo que el marido la abandonó con tres
chiquillos, de 5, 3 y meses de nacido.
Perdí la noción de las horas y los días. Ahora medía el tiempo
de manera distinta. Ahora en vez de horas y minutos, era el frío y
la cantidad de sol que traspasaba los cristales rotos de mi casa. Era
fácil, había unos azulejos que pudieran similar las manecillas de
un reloj; si el sol estaba a la mitad del color azul, seguramente era
mediodía y si el frío me llegaba hasta el trasero, ya eran las siete o
las ocho de la noche.
Tampoco tenía miedo de trabajar en la calle, en los locales comercia-
les que estaban cerca de donde era mi morada. Hacía algunas chambas
muy sencillas. La gente me empezó a ubicar como el “Che”, bastante
obvio por la forma en que hablaba.
—¿Le lavo los platos, boludo? – pregunté a un taquero, a dos cua-
dras de la casa.

♦ 277 ♦
Del Infierno al Cielo

—No, gracias, mi amigo. Mire, aquí le ponemos bolsas de plásti-


co, así ahorramos agua, ya ve que está muy caro todo – aseguraba.
—Me regala entonces dos taquitos – dije con serenidad.
Seguro mi cara era de hambre porque no tuve que decir mentiras,
como que mi madre estaba enferma o que mi hijo estaba internado en tal
sanatorio. Esas plegarias eran algo que escuchaba con frecuencia ahí en
donde vivía, aunque con este taquero no hubo más palabras o explicacio-
nes. Esperaba desesperado su respuesta, me tomaba de las manos y con
la boca me saboreaba esa carne dorada con una piña en la parte superior.
—¡Ahí le van tres por honesto! Porque primero ofrece su trabajo
antes de los tacos. Eso es bueno amigo. ¡Conserve eso! – comentó
sonriendo mientras que me servía los tacos de suadero, grasosos y
mal servidos, aunque eran la gloria para mi hambriento paladar –.
Lo que sí no le puedo ofrecer es el refresco. Ese sí se lo debo.
—Gracias. Ese sí lo puedo pagar y busqué en las bolsas las mone-
das que me había ganado en la mañana para pagar la soda.
—Muy bien – me dijo sonriente.
Posteriormente me empecé a hacer más ojete; pedía lana. Eso de
pedir limosnas, chambitas y después limpiar vidrios o espejos retrovi-
sores no era para la Bruja. Mi hombría se negaba a reducirse a cenizas.
Fue cuando mis demonios decidieron volverme un golpeador, algo así
como lo que Manolo me había enseñado con tanto esfuerzo, aunque
ahora pelearía por dinero y no por su aceptación. Creo que las drogas
y el alcohol barato también tuvieron la culpa de ello.
—Después te das una vuelta y creo que sí me puedes ayudar a
limpiar las mesas o a acomodar la bodega – me propuso.
—Sí, gracias. Yo regreso cuando usted me diga – conteste cortés-
mente, pero jamás regresé.
En esas condiciones conocí a un cuate que se llamaba José Luis Gui-
cho Bastida, de mucha lana y con negocios de todo tipo. En un princi-
pio no entendía qué había visto en mí; hasta después, conforme fueron
pasando los días, comprendí lo que valoraba de Marcelo: Su locura,
fuerza y coraje. Era para él como un toro de lidia que soltaban al ruedo
para que acabara con todo.

♦ 278 ♦
Segundo Round

—Oye, ¿quieres trabajar? Hay una buena lana.


—Sí quiero. ¿De qué se trata? – preguntaba.
—Primero te llevo al vapor para que te bañes. Así no puedes ve-
nir con nosotros, no mames. ¿De cuál calzas? – preguntó de manera
misteriosa.
—Soy ocho y medio – señalé.
—Venga, vamos pues.
—Arráncate a comprarle algo, Gustavo – indicaba a uno de sus
acompañantes.
—Sí, señor, ahorita lo alcanzo en la vinatería. ¿Algo más que se le
ofrezca? – acotaba con señas mi figura.
—No, nada. Apúrate, pues.
Tal como me lo señalaron me llevaron a unos baños públicos. Sa-
liendo me dieron ropa decente, un pantalón azul rey, una camisa blan-
ca y un saco negro; me dieron gel para el pelo y una buena rociada de
desodorante y loción barata. Por lo que pude ver, el tal Guicho nunca
andaba solo, tenía a sus guaruras muy cerca, tanto en autos, como en
presencia física. Se miraba desmadroso; cuando subí a su auto observé
que también bebía y fumaba como yo.
—Me dicen que eres muy bravo para las trompadas – indicó ha-
ciendo algunos movimientos como los hacía Manolo.
—Sí, hay algo de eso.
—¿Y a cualquiera le rompes su madre? ¿Pueden ser varios o uno
solo?
—Varios – aseguré, sin saber en lo que me estaba metiendo.
—Si es así, hay muchos trabajitos que me gustaría darte.
El auto empezó a circular por calles y avenidas que eran totalmente
desconocidas para mí; no es que conociera toda la ciudad, sin embar-
go, estos barrios o colonias no los tenía bien ubicados. Llegamos a un
cruce donde detuvieron el auto.
El ambiente en el interior del vehículo estaba tenso; yo troné mis
dedos al cruzar mis manos y estirarlas.
—¿Puedo prender un cigarro? – solicité.
—Sí, sí puedes. A ver si me entendiste bien. Mira, ¿ves a esos

♦ 279 ♦
Del Infierno al Cielo

dos putos que están allá en la otra calle junto a la tienda? – dijo
mientras se servía un trago.
Observé por la ventana que ciertamente dos personas adultas esta-
ban paradas conversando y tomando al parecer unas sodas.
—Pues si quieres trabajar conmigo, quiero que te los chingues a
los dos. Quiero ver unos buenos madrazos. No preguntes nada, solo
llega a lo tuyo como vas, ¿me entendiste?
—Así, ¿sin más? titubee un poco.
—¡Sí, cabrón, así nada más! Esos güeyes me deben una lana y
no quieren pagar. Aquí arreglamos esto a la buena o a la mala y
estos ya llegaron al punto donde se acabaron las buenas, solo queda
madrearlos, que queden bien advertidos que no habrá más plazos,
¿estamos? Si lo haces bien, como creo que lo harás, te voy a contratar
para varias cosas.
—¡Hecho! Así como lo quieres lo haré – contesté con seguridad
absoluta.
—Venga, que para habladas ya fueron muchas. De ti depende.
Queremos solucionar muchos problemas que tenemos; ya te iremos
diciendo dónde y con quién habrá que ajustar cuentas.
Así que puños a la obra. Bajé del auto, caminé una cuadra, crucé la
calle con precaución, y sin advertencia alguna desconté primero al que
vi más duro de roer. De inmediato le estallé el hocico, lo que estaba
tomando salió volando. Su compañero trato de reaccionar, aunque con
un gancho al hígado lo inmovilicé. Lo demás fue fácil, un rodillazo en
el rostro, una patada en las costillas, y con el primero la misma dosis,
No quería que intentara levantarse o sacar alguna navaja, que en su
caso sería lo menos grave.
—O pagan o se los va a cargar la chingada. ¡Ya están advertidos!
—Está bien… ya que ahí quede… ¡Pagaremos! – dijo el tipo más
joven escupiendo sangre por la boca.
Así fue como empecé a trabajar con Guicho y su gente. Le hice de
todo, guarro, golpeador, cobrador; me dieron poder y respeto con
muchas personas influyentes. Seguía siendo un total desmadre; con
la lana que ganaba compraba droga y eran constantes las madrizas

♦ 280 ♦
Segundo Round

que también recibía. No todas las ganaba; el cuero se me hizo duro de


tantos golpes que recibí.
Después de un tiempo Guicho dejó de buscarme. Creo que andaba
de viaje en el extranjero. Gracias a ello regresé a mis mañas y mi deja-
dez, me gasté el poco dinero que tenía en comprar aguardiente Leon-
cito, cigarros y un poco de comida. Todo me lo tenía que comer en el
momento, no tenía refrigerador y las ratas detectaban cualquier indicio
de alimentos; las migajas o morusas que dejaba a mi alrededor por la
noche, en la mañana ya no estaban.

♦ 281 ♦
UN BOTE SALVAVIDAS

M i cuerpo mostraba ya llagas de la falta de una correcta die-


ta, balanceada; mis dientes estaban amarillentos tanto por la
marihuana como por el alcohol de caña, el tequila quizás y la falta de
aseo. Mis ojos se habían secado, pues ya no lloraba con los recuerdos;
quizás los ríos seguían corriendo, aunque solo en mis entrañas y no en
el exterior.
—¿Marcelo Yaguna? – una voz preguntaba mi nombre. Vaya,
hace mucho que no lo escuchaba.
—Sí, ¿quién lo busca? – pregunté intrigado.
—Soy yo, mírame, Leopoldo Avilés. ¿No me recuerdas? – cues-
tionó esbozando una tierna sonrisa.
—Sí, claro, tú eres el amigo de Virginia, la mamá de la Chola –
contesté levantándome pausadamente del piso. No vestía mis mejo-
res galas, pero no tenía muchas opciones, dos o tres playeras y una
camisa; tenía una mancha de grasa muy grande en la espalda.
—Ven vamos, te invito a comer. No debes de estar aquí – su mi-
rada denotaba extrañeza por la manera en que estaba vestido, por
cómo me había transformado en un don nadie.
—¿Por qué no? lo cuestioné sin esperar grandes explicaciones, lo
que me dijera seguramente no cambiaría nada en mi desobligado ser.
—Mira, primero vamos a que te bañes a la casa, ¿qué te parece?
Por cierto, te quiero presentar a Raúl, un amigo desde hace varios
años. Caballerosamente me dieron la mano, a lo mejor sin muchas
ganas de sostenerla porque no estaba limpia; no contaba con agua en
la casa, mucho menos jabón.
—¡Mucho gusto, Marcelo! – dijo.

♦ 283 ♦
Del Infierno al Cielo

—Igualmente. ¿Y qué, cuál es el plan? – quería saber en qué plan


me buscaban, de amigos o de enemigos, me quería cerciorar antes
de dar un paso más.
—Todo está bien, vente. No queremos broncas, al contrario, te
vengo a ayudar. Confía en mí – señalaba y gesticulaba atentamente.
No muy convencido los seguí hasta un Grand Marquis de modelo
reciente, muy limpiecito, aun con el característico olor a nuevo. Leopol-
do abrió la puerta trasera; me agaché desconfiado a ver si no venía al-
guien no deseado, pero no, estaba libre. Se subieron al auto y tomaron
rumbo a la Avenida Revolución. El tráfico era intenso, así que me re-
costé un poco; la verdad estaba muy cansado, los ojos se me cerraban
como perro con sueño. En la radio sonaba una canción de José José, “
No me digas que te vas “; me arrulló la tonada, el piano, no sé, no es
que no me gustara, me ganó el vaivén y caí en un sueño profundo.
—Marcelo – otra vez la voz, me espantaba el sueño.
—Ya llegamos, canijo. Bájate, ándale, para que te des un buen
baño solicitó educadamente Leopoldo.
Esa tarde fue genial. Me di un largo baño con agua caliente, enja-
boné mi cuerpo, quizás como nunca lo había hecho, me tallé con tal
fuerza que hasta sangré de mis nalgas, que eran las más afectadas por
la postura, por la falta de circulación y ejercicio. La droga y el alcohol
hacen mella no solo por dentro, también por fuera. Al salir de la rega-
dera tenía un juego de ropa limpia sobre la cama de la habitación.
—Mira, Marcelo, en este cuarto es donde tú vas a dormir. Vamos
a buscarte trabajo y a que dejes de beber, ¿cómo ves? – acotaba con
un gesto extraño, y su postura también me confundía, pues sabía
que él también tomaba. Le quise dar el beneficio de la duda, no tenía
otras opciones a la vista, y la cama se miraba tan suave, nada que ver
con los cartones de aceite Bardahl o Leche Alpura en los que había
estado durmiendo.
—Suena bien, pero qué te puedo decir Leopoldo. Yo ya tengo tra-
bajo con Guicho Bastida, nomás que ahorita anda de viaje – contesté.
—Bueno, pues ya me platicarás qué haces con ese señor. Mientras
vamos a comer, que debes de tener mucha hambre, ¿no? – dijo.

♦ 284 ♦
Un Bote Salvavidas

—Sí, vamos, eso del hambre es totalmente cierto. Y de platicarte


lo de Guicho, no lo sé – señalé presuroso.
Esa tarde fuimos a la comida china; el restaurante quedaba sobre la
Avenida Revolución. Todos los platillos fueron una deliciosa sorpresa,
primero por lo abundantes, después el pan dulce y el café con leche;
me iba a dar un infarto de todo lo que me estaba comiendo. Toda la
tarde, no sé si para bien o para mal, evitamos el tema de Sandra, Virgi-
nia y Nelson. Me comentó que desde que observó cómo me temblaba
la mano al encender mis cigarros sabía que consumía drogas, cocaína,
pero nunca le comenté de la heroína, LSD, rophynoles y otras más que
ya ni recuerdo.
Tampoco le pregunté por mis hijos, porque eso seguramente desen-
cadenaría los demás personajes de la telenovela “Nosotros los pobres”,
y esta tarde no buscaba sentir esa lápida en mi espalda; quería abun-
dancia, buenas caras y tragos largos.
Cuando regresamos al departamento de Leopoldo no quise beber
con ellos; quería cama y almohada, en vez de alcohol y marihuana.
Deseaba soñar profundamente y dejar de lado esos sentimientos en-
contrados, entre el bien y el mal, entre la Bruja y Marcelo. Para eso pri-
mero me quité los desgastados tenis y después la camisa. El pantalón
me lo dejé puesto; me serviría como pijama, ya que las llagas aun me
dolían y retirar esa pesada mezclilla después de ese brusco enjuague
me traería una buena dotación de dolor. Lo que preferí fue abrazar la
almohada con fuerza, queriendo dejar en ella todos los colores grises y
negros de mi conciencia. Deseaba perderme en un mar de color, donde
pudiera abrazar a mis hijos, a mis padres y perdonar toda duda acerca
del comportamiento de Sandra.
Por el momento en ese sueño no se incluían Virginia ni Nelson, para
ellos debía de esperar a otro momento. Recordaba lo sucedido en la
ventana, el cuchillo amenazante apuntando a mi rostro, la sangre co-
rriendo en mi puño y los gritos de la mariquita de mi cuñado.
Después de varios intentos fallidos, por fin se dio el momento de acla-
rar todo con Leopoldo. Me explicó que ciertamente era el amante de mi
suegra, que las cosas entre ella y mi suegro no anduvieron nunca bien,

♦ 285 ♦
Del Infierno al Cielo

que fue algo inesperado para los dos. “Primero fue el deseo y después
la empecé a querer “, señalaba con calma, mientras que bebía en un
vaso corto su Old Parr en las rocas.
—¿Qué te puedo decir yo, Leopoldo? Soy el menos indicado. A mí
me vale madre lo que haga la señora con su vida. Lo que sucedió con
ella y Nelson fue al calor de las copas; tenía mucha ira acumulada.
—Sí, yo sé cómo son. Ellos me han pedido que te ayude porque
les importas.
—Y mis hijos, ¿cómo están? Los extraño mucho – señalé dándole
un trago a la cerveza.
—Todos están bien. Sandra sigue trabajando y ya puso en orden
lo que pasaba con su jefe del trabajo anterior. También entiéndela no
seas tan duro con ella. No creo que te haya puesto el cuerno, Marce-
lo. Ha luchado por ti. Si no le importaras no hubiera movido cielo,
mar y tierra para que estuvieras aquí con ellos.
—Sí, lo entiendo y me duele, claro – acepté con resignación sus
palabras, muy atinadas, sin ofensas ni recriminaciones.
—Pues tendrás que aceptar muchas cosas y disculparte si quie-
res recuperar lo que tenías, esa es la condición. No creas que me
ha resultado fácil la negociación. Ellos quieren confiar en ti, para
eso también está lo del grupo de AA que está en el Pedregal. Eso te
ayudará, lo sé.
—Está bien. ¿Qué más quieres que te diga?
—Toma algo de dinero, ya me lo repondrás ahora que empieces
a trabajar. No te presiones. ¡Lo primero es que estés bien! – señalaba
satisfecho por su acto de bondad.
Pasaron más de dos semanas para que se diera el reencuentro con la
familia de Sandra. No fue lo que yo esperaba; nos vimos en un restau-
rante para aclarar lo que había sucedido. Era obvio que había muchos
resentimientos y las segundas partes a veces resultan más complicadas
que las primeras. Prácticamente nos fumamos la pipa de la paz llena
de esperanzas vacías y deseos infructuosos. Sandra ya había cambiado
de trabajo; ahora se desempeñaba como recepcionista en un negocio
de computadoras, y a veces le daban algún cliente para que lo visitara.

♦ 286 ♦
Un Bote Salvavidas

Esa noticia sí me gustó; le tomé la mano y cerré los ojos tratando de


borrar sus gritos y mis inseguridades.
—¡Vamos a estar muy bien! Pero sí es importante lo del Grupo
AA – recalcó Sandra cuando me levanté de la mesa, junto con todos
los demás. Por primera vez aporté algo de dinero al pagar la cuenta;
la cara de asombro de todos fue lo que más me molestó.
Regresé al departamento de Mixcoac, con todos los asegunes ima-
ginados. Ya me había contactado nuevamente Guicho Bastida para
seguir trabajando con él. Me ofreció un poco más de dinero. Ahora
hasta tenía que hacerla de guarro de sus primos, ya que me recomen-
dó con ellos por los logros que había tenido en las tareas que me había
encomendado. Entonces se iba a poner más rudo el asunto, pues ellos
manejaban negocios fuera de la ley, tales como peleas de perros, gallos,
apuestas, y riñas callejeras.
Ahora tenía que cuidar algunos bares y otras vinaterías. Muchas ve-
ces me quedaba dormido en el auto, con botellas y cervezas en el piso,
porque al pasar a cobrar los encargados me surtían lo que yo les pedía,
sin cargo alguno, era parte de sus movidas.
Una noche de abril que estaba haciendo mucho calor, andaba de
ruta cobrando, y justo en el último bar donde debía cobrar unos pe-
didos que surtió la vinatería de mi patrón, se me hizo fácil pedir unos
tragos mientras que contaban el dinero. Este día en particular estaba
más cansado que de costumbre, ya que ocurrieron muchas broncas en
el trayecto. Guicho y su amigo José Luis me daban horarios para cada
cosa. Muchas veces lo cumplía al pie de la letra y otras no podía, pues
la gente a veces se ponía los moños para pagar; a otros clientes les daba
por decirme llévese el producto, y eso no estaba permitido.
Después de varios tragos largos, perdí por obvias razones la noción
del tiempo, del espacio, del lugar, de todo lo que alguna vez me llegó a
preocupar. Me quedé dormido sobre la mesa; había recargado mi cabe-
za un momento para descansar y me seguí de filo toda la madrugada.
Pronto amaneció.
Unos rayos de luz silenciosamente se filtraron caprichosos en me-
dio de unos cristales rotos para llegar cálidamente a abofetear mi cara.

♦ 287 ♦
Del Infierno al Cielo

Su calor me reconfortó. El silencio en el lugar era casi total, unas in-


discretas gotas caían sin cesar, desde una llave en la barra, después
giraban lentamente en el acero de la tarja. El despertar fue bastante
deprimente, desfajado, desaliñado, el saco no lo encontré por ningún
lado. El olor a aguardiente barato envolvía mi cuerpo, mi cuerpo esta-
ba con una cruda abrumadora. No había nadie a mi alrededor, nadie
que me hiciera compañía, solo una extraña botella sin ninguna gota en
su interior, vacía como mi alma.
—Anda, pues. ¿Y ahora qué paso? – me preguntaba inútilmente.
Entre el dolor de cabeza y mi ausencia de memoria, me incorporé
con gran dificultad, tratando inútilmente de arreglar un poco mi pre-
sentación. Era humillante estar ahí parado, abrochando mis pantalones,
acomodando todo en su lugar. No pude hacer realmente gran cosa.
El sabor en mi boca era muy hostil. Caminé como pude al baño de
hombres, entre lucecitas de colores que alumbraban el piso. Ese licor
extraño que tomé la noche anterior aún me mantenía un poco marea-
do. Al llegar al baño lavé mi cara; el agua parecía provenir directamen-
te del polo norte, helada, demasiado para tratar de refrescarme ojos
tan cansados. Me miré en el espejo y me quedé ahí extrañado de lo
que veía. Un hombre me miraba tímidamente, miedoso, avergonzado,
despeinado, con moretones por toda la cara y uno muy grande en el
cuello. Tenía la boca con laceraciones. Ambos nos quedamos callados,
reconociendo que ambos éramos unos tristes títeres del destino; recor-
dé a Fausto y a Manolo.
“ ¿Ellos habrán pasado por todo esto? ¿Cómo lograron salir de sus
vicios? ¿Qué me debe suceder para reaccionar? ¿Será madurez o tiem-
po? “, tenía tantas preguntas en mi interior.
Revisé mis bolsillos con cautela. Esperaba que la cobranza estuviera
completa, y sí, gracias a Dios todo estaba ahí. Parte de lo que cobraría
en la semana se lo quería destinar a comprar regalos a mis hijos. Me-
lina seguía creciendo y Kenan ni se diga, iba en caballo de Hacienda a
ser un toro como su padre.
Salí del lugar cabizbajo, como perro regañado, reculando, sin rumbo
definido. Las calles estaban casi desiertas, solo uno que otro mendigo

♦ 288 ♦
Un Bote Salvavidas

evocando a una mariposa, vagando, buscando su pan entre los botes


de basura; una prostituta corriendo tras un taxi para regresar a su ho-
gar, los perros ladrando, comunicando sus penas y sus alegrías. Llegué
hasta el vehículo caminando despacio, como sin querer llegar, cuando
un grito a lo lejos interrumpió mi sombrío recorrido.
—¡Flaco! ¡Marcelo! ¿A dónde vas? Solo existía en mi vida alguien
que me llamaba así, mi esposa Sandra, mi querida Chola de la Boca.
Dirigí la mirada hacia ella, tallándome los ojos, pensando que al ha-
cerlo aclararía esos enormes nubarrones en los ojos y con ello po dría
distinguirla mucho mejor.
Ella de inmediato estacionó el auto de su mamá para nerviosamente
correr a mi lado.
Estaba angustiada por mi extraña apariencia. Me abrazó cariñosa-
mente e hizo por sostenerme entre sus brazos. Consternada de mi si-
lencio, del callado dolor y el cuerpo tan frágil. Me apoyé en su bella
humanidad, desvaneciéndose por unos instantes. Sentí la textura de
un cálido suéter en el rostro, suave como la seda, y cuando sus pala-
bras rozaron mis sentidos, comencé a llorar cual bebé hambriento y
sediento de amor, de esperanza. No nos movimos, nos quedamos ahí
llorando por unos minutos. No era necesario dar explicaciones, ella
llevaba prácticamente en su sangre mis tragedias, mis alegrías.
—Vamos a casa sugirió en voz baja, acariciando cariñosamente
mi pelo.
—Ayúdame, Chola. ¡Ayúdame! A salir de aquí le exigía desesperado.
—Ven, vamos! Apóyate en mí. Ayúdame, que no creo poder sola.
—Está bien, lo haré – y sacando fuerzas de no sé dónde dejé de
recargar todo mi peso.
Cerré los ojos para empujar mi cuerpo al vehículo. Trataba de ayu-
darla. “ Caminar, debía caminar “, pensaba, aunque estaba desorienta-
do, escuchaba miles de voces que me hablaban al mismo tiempo. Eso
me confundía, desconocía su procedencia y tampoco entendía los re-
clamos; sentí que el coche arrancó con dirección para mi desconocida.
Entre mi mujer y un vecino del lugar me llevaron con muchos esfuer-
zos al departamento. Me dolía todo el cuerpo. Me llevaron hasta la cama;

♦ 289 ♦
Del Infierno al Cielo

tenía un edredón nuevo que había comprado la Chola hace un par de


semanas. Me depositaron cual costal de papas. Escuché que le agrade-
ció la ayuda a un tal señor Hinojosa.
—¡Mira nada más cómo estás! – señalaba con sus manos mi rostro.
—Unos cuates no querían pagar – solo eso respondí.
—¿Cuáles cuates? ¿De qué me hablas? ¿Quién te debe dinero,
Marcelo, o más bien de qué te deben dinero? No andes metido en
robos ni venta de drogas, aquí está muy penado eso y es demasiado
peligroso – subrayó apretando los dientes.
Yo no le había contado a qué me estaba dedicando, ni de dónde
sacaba plata; inteligentemente mantenía en secreto para mis padres y
para su familia los negocios de Bastida y sus primos.
Fue a buscar algunas cremas, curitas y pomadas para ponerme don-
de era evidente que debía de hacerlo, ya que conocía mi cuerpo a la
perfección. Su punto de partida fue mi rostro, después la espalda. Lo
hizo con mucho cuidado, me preguntaba si me dolía, si me apretaba
más fuerte las vendas, todo muy bien.
—¿En qué andas metido, Bruja? Dime.
—Ayyyy, ufffff Yo respondía con un quejido o un ¡me duele!
Quería evitar a toda costa sus historias o anécdotas que solía com-
partir con su familia; como toda mujer, era muy comunicativa. Sandra,
sintiendo mis escalofríos, buscó en el clóset algo con que detener los
visibles síntomas de un alcohólico: temblores, cuerpo cortado, dolor de
cabeza y el incontrolable volcán estomacal, que quiere devolver hasta
las mismas entrañas. Me hizo tragar unas pastillas y después me abri-
gó con una vieja manta tipo militar que perteneció algunos años a su
abuela. Hasta eso dormí más o menos tranquilo, ni el llanto de Kenan
o Melina lograban despertarme del todo. Varias veces sufrí de espas-
mos como de asustado; estaba sudando copiosamente, tenía fiebre y
dolores musculares.
En la mañana, pintando el sol apenas unos cuantos rayos de luz, el
hambre me hizo despertar. Ya la fiebre había bajado a niveles contro-
lables. Me extrañé de estar en un lugar tan cálido, tan lleno de amor.
Primero no sabía dónde estaba, ni de quien era tan espléndido espacio,

♦ 290 ♦
Un Bote Salvavidas

hasta que empecé a recorrerlo con mi mirada e inmediatamente reco-


nocí ciertos detalles y olores, los cuales cada vez se hicieron menos.
Habían cambiado parte de la decoración de la habitación, no estaba
como cuando yo vivía ahí. Dejó de ser lo frío que era antes para formar
parte de un todo mejorado. Un aire familiar estaba rondando por las
esquinas, se ocultaba detrás de los jarrones, en todo lo que me rodeaba;
todo giraba alrededor de fotos con mis hijos, Kenan y Melina en el par-
que, y en algunos festejos en casa de no tenía idea quien. En otra estaba
Virginia abrazando a Leopoldo y este a su vez a Nelson.
En mis sueños frecuentaba un lugar especial, empezaba en una ha-
bitación muy grande, con piso de madera, bastante confortable y con
buena música de fondo, algo místico entre violines y flautas, un ve-
tusto sofá cama que invitaba a sentarse en él, para mostrar orgulloso
su precioso estampado inglés, que mantenía a duras penas sus ruidos
entre sus bases. También había un hermoso ventanal, una verdadera
joya arquitectónica, el cual estaba enmarcado por unas robustas vigas
de roble, que dejaba ver a lo lejos un bellísimo campo donde varios
caballos estaban en libertad.
Escondiéndose bajo una de las gruesas vigas, un pequeño nido de
golondrinas ostentaba a sus críos. El vuelo de su madre era un espec-
táculo exclusivo de ese ventanal, ya que se podía observar claramente
desde su salida hasta su triunfal llegada con el alimento en su pico. Un
penetrante olor a madera se mezclaba delicadamente en el ambiente;
herramientas del campo, talladas y oxidadas del uso, se esparcían en
diferentes posiciones, mientras un cansado tapete oriental acariciaba la
sala. Lástima que todo era parte de un sueño, una mezcla de deseos, re-
cuerdos de la abuela, mi tía en Montevideo, la casa de Spina y detalles
finos que siempre me habían gustado.
Tres semanas más tarde se presentó un problema mucho mayor con mi
salud y mi apariencia. Una cobranza se complicó, pues no me querían pa-
gar; tenía horas esperando a que salieran a darme el dinero y no salía nadie.
Creo que la desventaja se suscitó debido a que llegué demasiado tomado.
Cerca de la vinatería del primo del patrón se organizaban las peleas de
gallos, se cruzaban apuestas fuertes y se tomaba en grandes cantidades.

♦ 291 ♦
Del Infierno al Cielo

Ahí estuve esperando hasta que por fin uno de los deudores salió para
comprobar el correcto amarre de las navajas en las aves. Fue el mo-
mento en que aproveché para quitarle una chamarra de piel que lle-
vaba, y le expliqué que al pagar la deuda le regresaría la prenda. Creo
no le pareció mi ofrecimiento, así que se me vino encima. Lo desconté
bien, aunque no del todo bien. De ese viejo gordo siguieron dos más y
otro más; en total llegaron nueve más a golpearme. Estaba en el piso
sin poder defenderme ante la cantidad de agresores. Todos los involu-
crados estábamos más o menos con la misma cantidad de alcohol en la
sangre, mas no tuvieron piedad del cobrador; entre patadas, rodillazos
y puñetazos me partieron en dos. De no ser por uno de los vecinos,
hubiera muerto en ese lugar.
—¡Hey! Dejen de golpearlo. Es el Che, no chinguen. Muchos de
ustedes lo conocen, trabaja para Guicho.
—¡Que se muera, el puto! – gritó alguien entre la bola.
—No, no mamen. Ya párenle, neta sostuvo el vecino a quien se-
guramente le debo la vida.
Algunos le obedecieron y se apartaron, otros no. Perdí el conoci-
miento de un fuerte rodillazo en la cabeza, me habían descalabrado y
roto algunas costillas.
No sé cómo ni quién me habrá llevado al departamento; tocaron el
timbre, esperaron a que alguien contestara, gritaron algo en la bocina
y salieron corriendo dejándome ahí abandonado en las escaleras. No
sé si fue Nelson y Sandra, o Leopoldo y Nelson los que me subieron a
la casa. Tres días estuve en recuperación, totalmente noqueado y des-
figurado; los dolores me despertaban por las noches y madrugadas, el
frío me afectaba los huesos y las heridas seguían muy sensibles. Sandra
y Virginia hacían rondines constantes para verme y darme los medi-
camentos. A veces coincidían mis ojos con los de Melina. Empezaba
a hablar con claridad, me rompía el corazón en mil pedazos que me
viera así, reducido a escombros.
Después de unos meses yo seguía igual, bebiendo hasta el fondo de
cada botella, fumando y mezclando todo lo que era barato y me deja-
ba estúpido, de los teporochos aprendí muchas mañas para lograrlo.

♦ 292 ♦
Un Bote Salvavidas

Era delicado, pues la química de algún componente a veces chocaba de


frente con la de otro y valía madre todo. Muchos se quedaban en ese
viaje, la mente se les quedaba en el limbo, perdiendo toda capacidad
de reacción, mucho más de amar, sumar, restar o sentir, que no es lo
mismo que amar. Varias veces Melina me había observado totalmente
descompuesto, en la cama o en el sillón con la mirada perdida; o ido
completamente, babeando, mirando descontroladamente a mi alrede-
dor, como cuando miraba la televisión en el Taller del Cabezón Rojas.

♦ 293 ♦
EL DÍA D

D espués de un año, mi cuerpo empezaba a cobrar todas las fac-


turas acumuladas, tanta sangre derramada, lágrimas, cicatrices
sanadas y otras en cierre. El hecho de seguir vivo y pensante me hacía
sufrir más las cosas buenas que las malas, porque a lo negativo ya le
había tomado sabor. La ternura de mi hija y la mirada de Kenan me
destrozaban más que la droga; yo ya estaba cansado de esos desper-
tares obscuros, poco lucidores, donde las partes de mi cuerpo estaban
perdidas o mutiladas.
Una mañana, después de una terrible borrachera, la resaca me ma-
taba, la ansiedad de beber alcohol; mi cuerpo temblaba sin control, los
ojos me iban a estallar, la cabeza no encontraba las conexiones para
tranquilizarme los nervios, el mal humor y la sed. Sin esperarlo siquie-
ra llegó la única que podía salvarme, de manera inocente caminó por
el cuarto hasta encontrar mis manos. Era Melina, más hermosa que
nunca. No me importó abrazarla en esas lamentables condiciones; no
necesitaba mirarla, solo tocarla. Ella no respetó esa regla y habló fuerte
y claro.
—Hola, hija. Qué gusto. ¿Cómo estás, hermosa? ¿Cómo te has
portado con mami? – me esforzaba lo más que podía para ligar le-
tras, de ahí palabras, verbos y enunciados.
—Papi, ya no quiero que tomes. Te pones muy mal, papi – a ella
le valió madre todo, no tenía filtros mentales, era honesta, directa y
hablaba sin medias tintas; sus palabras fueron un balazo de una 38
especial directo a mis sienes.
—Sí hija, te prometo que lo voy a dejar de hacer – señalaba soste-
niendo su mano.

♦ 295 ♦
Del Infierno al Cielo

Por más que lo intentaba volvía a recaer, porque cada uno de mis
problemas necesitaba atención inmediata. No encontraba el camino
adecuado para ponerle fin a las cosas. Los problemas se agudizaron
porque decidimos salirnos de casa de Virginia; no más departamen-
to en Mixcoac. Ahora el plan era empezar desde cero, pero que fuera
nuestro. Las opciones que revisamos no eran nada alentadoras, por
el contrario, eran deprimentes y desechables, sin embargo, como mi
madre me enseñó, “cuando hay, hay; cuando no hay, no hay”. Sandra
lo entendía, mas no lo aceptaba gustosa; su semblante cambiaba cons-
tantemente por los desajustes mentales que sufría.
De ser un teporocho bebedor de la famosa mezcla del 103, alcohol
del 96 y de un refresco claro, ahora además sería nombrado como un
reconocido neurótico. Ni siquiera anónimo, no, a mí todo mundo me
sacaba la vuelta.
Nos cambiamos a un conventillo mexicano llamado Batopila, atrás
de la famosa colonia de Tepito, un barrio demasiado bravo de la Ciu-
dad de México de donde es originario el futbolista Cuauhtémoc Blan-
co; no sólo el, también varios boxeadores y delincuentes famosos. Has-
ta allá llevaría a mi familia, hasta el fondo del abismo. No por placer ni
para conocer más las tripas de esta ciudad, no por turistas perdidos en
la Guía Roji; era exclusivamente por necesidad, no había más respues-
tas ni razonamientos.
En esa vecindad, por supuesto, había vicios y toda la mendicidad
de un barrio tragado por la enorme bestia de la Ciudad de México. Los
olores, la ropa colgada en los hilos de los balcones, suciedad y delin-
cuencia eran el pan nuestro de cada hora, aunque claro, no todo era
negativo. La gente más necesitada suele ser la más generosa, eso lo sé
desde mi madre, nadie me lo tenía que explicar. El vecino que tenía-
mos arriba, un bragado mecánico, fue de los primeros cuates que me
siguió el desmadre; de volada fue a su casa por varios envoltorios de
cocaína y nos drogábamos todas las noches.
Duramos poco ahí. Fue una fortuna, no lo sé, que se nos presentara
la oportunidad de poner un negocio de comida. Sandra me miró con-
fundida, agachó la mirada, retuvo un poco la respiración en su pecho

♦ 296 ♦
El Dia D

y con el dedo pulgar, como el César de Roma, aceptó que lo intentára-


mos; debíamos de juntar algo de plata entre mis empleos de guarura,
golpeador y cobrador. La Chola también puso otra parte con lo que
estaba ganando en su trabajo. Compramos ollas, un tablón y listo, a
vender algunas recetas argentinas y otras mexicanas, antojitos, tacos,
picadillo.
Por salubridad y comodidad nos cambiamos de aquel arrabal a algo
un poco más decente, sobre la calle de Meave número 15. Rentamos un
departamento que si lo mirabas sin cariño, era espantoso, sucio, mucha
humedad, cristales pegados con cinta acero, cortinas de periódico El
Universal o la Alarma; pero ya cuando cambiabas los filtros y metías
uno de esperanza, aquello lucía muy diferente, tenía sus rinconcitos
agradables, un par de azulejos en el baño completos, la antena muy
potente para ver con claridad los juegos de futbol. Y no estaba hasta el
cuarto o quinto piso, sino en el segundo, que ya era ganancia.
—Oye, Marcelo, creo que ya es hora de hacer lo del grupo, ¿no
crees? – me comentaba la Chola mientras que limpiaba la pequeña
mesa del comedor.
—Ya sé decía buscando rápidamente una excusa.
—No, nada. Escuché que le prometiste a tu hija eso. Te ve mal; a
todos nos preocupas. Y ese pinche carácter que te cargas, no dudo
que algún día querrás golpearme – aseguraba, tallando con más
ahínco la mesa.
—Mira, ya hablé con Leopoldo y vendrá por ti este viernes a las
8:00 de la noche para llevarte.
—¿El viernes? Ya vienen las fiestas patrias, amor; estamos en sep-
tiembre. Hay que dar el grito y celebrar, ¿no crees?
—No, no creo, así que te vistes bien, te peinas y me valen madre
las fiestas patrias. Te quiero sano, libre de toda esa mierda que te
metes y tomas.
Sandra venía desde meses atrás endureciendo su postura acerca de
mi forma de beber; aceptó dejar a su familia bajo ciertas condiciones,
Nelson y Leopoldo la apoyaban. Virginia tenía sus reservas, dudaba
que pudiera realmente salir del hoyo, pero evitaba hacer comentarios

♦ 297 ♦
Del Infierno al Cielo

soeces como antes; ahora solo fruncía el ceño y mugía como vaca. De-
finitivamente vivir en esas condiciones no era lo más adecuado ni para
mi mujer ni para mis hijos.
Pues llegó el día pactado. Tenía mucho miedo del grupo AA. Los
teporochos me habían contado leyendas urbanas de que te inyectaban
en la espalda, que te secuestraban y ponían desnudo a hacer ejercicios
en el sol, por eso mi piel estaba trémula y mis ojos a la expectativa. Ya
había recogido todo lo del negocio de comida y la muchacha que nos
ayudaba estaba ahí, limpiando algunos platos; estábamos jodidos de
lana, aunque teníamos quien nos ayudara en la casa y en el negocio.
Miré el reloj en la muñeca izquierda, aún faltaban 15 larguísimos mi-
nutos para que dieran las 8 de la noche, Sandra no estaba, andaba de
gira artística con su mamá y los niños. Cada minuto que faltaba para
las 8 se me hacía eterno, los segundos retumbaban en mi cabeza como
campanas y bombos orientales, decidí en mi desesperación, prender
un cigarro. Me supo a gloria el tabaco, sin embargo quería beber; por
dentro el vicio me arañaba la garganta.
—A ver tú, Manuela, toma dinero. Tráeme unas cuatro cervezas
Corona. Anda mujer que tengo prisa – miré el reloj nuevamente. Jus-
tamente las 8 en punto. Nadie estaba en mi puerta, así que a lo mejor
no llegarían por mí. “Hasta nuevo aviso entonces, qué bueno, así me
puedo tomar las cervezas con calma”, reflexionaba.
Justo cuando llegó la muchacha con mi encargo, escuché que el vo-
cho rojo de Jorge y Arturo el vecino, tocaba el claxon.
—¡Marcelo!
—Vámonos, ya es hora – gritó Arturo.
Miré otra vez el reloj; las 8:15. Justo cuando tenía en mi poder la cer-
veza helada en mi mano derecha. “¿Boludo, qué hacemos? ¿Qué esto
no es como los aviones que llegas tarde y se va?, ¿ya ni para dónde te
hagas?”.
—¡Marcelo se hace tarde! – sonaban fuertes los gritos junto con el
singular claxon del vocho, así que no tenía para dónde hacerme; o
salía o me echaba encima a todos los vecinos. Así que con todo y pena
dejé las cervezas, sin darle un solo trago. “Qué desperdicio”, pensé.

♦ 298 ♦
El Dia D

—Voy bajando, calma – contesté, aún sintiendo en mi mano lo he-


lado de la botella que estaba dejando atrás apenas hace un minuto.
—¡Calma! Ándale, que se nos va a hacer tarde.
Caminé forzadamente al vehículo. Los mitos acerca de los grupos
AA seguían dándome vueltas en la cabeza, como buitres carroñeros
esperando cualquier duda de mi parte para atacar.
—Pensé que ya no llegaban. ¡Mira la hora que es! ¿Y si mejor
vamos otro día? – reclamaba inútilmente para ver si surtía efecto mi
indispuesta postura.
—Mira, a partir de ahora no hay vuelta atrás, así que aguántese
como los machos – dijo Jorge al levantar el asiento delantero donde
estaba sentado para que yo pudiera pasar.
Arturo estaba serio conmigo, no bromeaba como otras veces; tenía
el pelo lleno de gel y un bigote muy revolucionario. Ya todos en el
auto, nos encaminamos al rumbo del Pedregal, una zona exclusiva de
la ciudad. Al llegar, me bajé aun con las reservas de estar haciendo lo
correcto. En el trayecto habían borrado algunas de las cosas que me
habían señalado mis cuates teporochos, sin embargo, las nalgas me
punzaban como si realmente me fueran a inyectar o a sedar.
El lugar estaba bastante limpio y la gente en su interior también,
unos más elegantes que otros, aunque todos en su papel. Se me hi-
cieron muy de pipa y guante, fuera de la realidad en la que he estado
viviendo desde que llegué a este país. Aun así me sumé a la voluntad
de los demás, contar mi historia, aceptar que tenía un problema o mu-
chos problemas con el alcohol y las drogas, que buscaba regenerarme
y otros rollos que pusieron en la concurrencia cara de felicidad. Me
dieron la bienvenida y fueron exponiendo, uno a uno, lo que estaban
pasando, cómo lo manejaban y qué beneficios les había llevado eso a
sus familias, hijos, hermanos, negocios.
—Yo soy Marcelo Yaguna Silva. Nací por accidente en Montevi-
deo, Uruguay, me criaron en Buenos Aires, Argentina, en el barrio
bravo de La Boca, y me estoy forjando aquí en México. He consu-
mido drogas y alcohol desde los 13 años, he sido asaltante y vivido
en las calles de esta ciudad. Tengo dos hijos, una niña hermosa

♦ 299 ♦
Del Infierno al Cielo

llamada Melina y un campeón llamado Kenan. Mi esposa se llama


Sandra. Mi equipo favorito de futbol es el Boca Juniors y mis ídolos
son Maradona y el “Apache” Tevez. Gracias – y todos aplaudieron
como si fuera el ganador de una casa o un auto, una cosa extraña
para la Bruja.
Cerca de las 10 de la noche dieron por terminada la sesión. No me
inyectaron nada; es más, ni siquiera me tocaron, solo fueron aplausos
y señales de cariño levantando el pulgar o el puño. El mensaje era alen-
tador, te comprometían a no intentarlo, a dejarlo definitivamente. Yo
sabía que Leopoldo acudía de vez en cuando al grupo aunque seguía
chupando y fumando marihuana. No es que hagan mal las cosas los de
AA, sino que las mismas personas son las que olvidan sus compromi-
sos, no tanto con el grupo, sino consigo mismos.
—¿Qué te pareció? – pregunto Jorge. Él sí estaba comprometido
con su vida, ya llevaba dos años libre de toda droga y alcohol. Ante
eso podía decirme todo; desconocía su historia hasta esa noche.
—Se oye muy bien, solo que muy fresas los chavos, ¿no? – señalé
con gesto burlón.
—Es para que conocieras primero lo bonito que puede ser. ¡Aquí
no hay anexo!
—¿Anexo? Algo me habían comentado de eso mis cuates de Mo-
lino de Rosas.
—Sí, es donde se queda a vivir la gente realmente mal. Las tera-
pias son más rudas, sin llegar a las pendejadas de baños con agua
helada y exposición al sol completamente desnudo, esos son inven-
tos de la gente para no venir; el último peldaño al infierno, porque
de no hacerlo probablemente morirían de cirrosis o de una sobredo-
sis – señaló Arturo con un gesto demasiado dramático.
El infierno del que hablaron se desató las siguientes semanas en mi
cuerpo, puesto que los dueños de mi voluntad, esos vicios que había
cultivado por tantos años, no aceptaban la ausencia de sus alimentos.
Una tarde, estando ahí en Meave 15 y Lázaro Cárdenas, exploté
de la nada en contra de todos, y lo primero que estorbaba mi vista
fue un televisor de 21” marca Panasonic que boté a la calle. Afor-

♦ 300 ♦
El Dia D

tunadamente no le cayó a nadie encima, si no hasta al bote hubiera ido


a parar.
Sandra se soltó llorando de nuevo. Ahora era con sonido esté-
reo, ya que Kenan y Melina le hicieron segunda. Me salí a la calle men-
tando madres, pateando paredes y jalando aire. Me secaba por dentro.
Saqué desesperado un cigarro, mis manos me temblaban y para colmo
llevaba solo cerillos, que con la puta temblorina estaban mucho más
difíciles de encender.
Caminé desesperado hasta la calle República del Salvador, al nú-
mero 12, en el 3er piso; ahí teníamos guardadas las cosas de nuestro
negocio de comida y podía sentarme solo a morderme las ganas y la
ansiedad de beber. En el trayecto había madreado a dos taxistas por
andar sonando el claxon de manera demasiado insistente. No buscaba
quién me la había hecho, sino quien me la iba a pagar.
—¡Deja de sonar el claxon, cabrón escandaloso! – les advertía.
—¿Tú qué, pendejo? Pues si la calle es libre manito – contestaban
muy valentones.
Me acercaba hasta la puerta, y todavía el idiota que iba al volante
me levantaba la quijada. Justo en ese instante le reventaba el hocico; ni
chance les daba de reaccionar, los más duros aguantaban el primer ma-
drazo, ya cuando se bajaban solían buscar alguna cruceta, sacar alguna
navaja o spray pimienta; ya me las sabía de todas todas. En ocasiones
el cuero duro y el hueso de algún infeliz me cortaba los meñiques,
hubo uno que hasta me rompió un dedo, era un mastodonte de casi
dos metros de altura.
Desde ese 1° de septiembre estaba irreconocible. Sí había dejado el
alcohol y las drogas, sin embargo, el costo que estaba pagando era muy
alto. Las broncas con Sandra eran cada vez mayores. Me volví una
persona insoportable, agresiva, abusiva. “Pareces un león enjaulado”,
decía la Chola.

♦ 301 ♦
ADIÓS SUEGRO

U n día amanecimos con la mala noticia de que mi ex suegro había


fallecido en Buenos Aires, Argentina. Tuvimos entonces que
conseguir dinero para que Sandra volara para allá y así estar presente
en el último adiós a su padre. Recuerdo que las vacas estaban muy
flacas; el negocio no estaba dando mucho dinero, pero se mantenía a
flote con gastos mínimos. Tuvimos que empeñar algunas cosas para
completar el costo de los pasajes; Virginia pagaría lo suyo y Nelson
también.
Los fui a acompañar al aeropuerto. La cara de casi todos era de
tristeza, solo la de Vicky escondía su sonrisa, no sé si por placer o de
nervios, y fumaba elegantemente, con su porte de señora importante.
Nelson traía cara larga, ni volteaba a verme. Leopoldo no pudo acom-
pañarnos por obvias razones, supongo yo, después de todo era un tipo
decente que el destino literalmente cruzó con mi suegra.
Nos despedimos apretadamente, ya saben, sin muchos protocolos
ni abrazos, estaban acongojados y los entendía. Una vez que se fueron
yo regresé a casa, ya había comprado a pagos un nuevo televisor, así
que me planté frente a él y me quedé bien dormido. Estaba cansado,
los demonios al parecer también pedían su dosis de sueño.
A la mañana siguiente me comuniqué con mis padres; sentía su au-
sencia y la muerte del papá de Sandra me hizo acordarme de ellos.
—Mamita, buenos días, soy Marcelo. ¿Cómo estás? – pregunté
con una voz pausada, sonaba muy diferente cuando las bestias esta-
ban dormidas en mi interior.
—Marcelito, qué gusto. No muy bien, Manolo tuvo un accidente
muy fuerte. Un colectivo le pegó a su carro, está hospitalizado en el

♦ 303 ♦
Del Infierno al Cielo

Hospital Avellaneda desde hace unos ocho días. Estamos orando


todos por que salga adelante – contestó con voz tarda y dubitativa.
—¿Cómo? Pues ¿qué le pasó madre?
—Le chocaron casi de frente. Lolis está muy preocupada; lo ve
muy mal, tiene todo el costado izquierdo roto. Te pido tus oraciones
por Manolo. Antes del accidente justamente en la mañana me estaba
preguntando por ti; siempre te tiene presente Marcelito. Afortuna-
damente el seguro va a responder por los gastos – señaló.
—Madre. ¿Cómo, está bien? ¿Qué tiene el viejo? – pregunté muy
nervioso, las lágrimas se me salían del rostro; por dentro me quema-
ba el dolor.
—Ya lo daban por muerto, hijo. De no haber sido por un bombero
que lo revisó estando ya con la sábana cubriendo su cuerpo ensan-
grentado, ahí lo dejan morir. Varios huesos están rotos, no sé si po-
drá caminar después de esto. Los doctores no dicen nada, ya sabes
cómo son. Ahorita está en coma, primero debe pasar la noche. No te
olvides de nosotros, que tú siempre estás en nuestras oraciones. Te
mandan muchos saludos todos tus amigos; van a la casa o al negocio
y preguntan por ti y por Sandra.
—Madre, Sandra está llegando a Buenos Aires hoy, pues falleció
su papá. Sería bueno que la buscaras, yo trataré de avisarle para
que los acompañe. Quisiera estar con ustedes, pero los pasajes están
muy elevados. Discúlpame ¿sí? Por favor avísame cualquier cosa a
este número 55 54555451. Anótalo en tu libreta. No lo pierdas.
—Sí, hijo. Y ¿cómo va todo en México? – inocente, con toda la
bronca de Manolo encima y todavía se preocupa por mi vida.
—¡Despreocúpate, madre! Vamos a estar bien, ya dejé de tomar y
eso. Aunque me está costando trabajo lo voy a lograr. He subido de
peso y los niños siguen creciendo; Melina ya camina y habla de todo,
Kenan también haciendo diabluras. Todo por acá está bien.
—¡Gracias por todo hijo, yo te mantengo al tanto! Pidamos a Dios
que todo salga bien. No se merece terminar así tu padre. Y por la
culpa de otros, eso no me parece bien – dijo sosteniendo su aliento
para no soltar su llanto.

♦ 304 ♦
Adiós, Suegro

Colgué con muchas sensaciones atravesadas. “¿Cómo la vida llega


sin avisar y se retira de igual forma? No puedo perder a mi viejo, tengo
tanto que darle, demostrarle. Que se sienta orgulloso de mí, y no como
seguramente lo está actualmente, preocupado o acongojado por mi fu-
turo incierto”. Esas preguntas y cuestionamientos se quedaron en mi
mente. Fui a revisar a los niños, le hice el encargo correspondiente a
la muchacha que me ayudaba mientras atendía el negocio de comida.
Varios días estuve llamando a Buenos Aires. No tenía la plata para
viajar y verlos; eso me hacía sentirme muy mal, muy desdichado, aun-
que Mabel me iba dando como podía el parte médico. Afortunadamen-
te mi padre la libró. Hubo varias complicaciones médicas posteriores
que le ocasionaron algunas lesiones en la columna, pero finalmente
estaba entero. Podía vivir muchos años más; con tratamiento y algu-
nas medicinas sanaría al 100%. Mabel estaba muy contenta, recibió el
apoyo de sus hermanos y hermanas, primos, y muchos acudieron en
barco desde Montevideo.
—Todos preguntaron por ti, Marcelo. Tus amigos. ¡Los primos! –
señaló sonriente a través del auricular.
—Gracias, madre. Lo principal son ustedes, no yo – señalé.
—Sí, tú también eres muy importante para nosotros. No importa
que estés a miles de kilómetros, hijo. Aquí la Lolis ¡te manda besos!
Tuve que esperar una semana para escuchar la voz de Manolo, pues
estuvo en reposo absoluto todo ese tiempo. Solo comía y dormía. Su
cuerpo se quebró en varios pedazos y gracias a Dios le soldaron bien
los huesos y las lesiones en la espalda pasaron a ser solo quejas por el
frío. Algunos clavos quedaron insertados para sostener sus piernas,
aunque fue lo menos; poco a poco iría tomando fuerzas y de ahí los
clavos se le podrían retirar, dependiendo de la evolución.
Después de unos días regresó la Chola. No le pedí explicaciones de
nada, solo la abracé con fuerza. La notaba mucho más tranquila, resig-
nada. Por lo pronto pudimos hablar tranquilamente del accidente que
le sucedió a Manolo. Me señaló que había estado con él y que afor-
tunadamente lo encontró mejor de lo que esperaba; y me habló de
mis primos, de los comentarios que se hicieron acerca de nosotros.

♦ 305 ♦
Del Infierno al Cielo

En la delicadeza de su rostro se dibujaba un extraño brillo. Las pala-


bras que utilizaba sonaban diferentes en mis oídos; algo se guardaba,
no podía descifrar su tranquilidad.
—¿Cómo viste todo por allá? – comenté.
—Bien, dentro de lo que cabe todo estuvo ordenado. Fue casi toda
mi familia a despedirse de mi papá. Las misas fueron muy emotivas,
las llenaron de flores y cantos.
—Me da gusto verte así.
—Después nos reunimos todos a escuchar el testamento. No es-
peraba mucho por todos los gastos y cosas que se tuvieron que ha-
cer. Bueno, mucha formalidad.
—Excelente, me da gusto. Bueno, pues me voy a hacer las com-
pras para el negocio. Los niños estuvieron bien, Melina con un poco
de gripe, le di el medicamento que me comentaste. Ah, por cierto,
sigo sin consumir alcohol ni drogas me levanté de la silla, tomé mis
cigarros, y cuando di dos pasos me tomó del brazo.
—Siéntate por favor – dijo con mucha serenidad.
—¿Qué pasó? ¿Estás bien?
—Sí, muy bien, solo necesito decirte algo muy serio. Quiero que
razones y que pensemos juntos qué vamos a hacer. Ahora que estu-
ve en Buenos Aires reflexioné muchas cosas, los errores y aciertos
que hemos cometido. Me da muchísimo gusto que te hayas alejado
del alcohol y de las drogas, eso me demuestra lo que siempre he
pensado de ti.
—Gracias – solo eso pude contestar, no había espacio para más
palabras.
—Dentro de la última voluntad de mi padre nos asignaron la he-
rencia a todos, y a tu mujer le tocó la suma de quince mil dólares. Sé
que…
—¡Quince mil dólares! – interrumpí lo demás que me iba segura-
mente a decir.
—Sí Marce. Sé que no es mucho, por eso creo que es una buena
oportunidad para lograr un patrimonio, consolidar el negocio o ad-
quirir otro. ¿Qué opinas?

♦ 306 ♦
Adiós, Suegro

—Pues opino lo mismo que tú. Sí se pueden hacer varias cosas


importantes con eso. Habría que buscar cómo lo invertimos, no gas-
tarlo o desperdiciarlo en cosas que no necesitemos.
—Perfecto. Estamos en el compromiso de hacer las cosas bien,
¿verdad?
—Así es – comenté dándole un abrazo muy honesto.
—Gracias. Le comentaré a mamá que estamos todos en la misma
frecuencia para que esté más tranquila – dijo cerrándome el ojo de
forma sospechosa.
—¿Cómo? Si tu mamá tiene lo suyo, ¿qué no? pregunté extraña-
do.
—Sí, pero quiere cuidarme y que hagamos las cosas correctas,
flaco – señaló tomando la mamila de Kenan y retirándose rumbo a
la habitación de los niños.
Con ese capital sucedieron varios cambios importantes en mi vida.
Primero la responsabilidad crecería, pues no es lo mismo tener un ne-
gocio de comida con tres mesas y quince sillas a dos negocios. Conse-
guimos un local comercial, Virginia nos ayudaba a administrar ciertas
cosas y la actitud de todos cambió un poco; ahora vivíamos más rela-
jados. Ya con los negocios aportando más capital, nos cambiamos del
arrabal a un departamento por la calle de Artículo 123. Virginia y Nel-
son se vinieron a vivir con nosotros. No sé si eso fue lo más convenien-
te. Ya llevaba ocho meses sin chupar, aunque los nervios y la ansiedad
aun me arrastraban a cometer errores. Atacaba constantemente a San-
dra de manera verbal, tenía problemas con los empleados, llegaba muy
tarde y mis horas de sueño se complicaban cada vez más.
Nuevamente los celos me empezaron a incomodar. Mi mujer entró
a trabajar a una zapatería o alpargatería; durante el día se me solía per-
der con la excusa de su trabajo y por las noches con sus nuevas amigas.
Yo mientras tanto intentaba estar al frente de los negocios; batallaba
muchas veces con la nómina, las compras, faltantes de dinero y eso me
generaba mal humor. Fumaba desesperadamente tratando de suplir
un poco las demás drogas y eso no era suficiente; el exceso de adrena-
lina lo quemaba haciendo ejercicio. Me metí en la cabeza que quería

♦ 307 ♦
Del Infierno al Cielo

estar como esos tipos fisiculturistas, compré algunos suplementos y


vigilaba más mi alimentación.
Empezaron nuevamente los problemas con mi suegra y mi cuñado,
por los negocios, por los gastos; querían meterse en todo, fijarme hora-
rios, reglas y eso a mí no me parecía. Sandra no me daba todo el apoyo
que necesitaba, quizás seguía desconfiando de mí. De seguro me mira-
ba muy desconectado aún de ser un tipo completamente responsable.
Con mi rebeldía y enojos la orillaba a eso, no lo sé, las discusiones
estaban a peso en la casa.
—¡Ya no quiero vivir así, Marcelo; ni contigo, ni con mi mamá! –
con eso me salió Sandra.
—Oye, ¿cómo me dices eso? – alegaba sin ver el fondo real de las
cosas, algo muy difícil de aceptar; llegaría el día en que tendría que
hacerlo no por encimita, no, eso no es para mí.
Me quedé atónito, la expresión en mi rostro le dio satisfacción, por-
que sonrió descaradamente.
—Mira, te propongo que nos cambiemos a vivir solos. Encontré
un departamento por Tlatelolco en la parte baja, que se ve muy bien.
Ahí estaremos más tranquilos. Yo veré cómo le hago para moverme
con los negocios y que todo camine, Chola. ¿Está bien?
No hubo respuesta de su parte, seguía con su mirada misteriosa y
el cuerpo lo contoneaba de forma extraña, entre alegre y sensual; algo
estaba pasando y yo sería el último en enterarme. Me di a la tarea de
buscar a la gente del departamento en Tlatelolco y llegamos a un precio
razonable. De inmediato fui al teléfono de la esquina para llamarle a
Sandra y decirle que ya había conseguido nuestro nuevo nidito de amor.
Esa noche fui al grupo, como casi todos los días de lunes a vier-
nes. En ocasiones también iba los fines de semana, cuando los de-
monios querían forzosamente despertar. Recurría a Jorge y Arturo
para que me ayudaran; siempre conté con ellos, incluso para alivia-
nar mi mal genio.
—Buenas noches, Marcelo. ¿Cómo andas? – me dijo Arturo, quien
ya se había afeitado; ahora estaba más a la moda, su mujer lo traía en
friega con su negocio de plásticos y bolsas.

♦ 308 ♦
Adiós, Suegro

—Al cien. ¡Sólo un día más! – comenté orgulloso.


—¿Y en casa cómo vas? ¿Sí te aguantan el mal genio? No es fácil,
créeme. Yo me las vi negras, me aislé de mucha gente, hubo rencores
y diferencias con mis amigos del trago, porque de repente te vuelves
un bicho raro para ellos y constantemente te quieren cucar a que to-
mes, inhales cocaína o que fumes marihuana – señalaba con todo el
conocimiento de causa; su experiencia de vida le hizo perder a dos
de sus hermanos.
Los demás integrantes del grupo fueron llegando al salón. Se me hizo
raro ver entrar a un sacerdote entre los visitantes. Ese día las caras largas
estaban más largas que otras veces; no entendía qué estaba pasando.
—Sí te entiendo. Me metí al gimnasio, creo que es una buena te-
rapia para controlarme. El problema sigue siendo con mi mujer que
anda muy rara; no sé qué pasa por su cabeza si ahora estamos mejor
que antes – señalé tomando mi lugar en el salón donde nos reunía-
mos en el grupo.
—Donde te debes poner muy abusado es en el trabajo. Escuché
que la gente está hablando mal de ti, que nunca llegas a las citas, o
que a veces les faltan ingredientes para cocinar. Abusado – señaló su
ojo izquierdo como advirtiéndome algo.
—Es que no es tan fácil, no creas. Le he estado echando los kilos,
pero no logro aún estar completamente seguro de que estemos ha-
ciendo lo correcto. Malditas dudas, mi suegra parece cómplice del
demonio – advertí.
—Al rato me platicas. Ya va empezar, sale.
—Sí, saliendo nos tomamos un refresco y una botana.
—Va – aseguró tapando su boca con el dedo índice indicándome
que ya no hablara.
Ese encuentro o sesión terminó muy tarde. Lamentablemente un
par de compañeros del anexo fallecieron en un terrible accidente au-
tomovilístico rumbo a Acapulco, y estando todos reunidos se aprove-
chó para hacerles una misa. Jorge y Armando hicieron con algunas de
sus fotografías un improvisado altar de muertos, con calacas de dulce,
membrillos y cajetas.

♦ 309 ♦
Del Infierno al Cielo

Regresé tarde a casa y, para colmo, no estaba Sandra; no había reca-


dos ni avisos, nada sabía de ella ni de mis hijos. En su trabajo conoció
a una tal Margarita, una muchacha algo pasada de peso con la que
salía o dejaba encargados a nuestros hijos. Hice varias llamadas, mas
no localicé a nadie. Eran pasadas las 11:00 de la noche, eso era algo que
estallaba mis sienes. El cuerpo se me quebraba por no poder controlar
los horarios de llegada ni salida; era importante poner reglas porque si
yo me estaba metiendo en cintura con lo del grupo y el gimnasio, ¿por
qué mi mujer seguía actuando en completa libertad? La esperé a que
llegara, fueron casi 45 minutos de estar sentado en la sala, fumaba un
cigarro tras otro.
Me había preparado un mate. En la semana había conseguido una
tetera y la combinación perfecta, con eso aliviaba un poco la falta de los
sabores y olores de mi tierra.
—¿Me puedes decir dónde andabas? – estaba iracundo, con el
cigarro en la boca. A lo mejor me daba más porte y seguridad, no lo
sé, hacía aspavientos con las manos como atrapando el aire.
—Oye, es temprano. Fui a cenar con la gorda, relájate. No es para
que te pongas así.
—¿Y los niños? – pregunté extrañado.
—¡Se quedaron a dormir con mamá! – contestó, levantando el
tono de su voz.
—Tampoco me grites – sugerí con el índice apuntando su rostro.
—Ni tú me amenaces. Ya estoy cansada de ti y tu loca prepoten-
cia. Eres un holgazán, así los negocios no van a funcionar. Me voy
a dormir, no me molestes más – caminó apresuradamente al cuarto,
una estela de perfume quedó después de su paso por la sala.
—Es que… dije.
—No, nada – y cerró la puerta con fuerza.
Me quedé con las palabras en la boca y las ganas de gritar mucho
más alto en los tanates. Ya empezaba a amanecer. Era tiempo de poner
las cosas en orden con mi mujer, aunque nunca salió a darme la cara,
ni siquiera a servirme un café o preparar algo para que desayunáramos
juntos. Y con el pretexto de que los niños no estaban, no tenía manera

♦ 310 ♦
Adiós, Suegro

de levantarla o molestarla para que lo hiciera, así que no me quedó


más remedio que seguir esa exhaustiva rutina de ponerme a trabajar.
Abordé un taxi y le indiqué que tomara la Avenida Rojo Gómez o el Eje
Seis Sur para llegar al mercado de Abastos y hacer las compras de los
negocios. Aun me costaba mucho trabajo acostumbrarme a trabajar;
flojeaba mucho y las ganancias se me iban como agua, no sé ni en qué
gastaba el dinero.
Recorrí buena parte de la ciudad, entre callejones y avenidas. No
sentía miedo alguno. Compré los víveres e ingredientes necesarios
para la elaboración de los platillos, trataba de cuidar mucho el dine-
ro. Durante el trayecto sentí algunas miradas que vigilaron mis movi-
mientos durante varias cuadras, oí varias veces pasos que me seguían
muy de cerca, sin embargo, estúpidamente, me creía protegido, me
creía seguro; el hacer pesas y ejercicio me daba un halo de seguridad.
“La ansiedad ya no era motivo para corre; que sean ellos los que me
teman, los que corran”, decía la Bruja en mi interior.
Al pasar por uno de los andenes, dos muchachos entre los 14 y los
18 años de edad estaban fumando, por eso llegó a mi pecho el pene-
trante olor a marihuana. Fue una situación que no había experimenta-
do desde hacía ya tiempo. Tontamente pensaba que ya había olvidado
y superado lo exquisito de su aroma y efectos, pero no, nada de eso
era cierto; todo seguía ahí, esos placeres estaban archivados sobre mi
escritorio mental, esperando a ser removidos.
—¿Qué pasó, puto, qué ves? – señaló amenazante el más alto.
—Lárgate por donde viniste, pinche joto – dijo el otro con cara de
niño maleducado.
Apreté los dientes y los puños. Quería írmeles encima y quebrarlos.
Eran muchos odios acumulados y nunca nadie le había hablado así a la
Bruja, sin embargo, tal y como un chiquillo asustado, me alejé corrien-
do como si hubiera visto al mismísimo diablo.
—Nada, no veo nada – eso fue lo único que alcancé a decirles.
Llegué al departamento, tan desesperado que no encontraba
la llave en mis bolsillos. Me comportaba como gato boca arriba;
aventé la llave en el jarrón, rabiando por no poder controlarme.

♦ 311 ♦
Del Infierno al Cielo

A veces usaba pastillas para bajar la depresión o ansiedad. ¡Debería


habérmelas llevado! Golpeaba con fuerza la mesa del comedor. Ca-
miné siete pasos a la heladera, quería agua de limón, y fue ahí justo
encima donde localicé el botecito con el medicamento.
“Los pude haber matado”, pensaba.
Eso me preocupaba, me angustiaba ese sentimiento tan penetrante,
aunque cómo me iba a imaginar toparme con esos olores del averno,
ahí, delante de mí, seguí así meditando un par de minutos más para fi-
nalmente reaccionar. “Marcelo, ¿qué te pasa? ¡Estoy desvariando! Cla-
ro que no sería capaz de matarlos. Me estoy volviendo loco, eso es. Me
estoy volviendo loco. Soy un hombre de buenos principios, tengo va-
lores heredados de Manolo, de Mabel. Crecí con ellos, los mamé, estoy
seguro de haberlos mamado. Perdóname, Señor, por mis intenciones.
Estoy muy confundido, ofuscado por esta maldita sed de venganza”,
tenía tantas cosas en mi cabeza.
Este debe de ser el lado obscuro que nadie te dice cuando dejas las mal-
ditas drogas; son las letritas minúsculas del contrato que te hace firmar el
diablo por permitirte saborear los placeres de su casa, esas palabras que
te suelen advertir “no lo hagas, no lo hagas”, aunque uno en su estupidez
y valentía nunca revisa en ningún pinche contrato. Es el resultado de mi
error, mi alma empeñada por un puñado de locuras, valentía y poder.
Ahora ya no estaba furioso. Me senté en el piso junto a unas cajas
de jitomates verdes con mis manos sosteniéndome la cabeza, abati-
do, cansado, desconsolado. Jalaba mi cabello pretendiendo encontrar
las respuestas, por todo, por nada. Me daba tristeza haber lastimado
a tanta gente, sin embargo, en esos momentos de descontrol no podía
pensar en lo bueno, en los avances que he tenido. Quise marcar a casa
nuevamente para ver si tenía la suerte de hablar con Manolo, que des-
de su accidente no lo escuchaba.
El teléfono sonó varias veces, más de ocho tal vez, y nadie contestaba,
solo la estúpida operadora, que se negaba a seguir intentando; quería
que me ayudara a transmitir el dolor que sentía. Era una mujer muy cor-
tante que mató mis ganas de seguir insistiendo. La sinceridad es a veces
difícil de manejar; a cualquiera nos descontrola, no sabemos manejarla.

♦ 312 ♦
Adiós, Suegro

Regresé junto al teléfono, intenté varias veces y nada. Caí dormi-


do en un sueño muy profundo. El auricular inclusive se quedó en mi
mano. No tomé ningún alimento, el hambre seguramente seguía con-
fundida con el episodio de crisis existencial; era muy probable que es-
tuviera vagando, buscando la ruta hacia mi cerebro.
El frío de la madrugada recorrió mi cuerpo en repetidas ocasiones.
El sol aún dormía bajo su hermoso manto de estrellas, viendo a la dis-
tancia a su quimérico amor. La sonriente luna, callada, observaba a su
amante imposible, irradiaba cariño, suplicaba por una caricia de sus
ardientes manos. Su fuego la cegaba, imaginando el día en que pudie-
ran estar juntos; soñaba, deseaba.
Amanecí acostado en el piso, a medio tapar con unos cojines
bordados que seguramente Sandra me llevó en la madrugada para
que me sirvieran de almohada, de cobija o confidente. Desperté
con un pensamiento sencillo: “esta mañana quiero volver a hacer
ejercicio, correr, brincar”. Sentía suficiente energía en mi cuerpo
como para correr un maratón. Levanté los cojines, acomodé todo
y busqué comer algo ligero. Me obligué a tragar un plato de cereal
de fibra con leche light y un plátano medio verde. Era sábado, un
buen día para vivir.
Empecé con abdominales, después le seguí con unas viejas pesas
que había conseguido con Arturo allá en Batopila. Me recordaban a las
que tenía Manolo en aquel negocio en La Boca; no eran precisamente
muy elegantes, estaban usadas y parecían de esas planchas forjadas en
hierro, pero me sirvieron para ejercitar casi todos mis músculos. “Con-
gruente Marcelo, sé congruente”, repetía las mismas palabras desde
hace años almacenadas en mi subconsciente.
El hambre dejó de vagar confundida en mi cuerpo y llegó fuerte
a su destino, vigorosa e irresponsable. Ahora quería comer de todo:
nieve, asado, queso, leche, cereal, pan; tenía antojo de todo. Calenté
lo que pude y empecé a comer. Bueno, realmente a tragar como si no
lo hubiera hecho en años; no había por qué ocultar mi apetito, nadie
me pedía formalismos. Combiné de todo; un litro de leche se me hizo
como un vaso de agua.

♦ 313 ♦
Del Infierno al Cielo

Ya no quería sentir tristeza, eran muchos días lamentándome de


todo, y por todo, por mis hijos, por Sandra, por trabajo. Estaba harto
de ser el culpable, de ser el chivo expiatorio de todos y de mí mismo.
Ya mis heridas estaban cauterizando y en unos meses más estaría cura-
do casi por completo. Eso quería hacer, empezar de nuevo, intentarlo
otra vez. Pronto los negocios me darían los resultados que había esta-
do esperando, pronto volvería a Buenos Aires quizás de vacaciones a
saludar a mis padres, ir al Tigre, al Parque Solís, recuperar mi vida o
construir una nueva. Debo y puedo hacerlo.
Quería ver a mi padre y a mi madre, decirles lo mucho que los quie-
ro, lo mucho que me he equivocado como hijo, como ser humano. Lla-
mé a casa; nadie contestó el teléfono, ni siquiera Lolis. “Muy extraño.
Bastante extraño”. Me metí a bañar esperando que después de mi baño
pudiera encontrar a alguien.
Sonriente y con mucha esperanza, terminé de bañarme, me vestí
tan rápido como pude y salí a la calle. Fui a conseguir una camioneta
para cambiar todo al departamento de Tlatelolco. Era un bonito día,
con un cielo azul celeste como aquellos cielos que tenía en mi memoria
al caminar por Buenos Aires; solo una que otra nube estorbaba en el
horizonte. Vi venir un taxi a lo lejos y le llamé; el precio negociado fue
justo o estaba tan contento que no me importó.
Se acercaba el día del niño y creo que estaba más emocionado yo
que Melina y Kenan al respecto; soñaba despierto con llenarlos de re-
galos y de abrazos, jugar con ellos y perder el tiempo a su lado, tal vez
salir de la ciudad a Cuernavaca o a Valle de Bravo.
Ya nos habíamos cambiado al departamento de Tlatelolco; todo ha-
bía quedado muy bien acomodado. Virginia seguía con nosotros, pues
tuvo un enfrentamiento muy fuerte con Leopoldo. Había entrado en
una crisis muy larga y su temperamento estaba siempre al límite; no
podía verme descansando porque de inmediato ponía el grito en el cie-
lo. Yo seguía padeciendo crisis importantes por la falta de alcohol y de
droga en mi sangre, así que fue cuando decidí vivir una temporada en
el anexo del grupo AA. Los episodios de angustia se me presentaban
muy seguido; debía tomar el toro por los cuernos.

♦ 314 ♦
Adiós, Suegro

La despedida fue dolorosa, aunque asumí con valentía que eso era
lo mejor. Tomé a Melina, le di un beso, mientras Kenan se me quedaba
mirando desde los brazos de su madre. El beso de hasta pronto fue
opaco, siniestro y deprimente. No alcanzaba a entender lo que suce-
dería.

♦ 315 ♦
EL DÍA DEL NIÑO
Y LOS TOROS

S andra seguía trabajando en la alpargatería. La veía los fines de


semana; convivíamos apretadamente. De vez en cuando mi
hombría volvía a explotar, ella sólo agachaba la cabeza, ya no decía
nada; por mi parte había una disculpa muy corta y cambiaba el tema
para evitar cuestionamientos de mi situación física y mental.
Había juntado algo de dinero para comprarle regalos a los
niños. Iba de visita a buscar a mi familia, le llevaba un oso de
peluche a Melina, y un camión de bomberos y unos pequeños
guantes de box a Kenan. Toqué en el departamento; la respuesta
tardó en llegar.
—¿Quién? – gritó desde el piso de arriba una mujer. Caminé cua-
tro pasos para que ella pudiera verme. Su gesto de admiración pudo
ser por varias razones, esperaba que fuera de gusto. Era la amiga de
mi mujer, Margarita.
—¡Soy Marcelo! Hola, me puedes abrir. Vengo por Sandra y mis
hijos – aseguraba contento, sintiendo el aire entrar en mi garganta al
gritar mis deseos. Estaba excitado, rebosando de sentimientos feli-
ces. El estar ahí con ellos era una bendición; llevarles los regalos una
muestra simple de lo que les debía por recibir tanto de ellos.
—No está Sandra, Marcelo. Yo le digo que estuviste aquí – con-
testó ella.
—¿Mis hijos dónde están? ¿Me puedes abrir? – solicité aún con
tranquilidad.

♦ 317 ♦
Del Infierno al Cielo

Después de un par de minutos se apareció Margarita abriendo la


puerta de la entrada. Estaba frente a mi inquietud, pasmada. Su cara
denotaba misterio y desconfianza; creo que me tenía miedo. No sé qué
tantas historias le habrá contado Sandra de mí. La hice a un lado y subí
las escaleras.
Ella llegó detrás de mis pasos, muy cerca. Caminé hasta la recámara
principal y ahí estaba Kenan, dormido con el cuerpo extendido como
tomando el sol. Si la ciudad se callaba por segundos, podía escuchar
sus pequeños ronquidos. Cerré la puerta con cuidado y pasé a la otra
habitación. Melina estaba muy tranquila, sentada en cuclillas jugando
con unos dados de colores, que tenían letras y números. Levantó la
mirada y me sonrió; siempre lo hacía, a ella no le importaba mi condi-
ción, mi embriaguez, mi sobriedad, todo le estorbaba. Lo que siempre
quería era tocarme la piel.
—¿Dónde está Sandra? Se supone que debe estar aquí. Dime la
verdad.
—No sé, solo me encargó a los niños desde temprano.
—¿Desde temprano? ¿Cómo? ¿Y no dejó ningún recado o telé-
fono donde pueda localizarla? ¿Nada? – la sangre en mi cuerpo se
empezaba a acelerar.
La mujer dudaba sus respuestas. Quizás las instrucciones que le
dieron no fueron suficientes y ahora no sabía qué decir. Caminó ner-
viosa a cerrar la puerta de la entrada, después fue a la cocina a apagar
una tetera que estaba pitando, avisaba que el agua ya estaba hirviendo,
así como mi sangre.
—Oye mira, yo no quiero enojarme, ni gritarte para que me digas
la verdad. Tú no me conoces y de verdad prefiero hacer las cosas
bien. Aquí están mis hijos y eso ya es bueno. Te escucho.
—Es que, la verdad, no sé.
—No, no me jodas con eso. Son muy buenas amigas, lo sé. Todo
se cuentan. No me chingues, gorda ¿Qué quieres que te haga un des-
madre aquí? No, ¿verdad?, por mis hijos dime ¿qué está pasando?
– estaba en el límite, ésta quizás sería la última pregunta. ¿Dónde
está Sandra?

♦ 318 ♦
El Día del Niño y los Toros

—Marcelo…
—¡Sí, dime qué hijos de puta está pasando! – grité.
Hubo en su boca un silencio sepulcral, tal y como si estuviéramos
en un cementerio; solo nos faltaba el ulular de un búho nocturno para
darle el toque adecuado a este momento.
—¡Hey, reacciona! – con fuerza le aplaudí frente a la cara.
Creo que estaba mentalmente repasando la variedad de respuestas
y reacciones que yo pudiera tener. Se tomaba de las manos nerviosa-
mente y elevaba sus pupilas al techo.
—Se fue a Valle de Bravo con David – contestó contunden-
temente.
—¿David? ¿Quién chingados es ese cabrón? – pregunté.
—Es un amigo de ella. Es todo lo que sé. ¡De verdad no me pre-
guntes más! solicitó casi a punto de chillar.
—¿Cómo se llama? David, ¿qué?
—No sé.
—Mientes, Cabrona. Claro que lo sabes. Lo voy averiguar, no te
preocupes. Ahorita resuelvo esta pinche mamada.
Era una encrucijada de ideas, datos y lugares; trataba inútilmente
de ligar en mi cabeza recuerdos de alguna conversación donde apare-
ciera el hijo de puta de David. ¿Desde cuándo existe David en su vida?
¿Dónde lo conoció?, ¿Valle de Bravo?
—¿Cuándo te dijo que regresaba? – de ahí pudiera sacar otras
conclusiones que ya eran bastante evidentes.
—El lunes – señaló agachando la mirada al piso y soltando el pri-
mero de sus trescientos inútiles sollozos.
En cuanto dio la respuesta muchas cosas sucedieron en mi cabeza.
En mi ego, en los demonios, carcajadas, golpes, acusaciones, gritos,
lamentos de forma desordenada, todos querían mi atención; no podía
pensar correctamente. Di un sólo golpe en la mesa del comedor para
que se callaran. Lamentablemente Melina también lo escuchó y perdió
la paz; Kenan también. Caminé torpemente hasta mi hija; quería abra-
zarla, sentía perderla. Necesitaba sentirla y con eso que calmara los
monstruos y reclamos en mi interior.

♦ 319 ♦
Del Infierno al Cielo

La tomé con fuerza entre mis brazos y me seguí de frente a la recáma-


ra principal. Me senté en la cama, le di su regalo a mi hijo que estaba aún
sobre la cama, “nuestra cama”, y busqué con frenesí en el buró izquierdo
la maldita agenda de Sandra. “Ahí debe de estar el nombre y teléfono de
este mal nacido”, pensé tan fuerte que casi me escucha Margarita.
Abrí los tres cajones de forma desesperada. Melina me miraba con
cara de extrañeza; Kenan no, él estaba feliz con el coche de bomberos
que le traje, el oso lo había olvidado con tanto alboroto en la mesa del
comedor. Finalmente apareció ante mis ojos la famosa libreta azul. Ya
la conocía, pues ahí solía apuntar muchos datos del negocio. Quizás
ahí aparezca el tal David.
Con calma observé cada hoja y puse mucha atención a todos los
detalles, sonrisas, corazoncitos, anotaciones especiales, marca textos,
sellos, todo. Como si fuera ciego, repasaba con las yemas de mis dedos
cada rincón; poco me faltó para oler la mendiga libreta y descubrir algo
en su entorno, como un jalón de cocaína.
Había por lo menos siete cabrones con ese nombre y sus respectivas
combinaciones: David Alejandro, José David, David Arturo, aunque
uno en especial me llamó la atención, uno sin combinación, en letras
más pequeñas que los demás hijos de la chingada. “Este güey es”, y
señalé con mi dedo índice al más insignificante, al que quiso segura-
mente esconder. Ese fue su error, quizás el único, porque no tenía co-
razones marcados, ni florecitas o adornos especiales.
Tomé el teléfono y marqué el número que venía anotado. Me con-
testó una voz de mujer, elegante; muy propia la vieja.
—Sí, buenas tardes. Se encuentra David – pregunté esperando
el “sí aquí está”, y que todo este mal entendido acabara de la mejor
manera posible.
—¿Quién lo busca disculpe?
—Hola, señora, ¿es usted su mamá? – solicité aún caballerosamente.
—Sí, soy yo. ¿Quién habla?
“¡A huevo que tiene que ser su madre por el tono y las formas!”, pensé.
—Habla Marcelo, señora, un amigo de David. Mucho gusto – co-
menté hipócritamente.

♦ 320 ♦
El Día del Niño y los Toros

—Gracias. Igualmente.
—Disculpe quiero hablar con su hijo. Me puede decir si se en-
cuentra.
—No, no está, salió a Valle de Bravo con su novia Sandra. Allá los
puede encontrar – contestó seguramente acariciando el perro que
tiene en las manos.
—¿Ah, sí? Pues habla el esposo de Sandra, y tengo a nuestros
dos hijos aquí conmigo y la muy puta anda en Valle de Bravo con
su hijito.
—Discúlpeme… ¿Cómo?... ¡No puede ser!, ¿Sandy está casada? –
quizás se le despeinó un poco su tocado en la cabeza.
—Sí, sí está casada, y a David, su hijito, escúcheme bien, lo voy
a ir matar. Ya sé dónde viven y quiénes son y créame, señora, en el
barrio de La Boca, de donde yo vengo en Buenos Aires esas palabras
¡debe tomarlas como ciertas!, ¿me escuchó? ¡Lo voy a matar! Con mi
familia no se juega – lo dije con mucho aplomo.
—No, no, ¿cómo cree? ¡Déjeme pasarle a mi esposo por favor!
Esperé un par de minutos. Apretaba fuerte el teléfono en mis ma-
nos; gritaba por dentro para no llorar por fuera.
—Sí, buenas tardes. ¿Quién habla? – preguntó una voz rasposa,
poco fluida.
—Soy Marcelo, el esposo de Sandra. Estamos casados desde hace
varios años y tenemos dos hijos, así que su hijo se muere, ¿me oyó?
Con la familia no se juega – subrayé nuevamente la misma frase; me
gustó como se escuchaba.
—No, mire, eso no puede ser. Escúcheme. ¡Seguramente mi hijo
no sabe eso! – aseguraba con voz temblorosa, calculaba que era un
señor de unos 60 o 70 años.
—Sí, claro – contesté por instinto, sin razonarlo demasiado. “Pen-
sándolo bien, sí podría existir esa posibilidad, aunque no lo puedo
aceptar delante de sus padres”, pensaba.
—Mire, yo quisiera hablar con usted. Deme oportunidad. Ellos es-
tán fuera. ¿Qué le parece si nos vemos en el Burger King de Polanco?
Quizás podamos llegar a un arreglo. Primero escúcheme, ¿está bien?

♦ 321 ♦
Del Infierno al Cielo

—¿A qué hora? – dije, pretendiendo darle formalidad al asunto.


Esto no podía quedarse así con una llamada telefónica amenazante,
era cumplir la palabra empeñada.
—Mañana a las 3 de la tarde, por favor. Y una disculpa por este
gran problema – señaló nervioso al otro lado de la línea.
—No, no se disculpe. Su hijo se va a morir – aseguré nuevamente.
—Lo veo mañana entonces. Gracias.
Y así, unas cuantas horas después, se dio nuestra cita. Él llegó con
sus mejores galas; yo llegué con mis mejores garras. No hubo muertos,
solo explicaciones de un lado y alegatos del otro. El problema no era
David; la bronca se me venía en casa, ahí sí ardería Troya. Asumí que
este señor me hablaba con la verdad y que llevaría mi mensaje direc-
tamente al afectado. Lo que le dije al final fue que respetara mi hogar;
creo que lo entendió.
Con Sandra no fue menor el pleito, los gritos, las ofensas, fue algo terri-
ble; de puta no la bajaba y ella de irresponsable no me subía. Yo me refugié
en el anexo. Tal vez se imaginaba que volvería a caer en las drogas o en el al-
cohol, sin embargo, gracias a Dios, llevaba el compromiso al límite; aun con
el alma destrozada seguía pensando en un mejor mañana. Pasaron algunas
semanas de nuestro enfrentamiento y fui a buscar a mis hijos al departa-
mento en Tlatelolco. No quería que mis hijos vivieran una situación así.
Toqué el timbre desesperado. Don Chuy me hizo el favor de llevar-
me y me llenó de consejos. Como siempre, lo notaba angustiado por
todo lo que estaba pasando; no lograba entender cómo alguien puede
sufrir tantas cosas y seguir de pie. Se tuvo que retirar por un compro-
miso de trabajo y me dejó una bolsa con algunas chucherías que había
mandado doña Mercedes para mis hijos.
—Buenas tardes – saludé cortésmente a Virginia, quien con una
mirada lasciva intentó amedrentarme.
—¿Qué haces aquí? No entiendo. Vete – sugirió haciendo con la
boca una mueca extraña.
—¡Vengo por mis hijos, quiero que vivan conmigo! Ustedes ha-
gan de su vida lo que quieran, y Sandra con ese pendejo. A mis hijos
los quiero conmigo, eso es seguro – recalqué.

♦ 322 ♦
El Día del Niño y los Toros

Ignoraba que Margarita estaba en la habitación principal con los


niños, escuchaba todo como era su costumbre.
—¡Estás loco! ¿Cómo crees que te vas a llevar a los niños?
—¡Nuestros hijos, señora! Yo también tengo derecho sobre ellos,
¿o no? – quería dejar muy en claro que podía hacerme cargo de ellos.
El alegato estaba subiendo de tono rápidamente; ella como gata
boca arriba se defendía.
—¡Por favor, Marcelo! ¿Qué vida les espera a ellos a tu lado? Eres
un desobligado irresponsable que no tarda en recaer en el alcoholis-
mo y las drogas. ¿Eso quieres para tus hijos? ¡No te mantienes ni tú
solo! Y ahora me sales que eres muy responsable y estás preocupado
por ellos. Con Sandra estarán bien.
Sus argumentos sonaban muy sólidos. Melina salió del cuarto cami-
nando y en cuanto me vio, corrió a darme mi abrazo.
—¡Hola, princesa! ¿Y tú mamá? – pregunté de forma estúpida.
—Se fue con su novio – contestó tiernamente.
—Hija, no, mamita se fue a trabajar – corrigió la gata.
—Mire nomás, ahora hasta a mentir les van a enseñar. Yo sabré
resolverlo, que no te quepa la menor duda. ¿Dónde está Kenan? –
grité desesperado.
La aparté de mi lado sin golpearla y abrí la recamara principal justo
en el momento en que la amiga de Sandra estaba colgando el teléfono.
La noté muy nerviosa; abrazaba a Kenan. Sobre la cama había unos pa-
peles y cartas con el nombre de Sandy. Miré una de ellas y en la parte
inferior derecha estaba con plumón marcado el nombre de David. De
un solo movimiento cogí las que pude, me aparté un poco de Margari-
ta y empecé a mirar su estúpida historia de amor.
Tenían varios meses saliendo, y yo sin enterarme de nada. No
supe si tragarme los pinches papeles, romperlos o guardarlos.
Lo único que se me ocurrió fue tirarlos en el suelo y pisarlos con
fuerza.
Melina corrió con ella, apoyándose en su regazo; en sus manos lle-
vaba el oso café pistache cogido del brazo derecho, aquel que le había
regalado el día del niño.

♦ 323 ♦
Del Infierno al Cielo

—¡Lárgate de aquí! No vayas a lastimar a alguien. Ya llamé a la


judicial y a la policía, pronto va a llegar – comentó abrazando más
fuerte a Kenan, evitando cualquier intentona de mi parte para que
me lo pudiera llevar.
—¡Tu amiga es una puta! Estando casada se metió con otro hom-
bre – subrayé alzando los brazos y apretando los puños. Mi gesto y
mi grito asustaron a mis hijos, así es que salí a la sala, no quería que
me vieran así.
—Marcelo retírate. ¿No ves a tus hijos? Los estás asustando – re-
calcó Margarita.
—¡Tú no te metas, Margarita, ni quien te llame a este velorio! –
le grité
—Señora solo deme a mis hijos y ya me voy, eso es todo. Yo no
quiero que vivan con una mujer así, entiéndalo – le dije a Virginia.
Escuché movimiento en la calle. Me asomé por la ventana, una pa-
trulla azul rey con las torretas encendidas acababa de estacionarse.
Dos minutos y treinta y seis segundos después alguien golpeaba fuerte
la puerta. Virginia se apuró a abrir sin ni siquiera preguntar quién era.
Un par de uniformados estaban ahí con cara de muy pocos amigos.
No eran policías como los que conocía de la calle; eran judiciales
prietos y mal encarados. El más grande de ellos, de cejas muy pobladas
y bigote, caminó hasta mí levantando los brazos y abriendo las manos,
como en son de paz.
—¿Marcelo? ¿Me permites hablar contigo un par de minutos? –
solicitó de forma pausada.
“Cómo es que este perro sabe mi nombre. Seguramente Margarita
avisó a Sandra y esta a su vez a todas las fuerzas públicas para inten-
tar detenerme”, medité y caminé despacio rumbo a la puerta; no iba
mentando madres, ni haciendo más escándalos. El oficial me tomó del
hombro, se retiró los lentes y con la mirada puesta directamente en mi
pecho comentó.
—Mira, nos dieron un 10-4. Viene la policía para acá. Yo tengo
órdenes de detenerte – apuntó su mano a las esposas.
—Oficial, es una puta, se metió con otro hombre estando casada.

♦ 324 ♦
El Día del Niño y los Toros

Deme la razón. ¿Qué haría usted? ¡Compréndame! – solicité angus-


tiado. En ese momento llegó Sandra corriendo hasta donde estába-
mos. Venía llorando como si se le hubiera muerto alguien; demacra-
da, con el maquillaje corrido sobre sus mejillas. Se abrió paso entre
nosotros. Levanté la mano por instinto; por obvias razones no iba a
darle el golpe, pero mi boca no se contuvo.
—¡Puta! Eso eres, cabrona – señalé con fuerza.
El uniformado hizo su trabajo correctamente; detuvo mi brazo con
fuerza y después me hizo la seña con su mano de que me quedara
callado.
—Entiendo tu coraje, créeme, pero la cosa está así: si llega la po-
licía, no te voy a poder ayudar. Te puedo dejar ir ahorita y alegar
que te nos escapaste, si no te vas te van a detener y a meter preso. Tú
dime qué quieres hacer. No hay muchas opciones. Aquí vas a perder
todo, allá en la calle puedes salvarte el pellejo – indicó con su mano
la calle, levantó la cabeza y se dio media vuelta.
—¡Maldita mujer! ¡Qué poca madre! – dije nervioso.
Bajé las escaleras y me encaminé a la salida. Vi a lo lejos que lle-
garon los policías. Si corría seguramente pensarían que era yo el que
andan buscando, así que bajé mis hombros. Respiré profundamente y
cambié mi postura para seguir de frente. Crucé por en medio de ocho
elementos, aunque ninguno de ellos me preguntó nada; quizás el flaco
ojeroso de la izquierda dudó cuatro segundos, sin embargo, se quedó
callado. El destino, la suerte, no lo sé, una vez que llegué al callejón
corrí como alma que persigue el diablo.
Lo que sucedió después es algo que no tuvo madre, puesto que por
instrucciones de la señora Virginia me quitaron todo lo que tenía, los
locales, negocios, todo. Me dejaron en la calle con dos bolsas de plás-
tico de las que se utilizan para depositar la basura en los botes; en ella
colocaron mi ropa, zapatos y toda mi vida.
Regresé al anexo, ese era mi hogar, no tenía otro lugar. Pensé buscar
a Leopoldo para ver si hacíamos otro negocio como el de Ixtapa; unos
días en la playa me caerían a todo dar, o por lo menos me ayudaría a con-
seguir trabajo. Supe que andaba desterrado y encabronado con el mundo,

♦ 325 ♦
Del Infierno al Cielo

no sé las razones, aunque le había puesto una madriza histórica a Vir-


ginia, así que tuve que descartarlo de inmediato “Tal vez pudiera ver
a Arturo o a Jorge, mis compadres del anexo. Ellos seguramente me
pudieran escuchar y dar de cenar algo. Con tantas emociones encon-
tradas, gritos y sombrerazos el apetito comenzó a rugir por medio de
mis entrañas”, recapacitaba.
A la mañana siguiente fui al teléfono público. Quería localizar a Artu-
ro, ya que no me pude bañar en el anexo por unas broncas con la tubería
y el gas. Para mi fortuna lo encontré en el primer número que me había
dado para emergencias. Estuvimos hablando un buen rato de todo lo que
me había sucedido, los toros, cuernos, engaños, policía, de todo se enteró.
Él era en ese momento mi único apoyo, pues no tenía dinero para llamar
a Mabel o Manolo y ya le debía mucha plata a la señora de la tiendita, que
amablemente me lo prestaba para comunicarme con mi familia.
—No voy a estar, Marcelo. Ve a casa de Jorge, seguro te puede
echar la mano para que te bañes. Deja le marco para avisarle que
vas a ir. ¿Ya sabes llegar, verdad? Es a donde fuimos a recoger unas
sillas – acotó.
—Sí, ya sé dónde es. ¡Voy para allá! Gracias.
—Ándale, con cuidado – señaló nervioso.
—Sí, gracias.
—Sale, cualquier cosa me marcas mañana para ver cómo nos or-
ganizamos y apoyarte. Tengo algunos conocidos en bares; algo se
nos ocurrirá, ya verás. Tú tranquilo. Un día más, recuérdalo – colgó.
Perdí la noción de cuantas calles caminé hasta la casa de Jorge. Ya
estaba empezando a oscurecer; yo entibiaba mis manos con el vapor
que salía de mi boca. Por fin me topé con la casa de frente, de muy
buen tamaño y muy elegante. Toqué la puerta varias veces; me sentí
con la confianza de hacerlo porque varias veces me lo había ofrecido.
“Si necesitas algo, búscame”. Si quieres comer o cenar, con gusto te
recibo en la casa”, tal y como Arturo también me lo comentaba cuando
estábamos en las sesiones del grupo AA. Finalmente abrieron la puer-
ta; Jorge fue el que salió a recibirme. Su cara de asombro fue fenome-
nal, sentí mucho gusto y también se lo noté a él en los ojos.

♦ 326 ♦
El Día del Niño y los Toros

—¡Pásate por favor Marcelo! Vaya, hasta que me hiciste caso.


¡Esta es tu casa, hombre! Déjame presentarte a Georgina, mi mujer.
—Amor, mira quién llegó. Es Marcelo, del grupo.
Una mujer de estatura media, grandes ojos y buen cuerpo se acercó
educadamente a darme la mano; su pelo era negro como la noche.
—Encantada Marcelo. Soy la esposa de Jorge. Bienvenido – comentó.
—¡Bueno, pues a cenar! Más vale llegar a tiempo que ser invitado,
Marcelo. Estábamos a punto de decidir. ¿Quieren que les prepare
algo rico o quieren encargar una pizza? Lo que quieran, por mí está
bien comentó Georgina, sonriente.
—Amor, mejor te acepto una cena casera. Hace un buen rato que
no pruebo tu sazón; entre el trabajo y los corajes, no ha existido nada
este día que me llene el estómago como debe ser. Pero si Marcelo
quiere otra cosa, aceptamos sugerencias; esta noche no estoy en plan
de exigir nada – aseguró.
—¡No, lo que ustedes quieran por mí está bien! – señalé nervioso,
acomodándome el pelo y las cejas con mis manos.
—De verdad siéntete como mi invitado de honor, por favor. Lo
que tú quieras, yo lo quiero también. A ver, mujer, prepárate la es-
pecialidad de la casa. ¿Te hace falta algo, para traértelo de la tienda?
– solicitó de manera educada.
—¡No, nada! Bueno, si me ayudas a pelar las papas. Ya están co-
cidas, quiero hacerte el puré que tanto te gusta – indicó satisfecha.
—Marcelo si te quieres pasar al baño o necesitas algo, cualquier
cosa, dime, por favor. Con confianza, ya sabes – dijo.
—¡Gracias! Sí me gustaría darme un baño con agua caliente, por-
que en el anexo hubo una bronca con el gas. ¿Puedo? No quisiera
sentirme un aprovechado – pregunté discretamente.
—Sin ningún problema. Pásate al baño, está allá arriba a mano
derecha junto al cuarto de las visitas. ¿Te acompaño? – preguntó con
indecisión.
—No, gracias, no te molestes. Tú estás con el rollo de las papas,
boludo. Mejor si me permiten voy solo. Quisiera también cambiar-
me… ¡pero por otro!

♦ 327 ♦
Del Infierno al Cielo

Todos soltamos una carcajada relajante, me gustaba bromear de vez


en cuando sobre lo que me había sucedido, desde La Boca hasta El Par-
que Hundido, el perro y don Chuy.
—Ni quién te aguante – sonrió relajadamente Georgina.
—Me traje una bolsa con ropa limpia. Creo que es buena idea ba-
ñarme ahorita, ya que más tarde no se me antoja. ¿Está bien?
—Sí, pásate. Hay toallas limpias en el baño. La que gustes menos
la amarilla, porque esa es de mi mujer exclusivamente – señaló.
Jorge no me había cuestionado el porqué de mi presencia ahí “no
sé si Arturo le habrá contado algo, a lo mejor por su cara ya sabía del
pleito con Sandra”, imaginé que por discreción no se lo comentaría a
Georgina. Subí con precaución las escaleras, aunque a media escalera
alcancé a escuchar cómo su mujer le pedía una explicación de lo que
estaba ocurriendo, del porqué de mi presencia y la ausencia de Sandra
en todo esto. Yo seguí mi camino cautelosamente como si no hubiera
escuchado nada. Me duché de prisa; no lo hice como siempre, pausa-
damente, ahora fue sin soltar el jabón. Me metí a una habitación sin
hacer mucho ruido y puse el seguro en la puerta. Sin perder el tiempo
empecé a cambiarme, para tal vez terminando de cenar poder regresar
al anexo a dormir. No quería causar ninguna molestia a mi amigo ni a
su esposa.
Poco rato después bajé las escaleras, ya con otro semblante, un poco
más calmado, dispuesto a disfrutar de la cena o la charla y, si así me lo
solicitaban, a dar una semblanza de lo que me había ocurrido, tanto en
la corrida de toros como con los negocios.
—¡Ahora sí, listo, Georgina! ¡Si me sirves una vaca me la trago!
Todas las bromas y carcajadas de hace rato se habían borrado de sus
bocas. Ahora sus gestos denotaban tristeza, como si se hubiera muerto
alguien en realidad. Georgina, por más que intentó ocultar que había
llorado, no pudo; sus ojos no supieron esconder el secreto, Jorge con la
cabeza agachada, dizque buscando algo en el piso, buscaba en realidad
una frase, una palabra de aliento. Por fin creo que la encontró.
—¡Pos no hay vacas! Pero sí una carne en su jugo, ¿qué te parece?
– afirmó.

♦ 328 ♦
El Día del Niño y los Toros

—Bueno, pues a entrarle. ¿Y el puré de papas?


—Desistimos de hacerlo. Serán para mañana en el desayuno con
huevo o a ver cómo las preparo comentó Georgina.
—¡Claro! Solo una cosa sí les digo, o quitan esa cara de funeral o
mejor me voy a Mc Perro por unas papas o algo así. Ahora que, si la
carne en su jugo era para la comida de mañana, mejor encargamos
una pizza y mañana nos comemos esa carnita, ¿qué les parece?
—¡No, hombre, no digas tonterías! Siéntate por favor, ya está listo
todo. Las tortillas, el agua. ¡No compares mi carne en su jugo con
unas pinches papas! aseguró la esposa de Jorge, soltando una alegre
grosería, hasta eso bien colocada.
—¡Ay, Georgina! Perdón por lo de papas – acusaba su mala pa-
labra.
—¡Hombres! Se la viven mentando madres y maldiciendo todo el
día y si uno suelta una pequeña palabrita se le echen encima, ¿ver-
dad, Jorge? se puso colorado, colorado, demostrando que tiene la
costumbre de recriminar a su mujer de esas situaciones, siendo que
mi compañero de terapias es el menos indicado para hacerlo, ya que
todo el día se la pasa diciendo groserías, de todos tamaños, esté de
buenas, y de malas peor.
—¡Bueno, pues! ¡Ya párale! Me pones en vergüenza aquí con
Marcelo. Mejor ya sírvenos, que la maldita hambre que traigo se está
comiendo al estómago y todo a su alrededor.

♦ 329 ♦
LOS AMIGOS

L a cena transcurrió tranquilamente. Me imagino que fue porque


solo hablamos de cosas triviales, las próximas elecciones, el cli-
ma, la crisis del futbol en Argentina, y Maradona contra Pelé, tema
que no podía faltar. La cena realmente fue un homenaje a la cocina
mexicana. Todo era exquisito: las quesadillas, las salsas, todo me supo
a gloria, parte por la méndiga hambre que traía acumulada y parte por
el exceso de adrenalina en mi organismo.
No había niños alborotando ni jugando con la comida. Pensaba a
ratos en mis hijos, Melina y Kenan, también en Sandra. La extrañaba.
La música de fondo me hizo recordar nuestra boda, todo lo que me
había soportado, los excesos, las peleas defendiendo a Manolo, los pa-
seos con mis amigos, los cuales la mayor parte del tiempo vivían entre
asaltos y juegos, entre la cárcel y la Bombonera.
El poco tiempo que había pasado con mis hijos fue placentero, a
pesar de que nunca se ponían de acuerdo en nada, ni en los juegos, ni
en qué ver en la televisión; mucho menos en qué cenar o desayunar,
mientras uno quería huevo el otro cereal. El que yo pudiera escuchar
esta música era todo un reto para mis oídos, ya que normalmente te-
nía que dividir mi cerebro entre las quejas, los hijos y las broncas con
Sandra. ¡Me hace falta dinero para la ropa de los niños! ¡Ya se acabó la
leche! ¡Mi madre anda de malas por tu culpa!
¡Se me acabó la tarjeta del celular!
Cuántas cosas tenía por hacer, por pensar y por resolver, la vida
estaba siendo injusta para ellos y para mí. Dejé a un lado el baile,
el fútbol, entre otras tantas cosas, tan solo para llevar un ritmo
de vida desenfrenado con excesos de drogas, aventuras y alcohol.

♦ 331 ♦
Del Infierno al Cielo

“No vive uno para vivir, sino para hacer vivir a los demás, el sacrificio
lo llevamos en la sangre. Desde nuestros antepasados, esa misma ab-
negación se lleva al seno de la familia; donde unos cuantos sobreviven,
otros tantos probablemente mueran en el intento, muchos prefieren
liberarse de esas cadenas al dejar a su familia”, recordé con tristeza los
años en que Manolo nos abandonó como si hubiéramos sido perros
mal paridos. En mi caso era todo lo contrario, ahí estuve con Melina y
con Kenan no se pudo dar por lo que me pasó con la ley cancha, aun-
que he aprendido con sacrificios y dentro de mis posibilidades.
De mis debilidades qué puedo decir, las he tenido y las sigo tenien-
do como hombre y como ser humano. Pese a mi posible sacrificio, la
vida hoy me daba la espalda, cobrándome una factura muy cara, sin
tomar en cuenta los abonos que ya le había dado.
—¡Todo quedó riquísimo, comadre! Ups perdón, Georgina. No sé
si pueda llamarte así; los debo de hacer compadres a ambos – solté
varias risotadas bastante espontaneas.
Me sentía muy bien con ellos; era gente amable, bien educados, no
exentos de problemas o excesos. Jorge había perdido a un hermano
hace tiempo. Al parecer anduvo en malos pasos también y no la libró,
lo ajusticiaron en un viaje a Chihuahua.
No sé si por el hambre que traía o por qué, pero todo se me hizo
realmente delicioso.
—La verdad reina, te quedó riquísimo afirmó Jorge con toda
cortesía.
—¡Gracias, se nota que todavía me quieres! O que sabes mentir
muy bien – la vi reírse discretamente.
—Bueno, todo estuvo delicioso. La plática, la cena, la compañía,
gracias por todo, pero esta palomita tiene que volar, ya se les va a
otro nido. Gracias a ambos, ahora debo regresar al anexo.
Me levanté de la mesa. Había puesto mi bolsa con la ropa sucia cer-
ca del sofá de la sala para tomarlo justo en el momento en que dijera
hasta pronto, y éste era el momento de despedirme. Era lo mejor, no
quería causar molestias a nadie; mucho menos a ellos que tan amable-
mente me habían dado su confianza y cariño.

♦ 332 ♦
Los Amigos

—¡Perdón! ¿A dónde vas? ¿Cuál es la prisa, Marcelo? Cálmate –


dijo Jorge.
—Pues al anexo. Son unos excelentes anfitriones, porque yo aho-
rita soy un pésimo huésped. Entre mi nerviosismo, mis cortadas y
otras cosas que tengo destrozadas, realmente no quiero incomodar-
los. Y por favor no insistan, me van a hacer sentir mal.
—¡No ni madres! Me perdonas, pero en tus condiciones no pue-
des arriesgarte a tener otra recaída. Te quedas. Ya hablé con Arturo
y te vamos a ayudar, así que me vale madre que te sientas mal. Esta
es tu casa; eres mi compañero – señaló orgulloso.
—¡Marcelo! Lo que necesitas es descansar. Mira, tranquilízate
y termina tu agua. Déjame ir rápido a acomodar el cuarto de visi-
tas y seguimos platicando, ¿qué te parece? – señaló Georgina muy
servicial.
—Georgina, no te preocupes, creo poder soportarlo. Además me
quiero quedar con lo bonito de los recuerdos. Tantas historias que
vivimos, no debemos olvidarlas, ahí están mis hijos que son mi pre-
sente y mi futuro. Mejor me voy. Gracias por todo – comenté tratan-
do de esconder las lágrimas en los ojos.
Revisé la hora por instinto; mi cabeza me preguntaba acerca de dón-
de estarían todos. “¿Qué sería de mis padres? Mis amigos, Sandra, Me-
lina y Kenan. ¿Cómo recuperarlos? ¿Cómo perdonar una infidelidad?
En cierta forma reconocía que parte fue mi culpa”.
—No, nada de gracias. ¡Olvídalo! Ya vendrán tiempos mejores.
Aparte no creo que todo esté perdido aún entre Sandra y tú, maña-
na la buscas y hablas serenamente con ella, tú debes de saber cómo
llegarle al corazón. Ya lo hiciste una vez y lo puedes volver a hacer,
Marcelo – señaló Jorge con voz determinante.
—De verdad, ¿lo crees posible? dije.
—¡Ándale, amor! Dile la vez que nos mentamos hasta la madre, y
a pesar de todo, después de unos días nos buscamos y míranos, aquí
estamos. Supimos dominar nuestro ego, esa es la clave. Recuérdalo
mañana que la veas – afirmó.
—Sí, así fue, ya teníamos muchas piedritas en los zapatos y ese

♦ 333 ♦
Del Infierno al Cielo

día que explotamos. Las sacudimos todas, nos dijimos nuestras ver-
dades. Después uno reacciona, Marcelo.
—Sí, tal vez tengan razón los dos. La bronca es que aquí hay un
tercero, no se trata de ofensas y ya. Aquí hubo un engaño, no lo olvi-
den – agaché la cabeza en señal de dolor.
—Te entiendo. Como tú bien dices, si la orillaste a esto por tus
malos tratos y ofensas, pues díselo de frente; a lo macho, como de-
cimos aquí – puso una mano al frente y la deslizó hacia la derecha
como si trajera un sombrero.
Recordé que me habían quitado todo. Aunque ciertamente no fue
mi dinero con el que se compró la mercancía y se rentaron los dos ne-
gocios, aún así no merecía ese golpe tan duro.
—Mírate en el espejo, Marcelo. Tienes los ojos muy rojos, deja ir
por unas gotas que tengo en el cuarto – se levantó de su lugar y fue
corriendo por las mentadas gotas; me sorprendieron la disposición
y atenciones de los dos.
Bajó nuevamente corriendo. Jorge se había puesto a lavar los trastes
y a acomodar la mesa. Muy bien coordinados los dos; cada quien con
sus responsabilidades definidas. Después Jorge la tomó por la espalda
y le dio una sonora nalgada.
—Te amo, Georgina – le dijo girando un poco la cabeza de ella
para plantarle un beso en la mejilla.
Su mujer, como si fuera la mejor de las enfermeras, me tomó la ca-
beza y me dio las indicaciones para hacer la cura que creía necesaria.
—¡No te muevas! Toma mi mano firmemente – y sentí en mis las-
timadas pupilas caer la dosis; aunque me ardió un poco, no pestañee.
Georgina bajó la voz considerablemente.
—Marcelo, me duele mucho esto señaló acomodándose el pelo.
—¿Qué pasó? ¿Dime? susurré sin saber qué me iba a comentar.
—Aún no puedo creer lo que te está sucediendo, la infidelidad de
Sandra su voz mostraba tristeza, consternación –. Se ve que eres
un hombre bueno, no debería de estarte sucediendo esto a ti, sé
que no siempre has cuidado de tus hijos, que tuviste problemas
muy fuertes con el alcohol y las drogas, sin embargo, te debió de

♦ 334 ♦
Los Amigos

dar la oportunidad. En serio no entiendo cómo pueden pasar estas


cosas. Créeme que estoy muy dolida con Sandra y también con esa
señora Virginia, porque seguramente ella también tuvo que ver con
este resultado. Aunque no las conozco muy bien, nunca me esperé
algo así de ellas. La vez que la vi contigo se mostraba contenta, sa-
tisfecha por su matrimonio, y de un de repente esto se tapó la cara,
tratando de ocultar su llanto.
—No llores, por favor. ¡Jorge, ayúdame aquí, anda! apreté su
mano buscando apoyarla . Recuerda que una cosa es lo que aparen-
ta uno en la calle, en las reuniones y otra dentro de tu casa. Ahí es
la realidad. Como dice el viejo refrán, “caras vemos, corazones no
sabemos”.
Recordé a mi abuelo Fausto, que golpeaba a todos dentro de su casa
y afuera era un pan de Dios, el ojete.
—¿Qué vas a hacer?. Tus hijos te necesitan. De verdad ellos te
quieren afirmó Georgina.
—No sé todavía lo que voy hacer. Debo, como dice Jorge, bus-
carla. También tengo que conseguir trabajo, en eso es en lo que he
estado tratando de concentrarme los últimos días. Con ello tal vez
pueda tratar de recuperar algo de lo ya perdido, mi confianza, mi
orgullo. La infidelidad de Sandra eso no tiene nombre, no quiero
pensar en ello, porque te juro que me dan ganas de hacer cosas que
nunca había pensado hacer. Mi sed de venganza es grande apreté su
mano con tal fuerza que la alcancé a lastimar.
—¡Marcelo me lastimas! gritó angustiada.
—¡Perdón! ¡Perdón! No era mi intención, te lo juro. Déjame ver tu
mano. ¿Ya ves cómo pierdo el control? Es el pinche coraje que arre-
bata mis sentidos, acaba con mi paciencia.
—¿Qué pasó? comentó Jorge desde la base de las escaleras, pues
había ido al baño. Estaba angustiado por el grito de su mujer. Geor-
gina y yo nos quedamos mirándonos un segundo para confirmar
que todo estaba bien; ella ocultó su mano y yo mi coraje.
—¡Sí, todo está bien! ¡Ya vente! confirmó su mujer.
—¡Gracias! Discúlpame de verdad – señalé apenado.

♦ 335 ♦
Del Infierno al Cielo

Las horas pasaron veloces. Nuestra plática era obsoleta, nada que
nos comprometiera a pensar, nada que nos enriqueciera el alma; eran
palabras vacías, tarugadas sin trascendencia, buscábamos cómo matar
el tiempo. Ya nuestras cabezas estaban hartas de tanto darle vueltas al
asunto de Sandra y sus ocultos deslices.
Nos fuimos a acostar ya pasadas las tres de la mañana, sin importar-
les que mañana fueran a trabajar, todo por hacerme sentir bien. Aco-
modé como pude mi cuerpo en la cama, tratando de no lastimarme
las ganas de vivir. Cerré los ojos teniendo la vaga esperanza de amar
nuevamente y cometer menos locuras, quitarme los odios acumula-
dos desde Montevideo hasta esta capital de la República Mexicana, mi
nueva patria. Por lo menos eso era lo que quería, aprender a amar de
nuevo, aunque fuera lentamente, sin sentir tanto dolor; dejarme por
esa veredita de fragilidad y volar hacia un lugar lleno de paz, de baile
y fiesta, de cantares infinitos.
No pude conciliar el sueño durante toda la noche; sufrí un insomnio
severo. Abría los ojos constantemente para checar la hora en un reloj
de ruidosas pestañas, que cambiaban al paso de los minutos, al paso
de cada hora. No hubo oveja que me contagiara el sueño, ni Morfeo
trabajó cerca de la casa de Jorge esa larga noche.

♦ 336 ♦
A LLORAR DE NUEVO

A la mañana siguiente yo seguía ahí tratando de dormir un poco,


sin embargo, muy a mi pesar, me di cuenta por la hora en ese maldito
reloj que no lo logré. Hilé algunos momentos de paz, quizás al tener los
ojos cerrados y medité con más calma lo que debía hacer.
Me levanté de prisa. Ellos ya estaban abajo a punto de desayunar;
preparaban juntos la comida y reían. Nos sentamos todos a la mesa,
me llenaron de bendiciones y recomendaciones. Tendría que ser un día
especial, un reencuentro con mi mujer, hablar, perdonarnos, encon-
trar trabajo otra vez; eran tantas cosas que quería que sucedieran. Por
mi sangre corría una mezcla de esperanza y fe. Nos despedimos con
abrazos y bendiciones. Me dieron algo de plata para el taxi; esperaba
pronto regresárselo a Jorge. Ambos se pararon en el portal y con las
manos en el aire los dejé atrás.
Primero llegué al anexo. Debía buscar a Arturo, ya que me había comen-
tado de una oportunidad laboral en una discoteca, porque seguramente la
plata y mis responsabilidades serían una condición que me pondría mi
mujer, así que llegué con Arturo, quien estaba ayudando a unas personas a
inscribirse en el grupo AA. Le hice señas desde el pasillo principal. Levan-
tó la mano indicándome que le diera unos minutos, así que ahí me quedé,
dando vueltas como gato sobre el par de sillas que tenía para sentarme.
Por fin se desocupó y fue a saludarme. Estuvimos hablando una
media hora. Me dio el dato del antro donde debía presentarme, me de-
seó mucha suerte y se retiró bromeando. Un velo de misterio se cernía
sobre ese centro de espectáculos, por llamarlo de una manera elegante.
Busqué a Sandra todo ese día por teléfono y nunca la localicé, excusa
perfecta para ir al asunto del trabajo.

♦ 337 ♦
Del Infierno al Cielo

—Disculpe, ¿se encuentra Guillermo? – le pregunté a una perso-


na que estaba barriendo afuera de la discoteca; era un tipo viejo, me
recordó a don Chuy.
—Sí, ¿quién lo busca?
—Me llamo Marcelo, vengo a verlo por un asunto de un trabajo.
—Ah, permítame un momento – comentó abriendo la reja de se-
guridad.
Ahí estuve parado unos diez minutos; la publicidad en el exterior
del antro estaba un poco confusa.
—Pásese, por favor, allá anda arriba.
—Gracias – señalé. Iba bien vestido, libre de todo conflicto.
Caminé entre las mesas y la alfombra. Había algunos lugares muy
obscuros; el sitio no estaba completamente iluminado. El olor me pare-
cía familiar, mas no ubicaba por qué.
—Marcelo sube, acá estamos. ¡Sube!
Recorrí el antro. A lo lejos una persona estaba contando botellas y
limpiando la barra y levantó la mano para saludarme. Se me hizo agra-
dable que lo hiciera, me dio confianza.
—¡Por acá! – señaló quien yo presumía debía ser Guillermo.
Me ofreció un pequeño banco para que tomara asiento. Un refresco
de cola estaba abierto y varios vasos con hielos. Guillermo no estaba
solo, había un joven de piel delicada y cejas muy delineadas; su mirada
era juguetona. Estaba haciendo frío, lo sentía en mis pezones. La plática
con Memo, así le gustaba que le dijeran, y Carlos fue agradable. El tra-
bajo no era lo que yo esperaba, pero bueno, la paga no estaba mal para
empezar. La discoteca era para homosexuales por lo que me pidieron
discreción al limpiar los baños. Debía ofrecer cigarros, mantener el lugar
en orden y cuidar el servicio en todo el lugar. Que todo estuviera limpio.
Pasé varias noches de “prueba”, las que me había señalado Carlos,
el acompañante de Guillermo. El lugar era un desmadre. Me recordaba
mucho a la zona de vapor que tenía Manolo en el gimnasio. Miraba
escenas de sexo continuamente en los baños, mas no era mi trabajo
sorprenderme; mantenía la calma y el lugar tal y como me lo habían
indicado. Los desvelos se hicieron comunes y empecé a sembrar ojeras

♦ 338 ♦
A Llorar de Nuevo

debajo de mis párpados. Me ofrecieron muchas veces droga y tragos


gratis pero me mantuve limpio. En el anexo seguía trabajando mi cuer-
po y empezaba a notar el efecto: mi espalda más ancha, el pecho mar-
cado y el vientre plano.
Un día uno de los bailarines se enojó con Guillermo; cayeron en
ofensas y gritos a la hora de hacer las cuentas por la tarde. Carlos le
susurró algo al oído a su amigo, después me mandaron llamar. Yo an-
daba recogiendo papeles y boletos que pagaban los clientes por ver
bailar a los modelos.
Después de muchos intentos, localicé a Sandra. Seguía en su misma
postura, cerrada de toda posible negociación. No quise insistir, la dejé
ser. “¡Ya habrá oportunidad de que me veas y valores adecuadamen-
te!”, gritaba con fuerza esa voz en mi cabeza.
En el bar fui aprendiendo a mover el sonido, los cables, las bocinas.
Descubrí que tenía la facilidad para asuntos técnicos; era ágil con mis
manos. Me dieron algunas responsabilidades nuevas y más dinero por
hacerlas. A veces bailaba en la tarima, presumía el cuerpo marcado a
los asistentes mientras que coreaban mi nombre. También me ofrecie-
ron una pequeña sociedad distribuyendo cigarros piratas.
Por fin fijé la fecha con Sandra para vernos y fui a donde vivíamos.
Llegué bien bañado y perfumado, enseñando un poco mi pecho y la
fuerza de mis nuevos brazos, esperando que eso me ayudara un poco
en esta tarea de reconciliación. Toqué el timbre sin abusar, solamente
dos veces. No llevaba flores ni chocolates, sólo mis palabras en un tono
adecuado y el perdón en la lengua.
Sandra abrió la puerta y se sorprendió al verme. No la abracé ni la
besé, me quedé ahí parado para que me observara bien.
—¿Puedo pasar? Me gustaría que habláramos – dije cabalmente
—No veo para qué, pero pásate – respondió.
Ya de inicio esa frase derrumbó el cincuenta por ciento de mis só-
lidos argumentos en defensa de nuestro amor. Por fortuna mi suegra
no estaba, ni los niños ni nadie más, solo nosotros. Eso era un punto a
mi favor.
—¿Qué quieres? – preguntó.

♦ 339 ♦
Del Infierno al Cielo

—Me gustaría saber qué sientes. ¿Ya no te importa lo nuestro?


Esa pregunta creo que estuvo mal elaborada, porque la respuesta
que seguiría sería un “no”.
—No, ya no quiero saber nada de ti; solo que te hagas responsa-
ble de tus hijos y que aportes lo que te corresponde – señaló ponien-
do el dedo índice en la palma de la mano izquierda.
—Oye, si me han dejado en la calle. Los negocios y los locales
ustedes se los quedaron. ¿De dónde quieres que saque plata?
Sin saber qué fue lo que desató mi llanto, la tomé de la mano y me
hinqué delante de ella. En mi interior escuchaba resquebrajarse los pi-
lares de mi hombría, estaba roto por dentro y en el exterior lo demos-
traba; estaba ahí sollozando como Kenan cuando tenía hambre. Ella se
me quedaba mirando, sin embargo, jamás perdió su postura altanera.
—¡No llores como niño lo que no defendiste como hombre! – se-
ñaló sin cortapisas ni miramientos.
Me levanté del suelo sin decir más palabras. Salí del departamento
respirando apretadamente, sin mirar atrás. Sabía que esas serían las
últimas lágrimas que derramaría por ella; volvería a levantarme, a re-
hacer mi vida, no podía sufrir de esta manera sin que ella valorara mis
progresos.
Leopoldo se apareció esa noche en el bar. Estuvimos hablando lar-
go rato. Él seguía igual, consumiendo drogas y alcohol. Me explicó la
bronca que tuvo con Virginia, se mofaba de cómo la cabeza de ella re-
botó varias veces en el suelo. Después hablamos de Sandra, de su pos-
tura y de lo que me había comentado, cerrando así todo pacto de paz.
—Dignidad, cabrón, eso nunca lo olvides. Nunca pierdas tu dig-
nidad – señaló con sus ojos negros clavados en los míos, después me
golpeó el pecho y sonrió sin mostrarse impresionado.
—De acuerdo boludo, nunca lo olvidaré. Dignidad – señalé total-
mente convencido de ello.
Cerca de donde estábamos hablando, dos homosexuales se estaban
besando sin ningún pudor ni miedos. A mi mente le costaba mucho
trabajo entender esa situación, seguramente por el abuso que sufrí de
niño; no obstante, no me molestaba, solo me impactaba visualmente.

♦ 340 ♦
A Llorar de Nuevo

Olvidé por unas semanas a Sandra. Mi mal carácter se volvió un


problema; ya todo mundo me tachaba de loco, constantemente me pe-
leaba y gritaba a la gente. Realmente el apodo me identificaba perfec-
tamente.
Empecé a saborear algunas ganancias vendiendo circuitos integra-
dos. De aquella primera experiencia al llegar a México, aprendí cómo
limpiarlos, arreglarlos e instalarlos.
Me pagaron con una moto unos arreglos que le hice al sonido del
bar. El caballo de dos ruedas lo cambié por unos monitores para des-
pués negociar con Carlos y Memo la instalación de los mismos en la
discoteca.
—¡Va a quedar súper bien! Ahí podemos poner videos musicales
– comenté orgulloso en la negociación.
—Adelante, me gusta la idea. Hazlo, ya veremos cómo te paga-
mos eso – aseguraron mis patrones.
—¡Perfecto, gracias! – comenté sonriendo y estrechando la mano
a Guillermo; Carlos por su parte me dio unas palmadas cariñosas en
la espalda, era su estilo.
Varias noches después se apareció Sandra en la discoteca, venía a
buscarme. Esa vez yo estaba trabajando de vendedor de cigarros, con-
dones y pastillas mentoladas; a todo le hacía. Iba muy arreglada, con
un semblante diferente, más relajada. Desconocía sus intenciones, tan
perfumada y con la mirada alzada me pidió que habláramos.
—Sí, dale. Te veo allá junto a la barra. ¿Cómo se llama? – le comenté.
—¡Ay, gracias! – dijo sarcásticamente, moviendo el trasero de for-
ma graciosa, quizás pretendiendo cucarme.
Ya mi postura era muy diferente a la vez que le rogué desespera-
do, puesto que ya tenía nuevas responsabilidades en el bar. Aprendí a
hacer conexiones coaxiales, terminales, me convertí en un experto en
eso, y el trabajo de los monitores me lo terminaron pagando Guillermo
y Carlos con un auto muy bonito, descapotable. Estaba satisfecho por
mis logros y obvio también seguía apartado del alcohol y las drogas.
—Oye, Marcelo, pues quería ver contigo lo de los niños. ¿Cómo le
vamos a hacer con los gastos? – señaló nerviosa mirando a todos lados.

♦ 341 ♦
Del Infierno al Cielo

—Déjate de joder, Sandra. Si ustedes se quedaron con todo. Ya


te dije, ¿de dónde quieres que saque dinero? No gano aquí lo su-
ficiente. Mírame, ando vendiendo cigarros, a veces soy guardia de
seguridad. Apenas estoy recuperándome, sigo viviendo en el anexo.
Llevaba ya rato mirando las cajetillas de los cigarros que estaba ven-
diendo. Sabía que ella fumaba, sin embargo, por nuestras broncas no le
iba a ofrecer de mi mercancía.
—¿Y qué no me vas a ofrecer uno de tus cigarros?
—Sí, claro, cómprame. Mira, estos valen 20 y los mentolados 30
pesos aseguré cortante mirando directamente sus ojos.
—¿Cómo, no valgo ni siquiera un cigarro? – preguntó levantando
la ceja izquierda.
—No, ya ni eso vales, mujer; si quieres, ¡compra! – dije.
Se dio la media vuelta y se fue rumbo a la puerta de la discoteca. Mi
ego se sintió orgulloso y ahí comprendí las palabras que me había dicho
Leopoldo: “Dignidad, nunca perder la dignidad” – yo seguí ofreciendo
a los clientes las cajetillas; no ganaba mucho, sin embargo, me divertía.
Me sentía muy bien con lo que estaba haciendo. A pesar de mi mal
genio la gente me buscaba con frecuencia, se sentían bien con mi tra-
bajo. Tal vez comenzaría la diosa fortuna finalmente a sonreírme. Era
un tipo optimista, con muchos complejos e ideas complicadas. Aunque
el futuro no era prometedor, por fin las tierras aztecas me estaban ten-
diendo la mano para ser alguien en la vida.
Unas semanas después acudí a una reunión del grupo de AA, y
fue cuando conocí a Aidé Carrasco. En cuanto la vi me llamó mucho
la atención su forma de ser, muy alivianada. Era atractiva, con unos
ojos negros enormes y una corta cabellera del mismo color. Se pintaba
exageradamente y los perfumes que usaba eran penetrantes como su
forma de observarme. Nos vimos varias veces a escondidas, porque en
el anexo eran muy exigentes. Platicábamos mucho acerca de Buenos
Aires, mis gustos, comida. También le comenté de lo que me había
sucedido con la mamá de mis hijos, nos reíamos de todo. Yo la podía
pasear o invitar a comer algo no muy costoso y siempre la pasábamos
bien. Salimos varias veces, hasta que por fin accedió a ser mi novia.

♦ 342 ♦
A Llorar de Nuevo

No la conocía mucho. Para mi entender estaba muy chavita, tan sólo


17 años, y por eso demasiado loca, pero eso era parte de su atractivo.
Me pasaba seguido que el tipo del estacionamiento de la discoteca,
que se llamaba José, me pidiera el coche para detallarlo. Era muy cui-
dadoso y manejaba con sobrada precaución, creo que lo respetaba más
que al coche de los mismos dueños.
—Che, ¿te puedo lavar el auto? ¿Cómo ves?, aliviáname con la
lana, manito. Ando muy apretado, mi hijo se enfermó – comentó José.
—Ándale, pues. Que quede bien, si no, no te pago – le aseguré
bromeando.
—Se lo llevo esta tarde.
Quién iba a pensar que lo detendrían, que existía una denuncia de
robo. Iba saliendo del anexo cuando llegó la policía a buscarme por
el asunto del vehículo, hasta el Ministerio Público fui a parar. No ha-
bía mucho qué alegar. Según yo todo estaba en regla; según la justicia
nada estaba bien.
—¡A ver, ese auto tiene denuncia de robo, joven; no me venga con
cuentos chinos! – comentaba jocosamente el representante de la ley.
—Mire, licenciado, para empezar ese auto no lo compré. Me paga-
ron de buena fe con él por unas instalaciones que hice en mi trabajo.
Yo tengo ahí los papeles que comprueban lo que le estoy diciendo.
—Bueno, muchacho, si vamos a la discoteca y nos compruebas
todo lo que estás asegurando, te dejamos en libertad – aseguró el
viejo canoso que no soltaba un palillo viejo de su boca.
—Vamos, ahí les entrego todo – aseguré levantándome de la silla,
mientras que un par de policías me encaminaban a una patrulla.
—Godínez vamos a salir a una diligencia. Dígale a Carmen, que
está en el baño para variar, que guarde mis recados.
—Gracias – comenté, rezando para mis adentros que todo estu-
viera correcto, de no estarlo me las vería negras.
Para mi buena fortuna pude comprobar con los papeles que no hubo
delito de mi parte; ya la bronca pasaría a Guillermo, quien me entregó el
auto. Regresamos al MP. Me sentía tranquilo porque había mantenido la
calma, no había golpeado a nadie y tenía la razón en mis palabras.

♦ 343 ♦
Del Infierno al Cielo

—Marcelo, qué bueno que las cosas salieron de este modo y po-
demos terminar el papeleo de este alegato comercial. Solo entrégue-
me sus documentos de migración que le permiten trabajar en el país
y damos por concluido todo. A ver Carmen, recíbele los documentos
aquí a Marcelo para que ya se pueda retirar – señaló de manera aten-
ta. Levantó su pesado trasero de la incómoda silla y se perdió detrás
de otros funcionarios y escritorios.
La secretaria se me quedaba viendo como si hubiera visto a alguien
conocido; revisaba mi ropa, mis gestos, todo. El problema no era su fa-
miliaridad conmigo, era en realidad que no tenía tales documentos, ni
ahí, ni en el anexo, ni en Tlatelolco, tampoco en La Boca, por lo que me
detuvieron 30 largos días en un lugar que se llamaba “la Aguja”, una
cárcel de migración ubicada en la delegación Iztapalapa. Estando ahí
organizaba torneos de futbol y basquetbol entre todas las diferentes
nacionalidades con las que convivía todos los días, chinos, guatemal-
tecos, peruanos y obvio, también argentinos. Casi todos los días iba a
visitarme Aidé. Se portaron muy bien conmigo. Su padrastro intentó
por todos los medios sacarme de ahí; no pudo pues se enfrentó con
las declaraciones de Sandra, quien trataba de hundirme a toda costa.
Y aunque tenía un hijo nacido en suelo mexicano, la justicia decidió
deportarme a Uruguay donde había nacido, y no a Argentina.
Me despedí de Aidé prometiendo muchas estupideces de enamora-
do. Volé por la línea área LAN las 10 horas hasta llegar a Montevideo.
No tenía plata ni para tomar un taxi, así que decidí caminar hasta el
puerto y ahí pedir dinero para viajar en barco a Buenos Aires. Desco-
nocía el valor de los pesos y su tipo de cambio. La brisa del mar me
daba bofetadas en mi piel; los ojos cristalinos demostraban que aún
podía llorar, de desesperación, de hastío.
—Me podría dar unas monedas para viajar a Buenos Aires – solicitaba
penosamente, estira la mano; estaba cansado por el largo viaje y la acti-
vidad mental, también los calambres en mis piernas no los aguantaba.
—No traigo, cuídese – contestaban.
—Me deportaron de México. Me puede ayudar con unas mone-
das para llegar a Buenos Aires – recalcaba mi deseo.

♦ 344 ♦
A Llorar de Nuevo

Finalmente, un vendedor de periódicos de postura encorvada, mi-


rada triste y gestos bien marcados por el sol y los años se apiadó de mí.
—¿Cuánto dice que le falta, muchacho? – preguntó pausadamente.
—Según lo que me dijo el de la taquilla, que diez pesos – señalé
mirando las monedas en la palma de mi mano.
—¡Ahí le van estas monedas, tome! – y estiró su mano con la
moneda entre sus dedos.
—Gracias, que Dios se lo pague.
Abordé el barco de la Carrera para regresar a mi tierra, con más
preocupaciones que soluciones, confundido y para colmo sin plata en
mis bolsillos, ni mi familia en mi piel. Me fui a parar cerca del puente
de mando. La vista era espectacular; las gaviotas volaban muy cerca
de la proa, emitiendo su llanto lastimoso al dejar atrás el puerto. Mi
corazón lo hacía también, lloraba en silencio mientras que mi cuerpo
lo miraba abatido.
Al llegar nuevamente a mi tierra tuve que recorrer a pie los cinco o
seis kilómetros hasta la casa. “Cómo quería retrasar el tiempo y llegar
a un punto de mi vida que no fuera doloroso, pero no lo había; la gran
mayoría era así, con penetrante olor a tragedia, a cuero quemado y fu-
gas mentales. Lo de ser congruente aún no era su momento, intentarlo
sí, mas no lograrlo”, recapacité dando los últimos tres pasos antes de
tocarle la puerta a mis padres.
—Marcelito, ¡qué gusto que estés aquí! ¡Pásate, hijo! abrió sus bra-
zos Mabel a todo lo largo para darme el más fuerte de sus abrazos.
—Ya te contaré, Mabel. Vengo muerto – la abracé, conforme la
sangre que circulaba en mi sistema nervioso, de forma pausada.
—¡Manolo va estar feliz de verte aquí!
—Yo también lo estoy, pero quiero dormir; el vuelo se me hizo
eterno – caminé de frente y sin escalas, deseaba acostarme, ¡respi-
rar paz! El corazón se me aceleraba de forma inesperada con ciertos
olores y recuerdos, los buenos y malos, los gritos y silencios, risas y
llanto.
—Pasa. ¿Quieres algo de comer? – señaló a mis espaldas mientras
me miraba desaparecer en las escaleras; yo me quedé callado.

♦ 345 ♦
Del Infierno al Cielo

Tenía que saber distinguir entre la verdad y mis propios sentimien-


tos, diferenciar lo que esperaba que sucediera y lo que realmente su-
cedería. Pensaba en mis hijos, los extrañaba. Sandra seguía aún en mi
memoria, pero se alejaba con frenesí por sus palabras y acciones. Aidé
representaba esperanza y juventud, locura y misterio.
Después de horas de sueño y de pláticas intermitentes con mis pa-
dres, salí a la calle a recorrer mi barrio. Saludé a mis recuerdos, a esos
eternos olores que viven en mi piel, al cielo azul turquesa y las cancio-
nes en la distancia, las milongas y el tango, los asados y fiambres.
El recibimiento de todos fue maravilloso. Cajas y cajas de cervezas
Quilmes en la temperatura adecuada, listas para ser empinadas como
lo hice por varios años; abrazos y besos por todos lados, anécdotas y
chistes mexicanos, sabores indescriptibles que cruzaban mi cabeza.
—Venga, Marce, bienvenido. Qué gusto verte – señalaba la mul-
titud, Cáceres, Ana, el Cabezón, Luisito, entre otros.
—Te sirvo la primera, boludo – preguntó Luisito.
—A mí cómprenme una soda de cola – respondí.
Escuché la carcajada de varios de los presentes, aunque no me cau-
só gracia; me mantuve callado observándolos.
—Qué buena broma – aseguró Luisito tomándome del brazo, in-
clinándose para seguirse riendo.
—¡No, no es broma! Ya no tomo alcohol, desde hace unos meses
para acá lo dejé – señalé con sobriedad – ¡sí se puede dejar de tomar!
—No, tú no eres entonces la Bruja, nos lo cambiaron en México
por este. Que nos regresen al otro; voy hablar con la Chola para re-
clamarle.
—Tampoco hay más Chola en mi vida; eso quedó atrás – señalé
—¿Cómo, pues qué te pasó? – cuestionó Ana, dándole una buena
bocanada de aire al cigarro que tenía prendido en su boca.
—Son muchas cosas, pero bueno. Ánimo mi gente. No porque
yo me tome una soda esto se va acabar. ¡Puedo brindar también,
pelotudos! – grité con euforia, no quería que mi historia convirtiera
la juerga en velorio –. Salud amigos, hermanos, vecinos. ¡Chin, chin!
Fueron platicas largas y muy cortas explicaciones; caras de sorpresa

♦ 346 ♦
A Llorar de Nuevo

y lamentaciones. Solo a los más cercanos les conté la infidelidad de mi


mujer, lo que sucedió con los negocios, el grupo AA, mi padrino, Ixta-
pa y el Parque Hundido.
La situación en Argentina se agravaba. Las noticias explicaban sus
teorías; el gobierno los pronósticos y la realidad que se vivía en la ca-
lle era otra totalmente diferente a las dos anteriores. Muchos negocios
estaban cerrados; mafias bolivianas y colombianas empezaron a tomar
control de algunos puntos de la ciudad. Grupos de resistencia se locali-
zaban en puntos clave, manteniendo sus negocios con ingresos ínfimos
y pocos empleados.
Adrián Castro me explicó todo lo que había sucedido en el barrio,
los cambios en la economía, quiénes fallecieron y los que habían caído
presos. Le pedí que me apoyara para dar pláticas en contra de las dro-
gas y el alcohol. Asistí a varios grupos a contar mi historia. Ayudé al
ahijado de mi padrino, que constantemente recaía, para que lo dejara
definitivamente.
Empecé a hacer muchas cosas de manera diferente, más congruente
con mi propósito. Hablé varias veces con Aidé a México. Ella apenas
tenía 18 años. Noté muchas veces en su voz la urgencia de verme. Sus
palabras se volvieron importantes para mis sentidos, me daba espe-
ranzas y amor sin complicaciones.
—¿De verdad te vendrías a Buenos Aires? – pregunté inquieto
—Sí, solecito. ¡Te amo! ¡Quiero estar contigo donde sea! – sonaba
tan convencida de querer apostar todo por algo tan inseguro y des-
conocido; su juventud la impulsaba a querer conocer el mundo, y la
relación con su padrastro se había complicado.
—Pues vale, deja veo cómo le hago para apoyarte y pagarte el
pasaje, Aidé – colgué rápido para no arrepentirme de mis últimas
palabras; no tenía trabajo ni plata para cumplírselo.
No me quedó otra que acudir a mis amigos, para ver quién pudiera
prestarme algo de efectivo para pagar un boleto de avión de México a
Buenos Aires, sin regreso.

♦ 347 ♦
NUEVA FAMILIA,
MÁS COMPROMISOS

A idé llegó feliz a Buenos Aires. Corrió de prisa a mis brazos para
darme un beso por largo tiempo, ahí en medio del aeropuerto,
sin importarle nada ni nadie a mi alrededor. Se mostraba deseosa de
todo, de vivir, conocer y divertirse.
Mabel y Manolo no podían creer que llevara a otra mujer a vivir a la
casa. Se las presenté cauteloso, apenas y la conocía. Quizás ese fue uno
de los peores errores que cometí, no darme el tiempo de pensar, anali-
zar y tomar conciencia de lo que ella significaría en mi vida, una nueva
familia y más compromisos, bajo un esquema de pobreza disfrazada
de oportunidades.
Mi madre se mostraba inquieta e insegura. Manolo después de su
accidente no fue el mismo que antes, era más terco y engreído, habla-
dor y peleonero. Por mi parte ciertos demonios estaban exiliados, sin
embargo, la explosividad de mi sangre nunca lo estuvo.
Vivíamos todos bajo un mismo techo, con muchas limitaciones y
pocas oportunidades de éxito. Mabel aportaba a la casa lo que ganaba
como empleada doméstica y Manolo luchaba por mantenerse en pie,
con achaques y dolores. Los espacios eran muy reducidos, los olores
muy fuertes.
En la pequeña mesa del comedor no había mucho aire para quejarse
y Aidé lo empezaba a hacer todo el tiempo. Para colmo de mis males
la mayor parte del día andaba mascando chicle, eso a Manolo le cris-
paba los nervios. Era muy común que ambos se pusieran a discutir,

♦ 349 ♦
Del Infierno al Cielo

gritaban de manera muy agresiva hasta que alguien golpeaba la mesa


o el aire para apaciguar aquello.
—¡Ya basta, dejen de gritarse así, me van a volver loca! – comen-
taba desesperada Mabel unos segundos antes de huir a su cuarto a
intentar dormir.
—Mujer, es que acaso ¿no oyes lo que está diciendo?
—Señora, yo no puedo decir nada porque todo me lo toma a mal
aquí su esposo – señalaba Aidé, defendiendo su postura.
No siempre estaba yo ahí para ser el mediador de los interlocutores,
eso complicaba todo el entorno familiar. Aidé se desesperaba por cual-
quier cosa y con frecuencia criticaba nuestra manera de vivir.
—¡Es que en México esto no me sucedería, yo allá seguramente
anduviera bailando y de fiesta con mis amigas! ¡Qué hueva estar
así limitados en todo! – dijo limpiándose la boca después de darle
un trago a la sopa de verduras que con tanto esfuerzo había hecho
Mabel desde el día anterior.
—Aidé, ¿de qué hablas, vos? Si ya no estás más en tu tierra. Aho-
ra debes respetar y darle gracias a Dios que tenemos qué comer, que
podemos respirar y aprender – dije juntando mis manos y empezan-
do una oración al Padre Nuestro.
Lo subrayaba de manera oportuna cada vez que empezaba con la
misma cantaleta. Sus modos de juventud eran burdos, representaba
dignamente a una mujer inmadura, como yo lo fui en su momento.
—Es que allá estaría mucho mejor que aquí, paseando en el
Mercedes de Gonzalo o bailando la plaga de Alejandra Guzmán
– comentaba con una risa burlona. Recurría con frecuencia a plá-
ticas de los desmadres que había hecho en los lugares de moda o
con qué amiga había bebido Whisky hasta el vómito; me señala-
ba que extrañaba todo de su país y era, hasta cierto punto, lógi-
co, trataba de entenderla. Era verdad que nunca tuvo tiempo de
adaptarse. Su edad, estado y rebeldía la hicieron caprichosa y be-
rrinchuda, con facilidad ofendía y lastimaba a todos; su carácter
era muy explosivo, ciertos días para mí era como verme reflejado
en un espejo.

♦ 350 ♦
Nueva Familia, Más Compromisos

“Estoy harto de tus historias fabulosas, de tus interminables pa-


changas, juergas en las discotecas y amigos poderosos. Ve nada más
cómo te pintas la cara, pareces payaso de circo”, pensaba. La realidad
es que deseaba gritarle eso en su cara, aunque nunca me atreví, por lo
menos no en ese momento.
Conseguí un trabajo con mi papá, le ayudaba en lo que podía. La
economía nacional estaba por los suelos, las oportunidades también,
por lo menos esas eran las charlas que llenaban mis oídos. Hice un
gran esfuerzo por no pelear y no quejarme de nada, solo hacer lo que
debía, trabajar y callar.
También teníamos ratos de paz, cuando yo no estaba o ella se
bañaba. Éramos una fábula de tensa calma entre varias tormentas,
demasiado lamentable que fueran tan pocos esos momentos. El que
viviéramos juntos bajo esas circunstancias me sirvió para entender
lo mal que estaba antes; varias noches le recé a aquella virgen mo-
rena de la carretera.
“Le hablaba muy quedito, que me permitiera ser mejor. Le pedía
silencioso que me enseñara a controlarme, ya que nuestros gritos y
ofensas eran dardos venenosos que escupíamos cada vez que nos eno-
jábamos”. En medio de ese caos Aidé salió de su grupo Allanon que
era para familiares de los grupos de AA y fue a buscarme en donde
yo estaba. Muy emocionada, me tomó de las manos y con sus enor-
mes ojos me dio la noticia de que estaba embarazada. Aquello para
mí fue impactante y confuso. Me puse como loco y empecé a agredirla
verbalmente. Era como ver venir una enorme bola de nieve, con mil
sentimientos atrapados, exprimiendo a su paso todos los miedos en
mi cabeza. Nadie estaba preparado para algo así. “Esto es demasiado”,
después recapacité cabizbajo por todo lo que veníamos acarreando y le
di un abrazo para conciliar las palabras altisonantes.
En muy poco tiempo nos convertimos en dos enormes trenes a pun-
to de chocar. Para ella el crecimiento de su vientre y sus senos fue un
motivo enorme de felicidad, y también de alivio, ya que sentía que
estábamos llegando a la orilla del precipicio y que alguno de los dos
debía sacrificarse.

♦ 351 ♦
Del Infierno al Cielo

Semanas después de hacer e intentar muchas cosas y no obtener


resultados, fui a buscar a un amigo; se llamaba César Cornejo, era del
barrio. Mi alma quería con urgencia empezar a superarse y sabía que
él era el indicado en ese momento para ayudarme. Era también un tipo
voluntarioso que contaba con muy buenos contactos, de buen porte y
manos grandes, orgulloso de su tierra y la albiceleste.
—¡Boludo, tienes que ayudarme! Yo le puedo entrar al negocio
de las sodas, créeme. Ya le busqué por todos los medios cómo salir
adelante y no he podido. Permíteme hablar con tu jefe, para que me
eche una mano – suplicaba con una voz quebradiza y nerviosa, por
poco y le besaba los pies para que accediera.
—Déjame pensarlo. Ya sabes cómo es, boludo – decía rascándose
el trasero.
—¿Cómo se llama? Dile, pelotudo, que esto es para ayer – subrayaba.
Gabriel, el jefe de Cornejo, era un tipo sobrado de peso y de cojones,
fumaba hasta por los oídos y se quejaba siempre de todo: la economía,
los resultados del futbol, árbitros y mujeres. Después de mucho rogar
me dieron la cita con él. Llegué muy bien peinado, vestido como gilda
burante con cara de desesperación.
—Te quiero pedir que me metas en alguno de tus negocios, Gabriel
– solicité de manera lastimosa, aunque con un toque de seguridad.
—¡Oye! No me jodas. ¿Qué no ves la situación cómo está? Uno
apenas sobrevive aquí – señaló en tono alto; los cachetes y su papada
hacían olas en su sudoroso rostro.
—Yo te voy a hacer ganar más dinero, Gabo. Tú dime dónde y te
lo demuestro. Dame el lugar más complicado y te duplicaré las ven-
tas – comenté arriesgando mi pellejo. “O gano todo o pierdo todo, es
hoy”, pensé enojado.
—Sí, sí, todos dicen lo mismo –. Calla.
—Está bien, me callo – señalé.
Después de rascarse los huevos y descartar el olor en su nariz, me
dio la oportunidad de vender latas de refresco.
—¡Tú dime dónde! – señalé gustoso; donde él me lo permitiera
iba a estar bien.

♦ 352 ♦
Nueva Familia, Más Compromisos

Aceptó de manera mal encarada; el primer reto era hacerlo en la


prefectura, por la calle de Garay, Pedro de Mendoza e Ingeniero Guer-
go. Las ventas iban repuntando pero no espectacularmente como yo
lo había pronosticado. Muy cerca de ahí, en la otra esquina, se junta-
ban muchísimos colectivos, entonces me di a la tarea de buscar cómo
ofrecer un producto diferenciado de los demás y aparte con servicio a
domicilio. Compré una hielera, le hice unas correas con telas y cintas
para colgármela en el pecho; la llenaba de refrescos y hielo, pesaba
muchísimo, pero eso no me impedía lograr mi objetivo.
—¡Lleve su soda bien helada! ¿Qué le llevo, qué le sirvo? ¡Pásele,
pídala su soda bien helada! De a peso la lata. ¡Llévela, llévela! – gri-
taba con mucha enjundia.
Las ventas casi de inmediato se fueron por las nubes. Me tuve que
llevar a Aidé para que me ayudara, sin embargo, los camioneros la des-
nudaban con su mirada y a ella le encantaba vestirse para provocarlos.
Tuve que optar por decirle a Aidé que dejara de ayudarme con lo de
las sodas. Me molestaba escuchar todo lo que provocaba a los choferes
y ella extendía en todo lo alto su plumaje, como pavorreal, así que tuve
que seguir ese negocio solo. Ya vendía cantidades muy importantes.
—¡Ya no quiero que me ayudes con la venta de sodas! Eso de que
te vayas así vestida es una pelotudez. No por ti, por ellos – le señalé
esa mañana antes de ir a comprar más de mil latas de Coca Cola que
necesitaba para la venta de esos días. Ganaba una buena cantidad de
dólares, con los cuales ayudaba en la casa de mis padres y les com-
praba víveres. A Mabel le regalé unos zapatos negros muy cómodos
porque a cada rato se quejaba de dolor de pies.
Entré a trabajar a una de las zapaterías de Manolo, donde me topa-
ba con frecuencia con gente importante. Ahí me enteré que Marcelo
Rojas trabajaba en el gobierno de Buenos Aires y casi de inmediato
fui a buscarlo, tenía que saber qué es lo que estaba sucediendo y ver
con él la manera en que me pudiera ayudar. Debía ganar más dinero.
Cuando llegué a las oficinas y pedí verlo, me dejaron esperando más
de 40 minutos. No lo pude encontrar, andaba en unas diligencias con
su jefe y un delegado.

♦ 353 ♦
Del Infierno al Cielo

Semanas después tuvimos que cerrar la zapatería; los gastos y las


ventas no se llevaban bien, así que bajamos cortinas. No era la primera
vez que nos sucedía, sabíamos de ese sentimiento: el fracaso, amargo
y rasposo, que recorre sin prisas los rincones de la mente. En cuanto
a la bronca con la zapatería, Manolo y yo sabíamos que no había otro
camino que intentarlo de nuevo. Era terco y optimista, una combina-
ción clave para salir adelante. Meses más tarde, con la plata que tenía
ahorrada de las ventas de sodas, junté lo suficiente para rentar un local
y poner mi primera verdulería. Era un local viejo, muy húmedo, donde
las cucarachas predominaban. Fumigué dos o tres veces, aunque no
tenía éxito. Manolo y Aidé me ayudaban con los empleados, sin em-
bargo, fue un rotundo desastre juntar a dos cabras en un mismo corral.
Un amigo de Rojas que se apellidaba Almada, me había vendido los
refrigeradores a pagos. El fracaso nuevamente estaba ahí lamiéndome
las ganas y las ideas, acechándome muy de cerca. Hoy sé con certeza
que si compraba un circo en esa época lo más probable era que el ele-
fante me aplastara justo en el momento de la apertura del espectácu-
lo. En todo este proceso había un aire de esperanza, era indescriptible
para mí; las nuevas sensaciones, el estar libre de los demonios renovó
muchas cosas que estaban oxidadas dentro de mi cuerpo.
Después de mucho insistir, Rojas me dio la cita un viernes. Llegué
con prisa, la respiración abultada y el pelo despeinado. Noté al abra-
zarlo que estaba envuelto en un aire de felicidad. Me estrechó la mano
con fuerza, no importando las miradas de los demás. Se mostraba
emocionado, con muchas preguntas acerca de mi vida, de México y de
mi familia.
—¡Vaya, quién me lo iba a decir! Jamás lo hubiera creído, volver
a toparme con la Brujita de La Boca – señalaba sonriendo; le daba
gusto que estuviera ahí.
—Sí, aquí estamos a tus órdenes, ¿cómo ves?
—Supe que te topaste con Luis Riefer. Qué bueno que te comentó
que aquí me podías encontrar.
—Gracias, sí, me señaló algunas cosas, no sé si sean habladu-
rías de él.

♦ 354 ♦
Nueva Familia, Más Compromisos

—Pues depende, se dicen tantas cosas estos días. El río anda muy
revuelto, ya sabes que la administración está cambiando y se preten-
de impulsar nuevos negocios – aseguró.
—Pues mira, justo lo que necesito: plata, tengo muchas bocas que
alimentar – señalé con los dedos mi boca y el signo de pesos.
—Te entiendo, Marcelo. Sí, la situación se ha venido apretando
desde hace varios años. Sé de lo que me hablas – señaló como un
funcionario público muy bien entrenado . No es tan fácil. Necesito
hablar con Almada, el tipo que te vendió los refrigeradores. Eso me
va a servir para presionarlo un poco, ¿cómo ves? Aunque lo máximo
que estamos facilitando son cinco mil dólares, mas no te aseguro
nada. Es un proceso complicado ya que es a fondo perdido.
—Pues con eso me debe de alcanzar para todo lo que quiero ha-
cer, tengo muchos proyectos. Qué bueno que le compré los refrige-
radores entonces – comenté dándome una sonora palmada en mi
frente, como un golpe de suerte.
Llené de inmediato el papeleo, conseguí los documentos que me
faltaban esa misma semana y llegué a casa feliz con mis cejas en todo
lo alto. Quería platicarle a Aidé lo que me estaba ocurriendo, así que
nos sentamos en la mesa del comedor y le tomé sus manos. Era muy
escéptica y conflictiva por naturaleza; yo era el soñador y ella mucho
más realista.
—¿Qué pasó, qué me ibas a decir? – preguntó.
—No, nada. Olvídalo – contesté.
—Algo traes entre manos. ¿Prefieres guardarte las cosas?
—Sí, eso prefiero.
—Bueno, ¡como tú gustes! – señaló orgullosa.
Varias veces me cruzaba por la cabeza el miedo de que no me de-
jaran entrar a México por la situación de la deportación, por ello de-
cidimos de mutuo acuerdo Aidé y yo casarnos para evitar cualquier
posibilidad de que no me dejaran entrar. El problema es que seguía
casado legalmente con Sandra. Debía manejar la situación con pinzas,
sin errores, para que todos nuestros planes salieran como lo veníamos
hablando.

♦ 355 ♦
Del Infierno al Cielo

Semanas más tarde me dieron la oportunidad de trabajar en el Ho-


tel Intercontinental con una buena empresa, KRM; su reputación era
más o menos aceptable. En esos años ya me había convertido en un
trabajador muy responsable, llevaba en mi cintura y mi pierna todas
las herramientas para reparar cualquier desperfecto en los conectores
o los switch. Le demostré a uno de los ingenieros, responsable de los
salones, las habilidades que tenía en las manos manejando todo tipo
de conexiones eléctricas y cables coaxiales para los micrófonos y soni-
dos. A los traductores simultáneos no le sabía mucho, aunque sí sabía
armar muy bien las pantallas y conectar todos los tipos de proyectores.
—¡Tengo una buena idea, un rebobinador manual para casetes!
– en mi mente vi claramente su funcionamiento, la utilidad que ten-
dría, la justificación comercial, hasta el posible precio en que lo iba a
poner en el mercado; me miraba empacando y contratando vende-
dores.
Me dediqué una noche entera a diseñar lo que para mí sería el in-
vento del siglo, algo que evitaría que la gente consumiera tantas ba-
terías regresando o adelantando los casetes. Dibujé la marca, el em-
paque, todo. Busqué quien me los fabricara y negocié el precio. Debía
juntar varios de miles de dólares para hacer una muy buena cantidad
y que el costo fuera menor.
Con mucho esfuerzo fui juntando mi capital. Deseaba tener éxito;
estaba completamente seguro que lo lograría. Así se fortaleció ese sue-
ño empresarial en mi mente. Ya había dado señas claras de que podía
lograr cualquier cosa, la venta de las sodas en las esquinas era la punta
del hombre exitoso que pronto debería de emerger en su totalidad. Me
sentí algo así como un iceberg.
—¡Lo voy a lograr! ¡Puedo lograrlo! – me autosugestionaba co-
rrectamente.
En cuanto al trabajo con KRM era muy bien hecho, limpiaba a con-
ciencia el salón cuando terminaban los eventos, no dejaba cinta eléctri-
ca tirada, ni los cables desacomodados, los enrollaba de forma minu-
ciosa empleando mis brazos y manos. Eso le gustaba al Señor Ruffini,
de pelo canoso y restirado. Siempre andaba haciendo sus rondines;

♦ 356 ♦
Nueva Familia, Más Compromisos

llegaba sin avisar a revisar todo antes de dar el visto bueno para que
empezara cualquier evento. Una vez que arrancaba me iba detrás de
las pantallas, tomaba una silla, la recargaba en la pared y a dormir; los
desvelos y peleas eran constantes, así que esos momentos de paz debía
aprovecharlos para descansar. Por supuesto que revisaba mi ruta de
trabajo para no dejar tareas pendientes, solo las “emergencias” como
apagones o sobrecarga en la red del hotel me podían mover de mis
casillas.
Mi jefe valoraba mucho todo eso, y me fueron dando eventos más
importantes con responsabilidades de otro tipo, aunque inexplicable-
mente semanas después bajaron cortinas. Me quedé sin trabajo una
vez más.
Aproveché ese fin de semana para darme una vuelta al barrio, y en el
Parque Solís me topé con Gallina y Tildo. Estaban en el mismo lugar de
siempre, fumando marihuana. Caminé lentamente para saludarlos. Ese
parque representaba muchas cosas de mi niñez, los primeros amigos,
las grandes paradas de arquero que logré hacer; olores de triunfo y de
esperanza solían recorrer las copas de los árboles y los cimientos de sus
bancas y jardineras. Quería compartirles mis sueños e ilusiones, como
solía hacerlo muchos años atrás. Debía entregar el mensaje, la enorme
lección de vida que aprendí a miles de kilómetros de este lugar.
—¿Qué pasa, mi Brujita? ¿Gustas un porro? Aquí tengo varios.
Ya sabes, de la buena, una mezcla colombiana exquisita, muy pega-
dora – me advertía abriendo los ojos como un enorme paracaídas.
Ya le pesaban los años. Su piel era ahora distinta, nada que ver
con lo que era antes. Tenía algunas manchas y marcas imborrables de
cuando uno se inyecta, los dientes como señales de tránsito, verdes,
amarillos, con las encías rojas.
—No, ya no consumo drogas – señalé con orgullo.
—¿Cómo? ¿Desde cuándo es eso? – dijo rascándose el antebrazo,
dejando rastros en su piel reseca, como si en sus uñas llevara un gis
blanco de los que se utilizaban en la escuela.
—Desde hace unos meses. Me puse muy mal en México, perdí a
la Chola y varios negocios por la cocaína, la marihuana y el alcohol.

♦ 357 ♦
Del Infierno al Cielo

—Vale, si la Chola también consumía ¿Qué me inventas, pelotudo?


—La dejó de consumir aquí mismo, poco antes de embarazarse.
Recuérdalo – comenté mirando al cielo como si en ese pedacito de-
lante de mis ojos estuvieran todas las respuestas.
—Vale, pues qué bien. ¡Qué cojones!
—Amigo, yo voy a ser alguien en la vida. Quiero establecer un
autoservicio, vender legumbres, verdura, que tenga almacén donde
guardar los víveres y, He estado desarrollando un invento para no
gastar tantas pilas del walkman, unos cosos para rebobinar manual-
mente los casetes. ¡Será un éxito, créeme!
Le comenté emocionado con un brillo deslumbrante en mi mirada,
como si estuviera ante un helado doble de chocolate y vainilla, como
nos los sirvieron de niños en aquel hotel de lujo.
—¡Mira a tu alrededor cabrón! Estás en La Boca. Te deportaron
de México. ¿Qué vas a hacer? ¡No me jodas, Brujita! – contestó man-
teniendo la droga en sus pulmones, para después toser con fuerza
en mi cara.
—Sí se puede. Yo lo viví en México, en el Grupo de 24 horas y el
anexo – señalaba orgulloso.
—Aquí no existe eso Brujita. Deja de soñar. Despierta – decía Til-
do agarrándome con fuerza la camisa.
—Pues esa es seguramente mi misión, ayudar a otros para que no
les pase lo que a mí – aseguré.
Muchos cambios sucedieron en mi ausencia, Ismaelito murió en la
cárcel, el Gordo Lozano ya andaba en silla de ruedas y seguía con-
sumiendo drogas. Dany Ponce, mi ahijado, para quien fui su ídolo y
confidente, estaba muy metido en las drogas; era un muchachillo con
buenos dotes de boxeador, sumamente agresivo como yo mismo lo
había inculcado; Sapito estaba preso y fui a hablar con él a la cárcel;
debía salir en los próximos meses, así que tenía que hablarle de mi
experiencia.
—Hermano, hay un lugar para dejar las drogas y el alcohol. Dame
la oportunidad, ahora que salgas, de ayudarte – le solicitaba angus-
tiado, pues lo veía muy mal.

♦ 358 ♦
Nueva Familia, Más Compromisos

—¡Déjate de joder con eso! ¡Tú bien sabes que no lo puedo dejar
amigo! – contestaba.
—Ya han muerto muchos de nuestros amigos. ¿Qué no piensas
que eso es una señal para que dejes de hacerlo? Aún es tiempo her-
mano.
Horas más tarde me confirmaron del gobierno que ya podía pasar
por el cheque de los cinco mil dólares. Estaba feliz, mi sonrisa nacía
seguramente en el estómago y me continuaba hasta el cerebro. Sabía
perfectamente cómo gastarlos y a su vez cuidarlos. Ya me había dado
a la tarea de recorrer las calles buscando locales comerciales adecuados
para mi visión de empresario. También aprovechaba para preguntarle
a la gente acerca de grupos de Alcohólicos Anónimos; debía encontrar
la forma de ayudar a otros, sabía lo que ellos sufrían viviendo de cerca
con los demonios que uno esculpe por las adicciones.
Un vecino de procedencia turca, dueño de un viejo taller de made-
ra, me invitó a un grupo de Alcohólicos Anónimos en el cual participa-
ba. Al llegar me percaté de que estaba lleno de viejitos; eso no era malo,
sin embargo, las pláticas eran solamente tres veces a la semana y no me
ajustaba, no me llenaba. Nadie tomaba en serio el problema, era gente
muy incongruente; hablaban de disciplina, respeto y al salir a la calle a
la gran mayoría los veía tomando, fumando, andaban con prostitutas
teniendo a sus propias mujeres en casa.
No por eso desistí en el empeño. Semanas más tarde me topé con el
grupo Santa Cruz y ahí sí me dieron carta abierta para mover las cosas.
Le di vida a la librería, empecé a jalar más gente, a dar un mejor servi-
cio. Tomaba a todos por parejo, a los jóvenes y a los de edad avanzada
les daba consejos. Juntaba plata para imprimir volantes y repartirlos,
visitaba hospitales y clínicas dando el mensaje.
“Entendiste que mientras más ayudas a otros, más te ayudas a ti
mismo”, escuché con fuerza esa voz interior que hace tantos años me
aconsejaba.
En ese grupo conocí a Miguelito, Griselda y al Ruso, quienes me
pedían a gritos que los ayudara a dejar de beber. No eran los únicos
que me buscaban.

♦ 359 ♦
Del Infierno al Cielo

—¡Lo hemos intentado todo! La verdad no podemos. – asegura-


ba el mismo pretexto cada uno de ellos, con sus propias palabras y
argumentos.
—Yo estaba mucho peor que ustedes. Si yo pude, ustedes tam-
bién pueden – les aseguraba que confiaran en mí.
Para lograrlo decidí llevarlos a mi casa; les leía literatura acerca de
los graves daños que se estaban causando y les pedí a mis padres que
dieran testimonio de lo que padecí cuando estaba más chico, de las
tantas veces que estuve preso.
—Marcelo, ¡solo a ti se te ocurre semejante estupidez! Meter a
esta bola de teporochos para alimentarlos y tratar de salvarlos – se-
ñalaba Aidé bastante molesta.
—Sí, así es, a mí se me ocurre eso y a ti se te ocurre embarazarte
cuando más jodidos estamos. De eso sí no dices nada – señalé.
—No, eso es muy diferente. Los niños no llegan al vientre de uno
por obra del Espíritu Santo, ¡eh! – recalcó ella.
Para esto, les compraba pizza y sodas, y ya había comprado tam-
bién unas colchonetas para darles donde dormir y cuidarlos. Por las
mañanas los levantaba a todos y me los llevaba al Hotel Intercontinen-
tal donde trabajaba; los encerraba en una bodega, les llevaba de comer,
todo para que no tuvieran acceso a las drogas o al alcohol. Saliendo de
ahí me los llevaba al grupo, era su coach personal, el mejor ejemplo de
vida de que sí se pueden superar las adicciones.
Me aventuré a formar mi propio anexo en Buenos Aires; sin saberlo
estaba haciendo historia. Al principio fueron cuatro, después se sumó
uno más; en total cinco personas estaban bajo mi responsabilidad.
Aidé me criticaba severamente en un principio, pues no lograba enten-
der que estando tan jodidos ayudara a otros, esa enseñanza de vida la
heredé de mi madre y ella no. Después lo fue aceptando poco a poco,
cuando entendía mi pasado y veía mi presente.
Lo intenté todo por ellos, aunque no pude ayudarlos, no tenía la expe-
riencia para hacerlo y los horarios se me complicaban mucho. La gran ma-
yoría lamentablemente recayeron en el alcohol, así que tuve que dejarlos
ir. Ya sólo los veía en el grupo, con sus caras largas y ojos perdidos.

♦ 360 ♦
Nueva Familia, Más Compromisos

Pero no por inexperto los iba a dejar solos, estaba siempre a su dis-
posición y me llamaban con frecuencia a altas horas de la noche o ma-
drugada. Entonces me vestía apresurado, tomaba una bicicleta vieja
que tenía guardada y pedaleaba con fuerza hasta encontrar a quien me
lo solicitaba.
Junté un poco de plata para comprarme unos tenis nuevos; pasa-
ron muchas semanas en las que usé unos muy jodidos, todos rotos y
sucios. “Podrás ser un empleado, pero siempre debes ser un gran ser-
vidor”, recordé lo que me recalcaba mi padrino José Luis cada vez que
me veía. En México yo era su orgullo, él para mí uno de mis últimos
grandes maestros.
Finalmente junté el dinero para hacer los rebobinadores; fue in-
creíble tomar la decisión de todo el producto. MSY, esa sería mi
marca, Marc Silva Yaguna; sonaba muy elegante. Los colores que
escogí eran elegantes, las letras grandes y rectas. Investigué lo de
los códigos de barras y pagué buena plata para cumplir con todos
los protocolos mercantiles de aquella época. Me entregaron cajas y
cajas listas para ser colocadas y vendidas. Mi etiqueta era elegante,
se la enseñé a Mabel muy orgulloso y ella, con cara serena, me de-
seaba éxito en todo lo que hiciera. Siempre lo había hecho, este día
no era la excepción.
—¡Se van a vender muchísimos, madre! – aseguré, aunque por
más que le explicaba su funcionamiento ella no miraba el coso en
mis manos, solo mis ojos.
—Te quedaron muy bonitos, hijo – dijo.
Melina y Kenan seguían presentes en todas mis oraciones y en mi
corazón. No sabía cómo estaban, la “Chola” había roto toda comuni-
cación conmigo. Deseaba verlos pronto, abrazarlos y explicarles con
calma todo lo que sucedió con su mamá, esperando que algún día se
sintieran orgullosos de su padre. Como podía, de a pesito en pesito
seguía juntando plata para regresar a México por mis hijos. Invertí una
buena parte de mis ahorros en el rebobinador, lo hice con mil sacrifi-
cios porque tenía puestas muchas esperanzas en mi invento y en recu-
perar, de una vez por todas, la confianza.

♦ 361 ♦
Del Infierno al Cielo

Una noche me paré frente a un pequeño espejo que teníamos en la


habitación. Estaba muy desalineado. Con dos de mis dedos levanté el
labio superior, tenía los dientes todos jodidos y las encías amarillentas.
Después observé a detalle la piel de mi rostro, lucía bastante lastimada.
Era un muchacho apenas, sin embargo, me faltaba mucho por recorrer,
aprender, valorar y cambiar.
La gran mayoría de mis miedos y complejos se mantenían laten-
tes, con un aroma penetrante, entre mi esperanza y las ganas de salir
adelante. No todo era bueno, pero esos silencios y reflexiones me ayu-
daban a visualizar el futuro que estaba buscando, el que según yo me
merecía. Me preocupaba caer en una bipolaridad, contento y eufórico
a ratos, gruñón y mal encarado en segundos. Tenía tanto que trabajar
acerca de mi persona.
Aidé engordó muchísimo con el embarazo. Su inexperiencia ali-
menticia, la añoranza de su país y el delicioso pan de mi tierra tuvieron
la culpa. Nuestro hijo nació en el Hospital Ramos Mejía, justo donde
iba a llevar el mensaje de no consumir drogas o alcohol. Mi compadre
Vicky estuvo conmigo. Estaba muy orgulloso de mí, una gran amistad
nos unía. Lo llevaron a la incubadora, estaba un poco amarillo, y cuan-
do finalmente me dieron la autorización, lo tomé entre mis brazos, lo
vi y sopesé que era un niño enorme con las mismas cejas de su padre.
Fue un momento muy especial, sentir su fragilidad. “Somos tan inde-
fensos”, pensé.
A pesar de todos los problemas, ese día estaba jovial y feliz, pues
en cierta forma compensaba en mi corazón la ausencia que tuve con
Kenan. Decidimos llamarlo Lucas.
El cajero del hospital, por instrucciones del director, no nos cobró
un peso por los servicios de parto; fue de gran ayuda. Vivíamos todos
apretados en una habitación de dos por dos, la pintura de las paredes
se caía a pedazos por la humedad, sin embargo, estaba en un estado de
prosperidad mental.
Puse el negocio con la ayuda de Vicky mi compadre; con su camio-
neta me llevaba y traía para hacer las compras de la verdulería, que era
también tienda y almacén. El día que abrimos tuvimos mucha gente.

♦ 362 ♦
Nueva Familia, Más Compromisos

Tratábamos de hacer las cosas diferentes, los colores de las verduras eran
relucientes, crisoles hermosos se formaban en los cristales que daban a
la calle; fue una gran aventura llena de motivos increíbles. Para cuando
llegó el primer cliente nos dimos cuenta que no teníamos la balanza para
pesar las cosas que vendíamos. De todas formas nos fue genial; más de
100 dólares de venta. Ya tenía mucha más experiencia; los errores del
pasado me habían asentado sabiamente. Todo decidí ponerlo a nombre
de Manolo, sin saber que meses más tarde, por defender a Aidé en una
discusión entre ellos, mi padre decidiría quitármelo todo. Me dejó prác-
ticamente en la calle, un complejo más que sumarle a mi persona.
—Te vas a quebrar, papá, porque yo soy el motor de este negocio.
No tenías por qué gritarle de esa manera a Aidé, es la mamá de Lu-
quitas y se merece tanto respeto como todos en la casa.
—Es que todo el día se la pasa mascando chicle como si fuera una
pros… comentó alzando la voz.
—¡Epa, epa! Te digo que estás mal. Esos son mis problemas, no
los tuyos. Y si corrió a Gilberto es porque es un huevonazo. Lo pescó
durmiendo en el almacén, ¡por eso lo corrió! – dije tratando de acla-
rar de una vez por todas lo que se había suscitado entre ellos.
—Ves lo que te digo. Y así me quieres sonriente y bien educada.
Mira cómo me tratan ¡Hz algo! – apuntó Aidé antes de retirarse del
lugar abrazándose a si misma.
Ese día, al hacer el corte del negocio, me di cuenta que ya se estaban
vendiendo dos mil quinientos dólares en promedio. Aún así entregué
todo a Manolo, nos salimos de casa de mis padres y nos fuimos a vivir
a un pequeño departamentito que nos rentó el Turco, ese señor de bi-
gote poblado y ojos saltones. Tuve que recurrir nuevamente a Adrián
Castro, para explicarle todo lo que había sucedido con el negocio, Ma-
nolo y Aidé. Castro no podía creer que tanto esfuerzo y éxito termi-
nara de una manera tan infantil. Aceptó refunfuñando que hice bien
en defender a mi mujer; solía rascarse la cabeza tratando de encontrar
respuestas, salvo esta vez que nunca las encontró.
—Te pido otra vez tu apoyo para trabajar – solicité angustiado,
dándole un trago a un mate hirviendo que recién me había servido.

♦ 363 ♦
Del Infierno al Cielo

—¡Confía en mí, Adrián! Ya cambié. Te lo juro que ya cambié;


estoy libre de alcohol y de drogas – aseguraba.
—Sí, vale. Déjame ver qué puedo hacer. ¿Sigues haciendo ins-
talaciones de sonido para los hoteles? Algo así podría ser – señaló
sosteniendo su barbilla con su mano derecha.
—Perfecto, eso me gusta mucho. He aprendido muchas mañas
buenas para tener una mejor calidad, cosas técnicas que se valoran,
Adrián. Sí puedo y sí quiero.
Gracias a Miguel Ángel Pisani, gerente general de la empresa, y
Rodrigo Casasuz Coque, de AVR, quienes supieron de mi experiencia
en KRM, y por recomendaciones también de Adrián, me llamaron para
que estuviera laborando con ellos en el Hotel Intercontinental. Estaba
feliz porque me pagaban horas extras, así ganaba el sobresueldo ne-
cesario para regresar a México. Empecé a cuidar mejor mi aspecto, los
dientes, la piel y el peinado correcto.
—Coque, ¡necesito pedirte un favor!
—Sí, dime, Marcelo, a tus órdenes – subrayó.
—¿Me podéis guardar todo el dinero de las horas extras para jun-
tar así para mi pasaje de regreso a México? Eso quiero.
—No tengo ningún problema. Lo podemos hacer, claro – asegu-
ró de manera elegante. Yo me quedé muy confiado en que esa era
la mejor manera de salir de Buenos Aires para reencontrarme con
Melina y Kenan.
Fui a buscar a Cato Carracedo para que me enseñara a hacer y co-
nectar los traductores simultáneos, porque en aquella época eran muy
complicados de calibrar en las consolas. Yo tenía hambre de triunfo y
conocimiento. Trabajaba de noche y de día. Me alejé de los problemas
de la casa para estar más tranquilo, la solvencia económica me daba
pauta y seguridad.
Una vez me topé en la cafetería con el personal de ventas del ho-
tel. Juan Carlos y Héctor hablaban de sus números, porcentajes de
ocupación y pronósticos de cierre. Los miraba atento desde la otra
mesa, me levanté de mi lugar y fui a sentarme con ellos. Ambos se
sorprendieron.

♦ 364 ♦
Nueva Familia, Más Compromisos

—Debe de ser muy emocionante eso de las ventas, vivir la adre-


nalina de los objetivos, los clientes. Espero que algún día me ense-
ñen a hacerlo, aprendo muy rápido – les comenté orgulloso.
—No muchacho, tú no vas a aprender nada de esto. Se necesitan
estudios, preparación. Tú dedícate a lo tuyo, el mantenimiento, a
conectar las bocinas correctamente de mis clientes. Las ventas no
son para ti.
—Yo no estoy de acuerdo. Sé que me llegará la oportunidad ade-
cuada, ¡boludo! – tomé otra vez la charola con mis alimentos y me
fui a donde estaba antes sentado.
—De verdad que estás pelotudo. Primero ponte a estudiar, ya
después comprenderás claramente lo que te estamos diciendo – ase-
guró el que tenía cara de más mamón.
Lo que sí sucedió es que llegó al mercado algo totalmente revolucio-
nario. No, mi invento no, fue el maldito CD que inundó rápidamente
los mercados y las tiendas departamentales. El cambio era radical. Ya
nadie necesitaba mi invento, adiós a más de cuatro mil dólares de in-
versión en MSY. Aún así los intenté vender, pero ni regalados los que-
rían. Fueron varios golpes muy duros que asimilar. Manolo terminaría
cerrando el negocio que le dejé funcionando; al no estar yo ahí no pudo
controlar las cosas, los empleados, las cuentas, pero su orgullo era más
grande que la humildad.
A eso se le sumaban más broncas con Aidé, sus quejas y rarezas,
gritos y comportamientos que a todos nos ponía los pelos de punta. Y
cuando hablo de todos me refiero a Lucas y a mí.
Recorrí esa tarde la calle de Corrientes, donde se ubican cines, libre-
rías y teatros, una zona fantástica llena de recuerdos y oportunidades.
Andaba por ahí buscando grupos de AA, con la espalda vapuleada
por los desvelos y las preocupaciones, México y mis hijos se alejaban
rápidamente de mi realidad. Sin estudios más que la primaria ¿cómo
aspiraría a ser alguien en la vida? Nadie puede progresar sin estudios,
ya me lo habían dicho muchas veces, y mis creencias limitantes esta-
ban bien arraigadas en mi subconsciente.
Me topé de frente con una librería enorme y pasé por curiosidad.

♦ 365 ♦
Del Infierno al Cielo

Me llamaba muchísimo la atención la sabiduría que pudiera estar ahí


almacenada, cuánto aprendizaje, de gente tan estudiada, empresarios,
inventores, historia. Caminé por los pasillos tocando las pastas de los
libros, sintiendo los relieves de las hojas, las fotos con recortes. Ob-
servaba a los autores, muy bien presentados, con cara de intelectua-
les, lentes, barba, canosos, parecían la puritita verdad. ¡Los admiraba
tanto! Prácticamente tomaba como una verdad absoluta todo lo que
pudiera estar escrito en un libro.
Tomé un libro que decía en su portada “Mi primer millón de dóla-
res”. Me dejó impactado, sin embargo, eso no fue todo, abrí desespera-
do sus páginas como si me las quisiera meter en la garganta y tragár-
melas, volviéndome así exitoso e inteligente. Abrí bien los ojos y con
el dedo índice subrayé mentalmente unas frases, después otras más y,
finalmente, miré la más indicada.
…Está comprobado que muchos de los hombres más ricos del mun-
do no tienen estudios…
Eso fue espectacular, un bálsamo de verdad y optimismo, justo lo
que necesitaban transpirar los poros de mi piel. Como una lluvia de es-
trellas, cientos de ideas me llegaron a la mente. “Entonces sí puedo ser
millonario. Si lo deseo, saldré adelante; no dependo de ningún papel
para lograrlo. Todo está en mi voluntad de lograrlo, en consolidar mis
sueños. Le compraré la casa a mis padres. ¡Sacaré de trabajar a Mabel,
qué belleza!”.
Miré el precio del libro. Superaba por mucho mi presupuesto del
día. No me alcanzaba ydebía decidir: si lo compraba caminaría cinco
kilómetros a pleno sol para llegar a casa, o bien me iba en el colectivo.
Cuando llevaba los dos primeros kilómetros de caminata seguía fasci-
nado mirando las frases y la contundencia de las mismas.
En el trabajo conocí a Mariana Casals, quien me ayudó muchísimo
en el éxito que tuve en AVR; siempre estaba dispuesta a enseñarme.
Fue ella quien me abrió mi primer correo en Yahoo!, que era el rey en
aquellos años, y me aconsejaba paciente los procesos de la empresa. Le
conté acerca de mis planes y siempre me apoyó, incondicionalmente
estuvo todo el tiempo para ayudarme.

♦ 366 ♦
AHORRA O NUNCA

D espués de leerlo como veinte veces, me seguí con otro libro de


Og Mandino, “El Pergamino de Dios”, y de ahí muchos títulos
más, algunos de ventas, otros de motivación. Los audiolibros también
fueron un descubrimiento excepcional, leer me hacía más y más fuerte,
me daba seguridad, contexto; daba fortaleza a mis palabras, sabiduría.
“El éxito está en los libros y la constancia”, subrayaba eso en mi cabeza
totalmente convencido.
Decidí entonces luchar en contra del CD. Porque era nuevo; segura-
mente habrá mucha gente que aún debe de tener sus casetes y buscan
alternativas para no gastar pilas, así que con optimismo fui a la calle 11.
Varios locales se dedicaban a la venta de artículos novedosos y otros
ofrecían lo mismo de siempre: monederos, lámparas, servilleteros con
porta molda dientes y vasos con popotes integrados. Invertí más de
cincuenta minutos explicándole a todos los que pude los beneficios de
mi aparato. Recargué mi cabeza sobre el aparador y frente a mis ojos
apareció un camino, una ruta alterna hacia el éxito.
Un hermoso y sencillo monedero de plástico inyectado, tan común
por mi tierra, mas tan escaso en México. Recordé con claridad el ceni-
cero del taxista lleno con sus 38 o 39 pesos de todas las denominacio-
nes. Lo compré de inmediato. “Esta es una mina de oro”, me decía una
y otra vez.
Así que nuevamente mi alma empresarial tomaba la rienda de mis
decisiones. Una vez más lo coticé con quienes me habían inyectado el
rebobinador manual. Medí los moldes, le hice algunos cambios, ajus-
tes, colores, todo para que fuera el mejor monedero mexicano de la
historia.

♦ 367 ♦
Del Infierno al Cielo

—¡Otra vez Marcelo! – dijo sorprendido el jefe del taller.


—Sí, así es, una vez más hasta que le demos al clavo – aseguré
mostrándole los cambios que quería hacerle al modelito actual. Te-
nía muchas ideas, quería lograr que se pudiera colgar del cinturón,
entre otras cosas.
—Pues es tu plata, es tu meta, tu sueño. ¡Espero que ahora sí ano-
temos muchos goles a la vida!
—Así será. Mira la idea es ésta. Para México debo hacerle varias
modificaciones – señalé con mis manos cada cambio que debíamos
hacerle.
Más temprano había tomado de una de las bolsas laterales de mi
maleta algunos pesos que tenía regados por ahí y se los dejé al fabri-
cante para que los hoyos donde van las monedas quedaran al tamaño
adecuado. Venía trabajando 18 horas diarias para pagar todo. Tenía
un objetivo claro: de domingo a domingo, de esas largas jornadas salió
para pagar los abonos de los monederos; aún faltaban las pruebas del
molde final.
—Yo creo que es tiempo de que regrese a México. Allá puedo
ir adelantando lo de los resortes. Tengo muchas ganas de ver a mi
familia, deseo de verdad que me entiendas y apoyes – me comentó
Aidé de forma resolutiva.
—Sí, te entiendo, creo que es importante cotizar en México las
piezas. Yo debo esperar a que me entreguen el molde con todos los
cambios – subrayé.
—Está bien. Así le hacemos, entonces, solecito. Gracias por apo-
yarme – señaló.
La llevé al aeroparque Jorge Newbery. Nuestra situación sentimen-
tal estaba en una etapa complicada, teníamos los dos las esperanzas
de que estando en México podría mejorar todo. Abracé a Lucas con
fuerza. Tenía una mirada de toro mal encarado, como si supiera que
en unos minutos más estaríamos a miles de kilómetros de distancia.
A ella la besé cariñosamente en la mejilla y de manera torpe su boca;
sus enormes ojos negros se me quedaron clavados en la frente con una
expresión lastimosa. El vuelo salió a tiempo, sin demoras.

♦ 368 ♦
Ahorra o Nunca

Una noche me desvelé sacando cuentas. Pensaba volar a México en


unas semanas más, calculé los pasajes y algunos gastos extra. Cuando
finalmente completé todas las sumas me dio mucho gusto comprobar
que ya tenía el dinero para cumplir mis propósitos. Dormí pocas horas.
Dos días después me enteré que Sandra regresó a Argentina con mis
hijos, así que todos los planes cambiaron; por fin pude verlos. Hubo
muchas palabras altisonantes, ciertas condiciones y señalamientos de
horas específicas.
—Te los llevo al Parque Abastos. Te voy a encargar mucho que
cuides tu lenguaje y no des explicaciones de nada – solicitó Sandra
con una voz chillante y acelerada.
—¡Sí, está perfecto! ¡Gracias! – contesté contento.
—Solo ten cuidado con lo que comen, no quiero que me los vayas
a enfermar. Ya conozco cómo comes y ellos no están impuestos a
eso. Por favor ten cuidado. Gracias – apuntó tranquila.
—Lo haré con el mayor cuidado, yo tampoco quiero que se me
enfermen – señalé con agallas, sin ser grosero o descortés; segura-
mente eso le debió sorprender, ya que nuestros últimos momentos
fueron muy desagradables.
Era un lugar espectacular, con una rueda de la fortuna gigante. Ha-
bía una plaza comercial muy moderna que gritaba con fuerza “aven-
tura”. Valió la pena el esfuerzo, el gasto, muchos meses de no estar
juntos. Melina estaba creciendo rápidamente, Kenan hablaba ya sus
primeras palabras. A Mabel le dio mucho gusto recibirlos en la casa,
fue un momento de sanación para todos; la Chola no fue invitada. Ma-
nolo nos contó lo que sufrió en el accidente, rezamos todos a la hora
de servir la comida y por el milagro que le concedió Dios de salvarse.
Cada quince días me tocaba pasar por mis hijos a casa de la Chola.
Eso me daba mucho gozo, me dio también estabilidad y le dio volu-
men a mis sueños. Les explicaba lo que hacía, jugábamos todo el tiem-
po: les compraba pizzas para irnos al parque a jugar. Era una convi-
vencia que no había experimentado mi piel y se sentía plena, llena de
luz, de fuerza.
En una comida de boy scouts, nos encontramos Sandra y yo.

♦ 369 ♦
Del Infierno al Cielo

Llevaba a Melina para que participara. Nos dimos tiempo para tran-
quilizar las aguas y externar sentimientos que estuvieron pernoctando
en algún rincón de nuestra mente y nuestro corazón.
—¡Hola! ¿Cuánto tiempo verdad?
—Sí, mucho – contesté un poco serio; aún me costaba trabajo mirarla.
—Oye, Brujita ¿por qué no te quedas aquí en Buenos Aires? Creo
que aún podemos salvar lo nuestro – señaló con las pupilas inyecta-
das de esperanza.
—¿Cómo?
—Sí, lo que escuchaste. Sé que cometimos muchos errores, mas
ya maduramos ambos. Aquí estaremos bien. Olvídate de México,
vamos luchando por lo que teníamos. Hubo muchos momentos que
vale la pena conservar y repetir, ¿no crees? – señalaba con un tono
suave muy convincente.
Me le quedé mirando extrañado. Una parte de mi quería decirle
que sí me gustaría hacerlo, la otra no vacilaba en sus intenciones, era
muy congruente con lo planeado, apegarse al plan original, buscar
fortuna fuera de Argentina, alcanzar objetivos empresariales, seguir
aprendiendo.
—No, no puedo hacer eso. Lo siento, son muchas cosas las que
he tomado en cuenta. No tomes esta respuesta a la ligera. Amo a
mis hijos. Tú puedes venir a México, quizás allá podamos resolver
y avanzar, platicar y negociar; aquí ya no tengo nada qué hacer – le
señalé de manera elegante, sin alterarme, sin recordar su infidelidad
ni mi locura.
—No, yo no tengo nada qué hacer en México. ¡Ya no regreso! –
señaló.
—Te entiendo – aseguré soltándole la mano, liberándola de toda
culpa y compromiso; este no era un adiós definitivo, la vida nos ten-
dría otras jugarretas, traiciones y sinsabores.
Me levanté del lugar y regresé solo a casa. Me despedí de mis hijos
con un abrazo cariñoso y muchos besos. Quería salir corriendo para
no llorar delante de ellos, sin embargo, me mantuve firme en el timón;
sollocé para adentro, no tuve otra opción.

♦ 370 ♦
Ahorra o Nunca

Cuando finalmente me entregaron los moldes, estaban hermosos.


Yo los miraba como una obra de arte, me miraba teniendo éxito y
vendiendo miles de piezas. Ya no tenía excusas para quedarme más
tiempo en Argentina. Las broncas que tuve con la retención de las
horas extras en AVR llegó a buen término, no hubo necesidad de más
palabras ni amenazas, se portaron a la altura. Bueno, eso después de
que les hice un pequeño tango por sus extraños y alevosos procedi-
mientos fiscales. Bañan de misterio las cosas para que aceptes sus
condiciones.
—¡Gracias, Rodrigo! Aunque esto va para todos. No pierden un
amigo, ¡ganan un contacto! – le comenté a todos en las oficinas de
AVR alzando los brazos; estaba feliz.
—¡Suerte, Marcelo! Lo mejor está por venir a tu vida – apuntó.
Llegué a la casa satisfecho, agradecido, pleno, miraba todo a mi al-
rededor con añoranza, extrañando cada rincón. Estando ahí, con cui-
dado empecé a empacar todo, mis ilusiones junto a los calzoncillos, los
zapatos viejos los acomodé junto con las grandes esperanzas, deseos
de éxito junto al rastrillo. En total tenía cinco mil dólares para arran-
car el negocio. Tal vez no era mucho, sin embargo, lo suficiente para
darme una base estable para el arranque. “Tardé un año y medio en
juntar esa plata gracias a que me había fijado una meta muy clara”,
recapacitaba.
Envolví muy bien las piezas que me faltaban para el monedero, solo
requería que Aidé me diera los datos de los proveedores con quienes
compraríamos los resortes y concretara la cita con la fábrica donde se
podría hacer la producción en masa.
La despedida con mis padres fue más dolorosa que de costumbre.
No sé a qué se debió, tal vez el accidente de Manolo nos hizo más uni-
dos; saboreamos todos la muerte, en su cuerpo quedaron el fragor de
la batalla, cicatrices imborrables de ese encontronazo con el destino.
—¡Voy a estar bien, no se preocupen!
—Sí hijo, eso es lo que queremos, que ya encuentres lo que bus-
cas, donde sea, aquí o allá en México. Solo queremos lo mejor para ti
y tus hijos – subrayó Mabel.

♦ 371 ♦
Del Infierno al Cielo

Después de esas palabras tomamos la avenida que nos llevaría has-


ta la entrada principal del aeroparque. Todos íbamos callados. Los au-
tos pasaban deprisa frente a las sombras de mis ojos, no quería enfo-
car nada. Deseaba llegar a México y poner lo mejor de mí para lograr
triunfar. Por primera vez mi vida estaba siendo congruente con todos,
con mis hijos, mis demonios, padres, Sandra y Aidé.
—¡Cuídate, hijo! Sé que vas a estar bien, vas por buen camino –
dijo Manolo sacudiendo mi cuerpo con un fuerte abrazo.
—¡Lo haré! ¡Ya encontré el camino! – señalé llenando mis pulmo-
nes de orgullo.
—Eres grande, hijo. Tú puedes. Te admiro mucho – comentó Ma-
bel detrás de un par de lágrimas que corrieron lentamente por sus
mejillas.
—Te amo, mamita.
—Y yo a ti, Marcelito – apuntó apretando más mis manos.
Miré de reojo a Manolo. Se estaba quebrando en dos, los ojos se le
nublaron y la voz se le fue. Así, con esas últimas palabras de mi madre,
me alejé de ellos; jalaba aire con dificultad. Recorrí el andén calmado,
contando todos los pasos hasta el avión, mi espíritu, mi respiración,
todo en mí estaba renovado; el convivir con Melina y Kenan fue una
parte muy importante en esta nueva etapa de mi vida.
El vuelo a México no tuvo ningún inconveniente, volamos toda la
noche para aterrizar a las 6 de la mañana, minutos más, minutos me-
nos. Desde que compré el boleto le avisé a Aidé el día y la hora; se mos-
tró muy animada y señaló con mucha seguridad “allá te vemos”. Pero
cuál va siendo mi sorpresa que nadie fue a recogerme al aeropuerto, ni
un alma estuvo por mí. Llamé varias veces a su casa y nadie me contes-
tó; eso prendió las alarmas, ya que me molestaba de sobre manera que
me dijera algo y que después me saliera con otras cosas. Ya me lo había
hecho varias veces, sin embargo, después de diez horas de vuelo esto
resulta muy diferente a mentir sobre si compraste tortillas o bolillos.
Pagué el taxi. La tarifa se me hizo muy alta. Tenía tatuado en mi
cabeza que debía gastar lo menos posible, ya que vendrían inversio-
nes en cosas más importantes que un aventón a la colonia Guerrero,

♦ 372 ♦
Ahorra o Nunca

donde iba a vivir con Aidé. Soto número 60 le dije al chofer; el rumbo
era bastante bravo según me comentó Adolfo, un señor de 40 años,
quien llevaba la matricula 2045 en su unidad.
La charla fue amena, manejaba muy bien y la música que tenía en
una de las estaciones era de mi juventud, los años dorados del Rock &
Roll; empezó la canción de Pink Floyd, The Wall. Fue genial recordar
el efecto que causaban esos ritmos en mi cabeza, los dos como locos
la empezamos a cantar; cierto que ninguno sabíamos inglés, pero la
tonadita nos salió estupenda.
Cuando nos estacionamos me sorprendió ver que aquello era una
vecindad de techos muy bajos. Bajé las maletas y busqué el número
que me había indicado mi mujer. Cuando se abrió la puerta me saludó
afectuosamente la mamá de Aidé. También estaba ahí Víctor, su her-
mano y otros amigos de ellos; casi tuve que entrar gateando para que
no golpeara mi cabeza.
Hablamos de muchas cosas. El recibimiento fue bueno. Conocí los
negocios que ellos hacían, tenían varios puestos en los tianguis donde
vendían ropa y pantalones; hablaban de ganancias importantes, que-
rían expandirse hacia otros puntos de la ciudad. Desayuné un exquisi-
to huevo con chorizo que preparó mi suegra, un licuado de plátano y
muchos abrazos de Lucas. Lo vi enorme, pesaba mucho para su edad.
Seguía molesto por la falta de atención de no pasar por mí al aero-
puerto, y aunque estaba cansado tenía muchas ganas de comenzar a
trabajar, a descubrir cómo ellos ganaban dinero. Casi de inmediato nos
pusimos de acuerdo sobre los días y las horas de los puestos; sábado y
domingo, los precios, todo me facilitaron. El haber leído aquellos libros
de superación y ventas me daba argumentos, sentido de confianza, no
era sólo Marcelo Yaguna quien lo aseguraba, ahora Alex Dey me res-
paldaba, entre tantas otras obras que fui adquiriendo.
—¡Perfecto! Pues a darle, Marcelo, es una buena oportunidad.
Conforme vayas aprendiendo irás creciendo junto con nosotros,
porque pretendemos abrir también el de La Raza. Lo principal es
irle perdiendo el miedo y que vigiles bien que no te vayan a robar.
Aquí si te descuidas, manito, te dejan en pelotas – señaló Víctor

♦ 373 ♦
Del Infierno al Cielo

soltando una carcajada; hablaba con la boca abierta, exponiendo así


la tortilla, el huevo y sus dientes.
—Sí te entiendo. También está el negocio de mi monedero; busca-
ré quién nos dé los mejores precios y que la calidad sea óptima para
vender una buena cantidad.
En unas 9 semanas logré tener varios puestos, cedí un par de metros
para ubicarme más al centro, donde se movía más gente. Al princi-
pio me quedaba muy calladito, recomendando en voz baja lo que nos
acababa de llegar y que estaba de moda; trataba de vender lo que nos
dejaba mayor ganancia. Seguí comprando libros, se me volvió un vicio,
muy sano a diferencia de los que cargaba con anterioridad.
Después vi la oportunidad de traer camionetas de la frontera has-
ta Piedras Negras; eran más de 20 horas de viaje. Había muy buenas
oportunidades en los Estados Unidos. Supe que era un buen negocio,
ya que la ganancia oscilaba entre los 15 hasta 20 mil pesos por uni-
dad, lo cual se me hacía espectacular. Llegué a tener cuatro en venta.
Los detallaba, aspiraba, les sacaba los detalles de laminado y pintura.
Después los colocaba en un lugar estratégico donde el sol les diera de
frente y, ya con el pulimento, parecían como nuevos.
Sentimentalmente no estábamos bien; había muchas diferencias
entre lo que yo era y lo que Aidé buscaba ser. Constantemente dis-
cutíamos; mi suegra y sus hermanos no se metían. Después eso fue
cambiando, fui adquiriendo más soltura en los tianguis. Primero era
muy calladito y miedoso, ahora ya gritaba, me valía madre el mundo.
—Pásele, güerita, agárrele, métale la mano. Pura calidad al me-
jor precio. Tenemos de todas las tallas, solo lo más nuevo, original.
¡Agárrele sin miedo! – mi voz la modulaba en un tono adecuado.
—¿A cómo el pantalón, joven? – preguntaban las señoras, una
tras otra lo mismo, así que coloqué los precios en unas cartulinas.
Después puse probadores con unas cortinas. Eso fue un éxito, así
la gente ya no tenía la típica excusa de “Oiga, ¿y si no me queda?”.
Pruébeselo”, contestaba, ahí detrás de la cortina
—¡Véngase, seño! A ver, joven, agarre ese para su novia. Venga y
cómprele al Che, a sus órdenes.

♦ 374 ♦
Ahorra o Nunca

Los olores y sabores mexicanos que se viven en los tianguis son úni-
cos de manera exponencial. Tacos de todo, botanas, dulces multicolo-
res, de coco, mango, cajeta, arrayán, tamarindo, era algo muy diferente
a lo que conocía en mi Buenos Aires; allá son 6 platillos básicos, aquí
más de 60 por lo menos, combinaciones de todo tipo en caldos, sopes,
huaraches y fritangas.
Creo que nací con la facilidad para ir siguiendo al mercado. Empecé a
fabricar los monederos con la ayuda de un chavo llamado Félix, pero tenía
que hacer el último proceso de armado yo solo; colocar el resorte, la guía
para las monedas y pegar el fondo. Para todo eso inventé un sistema en el
cual mis asentaderas me servían de apoyo para que pegara la pieza. Con
las manos terminaba otro y lo colocaba debajo de mi trasero nuevamente,
hasta cinco o seis piezas podía armar de esa manera. Y cuando terminaba
la última, las que tenía abajo ya estaban secas, así comenzaba otra vez el
proceso. Después descubrimos que el diseño tenía unos errores, por lo
que tuve que hacerle ajustes con la ayuda del güerito. Fue una pieza clave
para crecer, me fiaba y apoyaba. Su forma de hablar y vivir era muy sen-
cilla, me recordaba a la gente de La Boca, esos carpinteros, zapateros que
siempre estaban a las vivas de lo que el cliente pidiera. Me faltaba mucho
por aprender, no todo era miel sobre hojuelas. Empezaron a existir dife-
rencias con mis cuñados, sobre todo con Víctor, quien se sentía dueño de
todo; sin embargo, como me empezó a ir mucho mejor que a ellos, se gestó
una desconfianza por el dinero que gastaba e invertía.
—¿Es que de parte de quién estás Aidé? Eso lo debes decidir – le
señalaba tajantemente, pues notaba cierta tendencia a darme la es-
palda en alegatos familiares.
—Es que Víctor me dice que…
—No, nada. Mira lo que nosotros vendemos y lo que hemos lo-
grado. Él está de mantenido aquí en casa de tu mamá – le señalaba
enojado, mostrándole la pila enorme de pedidos que tenía para ven-
der al día siguiente.
—Sí, te entiendo, pero es mi hermano.
—Y eso qué. A mí me dejó Manolo en la calle y es mi padre. Eso
no es garantía de nada – dije levantando mi voz.

♦ 375 ♦
Del Infierno al Cielo

En ese año me pinté el pelo de verde y me puse un par de piercings


en mis pezones; ya ganaba mi buena lana, con los puestos, camionetas
y monederos. Para estos últimos armé una campaña de divulgación y
mercadeo que fue bastante efectiva; amigos del tianguis y de Argenti-
na recorrían las principales refaccionarias, como la Mendoza, Chapa,
pidiendo monederos, después de unas horas llegaba yo y al ofrecerlo,
de inmediato me pedían de 10 a 25 piezas, pero yo armaba paquetes de
100, los vendía a diez pesos cada uno.
Poco tiempo después hice porta placas y copetes para los taxis. Es-
taba con todo, mejorando y aprendiendo los procesos. Seguía libre de
alcohol y drogas, y apoyaba al grupo de AA con pláticas; también les
llevaba pan o botellas de agua, ya que siempre hacía falta eso. Estaba
muy agradecido con ellos, ya que me salvaron la vida, de seguir en el
ritmo que consumía seguramente habría muerto, como varios de mis
amigos en Argentina.
Nos tuvimos que cambiar de casa; ya eran muchas las broncas ahí
y la suegra ahora lógicamente me miraba como si les estuviera roban-
do, siendo que siempre les fui derecho, jamás les jugué chueco. Aunque
pude hacerlo no lo hice, ellos tenían un descontrol total de sus cosas y
yo no. La familia García nos rentó un departamentito, muy jodido. Una
de las habitaciones la utilizaba de bodega para los monederos, los panta-
lones; coloqué cartones y trampas para ratas porque las méndigas pare-
cían conejos. En la mejor época del año decidí arriesgarme a comprar un
buen lote de pantalones, hice los cálculos adecuadamente y fui con mi
proveedor a pedirle más plazo para pagarle por una inversión que tenía
que hacer. El señor Óscar aceptó y me hizo firmarle una responsiva.
Con la lana que saqué de esas ventas compré las máquinas para in-
yectar los plásticos, los moldes, todo lo necesario para montar mi pro-
pia fábrica. Renté una bodeguita en una de las vecindades, y después
de varias negociaciones e invitaciones, las vecinas finalmente acepta-
ron que se guardaran ahí. Limpié el lugar adecuadamente; por fin mi
negocio propio y pujante.
—Óyeme, cabrón, ¿cómo te gastaste todo el dinero en esas
máquinas? – me señaló bastante molesta Aidé cuando se enteró

♦ 376 ♦
Ahorra o Nunca

de todo el desmadre que hice para comprarlas . Si no te manejas tú


solo aquí; somos dos – indignada reclamaba.
—Es una oportunidad de oro. Si las pago con el fabricante me cues-
tan 5 pesos; con nuestras maquinas solo 1 peso. ¿Me entendéis vos?
—Sí, sí entiendo, pero hay otros gastos. Ya el señor de los pan-
talones anda haciendo un desmadre porque no le has pagado; fue
hablar con mi mamá y mis hermanos – argumentaba con justa razón.
—Yo lo voy a arreglar. Déjame a mí resolverlo, tú no te metas –
indiqué molesto, dándole un portazo a la puerta de la recámara.
—Ándale, no más falta que me pegues – comentó iracunda.
Me seguí de largo antes de que otra cosa ocurriera. Tenía tres ca-
mionetas que no se habían vendido, así que fui a buscar a Don Óscar.
—Don Óscar, buenas tardes.
—¡Pásate, Marcelo! Qué bueno que ya vienes a pagar. Sí vienes a
eso ¿verdad? Mira que a nadie le fio lo que a ti. Solo porque sé cómo
trabajas y las ganas que le pones a todo cabrón, pero ya págame. Son
más de 160 mil pesos.
—Sí, a eso vengo, porque se me atoró la carreta un poco – argu-
menté confiado en que me daría una prórroga, pero se fue por un
mejor camino.
—Cómo que más tiempo. ¿Cuánto más? No seas así de ojete. Ya
vi que tienes unas trocas ahí a la venta, se me hace que con eso te voy
a andar cobrando – señaló haciendo el signo de pesos en su mano
izquierda.
—No, no la joda don Óscar. Esas camionetas valen más de lo que
le debo – le metí presión al viejo, seguí a mi gran maestro virtual Og
Mandino en el “Mejor Vendedor del Mundo”.
—Achís, pues. ¿Cuánto andan? A mí sí me sirven, si las vendo
recupero mi lana cabrón. Entiéndeme.
—Las camionetas, así como están, valen más de 220 mil pesos. Es
mucha la diferencia. No por favor – comenté sacando una calcula-
dora de bolsillo.
—¿A poco tanto? Pero si en la frontera están más baratas,
¿qué no?

♦ 377 ♦
Del Infierno al Cielo

—Sí, pero súmele los gastos de la traída, la madrina, la maneja-


da, que el detallito del golpe. Chéquelas, a estas no hay que meter-
les nada – aseguré, mentalmente ya sabía que esas camionetas me
costaron 90 mil pesos, así que, si lo cerraba adecuadamente, saldría
ganando una deuda pagada de 160 mil pesos sin contar intereses
moratorios.
—Pues vamos viéndolas apenas.
—Pero a mí no me va a salir el negocio así don Óscar, le voy a per-
der lana – aseguraba, casi mentaba madres negándome a enseñarle
los vehículos.
Por fortuna se quedó con las camionetas, liquidé mi deuda y queda-
mos como grandes amigos. Me surtió nuevamente pantalones; aquello
del ganar-ganar se cumplió cabalmente.
Un martes por la mañana me llamó Manolo de Buenos Aires. Estaba
todo acongojado, sin trabajo y con problemas muy fuertes de dinero.
—Hijo, si puedes ayúdame. Me gustaría eso – comentaba con voz
amargada, como agua de limón sin azúcar, rasposa.
—Sí, yo te ayudo. Acá hay mucho por hacer. Te compro el pasaje.
¿Y Mabel? ¿Qué va a pasar con ella? ¡Que se venga también!
—No, ella no quiere, tiene trabajo acá y con mis problemas quiere
un espacio para que le demuestre que sí podemos hacer las cosas
bien – dijo.
—Vale, pues. Vente tú entonces, Manolo. Dale, te veo en unos
días. Tranquilo, haremos un buen esfuerzo como siempre – subrayé.
Fue así como Manolo conoció finalmente México; se quedó mara-
villado del bullicio de la ciudad, la comida, las costumbres, olores. Lo
noté satisfecho por lo que había logrado en tan poco tiempo. No es
que fuera millonario, sin embargo, ya tenía un control económico im-
portante. Le mandaba dinero a la Chola para el cuidado de los niños;
nunca le solicité un recibo, confiaba en la buena voluntad de ella. Y no
sólo de ella, de mucha gente con la que trabajaba.
Al poco tiempo de eso me di cuenta que me empezaron a rodear en
el tianguis otros vendedores de pantalones; la competencia y el mer-
cado nuevamente me advertían que estaba sucediendo algo que no

♦ 378 ♦
Ahorra o Nunca

era nada bueno para mi negocio. El instinto me decía que era hora de
emigrar de giro, y así lo hice. Rematé todo y con la venta de eso decidí
modificar el puesto y hacerlo más grande.
Pedí permiso a la administradora, una vieja mal encarada que se
la pasaba mascando chicle igual que Aidé, de aspecto de luchadora
pero con sonrisa pulida. Aceptó mi idea de poner un asador, así que
con ayuda de Manolo y unos amigos, soldé las varillas de acero para
poner ahí un local de venta de comida típica Argentina: chorizo, chis-
torra, pan con chorizo, asados, pollos asados, papas fritas, cervezas y
empanadas.
—¡Pollo, cerveza y papas fritas por 130 pesos! Pásenle amigos,
prueben el único sabor del Che – gritaba con fuerza.
—¡Aquí hay lugar! ¡Pásele, señora! – señalaba también Manolo,
volteaba a verme y me guiñaba el ojo; lo noté después de muchos
años alegre.
Coticé con un soldador del barrio el trabajo. Llegó muy de lentes,
su aspecto era rudo, sudaba copiosamente y llevaba un lápiz detrás de
la oreja, el cual constantemente agarraba para hacer sus anotaciones.
Midió la base y preguntó varias veces las dudas que tenía. Su ayudan-
te era un pendejo, un niño de unos doce años, el cual se me quedaba
mirando como si fuera alguien conocido, un personaje de la televisión
o un futbolista. Le daba indicaciones al tal Juanito y este presuroso
movía las cosas; le noté contento, quizás esperaban ganar mucha plata.
Manolo se les quedaba mirando desconfiado, muy a su estilo; así
transcurrieron 35 largos minutos. El señor me quería cobrar 30 mil pe-
sos por hacerme ese trabajo; me dio detalles técnicos de todo lo que
tenía que hacer.
—¡Es mucho dinero eso, oiga! – le advertí de mala gana, cruzando
mis brazos y bajando mis cejas.
—Es que está enorme y se necesita reforzar bien. Más las charo-
las. Sí se lleva mucho trabajo – señalaba nervioso.
—Será el sereno, pero es mucha plata. Yo trabajé hace muchos
años en eso y no debe de ser tan complicado; la calidad del material
es clave – apunté.

♦ 379 ♦
Del Infierno al Cielo

Les di las gracias a los dos y terminé haciéndolo yo por menos del
20% de lo que ese hombre me pretendía sacar. Nos quedó bastante
bien, con los refuerzos bien hechos y las charolas perforadas para que
el aire ayudara a encender el carbón. Manolo y yo nos dimos a la tarea
de buscar buenos proveedores de carne; les explicábamos detallada-
mente cómo tenía que ser el corte que más nos gustaba. Fue un proceso
muy interesante, ya que todo lo que había aprendido en el pasado,
tantos negocios llevados al fracaso, hoy los llevaríamos al éxito, y de la
mano de mi padre.
Nuevamente la vieja rencilla entre Marcelo, Manolo y Aidé tomó
fuerza y forma al estar todos bajo el mismo cielo. Las riñas y acusa-
ciones iban, venían; era determinante para mí terminar la relación con
Aidé. Y aunque se había fletado mucho de este nuevo Marcelo, por
otro lado, era un freno importante para otros aspectos de mi vida.

♦ 380 ♦
ADIÓS, TIÁNGUIS.
BIENVENIDO, JAPÓN

M ónica, la hermana de Aidé, nos hizo un ofrecimiento por nues-


tro puesto de comida. Se le hizo fácil decir “ya está aclientado,
qué mala situación puede pasar si nosotros lo manejamos”. Acepté su
propuesta. Yo quería seguir progresando con los nuevos monederos,
los copetes y porta placas; ya había mandado a hacer un empaque es-
pecial mucho más bonito y vistoso. Visitaba a las empresas. Mi imagen
seguía siendo la de tianguista, con las camisas de colores y aretes; eso
mismo me acarreaba problemas con la cobranza, pues me veían como
alguien de poca formalidad y yo era el dueño de todo.
Al poco tiempo de que se lo traspasamos a Mónica, se le vino abajo.
La gente dejó de ir, porque el alma de ese lugar era yo, así que me lo re-
gresó. Eso fue una nueva bronca con Aidé y Manolo; no nos poníamos
de acuerdo en nada. Al final el que decidía todo era yo, porque hacerlo
de manera consensuada era imposible. Aunque en muchas de las de-
cisiones no estuvieron conmigo seguí creciendo. Regresé al puesto de
comida, pero ya no trabajaba sábados y domingos.
Finalmente, mi suegra decidió quedarse con el puesto de comida.
—Deje hacer cuentas, Marcelo, pero de entrada sí le digo que va
a ser una operación a pagos.
—Vale, pero échenle ganas. Mire, señora, que sí se puede. Usted
ya vio como sí se vende muchísimo. Si ustedes lo hacen bien, ga-
narán más, y así me pagan en menos tiempo – señalé, tratando de
contagiarle mi entusiasmo.

♦ 381 ♦
Del Infierno al Cielo

—Está bien. Si logramos hacer eso le pago antes Marcelo.


Así que sin esa carga encima y con la fábrica ya casi totalmente au-
tomatizada, el armado de los monederos y su venta, dejé de hacer mu-
chas cosas. Hasta que una mañana, Toño, un amigo de Pancho, uno
de mis cuñados que vendía autos en el tianguis, me señaló que estaba
dejando de ganar mucha lana.
—Marcelo, con las cualidades que tienes para vender, te deberías
poner en serio a vender coches – me indicó con sus dedos cuántos
vehículos vendía y lo que se ganaba.
—Yo vendiendo coches. ¿En dónde? Eso sería un sueño. Me en-
cantan los autos, tú sabes – comenté muy ilusionado, pues era entrar
de lleno al mundo de las ventas y con el pie derecho.
—En una agencia de la Nissan. Yo conozco al gerente de ventas,
es medio especial. Más bien especial y medio, pero tú dile que vas
recomendado por mí – aseguró levantando el pulgar.
Así que me presenté unos días después con Antonio León; su secre-
taria dudaba en pasarme a su oficina. Esa mañana me había peinado lo
más decente que pude, me puse una camisa blanca sin tantos colores;
aunque llevaba mis pequeños aretes, piercings y el pelo verde. Des-
pués de unos minutos, me dio el pase la señorita. Con sus ojos pro-
nunciaba alevosos calificativos; lo intuí porque se me quedaba viendo
como si fuera un bicho raro, mas no podía hacer nada por detener la
voluntad de Dios ni la mía. Caminé hasta donde estaba el escritorio;
me quedé parado, pues no me había ofrecido la silla para sentarme. Te-
nía un librero lleno de fotos, reconocimientos, premios, autos a escala
y plumas elegantes.
—Buenas tardes Antonio, Soy Marcelo Yaguna, vengo por el
puesto de vendedor – señalé un poco nervioso.
—Ah sí. Siéntate – dijo en tono despectivo, muy sobrado de hue-
vos y mala educación, se dio la media vuelta y se puso a escribir en
la computadora que tenía en su espalda –. Dime, te escucho.
—Pues me comentó Toño que te dijiera que soy un gran vendedor.
—¿Dijiera o dijera? – preguntó moviendo su silla y mirándome a la
cara; seguro trataba de ponerme nervioso o ver qué tanto sabía hablar.

♦ 382 ♦
Adiós Tianguis, Bienvenido Japón

Era un tipo de poco pelo, con ceja muy delineada, de nariz recta y
puntiaguda. Usaba un traje elegante de color azul y rayas muy finas
de color café.
—Te comentara acerca del puesto de vendedor – señalé con más
seguridad.
—Ah, sí. Dime, ¿cuál es tu experiencia? En qué marca japonesa
has trabajado? – me cuestionó más agresivo; se le notaba en su cara
el gozo que le causaba anticipar mis “no” como respuestas.
—En ninguna.
—Y entonces, ¿cómo es que piensas que eres vendedor? – dijo
haciendo una leve mueca en su pómulo derecho.
—Mire, licenciado León, déjeme comentarle algo. Soy un pequeño
empresario, dueño de una fábrica de inyectados plásticos. Gano 150
mil pesos, seguramente eso es tres veces más que lo que usted gana.
Y si le comento esto es porque tengo la capacidad de hacer las cosas
bien. Yo no vengo a ser un vendedor más, sino a ser su mejor vende-
dor – contesté de manera para él inesperada, por la cara que me puso.
—Mmmmm, está bien. ¿Sabes de cierres de ventas? ¿Estás dis-
puesto a vestir de traje, arreglarte ese cabello y retirarte piercings y
aretes para entrar a trabajar?
—Sí, sí lo estoy. Y también conozco algunos cierres de ventas,
¡pero puedo aprender más!
—Entonces preséntate el próximo lunes con la señorita Claudia
de recursos humanos, para que ella te enseñe el papeleo que se debe
llenar y las pruebas que debes pasar, ¿te parece?
—Sí, señor. Muchas gracias – contesté satisfecho.
—Ah, y ¡cómprate unos trajes! No agradezcas nada hasta que
demuestres lo que me dices; entonces yo te agradeceré a ti haber
tomado esta oportunidad con nosotros y no con la competencia –
aseguró, girando nuevamente su silla.
Esa misma tarde fui a hacer todo lo que me pidió, arreglarme el pelo,
sacarme los piercings y comprar un par de trajes. Regresé el día que me
lo solicitó. Fueron tres meses en que le aprendí mucho: cómo vestirme,
diferentes cierres de ventas y la filosofía del mundo automotriz.

♦ 383 ♦
Del Infierno al Cielo

Tres meses después despidieron al licenciado León por unos frau-


des que se estaban llevando a cabo con personal de SICREA y la gente
de su familia que trabajaba en la agencia. Por mis resultados me dieron
el puesto de supervisor de ventas a los 8 meses, y de ahí el puesto de
gerente de ventas. Llegué a colocar más de 45 unidades al mes, pero
no solo eso, implementé un estilo de trabajo, otorgando mis tarjetas
con mi fotografía y un agradecimiento por confiar en Marcelo Yaguna
Silva, algo que nadie más hacía. Entraba a las 8 de la mañana y salía
a las 9 de la noche. A uno de los directores le pedí que me abriera la
agencia los sábados por la tarde y el domingo por la mañana, así lo-
graba captar a esos clientes que entre semana no podían acudir a las
pruebas de manejo.
Rosa Palancares, una compañera de trabajo en la agencia, era mi
principal competencia; entre ella y yo siempre había una lucha encar-
nizada por ser los mejores. Tuve que implementar cambios importan-
tes, horas más largas en mis guardias, me fijaba las metas y las cumplía
al 100%. Estaba motivado.
—Irreconocible, Marcelo. ¡Felicidades! – me comentó Manolo una
noche en que llegué aventando los zapatos cerca de la sala.
Me había mudado a unas cuadras de la agencia. Ya la empresa me
daba auto del año, prestaciones superiores a las de la ley, y mi fábrica de
plásticos seguía reportando buenos números. Me sentía fantástico; el es-
fuerzo enorme que hice durante tanto tiempo daba sus primeros frutos.
—¡No trabajes tanto, solecito! No tienes tiempo de nada, parece
que ya no quieres estar conmigo. Ni me tocas siquiera – reclamó
Aidé un sábado por la noche en que llegaba de una guardia.
Lamentablemente, la enfermedad en el corazón me volvió a dar. Mi
cuerpo recibió el impacto de dos ataques cardiacos y me dejó incapa-
citado uno de los mejores días de mi vida, pues iba a recibir unos pre-
mios y bonos por mis ventas. Pero esa mañana no me pude levantar.
Dios sabe por qué hace las cosas así; no me llevó a su lado, pero me
dejó hecho casi un inútil.
Todo el dinero que teníamos ahorrado lo fui a gastar en medicinas,
hospitales y tratamientos. La agencia Nissan de los Ortigoza me dio,

♦ 384 ♦
Adiós Tianguis, Bienvenido Japón

como pago de mis logros, la espalda, pues no tenía gastos médicos. Fue
así como me dejaron virtualmente en la calle, a pesar de ser exitoso en
las ventas ignoraba muchas cosas legales en este país y ellos se aprove-
charon de eso como aves de rapiña.
Por mi incapacidad física, Aidé empezó a manejar la fábrica de plásticos.
Ya tomara decisiones buenas o malas no me importaba, seguía sumido en el
espiral eterno de la depresión. No podía creer lo que me estaba pasando, el
dolor en mi pecho era enorme, tanto por la enfermedad como por el orgullo
de perder mi preciada estabilidad. Esa tarde la doctora Jiménez revisó las
radiografías de mi pecho y me confirmó las lesiones en el corazón.
—Mira, Marcelo, este tipo de secuelas no se cura – apuntó con
seriedad.
—No estoy de acuerdo, doctora. ¡Yo le voy a demostrar que sí se
cura! – aseguraba con determinación absoluta.
—Te vamos a hacer más estudios, tomografía computarizada, en-
tre otros.
—Adelante. Lo que sea necesario doctora – comenté.
Tuvimos que dejar la casa donde habíamos rentado cerca de la agencia
de autos. Pasé dos meses sin poder trabajar. Llevaba una dieta muy sana
y había bajado de peso, pero el Hospital de Cardiología no me daba el
alta para poder trabajar. Varios días acudí a terapia, y en la sala de espera
conocí al señor Leonel García y a su esposa, ambos con mucho porte y
elegancia. Hablaban siempre correctamente, sus gestos eran precisos, se
les miraba a leguas la buena cepa. Leonel era un personaje maravilloso
con el que platicaba largas horas acerca de mi historia, mi situación y los
problemas que había pasado desde mi niñez, allá a miles de kilómetros
en el barrio de La Boca. De ahí le comenté lo de mi fábrica de plásticos, el
tianguis y la chingadera que me hicieron en la agencia Nissan.
—¿Por qué traes tantos libros, Marcelo? – preguntó curioso.
—¡Quiero aprender muchas cosas! Amo los libros – señalé con
absoluta seguridad.
—Qué gusto saber eso. Mi esposa y yo tenemos una empresa de
venta de acero. Nos va muy bien, pero nos hace falta gente como tú
– señaló tomándome del hombro con un brillo especial en sus ojos.

♦ 385 ♦
Del Infierno al Cielo

—Sí, qué gusto conocerlo. Gracias – comenté con la moral a tope.


Nos hicimos muy buenos amigos; hablábamos y bromeábamos de
todo a nuestro alrededor. Me llevó un libro a regalar; fue estupendo
ver su dedicación y paciencia para conmigo.
Muy lamentable fue la reacción de Aidé ante mi situación; sus ofen-
sas se fueron haciendo más grandes y frecuentes. Yo siempre me ofen-
día, aunque no tuviera la razón. Era mi forma de defensa, a tal punto
que me hacía llorar, mas no quería lastimarla ni alterarme más porque
no podía; sí caía en su juego entonces sí, adiós mundo cruel. Manolo
fue una parte clave de esta resiliencia, me daba la mano y me acompa-
ñaba a caminar al monumento a la Revolución. Me miraba físicamente
bien, pero por dentro había montones de escombros en mi ego, mi vo-
luntad e inteligencia.
—¡Órale, huevón, si te ves muy bien! Ya ponte a trabajar! – seña-
laba con ironía la mamá de Lucas.
De ser antes su solecito, ahora pasé a ser un holgazán.
—Oye, pero ¿por qué me tratas así? ¿Qué no sabes que estoy
aún delicado?
—Excusas, nada más. Ya te vas a caminar a todos lados. Muy del-
gadito te pusiste, pinche huevón. Lo que no quieres es trabajar, ya
no le hagas al listo – arremetía fuerte con su voz chillante.
—¡Ya no te soporto! – señalé cansado de sus formas.
Después de eso solo la observaba, maniatando el aire a su alrededor.
Quizás por fin me mostraba su verdadero rostro, el que tenía oculto en
su belleza y palabras amables. Mi corazón sollozaba, pues se sentía
traicionado una vez más.
Esa tarde había ido al tianguis a vender unos monederos que me
quedaban regados por ahí en unas cajas. Ya la fábrica la teníamos de-
tenida, sin materia prima ni dinero suficiente para producir. La crisis
nos pegó en pleno diciembre; no teníamos para comer. Al recorrer uno de
los pasillos me topé con una patineta azul con blanco que quería para mi
Luquitas. Le ofrecí al locatario de los juguetes los pocos monederos que
llevaba en una bolsa de plástico, valían más que la patineta, pero ese buen
hombre me tomó solo los necesarios para darme el juguete para mi hijo.

♦ 386 ♦
Adiós Tianguis, Bienvenido Japón

Recuerdo que lo abracé y agradecí con mucho cariño su bello gesto.


—En esta época del año es importante dar, más que recibir –
apuntaló el hombre de semblante pacífico y bonachón.
—Tiene toda la razón. Gracias – acepté cabizbajo.
—¡Feliz Navidad! Sonríe – me dijo.
Por la noche llevé a mi familia a dar la vuelta. Caminamos hasta lle-
gar a una feria navideña. Minutos antes de salir sabía que en mis bol-
sillos llevaba a lo mucho unos setenta y ocho pesos. Miraba nervioso
los precios de todo, mientras que el antojo brincaba de gusto tocando
todos mis sentidos. Me acerqué a un puesto que por sus precios estaba
atiborrado de humanidad; sabía exactamente lo que podía comprar,
atole y unos cuantos buñuelos. No podía aceptar cargos extra por ser-
villetas, popotes o servicio, ya que no me alcanzaría. En el horizonte se
escuchaban los cantos navideños, la risa de Papá Noel y las risas de los
niños que disfrutaban de las luces de bengala. Miré a mi alrededor y
con plena seguridad de mis palabras señalé lo siguiente:
—¡Prometo que nunca más volveré a ser pobre! Hoy les digo que
nunca más pasaremos otra Navidad así, jamás les faltará nada – ase-
guré abrazando a Aidé y a Lucas. Tenía miedo de llorar y contuve
mi llanto, no quería mostrar la más mínima muestra de inseguridad.
—Gracias, solecito. Eso es un gran compromiso de tu parte – se-
ñaló Aidé dándome un abrazo lleno de escepticismo y sorpresa.
—No hablo por hablar, lo sabes – señalé al cielo con mi dedo,
como firmando una obligación más allá de las estrellas.
—¡Te quiero! – recalcó mediante la fuerza de sus manos.
Entonces, en la primera oportunidad, empecé a moverme con más
libertad; cobré algunas cuentas pendientes de los monederos y con eso
fui levantándome poco a poco. Decidí seguir en la línea de empresario
al fabricar unas chanclas piratas de la marca Diesel; quedaron especta-
culares, con muy buenos terminados. Decidí buscar en el tianguis de
La Raza a uno de los principales mayoristas de ahí. Se llamaba Carlos,
le invité una soda, nos sentamos en una pequeña mesa metálica de
la Coca Cola y le enseñé mi mercancía. Le gustó mucho, y fue cuan-
do empezó a prometerme ventas espectaculares; señalaba nombres,

♦ 387 ♦
Del Infierno al Cielo

lugares, contactos, tenía buenas referencias de su familia en tiendas de


regalos y puestos grandes de ropa.
Así que confié en él como un ciego a su lazarillo. Semanas más tar-
de, su ambición y bajeza finalmente lo traicionaron, pues me robó casi
todo lo que le había entregado, ya listo para venderse.
Se desapareció por un tiempo, y cuando lo localicé en el tianguis
lo encaré de forma agresiva, a gritos y empujones; le exigía el pago
por todo lo que me robó. Ya no tenía la plata, pero me dio a vender
algo que se me hizo muy loco: una isla por Cancún llamada Cayo
Culebra. Así que con esa novedad en mi cabeza fui a buscar a Igna-
cio Carrillo; ya tenía una excusa para verlo. Era el hermano de quien
fue mi gerente en la Nissan, un hombre de mucho mundo, a quien
había conocido en la agencia; llevaba ahí su coche al servicio, y en-
tre las bromas y pláticas cotidianas nos hicimos buenos amigos. Me
llamaba la atención cómo vestía y las expresiones de los negocios
que cerraba; era común escuchar el término “millones de pesos”.
Aspiracionalmente yo quería estar en sus zapatos, lo miraba como
un excelente ejemplo a seguir.
—Yo trabajo de bróker, Marcelo. Perdón que no pude venir hace
dos semanas, andaba de viaje en el extranjero.
—¿Bróker? – pregunté curioso.
—Sí, manejo dinero y mercancías ajenas. De ahí me llevo un por-
centaje de comisión que puede variar, de acuerdo a los montos y
garantías – me señaló con mucha claridad su trabajo, así que con ese
antecedente le comenté.
—Oye Nacho, fíjate que se me presentó esta oportunidad para
vender una isla en Cancún. Necesito que me ayudes, se llama
Cayo Culebra.
—Yo no manejo eso Marcelo, sin embargo, deja veo con quién te
puedo conectar para que coloques eso. Mi negocio es otro – señaló
de manera muy educada.
—¿Y qué haces? ¿Cómo le puedo hacer para ganar tanto como
tú de bróker? – prácticamente le estaba pidiendo trabajo; en cuanto
sintió mi acoso reaccionó.

♦ 388 ♦
Adiós Tianguis, Bienvenido Japón

—Mira, cabrón, si se abre una oportunidad, yo no te voy a dar


celular ni nada de computadoras. Tengo un fondo disponible que
podemos trabajarlo, y de ahí si vendes lana, ganas lana – me dijo sin
ninguna clase de filtros; era derecho, eso me gustaba.
—En verdad yo quiero aprender. Te sigo. Tú dime dónde y cuán-
do – recalqué en ese momento por la urgencia que tenía para empe-
zar a ganar dinero. Las cuentas y mi mujer me asfixiaban.
—Pues veremos si tienes las cualidades que se necesitan. No es
fácil, hay que tener mucha resistencia a la frustración, a tocar mil
puertas que se te cierran en las narices – dijo tocándose la punta de
la nariz, utilizando un tono burlón.
Así fue que por azares del destino y del cielo entré a trabajar al ex-
traordinario mundo financiero. De inmediato eso se convirtió en una
gran experiencia de vida, ya que de ahí se dieron muchos parteaguas
en los días y noches subsecuentes. Ya tenía innumerables motivos para
creer nuevamente en mí, en los sueños y en el éxito que seguramente
lograría.
Seis meses atrás, mi mujer, lamentablemente, había perdido un
bebé, quizás por eso sus ojos estaban tan brillantes. Eran las 11 de ma-
ñana en la fábrica cuando con miedo colgado en el borde de sus pa-
labras me confirmó que estaba nuevamente esperando la llegada de
otro integrante de la familia Yaguna Silva. La abracé y olvidé unos mo-
mentos todas las discusiones, peleas e intransigencias. Aquí no había
culpables ni malicia, fue producto de un enorme amor, a veces intermi-
tente y otras más consistente.
Matías nacería nueve meses después en un hospital por Lomas de
Echegaray. Aún recuerdo ese momento en que llegó al mundo, en-
vuelto en un cuerpo muy chiquito, a diferencia de su hermano Lucas.
Estaba contento por su llegada, más sereno que otras veces; fue un
momento muy bueno para todos. Por la noche hablé con Mabel para
darle la noticia. Estaba como yo, contenta; la escuché dando sorbos a
su mate, estaba muy ilusionada por su nuevo nieto.
Ese señor Leonel García que conocí en el Hospital de Cardiología,
ofreció ayudarme, para eso me citó en un domicilio muy elegante.

♦ 389 ♦
Del Infierno al Cielo

Vestido con mis mejores galas fui a recibir las llaves de un pequeño de-
partamento en una vecindad abandonada, del cual durante un año no
pagaría ninguna renta. Estaba ubicado en Azcapotzalco, muy cerca de
su empresa. Ese mismo día también me facilitó un Volkswagen blanco
muy viejo, con el cual podría, llegado el momento, salir a trabajar.
—¡Oye! Solo que la gasolina sí corre por tu parte – me señaló de
forma graciosa.
Fue un verdadero ángel que me mandaron del cielo. Me entregó
todo sin pedirme dinero, depósitos en garantía o pagarés. Me abrió sin
aviso las puertas de la esperanza.
—Y mira, creo que también vas a necesitar esto. Toma este telé-
fono, me preocupa que tengas negocios en las manos y no puedas
resolverlos en el momento. No te preocupes por el pago, yo lo haré.
—Muchísimas gracias, no sé qué decirte – recalqué emocionado.
—Espero pronto verte triunfando; eres un gran hombre y te lo
mereces. Haz que tus padres se sientan orgullosos de ti, Marcelo, no
lo hagas por ti nada más.
—Lo haré así. Gracias – señalé convencido.
Regresé a casa en el auto, portaba una enorme sonrisa. No había
más cuentos ni mentiras, atrás quedarían las promesas no cumplidas.
Estacioné con cuidado el vocho y corrí hasta el regazo de Aidé para
explicarle que, a partir del día siguiente, nos cambiábamos a esa vecin-
dad en Azcapotzalco. Ambos sentimos un gran alivio porque en donde
vivíamos existían cuentas retrasadas; varias rentas estaban anotadas
en la libreta de las deudas, entre otras cosas, agua y gas.
Una semana después comencé a trabajar de la mano con Carrillo.
Aprendí muchas cosas nuevas, manejo de buenos argumentos, calcu-
lar porcentajes, fracciones y a su vez entendí los recovecos y trámites
mercantiles, bursátiles y fiduciarios.
Me presentaron a Mario Camacho, quien llevaba proyectos a través
de instituciones públicas como Banorte, entre otros bancos, y empre-
sarios privados. Aquel comentario que me hizo de la frustración no lo
había entendido en su totalidad, hasta que vi que no me pagaban las
comisiones que me habían asegurado.

♦ 390 ♦
Adiós Tianguis, Bienvenido Japón

Recibimos la invitación de César mi concuño para ir a su casa. Que-


daba del otro lado de la ciudad. La excusa era ver un partido impor-
tante en la televisión, no sé quién jugaba esa vez; era muy aficionado
al futbol y sabía perfecto que yo también padecía de esa misma enfer-
medad. Preparamos todo para ir hasta allá, llevamos algo de botanita,
tortillas que nos pidieron y hielo. Después de un rato de estar vien-
do los goles y soportando sus gritos, me habló en la sobremesa sobre
un video que quería mostrarme; “el cual seguramente te cambiará la
vida”, aseguraba.
Caminamos varios pasos, entre los juguetes y los niños hasta una
vitrina de madera y espejo. Metió la mano entre varias copas y papeles
y por fin encontró lo que buscaba. Un libro muy delgado, lo tomó y se
lo metió debajo del sobaco, después se encaminó sin prisas al frente
de su casa. Lució sospechoso, y después no sé por qué un tipo raro de
barba y pelo largo nos saludó desde el otro lado de la calle; se parecía
a aquel señor que vi en el taller de Martín Maciel.
—¿Qué libro es ese? – pregunté.
Extendió la mano para entregármelo. Su cara hizo un gesto satisfac-
torio, como si me entregara un cheque en blanco. Se llamaba “El Secre-
to”, su portada era roja con un tipo de sello de cera y letras elegantes.
—Con esto seguramente vas a ver la vida de otra manera, total-
mente distinta – señaló rascándose la parte posterior de su cabeza.
Él, como todos, sabía que anhelaba cambiar mi vida, eso no era
nada nuevo.
—¡Vaya! ¡Eso sí me agradaría, boludo! – indiqué hojeando la obra.
—Lástima que no encuentro el video. Es impactante, con las imá-
genes y la voz, te transporta a otro mundo. Lo debo de buscar, por
ahí debe de estar.
—Vamos buscándolo, yo te ayudo.
—No, ahorita no. De seguro está en el cuarto, pero hay gente dor-
mida ahí.
—Lo buscamos con cuidado, hombre.
—No – dijo tajantemente.
—Vale, ya entendí.

♦ 391 ♦
Del Infierno al Cielo

Se percató de mi ansiedad, pero respeté incómodo su voluntad. Ter-


minamos de comer y charlar. Nos despedimos de forma caballerosa, sin
embargo, mi mente estaba alborotada, por lo que regresé a su casa a las 2
de la mañana por el famoso video. Toqué nervioso a su puerta, después
de decir mis credenciales e identidad. Abrió la puerta con el video en la
mano, le agradecí y me desaparecí en medio de la madrugada.
Aquella noche ingrata me abrazó con sus brazos helados. No pude
dormir por quedarme observando “El Secreto”; era un imponente la-
vado cerebral con herramientas que desbarrancaban miedos y pensa-
mientos obsoletos. Lloré frente al televisor en forma silenciosa. Me ca-
yeron tantos cincuentas, veintes no, ¡esto era mucho más!
Una tarde en que andaba desatado en el auto descubrí lo que sería
un himno para mis sueños y voluntades. “Nunca es tarde para cam-
biar”, me indicaba la voz en mi cabeza. Era una canción a varias voces,
entre ellas la de Gloria Stefan, Roberto Carlos, Plácido Domingo, Ricky
Martin, el Puma y mi paisano Diego Verdaguer, su nombre lo decía
todo: “Puedes llegar”; sus letras y estribillos eran geniales.

Soñar con lo que más queremos


Aquello difícil de lograr
Es ofrecer llevar la meta a su fin
Y creer que la veremos cumplir,
Arriesgar de una vez, lo que soy por lo que puedo ser
Puedes llegar, lejos
A las estrellas alcanzar
A hacer de sueños realidad
Y puedes volar, alto
Sobre las alas de la fe,
Sin más temores por vencer.

La escuchaba y cantaba todo el tiempo. Se me enchinaba la piel. De-


cía tanto de mis miedos y limitaciones, me llenaba de esperanzas y de
mil sueños por cumplir. No había golpe que me derribara.

♦ 392 ♦
Adiós Tianguis, Bienvenido Japón

Hay días que pasan a la historia,


Son días difíciles de olvidar
Sé muy bien que puedo triunfar
Seguiré con toda mi voluntad
Hasta el desierto enfrentar
Y por siempre mis huellas dejar

Varias veces llevé a mis miedos y rencores a dormir a un hotel. Tan-


to Aidé como yo estábamos insoportables; ya habíamos escarmentado
el dolor de las burlas, ofensas e insultos. Su familia siempre me tomó
como un loco fracasado, así que la distancia nos serviría de una forma
caprichosa, a veces silenciosa, para empezar a abrir una enorme brecha
de comunicación entre nuestras voluntades y destinos.
No era nada agradable dormir solo ni comer solo, pero asumo que
una parte grande de ese distanciamiento fue por no saber controlar mi
mal carácter, el cual definía la afectada como demasiado explosivo. Cum-
plida la prórroga del auto y teniendo un poco más de soltura, le regresé
el Volkswagen al señor García. Faltaba poco para entregarle también el
departamento en la vecindad; ya le habíamos hecho muchas mejoras.
Por fin, después de mucho esfuerzo, citas y llamadas, me dieron
mi primera comisión. Me pagaron diez mil pesos y con ello tuve la
capacidad de hacer muchas cosas. Pagué algunas deudas y compré un
poco de materia prima para poner la fábrica a jalar. Ese ingreso era im-
portante para todos; ya con ese pequeño impulso la dejé produciendo.
Era nuevamente Navidad, así que compré algunos regalos e invité a la
familia a la casa; tendríamos una fabulosa cena de fin de año. Fueron
casi todos: cuñados, cuñadas, suegros; no hubo pobreza, sólo alegrías,
abrazos y buenos deseos.
—Deseo pronto poder traer a Mabel le comenté a Manolo a mitad
del brindis; lo hice con agua de jamaica.
—Así será hijo. Nos hace falta aquí tu madre – comentó reflexivo,
peinándose un poco las canas.
—Lo sé. Yo también la quiero tener aquí con nosotros. Todos es-
taremos mejor juntos, lo sé – señalé.

♦ 393 ♦
Del Infierno al Cielo

Con el segundo contrato me fui a comprar una camioneta enorme


de ocho cilindros; era una forma de enseñar al burro a soportar mayo-
res cargas. Para lograrlo les dejé como enganche un Stratus impecable
que había comprado unos meses antes de oportunidad, y esta Naviga-
tor la iría pagando poco a poco.
Aún no nos cambiábamos de casa, sin embargo, ya teníamos un
vehículo a todo lujo. Esa situación fue motivo de una pelea más con
mi mujer. Quizás me faltaba mesura; estaba urgido por demostrar mi
éxito a los demás, aunque aún sufría muchas cosas en silencio.
Semana y media más tarde le hice caso a Aidé; hicimos la mudanza
de nuestras diferencias y miserias a un nuevo hogar. Este era ya más
amplio y estaba ubicado en una mejor colonia, la Narvarte. En mis
bolsillos seguían ascendiendo los ingresos, seguía aprendiendo nuevas
técnicas de cierre y también fui invirtiendo más en mi imagen y en co-
nocimientos plasmados en libros de todos grosores.
En casa seguíamos con el mismo ritmo e intransigencias. Esas tardes
de chacareras y tangos, Aidé sacaba lo peor de mí, y yo seguramente
lograba lo mismo. Sus gestos y miradas fueron cambiando.
Largos 14 años estuvimos en el mismo barco, pero los gritos entre el
capitán y el segundo oficial parecían no tener nunca fin. Después de dar-
le mil vueltas en mi cabeza, y de sufrir el desvelo toda esa noche, llegué
a la conclusión de que nos merecíamos ser felices, por lo que al día si-
guiente decidí hablar con ella. Nos sentamos a la mesa junto a un jarrón
de cerámica poblana; vaticinó mis palabras, por mis gestos y postura.
Le pedí de manera oficial que nos separáramos quince días, una
prórroga. Le expliqué que dormiría en otro lado, que eso nos daría un
espacio físico para no estorbarnos. Pretendía con ello que ambos pen-
sáramos lo que debía suceder con nuestro ficticio matrimonio, ya que
nunca lo formalizamos con las autoridades mexicanas.
Después de todas las horas de libertad, la busqué nuevamente.
—Quiero que me escuches, por favor – señalé con seguridad; no
había lugar para dudas o temores.
—Aquí estoy. Adelante – comentó abriendo sus enormes ojos ne-
gros como un búho tratando de enfocar.

♦ 394 ♦
Adiós Tianguis, Bienvenido Japón

—Creo que ya sabes de lo que quiero hablar – dije con calma, sin
levantar el tono de mi voz . He tomado una decisión.
Negocié con ella lo de la fábrica; le dejaba todo: las máquinas, la
cartera de clientes, los inventarios. Le expliqué pausadamente que ha-
bía tenido unas diferencias con Antonio y que había decidido abrir mi
propia empresa con otros inversionistas, bajo el mismo sistema, una
financiera con esquemas más profesionales, cursos, calidad y servicio.
Ese era mi sueño y se lo mostré en el aire, suspirando varias veces al
hacerlo, como si estuviera oyendo una milonga campera o a Atahualpa
Yupanqui. Gracias a Dios no hubo más riñas ni gritos. Trataba de ce-
rrar correctamente ese círculo; me pesaba que Matías tuviera solo unos
meses de nacido. Hace más de un año y medio estaba completamente
tirado en el suelo, llorando mis pecados y desdichas; hoy tenía otro
aspecto, otras ideas. Los estragos de aquella tragedia se fueron convir-
tiendo en efusivas anécdotas de superación y grandeza.

♦ 395 ♦
TRAS LA TORMENTA,
UN NUEVO AMANECER

T uve que hacer muchos ajustes en mi nueva forma de vida, por-


que por primera vez después de mil intentos, la luz iluminaba
en mi ser todos los rincones donde antes había sombras y humedades.
La nueva versión de Marcelo se estaba fraguando a golpes de martillo
y altas temperaturas. Cuando escaseaban las comisiones, iba al tian-
guis a vender ropa. Buscaba un pedazo en el suelo, colocaba una lona
grande de plástico para que la mercancía no se ensuciara y a gritar
nuevamente. Yo quería triunfar a cualquier precio.
Meses después ya había dejado de ser el lustra botas y chalán del se-
ñor Carrillo, ocupaba un puesto importante. Aún existían diferencias
entre nosotros por la cota de poder que esperaba recibir de su parte.
Gracias a mí su firma estaba desbancando a la competencia. Yo era un
cerrador nato, muy agresivo con los clientes; aunque a mucha gente no
le gustaba mi estilo, a mí me daba los resultados que necesitaba.
Un día martes, en que la sangre de mi cuerpo circulaba más acele-
rada que de costumbre, observé que estaba entrando más personal a la
empresa. Las comisiones eran muy buenas pero intermitentes. Seguía-
mos con mucho desorden con las cuentas y clientes. A pesar de eso, de
colocar créditos por 100 millones de pesos, la llevé a los
400; eran números espectaculares que me daban la certeza de que
sabía ser bróker financiero. Motivaba a otros constantemente, tal y
como lo hacía en la agencia Nissan; les hablaba del Secreto y del siste-
ma de Alex Dey.

♦ 397 ♦
Del Infierno al Cielo

No sé qué me picó ese día. Sentía muchos tratos lastimeros, abusos


y nepotismo descarado, por eso decidí dejar la empresa para formar mi
propio equipo, con mis propias reglas. Nuevamente aún con todo en
contra, apostaba fuerte por mis capacidades. Así que tomé mis cosas
y delante de todos los presentes les di mis argumentos para dejar al
grupo. Muchos me miraron absortos, otros más sorprendidos y muy
pocos con admiración y valentía. Los invitaba a unirse a un sueño po-
sible, pleno de entusiasmo. Mi voz profunda trataba a cada uno con
respeto. No les prometí cosas que no les fuera a cumplir. El sol me
pegaba de frente, creo que eso me llenaba de una gran energía. Los
contagié tanto de mi visión que ese día se me unieron Arturo, Carlos,
Vicky, Perla y Angélica.
Al ver cuántos soldados se sumaron a esta batalla, me llené de gus-
to, porque sé que todos pudieron verse envueltos de gloria y de un
cierto progreso económico personal. Riesgoso sí, aventurado también,
pero retador y tentador. Esquivé tantas espuelas como me fue posible;
miradas muy bien afiladas se clavaban en mis muñones y mi frente.
Otros en cambio fueron muy temerosos, se disculpaban con gestos
erráticos y palabras huecas. Hablaban acerca de que vivían más segu-
ros en un árbol frondoso, que en uno recién plantado. Eso me dolió
mucho porque hubo gente de ahí que yo había formado, sin embargo,
preferí ser congruente con su decisión y dejarlos ahí, dejar que las co-
sas cayeran por su propio peso.
—Recuerden esto. Mi mejor aliado es el tiempo. Escucharán de
mí pronto, se los aseguro – advertí a quienes aún me seguían con su
mirada.
Del sueño a la realidad había un gran abismo, mucho camino y sali-
va que repartir; explicaciones y solicitudes, puertas cerradas y pesimis-
mo. A veces formábamos parte de una película de terror, otras de éxito
y esperanza, pero nos manteníamos en el camino. Les solicité a todos
que pensáramos en un nombre para la empresa. Tendría que ser pro-
positivo, fuerte, que diera seguridad y confianza, esos eran los pilares
de mi idea. Así nació “Soluciones Financieras”, la empresa, el sueño, la
primera de muchas metas.

♦ 398 ♦
Tras La Tormenta, Un Nuevo Amanecer

Empezamos a usar el nombre. Con orgullo escribí un pequeño


discurso de presentación para que todos lo utilizáramos y funcionó;
otorgamos los primeros créditos y logramos varios contratos impor-
tantes, pero carecíamos de experiencia y varios clientes no nos paga-
ron. Aprendimos y persistimos desde la cafetería de un restaurante
Sanborns, ahí logré negociar con el gerente un espacio prácticamente
reservado para nosotros. Colocábamos algunas computadoras perso-
nales y los teléfonos con saldo los compartíamos; éramos, después de
todo, un equipo. Angélica me ayudó a contratar más vendedores. Los
convencía con cierta facilidad, era una chica voluntariosa, puntual en
sus comentarios y conceptos, entusiasta y comprometida. Me gustaba
su forma de ser y el arco de sus cejas, pero también estaban aquellos
que aún dudaban de las metas. Se enfadaban de no alcanzar los resul-
tados, así que varios de ellos me dieron las gracias.
Cuando recuperé algo de plata decidí que era tiempo de contratar
un local y que también me sirviera de casa; deseaba mudarme ahí y
dejar de ser un errante. Después de ver varias opciones de diferentes
tamaños opté por la casa de Barranca del Muerto 580. Sé que la inau-
gure en un sitio donde sobraban espacios, jardines, módulos y salas de
juntas, sin embargo, la visión que yo tenía del futuro de la empresa era
muy grande. Contábamos con poco mobiliario, las sillas y escritorios
escaseaban, pero eso no nos detenía para trabajar más de 14 horas. Re-
cuerdo que dormía muy poco, 4 o 5 horas.
Ya estaba separado de Aidé desde hacía varios meses. Bajo esa
premisa invité a salir a Angélica; sin embargo, no fue fácil lograr que
aceptara mi invitación. Pocos sabían que me estaba enamorado de ella,
quizá la misma Angélica lo dudaba. Confieso que pasé por varios des-
aires intentando conquistarla; muchas veces bastaba su mirada altiva
e indiferente para saber que daría un “no” por respuesta. Y justo eran
esas negativas las que más me aferraban a ella; además de su belleza e
inteligencia, su estilo retador me parecía encantador. Como vendedor
aprendí a lidiar con las objeciones y sabía que esta también la podía
rebatir; estaba seguro que con paciencia y determinación me ganaría
no sólo su confianza, sino también su corazón.

♦ 399 ♦
Del Infierno al Cielo

Por otro lado, tras el cierre de algunos contratos importantes, reci-


bí el apoyo de Leandro, un inversionista al que le movía su dinero en
la empresa anterior. Él confió plenamente en nuestra capacidad por los
resultados que estábamos teniendo. Por la mañana fue a buscarme a la
oficina. Era un hombre elegante y experimentado, llegó ataviado con
un traje azul portentoso; su calzado espejeaba de tanto brillo, la sonrisa
igual. Le di un recorrido por las instalaciones; había muchos lugares va-
cíos, pero otros estaban llenos de orgullo, le causó gracia ver mi recáma-
ra; la cama estaba desordenada, aún tenía un montón de libros apilados
en cajas de cartón. Caminamos lentamente por el pasillo que conducía
al jardín, ahí nos sentamos buscando tener un poco más de privacidad.
Jaló la silla que le ofrecí más cerca de la mía y redujo el tono de su voz
para confiarme las expectativas que tenía del futuro. Después metió la
mano al portafolio y me entregó un cheque por 500 mil pesos. Evité gri-
tar, evité que mis ojos se salieran de las fosas en mi cráneo.
—La idea es que puedas amueblar esta oficina correctamente.
Compra, por favor, los equipos de cómputo que necesites.
—Gracias por este impulso. No te quedaré mal – aseguré.
—Lo sé.
Le comenté que nuestro objetivo era muy claro: dar el mejor ser-
vicio y la mayor liquidez a todos nuestros clientes. El dinero que me
prestó ese día se lo regresé en tres meses.
Los termómetros de la ciudad vacilaban entre el bochorno y el abri-
go, podíamos comenzar el día a 7 grados y después alcanzar los trein-
ta; inexplicable para la gente común, para los ecologistas el exceso de
pavimento. Me gustaba los sonidos de la oficina, las palabras, argu-
mentos, promesas que se mezclaban en el aire, el repicar del teléfono
nos indicaba que estábamos en la jugada. Cuando el día alcanzó la
temperatura más alta, me envalentoné, fui a buscar a Angélica y le
invité un refresco en la sala de juntas. Una vez que nos sentamos le
confesé que deseaba tener un compromiso con ella, unir fuerzas como
pareja, ser un equipo.
—Quiero apostar por ti todo lo que soy y seré. Me gustan muchas
cosas de ti, tu forma de ser y el sentido del humor que le imprimes

♦ 400 ♦
Tras La Tormenta, Un Nuevo Amanecer

a tu vida.
—Me atraía su experiencia en los negocios; nunca había dejado
de admirarla. Me sentía presuroso de reflejarme en sus ojos.
—Sí, me gustaría intentarlo.
Creo que ambos queríamos alejarnos de sufrir un nuevo colapso.
Con los ojos irritados y el pulso discordante, ella me escuchó muy re-
ceptiva cuando le comenté mis temores, mis aciertos. A partir de ese
día fuimos muy discretos ante los demás; en la oficina nadie sabía que
éramos novios.
Por primera vez la toqué de una manera diferente.
Después de algunos meses de estar operando con finanzas sanas,
decidí traer a mis padres, a México. Me sentía confiado y entusiasta
por el panorama general; superábamos constantemente las expectati-
vas de nuestros clientes. Ganábamos más dinero en menos tiempo, en
el pecho me palpitaba la idea de que por fin podía cumplir todos mis
sueños. Sin premeditación añoré en mis oídos las palabras de mi viejo,
de ese hombre tosudo y arrogante que me forzaba a pelear con mis
amigos y enemigos: “el mundo es para los valientes”.
Le pedí a Angélica que me acompañara a recoger a mis padres al
aeropuerto; estaba emocionado, orgulloso y sensible, como si acabara
de ver la película “El campeón” del director Franco Zeffirelli. Cuando
los abracé me sentí liberado, tenerlos a mi lado me daría fortaleza y
seguridad. Sé que atravesaron temerosos la puerta de llegadas inter-
nacionales, pero ya por la tarde su semblante cambió, fue algo muy
bello ver de nuevo a Mabel en mis brazos; lloramos todos, propios y
extraños en ese reencuentro. Cuando Manolo entró a la casa que les
renté, tomó a Mabel y se aferró a ella, y le pidió perdón por todos sus
pecados. No había mucho qué esconder, ante Dios hacemos las cosas
buenas o malas, ahí están.
—Olvida ya eso. Estamos juntos. Finalmente estaremos todos
juntos de nuevo – señaló Mabel emocionada.
Meses después conocí a la pareja de la hermana de Angélica: Gui-
llermo, un gordito simpático de cejas pobladas y ojos expresivos.
Me percaté por sus comentarios y las caras de su pareja, que le gus-

♦ 401 ♦
Del Infierno al Cielo

taba tirarse a la hamaca y estirar la mano. Ella me comentó molesta


que se la pasaba de holgazán en casa de su mamá; por lo general se
levantaba después de las dos o tres de la tarde.
El siguiente fin de semana fue lo mismo; era muy común verlo co-
mer de gorra cuando Angélica y yo llevábamos comida. Solía criticarlo
abiertamente, me burlaba de su holgazanería. La gente de su tipo di-
fícilmente entraba en mi esquema de vida, nunca lo tomé en serio y la
mujer de mi vida opinaba lo mismo. Sin embargo, algo sucedió, me vi
reflejado en la vida de él me movió la consciencia.
—Sabes, amor, yo sí le daría una oportunidad a Memo Beristain,
¿qué te parece? – pregunté nervioso.
—¿Cómo? Pero si te la pasas quejándote de lo que hace y dice. Ese
tipo ¿qué nos puede aportar? Necesitamos guerreros, gente con vi-
sión, con hambre de triunfo y necesidades. Él se conforma con ganar
tres pesos. Requieres personas que quieran ganar 7 veces más, él no
va a poder. Aparte sé que tiene problemas con el alcohol – subrayó
mi mujer, asumiendo su nuevo rol en mi vida y en el negocio.
—Necesita que lo encausen, que lo entrenen y supervisen. Sé que
tu hermana también está preocupada por eso – aseguré.
—Esta bien, pero consté que te lo advertí. Después no me vengas
a decir nada.
Lo cité la primera vez con mucha desconfianza. La verdad me daba
pesar su cantado alcoholismo, me dolía que un ser humano desperdi-
ciara su vida así; pero tal y como lo predijo Angélica me falló, no una,
sino varias veces me quedó mal. Nunca se presentaba a tiempo o can-
celaba la entrevista. No quise hacer más grande el problema, sé que eso
repercutiría a varios miembros de la familia, así que lo dejé ser feliz,
por lo menos una temporada más. “Hasta que le llegué su tiempo, las
limitaciones cansan”, pensé.
El gordito simpático se me metió a la cabeza, alguien como él no podía
derrotar a Marcelo Yaguna, ese que era terco y motivador, así que cada
vez que podía le recordaba a Guillermo lo importante que era sentirse or-
gulloso de sí mismo. Endurecía sus gestos y fruncía el trasero; sé que mis
palabras le ardían. Lo molestaba a propósito con palabras fuertes, tratan-

♦ 402 ♦
Tras La Tormenta, Un Nuevo Amanecer

do de que se sincerara, que viera el daño que se estaba haciendo.


Esta dinámica confrontativa la aprendí de uno de mis grandes
maestros: Tony Robbins, aunque él nunca me advirtió que la relación
entre Guillermo y yo se haría tan conflictiva. Agua y aceite, parientes
cercanos, amigos distantes.
Tres meses después busqué nuevamente a Guillermo. Le advertí
que no aceptaría otra falla. Para mi sorpresa llegó puntual al compro-
miso. Él sabía de sobra mi forma de pensar, vivir y exigir, Angélica se
había encargado de promulgar la receta exacta de cómo me enfrenté y
vencí a todos mis demonios. Aún así, le expliqué a detalle sus derechos
y obligaciones. Si pretendía ganar dinero era con trabajo, no por ser el
marido de la hermana de mi mujer. No estaba seguro de sus palabras y
estilo, sin embargo, el tiempo nos dio las razones para formar un com-
padrazgo muy sólido, con altas y bajas pero sin mentiras; nos soltába-
mos las “netas” como se dice coloquialmente en México. Me demostró
con creces su nuevo estilo de vida. Adoptó mi arrojo como un hijo
propio. Los clientes que trajo a la empresa le representaban un ingreso
10 veces más de lo que ganaba en su anterior trabajo. Modificó por con-
vicción propia sus formas, argumentos, sentimientos y vestimenta. Era
un motivo de orgullo: sus logros, su cambio y nuestra enorme amistad.
A pesar de todo eso, cuando la regaba se lo decía sin cortapisas ni
a medias tintas; nos gritábamos salvajemente como si estuviéramos en
medio de la selva Amazonas o en una encarnizada guerra en el Atlán-
tico. Después dibujábamos la paloma de la paz.
El destino suele jugar con muchos factores, no solo con la vida, la
muerte o llegadas y despedidas, pero esta vez fue algo más allá: la
bolsa de valores. Los ingresos de la empresa se cayeron al suelo. Los
gastos y el ritmo de vida que llevaba con Angélica y mis hijos superaba
los 250 mil pesos mensuales entre chofer, casa, escuelas y rentas.
Lo que sucedería en las próximas semanas fue brutal y despiadado.
Se vino la debacle financiera de nuestro vecino del norte, crearon una
burbuja mortal que les estalló en las manos, estancaron hipotecas y
pagos, aquello fue agónico. Todo en México se paralizó: el dinero, los
préstamos, las compras, las ventas. Había mucha incertidumbre en

♦ 403 ♦
Del Infierno al Cielo

todos los sectores, los fabricantes detuvieron contrataciones y rescin-


dieron contratos de miles de personas.
En la oficina nuestro recurso humano superaba las cincuenta perso-
nas. La mayoría de ellos eran muy buenos vendedores; no obstante, a
pesar de tener juntas cada semana pocos pudieron aguantar la falta de
dinero en sus bolsillos. Lentamente el equipo se fue desmembrando,
abandonaron el barco y buscaron un puerto más seguro, sueldos pe-
queños pero garantizados.
El barco se hundía ante mis ojos. El gran guerrero que vivía en mí
tenía las espadas maniatadas, estaba esposado a la voluntad y la buena
fe; si mis clientes no pagaban a tiempo, formalmente estaría en ban-
carrota. No podía regresar a la pobreza, no de esta manera, con tan-
ta gente metida en mi vida, responsabilidades y sueños. Supe por las
noticias que hubo una ola de suicidios en las principales ciudades del
país. Empresarios que se vieron acorralados decidieron volarse los se-
sos en mil pedazos; una salida exprés al infinito era mudarse al campo
de las voluntades olvidadas. Llevaba varias noches temblando y aluci-
nando lo que iba a suceder. El último balance que me entregó el banco
reflejaba el saldo total de mis últimos 56 mil 400 pesos y un seguro de
vida por un millón de dólares. “¿Por qué si otros pudieron dar las gra-
cias y retirarse de este mundo yo no? Esto no tiene solución”, pensaba.
Ese día por la tarde explotó la bronca más fuerte entre Memo y la
Bruja salieron chispas y ofensas sin sentido. La presión de la falta de
plata nos hizo intransigentes, desvariábamos como bolas de billar en
un temblor. Por la noche hice un par de llamadas.
—Hola, ¿quién habla? – contestó Guillermo Beristaín antes de es-
cuchar mi voz.
—Memo, aquí Marcel., ¿Qué haces?
—Nada, viendo las noticias. Está del nabo lo de Estados Unidos,
malbaratan propiedades por falta de liquidez y credibilidad en los
sistemas bancarios.
—Sí, te quiero agradecer todo. Espero entiendas mis acciones. No
me vayas a juzgar, ¡te quiero mucho gordo! – señalé con la voz tem-
blorosa y colgué, no le di oportunidad de nada.

♦ 404 ♦
Tras La Tormenta, Un Nuevo Amanecer

Después de una hora aproximadamente tocaron a mi puerta de for-


ma desesperada. Ya tenía la pistola cargada en la cama, pero no me
atrevía a escribir una nota de despedida. Eso de tener que explicar las
razones de mi última voluntad no se me dio.
—¿Qué pasó Marcelo? ¡Te oí muy mal por teléfono!
Nada, así déjalo. Estoy bien. ¡Vete! – solicité. La ausencia de bri-
llo en mis ojos me delató, no supieron mentir y menos a Guillermo,
seguramente por eso se quedó ahí aferrado, estorbando un desenla-
ce fatal.
—¡No, ni madres! Aquí me quedo, no quiero que vayas a cometer
una estupidez. Sé que no estamos en la mejor posición, pero no es
para hacer cosas que no tengan vuelta atrás. Vamos hablando con
quien tengamos que hacerlo, renegociemos plazos, cobremos lo más
inmediato, le metemos como siempre toda la galleta. Vamos a sa-
lir de ésta, pinche loco. Hay mucha gente que te necesita: tus hijos,
Angélica, ¡tus papas! ¿Qué puta explicación les voy a dar, hijo de la
chingada, si te mueres? ¡No mames!
—Es que no sabes cómo está todo. ¡Es mucha lana pendejo! No
son tres pesos – señalé mirando el suelo con la respiración entrecor-
tada. No encontraba otros caminos; estaba cerrado, mi espíritu se
apagaba como la frágil flama de una vela contra el viento.
—¡Pues me vale madre que sean mil millones! Lo arreglamos
como lo hemos venido haciendo, negociando. Todos están pasando
por esto, solo los más fuertes sobreviven y ¡tú eres el más fuerte de
todos, cabrón!, No te falles, no nos falles.
Después de escucharlo, nos abrazamos en un absoluto silencio; no
hubo más lágrimas ni otras explicaciones. Muy dentro de mi alma sa-
bía que este era el fin de una larga etapa de pruebas y simulaciones, de
sobresaltos y dudas.
Esperé 24 horas para hablar con Angélica; me sentía abatido sin su
consejo.
—Tenemos una oficina hermosa y funcional, me desespera que
no me esté dando el resultado. Los números no nos favorecen en
nada – dije jalando un poco de aire.

♦ 405 ♦
Del Infierno al Cielo

—Recuerda esto: nada está escrito, ni la fortuna, ni la desgracia


– respondió con seguridad; un baño de agua helada que me hizo
reaccionar.
Sus palabras fueron sabias y reconfortantes, con eso me confirmó
que había tomado la mejor decisión. Tenerla a mi lado significaba tener
un ejército firme y preparado, parecía que ambos nos complementába-
mos de una manera inquebrantable. Ese día no tuve el valor de hablar-
le ni de la pistola ni de mi partida anticipada.
—Tienes razón, no debo dejar de creer.
—¡Nunca! – espetó emocionada.
Besé con delicadeza su frente.
Toda esa semana nos avocamos a negociar, cerrar y cobrar. Lo anoté
en el cristal de la sala de juntas, con letras grandes: “Negociar, cerrar y
cobrar”. El resultado no fue inmediato, tuvieron que pasar dos semanas
para que algunos clientes nos empezaran a buscar; querían ponerse al
corriente e invertir nuevamente. Primero lo hicieron en pequeñas canti-
dades, posteriormente las sumas fueron más importantes. Las sonrisas
volvieron a su lugar de costumbre, una inyección de ánimo nos revivió
de entre los muertos. Varios inversionistas nos expresaron su sorpresa y
admiración de que la empresa siguiera con vida, felicitándonos por ello.
—Estás rompiendo un paradigma en el mercado, Marcelo me
dijo Leandro por teléfono a las nueve de la noche con siete minutos,
pero no sólo fue él, también Héctor y Gonzalo.
Ninguno de ellos supo las noches de insomnio que padecí, ni las dis-
cusiones fortuitas con mis fantasmas del pasado. La verdad que nunca
descarté el éxito, no perdí la mira de lo que quería para mí y mis hijos.
Toda mi vida ha sido un acto del cielo: caer y levantarme, enloque-
cer y recapacitar. ¡Querer vivir más! ¿Cuántas veces estuve al borde de
la muerte? No lo sé. Entiendo que en la vida no hay garantías de nada,
todo se sostiene con hilos frágilmente trazados. Desde que uno nace
hasta que uno muere, nos basamos en nuestras propias decisiones,
buenas o malas; forjamos nuestro presente mezclando situaciones pa-
sadas y anhelos, miedo, avaricia, valentía, desamor. La actitud positiva
o negativa suele fracturar o diferenciar lo que algunos llaman destino.

♦ 406 ♦
Tras La Tormenta, Un Nuevo Amanecer

Después de pagar deudas y compromisos bancarios, nos aventu-


ramos a comprar un restaurante argentino: Palermo, en la colonia Los
Alpes. Ese gusto por la buena comida de mi tierra lo tenía que seguir
promoviendo. También era una buena plataforma para hacer negocios
importantes, pero todo estaba estallando muy rápido, el progreso, los
créditos, los compromisos, la vida nuevamente me enseñaría que todo
tiene un ritmo.
Un mes después logré cerrar dos contratos muy importantes con
empresas nacionales, lo que me representó un ingreso fuera de mi ra-
dar. Al parecer, luego de varios tragos amargos por fin nos llovían no-
ticias que ameritaban un festejo. Recibí el respaldo de nuevos inversio-
nistas, nuevas oportunidades para invertir y metas más agresivas, lo
lamentable fue que empecé a tener broncas muy graves con Angélica
por su rebeldía, una forma de ser agreste y complicada; se rodeaba de
amistades que la sonsacaban para irse de fiesta todo el tiempo.
La acompañé varias veces a las discotecas; trataba de evitar que to-
mara tanto. A ella le satisfacía vestirse provocativa como a toda mujer
de buen cuerpo. A pesar de tener dos hijos Gibrán y Andrea; Angélica
era la manzana que todos querían morder. Eso me inquietaba, me re-
cordaba lo que había vivido con mis ex parejas. Muchos sentimientos
se arremolinaban en mi piel, eran gladiadores que cortaban sin piedad
mi coherencia.
El alcohol en la vida de mi pareja me daba pavor. Me convertía en
un ser intolerante. Veníamos de dos mundos diferentes. Aquello se
convirtió en una relación totalmente destructiva, de amenazas y ofen-
sas, gritos que llegaban hasta el fondo de mi alma y quebraban senti-
mientos, abrían heridas nuevas. Justo lo que no quería, eso es lo que
estaba sucediendo.
—Necesitamos hacer algo más, Angélica. Esto no está funcionan-
do. Me estoy destruyendo por dentro. ¡Ayúdame! – le solicité una
tarde negra por los nubarrones que se remolinaban en el cielo.
—Yo también necesito lo mismo que tú, amor. La carga es pesada
sin tu apoyo, créeme – aseguraba con ese brillo especial de sus ojos
verdes.

♦ 407 ♦
Del Infierno al Cielo

En ese tiempo empezamos a acudir a psicólogos, terapias, intentan-


do salvar lo nuestro. No quería más despedidas, ni negociar vajillas o
prórrogas, sin embargo, nada parecía funcionar. Era más bien un baño
de culpas y hostilidades, aceptar quién estaba mal, una falsa medicina
para un enfermo tan grave.
—Lo mejor es que se separen – señalaba la señora de lentes gran-
des y enormes frustraciones en su piel.
—Lo suyo no tiene solución, cada quien a su casa y perdónense sus
ofensas – agregó el tipo obeso de barba cerrada y ojos inquietantes.
Tanto para el mundo como para los que profesaban carreras psico-
lógicas y del corazón, se nos moría el amor de forma irreversible, como
una melodía que remataba con un suave violín las últimas letras de
una canción. Era un enorme dilema que solucionar, por ese “compro-
miso mutuo” que nos habíamos tatuado en la piel; un sueño compar-
tido de vivir siempre juntos como marido y mujer, el cual se alejaba
cada vez más de nuestro puerto. La marea y las tormentas estaban a
punto de darnos una anunciada despedida, así que reaccioné, recordé
las palabras de Tony Robbins, del Secreto, de otros tantos que habla-
ban de PNL*, la Programación Neurolingüística como la respuesta y el
camino a los grandes problemas de la humanidad. Y yo, siendo parte
de ésta, tenía que saber más de esa promesa, de ese aliento de vida y
sabiduría que necesitaba mi mente.
Mediante sesiones de PNL aprendimos la visión individual, poco a
poco recuperamos la confianza en el otro. Ella decidió alejarse de los
antros y el alcohol. Modificamos nuestras creencias limitantes, anclamos
nuestro amor a cosas grandes, mucho más que sólo vivir en pareja. For-
mamos así un equipo más sólido, abierto a la autocrítica, a ceder y fluir,
a escuchar y modificar. Decidimos hacer las cosas por amor y no por
temor, valorando nuestra realidad y todas nuestras metas futuras.
En el ayer quedó ese círculo del infierno, “pelea-reconciliación pe-
lea-reconciliación”, un vaivén interminable que lo único bueno que nos
dejó fue la lista de países o lugares que habíamos conocido, pues cada
“reconciliación” llevaba consigo un par de boletos de avión a algún
lugar paradisiáco o destino de ensueño. Ahora los viajes eran distintos,

♦ 408 ♦
Tras La Tormenta, Un Nuevo Amanecer

realmente queríamos estar juntos y disfrutar el uno del otro. Fue así
como decidimos ir de vacaciones a mi tierra, Argentina.
Hablé con Mabel esa noche; le comenté que estaba programando ir
a Buenos Aires. Quería llevar a Angélica para que conociera mi barrio,
mi tierra, el origen de mis costumbres. Le pareció que el plan era fan-
tástico. Dos días después conseguí los boletos a muy buen precio. An-
tes de irnos renovamos los coches de la casa. Nos sentíamos confiados,
nuestra relación iba de maravilla y los negocios viento en popa, así que
tomábamos riesgos más grandes. Varios millones de pesos estaban en
la mesa de juego, y nosotros sólo apostábamos a ganar.
Al llegar a La Boca, me sentí envuelto de expectativas perennes y un
espíritu voluntarioso; la parte salvaje de la Brujita y la revoltosa del Che se
quedó miles de kilómetros atrás, pero no podía evitar tener la carne viva.
Mi piel estaba llena de nostalgias y sentimientos encontrados, esa inquie-
tud callada a través de los años. Era como abrir una caja de Pandora, recon-
comios, deseos, heridas, desvelos, droga, delincuencia, todo ahí expuesto
ante mis sentidos; las pandemias me acariciaban nuevamente el alma, de-
seando despertar una vez más después de un periodo tan largo de absti-
nencia. Pero ahora la adrenalina que antes sentía al robar la canalizaba en
ayudar a otros. “Desde hace varios años miras la necesidad de los demás
como algo tuyo”, me recordó la voz en mi cabeza. Gracias a ese sentimien-
to ayudé a mucha gente. Orgullosamente Mabel me lo había enseñado así.
En cuanto pisé suelo argentino la justicia me llamó a rendir cuen-
tas. Mi ex mujer había interpuesto una demanda judicial en mi contra;
injustificadamente Sandra aprovechó mi visita para detenerme, exigía
el pago de 15 mil dólares como gastos no entregados de nuestros hijos.
Perdí una semana entera en vueltas a tribunales, bancos y firmas. El
asunto se cerró en un solo pago de 10 mil dólares.
Mi error fue no guardar los recibos de todo lo que le había deposita-
do. Lo hice de buena voluntad para Melina y Kenan, jamás me esperé
que ella me diera un golpe tan duro.
Hoy sé que la gente suele verse tentada por algo así, valorar más
los pesos que una relación en paz. Hablaba con ella cuando podía, so-
bre todo por conocer la vida de mis hijos y, jamás en sus palabras dio

♦ 409 ♦
Del Infierno al Cielo

muestras de su traición. Sí había cierta molestia, pero no tenía razones


para hacer lo que hizo.
—¡Ese hombre no va a cambiar! ¡Te va a traicionar, no vale nada!
– le señaló a Angélica en Buenos Aires con tono sarcástico. Cerró así
toda comunicación conmigo; todo se reduciría a la frialdad de un
cheque, de un depósito.
—Esa decisión es mía, no tuya – le contestó Angélica a Sandra,
dejando claro que lo nuestro sería mucho más trascendente que
el pasado.
Después de varios años Angélica por fin aceptó que tuvieramos un
hijo.Varios meses después me dio la noticia que llegaría el nuevo in-
tegrante de la familia. Llevábamos un tiempo intentándolo, pero Dios
no nos daba su aval. Corrí a la casa donde vivían Mabel y Manolo. El
corazón se me salía del pecho, estaba emocionado, quería darles la no-
ticia. Sentía que era algo sumamente importante compartir algo así con
ellos, aunque calladamente asumiría el rol de padre primerizo.
—Una gran responsabilidad, hijo. Una más – dijo Manolo solem-
nemente, sin mostrar preocupación o remordimientos.
Poco tiempo después, se me presentó la oportunidad de adquirir
junto con mi amigo Omar una página de cupones que se llamaba “Más
por menos hoy”. Estaba en boca de todos, era una nueva forma de ha-
cer negocios y ganar en un mercado emergente. La competencia crecía
a pasos agigantados, pero eso no nos importó. Creíamos en nuestro
producto, nos sentimos confiados en que en un año lo que ambos in-
vertimos regresaría a nosotros. Al final nos dimos cuenta que nos esta-
faron y perdimos varios millones de pesos en ese intento de sociedad
tecnológica.
—Con la frente en alto, amigo.
—Aprendimos ambos. Arrieros somos y de esta nos levantamos
– dijo Omar, con el rostro endurecido; lo noté en su postura, los mús-
culos se le tensaban a cada segundo.
—Boludo, pero ganamos más de lo que perdimos. Nos tenemos
a nosotros – señalé dándole una buena palmada en la espalda; eso
lo sacudió, pero a la vez lo tranquilizó, lo ubicó en nuestra realidad.

♦ 410 ♦
Tras La Tormenta, Un Nuevo Amanecer

En lo personal, mi relación con Angélica se fortalecía; juntos sorteába-


mos y resolvíamos cada problema. Gracias a ello logramos unir nuestras
vidas, rentamos primero una casa muy grande y después adquirimos unos
terrenos. Empecé a descuidarme físicamente y engordamos todos muchí-
simo: Lucas, Angélica y yo; comíamos litros de nieve juntos, con galletas
viendo la televisión. Empezaba a vivir la gran vida, los miedos del fracaso
quedaron atrás. Poco tiempo después mi hija Melina llegó a México y la
recibimos con una gran fiesta; estaba enorme y más bella que nunca.
—¡Bienvenida hija! Esta es tu casa, tu tierra también, si así lo de-
seas – subrayé satisfecho al verla.
—Gracias, papá. Es bueno estar aquí – dijo.
—Sí, es una bendición tenerte cerca y cuidarte. El pasado no es
nuestro futuro hija – recalqué mi filosofía.
—Me gusta eso – comentó antes de fundirse en mi piel con un
abrazo tan tierno como sus besos. No había remordimientos ni fata-
lidad; estábamos plenos los dos.
Por fortuna los astros nuevamente se alinearon a mi favor, promo-
viendo mi vida y mis valores a nuevo límites. Recuperé muchas co-
sas con disciplina: la plenitud física y mental, la confianza y valentía.
Acepté mis errores, derrumbé lo viejo, lo obsoleto y acepté nuevos ído-
los. Comulgo todos los días con el amor de mi vida y todos los días doy
gracias al creador por mandarme a Angélica, esa mujer que navega en
el mar de mi pasado y mi futuro, sin juzgarme. A ella le he aprendido
tantas cosas desde una perspectiva distinta; con ella no hay especula-
ción, hay honestidad y transparencia.
En Soluciones Financieras desarrollé nuevas formas para cambiar el
mundo crediticio. Sostengo una relación cercana con todos mis clien-
tes, con frecuencia estrecho su mano y los miro directamente a los ojos,
sabiendo que nuestra alianza dará los mejores frutos.
Ingresé al sector de bienes raíces, y después de varios años de ma-
nejar la franquicia inmobiliaria Remax, decidí dejarla atrás para aso-
ciarme con la empresa que hasta hoy considero la mejor del mundo,
KW México, ya que sus premisas están alineadas a las mias: Dios, fa-
milia y negocio, en ese mismo orden.

♦ 411 ♦
Del Infierno al Cielo

Este año inauguré la empresa MegaBrokers, que proyecta ser la


más grande compañía de brokeraje hipotecaria y PYME con alcance
nacional e internacional. Sin duda una empresa que despuntará, pues
además creamos alianza con SOC Asesores, permitiéndonos usar su
plataforma, gracias al respaldo de su director general, Fernando de
Abiega y el director adjunto, Manolo Gómez Haro, respetables hom-
bres de negocio, quienes ostentan tener la mejor compañía de asesoría
hipotecaria del país.
Dios y la Programación Neurolingüística salvaron mi vida y con
ello a mis empresas. Conocí a Tony Robbins, el más grande coach en
Estados Unidos, pero no fue el único. Le siguieron muchos más, Chris
Gardner, el autor del libro “En Búsqueda de la Felicidad” que inter-
pretó Will Smith en el cine, y a los grandiosos Brian Tracy y Richard
Bandler. Sigo siendo adicto a los buenos libros, al bife de chorizo y a
los buenos mariscos; al Dios Baco lo saludo de lejos, nos respetamos
y solo cruzamos miradas intimidatorias recordando cuando vivimos
nuestro tórrido romance, el cual casi me lleva a la tumba.
Hoy, como lo prometí desde hace muchos, sostengo a mis pa-
dres, Mabel y Manolo, quienes gozan de muy buena salud. Cada
que podemos convivimos, viajamos y reímos. Soy dueño de más
de cinco empresas que facturan varios millones y sigo invirtiendo
en México porque lo amo, incluso más que algunos que nacieron
aquí, ya que lo seleccioné como mi hogar entre otros países donde
pude vivir.
Sé que no soy perfecto, cometí grandes errores, pero creo que en
base a la semilla del amor que nos regaló Dios, he encontrado las res-
puestas y acciones para salvarme y salvar a otros en todo el continente.
Esta historia no acaba aquí. Mi fundación, mi ejemplo y las lágrimas
que derramé al escribir este legado deben servir a otros para forjar el
cambio adecuado. Yo transformé mi manera de pensar y con ello mis
acciones y actitudes cambiaron. Actualmente no solo sigo entrenando
a mi mente para el éxito, también entreno mi cuerpo; tengo el peso
ideal, mantengo un estilo de vida saludable y llevo una dieta muy baja
en carbohidratos.

♦ 412 ♦
Tras La Tormenta, Un Nuevo Amanecer

Espero que los jóvenes, las mujeres y todo aquel que lea este libro
encuentre aliento para alcanzar todas sus metas, y que sepan que lo-
grando tener una visión más allá de sus miedos y problemas pueden
llegar a tener la vida que siempre han soñado.
Tras este largo camino, luego de caídas, tropiezos y raspones, de
luchar, insistir y persistir, encontré mi propósito: compartir a través de
ponencias un mensaje de fe y esperanza; transmitir que es posible salir
de cualquier adversidad y alcanzar la gloria. Tocar la vida de miles de
personas y ayudarlas a despertar su verdadero potencial.
El telón está a punto de abrirse. Habrá más de diez mil personas
esperando escuchar mi voz. Están impacientes, expectantes. Siento sus
corazones acelerados. En cinco minutos daré una magna conferencia
sobre la vida, la prosperidad y la congruciencia, y al hacerlo comparti-
ré mi experiencia de vida…

Yo soy Marcelo Yaguna Silva y mi mensaje es claro y contundente:

¡JÁMAS TE RINDAS!

♦ 413 ♦
DEL INFIERNO
AL CIELO
Se terminó de imprimir en Mayo del 2017
en los talleres de Editora y Distribuidora Multilibros S.A. de C.V.

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