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Entrada 2x1
Conferencia
El Despertar del
Guerrero
BONO
Entrada 2x1
Conferencia
El Despertar del
Guerrero
Rompe paradigmas
Supera tus limites
Destruye virus mentales
Acaba con creencias limitantes
Reprograma tus patrones de
conducta
Elimina patrones de pobreza
Domina tus emociones y
pensamientos
Juega a Ganar
Logra el equilibrio de las 4
"F": Fe, Familia, Físico y Finanzas
Eleva tu nivel de confianza y
potencializa tu vida
Marcelo Yaguna
marceloyaguna
DEL INFIERNO
AL CIELO
MARCELO YAGUNA
DEL INFIERNO AL CIELO
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PRESENTACIÓN
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Del Infierno al Cielo
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Presentación
desde los abismos de las adicciones hasta los logros de la voluntad, desde
la historia de mis padres hasta la historia de mis hijos, desde que nació un
sueño en mi corazón hasta verlo culminado.
Hoy tienes en tus manos ese sueño, y con él, mi esperanza de que
toque tu corazón y despierte en ti tus propios sueños.
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TU CIELO, TU INFIERNO
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Tu Cielo, Tu Infierno
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Tu Cielo, Tu Infierno
mas sé que aún tengo temas pendientes y dolorosos con Kenan, quien
radica actualmente en Buenos Aires.
Obviamente, también tuve que enfrentar mi realidad con mis padres,
pues es imposible dejarlos afuera de mi círculo de confianza y compro-
miso. A raíz de eso, de vez en cuando escucho esto en mi interior:
“Debes perdonarme a pesar de los años. no puedo evitar ser otro.
Quizás esperabas más de mí, lo siento”. Quizás es la voz de mi viejo,
aunque realmente no podría apostar por nadie en este momento.
Soy Marcelo Yaguna Silva y confieso que nunca he tenido una ex-
celsa memoria, por eso siempre me he apoyado en la humildad del
papel y el lápiz. Además, he tenido la fortuna de contar con personas
cercanas que han sido por voluntad propia un prontuario de mis actos.
Utilicé algunos años una grabadora de las de carrete o casete, pero
ya ha quedado por ahí obsoleta y arrumbada entre mis documentos y
mis inventos. Ahora en la era digital, recurro al teléfono o a la tableta.
No sé por qué siento que hubo un momento en mi infancia, quizás
por la droga o los golpes que me metían, que la película en mi mente
se empezó a poner algo borrosa. En verdad desde mis primeros años
padecí esa pequeña desventaja que, posteriormente, convertí en ven-
taja, pues mientras que otros se confiaban a la cabeza o los ojos, yo a lo
mío, la tinta. Aunque no todo lo anotaba, tal vez fue una forma de pro-
tegerme o recordar. Anotaba sobre unas hojas únicamente lo que debe
ser para mantener vivos los capítulos más felices, los recuerdos más
satisfactorios y destacados, esos que nos han sucedido en la vida y que
vale la pena compartir. Yo pregunto: “¿Quién se atreve hoy a divulgar
lo que tiene un significado más profundo?” Esas situaciones que han
sido decisivas en la trayectoria de un ser humano. Esas resultan ser
la mayoría de las veces tan complicadas, inclusive contradictorias e
inexplicables que poca gente lo entiende. Dudo que todos demos el
visto bueno por lo que hice o dejé de hacer en este viaje de altibajos y
sin sabores, al cual suelo llamar destino, mi destino. Pienso que sería
lo mismo para mis amigos, inclusive los más cercanos, como lo son mis
hermanas Lorena o Vanessa, o los más lejanos a mí, quienes viven en
Montevideo o Buenos Aires. Así es la vida de cualquiera: decisiones
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Tu Cielo, Tu Infierno
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Tu Cielo, Tu Infierno
“El ego siempre te empuja a atacar, pero eso no significa que sea el
propósito de tu vida”. En los últimos años he recapacitado sobre eso
muchas veces.
El carácter de una persona se forja tanto con las buenas experiencias
como con las malas, es lo que da temple, como el mismo acero lo ne-
cesita: pasar las peores pruebas de fuego y golpes de martillo para te-
ner la resistencia y llegar al punto exacto para cumplir adecuadamente
todas sus tareas. Así es el ser humano al asumir los distintos retos,
con cualidades y capacidades diferenciadas; a unos les toca subir una
montaña de 300 metros, y lograrlo será su mayor triunfo en la vida; a
otros, como a mí, nos toca escalar riscos y barrancos de 3300 metros,
sin tanque de oxígeno ni guantes, una escalada mortal al Everest, don-
de, por azares del destino y con el último aliento en los pulmones, se
llega a la cima.
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PADRES Y ABUELOS
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Padres y Abuelos
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Padres y Abuelos
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Padres y Abuelos
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reclamarle, esas que con seguridad me dañaron no solo a mí, sino tam-
bién a mi madre y a mi hermana.
Por muchos años no fue un hombre congruente, luchaba por serlo,
tenía destellos de grandeza, pero después se traicionaba a sí mismo y
a los que estuvieran cerca de él. La carga moral o el mismísimo viento,
no lo sé, lo traía de regreso a casa de vez en cuando. Él, como yo, pade-
cía del terrible alcoholismo, sin embargo, supo sortear muchas de sus
carencias a golpes, literalmente a golpes. Durante varios años se de-
dicó, como lo mencionaba anteriormente, a ser boxeador y no lo hizo
nada mal. No crean que era de los de media tabla o del montón. Su
fuerza y su bravura lo llevaron a ganar un campeonato nacional en su
peso, hasta que tuvo una lamentable fractura en una de sus muñecas y
eso fue lo que finalmente lo alejaría para siempre de los cuadriláteros
y, quizá, de su posible encumbramiento.
A través de los años y a base de mucho esfuerzo, Manolo apren-
dió a manejar diferentes tipos de negocios y en algunos de ellos tuvo
un cierto nivel de éxito. A pesar de que era un hombre sin estudios,
lo suplía con mucho trabajo y esfuerzo. Llegó a tener cinco “boticas”
o zapaterías, numeradas del uno al cinco, en las cuales se reparaban
y fabricaban tallas especiales. Igualmente intentó prosperar con otros
negocios de diferentes giros, donde yo también participé: una carni-
cería y una verdulería. Quizá de ahí tomé el gran ejemplo de no darse
por vencido jamás. Él no quería dejar morir sus sueños de empresario,
mismos que había fraguado observando a quienes lo habían empleado
en su lastimosa juventud.
De manera increíble, aunque hasta cierto punto lógica, fue hasta hace
un par de años que nos sinceramos, nos sentamos en la comodidad de la
sala y sin alcohol de por medio, ya que yo no bebo desde hace 25 años.
—¿Qué pasa, Manolo? Dímelo – le preguntaba mil veces cuando
en su rostro encontraba la cara desencajada, como si fuera a enfren-
tar a su peor retador: la vida.
—Nada, hijo, aquí vamos aprendiendo de todo, el pasado, el pre-
sente, y deseando un futuro mejor para todos en la familia – señala-
ba entrecortando la respiración y frunciendo el ceño.
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Padres y Abuelos
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EL ENTORNO INTERNACIONAL,
NADA NUEVO
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MI NIÑEZ, EL CONVENTILLO
MULTICOLOR.
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Mi Niñez, El Conventillo Multicolor
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Mi Niñez, El Conventillo Multicolor
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ABUSOS, AMENAZAS
Y ALGO MÁS
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Una vez que concluyeron los abrazos, las burlas y los besos, salimos
a festejar. Hubo una inusual comida en casa, invitados y juegos, así que
me quité la corbata al llegar al cuarto, la camisa, que seguramente era
prestada, así como la corbata y el pantalón, porque Mabel me encargó
de sobremanera mi atuendo.
—Hijo, cuida mucho la ropa, y llegando a casa te quitas todo –
advirtió con el dedo índice como espantando el viento.
—Sí, madre, ya entendí – señalé presuroso.
De esa abismal soledad en casa fueron permeando varios miedos
acumulados. Vivía temeroso de muchas cosas, como todos a esa edad,
supongo yo, deseando y tratando de pertenecer a algo más importante
y quizás, solo quizás, es por eso que abusaron sexualmente de mí.
No es fácil para nadie determinar las razones psicológicas de ciertas
cosas, mucho más complicado sería definir por qué existía tanta mal-
dad en quienes sin ningún tipo de miramientos o consideraciones me
acosaron y violaron.
Éramos tan solo unos niños, de diferentes edades y más o menos
con los mismos sueños. “¿Qué no se supone que la inocencia debería
de correr en una proporción mayor en nuestras venas?”, me pregunté
por muchos años.
Tengo que señalar esto y darle las gracias a Dios porque no hubo
un acto grotesco de violación. No hubo penetración, ni sangre de por
medio, aunque sí fue un abuso pletórico de intimidación y manoseos
sin sentido, lo cual me llenó de rabia y rotundos cuestionamientos.
De ese momento recuerdo que sucedió en una de las casas del con-
ventillo, y aún tengo muy presente en mi piel la obscuridad y la angus-
tia. Era una habitación muy pequeña, me llevaron ahí con engaños y
jalones. Un tímido rayito de luz entraba a fisgonear por algunas partes
de la cortina. A veces eran dos o tres chavos los que estaban ahí cer-
ca de mi pequeña humanidad, mostrándome sus partes para tocarlas
mientras que los demás se masturbaban y se vaciaban encima de mi
ropa. Los olores eran indescifrables, confundían mis sentidos.
—¡No te muevas y no grites, pendejo! – subrayaba uno de ellos,
que se llamaba Andrés.
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Abusos , Amenazas y Algo Más
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Abusos , Amenazas y Algo Más
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Abusos , Amenazas y Algo Más
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Abusos , Amenazas y Algo Más
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Abusos , Amenazas y Algo Más
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Abusos , Amenazas y Algo Más
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Abusos , Amenazas y Algo Más
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Abusos , Amenazas y Algo Más
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MIS ANIMALES,
MIS MASCOTAS.
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Del Infierno al Cielo
Las primeras veces que llegué y vi todo eso para mí solito, los salo-
nes, los juegos y los campos, me sentí increíble. En un principio aquello
puede resultar sumamente atractivo para un niño de ocho años, pero
si uno lo piensa bien, resulta hasta aterrador: esa gigantesca ausencia
de todo tipo de sonidos, de gritos o de risas en esos espacios enormes
y pasillos brillosos.
Mabel tiene una bondad del tamaño del Estadio Azteca, y desde
que tengo uso de razón se ha preocupado por auxiliar a otros. Ni ella
ni su familia nunca tuvieron plata de sobra para hacerlo, pero eso ja-
más le impidió darle la mano, alimentos o ropa a quien menos tenía.
Esa vocación la tiene clavada como una estaca en sus entrañas, y yo la
llegué a ver pidiendo ropa y zapatos a las mamás de los niños que iban
al Colegio del Sagrado Corazón para dárselos a la gente más humilde
en el conventillo.
El colegio era religiosamente dirigido por varias monjas. Las había
de todo tipo, alivianadas y sonrientes, pero también las estrictas con
cara de un eterno estreñimiento y las imparciales que no tomaban ban-
do ni postura definida.
“Eran las guías que puse en tu camino; algunas son más complica-
das”, señaló la voz en mi cabeza.
A aquel colegio iba mucha gente importante, empresarios, artistas
y políticos, gracias a lo cual mi madre juntaba muchos vestidos, cami-
sas, pantalones y zapatos. El asunto que complicaba todo es que en los
años setentas y parte de los ochentas la gente pudiente utilizaba un
tipo de bolitas blancas apestosas de naftalina, que se conoce como el al-
quitrán. Se usaba para que duraran las prendas sin polilla y en buenas
condiciones. Aunado a esto, mi madre también juntaba piezas de pan
viejo, flautitas dulces y algunos salados, de todo tipo: se lo apartaban
y regalaban las monjitas del colegio conforme se iban juntando los que
ya tenían dos o tres días. Ella de donde pudiera procurar alimentos lo
lograba, así es que cuando salíamos de su turno, a las diez de la noche,
Mabel, Lore y Marcelito nos llevábamos como podíamos los montones
de bolsas, unas con la ropa y otras con el pan duro. Nos convertíamos
así en un desfile de sobrados olores, los cuales no eran nada agradables
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Mis Animales, Mis Mascotas
para ese niño de pelo largo y cejas pobladas, como tampoco lo eran
para las otras personas que estaban cerca de nosotros. Todos nos mira-
ban con desagrado y con los ojos inyectados de asco, por eso me ocul-
taba, agachaba la cabeza y rogaba al cielo que ese enorme tormento
acabara. Ese acto de bondad, para mí inexplicable en esos momentos,
no tomaría forma y significado hasta mucho tiempo después.
—Madre, ¿otra vez nos tenemos que llevar todo esto?
—Sí, Marcelito, nos sirve para la casa y también para la vecina
que está enferma. Anda, ayúdame en vez de quejarte – reclamaba
muy comprometida con su rol de madre y ser humano.
Además, si una mujer embarazada o una anciana subía al colecti-
vo, mi madre le cedía su lugar o me pellizcaba el brazo para que sin
dudarlo yo hiciera lo mismo. Nos bajábamos del colectivo y ahora a
caminarle al barrio. ¡No jodas! Me dolían todos los dedos al cargar
aquello. Me quejaba constantemente, y cuando por fin llegábamos a
nuestro destino, Mabel se ponía a repartir la ropa y los panes a la gente
que ella sabía que lo necesitaba. Nos quedábamos con lo justo para
nuestra casa.
En el colegio una de las monjas le solía prestar una camita con co-
rral a mi madre para que ahí descansara mi hermana, y de esa manera
Mabel, sin la carga de la niña, pudiera hacer correctamente la limpieza
de todo el lugar.
Yo muchas veces me paraba al pie de la cama a observar cómo dor-
mía. Soy honesto al confesar esto: a veces me molestaba la paz que
se reflejaba en su rostro, como si no se enterara de nuestra situación.
Unos días andaba con la malicia muy refinada y la despertaba para
molestarla; supongo que por los años que tenía era algo muy normal.
Eso quisiera creer.
Un viernes por la tarde sucedió una cosa muy extraña. Una de las
monjitas se acercó lentamente hasta donde yo estaba sentado y con su
cara llena de arrugas me esbozó una gran sonrisa. Era como si Dios la
hubiera enviado a hacerme compañía.
—Hola, ¿Cómo te llamas?
—Marcelo Yaguna Silva contesté extrañado.
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—Ah, tú eres el hijo de Mabel. Ella me dijo que eras muy bueno
con la pelota. ¿Qué te parece si jugamos futbol? – señaló con voz baja.
Yo brinqué de la silla y olvidé así todas mis penas. Arremangué mi
camisa, escupí al suelo un poco de saliva espesa y a darle.
—¡Dale, claro que sí! – contesté con los ojos llenos de alegría.
—Mucho gusto, Marcelo, yo soy la madre Graciela, y me apellido
Carrizo. Creo que seremos muy buenos amigos.
—Gracias.
Después ya teníamos nuestras claves y con señas me indicaba el
lugar donde debíamos jugar. Ella seguramente no quería que rompié-
ramos un cristal y después dar cuentas a la Madre Superiora de cómo
o quién había sido el culpable. Por su forma de ser, varias veces noté en
ella a la niña que aún habitaba en su interior. Incluso la llegué a sentir
muy cercana a mí, como una verdadera amiga. Era la cómplice perfec-
ta, me buscaba muy seguido para platicar o jugar a la pelota.
Claro que a veces también me tocaba un buen regaño, junto con un
jalón de orejas, porque si la Lolis lloraba y se le ocurría levantarse de la
cuna, al único que podía apuntar y culpar era a mí.
Aquella discípula de Dios, cuando se encontraba de buenas o tenía
tiempo, me regalaba muy gratos recuerdos. Algo que jamás olvidaré,
porque me ayudaba a pasar un poco más placenteramente el tiempo
en ese lugar.
—¡Venga, Marcelito, pégale más fuerte a la pelota! – decía aga-
rrándose las enaguas.
Mabel, por su parte, al hacer cotidianamente el bien a sus semejan-
tes, sin darse cuenta colocaría en mi corazón una de las más grandes
enseñanzas del ser humano: la bondad. Eso hoy para mí explica mu-
chas cosas, y por ello le estaré eternamente agradecido. Sé que fue y
sigue siendo una tarea insondable, sobresaliente, y sobretodo porque
nosotros éramos realmente pobres. Aquí no hay ningún truco, existen
estas verdades innegables y las lágrimas que corrieron por diferentes
sitios entre Montevideo, Uruguay y Buenos Aires, Argentina.
Éramos víctimas de una tremenda frustración y limitaciones, fue lo
que vivimos durante años, sin embargo, para mi madre siempre había
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Mis Animales, Mis Mascotas
y habrá gente más necesitada que nosotros. Y claro que la hay, no solo
en el barrio de La Boca donde viví, también en México y en todo el
mundo. Eso de ser dadivosa es lo que ella mejor hacía, y como es de
esperarse, muchas personas la valoraban y la querían. Donde ella se
parara, a donde fuera, se lo reconocían, mas era muy vergonzoso para
mí, porque no lo entendía.
Creo firmemente que los primeros diez años de la niñez definen
muchos de los caminos que más adelante se transitan en la juventud;
algunos seres humanos corren con la suerte de vivir en un ambiente
propicio para el éxito y el desarrollo personal, y a otros no nos toca
nada de eso. Ante la ausencia de mis padres, yo fui creciendo de mane-
ra salvaje, lo reconozco, no tengo nada que ocultar. Mi madre trabajaba
demasiadas horas para intentar educarme y Manolo seguía de fuga
con sus vicios y eternos problemas de faldas.
Recuerdo que me iba al puerto a conseguir fruta. Había bodegas
enormes y varios maduradores de plátanos, donde negociaba mi pe-
queña mano de obra por mercancía, y así seguía el resto del día. Tenía
que aprovechar que ya estaba ahí para buscar qué más podía vender
en el barrio, por eso me acercaba a los pescadores de los botes que es-
taban descargando o por llegar. Les ayudaba a cargar algunas cosas,
las cuerdas, o limpiaba lo que me pidieran para que me pagaran con
sábalos de todos tamaños, un tipo de pescado común, nada espectacu-
lar ni rimbombante, solo muy sabroso. Aparte de ser ese pequeño co-
merciante, también acudía ahí a buscar aventuras con mis inseparables
amigos, Gustavo Bove el Gallinita y Rubén Oliveiro el negrito Cuntas,
ellos dos fueron todo para mí, el apoyo, los perfectos motivadores, más
que grandes amigos los consideraba mis hermanos.
A Rubén le decíamos “el negro” porque, aunque había nacido en
Uruguay, era de raza negra por parte de su madre, y lo de Cuntas lo
habíamos observado en una película africana que se llamaba “Raíces”.
Éramos como almas sin dueño, vagos sin horarios. Un día que esta-
ba cayendo el sol a plomo, andábamos cerca del riachuelo, queríamos
refrescarnos y qué mejor manera de hacerlo que sintiendo un poco el
agua fresca del mar. Anduvimos caminando media hora buscando la
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Mis Animales, Mis Mascotas
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tengo esa impresión aún muy vívida en mi mente, ya que nos sentimos
los más grandes piratas por unos cuantos minutos.
Lástima que a mis amigos no les pareció tan fabuloso por el encuen-
tro tan violento que tuvieron con el fajo de sus padres. Reconozco que
hubo un cierto rencor en mi contra, aunque después de un periodo
razonable, se me otorgó el perdón y nos solíamos reír a plenitud de
aquel episodio.
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COMO REYES
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dimos el primer paso al interior del lugar nuestras aspiraciones las de-
tuvo de tajo un conserje que, desde mi altura, se veía enorme.
—No pueden pasar, niños, no están hospedados aquí. Favor de
retirarse – dijo un güero con cara de fideo, pálido y ojeroso. De segu-
ro era de ascendencia inglesa, porque su rol de guardia imperial la
desempeñaba muy bien.
—Óigame, Señor, nosotros venimos con los señores que acaban
de pasar – reclamé con una seguridad desbordante.
—Sí, niño, solo que ellos están hospedados aquí y ustedes no.
Entiendan eso. Así que a volar palomillas – dijo sonriendo maquia-
vélicamente.
—¡Es que ellos nos invitaron! – sostuvo el Miky.
—Mire, no se ponga pesado. No estamos diciendo ninguna men-
tira. Si nos ve, así como andamos, es que es nuestro gusto, nos da
personalidad
reclamó el Gordo mostrando su ropa deshilachada y los tenis rotos.
Estábamos en pleno alegato frontal, recibiendo salivazos, cuando
uno de los que nos había invitado se acercó hasta el fideo y le señaló
de manera amable que nos dejara pasar, que veníamos como sus invi-
tados. Al flacucho no le quedó otra que abrir la puerta principal de par
en par. Miré de reojo su cara, entre sorprendida y constipada.
Pues sin más garitas ni prejuicios que superar empezamos a cami-
nar por aquel enorme “lobby” de pisos relucientes, sillones que invi-
taban a sentarse, flores frescas y jarrones multicolor. La gente elegante
que ahí deambulaba estaba muy perfumada, bañados con olores nue-
vos que llenaron mis pulmones. Todo mundo se nos quedaba mirando
como si fuéramos extraterrestres. Sé que no llevábamos nuestras me-
jores garras, pero nos era suficiente para jugar y recorrer el caminito.
Llegamos al elegante elevador con el pecho hinchado, como si no-
sotros también viviéramos lo que esas personas, y uno de nuestros
benefactores seleccionó el botón que nos llevaría hasta el cuarto piso.
Según recuerdo, mientras subíamos mis camaradas me empezaron
hacer señas de que abriera bien los ojos, que parara antenas, y pues
la verdad por más que buscaba detalles o situaciones peligrosas no de-
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Como Reyes
tectaba nada, todo era muy normal, como si los tipos estos fueran pa-
rientes lejanos. Se mostraban tranquilos, charlaban y reían sin maldad;
varias veces revisé sus alientos y sus ojos y no había rastros de alcohol
o cosas extrañas, parecía que todos estábamos seguros ahí.
—¡Abusado, huevón, abre bien los ojos! – advertí a Cornejo.
Levantaba la mirada para observar todos los detalles con deteni-
miento, la limpieza del metal pulido a mi alrededor y ese olor a éxito
que se suele vivir en lugares así, donde la gente importante cumple sus
sueños, cierra los negocios importantes y convive con gente de todo el
mundo. Me miré en el espejo: mis ojos brillaban de una forma diferen-
te. Quizás por unos segundos logré observarme en el futuro “¿Quién
no quiere vivir así? ¿Quién no quiere ser exitoso?”, recapacitaba, aun-
que claro, no tenía muy transparente mi visión del mañana, así que por
lo pronto el hoy era estupendo.
La puerta se abrió y fue una sensación de poder indescriptible. La
cara de mis amigos me causaba risa; estábamos todos extasiados por
aquellas alfombras decoradas con filos ocres y plata, nos veníamos
riendo incrédulos de estar ahí. El primer contacto físico con quienes
nos invitaron fue cuando uno de ellos me sacudió el pelo, como des-
peinando mis rulos.
No sé por qué diablos a mucha gente le encantaba hacer eso, pare-
cía como si mi pelo tuviera un enorme imán para las manos y nadie se
pudiera resistir a esa atracción. Quizás por eso no me pareció extraña
la situación, realmente no sentí alevosía ni perversidad, pero para mis
cuates aquello fue preocupante.
—¿Cómo te llamas? – preguntó sonriendo uno de ellos.
—Yo soy Marcelo, pero desde el año pasado mis cuates me dicen
la Brujita. Es una larga historia – contesté.
—¡Qué bien! Yo soy Rogelio, venimos desde México – señaló or-
gulloso.
—Pues mira que vienen de lejos, eh – sonreí sin complicaciones.
Eso fue todo. Llegamos a una habitación muy bonita con colores so-
lemnes, la cual guardaba un orden exacto de todo, nada que ver con mi
pequeña habitación en el conventillo. Estando ahí nos colocamos en las
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Como Reyes
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Como Reyes
Fruncía los labios, no me quedaba otra, así que me sequé rápido el pelo
y, justo cuando tenía mis ojos tapados con la toalla, nuevamente Roge-
lio se acercó para tocarme los rulos en la cabeza. Lo miré desconcerta-
do, sin embargo, me mantuve en lo mío: darle prisa al asunto y rogar
a Dios que no pasara nada que echara a perder este día tan especial.
Volvimos a la habitación por nuestras cosas, seguíamos envueltos
en ese ambiente de camaradería, de risas y abrazos entre mis amigos.
Nuestra satisfacción era grande y, por la cara de Rogelio y los demás,
asumo que también estaban contentos. Nos comportamos todos a la
altura de las circunstancias.
—Pues, muchachos, espero que les haya agradado el día – dijo el
silencioso, con cara de satisfacción.
—¿Cómo se la pasaron? – preguntó el tipo con cara de cura.
—Muy bien, genial. La verdad, increíble – contesté presuroso
mientras me ponía la playera.
—¡Qué bueno! De eso se trataba, muchachos – aseguró Rogelio.
—Muchas gracias, de verdad que estuvo increíble – dijo Miky con
un a sonrisa de oreja a oreja.
Toda la desconfianza y nuestros planes de contraataque se queda-
ron en el olvido. Nos cambiamos, nos regalaron las cosas que com-
pramos y salimos a casa llenos de alegría en el espíritu y con el es-
tómago hasta el tope. Desde ese momento México quedó marcado
en mi memoria como un gran país. Desconozco quiénes habrán sido
ellos, ni de qué parte de la República eran, solo sé que esas personas
me regalaron uno de los mejores días de mi infancia, y eso se los agra-
deceré eternamente.
Hubo una temporada que de niño padecí de locas aficiones. Una de
ellas era la de coleccionar arañas. El conventillo estaba lleno de ellas,
por los materiales con los que estaban hechos los diminutos departa-
mentos. Entre las vigas de madera y el metal, y entre los cortes irregu-
lares de las casas y balcones, era el sitio ideal para que toda clase de
animalejos se escondieran ahí. Pasaba muchas tardes clasificando su
tamaño, color y número de patas. En una ocasión tuve la suerte de des-
cubrir que una de ellas llevaba en su panza un montón de huevecillos.
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DROGAS, DEPORTES
Y MÚSICA
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más elegante, más de pipa y guante; acá éramos menos fantoches, más
de calle y banqueta.
La primera droga que probó mi cuerpo fue un porro de marihuana.
—Venga, Brujita. A ver, enséñanos cómo te haces hombre.
—Jálale bien, no seas puto – dijo el Gordo rascándose por encima
el trasero, vestía un desteñido pantalón de mezclilla Jordache y unos
tenis blancos Adidas.
—Voy, vale, voy – acoté nervioso.
Cerré los ojos y jalé aire para rellenar mis pulmones; de acuerdo a lo
que había observado estaba haciendo lo correcto. Abrí lentamente los
ojos Y la sensación fue increíble, un poquito de ingravidez, una pizca
de ligereza y un chorro de paz mental. Eso para un mocoso de tan solo
trece años de edad es muy complicado de manejar o entender. Dicen
que el cuerpo o lo rechaza o lo asimila; en mi caso creo que lo asimilé
demasiado bien.
—Órale, está buena – aseguraba, como si supiera la calidad o di-
ferencia entre todas las que pudieran existir. Lo hice para exhibir un
poco de sabiduría.
—¡Cállate, pendejo, tú que chingados sabes! – señaló el Gordo mien-
tras que remojaba la punta del suyo y succionaba también con fuerza.
De niño, y por supuesto de adolescente, no alcanzas a dimensionar
todas las consecuencias de ese tipo de cosas, te avientas por esa estú-
pida necesidad de comerte al mundo, de demostrar a otros y a uno
mismo lo valientes que podemos ser. De ahí vas ascendiendo en la
búsqueda de nuevas sensaciones, quieres llegar más lejos, más rápido,
o mantenerte despierto y seguir, de esa manera, drogándote. En reali-
dad, es completamente erróneo llamarle ascender; la descripción más
exacta es descender. Porque llegas hasta la boca del mismísimo infier-
no, es un viraje interminable, en extremo radical que culminó la vida
de muchos de mis amigos y varios conocidos, aquellos que se pasaban
de la cantidad habitual, otros tantos que se mal viajaban e hicieron
una o varias estupideces con algún arma, no etílica, no en polvo o en
pastilla, sino de esas de frío metal, las que esculpen con filos blancos, o
aquellas que escupen fuego.
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Drogas, Deportes y Música
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Drogas, Deportes y Música
Debo señalar que jamás supe que consumiera otras drogas o usara ar-
mas. Andaba todo el día perfumado, hablando de sus negocios, aun-
que eso no nos servía de nada, pues Mabel seguía trabajando prácti-
camente todo el día y yo utilizaba los mismos pinches tenis jodidos de
siempre, la misma ropa. Y ni qué decir de mi hermanita Lolis, que al
igual que yo, tampoco notaba la diferencia entre el famoso fantasma y
el presente gañán.
Tal vez algunas palabras de más, algunos discursos esporádicos a la
hora de la comida, la variedad de sus lociones, y para Mabel, más ropa
que lavar y planchar, eran las aportaciones de mi padre.
Mi primer contacto con el box fue en exceso desagradable. No sé
si en realidad existió la posibilidad de que llegara a mí de otra forma,
algo más sugerente, y no por una maliciosa imposición de mi padre.
Quizás al ver sus trofeos, observar juntos algún video de Mohamed
Ali o de Manos de Piedra Durán, hubiera nacido en mí la curiosidad
por colocarme los guantes y pegarle a una estúpida pera colgada del
techo. Aunque no, la verdad no tuve ninguna oportunidad de que eso
sucediera, y como suelen pregonar en ese y otros deportes:
—¡Todo se lo debo a mi mánager!
Manolo tuvo una carrera de pugilista inconclusa, presumo que por
eso quiso ver en mí a su gran aprendiz. Durante algunas noches es-
cuchaba cómo practicaba sus movimientos frente a un espejo, sudaba
copiosamente y se entregaba por completo a su pasión. Repetía una y
otra vez los mismos movimientos, y cuando sentía que fallaba sacudía
su cabeza con sus manos.
—¡Vamos, carajo, concéntrate! – gritaba enojado.
Me quedaba callado detrás de la puerta. Hacer cualquier clase de
ruido era mortal para mi trasero, así que contenía mi respiración y sos-
tenía la manija de la puerta para que el aire no fuera a cometer la estu-
pidez de dejarme ahí, a la vista del campeón.
—¡El mundo es para los corajudos! ¡El mundo es para los coraju-
dos! – pregonaba una y otra vez.
Con apenas once años de edad, cada sábado por la tarde, cuando
mi padre salía de sus ocupaciones y compromisos, me forzaba con
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Drogas, Deportes y Música
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DELINCUENCIA,
CÁRCEL Y ALGUNAS
PERSECUCIONES
L o que sigue después del alcohol y las drogas es casi por ley di-
vina la delincuencia, porque todo se te empieza a hacer fácil.
¡Todo! ¿Robar una bicicleta? Yo puedo. ¿Quién se atreve a cambiar de
dueño un auto estéreo? También es viable. Parecía todo tan sencillo.
Y así, conforme van creciendo los encargos y aumentando la plata,
va creciendo en tu interior el famoso “¿por qué no?“. Empiezas jugán-
dole al listo y también por satisfacción propia; es el camino fácil para
poder disfrutar de las cosas que normalmente no conseguirías o com-
prarías trabajando de obrero, mesero o ayudante en un taller mecánico.
Padecí muchas carencias en casa de mi madre; a veces se tardaba
meses en conseguirme unos tenis buenos. ¿Cómo no iba a caer en la
tentación del dinero? Aparte, delinquir me conducía más rápido a se-
guir consumiendo drogas y a experimentar con las más nuevas, in-
clusive, por incongruente que parezca, me servía para ayudar a quien
amaba. En mi caso, consideraba a mi madre, a mi hermana o alguna
causa que valiera la pena.
Es un círculo vicioso, no virtuoso como debe ser. Con mis primeras
ganancias compré algo de ropa, unos zapatos nuevos, los cuales tenía
que esconder junto con mis amigas las arañas para que Mabel no me
cuestionara cómo es que me hice de ellos. También ayudaba a mi ami-
go Luisito, quien fue como mi hermano. Pasamos juntos muchos años;
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especialmente al ojete de Andrés, pero por una u otra razón eso nunca
sucedió. Los otros dos que participaron en el ataque un par de años
después se fueron del barrio, no porque me tuvieran miedo o intu-
yeran mi venganza, sino que fue el destino, o Dios que se apiadó de
mí. Poco tiempo después me enteré que el papá de uno de ellos había
muerto electrocutado. Créanme que no lo celebré.
Hubo muchos días que planeaba cómo matar a Andrés. Lo calcu-
laba todo detalladamente; quería arrojar su cuerpo a una parte poco
frecuentada del riachuelo. Era común que ahí aparecieran los cuerpos
inflados de gente que había sido enjuiciada o ejecutada; la policía muy
pocas veces le daba seguimiento a ese tipo de casos, y obviamente mi
agresor no sería la excepción a esa regla. Este tipo de escoria tenía que
pagar por lo que me había hecho, por lo que me dañaron, y sacarlos de
las calles era quizás hacerle un favor a la humanidad.
¿Cuántos más se salvarían si hago lo que tengo que hacer?, pensaba.
En ese entonces ya varios de mis amigos eran influyentes, malean-
tes reconocidos en el barrio. Tenían el poder del conocimiento, quién
entraba, quién salía. Conocían mucho mejor que yo todos los movi-
mientos de los que fueron mis agresores, sus mañas y dónde encon-
trarlos. Afortunadamente siempre les oculté cómo quería matarlos.
—¿Estás bien, Brujita? – cuestionaba el Gordo.
—Todo bien, amigo – dije nervioso.
—Tú traes algo con ese pendejo del Andrés y sus cuates ¿qué no?
Solo me atreví a contestar:
—Me hicieron una trastada hace tiempo, hermano.
Nunca comenté con nadie lo que me había sucedido; aprendí muy
tarde que eso de quedarse con tanto veneno es lo peor.
Antes de que pudiera matar a Andrés, simplemente se fue del ba-
rrio. No creo que alguien le haya dicho mis planes, ya que nadie jamás
los conoció. Después de que le perdí el rastro ya nunca más supe de él.
Dirán algunos que perdí una gran oportunidad de vengarme, pero
más bien creo que ¡el cielo me la dio!, con seguridad.
Un día del estudiante, 21 de septiembre, nos juntamos toda la ban-
da para irnos de campamento: Miguel Ontiveros, Diosnel, Horacio,
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Murió ese día frente a nuestros ojos. Fue una gran pérdida. El dolor de
todos los que estábamos ahí fue durísimo, los padres, las amigas. Del
gozo al pozo todas las risas y los juegos, los ademanes y abrazos, se
perdieron en el río.
En la Boca y en toda Argentina se asesinaba a cielo abierto sin respe-
tar horarios ni clases sociales; así de día como de noche podía suceder
cualquier cosa. Yo lo vi y también sobreviví a todo tipo de atentados.
Eran épocas agrestes, donde unos provocaban y unos más, sin que-
rerlo, resultaban víctimas de su inocencia o sus propias palabrerías.
Había ciertas reglas que yo debía seguir al pie de la letra: la primera
era no robar en el barrio, la número dos, no salir drogado a delinquir,
la tercera, “no matarás”, cual me recordaba los diez mandamientos.
Esta última estaba sujeta a varias condiciones. Creo que tenía varios
incisos: si alguien va a morir, que sea de los contrarios; si uno de la
banda está en peligro, defiéndelo. Y, bueno, gracias a Dios no hubo
necesidad de conocer o emplear la tercera. Las otras dos cláusulas las
rompí en algunas ocasiones, ya lo recordaré más adelante.
Empecé a ganar algo de plata y cierto respeto con la banda que había
formado: “Los Mirabustos”, con el Gallina, Negro Vega, Sapito y El Facha.
Yo fui aprendiendo el oficio de los más experimentados. Y robábamos
auto estéreos en los barrios ricos. Lo hacíamos tres veces por semana.
Lo primero que teníamos que hacer era buscar un lote baldío que
nos permitiera esconder ahí la mercancía conforme la fuéramos adqui-
riendo, por mencionarlo de una manera elegante. Seleccionábamos con
cuidado los autos y lo hacíamos rápido; de verdad que nos volvimos
expertos. Teníamos los pantalones suficientes para sortear los posibles
peligros y llegamos a juntar entre doce y quince aparatos. La clave de
ocultarlos en el terreno era que si la policía nos agarraba no tuviéramos
en nuestras manos los elementos que nos incriminaran.
A la mañana siguiente pasábamos a recoger el botín con las mismas
mochilas del día anterior. Uno vigilaba que no hubiera moros en la
costa, ni nadie que nos pudiera identificar o sospechar, mientras los
demás colocábamos la mercancía en las mochilas. Trabajábamos en or-
den, con reglas, y aplicábamos lo que íbamos aprendiendo.
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Una vez salí con Gallinita a ganar plata, pero antes nos habíamos
fumado un par de buenos churros por lo mismo tuvimos muy mala
suerte, pues nos agarraron unos policías en plena movida y termina-
mos en la Comisaría 30. Recuerdo que cuando llegamos, uno de ellos,
creo que era el jefe de todos, destapó una enorme caja, mostrándome
algo que se conocía en aquellos años como la “picana”, que no era otra
cosa más que una máquina con la que se daban toques eléctricos a los
presos para que confesaran; sin embargo, nosotros nos mantuvimos
firmes negando todo. Por fortuna no nos habían pescado dentro del
auto, eso habría sido más grave.
—Confiesa que estabas robando, ladronzuelo de quinta – decía el
jefe de la comisaría.
—No estábamos robando – señalaba tranquilo.
—Te vamos a meter la picana por el culo para que digas la ver-
dad– aseguraba.
—No estábamos robando – sostenía.
—Mira que te voy a joder, pendejo – amenazaba.
A pesar de todos los esfuerzos del panzón ese para meternos miedo
durante toda la noche, nuestra única respuesta era no hicimos nada,
nada, ya se lo dije varias veces.
Mi madre llegó más tarde, preocupada, con la cara consternada de
no saber qué había pasado. Primero habló con el comisario, y fue él
quien le explicó por qué estábamos ahí detenidos. Entonces Mabel, con
un semblante diferente, fue a buscarme. Quería hablar conmigo a so-
las; “en privado” le recalcó al celador.
Yo intuía que ya estaban a punto de soltarnos. Cuando vi a mi ma-
dre, nos abrazamos como si fuera uno de los sobrevivientes de los An-
des. Después me agarró el pelo con firmeza y me miró con una extraña
mezcla de coraje y tristeza. Yo no estaba llorando ni preocupado, me
sentía seguro de nuestra coartada.
—¿Qué pasó, hijo? – preguntó clavando su mirada sin parpadear.
—Nada, madre, nada – sostenía.
—Dime la verdad, Marcelito – suplicaba.
—Madre, déjalo así.
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—Creo que nos vendría bien un coche para todos – dijo Ricky con
un brillo especial en sus alineados dientes Valdría la pena tener en
qué movernos todos.
—¡Un coche! ¿Con qué plata, boludo? – señaló uno de los Castro.
—Pues si todos aportamos una parte del valor del mismo, creo
que sí se podría – dijo Marcelo Rojas.
—No suena nada mal – comenté muy emocionado. Me miraba
sentado en un auto deportivo, dos puertas, un Ferrari rojo, un Lam-
borghini amarillo. Tenía mucha imaginación.
Así que después de buscar y mirar varias alternativas encontramos
la solución, una enorme limusina DeSoto de 1960. Demasiado viejo,
aunque de muy buen tamaño, eso era importante; tenía unas enormes
ruedas y el color rojo se había conservado aceptable a través de tantos
años. La verdad no nos alcanzaba para más, así que una vez que todos
nos pusimos de acuerdo y fuimos aportando cada quien la plata, lo
adquirimos. Fue un gran logro. Hasta mi madre me dio algo de plata
para ayudarme a juntar lo que me correspondía.
Recuerdo el día que fuimos a recogerlo, brincaba de la emoción. Y es
que llegar con auto al barrio era genial y gracioso. Disfruté mucho ver
la cara de los amigos y de las señoras en el conventillo: se agarraban
los cachetes como si se les fueran a caer y después se acomodaban las
enaguas, No dudo ni un segundo que pensaran que nos lo habíamos
robado, mas no fue así, era el fruto de una idea simple y de la unión de
voluntades, así que había que festejarlo en grande, y qué mejor lugar
para eso que la discoteca que estaba de moda, donde acudía la gente
acaudalada.
El DeSoto era muy amplio, pero nos divertía amontonarnos todos
en su interior, perfumados y listos para irnos a bailar. No nos impor-
taba apachurrar un poco al que estaba abajo; no había maldad, ni ale-
vosía en nuestros actos. El penetrante olor en su interior representaba
fehacientemente su edad, y la tapicería tenía algunos remiendos, aun-
que no eran discordantes con el resto de los interiores.
Ricky Pereira era uno de mis grandes amigos: alto, bastante “fresa”
y de pelo largo, era el dandI del grupo. Él y yo éramos quienes con-
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una de las zonas más exclusivas de Buenos Aires, y que la limusina era
una herencia de nuestros abuelos millonarios. Diosnel Amancio Vera,
el Panadero y yo éramos los primeros en salir a bailar. El trompo era
yo, pues desde niño me encantaba hacerlo; improvisaba y nos reíamos
de nosotros mismos.
Diosnel tenía dos pies izquierdos, aunque eso no le quitaba lo en-
jundioso. Nada que ver en el futbol, ahí sí era un gran defensa, sin
embargo, para mover los pies al ritmo del baile era más bruto que un
buey de arado. Aquello era genial porque olvidábamos todos por un
momento nuestra historia, las penas y nuestros sonoros fracasos. No
había distancia más corta entre la felicidad y mi alma.
La fama de que el Barrio de la Boca es bravo tiene su razón de ser.
Desde su origen fue complicado por el gran número de inmigrantes
europeos, españoles, alemanes e italianos, además llegó gente del pro-
pio continente, peruanos, bolivianos y por supuesto, uruguayos. Fue
así como se enriquecieron las costumbres y tradiciones, la música y la
comida, sin embargo, hubieron revueltas muy importantes, auspicia-
das por las rencillas de los colores, razas y la resistencia propia de cada
nacionalidad.
Se forjaron muchas pandillas con rarezas enraizadas por la conser-
vación de un pedazo de tierra o zona comercial. Ahí entre esos reco-
vecos y callejones multicolores nació la letra del famoso tango “Ca-
minito”; Corría el año 1926 y la compuso Juan de Dios Filiberto. Son
150 metros aproximadamente, que lleva desde el riachuelo, pasa por la
Vuelta de Rocha y quizás a unos 390 metros se llega al templo sagrado
del futbol, la Bombonera, estadio del Club Atlético Boca Juniors. Ahí
jugaron todos los grandes de aquella época y generaban gran alga-
rabía con sus triunfos y campeonatos. Entre los nombres que lo hi-
cieron grande figuran Juan Román Riquelme, Roberto Mouzo, Martín
Palermo, Guillermo Barros Schelotto, Battaglia, Abbondanzieri y por
supuesto Maradona.
Todos ellos eran orgullosos guerreros de nuestra raza, de nuestro
barrio. Cómo pudiera yo tener otra historia si el suelo que pisaba y el
aire que respiraba inspiraba tantas cosas que corrían libremente por
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LA CORRECCIONAL,
ESCUELA DE ABUSOS
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La Correccional, Escuela de Abusos
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La Correccional, Escuela de Abusos
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La Correccional, Escuela de Abusos
esos vehículos se llevaban a otros países. Toda una red muy bien es-
tructurada, que aparte distribuía cocaína en cantidades enormes.
Se me viene a la mente una vez que estábamos en uno de los garajes
del Cacho Pérez. Él andaba muy sonriente, tenía razones para estarlo,
pues las ganancias de sus negocios crecían exponencialmente. Seguro
por eso fue que caminó hasta el fondo del lugar, abrió la cajuela de un
coche viejo y sacó de ahí una bolsa perfectamente encintada color cane-
la. Después la colocó sobre una mesa de metal y con una navaja cortó la
cinta. La recompensa eran varios kilos de coca, premiando así nuestro
esfuerzo. Dejó que todos nos drogáramos a “full”. Con el jefe no había
límites, nadie de los que estábamos ahí sabíamos lo que era eso.
—A ver señores, aquí les tengo esta mercancía recién llegada. Es
para todos, así que dense gusto – dijo el Cacho orgulloso.
—Aquí no hay límites mientras sigan así de cumplidores – se-
ñalaba su brazo derecho, un cuate pelón de ceja ancha y nariz de
pelota.
Cuando me tocaba llevar lo robado a ese taller me ponía muy mal.
Era el peor lugar para mis adicciones. En mi locura me ponía a ver
la televisión, a veces me tocaba la suerte de que jugara mi equipo, el
Boca Juniors. Observaba el partido como si estuviera en el estadio, po-
día gritar como loco, cantar, bailar, había bastante de todo: cervezas
y droga. Por todos lados estaba bien servido, así que para cuando se
acababa el partido, yo ya estaba muy mal. Me quedaba completamente
ido, sentado con la boca abierta, babeando como un bebé y con los ojos
desalineados. Por horas me quedaba ahí en el limbo. Podía llover o po-
día morirme de frío, pero aun si apagaban el televisor o se iba la luz yo
seguía en la misma postura, mirándola como si estuviera encendida,
totalmente perdido por la cantidad de droga que ya me había metido.
—¡Marcelo, vámonos de aquí! Esto ya se acabó – decía uno de los
que cuidaban el garaje, y reía al ver que no reaccionaba.
—¡No te escucha, el puto! – decía otro de los que ahí trabajaba.
—¿Qué no lo ves? Mira cómo está. Anda en un viaje muy largo
este cabrón – hablaba Luisito, quien me señalaba y hacía gestos con
sus manos imitando cómo consumía la droga.
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HUELE A BODA
Y A MÁS PROBLEMAS
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Y así salimos volando para llevar al chaval ese, que se veía bastante
mal. Llegamos con el doctor González, un tipo que me tenía cariño,
ya que era conocido de Manolo. Él y otra enfermera regordeta de pelo
chino lo estabilizaron.
En esa semana llegó a mis oídos una convocatoria de baile sobre un
concurso de “break dance”, un tipo de baile que se estaba poniendo
de moda en todo el mundo, eran pasos quebrados, no continuos, con
música pop, de “beats” intermitentes que facilitaban llevar el ritmo.
Algunas rutinas eran arriesgadas, se tiraba uno al piso, como cuando
los soldados pretenden cruzar las líneas enemigas debajo de los alam-
bres llenos de púas. Me sabía poseedor de mucha facilidad para eso, y
aparte, solía meterle un sello muy personal, así que tomé la iniciativa y
me inscribí. El premio era un viaje al hermoso paraíso de Bariloche. El
sitio donde se llevaría el concurso era en el boliche de Florencio Varela.
—Lo voy a ganar – les presumía a mis amigos. Me pasaba varias
horas ensayando, viendo videos y aprendiendo nuevas técnicas.
—Dale, Marce, eres grande – aseguraba Gallinita, quien siempre
estaba ahí para aplaudirme o poner la música adecuada.
—No te confíes – dijo la “Chola”, preocupada.
Todos mis amigos estuvieron ahí, echándome porras; fue algo muy
motivante, sentir los gritos y saborear la competencia. Hubo varios re-
tadores importantes: de Rosario un chaval delgado y güero que se mo-
vía con muchas gracias, de Tucuman un gordito mostró grandes capa-
cidades al llevar el ritmo, sin embargo, tal como lo había pronosticado,
gané el premio. Me sentí muy en confianza. No sé si sería la droga que
llevaba en mi sistema nervioso, pero todo salió de maravilla; gozaba
mucho la música, el baile y llamar la atención de propios y extraños.
Sin embargo, nunca me entregaron el premio. Di muchas vueltas para
cobrarlo, pero nadie me tomaba en cuenta; era un chico de la calle a
quien el destino le dio facilidad para bailar.
Corría el mes de febrero cuando me enteré de que mi compadre
se había divorciado en el Carnaval de Buenos Aires que acababa de
terminar. Lo habían cachado teniendo relaciones con la esposa de otro
amigo, José, y el karma se la regresó, pues su mujer también le puso el
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dar la vuelta en la calle del negocio, veo que unos tipos estaban ame-
drentando a mi padre. Lo amenazaban con gritos y brazos alzados,
pretendían prenderle fuego a los locales si no les cambiaba cervezas
calientes por las frías que tenía mi padre en el local. Era algo risorio el
asunto en realidad, aunque muy serio por el objetivo que perseguían;
no se podía tomar a broma ninguna palabra en esos decibeles.
—¿Qué pasa, Manolo? – pregunté preocupado.
—¡Tú no te metas, hijo de puta! – dijo uno de ellos.
Por lo menos eran siete tipos, con cara de malandrines. Tenía la sos-
pecha de que podrían andar armados o con navajas. Afortunadamente
lo único que intercambiamos de inicio fueron golpes.
—¡Cómo que no me meta si este es mi padre, cabrón! – comenté
presuroso.
Fue con esas palabras que terminó nuestra charla. Desconté rápido
a un flaco muy alebrestado, se agachaba y se movía según él al esti-
lo de Mohamed Ali. Lo cacé muy bien observando sus movimientos;
eran muy repetitivos por eso en el primer derechazo lo mandé al pavi-
mento. Después le siguieron dos tipos más, uno chaparrito con pelos
parados y el otro de complexión media, algo pasado de peso, Ese sí me
dio dos buenos golpes en el estómago; yo estaba muy flaco pero final-
mente lo derribé. Manolo no se quedó atrás; se puso conmigo espalda
con espalda y agarramos parejo. Tenía una muy buena pegada, así que
me sentí respaldado.
Ellos sabían que con los Yaguna seguramente habría bronca, por-
que ni mi padre ni yo nos dejábamos de nadie y menos a los golpes.
Conforme nos fuimos moviendo a la esquina, se fue despejando el con-
gestionamiento de gente. Estaba haciendo frío, y más con el trajín de
la pelea. Mi cuerpo comenzó a quemar grasa y toxinas, sudaba copio-
samente y los golpes se sentían arder. Hubo un momento clave en que
vi la oportunidad de enfrentar al líder de los rijosos e intercambiamos
varios golpes.
—¡Limpios, limpios! gritó uno de los hijos de puta que estaban en
las simuladas gradas, sin embargo, uno de sus compinches me tomó
por sorpresa dándome una patada en el rostro, la cual me noqueó
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varias veces. Es por eso que existía aquella regla de no robar ni inten-
tar delinquir bajo el efecto de cualquier enervante.
En ese entonces ya nos metíamos sustancias más fuertes, unas para
no dormir, otras para la euforia, y tantas como fuera necesario para
que no te hicieran efecto tan gacho todas las anteriores. Era una larga
lista de porquerías la que nos tragábamos; Tarde o temprano eso nos
pegaba. Nos agotaba o nos mataba.
Otro día nos vimos seriamente en peligro, nos metimos a robar a
un negocio de mayoreo de cigarros, todo marchaba bien. Estábamos
muy drogados. Uno de los que iban conmigo escuchó ruidos; nos iban
a agarrar, se empezaron a prender algunas luces.
—¡Larguémonos de aquí, ya deja eso! – gritaba el “Sapito” des-
esperado.
—Voy, ya casi la tengo, boludo – aseguraba.
—¡Que lo tiro! Es la caja fuerte – señaló.
Por eso loco, aquí está lo bueno. Ya se está moviendo, te lo juro –
dije aferrando mis dedos al pequeño espacio inexistente entre la caja
fuerte y el piso.
Y por querer sacar la caja fuerte, que en realidad no podía mover,
todos empezaron a salir del lugar, sin embargo, yo estaba muy droga-
do y creía firmemente que lograría arrancarla del suelo. Mis compañe-
ros me gritaron por última vez desesperados.
—¡Deja eso o vas a perder, boludo! – acotaban con nerviosismo.
Finalmente desistí del intento. Ellos ya se habían adelantado, por
lo que emprendí mi inexacta huida de acuerdo a lo que habíamos
planeado. Primero había que atravesar la malla de acero que cor-
tamos para ingresar, de ahí esperar llegar a la camioneta para huir
tan rápido como pudiéramos, aunque todo eso era la teoría, porque
la realidad era que ya habían puesto la camioneta en marcha y me
estaban dejando atrás, así que empecé a correr detrás de ellos como
loco. Del susto se me bajaron los efectos de la droga. La policía o
los guardias del lugar venían pisándome el trasero, escuchaba con
claridad los gritos.
—¡Deténgase ahí! – solicitaban.
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Llegó diez minutos tarde, que me parecieron diez horas por el esta-
do de ansiedad en el que estaba.
—¿Listo? Vámonos – dijo. Seguía fumando, su ropa y el aliento
le apestaban.
—Dale – dije haciendo la reverencia con la cabeza.
—Vamos a sacar buena plata, no te preocupes – indicó con segu-
ridad. Noté que sus labios le temblaban, no sé si de nervios o por la
droga que seguramente había consumido.
Después de recorrer varias calles encontramos los autos en un es-
tacionamiento. Era un Renault y un Peugeot, no sé el año, Estaban bo-
nitos los dos, como para poder quedarme con uno, pero había otras
cosas que sacar adelante, mi mujer, por ejemplo, la renta, conseguir
más drogas o pagar las que seguramente ya debía.
El plagio fue limpio, prácticamente perfecto. De ahí los llevamos
a un deshuesadero para que los desmantelaran y se pudieran vender
todas las partes. Yo evitaba la estupidez de andar circulando en algún
coche de los que robábamos, era bastante tentador, pero nunca lo lle-
gué a hacer.
Al hermano de Ismael Maciel, que le decíamos Boby, le encantaba
hacer eso, cambiaba las placas y se ponía de galán a presumir los ve-
hículos por los barrios elegantes y La Boca, justo por eso cayó preso;
no una ni dos veces, muchísimas más. Así como entraba salía, por las
conexiones que tenía Ismael en la comisaría o en los separos judiciales.
Total, que con el Chu quedamos en un precio y me dio solo la mitad
del dinero, pero con eso me bastó para ir rápidamente a pagar la renta
que adeudaba y dejarle lo que me sobró a Sandra. Días después re-
gresé a buscar a mi socio, aunque astutamente se me desaparecía, no
quería darme la cara, así que no me quedó otra que comentarle lo que
había sucedido a Martín Maciel. Sabía que al soltar ese tipo de situacio-
nes o comentarios, le iría muy mal al que trató de verme la cara. Justo
en esos días, hablando de lo que me había sucedido, apareció el Chu,
tal y como si lo hubiéremos invocado.
—Boludo, ve y tráeme la pistola – ordenó Maciel en voz baja al
“Sapito”.
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MÁS ABAJO, UN
POCO MÁS DE TODO
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Era una niña hermosa. Llegó al mundo con la piel amarillenta, pues
nació con bilirrubina. Tenía unos ojos muy expresivos y profundos y
su piel era tersamente perfecta. Su mamá lucía orgullosa junto a su
retoño; esa foto la tomé con mi pobre memoria y la he mantenido ahí
intacta a pesar de tantas cosas que le he metido a mi cabeza.
La bautizamos un mes después como Melina Yaguna; el nombre se
me ocurrió de aquella canción que cantaba Camilo Sesto.
Me tuve que quedar siete noches a cuidarla en el hospital. Dormía
en el piso o a veces en una silla, donde me indicaran, pues en ese tiem-
po era común que se robaran a los niños de los nosocomios. Un día
de esos, la enfermera que la cuidaba, una mujer de tez morena, largo
cuello y delicadas pantorrillas, me preguntó:
—¿Quieres darle la mamila a tu hija?
—Claro, por qué no. ¡Deme! – contesté.
—Mira, estira los brazos. Ve cómo lo hago yo. Acomoda tu brazo
de esta manera y con la otra mano le tomas su cabecita. Es importan-
te darle firmeza en su espalda para que se sienta segura y no vaya a
llorar. ¿Me entiendes? – preguntó con los ojos bien abiertos.
Y fue así como la tomé entre mis brazos. Era un terrón de azúcar, dul-
ce desde sus piececitos hasta su pelo delgado, con un tono brillante en
su escaso pelo. Fue una sensación fantástica ver sus ojos observándome;
me desnudó de inmediato, traspasó todo mi ser con su inocencia.
“Lo intenté todo por ti”, recalcó la voz en mi cabeza.
Se me salieron las lágrimas, me aferré a su cuerpo y le prometí que
su papito jamás volvería a robar. Pocos días después regresé al barrio,
busqué las pistolas y se las fui a entregar al “Sapito” y a “Maciel”.
—Bueno, muchachos, me retiro – dije rotundamente.
—Cálmate, Marcelito. ¿Que te vas a hacer un gilda burante o qué
planes tienes?
Esa expresión usábamos para describir a un pendejo trabajador.
—¡Sí, eso quiero ser! Quiero vivir en paz. Ya tengo una hija, es mi
familia.
Yo aún traía encima las adicciones, al alcohol y a las drogas, era total-
mente dependiente de ellas, pero empecé a trabajar en varios negocios,
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Resultó ser que el gordo que había puesto en la parrilla era el co-
misario y el resto eran policías. No vi bien cómo fue, sin embargo, me
dieron un buen madrazo en la cabeza, así que caí de porrazo y uno de
ellos, un delgado con cara de ojete, con brazos muy fuertes, aprove-
chó que se había escondido muy cerca de la puerta para tomarme por
una pierna y sacarme arrastrando del lugar. Al tenerme tumbado me
empezaron a golpear por todos lados. Perdí el conocimiento por unos
instantes y así fue como, después de 36 largos minutos de trifulca, pu-
dieron finalmente subirme a la patrulla. Me tuvieron que cargar entre
dos tipos para aventarme en la parte trasera del vehículo. Con fuerza
colocaron mi cabeza entre las piernas, casi en posición fetal.
—¡Ahorita nos las vas a pagar todas! – amenazó el grandulón,
quien sostenía su brazo mientras que otro oficial le colocaba un tor-
niquete.
—Hijo de puta, te vas a morir por esto – recalcó el que venía ma-
nejando.
—Cállate. Muy valiente, pelotudo. ¿Por eso me tienes amarrado?
—Que cojones de este boludo, no sabe que Dios es padre.
—Calla, no sabes lo que dices, perro – movía aun mis manos tra-
tando de soltarme, estaba desesperado.
Me llevaban esposado. Recuerdo que tenía frío en mis manos. Y me
dolían los huesos, los moretones. Miré cómo algunas gotas de sangre de
mi rostro caían sobre el asiento. Mis heridas estaban en su punto más
álgido, abiertas al viento. Me quemaba la piel. La gente del barrio estaba
asombrada de todo lo sucedido. De reojo pude ver a varios conocidos
que sostenían sus gritos escandalosos en las palmas de sus manos.
—¡Déjenlo, no estaba haciendo nada! – gritaba doña Gloria por
encima de la gente.
—¡Suéltenlo, perros! – afirmaba otra persona que nunca supe
quién era.
Con todo y los reclamos me llevaron a la comisaría. En el trayecto
me seguían golpeando; esperaba lo peor. Me faltaba el aire y de mi
pelo también goteaba sangre. “Aunque hubo muchos testigos, no creo
que me maten, por lo menos no hoy”, durante un instante lo pensé.
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—Hijo, ya estoy viendo eso, lo que tenga qué hacer lo haré por
sacarte de aquí – señaló con determinación.
—Esto es serio, espero que lo entiendas. Nunca la he visto tan cer-
ca, Manolo, nunca, y eso ya es mucho decir – argumentaba nervioso.
—Sí, lo entiendo, Marce.
Independientemente de todo lo que habíamos pasado como padre
e hijo, él me apoyaba.
No sé qué pasó, pero me llevaron a tribunales, que es la antesala
donde tienen a todos los criminales más peligrosos: asesinos, violadores,
de todo. El lugar era un centro neurálgico del sufrimiento. Nada brillaba,
se miraba opaco, gris, mal puesto, entre papeles viejos, firmas ilegibles y
carpetas mal acomodadas. Por una parte, estaban los que te incriminan,
y por el otro los que lloran, los que alegan la intangible inocencia. En mi
caso no había mucho qué alegar, solo buscar algo de fortuna, un brinco
cuántico que se diera sin intermediarios y que me llevara a otro lugar,
donde sea menos ahí, cerca de tantas culpabilidades.
La tónica de la justicia se suele sostener con hilos muy delgados,
siempre ha sido así, sobre todo en Latinoamérica. Es bien sabido que
el poder corrompe todo. Miraba a mi alrededor la pobreza y en otros
la alevosía incriminatoria. Muchos tenían esa mirada de fuego, el in-
fierno los delataba y eran, para mi infortunio, los que estaban ahí muy
cerquita de mí. Entre la gente pude observar a Manolo haciendo gestos
y levantando los puños. Iba bien vestido, acompañado de un abogado
bastante influyente, amigo íntimo de varios políticos importantes a los
cuales yo había ayudado, como Ricardo Ambrosi y su achichincle, creo
que se apellidaba González, el cual llevaba un traje negro recto, corba-
ta a la moda y una sonrisa diabólica. En ese lugar quién puede presu-
mir tener la consciencia limpia, aunque para Marcelo Yaguna daba lo
mismo, mientras que evitara caer en la grande eso sería de gran ayuda.
No sé por cuánto tiempo anduve en eso de la polaca, hacía las pintas,
reclutaba gente, buscaba el apoyo, andaba con pistola, eran tiempos
peligrosos.
Fue un calvario de siete días y después me llamaron con un juez.
No recuerdo ni su cara ni su nombre, solo que fue él quien dictaminó
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“Es que allá estarían mejor que aquí”, recordé lo que aseguraba
mi suegro.
La mamá de Sandra pasaba largas temporadas en ese país y era
nuestra referencia para muchas cosas buenas. Por mi parte recordaba a
Rogelio y a sus amigos, aquella mañana en el hotel; su buena voluntad
y caridad fueron un chapuzón de fe. Daba vueltas por el departamen-
to, me asomaba a la calle, escuchaba las sirenas de las patrullas y uno
que otro grito. También había otros sonidos, milongas y tangos que no
podían faltar. Era la música del barrio, de la Patria, pasaporte directo
a la melancolía.
En otro departamento se escuchaban varios quejidos sexuales.
Tomé un par de cervezas y me quedé finalmente dormido, no hubo
nada que me interrumpiera el sueño. Estaba cansado, mi mente había
colapsado con tantas situaciones adversas. Esbozaba seguramente una
tímida sonrisa en los labios, no pregunten por qué.
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CABRONES
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niños llorar o pedir agua. Era mi parte rebelde, la cual habitaba una
gran parte de mi ser; era contundente, fuerte e iracundo.
—¿Tú qué opinas, hijo? – preguntó la esposa del tío ese.
—¿Yo? La verdad – una parte de mí quería gritarles que se lar-
garan, que me dejaran en paz, que no necesitaba consejos ni que me
hicieran sentir más miserable de lo que ya era. Quería fumar mari-
huana y que se dieran cuenta de cuántos huevos tenía para enfrentar
al mundo, pero no, no lo hice. Sandra presionó mi mano y me hizo
regresar a mi realidad.
—¡Sí, la verdad ante todo, claro! – dijeron en unísono la pareja de
visitantes.
—Todo debe mejorar por aquí. Estoy buscando un nuevo trabajo
en la política, tengo aún mis amigos que pueden ayudarme. Quiero
ayudar a mi padre – señalé tranquilo. Parte de eso eran mentiras,
sabía que estaban en lo correcto, sin embargo, el orgullo me impedía
doblar las manos.
—¿Y no has pensado en México? ¿Un hermoso país no se te antoja?
Te lo digo porque sé que por allá está mejor todo – recalcó la mujer.
—Sí, puede ser, ya lo hemos hablado – dijo Sandra. Nuevamente
presionó mi mano para que no la contradijera ¿Verdad, Marcelo,
que ya lo platicamos? – aseguró mi mujer haciendo una leve mueca
con su boca.
—Sí, en eso estamos, valorando la oportunidad – dije nervioso.
—Pues si se deciden avísenme y yo veo allá cómo apoyarlos –
dijo Fernando.
—Porque yo no quiero ver a mi sobrina que esté pasando este
tipo de carencias. Se merecen los dos una vida mejor, más holgada,
tranquila y con estabilidad – recalcó mientras se incorporaba del si-
llón para ir al refrigerador y buscar más cervezas.
—Sí, te entendemos – dijo Sandra mirándome nuevamente de reojo.
La tarde parecía no terminar. Se hizo eterna sin alcohol ni drogas de
por medio, solo discursos y quejas, reclamos y consejos. Mientras más
intentaba dar muestras de hartazgo para que se fueran, más se aferra-
ban a los sillones y a la poca botana que sacó Sandra del refrigerador,
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hasta que finalmente la esposa del tío este, una señora larguirucha, de
tez muy blanca y ojos saltones, bostezó. Para mí fue la puerta al cielo.
Llamó a sus mocosos y se despidieron, no sin antes darnos un montón
de bendiciones y otra ración de pequeños consejos matrimoniales.
La verdad sea dicha, sí los necesitaba todos, aunque no de jalón.
Nos dimos nuestros respectivos abrazos y partieron felices. Por nues-
tra parte no hubo mucha felicidad, más bien preocupación y culpas.
Nos acostamos abrazados, Melina del lado de la pared y los sueños
en la cabecera. No discutimos nada de la visita de ese día, ni media
palabra de México ni de la crisis o de la política en el país. Creo que
estábamos mentalmente tan cansados que lo que queríamos era des-
cansar sin pensar.
A la mañana siguiente, después del primer bocado que me lleve a la
boca, Sandra sacó el tema y lo puso sobre la mesa.
—¿Cómo ves? ¿Qué pensaste de México? Esa sería la mejor op-
ción, ¿verdad? Porque tener a los amigos de mi madre allá nos pue-
de facilitar las cosas. ¿Cuándo podríamos juntar esa plata?
Eran demasiadas interrogantes para responderse con la seguridad
que ella esperaba. Lo que pude contestar fue simple:
—Me pasas el coso, ¿por favor? solicité
—No, ya en serio, flaco. Dime, ¿qué va a pasar? ¿Qué quieres
hacer? – dijo Sandra.
—Vamos viendo qué tenemos para hacer las cosas. Tú hablas con
tus padres y yo hablaré con los míos. Si nos coordinamos, lo hace-
mos, Chola; si queremos, se puede – aseguré.
Así que lo primero que tenía que hacer era calcular las cuentas. No
tenía mucha plata y no quería volver a delinquir otra vez; debía man-
tener mi palabra. Terminé el desayuno pensando en tamales, pozole y
las pirámides de Teotihuacán.
Caminé varias calles hasta llegar a uno de los negocios de Manolo.
Ahí estaba mi viejo, dando órdenes e instrucciones. Alzó su mirada y
salió a recibirme. Nos abrazamos como lo solíamos hacer, con fuerza
y con sus respectivos pares de besos. De inmediato me tomó las
manos, buscaba con eso saber si había consumido drogas o alcohol.
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Llegué limpio, así que su revisión fue corta, aunque su mirada muy
larga. Lucía angustiado. Su cara era por demás expresiva, sus ojos pro-
fundos y las pautas al hablar lo hacían un hombre interesante.
—Nos queremos ir a México. Necesito conseguir plata para irnos –
le solté la sopa, así de sopetón – ¿Tienes algo para comprar los boletos?
—¿Y qué pasa? Si ya todo está bien por aquí – dijo.
—Mi mujer y su familia insisten que allá nos irá mejor, que hay
trabajo y más oportunidades de vivir mejor – recalqué, mientras me
rascaba la cabeza.
—Déjame ver, las cosas no están muy bien. Le preguntaré a Ma-
bel, quizás ella tenga algún guardadito por ahí – comentó.
Con otro beso nos despedimos. No quise hacerle promesas de pago
que no iba a cumplir, ni tampoco acudir con prestamistas o la banda
que delinquían. Ellos seguramente tenían la plata y claro que me apo-
yarían si se los pidiera, pero era comprometer a mi familia, a mis pa-
dres, y no, no era así de ojete para que me valiera madre todo, yo estar
en otro país y ellos tener que pagar la bronca que era totalmente mía.
Pocos días después Mabel fue a buscarme para entregarme sus aho-
rros y lo que juntaron de la venta de unos muebles. Se le llenaban los
ojos de lágrimas. No quería que me fuera de mi tierra, pero supongo
que entendía mis razones y eso limitaba un poco la plática al respecto.
Nos quedamos mirando. Le acariciaba la cara y el pelo y ella por su
parte hacía lo mismo.
Ya teniendo la plata en mis manos, lo que necesitábamos hacer era
organizarnos. A mi parecer, Sandra tendría que irse primero para ver
las cosas más claras e ir preparando el terreno. Qué mejor que mi hijo
naciera en el lugar donde viviríamos. Yo tenía que sacar mi pasaporte
y la visa para poder alcanzarla a más tardar en quince días. Lo hablé
con ella y fuimos bastante congruente. Estábamos entusiasmados con
la idea, y también porque ya teníamos los recursos para el viaje. Fal-
taban algunos detalles administrativos, mas todo iba viento en popa.
Así, llegado el día nos lanzamos al aeropuerto. Fuimos en comitiva,
mis padres y unos amigos para despedir a mi mujer, a Melina y a la pelo-
tita de vida que llevaba ya por lo menos siete meses dentro de su vientre.
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Así que dije va, me la juego, vale la pena ver al gran Diego. No debe
de pasar nada, nadie de nosotros va a pelear ni a aventar nada al cam-
po de juego, aseguraron.
Así que me enfundé en mi playera oficial del Boca Juniors y nos
fuimos a la Bombonera.
Todo marchaba conforme el plan, gritos, porras y un total apoyo a
Maradona. No sé cómo, sin embargo, mis estúpidas amigas empezaron
una banal discusión con otras personas. Las cervezas y el júbilo se des-
viaron de su pacífica modalidad, y de repente eran ya ofensas y pro-
yectiles. Trataba de mantenerme lejos de eso, sabiendo el peligro que
corría, pues no debía estar en el estadio. “Yo no debería estar aquí”, me
repetía mi pensamiento. “Debí quedarme en casa”, afirmaba.
La gente se empezó a sumar al alboroto, los ánimos se fueron cal-
deando y ya no había espacio para seguir apartándome. Lo que pensé
en ese momento se me hizo coherente: tendría que separar a mi gente
para que de ahí nos fuéramos a la casa sin causar más revuelo, así
todos estaríamos bien, sanos y salvos. Con esa idea me metí, pero salí
muy mal librado porque la policía llegó y me agarraron. No pregun-
taron cuáles eran mis intenciones, ellos vieron bola y aventaron las re-
des; los toletes hicieron estragos en mi cuerpo y mi cabeza, me abrieron
la frente y me reventaron el labio inferior. Se excedieron grotescamente
en los golpes, me pusieron una madriza como si hubiera matado a Ma-
radona.
—¡Este hijo de puta se me hace cara conocida! – señaló uno de los
que me estaba golpeando.
—¿Qué no es aquel pelotudo que golpeó y quemó al comisario en
un local de carnes y cervezas? – dijo otro.
—Parece que sí, habrá que preguntarle al jefe – indicó el úl-
timo de ellos.
El pez más gordo de todos era Marcelo Yaguna, así que me man-
daron directo a los separos por revoltoso y daños a propiedad ajena.
No sabía dónde pararía el problema. Éramos los contraventores, todos
aquellos detenidos que habían violado alguna ley menor, tales como
manejar ebrio, acudir al estadio en contra de la ley cancha, golpear a un
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cumplir mi condena, pero nada ni nadie podía hacer nada esta vez.
Llegué hasta su regazo y me abrazó con fuerza. Levantó su cabeza
y de sus enormes ojos rodaron dos lágrimas. Miraba su expresión y
no podía traducirla. No lloraba a llanto abierto, sino que escondía sus
sollozos en mi pecho.
—¿Qué pasó, madre? ¿Y esa cara? – pregunté intrigado.
—Ay, hijo, no sé cómo decirte esto – dijo meditabunda.
—Pues así, como va. ¿Manolo está bien?
—Sí, tu padre está bien, gracias a Dios.
—Entonces ¡mi hija! ¿Ella y Sandra están bien? Dime – recalcaba.
—Tu hijo ya nació en México, Marcelo, eso es lo que pasó. Lo
siento mucho, Qué más quieres que te diga o explique.
—Nada no digas nada – dije.
Me quedé absorto con la noticia. Había olvidado por completo el
embarazo de Sandra. Adentro de la cárcel pude conseguir alcohol y
drogas, no podía vivir sin ellas en mi sangre. Hubo unos días que no
me llevaron lo que les había encargado y la pasé bastante mal, con
temblores, ansiedad, insomnio; sudaba frío y olvidaba muchas cosas.
Tomé a Mabel fuerte entre mis brazos y lloramos los dos. No podía
creer que eso pasara en este momento, que no pudiera estar con ellos,
no sentir la mano de ella ni escuchar el primer llanto. Se llamaba Ke-
nan, era un varoncito muy sano, gracias a Dios.
—Están bien. No hubo complicaciones, hijo – señalaba.
—Me da pesar estar aquí – me jalaba los pelos de mi cabeza y
lloraba más.
—Te entiendo. Piensa que pronto los veras, hijo – aseguraba.
—No sé, ya no sé qué va a pasar. Quisiera estar allá a su lado.
—Te entiendo perfecto – dijo.
Y así nos quedamos un rato, consolándonos uno al otro, ella tratan-
do de encontrarle el lado bueno y yo pretendiendo que sí lo existía.
Pasaron unos días más, y era frecuente que al recordar lo de Kenan
llorara de nuevo. Procuraba hacerlo en las duchas para evitar que se
notaran mis lágrimas, así estas se podían perder en el agua y el jabón
en mi cuerpo.
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cambios debía hacer. Para superar o intentar superar lo que me había su-
cedido hasta ese momento. Me faltaba congruencia y me sobraba tragedia.
Un día que andaba en extremo sensible escuché una conversación
entre mi prima y su galán. Este se quejaba amargamente del tiempo
que tenía que transcurrir ahí, dando lástima y sin nada que hacer, solo
comer de lo que él o mi pariente compraban. En otra situación, o tal
vez en otro día, esa plática me hubiera valido madre; ese maldito día
no, así que encaré a Roberto.
—Óyeme, no voy a estar aquí mucho tiempo. Bájale a tus quejas, pa-
reces marica. Lo que tengas que decir dímelo a mí, no a mi prima. ¡Ojete!
—No, Marcelo, tampoco te pongas así. Escúchame – dijo Sandra
con voz pausada.
—¿Cómo quieres que lo tome, prima? Si este huevón está hablan-
do a mis espaldas. No se vale. Que me lo diga de frente, culero – y
levanté la mano amenazándolo, como buscándole la cara para sol-
tarle el primer golpe.
La mecha la traía muy corta. No debí ponerme así. Fueron momen-
tos en que estallaba en rabia con cualquier cosa, y la actitud de Roberto
me prendía más y más.
—No, primo, tampoco voy a permitir que vengas aquí a alterar todo.
No me gusta esto ni me siento cómoda. Créeme, sé que tienes proble-
mas y por eso me ofrecí a ayudarte – sentenció con la mirada firme.
—Es verdad, te queremos ayudar dijo el peladito, abriendo la
puerta.
—Marcelo, es mejor que te vayas. No quiero problemas, por fa-
vor – sostuvo mi prima mientras me indicaba con su mano izquierda
que me retirara de su casa.
No tenía muchas cosas que recoger. Llegué a la habitación que me
habían facilitado y salí caminando, sin decir nada más. Escuché que
al cerrar la puerta colocaron el cerrojo. Supongo que no querían que
regresara, así que caminé por varias calles vacilando cuáles eran mis
opciones. Me sentía un poco culpable por haber lastimado los intereses
de mi pariente. Le pude haber roto el hocico a su novio por chismoso,
sin embargo, ya no quería causar más problemas.
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sin embargo, fue algo muy somero, bastante hosco, sin fiesta, música,
ni siquiera alcohol, solo un par de besos en el aire y la deuda pactada
de que en el futuro regresaría para darnos unos abrazos apretados.
Eso fue todo. Sabía que habíamos construido un vínculo fuerte entre
nosotros, fueron de gran ayuda, pero hasta ahí. Nunca hubo nada más.
Después de varias calles llegamos al embarcadero y nos sentamos
como tantas almas más a la espera de la voz que anunciara la salida. Ya
no quería estar en ese lugar, pero aún faltaban un par de largas horas
que esperar. Mientras que los minutos pasaban, me di tiempo para ir
al baño. Ya tenía preparado en mis bolsillos un jalón de cocaína, espe-
rando que con eso me pudiera sentir más estable.
Pasarían más de dos horas y media para que finalmente nos dieran
todas las indicaciones del ascenso al barco. Según lo señalaron en las bo-
cinas del puerto, esa era la rutina de todos los días. Era un buque distin-
to, no era el de la Carrera; este se llamaba los 33 Orientales. Era enorme,
no muy elegante, mas muy bien cuidado. De hecho, durante un tiempo
fue irónicamente utilizado como una prisión flotante; en sus camarotes
estuvieron detenidos Menem y Cafiero después del golpe de 1976.
Había varias opciones para realizar el viaje, sin embargo, no po-
díamos esperar otro barco. Mabel necesitaba regresar a trabajar; había
pedido un permiso muy corto a sus patrones. Esta enorme embarca-
ción lograba un tiempo de dos horas de puerto a puerto y era bastante
seguro y rápido. Daba un buen servicio y tenía un restaurante y botes
salvavidas en más o menos buen estado, muy necesarios para tanta
gente, en su mayoría europeos, inmigrantes que buscaban fortuna y
una mejor vida en Uruguay, Argentina o Bolivia.
—Por favor, los pasajeros de la zona C pasen a formarse, con los
boletos en mano. Gracias – solicitaba una hermosa voz femenina por
medio del micrófono.
Así que tomamos las cosas y seguí a Mabel rumbo a la fila de gente.
Estábamos ya cerca de decirle adiós a Uruguay. Había muchos sueños
ahí formaditos, gente atada al tiempo y compromisos, señoras elegan-
tes con sombreros de ala ancha, niños gritones y ancianos con bastones
elegantes. Justo delante de mí estaba un italiano de estatura corta que
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así que pasé al baño para alistarme, pues me disponía a salir a comprar
no una, sino varias de ellas. Cuando me disponía a dejar la casa, Mabel
caminó deprisa a la puerta para colocar la cadena de seguridad.
—Hey, ¿qué pasó? – pregunté curioso.
—No, Marcelo, lo que necesites yo te lo traigo. Dime qué es lo que
quieres o necesitas, anda – caminó hasta el comedor para buscar en
su bolsa algo de plata.
—Yo puedo ir, madre, no te molestes. Solo dame la plata y listo –
dije nervioso, apuntando a la calle.
—No, hijo. Las cosas no andan bien. No te quiero poner en ries-
go. Tengo miedo, entiéndeme. ¿Qué es lo que quieres? – preguntó
nuevamente.
Yo no sabía qué contestarle, mi mente alucinaba varias cosas. Pri-
mero quería unas cuantas cervezas, después pudiera seguir con algo
de marihuana o cocaína, todo aquello que me hiciera sentir como an-
tes, valiente, alegre, interesante.
Quien me cuestionaba con cara de la madre Teresa de Calcuta no
era Maciel ni el Negro Cuntas o Gallinita, a quienes sin problema algu-
no les hubiera podido pedir un coctel toxico de pastillas o cocaína para
satisfacer la terrible ansiedad que me arañaba el cerebro.
—Con unas cervezas, madre, por favor – señalé desesperado.
—Hijo, ¿cómo me pides eso? – se tomaba la boca sorprendida
—Sí, lo sé, ¡mas no puedo evitarlo, carajo! – acepté cabizbajo.
Y así a contrapié, salió de la casa para buscarme el encargo. Era más
grande su miedo de que me pasara algo que sus ganas de discutir por
largas horas el terrible efecto que generaría el alcohol en mi cuerpo.
Cuando regresó puso las compras en la mesa. No se atrevió a decir
ni una sola palabra; yo tampoco deseaba que lo hiciera. Me acerqué de
prisa como cuando era niño, destapé el bote y me empiné poco a poco
su helada amargura. He tenido siempre la creencia de que la primera
cerveza es la más fría. Mabel se me quedó viendo, respiraba con pesa-
dez, su boca quería escupirme mil palabras pero no pudo, no mencionó
ni media palabra. Me imagino que fue para ella como si estuviera viendo
a su padre, bebiendo esos largos tragos de caña en la mesa del comedor,
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pero quería creer que estaría señalado, subrayado o con algún distintivo.
Por fin lo encontré, marqué con calma y revisé mi voz; no quería
que detectara mi insignificante embriaguez.
—¡Hola, buenas tardes! ¿Se encuentra Sandra?
—¿Quién habla? ¿Eres Marcelo? – preguntó una voz aseñorada.
Parecía emocionada, estoy seguro que no era la Chola.
—Sí, soy yo. ¿Quién habla?
—Soy la mamá de Sandra, Virginia. Permíteme, ahorita te la co-
munico. Un abrazo. Qué gusto escucharte. Saludos. ¡Sandra, tengo a
Marcelo en el teléfono! Contesta rápido – gritó desesperada –. Aho-
rita te contesta, permíteme – señaló nerviosa.
—Sí, aquí la espero. Gracias – contesté; mi voz estaba bien mo-
dulada, afortunadamente el refrigerio me había ayudado a bajarle el
efecto a la cebada.
—¡Hola, Marcelo! ¿En verdad eres tú?
—Sí, soy yo, Chola. Qué gusto escucharte. Tengo tantas cosas
que contarte
—Yo también. Por fin, ya sé que llegas en unos días más. Anoche
hablé con Mabel largo y tendido. Me dice que estás bien, que solo
necesitas alimentarte mejor. Me contó que estás muy flaco.
—Ya quiero estar allá. Me siento muy mal.
La conversación duró unos quince minutos. Nos pusimos al corrien-
te de casi todo, aunque en realidad ella sabía más cosas que yo. Mabel
se había encargado de darle punto y seña de todo lo que había pasado,
desde que me capturaron, mi encierro, la muerte de su hermana, mis
días en Montevideo, todo le contó. Yo solo corroboré las historias y
hasta me enteré de cosas que no sabía. Pregunté por mis hijos; todos
estaban bien de salud y creciendo.
—¡Ya quiero verte! – subrayé emocionado.
—Yo también. Te necesitamos mucho. Todo va a estar bien acá,
ya lo verás – decía con tranquilidad. Cerca de ella logré escuchar el
llanto de Kenan y se me partió el corazón.
Después de esa plática comencé a contar los días con desespera-
ción. Miraba constantemente el calendario que tenía colgado Mabel
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Al recorrer las calles del barrio miré como una película vieja todo lo
que ahí viví, las sensaciones, los olores, los reflejos del sol. Lo llevaba
todo almacenado en mi piel y en mis ojos. Saludaba a todo mundo
cordialmente. A don Manuel, el de la carnicería; a Gonzalo, el del taller
mecánico. A ellos no les importaba mi pasado, ni siquiera si alguna vez
los ofendí o les robé. Seguramente mi madre había actuado de publi-
rrelacionista cuando yo no estaba. A lo mejor hasta pidió perdón por
mis actos y la gente, sabiendo su bondad, sobrescribió en mi historial
algo más favorecedor.
Me topé con algunos amigos. Las charlas se hicieron intensas y lar-
gas. Entre carcajadas fumé nuevamente marihuana, una mezcla co-
lombiana maravillosa.
—¡Ya me voy, hijos de puta!
—¿A dónde, pelotudo?
—A México, cabrones, a la tierra del mariachi y el tequila – señalaba
contento, simulando que llevaba un sombrero de charro en mi cabeza.
Presumía como si me hubiera contratado el Barcelona o el Milán.
Todos nos reíamos; hacían bromas sobre el chile mexicano, las diferen-
cias con las mujeres, el futbol y la comida. Cada vez que escuchaban
acerca de que sería ya “chilango”, se descocían a carcajadas.
Fuimos al taller con el Negro y saludamos a los mecánicos. Habla-
ban de mí como si hubiera sido una terrible pesadilla, y quizás lo fui.
A veces me quedaba callado, como ausente. Después alguien me daba
una palmadita en la espalda para conectarme otra vez en la plática.
—¿Dónde andas, Brujita? ¿Qué, ya te fuiste a México? – reclamaban.
—Aquí ando, boludo, recordando todo lo que pasamos juntos –
dije espantando el aire con mi mano derecha.
—¡Lástima por los que se adelantaron! – dijo alguien al fondo
del patio.
—¡Salud por ellos! – comenté levantando mi trago.
El más flaco de ellos, Marco Jiménez de la Provincia de Rosario,
me miraba por encima de su hombro. Desconfiaba de todos; era un
tipo de pelo raso de tipo militar. De repente, se desabrochó el pan-
talón de poliéster disimuladamente para desenfundar de su vientre
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una bolsa negra con un cuarto de kilo de cocaína. Mis vicios no ba-
jaban la guardia. Ellos estaban acostumbrados a tener sus fiestas los
fines de semana, poner música y olvidarse de todo, así es que la idea
me resultó gloriosa y de inmediato me formé detrás del regordete de
Pedro. Así le entramos todos parejo. Bueno, casi todos en la esquina
se quedó una persona trabajando en uno de los motores. Lo observé
detenidamente: tenía barba y un gesto de bondad como el de Mabel.
Su mirada la clavó justo en medio de mis ojos. Trataba de recono-
cerlo; hasta ese día nunca lo había visto. “Quizás es de fuera”, pen-
sé.
—Y ese que está allá Gallinita, ¿quién es? No lo conozco – pregun-
té afinando la vista de mis ojos e intentando identificar su fisionomía.
—¡Allá atrás no hay nadie, Marcelo! Andas mal de nuevo – señaló
—Es que te juro que… interrumpí mi argumento.
No quise decir nada, ni discutir lo que estaba ahí frente a mis na-
rices. Fue un instante nada más. Cerré los ojos una vez que medí la
distancia entre el popote y la droga y me agaché para hacer el siguiente
pase del polvo blanco. Sostuve una de mis fosas nasales e inhalé con
potencia. Después de que lo disfruté por unos segundos, puse nueva-
mente atención a ese motor que estaba siendo reparado y ya no había
nadie junto a él.
Ni siquiera sé por qué lo hice. Observé el viejo reloj de la pared, al
cual le faltaban algunos números por un accidente que hubo en el ta-
ller. Observé que ya pasaba de media noche. “Si estuviera solo, la fiesta
apenas empezaría, pero no lo estaba. Mabel seguramente me estará
esperando y va a decir mil cosas en mi contra”, así que estiré el brazo y
con la mano bien extendida me fui despidiendo de todos. En sus caras
observé sorpresa.
—Quédate, Brujita, aquí hay donde duermas. No jodas con que
ya te vas. Mira la hora, es temprano – dijo Pedro.
—No puedo, gracias. Hice un compromiso con mis padres y me
tengo que retirar – y partí en medio de la noche, con la luna vigilan-
do mis pasos.
—Si es así, ya sabes que aquí no se obliga a nada – subrayó Mar-
co, que estaba sentado en una mecedora metálica.
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Del Infierno al Cielo
Llegué lo más sigiloso que pude y abrí la puerta sin que hiciera su
tradicional rechinido. No llevaba prisa pues ya estaba ahí. Con pre-
caución observé que no hubiera rastros de Mabel o Manolo. No había
novedades, todo estaba en calma; hasta los grillos descansaban. No se
presentaron reclamos ni gritos, gracias a ello llegué rápido hasta mi
cama y me metí debajo de las cobijas. Nada me resultaba más suave
que mi almohada, la cobija de fibra y los sueños que coloqué entre mis
brazos.
Los días pasaron más rápido de lo que supuse. De madrugada llegó
el momento de decir adiós a Argentina y gritarle hola a México. Por
supuesto que una noche antes había preparado todo. Estaba nervioso
como un niño antes del primer día del colegio y ansioso también por-
que no sabía muchas cosas acerca del destino. Por lo menos el idioma
no iba a ser problema, eso ya era ganancia. Y con lo bien que se ex-
presaba todo mundo de allá, seguramente sortearía cualquier posible
inconveniente. También sospechaba que Sandra me ayudaría en todo,
para que superáramos cualquier cosa. Al hacer mi maleta, mediante
algunas conjeturas de lo que sería el clima, deseché mucha ropa, aparte
de esa que tenía que obligadamente desechar pues ya había dado lo
mejor de sí durante varios años, por más que la sigue reteniendo uno.
En ocasiones nos aferramos a muchas cosas inservibles, a ese suéter
descocido, al pantalón arreglado o la playera manchada.
Manolo encendió el auto, Lo notaba muy orgulloso; al parecer le
empezaba a ir bien en sus negocios. Estaba más controlado en todo lo
que antes no controlaba, aunque aún no dejaba por completo el vino,
sin embargo, ya medía los tiempos con mayor exactitud. Mabel seguía
en sus mismas rutinas, el trabajo y seguir ayudando a quien se lo pidie-
ra. Lorena seguía creciendo y engordando; tenía el pelo largo y hermo-
so, sus cejas muy bien afinadas, se veía muy bonita. Estaba ya más alta
y era tan criticona y detestable como yo lo fui en esos años. La miraba
por el espejo retrovisor muy sentadita y de la mano con Mabel.
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Un Vuelo Más Corto
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Un Vuelo Más Corto
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Un Vuelo Más Corto
Estiré lo más que pude las piernas. No tenía mucho espacio, pero me
las ingenié para hacerlo. Desabroché el cinturón de seguridad y sentí
correr en ese instante un torrente de confianza en la piel, mas no por
eso dejé de observar la magnífica perspectiva que me daban 14 mil
pies de altura. Y si sentía un movimiento, aunque fuera muy pequeño,
miraba por la ventana buscando por qué nos habíamos sacudido. Era
como un niño explorador en un mundo nuevo.
Ya habíamos dejado atrás la ciudad de Buenos Aires. Empecé a ob-
servar parte de la serranía, bosques y valles. Las nubes se habían que-
dado muy abajo, ahora el cielo estaba claro y demasiado despejado,
con un azul hermosamente brilloso. Sentía cierto nerviosismo cuando
miraba las alas y estas temblaban levemente como las gelatinas que me
preparaba Mabel de niño.
—¿Dónde vives? ¿De cuál parte de Buenos Aires eres, Marcelo? –
preguntó mi vecina de vuelo.
—Soy de La Boca contesté orgulloso.
—Mira qué bien, yo soy de Quilmes, a unos 20 minutos de donde
vives, pero ya tengo muchos años viviendo en México. Mi esposo se
la vive en los aviones. La Boca es un lugar emblemático de Argenti-
na, muy hermosa su historia.
Quilmes, ese sí era un buen lugar para vivir. Cuando lo mencionó
recordé que varias veces habíamos robado en ese barrio, creo que fue-
ron un par de coches y dos casas. Para mis adentros, esperaba que la
señora Hinojosa no hubiera sido una de mis víctimas, pero tampoco lo
iba a averiguar.
—Sí, sí conozco. Me gusta Quilmes.
—Se vive bien, aunque los últimos años se han incrementado los
robos y la violencia. La juventud anda descarrilada. Porque déjame
decirte que el hijo de mi hermana Sol, Gonzalo, un buen muchacho,
mi sobrino, parece que no mata una mosca y bueno, me da pena
pero Sol le encontró droga en su clóset. Casi se muere mi hermana.
Pobre muchacho, anda muy mal, y mira que tiene una buena fa-
milia, no es porque… tú te ves de buena madera. ¿Quiénes son tus
padres? – preguntó. No le paraba la boca.
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Un Vuelo Más Corto
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MÉXICO A LA VISTA
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México a la Vista
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No llevaba una maleta muy pesada porque no tenía con qué rellenar
sus tripas; iban como mi estómago, casi vacías, aunque no por eso au-
sentes de ilusiones. En la última parte del proceso de ingreso al país un
oficial de cara amable me pidió los papeles y después me señaló cortés-
mente dónde colocar mis maletas para hacer una pequeña inspección,
según sus propias palabras.
—¿Me permite revisar su equipaje? Abra las maletas, por favor
– indicó.
Ante su placa y el enorme pastor alemán que llevaba no me quedó
otra más que obedecer.
—Sí, permítame – contesté. La sobrada camaradería de la aero-
línea había quedado atrás, ahora todos lucían un poco más acarto-
nados, con miradas intrigantes, buscaban reacciones en los gestos o
nerviosismo. A pesar del clima artificial, yo sentía calor.
—Gracias. ¿Cómo te llamas? – preguntó un tipo de un metro no-
venta con uniforme azul rey y un par de insignias que lo identi-
ficaban. Estaba armado, aparentemente unos 9 milímetros sería el
calibre; la llevaba cargada y con el seguro puesto. Un radio Motorola
adornaba el otro lado de su cinturón, junto con unos cargadores y
unas esposas. No llevaba gorra, ni parecía militar.
—Marcelo Yaguna Silva, así me llamo – contesté sin titubear.
Abrí el humilde cierre que contenía mis pertenencias. No era nada
espectacular su contenido, algunas camisas, zapatos de medio uso,
pantalones pasados de moda y algunas cosas para el cuidado personal,
desodorante, cepillos y pastas, ¿Qué más podía llevar?
El perro se me quedaba mirando desconfiado. Mientras que su can
olfateaba algo en mi pantalón, hubo un momento de dudas. Los tres que
estábamos ahí tergiversamos las cosas. “¿Qué es lo que estaba mal?”.
El animal de cuatro patas tenía el instinto suficiente para saber que en
mi maleta podían habitar restos de cocaína o marihuana. El oficial, por
su parte, escondía detrás de sus lentes obscuros las negras intenciones de
querer abrirme el cerebro y conocer el punto exacto donde estaba la droga.
Yo, por mi parte, reía a carcajadas por dentro, pues no llevaba nada más
que mis humildes penas envueltas entre los hilos opacos de mi atuendo.
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México a la Vista
un porro de marihuana, ese que uno sostiene con las cutículas para
darle el último gran jalón. De manera consciente no quería recaer,
pero todos los demonios se estaban confabulando en mi contra. El
destino haría su parte, y por supuesto yo la mía.
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BIENVENIDA
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Estímulos y Vivienda
—Perfecto, solo hay que estar con ganas de no cagarla tan segui-
do – dijo Nelson.
Leopoldo Del Portillo casi no hablaba, él más bien observaba a to-
dos. De vez en cuando me guiñaba el ojo como aprobando de cierta
manera mis palabras o mis acciones. Su mirada era la de una persona
acelerada, me recordaba a un viejo malandrín del barrio, muy estudio-
so y contundente, bueno para negociar y ofender. La diferencia es que
éste sabía hablar correctamente, medía muy bien sus gestos, no eran
nada exagerados.
Llevaba un saco café con algunas rayas azules, muy discretas, la
raya del pantalón muy bien planchada, los zapatos tipo bostonianos
negros y relucientes; un aroma a maderas lo rodeaba. Tenía presencia.
—¡Tienes toda la razón! ¡Ahorita a chupar que el mundo se va a
acabar! – dijo Nelson soltando tremenda carcajada que retumbó en
todo el piso.
—¡Así es, que se acabe! – y empiné el resto de la cerveza en la
botella de cristal que llevaba el nombre de Corona.
—De Hidalgo hasta que le veas el fondo – sugirió.
—¡Vale, hasta el fondo pues! – comenté, después prendí mi pri-
mer cigarro Camel; era la marca que me gustaba consumir.
De reojo miraba a Sandra, quien con ojos de japonesita me invitaba
a no beber tanto. Unos minutos más tarde se levantó de la silla y fue
a la recámara a revisar a los niños; creo que ambos seguían profunda-
mente dormidos a pesar de las risas exageradas, la música y las bromas
que ellos hacían, las cuales catalogaron como albures.
—Te va a gustar México, cabrón. Aquí si te pones las pilas sí la
vas a armar. Nomás no te me apendejes y listo – indicó Lorenzo con
su voz profunda y sus pómulos salidos. Se veía como un buen tipo,
con un reloj elegante, conocimientos elevados y metas claras.
—Oye, Marcelo, ¿sigues fumando marihuana? – preguntó Nelson
con una mirada extraña, agarrándose el mentón con la mano derecha.
—Sí, claro, esa madre no la dejo; me pone muy relajado – indiqué,
nervioso porque no sabía si su pregunta y su postura eran una treta
de Sandra para ver hasta dónde llegaba y qué tan limpio quería vivir.
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del baño parte del show y se tapó la boca para no soltar una carcajada.
Me reí por instinto al ver su cara, mientras tanto mi mente seguía tra-
tando de entender la finalidad de la postura del dedo gordo. No había
otra alternativa más que apagar las luces y todos a intentar dormir.
Cerré el cuarto con cuidado. Mi mujer ya estaba acostada, parecía
un cuadro de Dalí, desparramada en la cama junto al reloj del buró.
Su brilloso pelo caía sensualmente sobre su pecho; no me estaba espe-
rando con un negligé negro y con encaje, llevaba puesta una camiseta
descolorida de Mafalda, mata pasiones, con alguna leyenda infantil y
un pantalón rosita con dos rayas a los costados. Quizás no era lo que
yo esperaba tantas noches sin ella, sin su calor y venirme a topar con
rosita fresita, vaya fiasco.
Me quedé unos minutos respirando pausadamente, observando
todo. “Ya estoy en México, se acabaron los negocios fracasados, los
problemas económicos de mi tierra, la falta de oportunidades”, reca-
pacitaba.
Estaba un poco mareado, la droga apenas me había pellizcado la
locura, la cual estaba impaciente por hacerse notar, reír, bailar y des-
pegar del piso sin rumbo definido. Aún estaba vestido, podía buscar
algún bar o una discoteca. En vez de eso, busqué en mi maleta de mano
el cepillo de dientes y salí resignado al pasillo rumbo al baño. Eran
tres habitaciones, en una estaba la familia Yaguna, en otra, Nelson mi
cuñado y en la última y más grande, la mamá de Sandra.
Me topé con Leopoldo en el pasillo. Su camisa elegante ahora estaba
desabrochada y desalineada; sobre sus hombros estaba el saco de lana
que seguía combinando con su pantalón perfectamente planchado,
aunque extrañamente se estaba fajando los pantalones.
—Oye, ojete, ¿quieres seguirla? Vamos aquí afuera por unos tra-
gos más y yo ya me doy por bien servido, ¿cómo ves? – señaló entre
risas burlonas y señas de sus manos y boca.
—Claro, justo eso estaba pensando, loco. Un poco de tequila más
u otro churrito, me caería aquello de lujo – señalé.
—¡Venga, pues, vamos a servirnos algo más! – aceptó todo el plan
sin cuestionarme nada. Tampoco lo gritaba a los cuatro vientos, era
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La inocencia a mis 5 años.
Perdido en el alcohol y la droga, pesando 65 kg.
Mi casa en el conventillo de La Boca.
El Coaching, mi pasión.
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—Sí. Dígame, muchacho, soy yo, ¿para quién soy buena? – y soltó
tremenda carcajada sosteniendo ambas manos en lo que alguna vez
fue su cintura. Su tez era morena y los ojos eran expresivos, saltones;
su risa retumbó en todo el local, se había gestado desde el fondo de
su protuberante estómago.
Yo no entendí la broma, aunque para disimularlo también me reí
junto con ella, tal y como si fuéramos dos entrañables amigos. Imagí-
nense eso, a un argentino perdido en el Distrito Federal siendo albu-
reado por una enorme señora de pelo rizado.
—Es que me mandó Chuy, creo que es el jardinero de allá enfren-
te. Me dijo que viera con usted si me puede dar algo de comer; tengo
mucha hambre y sed y solo traigo 20 pesos – seguramente mis ojos
rojizos me delataban, no podía hacer nada en contra de eso, tenía
que aguantar a pie firme cualquier burla al respecto. Saqué las mo-
nedas para mostrárselas como si fuera mi pase de entrada al cielo.
—¡Ahhhh, ese paisano! Pues mire, tengo varias opciones: agua de
limón gratis del día de ayer, esa la tengo allá dentro en la casa, y con
los 20 pesos se puede comprar una torta de pierna o un sándwich de
jamón. Si de plano le gana la cruda, le alcanzaría para pagarme dos
cervezas de bote, así que usted tiene la palabra. Yo le obedezco.
Ante las múltiples opciones no tenía mucho que meditar. Dentro de
mi cabeza todo el poder lo tenía el vicio. No negociaba nada con los
demás demonios; primero él, después el resto, así de contundente era
mi dependencia.
—Deme las dos cervezas, por favor – contesté desesperado.
—Ándele, pues. Tómelas usted mismo, ahí están en ese refri de
allá al fondo, mientras, de todas formas le prepararé un sándwich.
Es cortesía de la casa, aquí tratamos bien a todos los amigos de Chuy.
Antes de que terminara de decirme dónde estaban ya las tenía en
mis manos. Destapé y bebí el par de cervezas, una tras otra casi sin
respirar. No había freno de boca de nadie, ni Sandra, ni Mabel, mucho
menos Manolo me podían decir algo. La cara de Mercedes me dio mu-
cha risa, sus ojos saltones realmente se le querían salir; por la expresión
me recordó al líder de los Tucumanos, aquel hijo de puta que abusó de
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el alma que nunca supe cómo ayudarlo, así que no me expliques nada.
Sólo cuídate, esta ciudad es un monstruo si caes en sus vicios – acep-
tó cabizbajo ocultando su enorme dolor.
No pude hacer otra cosa más que decirle:
—Gracias por su confianza, don Chuy. Sí he cometido muchas
estupideces como su hijo, pero ahora tengo una nueva oportunidad
de enmendar mis errores. Tengo dos hijos: Melina y Kenan. Por ellos
dejé de robar, ahora quiero trabajar, ser un buen ejemplo – dije mu-
chas cosas de dientes para afuera, para tapar el hoyo donde me ha-
bía metido. “Hipócrita”, me gritaba mi alma.
Miraba nerviosamente los edificios, tratando de ubicar dónde ma-
dres estaba el lugar que me habían facilitado para vivir. Las rejas y
algunas banderas me ayudaron finalmente a dar con la dirección. Ahí
estaban los árboles impávidos y silenciosos, el auto rojo seguía en el
mismo lugar, salvo que ahora tenía el cofre abollado por el trasero de
Nelson. Miré los cadáveres de las cervezas en el suelo junto con las
colillas de cigarros. La cubeta la dejaron ahí en la banqueta junto a un
basurero metálico, aunque su contenido era ya sólo las latas vacías y
agua sucia, seguramente por los hielos que ante el cambio de tempera-
tura cedieron de su sólida posición a una más relajada.
—Mire, don Chuy, aquí es donde vivo. Bueno, donde voy a em-
pezar a vivir; qué bueno que llegamos, mil gracias por todo – señalé
contento y abrí mis brazos para darle un agradecimiento como se me-
recía. Tomé nuevamente sus manos rasposas y las sacudí con fuerza.
—Bendita la Virgen de Guadalupe, ya me estaba preocupando –
sacudió su cabeza una y otra vez y después jaló hacia atrás los pocos
pelos que decoraban su extinta cabellera.
—Sí, verdad. Bueno, me despido porque tengo que dar muchas
explicaciones y no sé ni por dónde comenzar. Siento también mucho
lo de su hijo, espero pronto salga libre – comenté de prisa.
Toqué el timbre en los primeros tres departamentos; no sabía qué
número era el “nuestro”. Después de unos segundos apareció una se-
ñora en tubos preguntando “¿quién?”. El color de su bata era una
agresión para los ojos. Posteriormente el dueño del vehículo rojo,
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era genial estar ahí con todos mis nuevos amigos. Después de unos
minutos se me fue la alegría, pues no contaba con la fuerza de la marea
y perdí la noción de qué tanto me alejé de la playa. Desde más chico
había aprendido a nadar, pero en esta ocasión mis conocimientos re-
sultaban vanos. Nadaba con fuerza para regresar, sin embargo no con-
seguía avanzar lo suficiente y el mar en su enojo me jalaba. Mis brazos
empezaron a flaquear, no había desayunado lo suficiente, así que mis
reservas de energía estaban bajas, las piernas me temblaban. Intenté
aguantar, no cansarme. Empecé a ceder de pronto y, sin esperarlo, no
sé si era un salvavidas o un ángel, un tipo enorme me tomó a mí y a
otro chamaco debajo de sus brazos para llevarnos a la orilla. Fue un
golpe de suerte que él estuviera ahí y que nos observara para inter-
venir a tiempo. No recuerdo su nombre, solo que estaba muy fuerte,
bien trabajado en el gimnasio, llevaba sus lentes puestos y una tanga
azul, porque de regreso a la orilla las olas no lograban moverlo ni un
ápice. Nos dejó sobre la playa y, sin decir nada más, siguió corriendo
por toda orilla.
Quizás eran muy laxos en ciertos aspectos de la seguridad, sobre
todo con tanta gente, aunque eso sí, con las reglas de la salud y limpie-
za fueron severamente estrictos. Primero nos cortaron el pelo y des-
pués colocaron a todos un tratamiento anti piojos; a muchos de los que
íbamos por primera vez nos molestó esa humillante situación, pues la
peste del producto que usaron era bastante desagradable, y para con-
trarrestarlo nos pusieron en exceso champú de bebés con olor a man-
zana. Supongo que este bote aquí en la regadera debía ser de Melina y
por eso estaba a mis pies.
Salí como nuevo tarareando una canción de mi memoria; me sentía
inesperadamente feliz. Me fui al cuarto y dediqué un rato al cuidado
personal: mis dientes, el desodorante debajo de mis alas, para culmi-
nar el momento pensando qué tipo de ropa debía seleccionar. No tenía
muchas opciones, quizás tres y bastante parecidas, así que tomé unos
pantalones de mezclilla y una playera del Boca Juniors. Me puse un
poco de gel que estaba en el tocador y con un peine rosita impulsé mi
pelo todo para atrás. Llevaba las últimas gotas de una loción que había
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La verdad me dio flojera, así que solo fui al retrete, hice mis necesi-
dades fisiológicas, me lavé los dientes y regresé al cuarto. Tal vez eso
no haya sido algo muy destacado, sin embargo, haber evitado el trago
por lo menos en esa ocasión era todo un logro. Dormí como rey y ron-
qué como lacayo.
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La Hora de la Verdad
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NOS CAMBIAMOS
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Nos Cambiamos
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las cosas, a la misma gente la siente uno diferente, a algunos los quieres
más cerca y a los demás lejos. Mi suegra seguía rara, cuchicheaba cons-
tantemente con mi mujer y después de mirarme soltaba una carcajada.
En mi embriaguez me valía madre su postura, sus críticas y juegos de
palabras. Nos fumamos unos churros en el balcón para no apestar la
casa. Todo era camaradería, los amigos de Nelson eran buenas bestias
y más si traían qué beber y fumar.
Tomé otra cerveza ya sin sed, más por costumbre que por saciar la falta
de líquidos en mi cuerpo. Sandra fue a la habitación a acomodar las cosas
y a revisar a los niños; me quedé a merced de situaciones inesperadas.
—Pues, ¿cómo ves, Marcelo? Ya Sandra va a empezar a trabajar.
Le conseguí trabajo con unos amigos de mucho dinero, creo que le
irá muy bien ahí, porque con tu sueldo y tus vicios se siente muy
frágil e inestable mi niña – comentaba mi suegra torpemente; su pos-
tura era diferente ante mí, me había perdido el respeto, ahora era un
ser indómito ante mis ojos y posibles respuestas.
—Mire, qué bueno. Me voy a sentir orgulloso de ella. Habrá que
ver cómo nos acomodamos – aseguré nervioso, no sabía los detalles
de su contratación y desconocía quiénes eran esos amigos millona-
rios de los que hablaba orgullosa mi suegra –. Si es para estar mejor
pues yo la apoyaré, señora; no tengo problemas con eso – puntualicé
meditando mis palabras.
—Sí, porque aquí son muchos gastos que hay que afrontar, no nada
más poner cara de no traigo dinero – eso fue un doloroso gancho al
hígado; por la mota en mi sistema nervioso, omití por completo el do-
lor o confusión que me pudo causar, solo sonreí desinteresadamente.
Sandra salió de la habitación con un vestido que no conocía; me
quedé pasmado, como cuando de niño miraba a mi padre discutir ai-
radamente con Mabel. Después regresó a la habitación y salió vesti-
da con un atuendo diferente, aquello parecía un desfile de modas. Un
pantalón blanco demasiado ajustado que dejaba ver su trasero en ple-
nitud y las líneas delicadas de su sexo por el frente, me pareció de mal
gusto. Miré en el rostro de los demás hombres que estaban ahí la cara
de antojo; se saboreaban su silueta delante de mis ojos
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creo que me vio la fiesta por dentro o mi aliento era muy evidente. Yo
seguía enojado por lo sucedido con Nelson y sus amigos.
—¿Qué te pasa? Tranquilo sugirió.
Con su voz me daba las pautas como una directora de orquesta.
Le pregunté por mi amigo Chuy, él sería una buena compañía en este
momento, alguien honesto, de buena ley, que me escuchara y no me
juzgara por mi estado, mi pasado o mis horrores.
—Oiga Mercedes, y don Chuy, ¿dónde anda? Sé que ya es un
poco tarde, pero ¿no sabe dónde puedo localizarlo?
—Pues si quieres le hablo a su casa; no vive muy lejos de aquí –
comentó de buena gana, y por su mirada creo que no le pareció muy
mala mi idea.
—Sí, gracias – dije.
Tal vez fue media hora la que lo esperé. Llegó sonriente y perfuma-
do; a lo mejor también venía enfiestado, pues le entró a los cacahuates
con el mismo entusiasmo que yo. Se le miraba satisfecho y bromeaba
acerca de todo.
—¿Qué te parece, Marcelo, si te invito unos tragos en un bar que
conozco? No te preocupes, no son muy careros. El que atiende es
amigo mío, le hago el jardín a una de las casas que tiene. En cuanto
a tomar quizás yo no te siga el ritmo, por mis años, aunque puedo
saludar a unas amigas que van seguido para allá. No traigo mucho
efectivo y si de plano aquello se pone muy bien, digo, el ambiente,
claro, aquí traigo este cheque que me pagaron ayer en las oficinas
del aseo público. ¿Cómo ves, te animas? – preguntó levantando un
poco la ceja izquierda.
—¡Vamos, con gusto conoceré ese lugar! – aseguré estrechando
su mano.
Agradecimos las atenciones a Mercedes y salimos rumbo a Insur-
gentes a pedir un taxi. Después de varios semáforos llegó un Tsuru
hasta donde estábamos parados y Chuy se encargó de darle las ins-
trucciones. El tipo al volante se presentó con nosotros, hasta nos ofre-
ció unos cigarros mentolados; su plática era amable. Les tuve que con-
tar a ambos lo que me había pasado en mi trabajo y con mi cuñado.
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entre más de 38 piezas por fin localizó los últimos cinco pesos de mi
cambio.
“Esto no me hubiera pasado en Buenos Aires, allá utilizan todos los
transportistas, colectivos y taxis los monederos, mientras que aquí es
un desmadre”, pensé y me reí silenciosamente de la situación.
—¡Vamos! Chuy esbozaba una misteriosa sonrisa, seguramente
provocada por la idea de encontrar a sus féminas.
—¡Pues es que este cuate no encontraba el cambio! ¿Qué aquí no
usan los monederos?
—No sé de qué me hablas. Mira quién va estar en el show: ¡Mar-
cela! Está bien buena esa chamacona, ahorita la ves – subrayó pei-
nándose los diecisiete o dieciocho pelos que aún vivían en su cabeza.
—¡Ese es mi compadre! Es más, yo invito la primera ronda. No
quiero que cambies ese cheque, guárdalo mejor para tu casa. Esta
noche no creo que lo vayas a necesitar.
—Marcelo, por lo de tu trabajo no te lo puedo asegurar. Yo bus-
caré la manera de ayudarte, sé cómo, tengo unos amigos influyen-
tes ahí donde me ves. Nunca les he pedido nada, ya es tiempo que
lo haga. ¡Me vale madre lo que me diga mi vieja! con sus palabras
me inyectaba el ánimo necesario para sobrevivir por lo menos unas
cuantas horas más.
Atravesamos unos cuantos locales comerciales, una peluquería y un
estanquillo de tacos y llegamos por fin a un viejo bar llamado Mi Can-
tina, un lugar folclórico como pocos, con descoloridas luces de neón
enmarcando su nombre. Su interior estaba lleno de oscuros rincones;
Chuy me comentó que muchos locos bajo el efecto del alcohol o de algo
peor intentaban hacer actos impúdicos. “No es mi caso, Marcelo, yo no
le hago a eso”, señaló bajo sus cejas despeinadas.
La música era un viaje desgarrador, lleno de historias de traición,
desengaño e intenso dolor. Sus viejos sillones de los años setenta, con
parches multicolores, eran sello único de su comodidad.
Recorrimos el local, contaba con toda clase de sitios extraños y ma-
lolientes; cada uno tiene alguna historia, leyenda o chisme de cantina,
tanto así que hasta nombre les pusimos. El bar era el punto de negocios
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Debes aspirar a tener un vocho 75 o una caribe 80, algo por ahí,
¿no crees?
Contestó, clavando sus ojos en mi frente.
—Si quieres oír mentiras, tal como los desgraciados políticos de
este país, que se la pasan prometiendo y prometiendo, parecen mu-
jeres enamoradas, las que todo te prometen, te prometo que te voy
a querer mucho, te prometo que no me importa dónde vivamos, te
pro meto que con lo que me des me sabré administrar, te prometo
que me encantan los frijoles… Pendejo uno que les cree. Bueno, qué
te parecería algo así como, el país está cambiando, la crisis ya fue su-
perada, el blindaje económico es una estrategia mundial, el dedazo
murió, las elecciones reflejan la voluntad del pueblo, yo te la suelto,
ahí te va – gesticula su demacrado rostro, después tose un poco para
preparar su garganta para comentar con voz de locutor de radio ro-
mántica. Tu vieja es la mejor del mundo y sus vuelos de grandeza
ya cada vez son menos frecuentes. ¿Cómo se oye? Hueco, ¿verdad?
—¡Así es! contesté tristemente.
—¡Ya ves! No necesitas oír esas babosadas, cada cual sabe lo que
tiene en su casa y es su bronca arreglarlo. La ropa sucia se lava en casa.
—¡Mira, compadre! respondí. ¡Mi Sandra sí es una reina, cabrón!
levanté la mano y besé nuestro singular anillo de matrimonio, que
tan orgulloso he portado en la mano.
—¿Ah, sí? hizo una mueca mostrando incredulidad.
—¡Sí! ¿Y sabes por qué? – pregunté sosteniendo su brazo derecho.
—Pues la neta no, ¿por qué? – dijo nervioso.
—Porque me ha dado dos príncipes como hijos, mi Melina y mi
Kenan, los mejores del mundo. Ellos son todo para mí, los quiero un
chingo, compadre. Tú bien que lo sabes, son mi fuerza, mi tesoro, un
invaluable tesoro, ¿verdad? sin darme cuenta un par de lágrimas
empezaron a asomarse miedosas entre mis ojos; solo con mencionar-
los, recordar un poco de su corta vida a mi lado, desde su singular
llegada, sus primeros pasos, me hacían vibrar de emoción.
—¡Vamos, pinche Marcelo! interrumpió el lamento. No llore, licen-
ciado, va a ver que les va a dar puras satisfacciones de aquí pa delante.
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Nos Cambiamos
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Nos Cambiamos
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SEGUNDO “ROUND”
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Segundo Round
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Segundo Round
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Segundo Round
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una gota de sudor atravesó su rostro, abrió paso sobre lo pesado y ab-
surdo de su inútil maquillaje.
—No señora, eso no está bien. ¿Cree que por estar en su casa me
puede golpear y ofender? – subrayé molesto.
—¿Cómo te atre-
ves a tratarme así? ¿Te has vuelto más loco de lo que ya estabas o
qué? Suéltame la mano, desgraciado. ¡Deja que se enteren Nelson y
Leopoldo de esto!
—¿Leopoldo? Y ¿por qué no me dice Fernando, su marido? ¿O es
más fuerte su amante?
—Desgraciado, hijo de puta, ¿cómo mencionas a mi marido?
¿Qué derecho tienes a hablar de mi vida?
—¡Cierre la maldita boca puta! Ya veo de dónde sacó la Chola sus
modos. Seguramente su madre también era igual que usted. ¡Tres
generaciones de perras descocadas! – mi voz retumbaba en las pare-
des del departamento, quizás hasta se sacudieron un poco los cua-
dros y recuerdos que tenían colgados en la pared de la sala.
Sandra finalmente gritó desesperada por encima de mi hombro,
llorando furiosa por todo lo que estaba sucediendo. Es la peor combi-
nación de una mujer, ahí murió la dulzura, la ternura, sus palabras a
modo, las caricias nocturnas; todo se iba a la mierda de manera irre-
mediable y tajante.
—¿Sabe qué, señora? A usted es a la que debería de arrojar por la
ventana. ¿Qué culpa tienen la ropa o los collares de la infidelidad de
mi mujer? Usted sí tiene la culpa de eso, de joderme y acusarme todo
el tiempo. Mejor le pongo punto final a esto, me vale madre que todo
se vaya a la chingada, ¿o cómo dicen aquí?
Así que la abracé con todas mis fuerzas y la llevé hasta el filo
de la ventana. Sus pies intentaban frenarme, aunque estaba bien
decidido y la droga me hacía imparable. Llegué a donde estaba. El
aire helado nuevamente quería enfriarme, aún así la levante más
del suelo. No pensaba en nada, la ira se había adueñado de mi vo-
luntad. Sentí los últimos esfuerzos de Virginia por evitar su caída;
no sé cómo me arañó la cara, como una gata en celo, y así defendió
su última voluntad.
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Segundo Round
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dos putos que están allá en la otra calle junto a la tienda? – dijo
mientras se servía un trago.
Observé por la ventana que ciertamente dos personas adultas esta-
ban paradas conversando y tomando al parecer unas sodas.
—Pues si quieres trabajar conmigo, quiero que te los chingues a
los dos. Quiero ver unos buenos madrazos. No preguntes nada, solo
llega a lo tuyo como vas, ¿me entendiste?
—Así, ¿sin más? titubee un poco.
—¡Sí, cabrón, así nada más! Esos güeyes me deben una lana y
no quieren pagar. Aquí arreglamos esto a la buena o a la mala y
estos ya llegaron al punto donde se acabaron las buenas, solo queda
madrearlos, que queden bien advertidos que no habrá más plazos,
¿estamos? Si lo haces bien, como creo que lo harás, te voy a contratar
para varias cosas.
—¡Hecho! Así como lo quieres lo haré – contesté con seguridad
absoluta.
—Venga, que para habladas ya fueron muchas. De ti depende.
Queremos solucionar muchos problemas que tenemos; ya te iremos
diciendo dónde y con quién habrá que ajustar cuentas.
Así que puños a la obra. Bajé del auto, caminé una cuadra, crucé la
calle con precaución, y sin advertencia alguna desconté primero al que
vi más duro de roer. De inmediato le estallé el hocico, lo que estaba
tomando salió volando. Su compañero trato de reaccionar, aunque con
un gancho al hígado lo inmovilicé. Lo demás fue fácil, un rodillazo en
el rostro, una patada en las costillas, y con el primero la misma dosis,
No quería que intentara levantarse o sacar alguna navaja, que en su
caso sería lo menos grave.
—O pagan o se los va a cargar la chingada. ¡Ya están advertidos!
—Está bien… ya que ahí quede… ¡Pagaremos! – dijo el tipo más
joven escupiendo sangre por la boca.
Así fue como empecé a trabajar con Guicho y su gente. Le hice de
todo, guarro, golpeador, cobrador; me dieron poder y respeto con
muchas personas influyentes. Seguía siendo un total desmadre; con
la lana que ganaba compraba droga y eran constantes las madrizas
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que fue algo inesperado para los dos. “Primero fue el deseo y después
la empecé a querer “, señalaba con calma, mientras que bebía en un
vaso corto su Old Parr en las rocas.
—¿Qué te puedo decir yo, Leopoldo? Soy el menos indicado. A mí
me vale madre lo que haga la señora con su vida. Lo que sucedió con
ella y Nelson fue al calor de las copas; tenía mucha ira acumulada.
—Sí, yo sé cómo son. Ellos me han pedido que te ayude porque
les importas.
—Y mis hijos, ¿cómo están? Los extraño mucho – señalé dándole
un trago a la cerveza.
—Todos están bien. Sandra sigue trabajando y ya puso en orden
lo que pasaba con su jefe del trabajo anterior. También entiéndela no
seas tan duro con ella. No creo que te haya puesto el cuerno, Marce-
lo. Ha luchado por ti. Si no le importaras no hubiera movido cielo,
mar y tierra para que estuvieras aquí con ellos.
—Sí, lo entiendo y me duele, claro – acepté con resignación sus
palabras, muy atinadas, sin ofensas ni recriminaciones.
—Pues tendrás que aceptar muchas cosas y disculparte si quie-
res recuperar lo que tenías, esa es la condición. No creas que me
ha resultado fácil la negociación. Ellos quieren confiar en ti, para
eso también está lo del grupo de AA que está en el Pedregal. Eso te
ayudará, lo sé.
—Está bien. ¿Qué más quieres que te diga?
—Toma algo de dinero, ya me lo repondrás ahora que empieces
a trabajar. No te presiones. ¡Lo primero es que estés bien! – señalaba
satisfecho por su acto de bondad.
Pasaron más de dos semanas para que se diera el reencuentro con la
familia de Sandra. No fue lo que yo esperaba; nos vimos en un restau-
rante para aclarar lo que había sucedido. Era obvio que había muchos
resentimientos y las segundas partes a veces resultan más complicadas
que las primeras. Prácticamente nos fumamos la pipa de la paz llena
de esperanzas vacías y deseos infructuosos. Sandra ya había cambiado
de trabajo; ahora se desempeñaba como recepcionista en un negocio
de computadoras, y a veces le daban algún cliente para que lo visitara.
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Ahí estuve esperando hasta que por fin uno de los deudores salió para
comprobar el correcto amarre de las navajas en las aves. Fue el mo-
mento en que aproveché para quitarle una chamarra de piel que lle-
vaba, y le expliqué que al pagar la deuda le regresaría la prenda. Creo
no le pareció mi ofrecimiento, así que se me vino encima. Lo desconté
bien, aunque no del todo bien. De ese viejo gordo siguieron dos más y
otro más; en total llegaron nueve más a golpearme. Estaba en el piso
sin poder defenderme ante la cantidad de agresores. Todos los involu-
crados estábamos más o menos con la misma cantidad de alcohol en la
sangre, mas no tuvieron piedad del cobrador; entre patadas, rodillazos
y puñetazos me partieron en dos. De no ser por uno de los vecinos,
hubiera muerto en ese lugar.
—¡Hey! Dejen de golpearlo. Es el Che, no chinguen. Muchos de
ustedes lo conocen, trabaja para Guicho.
—¡Que se muera, el puto! – gritó alguien entre la bola.
—No, no mamen. Ya párenle, neta sostuvo el vecino a quien se-
guramente le debo la vida.
Algunos le obedecieron y se apartaron, otros no. Perdí el conoci-
miento de un fuerte rodillazo en la cabeza, me habían descalabrado y
roto algunas costillas.
No sé cómo ni quién me habrá llevado al departamento; tocaron el
timbre, esperaron a que alguien contestara, gritaron algo en la bocina
y salieron corriendo dejándome ahí abandonado en las escaleras. No
sé si fue Nelson y Sandra, o Leopoldo y Nelson los que me subieron a
la casa. Tres días estuve en recuperación, totalmente noqueado y des-
figurado; los dolores me despertaban por las noches y madrugadas, el
frío me afectaba los huesos y las heridas seguían muy sensibles. Sandra
y Virginia hacían rondines constantes para verme y darme los medi-
camentos. A veces coincidían mis ojos con los de Melina. Empezaba
a hablar con claridad, me rompía el corazón en mil pedazos que me
viera así, reducido a escombros.
Después de unos meses yo seguía igual, bebiendo hasta el fondo de
cada botella, fumando y mezclando todo lo que era barato y me deja-
ba estúpido, de los teporochos aprendí muchas mañas para lograrlo.
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EL DÍA D
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Por más que lo intentaba volvía a recaer, porque cada uno de mis
problemas necesitaba atención inmediata. No encontraba el camino
adecuado para ponerle fin a las cosas. Los problemas se agudizaron
porque decidimos salirnos de casa de Virginia; no más departamen-
to en Mixcoac. Ahora el plan era empezar desde cero, pero que fuera
nuestro. Las opciones que revisamos no eran nada alentadoras, por
el contrario, eran deprimentes y desechables, sin embargo, como mi
madre me enseñó, “cuando hay, hay; cuando no hay, no hay”. Sandra
lo entendía, mas no lo aceptaba gustosa; su semblante cambiaba cons-
tantemente por los desajustes mentales que sufría.
De ser un teporocho bebedor de la famosa mezcla del 103, alcohol
del 96 y de un refresco claro, ahora además sería nombrado como un
reconocido neurótico. Ni siquiera anónimo, no, a mí todo mundo me
sacaba la vuelta.
Nos cambiamos a un conventillo mexicano llamado Batopila, atrás
de la famosa colonia de Tepito, un barrio demasiado bravo de la Ciu-
dad de México de donde es originario el futbolista Cuauhtémoc Blan-
co; no sólo el, también varios boxeadores y delincuentes famosos. Has-
ta allá llevaría a mi familia, hasta el fondo del abismo. No por placer ni
para conocer más las tripas de esta ciudad, no por turistas perdidos en
la Guía Roji; era exclusivamente por necesidad, no había más respues-
tas ni razonamientos.
En esa vecindad, por supuesto, había vicios y toda la mendicidad
de un barrio tragado por la enorme bestia de la Ciudad de México. Los
olores, la ropa colgada en los hilos de los balcones, suciedad y delin-
cuencia eran el pan nuestro de cada hora, aunque claro, no todo era
negativo. La gente más necesitada suele ser la más generosa, eso lo sé
desde mi madre, nadie me lo tenía que explicar. El vecino que tenía-
mos arriba, un bragado mecánico, fue de los primeros cuates que me
siguió el desmadre; de volada fue a su casa por varios envoltorios de
cocaína y nos drogábamos todas las noches.
Duramos poco ahí. Fue una fortuna, no lo sé, que se nos presentara
la oportunidad de poner un negocio de comida. Sandra me miró con-
fundida, agachó la mirada, retuvo un poco la respiración en su pecho
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soeces como antes; ahora solo fruncía el ceño y mugía como vaca. De-
finitivamente vivir en esas condiciones no era lo más adecuado ni para
mi mujer ni para mis hijos.
Pues llegó el día pactado. Tenía mucho miedo del grupo AA. Los
teporochos me habían contado leyendas urbanas de que te inyectaban
en la espalda, que te secuestraban y ponían desnudo a hacer ejercicios
en el sol, por eso mi piel estaba trémula y mis ojos a la expectativa. Ya
había recogido todo lo del negocio de comida y la muchacha que nos
ayudaba estaba ahí, limpiando algunos platos; estábamos jodidos de
lana, aunque teníamos quien nos ayudara en la casa y en el negocio.
Miré el reloj en la muñeca izquierda, aún faltaban 15 larguísimos mi-
nutos para que dieran las 8 de la noche, Sandra no estaba, andaba de
gira artística con su mamá y los niños. Cada minuto que faltaba para
las 8 se me hacía eterno, los segundos retumbaban en mi cabeza como
campanas y bombos orientales, decidí en mi desesperación, prender
un cigarro. Me supo a gloria el tabaco, sin embargo quería beber; por
dentro el vicio me arañaba la garganta.
—A ver tú, Manuela, toma dinero. Tráeme unas cuatro cervezas
Corona. Anda mujer que tengo prisa – miré el reloj nuevamente. Jus-
tamente las 8 en punto. Nadie estaba en mi puerta, así que a lo mejor
no llegarían por mí. “Hasta nuevo aviso entonces, qué bueno, así me
puedo tomar las cervezas con calma”, reflexionaba.
Justo cuando llegó la muchacha con mi encargo, escuché que el vo-
cho rojo de Jorge y Arturo el vecino, tocaba el claxon.
—¡Marcelo!
—Vámonos, ya es hora – gritó Arturo.
Miré otra vez el reloj; las 8:15. Justo cuando tenía en mi poder la cer-
veza helada en mi mano derecha. “¿Boludo, qué hacemos? ¿Qué esto
no es como los aviones que llegas tarde y se va?, ¿ya ni para dónde te
hagas?”.
—¡Marcelo se hace tarde! – sonaban fuertes los gritos junto con el
singular claxon del vocho, así que no tenía para dónde hacerme; o
salía o me echaba encima a todos los vecinos. Así que con todo y pena
dejé las cervezas, sin darle un solo trago. “Qué desperdicio”, pensé.
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Adiós, Suegro
La despedida fue dolorosa, aunque asumí con valentía que eso era
lo mejor. Tomé a Melina, le di un beso, mientras Kenan se me quedaba
mirando desde los brazos de su madre. El beso de hasta pronto fue
opaco, siniestro y deprimente. No alcanzaba a entender lo que suce-
dería.
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—Marcelo…
—¡Sí, dime qué hijos de puta está pasando! – grité.
Hubo en su boca un silencio sepulcral, tal y como si estuviéramos
en un cementerio; solo nos faltaba el ulular de un búho nocturno para
darle el toque adecuado a este momento.
—¡Hey, reacciona! – con fuerza le aplaudí frente a la cara.
Creo que estaba mentalmente repasando la variedad de respuestas
y reacciones que yo pudiera tener. Se tomaba de las manos nerviosa-
mente y elevaba sus pupilas al techo.
—Se fue a Valle de Bravo con David – contestó contunden-
temente.
—¿David? ¿Quién chingados es ese cabrón? – pregunté.
—Es un amigo de ella. Es todo lo que sé. ¡De verdad no me pre-
guntes más! solicitó casi a punto de chillar.
—¿Cómo se llama? David, ¿qué?
—No sé.
—Mientes, Cabrona. Claro que lo sabes. Lo voy averiguar, no te
preocupes. Ahorita resuelvo esta pinche mamada.
Era una encrucijada de ideas, datos y lugares; trataba inútilmente
de ligar en mi cabeza recuerdos de alguna conversación donde apare-
ciera el hijo de puta de David. ¿Desde cuándo existe David en su vida?
¿Dónde lo conoció?, ¿Valle de Bravo?
—¿Cuándo te dijo que regresaba? – de ahí pudiera sacar otras
conclusiones que ya eran bastante evidentes.
—El lunes – señaló agachando la mirada al piso y soltando el pri-
mero de sus trescientos inútiles sollozos.
En cuanto dio la respuesta muchas cosas sucedieron en mi cabeza.
En mi ego, en los demonios, carcajadas, golpes, acusaciones, gritos,
lamentos de forma desordenada, todos querían mi atención; no podía
pensar correctamente. Di un sólo golpe en la mesa del comedor para
que se callaran. Lamentablemente Melina también lo escuchó y perdió
la paz; Kenan también. Caminé torpemente hasta mi hija; quería abra-
zarla, sentía perderla. Necesitaba sentirla y con eso que calmara los
monstruos y reclamos en mi interior.
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El Día del Niño y los Toros
—Gracias. Igualmente.
—Disculpe quiero hablar con su hijo. Me puede decir si se en-
cuentra.
—No, no está, salió a Valle de Bravo con su novia Sandra. Allá los
puede encontrar – contestó seguramente acariciando el perro que
tiene en las manos.
—¿Ah, sí? Pues habla el esposo de Sandra, y tengo a nuestros
dos hijos aquí conmigo y la muy puta anda en Valle de Bravo con
su hijito.
—Discúlpeme… ¿Cómo?... ¡No puede ser!, ¿Sandy está casada? –
quizás se le despeinó un poco su tocado en la cabeza.
—Sí, sí está casada, y a David, su hijito, escúcheme bien, lo voy
a ir matar. Ya sé dónde viven y quiénes son y créame, señora, en el
barrio de La Boca, de donde yo vengo en Buenos Aires esas palabras
¡debe tomarlas como ciertas!, ¿me escuchó? ¡Lo voy a matar! Con mi
familia no se juega – lo dije con mucho aplomo.
—No, no, ¿cómo cree? ¡Déjeme pasarle a mi esposo por favor!
Esperé un par de minutos. Apretaba fuerte el teléfono en mis ma-
nos; gritaba por dentro para no llorar por fuera.
—Sí, buenas tardes. ¿Quién habla? – preguntó una voz rasposa,
poco fluida.
—Soy Marcelo, el esposo de Sandra. Estamos casados desde hace
varios años y tenemos dos hijos, así que su hijo se muere, ¿me oyó?
Con la familia no se juega – subrayé nuevamente la misma frase; me
gustó como se escuchaba.
—No, mire, eso no puede ser. Escúcheme. ¡Seguramente mi hijo
no sabe eso! – aseguraba con voz temblorosa, calculaba que era un
señor de unos 60 o 70 años.
—Sí, claro – contesté por instinto, sin razonarlo demasiado. “Pen-
sándolo bien, sí podría existir esa posibilidad, aunque no lo puedo
aceptar delante de sus padres”, pensaba.
—Mire, yo quisiera hablar con usted. Deme oportunidad. Ellos es-
tán fuera. ¿Qué le parece si nos vemos en el Burger King de Polanco?
Quizás podamos llegar a un arreglo. Primero escúcheme, ¿está bien?
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LOS AMIGOS
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“No vive uno para vivir, sino para hacer vivir a los demás, el sacrificio
lo llevamos en la sangre. Desde nuestros antepasados, esa misma ab-
negación se lleva al seno de la familia; donde unos cuantos sobreviven,
otros tantos probablemente mueran en el intento, muchos prefieren
liberarse de esas cadenas al dejar a su familia”, recordé con tristeza los
años en que Manolo nos abandonó como si hubiéramos sido perros
mal paridos. En mi caso era todo lo contrario, ahí estuve con Melina y
con Kenan no se pudo dar por lo que me pasó con la ley cancha, aun-
que he aprendido con sacrificios y dentro de mis posibilidades.
De mis debilidades qué puedo decir, las he tenido y las sigo tenien-
do como hombre y como ser humano. Pese a mi posible sacrificio, la
vida hoy me daba la espalda, cobrándome una factura muy cara, sin
tomar en cuenta los abonos que ya le había dado.
—¡Todo quedó riquísimo, comadre! Ups perdón, Georgina. No sé
si pueda llamarte así; los debo de hacer compadres a ambos – solté
varias risotadas bastante espontaneas.
Me sentía muy bien con ellos; era gente amable, bien educados, no
exentos de problemas o excesos. Jorge había perdido a un hermano
hace tiempo. Al parecer anduvo en malos pasos también y no la libró,
lo ajusticiaron en un viaje a Chihuahua.
No sé si por el hambre que traía o por qué, pero todo se me hizo
realmente delicioso.
—La verdad reina, te quedó riquísimo afirmó Jorge con toda
cortesía.
—¡Gracias, se nota que todavía me quieres! O que sabes mentir
muy bien – la vi reírse discretamente.
—Bueno, todo estuvo delicioso. La plática, la cena, la compañía,
gracias por todo, pero esta palomita tiene que volar, ya se les va a
otro nido. Gracias a ambos, ahora debo regresar al anexo.
Me levanté de la mesa. Había puesto mi bolsa con la ropa sucia cer-
ca del sofá de la sala para tomarlo justo en el momento en que dijera
hasta pronto, y éste era el momento de despedirme. Era lo mejor, no
quería causar molestias a nadie; mucho menos a ellos que tan amable-
mente me habían dado su confianza y cariño.
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Los Amigos
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día que explotamos. Las sacudimos todas, nos dijimos nuestras ver-
dades. Después uno reacciona, Marcelo.
—Sí, tal vez tengan razón los dos. La bronca es que aquí hay un
tercero, no se trata de ofensas y ya. Aquí hubo un engaño, no lo olvi-
den – agaché la cabeza en señal de dolor.
—Te entiendo. Como tú bien dices, si la orillaste a esto por tus
malos tratos y ofensas, pues díselo de frente; a lo macho, como de-
cimos aquí – puso una mano al frente y la deslizó hacia la derecha
como si trajera un sombrero.
Recordé que me habían quitado todo. Aunque ciertamente no fue
mi dinero con el que se compró la mercancía y se rentaron los dos ne-
gocios, aún así no merecía ese golpe tan duro.
—Mírate en el espejo, Marcelo. Tienes los ojos muy rojos, deja ir
por unas gotas que tengo en el cuarto – se levantó de su lugar y fue
corriendo por las mentadas gotas; me sorprendieron la disposición
y atenciones de los dos.
Bajó nuevamente corriendo. Jorge se había puesto a lavar los trastes
y a acomodar la mesa. Muy bien coordinados los dos; cada quien con
sus responsabilidades definidas. Después Jorge la tomó por la espalda
y le dio una sonora nalgada.
—Te amo, Georgina – le dijo girando un poco la cabeza de ella
para plantarle un beso en la mejilla.
Su mujer, como si fuera la mejor de las enfermeras, me tomó la ca-
beza y me dio las indicaciones para hacer la cura que creía necesaria.
—¡No te muevas! Toma mi mano firmemente – y sentí en mis las-
timadas pupilas caer la dosis; aunque me ardió un poco, no pestañee.
Georgina bajó la voz considerablemente.
—Marcelo, me duele mucho esto señaló acomodándose el pelo.
—¿Qué pasó? ¿Dime? susurré sin saber qué me iba a comentar.
—Aún no puedo creer lo que te está sucediendo, la infidelidad de
Sandra su voz mostraba tristeza, consternación –. Se ve que eres
un hombre bueno, no debería de estarte sucediendo esto a ti, sé
que no siempre has cuidado de tus hijos, que tuviste problemas
muy fuertes con el alcohol y las drogas, sin embargo, te debió de
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Los Amigos
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Del Infierno al Cielo
Las horas pasaron veloces. Nuestra plática era obsoleta, nada que
nos comprometiera a pensar, nada que nos enriqueciera el alma; eran
palabras vacías, tarugadas sin trascendencia, buscábamos cómo matar
el tiempo. Ya nuestras cabezas estaban hartas de tanto darle vueltas al
asunto de Sandra y sus ocultos deslices.
Nos fuimos a acostar ya pasadas las tres de la mañana, sin importar-
les que mañana fueran a trabajar, todo por hacerme sentir bien. Aco-
modé como pude mi cuerpo en la cama, tratando de no lastimarme
las ganas de vivir. Cerré los ojos teniendo la vaga esperanza de amar
nuevamente y cometer menos locuras, quitarme los odios acumula-
dos desde Montevideo hasta esta capital de la República Mexicana, mi
nueva patria. Por lo menos eso era lo que quería, aprender a amar de
nuevo, aunque fuera lentamente, sin sentir tanto dolor; dejarme por
esa veredita de fragilidad y volar hacia un lugar lleno de paz, de baile
y fiesta, de cantares infinitos.
No pude conciliar el sueño durante toda la noche; sufrí un insomnio
severo. Abría los ojos constantemente para checar la hora en un reloj
de ruidosas pestañas, que cambiaban al paso de los minutos, al paso
de cada hora. No hubo oveja que me contagiara el sueño, ni Morfeo
trabajó cerca de la casa de Jorge esa larga noche.
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A LLORAR DE NUEVO
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A Llorar de Nuevo
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A Llorar de Nuevo
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A Llorar de Nuevo
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Del Infierno al Cielo
—Marcelo, qué bueno que las cosas salieron de este modo y po-
demos terminar el papeleo de este alegato comercial. Solo entrégue-
me sus documentos de migración que le permiten trabajar en el país
y damos por concluido todo. A ver Carmen, recíbele los documentos
aquí a Marcelo para que ya se pueda retirar – señaló de manera aten-
ta. Levantó su pesado trasero de la incómoda silla y se perdió detrás
de otros funcionarios y escritorios.
La secretaria se me quedaba viendo como si hubiera visto a alguien
conocido; revisaba mi ropa, mis gestos, todo. El problema no era su fa-
miliaridad conmigo, era en realidad que no tenía tales documentos, ni
ahí, ni en el anexo, ni en Tlatelolco, tampoco en La Boca, por lo que me
detuvieron 30 largos días en un lugar que se llamaba “la Aguja”, una
cárcel de migración ubicada en la delegación Iztapalapa. Estando ahí
organizaba torneos de futbol y basquetbol entre todas las diferentes
nacionalidades con las que convivía todos los días, chinos, guatemal-
tecos, peruanos y obvio, también argentinos. Casi todos los días iba a
visitarme Aidé. Se portaron muy bien conmigo. Su padrastro intentó
por todos los medios sacarme de ahí; no pudo pues se enfrentó con
las declaraciones de Sandra, quien trataba de hundirme a toda costa.
Y aunque tenía un hijo nacido en suelo mexicano, la justicia decidió
deportarme a Uruguay donde había nacido, y no a Argentina.
Me despedí de Aidé prometiendo muchas estupideces de enamora-
do. Volé por la línea área LAN las 10 horas hasta llegar a Montevideo.
No tenía plata ni para tomar un taxi, así que decidí caminar hasta el
puerto y ahí pedir dinero para viajar en barco a Buenos Aires. Desco-
nocía el valor de los pesos y su tipo de cambio. La brisa del mar me
daba bofetadas en mi piel; los ojos cristalinos demostraban que aún
podía llorar, de desesperación, de hastío.
—Me podría dar unas monedas para viajar a Buenos Aires – solicitaba
penosamente, estira la mano; estaba cansado por el largo viaje y la acti-
vidad mental, también los calambres en mis piernas no los aguantaba.
—No traigo, cuídese – contestaban.
—Me deportaron de México. Me puede ayudar con unas mone-
das para llegar a Buenos Aires – recalcaba mi deseo.
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MÁS COMPROMISOS
A idé llegó feliz a Buenos Aires. Corrió de prisa a mis brazos para
darme un beso por largo tiempo, ahí en medio del aeropuerto,
sin importarle nada ni nadie a mi alrededor. Se mostraba deseosa de
todo, de vivir, conocer y divertirse.
Mabel y Manolo no podían creer que llevara a otra mujer a vivir a la
casa. Se las presenté cauteloso, apenas y la conocía. Quizás ese fue uno
de los peores errores que cometí, no darme el tiempo de pensar, anali-
zar y tomar conciencia de lo que ella significaría en mi vida, una nueva
familia y más compromisos, bajo un esquema de pobreza disfrazada
de oportunidades.
Mi madre se mostraba inquieta e insegura. Manolo después de su
accidente no fue el mismo que antes, era más terco y engreído, habla-
dor y peleonero. Por mi parte ciertos demonios estaban exiliados, sin
embargo, la explosividad de mi sangre nunca lo estuvo.
Vivíamos todos bajo un mismo techo, con muchas limitaciones y
pocas oportunidades de éxito. Mabel aportaba a la casa lo que ganaba
como empleada doméstica y Manolo luchaba por mantenerse en pie,
con achaques y dolores. Los espacios eran muy reducidos, los olores
muy fuertes.
En la pequeña mesa del comedor no había mucho aire para quejarse
y Aidé lo empezaba a hacer todo el tiempo. Para colmo de mis males
la mayor parte del día andaba mascando chicle, eso a Manolo le cris-
paba los nervios. Era muy común que ambos se pusieran a discutir,
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—Pues depende, se dicen tantas cosas estos días. El río anda muy
revuelto, ya sabes que la administración está cambiando y se preten-
de impulsar nuevos negocios – aseguró.
—Pues mira, justo lo que necesito: plata, tengo muchas bocas que
alimentar – señalé con los dedos mi boca y el signo de pesos.
—Te entiendo, Marcelo. Sí, la situación se ha venido apretando
desde hace varios años. Sé de lo que me hablas – señaló como un
funcionario público muy bien entrenado . No es tan fácil. Necesito
hablar con Almada, el tipo que te vendió los refrigeradores. Eso me
va a servir para presionarlo un poco, ¿cómo ves? Aunque lo máximo
que estamos facilitando son cinco mil dólares, mas no te aseguro
nada. Es un proceso complicado ya que es a fondo perdido.
—Pues con eso me debe de alcanzar para todo lo que quiero ha-
cer, tengo muchos proyectos. Qué bueno que le compré los refrige-
radores entonces – comenté dándome una sonora palmada en mi
frente, como un golpe de suerte.
Llené de inmediato el papeleo, conseguí los documentos que me
faltaban esa misma semana y llegué a casa feliz con mis cejas en todo
lo alto. Quería platicarle a Aidé lo que me estaba ocurriendo, así que
nos sentamos en la mesa del comedor y le tomé sus manos. Era muy
escéptica y conflictiva por naturaleza; yo era el soñador y ella mucho
más realista.
—¿Qué pasó, qué me ibas a decir? – preguntó.
—No, nada. Olvídalo – contesté.
—Algo traes entre manos. ¿Prefieres guardarte las cosas?
—Sí, eso prefiero.
—Bueno, ¡como tú gustes! – señaló orgullosa.
Varias veces me cruzaba por la cabeza el miedo de que no me de-
jaran entrar a México por la situación de la deportación, por ello de-
cidimos de mutuo acuerdo Aidé y yo casarnos para evitar cualquier
posibilidad de que no me dejaran entrar. El problema es que seguía
casado legalmente con Sandra. Debía manejar la situación con pinzas,
sin errores, para que todos nuestros planes salieran como lo veníamos
hablando.
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llegaba sin avisar a revisar todo antes de dar el visto bueno para que
empezara cualquier evento. Una vez que arrancaba me iba detrás de
las pantallas, tomaba una silla, la recargaba en la pared y a dormir; los
desvelos y peleas eran constantes, así que esos momentos de paz debía
aprovecharlos para descansar. Por supuesto que revisaba mi ruta de
trabajo para no dejar tareas pendientes, solo las “emergencias” como
apagones o sobrecarga en la red del hotel me podían mover de mis
casillas.
Mi jefe valoraba mucho todo eso, y me fueron dando eventos más
importantes con responsabilidades de otro tipo, aunque inexplicable-
mente semanas después bajaron cortinas. Me quedé sin trabajo una
vez más.
Aproveché ese fin de semana para darme una vuelta al barrio, y en el
Parque Solís me topé con Gallina y Tildo. Estaban en el mismo lugar de
siempre, fumando marihuana. Caminé lentamente para saludarlos. Ese
parque representaba muchas cosas de mi niñez, los primeros amigos,
las grandes paradas de arquero que logré hacer; olores de triunfo y de
esperanza solían recorrer las copas de los árboles y los cimientos de sus
bancas y jardineras. Quería compartirles mis sueños e ilusiones, como
solía hacerlo muchos años atrás. Debía entregar el mensaje, la enorme
lección de vida que aprendí a miles de kilómetros de este lugar.
—¿Qué pasa, mi Brujita? ¿Gustas un porro? Aquí tengo varios.
Ya sabes, de la buena, una mezcla colombiana exquisita, muy pega-
dora – me advertía abriendo los ojos como un enorme paracaídas.
Ya le pesaban los años. Su piel era ahora distinta, nada que ver
con lo que era antes. Tenía algunas manchas y marcas imborrables de
cuando uno se inyecta, los dientes como señales de tránsito, verdes,
amarillos, con las encías rojas.
—No, ya no consumo drogas – señalé con orgullo.
—¿Cómo? ¿Desde cuándo es eso? – dijo rascándose el antebrazo,
dejando rastros en su piel reseca, como si en sus uñas llevara un gis
blanco de los que se utilizaban en la escuela.
—Desde hace unos meses. Me puse muy mal en México, perdí a
la Chola y varios negocios por la cocaína, la marihuana y el alcohol.
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—¡Déjate de joder con eso! ¡Tú bien sabes que no lo puedo dejar
amigo! – contestaba.
—Ya han muerto muchos de nuestros amigos. ¿Qué no piensas
que eso es una señal para que dejes de hacerlo? Aún es tiempo her-
mano.
Horas más tarde me confirmaron del gobierno que ya podía pasar
por el cheque de los cinco mil dólares. Estaba feliz, mi sonrisa nacía
seguramente en el estómago y me continuaba hasta el cerebro. Sabía
perfectamente cómo gastarlos y a su vez cuidarlos. Ya me había dado
a la tarea de recorrer las calles buscando locales comerciales adecuados
para mi visión de empresario. También aprovechaba para preguntarle
a la gente acerca de grupos de Alcohólicos Anónimos; debía encontrar
la forma de ayudar a otros, sabía lo que ellos sufrían viviendo de cerca
con los demonios que uno esculpe por las adicciones.
Un vecino de procedencia turca, dueño de un viejo taller de made-
ra, me invitó a un grupo de Alcohólicos Anónimos en el cual participa-
ba. Al llegar me percaté de que estaba lleno de viejitos; eso no era malo,
sin embargo, las pláticas eran solamente tres veces a la semana y no me
ajustaba, no me llenaba. Nadie tomaba en serio el problema, era gente
muy incongruente; hablaban de disciplina, respeto y al salir a la calle a
la gran mayoría los veía tomando, fumando, andaban con prostitutas
teniendo a sus propias mujeres en casa.
No por eso desistí en el empeño. Semanas más tarde me topé con el
grupo Santa Cruz y ahí sí me dieron carta abierta para mover las cosas.
Le di vida a la librería, empecé a jalar más gente, a dar un mejor servi-
cio. Tomaba a todos por parejo, a los jóvenes y a los de edad avanzada
les daba consejos. Juntaba plata para imprimir volantes y repartirlos,
visitaba hospitales y clínicas dando el mensaje.
“Entendiste que mientras más ayudas a otros, más te ayudas a ti
mismo”, escuché con fuerza esa voz interior que hace tantos años me
aconsejaba.
En ese grupo conocí a Miguelito, Griselda y al Ruso, quienes me
pedían a gritos que los ayudara a dejar de beber. No eran los únicos
que me buscaban.
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Pero no por inexperto los iba a dejar solos, estaba siempre a su dis-
posición y me llamaban con frecuencia a altas horas de la noche o ma-
drugada. Entonces me vestía apresurado, tomaba una bicicleta vieja
que tenía guardada y pedaleaba con fuerza hasta encontrar a quien me
lo solicitaba.
Junté un poco de plata para comprarme unos tenis nuevos; pasa-
ron muchas semanas en las que usé unos muy jodidos, todos rotos y
sucios. “Podrás ser un empleado, pero siempre debes ser un gran ser-
vidor”, recordé lo que me recalcaba mi padrino José Luis cada vez que
me veía. En México yo era su orgullo, él para mí uno de mis últimos
grandes maestros.
Finalmente junté el dinero para hacer los rebobinadores; fue in-
creíble tomar la decisión de todo el producto. MSY, esa sería mi
marca, Marc Silva Yaguna; sonaba muy elegante. Los colores que
escogí eran elegantes, las letras grandes y rectas. Investigué lo de
los códigos de barras y pagué buena plata para cumplir con todos
los protocolos mercantiles de aquella época. Me entregaron cajas y
cajas listas para ser colocadas y vendidas. Mi etiqueta era elegante,
se la enseñé a Mabel muy orgulloso y ella, con cara serena, me de-
seaba éxito en todo lo que hiciera. Siempre lo había hecho, este día
no era la excepción.
—¡Se van a vender muchísimos, madre! – aseguré, aunque por
más que le explicaba su funcionamiento ella no miraba el coso en
mis manos, solo mis ojos.
—Te quedaron muy bonitos, hijo – dijo.
Melina y Kenan seguían presentes en todas mis oraciones y en mi
corazón. No sabía cómo estaban, la “Chola” había roto toda comuni-
cación conmigo. Deseaba verlos pronto, abrazarlos y explicarles con
calma todo lo que sucedió con su mamá, esperando que algún día se
sintieran orgullosos de su padre. Como podía, de a pesito en pesito
seguía juntando plata para regresar a México por mis hijos. Invertí una
buena parte de mis ahorros en el rebobinador, lo hice con mil sacrifi-
cios porque tenía puestas muchas esperanzas en mi invento y en recu-
perar, de una vez por todas, la confianza.
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Tratábamos de hacer las cosas diferentes, los colores de las verduras eran
relucientes, crisoles hermosos se formaban en los cristales que daban a
la calle; fue una gran aventura llena de motivos increíbles. Para cuando
llegó el primer cliente nos dimos cuenta que no teníamos la balanza para
pesar las cosas que vendíamos. De todas formas nos fue genial; más de
100 dólares de venta. Ya tenía mucha más experiencia; los errores del
pasado me habían asentado sabiamente. Todo decidí ponerlo a nombre
de Manolo, sin saber que meses más tarde, por defender a Aidé en una
discusión entre ellos, mi padre decidiría quitármelo todo. Me dejó prác-
ticamente en la calle, un complejo más que sumarle a mi persona.
—Te vas a quebrar, papá, porque yo soy el motor de este negocio.
No tenías por qué gritarle de esa manera a Aidé, es la mamá de Lu-
quitas y se merece tanto respeto como todos en la casa.
—Es que todo el día se la pasa mascando chicle como si fuera una
pros… comentó alzando la voz.
—¡Epa, epa! Te digo que estás mal. Esos son mis problemas, no
los tuyos. Y si corrió a Gilberto es porque es un huevonazo. Lo pescó
durmiendo en el almacén, ¡por eso lo corrió! – dije tratando de acla-
rar de una vez por todas lo que se había suscitado entre ellos.
—Ves lo que te digo. Y así me quieres sonriente y bien educada.
Mira cómo me tratan ¡Hz algo! – apuntó Aidé antes de retirarse del
lugar abrazándose a si misma.
Ese día, al hacer el corte del negocio, me di cuenta que ya se estaban
vendiendo dos mil quinientos dólares en promedio. Aún así entregué
todo a Manolo, nos salimos de casa de mis padres y nos fuimos a vivir
a un pequeño departamentito que nos rentó el Turco, ese señor de bi-
gote poblado y ojos saltones. Tuve que recurrir nuevamente a Adrián
Castro, para explicarle todo lo que había sucedido con el negocio, Ma-
nolo y Aidé. Castro no podía creer que tanto esfuerzo y éxito termi-
nara de una manera tan infantil. Aceptó refunfuñando que hice bien
en defender a mi mujer; solía rascarse la cabeza tratando de encontrar
respuestas, salvo esta vez que nunca las encontró.
—Te pido otra vez tu apoyo para trabajar – solicité angustiado,
dándole un trago a un mate hirviendo que recién me había servido.
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Llevaba a Melina para que participara. Nos dimos tiempo para tran-
quilizar las aguas y externar sentimientos que estuvieron pernoctando
en algún rincón de nuestra mente y nuestro corazón.
—¡Hola! ¿Cuánto tiempo verdad?
—Sí, mucho – contesté un poco serio; aún me costaba trabajo mirarla.
—Oye, Brujita ¿por qué no te quedas aquí en Buenos Aires? Creo
que aún podemos salvar lo nuestro – señaló con las pupilas inyecta-
das de esperanza.
—¿Cómo?
—Sí, lo que escuchaste. Sé que cometimos muchos errores, mas
ya maduramos ambos. Aquí estaremos bien. Olvídate de México,
vamos luchando por lo que teníamos. Hubo muchos momentos que
vale la pena conservar y repetir, ¿no crees? – señalaba con un tono
suave muy convincente.
Me le quedé mirando extrañado. Una parte de mi quería decirle
que sí me gustaría hacerlo, la otra no vacilaba en sus intenciones, era
muy congruente con lo planeado, apegarse al plan original, buscar
fortuna fuera de Argentina, alcanzar objetivos empresariales, seguir
aprendiendo.
—No, no puedo hacer eso. Lo siento, son muchas cosas las que
he tomado en cuenta. No tomes esta respuesta a la ligera. Amo a
mis hijos. Tú puedes venir a México, quizás allá podamos resolver
y avanzar, platicar y negociar; aquí ya no tengo nada qué hacer – le
señalé de manera elegante, sin alterarme, sin recordar su infidelidad
ni mi locura.
—No, yo no tengo nada qué hacer en México. ¡Ya no regreso! –
señaló.
—Te entiendo – aseguré soltándole la mano, liberándola de toda
culpa y compromiso; este no era un adiós definitivo, la vida nos ten-
dría otras jugarretas, traiciones y sinsabores.
Me levanté del lugar y regresé solo a casa. Me despedí de mis hijos
con un abrazo cariñoso y muchos besos. Quería salir corriendo para
no llorar delante de ellos, sin embargo, me mantuve firme en el timón;
sollocé para adentro, no tuve otra opción.
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Ahorra o Nunca
donde iba a vivir con Aidé. Soto número 60 le dije al chofer; el rumbo
era bastante bravo según me comentó Adolfo, un señor de 40 años,
quien llevaba la matricula 2045 en su unidad.
La charla fue amena, manejaba muy bien y la música que tenía en
una de las estaciones era de mi juventud, los años dorados del Rock &
Roll; empezó la canción de Pink Floyd, The Wall. Fue genial recordar
el efecto que causaban esos ritmos en mi cabeza, los dos como locos
la empezamos a cantar; cierto que ninguno sabíamos inglés, pero la
tonadita nos salió estupenda.
Cuando nos estacionamos me sorprendió ver que aquello era una
vecindad de techos muy bajos. Bajé las maletas y busqué el número
que me había indicado mi mujer. Cuando se abrió la puerta me saludó
afectuosamente la mamá de Aidé. También estaba ahí Víctor, su her-
mano y otros amigos de ellos; casi tuve que entrar gateando para que
no golpeara mi cabeza.
Hablamos de muchas cosas. El recibimiento fue bueno. Conocí los
negocios que ellos hacían, tenían varios puestos en los tianguis donde
vendían ropa y pantalones; hablaban de ganancias importantes, que-
rían expandirse hacia otros puntos de la ciudad. Desayuné un exquisi-
to huevo con chorizo que preparó mi suegra, un licuado de plátano y
muchos abrazos de Lucas. Lo vi enorme, pesaba mucho para su edad.
Seguía molesto por la falta de atención de no pasar por mí al aero-
puerto, y aunque estaba cansado tenía muchas ganas de comenzar a
trabajar, a descubrir cómo ellos ganaban dinero. Casi de inmediato nos
pusimos de acuerdo sobre los días y las horas de los puestos; sábado y
domingo, los precios, todo me facilitaron. El haber leído aquellos libros
de superación y ventas me daba argumentos, sentido de confianza, no
era sólo Marcelo Yaguna quien lo aseguraba, ahora Alex Dey me res-
paldaba, entre tantas otras obras que fui adquiriendo.
—¡Perfecto! Pues a darle, Marcelo, es una buena oportunidad.
Conforme vayas aprendiendo irás creciendo junto con nosotros,
porque pretendemos abrir también el de La Raza. Lo principal es
irle perdiendo el miedo y que vigiles bien que no te vayan a robar.
Aquí si te descuidas, manito, te dejan en pelotas – señaló Víctor
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Los olores y sabores mexicanos que se viven en los tianguis son úni-
cos de manera exponencial. Tacos de todo, botanas, dulces multicolo-
res, de coco, mango, cajeta, arrayán, tamarindo, era algo muy diferente
a lo que conocía en mi Buenos Aires; allá son 6 platillos básicos, aquí
más de 60 por lo menos, combinaciones de todo tipo en caldos, sopes,
huaraches y fritangas.
Creo que nací con la facilidad para ir siguiendo al mercado. Empecé a
fabricar los monederos con la ayuda de un chavo llamado Félix, pero tenía
que hacer el último proceso de armado yo solo; colocar el resorte, la guía
para las monedas y pegar el fondo. Para todo eso inventé un sistema en el
cual mis asentaderas me servían de apoyo para que pegara la pieza. Con
las manos terminaba otro y lo colocaba debajo de mi trasero nuevamente,
hasta cinco o seis piezas podía armar de esa manera. Y cuando terminaba
la última, las que tenía abajo ya estaban secas, así comenzaba otra vez el
proceso. Después descubrimos que el diseño tenía unos errores, por lo
que tuve que hacerle ajustes con la ayuda del güerito. Fue una pieza clave
para crecer, me fiaba y apoyaba. Su forma de hablar y vivir era muy sen-
cilla, me recordaba a la gente de La Boca, esos carpinteros, zapateros que
siempre estaban a las vivas de lo que el cliente pidiera. Me faltaba mucho
por aprender, no todo era miel sobre hojuelas. Empezaron a existir dife-
rencias con mis cuñados, sobre todo con Víctor, quien se sentía dueño de
todo; sin embargo, como me empezó a ir mucho mejor que a ellos, se gestó
una desconfianza por el dinero que gastaba e invertía.
—¿Es que de parte de quién estás Aidé? Eso lo debes decidir – le
señalaba tajantemente, pues notaba cierta tendencia a darme la es-
palda en alegatos familiares.
—Es que Víctor me dice que…
—No, nada. Mira lo que nosotros vendemos y lo que hemos lo-
grado. Él está de mantenido aquí en casa de tu mamá – le señalaba
enojado, mostrándole la pila enorme de pedidos que tenía para ven-
der al día siguiente.
—Sí, te entiendo, pero es mi hermano.
—Y eso qué. A mí me dejó Manolo en la calle y es mi padre. Eso
no es garantía de nada – dije levantando mi voz.
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era nada bueno para mi negocio. El instinto me decía que era hora de
emigrar de giro, y así lo hice. Rematé todo y con la venta de eso decidí
modificar el puesto y hacerlo más grande.
Pedí permiso a la administradora, una vieja mal encarada que se
la pasaba mascando chicle igual que Aidé, de aspecto de luchadora
pero con sonrisa pulida. Aceptó mi idea de poner un asador, así que
con ayuda de Manolo y unos amigos, soldé las varillas de acero para
poner ahí un local de venta de comida típica Argentina: chorizo, chis-
torra, pan con chorizo, asados, pollos asados, papas fritas, cervezas y
empanadas.
—¡Pollo, cerveza y papas fritas por 130 pesos! Pásenle amigos,
prueben el único sabor del Che – gritaba con fuerza.
—¡Aquí hay lugar! ¡Pásele, señora! – señalaba también Manolo,
volteaba a verme y me guiñaba el ojo; lo noté después de muchos
años alegre.
Coticé con un soldador del barrio el trabajo. Llegó muy de lentes,
su aspecto era rudo, sudaba copiosamente y llevaba un lápiz detrás de
la oreja, el cual constantemente agarraba para hacer sus anotaciones.
Midió la base y preguntó varias veces las dudas que tenía. Su ayudan-
te era un pendejo, un niño de unos doce años, el cual se me quedaba
mirando como si fuera alguien conocido, un personaje de la televisión
o un futbolista. Le daba indicaciones al tal Juanito y este presuroso
movía las cosas; le noté contento, quizás esperaban ganar mucha plata.
Manolo se les quedaba mirando desconfiado, muy a su estilo; así
transcurrieron 35 largos minutos. El señor me quería cobrar 30 mil pe-
sos por hacerme ese trabajo; me dio detalles técnicos de todo lo que
tenía que hacer.
—¡Es mucho dinero eso, oiga! – le advertí de mala gana, cruzando
mis brazos y bajando mis cejas.
—Es que está enorme y se necesita reforzar bien. Más las charo-
las. Sí se lleva mucho trabajo – señalaba nervioso.
—Será el sereno, pero es mucha plata. Yo trabajé hace muchos
años en eso y no debe de ser tan complicado; la calidad del material
es clave – apunté.
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Del Infierno al Cielo
Les di las gracias a los dos y terminé haciéndolo yo por menos del
20% de lo que ese hombre me pretendía sacar. Nos quedó bastante
bien, con los refuerzos bien hechos y las charolas perforadas para que
el aire ayudara a encender el carbón. Manolo y yo nos dimos a la tarea
de buscar buenos proveedores de carne; les explicábamos detallada-
mente cómo tenía que ser el corte que más nos gustaba. Fue un proceso
muy interesante, ya que todo lo que había aprendido en el pasado,
tantos negocios llevados al fracaso, hoy los llevaríamos al éxito, y de la
mano de mi padre.
Nuevamente la vieja rencilla entre Marcelo, Manolo y Aidé tomó
fuerza y forma al estar todos bajo el mismo cielo. Las riñas y acusa-
ciones iban, venían; era determinante para mí terminar la relación con
Aidé. Y aunque se había fletado mucho de este nuevo Marcelo, por
otro lado, era un freno importante para otros aspectos de mi vida.
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ADIÓS, TIÁNGUIS.
BIENVENIDO, JAPÓN
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Adiós Tianguis, Bienvenido Japón
Era un tipo de poco pelo, con ceja muy delineada, de nariz recta y
puntiaguda. Usaba un traje elegante de color azul y rayas muy finas
de color café.
—Te comentara acerca del puesto de vendedor – señalé con más
seguridad.
—Ah, sí. Dime, ¿cuál es tu experiencia? En qué marca japonesa
has trabajado? – me cuestionó más agresivo; se le notaba en su cara
el gozo que le causaba anticipar mis “no” como respuestas.
—En ninguna.
—Y entonces, ¿cómo es que piensas que eres vendedor? – dijo
haciendo una leve mueca en su pómulo derecho.
—Mire, licenciado León, déjeme comentarle algo. Soy un pequeño
empresario, dueño de una fábrica de inyectados plásticos. Gano 150
mil pesos, seguramente eso es tres veces más que lo que usted gana.
Y si le comento esto es porque tengo la capacidad de hacer las cosas
bien. Yo no vengo a ser un vendedor más, sino a ser su mejor vende-
dor – contesté de manera para él inesperada, por la cara que me puso.
—Mmmmm, está bien. ¿Sabes de cierres de ventas? ¿Estás dis-
puesto a vestir de traje, arreglarte ese cabello y retirarte piercings y
aretes para entrar a trabajar?
—Sí, sí lo estoy. Y también conozco algunos cierres de ventas,
¡pero puedo aprender más!
—Entonces preséntate el próximo lunes con la señorita Claudia
de recursos humanos, para que ella te enseñe el papeleo que se debe
llenar y las pruebas que debes pasar, ¿te parece?
—Sí, señor. Muchas gracias – contesté satisfecho.
—Ah, y ¡cómprate unos trajes! No agradezcas nada hasta que
demuestres lo que me dices; entonces yo te agradeceré a ti haber
tomado esta oportunidad con nosotros y no con la competencia –
aseguró, girando nuevamente su silla.
Esa misma tarde fui a hacer todo lo que me pidió, arreglarme el pelo,
sacarme los piercings y comprar un par de trajes. Regresé el día que me
lo solicitó. Fueron tres meses en que le aprendí mucho: cómo vestirme,
diferentes cierres de ventas y la filosofía del mundo automotriz.
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Adiós Tianguis, Bienvenido Japón
como pago de mis logros, la espalda, pues no tenía gastos médicos. Fue
así como me dejaron virtualmente en la calle, a pesar de ser exitoso en
las ventas ignoraba muchas cosas legales en este país y ellos se aprove-
charon de eso como aves de rapiña.
Por mi incapacidad física, Aidé empezó a manejar la fábrica de plásticos.
Ya tomara decisiones buenas o malas no me importaba, seguía sumido en el
espiral eterno de la depresión. No podía creer lo que me estaba pasando, el
dolor en mi pecho era enorme, tanto por la enfermedad como por el orgullo
de perder mi preciada estabilidad. Esa tarde la doctora Jiménez revisó las
radiografías de mi pecho y me confirmó las lesiones en el corazón.
—Mira, Marcelo, este tipo de secuelas no se cura – apuntó con
seriedad.
—No estoy de acuerdo, doctora. ¡Yo le voy a demostrar que sí se
cura! – aseguraba con determinación absoluta.
—Te vamos a hacer más estudios, tomografía computarizada, en-
tre otros.
—Adelante. Lo que sea necesario doctora – comenté.
Tuvimos que dejar la casa donde habíamos rentado cerca de la agencia
de autos. Pasé dos meses sin poder trabajar. Llevaba una dieta muy sana
y había bajado de peso, pero el Hospital de Cardiología no me daba el
alta para poder trabajar. Varios días acudí a terapia, y en la sala de espera
conocí al señor Leonel García y a su esposa, ambos con mucho porte y
elegancia. Hablaban siempre correctamente, sus gestos eran precisos, se
les miraba a leguas la buena cepa. Leonel era un personaje maravilloso
con el que platicaba largas horas acerca de mi historia, mi situación y los
problemas que había pasado desde mi niñez, allá a miles de kilómetros
en el barrio de La Boca. De ahí le comenté lo de mi fábrica de plásticos, el
tianguis y la chingadera que me hicieron en la agencia Nissan.
—¿Por qué traes tantos libros, Marcelo? – preguntó curioso.
—¡Quiero aprender muchas cosas! Amo los libros – señalé con
absoluta seguridad.
—Qué gusto saber eso. Mi esposa y yo tenemos una empresa de
venta de acero. Nos va muy bien, pero nos hace falta gente como tú
– señaló tomándome del hombro con un brillo especial en sus ojos.
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Adiós Tianguis, Bienvenido Japón
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Del Infierno al Cielo
Vestido con mis mejores galas fui a recibir las llaves de un pequeño de-
partamento en una vecindad abandonada, del cual durante un año no
pagaría ninguna renta. Estaba ubicado en Azcapotzalco, muy cerca de
su empresa. Ese mismo día también me facilitó un Volkswagen blanco
muy viejo, con el cual podría, llegado el momento, salir a trabajar.
—¡Oye! Solo que la gasolina sí corre por tu parte – me señaló de
forma graciosa.
Fue un verdadero ángel que me mandaron del cielo. Me entregó
todo sin pedirme dinero, depósitos en garantía o pagarés. Me abrió sin
aviso las puertas de la esperanza.
—Y mira, creo que también vas a necesitar esto. Toma este telé-
fono, me preocupa que tengas negocios en las manos y no puedas
resolverlos en el momento. No te preocupes por el pago, yo lo haré.
—Muchísimas gracias, no sé qué decirte – recalqué emocionado.
—Espero pronto verte triunfando; eres un gran hombre y te lo
mereces. Haz que tus padres se sientan orgullosos de ti, Marcelo, no
lo hagas por ti nada más.
—Lo haré así. Gracias – señalé convencido.
Regresé a casa en el auto, portaba una enorme sonrisa. No había
más cuentos ni mentiras, atrás quedarían las promesas no cumplidas.
Estacioné con cuidado el vocho y corrí hasta el regazo de Aidé para
explicarle que, a partir del día siguiente, nos cambiábamos a esa vecin-
dad en Azcapotzalco. Ambos sentimos un gran alivio porque en donde
vivíamos existían cuentas retrasadas; varias rentas estaban anotadas
en la libreta de las deudas, entre otras cosas, agua y gas.
Una semana después comencé a trabajar de la mano con Carrillo.
Aprendí muchas cosas nuevas, manejo de buenos argumentos, calcu-
lar porcentajes, fracciones y a su vez entendí los recovecos y trámites
mercantiles, bursátiles y fiduciarios.
Me presentaron a Mario Camacho, quien llevaba proyectos a través
de instituciones públicas como Banorte, entre otros bancos, y empre-
sarios privados. Aquel comentario que me hizo de la frustración no lo
había entendido en su totalidad, hasta que vi que no me pagaban las
comisiones que me habían asegurado.
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—Creo que ya sabes de lo que quiero hablar – dije con calma, sin
levantar el tono de mi voz . He tomado una decisión.
Negocié con ella lo de la fábrica; le dejaba todo: las máquinas, la
cartera de clientes, los inventarios. Le expliqué pausadamente que ha-
bía tenido unas diferencias con Antonio y que había decidido abrir mi
propia empresa con otros inversionistas, bajo el mismo sistema, una
financiera con esquemas más profesionales, cursos, calidad y servicio.
Ese era mi sueño y se lo mostré en el aire, suspirando varias veces al
hacerlo, como si estuviera oyendo una milonga campera o a Atahualpa
Yupanqui. Gracias a Dios no hubo más riñas ni gritos. Trataba de ce-
rrar correctamente ese círculo; me pesaba que Matías tuviera solo unos
meses de nacido. Hace más de un año y medio estaba completamente
tirado en el suelo, llorando mis pecados y desdichas; hoy tenía otro
aspecto, otras ideas. Los estragos de aquella tragedia se fueron convir-
tiendo en efusivas anécdotas de superación y grandeza.
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UN NUEVO AMANECER
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a tu vida.
—Me atraía su experiencia en los negocios; nunca había dejado
de admirarla. Me sentía presuroso de reflejarme en sus ojos.
—Sí, me gustaría intentarlo.
Creo que ambos queríamos alejarnos de sufrir un nuevo colapso.
Con los ojos irritados y el pulso discordante, ella me escuchó muy re-
ceptiva cuando le comenté mis temores, mis aciertos. A partir de ese
día fuimos muy discretos ante los demás; en la oficina nadie sabía que
éramos novios.
Por primera vez la toqué de una manera diferente.
Después de algunos meses de estar operando con finanzas sanas,
decidí traer a mis padres, a México. Me sentía confiado y entusiasta
por el panorama general; superábamos constantemente las expectati-
vas de nuestros clientes. Ganábamos más dinero en menos tiempo, en
el pecho me palpitaba la idea de que por fin podía cumplir todos mis
sueños. Sin premeditación añoré en mis oídos las palabras de mi viejo,
de ese hombre tosudo y arrogante que me forzaba a pelear con mis
amigos y enemigos: “el mundo es para los valientes”.
Le pedí a Angélica que me acompañara a recoger a mis padres al
aeropuerto; estaba emocionado, orgulloso y sensible, como si acabara
de ver la película “El campeón” del director Franco Zeffirelli. Cuando
los abracé me sentí liberado, tenerlos a mi lado me daría fortaleza y
seguridad. Sé que atravesaron temerosos la puerta de llegadas inter-
nacionales, pero ya por la tarde su semblante cambió, fue algo muy
bello ver de nuevo a Mabel en mis brazos; lloramos todos, propios y
extraños en ese reencuentro. Cuando Manolo entró a la casa que les
renté, tomó a Mabel y se aferró a ella, y le pidió perdón por todos sus
pecados. No había mucho qué esconder, ante Dios hacemos las cosas
buenas o malas, ahí están.
—Olvida ya eso. Estamos juntos. Finalmente estaremos todos
juntos de nuevo – señaló Mabel emocionada.
Meses después conocí a la pareja de la hermana de Angélica: Gui-
llermo, un gordito simpático de cejas pobladas y ojos expresivos.
Me percaté por sus comentarios y las caras de su pareja, que le gus-
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realmente queríamos estar juntos y disfrutar el uno del otro. Fue así
como decidimos ir de vacaciones a mi tierra, Argentina.
Hablé con Mabel esa noche; le comenté que estaba programando ir
a Buenos Aires. Quería llevar a Angélica para que conociera mi barrio,
mi tierra, el origen de mis costumbres. Le pareció que el plan era fan-
tástico. Dos días después conseguí los boletos a muy buen precio. An-
tes de irnos renovamos los coches de la casa. Nos sentíamos confiados,
nuestra relación iba de maravilla y los negocios viento en popa, así que
tomábamos riesgos más grandes. Varios millones de pesos estaban en
la mesa de juego, y nosotros sólo apostábamos a ganar.
Al llegar a La Boca, me sentí envuelto de expectativas perennes y un
espíritu voluntarioso; la parte salvaje de la Brujita y la revoltosa del Che se
quedó miles de kilómetros atrás, pero no podía evitar tener la carne viva.
Mi piel estaba llena de nostalgias y sentimientos encontrados, esa inquie-
tud callada a través de los años. Era como abrir una caja de Pandora, recon-
comios, deseos, heridas, desvelos, droga, delincuencia, todo ahí expuesto
ante mis sentidos; las pandemias me acariciaban nuevamente el alma, de-
seando despertar una vez más después de un periodo tan largo de absti-
nencia. Pero ahora la adrenalina que antes sentía al robar la canalizaba en
ayudar a otros. “Desde hace varios años miras la necesidad de los demás
como algo tuyo”, me recordó la voz en mi cabeza. Gracias a ese sentimien-
to ayudé a mucha gente. Orgullosamente Mabel me lo había enseñado así.
En cuanto pisé suelo argentino la justicia me llamó a rendir cuen-
tas. Mi ex mujer había interpuesto una demanda judicial en mi contra;
injustificadamente Sandra aprovechó mi visita para detenerme, exigía
el pago de 15 mil dólares como gastos no entregados de nuestros hijos.
Perdí una semana entera en vueltas a tribunales, bancos y firmas. El
asunto se cerró en un solo pago de 10 mil dólares.
Mi error fue no guardar los recibos de todo lo que le había deposita-
do. Lo hice de buena voluntad para Melina y Kenan, jamás me esperé
que ella me diera un golpe tan duro.
Hoy sé que la gente suele verse tentada por algo así, valorar más
los pesos que una relación en paz. Hablaba con ella cuando podía, so-
bre todo por conocer la vida de mis hijos y, jamás en sus palabras dio
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Espero que los jóvenes, las mujeres y todo aquel que lea este libro
encuentre aliento para alcanzar todas sus metas, y que sepan que lo-
grando tener una visión más allá de sus miedos y problemas pueden
llegar a tener la vida que siempre han soñado.
Tras este largo camino, luego de caídas, tropiezos y raspones, de
luchar, insistir y persistir, encontré mi propósito: compartir a través de
ponencias un mensaje de fe y esperanza; transmitir que es posible salir
de cualquier adversidad y alcanzar la gloria. Tocar la vida de miles de
personas y ayudarlas a despertar su verdadero potencial.
El telón está a punto de abrirse. Habrá más de diez mil personas
esperando escuchar mi voz. Están impacientes, expectantes. Siento sus
corazones acelerados. En cinco minutos daré una magna conferencia
sobre la vida, la prosperidad y la congruciencia, y al hacerlo comparti-
ré mi experiencia de vida…
¡JÁMAS TE RINDAS!
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DEL INFIERNO
AL CIELO
Se terminó de imprimir en Mayo del 2017
en los talleres de Editora y Distribuidora Multilibros S.A. de C.V.