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Cuentos negros de la bohemia italiana CAMILLO BOITO Y OTROS. Prélogo, traduccién y notas de Pablo Ingbers ‘ssn agro dea hemi alana! Cail Bo. ‘li pogo de able Maro ager Ire Cao ha tet de Boon Ate Lesa 2085-152 py 1912 om ‘Raines 36 “Teas ogy nora de Pablo Maco age anova 80-0909 lan 2. Naa ean Ba, ab Marten. Coles Aivenin Primera ener ee sect: 2020, © Boal Loma 54.2009 ‘woreiallondhcomar Teal oils alan: Ln coro, Unouind mart ater ners Un scams logan ISHN 9749500373692 Dopo lena DL AS01152 2020 queda beet depo gor masa ey 1.723, To dee argenina "Tend: 1.00 depres np on Exp Pred Spa Ingen elie de ovembrede2000, “Sagrtie SL, Pane Cars 6 ‘tas Hareloay pat indice Prologo, por Pablo Ingberg 9 CuENTOs NEGROS DE LA BOHEMIA ITALIANA Camillo Boito, Un cuerpo 1s Igino Hugo Tarchetti, Un hueso de muerto 77 Arrigo Boito, El alfil negro an Luigi Gualdo, Una apuesta 121 Prélogo Entre 1860 y 1880, cuando la Italia recientemente independizada y unida se adentraba a paso firme en Ja marcha final hacia la conformacién de su terri- torio tal como hoy lo conocemos, unos cuantos j6- venes lombardos y piamonteses, con base principal en Mili, pintan cuadros o escriben narraciones y poemas que la tradicién atribuye en conjunto a una especie de movimiento artistico, en sentido amplio, designado con el mote de scapigliatura, palabra que fuera de ese contexto se traduce como “desenfreno” y en ese contexto se ofrece como equivalente ita~ liano de la boheme francesa de la época, es decir, grossissimo modo, una forma de anticonformismo burgués. Ese sentido del término francés proviene de un folletin de Henry Murger, Scenes de la vie de boheme, reunido en libro en 1851 y fuente, entre otras obras, de la dpera La bohéme de Giacomo Puccini. El equivalente italiano, a su vez, proviene dela novela La Scapigliaturae il 6 febbraio, dada a conocer en 1862 por Cletto Arrighi, seudénimo literario de uno de aquellos j6venes. Nunca se trat6 de un movimiento orginico, sino de una confluen- pnoLoco cia de inquietudes ¢ intereses artisticos, literarios, y sociales cuyos referentes principales eran, en el campo de la literatura, E. T. A. Hoffmann, E. A. Poe y Charles Baudelaire. Los cuentos “negros” de estos j6venes scapiglia~ 1i (literalmente “desmelenados, desgrefiados”) de alli y entonces no son necesariamente fantésticos, aunque a veces lo sean. Tienen algo de gotico en el tono sombrio, oscuro, pero no siempre son de te- rror, aungue a veces lo sean. Tienen por momentos algo de romantico en la exaltacién de las pasiones y del tono, pero no les es ajena la cruda realidad, sin llegar a ser, sin embargo, realistas, porque apuntan a explorar las zonas ocultas, oscuras de la reali- dad, lo misterioso y lo inexplicable en lo cotidiano, la dualidad entre visible e invisible. Tienen algo de ‘experimentaci6n con las formas, en esa linea que desembocaria en las vanguardias de principios del siglo siguiente. Y tienen, sobre todo, mucho de ex- ploracién del lado oscuro de la mente humana. ‘Asi describe esta clase de cuentos el escritor y cxitico italiano Gilberto Finzi {mi traduccién): La estructura de més o menos todos los cuentos -scapigliati es lineal: un antecedente explicativo se- ‘guido de una primera parte que narra la normalidad y la cotidianidad del personaje; entonces un hecho anémalo cualquiera, que representa la transgresién, PRoLoGo hace estallarel absurdo, Tienen cabida siempre la pe- sadilla, lo anormal, la muerte, el suefio de la muerte, la vida alternativa, el suicidio, el amor extravagante, horripilante y necréfilo. Tienen cabida Ia enferme- dad, elespiritismo, el magnetismo animal y una pa- rapsicologia que naturalmente se adapta a los cono- cimientos cientificos y tecnolégicos de la época. El hecho que hace saltar el resorte de lo diverso marca la salida de la cotidianidad y de su seguridad aparente. A continuacién, restimenes biograficos de los ‘cuatro autores incluidos en esta antologia: Camiito Borro (Roma, 1836-Miln, 1914): Hijo de una condesa polaca, estudia arquitectura en Venecia, se refugia un tiempo en la Toscana por sus ideas antiaustriacas y finalmente se instala en ‘Milén, donde ensefiaré arquitectura durante casi cincuenta afios. El més famoso de los varios cuentos que escribi6 es Senso, sobre el que se basa la pelicula homénima de Luchino Visconti. Icio Uco Tancuerrt (San Salvatore Monfe- rato, 1839-Mildn, 1869): Hizo carrera militar, que en 1865 abandoné por problemas de salud para ins- talarse en Milén, Alli se consagré a escribir febril- ‘mente para ganarse la vida, en revistas y periédicos y también cuentos, novelas y poemas, hasta morir PROLOGO, tuberculoso a los treinta afios, como un personaje dela bohemia sobre la que escribfa. Algunas de sus ‘obras se publicaron péstumamente, entre ellas la mis recordada, la novela Fosca. Arnico Borro (Padua, 1842-Milén, 1918) Hermano menor de Camillo y amigo de Tarchetti, cestudié miisica en el Conservatorio de Milin. Via- j6 por varios paises europeos y en 1866 combatid tun par de meses en las filas de Garibaldi. Escribié poemas y algunos cuentos. Compuso la mtisica y cllibreto de la 6pera Mefistofele, pero se lo recuer- da sobre todo como excelso libretista de las 6peras, Simon Bocanegra, Otello y Falstaff de Giuseppe Verdi Lu1ct Guapo (Milin, 1847-Paris, 1898): Des- de nifio, llevado por su madre, frecuenta Paris, que termina siendo su segunda patria. De familia aco- modada, no necesita trabajar. En Milén es amigo de Arrigo Boito y de algunos colegas scapigliatis en Paris frecuenta entre otros a Théophile Gautier, José-Maria de Heredia, Stéphane Mallarmé, Escri- bi6 en italiano poemas, cuentos y dos novelas, y dos novelas en francés. PABLO INGBERG Cuentos negros de la bohemia italiana CAMILLO BOITO Un cuerpo ‘Tomado de Storellevane, Milano, Treves, 1895 (3* edicién coveegida y aumentada). Publicado por primera vez en Nuova Antologia, a. V, vol. XIV, giugno 1870. Mi compaiiera no sé si era ninfa o duende. Yo Ia llamaba con el verso de una vieja copla: La ra- rita del campo de flores. Tenia dieciocho afios. De vex en cuando se liberaba de mi brazo para huir a la hierba verde de aquellos hermosos prados del Prater. Algunas veces yo la corria por detras, y ella me esquivaba, girando alrededor del tronco enorme de un roble, y lanzéndose por todas partes con saltos de gacela; algunas veces la dejaba ir, y ella entonces, vigndose lejos, se paraba, se tendia en la hierba y me esperaba jadeante. Al acercar- me a ella, miraba todo alrededor si alguien nos vefa. Apoyndose en los brazos, ella tiraba atras el cuerpo flexible, que se combaba como el asa de un vaso griego. Yo me inclinaba y le daba un beso. Después le decfa: Carlotta, fijate que se te ven los cordones de las medias. Y ella entonces, levantindose de un salto, se sa- cudia la falda del vestido color rosa y con amable ironfa me susurraba en el of ~dEstés celoso de la luna que nace? 7 Estabamos de hecho completamente solos en quel rincén del parque, y los rayos de la luna em- pezaban a vencer la Inz rojiza del creptisculo. A lo Iejos se ofa una gran alegria de sonidos y de cantos: as mil voces de un pueblo de fiesta. A través de las frondas se vea encenderse una lmpara, luego otra, Inego otra més, y asi sucesivamente, hasta que los Arboles dibujaron su forma negra sobre un alegre incendio de luz amarilla. ~Paremos aqui dijo Carlotta-s vayamos a sen- tarnos en ese banco. ZNo sientes tii también en el alma una dulzura serena y como muchas ganas de soledad? YY suspiraba suavemente, y me apretaba la mano, y alzaba los ojos htimedos y sonrientes al cielo. Yo estaba por contestarle, pero me truncé la palabra el ruido de pasos cercanos. Un sefior esmirriado y alto, vestido de negeo, que pasaba delante. Carlotta, al verlo, tembl6 toda, sofocé un grito y se aferré a mi cuerpo. ué pasa, querida? ~pregunté todo agitado. Nada, nada—contesté Carlotta- me dio miedo. Es una nifierfa. Perdéname, Y mientras yo, apretindola por la cintura, queria hacerla sentarse de nuevo, ella se escapé, diciendo: ~Vayamos, te suplico, al Wurstel-Prater. Necesi- to distraerme -y me aferré la mano y, casi corrien- 18 do, me arrastté por el medio de la muchedumbre yde la luz. ‘Ante mis interrogaciones, replicaba que era un recelo y me juraba que me explicarfa el asunto otra Pero ese hombre te hizo algo malo? ~insistia yo. -No. {Te quiso cortejar? =iOh, no, no! “Pero dime al menos site habl6 alguna vez. =Nunea, te lo juro. ~eY entonces? ~En resumen es una tonteria. Tela cuento mafia- na. Ahora, disculpa, no quiero pensar en eso -y se planté derecha frente a una caseta de titeres. La comedia era de las habituales: una chica que esconde a los amantes en el arcén de la harinas el diablo que se lleva de la mesa el vino y las viandas, yuna vieja que vuelve a poner bandejas y botellas, yeel otro que la aporrea, y cosas de nifios por el es- tilo. Luego entraba en escena un cajén de muerto, ¥ dos sepultureros echaban dentro a la vieja, y gol- peaban con los martillos para clavarla, y se ponian el cajén a hombros, fingiendo que se iban, cuando de pronto un conejo, un conejo blanco de verdad, arrojando la tapa, salfa, con infinitas risas de los, nifios, de las nifteras y de los cabos y sargentos que 19 estaban comiéndoselas con los ojos. Carlotta, que se habia tranquilizado un poco y empezaba a sonteir, finalmente se ofuscé de nuevo y me pidié que la acompafiara a otro lugar. Yo ya me habia dado cuenta, en los cuatro meses que llevabamos juntos, de que Carlotta, no obstante su humor alegre y la salud de su cuerpo, tenia mu- cho miedo a la muerte. Todo lo que en de un modo u otro pudiera recordérsela bastaba para hacerla palidecer y temblar. Por el costado de los hospitales no queria pasar nunca; y una vez, que fbamos en carruaje al Augarten, le orden6 al cochero que do- blara por una calle lateral, para no acercarse por la Taborstrasse al hospital de los Fate-bene-fratelli. Si vyefa a lo lejos un funeral, volvia hacia atrés, 0 se re- fugiaba en una tienda, girando la cabeza hacia otro lado. No queria leer sobre muertos ni sobre enfer~ ‘mos, ni ofr hablar del tema. Toleraba la compafiia de los médicos, pero la de los cirujanos le resulta- ba insufrible; y un dia en que, en una cerveceria, Dumreicher me cont6, en la conversacién, no sé qué extrafio caso de autopsia, Carlotta, que estaba con- ‘migo, se sintié mal. Se recuper6 enseguida, pero por veinticuatro horas esos hermosos labios suyos no quisieron formar su risa habitual. Yo tomaba tales extravagancias como expresién involuntaria de una sensibilidad excesiva; las perdonaba, las respetaba, ‘me gustaban més bien en aquella alma sin malicia. Elalma era de nifia, pero el cuerpo era de diosa. La comparacién con las estatuas griegas s6lo puede dar una idea de aquellos miembros esbeltos, vigoro- 05, de acero templado. Se parecia alas amazonas,a las Dianas cazadoras de Escopas y de Praxiteles; te- nia incluso los movimientos de las Venus calipigias, de las Venus acurrucadas, de las Ninfas acostadas, de Psique cuando estrecha a Amor. Cleémenes hijo de Apolodoro sin duda le enseiié a pavonearse, des- pués de haberle hecho la iltima caricia a la Venus de los Medici. Su rostro recordaba la cabeza de aquella amable Euterpe que esta en el museo de Berlin: la nariz nose separaba de la frente mas que por una dulcisima si- nuosidad; los ojos largos, un poco levantados hacia elcentro de la cara, parecfan trazados.con el arco de ‘un compas; los labios firmes bajaban un tantillo en los extremos, uniéndose por dos cavidades casi im- perceptibles a las fosas nasales; el mentén dibujaba con las mejillas la curva invertida de una perfecta parabola. La Euterpe tiene el cabello encrespado y se adivina que es rubio; el de Carlotta era rubio y encrespado, y componia, para anudarse detras, como en la figura antigua, dos anchas trenzas que daban vuelta por la frente y sobre las orejas. En el rostro de Carlotta no habia por otra parte nada de sa frialdad un poco desdefiosa y solemne, que es casi siempre el caracter de los rostros griegos; mas bien en la perfeccién antigua de la forma Ilevaba las seftales de una alegria facil, abierta, buena: y los ojos azulados completaban el retrato del alma ingenua. En cuanto al color, el esplendor de Tiziano y la fineza de Van Dyck no habrian bastado. En aquel cindido se notaban pasajes admirables casi del azul al bermell6n: bajo la piel lisa, fresca, transparente corria la vida fervorosa. Aquella mujer era el sim- bolo de la gracia, de la fuerza, de la salud. En Vie~ na, ciudad de hermosas mujeres, cuando yo iba en compaiifa de Carlotta, la gente de daba vuelta con admiraci6n. Una mafiana, en Graben, el raro Raal, que estaba pintando entonces los frescos del Arse- nal, prorrumpié en esta exclamacién: iAh, si pudiera tener a ésta de modelo para mi Alemania! -y la saludé sacdndose respetuosamente el sombrero. El Wurstel-Prater estaba leno de teatros de 6pera, de comedia, de pantomima, ecuestres, fan- tésticos, de panoramas, de linternas magicas, de tiendas de café, de salas de concierto, de tiros al blanco, de casas de fieras, de galerias fotograficas, de masicos ambulantes, de juglares, de saltimban- quis, de vendedores ambulantes de toda clase de cosas, de cervecerias sobre todo. Miles y miles de personas paseaban por alli, parandose quien aca, quien alla, entrando quien en una, quien en otra caseta, comprando tal una cosa, cual otra, chocén- dose, apitiéndose por todas partes, pisandose los pies, siempre con cordialidad tolerante, con cor- tesfa tosca, pero efusiva, La risa salia de aquellos labios gruesos en abundancia, como entraba la cer- vera en aquellos gaznates. Las cervecerias, algunas constituidas de ricos salones, decorados de sedas, de terciopelos, de festones y de flores, muchas otras compuestas de una pequefia barraca de madera y de un inmenso vallado todo sembrado de mesas y de taburetes, estaban abarrotadas a pleno. Quien no encontraba donde sentarse, se tendia sobre la hierba magullada, Las muchachas lozanas y grici- les corrian sin pausa, llevando decenas de jarras de cristal, colmadas de cerveza de mbar con espuma de plata, Las farolas, los fanales, las limparas de techo, los farolillos de cien colores y de cien formas iluminaban de diversas maneras aquella vasta esce- nna: por una parte todo nadaba en luz, un poco lejos toclo se escondia casi en la oscuridad. Mirando ha- cia arriba se vefa destellar las hojas hiimedas de los grandes arboles, y centellear las profundidades del cielo. El alboroto babélico, el estrépito infernal te- nia algo de misterioso. En medio del hablar confuso y de las carcajadas de tantas bocas innumerables, se ofa a ratos la armonia de una orquesta, el sonido ronco de la trompeta de los funémbulos, la nota sibilante del pifano de un educador de ratones, el 23 rugido de un le6n desde su jaula o el gaftido de un perro extraviado, E] Wurstel-Prater era la delicia de Carlotta. Se divertia con todo. Ante las ocurrencias de los paya- sos lanzaba las més copiosas risotadas; delante de las marionetas estaba con la boca abierta; queria oir hasta la petoracién el sermén de los charlatanes. Una vez me hizo subir junto con ella al estrecho asiento de un columpio; Inego a la carroceria de tuno de los carruseles mecénicos, y, corriendo en circulo rapidisimamente al son del inmenso érgano, mi, que sentia casi que me vena un mareo, ella me ‘mostraba bromeando los dos delfines de madera, que fingian tirar de nosotros, y nos comparaba, con infantil complacencia, a si misma con Anfitrite y a mi con Neptuno. Lo tinico que no le gustaba eran las figuras de cera. Pero aquella nochecita Carlotta habia cambia- do de humor, parecia preocupada por algtin pen- samiento sombrio, miraba distraida, sonteia poco. Delante de un circo ecuestre, donde, sabiendo que le ‘gustaban mucho los caballos, queria llevarla, ofmos «que nos saludaban unas cuantas voces. Eran padre, ‘madre, cinco hijas, la sirvienta y la cocinera: toda la familia del serio empleado de la oficina del censo, el cual nos daba en alquiler una parte de su departa- ‘mento, cuatro habitaciones en el Franz Josefs-Quai, junto al ancho canal del Danubio. Se dirigian al 24 ‘Smnibus para volver a casa y Carlotta me pidié que la dejara ir con ellos, diciendo que se sentia un poco cansada, que una hora después la encontraria més contenta que nunca y que (lo murmuré con una di- vvina sonrisa) me queria todavia mas de lo habitual. Me quedé solo en medio del gentio. I Me dirigg despacio a una cervecerfa modesta, fuera del fragor, donde tenia la costumbre de sorberse ‘ocho o diez jarras de cerveza precisamente a esa ho- ra un amigo mio queridisimo y firmisimo, el doctor Herzfeld, Era diez afios mas viejo, 0, mejor dicho, ‘menos joven que yo, que tenfa entonces veinticua~ tro: chiquito, gorducho, rojo de cara, con dos ojitos certileos desde los que saltaban chispas. El ejercia la medicina y yo era pintor. Nuestros estudios ataiiian en un punto a la anatomia, por la cual él no sentia ninguna inclinacion y yo sentia una aversibn casiin- vencible, Esta repugnancia habia puesto como una fiera a mi viejo maestro, y me habia echado encima las bromas de mis colegas; de modo que, de vez en cuando, para darme a mi mismo el espectaculo de mi fuerza de voluntad y de estémago, yo me habia 25 esforzado por meterme en la osteologia, en la mio Jogia y en otras investigaciones del cuerpo humano. Desde hacia cuatro meses Carlotta, a la que no le hhablaba nunca de esas feas melancolias, habia con- tribuido a alejarme por completo del nauseabundo estudio. Herzfeld no estaba solo. Conversaba con un se~ fior. Apenas me divis6, se levant6 y, corriendo a mi encuentro: Hace un siglo que no nos vemos ~dijo. Estoy muy ocupado ~contesté— y hace de veras tun buen rato que deseaba estrecharte la mano. ~Si, si-replic6 Herzfeld, con cierta risotada ma- ligna usual en él, que queria parecer sardénico y estaba lleno de bondad-, si estas atareado en ser el hombre més feliz.de la tierra. Te perdono. Dios ‘quiera que ya no tengas munca més necesidad ni de amigos, ni de cerveza ~y me ofrecia su jarra, que una chica sonrosada acababa de traer en ese momento y en la que bullfa atin la espuma. Luego, indicandome al sefior que tenfa al lado, le dijo mi nombre y, sefialindome a mia aquel sefior, profirié con vor Ilena de respeto la sola silaba: -Gulz. ~:Carlo Gulz? Elsefior, poniéndose de pie, hizo una ligera sefia afirmativa con la cabeza. ~¢Carlo Gulz, el anatomista? 26 Hizo otra sefia afirmativa y volvié a sentarse, después de haberme indicado con la mano que hi- ciera otro tanto. Las razones de mi estupor eran dos. Carlo Gulz ya tenia un nombre célebre entre los cientificos y los artistas alemanes. Su magnifica obra sobre la Anatomia estética ya llevaba publicada més de tres afios y yo, en uno de los breves periodos de mi fa- tigoso estudio anatémico, la habia leido de cabo a abo. Ahora, donde yo me esperaba encontrar a un hombre de edad bien avanzada, he aqui que veia a un joven de aspecto casi infantil. Era alto de es- tatura, pero muy esmirriado, como un chico que hubiera crecido antes de tiempo; usaba anteojos, y tenfa, bien mirado, alguna arruga en la frente, pero elcabello rubisimo le bajaba en ondas por los ribetes del traje negro y el mentén no estaba adornado de otra cosa que una barbita amarilla, que parecta de imberbe. La fisonomia revelaba una placidez con- entrada y triste, Vi luego que, al hablar, la nariz, dibujandose en ligera curva aquilina, le daba a ese rostro cierta extraiia expresion de firmeza rigida y asi siniestra, expresi6n aumentada pot el carécter de la voz, de sonido dulce, pero que salia a saltos, ‘con impetu duro. La segunda causa de mi estupor estaba en una vaga semejanza de Carlo Gulz con aquel hombre, del que no habia logrado divisar los rasgos una ho- 27 ra antes en la sombra del crepiisculo, y que habia hecho temblar y gritar a Carlotta. Carlotta sabia ‘que aquél era un anatomista? ¢Podia bastar eso para que, aun siendo tan quisquillosa, le viniera un susto tan fuerte? Pero, sobre todo, ano me engafiaba tal vex una facil analogia de estatura, de delgadez, de porte, de traje? Esos estupores y esas sospechas me atravesaron el cerebro en un destello y no hice ningtin esfuerzo para dirigir un calido elogio a Gulz por su libro, el cual, decia yo, habia hecho progresar al mismo tiempo el arte y la ciencia. El contesté con mucha simplicidad, pero con profunda conviccién: Ese libro, sefior, es una obra juvenil, incomple- ta y floja. Mi nueva teoria necesitaba muchisimas pruebas y un amplisimo desarrollo. Ahora estoy ocupindome del asunto, y dentro de siete aftos, sila naturaleza me ayuda, el trabajo estar presentado. =a usted vive mientras tanto en medio de ca- daveres? Diez horas por dia, regularmente. En nueve afios, desde que investigo la belleza del cuerpo hu- mano, no recuerdo haber robado horas a mi enca- recido estudio salvo una docena de veces y, se lo aseguro, no por culpa mia. El tiempo empleado de dia en iren busca de modelos vivos yen estudiarlos se readquiere de noche. ;Pero por desgracia el azar 28 ‘no quiere permitirmelo con frecuencia; por desgra- cia sucede bastantes veces que los modelos perfectos van a terminar sobre mi mesa de marmol blanco! ~iNueve afios leva estudiando el cuerpo del hombre, doctor! Usted debia de ser bien joven cuan- do empez6 sus indagaciones anatémicas. ~Cuando comencé a ocuparme del hombre, te- nia mas de veinte afios; pero ya de chico me ocupé de otros animales. Vivia en el campo y mi padre era veterinario. Recuerdo que, apenas acababa de almorzar, corria a hacer mis tareas escolares en una especie de establo exclusivamente mio, lleno de paja- 10s, de gallinas, de conejos. Una vez.que terminaba de mascullar sobre gramatic zarzaba en mis investigaciones y en mis experiencias infantiles. Mi padre hacia las diez de la noche venia ‘a agarrarme de las orejas y me arrastraba a la cama. Con frecuencia esperaba a que todos estuvieran dur- miendo, volvia a vestirme y en puntas de pie volvia despacito a mi establo, donde a veces el chillido de alguna de mis bestias me traicionaba y tenia que abandonar, llorando, el fruto de la operacién. Pasé entonces a los perros, a los gatos, a los caballo... ~Y publicé ~interrumpié Herzfeld, que hasta ese ‘momento habia escuchado en silencio-en la Revis- ta universal de Anatomia un estudio titulado: “La © aritmética, me en- indole moral de los animales domésticos investigada anatémicamente”. 29 ~Exactos y tenia dieciséisaftos. ~Conozco el escrito. Es la obra de un viejo, no la obra de un muchacho. Pero quien quisiera deducir el caracter personal del hombre a partir de los huesos y de los misculos... Haria en parte lo que hago yo -not6 Gulz-s y no empecé yo, ya que después y antes de Gall y de Lavater otros cien intentaron las mismas investiga~ ciones. Pero écon qué fruto, doctor? Con poco, es cierto; porque sus sistemas eran incompletos. No s6lo las formas externas del cuer- po hace falta mirar, no s6lo las gibosidades del cra~ neo, sino la maquina humana toda entera. Todo se conecta, todo se atina. Lo que la mayoria llama alma forma una sola cosa con lo que todos suclen Hamar materia. ~@El pensamiento es materia? ¢Cémo lo demues- tra, doctor? ~pregunté yo, retomando el didlogo. ~2¥ usted cémo demuestra, disculpe, que el pen- samiento es espiritu? ¢Qué-es ese espiritu, qué es esa alma? La vanidad del hombre ha querido crearse dentro cierto no sé qué, distinto de las moléculas y de las fuerzas de la naturaleza. La idea de semejante privilegio repugna, porque rompe las leyes del uni- verso, y debe parecer pueril, porque en el fondo no dice ni explica nada. {No le parece a usted més na- tural creer que los pensamientos y los sentimientos 30 ‘no son otra cosa que las infinitas y rpidas combina- ciones de étomos infinitamente pequeiios, los cuales se mueven, se agrupan, se sueltan, se recomponen, wuelven a posarse, se reavivan en las celdillas del cerebro? Y asi se explican facilmente el dormir, los suefios, la memoria, el recuerdo repentino, las ra- rezas de la imaginaci6n, el desarrollo ordenado del ctitetio y asi sucesivamente. 2 la muerte? ~Es la putrefaccién de la materia del pensamien- to; la putrefaccién del alma. ~Pero gy las pasiones, y el genio del hombre? ~Con sélo noventa niimeros se forman més de cuarenta y tres millones de quinternos. Péngale que Jas moléculas del pensamiento sean millones de millones y digame si en sus combinaciones no estén dentro todo el genio, toda la ciencia y todas las pasiones humanas. Seguro, la madre que llora por el hijo enfermo, Ja mujer que abraza al amante, Goethe que escribe el Fausto, Alighieri que dicta La Divina Comedia... —Cristalizaciones, por asi decielo, singulares y :miiltiples; fenémenos, de los cuales no se ha encon- trado todavia el modo ni el porqué. Se encontrara. ~2& podremos entonces, disculpe, doctor, renovar enn laboratorio de fsica, de quimica ode anatomia el proceso de la mente de Wolfgang y de Dante, las ligrimas de la madre y la sonrisa de la novia? 3K En pequefia parte, zquién lo sabe? Pero siempre, entendémonos, en pequeitisima parte. ~iMenos mal! porque los medios de los que el hombre pue~ de disponer son infinitamente menores que los que tiene en su poder la naturaleza, y porque la habil dad de la naturaleza es infinitamente superior a la de nuestras manos. Nosotros conocemos, por ejem~ plo, de qué sustancia est compuesta la rosa, cmo germina, cémo se nutre, cémo respira, cémo crece, cémo florece, cémo prolifera; pero, aunque una rosa no piense, gpodremos nosotros, por nuestra capacidad, reconstruir una rosa? Advierta, sin em- bargo, c6mo hoy los instrumentos se perfeccionan ¥ clojo del hombre se adiestra. Es asi que ya nosotros sabemos reproducir en la cara de un cadaver con la simple corriente eléctrica las expresiones de la vida: la sontrisa, la sonrisa maliciosa, el gesto del despre cio, el del orgullo ofendido, el severo arrugarse de la frente, la mueca de alguien que siente un mal olor, o la irradiacién serena de un rostro jocundo. La pila voltaica, el microscopio, los reactivos quimi- 0s, las operaciones quirirgicas, las observaciones, médicas, gqué maravillosos progresos no han hecho cumplir al estudio del cuerpo humano? 2¥ no le falta beneficiarse mas del magnetismo, y, quién lo sabe, de algtin otro fluido desconocido hasta ahora? Quin puede decirle a la ciencia: é 32 2Quién habria adivinado que un pequefio prisma de vidrio pudiera bastarle pocos afios atras a un hombre para descubrir que en el sol arden algunos ccuerpos simples, desconocidos para él y para todos en la tierra? Y el sol nos ha ensefiado a encontrar el rubidio, el cesi es mucho decir, experimentamos el sol. Delante de tuna tinica figura tenemos que inclinarnos y adorar: delante dela figura de la Ciencia. Diciendo eso, el rostro de Carlo Gulz habia adoptado una expresién solemne y mistica. Los ojos le chispeaban, y su frente parecia enorme. Al pro- nunciar la palabra “ciencia” se habia puesto de pie y,sacdndose el sombrero, habia elevado la mirada al cielo. “En ese hombre”, pensé, “hay un sacerdote”, y bajé con respeto la cabeza. Después de una breve pausa continué: ltalio, el indio. Nosotros, y ya ~Yo vivo para la ciencia, Nunca amé, nunca sufti, nunca me alegraré por otra cosa que por la ciencia, En las horas de placer la abrazo; en las ho- ras de desénimo la invoco; en las horas de orgullo le erijo un altar. Pero el hombre que estudia siente las manos atadas. No estamos més, es cierto, en los afios de Vesalio, que tenia que desenterrar durante Ia noche los cadaveres medio podridos en el cemen- tetio de los Inocentes, o descolgar de las horcas de Montfaucon los cuerpos ya casi devorados por los cuervos y los buitres. Y sin esa audacia suya subli- 33 me, los hombres no habrian tenido aquel famoso tratado de Anatomia, que se publicé en Basilea en 1543 ~@Con dlibujos de Kalkar, me parece? ~Exacto. Ya Vesalio lo mands el Tribunal de la Inguisici6n a Jerusalén en penitencia, s6lo por- que, al verificar cierta induccién, ereyé necesario romperle las costillas a un hombre al que le latia el corazén, Es para horrorizarse. ~¢Para hortorizarse, por qué? Ustedes no se horrorizan, no gritan vituperio y sacrilegio, creo yo, cuando por la tozudez de un ministro o de un principe, cuando para conquistar un pedazo de tierra, que una naci6n le roba a otra, expiran en- tre los espasmos mas tremendos, en medio de un campo azotado por el sol o en una mefitica sala de hospital, miles y miles de hombres, poco antes sanos, jévenes, hermosos, honestos. ¢Qué ventaja saca de eso la humanidad? ¢Qué beneficio extrae- in los descendientes? ;Cusntas experiencias per- didas! Se lamentan de que los médicos no saben y no los dejan estudiar. ¢Era mas humano Napoleén el Grande cuando ordenaba sus gloriosas e init ‘matanzas, o Ptolomeo cuando le donaba al médico Heréfilo més de seiscientos malhechores, ya conde- nnados al iltimo suplicio, para que, seccionandolos vivos, sacara de sus cuerpos esa ciencia benéfica, 34 que fue de provecho en el curso de los iglos para la vida de millones de hombres? Cosme de Medici, un florentino refinado, hacfa lo mismo con el médico Falopio; y Falopio, que por el solo amor la ciencia ‘experimentaba con lo vivo, zera mas barbaro acaso que él, que Herzfeld, que yo, que por una palabra grosera apuiialariamos sin escripulos a un hom- bre? Usted sabe —continuaba con vehemencia répi- da, pero entrecortada, Gulz, dirigiéndose siempre a mi-, usted sabe que Parrasio, para representar a Prometeo lacerado por el buitre, compré a un pre~ so viejo y venerable, y luego, haciéndoselo llevar a su taller, con un hierto agudo le fue desgarrando el higado y, mientras el viejo agonizaba entre los tormentos mas atroces, el pintor con toda calma observaba, estudiaba, pintaba. Lo sé, Pero esa historia, que hace estremecer, es increible. —La cuenta Séneca, al cual, es cierto, Ja muer- te no le daba miedo, y la cuenta como una cosa absolutamente simple y absolutamente natural. En resumen, aquellos hombres antiguos ponian por encima de toda otra pasién la pasién por la verdad. Para ellos la ciencia tenfa derechos tremendos. La humanidad contaba mas que el hombre. Veian el bien con espiritu grande, con voluntad de hierro, sin ‘melindres de mujercitas, ni temores de muchachitos, ni escriipulos de lelos. Eran hombres. 35 Después de esas palabras el joven se puso de pie, se eché hacia atras, meneando la cabeza, su largo cabello, le tendié la mano a Herzfeld, se inclin6 ha- cia mi y, volviéndonos la espalda, sin decir mas se alej6. ‘Yo me habia quedado aténito, medio maravilla- do y medio asqueados pero Herzfeld, aferrndome del brazo y sacudiéndome fuerte: Despierta -dijo- y vamonos. {No ves que nos quedamos solos? Apuramos el paso. Carlotta me esperaba; pero esa noche conversamos poco, no refmos nada y nos, faimos a la cama temprano. Tl Tres dias después Carlotta se habia vuelto otra vez més festiva que nunca y yo pensaba bien poco y con, tuna sonrisa de compasién en Carlo Gulz, de quien no le habia dicho nada a mi sensible amiga. Yo estaba dandole los tiltimos toques a un cua~ dro grande, ya puesto en su amplio marco. Cada tanto me alejaba unos pasos de la tela para mirarla con satisfaccién; tomaba un espejito y, déndome ‘vuelta, me quedaba un poco contemplando dichosa- 36 ‘mente en él la imagen retratada; luego daba un salto hasta Carlotta y, ponigndome de rodillas frente a ella y besandole las manos, le decia: Ti me has revelado a mi mismo: o esta obra maestra es toda tuya, 0 saliste de mi cerebro. Y la investigaba por milésima ver de la frente a las ufias rosadas de los pies con una mirada profun- da y muy lenta, pero llena de respeto cdndido y de admiracién purisima. Los rayos del sol, que entraban sin obstéculo por la amplia ventana y, alumbrando con una ale- are luz el cuadro, hacfan brillar el oro del marco, de rebote mandaban hacia el cuerpo divino de Car- Jota una lumbre lena de reflejos, que permitia, sin el vulgar contraste de un claroscuro excesivo, el estudio fino de aquellos contornos sinuosos y de aquel color delicadfsimo. Los miembros estaban ‘modelados con cincel. Donde los huesos, no cu- biertos por la firme envoltura de mtisculos y carne, dejaban traslucir bajo la piel, como en la rétula y entre el cibito y el htimero y en el ilion y en la cla-~ vicula y sobre el frontal, su tinte de marfil; donde Jas venas sutiles y ligeramente azuladas se entrela- zaban sobre el color de rosa, mi paleta, después de tun arduo aunque dulcisimo esfuerzo, habia alcan- zado tal perfeccién que me hacia extasiar. Carlotta me enamoraba todavia mas en mi cuadro que en sf misma: mi vanidad me habja embriagado tanto 37 que en alggin instante aquella mujer me parecia la copia viva de la obra de mis manos. Entre bromista y mistico, declamaba a vor en cuello, alzando al cielo los brazos como las figuras orantes de las ca- tacumbas, un verso, que contenfa, en mi opinién, la definicién de tan espléndida criatura, un verso de Terencio en El eunuco: Color verus, corpus solidum et succi plenum. Pero Carlotta entretanto se habia puesto de pie y habia venido muy ligera detrés de mi, echandome los brazos sobre los hombros y entrecruzando las ‘manos sobre mi frente. Giré de golpe, pero ya habia hhuido a su habitaci6n, cerrando la puerta. Un cuar- to de hora después, volvi6 a entrar con su vestido color de rosa. La Aretusa de mi pintura representaba tal cual a Carlotta. Yo habfa levado a fin aquella figura de tamaiio natural y el paisaje en sélo dos meses, trabajando cuatro horas por dia, ya que queria siempre pintar con sol en la habitaci6n; y el sol en aquellos dos meses, por gracia de ella, me habia favorecido todos los dias. La tela era mas ancha que alta. El bosquecillo de tamariscos dejaba ver entre las frondas y las ramas una franja de cielo azul, pero cerraba en la sombra difusa y casi relu- ciente la parte delantera del terreno, donde entre 38 Jos verdes tréboles y los tiernos mirtos y las berme- jas rosas ~Mas decidme, zqué cosas / hay buenas sin las rosas?-," entre las rosas y los mirtos y el trébol fluia, suave arroyo, el cuerpo de la ninfa. Diana, para salvarla de las amorosas persecucio- nes de Alfeo, quiso transformarla en fuente; pero elamor, mas ingenioso que la diosa, ensefié pronto al cazador a transformarse en rio: y las aguas del ‘manantial y del rfo se confundieron y, por debajo de las olas salobres del mar, asi mezcladas, reapa~ recieron dulces y limpidisimas en la costa de Sici- lia, Este mito elegante me gustaba en aquellos dias, ‘en que con el dichoso Anacreonte iba repitiendo, entre otros, estos versos: Quisiera ser vestidura, porque me trujeras puesta; agua quisiera tornarme, por lavar tus manos bellas. Ungiiento quisiera ser, porque conmigo te ungieras; ©, por estar en tu cuello, ser el collar que le cerca. Quisiera ser el corpitio que tus pechos encarcela, 1 Versos de una oda de Anaceeont,ctados en el orignal en un vieja ‘raducién italiana y aga equivalentemente en traducein de Quevedo cu, 39 0, a lo menos, tu chapin: pisdrasme ast soberbia.* Alfeo lo habia logrado mejor; y yo queria pin- tar los dos amores, que se convertfan en uno, Pero al ponerme manos a la obra, habia dejado de lado a Diana, después dejado afuera a Alfeo, y poco a poco la fabula se redujo aun nombre. En torno a ese nombre yo puse por otra parte todo mi afecto y todo cuanto tengo de ingenio. Invocaba a Aretusa como Fausto habfa invocado a Helena. La ninfa, por lo tanto, en su lecho de hierbitas, seguia con los miembros la inclinacién del suelo; el brazo izquierdo, extendido a lo largo del terreno, sostenia la cabeza, de la cual brotaban como olas de oro los cabellos; yla mano derecha se replegaba bajo el ment6n; yel seno aplastaba blandamente las flores variopintas; y el contorno del hombro pro- minente bajaba bien abajo con una curva inefable, luego se levantaba de nuevo en el redondo flanco y volvia a moverse entre redes breves y arcos suavisi- ‘mos hasta el pie. El rostro expresaba el amor cuan- do comienza, entre sereno y afligido: una sonrisa y tun suspiro. Bravo mi pintor ~decia Carlotta~. Me da mu- cho orgullo parecer tan hermosa. Pero deberias pin- 2 Como enlacita anterior, raducién de Quevedo,s6loqueenesteciso lnoda 0X) atibudaenctrostemposa Anscreontenoesenreaidadaays 40 tarme de nuevo, de cien maneras, vestida de odalis- a, de monja, de vestal, vestida de Eva, En el campo, en los tupidos bosquecillos del valle de Brithl, no vas ponerme en este prosaico divan, cubierto por esta desvaida tela verde, sino en la hierba alta de color de esmeralda. -Si, gy si pasara alguien? “Lo dejamos pasar. ¢Acaso no quieres exponer esta Aretusa nuestra en la muestra permanente? Si, es cierto. Ha de ser la primera piedra del edi- ficio de mi gloria. Pero gquién sabe? Los hombres, yen especial los artistas, son tan precipitados hacia la ilusién... -Malvado. Me dijiste incluso que te habfa hecho el cuadro yo. No quiero que se dude de mi sabidu- ria, ya sabes. Ahora, entonces, si quieres exponer a ojos de todos la Aretusa, y dices que Aretusa soy exactamente yo. -Es distinto —repliqué tajante. Pero Carlotta, que vio arrugarse mis cejas, con una sonora car- cajad: ~{No entiendes que bromeo? ~Luego, sin dejar tiempo entre medio-: {Cuando vamos al campo? El cuadro esta terminado. Después de una ve- adura en las rosas, voy a escribir aqui en el rincén, sobre esta piedra, mi nombre, -No,sefior. Tu nombre quiero eseribirlo yo con 4“ -Escribelo como quieras. Maftana a tiempo mandaré entonces el cuadro a la Exposicion, y antes, del mediodfa partiré para Médling. =@Solo? ~Solo, sino te importa. Buscaré répido una casi- ta de campo por allf alrededor. En tres dias, como maximo, la habré encontrado. Tié entretanto pon- dras en orden los batiles, te encargaras de mis colo- res, de mis telas, de mis pinceles. Vendré a buscarte Y partiremos enseguida. ¢Estas contenta? Estoy contenta. Pero, por favor, encuéntrame tuna casa en el valle de Brith, y que tenga al costado ‘un buen emparrado verde. jAy, Dios, ojalé se pudiera encontrar un emparrado de jazmines! Mafana a la nochecita me escribes desde Médling, gno es cierto? ~Te escribiré, angel mio. Pero tii también me es- cribirds, y hards tirar la carta en el buz6n pasado mafiana bien temprano. As pasado mafiana mismo, al volver ala nochecita al hotel, oigo tu voz. que me da las buenas noches. ‘Y seguimos conversando de ese modo, mientras yo iba retocando aqui y all fa pintura y ella por ‘momentos se ponia detras de mis espaldas, por mo- ‘mentos iba a acostarse en el divan, por momentos ‘miraba sus flores en el balcén, por momentos hojea~ ba libros y periédicos. A la nochecita salimos, y ala ‘mafiana siguiente mandé, como habia dicho, el cua dro a la Exposicién y parti con rumbo a Médling. 2 La idea de vivir con Carlotta los meses de ve- rano y de otofio en una casa de campo solitaria, en medio de un delicioso paisaje de montaiias y de bosques, me colmaba de alegria. ;Cuantos lindos proyectos hacia de pereza y de laboriosidad! ;Cémo conciliaba en la fantasia la indolencia dichosa y el animoso trabajo! En un momento sofiaba con un idilio de Teécrito: bajo un olmo las blancas cabras, y la zampoia, y un céliz pintado, leno de vino, y miel y panales. En otro momento maquinaba en micere- bro cien temas de nuevos cuadros: los Nibelungos, la Biblia, la mitologia, la alegorfa, la historia. No ‘me detenia ante nada: la imaginacién corria como el vagén en el que estaba sentado, y los fantasmas de aquélla huian como los postes del telégrafo. Un cable anudaba entre sf, sin embargo, aquellos pen- samientos errantes: el deseo de la belleza. En Médling, almorzando, me informé sobre los chalés que se alquilaban en las cercanias. Ha- bia unos cuantos desalquilados por Laxenburg y Baden; pero detuve mi atencién en una casa de campo, que me decfan compuesta de ocho habi- taciones elegantemente amobladas, con jardin y emparrados, ubicada fuera de la apacible aldea de Teufelsmithle, precisamente en ese valle de Briihl que era el gran deseo de Carlotta. Pedi un carrua- je para la mafiana siguiente y escribi dos paginas, alegres a mi Aretusa 43 Alsalir del hotel para dar un paseo, esperando la hora de irme a la cama, vi brillar la nieve en la cima del monte Schneeberg bajo los rayos del sol ponien- te, Paso a paso, canturreando, fantaseando, fijando los ojos en el cielo, que por una serie de tintes finisi- ‘mos avanzaba hacia el misterioso azul de la noche, entré en la estrecha garganta de un monte, llamada, con el hombre habitual de Klause. Los pefiascos de una caliza rojiza, en parte desnudos, en parte recubiertos de plantas pardas, iban ereciendo en la oscuridad hasta volverse enormes, y me acorralaban, y me apretaban cada vez més. Mis pensamientos, poco antes todos jubilosos, a medida que aumenta- ba la oscuridad languidecieron, se ensombrecicron, hasta que, no sé cmo, el espectro kigubre de Carlo Gulz se adueiié de mi mente. Regresé a paso répido al hotel, me trasegué tres 0 cuatro jarras de cerveza y me dormi temprano, porque estaba cansado. Alia siguiente me desperté con un ruisefior que ‘cantaba. Nunca habfa sentido el énimo rebosante de esperanzas mas enérgicas. El cuerpo y el ingenio estaban frescos, y avispados y vigorosos. Me circun- daba una atmésfera de felicidad risuefia. Mientras, esperaba el carruaje, un momento pasedndome por la calzada, otro momento tendiéndome en la hierba, las tres hojas de un trébol me parecian sublimes y ‘una piedrita iluminada a la sombra de un arbol por un rayo de sol me parecia un milagro. No tuve nun- 44 ca como en aquella hora el intelecto del color. En el verde de una hoja, en el ultramar liso del cielo, en as manchas de las paredes sentia un arte completa, la cual me producia dentro los mismos efectos que la miisica de Beethoven. Las mil gradaciones de los ‘intes, cada una en sf misma, me revelaban algo nue- ‘vo, me sugerian una idea, me suscitaban un afecto. El sentido dela vista, aguzndose, habia encontrado tuna secreta serie de relaciones con el alma. El dolor hace al poeta; pero la alegria hace al pintor. El chalecito cercano a Teufelsmiihle era en efecto delicioso. La fachada de estilo griego tenia un pro- naos de cuatro columnas, el cual terminaba arriba en el timpano, que tenfa en el medio en bajorrelie- ve un arpa enguirnaldada. De uno y otro lado del portico se desplegaban las alas del edificio, un poco ‘menos altas, con cinco ventanas por parte. En la par- te delantera del alzado se abria el patio, protegido por hermosas verjas de hierro; y detras de la casita blanca se extendia el jardin, en el cual, a la sombra de los Arboles, crecfan flores de todas las especies. Yo, corriendo, buscabsa las manchas mas densas y las callejuelas mas escondidas; después me dejaba caet en un asiento de piedra o en un banco de madera en bruto y pensaba entre mi: “Aqui voy a estar con ella leyendo, y entre una pagina y otra, un beso”; o bien: “Yo traeré mi élbum y ella su bordado, y, trabajando, jeusntos discursos viejos, siempre nuevos...!". 45 El buen viejo guardidn del chalé y encargado del propietario me andaba detrés como podia, gritando: Sefiorito, un poco més despacio, por favor. Mi- re tal arbol; mire tal planta; observe el magnifico chorro de esta fuentes contemple las estupendas es- talactitas de esta gruta. Yo lo dejaba hablar y seguia derecho; pero no hu- bo escapatoria, tuve que contentarme con entrar en lagruta para admirar las estalactitas, ya que el viejito habia puesto, parece, todo su orgullo en esa palabra. Por dentro la casa de campo estaba limpia y se- rena como por fuera, Este sera el cuarto de Carlotta ~dije, entrando en una habitacién empapelada de celeste con flores alegres. ‘Tenfa dos ventanas hacia el jardin y una puerta grande al costado: el sol alli debja de nacer y mo- rir. Tenia incluso un retrete turco contiguo, donde vidrios coloridos daban a la luz algo de voluptuo- samente fantéstico: y al fondo estaba, detrés de un cortinaje, la bafiera ~gNo hay “le pregunté al viejo- un emparrado de jazmines? ~Hay -contest6-; y si usted hubiera querido se- guirme quedito quedito y con atencién, se lo habria mostrado. Luego, abierta de par en par la puerta externa de aquella habitaciGn que ya habia destinado a Car- 46 lotta, me hizo pasar a una pérgola cerrada y cubie ta de agraciadas plantas de jazmin real. Arrangué tuna de las florcitas céndidas y aterciopeladas y la guardé en la billetera, pensando en ofrecérsela a Carlotta al anunciarle el descubrimiento de nuestro ido. En pocos minutos el contrato estuvo conclui- do y la sefia entregada. =Nos vemos pasado maiiana ~le grité al encar- gado al subirme al carruaje. -No duide de que estaré aqui esperindolo—con- test6 con una profunda inclinacién. Y el caballo se anzé a un lindo trote exultante; y elcochecito, haciendo resonat festivamente el litigo, canturreaba una loca canciéns y yo me lenaba de aire los pulmones, ensanchando el pecho de alegrfa. IV Alreingresar al hotel de Médling encontré una car- ta de Carlotta, Decia asf: “Amigo mio: jregresa, por favor!, regresa ense- guida. Sino encontraste el chalé,Ilévame de todos modos contigo: estaremos juntos en el hotel unos dias y dejaremos mientras tanto el grueso de las a7 ‘cosas en Viena. ;Si supieras qué triste y asustada me siento cuando no puedo apoyarme en tu brazo! Necesito que ti te rias de mis vanas estupidecess necesito sentirme reprendida por ti con dulzura, a vveces incluso con un poco de brusquedad, por estos caprichos negros que me atormentan el cerebro de vex en cuando; necesito que td, estrechndome fuer- te contra el pecho, me digas: inifia! Me avergiienzo entonces de mi misma y me reprimo. Tid sabes todo de mi, salvo la pequefiez del mo- tivo del que nacen mis miedos. Escribiendo me pon- dré osadas pero prométeme no hablar jamés de los, jamases de lo que a veces me agobia, ya que quiero amarte con coraz6n sereno y boca sonriente. Ya no es necesario que te lo pida, eres muy bueno y ‘generoso conmigo. Hace cinco dias, en el Prater, a lanochecita, yo habia prometido incluso decirte por qué, mientras pasaba por enfrente del banco donde estabamos sentados un sefior alto y laco, me apreté temblando a tu cuerpo; pero ti, adivinando que conversar del tema me habria pesado, no me dijiste nada més. Te contentaste con creer que ese hombre rno me habia hecho nada malo, no habfa intentado ‘nunca cortejarme, no me habfa ni siquiera hablado nunca: y es la verdad. "Una nochecita, entonces, hace ya cinco meses, antes que empezara a estar contigo, fui, en com- pafifa de dos amigas y de dos amigos de ellas, a 48 la Diana-Saal, La inmensa sala estaba tan Hlena de gente en la parte de abajo, que no fue posible encon- Subimos al piso de arriba, que como sabes esté formado por una baranda que cir- cunda la sala y todo alrededor por algunos huecos ‘muy amplios en forma de cuartitos, abiertos hacia Ja baranda. Las mesas estaban todas ocupadas. Ya habfamos dado despacio y en vano la vuelta casi entera a la galerfa, cuando, al pasar delante de uno de los compartimientos, via muchos jévenes que se daban vuelta para mirarme y a uno entre ellos que, trar dénde sentars: para escudrifarme mejor, se habia puesto de pie. Sabes que las mujeres tienen la habilidad de notar todo en un destello, sin que parezca, con el rabillo del ojo. La cara de aquel joven me habia parecido siniestra. Los cristales de los anteojos ocultaban la ‘mirada, el cabello amarillento le caia por la espaldas pero aquel rostro juvenil me causé la impresién del semblante de un muerto (jsiento escalofrios!), de un muerto, que dice: te amo. Dirigié a los amigos unas, palabras; pero no capté mas que el sonido. Mientras tanto, as personas sentadas en el cuartito contiguo se levantaron para salir y nosotros ocupamos su puesto. Uno de los sefiores que estaba con nosotros. habia visto también al pasar al joven rubio y, co- ‘mo lo conocia de vista, nos dijo que era el profesor Gulz, un célebre cientifico, que vive (tiemblo, pero quiero decirte todo) noche y dia con cadaveres. Yo, 49 ue incluso desde nifia fui siempre quisquillosa, sen- ‘i que me congelaba. La orquesta seguia tocando el vals. De pronto las trompetas y los tambores dieron lugar a unos compases apagados; y entonces una vor, la de Gulz, me llegé al oido. Proferia con tono exaltado estas palabras: “Les juro, amigos, les juro en virtud de mi presentimiento, y en nombre de la ciencia, que la hermosa Carlotta”, goomo sabia mi nombre?, “reposard sobre el marmol de mi mesa, para revelar a mi cuchillo el secreto de su hermo- sura”. Volvié el ruido de la orquesta; pero de todos modos no podria haber ofdo nada més, de tan an- ustiada que me sentia. Pedi que nos fuéramos, y nos fuimos de hecho por la parte opuesta al lugar donde estaban Gulz y sus amigos, que por cierto no se habjan imaginado que nosotros hubiéramos podido sentarnos tan al lado, sélo separados por una pared baja y delgada. Aquel asunto me dej6, te confieso, un profundo ‘miedo a la muerte; una inmensa repulsién por los cadaveres; una sensibilidad de complexién que es una verdadera enfermedad, en todo lo que alude, incluso de lejos, a aquellos finebres pensamientos.. Ahi esta el motivo de que haya temblado cuando volvi a ver a Gulz. jAy, Dios, sil juramento de ese hombre terrible se cumpliera! Regresa, regresa rapi- do, amigo mio. Haz que me vuelva despreocupada, irreflexiva, alocada: tengo una gran necesidad de 50 reir y de amar. Allien el valle, nosotros dos, en una hermosa casita, bajo un emparrado de jazmines, seremos dichosos. ¥ luego estas necedades mias se irén curando y no te robaré ni un cuarto de hora de alegra, y seré siempre la rarita del campo de flores’. Son ya casi las diez de la maftana. Quiero salir a echar esta carta en el buz6n, y luego quiero ir por {a orilla del Danubio, con este sol hermoso, a dar un paseo solitario, Ven, te suplico, ven a abrazar mafana atu Aretusa’. No podia partir esa misma noche, porque el tl- timo tren a Viena ya habia pasado, pero le pedi al camarero que me despertara al dia siguiente bien temprano, A las cinco estaba en el vagén y miraba en la cara al sol que, velado por un vapor ligero, se elevaba por detras de una mancha de arboles, es- parciendo sobre los prados, sobre los cultivos, sobre las montafias la apacible alegria de su luz. Luego, mientras el tren corria, fando los ojos en el cielo, notaba las répidas transformaciones de sus colores finos, transparentes: inmenso prisma, donde todos los tintes se siguen y se combinan en gradaciones suavisimas, que no se encuentran en la paleta. La carta de Carlotta me habia agitado un poco la noche. Habia sofiado no sé qué esperpentos, en los cuales Carlo Gulz reaparecia siempre con di- sr versos aspectos horriblemente fantasticos. Habia dormido poco; pero cuando me levanté de la cama y abri las ventanas de par en par, todos los malos pensamientos se disiparon. Reflexionaba entre mi de esta manera: “Gulz, como todos los hombres que pasan la mayor parte del tiempo solos y estudiando, ‘maxime él que lo pasa con muertos, necesita un cuarto de hora para expandir las ideas y los sen ‘mientos, que, durante las largas horas de aislamien- to, se acumulan en su interior. Por fuerza luego esos sentimientos y esas ideas, madurando en el taller de un anatomista, tienen que cobrar forma exce- siva, repugnante, inhumana. Por otra parte, quien tiene la costumbre de ejercitar la propia voluntad sobre cosas inertes, se inclina a creer que sus otras, extraiias voluntades sobre los seres vivos de igual modo se concretardn. Agreguemos que Gulz podia haber tomado algunas jarras de cerveza més de lo habitual, Su absurdo juramento, absurdo porque, cuando Carlotta realmente muriera en Viena, él no podria apoderarse de su cuerpo, no debia tomarse por lo tanto en serio. De cualquier modo Carlotta y la salud eran la misma cosa. Pero, por otra par- te, zCarlotta habia entendido bien las palabras de Gulz, 0 més bien las habria retorcido involuntaria- ‘mente para encajarlas en los miedos que ya estaban desde antes en su espiritu?”, En resumen, un poco por la bondad de estos raciocinios, un poco porque sa ya estaba avezado en las inocentes rarezas de Car- lotta, no me sentia capaz de pensaren otra cosa que en la alegria de nuestro préximo idilio en la blanca casita y en umbroso jardin de Teufelsmihle En laestacién de Perchtoldsdorf el tren en el que estaba yo se encontré con el que venfa de Viena y que llevaba la correspondencia y los periédicos. Un repartidor se puso a gritar a voz en cuello: -“Wiener Zeitung”, “Presse”, “Wanderer”, “Ost-deutsche Post”, “Morgenpost”, “Vaterland”, “Glocke”, todas las ediciones matutinas, sefiores, recién salidas de la prensa -y recomenzaba la le- tania, Algunos compraban este periédico y otros aquél: yo me hice dar el “Glocke”, porque sabia que era ‘muy diligente en dar las noticias sobre obras ex- ppuestas en la Muestra permanente y yo tenfa, en el fondo, mucha curiosidad por conocer la impresién {que mi pintura producia desde hacfa dos dias en al piblico. Bajo el titulo de Bellas Artes encontré de hecho un escrito, en el cual se tributaba los mas desmesurados elogios a mi pincel y a mi inteligen- cia. Eleritico examinaba con sutiles argumentos la “pincelada” y los “tonos”, descubriendo alli dentro ‘no sé qué altisimas intenciones estéticas,filos6ficas, morales. Demostraba que el cuerpo de Aretusa, tan perfecto que sin ninguna duda la naturaleza no ha- bria podido crear uno semejante, debia de haber 83 sido compuesto como las abejas hacen la miel con flores, 0 como Zeuxis hizo a Helena con las mu- chachas de Crotona: y aqui una disertacién sobre el ideal. Me confrontaba un poco con Correggio, un poco con Paolo Veronese, un poco con Rubens, mucho con Minerva, que salié del cerebro de Jipiter armada de punta en blanco, Terminaba asf: “Tenemos que cerrar estos encomios con la ex- resin de un pesar. El excelente trabajo, después de haber estado apenas dos dias expuesto a los évidos ojos del pablico, de los artistas y de los criticos, fue comprado hoy mismo al cerrarse las salas y se lo llevaron. No sabemos el nombre del afortunado adquirente, pero esperamos que quiera contentar la honesta curiosidad, reenviando por algunos dias, més la obra a la Exposicién, Toda la culpa es del reglamento de la Sociedad, que no establece el mini- ‘mo de tiempo en el cual una obra debe permanecer en exhibicién, No es la primera vez que lo decimos; pero es de esperar que este iltimo hecho deplorable sirva finalmente para abrirles los ojos a los honora~ bles maniobreros sociales”. Elescrito no era una obra maestra de critica y de ‘garbo; pero la vanidad es tan décil en dejarse atracr, ‘que @ mi me puso muy contento. Me parecia que los drboles que flanqueaban la via escapaban hacia 54 » 3 atrés con mucha lentitud, de tan impaciente que estaba por mostrarle a Carlotta nuestras alabanzas y por decirle que enseguida recomenzariamos en el campo otro cuadro, diez veces mas hermoso que Ia Aretusa. Las ideas sobre pinturas que ya habia acariciado me volvian a la fantasia, y mientras tanto las manos daban vuelta las hojas del periddico y los, ojos corrian distraidos por los caracteres. Asi, sin fijarme en casi nada, le al descuido algunas noticias politicass luego, bajando a la Cronica ciudadana, al- guna narraci6n de cositas curiosas. Esta entre otras: “Infortunio. Hoy, hacia las diez y media de la mafiana, el funeral de la hija del conde de Bardach, muerta a los veinte afios, ha sido ocasién de una de esas desventuras que lamentablemente debemos deplorar casi todos los dias. El atatid estaba cubierto detela blanca y enguirnaldado de flores frescas; las jGvenes amigas de la condesita seguian el carro a Pie, y venia luego la larga fila de carruajes con los Parientes y conocidos de la familia. El cortejo fii- nebre, que para ir al cementerio de Nussdorf habia tomado la calle costanera del Danubio, pasaba justo por el Rossauer Linde, donde el espacio se estrecha y €l rio no tiene parapeto, cuando una sefiora, al querer apartarse répidamente, se cay6 al agua y fue arrastrada un centenar de metros corriente abajo hasta que pudieron salvarla. La sacaron del rio as- 55 fixiada; y, como no se encontraron indicios de su nombre ni de su domicilio, la llevaron enseguida al cercano Hospital general. No se sabe nada més. Dicen que es joven y hermosisima”. ‘Yo habia leido la noticia distraidamente; pero la rima frase me sacudié la atencién. Relei desde el principio. Cada palabra me parecia de fuego. Senti «que la cabeza me quemaba, Saqué de la billetera la carta de Carlotta. Confronté la fecha de la carta con la de las Noticias ciudadanas: era la misma. El periédico contaba que el hecho ocurrié “hacia las, diez y media de la mafiana”, y la carta decfa: “Son ya casi las diez de la mafiana, Quiero salir a echar esta carta en el buz6n, y luego quiero ir rio arriba porla costanera del Danubio, con este sol hermoso, a dar un paseo solitario”. Yel hecho habia sucedido en la costanera del Danubio, y rio arriba. Y Inego el miedo a la muerte, la repulsin, el horror invencible alos funerales. Y luego la juventud. Y luego la her~ mosura, Todo me reafirmaba en la mente la duda terrible. Buscaba, invocaba en vano una raz6n que me liberara de esa horrenda certeza, que ya me opri- mia el coraz6n y me apretaba la garganta. Pedi las, personas que habian comprado otros periédicos que ‘me dejaran hojearlos un momento, Un sefior tard6 en ofrecerme el suyo: se lo arranqué de la mano. Call6: creo que me tom6 por loco. El “Morgenpost” 56 s6lo daba la noticia con las mismas palabras que el ““Glocke”; los otros no decfan nada. Habfamos lle- gado entretanto a Liesing. Bajé y le supliqué al jefe de estacién que expidiera sin demora al domicilio del doctor Herzfeld un telegrama, en el que le d (que corriera a esperarme en la estacién del sur. Al volver al vag6n lo encontré vacio: parece que mis compaiieros de viaje, no creyéndose demasiado se~ guros conmigo, se habjan cambiado de coche. No sé que hice. Sélo me acuerdo de que, agarréndome con las manos a los hierros que servian en el techo para poner el equipaje, estiraba con mucha fuerza Jos brazos, hasta que los sentia crujir. Llegamos finalmente a la estacién del sur, donde mi amigo estaba esperandome. Lo tomé del brazo y lo arrastré, corriendo, a través de las salas. JNo sabes nada de Carlotta? Nada. JNo la has visto hoy, ayer? “No. No tengo nunca ocasién de verla. Y ademas ‘iimismo me dijiste que los médicos no le gustaban. {No sabes nada de una sefiora que cayé ayer a la mafiana en ef Danubio y la llevaron al Hospital general? -Nada. Miirritaci6n era inmensa, Apreté con tanta fuer- za la mufieca del amigo que él, liberandose, grit6 con disgusto: 37 Diablo, me haces mal. ;Te volviste loco? Le pedi disculpas y, como mientras tanto habia~ ‘mos entrado en un carruaje de dos caballos, que nos conducia casi la carrera a mi vivienda en el Franz Josefs- Quai, le pasé a Herzfeld la carta de Carlotta y el periddico, indicandole el final de aquélla, la noticia de éste y las fechas. Lo miraba fijo. Se puso Palidos pero, restableciéndose enseguida, dijo: Las coincidencias son extraiias; pero Carlotta no es la tinica mujer joven en Viena, no es la tinica ‘mujer hermosa, no es sin duda la tinica que paseaba por la costanera del Danubio ayer a la mafiana. Pero zy ese miedo a los funerales? =e quién te dice que la desgraciada sefiora se aparté por miedo? Ademés, en cualquier caso, la asfixia y la muerte son dos cosas distintas; y proba- blemente esa sefiora ya no tiene otra dolencia que el recuerdo de su bafio. Estas palabras hicieron despuntar en mi un ger~ ‘men de esperanza; y el amigo, percatandose de eso, continué para distraerme: ~Por lo demas, tengo una buena novedad para darte, y con la novedad, tres mil florines. Tu cua- dro... Ya sé, lo compraron ~interrumpi con un gesto de indiferencia desdefiosa. —Lo compraron, y sin regatear el precio. Ayer a la nochecita el administrador de la Sociedad me 58 entregé a mi, en calidad de representante tuyo, el dinero. Le dejé el recibo; y aqui tienes los tres mil florines, que me traje conmigo, pensando, al recibir telegrama, que podrias necesitarlos. Guérdalos por ahora, te ruego. No, no, témalos. Y los recibi, de hecho, metiéndome el rebujo en 1 bolsillo del pecho del traje. ign compré el cuadro? -No se sabe. =gCémo que no se sabe? Eso me dijo el administrador. El adquirente no dej6 su nombre y se hizo llevar el cuadro por por- teadores suyos sin esperar ni siquiera un minuto. ‘Alacercarme al Franz, Josefs-Quai sentia crecer ‘en mia fiebre de la impaciencia. El carruaje se de- tuvo frente a mi casa. ~éL.a sefiora Carlotta? ~pregunté con voz sofo- cada y con ansia temerosa al portero. Un destello de alegria me atraves6 el alma al ver la cara de ese hombre. Respondié tranquilamente: =No se la ha visto desde ayer a la mafiana. Su- puse que la sefiora se habia ido a reunirse con usted en el campo. Al Hospital general, répido -le grité al coche- 10>, rapido, ala carrera, E| amigo intentaba confortarme; pero yo, do- adi minado ya por la desesperacién, no lo escuchaba 59 mis, Insistié en que le jurase mantener una actitud razonable, que lo siguiera paso a paso, que no ha- blara con nadie y que lo dejara hacer todo a él, que cera ducho en el hospital y conocido por los médicos y las enfermeras, Ocho o nneve sirvientes, con su indumentaria de hu- le verdoso, abotonada hasta el mentén y larga hasta Jostalones, estaban conversando, sentados en el ves- tibulo. La entrada principal, al fondo del vestibulo, estaba cerrada por una cancela de madera: entra- ‘mos por la izquierda, subiendo tres escalones, y al abrir el batiente de la puerta la campanilla lanzé un sonido fuerte y argentino, que me hizo sobresaltar. Una calma siniestra, casicinica, habfa sustituido ‘en mi dnimo las desesperadas agitaciones anterio- res; me contemplaba a mi mismo como si mirara a otra persona; mi mente se detenia en las cosas mas indiferentes con atencién tranquila: recuerdo que, mientras Herzfeld buscaba en los enormes registros del hospital, yo estudiaba con la vista una mancha de humedad en el desnudo muro de la habitaci6n, ysadivinando alli dentro no sé qué formas de hom- 60 bres combatientes, evocaba a Leonardo da Vinci. 0%, no obstante, a Herzfeld observarle aun médico de guardi -Aqui en el registro de personas ingresadas no ‘encuentro sefiales de una joven mujer rescatada ayer del Danubio y traida, segiin decian los perié a este hospital alrededor de las once de la mafiana. Puede ser que los periddicos hayan publicado unembuste-contesté el médico-. ;Publican tantos! eMir6 en el registro de salidas? cos, =No esta, —Entonces quiere decir sin duda que siella entr6, no sali6, o por lo menos que no salié con vida. Pero de todos modos puede ser que esté. A veces en los ‘casos urgentes se llevan enseguida a los enfermos a las salas y ese bestia del guardién se olvida de registrarlos. —Vayamos a las salas, entonces -me dijo Herz- feld. Lo seguf. Entramos en un inmenso patio rec- tangular, rodeado de pérticos. Estaba lleno de her- mosos arboles, que dibujaban sus cimas sobre el revogue blanco del piso superior. A lo largo de uno de los lados se alineaban treinta camillas por lo me- nos, todas encerradas en su sucio dosel azulino,con la blanca palomita encima. 61 ee Entramos en una larguisima enfermeria de la planta baja. Las ventanas altas y pequeiias, comu- ricadas con la parte de abajo del portico, echaban luzescasa y debian de servir muy poco para la venti- lacién, porque desde la puerta senti que me apretaba la garganta un horrible hedor. El amigo me dijo: “Hay que mirar bien. Los enfermeros, las her- ‘manas de caridad y los médicos se turnan: no po- demos fiarnos de sus indicaciones. Empez6 entonces el tristisimo examen. Una a una Herzfeld y yo mirabamos las caras de esas en- fermas. Rostros afilados, blancos; ojos hundidos, aténitos; labios sin color: ni un lamento. Algunas revelaban con las convulsiones de la cara el agudo sufrimiento interno; otras se adivinaba que suftian ‘menos por los males del cuerpo que por los dolores del alma; y estaban las que, canturreando para si ‘mismas, mostraban lo tenaz que es la esperanza. Alguna dormfa: fbamos a la cabecera y, levantando un poco la sébana muy despacio, descubriamos el rostro desaparecido. Asi pasamos por la segunda, la tercera, la cuar- tasala, y no sé cudntas mds, hasta que, alcanzando entonces en el patio grande el extremo del otro lado del pértico, entramos en un segundo patio més pequefio, pero también repleto de Arboles, Juego en un tercero, donde por una ancha escalera subimos a las galerias del primer piso. Herzfeld se 6 detenia a menudo a hablar con los guardias y con los médicos. Yo no ofa sus palabras, pero veia que a las inte- rrogaciones de mi amigo contestaban con sefiales negativas 0 meneando la cabeza, como si dijeran: “No sabemos nada”. Mi coraz6n latia con regula- tidads pero al ponerme la mano en la frente, me la senti toda mojada. Nos quedan todavia treinta salas para exami- nar ~sefialé Herzfeld, y agreg6-: Ya vimos alre- dedor de quinientas enfermas; hay por lo menos setecientas mas, Las enfermerias del primer piso eran més altas, mas aireadas, més iluminadas; las camas parecian mis limpias y las enfermas, menos tristes. En la sala de las tisicas apenas se ofa toser. Eran casi to- das jévenes y casi todas hermosas. Una entre otras parecia un dngel, Estaba sentada en la cama, tapa- da por la colcha hasta las caderas; el camisén im- pecable, abotonado en el cuello y en las muiiecas, bajaba en plicgues rectos y menudos sobre el pecho descarnado; los brazos cafan simétricos, y las ma- nos, con las palmas hacia arriba, eran torneadas y niveas. El cabello oscuro resaltaba sobre la ancha almohada rodeando el rostro palidisimo, que Fray Angélico debia de haber dibujado suspirando; y, sobre ese dibujo, las hermosas mejillas consumidas y el hermoso mentén y la frente pura y los labios 63 sutiles y la nariz apenas aguilefia Donatello los habrfa modelado sin duda en terso alabastro. Los ojos, con una mirada recta, horizontal, estaban f- jos en algo del otro lado de a pared de la sala, algo del otro lado tal vez de la tierra. Un rayo de sol, entrando por la ventana vecina y rebotando en las sabanas, aclaraba con reflejo reluciente la plécida figura, que me parecié envuelta en un nimbo. No habia visto a un hombre que, sentado al lado de la cama, tenfa el rostro entre las manos y apoyaba la cabeza sobre la manta. Al oir el ruido de nuestros, pasos, s¢ levant6; era un viejo macilento, canosos las lagrimas manaban de sus ojos y los sollozos le interrumpfan la respiracién. Mientras le paséba- ‘mos por al lado, nos susurré con tono de tétrica desesperacié ~iEs mi hija! Atravesamos esa sala, luego otra, Iuego otra mas, y asi sucesivamente. Mi cuerpo estaba exhaus- to, mis extremidades temblaban, pero mi espiritu, siempre despierto, miraba todo, advertia cada co- sa, con esa reflexién al mismo tiempo minuciosa y abstracta, que sigue en ocasiones o acompaiia los grandes trastornos del alma, Tres veces Herzfeld se detuvo a leer los carteles donde estaban registradas las indicaciones de las enfermedades, junto a tres camas, en las cuales, oculta por la colcha oscura, se adivinaba la larga forma que era ya un cadaver. 64 No nos quedaba més que visitar las salas de las enfermedades quirirgicas, donde los chillidos agu- dos hirieron por primera vez mi ofdo, y las de eli- nica, donde en ese preciso momento los profesores daban frente a las camas sus clases a los alumnos. El viejo Griin estaba al lado de una mujer, mostran- do a entre doce y quince j6venes no sé qué notable aso cientifico. La pobrecita escondia con los bra~ 20s levantados y cruzados el rostro, mientras la voz lenta del profesor exponia su monétona cantilena. La vista confusa y répida de los brazos, de la espal- da, del seno de aquella mujer de magnificas formas, desperté una sabita llama en mi cabeza, Estaba por abalanzarme furibundo hacia la cama, cuando, sa- cudigndose al contacto de la mano de Grin, al girar la cabeza la hermosa enferma hizo caer por uno de los costados su larga cabellera, negra como las, plumas del cuervo. Me calmé un instante y “Mejor muerta”, pensé, ~Terminamos con los vivos -me dijo Herzfeld al salir de aquella tiltima enfermeria-. Bajemos. Recorridas de nuevo las galerias, bajada luegola misma escalera por la que habfamos subido, atra~ vesamos los patios y los pérticos, doblamos hacia ‘otra esquina del patio grande y, siguiendo derecho por la parte del edificio destinada a los hombres, legamos a la Sala de observacién, ubicada en el fondo de la inmensa ala. En una vasta estancia bien 65

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