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MORAL Y MODALES

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Recordemos una vez más —como al principio del capítulo 9— que en las
sociedades primitivas la religión, la moral, la ley, las costumbres y los moda-
les existieron como un todo indiferenciado. No podemos decir con certeza
qué fue primero. Suponemos que todas estas instituciones se produjeron jun-
tas. Solo en tiempos relativamente modernos se han podido diferenciar cla-
ramente unas de otras. A medida que esto ha ocurrido se han ido desarrollan-
do tradiciones también diferentes.
En ningún caso esta diferencia es tan marcada como la que existe entre
la ética religiosa y los modales. Muy a menudo, los códigos morales, sobre
todo los más vinculados a raíces religiosas, son ascéticos y severos. En cam-
bio, los códigos relativos a los modales, requieren por lo general que seamos,
al menos en apariencia, alegres, simpáticos, cordiales y corteses: en resumen,
una fuente de alegría contagiosa para otros. En algunos aspectos, tanto ha
crecido la distancia entre las dos tradiciones que un tema frecuente en las
obras de teatro y en la novela durante los siglos XVIII y XIX, y hasta hoy en
día, es el contraste del diamante en bruto, ese proletario o campesino ordina-
rio, de honestidad inflexible y corazón de oro, y la señora o señor afables,
pulidos, de modales perfectos, pero completamente amorales y con un cora-
zón de hielo.
El exagerado énfasis puesto en este contraste ha sido desafortunado. Ha
impedido a la mayor parte de autores que han escrito sobre ética reconocer
que tanto los modales como la moral descansan en el mismo principio sub-
yacente. Ese principio es la compasión, la bondad y la consideración para
con los otros.
Es cierto que una parte de cualquier código de modales es simplemente
convencional y arbitraria, como saber qué tenedor usar para la ensalada, pero
el corazón de cada código de modales es mucho más profundo. Los modales
se desarrollaron no para hacer la vida más complicada y torpe —aunque
algunos modales demasiado ceremoniosos solo a esto contribuyan—, sino
para hacerla, en el largo plazo, más tranquila y sencilla: un armónico baile, y
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no una serie de golpes y sacudidas. El grado en que esto se desarrolle es la


prueba de cualquier código de modales.
Los modales son una moral de tono menor. Los modales son a la moral
lo que el cepillado, el lijado y el barniz final de un mueble fino son al aserra-
do, desbaste y talla de la madera: los retoques finales.
Emerson es uno de los pocos escritores modernos que han reconocido
explícitamente la base ética de los modales. “Los buenos modales”, escribió,
“son hechos de pequeños sacrificios”.
Comentemos este aspecto de los modales un poco más. Los modales,
como hemos visto, consisten en tener consideración con los otros. Son una
deferencia hacia los otros. Uno intenta tratar a los otros con una cortesía
indefectible. Uno trata constantemente de respetar los sentimientos de los
otros. Son malos modales monopolizar la conversación, hablar demasiado de
uno mismo, jactarse, porque todo esto irrita a los demás. Son buenos moda-
les ser modesto, o al menos aparentarlo, porque esto los complace. Son bue-
nos modales del fuerte ceder ante el débil, del sano considerar al enfermo,
del joven ser paciente con el viejo.
De hecho, los códigos de modales, han establecido un orden de prece-
dencia complicado —no escrito, pero bien entendido— que sirve en el reino
de la cortesía como las reglas de tránsito que comentamos en el capítulo ante-
rior. Este orden de precedencia es un juego de “reglas de tránsito”, concreta-
do en la decisión, por ejemplo, de quién pasa primero por una puerta. El
caballero cede el paso a la dama; el más joven, al más viejo; el sano, al enfer-
mo o lisiado; el anfitrión, al huésped. A veces estas categorías se mezclan, o
prevalecen otras consideraciones, y entonces la regla se vuelve confusa.
Pero, a largo plazo, el código no escrito establecido por los buenos modales
ahorra tiempo a la hora de observarlo y tiende a eliminar de la vía las sacu-
didas y los malestares menores.
La verdad de esto es más probable que se reconozca cuando los modales
se deterioran. “Mi generación de radicales y fracasados”, escribió Scott
Fitzgerald a su hija, “nunca encontró nada que ocupara el lugar dejado por
las antiguas virtudes de trabajo y coraje, y las antiguas gracias de cortesía y
educación”.
La ceremonia puede ser demasiado complicada, exige tiempo, es cansa-
da y aburrida, pero sin ceremonia la vida sería árida, tosca y grosera. En nin-
guna parte es esta verdad más claramente reconocida que en el código moral
de Confucio: “Las ceremonias y la música no deberían ser descuidadas por
nadie en ningún momento... El poder instructivo y transformador de las cere-
monias es sutil. Detienen la depravación antes que haya cobrado forma,
dando lugar a que los hombres se orienten diariamente hacia lo que está bien
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y se guarden de la maldad, sin ser conscientes de ello... Dada su naturaleza,


las ceremonias y la música se parecen al cielo y a la tierra: penetran las inte-
ligencias de virtudes espirituales, hacen descender a los espíritus de lo más
alto y elevan a las almas abatidas”1.
Para reconocer la verdad de esto, solo tenemos que imaginar lo desnu-
da y vacía que les parecería la vida a muchos sin ceremonias de matrimonio,
exequias, bautizos y servicios dominicales en la iglesia. Este es el gran atrac-
tivo de la religión para muchos que tienen una creencia muy tibia en los dog-
mas sobre los cuales su religión ostensiblemente se fundamenta.
En la ética de Confucio los modales desempeñan un papel principal. No
sé de ningún filósofo moderno que haya procurado deliberadamente basar su
sistema ético en un fortalecimiento y en una idealización del código tradicio-
nal de los modales, pero probablemente el esfuerzo resultaría instructivo y, a
primera vista, menos disparatado que cualquier otro basado en una idealiza-
ción del ascetismo y la autodegradación.
He dicho que los modales son una ética menor. Pero en otro sentido son
una ética mayor, porque son, de hecho, la ética de la vida diaria. Cada día y
casi cada hora de nuestras vidas, aquellos de nosotros que no somos ermita-
ños o anacoretas tenemos una oportunidad de practicar la ética menor de los
buenos modales, de la bondad y la consideración para con los otros en las
pequeñas cosas, de los pequeños sacrificios. Solo en grandes y raras ocasio-
nes la mayoría de nosotros nos vemos obligados o tenemos la oportunidad de
practicar lo que podría llamarse una ética heroica. Sin embargo, la mayoría
de los que escriben sobre ética parecen estar preocupados, casi con exclusi-
vidad, por la ética heroica, la nobleza, la magnanimidad, el amor que lo abar-
ca todo, la santidad, el autosacrificio. Y desprecian cualquier esfuerzo por
definir o encontrar las reglas, o incluso buscar la razón fundamental, detrás
de la ética cotidiana para las masas.
Tenemos que estar más preocupados por la moralidad cotidiana y rela-
tivamente menos por la moralidad de crisis. Si en los tratados de ética hubie-
ra más preocupación por la moralidad cotidiana, se acentuaría mucho más de lo
que lo hace la importancia de los buenos modales, la cortesía, la consideración
con los otros en las pequeñas cosas (un hábito que debe transmitirse a cosas más
grandes). Ellos elogiarían la cooperación social del día a día, que consiste en
hacer el trabajo propio a conciencia, de manera eficaz y alegremente.

1. Miles Menander Dawson, ed., The Wisdom of Confucius (Boston, MA: International Pocket Library,
1932), pp. 57-58. Ver también The Ethics of Confucius, del mismo autor.
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Sin embargo, la mayoría de escritores sobre ética todavía contraponen


los modales y la moral, en lugar de tratarlos como complementarios. No hay
ningún carácter más frecuente en la ficción moderna que el hombre o la
mujer de modales agradables y pulidos, y todo el espectáculo externo de la
cortesía, pero completamente frío, calculador, egoísta y a veces hasta diabó-
lico en el fondo. Tales caracteres existen, pero son la excepción, no la regla.
Se encuentran menos frecuentemente que sus opuestos: la persona recta,
honesta, e incluso de buen corazón, que a menudo es involuntariamente brus-
ca o grosera, e “irrita a la gente”. La existencia de ambas clases de personas
es, en parte, el resultado de la existencia en compartimentos separados de la
tradición de la moral y la tradición de la buena crianza. Los moralistas han
tendido demasiado a menudo a tratar la etiqueta como si no tuviera ninguna
importancia, o incluso como irrelevante para la moral. El código de la buena
crianza, sobre todo el código del “caballero”, fue en gran parte, durante un
largo período, un código de clase. El código del “caballero” se aplicaba prin-
cipalmente a sus relaciones con otros caballeros, no con sus “inferiores”. El
caballero pagaba sus “deudas de honor” —por ejemplo, sus deudas de apues-
tas— pero no sus deudas con los comerciantes pobres. No obstante, los debe-
res especiales y nada triviales, impuestos a veces por la noblesse oblige, el
código de la buena crianza, como existió en los siglos XVIII y XIX, no nece-
sariamente excluyó un esnobismo a veces cruel.
Pero los defectos del código convencional de la moral y del código con-
vencional de los modales se corrigen cuando las dos tradiciones se funden:
cuando el código de los modales es tratado, en efecto, como una extensión
del código de la moral.
Se supone a veces que los dos códigos dictan acciones diferentes. Se
piensa que el código tradicional de la ética enseña que siempre se debería
decir la verdad exacta y literal. La tradición de la buena crianza, por otra
parte, pone su énfasis en no herir los sentimientos de otros, y hasta en com-
placerlos a costa de la verdad exacta.
Un ejemplo típico tiene que ver con la tradición de lo que usted le dice
a su anfitrión y a su anfitriona a la salida de una cena. Usted los felicita,
supongamos, por una maravillosa comida y a esto añade que no recuerda una
noche más agradable. La verdad exacta y literal puede ser que la comida fue
mediocre, o menos que mediocre, y que la noche fue solo moderadamente
agradable o un completo aburrimiento. Sin embargo, a condición de que sus
exageraciones y protestas sobre el placer no sean tan torpes o extremas que
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parezcan falsas o irónicas, el curso que usted ha tomado está de acuerdo con
los dictados de la moral no menos que con los de la etiqueta. No se gana
nada lastimando los sentimientos de otras personas —y no digamos de des-
pertar el rencor contra usted— sin ningún propósito. Técnicamente, usted
puede haber dicho una falsedad. Pero, como sus comentarios de despedida
son algo aceptado, esperado y convencional, no son una mentira. Además su
anfitrión y su anfitriona realmente no han sido engañados: ellos saben que
su elogio y su gratitud están de acuerdo con un código convencional, prác-
ticamente universal, y sin duda han tomado la sinceridad sus palabras con
el descuento del caso.
Las mismas consideraciones se aplican a todas las formas corteses de
correspondencia: “estimado señor”, “su seguro servidor”, “sinceramente
suyo”, e incluso, hasta hace poco, “su humilde servidor”. Hace siglos que
estas formas dejaron de ser tomadas en serio y literalmente. Pero su omisión
sería una grosería deliberada e innecesaria, desaprobada igualmente tanto por
el código de los modales como por el de la moral.
Una moral racional reconoce también que hay excepciones al principio
de que uno siempre debería decir toda la verdad, literal y exacta. ¿Deberían
decirle a una muchacha sencilla que, debido a su sencillez, difícilmente
encontrará marido? ¿Deberían decirle a una madre embarazada que su hijo
mayor ha muerto en un accidente? ¿Debe decírsele a un hombre, que tal vez
no lo sabe, que está muriéndose irremediablemente de cáncer? Hay ocasio-
nes en que puede ser necesario decir tales verdades, y ocasiones en que no
deben decirse o en que simplemente deben callarse. La regla de decir la ver-
dad, sobre bases únicamente utilitaristas, es, considerada correctamente, una
de las más rígidas e inflexibles de todas las reglas de la moral. Las excepcio-
nes a ella deberían ser raras y muy bien definidas. Pero casi todos los mora-
listas, con excepción de Kant, han admitido que hay tales excepciones. Lo
que éstas sean, y cómo deberían trazarse las reglas que rigen las excepcio-
nes, no tiene por qué ser detallado aquí. Simplemente debemos tomar nota de
que las reglas de moral y las reglas de los buenos modales pueden y deber
armonizarse entre sí.
Nadie en los tiempos modernos ha reconocido más claramente la impor-
tancia de los modales que Edmund Burke:
“Los modales tienen más importancia que las leyes. En gran medida,
sobre ellos descansan las leyes. La ley solo nos toca por aquí y por allá, de
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vez en cuando. Los modales son lo que nos fastidia o calma, corrompe o
purifica, exalta o degrada, barbariza o refina, por una influencia constante
estable, uniforme, insensible, similar a la del aire que respiramos. Les dan a
nuestras vidas su forma completa y su color. Según su calidad, ayudan a la
moral, la suministran o la destruyen totalmente”2.

2. Edmund Burke, Letters on a Regicide Peace I, 1796.

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