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Selección 3

Ricardo Palma

1. Carta canta
2. El obispo de los retruécanos
3. La Virgen del sombrerito y el chapín del Niño
4. El obispo Chicheñó
5. El alacrán de fray Gómez
Carta canta
Era don Antonio Solar, por los años de 1558, uno de los vecinos más acomodados de esta
ciudad de los Reyes. Aunque no estuvo entre los compañeros de Pizarro en Cajamarca,
llegó a tiempo para que, en la repartición de la conquista le tocase una buena partija.
Consistió ella en un espacioso lote para fabricar su casa en lima, en doscientas fanegadas de
feraz terreno en los valles de Supe y Barranca y en cincuenta mitayos o indios para su
servicio. Para nuestros abuelos tenía valor de aforismo o de artículo constitucional este
refranejo: “Casa en la que vivas, viña en la que bebas, y tierras cuantas veas y puedas”.
Don Antonio formó en Barranca una valiosa hacienda, y para dar impulso al trabajo mandó
traer de España dos yuntas de bueyes, acto a que en aquellos tiempos daban los agricultores
la misma importancia que, en nuestros días, a las maquinarias por vapor que hacen venir de
Londres o de Nueva York. “Iban los indios, (dice un cronista) a verlos arar, asombrados de
una cosa para ellos tan monstruosa, y decían que los españoles, de haraganes, por no
trabajar, empleaban aquellos grandes animales”.
Fue don Antonio Solar aquel rico encomendero a quien quiso ahorcar el Virrey Blasco
Núñez de Vela, atribuyéndole ser autor de un pasquín en que, aludiéndole a la misión
reformadora que Su Excelencia traía, se escribió sobre la pared del tambo de Barranca: Al
que me echare de mi casa y hacienda, yo lo echaré del mundo.Y pues he empleado la
voz encomendero, no estará fuera de lugar que consigne el origen de ella. En los títulos o
documentos en que a cada conquistador se asignaban terrenos, poníase la siguiente
cláusula: “Item, se os encomiendan (aquí el número) indios para que los doctrinéis en las
cosas de nuestra fe”.
Junto con las yuntas llegáronle semillas o plantas de melón, nísperos, cidras, limones,
manzanas, albaricoques, membrillos, guindas, cerezas, almendras, nueces y otras frutas de
Castilla no conocidas por los naturales del país, que tal hartazgo se darían de ellas cuando a
no pocos les ocasionaron la muerte. Más de un siglo después, bajo el gobierno del virrey
duque de la Palata, se publicó un bando que los curas leían a sus feligreses después de la
misa dominical, prohibiendo a los indios comer pepinos, fruta llamada por sus fatales
efectos mataserrano.
Llegó la época en que el melonar de Barranca diese su primera cosecha, y aquí empieza
nuestro cuento.
El mayordomo escogió diez de los melones mejores, acondicionándolos en un par de
cajones y los puso en hombros de dos indios mitayos, dándoles una carta para el patrón.
Habían avanzado los conductores algunas leguas y sentáronse a descansar junto a una tapia.
Como era natural, el perfume de la fruta despertó la curiosidad en los mitayos y se entabló
en sus ánimos ruda batalla entre el apetito y el temor.
—¿Sabes hermano —dijo al fin uno de ellos en su dialecto indígena—, que he dado con la
manera de que podamos comer sin que se descubra el caso? Escondamos la carta detrás de
la tapia que no viéndonos ella comer no podrá denunciarnos.
La sencilla ignorancia de los indios atribuía a la escritura un prestigio diabólico y
maravilloso. Creían, no que las letras eran signos convencionales, sino espíritus, que no
solo funcionaban como mensajeros, sino también como atalayas o espías. La opinión debió
parecer acertada al otro mitayo, pues sin decir palabra, puso la carta tras la tapia, colocando
una piedra encima, y hecha esta operación se echaron a devorar, que no a comer, la
agradable e incitante fruta.
Cerca ya de Lima, el segundo mitayo se dio una palmada en la frente, diciendo:
—Hermano, vamos errados. Conviene que igualemos las cargas; porque si tú llevas cuatro
y yo cinco, nacerá alguna sospecha en el amo.
—Bien discurrido, dijo el otro mitayo.
Y nuevamente escondieron la carta tras otra tapia, para dar cuenta de un segundo melón,
esa fruta deliciosa, que, como dice el refrán, en ayunas es oro, al mediodía es plata y por la
noche mata: que, en verdad, no la hay más indigesta y provocadora de cólicos cuando se
tiene el “pancho” lleno. Llegados a casa de don Antonio, pusieron en sus manos la carta, en
la cual le anunciaba el mayordomo el envío de diez melones.
Don Antonio, que había contraído compromiso con el arzobispo y otros personajes de
obsequiarles los primeros melones de su cosecha, se dirigió muy contento a examinar la
carga.
—¡Cómo se entiende, ladronzuelos!... —exclamó bufando de cólera— El mayordomo me
manda diez melones y aquí faltan dos —y don Antonio volvía a consultar la carta.
—Ocho, no más, taitai —contestaron temblando los mitayos.
—La carta dice que diez, y ustedes se han comido dos por el camino... ¡Ea! Que le den una
docena de palos a estos pícaros.
Y los pobres indios, después de bien zurrados, se sentaron mohínos en un rincón del patio,
diciendo uno de ellos:
—¿Lo ves, hermano? ¡Carta canta!
Alcanzó a oírlo don Antonio y les gritó:
—Sí, bribonazos, y cuidado con otra, que ya saben ustedes que la carta canta.
Y don Antonio refirió el caso a sus tertulios y la frase se generalizó y pasó el mar.
El obispo de los retruécanos
D. José María Pérez y Armendáriz, vigésimo quinto obispo del Cuzco, nació en
Paucartambo por los años de 1727. A la edad de catorce años entró de alumno en el
seminario de San Antonio, del cual fue en 1769 nombrado rector. Cuando el Sr. Las Heras
pasó a desempeñar el arzobispado de Lima, designó el rey para la mitra del Cuzco a Pérez
Armendáriz, quien recibió las bulas pontificias en 1809, alcanzando a gobernar la diócesis
hasta el 9 de febrero de 1819, fecha en que falleció.
Fue el Sr. Pérez muy caritativo, y tanto que su renta la distribuía en limosnas. Chocándole a
uno de sus familiares ver que el obispo, tan desprendido del fausto y del dinero, conservaba
una escupidera de oro, manifestole su extrañeza con esta pregunta:
—¿Cómo es que su señoría, que todo lo da a los pobres, no se ha desprendido de esta
alhaja?
El Sr. Pérez satisfizo la impertinente curiosidad de su familiar, improvisando estos
octosílabos:
"Consérvola por ser de oro,
y no de metal sencillo,
que el oro debe un cristiano
usarlo... para escupirlo".
Fama han dejado en el Cuzco las agudezas del nonagenario obispo, que era gran
improvisador de copias y muy dado a jugar con los vocablos. Vamos a apuntar aquellas
muestras de su ingenio que la tradición se ha encargado de transmitir hasta nosotros.
Mucho sentimos no encontrar manera pulcra de referir la historia de un calembourg que
hizo de las voces papel y piedra, a propósito de un coronel apellidado Piedra, que envió a
mala parte un billete que el obispo le dirigiera solicitando la libertad de un recluta.
"Español y caballero
es Piedra y tócale a él
hacer uso de papel
para...............................
Tal proceder no me arredra
en semejante animal:
yo soy indio, y como tal
...........................con Piedra".
La malicia del lector suplirá lo que nuestra pluma calla.
Cuando en 1811 estalló en el Cuzco la revolución encabezada por Pomacachua,
proclamando la independencia del Perú, el obispo hizo ostentación de sus simpatías por la
causa patriota. Así, al saber la derrota sufrida por el general realista Picoaga, única victoria
que en esa tan sangrienta como desigual lucha alcanzaron los heroicos revolucionarios, dijo
Armendáriz públicamente:
—Dios sobre las causas que protege pone una mano; pero en favor de la proclamada por el
Cuzco ha puesto las dos.
Vencidos al cabo los patriotas por el mariscal de campo D. Juan Ramírez y ajusticiados los
caudillos Pomacagua y Angulo, cayó la ciudad nuevamente bajo la férula española, y
Ramírez, hablando un día de la conducta revolucionaria del obispo, dijo:
—Ese viejo chocho me parece que ha perdido la cabeza.
A poco, cumpliendo con un deber de etiqueta, fue el obispo a visitar a Ramírez, y al
despedirse fingió dejar olvidado el sombrero. El mariscal salió a darle alcance en el patio,
para entregarle el abrigo capital, y le dijo:
—Mal anda esa cabeza, señor obispo.
Pérez Armendáriz contestó inmediatamente:
"Es cierto, mi general;
aunque si bien considero,
el que no tiene cabeza
no necesita sombrero".
Pero si algo nos prueba, más que el talento, la elevación de espíritu del Sr. Pérez, es el
siguiente sucedido.
Con motivo de una provisión de curatos, cierto clérigo que vivía muy pagado de su persona
y méritos, envidioso de que se hubiera favorecido a otro con un buen beneficio de los de
segunda nominación, le dijo al obispo:
—Probablemente su señoría no sabe qué casta de pájaro es Fulano. Básteme contarle que
mantiene barragana y un celemín de hijos.
—¡Hola! ¡hola! ¿Esas teníamos? Llámeme usted al secretario.
El chismoso salió a cumplir el encargo, reconcomiándose de gusto ante la idea de que el
diocesano iba a inferir grave desaire al acusado. Cuando se presentó el secretario,
acompañado del denunciante, le dijo el Sr. Pérez:
—Dígame usted, D. Anatolio, ¿cuál es el más pingüe de los curatos vacantes?
—Ilustrísimo señor, el mejor curato es el de Tinta.
—Pues nombre usted para Tinta al pájaro de quien tanto mal ha dicho el señor.
—¡Cómo, Ilustrísimo señor! —exclamó el chismoso dando un brinco.
Pero el obispo se hizo el desentendido y continuó como hablando consigo mismo:
—¡Pobrecito padre de familia! ¡Cargado de hijos! ¡Me alegro de saberlo! ¡Pobrecito! Que
tenga recursos para llenar con decencia las obligaciones de su casa... ¡Sí, sí! ¡Pobrecito!...
Jamás chismoso fue tan magistralmente reprendido.
Sin embargo, el envidioso clérigo, que había sido el ojito derecho, el mimado del Sr. Las
Heras, tuvo empaque para protestar con estas palabras:
—¡El antecesor de su señoría no me habría agraviado así!
—¿Cómo ha de ser, hijito? ¡Paciencia!
"En tiempo de Heras,
todo eras.
En tiempo de Pérez,
nada esperes".
—Ve con Dios, que él te dé luz y, sobre todo, caridad con el prójimo.
La Virgen del sombrerito y el chapín del Niño
I
Los dominicos enseñan una estampa en que se ve a la Virgen María llevando, en vez de
corona de oro, un sombrerito de piel, de esos que hoy llamamos de panza de burro; y he
aquí la explicación que dan sobre la originalidad del adorno.
En inminente peligro de quiebra hallábase un honrado comerciante si, llegada cierta fecha,
no echaba ancla en el Callao un navío que con mercaderías valiosas le venía consignado
desde Cádiz. Cumpliose el plazo con exceso, ni noticias había del buque, y en un mismo
día acudieron al comerciante tres de sus acreedores cobrándole una suma morrocotuda. El
buen hombre ocurrió en tribulación tamaña a la Virgen, pidiéndola en préstamo su corona
de oro y pedrería fina, prometiéndola que para la celebración de su fiesta anual se la
devolvería mejorada. Accedió la Virgen a la petición de su devoto, y éste la dejó en prenda
su sombrero, con el cual cubrió la cabeza de la imagen.
Lo verdaderamente milagroso es que la Virgen pasó algunos meses ensombrerada, sin que
para los fieles fuese visible el sombrero. Pero llegó la víspera de la fiesta, y el español, que
con el oro y las piedras finas de la corona había oportunamente salido de cuitas, no daba
acuerdo de su persona, y eso que acababa de tener la buena suerte de que el tan esperado
navío llegase al puerto, pues su retardo lo motivaron vientos contrarios y otros accidentes
de mar. El comerciante había redondeado su fortuna con el buen despacho del cargamento.
La Virgen no quiso aguantar trampas, y para hacer efectiva su acreencia y por vía de
recorderis al pagador remiso, se mostró en el altar sin corona y con sombrero.
Imagínense ustedes el tole tole que se armaría en la cristiana y religiosa ciudad.
Al día siguiente, que era el de la fiesta, presentose el comerciante, al provincial de los
dominicos llevando para la Virgen una corona superior en precio y trabajo artístico a la
antigua, y que con otras joyas había sido traída de Europa por un platero genovés. Para el
pueblo y para la comunidad todo pasó como obsequio de un devoto. En cuanto al sombrero,
entiendo que volvió a su primitivo dueño en calidad de agasajo o reliquia dada por los
frailes.
II
Hace dos siglos que una pobre mujer se encontraba ante el alcalde del crimen en graves
apuros, pues su señoría, después de tomarla declaración, dijo a los alguaciles que la
llevasen a la cárcel de corte ínterin la reclamaba, como no podía dejar de suceder, la Santa
Inquisición.
La infeliz, amenazada de habérselas con el terrible Tribunal de la Fe, que acaso la mandaría
achicharrar en la hoguera, tenía por cabeza de proceso la acusación, ¡ahí es nada!, de robo
sacrílego. Habíase encontrado en poder de ella un chapincito de oro, esmaltado de piedras
preciosas, perteneciente al Niño que en los brazos lleva la Virgen del Rosario. Ya ven
ustedes que la cosa no podía ser más grave.
La mujer declaraba que habiéndose arrodillado ante el altar y pedido a la Santísima Virgen
que aliviase su miseria (pues era viuda con un celemín de hijos y sin fuerzas para trabajar
en la costura, que no le cundía por estar medio tísica), compadecido el Niño extendió el
piececito y dejó caer el chapín.
El juez la llamó embustera y algo más; pero la mujer sostuvo con energía que no podía ser
castigada sin que previamente declarasen la Virgen y el Niño. La Justicia no desoyó tan
legítima exigencia. Tenía por lo menos que llenar la fórmula. Sin embargo, la acusada fue
por esa noche a dormir en chirona.
Al siguiente día, a las once de la mañana, los alguaciles la condujeron a Santo Domingo, en
cuyo templo la estaban esperando el juez, el escribano y dos o tres padres graves del
convento. Empezó el alcalde por interrogar a la Virgen si era verdad lo que aquella mujer
declaraba. La Virgen se mantuvo seria como si la cosa no fuera con ella.
—¡Ya lo ves, mentirosa! —dijo el juez dirigiéndose a la encausada.
—Pregunte usía al Niño, señor juez, pregúntele usía. Tal vez me hizo el obsequio sin pedir
permiso a su Santa Madre, y por eso no habrá contestado ella.
El juez, sin disimular una sonrisa de incredulidad, formuló la pregunta, y no había aún
terminado de hacerla, cuando el bellísimo Niño movió el pie y dejó caer el otro chapincito.
Ante tan maravilloso testimonio quedó la mujer absuelta de culpa y pena, y los dominicos
engreídos con el milagrito realizado en su iglesia, la señalaron pensión de seis reales
diarios. Cuento, no comento, y
"Aleluya, aleluya, padre Gilito,
que ya comen las monjas del pan bendito;
y aleluya, aleluya, padre vicario,
que ya suben las monjas al campanario".
El obispo Chicheñó
Lima, como todos los pueblos de la tierra, ha tenido (y tiene) un gran surtido de tipos
extravagantes, locos mansos y cándidos. A esta categoría pertenecieron, en los tiempos de
la República, Bernardito, Basilio Yegua, Manongo Moñón, Bofetada del Diablo,
Saldamando, Cogoy, el Príncipe, Adefesios en misa de una, Felipe la Cochina, y pongo
punto por no hacer interminable la nomenclatura.
Por los años de 1780 comía pan en esta ciudad de los reyes un bendito de Dios, a quien
pusieron en la pila bautismal el nombre de Ramón. En éste un pobreto de solemnidad,
mantenido por la caridad pública, y el hazmerreir de muchachos y gente ociosa. Hombre de
pocas palabras, pues para complemento de desdicha era tartamudo, a todo contestaba con
un sí, señor, que al pasar por su desdentada boca se convertía en chí cheñó.
El pueblo llegó a olvidar que nuestro hombre se llamaba Ramoncito, y todo Lima lo
conocía por Chicheñó, apodo que se ha generalizado después aplicándolo a las personas de
carácter benévolo y complaciente que no tienen hiel para proferir una negativa rotunda.
Diariamente, y aun tratándose de ministros de Estado, oímos decir en la conversación
familiar: "¿Quién? ¿Fulano? ¡Si ese hombre no tiene calzones! En un Chicheñó".
En el año que hemos apuntado llegaron a Lima, con procedencia directa de Barcelona, dos
acaudalados comerciantes catalanes, trayendo un valioso cargamento. Consistía éste en
sederías de Manila, paño de San Fernando, alhajas, casullas de lama y brocado, mantos para
imágenes y lujosos paramentos de iglesia. Arrendaron un vasto almacén en la calle de
Bodegones, adornando una de las vidrieras con pectorales y cruces de brillantes, cálices de
oro con incrustaciones de piedras preciosas, anillos, arracadas y otras prendas de rubí,
ópalos, zafiros, perlas y esmeraldas. Aquella vidriera fue pecadero de las limeñas y tenaz
conflicto para el bolsillo de padres, maridos y galanes.
Ocho días llevaba de abierto el elegante almacén, cuando tres andaluces que vivían en Lima
más pelados que ratas de colegio, idearon la manera de apropiarse parte de las alhajas, y
para ello ocurrieron al originalísimo expediente que voy a referir.
Después de proveerse de un traje completo de obispo, vistieron con él a Ramoncito, y dos
de ellos se plantaron sotana, solideo y sombrero de clérigo. Acostumbraban los miembros
de la Audiencia ir a las diez de la mañana a Palacio en coche de cuatro mulas, según lo
dispuesto en una real pragmática.
El conde de Pozos Dulces D. Melchor Ortiz Rojano era a la sazón primer regente de la
Audiencia, y tenía por cochero a un negro, devoto del aguardiente, quien después de dejar a
su amo en palacio, fue seducido por los andaluces, que le regalaron media pelucona a fin de
que pusiese el carruaje a disposición de ellos. Acababan de sonar las diez, hora de almuerzo
para nuestros antepasados, y las calles próximas a la plaza Mayor estaban casi solitarias,
pues los comerciantes cerraban las tiendas a las nueve y media, y seguidos de sus
dependientes iban a almorzar en familia. El comercio se reabría a las once.
Los catalanes de Bodegones se hacían llevar con un criado el desayuno a la trastienda del
almacén, e iban ya a sentarse a la mesa cuando un lujoso carruaje se detuvo a la puerta. Un
paje de aristocrática librea que iba a la zaga del coche abrió la portezuela y bajó el estribo,
descendiendo dos clérigos y tras ellos un obispo. Penetraron los tres en el almacén. Los
comerciantes se deshicieron en cortesías, basaron el anillo pastoral y pusieron junto al
mostrador silla para su ilustrísima. Uno de los familiares tomó la palabra y dijo:
—Su señoría el señor obispo de Huamanga, de quien soy humilde capellán y secretario,
necesita algunas alhajitas para decencia de su persona y de su santa iglesia catedral, y
sabiendo que todo lo que ustedes han traído de España es de última moda, ha querido darles
la preferencia.
Los comerciantes hicieron, como es de práctica, la apología de sus artículos, garantizando
bajo palabra de honor que ellos no daban gato por liebre, y añadiendo que el señor obispo
no tendría que arrepentirse por la distinción con que los honraba.
—En primer lugar —continuó el secretario— necesitamos un cáliz de todo lujo para las
fiestas solemnes. Su señoría no se para en precios, que no es ningún roñoso.
—¿No es así, ilustrísimo señor?
—Chí, cheñó —contestó el obispo.
Los catalanes sacaron a lucir cálices de primoroso trabajo artístico. Tras los cálices vinieron
cruces y pectorales de brillantes, cadena de oro, anillos, alhajas para la Virgen de no sé qué
advocación y regalos para las monjitas de Huamanga. La factura subió a quince mil duros
mal contados.
Cada prenda que escogían los familiares la enseñaban a su superior, preguntándole:
—¿Le gusta a su señoría ilustrísima?
—Chí, cheñó —contestaba el obispo.
—Pues al coche.
Y el pajecito cargaba con la alhaja, a la vez que uno de los catalanes apuntaba el precio en
un papel.
Llegado el momento del pago, dijo el secretario:
—Iremos por las talegas al palacio arzobispal, que es donde está alojado su señoría, y él nos
esperará aquí. Cuestión de quince minutos. ¿No le parece a su señoría ilustrísima?
—Chí, cheñó —respondió el obispo.
Quedando en rehenes tan caracterizado personaje, los comerciantes no tuvieron ni asomo
de desconfianza, amén que aquellos no eran estos tiempos de bancos y papel—manteca en
que quince mil duros no hacen peso en el bolsillo. Marchados los familiares, pensaron los
comerciantes en el desayuno, y acaso por llenar fórmula de etiqueta dijo uno de ellos:
—¿Nos hará su señoría ilustrísima el honor de acompañarnos a almorzar?
—Chí, cheñó.
Los catalanes enviaron a las volandas al fámulo por algunos platos extraordinarios, y
sacaron sus dos mejores botellas de vino para agasajar al príncipe de la Iglesia, que no sólo
les dejaba fuerte ganancia en la compra de alhajas, sino que les aseguraba algunos
centenares de indulgencias valederas en el otro mundo. Sentáronse a almorzar, y no los dejó
de parecer chocante que el obispo no echase su bendición al pan, ni rezase siquiera en latín,
ni por más que ellos se esforzaron en hacerlo conversar, pudieron arrancarle otras palabras
que chí, cheñó.
El obispo tragó como un Heliogábalo. Y entretanto pasaron dos horas, y los familiares con
las quince talegas no daban acuerdo de sus personas.
—Para una cuadra que distamos de aquí al palacio arzobispal, es ya mucha la tardanza
—dijo, al fin, amoscado uno de los comerciantes. —¡Ni que hubieran ido a Roma por
bulas! ¿Le parece a su señoría que vaya a buscar a sus familiares?
—Chí cheñó.
Y calándose el sombrero, salió el catalán desempedrando la calle. En el palacio arzobispal
supo que allí no había huésped mitrado, y que el obispo de Huamanga estaba muy tranquilo
en su diócesis cuidando de su rebaño.
El hombre echó a correr vociferando como un loco, alborotose la calle de Bodegones, el
almacén se llenó de curiosos para quienes Ramoncito era antiguo conocido, descubriose el
pastel, y por vía de anticipo mientras llegaban los alguaciles, la emprendieron los catalanes
a mojicones con el obispo de pega.
De eno es añadir que Chicheñó fue a chirona; pero reconocido por tonto de capirote, la
justicia lo puso pronto en la calle. En cuanto a los ladrones, hasta hoy (y ya hace un siglo),
que yo sepa, no se ha tenido de ellos noticia.
El alacrán de Fray Gómez
(A Casimiro Prieto Valdez)
Principio principiando;
principiar quiero,
por ver si principiando
principiar puedo.
In diebus illis, digo, cuando yo era muchacho, oía con frecuencia a las viejas exclamar,
ponderando el mérito y precio de una alhaja: «¡Esto vale tanto como el alacrán de fray
Gómez!».
Tengo una chica remate de lo bueno, flor de la gracia y espumita de la sal, con unos ojos
más pícaros y trapisondistas que un par de escribanos:

...Chica
que se parece
al lucero del alba cuando amanece.
Al cual pimpollo he bautizado, en mi paternal chochera, con el mote de alacrancito de fray
Gómez. Y explicar el dicho de las viejas y el sentido —del piropo con que agasajo a mi
Angélica, es lo que me propongo, amigo y camarada Prieto, en esta tradición.
El sastre paga deudas con puntadas; y yo no tengo otra manera de satisfacer la literaria que
con usted he contraído que dedicándole estos cuatro palotes.
I
Este era un lego contemporáneo de don Juan de la Pipirindica, el de la valiente pica, y de
San Francisco Solano; el cual lego desempeñaba en Lima, en el convento de los padres
seráficos, las funciones de refitolero en la enfermería u hospital de los devotos frailes. El
pueblo lo llamaba fray Gómez, y fray Gómez lo llaman las crónicas conventuales, y la
tradición lo conoce por fray Gómez. Creo que hasta en el expediente que para su
beatificación y canonización existe en Roma no se le da otro nombre.
Fray Gómez hizo en mi tierra milagros a mantas, sin darse cuenta de ellos y como quien no
quiere la cosa. Era de suyo milagroso, como aquel que hablaba en prosa sin sospecharlo.
Sucedió que un día iba el lego por el puente, cuando un caballo desbocado arrojó sobre
las losas al jinete. El infeliz quedó patitieso, con la cabeza hecha una criba y arrojando
sangre por boca y narices.
—¡Se descalabró, se descalabró! —gritaba la gente—. ¡Que vayan a San Lázaro por el
santo óleo!
Y todo era bullicio y alharaca.
Fray Gómez acercóse pausadamente al que yacía en la tierra, púsole sobre la boca
el cordón de su hábito, echóle tres bendiciones, y sin más médico ni más botica el
descalabrado se levantó tan fresco, como si golpe no hubiera recibido.
—¡Milagro, milagro! ¡viva fray Gómez! —exclamaron los infinitos espectadores.
Y en su entusiasmo intentaron llevar en triunfo al lego. Este, para substraerse a la popular
ovación, echó a correr camino de su convento y se encerró en su celda.
La crónica franciscana cuenta esto último de manera distinta. Dice que fray Gómez, para
escapar de sus aplaudidores, se elevó en los aires y voló desde el puente hasta la torre de su
convento. Yo ni lo niego ni lo afirmo. Puede que sí y puede que
no. Tratándose de maravillas, no gasto tinta en defenderlas ni en refutarlas.
Aquel día estaba fray Gómez en vena de hacer milagros, pues cuando salió de su celda se
encaminó a la enfermería, donde encontró a San Francisco Solano acostado sobre
una tarima, víctima de una furiosa jaqueca. Pulsólo el lego y le dijo:
—Su paternidad está muy débil, y haría bien en tomar algún alimento.
—Hermano —contestó el santo—, no tengo apetito.
—Haga un esfuerzo, reverendo padre, y pase siquiera un bocado.
Y tanto insistió el refitolero, que el enfermo, por libarse de exigencias que picaban ya
en majadería, ideó pedirle lo que hasta para el virrey habría sido imposible conseguir, por
no ser la estación propicia para satisfacer el antojo.
—Pues mire, hermanito, sólo comería con gusto un par de pejerreyes.
Fray Gómez metió la mano derecha dentro de la manga izquierda, y sacó un par de
pejerreyes tan fresquitos que parecían acabados de salir del mar.
—Aquí los tiene su paternidad, y que en salud se le conviertan. Voy a guisarlos.
Y ello es que con los benditos pejerreyes quedó San Francisco curado como por ensalmo.
Me parece que estos dos milagritos de que incidentalmente me he ocupado no
son paja picada. Dejo en mi tintero otros muchos de nuestro lego, porque no me he
propuesto relatar su vida y milagros.
Sin embargo, apuntaré, para satisfacer curiosidades exigentes, que sobre la puerta de la
primera celda del pequeño claustro, que hasta hoy sirve de enfermería, hay
un lienzo pintado al óleo representando estos dos milagros, con la siguiente inscripción:
"El Venerable Fray Gómez.— Nació en Extremadura en 1560. Vistió el hábito en
Chuquisaca en 1580. Vino a Lima en 1587.— Enfermero fue cuarenta
años, Ejercitando todas las virtudes, dotado de favores y dones celestiales. Fue su
vida un continuado milagro. Falleció en 2 de mayo de 1631, con fama de santidad.
En el año siguiente se colocó el cadáver en la capilla de Aranzazú, y en 13 de
octubre de 1810 se pasó debajo del altar mayor, a la bóveda donde
son sepultados los padres del convento. Presenció la traslación de
los restos el Señor doctor don Bartolomé María de las Heras. Se restauró este
venerable retrato en 30 noviembre de 1882, por M. Zamudio".
II

Estaba una mañana fray Gómez en su celda entregado a la meditación, cuando dieron a la


puerta unos discretos golpecitos, y una voz de quejumbroso timbre dijo:
—Deo gratias... ¡alabado sea el Señor!
—Por siempre jamás, amén. Entre, hermanito —contestó fray Gómez.
Y penetró en la humildísima celda un individuo algo desarrapado, vera efigie del hombre
a quien acongojan pobrezas, pero en cuyo rostro se dejaba adivinar la
proverbial honradez del castellano viejo.
Todo el mobiliario de la celda se compañía de cuatro sillones de vaqueta, una
mesa mugrienta, y una tarima sin colchón, sábanas ni abrigo, y con una piedra por cabezal
o almohada.
—Tome asiento, hermano, y dígame sin rodeos lo que por acá le trae —dijo fray Gómez.
—Es el caso, padre, que yo soy hombre de bien a carta cabal...
—Se le conoce y que persevere deseo, que así merecerá en esta vida terrena la paz de la
conciencia, y en la otra la bienaventuranza.
—Y es el caso que soy buhonero, que vivo cargado de familia y que mi comercio
no cunde por falta de medios, que no por holgazanería y escasez de industria en mí.
—Me alegro, hermano, que a quien honradamente trabaja Dios le acude.
—Pero es el caso, padre, que hasta ahora Dios se me hace el sordo, y en acorrerme tarda...
—No desespere, hermano, no desespere.
—Pues es el caso que a muchas puertas he llegado en demanda de habilitación por
quinientos duros, y todas las he encontrado con cerrojo y cerrojillo. Y es el caso que
anoche, en mis cavilaciones, yo mismo me dije a mí mismo:
—¡Ea!, Jerónimo, buen ánimo y vete a pedirle el dinero a fray Gómez, que si él lo quiere,
mendicante y pobre como es, medio encontrará para sacarte del apuro. Y es el caso que
aquí estoy porque he venido, y a su paternidad le pido y ruego que me preste esa puchurela
por seis meses, seguro que no será por mí quien se diga:
En el mundo hay devotos
de ciertos santos;
la gratitud les dura
lo que el milagro;
que un beneficio
da siempre vida a ingratos
desconocidos.
—¿Cómo ha podido imaginarse, hijo, que en esta triste celda encontraría ese caudal?
—Es el caso, padre, que no acertaría a responderle; pero tengo fe en que no me dejará ir
desconsolado.
—La fe lo salvará, hermano. Espere un momento.
Y paseando los ojos por las desnudas y blanqueadas paredes de la celda, vio un alacrán
que caminaba tranquilamente sobre el marco de la ventana. Fray Gómez arrancó una página
de un libro viejo, dirigióse a la ventana, cogió con delicadeza a la sabandija, la envolvió en
el papel, y tornándose hacia el castellano viejo le dijo:
—Tome, buen hombre, y empeñe esta alhajita; no olvide, sí devolvérmela dentro de seis
meses.
El buhonero se deshizo en frases de agradecimiento, se despidió de fray Gómez y más
que de prisa se encaminó a la tienda de un usurero.
La joya era espléndida, verdadera alhaja de reina morisca, por decir lo menos. Era
un prendedor figurando un alacrán. El cuerpo lo formaba una magnífica
esmeralda engarzada sobre oro, y la cabeza un grueso brillante con dos rubíes por ojos.
El usurero, que era hombre conocedor, vio la alhaja con codicia, y ofreció
al necesitado adelantarle dos mil duros por ella; pero nuestro español se empeñó en no
aceptar otro préstamo que el de quinientos duros por seis meses, y con un interés judaico, se
entiende. Extendiéronse y firmáronse los documentos o papeletas de estilo, acariciando el
agiotista la esperanza de que a la postre el dueño de la prenda acudiría por más dinero, que
con el recargo de intereses lo convertiría en propietario de joya tan valiosa por su mérito
intrínseco y artístico.
Y con este capitalito fuele tan prósperamente en su comercio, que a la terminación
del plazo pudo desempeñar la prenda, y, envuelta en el mismo papel en que la recibiera, se
la devolvió a fray Gómez.
Éste tomó el alacrán, lo puso sobre el alféizar de la ventana, le echó una bendición y dijo:
—Animalito de Dios, sigue tu camino.
Y el alacrán echó a andar libremente por las paredes de la celda.
Y vieja, pelleja,
aquí dio fin la conseja.

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