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Crónica del periplo Salto-Tacuarembó-Salto

correspondiente al año 2003

Como todos saben, hace unos años compré una Vespa 150 modelo 88, italiana. Era ésta una meta
largamente deseada, surgida de mis tiempos de niño, cuando mi tío Mingocho me llevó a dar una
vuelta en su motoneta. Recuerdo que ya, en aquella lejana vueltita, Mingocho pinchó la rueda trasera,
y que delante de mí le puso la auxiliar. Pues bien, pasados los años, y con la experiencia de quedarme
muchas veces en campaña, mirando desalentado la rueda desinflada de mi Yamaha 60 (Cólera, para los
conocidos), me prometí algún día, cuando pudiera, comprarme una Vespa, con su querida rueda
auxiliar. Sueños de toda la vida, como soñé también comerme, yo solo, una mortadela entera, o tener
frente a mí un Ricardiquito, aquel bocado chocolatado que nunca alegró mi infancia.

Las Vespas, por lo demás, habían estado presentes de otras formas más sutiles: el detective
Jack, aquel genio que sabía de todo, entre otras cosas forjar estupendos cuchillos de caza, iba con su
mujer a Santa Teresa llevando todo su equipo de campamento en una Vespa modelo 62. El cura Juan
Luis Segundo se iba en Vespa a Porto Alegre… en fin, siempre las Vespas asociadas a la carretera, al
aire y al sol, y a gente que no temía enfrentar ni la distancia, ni la soledad.

Comprada la Vespa, la primera que dio cuenta de ella fue mi esposa. Ni lerda ni perezosa, se
subió una madrugada de octubre de 1998, temblando de nervios, ansiedad y miedo, y se largó por la
Ruta 26, para unir de un tirón Salto y Tacuarembó. Allá, en Tacuarembó, bailó toda la noche en el
cumpleaños de quince de su prima Clarinda, y temprano nomás arrancó de vuelta por la 26 de retorno a
donde la esperaba un esposo preocupado y 4 hijos ansiosos. La agarró una tormenta en el camino, tuvo
que hacer noche en Gualeguay, empapada, y retornó recién al otro día, radiante por lo vivido, tormenta
incluida. Surge así la idea del periplo Tacuarembó – Salto: la de hacerlo con cada uno de mis hijos.

Día 1 (5/01/03)

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Este viaje tiene como objetivo formal capturar culebras vivas para el serpentario de mi hijo
Martín, que me acompaña. Salimos, pues, el domingo 5 de enero, a las cinco de la mañana. Y ya de
entrada, con nervios. Porque, cuando llego a la esquina, siento la voz de mi mujer, que me llama. Paro.
Me avisa que la luz de presencia trasera no funciona. Además, la rueda trasera parece como que rozara
contra algo. Eso yo ya lo había notado, al sacar la moto del garage. ¿Qué hacer? Allí, en la esquina de
casa, con mi mujer de camisón en medio de la calle balanceo las dos posibilidades: o sigo y me tiro los
280 km, o debo suspender el viaje, y sabiendo lo que cuesta arrancar, quien sabe cuando lo podría
retomar…. Decido entonces jugármela, ir sin luces (ya está amaneciendo), y controlar la temperatura
de la rueda. En caso de que roce demasiado, entonces le sacaría algo de presión para achicar el
volumen de la cubierta. Así, pues, con la aprensión consiguiente de Raquel, y la alegría de Martín,
pongo primera y me alejo por avenida Barbieri, hacia la Ruta.

A las 05:27’ estamos en la ruta 3, a la altura del bagashopping. Le pido a Dios, mentalmente,
que me ampare en esta nueva travesía, pongo la cuarta y enfilo, tan decidido como preocupado,
sobretodo por la rueda, ya que tengo miedo de que estalle. A la altura de la planta lechera de Inlacsa
paro y tomo la temperatura de la rueda. Todo parece estar bien. Sigo. Repito la operación conforme nos
alejamos de Salto, con rumbo sur, no menos de 6 veces. Finalmente comprendo que todo marcha bien,
y que no hay por qué preocuparse. Mientras tanto, el horizonte se ha teñido de rosado primero, de color
salmón después, para finalmente despuntar un sol entre dorado y rojizo del lado izquierdo. Envueltos
en nuestras camperas, el aire fresco del amanecer nos baña la cara, el cuerpo, las manos. Atrás, en la
parrilla de la moto va un cajón de Conaprole, de esos de plástico, con una garrafa con 10 lts de nafta
con aceite y un montón de recipientes para poner las culebras que capturemos. Pasamos Chapicuy, los
palmares de Guaviyú con sus Termas, que recién están despertando, la entrada de Quebracho, con
varios autos esperando los ómnibus que vienen de Montevideo. Poco tránsito, ya que es domingo. La
brisa mece los pastos del costado del camino, mientras el canto de los grillos se escucha claramente
como fondo musical al ronroneo del motor.

La Ruta 3 es una ruta peligrosa. Por allí bajan, hasta Montevideo, camiones acoplados cargados
de madera, naranjas, tomates y sandías. Frente a ellos, la moto es apenas un insignificante piojo. Ya
otra vez, en el viaje con Aparicio, un camión con zorra nos pasó rozando. Por eso mismo, procuro
detenerme lo menos posible en esta ruta, y alcanzar cuanto antes la ruta 26, mucho menos transitada.

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Por lo mismo, no doy atención a las desesperadas advertencias y avisos de Martín diciéndome que allí
o allá vio tal o cual enorme víbora:

-¿Es que no me escuchás, pa..? ¿Es que estás sordo?


- ¿Qué me decís, m’hijito?
- ¿Es que estás ciego, pa? Bichos, pa… Bichos!!!!

Pero yo sigo y sigo, indiferente a amaneceres, víboras o nombres de arroyos hasta alcanzar la
26, a eso de las 07:30 hs. Tengo presente que estamos en enero, que el sol sale por el este, y que hacia
allí vamos nosotros, y que por lo tanto, tendremos al sol de frente.

Ahora sí, en la 26, comienza mi momento de disfrutar. Alejado el peligro de los camiones,
puedo dedicarme a gozar de la ruta, de las piedritas del camino, de los pájaros que cantan en la mañana
brillante, de la tibia brisa de este verano, que aún es fresco, de los horizontes infinitos de esta Patria
nuestra, que tan pocos tenemos el privilegio de conocer. Levanto la cabeza por un momento, respiro
hondo el aire que me baña y miro lejos. Como veinte o treinta kilómetros de colinas, pequeños cerros
salpicados de ovejas blancas. A veces el casco de una estancia indica la presencia del hombre, pero a
esta hora, aún, todo es quietud en este paisaje que se desliza.

A la altura del arroyo Soto, y luego de parar la moto para atrapar, vivita y coleando a nuestra
primera culebra, y colocarla en su botellón, la moto se me apaga indicándome que se acabó la nafta, y
que entro en el tanque de reserva. Hago rápidamente el cálculo: 4 lts de nafta en 90 km. Me faltan 180
km, con lo que precisaría 8 lts. A la pucha!!!!! Capaz que llego a Tacuarembó, con la reserva del bidón,
pero voy a andar bien justiniano. Deberé disminuir un poco la velocidad, para consumir algo menos.
Quizás, todavía, pueda encontrar nafta en Gualeguay.

Pasamos así un montón de arroyos con nombres dados por la historia: de Soto, Buricayupi, Guaeguay,
Molles Grande, Queguay Chico, de los Corrales, Queguay Grande…. A veces la motoneta pasa entre
murallas de piedra negra. Es basalto macizo, cortado a hierro para emparejar el tramo.

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En cierto lugar, como a unos 50 Km. de Paysandú, un montón de culebras aparecen en la ruta.
Cada dos kilómetros detenemos el viaje. Martín salta de la moto y corre hacia atrás para recoger al
nuevo reptil, que engrosará su colección. Yo cuido que no corra peligro, ya que muchos autos
argentinos pasan como balas habitadas rumbo a Brasil. Así nos hacemos de tres culebras verdes, una
culebrita parda de listas oscuras y vientre muy rojo, una parejera recién nacida y un lagarto sin patas de
color verde, que aparentemente está muriendo. Vemos también, aplastadas por los autos que corren por
la ruta, un montón de culebras, algunas de ellas todavía vivas, pero tan lastimadas que es imposible
salvar. Llegamos así, a las 09:15’ a Gualeguay, a 140 Km. de Salto y 160 de Tacuarembó. Para mi
grata sorpresa, puedo comprar nafta y reponer el bidón, con lo que ahora sí, no tengo dudas, no
tendremos ningún otro problema. Nos comemos un refuerzo, compramos una gaseosa y seguimos,
bajo un sol que ya se hace notar. Nos hemos sacado las camperas, por lo que viajamos los dos en
mangas de camisa, el cuero al viento. Con las camperas confecciono una especie de respaldo, de
manera que Martín pueda ir con la espalda apoyada, y el viaje le sea algo menos cansador.

La Vespa devora la ruta. El tranquito es lento, pero rendidor. El promedio de velocidad es de


55 – 60 Km./hora. Las ruedas giran y giran, cubriendo distancia. Así pasamos por cantidad de arroyos
hasta llegar al río Queguay, cerca de sus nacientes, y nos internamos en la Recta de Cunha, una
larguísimo tramo de carretera, de 14 Km. de longitud y tan recto como una buena intención. La Recta
de Cunha traspasa de lado a lado una cuña del departamento de Salto, que se mete entre los de
Paysandú y Tacuarembó. Allí han construido una gran reserva de agua y plantan arroz, algo muy
curioso para quien sabe que estamos lejos de cualquier río o arroyo de importancia. El lugar es muy
pero muy alto, pero también muy chato. Una enorme meseta sobre el lomo de piedra de la Cuchilla de
Haedo. Desde la ruta, y para ambos lados, se ven enormes extensiones de campo, prolongándose la
vista quizás cien kilómetros, en una sucesión casi infinita de campos, pastizales, montes de eucaliptos,
alambrados y lomas suaves que se extienden hasta el horizonte.

Un montón de pensamientos me atropella la cabeza. Por un lado, lo hermoso que es ver este
verde, estos campos, estos horizontes tan llenos de grandeza. Por otro, la conciencia clara de que es
esta pradera el corazón de esa patria que tan pocos apreciamos: el lugar donde se formó el gaucho, el
suelo que defendió el indio. Las infinitas distancias recorridas por quienes nos precedieron. Viene a
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mi mente el ejemplo de aquel cacique, que habiendo sido un producto de este suelo, habiendo recorrido
a pié y a caballo estos horizontes bañados de luz, fue encerrado por los gigolós de turno, los ilustrados
dotores de aquel tiempo, tan ignorantes de lo que significaba ser oriental como los actuales, para
curiosidad de los franceses, que querían ver lo que era un indio. Senaqué prefirió morir de hambre a
tanta indignidad. Un par de chajaes cruzan la ruta, buscando una laguna donde posarse. …. y entre
nosotros, hay tantos, tantos que no conocen lo que es nuestro suelo, nuestro ser!!!! Hay tantos que
ignoran!!! Hay tantos que son, en realidad, tan extranjeros como los gringos, aunque hayan nacido en
esta tierra! Gentes que ignoran su propia identidad, y que creen ser ciudadanos del mundo, sin conocer
al suelo que tienen bajo sus pies.

Por fin la recta de Cunha muere, dando una elegante curva hacia la derecha. Ahora sí, le aviso a
Martín, estamos entrando en el departamento de Tacuarembó. Son las 11:00 y el sol, cuando detenemos
la moto en breves descansos, muestra todo su poder. A la derecha queda la entrada a Tambores, el
pueblo más alto de la república, y la bienvenida de Tacuarembó, poco después que los buenos deseos
para nuestro viaje en la despedida de Paysandú. Luego la gran bajada, que nos hace pasar desde la
colada de basaltos a las areniscas del tiempo en que América y África formaban un solo continente.
Aquí no acelero. La moto, por su propia inercia, se desplaza en ese enorme tobogán de 1000 metros
hasta llegar a la entrada de Valle Edén. Buen lugar para descansar un rato. Tomo por el caminito,
llegamos al puente colgante y allí, debajo de un molle sacamos las cacharpas y almorzamos. Un cartel
con un gacho porteño nos avisa que allí nació Carlos Gardel, producto de los amores incestuosos del
Coronel Escayola con quien quizás fuera su propia hija. Martín ha aprovechado para pasar una y otra
vez por el puente colgante. Yo, en cambio, me he lavado muchas veces la cara sudorosa con el agua
fresca del arroyo Tambores.

A las 12:15 retomamos el camino. Nos quedan sólo 23 Km. para llegar a Tacuarembó.
Pasamos, así, por el Cerro Cementerio, acaso una reliquia del tiempo en que indios y matreros
guardaban a sus difuntos en sitios altos. Mientras recorro nuevamente con mi imaginación las tumbas
socavadas en la rosada piedra arenisca, por las que asoman los huesos, recuerdo que gente de campaña,
allí mismo, en Tacuarembó, me contaba que antaño algunos ponían a los cajones en horquetas de
grandes árboles, atados con tientos a buena altura, acaso para preservarlos de alguna forma de
corrupción.

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La Vespa sigue avanzando, ahora sobre un pavimento ardiente. En algunos lugares el asfalto es
un líquido viscoso por el que no conviene pasar. A mi derecha y al pie de los cerros veo el
establecimiento de don Raúl Deragón, el protagonista de mi cuento “Faltan siete”. La portera
desvencijada y el caído hilo del alambrado me hablan del deterioro que seguramente ha sufrido esta
familia amiga, perjudicada como tantas otras de mi patria por el gobierno de extranjeros nacidos en
Uruguay. Gente que sabe mucho de Shoppings Centers y de Disneyworld, pero poco o nada de las
cosas nuestras.

Así, pues, a las 13:00 y luego de siete horas y media de viaje, llegamos a Tacuarembó,
cansados pero contentos. La Vespa estaciona frente a lo de los Bueno Lemes, los abuelos de mi mujer.
Todos felices, ya que, por llamada de mi esposa preocupada, estaban al tanto de nuestro viaje, nos
reciben con un abrazo, un vaso de vino y un modesto pero generoso almuerzo. Mirando al Tata Alsino,
con sus 92 años y su pie cortado por la mitad, a la Mama Clarinda, a Delmar, a Gulma y a Fernanda
recapacito que no solamente me he casado con mi mujer. Lo cierto, es que también me casé con toda su
familia, a la que quiero y siento como si fuera mía propia, por derecho. Ya acostado en un sofá, siento
que la Mama Clarinda anda barriendo el fondo. Me levanto descalzo, me acerco y le doy un gran
abrazo y unos cuantos besos.

- Sabe Ud., vieja sinvergüenza….. yo la quiero un montón.

- Yo también te quiero a ti, m´hijo.

A las 17 hs las chicharras siguen cantando, pero el sol comenzó a aflojar un poco. Martín
duerme como un lirón, mientras yo salgo al patio a charlar con los veteranos. Las culebras buscan
escaparse, tratando de reptar cuesta arriba por las paredes del botellón, que quedó a la sombra de las
alegrías. Finalmente, y tras unos cuantos mates, Martín aparece bostezando. Es hora de nuestra ultima
etapa del día: ir a la chacra de mis suegros, a unos 25 Km. de Tacuarembó, sobre el Tres Cruces.
Arrancamos pues, luego de despedirnos de los veteranos. Una vez más en la ruta, con el sol ahora
amagando acostarse para descansar, luego de un día completo de trabajo. La 26 ahora es una estrecha e
interminable sucesión de subidas y bajadas, muy empinadas. Eucaliptos y pinos bordean esta ruta,
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trazada sobre campos arenosos, que han sido aprovechados para forestación. Enormes bosques de
eucaliptos blancos, y algunos de pinos, se ven a ambos lados de la carretera. Mientras la Vespa se
desplaza, mi pensamiento vuelve 25 años para atrás, cuando apenas recibido llegué a esos pagos,
montevideano de pura cepa, para encontrarme con los atardeceres y las gentes de tierra adentro.
Vienen a mi mente Don Roberto Echeveste (Cheveste, para los vecinos), muerto de un balazo por un
marido celoso. Don Paysal, administrador de Las Malvinas, donde tantas historias se tejieron. El Pololo
Bentancur, que perdió una estancia por una mala escritura, el Petizo Marx Lenin Brizzolara (por su
nombre fue el primero en caer preso, en tiempos de la dictadura) , simpático bandido que hoy vive de
las rentas que le da un galpón guardacoches, El Chito Rodríguez, callado y taciturno tragándose los
nervios que lo acometen, Don Gilberto Sandez, de profesión peluquero, que peinaba las cuchillas con
sus surcos a nivel donde plantaba papas, Don Nildo Palacios, un hombre bueno que supo acompañarme
en los momentos más bravos de la Sociedad de Fomento Rural El Paraíso, Nestor Pereira Lopez, sin el
don, claro, ya que es un gran bandido acostumbrado a ratear a quienes trabajan para él; el puentereo,
que violó a cada una de sus 15 hijas… y tuvo hijas-nietas con unas cuantas de ellas….

La última bajada y el llano del Tres Cruces. Del otro lado ya se ve el galpón donde los
Rodríguez secaban el tabaco, en tiempos en que la gente podía vivir de su trabajo. Pasamos raudos el
puente, que pulió en sus tiempos de obrero el Tata Alsino, y a 300 metros la portera de entrada. Es un
ratito, la Vespa pisando ahora pasto verde y esquivando pozos y bostas de vaca. Dentro del jardín, tras
el portón amigablemente abierto, el Tata Joaquín y la Mama Teresa esperando con una gran sonrisa.
¡Hemos llegado! Son las 19 hs. Trece o catorce horas de un viaje que no fue sólo traslado fugaz, sino
también un pedazo de vida. Ahora, mate en mano y al lado de la cocina prendida, le damos tranquilos a
la sinhueso, contentos ellos de tenernos, y nosotros de verlos.

¿Y mañana? …. Mañana será otro día.

Día 2 (6/01/03)

La noche del 5 al 6 dormí como un bendito. Martín, a mi lado, parecía un tronco imposible de mover.
El programa para esta mañana es Cuchilla del Ombú y Paso Rogelio, sobre el río Tacuarembó grande.
Así, pues, luego de desayunar y poner algo de nafta en el tanque, salimos rumbo a Cuchilla del Ombú,
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antiguo lugar de mis trabajos como agrónomo. Así pasamos por varios lugares: las casas de Gualberto
Ferreira, los restos del rancho donde Solís murió apuñaleado, la casa de Luna, quien se derritió frente a
los pontones, dentro de su camioneta incendiada, el almacén de Coitinho….

El camino de la Cuchilla del Ombú se adentra buscando el sitio donde el Tres Cruces se une
con el Tacuarembó Chico, lugar que no he llegado a conocer. Hay por allí una picada famosa. Dicen
que un mamado, cierta vez, pegó con su rebenque a una vieja, que tenía poderes de bruja. Pues esta
vieja le lanzó su maldición al paisano, quien, riéndose de ella, siguió su camino sobre el caballo. Al
llegar a la picada encontró que el agua venía crecida, cosa rara, ya que no había llovido. Se metió pues,
a atravesarla, pero la corriente se tornó tan fuerte que lo arrastró, y apenas pudo llegar a nado a la otra
orilla. Sus gritos de desesperación llegaron a unas casas cercanas, donde lo rescataron. Cuando dijo que
lo había arrastrado el agua, todos rieron de él, ya que el paso, se sabía, estaba muy bajo por la seca. Sin
embargo, cuando al día siguiente fueron a buscar al caballo, lo encontraron muerto, enhorquetado en un
viejo árbol, como si la corriente lo hubiera arrastrado hasta allí. Toda la pinta era de que se había
ahogado….. Esas historias, con su fondo de verdad o de duda, son las que no debemos perder, si no
queremos, también, perder una parte de nuestra alma.

El camino de la Cuchilla está como antes, pero algo más cuidado. La gente sigue mirando
desde los ranchos, sin saber qué hacer con su vida, ya que se han terminado los cultivos por fundición
de los plantadores. Ahora hay un pueblito de MEVIR, muy prolijo, y la gente tiene jardines al frente.
Pero el carrero sigue teniendo la misma barriga enfundada en una camiseta de algodón, medio sujeta
por un cinto viejo, el mismo pucho del lado izquierdo de la boca, la misma boina ladeada, la misma
barba crecida que yo recuerdo hace veinticinco años. O es el tiempo, que no pasa, o son los tipos
humanos, que se perpetúan generación tras generación. Miro las caras, y no veo sonrisas. Tampoco las
había, hace cuarto de siglo, pero ahora las caras me parecen algo más flacas y más duras; los ojos
parecen ser más negros y hundidos, a medida que nos ven pasar, con una mezcla de recelo y curiosidad.
Los únicos humanos que parecen ser muy semejantes a los que recuerdo de hace años, son los niños,
jugando con arena en el costado del camino.

Ya volviendo paro en lo del Chito Rodríguez, para saludarlo. Me atiende su mujer, que se ha
conservado tan bien que pareciera ser su propia hija. Me dice que el Chito anda viejo, preocupado, con
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los nervios de siempre carcomiéndolo en cuanto queda quieto. Contra el camino un montón de
maquinas para el cultivo de la papa se oxidan, ya que la fundición nacional alcanzó a sus hijos,
obligándolo a vender parte de su campo. Dejé saludos, ya que el Chito estaba en el campo, arreglando
una acequia para el riego del arroz.

Volviendo pocos cientos de metros hacia el oeste tomo hacia la derecha, por el arenal, hacia
Paso Rogelio. A mi izquierda van apareciendo los cerros chatos de Tres Cerros, un lugar tan hermoso
como debe haber pocos en Uruguay. Las colinas verdes y allá, majestuosos, como emblemas de la
eternidad, tres o cuatro enormes cerros chatos, de imponente altura, recostándose sobre el horizonte.
Ay!!!, Dios!!!, cómo me gustaría vivir aquí, con ese horizonte de líneas curvas y líneas rectas, de
brumas y promesas, de tiempo y distancia ensanchando mi alma! Miro hacia todos lados, pero los
cerros chatos son como un imán lleno de promesas. Una infinita paz parece desprenderse de este
paisaje, que es, al mismo tiempo, verde pero lleno de tiempo, testigo de cataclismos y erupciones de
antes del diluvio, cuando el hombre no se había, todavía, diferenciado del ratón. Este es un lugar donde
vale la pena vivir y morir, y que los huesos queden como alimento del pasto en este panorama
majestuoso….

Al llegar al Paso Rogelio veo un montón de arena limpia, trabajo seguramente de un carrero.
Martín, ni corto ni perezoso, se trepa al montón y se tira para abajo, como si fuera una duna natural.
Nos metemos por la picada del monte natural, procurando alcanzar la costa. Ahí vamos, por una
estrecha senda, cuando siento el ruido del carro, que sube cargado desde la costa. Apenas tengo tiempo
de agarrar a Martín y ensoquetarlo en un desvío del camino, cuando el carro, con 1000 Kg. de arena
limpia y tirado por tres caballos, pasa como un tren al lado nuestro. El carrero, asustado por la
inminencia del accidente, no tiene tiempo de frenar, y ya ha desaparecido tras un recodo del monte. Ya
en la costa arenosa, nos damos un buen baño en el río, que corre con gran velocidad. El carrero, que ha
regresado, me dice que allí no hay pozos, y que vende la arena a $ 40 el metro, y que debe pagar $ 300
cada tres meses a la Dirección de Hidrografía. Cada carrada lleva tres cuartos de metro. Calculo que
saca de 4 a 6 metros por día. Tiene la piel dura, curtida por el sol y los tábanos, que acosan sin cesar.

Ya son las 11:00. Hora de retornar a las casas.

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Por la tarde, mientras Martín busca culebras en el campo, me voy a Tacuarembó a ver viejos
conocidos. Encuentro algunos, avejentados pero de corazón firme. Todos se alegran de verme, y yo de
encontrarlos. Charlamos y luego, a eso de las 19:00, me vuelvo para Tres Cruces.

Día 3 (7/1/03)

Dedicaremos la mañana a Tacuarembó. Para eso salimos temprano a ver gente. Me interesa
averiguar sobre un grupo de personas que crían caracoles, que se está organizando. Me entero así que
Teresita, la compañera del Wen, el tío preferido de Raquel, pertenece al grupo, y que Roberto, el
almacenero, puede decirme dónde vive. Voy pues al almacén de Roberto, lo identifico, y le toco el
hombro al tiempo que le pregunto: ¿Vos sos Roberto? En ese momento suena un golpe, miro para atrás
y veo un hombre volando, que se estrella contra el cordón, en la esquina de Dr. Ivo y Catalogne. Todos
en la vereda quedamos alelados. En el medio de la calle, exánime, un niño de unos 9 años, boca abajo.
También boca abajo, un muchacho de unos 25 años. Corremos los pocos metros que nos separan. Paso
cerca del niño y me arrodillo junto al hombre joven, cuidando que mi cuerpo le de sombra a su cabeza,
que parece lastimada. Le pongo la mano en el hombro y siento que respira. Contra la vereda otro
hombre joven procura darlo vuelta, ya que está de cara hacia el suelo. Se lo impido. El choque fue
tremendo, y el tipo está inconsciente. Pienso que si lo damos vuelta y hay un derrame de sangre, se
puede ahogar si lo volteamos. Huelo a nafta y veo que el líquido derramado desde el tanque de la moto,
que está destrozada en la esquina, se acerca rápidamente. Alerto a quienes nos rodean, y van corriendo
a buscar un cajón con arena, que vuelcan en el lugar. Mientras tanto, palmeo al hombre suavemente, y
le hablo despacio diciéndole que el niño está en buenas manos, para que sienta que alguien está cerca.
La verdad, no sé qué ha sido del niño, que ha desaparecido. Luego me informan que el Dr. Goyén, que
pasaba en el auto, lo recogió y se lo llevó de urgencia al hospital. El sol calienta, y nosotros aquí, a las
10 de la mañana, con este hombre en el pavimento. La ambulancia no llega. Le miro los ojos y veo que
se mueven, pero siguen cerrados. La respiración parece tranquila. En cierto momento abre los ojos y
pregunta por su hijo. Está todo bien, hermano, le digo. El hombre hace un esfuerzo y retira de debajo
de su cuerpo primero la mano derecha, y luego la izquierda, ambas sangrantes. ¿Y la ambulancia? ¿Qué
mierda pasa que no llega? Ya han pasado como 15 minutos, y este hombre quizás esté muriendo…. Le
sigo hablando, sin saber qué otra cosa hacer. El hombre está tal como cayó, con una pierna en la calle y
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otra parcialmente sobre la vereda. Finalmente, a paso de tortuga, llega una unidad móvil de la que se
bajan una médica y el chofer. El sanatorio está a 200 m de distancia (!!). El chofer le pregunta al
hombre si recuerda lo que pasó. Dice que le duele la cabeza. Entonces, entre él, la médica y un policía,
lo dan vuelta, lo agarran de la ropa y lo ponen en una camilla. ¿Al Sanatorio o al hospital?, pregunta el
chofer. Hospital, le responden. Para allá va. Martín, que ha estado a mi lado todo el tiempo, está
tranquilo. Hoy aprendió muchas cosas, entre otras, lo que puede ocurrir cuando se cometen
imprudencias en el tránsito. La muerte estaba por ahí, entre nosotros, mirando curiosa, bien cerquita.

A buscar a Teresita pues. La encuentro, tomamos unos mates, averiguo lo que quiero y sigo,
con Martín, hasta Iporá, el lago entre los cerros. Sobre el pasto una mujer de biquini y busto bien
surtido vigila a 5 chicos. Entramos en conversación, y como por casualidad me entero de que anda sola,
“vorciada” de hace años y que nos invita a comer en su campamento. Le agradezco, pero bien veo
cómo viene la mano. A esa altura Martín, luego de nadar en el lago, que está buenísimo, está harto de
paseos. Cuando le ofrezco quedarnos en Tacuarembó, comer unos panchos e irnos por la tarde a ver la
Gruta de los Cuervos, me dice: “No, pa… ¿es que no entendés? Yo quiero ir a lo de la mama Teresa”.
Muy bien, digo. Así, pues, enfilamos nuevamente hacia Tres Cruces. El guacho anda cansado.

Día 4 (8/1/2003)

Hoy es el día del retorno. He pasado en Tacuarembó unos días estupendos, hablando con Teresa,
comiendo de a seis huevos fritos, durmiendo unas siestas monumentales, sin más ruido que la conversa
y el cacareo de las gallinas, con horizontes dilatados, con cielos llenos de estrellas. Es tiempo de
volver a los nuestros, a mi mujer y mis otros cuatro hijos, que esperan en Salto.

Salimos a las 06:20. En Tacuarembó cargo nafta. El empleado de la estación de servicio mira
con cariño a la Vespa y le comenta a otro: “es increíble los kilómetros que se hace con estas maquinitas.
Fulano de tal tiene una y se fue a .” A la salida, paro en una panadería para comprar una milanesa y
unos panes. El panadero, enterado de que andamos cazando culebras me muestra su dedo, momificado.
Una crucera, nos dice. Cuando era gurí metí la mano en la cueva de una mulita, y salí con la víbora, de
un metro sesenta, prendida. Corrí como 6 cuadras y, como estaba en campaña, demoré en llegar al
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médico. Recuperarme me costó un montón de años. Ahora, por suerte, estoy bien. ¿Escuchaste, Martín?
Viste lo que pasa si metés la mano en una cueva? Eso nunca se hace. Mirá bien ese dedo, y acordate
bien.

Enfilamos por la 31 hacia Salto. La ruta 31 es una de las más solitarias del Uruguay, de las
menos concurridas y, por lo tanto, de las más apropiadas para viajar por placer, mirando el horizonte.
Es una ruta que todavía está en construcción. Yo la conocí cuando el bitumen aparecía recién llegando a
Salto. Todavía tiene trozos donde la cañada, que corre entre las piedras, moja las ruedas que la
transcurren, y donde los lagartos se esconden en agujeros que seguramente pasan por debajo de
nosotros. La ruta que va subiendo la Cuchilla de Haedo, trazando cien curvas en ángulo recto, a veces
de una manera apenas creíble. Luego, ya en el departamento de Salto, discurre a lomos de la Cuchilla
de Arerunguá, que separa al arroyo Sopas del Arerunguá.

La ruta se toma en la esquina donde antes se bailaba tango, en Tacuarembó, yendo hacia la sexta
sección. De ahí se extiende pasando por los arroyos Moja huevos y Quiebra Yugos hasta llegar a
Zapará, limitado por el arroyo del mismo nombre. A la izquierda de la ruta está el cementerio, muy
prolijo blanco y azul, y a la salida el local de remates de ganado de Mario Sotto. Luego de pasar dos o
tres arroyitos más atravesamos Luján, zona de valles entre cerros. Allí se termina la arenisca y el agua
fácil, y la ruta se interna definitivamente entre los cerros, para subir a lo que es el techo de la patria,
recorrido por vientos que no conocen límites a su antojo.

En lo alto el paisaje es maravilloso, solitario, áspero, lleno de quebradas, de peñas, de arbolitos


retorcidos, de cerros puntiagudos, de valles escondidos, de arroyos cantarines. Es la patria del águila,
del cuervo y del ñandú, apta únicamente para gente que no le tenga miedo a la soledad ni al destino.
Porque es un lugar solitario y hermoso, lleno de cielo y espacio, de pájaros, pastos que silban y
libertad. Recorro esos caminos, ladeando el cuerpo para tomar las curvas, al tiempo que siento que la
brisa de la mañana me baña el cuerpo, poro por poro, aliento por aliento. Voy como borracho, ebrio de
tanta luz y paisajes, de tanto oxígeno y poesía hecha horizonte. Voy cantando a voz en cuello,
mostrando a Martín la altura a que estamos, las distancias que se extienden, bajo un cielo que de tan
azul, en el horizonte parece violeta. El motor ronronea seguro por la pista solitaria.

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Nos detenemos en una hondonada del camino, entre dos cerros de piedra. Allí abajo corre un
arroyo hacia el norte, cayendo en docenas de pequeñas cascadas que desagotan otras tantas ollas donde
se ven las mojarras nadando entre fresquísimas plantas acuáticas. Bajamos por el cauce, cuidando de no
patinar en piedras resbaladizas hasta llegar a una laguna, donde se adivinan las tarariras. A duras penas
arranco a Martín de aquel lugar, para seguir nuestra ruta de cerros, curvas y piedras.

La ruta está espectacular, recién hecha. Así llegamos hasta el almacén El Chimango, desde
donde parten caminos a varios pueblitos de campaña, de nombres tan perdidos que ya no los recuerdo.
Luego vendrá Carumbé, con sus 25 Km. de ripio, Paso Cementerio, con sus mangueras de piedra, del
tiempo de los guaraníes y los negros esclavos, Pueblo Celeste, donde Teresa se crió viendo desaparecer
con miedo, tras la ventana, al hombre del farol, que nadie jamás pudo alcanzar. Después viene Valentín,
donde también vivió varios años, hasta llegar a Salto pasando por la Estación Experimental de San
Antonio, perteneciente a Facultad de Agronomía.

Los arroyos se suceden: Arerunguá, Valentin Grande, Arroyo de las Tunas, TYangarupá.,
Itapebí Grande, Arroyo del Tala…. En el último tramo, realizado al medio día, la urgencia ya es llegar,
puesto que vamos cansados y con calor bajo un sol que arde. Modero la velocidad, para que el motor
no se recaliente, ya que me consta que la inminencia del hogar hace que uno vaya más rápido que lo
que realmente desea. Finalmente Salto, el cruce de la vía del tren, la Avenida Barbieri, la vuelta de la
Plaza del Cerro, la esquina de casa y la sombra del fresno frente a casa. Son las 13:10’ Sabían que
llegábamos, y nos estaban esperando. Fueron, en total, unos 500 Km. hechos en ruta.

Me bajo con el traste chato. Voy a tener que ir a buscar un lápiz grueso, para dibujar
nuevamente lo que se ha perdido. Pero, aunque cansado, contento, mientras me bajo de la motoneta le
doy gracias a Dios por haberme cuidado de los peligros del viaje. La verdad… la verdad es que bien
vale la pena repetirlo alguna otra vez.

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