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TEMA:

LEEMOS TEXTOS NARRATIVOS


PRÁCTICA 1
Lectura 1:
El solitario
Horacio Quiroga

Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda
establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje
de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados.
Con más arranque y habilidad comercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y
cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.
Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra,
tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero,
había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte
años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin,
aceptó nerviosamente a Kassim.
No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil artista aún, carecía
completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero
trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una
lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista
tras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido.
Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba
también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya
-¡y con cuánta pasión deseaba ella!- trabajaba de noche. Después había tos y
puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.
Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacerle amar las tareas del
artífice, y seguía con ardor las íntimas delicadezas del engarce. Pero cuando la
joya estaba concluida -debía partir, no era para ella- caía más hondamente en la
decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al
fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oír sus sollozos,
y la hallaba en la cama, sin querer escucharlo.
-Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti -decía él al fin, tristemente.
Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco.
Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla.
¡Consolarla! ¿de qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus
veladas a fin de un mayor suplemento.
Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se
detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.
-¡Y eres un hombre, tú! -murmuraba.
Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
-No eres feliz conmigo, María -expresaba al rato.
-¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo? ¡Ni la última
de las mujeres!… ¡Pobre diablo! -concluía con risa nerviosa, yéndose.
Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía luego
nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.
-Sí… ¡no es una diadema sorprendente!… ¿cuándo la hiciste?
-Desde el martes -mirábala él con descolorida ternura- dormías de noche…
-¡Oh, podías haberte acostado!… ¡Inmensos, los brillantes!
Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía el
trabajo con loca hambre de que concluyera de una vez, y apenas aderezada la
alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos.
-¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su
mujer! Y tú… y tú… ni un miserable vestido que ponerme tengo!
Cuando se franquea cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a
decir a su marido cosas increíbles.
La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la
que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta
de un prendedor -cinco mil pesos en dos solitarios-. Buscó en sus cajones de
nuevo.
-¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
-Sí, lo he visto.
-¿Dónde está? -se volvió extrañado.
-¡Aquí!
Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor
puesto.
-Te queda muy bien -dijo Kassim al rato-. Guardémoslo.
María se rio.
-¡Oh, no! es mío.
-¿Broma?…
-¡Sí, es broma! ¡es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar que podría ser mío…!
Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
Kassim se demudó.
-Haces mal… podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
-¡Oh! -cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.
Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó y la guardó
en su taller bajo llave. Al volver, su mujer estaba sentada en la cama.
-¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!
-No mires así… Has sido imprudente, nada más.
-¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco de halago,
y quiere… me llamas ladrona a mí! ¡Infame!
Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más
admirable que hubiera pasado por sus manos.
-Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.
Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre el
solitario.
-Una agua admirable… -prosiguió él- costará nueve o diez mil pesos.
-¡Un anillo! -murmuró María al fin.
-No, es de hombre… Un alfiler.
A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda
trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces
por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se
lo probaba con diferentes vestidos.
-Si quieres hacerlo después… -se atrevió Kassim-. Es un trabajo urgente.
Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
-María, te pueden ver!
-¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!
El solitario, violentamente arrancado, rodó por el piso.
Kassim, lívido, lo recogió examinándolo, y alzó luego desde el suelo la mirada
a su mujer.
-Y bueno, ¿por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
-No -repuso Kassim. Y reanudó en seguida su tarea, aunque las manos le
temblaban hasta dar lástima.
Pero tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis
de nervios. El pelo se había soltado y los ojos le salían de las órbitas.
-¡Dame el brillante! -clamó-. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí! ¡Dámelo!
-María… -tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
-¡Ah! -rugió su mujer enloquecida-. ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has
robado mi vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me iba a desquitar… cornudo!
¡Ajá! Mírame… no se te había ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! -y se llevó las dos manos
a la garganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó,
alcanzando a cogerlo de un botín.
-¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim
miserable!
Kassim la ayudó a levantarse, lívido.
-Estás enferma, María. Después hablaremos… acuéstate.
-¡Mi brillante!
-Bueno, veremos si es posible… acuéstate.
-Dámelo!
La bola montó de nuevo a la garganta.
Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad
matemática, faltaban pocas horas ya.
María se levantó para comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al
final de la cena su mujer lo miró de frente.
-Es mentira, Kassim -le dijo.
-¡Oh! -repuso Kassim sonriendo- no es nada.
-¡Te juro que es mentira! -insistió ella.
Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe cariño la mano.
-¡Loca! Te digo que no me acuerdo de nada.
Y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con la cara entre las manos, lo
siguió con la vista.
-Y no me dice más que eso… -murmuró. Y con una honda náusea por aquello
pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.
No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido continuaba
trabajando. Una hora después, este oyó un alarido.
-¡Dámelo!
-Sí, es para ti; falta poco, María -repuso presuroso, levantándose. Pero su
mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo. A las dos de la mañana Kassim
pudo dar por terminada su tarea; el brillante resplandecía, firme y varonil en su
engarce. Con paso silencioso fue al dormitorio y encendió la veladora. María
dormía de espaldas, en la blancura helada de su camisón y de la sábana.
Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, y
con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido.
Su mujer no lo sintió.
No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dura
inmovilidad, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió,
firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer.
Hubo una brusca apertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados. Los
dedos se arquearon, y nada más.
La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante
desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin
perfectamente inmóvil, pudo entonces retirarse, cerrando tras de sí la puerta sin
hacer ruido.

PREGUNTAS DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿Cuál era la habilidad de Kassim?


2. Qué significa la frase: “La joven, de origen callejero, había aspirado con su
hermosura a un más alto enlace”. Explica tu respuesta.
3. ¿Por qué María deseaba una joya? Explica tu respuesta.
4. ¿Qué piensas de la actitud de María para con Kassim? Justifica tu respuesta.
5. ¿Por qué no Kassim no quería que María se vaya al teatro con el prendedor?
6. ¿Qué pasó al final del cuento?
7. ¿Cuál es el problema que puedes identificar en este cuento? Explica tu
respuesta.
8. ¿Con qué palabra calificarías a María y con qué a Kassim? ¿Por qué? Justifica tu
respuesta.
9. Si pudieras resumir este cuento usando solo una palabra, ¿cuál sería? ¿Por qué?
Justifica tu respuesta.
10. ¿Cuál es tu opinión y valoración sobre el cuento? ¿Por qué? Justifica tu
respuesta.
Lectura 2:
El lobo
Hermann Hesse

Nunca antes las montañas francesas habían sufrido un invierno tan frío y largo.
Hacía semanas que el aire se mantenía claro, áspero y helado. Durante el día, los
grandes campos de nieve, color blanco mate, yacían inclinados e interminables
bajo el cielo estridentemente azul; de noche los atravesaba la luna, pequeña y
clara, una luna helada, furibunda, con un brillo amarillento cuya luz fuerte se
volvía azul y sorda sobre la nieve, y que parecía la escarcha en persona. Los seres
humanos evitaban todos los caminos y, sobre todo, las alturas; apáticos y
maldiciendo, permanecían en las cabañas, cuyas ventanas rojas, de noche,
aparecían empañadas y turbias junto a la luz azul de la luna, y se apagaban pronto.
Fue un tiempo difícil para los animales de la zona. Los más pequeños murieron
congelados en grandes cantidades; también los pájaros sucumbieron a la helada,
y sus cadáveres enjutos se convirtieron en botín de águilas y lobos. Pero aun estos
sufrían terriblemente de frío y de hambre. Solo unas pocas familias de lobos
vivían allí, y la necesidad las empujó hacia una unión más fuerte. Durante el día
salían solos. Aquí y allá, uno de ellos cruzaba la nieve, flaco, hambriento y
vigilante, silencioso y temeroso como un fantasma. Su sombra delgada se
deslizaba a su lado sobre la superficie nevada. Levantaba el hocico puntiagudo en
el viento y de vez en cuando emitía un llanto seco, tortuoso. Pero de noche salían
todos juntos y rodeaban los pueblos con aullidos roncos. Allí estaban a buen
resguardo el ganado y las aves, y detrás de los postigos se apoyaban las escopetas.
En escasas ocasiones les tocaba una presa menor, por ejemplo un perro, y ya
habían sido muertos dos lobos de la manada.
La helada persistía. Muchas veces los lobos se echaban juntos, en silencio y
pensativos, calentándose uno contra el otro, y escuchaban acongojados el vacío
mortal que los rodeaba, hasta que uno, martirizado por los maltratos espantosos
del hambre, pegaba de pronto un salto con un alarido terrorífico. Entonces todos
los demás dirigían sus hocicos hacia él, temblaban, y rompían al unísono en un
aullido terrible, amenazador y quejumbroso.
Por fin la parte más chica de la manada decidió partir. Abandonaron sus
madrigueras al despuntar el alba, se reunieron y olisquearon excitados y
temerosos el aire helado. Luego partieron al trote, rápido y con un ritmo parejo.
Los que quedaban atrás los miraron con ojos muy abiertos y vidriosos, los
siguieron una docena de pasos, se detuvieron indecisos y desorientados, y
regresaron lentamente a sus cuevas vacías.
Los emigrantes se separaron al mediodía. Tres de ellos se dirigieron hacia el
oeste, a los montes del Jura suizo; los otros siguieron hacia el sur. Los tres
primeros eran animales hermosos, fuertes, pero terriblemente flacos. El
estómago de color claro, combado hacia dentro, era delgado como una correa; en
el pecho se destacaban tristemente las costillas; las bocas estaban secas y los ojos
abiertos y desesperados. De tres en tres se internaron lejos en los montes; al
segundo día cazaron un carnero, al tercero, un perro y un potrillo, y fueron
perseguidos en todas partes por los campesinos furiosos. En la zona, rica en
pueblos y ciudades, se diseminó el miedo y el temor ante los invasores
desacostumbrados. La gente armó los trineos del correo; nadie iba de un pueblo
a otro sin su arma. En esa zona desconocida, tras tan buen botín, los tres animales
se sentían a la vez temerosos y a gusto; se volvieron más arriesgados de lo que
jamás habían sido en casa, y asaltaron el corral de una granja a plena luz del día.
Mugidos de vacas, crujido de listones de madera que se partían, sonido de cascos
y una respiración caliente, jadeante, llenaron el ambiente angosto y cálido. Pero
esta vez interfirieron los humanos. Habían puesto un precio a la cabeza de los
lobos, lo que duplicó el coraje de los granjeros. Mataron a dos de ellos: a uno le
perforó el cuello una bala de escopeta, el otro fue muerto con un hacha. El tercero
escapó y corrió hasta que se desplomó sobre la nieve, casi muerto. Era el más
joven y hermoso de los lobos, un animal orgulloso con formas armónicas y una
fuerza imponente. Durante un rato largo quedó echado, jadeando. Delante de sus
ojos se arremolinaban círculos rojos y sanguinolentos, y de vez en cuando emitía
un quejido silbante, doloroso. Un hachazo le había dado en el lomo. Pero se
recuperó y pudo volver a levantarse. Solo entonces vio cuán lejos había corrido.
En ningún lado podían verse personas o casas. Delante de él se encontraba una
montaña imponente, nevada. Era el Chasseral. Decidió rodearlo. Atormentado
por la sed, comió pequeños pedazos de la corteza congelada y dura que cubría la
nieve.
Más allá de la montaña se topó de inmediato con un pueblo. Estaba
anocheciendo. Esperó en un tupido bosque de pinos. Luego rodeó con cuidado los
cercos de los jardines, persiguiendo el olor de los establos tibios. No había nadie
en la calle. Arisco y anhelante, espió por entre las casas. Entonces sonó un disparo.
Levantó la cabeza hacia lo alto y se dispuso a correr, cuando ya estalló el segundo
tiro. Le habían dado. El costado de su abdomen blancuzco estaba manchado de
sangre, que caía a goterones. A pesar de todo, logró escapar con unos grandes
saltos y alcanzar el bosque más alejado de la montaña. Allí esperó un instante,
atento, y oyó voces y pasos provenientes de varios lados. Temeroso, miró hacia la
montaña. Era escarpada, boscosa y difícil de trepar. Pero no tenía opción. Con
respiración agitada escaló la pared empinada mientras que abajo, a lo largo de la
montaña, avanzaba una confusión de insultos, órdenes y luces de linternas. El
lobo herido trepó temblando a través del bosque de pinos, casi a oscuras,
mientras la sangre marrón corría despacio por su costado.
El frío había cedido. Al oeste, el cielo estabas brumoso y parecía prometer
nieve.
Por fin el animal, agotado, alcanzó la cima. Ahora se encontraba sobre un gran
campo de nieve, levemente inclinado, cerca de Mont Crosin, muy por encima del
pueblo del que había escapado. No sentía hambre, pero sí un dolor turbio y
punzante en las heridas. Un ladrido seco y enfermo nació de su hocico entregado;
su corazón latía pesado y dolorido, y el lobo sentía que la mano de la muerte lo
presionaba como una carga indescriptiblemente pesada. Un pino aislado, de
ramas anchas, lo atrajo; allí se sentó y clavó sus ojos perdidos en la noche gris de
nieve. Pasó media hora. Una luz roja y apagada cayó sobre la nieve, extraña y
blanda. El lobo se levantó con un quejido y dirigió su cabeza hermosa hacia la luz.
Era la luna, que se levantaba por el sudoeste, gigantesca y color rojo sangre, y
subía lentamente por el cielo cubierto. Hacía muchas semanas que no se la había
visto tan roja y grande. El ojo del animal moribundo se aferraba con tristeza al
astro opaco, y en la noche volvió a oírse un estertor débil, doloroso y ronco.
Un poco más tarde surgieron luces y pasos. Campesinos con abrigos gruesos,
cazadores y muchachos jóvenes con gorros de piel y botas toscas avanzaban por
la nieve. Se oyeron gritos de alegría. Habían descubierto al lobo moribundo, le
dispararon dos tiros y ambos fallaron. Entonces vieron que el animal ya estaba a
punto de fallecer y se le echaron encima con palos y garrotes. Él ya no los sintió.
Lo arrastraron hacia abajo, a Sankt Immer, con los miembros quebrados.
Reían, alardeaban, se alegraban por el aguardiente y el café que bebían, cantaban,
maldecían. Ninguno vio la belleza del bosque nevado, ni el brillo de la alta meseta,
ni la luna roja que colgaba sobre el Chasseral y cuya luz débil se reflejaba en los
cañones de las escopetas, en los cristales de nieve y en los ojos quebrados del lobo
muerto.

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿Por qué es importante la descripción del ambiente en este cuento? Explica tu


respuesta.
2. ¿Por qué fue un tiempo difícil para los animales de la zona?
3. ¿Quiénes eran los enemigos de los lobos? ¿Por qué?
4. ¿Qué hicieron los tres lobos al volverse más arriesgados?
5. ¿Por qué habían puesto precio a las cabezas de los lobos? Al saber esto, ¿cuál
fue la reacción de los granjeros?
6. Qué sentimiento experimentas al leer este fragmento: "No sentía hambre, pero
sí un dolor turbio y punzante en las heridas. Un ladrido seco y enfermo nació de
su hocico entregado; su corazón latía pesado y dolorido, y el lobo sentía que la
mano de la muerte lo presionaba como una carga indescriptiblemente pesada".
Explica tu respuesta.
7. Qué infieres de este fragmento que es la parte final del cuento: "Ninguno vio la
belleza del bosque nevado, ni el brillo de la alta meseta, ni la luna roja que colgaba
sobre el Chasseral y cuya luz débil se reflejaba en los cañones de las escopetas, en
los cristales de nieve y en los ojos quebrados del lobo muerto". Justifica tu
respuesta.
8. Después de leer este cuento, ¿con qué palabra o frase lo relacionas? ¿Por qué?
Argumenta tu respuesta.
9. Enjuicia: Los lobos de este cuento, ¿son animales malvados? ¿Por qué? Justifica
tu respuesta.
10. ¿Cuál crees que haya sido la intención del autor al escribir este cuento? Explica
tu respuesta.
11. ¿En qué se parecen y diferencian los lobos de los humanos en este cuento?
Justifica tu respuesta.

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