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he :SAIDEL 4 2, eas ‘ .. ¥. ay h-.’ EL AUTOR Nace en Santiago, en 1922. Abo- gado (1947) y Profesor de Filoso- fia (1949). Sus valiosas memorias para optar a estos grados de Li- cenciado: “El trabajo y el hom- bre”, “Plenitud y deshumaniza- cién”, Ensayos sociolégicos en que se reunen hondura conceptual y prosa bellamente trabajada, que muchas veces logra tomar caracte- res de verdadero poema. Ejerciendo paralelamente Ia do- eencia (Internado Nacional Barros Arana) y la aboraeia, ha vertido su inguietud espiritual, ademés, en miltiples revistas y periddicos: “Mastil”, de la Esenela de Dere- cho: ‘Claridad”, de la Federacién de Estudiantes: “Occidente’, “Po- Vtiea y Espiritn”, “Ercilla”, “La Hora”, ete. Colabora hoy en el dia- rio “Noticias de Ultima Hora”, di- rige la revista “Derecho Contempo- réneo”, de reciente aparicién, y pertenece al Directorio del Sindi- cato de Bseritores de Chile. En 1958 publica un libro de poe- mas, “Oracién del eselavo”, bajo el pseud*nimo de Mieuel Amerik. En 3956, la Fditorial Universitaria in- cluye en la Colece'én Saber ©» en- sayo histérico “E] pueblo judio”. El claro sentido social que im- prime a sus obras no dafia, sin embargo, pese a sus proyecciones dial4cticas, su bien cuidada praca, cenida por bello y contenido liris- mo. Que se hace mas puro en los cAntieos a las cosas que en su sen- cillez o humildad poseen la trans- parene'a de lo eterno: el pedruzco, la gavilla. el mar, la indestructible vosa.— Marco Aurelio Gonzdlez (De la revista “THEMIS”). MIGUEL SAIDEL LA EDAD DEL ATOMO 2 e %y, wl IMPRENTA ALFA SANTIAGO DE CHILE Es Propiedad del Autor Inseripeién N? 16.408 _ Portada de Mehier Shenhabi ORIGINAL DE UNIVERSIDAD DE CHILE Al germen exacto de cual- quiera época: a todo creador, A Gtorita ¥ Tatia “Aquello que me oprime, ges mi alma tratando de salir, 9 el alma del mundo golpeando en mi corazén pata su entrada?” (“Aves Errantes”, de R. Tagore). PROLOGO He aqui un libro magico, cruzado de simbolos miltiples y eternos. Un libro sin tiempo, colocado en. el término justo en donde pasado y porvenir se con- funden y el corazén del hombre es como una rosa circular. Alli lueven copiosamente las edades y es- piritu y materia se desplazan sin contrapeso en um permanente estado de gracia. Y todo va siempre so- brepasado, como agua que se desborda e invade pro- pias y extrafias pertenencias. La fantasia pone en ac- cién su poderosa levadure, ildgica a la luz diurna, pero, en realidad, plena de una vieja y sentenciosa sabiduria. La eldésica pardbola, el mundo mitolégico y la leyenda milenaria, trenzan aqui sus fuerzas 4 de ese nudo estalla la mds conmovedora flor del dia. El sentido metaférico de estos relatos va por adentro, a manera de modalidad innata: desde ew piedra fundamental y permanente arrancan las esencias imponderables. Paisaje, clima y conflictos pertenecen a un universo entre terreno y siderol. Alli no habla el hombre, sino la zarza ardiente. Fs el verbo iluminado el que irrumpe entre cielo y tie- rra, con mds resonancias de Padre Eterno que de voz humana. La palabra, deslizada o echada a correr de cumbre a cumbre, viene a nosotros como escapada de entre las Tablas de la Ley. En seguida son los dia- a pasiones del alma, las infiniias gradaciones del co- raz6n. Mads que la era atémica, aqui vivimos la edad de la fdbula, Hombres y cosas conversan un mismo len- guaje y vienen a ser como astillas de un mismo ma- dero. Y es que aquella tierra suspendida que ellos ha- bitan es un campo acomodade para tal semilla, Tiem- po y distancia avanzan por un mismo grueso cano. Pero, mds que todo y sobre todo, no olvidemos que por aqui el hombre anda todavia vestido de nim- bo celeste, no bien despegado de la alfombra magica ‘0 del obscuro barro del buen alfarero, Y que de estas andanzas por el infinito nacen sorpresivos y felices encuentros con la poesia. Graciosisima entidad a cu- yo paso no queda lémpara sin encender. JUVENCIO VALLE 4 UN HOMBRE LIBRE El viajero se sacudié las ropas, empapadas por -e] afectuoso polvo de interminables caminos — algu- nos de ellos trazados en el aire, otros en e] agua— y miré delante de si con esperanza, Esa extrafia regién atin se transformaba. Grue- Sas cordilleras estiraban con pesadez, hasta muy 1-- jos, sus firmes lineas de piedra. El mar adyacenie ignoraba su efectivo lecho, entremezclandose con la tierra en los archipiélagos australes. En las arterias del hombre se podia escuchar el sonido de sangres diferentes reuniéndose a caudales. Y el grito del héroe clamaba por los suelos todayfa yertos en bus- ca del trigo naciente, tratando de despertar al maiz © domesticar al Arbol. Al descender la cuesta vio a un individuo de cuerpo moreno, bajo y de orientales rasgos que, sen- tado sobre una piedra, semidesnudo, hacia sollozar entre sus labios un ignorado instrumento. No parc- cia ligado a nada y su mirada carecia de sentido. ‘Tras él se elevaban montes de anudados brazos que safadian sus fuerzas para construir la gran cicatriz cordillerana que dividfa la regi6n. Enfrentandolo, el viajero le expuso su propésito: —Hace mucho, muchisimo tiempo que busco un hom- bre que sea libre. Lo eres tu? El interrogado no centest6, tal vez porque no no entendia ese lenguaje o porque temia una burla. Pe-- ro aquel, que sabia oir a través del mutismo, cogié. de todos modos su respuesta: —wNo te engafes conmigo: mira todo lo que ear- go, cuanto pesa. Aqui mismo, bajo estas piedras me- morables y entre estos vientos yoraces, hay un pasa-- do que me duele, que es como un rio enorme y an- gustioso, cada vez m4s lejano y a pesar de eso mas potente, que afluye sobre mi. No pierdas el tiempo; conmigo. Estoy alado a muchas cosas que no son y que quizé no seran nunca. Este es tedo mi reino: dura piedra y viento arisco, Esta es toda mi musica; el la- mento que mucre en mi garganta. gLibre yo? Mi vida esta tan congelada como la nieve que puedes divisar en la alta montafia. Si al menos el tirano me hubiera dejado mi tierra y mis dios?s. Pero todo, hasta el sol, fue arrebatado a mi faena y a mi canto... El viajero lo escuché sorprendido; esa confesiém no concordaba en absoluto con los sonoros himnos que apretaban el aire y los bellos principios que el viento arrastraba de un extremo a otro de esa tie- tra, hilando collares de retérica. Y descendi6 al valle, donde encontré otro suje- to: lo abrazaba un terrufio mal sembrado que labo— raba con tesén y sobre él brillaba un dia nuevo. —Necesito un hombre que sea libre — le dijo—. gEres ti el que busco? El campesino detuvo su faena y lo miré extra- fiado; pero a través de su asombro el peregrino pudo captar sus palabras, 10¢ —Sefior, mi cuerpo so hunde en este suelo, en- raizandose y ramificandose como una planta; mirc- me usted largo tiempo y vera que mi carne y mi pensamiento van transformandose en tejidos vegeta- les, llendndose de tierra y musgo... Este ancho cic- lo y esos lejanos montes demarcan mi existencia a dentelladas. Mi libertad mide unas pocas hectareas que tengo que trabajar mvy duramente, de sol a a estrella. Lcs mejores utiles siguen sicndo estas m2- nos deformes, pere el clima ordena mejor que yo cl ritmo y sonido de la cosecha. La celda es espacicsa, sefior y no hay llave que pueda abrirla porque parece abierta. Confundido, el viajero siguié hacia la ciudad. En Ja taberne encontré un individuo mejor vestido, mas elecuente, pero de aspecto cansado y faz enve- jecida. y no poco esfuerzo le cosié sacarlo de alli. —A ti no te amarra un pasado muerio, ni te ahoga una tierra espesa. gEres ta el hombre libre que busco? —WNo me parece, patrén —le contesté el hom- bre, sacandos2 con la manga el gusto a vino que le quemaba la boca—. Estoy metido en la maquina: cuando clla se pone a andar, yo trabajo; cuando s? detiene, descanso. Pero si pudicra incrustarme del todo en ella, quedaria mejor, como un simple me- canismo, sin torpes complicaciones. gLibre yo? —Se eché a reir—. Me amarran muchas lineas frenteri- zas, abismos infranqueables me separan de mucnos otros hombres y me colocan en el sétano de sus vidas y de sus alegrias. . 11 El peregrino, desconcertado, detuyo su busqueda para observar nuevamente esa tierra de contrastes. En muchas regiones la sierra imperaba con su flujo de montafias sobre el yalle habitable. Al centro, una amplia meseta se aproximaba al cielo en ambicioso ademén. Hacia el oriente se desplegaban selvas her- méticas, entre rios desbocados sobre cuyas aguas es- tallaban pajaros de colores zigzagueantes y en las “que habitaban pigmeos sin cabeza. Y el gris comun de los suclos comunes era espantado por un rojo de- lirante, demencial, en lucha con un verde impudico. Abajo, lagos amantes sacudian tenuemente sus in- timos recursos de agua eterna; y mds all4 multiples “canales desintegraban e] cuerpo territorial, luchando por Ja preeminencia de las aguas. ¥ reparé que bajo el cinturén tropical, descen- diendo a las extremidades, o sobre él, subiendo a los “septentrionales hombros de ese continente, todo en él era fuerte, erguido, poseedor de una fiera natura- lidad. } En verdad, no todo, Ki Un ruido de marchas y de vitores llamé su aten- cién y se dirigié a la plaza. Era el cumpleafios del go bernante y grandes multitudes desfilaban gritando Joas a su nombre y portando su efigie. El peregrino, resuelto a concluir su tarea, pidié hablar con él y no fue facil complacerlo. —Busco un hombre que sea libre y sélo tu pa- Teces serlo —le dijo—. Tu puedes dar la tierra al que no la posee y un futuro a quien sélo cuenta con Su pasado. ¢Quién sino tu puede ser el que busco?* 12 El gobernante se manifesto extranado; —Mi pais esta pletérico de libres; en las plazas- de tcdos los pueblos se levantan estatuas a los li- bertadores; cien congresos he organizado este ano para defender la libertad y he puesto en la carcel a los impugnadores. Negarlo seria una blasfemia, una herejia, un delito contra el orden publico. Puedo, pues, ser condescendiente y reconocer que soy el que buscas. ,Quién, si no yo? Un ruido de hierros que se aranaban entre Si, Suscitando un murmullo que aument6é cadenciosa- mente hasta provocar un clamor insoportable, lo in- terrumpi6. Y todos pudieron ver por unos instantes. que multiples grilletes aprisionaban al gran caudi- Ilo, apretaban su cuerpo, su mente, su deseo, y que infinitas cadenas emergian de él para asir a sus stib- ditos, quienes eran, sin embargo, mas libres porque sufrian sélo una. . ) Y cuando el per2grino acosado por los esbirros abandonaba aquella promisora comarca, donde las banderas lucian engreidos colores y brillaban impreg- nadas aun por la sangre de sus héroes, miré desespe- radamente hacia su corazén y lo vio también enca- denado a una pregunta que lo mordia con ira y sed. —No seas tan pretencioso —se dijo—, conténtate sdlo con encontrar un hombre. Y luego reencendié su lampara y prosiguié su camino. 13 INVOCACION A LA DIOSA Murmuraban que Hipias ya no era el mismo, Si antes habia fulgurado en el estudio y las discusiones, ahora participaba poco en las actividades de la asam- blea, su dialéctica habia enmudecido y no alumbraba su retorica, Hurafio con todos, ya no se divertia en Ja palestra ni cambiaba estocadas con los filésofos. ¢Tal vez Cupido, el hijo de Afrodita, habia atra-~ vesado su corazon con una flecha de oro puro? Un dia ascendié al Parnaso a consultar el oracu- Jo de Delfos e invocar la proteccién de Apolo. Hablé con el sacerdote, rindié Ja ofrenda consabida y espe- x6 que la sacerdotisa ayunara y se prepatase a re- cibirlo con ayuda de los dioses. Temblaba visiblemente el infeliz cuando en me- dio de la obscuridad de la caverna apenas iluminada fue al fin recibido por ella, que lo aguardaba en ee tado de trance. —Ignoro si es pecado ¢ crimen —le dijo a pias—, si es una estupidez 0 una profanacién, En busca de auxilio, recurro a ti. Vengo al centro de la tierra porque no puedo continuar viviendo: tengo el alma enferma. jAy...! Me he enamorado de Ja Diosa ‘y ya no tengo remedio. ¢Es que su amor resulta imposible para un ateniense? {Esa es la pregunta que arrojo en la cara de los clones! —agregé con irritacién, 14 La, sacerdotisa permanecié impasible unos ins- ‘antes; traté de hablar, pero afectada por fuertes convulsiones, cayé de su tripode, retorciéndose, echan- ‘do espumarajos por Ja boca y pronunciando pala- bras incomprensibles. Una hora mas tarde, que se hizo larguisima pa- ra Hipias, el sacerdote le trajo su interpretacién de Ja respuesta: —El Oraculo dice que los Dioses no son indife- rentes a los hombres y por ello pueden cambiar a mi- tad de camino la linea de sus vidas, como aconte- ciera con Hércules y Perseo. Mas, para que se dignen -descender desde el Olimpo, es preciso que quien as- pira a sus favores quiebre la distancia que lo separa de ellos. : —éQué debo hacer para lograrlo? —pregunté Hipias alterado. —Ha dicho el Oraculo —prosiguié gravemente -€] sacerdote— que para tu empresa se necesita una fuerza que es y no es humana; un poder que se ad- -quiere y no se adquiere; una virtud que no se com- pra, pero para la cual puede tener importancia la riqueza. -—Por favor, aun Her&clito es mas comprensible -que tu... Te pido mayor claridad en la respuesta —rogé Hipias. —Asi ha dicho el Ordculo y no puedo expresarte otra cosa. Pero atin no he terminado. Necesitas un sufrimiento espeso y lucido que te quite la vida, mas no te la destruya; que sea arrasante cual la tempes- 16 tad, pero germine a 11 vez como una semilla; que lo posea todo y no sdlo sea el vaso de tus lagrimas; una pasién que perturbandote te otorgue claridad y ma- tandote te impulse a resucitar. El que recorre este camino puede ser pobre y poseer grandes riquezas;. ser orgulloso, pero humilde. Eres joven, busca y tal vez lo encuentres.... Hipias retorné tan desesperado como habia su- bido, repitiéndose hasta la sequedad y el hastio las palabras del Oraculo en pos de un significado segu- ro. ¥, como no lo encontrara, emprendié una tras otra las grandes jornadas de su vida. La primera fue el llanto. Pero cuando volvié al gran templo, la diosa de ojos verdes permanecié in- Sensible a su dolor, no escuché ninguna de sus su- plicas y ni siquiera respondié a sus lamentos. Después buscé un liviano bartulo, un largo ca- mino y fue a uno y otro lado del mundo; visité las islas del Egeo, y las colonias del Asia Menor, y las ciudades de la Magna Grecia; y desde alli hasta las columnas que Hércules habia separado; e, intern4n- dose mas alla atin, pisé la linea pavorosa donde fina- liza el océano y se asomé a los abismos del mundo, Y caminé con los pies desnudos por las ardientes are- nas del Egipto, dialogé con la Esfinge y, pleno de vigor, empujO unos cuantos metros las piramides. Y lev6 a Atenas miles de tesoros con los que abne- gadamente Ilené las naves del templo, Pero no fueron suficientes los metales preciosos, 16 las joyas y los mas milagrosos cbsequios, pucs la Dio- sa nada dijo. E Hipias inicié su tercera jornada. Hizo del co- razOm su propio escudo y se batié desesperadamente contra los enemigos de Atenas a fin de arrojar fue- ra de si el indigno carifio que sentia por la vida. ¥ enfrenté los ejércitos con la misma decision con que antes colocara el mundo bajo sus sandalias, distin guiéndcse en cien batallas importantes. Mas nada obtuvo. Y¥ traté de comprender la razon de ser de los: guijarros y la dimension del tiempo; quiso definir ek silencio, medir las formas del Cosmos, descifrar !os- misterios de la miseria y el amor. Y se aprendié las obras de Homero y Hesiodo, debatié contra los s0- fistas; y atrevidse a ser irdnico con el mismo Sécra- tes, y volvid a relucir en la asamblea sus fibras de gladiador dialéctico. : Pero quiza no aprendi6 lo necesario, pues la Did~- Sa nada dijo. i Fue entonces que oyé hablar de los fayores que’ Je dispensaba a su primo Oreas e irritado acudié al: templo dispuesto a todo. Con impulsivo paso subi6 la escalinata, cruz6 las columnas y avanzando con entereza entre sombras . cada vez mas concentradas, acorté la dura distancia. que lo separaba de la Diosa. Hla parecia esperarlo. Verdes relampagos emanaron de sus ojos y detuvie~ 1T ron al intruso que arrodillandose, la invocé con toda, e] alma. ~—Dame, oh Diosa, el sendero que hacia tu azul cohduce. {No sabes cuanto te he buscado!’ Caminé en todas partes entre idolos caidos, silenciosos idolos, crugiendo en un Gesierto calcinado en el que no ha-" bia nada, nada, excepto tu imagen. Surgias como un oasis y tu espejismo era para mi la realidad y eran ellos menos que un suefio, Ay, terrible imagen que yo hubiera sorbido con labios de sed infinita. Dime el sortilegio, Diosa, dime cémo alcanzarte, c6mo hacer recondita la distancia, intimo el espacio sordo. ¢Eres 4 mds inerte y cruel que Ja arena, la aridez o el vitntre estéril? ;Cémo creerlo! Hasta la piel me huye en busca de ti y no soy otra cosa con todo mi ser que unos brazos extendidos que te buscan y te per- siguen por doquiera. Dime, te lo suplico, cual es el’ camino, e] sortilegio, el efectivo rayo que pueda con- ducirme a ti... La Diosa lo escuché insensible, limpia y altiva sObre el altar, lejana como otro mundo. Y nada dijo. Hipias no pudo mas y, aranandose los puhos de ‘impotencia, le grité: —A otros si les dispensas tus favores. ¢Crees que no sé? A mi primo Oreas, por ejemplo. El es pobre, débil y mudo, pero le das cuanto te pide. Y todos sa- yen que en las noches mas obscuras desciendes de tu. altar y-paseas con él por las terrazas del templo. Y la Diosa nadq dijo. —Odio a Oreas y también a ti porque eres in- 1B juste. Destriyelo a él y sé mia. Sé mia en mérito de mi amor, de mi cultura, de mi riqueza. De mis es- fuerzos, de mis viajes, de mis cdiseas. Sé mia en mé- rito de mis lagrimas, y de mi coraje, y de mi amor. éQuién es Oreas? ~Qué posee que no tenga No Y al fin 14 Diosa dijo: —Es verdad cuanto dices. Pero Oreas ha escrito un verso... Y se qued6 callada para siempre. LEYENDA DE ALGUIEN De la madre Caos, vivificada por un impulso di- vino que dié direccién a eada uno de los ele- mentos (aire, fuego, tierra y agua) y un orden al conjunto, surgio un grano diminuto y pretencioso, donde al cabe de seis dias aparecié “alguien”. Ese primer mundo era un jardin sincero satura- do de afectucsa humedad en el que las flores no se atenuaban ni amenguaban las lunas, los frutos cre- cian sin término, cada vez mas jugosos y scguros, y jas enredaderas, tan profusas como acariciantes, tre- paban hasta los astros para recibir una leccion de luz permanente. ¥ “alguien” lo tenia todo a su alcance, los ani- males que vivian a su alrededor le besaban los pies con mansedumbre e ignoraba las tempestades: in- eluso la mujer que broté a su lado era miel sensata. Y 6] jugaba con las fuerzas de la naturaleza dis- poniendo de ellas a su antojo. Y captando su propia transparencia interior —a la que UWamé espiritu— aprendié a hacer un fecundo ejercicio del vivir, una cancion sin llanto de sus vigilias, un arte prodigioso de la soledad. Y dentro y fuera de él todo aparecia vivificado, tenso, pleno. Mas de pronto Jehova, en un rapido juego de prestidigitacion, hizo desaparecer el paraiso en el in- terior de una de sus mangas y le dijo a “alguien”: 20 —Ahora te corresponde a ti. Avanza, construyc- Jo ti mismo. Y “alguien” hundié con desesperacion sus ma- nos en la tierra para sacarlas de alli desgarradas. Y Ja mujer lloré sobre su hombro, ambos en el desam- paro, enfrentando la prueba suprema. Y¥ en torno suyo la brisa transformose en viento y el viento en tempestad. Y los arroyos se multipli- earon para engendrar rios indomables que provoca- ban vastas inundaciones. Y habia tierras que se se- caban hasta el espanto y otras que se enfriaban has- ta el horror, ¥ grandes fieras y pequenos insectos 10 atacaban, pues su Carne y su sangre les era necesa- ria. Y aun su compafiera alz6 la voz contra él. Pero Ja mano arrancé y transformé ta piedra. De ésta emanaron el fuego y !a herramienta, La herra- mienta dibujé el hierro, el bronce y los demas me- tales. ¥ asi, progresivamente, a través de largas y re- torcidas épocas, fue surgiendo nuevamente el jardin primitivo. Aunque existia la muerte, la vida era ca- paz de sobreponerse y aun de aprovecharla para Si. Y “alguien” descansaba pocas, muy pocas horas, afanandose por alcanzar la flor que no se marchita, la estelar enredadera y los frutos infinitos. Y en virtud de ese esfuerzo continuo la tierra fue aprendiendo a obedecer. Los brazos de “alguien” podian cruzarla entera, El océano se conyirtié en un charco diminuto. Y logré reajustar las fuerzas natu- rales para servirse de ellas en su beneficio. ¥ cualquiera que contemplase ese medio huml- lado podia suponer que “alguien” habia concluido 21 su tarea y que el paraiso original habia sido rein; taurado. : Pero no era asi. Después de milenios de trabajo, de sangre, de tortura, “alguien” se sentia mas‘ incé- modo que en el tiempo aquel —terrible leyenda pare- cia— en que conociera la vida como una dura intem- perie y un frecuentado castigo. Sentia su propia som- bra prisionera y ultrajada, Luchaba contra su her- mano, Agudos limites lo herian por doquiera. E in- cluso el tiempo, el eterno tiempo, habia perdido su estabilidad para convertirse en un instante siempre exasperadamente corto, Y debié entonces besar con humildad la tunica de los cielos y reconocer su fracaso ahte Jeéhova. —Estoy cansado, muy cansado, Sefior, y no pue- do seguir. Cuanto he hecho esta fuera de mi o con- tra mi. ¥ ya no puedo mAs. Tengo un gran poder que me hace débil... Domino y me siento subyugado. ; . iAy, Seficr, estoy mas desnudo que al comienzo! Y el celeste taumaturgo le replicé: —Creiste construir y te has deshecho. Tu pa- raiso esta deshabitade y hueco, Olvidaste un detalle. —_Cual? —Tu mismo... Y mientras muchos siglos de reyerta estupida y de mecanismos desencajados rodaban por el polvo y hacia el polvo, una carcajada divina se esparcid por los anchos espacios, resonando en cada mundo como una advertencia. : 22 PIGMALION Se levanté tarde, muy afiebrado, y de inmediate dirigiése a su taller a contemplar la informe piedra. Alli estaba el trozo de marmol, sélidamente inex- presivo, esperando sus manos, resignado a entregar- les su inocencia. Pigmali6n inicié su tarea dominado por un im- pulso que desconocia limites. Larga y dura fue la busqueda. Mientras voleaba en la faena cuantas exis- tencias habia destrozado, las muertes que habia vi- vido y los desgarramientos de todos sus amores, era como si €] cincel, persistiendo en el delirio, hiriera con avidez su propia carne. De ira en éxtasis, de safia en fervor, golpe tras golpe, fue el maérmol delineando formas mesuradas y legitimas; quizés ayudaba con intimos afanes que contribuian a despertar en su compacta roca las més finas complicaciones y los contornos mas exactos. Asi pasaron los dias y los siglos. Cuando su labor estuvo concluida, durante un largo instante en que el tiempo se olvidé de la muer- te, rest6 absorto. La mujer que habia cincelado, cu- bierta por una tenue inmovilidad que parecfa a pun- to de trizarse, permanecia misteriosa y distante: de sus contornos serenos estaban excluidos el Manto, la vacilacién, las horas impacientes, los suefios deyora— ores. i i 23 Una pasién irrefrenable colmé al artista hacién- dolo temblar con violencia, de modo enigmatico asal- t6 la impavidez de su obra y, cual un fuego que con- tagia y anima, fue capaz de conmoyerla, y propago por todas sus particulas la ley del movimiento, Y tras la firme pasividad de las formas el artista sintié un escalofrio, Algo palpitaba, si, era posible; Ja inercia mortal de la roca estaba lastimada, E] so- nido de su secreto pulso, imperceptible al comienzo, fue aumentando y llegé a poseer Ja fuerza de cien relojes sincronizados, cada yez mas cercanos y po- tentes. Recordé entonces aquella voz pétrea que antes, cuando su creacién cra sdlo un ensuenio, le ensenhara en unas pocas palabras todo el misterio del arte: “Vierte sobre mi tu mas intimo grito, tu entra- fia herida, tu estrago mas fundamental, sin hurtar- me impureza alguna. ¥ la corriente que retengo. con- gelada, muerta, desataré sus miembros enlutados. Podré asi desgarrar la firme prisién de enredaderas que me ata y romper las amarras definidas que cie- gan los rios de mi canto. “¢Acaso no me escuchas? Amame sobre todo: so- bre el mar, sobre el cielo, sobre tu propio amor deses- perado. Golpéame con la ira de tus integros dolores, con dureza vuélealos en un sclo fuego; contra ri tu Uanto y tu alegria. “No calcules que vacila el ciclo y se enfria su tempestad mds ardua. Rompe sin piedad, con preci- sién de muerte. Sobre mi tu tallo resentido inclina sin dejar de azotarme: deja entera tu fuerza en mis 24 fibras inertes; que tu lampara vibrante acuda a des- cubrirme el alma y con su luz estalle en mi quietud reseca. “Sélo asi en mi cie¢ga sepultura, que es como mi ‘ser mismo, asomara la vida”. Y la estatua vivia. No podia dudarlo; ni tampoco los demas objetos del taller, ahora avergonzados de Su inercia y de su frialdad. Qué jubilo cuando se descorrié la patina que cu- bria sus pupilas y encendié sus ojos sorprendidos, ‘aunque suaves. Sin vestir siquiera de rubor su des- nudez, descendié con lentitud de su pedestal y co- menz6 a inspeccionarle tedo, revelando una curiasi- dad inevitable que confirmaba su femenina con- ‘dicion. Hasta que llegé ante Pigmalién y chcearon sus ‘ojos tensamente y casi con estrépito, Y é1 estaba mas yerto y estatico que ella, No fue facil desatar aquella mirada, que susci- t6 en el artista una turbacién decisiva. Habia obscurecido y la cstatua comenzé a dan- zar demoniacamente bajo un rayo de luna, desma- dejendo las tinieblas. Emanaba de su cuerpo una ‘tierna luminosidad que se esparcia al exterior, im- -pregnando las cos@s con su hechizo. No pudo contenerse y se prosterné ante elle. —Ahtra sé que mis menos modelaban un desti- no—ledijo . Ella se detuvo, clavé en Pigmalién sus ojos pe- netrantes y, como si lo viera por primera vez, le pre- gunto: 25 —¢Quién eres? El no sabia qué responder y vacilé largamente. —Yo? Un hombre... —dijo al fin con dificul- tad; quiso agregar algo, pero sus labios no le obe-- decieron. Ella lo miré con desprecio: —jOh!, ¢eso? Pigmolién traté de replicar, pero no pudo. Sin- tid deseos de lanzar un alarido tremendo, mas tenia agotada la sensibilidad y muerta la garganta. Al ex- perimentar su impotencia, traté de reir, reirse a car- cajadas plenas del mundo, de su obra, de si mismo. Tampoco pudo, Intenté entonces aproximarse a ella, pero tenia los miembros paralizados y sdlo le fue po- sible crispar las manos. Ella para defenderse retrocedié y, tomando el cincel, golpeé con safia una y otra vez el cuerpo de Pigmalién, quien se derramé 4 sus pies silenciosa- mente en astillas de piedra. (Roma) LA CLAVE DEL UNIVERSO (De una enciclopedia ) Fue el quinto de diecisiete hijos, Nacio un miér- coles, tres dias después de un eclipse solar. Su padre era desconocido y calvo; su madre, protestante y celosa. Hizo sus estudios primarios en la escuela publi- ca, Si bien a los diez afios sabia multiplicar y divi- dir, no fue —afortunadamente— un nifio precoz. La lectura comenzé pronto a devorarlo. Apren- dio matematicas superiores, teologia y metafisica. A los veinticinco afics tuvo oportunidad de predicar, pero renuncié luego a ello, pues sus sermones resul- taron insepertables, incluse para él. Un lustro después publica su primer tratado im- portante, “Origen de la nebulosa”, cuya brumosidad. le asegura un éxito extremo. Sus trabajos son pronto comentados en los altos circulos intelectuales de EKu- ropa y América. Nuevas e importantes cbras fluiran de su pluma: “De la razén y sus derivades”, “La ver- dad, el error y la fauna” y, especialmente, su trata- do en quince tomos: “Introduccién al estudio de los principios de una Ontologia inespacial, intemporal:e inexistencial”; subtitulo, “La nada”. © En esta ultima obra, que provocé efectivo re— 27 vuelo, reflexiona como un libre pensador, pero sus principios y conclusiones son las de un dogmatico. Este modo audaz de ser prudente lo hizo definitiya- mente famoso, hasta entre sus familiares. En el aspecto practico, su carrera fue vertigino- sa, Del grado 15,. paso rapidamente al 99 del escala- fon; y, apenas a los cincuenta y cuatro afios, en ple- no uso de sus facultades, llegé a dirigir la seccién “Lecturas a domicilio” de 1a biblioteca municipal. Quince aos mas tarde ingresa a la Universidad, llegando a ser uno de los mas jévenes y meritorics catedraticos de la Facultad de Filosofia y Letras. Mientras fue maestro jamas faito ni lego atra- sado a una sola de sus clases, Llevaba una vida or- ganizada de la mafiana a la noche; su existencia era pendular y lo siguié siendo durante mucho tiempo: iba a la Facultad y volvia, se encerraba en su cuartto a trabajar hasta las 12 y a las seis de la mufiana ya estaba en pie, dispuesto a renudar su labor. Adquirié asi la gravedad profunda del metafi- sico que sdlo congenia con problemas trascenden- tales. Un dia renuncié a su catedra y quienes lo co- nocian advirtieron graves alteraciones en su activi- dad normal. Se le yeia coneurrir con frecuencia a ja biblioteca, al museo de historia natural y a los ar- chivos del Congreso; y usar grasosos cuadernos en Ios que anotaba con minuciosidad misteriosas fér- mulas. ¥ se dijo que estaba a punto de hacer culmi- 28 nar su arduo trabajo en una investigacién funda mental, cuycs resultados disiparian para siempre la ignorancia y las vacilaciones del hombre ccntempc- raneo. Su faena pronto se hizo infatigable y cada vez mAs dinamica, como si tuviera extraordinaria prisa por concluirla, Abandono bibliotecas y archivos y rompié los limites de la ciudad en que siempre ha- bia vivido, anudando sus pies a todos los caminos. Y eomenzé a sondear los abismos del océano y a visi- tar perdidos continentes; a través de lentes gigan- tescos inteiregaba a los astros y le tomaba el pulso a las estrellas. Y se hizo evidente que temia morir an- tes de revelar al mundo el fruto de sus investiga- ciones. Transcurrié asi el tiempo. El sabio seguia bus- cando, estudiando, laborando en medio del interés universal, Pero no publicaba ningun nuevo tratado, ni siquiera el mas mindsculo articulo, ¥ en los con- gresos de filosofia o ciencia, donde se esperaba con. ansicdad cualquiera revelacién de su parte, se li- mitaba a escuchar, sin conceder detalle alguno acer- ca de sus trabajos. Hasta que una mafiana, ya muy envejecido, ca- y6 temblando en la calle, mortalmente palido; y quienes acudieron a levantarlo, oyeron su sollozar amargo. Y¥ temiendo que los abandonara en la orfandad, lo interrogaron en forma despiadada: —Dinos, qué has encontrado? 29 —Contéstanos, cual es el sentido de la exis' ia? i + al —

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