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Las pirámides

Sollozando despacio en la cama para no despertar a su mujer, el hombre, que ya está


despierto del todo, sigue sin embargo enredado en la pesadilla ho- rrible que acaba
de tener. En la oscuridad, siente las lágrimas calientes humede- cerle las
mejillas. El asco, la culpa, el horror, la desesperación lo asaltan y lo so-
brecogen. Le parece que el universo entero se ha manchado para siempre con la
vergüenza infinita que le da su sueño. El mundo ya no será nunca más el mis- mo
después de haberlo tenido.
Es un comerciante egipcio próspero, importador de ciertas máquinas eu- ropeas.
Ingeniero electrónico de formación (estudió en Londres), prefirió aplicar sus
conocimientos al comercio siguiendo la tradición familiar, con el buen olfato de
relacionarse más bien con industriales franceses que ingleses, encontrando de ese
modo una competencia menos seria, lo que le permitió al cabo de una década
acrecentar y sobre todo afirmar la fortuna familiar. Asociado con su hermano mayor
y con su cuñado, el marido de su hermana, logró constituir la firma más importante
del ramo no únicamente en el país, sino quizás en todo los países de la región. Y
ahora está en el dormitorio de su casa, confortable sin ostentación, en uno de los
barrios residenciales de El Cairo, tratando de sofocar su llanto para no despertar
a su mujer, que duerme a su lado en la penumbra.
El mes anterior cumplió cuarenta y siete años. Hubo una gran fiesta de
familia, a la que asistieron también muchos amigos. Sus dos socios le regalaron un
coche nuevo, francés, que habían obtenido a un precio ventajoso gracias a sus
relaciones con los medios industriales y comerciales de París. La noche de su
cumpleaños, cuando los invitados se retiraron y sus dos hijos ya se habían ido a
dormir, hizo el amor con su mujer —se llevaban muy bien, y aunque la frecuencia de
sus relaciones sexuales había disminuido mucho con los años, él le era enteramente
fiel— y después, antes de dormirse, pensó un rato en sí mismo, en sus antepasados,
en su familia actual, en sus negocios, y durante unos pocos y raros minutos de
exaltación austera, se dijo que tal vez había rea- lizado plenamente su vida.
Y esta noche, un mes más tarde, como culminación de los acontecimientos
desagradables de las últimas semanas, él, que no sueña nunca, acaba de tener esa
pesadilla que lo ahoga de vergüenza, de pena, de desprecio de sí mismo. Acaba de
soñar que sometía a Yussef, su hijo mayor, de diecisiete años, a una serie de
repugnantes vejámenes sexuales. No solamente lo hacía, sino que lo divulgaba con
cinismo, aunque en secreto ya empezaba a sentir vergüenza por los actos que había
cometido, y tenía miedo de encontrarse con el muchacho, en quien, en el sueño,
sentía haber causado daños irreparables. Su conducta no tenía en apariencia ninguna
motivación sensual, sino un odio desmesurado y gélido, y es ese odio quizás, junto
con las imágenes abominables del sueño, lo que lo ha hecho despertarse aterrado y
lloroso hace unos minutos, sin que el sentimiento de alivio al comprobar que esas
escenas penosas no eran más que una pesadilla, se haya, piadoso, presentado
todavía. Al contrario: a medida que va saliendo de él, tiene la impresión de que,
por la misma grieta por la que él ha vuelto a la realidad, el sueño también se ha
filtrado en ella y ahora contamina el universo entero.
El hombre cree saber la causa de ese odio, pero es eso justamente lo que aumenta su
desconcierto y su pena. ¿Cómo es posible —piensa— que alguien sea capaz de
experimentar esos sentimientos, ignorando lo que lo acecha en los rincones oscuros
de su propio ser? Todo empezó tres o cuatro días después de su cumpleaños, cuando
encontraron el coche nuevo desbarrancado en una cu- neta. Desapareció una noche y
la policía, que había sido alertada en seguida, lo encontró unas horas más tarde en
esa zanja profunda, con los faros delanteros rotos, una parte de la carrocería toda
abollada y la dirección descalibrada. Él había decidido no entrarlo al garage esa
noche, para poder salir más rápido ha- cia el aeropuerto a recibir a unos clientes
que llegaban desde el extranjero a la mañana temprano, y como había una ronda de
guardias privados en el barrio, se había ido tranquilo a la cama. Pero cuando salió
a buscarlo a la mañana, el coche ya no estaba, así que llamó a la policía y salió
para el aeropuerto.
A eso de las seis de la tarde, la policía se comunicó con él para decirle que
habían encontrado el coche y pedirle que pasara por la comisaría para cumplir con
dos o tres formalidades. Cuando llegó y vio el estado del coche estacionado en la
puerta, una cólera hiriente puso durante unos segundos su mente al rojo blanco,
como si hubiesen volcado detrás de su frente una palada de cal viva, de modo que
cuando insistió para que la policía prosiguiera su búsqueda hasta encontrar a los
culpables, no le atribuyó ningún sentido preciso a la expresión
un poco confusa del funcionario que lo atendía, y que, aunque no parecía atre-
verse a contradecirlo, lo hizo esperar unos minutos para hacerle firmar una de-
nuncia escrita que un secretario redactó en la pieza de al lado.
Al día siguiente, el funcionario lo llamó al negocio y le preguntó si no lo
molestaba pasar a verlo porque lo que habían descubierto era demasiado grave como
para ser comunicado por teléfono, así que media hora más tarde, sentado frente a él
del otro lado del escritorio y evitando mirarlo a los ojos mientras hablaba, el
funcionario le dijo que uno de los guardias privados del barrio resi- dencial había
visto a su hijo Yussef manejando el auto la noche del robo. Des- pués de eso, tuvo
que volver a declarar con su hijo a la comisaría, pero Yussef negó con tanta
obstinación, que él terminó por ponerse de su parte, diciendo que haría echar al
guardia que lo había denunciado. La expresión confusa del policía no se borraba de
su cara mientras tenían lugar esas denegaciones, y al cabo de tantos tironeos,
amenazas, interrogatorios y discusiones, el funcionario declaró que de todas
maneras la justicia estaba en condiciones, gracias a ciertos métodos científicos
infalibles, de encontrar la solución. Un pánico repentino se apoderó del
adolescente, que se echó a llorar y reconoció que él era el autor del robo.
Desde ese momento, para el padre, el mundo simple y claro en el que vi-
vía se ha desplomado. Poco tiempo después de la noche de su cumpleaños, en la que
durante unos minutos le pareció haber alcanzado la plenitud de su vida, las fuerzas
confusas de las que él desde hacía años había olvidado hasta la exis- tencia,
brutales, lo alcanzaron. En las semanas que siguieron trató de obtener sin ningún
resultado alguna explicación de Yussef. Era su hijo preferido: un poco callado y
retraído, pero serio en sus estudios (lo que para el hombre era una prueba de su
valor), y aunque no manifestaba demasiado sus emociones ni sus afectos, correcto y
calmo en sus relaciones familiares. El padre estaba edu- cándolo para que lo
sucediera en la empresa y pensaba mandarlo a París a ter- minar sus estudios. Había
tenido que humillarse yendo a pedirle disculpas al guardia privado que había
querido hacer echar de su trabajo.
Y ahora, hace unos minutos, acaba de tener esa pesadilla horrible. Mien- tras trata
de detener sus sollozos o de volverlos inaudibles, piensa que el odio que ha
revelado su sueño es desproporcionado en relación con la falta que ha cometido el
adolescente. Aunque el robo del auto unas semanas antes ya había despertado no
pocas dudas, abriendo algunas grietas en su conciencia satisfe- cha, el sueño que
acaba de tener le confirma, inequívoco, que ya no es o que quizás no lo fue nunca,
el que durante tantos años ha creído ser. Su desespera- ción aumenta cuando,
entrando poco a poco en la vigilia, se acuerda de que su hijo está de viaje,
acompañando en una excursión a los hijos de unos hombres de negocios, y que vienen
bajando el Nilo desde el sur para visitar los monu- mentos antiguos. Una imagen
empieza a obsesionarlo: los tres muchachos di- minutos, indefensos, al lado de la
mole aplastante de una pirámide, cuyas pie- dras arcaicas, carcomidas por la
erosión del desierto, flotan en el presente como evidencias enigmáticas de un
pasado que creemos familiar, porque nos lo re- presentamos siempre con las mismas
imágenes simplificadas, pero que en rea- lidad nos es desconocido y remoto.
Lágrimas calientes corren por sus mejillas, por los bordes de la nariz, le mojan
los labios, se deslizan por las mandíbulas. Los sollozos mudos lo agitan en la
penumbra. Las imágenes del sueño más nítidas que el sol ardiente y rugo- so, y tan
absorbentes y obstinadas que el universo entero se borra en su presen- cia, le
causan un dolor sin límites, y cuando, al cabo de unos minutos, el dolor se empieza
a atenuar, lo invade la idea extraña de que lo que ha soñado es la única realidad
de su ser, y que no debe dormirse de nuevo todavía, para man- tener despierto el
dolor y castigarse de ese modo en la vigilia por haber tenido ese sueño.

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