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El mito del paisaje romántico se quiebra en la pampa


Adriana Amante

Los viajes de formación cambian siempre la vida de una persona. Pero a veces
cambian también la vida de una nación. O al menos la forma de su literatura. Es el
caso del viaje de Esteban Echeverría a Europa en 1825, quien saldría del país
considerándose “comerciante” (en alusión a su empleo en la casa de comercio de los
Lezica) y volvería declarándose “escritor”.
Pura voluntad, el joven no tenía obra, pero tenía lo más importante: un proyecto
literario que, a los cuatro años de su regreso, daría a imprenta el primer libro de
poemas de fractura nacional: en 1834, con “Los consuelos”, se iniciaría el movimiento
romántico en el Río de la Plata.
Con su obra, Echeverría y sus compañeros de ruta querrán señalar el punto de
partida de la literatura nacional (gesto común a cualquier romanticismo); aunque
reconocerán como precursor privilegiado al poeta neoclásico Juan Cruz Varela,
muerto pobre y fuera de la patria, compañero de lucha contra Juan Manuel de Rosas,
que condensa como nadie las penurias que los románticos sufrían en carne propia,
desterrados como vivían.
Cuando viajen a Europa los otros jóvenes del 37 (como se los conoce, en
alusión al año en que se reunían en el salón literario de Marcos Sastre), desde las
naciones que los cobijan como desterrados (la Banda Oriental, Chile, el Brasil), lo
harán no sólo como los escritores románticos que ya son, sino también con la avidez
de los que quieren ver los espacios donde transcurren las escenas de lo que han leído.
Entonces, por ejemplo, Juan Bautista Alberdi irá a Suiza buscando las
topografías diseñadas por Jean-Jacques Rousseau en “Julia o La nueva Eloísa”. La
carta que Saint-Preux le manda a su amada discípula Julia desde su tierra natal
contiene la escena de contemplación de la naturaleza de los Alpes que grabará a fuego
la imagen del espacio romántico (“un paisaje es una imagen cultural”, sostienen Denis
Cosgrove y Stephen Daniels en The Iconography of Landscape). Abismos, rocas como
ruinas, profundidades, precipicios, naturaleza salvaje y naturaleza cultivada, junto con
la propia admiración del espectador, forman ya parte de los topoi* de la literatura
romántica del mundo entero. Además, concibiéndolo en la dirección en que lo había
pensado Edmund Burke, los románticos configurarán un sublime de la naturaleza
(abismal, infinito, vertical, imponente) y un sublime monstruoso (espectral,
estremecedor, sombrío) que, a menudo, se manifestarán entrelazados.
En América, el sublime romántico (con sus connotaciones de terror y
monstruosidad) cambiará la perspectiva y trasladará a la horizontal los temores que en
Europa despiertan las verticales alpinas. La visión antirrosista del desierto o de la
pampa invierte el sentido porque encuentra el horror en el espacio llano. De alguna
manera, los románticos argentinos leen en ese espacio, antes que cualquier normativa
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estética, la idea montesquiana de que los terrenos planos son proclives a los gobiernos
despóticos.
¿Qué operaciones convierten la inmensidad de la pampa en el paisaje literario
pictórico? ¿Cómo se trama la imaginación geográfica con el ideario político? ¿ Cuáles
son las ceremonias cívicas de una nación que busca conformarse a partir de la
producción letrada? Estos interrogantes y algunas posibles respuestas poblaron las
jornadas que nos reunieron a un puñado de especialistas en mayo de 2004, convocados
por Graciela Batticuore, Klaus Gallo y Jorge Myers, y que ahora se compilan en este
trabajo.
El desierto “es nuestro más pingüe patrimonio”, sostiene rotundamente
Echeverría en la “Advertencia” a su poema “La Cautiva”, de 1837. Hay que explotarlo
como riqueza material y cultivarlo como originalidad nacional. Y si por él deambulan
el exangüe Brian y la heroica María, el verdadero interés del poeta era –no obstante–
“pintar algunos rasgos de la fisonomía poética del desierto”, modalidad estética que
entendió cabalmente Johann Motriz Rugendas –el pintor bávaro que definió la
iconografía romántica (de la naturaleza)–, ya que le parece “perfecta pintura que usted
hace de las Pampas; él considera que usted concibió primero el paisaje y después tomó
sus figuras como accesorio para pintar aquel”, como le cuenta Echeverría a su amiga
Mariquita Sánchez.
Pero, a diferencia también de Europa, en “La cautiva” la naturaleza va en contra
de los personajes: no hay posibilidad de que el alma del héroe se consustancie con
ella.
¿Por qué el romanticismo argentino no puede reconciliarse con la naturaleza?
Porque la naturaleza, en su estado más puro (precisamente en tanto que no civilizado),
es sinónimo del sistema rosista al que estos escritores románticos combaten: es la
barbarie.
Todos han enunciado este enfrentamiento nacional entre civilización y barbarie.
Pero nadie lo hizo más acabadamente que Domingo Faustino Sarmiento. Como
tampoco fue el único, pero sí el más certero, en encontrar en la analogía árabe una
cara* del desierto o de la pampa argentinos.
Y si, como ocurre también en el orientalismo europeo, para 1845 (año en que
escribe su Facundo), tanto su Oriente como su pampa son más leídos que
efectivamente visitados, será el único romántico argentino que pase poco después
tierras árabes para confirmar sus presunciones: y si la tropa de carretas se parece a la
caravana de camellos y La Rioja es como Palestina, el Sahara argelino se convertirá
finalmente en una “verdadera pampa”.
El viaje de Sarmiento por el mundo nos proporciona, de este modo, una
clausura simbólica (una vuelta completa) del viaje inicial e iniciático del autor de “La
cautiva”.
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