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CAARRDDIIO

OLLO
OG A FIIL
GÍÍA LOOSSÓ
ÓFFIIC
CAA
(Reflexiones filosóficas sobre el amor)

Leonardo Caviglia

N o hace mucho le escuché decir al filósofo español Julián Marías, en una


conferencia, que la filosofía, además de una lógica necesitaba una
cardíaca. Tal vez esa afirmación es el inicio de esta breve reflexión sobre
una “cardiología filosófica”.
¿Por qué ese nombre? Sabemos que existe una antropología filosófica: que viene
de antropos, que en griego quiere decir “hombre”, y logos, que quiere decir estudio: es
decir, un estudio acerca del hombre. Pero como el hombre puede ser estudiado desde
distintas disciplinas, para caracterizar a la reflexión filosófica sobre él, hablamos de una
antropología filosófica. Pues bien, ¿por qué no entonces una “cardiología filosófica”?,
un estudio (logos) del corazón (cardio), que tal como podemos encontrar en el
diccionario es un “Tratado del corazón y de sus funciones y enfermedades”
(diccionario Vox).
El término corazón designa universalmente ese núcleo del alma que es sede de
nuestro querer; significa nuestra voluntad, nuestro amor. Pascal lo denominaba “la
punta fina del alma” ¿Por qué no entonces un tratado, estudio o reflexión del corazón
humano, sus funciones y también sus enfermedades, pero desde el punto de vista de la
filosofía. Sé que aquí estamos en el terreno de la antropología y la ética.

Así que además de la lógica, bien viene una cardíaca, o una cardiología. La lógica
por su lado es la ciencia y el arte directivo de los razonamientos. Nos muestra que la
razón tiene sus leyes, y que hay que seguir esas leyes si se quiere pensar bien. Tal vez
una cardiología nos venga a decir que también el corazón tiene sus leyes, que también el
corazón tiene “razones”, diría Pascal; las cuales hay que seguir para querer y amar bien.
El corazón tiene su orden, tiene su “ritmo”, y desde el punto de vista del amor, también
nos podemos encontrar con algunas “arritmias cardíacas”.
Cuando hay un problema del corazón normalmente vamos al doctor. Pues bien,
para saber algo más sobre este “corazón” fui en busca de un “Doctor”, en el tema, pero
desde una mirada un tanto más filosófica: me encontré con San Agustín. Este Doctor de
la Iglesia nos decía: “ordena tu amor”. En su pensamiento está la idea de un “ordo
amoris”, un orden de amor: se trata de amar lo que hay que amar del modo en que hay
que amar. “Ama y haz lo que quieras” le escuchamos decir a Agustín, pero también
“ordena tu amor”. El corazón tiene su orden, si queremos amar bien...

Como buenos médicos del corazón, podríamos enriquecer nuestra cardiología con
el estudio de algunos “casos clínicos”, que nos ayuden a hacer algún diagnóstico sobre
las leyes del corazón. La literatura abunda en textos sobre el amor y el corazón, y
algunos de ellos pueden sernos de provecho.

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Caso clínico 1: Juan y Juana, en Al correr los años, de Miguel de Unamuno.

En este hermoso cuento de Unamuno, el autor nos invita a considerar “cómo se va


el tiempo” pero lo hace en medio de la historia de amor de Juan y Juana, quienes “se
casaron después de largo noviazgo, que les permitió conocerse, y más bien que
conocerse, hacerse el uno al otro”. Quienes se aman tienen la sensación de haber sido
hecho el uno para el otro. Podríamos pensar que el mutuo conocimiento y amor los ha
moldeado: ellos no “eran” el uno para el otro, “se hicieron” el uno para el otro, al
conocerse y al amarse.
El matrimonio vive las circunstancias de pasar de la pasión a la “ternura de la
convivencia”, en la que a veces la pasión volvía a asomar. Luego la ansiada espera de
los hijos, que demoró en llegar, y por fin “la convivencia triunfaba hasta en la carne,
trayendo a ella una nueva vida”, pero luego no sólo llegó, sino que Juan y Juana se
fueron “cargando de hijos”.
Y así, “en este correr de años y venir de hijos, Juana se había convertido, de una
doncella fresca y esbelta, en una matrona otoñal cargada de carnes, acaso en exceso.
Sus líneas se habían deformado en grande; la flor de la juventud se le había ajado. Era
todavía hermosa, pero no era bonita ya. Y su hermosura era ya más para el corazón
que para los ojos. Era una hermosura de recuerdos, no ya de esperanzas.
Y Juana fue notando que a su hombre Juan se le iba modificando el carácter
según los años sobre él pasaban, y hasta la ternura de la convivencia se le iba
entibiando... Ya no quedaba sino ternura.
Y la ternura pura se confunde a las veces casi con el agradecimiento y hasta
confina con la piedad. Ya a Juana los besos de Juan, su hombre, le parecían más que
besos a su mujer, besos a la madre de sus hijos, besos empapados en gratitud por
habérselos dado tan hermosos y buenos; besos empapados acaso en piedad por sentirla
declinar en la vida. Y no hay amor verdadero y hondo, como era el amor de Juana a
Juan, que se satisfaga con agradecimiento ni con piedad. El amor no quiere ser
agradecido ni quiere ser compadecido. El amor quiere ser amado porque sí, y no por
razón alguna, por noble que ésta sea.”
En determinado momento del cuento, Juana, ve que su marido comienza a
cambiar su comportamiento. Se lo ve extraño. Ella empieza a sospechar, y no duda en
concluir que su marido está enamorado. Había ahora una enemiga invisible y ella se
esfuerza en redoblar su cariño como tratando de protegerlo y retenerlo; mientras trataba
de averiguar “¿A quien que no fuese ella amaría Juan?”
Hasta que un día, lo encontró, sin que él se diera cuenta, besando un retrato. A
partir de ahí, en medio de la angustia, comenzó la dolorosa tarea de averiguar de quién
sería. Por fin un día encontraría la respuesta, que sería dolorosa e inesperada:
“Por fin un día aquel hombre prevenido y cauto, aquel hombre tan astuto y tan
sobre sí siempre, dejó -¿sería adrede?-, dejó al descuido la cartera en que guardaba el
retrato. Y Juana temblorosa, oyendo las llamadas de su propio corazón que le advertía,
llena de curiosidad, de celos, de compasión, de miedo y de vergüenza, echó mano a la
cartera. Allí, allí estaba el retrato; sí, era aquél, aquél, el mismo; lo recordaba bien.
Ella no lo vio sino por el revés cuando su Juan lo besaba apasionado, pero aquel
mismo revés, aquel mismo que estaba entonces viendo.
Se detuvo un momento, dejó la cartera, fue a la puerta, escuchó un rato y luego
la cerró. Y agarró el retrato, le dio vuelta y clavó en él los ojos.
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Juana quedó atónita, pálida primero y encendida de rubor después; dos gruesas
lágrimas rodaron de sus ojos al retrato y luego las enjugó besándolo. Aquel retrato era
un retrato de ella, de ella misma, sólo que... ¡ay, póstumo; cuán fugaces corren los
años! Era un retrato de ella cuando tenía veintitrés años, meses antes de casarse; era
un retrato que Juana dio a su Juan cuando eran novios... ¿Sintió Juana celos de sí
misma? O mejor, ¿sintió la Juana de los cuarenta y cinco años celos de la Juana de los
veintitrés, de su otra Juana? No, sino que sintió compasión de sí misma, y con ella,
ternura, y con la ternura, cariño.
Y tomó el retrato y se lo guardó en el seno.”

El amor exige atención a lo real

“Nadie ama lo que no conoce”, dice un conocido principio. Analizando la


voluntad humana, vemos que ella sigue a la inteligencia. Aquello que la inteligencia
capta como un bien, es querido como fin por la voluntad. Por eso, la voluntad nada
quiere si la inteligencia no conoce. Pero podríamos agregar a esto: “nadie ama bien, si
no conoce bien” (“ordena tu amor”, resuena San Agustín). Si el amor sigue al
conocimiento entonces es fundamental qué es lo que conozco y cómo lo conozco.
También el amor, igual que el conocimiento exige realismo. El contacto superficial con
la realidad nos dará amores superficiales. Pero el amor exige sobre todo atención a lo
real; sino, corremos el riesgo de dirigir nuestro amor a una imagen que nos hicimos de
la otra persona (o que nos fue “vendida”): decimos “te quiero”, pero en realidad
decimos “quiero lo que quiero que seas”, esa imagen que me formé de vos, esa
idealización que hice. En el cuento, Juan quedó enamorado de una imagen, de un
recuerdo, de Juana a los veintitrés, pero no de la Juana real que tenía a su lado, porque
no podía ver esa hermosura que era ya más para el corazón que para los ojos Su amor
no se dirigía a alguien real sino ideal, su amor padecía de falta de atención a lo real. Tal
vez muchos desencuentros amorosos no se deban a una falta de amor, sino a falta de
atención (al otro), de actitud realista, a falta de “visión” que guíe al corazón. Las fuerzas
del afecto están intactas, pero no ordenadas.

Caso clínico 2: El marciano. De “Crónicas marcianas”, de Ray Bradbury.

La excelente obra “Crónicas marcianas” nos ofrece un cuento llamado “El


marciano”, y nos presenta otro caso interesante. La historia gira en torno a un marciano,
que tiene no sólo la habilidad de la telepatía, sino que, al leer los pensamientos de los
otros puede tomar el aspecto de alguno de los seres queridos. Ante la compasión que le
despiertan muchas personas, no puede evitar transformarse en algún familiar ya
fallecido.
El matrimonio de Lafe La Farge y Anna, habían perdido a su hijo Tom hacía un
tiempo. Una noche misteriosamente Tom vuelve, el señor La Farge se da cuenta que no
puede ser Tom, está muerto, pero por otro lado quiere que sea Tom:
- “Tom, ¿cómo viniste aquí? ¿Estás vivo? – El chico alzó la mirada.
- ¿No debería estarlo?
- Pero, Tom... Green Lawn Park todos los domingos, las flores y...

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- La Farge tuvo que sentarse. El chico se le acercó y le tomó la mano. La mano de
Tom era cálida y firme.
- ¿Estás realmente aquí? ¿No es un sueño?
- ¿Tú quieres que esté aquí, no?
- Sí, sí, Tom.
- Entonces, ¿por qué me preguntas? Acéptame.

El acepta la simulación porque quiere tener a quien querer para evitar ese vacío, y el
marciano se siente así, querido:
- ¿Quién eres, realmente? No puedes ser Tom, pero eres alguien. ¿Quién?
- ¡No me lo preguntes! ... ¿Por qué no me aceptas y callas? – gritó el chico. Ocultaba
el rostro entre las manos-. No dudes, por favor, ¡no dudes de mí!-. Se levantó de la
mesa y echó a correr.
... Tom volvió a las cinco de la tarde, a la puesta del sol. Miró indeciso a su padre.
- ¿Me vas a preguntar algo?
- Nada de preguntas – dijo La Farge.
“Nada de preguntas”. Mejor no preguntar, mejor no conocer. Porque sino habría que
aceptar la realidad.

El “paraíso simulado” de esta familia será destruido con un simple viaje al


pueblo. En medio de la multitud, el hasta ahora Tom, se pierde y cae en lo qué él
llamaría “una trampa”. La trampa de ser querido... Cuando el padre lo encuentre no es
más su hijo, sino Lavinia, la hija fallecida de otra familia:
- ¡Tienes que volver!...
- Lo siento –dijo la voz dulcemente-. Pero, ¿qué puedo hacer? Soy feliz aquí, me
quieren tanto como ustedes. Soy lo que soy y tomo lo que puedo. Ahora es demasiado
tarde. Me han atrapado.
... No soy nadie, soy solamente yo mismo. Dondequiera que esté soy algo, y ahora soy
algo que usted no puede impedir
“Soy feliz aquí”... el marciano necesita afecto... otros necesitan a quien querer,
aunque todo sea una simulación. Esta es la “trampa”. Pero el amor del padre es lo
suficientemente posesivo como para insistir: “Eres nuestro hijo. Eres mi hijo, y nos
perteneces”.
El milagro ocurre y “Tom” retorna con su padre. Pero cuando estaban por irse al
cruzar las calles todos los que por allí estaban creyeron ver a alguien “conocido” por
ellos. El desenlace no podía ser menos dramático, todos lo querían a “él” para sí
mismos:
“Tom, mientras tanto, temblaba y se sacudía violentamente. Parecía enfermo. El
grupo se cerró, exigiendo, alargando las manos, aferrándose a Tom.
Tom gritó.
Y ante los ojos de todos, comenzó a transformarse. Fue Tom, y James, y un tal
Switchman, y un tal Butterfield; fue el alcalde del pueblo, y una muchacha, Judith; y un
marido, William; y una esposa, Clarisse. Como una cera fundida, tomaba la forma de
todos los pensamientos. La gente gritó y se acercó a él, suplicando. Tom chilló,
estirando las manos, y el rostro se le deshizo muchas veces.
Le retorcieron las manos y lo arrastraron de un lado a otro, hasta que al fin, con
un último grito de terror, Tom cayó al suelo.
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Quedó tendido sobre las piedras, como una cera fundida que se enfría
lentamente, un rostro que era todos los rostros, un ojo azul, el otro amarillo, el pelo
castaño, rojo, rubio, negro, una ceja espesa, la otra fina, una mano muy grande, la otra
pequeña.
Nadie se movió. Se llevaron las manos a la boca. Se agacharon junto a él.
- Está muerto –dijo al fin una voz.”

Amores que matan

El marciano, nos muestra el drama de un amor desordenado. Por un lado el amor


del que quiere a toda costa ser amado, “quiero que me quieran”. Señala C.S. Lewis en
su obra “Los cuatro amores”, que el que sólo busca amigos, el que sólo busca que lo
quieran (más que querer), no lo encuentra. Por otro lado vemos que este amor es
fácilmente víctima de otro amor desordenado, posesivo.
Tom, encarna a quien dice “soy lo que querés que sea”. Pero entonces, no soy yo,
sino que proyecto una imagen. Esa imagen no es real y por lo tanto el afecto tampoco es
real. No me están queriendo a mí, sino a la imagen que doy, y a lo mejor en distintos
lugares doy distintas imágenes con tal que me quieran, con tal de ser aceptado. Como
una esquizofrenia, la persona está dividida, y sostener una imagen requiere esfuerzo y
desgaste; es algo destructivo.
Siempre recuerdo aquél cuento oriental en el que un enamorado golpea a la puerta
de su amada. Ella pregunta: “¿Quién es?”. “Soy yo” contesta él. Y ella no abre la puerta.
Por segunda vez él insiste y ella pregunta “¿quién es?!. “Soy yo” vuelve a ser la
respuesta, y la puerta no se abrió. A la tercera vez y ante la pregunta “¿quién es?”, se
oye decir “Soy tú”... y la puerta se abrió...
Justamente no es este el mejor ejemplo de un amor ordenado... Es una
esquizofrenia del amor, y resulta mortal... para el corazón
El que ama no quiere otro “yo” (salvo que sea egoísta), sino que el yo necesita un
tú. “Si tu tuus, ego tuus”, si tú eres tuyo, yo soy tuyo, dice una antigua frase. Es como si
dijera: si no sos vos, vos mismo, no me ayudás a ser yo. Al querer, no necesitamos un
espejo, alguien que sea como yo quiero, piense como yo quiero, haga lo que yo quiero.
Si exijo eso a alguien no hago más que amar... ¡a mi!... si el otro hace eso, no será
amado por lo que es... es decir, no será amado. Necesitamos un “otro” que sea él mismo,
para que me ayude a ser “yo” mismo.
“Ordena tu amor”... como un marcapasos, le dice Agustín al corazón.

Caso clínico 3: La Bella y la Bestia.

Todos recordamos ese fantástico cuento, leído en nuestra niñez, o no tanto; de la


Bella y la Bestia. La Bestia, que por no saber amar, recibe el hechizo de transformarse
en ese horrible ser. Tal vez es la mejor metáfora de cómo la incapacidad de amar nos
deshumaniza, nos vuelve más bestias que hombres. Sin embargo, la bestia, sumido en el
dolor, se encierra en su castillo. Ante la incapacidad de amar, no cree que otro pueda
amarlo. Así hay quienes se “encierran” en sus castillos y hacia afuera suelen ser
violentos. La ferocidad hacia afuera de la bestia es proporcional al dolor y vacía del
corazón.

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Pero algo inesperado ocurre: la Bella. La primera reacción de la Bestia, es la de
un amor egoísta: “quiero que me quieran”, parece querer decir al obligar a la Bella a
quedarse... y a quererlo. Cuanto más se esfuerza en forzarla a que lo quiera, más lejos se
encuentra de obtenerlo. Mas, como dice aquella canción: “si amas a alguien, déjalo
libre”, sólo cuando aparece en su “debilidad” vemos a la Bella volviéndose hacia él.
Ante el amor de la Bella, la Bestia se humaniza. Todo lo humano que estaba
oculto aflora por ese amor recibido.
El escritor inglés G.K. Chesterton, en su obra ortodoxia, hablando del valor de los
cuentos de hadas afirma: “Allí está la gran lección de “La Bella y la Bestia”, según la
cual una cosa debe ser amada, antes de ser amable”. El amor de ella le hizo ver lo
humano de él, que ni los demás ni él mismo veía ya que también parecía haberlo
olvidado. El amor es como el beso a la rana, que en los cuentos hace aparecer un
príncipe, como el zapato de la Cenicienta, que descubre en ella una princesa.

El amor ¿es ciego?

Esto me hace pensar en aquella frase tan conocida: “El amor es ciego”, sólo para
constatar que es falsa. Es muy común que alguien diga “¿Qué le habrá visto a éste? (o
ésta)” a la vez que el otro no puede dejar de hablar de la hermosura de la otra persona.
Esto ha llevado a muchos a creer que el amor es ciego. ¡Pero no es ciego!, sino que ve
más. Donde otros ven sapos, el que ama ve un príncipe.
Si bien es cierto que nadie ama lo que no conoce, no es menos cierto que el que
ama conoce más profundamente. Podemos hablar de una “afectividad coincidente”:
Cuando el conocer y el querer recae sobre el mismo objeto, no sólo es posible querer,
sino que es posible conocerlo mejor. Pensemos en cómo es más fácil estudiar aquello
que no atrae. Pensemos también en aquel dicho “porque te quiero, te aporreo”, sólo el
que nos ama, si nos ama bien, nos conocerá a fondo, incluso en aquellos defectos que
tengamos. Quien nos ama de verdad, será más implacable con nuestros errores sin dejar
de ser amante hacia nosotros. “Odiar el error, amar al que se equivoca”, decía nuestro
“doctor” de cabecera, Agustín. El amor ve en nosotros lo que otros no ven, tanto de
bueno como de malo; tal es la eficacia de un amor verdadero que me muestra a mí como
verdaderamente soy.
Podríamos fundamentar esto, señalando que el amor es unitivo, que lleva al sujeto
“fuera de sí”, hacia el objeto amado. De ahí que el amor siempre busca la presencia
(queremos estar frente a frente con el otro), busca la visión del otro (aunque sea con una
foto que llevemos). Al unirnos más a lo que amamos, el conocer se hace más profundo;
se genera así una dinámica en la que el conocer más profundo puede acrecentar el amor,
y así sucesivamente. De este modo en lo mismo, y por obra del amor que profundiza esa
visión, siempre habrá “novedad”. Donde hay amor, no hay lugar para la rutina. Siempre
se puede ir avanzando en el descubrimiento del otro, y de uno.

Para finalizar, vamos a tomar una frase de nuestro médico de cabecera en esta
cardiología. Decía San Agustín que hay que “entender para creer y creer para entender”.
Se podría afirmar que hay que conocer para amar y amar para conocer. Conocer para
amar (nos enseñaron Juan y Juana, y el marciano), amar para conocer (nos revela la
Bella al ver al príncipe en la bestia).

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Si la razón tiene sus leyes, como nos dice la lógica, el corazón tiene las suyas.
Desde luego, no es lo mismo ordenar un silogismo que ordenar el corazón. Pero el
corazón tiene razones, que la razón no conoce, nos recuerda Pascal.
Consideremos éste, un primer boceto, de una cardiología filosófica, que puede
escribirse.

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