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EL PESCADOR URASHIMA, LEYENDA JAPONESA

Cuentan que hace muchos años vivía en Japón un joven pescador,


hábil con los anzuelos y las redes aunque un poco olvidadizo, llamado
Urashima. Dicen asimismo que una tarde en la que este había salido a
faenar con su barca, al izar las redes encontró atrapada en ellas una gran
tortuga verde. Aunque ésta podía proporcionar alimento para él y sus
padres durante varios días, Urashima se apiadó de ella y la devolvió al
mar. Mientras lo hacía sintió que el sueño se apoderaba de él.
Al poco de cerrar el pescador los ojos, una hermosa doncella
surgió de entre las olas y, tras subir a la barca, dijo:
―Soy hija del dios del mar. Fui yo quien, bajo la forma de una
tortuga, se enredó en tus aparejos de pesca y a quién generosamente
devolviste al agua. Esa acción tan noble no puede quedar sin
recompensa, así que te invito a acompañarme al Palacio del Dragón,
cuyo suelo de coral nunca ha sido pisado por un ser humano, y en
donde vivo con mi padre.
La princesa se sentó entonces al lado de Urashima y cogió un remo; el
pescador empuñó el otro y ambos comenzaron a remar. Remaron y
remaron, adentrándose cada vez más en el océano, hasta que por fin
pudieron divisar en el horizonte los altos torreones del Palacio del
Dragón.
Este palacio estaba entero de coral rojo. Tenía altas y puntiagudas
torres que se perdían entre las nubes. Así era el magnífico palacio
desde el cual el dios del mar gobernaba a las criaturas marinas.
Allí vivió Urashima agasajado por los súbditos del dios del mar. Él y la
princesa se enamoraron y acabaron por casarse. Era muy feliz, pero no
podía evitar sentir nostalgia de su pueblo, por lo que, poco a poco, fue
madurando la idea de regresar a tierra firme para visitar a sus padres.
Cuando contó a la princesa su proyecto, esta asintió apesadumbrada. Si
ese era su deseo, ella no se lo impediría. Antes de partir, le dio una
pequeña caja de madera con la advertencia de que si quería regresar
algún día al Palacio del Dragón, nunca la abriese.
Nada más tocar la caja, Urashima sintió que su visión se nublaba y
perdía la consciencia. Cuando despertó, ya no se encontraba en el
Palacio del Dragón, sino en su barca, frente a la cala en la que solía
pescar, justo en el lugar en el que se había quedado dormido aquella
tarde durante la cual había pescado la gran tortuga verde. El sol estaba
casi en la misma posición, él iba vestido con la misma ropa que cuando
había salido a faenar y en su barca se encontraban todos sus aparejos,
tal y como los tenía dispuestos aquella tarde. En apariencia, solo
habían transcurrido unos minutos, y no meses.
Dudando de si su estancia en el Palacio del Dragón había sido un sueño,
Urashima condujo la barca hacia la orilla y se dirigió a su casa.
Al llegar al pueblo, notó que algo extraño sucedía. Las calles le
resultaban familiares, pero no todo respondía exactamente a sus
recuerdos: aquí y allá se levantaban casas que antes no existían, otras
que recordaba con claridad se habían convertido en solares o en
edificaciones nuevas. La casa de sus padres era una de estas.
Desconcertado, paró a un viandante y le preguntó por sus padres.
―No los conozco, lo siento ―respondió al principio el viandante,
aunque después su rostro pareció iluminarse con la chispa de un
recuerdo―. ¡Oh, espera! Tú te refieres a los padres del pescador. Su
hijo salió una tarde a faenar y nunca regresó. Pero eso tuvo lugar hace
mucho tiempo, mucho antes de que yo naciese. Han pasado ya, por lo
menos, 300 años desde que los padres del pescador murieron.
Urashima comprendió entonces que su estancia en el Palacio del
Dragón no había sido un sueño y que es cierto lo que dicen algunos: en
las tierras habitadas por las hadas el tiempo transcurre más despacio
que en el mundo de los humanos.
Nada había ya que lo retuviese en tierra firme. Urashima echaba
ahora de menos el Palacio del Dragón y la compañía de la princesa. En
la cesta de mimbre que llevaba habitualmente cuando salía a pescar,
encontró la pequeña caja de madera que ella le había dado. Sin recordar
su advertencia, la abrió. De su interior brotó una nube blanca que,
cuando ganó altura suficiente, comenzó a avanzar hacia el horizonte.
Urashima la persiguió, pidiéndole a gritos que lo esperase, pero
esta no cambió de rumbo. Al pescador le costaba cada vez más correr.
Sentía crecer la debilidad de sus piernas, y a cada poco tenía que
pararse a recobrar el resuello. En una de estas ocasiones miró sus
manos: estaban arrugadas como las de un anciano. A duras penas,
Urashima logró llegar a la playa. Pero ya no le quedaban fuerzas para
más. Cayó rendido sobre la arena, en donde murió, mientras veía cómo
la nube se alejaba sobre el mar.

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