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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS


DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
CÓDIGO Nº: O2003
MATERIA: PROBLEMAS ESPECIALES DE ESTÉTICA
MODALIDAD DE DICTADO: VIRTUAL
RÉGIMEN DE PROMOCIÓN: EF
1º CUATRIMESTRE 2023

PROFESORA: SCHWARZBÖCK, SILVIA ALICIA

TEÓRICO 3 (11 de abril)

Tema: Unidad 1. Versiones de la revuelta (continuación)

2. La revuelta según Bataille. Revuelta, trabajo y juego. Revuelta, fiesta y arte.

Bibliografía obligatoria:

Bataille, Georges, “El arte, ejercicio de crueldad, en: La felicidad, el erotismo y la


literatura. Ensayos 1944-1961, trad. Silvio Mattoni, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 1ª ed.,
2ª reimpresión, 2008, pp. 227-244
-------------------, “El no saber y la revuelta”, en: La oscuridad no miente. Textos y apuntes
para la continuación de la Summa ateológica. Selección, traducción y epílogo de Ignacio
Díaz de la Serna, México, 2001, pp.109-112

Bibliografía complementaria

Hegel, G. W. F., “Independencia y sujeción de la autoconciencia; señorío y servidumbre”,


en: Fenomenología del espíritu, trad. Wenceslao Roces, México, FCE, 5ª reimpresión, 1982,
pp. 113-121
Kojève, Alexandre, La dialéctica del Amo y el Esclavo en Hegel, trad. Juan J. Sebreli,
Buenos Aires, Fausto, 1999
Georges Bataille, Lascaux o el nacimiento del arte, trad. Isidro Herrera – Meritxell
Martínez, Córdoba, Alción, 2014, pp. 17-54 
---------------------, El erotismo, trad. Antoni Vicens y Marie Paule Sarazin, Buenos Aires,
Tusquets, 2009, pp. 99-114 (cap. IX) y 146-152
Colectiva Materia [Noelia Billi, Paula Fleisner y Guadalupe Lucero] (eds.), Indisciplina,
estética, política y ontología en la revista Documents, Buenos Aires, RAGIF, 2018

Bibliografía general

Mattoni, Silvio, Bataille. Una introducción, Buenos Aires, Quadrata y Biblioteca Nacional,
2011

DESARROLLO DEL TEÓRICO 3

En la clase de hoy trataremos de pensar, a partir de la lectura de dos textos de


Bataille (“El arte, ejercicio de crueldad”, que es un ensayo, y “El no saber y la revuelta”, que
es un fragmento póstumo), hasta qué punto es necesario el instante de la revuelta (o el
sentimiento del nacimiento del arte) para poder decir, frente a una obra que podría ser,
simplemente, un producto del juego (o de un juego con la forma del trabajo): “esto es una
obra de arte”. Para eso desarrollaremos, a modo de introducción, algunos conceptos de
Bataille que él expone en El erotismo y en Lascaux o el nacimiento del arte.

Entre los textos, esbozos y fragmentos que Bataille escribió entre comienzos de la
década de 1950 y 1961 (un año antes de su muerte), con la idea de incluirlos en los dos
últimos tomos de su Summa ateológica, aparece un fragmento titulado “El juego”. La
Summa ateológica queda inconclusa y se publica, póstumamente, en tres tomos: La
experiencia interior, El culpable y Sobre Nietzsche (la voluntad de suerte). Los tres tomos,
traducidos por Silvio Mattoni, están publicados, en Argentina, por la editorial El cuenco de
plata. Copio completo el fragmento “El juego”:

“La vida sólo tiene un encanto; es el encanto del juego” (Baudelaire)


El juego, en el transcurso de la historia, es dirigido por los amos. El juego es el
privilegio de los amos: ser esclavo es no tener la dicha de jugar.
La clase inferior sublevada abolió los privilegios; del mismo modo, el juego es
abolido, la humanidad disminuida.
El que manda –el amo− mira la muerte con indiferencia.
El temor a la muerte obliga al esclavo a trabajar. Tomar en serio la muerte inclina a
la servidumbre.
El trabajo se lleva a cabo en la espera de un resultado, y en la espera, los hombres
sienten lo que escapa al animal: la cercanía ineluctable de la muerte.
Por consiguiente, quien trabaja siente la muerte acercarse: la muerte no corroe al
que juega, sino que su sombra se extiende sobre el trabajo. La conclusión del trabajo
anuncia la seriedad de la muerte bajo la amenaza en la que el trabajo se realiza: el
indigente que no trabaja, no come, y por no comer, se promete la muerte.

Georges Bataille, “El juego”, en: La oscuridad no miente. Textos y apuntes para la
continuación de la Summa ateológica. Selección, traducción y epílogo de Ignacio
Díaz de la Serna, México, 2001, p. 63

La abolición de los privilegios, producto del triunfo del esclavo en la dialéctica del
amo y el esclavo, conlleva la abolición del juego. Todos trabajan: también el amo (aunque
trabaje de amo, ser amo es su obligación, no un juego). Si todos trabajan, todos no juegan.
Con la abolición del juego, la humanidad queda disminuida. Todos los hombres, a partir de
ese momento, identifican lo humano de sí mismos con el trabajo. El juego deberá encontrar
su lugar, en relación al trabajo, como el no trabajo. Donde (y cuando) todo es trabajo, el
juego pasa a ser el no trabajo.
Para Bataille, los hombres se distinguen de los animales por el trabajo. “El trabajo
no es menos antiguo que el hombre”, dice en El erotismo (p. 48). Para operar sobre la
naturaleza con herramientas, hace falta la razón. Las leyes que rigen esas operaciones –sin
necesidad de que quien las aplica las conozca- son leyes racionales. La razón no domina
todo el pensamiento del hombre que trabaja, ni siquiera mientras trabaja, pero lo domina en
la operación del trabajo.
El hombre de Neandertal puede concebir, sin necesidad de formularlo, un mundo
del trabajo como un mundo de la razón. Y lo concibe así (identificando trabajo y razón)
oponiéndolo al mundo al mundo de la violencia, que es donde reina el desorden de la
muerte. El hombre siente que el ordenamiento del trabajo le pertenece, y que el desorden de
la muerte, por hacer de todos sus esfuerzos un sinsentido, lo supera. Como el movimiento de
la violencia arruina toda obra humana, el hombre se identifica (e identifica como humano) el
trabajo.
Para separarse de la violencia, a la que identifican con la muerte, los hombres, a la
par que trabajan, entierran a sus muertos. La otra diferencia del hombre con el animal, según
Bataille, es la conciencia de la muerte:

Percibimos el paso que hay de estar vivos a ser un cadáver; es decir, ser ese objeto
angustiante que para el hombre es el cadáver de otro hombre”

Georges Bataille, El erotismo, trad. Antoni Vicens y Marie Paule Sarazin, Buenos
Aires, Tusquets, 2009, p. 48.

Hay una diferencia, para el hombre, entre el cadáver de un hombre y, por ejemplo,
una piedra. Pero el cadáver de un hombre, al mismo tiempo que horroriza a otro hombre
(porque es el signo de la violencia que significa la muerte), lo fascina: “el cadáver es la
imagen de su destino”.

La violencia, así como la muerte que la significa, tiene un sentido doble: de un lado,
un horror vinculado al apego que nos inspira la vida, nos hace alejarnos; del otro,
nos fascina un elemento solemne y a la vez terrorífico, que introduce una
desavenencia soberana.

Georges Bataille, El erotismo, pp. 49-50

El retroceso (el dar un paso atrás) frente a la violencia da lugar a la prohibición de


dar muerte y al deber de enterrar a los muertos. El cadáver significa, para los vivos, una
amenaza de contagio de la violencia. La violencia, si se introduce en el mundo humano (en
el mundo hecho por los esfuerzos humanos), puede arruinarlo o, directamente, destruirlo.
El muerto es un peligro para los que quedan; y si su deber es hundirlo en la tierra, es
menos para ponerlo a él al abrigo, que para ponerse ellos mismos al abrigo de su
“contagio”. La idea de “contagio” suele relacionarse con la descomposición del
cadáver, donde se ve una fuerza temible y agresiva. El desorden que es,
biológicamente, la podredumbre por venir, y que, tanto como el cadáver fresco, es la
imagen del destino, lleva en sí mismo una amenaza. Ya no creemos en la magia
contagiosa, pero ¿quién de nosotros podría asegurar que no palidecería a la vista de
un cadáver lleno de gusanos? Los cuerpos arcaicos ven en el desecamiento de los
huesos la prueba de que la amenaza de la violencia que se hace presente en el
instante mismo de la muerte se ha apaciguado ya. Desde el punto de vista de los
supervivientes, el propio muerto, sometido al poder de la violencia, suele participar
en su desorden; y es su apaciguamiento lo que finalmente ponen de manifiesto sus
huesos blanqueados.

Georges Bataille, El erotismo, pp. 50-51

La violencia, en el mundo arcaico, es la causa de la muerte. Y siempre hay un


responsable del acto de dar muerte. La comunidad se separa de la violencia durante el
tiempo en que trabaja. Pero fuera de ese tiempo, la comunidad siempre puede volver a la
violencia. De ahí la prohibición de dar muerte. Y su constante transgresión. La prohibición
genera una “gloriosa maldición sobre lo rechazado por ella” (El erotismo, p. 52). La acción
prohibida “toma un sentido que no tenía antes de que un terror, que nos aleja de ella, la
envolviese de una aureola de gloria” (El erotismo, p. 52). La violencia, para Bataille,
siempre es ambigua: por lo mismo que horroriza, fascina.
El mundo del trabajo, el mundo de la razón, es el mundo de lo profano. El mundo de
la violencia, el mundo de lo sagrado. Ahora bien, en la medida en que el mundo de lo
sagrado empiece a ser regulado por la religión, lo sagrado no será otra cosa que la
transgresión de lo profano, es decir, el juego y el arte, la fiesta y la religión.
La oposición entre el mundo de la razón y el mundo de la violencia no la sostiene la
razón, sino un sentimiento violento y negativo: el horror, “el pavor descabellado”, el tabú.
No es la inteligencia, sino la sensibilidad, la que impone las prohibiciones. Las
prohibiciones no son racionales, sino irracionales. Y todas ellas son limitadas, no
ilimitadas (la prohibición de matar a otro humano se suspende en la guerra, pero sólo
respecto de los miembros de la comunidad enemiga; el sexo está prohibido, por el tabú del
incesto, con los miembros de la propia familia, pero no con los miembros de otras familias:
por dar dos ejemplos básicos de prohibiciones limitadas). Estas tesis sobre las prohibiciones
son fundamentales para la lectura de los dos ensayos de Bataille (citados en la bibliografía
obligatoria) sobre los que gira esta clase.
La transgresión que define la vida social es la transgresión organizada. Esa clase de
transgresión es el complemento (por ser lo opuesto) del mundo profano. “Un complemento
esperado”, dice Bataille (El erotismo, p. 69), como quien espera el tiempo libre (el fin de
semana) para descansar del trabajo.

La transgresión no tiene nada que ver con la libertad primera de la vida animal. […]
La transgresión excede, sin destruirlo, un mundo profano, del cual es complemento.
La sociedad humana no es solamente el mundo del trabajo. Esa sociedad la
componen simultáneamente –o sucesivamente- el mundo profano y el mundo
sagrado, que son sus dos formas complementarias. El mundo profano es el de las
prohibiciones. El mundo sagrado se abre a unas transgresiones limitadas. Es el
mundo de la fiesta, de los recuerdos y de los dioses. […] Desde una consideración
económica, la fiesta consume en su prodigalidad sin medida los recursos
acumulados durante el tiempo de trabajo. Se trata en este caso de una oposición
tajante. No podemos decir de entrada que la transgresión sea, más que lo prohibido,
el fundamento de la religión. Pero la dilapidación funda la fiesta; la fiesta es el
punto culminante de la actividad religiosa. Acumular y gastar son las dos fases de
las que se compone esta actividad. Si partimos de este punto de vista, la religión
compone un movimiento de danza en el que un paso atrás prepara el nuevo salto
adelante. […]
La religión ordena esencialmente la transgresión de las prohibiciones. […] En las
religiones universales, del tipo del cristianismo y el budismo, el pavor y la náusea
preludian las escapadas de una vida ardiente espiritual. Ahora bien, esta vida
espiritual, que se basa en el refuerzo de las prohibiciones primeras, tiene sin
embargo el sentido de la fiesta; es la transgresión, no la observación de la ley. En el
cristianismo y el budismo, el éxtasis se funda en la superación del horror.

Georges Bataille, El erotismo, pp. 71-73

Para comprender cómo la prohibición está ligada a la transgresión, es mejor pensar


los dos términos, desde un comienzo, como un par inseparable. La prohibición no significa
una abstención (un no hacer), sino una práctica: la práctica de lo prohibido a título de
transgresión. La prohibición no puede evitar la actividad sobre la que dirige su “no”: sólo
puede conferirle el carácter de transgresión. Es decir, prohibir una actividad es convertirla,
para quien la realiza, en una transgresión. Un caso que analiza Bataille, en el cap. VI de El
erotismo (“Matar, cazar, hacer la guerra”) es el de la caza.
La prohibición de la caza somete a la actividad de matar animales a ciertos límites
(ciertos animales, ciertos meses del año, ciertos lugares geográficos, cierto perímetro
espacial, ciertas armas, cierta cantidad de “piezas”). Prohibir implica regular, producir
reglas para la actividad prohibida. Y concederle una expiación, para cuando regresa al
mundo profano, a quien realiza la actividad. El cazador, dado que mata, es culpable, pero
está exculpado de su crimen. Ahora bien, en el mundo arcaico, el cazador, por el hecho de
matar, era sagrado, igual que el animal al que le daba muerte.
Con este sentido de prohibición-transgresión que tiene la caza, Bataille explica, en
El erotismo, el nacimiento del arte.

Las imágenes de las cuevas habrían tenido como fin figurar el momento en que, al
aparecer el animal, el acto necesario de darle muerte, al mismo tiempo que era
condenable, revelaba la ambigüedad religiosa de la vida: de la vida que el hombre
angustiado rechaza y que, no obstante, lleva a cabo en la superación maravillosa de
su rechazo. Esta hipótesis descansa en el hecho de que la expiación consecutiva al
acto de matar un animal es una regla entre los pueblos cuya vida es sin duda
semejante a la de los pintores rupestres. Y tiene además esta hipótesis el mérito de
proponer una interpretación coherente de la pintura de la caverna de Lascaux, donde
un bisonte moribundo está frente al hombre que acaso lo ha herido, y al cual el
pintor dio el aspecto de un muerto. El tema de esta famosa pintura, que suscitó
explicaciones contradictorias, numerosas y frágiles, sería el de la expiación que
sigue al acto de dar muerte.

Georges Bataille, El erotismo, p. 79

A lo largo de las paredes de la caverna de Lascaux –dice Bataille− vemos una


especie de ronda, de cabalgata animal. Pero esta animalidad, para nosotros, no es un signo
de la animalidad, sino de nuestra presencia en el universo. La oscuridad de los tiempos de
las pinturas de Lascaux impacta más que la luz del arte griego: los pintores son cazadores.
El mundo estrecho del Homo Faber (el hombre del trabajo) se ensancha y aparece el Homo
Sapiens (el hombre del conocimiento). El Homo Sapiens es el hombre que abre –en
términos de Bataille- el estrecho mundo del Homo Faber. Ahora bien: el aporte del Sapiens,
para abrir la estrechez del Faber, es el arte, no el conocimiento.
El nacimiento del arte supone, necesariamente, la existencia de utensilios y la
habilidad para utilizarlos. Es decir, supone el mundo del trabajo. Pero lo supone, sobre
todo, para oponerse a él. El arte nace como protesta contra el mundo que existía (el mundo
del trabajo), aunque, desde ya, nunca podría haberse corporizado sin la existencia de este
mundo.

Dos acontecimientos decisivos marcaron el curso del mundo; el primero es el


nacimiento de los utensilios (o del trabajo); el segundo, es el nacimiento del arte (o
del juego). Los utensilios se los debemos al Homo Faber, a aquel que no siendo ya
animal, tampoco era completamente el hombre de hoy. Es, por ejemplo, el hombre
de Neanderthal. El arte comienza con el hombre actual, el Homo Sapiens, que
aparece al comienzo del Paleolítico superior, en la era auriñaciense.

Georges Bataille, El nacimiento del arte, p. 38 [El nacimiento del arte se publica en
1955, dos años antes que El erotismo (1957)].
En el Paleolítico superior, en la Edad del Reno, aparece el juego, bajo la forma de la
actividad artística, como superación del trabajo. La actividad artística, en un comienzo, es
una forma de trabajo que toma la forma del juego. El juego pone en riesgo, además del
trabajo, la prohibición implicada en el trabajo. Recordemos, para evaluar este riesgo, que la
prohibición no es racional sino irracional: la produce el terror, el pavor, el estupor, el
escándalo. Es decir, la establece la sensibilidad, no la razón.
En el relajamiento (respecto del trabajo) que significa el juego (aunque tiene la
forma de un trabajo) la que se ve afectada es la prohibición. La prohibición, “ese tiempo de
estupor y detenimiento”, no obstante, no puede dejar de existir. Y aquí aparece, en El
nacimiento del arte, dos años antes que en El erotismo, el mismo “movimiento de danza”
que Bataille menciona en El erotismo para explicar la religión. Si en El erotismo “la
religión compone un movimiento de danza en el que un paso atrás prepara el nuevo salto
adelante” (El erotismo, p. 73), en El nacimiento del arte “un movimiento de transgresión es
la contrapartida necesaria al detenimiento, al retroceso de la prohibición. […] La fiesta
marca el repentino tiempo en que las reglas, cuyo peso de ordinario se soportaba, están
suspendidas.” (El nacimiento del arte, p. 51).
Desde ya, no todas las prohibiciones están suspendidas. Pero el tiempo de la fiesta
es un tiempo de relativa licencia. Su momento de paroxismo era el sacrificio. Con lo cual la
prohibición de matar estaba relativamente levantada. El nacimiento del arte, en la Edad del
Reno, coincide con el del juego y la fiesta. De ahí que las figuras pintadas en las cavernas
sean una representación del “juego del nacimiento y la muerte” (El nacimiento del arte, p.
53).
La prohibición, para Bataille, es siempre la prohibición de una violencia elemental.
Y esa violencia se da en la carne (El erotismo, p. 98). La carne existe “en el sacrificio y en
el amor”. Y representa el retorno a una libertad amenazante. Los cazadores que pintan a sus
víctimas (animales) en las paredes de las cavernas las pintan como divinas (o las divinizan
al pintarlas): los animales, como los dioses, no están sujetos a prohibiciones.
Por eso la caverna de Lascaux maravilla a quienes contemplan sus pinturas, desde el
respectivo presente, como obras de arte (Bataille enfatiza que lo pintado por los cazadores
es arte; es más: es el nacimiento del arte): porque lo que se ve tiene la apariencia (y produce
el estremecimiento) del milagro.
Bataille pone bien alta, con el ejemplo de Lascaux, la vara de lo que es una obra de
arte: algo que produce “el sentimiento de milagro”, “el sentimiento de carácter inaudito
que tuvieron estas figuras [pintadas en las paredes de la caverna] ante los ojos de quienes
vivieron en la época de su creación” (El nacimiento del arte, p. 22).
El sentimiento que debe producir una obra de arte –podríamos decir− es el
sentimiento del nacimiento del arte. Si Lascaux se instaura para nosotros –como dice
Bataille− “entre las maravillas del mundo”, una obra de arte, para ser tal, debe
maravillarnos.
Si una obra no tiene la prodigalidad propia del sacrificio (el momento paroxístico de
la fiesta), si no busca (o no produce, aunque lo busque) un instante sagrado, que supere el
tiempo profano, el tiempo de las prohibiciones (las prohibiciones necesarias para mantener
la vida al resguardo de la violencia), o si –lo más frecuente− no logra hacer sensible ni ese
propósito ni esa búsqueda, “es una obra mediocre” (El nacimiento del arte, p. 54).
Para Bataille –igual que para Adorno− lo más frecuente de hallar, en el círculo del
arte del propio presente, es la obra mediocre (la obra menor, en la terminología adorniana),
la obra que sólo sirve para ser comparada con otras (como si completara un panorama del
arte y la cultura de la época, en el que aparece como nueva o más nueva) y que falla en la
aspiración de producir el sentimiento de nacimiento del arte equivalente al que produce (y
produjo a sus contemporáneos) la caverna de Lascaux.

En “El arte, ejercicio de la crueldad”, un ensayo de finales de la década de 1940,


aparece como problema, desde la primera página, el nacimiento de la estética, no el
nacimiento del arte. Pero podríamos pensar el modo en que Bataille plantea allí el
nacimiento de la estética como el problema que él mismo después va a plantear, en 1955,
como el problema del nacimiento del arte. El sentimiento del nacimiento del arte es lo que
justifica no sólo la contemplación y el estudio de las obras de arte, sino la existencia misma
del arte y de la historia del arte (el museo, en este caso, sería la institución que alberga,
conserva, clasifica, justifica y valoriza, las obras que produjeron –y seguirían produciendo-
el sentimiento del nacimiento del arte).
Ahora bien, para quien está frente a una obra de arte pictórica, lo que prima y
debería primar siempre –dice Bataille- es el placer: un cuadro no podría ser, nunca, un
objeto de aversión. El horror, en cualquier obra de arte, está destinado al placer, al placer
“más fuerte”, el de lo sublime.

No hay dudas de que el arte no tiene esencialmente el sentido de la fiesta; pero


justamente, tanto en el arte como en la fiesta, siempre se le ha reservado una parte a
lo que parece opuesto al regocijo y al agrado [Recordemos que el momento
paroxístico de la fiesta, en el mundo arcaico, era el sacrificio] El arte se liberó
finalmente del servicio a la religión, pero mantiene esta servidumbre con respecto al
horror; permanece abierto a la representación de lo que repugna.

Bataille, Georges, “El arte, ejercicio de crueldad, en: La felicidad, el erotismo y la


literatura. Ensayos 1944-1961, trad. Silvio Mattoni, Buenos Aires, Adriana
Hidalgo, 1ª ed., 2ª reimpresión, 2008, p. 118

Si esto sucede, es porque la posición del receptor frente a la obra de arte es la


posición de un receptor adulto (educado). En esta (breve) reescritura del nacimiento de la
estética, Bataille parece recordar, específicamente, a Burke: para hablar de gusto, hay que
hablar del gusto de una persona “de cierta edad”. Porque el gusto, en la medida en que está
gobernado por la sorpresa permanente, no es todavía un gusto. Y nadie se sorprende más,
en otro momento de su vida, que en la infancia. El niño no sólo es sorprendible, con
extrema facilidad, por su desconocimiento del mundo y su necesidad de iniciar ese
conocimiento desde cero, sino que es sorprendible en términos psicológicos, no en términos
estéticos (recuerden, de la materia Estética, que para Burke, seguidor de Locke, el gusto,
como refinamiento progresivo, se forja a medida que un individuo avanza en, el curso de su
vida, en el conocimiento del mundo como conocimiento de objetos).
Burke privilegia, contra la mirada (ingenua, no educada) del niño, la mirada
(educada) del adulto (educado). El adulto sabe tomar distancia y no involucrarse
psicológicamente (es decir, sabe no aterrorizarse ni extasiarse) con el contenido de la obra
que contempla. Y Bataille desmonta esta preferencia por lo sobrio y educado del adulto: el
niño, a diferencia del adulto, sospecha del mundo, mientras aprende a conocerlo. Lo teme.
Lo real, para él, es una farsa cuyo secreto alguna vez descubrirá. Nada de lo que para los
adultos está naturalizado lo está (todavía) para el niño. El niño siempre espera, cuando mira
la noche desde la ventana de su pieza, un momento fulgurante (aunque lo espera del lado de
adentro, no del lado de afuera, del vidrio que lo separa de la noche: un sublime matemático
bien kantiano, de cualquier forma, el sublime matemático infantil).
El sacrificio en la cruz permanece como la más divina expresión de la crueldad en el
arte. Aunque la imagen del sacrificio ya no produce (ni puede producir, ni aspira a
producir) el mismo estremecimiento que un sacrificio real, la pintura moderna prolonga
esta obsesión (la obsesión por la imagen sacrificial), multiplicándola, a través de la
destrucción de objetos.
Pero esta “destrucción fulgurante”, esta “fogata de San Juan”, de los objetos, que
practican sobre todo los surrealistas, no suele percibirse en el mismo linaje del sacrificio.
Lo que el pintor surrealista desea mirar con sus propios ojos (y hacer mirar a
quienes miran su obra) es lo mismo que miraba la multitud de aztecas, al pie de las
pirámides, cuando el sacerdote le arrancaba el corazón a una víctima. Lo que espera del
receptor el que produce la obra (o el sacrificio) es lo mismo que espera mirar él mientras la
produce: “una fulguración que consume”. Lo que hace la diferencia entre un verdugo azteca
y un pintor surrealista es la crueldad: la crueldad de la fiesta religiosa antigua y la crueldad
de la pintura moderna.
Quien mira la obra surrealista, como frecuentador del círculo del arte, espera
alejarse de la crueldad (por eso, también, podría ser sorprendido, estremecido, o fascinado,
por la crueldad de la obra). La idea de la crueldad que habita el mundo del arte, para
Bataille, es demasiado simple. Crueldad es “lo que no tenemos la fuerza de aguantar”. Y
llamamos crueldad a la crueldad de los otros, no a la crueldad propia (el azteca, en cambio,
no reconocería ninguna crueldad en el sacrificio que presencia y/o practica).
Estas flaquezas modernas, propias de los artistas de vanguardia tanto como de los
receptores de sus obras (los artistas son también receptores), hacen dificultoso, en el círculo
de la pintura del siglo XX, el mismo sentimiento del nacimiento del arte que habrían
experimentado, frente a las pinturas de Lascaux, sus contemporáneos. Por eso es legítimo
pensar –admite Bataille− que el artista que busca (y logra) una fulguración que consuma
pueda ser, simplemente, un sádico (del azteca nunca podría decirse lo mismo, aunque quien
lo diga –quien diga que eso sí no era crueldad− sea alguien que no podría mirar –según
supone− el sacrificio de aquella fiesta).
El conocimiento de la muerte, de todos modos, así suceda en el mundo antiguo o en
el mundo moderno, no puede prescindir de un subterfugio: el espectáculo. La importancia
del espectáculo de la muerte, para el conocimiento humano de la muerte, Bataille la
desarrolla, además de en El erotismo y en Las lágrimas de Eros, en los ensayos sobre Hegel
que expuse en el Teórico 2: Bataille, Georges, “Hegel, la muerte y el sacrificio”, en: La
felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961, trad. Silvio Mattoni, Buenos
Aires, Adriana Hidalgo, 2001, pp. 283-309.
Si el hombre, siendo parte de la naturaleza, se considera a sí mismo un ser
discontinuo (un individuo, un ser único), la naturaleza, para él, es la continuidad del ser. La
muerte lo aterra y lo fascina, precisamente, porque le recuerda la continuidad del ser, le
recuerda que él también es parte de esa continuidad del ser y que esa continuidad, a la que
se unirá cuando su cadáver se pudra, es su destino. Hasta que le llegue la muerte, la muerte,
para cada individuo, es siempre la muerte ajena. Y la muerte ajena es siempre un
espectáculo. Pero un espectáculo que forma parte del mundo de lo sagrado y que lo
arrebata, por un lapso de tiempo, del mundo de lo profano.
Lo sagrado es la continuidad del ser (no la discontinuidad del ser). Pero lo sagrado
es la continuidad del ser revelada para quien le presta atención. Y el hombre sólo le presta
atención a la muerte cuando la muerte se convierte en un rito solemne. Y la muerte sólo se
convierte en un rito solemne cuando es la muerte de un ser discontinuo. “Sólo una muerte
espectacular, operada en las condiciones determinadas por la gravedad y la colectividad de
la religión, es susceptible de revelar lo que habitualmente se escapa a nuestra atención”
(Bataille, El erotismo, p. 88).
El muerto, entonces, para que se le preste atención, tiene que ser tenido por
merecedor de un rito solemne, religioso, es decir, tiene que ser, para quienes lo entierran,
un ser discontinuo.
Lo que Bataille llama “el atolladero del sujeto” (la contradicción de cada hombre
como ser discontinuo) es, al mismo tiempo, el atolladero del arte.
La fascinación-terror o la atracción-repulsión (el viejo sentimiento de lo sublime)
que provoca la destrucción del objeto (como objeto separado del sujeto) es que esa
destrucción es la misma que le cabe (y que le aguarda como destino) a la materialidad del
ser discontinuo que es el sujeto. Presenciamos la muerte como la muerte de otro como si
fuera nuestra propia muerte (donde dice “muerte” podría decir, tranquilamente,
“destrucción”).
El objeto es sólido: por eso se puede destruir. Nosotros también. En esta trampa (la
de mirar nuestra destrucción como objetos a través de la destrucción de otro) somos la
presa, el cazador y la trampa (dicho en el lenguaje de la caza, que tanto fascina a Bataille,
como trasposición del lenguaje hegeliano).
Lo limitado, en la experiencia de lo sublime, es llamado a olvidar (no a abandonar)
sus límites (recordemos la Analítica de lo sublime de la Crítica del Juicio de Kant). Ese
llamado es la trampa. Pero sólo “en la medida en que la víctima de la broma, de la farsa
inmensa que es el mundo, no puede decidirse a abandonar la partida” (Bataille, “El arte,
ejercicio de crueldad”, p. 123).
La víctima −en las bromas también hablamos de víctimas− podría abandonar el
juego, sustraerse del reto, porque, de hecho, el abismo está ahí, ahí abajo, para tirarse
(recordemos, ahora, lo sublime dinámico kantiano: la atracción-repulsión frente a un
abismo, como antecedente del paso atrás, para dar después el paso adelante, del
“movimiento de danza” que Bataille le atribuye a la religión).
Pero la víctima, en la experiencia estética de lo sublime, es “así de banal”. Decide
ser la víctima (la víctima de un juego) y persevera. Sólo que la víctima, siendo “así de
banal”, actúa como si nunca pudiera olvidar, ni por un instante (ni por el instante mismo en
que se estremece), que está dentro de un juego, es decir, que está dentro de los límites de la
estética (frente a la noche o frente a un cuadro).
La trampa es doble. Y no hay dos lados de la trampa (dos sujetos, uno que hace la
broma y otro que la padece). Si el sujeto no es verdaderamente destruido, lo que vale de la
experiencia (como experiencia de lo sublime) es la ambigüedad (si el sujeto fuera destruido,
la ambigüedad se resolvería en “el vacío donde todo se suprime”).
El arte (surrealista) es como el sacrificio. Sólo que no es un sacrificio. Del arte no
importa lo que perdura, sino el instante, el instante vivido como emoción y la emoción
experimentada como desorden (un desorden como el del niño, en su cuarto, de noche,
cuando mira el afuera por la ventana).
La paradoja de la emoción es que su sentido es mayor cuanto menos sentido tenga.
Y lo que mayor emoción provoca es el horror. Ahora bien: la pintura del horror, aún como
apertura a todo lo posible, no es lo mismo que el horror. Tampoco el arte está obligado, en
toda su historia, a la representación del horror. Ni tampoco, cuando un artista representa
algún horror, alcanza las cercanías de la muerte. Pero si las alcanza, si invita a morir sin
morir, lo que logra, paradójicamente, es un instante de felicidad.
Con el fin de explicar su filosofía desde el punto de vista de la revuelta, Bataille
dicta una conferencia, el 24 de noviembre de 1952, en el Collège Philosophique (esta
conferencia estuvo anunciada en el programa del primer trimestre del Collège
Philosophique del año 1952-1953, aclara Ignacio Díaz de la Serna, el traductor, antólogo y
autor del epílogo de La oscuridad no miente. Los editores de las Obras completas sólo
encontraron el manuscrito de la conferencia, ocho páginas numeradas).
Si su filosofía tuviera que ser reducida a una idea muy simple, −dice Bataille− esa
idea consistiría en decir que

todo es juego, que el ser es juego, que el universo es juego, que la idea de Dios es
inoportuna, por lo demás insoportable, debido a que Dios, que no puede ser
inicialmente –fuera del tiempo− más que un juego, está maniatado por el
pensamiento humano a la creación y a todas las implicaciones de la creación que
son contrarias al juego

Georges Bataille, “El no saber y la revuelta”, en: La oscuridad no miente, op. cit., p.
110

El saber representa la elección de un modo de vida que niega el instante, es decir, la


revuelta. Al hacer que cada momento sólo tenga sentido en función del momento que
sigue, este modo de vida, el que exige la voluntad de saber, condena a los hombres a la
servidumbre. Por eso Bataille, en una conferencia cuyo tema es la revuelta, tiene que hablar
del no saber, de la paradoja del no saber, de la paradoja de un conocimiento de la ausencia
de conocimiento. El saber, para los hombres (igual que, después, para los filósofos), tiene la
forma del trabajo, no la libertad del juego.
Los hombres (y a partir del cristianismo, con el auxilio de los filósofos) condenan
hasta a Dios, en el modo de pensarlo, a ser un soberano del trabajo (un creador ordenado)
en lugar de un soberano del juego (el colmo de la arbitrariedad).

Dentro de nosotros, me parece, la concepción del mundo y del hombre en el mundo


del cristianismo es lo que se opone, desde el principio, a ese pensamiento donde
todo es juego.

Georges Bataille, “El no saber y la revuelta”, en: La oscuridad no miente, p. 111

El pensamiento de que “todo es juego” –el Leitmotiv al que reduce Bataille su


propio pensamiento, como parte del juego que la conferencia le propondría al público−
supone, entonces, el cristianismo. No podría haber una filosofía del juego si el cristianismo
no fuera, antes, “el portavoz del dolor y la muerte”. Y el cristianismo interpela, seriamente,
a la filosofía del juego: el juego se vuelve la finalidad de la actividad humana, entendido
como la negación del trabajo, precisamente porque “sufrimos y morimos” (Georges
Bataille, “El no saber y la revuelta”, en: La oscuridad no miente, p. 111). Ésa es la realidad
para los hombres (aunque la verdad esté del lado de la filosofía del juego).
La dialéctica del amo y el esclavo, tal como Hegel la expone en la Fenomenología
del espíritu, le da la razón al esclavo (o, si se quiere, toma partido por el esclavo). El lado
de la verdad, en términos dialécticos, es el lado del esclavo: el amo está en un error, por eso
el esclavo lo vence (el esclavo no es más fuerte: tiene la verdad de su lado, la verdad que
sólo la conoce el Filósofo de lo Absoluto, que la está exponiendo desde la perspectiva del
Saber Absoluto, la última figura de la Fenomenología del espíritu).
Pero Bataille elige otra lectura de la suerte que les cabe al amo y al esclavo tras el
final (provisorio) de la dialéctica que los reconcilia en la figura del reconocimiento
(Anerkennung). El esclavo es vencido, después de vencer al amo, y obliga al amo a
vencerse a sí mismo: necesita actuar ya no como amo, sino como rebelde.
El rebelde necesita suprimir al amo, “arrojarlo fuera del mundo”, es decir, hacer que
no existan amos ni esclavos, todo lo contrario de convertirse él, después de la revuelta, en
amo. Pero, al mismo tiempo, el rebelde actúa como amo, ya que desafía a la muerte. La
situación del rebelde –dice Bataille− es la más equívoca.
Es que el trabajo (la verdad dialéctica del trabajo, su generalización tras la dialéctica
del amo y el esclavo) somete a todos los hombres a su lógica (la razón, el cálculo, la
proyección al futuro) para poder vencer.
La generalización del trabajo (el triunfo del esclavo) es la derrota del juego (el viejo
privilegio del amo). No se generaliza el juego sino el trabajo. El amo, de querer actuar
como soberano del juego, tendrá que actuar como rebelde. Lo mismo el esclavo.
Para jugar, a partir del momento en que el juego está abolido, habrá que jugar un
juego mayor, un juego que ponga en juego la propia vida, no un juego menor, un juego que
haga las veces de un descanso del trabajo (la diferencia entre juego mayor y juego menor es
la que Bataille desarrolla en el ensayo “¿Estamos aquí para jugar o para ser serios?”).
Para el amo, cuando era soberano del juego, no existía la diferencia entre juegos
mayores y juegos menores: todo era juego, para él. No trabajaba, de hecho. El que trabajaba
por él (para él) era el esclavo. Para el esclavo, mientras era esclavo, tampoco existía la
diferencia entre juego mayor y juego menor: todo era trabajo. No jugaba (“El juego es el
privilegio de los amos: ser esclavo es no tener la dicha de jugar”, dice Bataille en “El
juego”, el fragmento póstumo citado al inicio de esta clase). Pero, tras la conversión del
amo y del esclavo a la lógica del trabajo, el juego (el único juego) que le queda al esclavo
por conocer es el juego menor, el juego-descanso, el juego como el no trabajo dentro de la
lógica del trabajo. Por eso debe rebelarse, también, contra el juego menor. La revuelta,
como negación de toda servidumbre, es el juego mayor del esclavo (del esclavo devenido
libre, es decir, del esclavo devenido trabajador). De lo contrario, el que trabaja será siempre
un hombre menor, un hombre dominado por la razón, un hombre puro cálculo, que teme
perder su trabajo más que su propia vida.
El que se rebela, como se rebeló el esclavo frente al amo, debe ir hasta el final con
su revuelta. “No puede haberse rebelado para perfeccionar su sumisión”, dice Bataille, que
se presenta a sí mismo, en el final de la conferencia, respecto de su posición de filósofo del
juego, como un cobarde. Se ha salido de la filosofía del juego, ha cedido al saber. Habla de
la revuelta desde la posición del saber.

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