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Corazón arriesgado
Sharon Kendrick
Argumento
Hacía seis años que Verity Summers se había enamorado del joven cirujano
Benedict Jackson. Aunque intensa, su relación no duró mucho, y él aceptó un
trabajo en otra ciudad, sin saber que Verity estaba embarazada.
Pero ahora Benedict iba a volver a Londres, al hospital St. Jude, donde Verity
trabajaba como enfermera. Ella estaba segura de poder controlar los
sentimientos que aún latían en su interior por él. ¿Pero sería capaz de ocultarle la
verdad sobre su hija?
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—Supongo que era inevitable —Verity suspiró mientras miraba el espejo que
supuestamente añadía luz y profundidad al diminuto cuarto de estar que tanto las
necesitaba. Pero, por algún motivo, el espejo nunca había logrado cumplir su
objetivo.
Unos rizos de color dorado se agitaron cuando una cabecita se alzó y un par de
grandes ojos azules se abrieron como platos.
—¿Qué es inevitable, mami? —la niña se concentró en la nueva palabra
mientras tiraba con la manita de la minifalda de Verity.
Verity se apartó del espejo y sonrió al mirar los interesados ojos de su hija,
olvidando momentáneamente sus problemas mientras pensaba por enésima vez en
lo adorable que estaba Sammi con su nuevo uniforme.
—Nada, querida —dijo. ¿Por qué transmitir a Sammi temores que tal vez
quedaran en nada?—. Sammi no tiene por qué preocuparse.
Pero no era fácil hacer desistir a Sammi. Era posible que no se pareciera a su
padre, pensó Verity irónicamente, ¡pero estaba claro que había heredado su
tenacidad!
Los ojitos azules se entrecerraron mientras Sammi trataba de recordar la
palabra utilizada por su madre.
— ¡Nevitable! —repitió, curvando la boquita en una sonrisa de triunfo—. ¿Qué
es nevitable, mami?
Verity se debatió entre un intenso orgullo maternal por el vocabulario de su
hija de cinco años y la preocupación de cómo evitar que se enterara de la decisiva
noticia.
Que Benedict estaba a punto de volver a entrar en su vida.
Benedict Jackson; el obstetra y ginecólogo que podía conquistar cualquier
mujer que quisiera con su irresistible mezcla de arrogancia, talento y atractivo.
¿Pero cómo decirle a una niña de cinco años que creía no tener padre que sí lo
tenía? Y también que el hombre en cuestión era uno de los mejores cirujanos en
su campo, una nueva estrella de la obstetricia y la ginecología, con innumerables e
importantes publicaciones.
Y que aquella mañana ella iba a estar frente a él en la sala de operaciones,
asistiéndolo como enfermera.
Verity había pasado la última semana preguntándose cómo diablos iba a
arreglárselas para trabajar codo con codo con el padre de su hija. Sobre todo
teniendo en cuenta que él no sabía que tenía una hija.
Verity también se había preguntado a menudo por qué habría aceptado
Benedict el puesto de médico jefe en el hospital St Jude. Desde luego, no había
duda de que se hallaba en una de las zonas más bonitas de Londres y era un
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hospital muy conocido. Pero también lo era el hospital en el que los dos habían
hecho sus prácticas, Benedict como médico y Verity como enfermera; el
prestigioso St. Thomas, al otro lado de Londres, donde varias generaciones de los
Jackson habían dominado en el campo de la cirugía. Benedict encajó muy bien en
aquel hospital; casi todas las enfermeras se enamoraron locamente de él y los
médicos lo mimaron por la reputación de su padre como decano del colegio
médico.
Entonces, ¿por qué había elegido el St Jude?, se preguntó Verity,
desesperada.
Aquella situación parecía sacada de su peor pesadilla, que empezó la semana
anterior, cuando vio en la hoja de horarios el nombre del nuevo médico jefe.
Benedict Jackson.
Podía haber estado escrito en letras de fuego, porque dejó caer la hoja como
si le quemara, y la enfermera jefa Saunders la miró con gesto de extrañeza.
Si Jamie Brenan no se hubiera ido de vacaciones... Verity suspiró mientras se
aplicaba un poco de barra de labios color melocotón. Ella siempre solía asistir al
popular médico, lo que significaba que las enfermeras más jóvenes solían tener el
dudoso placer de tratar con los nuevos cirujanos. No ella.
Si Jamie al menos le hubiera mencionado el nombre del nuevo médico antes de
irse a Florida, no le habría pillado tan desprevenida. ¿Pero por qué iba a hacerlo?,
razonó. Jamie no solía mencionarle a todos los miembros del equipo médico que
pasaban por el hospital bajo su tutela. Y no se le habría ocurrido mencionar a
Benedict en particular, a pesar de su cercana relación con Verity, ya que no sabía
que el nuevo médico era el padre de su hija.
Nadie lo sabía. Aunque muchos se lo preguntaban. Lo mismo que se
preguntaban cuál era la relación que mantenía aquella delgada y rubia enfermera
con el especialista Jamie Brenan.
Verity y Jamie eran amigos tanto dentro como fuera del hospital, y aquello era
de dominio público. Habían trabajado juntos durante los cuatro años que Verity
llevaba en el St Jude. Jamie siempre decía que era la mejor enfermera que había
tenido, aparte de Kathy, por supuesto, ¡y se casó con Kathy y le prohibió volver a
trabajar!.
Kathy y él tuvieron una hija, Harriet, que era un año mayor que Sammi, y Jamie
y Verity solían pasar horas haciendo comentarios sobre sus respectivas hijas
mientras operaban. Y aunque, a pesar de su relativa juventud, Jamie era un
hombre bastante convencional, nunca hizo un comentario ni juzgó a Verity por su
condición de madre soltera, cosa que ella siempre le agradeció. Y entonces Kathy
murió. Debido a un tumor cerebral. Verity recordaba a Jamie, pálido y
tembloroso, cuando la llamó a su consulta para comunicarle que el tumor era
maligno; recordaba cómo se desmoronó ante ella, hundiendo el rostro entre las
manos mientras sus hombros se agitaban convulsivamente.
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Kathy tardó dos largos años en morir y Verity vio cómo desaparecía parte del
ánimo de Jamie con ella.
Como amiga, hizo todo lo que pudo. La ayuda más práctica que pudo ofrecerles
fue ocuparse de Harriet los fines de semana, cuando Kathy sufría la peor parte
del tratamiento. La quimioterapia le sentaba muy mal y, aparte de otros terribles
trastornos, se quedó rápidamente calva. Verity lloró a menudo al ver cómo se
marchitaba ante sus ojos aquella bella y vibrante mujer.
Pero no permitió que Kathy o Jamie vieran su pena; en lugar de ello se
concentró en tratar de que, dadas las circunstancias, Harriet lo pasara lo mejor
posible. Sammi y Harriet se hicieron muy amigas, y tras la muerte de Kathy,
Jamie empezó a incluirse en las salidas al zoo, al parque y al cine. Verity
sospechaba que aquellas salidas resultaban tan catárticas para él como para su
hijita.
Y ahora, dos años después de la muerte de su mujer, Jamie se había sentido lo
suficientemente fuerte como para llevarse a Harriet de vacaciones. Una tarde,
después de haber comido en una hamburguesería y mientras las niñas jugaban,
Jamie invitó a Verity y a Sammi a acompañarlos.
— ¡Sobre todo, ahora que ya tienes tu pasaporte! —bromeó, pero Verity se
negó de inmediato.
—¿Por qué? —preguntó él con suavidad.
Verity contestó lo primero que se le vino a la cabeza, porque no había querido
enfrentarse a la creciente certeza de que los sentimientos de Jamie hacia ella
estaban cambiando.
—La gente hablará.
Jamie sonrió con tristeza.
—¿Y eso te importa? —fue una pregunta cargada de significado.
—Por supuesto que me importa —contestó Verity con ligereza, aunque dándose
cuenta de que estaba evadiendo la verdadera cuestión: si quería a Jamie lo
suficiente como para empezar a mantener con él una relación de otro tipo.
El reloj irrumpió en su mente al hacer sonar la media, recordándole que, si no
se daba prisa, corría el riesgo de llegar tarde al trabajo; ¡y ya tenía suficiente
encima como para, además, enfadar a la enfermera jefa Saunders! Ser amiga del
especialista en obstetricia y ginecología del hospital no la eximía de ser puntual,
y Saunders era una maniática de la puntualidad.
—Ven aquí, Sammi —Verity tomó un cepillo para el pelo, se sentó en el sofá y
tiró suavemente de su hija, sentándola en su regazo antes de empezar a peinar su
rizado cabello.
Samantha se agitó inquieta, demostrando como siempre el desagrado que le
producía aquella operación, pero Verity la sostuvo con firmeza.
—Por favor, querida —rogó—. Estate quieta o mamá llegará tarde al trabajo.
Es hora de que te lleve a casa de la niñera.
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—No me gusta ir —murmuró la niña. Verity terminó de atarle la cinta azul del
pelo y se apartó un poco para contemplar a su hija. Sabía que no era imparcial...
¡pero Sammi era la niña más preciosa que había visto en su vida!
—Es una niñera muy agradable —dijo—. Por supuesto que te gusta —frunció el
ceño, sintiendo una mezcla de pena y remordimientos por tener que dejar a
Samantha todas las mañanas—. No ha sido desagradable contigo, ¿verdad?
Samantha era muy sincera; a veces, dolorosamente sincera.
—No, Margaret es buena —dijo la niña, y Verity respiró, aliviada—. ¡Es ese
William Browning! — añadió, indignada—. ¡Siempre me quita mis galletas!
Verity contuvo una sonrisa.
—William es un chico, querida, y los chicos son diferentes —no estaba segura
de que aquella fuera una afirmación políticamente correcta, pero en aquellos
momentos no le importaba—. Además, sólo pasas ahí una hora antes de ir al
colegio.
— ¡Ojala me llevaras tú al colegio!
—A mí también me gustaría poder llevarte, querida. Pero tengo que ganar
dinero para que podamos vivir.
—Echo de menos a Harriet —dijo Sammi de repente—. Y a Jamie.
Aquel era uno de los temores permanentes de Verity; que Sammi empezara a
sentirse demasiado apegada a Jamie y a su hija. Y que las cosas entre ella y
Jamie se encaminaran hacia un momento decisivo. Cobardemente, apartó aquel
pensamiento de su cabeza. Ya tenía suficientes preocupaciones como para
inquietarse por algo que tal vez no llegara a suceder. Sonrió a su hija con ternura.
—Yo también los echo de menos —dijo sinceramente—. ¡Ya está! —añadió,
dando un último toque a los rizos de Samantha—. Y ahora... ¿te he oído decir que
querías unas cerezas en tu bolsa de comida?
— ¡Oh, mami! ¿Puedo?
Verity rió. Tal vez fuera duro ganarse el sueldo, pero siempre se aseguraba de
tener abundante fruta fresca.
— Por supuesto que puedes —dijo indulgentemente, recogiendo el abrigo de
Samantha y ayudándole a ponérselo antes de descolgar su propia chaqueta.
También tomó un paraguas por si acaso; aquel mes de abril estaba haciendo honor
a su reputación de lluvioso.
Luego agarró la manita de Samantha y se encaminaron hacia la casa de la
niñera a paso más lento del habitual. Inconscientemente, Verity quería retrasar
todo lo posible el momento de enfrentarse cara a cara con Benedict Jackson tras
casi seis años sin verse.
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años trabajando allí; era como parte del mobiliario—. No sabía que estabas
enferma.
Ethel se encogió de hombros.
—En realidad no estoy enferma. ¡No hay por qué preocuparse! —bajo la voz al
añadir—: Creo que debe de ser el cambio, enfermera. Ya sabes. Tengo el periodo
más a menudo de lo debido... ¡Cómo si no hubiera tenido ya suficientes problemas
con los partos! Vi al doctor Brennan la semana pasada y me reservó hora para una
exploración. Es una lástima que esté de vacaciones —suspiró—. Me gusta el
doctor Brennan.
—Estoy segura de que el doctor Jackson, el nuevo, es igual de bueno —dijo
Verity de inmediato, sonriendo para tranquilizar a Ethel.
—¿De verdad lo crees? — Ethel se animó de inmediato.
—Lo sé —afirmó Verity—. Ahora será mejor que me vaya, Ethel, o la
enfermera jefa me echará a los perros.
—¿Quieres que te aparte un sándwich?
—¿Tienes alguno de atún y tomate?
Ethel negó con la cabeza.
—¿Atún y pepino? —sugirió.
—De acuerdo.
—Lo dejaré en la sala de enfermeras. Puedes pagarme luego.
Verity entró a cambiarse, esperando que la confianza de Ethel no se viera
defraudada. Sabía que las mujeres de cincuenta años a veces sufrían cambios en
sus ciclos menstruales que achacaban a la menopausia, sin molestarse en ir al
médico. Desgraciadamente, en algunas ocasiones aquellos cambios podían ser
síntomas de alguna enfermedad latente, como el cáncer.
Por fortuna, Ethel había tenido suficiente sentido común como para acudir a
Jamie, pensó Verity, haciendo un esfuerzo para dejar de preocuparse. Todo el
mundo sabía que las enfermeras, sobre todo las que trabajaban en los quirófanos,
siempre tendían a mirar el lado más oscuro de las cosas.
Tras quitarse la ropa y ponerse su uniforme de enfermera, pantalones azul
claro con camisola a juego, zuecos y un gorro bajo el que llevaban recogido el
pelo, Verity fue a comprobar la lista de operaciones que estaba colgada fuera del
vestuario.
La hojeó rápidamente, alegrándose al ver que el anestesista era Russell
Warner, alguien lo suficientemente experimentado y relajado como para no
dejarse asustar por ningún nuevo cirujano, por brillante que éste fuera.
La lista no era precisamente ideal, pero Verity tenía la suficiente experiencia
como para que no le provocara ninguna ansiedad. ¡Afortunadamente! Aparte de
dos esterilizaciones de rutina, había una operación de útero seguida de una
simple histerectomía. Si iba a tener que enfrentarse a Benedict, prefería hacerlo
con el piloto automático puesto. Ya le iba a costar bastante concentrarse como
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El primer caso no era más que una esterilización rutinaria, nada por lo que
ponerse nerviosa para una enfermera de la experiencia de Verity. Sin embargo, a
pesar de mostrarse exteriormente tranquila y segura de sí misma, su corazón
latía como si estuviera a punto de estallar.
La sensación de irrealidad que la había protegido de los pensamientos sobre
Benedict toda la semana había desaparecido repentina y brutalmente, dejándola
indefensa y vulnerable.
Y aunque la idea de volver a ver a Benedict le había causado alguna inquietud,
ésta no había sido nada comparada con el devastador efecto que le produjo verlo
en persona. Se había sentido dolida porque no la había reconocido y luego
indignada por su intento de flirtear con ella, pero aquellos sentimientos no eran
más que fruslerías.
Porque el poderoso y primitivo sentimiento que sí le había llegado al fondo del
corazón era que en el otro extremo de aquella habitación se hallaba el padre de
su hija. Como si aquello lo atara a ella de alguna manera.
Pero no era así, se repitió una y otra vez.
Y necesitó hacer acopio de todo su autocontrol para mirar con tranquilidad
aquellos ojos verdes cuando se iluminaron ante dos enfermeras que trataban de
llamar su atención, casi luchando a brazo partido para decidir cuál iba a ser la
afortunada que le atara la bata.
El tiempo pasó más despacio que nunca, y Verity estuvo a punto de llorar de
alegría cuando Russell Warner, el anestesista, entró en la sala con la paciente,
una mujer de veintidós años que debía ser esterilizada.
Russell era un hombre atractivo, tenía cerca de cuarenta años y estaba casado
con una doctora, ¡aunque eso no le impedía flirtear con cualquier mujer deseable
que tuviera cerca!
Sin embargo, aquella mañana su gesto era más serio de lo normal mientras
conectaba a aquella mujer a los tubos que conducían los gases de la máquina de
anestesiar.
Y Benedict lo notó.
—¿Va todo bien, Russell? —preguntó.
Russell se encogió ligeramente de hombros.
—Nada por lo que preocuparse. Espero. Parecía un poco débil cuando le hemos
dado la primera dosis, así que le he suministrado un poco de anestesia extra; ese
es el motivo de que su ritmo cardíaco haya bajado un poco. Dale un par de
segundos para ajustarse, ¿de acuerdo, Benedict?
—Por supuesto —Benedict asintió y miró la máquina de anestesiar—. ¿Qué le
ha pasado a esta mujer?
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perdió la cabeza hasta el punto de que no le habría importado que utilizara algo o
no.
De manera que no había sido culpa de él que no funcionara. ¿Qué era lo que
solía decirse?, pensó, arrepentida. Que el único método totalmente seguro de
contracepción era la abstinencia total. ¡Desde luego, ellos no la habían practicado!
Se produjo un largo silencio en el quirófano, sólo interrumpido por el regular
sonido del ventilador que respiraba por el paciente, y el primer caso pareció
terminar casi antes de haber empezado.
La esterilización se hizo a través de una pequeña incisión en el ombligo, y hasta
que llegó el siguiente caso, una histerectomía realizada a través de la pared
abdominal, con todos los riesgos consiguientes, Verity no pudo observar
adecuadamente la técnica operatoria de Benedict.
Cirugía de libro de texto, admitió de mala gana mientras observaba sus rápidos
y hábiles movimientos. La incisión que hizo en el abdomen de la paciente fue
mínima; apenas quedaría señal cuando cicatrizara. Las mujeres operadas por
Benedict eran muy afortunadas en aquel aspecto.
También era uno de esos cirujanos que hablaban del caso mientras operaban, y
Verity admiraba eso; hacía que el paciente se convirtiera en alguien vivo,
concreto.
Cuando metieron en el quirófano a una mujer de cincuenta años que necesitaba
someterse a una operación conocida como Marshall Marchetti, un procedimiento
para curar la incontinencia urinaria, Benedict dijo de repente:
—Esta dama bailaba en Windmill, sin ninguna prenda de vestir, excepto un
elaborado despliegue de plumas rojas.
Y todos rompieron a reír, incluso Verity.
Porque en los quirófanos, sobre todo las enfermeras, que sólo veían a los
pacientes unos segundos cuando estaban conscientes, corrían el riesgo de
distanciarse en exceso del aspecto humano de la cirugía. Pero Benedict parecía
ser consciente de ello y lo compensaba charlando desenfadadamente mientras
trabajaba.
Y aquello también tenía su propio propósito. En los quirófanos siempre podía
darse una potencial situación de vida o muerte. Los equipos experimentados
siempre tendían a mantener el ambiente tan ligero como fuera posible, excepto
en casos de extrema gravedad. Y ese era el motivo de que la reputación de los
cirujanos por hablar sobre sus partidos de golf mientras operaban fuera a
menudo un hecho y no un mito.
Verity hizo un pequeño asentimiento de sorprendida aprobación mientras
observaba a Benedict y luego se preguntó por qué. Después de todo, si no hubiera
madurado profesionalmente a lo largo de aquellos años significaría que algo había
ido mal.
Ella había cambiado, ¿así que por qué no iba a haber cambiado él?
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Lo que sucedía era que, tras años de pensar en él como «el malo», le costaba
reconocer que tenía sus cosas buenas. Aunque siempre debió tenerlas, se
reprendió, ¡o de lo contrario no se habría colado por él como lo hizo!
Sería mucho más fácil que le desagradara si fuera un mal cirujano, pensó
Verity. Pero cuando alguien era tan bueno como él, costaba no admirarlo, al menos
desde un punto de vista profesional.
Se obligó a actuar como si fuera cualquier cirujano y a demostrarle la misma
clase de cortesía.
—¿Está todo a su gusto, señor Jackson? —preguntó educadamente.
— Sí, gracias —se limitó a contestar Benedict, sin aprovechar la oportunidad
para hacer algún comentario con segundas.
Pero la lista de operaciones parecía interminable. Verity veía pasar los
segundos en el reloj de la pared de enfrente, preguntándose cómo era posible
que su percepción del tiempo se hubiera alterado por el mero hecho de que
Benedict estuviera en el quirófano.
Entre cada operación, Benedict se quitaba la bata e iba al cuarto de la
anestesia a escribir el parte antes de prepararse para la siguiente. Entre tanto,
Verity retiraba el instrumental utilizado y sacaba uno limpio.
El procedimiento general funcionaba como una maquina eficiente y bien
engrasada. Los pacientes entraban uno tras otro, eran operados y se les enviaba
de vuelta a sus habitaciones.
El último caso no era tan sencillo como los otros. Se trataba de un gran quiste
en un ovario que debía ser extraído sin dañar el órgano, pero Benedict logró
hacerlo sin ninguna complicación.
Apenas había pasado el mediodía cuando terminaron la lista de operaciones y
Benedict se quitó los guantes con un audible suspiro de alivio. Por sencilla que
fuera, la primera lista en un trabajo como aquél siempre resultaba inquietante.
Uno quería, o más bien necesitaba, causar una buena impresión.
Luego, Benedict miró a Verity y de pronto su corazón dio un incompresible
vuelco. Sonrió.
—Me alegro de que hayamos terminado —dijo en tono desenfadado, pero no
pudo evitar fijarse en que Verity volvía a ponerse tensa, como había sucedido
aquella mañana cada vez que él había abierto la boca. ¿Qué diablos le pasaba a
aquella mujer?
El lado más masculino de su naturaleza consideró la cuestión literalmente. Por
lo que veía desde donde estaba, que no era mucho, no creía que le pasara nada
malo. La camisola azul y los pantalones, que eran visibles ahora que se había
quitado la bata, no revelaban mucho de su figura. Benedict siempre había
considerado aquel uniforme poco favorecedor; hacía que las mujeres parecieran o
muy gordas o excesivamente delgadas, y Verity no era ninguna de las dos cosas.
No. Ella era una seductora combinación de largos y atléticos miembros y
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suaves y redondeadas curvas que eran una delicia de observar y tocar. Eso sí lo
recordaba.
De pronto, todo empezó a volver a su mente; la breve e intensa aventura, y la
insatisfactoria conclusión que tuvo.
Benedict entrecerró los ojos mientras la miraba más atentamente. Verity no
parecía haber engordado ni un gramo en los últimos años. Pero sus senos sí
parecían más grandes y llenos. Mmm. Mucho más llenos.
Sintió el pulso latiendo rápidamente en su sien y se volvió de inmediato; no
estaba preparado para la repentina excitación que sintió ante el recuerdo del
largo y suave pelo de Verity extendido sobre la almohada.
Fue a lavarse, trasladando incómodamente el peso de su cuerpo de un zueco a
otro para tratar de aliviar la erección que le había provocado involuntariamente
Verity.
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muleta de un torero.
—No tengo hambre —contestó.
Benedict se fijó en la firme línea de su boca, en la palidez de su rostro, que
resaltaba el brillo de sus ojos, y asintió lentamente.
—No —dijo—. Supongo que no. ¿Un café entonces?
Verity no sabía qué decir. Tal vez lo mejor sería mostrarse sincera. Alzó sus
azules ojos hacia él.
—¿Por qué te molestas?
Benedict pareció ligeramente sorprendido por su pregunta, como si no
estuviera acostumbrado a que cuestionaran sus deseos.
—¿No es evidente por qué quiero hablar contigo? —preguntó.
Verity suspiró.
—Por supuesto que es evidente, Benedict —dijo en tono indiferente—, pero te
aseguro que no pretendo darte la lata mientras estés aquí.
Él frunció el ceño.
—No me refería a eso.
—¿No? —preguntó ella fríamente.
—No —cambiando repentinamente el tono de voz, Benedict dijo—: Has
cambiado de corte de pelo —era la primera vez que la veía sin el gorro de
enfermera y pudo apreciar la rubia y sedosa melena que caía en una curva hasta
la mandíbula de Verity. Le sentaba bien; le hacía parecer mucho más sofisticada
que las dos trenzas hasta la cintura que había llevado años atrás.
—Así que te acuerdas —replicó Verity antes de poder detener las estúpidas
palabras.
Un gesto de irritación contrajo los labios de Benedict.
— ¡Por supuesto que me acuerdo! Nosotros...
Verity agitó la cabeza. Oh, no. Eso no. Por favor. No podría soportar que le
contara mentiras; que tratara de convertir lo que sucedió entre ellos en algo que
no era.
—Tuvimos una breve aventura, Benedict. Nada más. Fue bonito mientras duró,
pero no creo que tenga ningún sentido remover el pasado.
Benedict le dedicó una sonrisa, aunque era evidente que aún seguía irritado.
—¿Eres igual de dura con todos tus ex amantes?
¡Cómo se reiría si supiera que él había sido el único hombre que tuvo aquel gran
honor!, pensó Verity.
—Normalmente no son tan persistentes —replicó en tono irónico,
sorprendiéndose de su repentina habilidad como actriz.
A modo de respuesta, los despiertos ojos de Benedict observaron de
inmediato la mano izquierda de Verity, buscando la única razón lógica para su
rechazo.
Al ver que no llevaba anillo se sintió desproporcionadamente aliviado.
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sintió una oleada de pesar al imaginar cómo podrían haber sido las cosas. Si él la
hubiera querido tanto como ella lo quiso a él...
—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó en tono retador.
—¿Porque te apetece, tal vez? —sugirió él.
—No me apetece —replicó Verity con frialdad. Cuando iba a volverse, Benedict
murmuró su nombre en el tono íntimo y sensual que sólo un ex amante podría
haber utilizado.
—Verity... ¿No te das cuenta? Si tu intención es mantenerme alejado, has
elegido la peor táctica.
Verity abrió sus grandes ojos azules con genuina confusión.
—¿Qué quieres decir con eso?
Benedict encogió sus anchos hombros.
— Sólo que, como a la mayoría de los hombres, me estimulan los retos. Tu afán
por apartarme de ti produce exactamente el efecto contrario. ¿Es esa tu
intención?
— ¡Por supuesto que no! —replicó Verity, sintiendo que la histeria acumulada en
su interior a lo largo de la mañana empezaba a subir inexorablemente hacia la
superficie—. ¡Y no deberías hablarme así! ¡No tienes derecho a hacerlo!
—¿No? —preguntó Benedict insolentemente—. ¿No me da ningún derecho el
haber sido tu amante?
— ¡No! ¡Por supuesto que no! —dijo Verity, furiosa—. Eras tú el que estaba a
punto de irse a otro hospital sin ni siquiera molestarte en decírmelo. ¿O acaso te
falla la memoria?
Benedict le dedicó una ligera sonrisa.
— Según recuerdo, tuvimos una pelea bastante espectacular y dijimos muchas
cosas debido al enfado... De hecho, fuiste tú la que se marchó, Verity.
—No tuve elección, dadas las circunstancias — replicó ella con frialdad.
—Tal vez no —concedió él con lentitud. Porque pudo detenerla; pudo ir tras
ella, y Verity habría vuelto con él al instante. Pero no lo hizo. Era joven. Se alegró
de tener una excusa para acabar una relación que había empezado a volverse
demasiado seria para un médico recién titulado. Sólo con el paso del tiempo se
dio cuenta de lo que había perdido, pero entonces ya era demasiado tarde para
volverse atrás.
Benedict se pasó una mano hacia atrás por el oscuro cabello y aquel gesto hizo
que Verity recordara vividamente el aspecto que solía tener a primera hora de la
mañana. Y aquello también le dolió.
—Pero no vamos a negarnos otra oportunidad sólo porque no funcionara
entonces, ¿no? —añadió él, retándola con la mirada a negar la atracción larvada
que aún existía entre ellos—. Entonces éramos mucho más jóvenes.
Verity no podía creer lo que estaba oyendo. De hecho, estaba tan sorprendida
que, a pesar de haber abierto la boca para responder adecuadamente, fue
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incapaz de hablar.
Benedict no apartó la mirada de ella. Se fijó en su reacción primero con
interés y luego con intensa curiosidad. Había algo en el comportamiento de Verity
que le confundía y que no podía descifrar. Se había encontrado con ex novias en
otras ocasiones, pero ninguna le había demostrado tanta hostilidad. Muy al
contrario. Pero tampoco recordaba haberse sentido tan atraído por una ex novia
como por Verity. El paso de los años le había sentado muy bien, y estaba aún más
bella que entonces.
—Pero incluso si ya no estás interesada en mí como hombre, Verity —insistió—,
¿es necesario que haya tanta tensión entre nosotros en el trabajo? Después de
todo, somos colegas y hemos tenido seis años para madurar. No tenemos por qué
enzarzarnos en una pelea cada vez que nos veamos sólo porque en el pasado
tuvimos una tempestuosa aventura.
Benedict alzó las cejas burlonamente y Verita estuvo a punto de desmayarse
del susto, anonadada al reconocer aquella familiar expresión. Tragó con esfuerzo.
Sammi no se parecía a su padre, no. Era rubia y él moreno, suave y llenita y él
duro y esbelto. Pero aquella expresión que acababa de ver... Verity comprendió
que acababa de ver a su hija reflejada en el rostro de Benedict Jackson.
Un escalofrío recorrió su piel al darse cuenta de que lo sucedido en el pasado
carecía de importancia en el presente.
Benedict tenía derecho a saber la verdad, pero ese derecho no tenía nada que
ver con el hecho de que fuera su ex amante. El derecho que tenía provenía de sus
innegables lazos de sangre con Sammi, y todo lo demás carecía de importancia.
¡Era el padre natural de Sammi!
Y, antes o después, tendría que decírselo...
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Benedict frunció el ceño. Olvidando momentáneamente su disputa, alargó
instintivamente una mano hacia Verity. Estaba convencido de que había estado a
punto de desmayarse. ¿Qué le había dicho?, se preguntó, preocupado y
confundido. ¡Parecía que acababa de ver un fantasma!
—¿Te encuentras bien? —preguntó solícitamente, y luego asintió al recordar—.
¡Por supuesto! Gisela ha dicho que no te sentías bien... siéntate, por favor. Voy a
traerte un vaso de agua.
— ¡No! —exclamó Verity. Había tomado una decisión. Tendría que hacerlo,
¡debía hacerlo! Más por Sammi que por Benedict. ¿Acaso no tenía derecho su hija
a empezar a conocer a su padre? Y cuanto antes mejor. No se podía pasar la vida
mintiéndole—. Benedict... —empezó con voz ronca, pero en ese momento se abrió
la puerta y entraron varias enfermeras charlando.
Algo en la voz de Verity hizo que Benedict se pusiera rígido.
—¿Qué?
Ella agitó la cabeza impacientemente, lanzando una mirada de frustración
hacia el grupo de mujeres que empezaban a sentarse en torno a la mesa
mirándolos con curiosidad.
—No es nada —dijo, y volvió a mover la cabeza a la vez que fruncía el ceño—.
Quiero decir... Escucha, ven a mi apartamento...
Por un momento, Benedict creyó haber oído mal.
—¿Qué? —preguntó, incrédulo.
—Ven a mi piso —repitió Verity, consciente de que las otras enfermeras
estaban a punto de caer de sus sillas debido al esfuerzo por escuchar su
conversación—. Luego hablaré contigo al respecto — dijo abruptamente y se
dirigió hacia la puerta, pero Benedict se movió con la agilidad de una pantera y la
sujetó por una muñeca.
—¿Cuándo? —preguntó de inmediato.
La habitación había quedado en completo silencio. Las enfermeras seguían
sentadas, simulando comer sus sandwiches. Disimuladamente, Verity se soltó de
Benedict. «¡Por Dios santo!», pensó, desesperada. Era posible que a él no le
importara su reputación, ¡pero al menos debía tener en cuenta la de ella! Salió de
la habitación de descanso y él la siguió por el pasillo hasta colocarse frente a ella
para obligarla a detenerse.
—¿Cuándo? —insistió. Por su tono de voz, parecía pensar que tal vez había
imaginado la invitación de Verity.
¿Cuándo?, se preguntó Verity, suspirando interiormente ¿Por qué retrasarlo?
Cuanto más tiempo pasara trabajando junto a él, más le costaría decírselo.
—Esta noche.
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de dirigirse al ascensor.
Verity lo observó en silencio, dándose cuenta de que su despedida no había
sido muy precisa.
Aún tenía que pasar la tarde operando con él antes de que llegara la hora de
contarle la verdad.
Cuando terminaron las operaciones de la tarde Verity estaba agotada.
Benedict salió del quirófano un rato después que ella. Su expresión revelaba la
tensión que acababa de pasar, aunque ésta empezó a remitir rápidamente. Había
abierto a una mujer de cuarenta años que presentaba vagos síntomas de molestia
abdominal y había descubierto que tenía cáncer de ovario. La enfermedad se
había extendido hasta tal punto que Benedict no tuvo más opción que volver a
cerrarle el abdomen.
El depresivo ambiente del quirófano mientras suturaba en silencio casi se
había podido palpar; todos los presentes habían comprendido con horror que
aquella madre relativamente joven de tres niños moriría antes de que acabara el
año.
Y, hasta entonces, Verity nunca había trabajado tan instintivamente con
ningún cirujano, ni siquiera con Jamie; parecía anticiparse a todo lo que Benedict
necesitaba incluso antes de que él mismo se diera cuenta. Aquella última
operación también le hizo pensar que sus problemas eran minucias comparados
con lo que le aguardaba a la paciente y a su familia.
Mientras se acercaba, Benedict vio de repente la larga y esbelta línea del
cuello de Verity y sintió que su pulso se aceleraba.
—Hola —dijo con suavidad.
Ella se volvió, repentinamente avergonzada, comprendiendo que la tenue
camaradería que pudiera existir entre ellos en aquellos momentos no sobreviviría
al encuentro de aquella noche.
—Hola —contestó.
—Gracias por tu ayuda ahí dentro —dijo Benedict.
Ella negó con la cabeza.
—Sólo he...
—No —interrumpió él con una sonrisa, la más genuina que Verity había visto en
todo el día—. No ha sido «sólo he...». La operación ha sido muy dura.
—Las de esa clase siempre lo son.
—Lo sé —Benedict dudó, deseando decirle algo agradable, algo que hiciera que
Verity dejara de mirarlo con enfado o miedo cada vez que lo veía. Quería volver a
ver aquella boca curvada por la sonrisa que tan bien recordaba—. Eres una
enfermera ayudante magnífica, Verity.
Aquel comentario fue demoledor para Verity, haciéndole ruborizarse
intensamente. Significaba demasiado; ese era el problema. Unas pocas palabras
de aprecio profesional implicaban un respeto que nunca existió mientras sólo fue
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su compañera de cama.
—Gra... gracias —balbuceó, relajándose a continuación los suficiente como para
sonreír—. Un buen cirujano siempre hace que todo resulte más fácil —dijo con
sinceridad.
La sonrisa de Verity aturdió a Benedict, haciendo que su corazón latiera como
no lo había hecho en muchos años.
—Escucha —dijo con voz ronca—. ¿Estás segura de que no quieres cambiar de
opinión sobre lo de cenar conmigo.
Verity se sintió tentada a aceptar. Si acabaran de conocerse no habría dudado
un instante en hacerlo. Pero la situación era muy distinta.
—No, gracias.
—¿Tienes coche? —preguntó Benedict, sin molestarse en insistir.
Ella negó con la cabeza y rió.
—¿Con mi sueldo de enfermera? ¡Debes de estar bromeando!
—Entonces permite que te lleve a casa. Aún está lloviendo.
—Tengo paraguas...
—Lo sé.
Verity alzó las cejas inquisitivamente.
—Te he visto llegar esta mañana —la voz de Benedict se volvió más profunda—.
Con una falda de cuadros y un sombrero de terciopelo verde. Estabas...
estupenda.
—Estaba empapada —contestó Verity con desconfianza.
—Mmm. Lo sé —asintió él, entrecerrando los ojos y mirándola como si aquella
idea le pareciera el colmo de la sensualidad—. Entonces, ¿te parece bien que te
recoja fuera dentro de veinte minutos? —añadió tras mirar su reloj.
Verity negó con la cabeza.
—Ya te lo he dicho; mi casa no está lejos del hospital —lo que era cierto. Lo
que Benedict no sabía era que tenía que volver a casa pasando antes por la de la
niñera para recoger a Sammi. Desgraciadamente, era la única niñera que le había
gustado para su hija y vivía en dirección contraria al hospital. El viaje resultaba
pesado, pero le compensaba saber que Sammi estaba en buenas manos.
Verity miró su reloj y al ver la hora dio un gritito ahogado.
—No, gracias —dijo sin aliento—. Tengo... tengo que pasar por el supermercado
antes de ir a casa —al ver que Benedict estaba a punto de ofrecerse a llevarla, le
dedicó una breve sonrisa y añadió—: Discúlpame — y se encaminó rápidamente
hacia el vestuario, pensando que era mucho más difícil tratar con él cuando era
agradable con ella.
Acabó siendo «uno de esos días». El autobús llegó tarde y Sammi estaba de
mal humor cuando la recogió. Consecuentemente, arrastró los talones durante
todo el trayecto a casa y, cuando Verity abrió finalmente la puerta, las dos
estaban empapadas y disgustadas.
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Aún sujetando las bolsas que le había entregado, Verity supo que aquello no iba
a ser fácil. Nunca llegaría el momento adecuado porque no lo había. ¿Por qué
molestarse en dejarle instalarse con sus nueces, su chocolate y su café?
¿Aplacaría eso el golpe?
—Tiene cinco —dijo, con voz extrañamente calmada.
Él asintió.
—Es una bonita edad —murmuró, tratando de recordar desesperadamente el
tipo de comentarios que sus hermanas casadas siempre sabían hacer sobre los
hijos de otras mujeres—. Será un diablillo, ¿no?
Y entonces se quedó helado.
No fue el silencio de Verity; fue la calculada manera en que le había dicho la
edad de la niña, la expresión de sus ojos mientras esperaba su reacción.
Verity rogó para obtener fuerzas.
— Benedict... —empezó, pero no pudo continuar.
Benedict torció el gesto desagradablemente.
—¿Qué tratas de decirme, Verity? —preguntó con aspereza.
Las palabras surgieron de los labios de Verity en una ráfaga. Tal vez esa fuera
la única forma posible.
—Que Sammi es tu hija —dijo con voz ronca.
Las palabras parecieron derramarse en la mente de Benedict como un jarro de
agua fría. Se sintió extrañamente impotente, como si los dioses hubieran
decidido jugar al póquer con su futuro. Y allí estaba Verity, con su bello rostro
pálido y calmado y sus firmes y azules ojos, como si no acabara de darle la
sorprendente noticia de que era el padre de la niña.
La boca de Benedict se contrajo mientras miraba a su alrededor como
buscando algo, y pareció encontrarlo, porque se acercó de dos zancadas a la
repisa que había sobre la falsa chimenea y tomó la fotografía enmarcada que
había en ella.
La miró intensamente. Se encontró observando a una desconocida. Una
desconocida de pelo rubio y rizado con los ojos tan azules como un jacinto. Si
alguien le hubiera pedido que dibujara un retrato de su supuesta hija, aquella
habría sido la antítesis. Su sensación de alivio y su rabia no encontraron
barreras. Dejó la foto sobre la repisa con mano temblorosa y se volvió hacia
Verity.
—¿Es esta tu idea de una broma? —preguntó, furioso—. ¿Qué o quién diablos
crees que soy, Verity? ¿Alguna especie de payaso? ¿Un idiota? ¿Te parezco la
clase de hombre que aceptaría tranquilamente la paternidad de la hija de una
mujer a la que no ha visto en años? ¿Alguien con quien sólo tuvo una breve
aventura? —sus ojos destellaron mientras hacía una pausa—. O puede... puede que
no sea el único amante al que has tratado de encasquetar esto. ¿Te sirve
cualquiera? —sugirió con crueldad—. Tal vez has seguido una larga lista antes de
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llegar a mí.
Verity empezó a temblar violentamente al escuchar aquellas palabras y los
paquetes que sostenía cayeron al suelo.
—¿Qué esperabas? —preguntó él con aspereza—. ¿Alguna especie de apoyo
financiero? —deslizó la mirada con gesto despectivo por la habitación—. ¡Está
claro que te vendría bien algo de dinero!
La pasividad de Verity pareció irritarlo aún más.
—Déjame darte un consejo, Verity, ¿de acuerdo? La próxima vez que intentes
atrapar a un hombre deberías hacerlo con más delicadeza. ¡Al menos recoge un
poco! Unas luces suaves y algo de música son el ambiente tradicional para
acompañar esa clase de complots, ¡no una especie de pocilga que ni siquiera te has
molestado en recoger un poco!
La rabia seguía consumiendo a Benedict como una llama. No podía parar.
Se vio atrapado en la luz azul de los aturdidos ojos de Verity, pero deslizó la
mirada hacia abajo, observando su arrugada vestimenta. No podía creer que
aquella fuera la misma mujer que había visto esa mañana en el aparcamiento, con
la minifalda y el sombrero verde.
—Unos vaqueros pueden resultar sexys, pero no son prácticos para la
seducción —dijo con dureza—. Y supongo que eso es lo que tenías pensado, ¿no?
—se detuvo para respirar, sintiendo que la sangre le latía furiosamente en los
oídos. En ese momento empezó a sonar su busca, haciéndole recuperar el sentido
—. ¿Dónde está el teléfono? — preguntó con brusquedad.
—Ahí —Verity señaló el teléfono, que había sido elegido por Sammi y tenía la
forma del pato Donald.
Pero Benedict no sonrió cuando se acercó y marcó furiosamente el número del
hospital.
—Soy el doctor Jackson —dijo, y se produjo un tenso silencio—. ¿Qué presión
sanguínea en estos momentos? —preguntó, asintiendo mientras escuchaba.
A pesar de su angustia, Verity supo por la expresión de su rostro que el caso
era grave.
—En seguida voy —Benedict colgó el teléfono y respiró profundamente, como
tratando de calmarse antes de salir. Debía practicar una cesárea a una mujer que
estaba teniendo un parto prematuro. Las matronas estaban preocupadas por ella
y por el bebé; al parecer, ambos corrían peligro. Miró a Verity como si acabara de
verla por primera vez y su boca se curvó en un gesto de desagrado—. Me
necesitan en la sala de partos.
Verity no dijo nada mientras Benedict se acercaba a la puerta. Antes de salir,
se volvió hacia ella y añadió:
—Si insistes en acusarme de ser el padre de tu hija...
—¿Acusarte? —balbuceó Verity, consternada.
¿Acaso había habido un tono acusatorio en sus palabras? Creía habérselo dicho
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En cuanto Benedict salió para atender la urgencia, Verity empezó a moverse
por el piso, agachándose a recoger los juguetes del suelo y guardando los más
grandes en la gran caja de plástico que estaba oculta tras el sofá. Trató de no
ver la casa a través de los ojos de Benedict. Desordenada y revuelta... una
auténtica pocilga. Había utilizado aquella palabra para describirla.
Y también trató de no profundizar en cómo la veía a ella; una madre soltera lo
suficientemente desesperada como para intentar cualquier cosa con tal de
cargarle con la responsabilidad de su paternidad.
Empezó a ordenar los muebles de la casa de muñecas de Sammi, algo que no
había hecho en mucho tiempo. No dejaba de repetirse una y otra vez que, si se
mantenía ocupada, no tendría tiempo de pensar, de centrarse en la horrible
reacción de Benedict ante la noticia de su paternidad.
Tras guardar los juguetes, recogió del suelo las bolsas con los chocolates, las
nueces y el café que había llevado Benedict y las llevó a la cocina, donde las
guardó con un gesto de enfado en la despensa. Luego, llenó el fregadero de agua
y empezó a fregar, casi como si estuviera tratando de castigarse de alguna
oscura manera. Porque normalmente odiaba fregar, pero esa noche casi agradecía
la tediosa tarea.
Tardó una hora en dejarlo todo limpio, y luego se dedicó a pasar los muebles
con un paño. Incluso dio cera a la mesa de pino de la cocina. Cuando terminó de
limpiar, el piso estaba reluciente.
Verity miró a su alrededor e hizo un pequeño asentimiento de aprobación. Si
Benedict pudiera verlo en esos momentos no sería tan crítico, pensó
orgullosamente. De pronto, sintió que las rodillas le fallaban. Se sentó en la silla
más cercana y empezó a llorar.
No fue un llanto ruidoso. No se atrevió; no quería despertar a Sammi. Las
lágrimas se deslizaron continua y silenciosamente por su rostro, hasta que no le
quedó ninguna. Entonces se levantó, se sonó la nariz, se cepilló el pelo y preparó
una taza de té.
Sintió la tentación de echar un poco de whisky en la taza, pero eso sólo le
garantizaría un dolor de cabeza por la mañana. Además, el alcohol podía
atontarla, y necesitaba tener los sentidos alerta mientras decidía qué hacer a
continuación.
No debería haberle dicho nada a Benedict; era tan sencillo como eso.
No se había detenido a pensar en ello adecuadamente antes de hacerlo. Y,
siendo sincera, ¿qué otra reacción podía haber esperado de él? ¿Que aceptara su
paternidad sin dudarlo? ¿Que empezara a llevar a la niña al zoo los sábados y al
parque los domingos?
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Verity dejó la taza sobre la mesa con mano temblorosa. Y Benedict había
dicho... había dicho...
Eso había sido muy doloroso... la forma en que había implicado que él
simplemente era uno más en una larga lista de amantes.
Pero...
¿Acaso no había hecho ella lo mismo con él? ¿No había dado por supuesto que
había habido cientos de mujeres en su vida?
Cuando lo cierto era que ninguno de los dos sabía apenas nada sobre el otro. Su
aventura fue corta y apasionada... aunque el final fue inevitablemente amargo.
Verity suspiró. Parecía que todo había sucedido hacía mucho tiempo, como si le
hubiera pasado a otra persona.
Se conocieron en una discoteca improvisada en la sala de descanso de los
médicos en el hospital. Las enfermeras de la promoción de Verity habían recibido
aquella mañana los resultados de sus exámenes. ¡Ella había aprobado! Para
celebrarlo, decidieron organizar aquella fiesta.
Verity estuvo bailando desenfadadamente, celebrando su aprobado. Apenas
había bebido algo más que un vaso de vino, pero con el estómago vacío y tras una
dura semana de guardia en el geriátrico. Algunos de los pacientes estaban muy
enfermos y otros terriblemente solos y asustados.
Había sido una semana deprimente, la más deprimente desde el comienzo de su
carrera de enfermera, y tal vez era eso lo que la había animado a lanzar su
cautela al viento. Esa noche sentía que estaba celebrando su juventud, su
vitalidad y su buena salud. Nunca había asistido a una fiesta de aquellas, ¡aunque
había oído toda clase de rumores sobre lo salvajes que eran!
Verity era la única hija de unos padres muy estrictos y tremendamente
anticuados. Les encantó que eligiera la profesión de enfermera, aunque se
mostraron reacios a dejarla irse de casa a los dieciocho años. Pero no hubo otra
alternativa, porque en donde vivían no había un hospital cercano en el que hacer
las prácticas.
El médico de la familia fue una influencia decisiva. Sabía que, si se les
permitía, los padres de Verity no le concederían a su hija ninguna libertad
personal. Fue él quien la animó a intentar hacer las prácticas en alguno de los
mejores hospitales de Londres, a pesar de que la ciudad se hallaba a bastante
distancia del pueblo en que vivían.
Y así fue como Verity acabó en el St Thomas, emocionada y también
acobardada por hacer sus estudios en aquel hospital de renombre internacional.
Pero sus temores se demostraron infundados; se adaptó al duro trabajo físico
y a los estudios adicionales de anatomía y fisiología como un pez al agua. Y se
mantuvo apartada de las muchas actividades sociales que la tentaban, prefiriendo
estudiar o disfrutar de los numerosos museos que había en la ciudad.
Hasta aquella noche.
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no hizo ningún intento por seducirla aquella noche. Decidieron quedar en verse al
día siguiente.
Pero una noche sin dormir y el calor del verano sumado al tormento que
estaban experimentando, fue demasiado para ambos, y Verity acabó en la cama
de Benedict, incapaz de resistir la tormenta interior que terminó por convencerla
de que se había enamorado de él.
Por primera vez en su vida Benedict se salió de su terreno. Antes, sus amantes
habían sido una parte agradable de una vida muy agradable, y había disfrutado
mucho de sus aventuras. Pero había algo diferente en Verity. Sentía un impulso
irracional y primitivo de dejar su huella de dominio en ella. Quería hacerle el
amor constantemente, y apenas salían de su habitación.
Consecuentemente, su trabajo se vio afectado, y Benedict era un joven muy
ambicioso. En sus momentos más irracionales, culpó a Verity de ello, y al
irresistible hechizo que ejercía sobre él. Se hallaba en una situación que no
controlaba y, si no físicamente, al menos mentalmente trató de retirarse.
Y mientras todo ese torbellino interior tenía lugar, Verity recibió una
«amistosa» advertencia de otra enfermera sobre la fama de Benedict de ser el
tipo de hombre que dejaba a las mujeres con la misma facilidad con que las
seducía. Verity se quedó petrificada al pensar que también pudiera hacerlo con
ella, y empezó a interrogarlo cuando llegaba tarde, convencida de que había
empezado a ver a otra. Se enfrentaba a él, discutían y la discusión terminaba
apasionadamente en la cama, pero cada enfrentamiento estropeaba un poco la
relación.
No pudo asimilar la noticia de que Benedict se iba del St Thomas. La misma
enfermera que le había advertido sobre su reputación decidió comunicárselo.
—Supongo que ya te habrás enterado. ¡Benedict se va al Manchester General!
Verity estuvo a punto de atragantarse con el café. ¿Manchester? ¡Eso estaba
muy lejos!
La enfermera debió darse cuenta de su sorpresa, pero eso no la detuvo.
— ¡No me digas que no se ha molestado en decírtelo!
No, pensó Verity, intensamente dolida. Benedict no se había molestado en
decírselo.
Tenía la llave de su habitación. Cuando Benedict terminó su turno esa noche,
Verity lo estaba esperando, pálida y temblorosa.
Las dos noches anteriores Benedict había estado de guardia y apenas había
dormido. Había visto morir a una niña de nueve años y se sentía destrozado y
agotado. Al ver la expresión acusadora de Verity dejo escapar un gruñido. Lo
último que necesitaba en esos momentos era una pelea con ella.
—¿Por qué no me has dicho que te ibas? —preguntó Verity en cuanto cerró la
puerta.
Ni siquiera un beso, pensó él agriamente. O la oportunidad de perderse en la
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magia de su abrazo. Suspiró, sacó una lata de cola de la nevera y dio un trago
antes de contestar.
— Supongo que ya sabías que mi periodo de prácticas está terminando —dijo,
preguntándose porque evadía la cuestión. ¿Por qué no lo había hablado antes con
ella? ¿Era porque su obsesión por Verity se estaba convirtiendo en una molestia?
—¿Por qué no me lo dijiste? —explotó Verity, furiosa, con más vehemencia de
la que pretendía mostrar.
Benedict reprimió un bostezo. Lo que necesitaba por encima de todo era
dormir. Dormir mucho. Lo que menos le apetecía en esos momentos era aguantar
una sucesión de tópicas acusaciones.
—Verity, cariño —dijo, encogiéndose de hombros—. Necesito meterme en la
cama...
Ella malinterpretó sus palabras.
— ¡Seguro que sí! —espetó—. Eso parece ser lo único que quieres hacer, ¿no?
Divertirte mientras puedas, ¿no, Benedict? ¿Es por eso por lo que no me has
dicho que te ibas? ¿Tienes otra amante esperándote en tu próximo hospital?
Benedict acabó por estallar y dijo lo que no debería haber dicho.
—Todavía no —contestó, dejando la lata sobre la mesa—. La próxima vez voy a
ser más cuidadoso; no quiero liarme con ninguna mujer que crea tener derecho a
interrogarme como si estuviéramos casados o algo....
Verity no se detuvo a pensar. Tomó la lata de cola y se la tiró a la cabeza.
Benedict se agachó instintivamente y la lata golpeó contra la pared, aunque su
contenido se esparció por la habitación, mojando sobre todo a Verity. Lo absurdo
de la situación hizo que Benedict rompiera a reír. Estaba a punto de estrecharla
entre sus brazos y besarla, pero Verity sólo oyó su risa burlona y sólo pudo
pensar en que se iba y que no se lo había dicho.
— ¡Te odio, Benedict Jackson! —gritó, y se oyeron unos enfadados golpes en la
pared del vecino.
Benedict torció la boca en un gesto de enfado y cansancio.
—No grites —advirtió secamente—. Puede que tú hayas dormido tus ocho
horas, pero la mayoría de los que estamos aquí no. Incluyéndome a mí. Y ahora, si
no te importa, estoy muy cansado...
Verity lo miró fijamente, sintiendo que el corazón se le rompía en pedazos y
que lo único que le quedaba era su orgullo.
— Y yo estoy cansada de esta relación —dijo, temblorosa—. Y eso, si es que
alguna vez puede haberse considerado una relación, cosa que dudo.
Se permitió una última mirada a aquellos ojos verdes que tanto le habían
gustado y luego salió de la habitación, sin molestarse en cerrar la puerta a sus
espaldas...
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Verity, sobresaltándola. Miró la hora y vio que eran más de las dos de la mañana.
Había estado sentada mucho rato, mirando al vacío, recordando...
El timbre volvió a sonar.
Fue un timbrazo breve y seco, pero sólo podía ser él. Se levantó con desgana y
fue a abrir.
El aspecto de Benedict la conmocionó. Estaba pálido, tenía el pelo revuelto y
sus ojos verdes estaban casi completamente oscurecidos. Una gota de brillante
sangre, que sin duda procedía de la urgencia que acababa de atender, adornaba
extrañamente su frente.
—Quiero verla —dijo.
—No puedes. Está dormida.
— Quiero verla —repitió Benedict obstinadamente.
Verity suspiró. Tenía vecinos a ambos lados y eran las dos de la mañana.
—Será mejor que pases.
No pudo evitar darse cuenta de cómo rehuyó Benedict su contacto cuando sus
brazos se rozaron, como si le repugnara tocarla. Y tal vez era así... ¿aunque quién
podía culparlo por ello? ¿Acaso había tenido derecho ella a ocultarle todos
aquellos años que tenía una hija?
Benedict permaneció de pie en medio del pequeño cuarto de estar, con el ceño
fruncido.
—¿Dónde está? —preguntó, mirando a su alrededor como si esperara ver a
Sammi en el sofá.
—Sammi está dormida y mañana tiene colegio —dijo Verity en voz baja y
protectora—. Si se despierta en medio de la noche viendo a un completo... — se
mordió el labio al darse cuenta de lo que había estado a punto de decir con tanta
falta de tacto.
—¿Desconocido? —concluyó Benedict mordazmente—. Puede que tenga poca
experiencia en lo que se refiere a los niños, Verity, pero no soy estúpido. No
tengo intención de despertarla y asustarla. Sólo quiero verla — enfatizó cada
palabra de su última frase como si estuviera hablando en otra lengua.
Fue una petición totalmente franca que Verity no pudo ignorar. De hecho,
aquello la animó un poco. Era mejor que Benedict se preocupara y se sintiera
amargado a que se mostrara indiferente.
—Muy bien —asintió, señalando con la cabeza—. Ven conmigo.
La diminuta habitación de Sammi estaba al final del corto pasillo que llevaba al
cuarto de estar. Verity abrió la puerta y entró silenciosamente, seguida de
Benedict. Se inclinó para comprobar que Sammi dormía, estiró innecesariamente
el edredón y luego se apartó de mala gana para que él se acercara.
Benedict permaneció de pie un rato, sin moverse, tan silencioso, que Verity ni
siquiera pudo oír el sonido de su respiración mientras miraba a la niña.
Algo que no pudo descifrar, algún instinto, la impulsó a dejarlo a solas con
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por la que acababa de pasar. Llegó al hospital a los pocos minutos de salir de casa
de Verity y comprobó que la cesárea no sólo era conveniente, sino esencial.
Suspiró. En todas las operaciones había riesgos, y las cesáreas no eran una
excepción. Los peligros de aquella operación en particular eran la anestesia, en
concreto la aspiración del vómito en un paciente no preparado, la hemorragia y la
trombosis o la embolia que podía suceder a ésta, provocando la muerte.
Una edad maternal avanzada implicaba que los peligros se acentuaban, y la
paciente que Benedict había operado tenía treinta y cinco años.
Para cuando logró sacar al bebé, éste registraba un cero en la escala Apgar,
que indicaba el estado de los recién nacidos. Tenía la piel de color azulado por
falta de oxígeno, débil tono muscular y el corazón apenas latía. Lograron que
volviera a respirar y en aquellos momentos estaba en la unidad de cuidados
especiales para recién nacidos. Su vida pendía de un hilo.
Cada segundo que sobreviviera contaba considerablemente. Llegaría hasta la
mañana con un poco de suerte y ayuda del Todopoderoso... dependiendo de que
creyeras o no en Dios. Benedict conocía a muy pocos cirujanos creyentes.
Entretanto, la madre del bebé se encontraba en la unidad de cuidados
intensivos.
Saliendo de sus pensamientos, Benedict se frotó sin éxito la mancha de
sangre.
—¿Te importa si me lavo? —preguntó, volviéndose hacia Verity.
—Por supuesto que no —contestó ella con rapidez, percibiendo su inquietud.
Supuso que la urgencia había sido bastante desagradable—. El baño está junto a
la habitación de Sammi.
—Gracias.
Al cabo de unos segundos, Verity oyó el ruido de los grifos. Resultaba extraño
y falsamente íntimo tener a un hombre allí. Su mano tembló de repente ante la
ironía de que fuera precisamente Benedict. El único hombre con el que había
tenido una relación íntima... En realidad, era triste que nunca se hubiera
recuperado emocionalmente de aquella relación.
El sonido del agua corriendo se interrumpió y, al cabo de un momento, Benedict
volvió a la habitación. Era evidente que también se había humedecido el pelo, y
que, al no tener peine, se había pasado los dedos por él. Siempre había hecho eso,
recordó Verity. Su pelo también solía estar revuelto cuando lo llamaban en medio
de la noche mientras estaban en la cama.
Solía salir de la cama tambaleándose, tratando de vestirse en la oscuridad,
hasta que ella le decía que no se preocupara, que estaba despierta, y observaba
cómo alisaba las oscuras ondas de su pelo con la mano.
Y permanecía despierta esperándolo, por mucho que tardara en operar. Cuando
él volvía a la cama, siempre lo recibía con los brazos abiertos.
Benedict vio la mirada que le dirigía Verity y él también recordó. Pero
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Dudó, sabiendo que debía despertarlo, pero reacia a negarle un descanso que
tan evidentemente necesitaba.
—Benedict —susurró con suavidad.
—Mmm —murmuró él, girando sobre sí mismo ciento ochenta grados y
encarando el respaldo del sofá.
La compasión pudo sobre el sentido común y Verity se acercó a él. «Le quitaré
los zapatos y los calcetines», decidió, «y si sigue dormido, es que se lo merece».
Hizo lo que había decidido, sorprendiéndose ante el impulso que sintió de
deslizar un dedo por su pie desnudo. Luego tomó una manta del armario y la
colocó sobre él con tanta ternura como si se tratara de un paciente.
«Me pondré el despertador a las seis», pensó mientras apagaba la luz. Así
Benedict podría irse antes de que se despertara Sammi.
—Buenas noches, Benedict —murmuró antes de salir, pero él no pudo oírla.
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Benedict se puso rígido al despertar en una cama dura y desconocida, hasta
que se dio cuenta de que no era su cama y de que no había ninguna mujer a su
lado. Y entonces se preguntó si habría enloquecido por completo por no haber
tenido relaciones con ninguna mujer desde hacía más de un año. De hecho, casi
dos.
No. Estaba en un sofá. En el sofá de Verity.
Bajó la mirada y parpadeó, moviendo los dedos de los pies experimentalmente.
Tenía los pies desnudos, y alguien, evidentemente Verity, lo había tapado con una
manta.
Sintió la imperiosa necesidad de darse un baño, afeitarse y tomar un café, por
ese orden. Se sentía hecho un asco, pero al menos había dormido unas horas.
Alzó la muñeca y entrecerró los ojos para comprobar en su reloj que eran las
seis de la mañana. Entonces se dio cuenta de que había una pequeña figura en el
umbral de la puerta.
Parecía una niña sacada de un cuento, toda rosadita y limpia en su camisón, con
un osito colgando de una mano. Lo miró sin ningún temor, como sólo un niño podía
hacerlo.
—¿Quién eres tú? —preguntó, como si estuviera acostumbrada a ver a
hombres desconocidos durmiendo en su casa cada día de la semana.
¿Sería así?, se preguntó Benedict, furioso.
—¿Eres amigo de mamá?
«Sí», pensó el irónicamente. «Supongo que podría decirse eso». Algo lo impulsó
a sentarse en el sofá y alargar las manos hacia la niña. Y, sorprendentemente, ella
se acercó y las agarró, mirando a los verdes ojos de Benedict con evidente
interés. Él supo que nunca podría mentir a aquella dulzura de criatura. «Así que
no vuelvas a preguntármelo», rogó. «Todavía no».
—¿Lo eres? —insistió la niña—. ¿Eres amigo de mamá?
— Sí —contestó Benedict, sin poder evitar sonar indeciso. Puesto de aquella
forma, le hacía sentirse como uno más en una lista de cientos. Y Sammi tampoco
parecía convencida.
—¿Por qué estás durmiendo en nuestro sofá? — preguntó.
—Porque estaba cansado.
La sencilla lógica de aquella respuesta pareció interesar a la niña.
—Mamá no deja que Jamie duerma en el sofá — objetó—. Y él es un amigo.
Benedict sintió que la piel se le helaba. ¿Jamie? ¿Jamie qué? ¡No se referiría a
Jamie Brennan! ¿Mantendría relaciones Verity con su jefe?
—Así que debes de ser un amigo bastante especial —continuó Sammi.
La mención de Jamie Brennan fue la causante; aquello activó la respuesta de
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resaltar aquellas deliciosas curvas con tanta claridad como si llevara puesto un
ligero camisón?
— ¡Qué desastre! —murmuró Verity, bajando la vista, sin saber muy bien si se
refería al suelo o a la situación en que se encontraban.
Benedict sonrió.
—Lo sé. Es como la sangre; siempre hay más cuando se te cae al suelo que la
que contenía la jeringa. ¿Tienes papel de cocina y un recipiente?
No había duda de que era un hombre acostumbrado a dar órdenes. Verity le
dio lo que había pedido y observó cómo se agachaba y recogía el yogur del suelo
mientras ella echaba agua caliente en la tetera.
Entretanto, Sammi observaba a Benedict atentamente, como un antropólogo
habría observado a una tribu recién descubierta.
— ¡Sangre! ¡Puaj! —dijo la niña en tono familiar—. ¿Ves mucha sangre en tu
trabajo?
—Oh, mucha, mucha —contestó él benignamente.
—Mamá nunca habla de la sangre.
—Yo tampoco, normalmente.
—¿Cuándo fuiste mi padre? —Sammi juntó sus delicadas y rubias cejas y
Verity dejó escapar un silencioso gemido mientras observaba cómo trataba de
comprender su hija las complejidades del comportamiento de los mayores.
¡Condenado Benedict!, pensó amargamente mientras le pasaba una taza de té.
—Cómete el desayuno, Sammi —dijo con rapidez—. Hablaremos sobre eso más
tarde. Ahora será mejor que te des prisa, o llegarás tarde a la escuela.
Benedict no sabía mucho sobre las costumbres de los niños, pero había
aprendido lo suficiente de sus hermanas como para saber que las clases de sus
hijos no empezaban tan temprano. Frunció el ceño.
—¿A qué hora empieza el colegio?
—A las nueve. Pero yo entro a trabajar a las siete y media. Hasta esa hora la
dejo a cargo de una niñera — Verity vio que Benedict entrecerraba los ojos, vio
que Sammi adoptaba una actitud beligerante y decidió no permitir que ninguno de
los dos empezara a poner objeciones—. Así que date prisa, Sammi —añadió
rápidamente—, o de lo contrario perderemos el autobús.
Benedict pensó que no había oído bien y volvió a fruncir el ceño.
—¿Autobús? —preguntó, como si Verity hubiera dicho una excentricidad.
Verity supo lo que se avecinaba y decidió resistir. Tenía que dejarle claro que
no podía tomar a la ligera sus decisiones, fueran cuales fueran las circunstancias.
— Sí —contestó con frialdad—. Sammi y yo siempre tomamos el autobús. A ella
le gusta y a mí tam...
—Pero tú siempre protestas cuando llega tarde —interrumpió Sammi, abriendo
los ojos con perplejidad.
—Los coches se estropean a veces y te dejan en la estacada —dijo Verity
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Además, hacerle el amor a Verity podría complicar más aún una situación ya
compleja de por sí.
—Entonces, quedamos mañana —dijo con sequedad, abriendo finalmente la
puerta.
Mientras salía del coche, Verity fue consciente de la decepción que acababa
de sentir. ¿Había deseado de verdad que él la besara? Sí, lo había deseado,
reconoció, decepcionada consigo misma.
—Pero nos veremos en el quirófano, ¿no?
— Sí —confirmó Benedict de mala gana.
Verity percibió su renuencia y se alejó rápidamente bajo la lluvia mientras él la
observaba desde el coche, como hizo el día anterior.
En ese momento salió el sol, transformando las gotas en un caleidoscopio de
colores que formaron un arco contra el cielo gris.
Pero para Benedict, el espectáculo del arco iris era una insignificancia
comparado con el destello amarillo pálido del pelo de Verity.
—¡Maldita sea! —murmuró en alto—. ¡Maldita sea, maldita sea, maldita sea! —y
sacó violentamente las llaves del encendido.
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—¿Te he visto salir del coche del doctor Jackson hace un momento? —
preguntó Julia Morris.
Verity suspiró mientras se sujetaba el pelo en una cola de caballo. Si la
enfermera estudiante Morris dedicara tanta energía y curiosidad a su trabajo en
el quirófano como a las vidas amorosas de los que la rodeaban, llegaría a ser una
magnífica enfermera jefe.
Pero Verity no era de esas personas a las que gustaba dejar patente su rango,
de manera que se limitó a asentir.
— Sí —dijo brevemente, lo que habría bastado para que alguien con un mínimo
de sensibilidad hubiera dejado el tema.
Pero no Julia Morris. Julia estaba en el mismo grupo que Anna Buchan, y no
podía haber dos enfermeras más distintas. Sus ojos brillaban de curiosidad
mientras miraba a Verity.
—¿Vive cerca de tu casa?
Verity cayó en la trampa sin darse cuenta.
—No —contestó, frunciendo el ceño—. Creo que vive en la residencia de
Médicos.
—Oh —los ojos de Julia se abrieron de par en par de pura excitación—. De
manera que ha pasado casualmente cerca de tu apartamento, ¿no?
A esas alturas, a Verity ya no le importaba lo que cotillearan en el hospital.
Tenía cosas más importantes de las que preocuparse que su reputación.
—Exacto —mintió, cruzando disimuladamente los dedos mientras lo hacía.
—¿En serio? —preguntó Julia insolentemente.
Negándose a dejarse liar, Verity sonrió exageradamente y repitió en tono
burlón:
—¿En serio?
—¿Y no le importará al doctor Brennan? —preguntó Julia maliciosamente.
Verity la miró a los ojos.
—¿Y por qué iba a importarle al doctor Brennan?
Fue evidente que aquella no era la reacción que Julia esperaba, de manera que
buscó otro camino.
—La verdad es que es guapísimo, ¿no te parece?
Verity no tuvo más remedio que reconocer la tenacidad de la joven.
—¿Quién? —preguntó inocentemente mientras se ponía los zuecos—. ¿El
doctor Brennan?
Julia frunció el ceño.
— ¡El doctor Jackson! — corrigió—. ¡Y está soltero!
—Entonces te deseo toda la suerte del mundo — dijo Verity tranquilamente, y
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fue recompensada con una atónita expresión por parte de Julia, que después de
aquello permaneció en silencio hasta que se fue a la habitación de descanso.
Lo que dejó a Verity preguntándose qué hacer a continuación. Gracias a
Benedict, había llegado al hospital antes de la hora. Normalmente, todo el equipo
tomaba un café en el cuarto de descanso antes de empezar.
Normalmente.
Pero todo aquello no era normal y Verity no se sentía normal. Sería un infierno
sentarse frente a Benedict simulando que entre ellos no existía aquel secreto.
De manera que no iría. Averiguaría qué lista le tocaba e iría a limpiar el...
— ¡Verity!
Verity se volvió al oír la familiar voz de la enfermera jefe Saunders, que la
miraba con expresión radiante.
—Me alegra ver que tomaste nota de mi pequeña charla de ayer —dijo la
mujer, sonriendo.
Verity parpadeó, confundida.
—¿Charla?
—Sobre llegar al trabajo en él último minuto. Esta mañana has llegado
temprano, con tiempo suficiente para estar perfectamente preparada antes de
empezar. Ven a tomar un cafecito conmigo; Gisela ha asumido su habitual papel
maternal y ha preparado café para todos —dijo, riendo.
—La verdad es que no creo que...
—Aunque esta mañana está especialmente entusiasmada —interrumpió la
enfermera Saunders—. Ayer, Benedict trajo un paquete del mejor café que he
probado en mi vida.
¿Sería una costumbre?, se preguntó Verity. ¿Habría llevado también
chocolates belgas y nueces? Y ella que creía que había sido un detalle muy
especial...
—Creo que no me apetece —dijo, pero la enfermera Saunders negó con la
cabeza con su firmeza habitual.
— ¡Tonterías! ¡No pienso aceptar una negativa por respuesta! —dijo
enfáticamente—. ¡Si estuviera tan delgada como tú, me pasaría comiendo todo el
día! Y probablemente esa sea la causa de que no lo esté —añadió, palmeándose
con un suspiro su amplio estómago—. Y ahora dime, Verity —susurró mientras se
acercaban al cuarto de descanso—. ¿Qué puntuación le das?
Verity parpadeó.
—¿A quién?
—¡Al doctor Jackson!
Verity tardó un momento en comprender que la enfermera jefe lo preguntaba
desde un punto de vista profesional.
—Parece muy concienzudo —contestó con sinceridad—. Rápido y efectivo. Pero
aún no lo he visto en una situación de emergencia, así que no sé cómo reaccionaría
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—pero dudaba que lo hiciera con pánico; los cirujanos no solían llegar a su nivel a
menos que fueran capaces de enfrentarse a las situaciones más horrendas.
Saunders la miró con exasperación.
—¡No me refería a eso!
—¿Ah, no? —preguntó Verity inocentemente.
—¡Me refería a qué puntuación le das como hombre!
Verity sonrió ante la incansable actividad casamentera de la enfermera
Saunders.
— Oh, las enfermeras más jóvenes ya le han dado las calificaciones más altas
—contestó desenfadadamente.
—Supongo que te refieres a Julia Morris —bufó Saunders—. Esa jovencita se
pone a agitar las pestañas en cuanto ve a cualquiera con un cromosoma Y en el
cuerpo. ¡Y habla demasiado! —parpadeó inocentemente antes de añadir—. ¿Has
sabido algo de Jamie?
Verity se preguntó qué pasaría si su vida íntima fuera realmente íntima.
—Llamó hacer un par de noches.
—¿Lo está pasando bien?
—Dijo que Disneylandia es todo lo que se dice y más, y que a Harriet le ha
encantado —también le dijo que la echaba de menos, y que a Sammi le habría
encantado Disneylandia, cosa que Verity no dudó ni por un momento. Le hizo
sentirse un poco culpable el haber negado a Sammi algo que era el sueño de un
niño.
La enfermera Saunders abrió la puerta del cuarto de descanso y Verity se dio
cuenta de que no iba a haber manera de evitar a Benedict sin que todo el
departamento se pusiera a cotillear. De manera que se preparó mentalmente para
reaccionar con calma cuando lo viera.
Benedict estaba hablando por teléfono, gesticulando con una mano mientras
hacía una serie de preguntas. Luego asintió varias veces y colgó el auricular. Al
volverse, vio a Verity.
Sus miradas se encontraron un largo y silencioso momento y Verity se dio
cuenta de que algo fundamental había cambiado entre ellos. Tal vez no hablaran
de su secreto durante las horas de trabajo, pero era un secreto compartido. Y, la
culpara o no Benedict por haberle ocultado la existencia de Sammi, no había duda
de que existía un lazo especial entre ella y el padre de su hija. Y aquel lazo no iba
a desaparecer así como así.
Sirvió dos tazas de café, una para ella y otra para Saunders, y se sentó en una
silla junto a la ventana, tratando de mostrarse interesada cuando Barney Ficher,
uno de los anestesistas, empezó a hablarle de un nuevo restaurante vegetariano
que estaba cerca del hospital.
—Deberíamos ir todos una noche —dijo Barney, empujándose las gafas con un
dedo—. ¿Le parece buena idea, enfermera Saunders?
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Saunders sonrió.
—Id vosotros, los jóvenes. Yo ya estoy demasiado acostumbrada a otras cosas.
Estoy segura de que a Gisela y a Verity les encantará probar las lentejas, o lo que
haya en el menú.
Gisela asintió animadamente y Verity no se molestó en decir nada, ya que
sospechaba que aquella comida nunca llegaría a tener lugar.
—¿Y tú, Benedict? —preguntó Barney—. ¿Te apetece venir, o no te gusta la
comida vegetariana? No sé por qué, pero te imagino comiendo un gran filete.
—Supongo que te refieres a que parece un tipo duro y viril —dijo Julia Morris
efusivamente, ruborizándose al ver el breve pero inconfundible gesto de
irritación con que la miró Benedict.
—Me encanta la comida vegetariana —contestó, mirando a Barney con una
sonrisa—. Cuenta conmigo.
—¡Ooh! ¡Y conmigo! —respondieron a coro dos enfermeras. Verity se levantó y
fue al fregadero a dejar su taza. ¡No quería ver a cada mujer del hospital
apuntándose a aquella comida sólo porque también iba a asistir el atractivo
doctor Jackson!
Justo cuando estaba dejando su taza sonó el teléfono y oyó que Benedict
contestaba. Sus respuestas en monosílabos le hicieron comprender que se
trataba de algo grave. Al cabo de unos segundos, colgó y salió de la habitación.
Verity esperó un par de minutos para irse.
Fue al quirófano en busca de algo que hacer, y al cabo de un rato encontró dos
carritos con restos de polvo en las ruedas. Las limpió concienzudamente antes de
comprobar el instrumental que iba a necesitar para las operaciones de la mañana.
Era un trabajo aburrido pero necesario; y la mantenía ocupada.
Su ánimo se hundió ligeramente cuando entró Julia Morris y dijo:
—Hoy me ha tocado ser tu ayudante ¡Fíjate que suerte tienes, Verity!
Verity se preguntó cómo podía mostrarse tan despreocupada después de
haber sugerido descaradamente que había pasado la noche con el nuevo médico.
Barney asomó la cabeza por la puerta.
—Ya están subiendo al primer paciente. ¿Dónde está el cirujano?
—Aquí —respondió Benedict, entrando en aquel momento en el quirófano.
Verity se sorprendió al ver su expresión.
Supo de inmediato que debía haber recibido malas noticias, menos por la
palidez de su rostro que por la postura decaída de sus hombros. Sintió un
irresistible impulso de acercarse a él, de estrecharlo entre sus brazos y aplacar
la tensión que lo embargaba.
De pronto, olvidó su firme intención de no mezclar su trabajo con su vida
privada. Se apartó del carrito y fue hacia Benedict, sin ni siquiera fijarse en la
mirada que les lanzó Julia Morris.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con suavidad.
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paseaba, éste recordó un verso de un poema que aprendió de joven, Todo bajo el
inmaculado azul del cielo... Entonces se preguntó qué le habría hecho recordar la
romántica historia de Tennyson de Lady of Shalott.
Pero tal vez eso era lo que provocaba el descubrimiento de ser padre. Le hacía
a uno más consciente de su mortalidad, de manera que los sentidos se afinaban.
No recordaba haber vivido el momento como lo estaba haciendo en ese instante.
Miró su sandwich sin entusiasmo.
¿Hasta qué punto estaría dispuesta Verity a compartir a Sammi con él?
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Sammi ya estaba acostada y Verity acaba de cambiarse cuando Benedict llamó
a la puerta.
Echó una última y satisfecha mirada en torno al cuarto de estar antes de ir a
abrir la puerta. De una cosa estaba segura; esa noche Benedict no podría hacer
ningún comentario irónico sobre el estado en que se encontraba la casa. No había
un solo juguete a la vista, ni ningún libro o taza sobre las relucientes superficies
de las mesas.
Verity incluso había tenido tiempo de pasar por el mercado después de
recoger a Sammi para comprar flores. Las había arreglado artísticamente en
floreros de la cristalería color azul que coleccionaba, distribuyéndolos por el
cuarto de estar.
Abrió la puerta y allí estaba Benedict, con expresión seria. En esa ocasión no
llevaba regalos en los brazos.
—Hola —saludo.
—Hola.
—Pasa.
—Gracias.
En cuanto entró, Benedict miró en todas direcciones, ridículamente
decepcionado al no ver a la niña.
—¿Está Sammi acostada?
Verity jugueteó con el anillo de plata que llevaba en el dedo, sintiendo una
punzada al observar la reacción de Benedict.
—Por supuesto. Siempre se acuesta a las siete. Bueno —corrigió con una ligera
sonrisa—, casi siempre. ¿Te apetece un café?
—¿Tienes cerveza?
—Creo que sí.
—Entonces prefiero una cerveza.
Mientras Verity iba a la cocina, Benedict se sentó en una de las sillas y miró a
su alrededor. Le divirtió y enterneció el evidente trabajo que se había tomado
Verity por ordenar y limpiar el piso; apenas parecía el mismo que la noche
anterior. Y las flores eran preciosas.
Verity le llevó una botella de cerveza y un vaso, que él no quiso usar, pero no
estaba preparada para su siguiente pregunta.
—¿Quién te ha comprado las flores?
—Las he comprado yo.
Benedict dio un largo trago a su cerveza directamente de la botella, como si
fuera un vaquero. No apartó los ojos de Verity mientras se pasaba la lengua por
el labio superior para quitar un resto de espuma.
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—Una mujer no tendría por qué comprar sus propias flores —comentó
deliberadamente.
Verity consideró que aquel comentario no venía a cuento. Además de parecerlo,
Benedict actuaba como un vaquero. Y lo último que quería en esos momentos era
sentir que las rodillas se le debilitaban ante tan descarada masculinidad. No
contestó, limitándose a sentarse frente a él y a dar un sorbo a su zumo de
frutas.
—¿Jamie no te compra flores?
—Eso no es asunto tuyo.
—¿No?
—No.
Benedict estaba descubriendo una nueva emoción. Los celos. Sintió que una
oscura nube invadía su mente, y la sensación no le gustó lo más mínimo.
Se produjo un largo silencio hasta que miró a Verity con gesto especialmente
serio, olvidando por completo las flores y a Jamie. Sólo había una cosa
importante, se recordó a sí mismo. Sólo una.
—¿Vas a contármelo? —preguntó.
—¿Cuánto quieres saber?
—Todo. Cuéntamelo todo.
Verity se dio cuenta de que estaban hablando con la misma clase de
sobreentendidos que utilizaría una pareja que llevara años viviendo unida. Y cosas
como aquella podían despertar vanas esperanzas en el corazón de una mujer.
—Es casi imposible saber por dónde empezar... —miró a Benedict
esperanzadamente, pero éste no dijo una palabra. Ya era bastante difícil hablar
sobre algo que había mantenido oculto tantos años como para encima tener que
hacerlo frente al otro protagonista de la historia y con su verde mirada fija en
ella—. Después de que te fuiste del St Thomas seguí haciendo mi vida normal —
dijo, aunque su comportamiento habría ampliado el concepto de normalidad de la
mayoría de la gente. Sin embargo...
No había necesidad de contarle lo mucho que lloró durante muchas noches. O
el hecho de que se había sentido tan desgraciada, que achacó el retraso de su
periodo a su ruptura con él. Pero cuando sus senos empezaron a crecer y a
volverse más sensibles, ya no pudo ocultarse la verdad por más tiempo.
—Entonces descubrí que estaba embarazada.
—Eso debió de ser bastante traumático —Benedict habló casi para sí mismo.
—Sí, supongo que puede decirse algo así.
Benedict dejó la botella de cerveza en la mesa al oír a Verity hablando con
aquella vocecita. Su rostro revivió repentinamente, adquiriendo una expresión
acusadora.
—¿Y por qué diablos no te pusiste en contacto conmigo? ¡Explícamelo! —dijo
acaloradamente.
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pelo cayéndole en torno a la barbilla, parecía tan joven, tan... pura, que era difícil
creer que hubiera dado a luz una niña en unas circunstancias tan difíciles. Su
hija, pensó Benedict.
—¿Y lo sabe alguien en el St Jude?
Verity alzó las cejas interrogadoramente, nada dispuesta a ayudarlo.
—¿Saber exactamente qué?
Benedict percibió el reto que destelló en su mirada y le pareció
irresistiblemente atractivo, pero se reprimió de inmediato. En aquellos
momentos, tenía en la mente cosas mucho más importantes que el sexo.
—Sobre Sammi —contestó.
—Desde luego, no he mantenido oculta a mi hija durante todos estos años.
Ya había dicho de nuevo «mi hija», pensó Benedict. ¿Acaso no se daba cuenta
de lo mucho que le dolía oír aquello?
—Si te refieres a si saben quién es el padre... — continuó Verity,
ruborizándose y bajando la vista al pronunciar aquella palabra—... no. Nadie lo
sabe.
Benedict cerró los ojos y se frotó las sienes, como hacía siempre que se
concentraba en algo. Cuando volvió a abrirlos, se inclinó hacia delante como si
tratara se salvar el profundo abismo de incomprensión que los separaba.
—¿Por qué me lo dijiste, Verity? ¿Por qué ahora, después de tantos años?
Verity eligió sus palabras cuidadosamente. La noche anterior, mientras
Benedict dormía en el sofá, había tenido mucho tiempo para pensar una respuesta
para aquella pregunta.
—Porque te vi —dijo con sencillez, y se mordió el labio.
Benedict esperó, dándose cuenta de que Verity estaba a punto de llorar. Su
instinto lo empujaba a estrecharla entre sus brazos, pero sabía que debía tener
cuidado; los dos se hallaban sumergidos en un torbellino emocional.
—¿Y qué pasó cuando me viste? —preguntó.
—Te parecías tanto a ella. Bueno... en realidad no es una cuestión de parecido.
Es la forma que tenéis de alzar las cejas. Los dos. Eso fue lo que me hizo
comprender. ¡Las cejas! Ahora parece una tontería, pero eso hizo que me diera
cuenta de que estaba moralmente obligada a decírtelo. Parece una tontería... —
repitió impotentemente, rompiendo a llorar.
Benedict se acercó al sofá al instante, tomándola en sus brazos, y Verity apoyó
la cabeza en su hombro de inmediato, como si sólo su hombro pudiera librarla de
la insoportable carga que sentía en su corazón.
Y Benedict sintió como si se partiera en dos mientras la acunaba entre sus
brazos. Nunca se había sentido demasiado afectado por las lágrimas de ninguna
mujer, tal vez porque no había amado a ninguna como ellas lo habían amado a él.
Pero aquellas lágrimas... Dios santo, pensó desesperado, muy afectado por el
dolor de Verity. Aquellas lágrimas eran tan diferentes...
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su firme mandíbula, tan parecida a la de Sammi, e hizo algo que no había hecho
hacía mucho tiempo.
Flirteó con él.
—¿Es eso lo que hiciste? —preguntó con suavidad—. ¿Tratar de ligar conmigo?
La boca de Benedict perdió parte de su dureza; aquel era un juego en el que se
consideraba un maestro. Se inclinó hacia delante.
—Yo tendría más cuidado si fuera tú, Verity — advirtió con suavidad—. Si me
lanzas esas sensuales y veladas invitaciones, es posible que las acepte.
—Benedict... —susurró ella, protestando sin convicción.
Habría sido lo más fácil del mundo tomarla en sus brazos en aquel mismo
instante y besarla. Benedict sabía muy bien cuánto lo deseaba ella. Y lo haría.
Pero todavía no. Aquello era demasiado precario como para ser precipitado por la
pasión. Por primera vez empezó a replantearse las reglas por las que se había
guiado toda su vida. Su respuesta fue un burlón murmullo.
—¿Qué?
Verity tragó, maldiciéndolo, odiándolo, deseándolo. Se sintió indefensa,
expuesta, como si hubiera desnudado su corazón para que él lo viera. Y reconoció
su deseo. Llevaba seis áridos años reprimiendo su sexualidad y sus deseos. Y allí
estaba el hombre que había despertado ambas cosas, el único hombre con el que
se había acostado. Y habían tenido una hija. ¿Acaso estaría mal hacerlo? ¿Estaría
tan mal?
—Ya sabes a qué me refiero —dijo, enfadada, y fue a levantarse, pero él la
detuvo con un decidido gesto de su oscura cabeza.
—Oh, sí, ya lo sé —susurró—. Quieres que te bese.
La frustración de Verity era tan fuerte que dijo lo impensable.
—¿Entonces por qué no lo haces? No voy a impedírtelo —dijo, sin ser
consciente de que el ronco tono de su voz tenía un matiz invitador que a Benedict
le pareció irresistible. Sin pensarlo dos veces, éste se acercó a ella, tomó su
rostro entre sus manos y la miró un largo momento, perdiéndose en el maravilloso
tono aguamarina de sus ojos.
Verity creía que sus sentimientos por él habían desaparecido con los años,
pero en aquel instante descubrió que simplemente habían permanecido dormidos.
¿Corría el peligro de sufrir la misma terrible decepción por segunda vez en su
vida?
Trató de apartarse, pero Benedict la retuvo entre sus brazos, reacio a dejar
pasar la oportunidad de hacer lo que había deseado desde el momento en que la
vio el día anterior.
Bajó la cabeza y la besó, sin prisas, tanteando el terreno, rozando apenas con
su boca la plenitud de sus labios.
Fue tan lento y sin embargo tan completo... Verity sintió que el mundo se
inclinaba sobre su eje mientras él continuaba con su sensual exploración. Dando
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—¡Fórceps! Fórceps, por favor, enfermera ayudante —gruñó Benedict, y,
horrorizada, Verity se dio cuenta de que estaba totalmente distraída.
—Lo... lo siento —balbuceó, entregándole precipitadamente el instrumento.
Se produjo un tenso silencio y Benedict dijo en tono helado:
—Te he pedido unos fórceps, Verity. ¡Esto es un retractor!
— ¡Oh, lo siento! —dijo Verity sin aliento, y le entregó los fórceps, aunque por
la tensa expresión de Benedict cualquiera habría pensado que acababa de
entregarle una bomba de mano.
Un par de ojos verdes la taladraron por encima de su máscara.
—Si tienes otra cosa que hacer, dímelo, por favor —dijo Benedict
sarcásticamente—. De lo contrario, te agradecería que prestaras más atención a
lo que te traes entre manos.
Verity lo miró fijamente mientras colocaba una gasa frente a él. ¡Bestia
sarcástica! Se había comportado como un oso con dolor de cabeza desde aquel
beso en su sofá, cuando decidieron, o más bien él decidió, pasar el día fuera con
ella y con Sammi.
Mañana.
Pero si iba a estar de aquel humor, prefería cancelar la cita.
Aunque no podía cancelarla. No era una cita sujeta a la voluntad de los
participantes en ella. Era una oportunidad para que padre e hija empezaran a
conocerse. Y no era el padre el único que había vuelto loca a Verity toda la
semana. Sammi tampoco se había quedado corta. Cada frase que decía parecía
contener una pregunta o referencia a «mi papá». Había aceptado la idea de que
Benedict era su padre con una facilidad asombrosa.
Verity no pudo dejar de preguntarse si habría cometido un error excluyendo a
Benedict de la vida de la niña todos aquellos años. ¿No debería haberse
comportado con más madurez una vez que pasó el enfado inicial de encontrarlo en
brazos de otra mujer? Pudo haberlo buscado en cualquier otro momento para que
conociera a su hija.
—Succión, por favor, enfermera —dijo Benedict y vio que Barney, el
anestesista, miraba a su enfermera con un gesto expresivo. Pudo interpretar
aquel gesto semidivertido con total precisión. Querían saber por qué estaba de
tan mal humor el cirujano.
Y Benedict podía decirles exactamente por qué. La razón era una increíble
rubia con unos maravillosos ojos color aguamarina y un cuerpo escultural que se
hallaba a escasos centímetros de él, provocando peligrosos cambios a su tensión
arterial.
Además, se había pasado el día evitando mirarlo, y no sabía si eso era bueno o
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malo.
¿Por qué diablos se había comportado como un caballero la otra noche y se
había detenido? ¿Por qué no le había hecho el amor loca y apasionadamente? ¿Por
qué no había dejado su sello en su mente y en su cuerpo para que no volviera a
mirar a otro hombre?
«Serás arrogante», se dijo mientras una sonrisa arrepentida curvaba
imperceptiblemente su boca bajo la máscara.
Cerró el peritoneo pélvico sobre la vulva vaginal, esperó a que la ayudante de
Verity succionara la sangre y empezó a coser.
Suspiró mientras cerraba la capa de músculos. Había sido un caso largo. Un día
largo. Una semana larga.
La mujer que estaba sobre la camilla tenía treinta y dos años y acababa de
someterla a una histerectomía. Una enfermedad venérea mal tratada en su
juventud había afectado a sus órganos reproductores, dejándola estéril. El día
anterior, Benedict se había sentado con ella media hora mientras la mujer
lamentaba sus errores del pasado y se angustiaba ante el futuro. Temía que su
novio la dejara ahora que ya no iba a poder tener hijos.
Terminó de suturar cuidadosamente. Al menos, la mujer tendría una cicatriz
limpia, se dijo, aunque era un consuelo mínimo. La gente en general pensaba que
los cirujanos eran personas frías y sin sentimientos, que consideraban a sus
pacientes trozos de carne a los que debían operar. Como si los cirujanos no
pudieran verse afectados por la tragedia que formaba parte de la vida diaria de
un hospital.
Y la verdad no podía ser más diferente; al menos para Benedict. Nunca veía a
los pacientes exclusivamente en términos de su enfermedad y de la solución
quirúrgica requerida. Veía al paciente como una persona completa; para el no
había otro camino. Esa era una de las razones por las que había escogido la doble
especialidad de obstetricia y ginecología.
Porque cuando trataba el aspecto de la obstetricia, del embarazo, casi siempre
trataba con mujeres jóvenes y saludables. Los casos como el de la otra noche, de
muerte materna, eran muy escasos, afortunadamente. Y Benedict encontraba una
satisfacción ocupándose de los nacimientos de los niños que equilibraba el
aspecto más deprimente de su trabajo.
Cuando la operación concluyó definitivamente, Benedict se quitó los guantes.
—Gracias a todo el mundo —dijo, fijándose en que Verity tenía la cabeza
agachada y simulaba contar el instrumental de la bandeja.
¿Por qué diablos ni siquiera lo miraba?, se preguntó Benedict mientras salía del
quirófano con el tópico estilo arrogante de casi todos los cirujanos.
Verity observó como se iba, odiándolo y deseándolo al mismo tiempo. Temiendo
la cita del día siguiente y a la vez contando los segundos para que llegara. Y
recordando el beso de la otra noche. Se preguntó hasta dónde habría sido capaz
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Porque, antes o después, Benedict encontraría una mujer a la que amar y con la
que vivir, y si seguían teniendo días como aquél, Verity podría acabar
desarrollando una dependencia emocional de él sin ningún futuro.
Pero sus buenas intenciones se fueron al garete más tarde, cuando, después de
nadar, Benedict las llevó al cine. Verity aún estaba sin aliento después de haber
visto a Benedict sin nada más que un breve bañador negro, y más aún después de
la descarada forma en que él la admiró al verla con el bañador rosa que había
elegido en la boutique, aunque con reservas. El corte en la ingle era demasiado
alto como para resultar decente, pero también era el único que había en la tienda
de su tamaño.
—¿Ha visto Bambi ya? —preguntó Benedict mientras miraban la cartelera del
enorme complejo de cines al que habían ido.
—No. Tenemos el libro.
—¿Crees que le gustará?
—Creo que le encantará —pero Verity no estaba segura sobre sí misma.
Recordaba haber llorado mucho la última vez que la vio... ¡hacía quince años!
En la oscuridad del cine, trató de comer inútilmente las palomitas que había
comprado Benedict, pero se encontró sorbiendo por la nariz en más de una
ocasión y, cuando llegó la parte de la muerte de la madre de Bambi, pensó en
Kathy, Jamie y Harriet y en todo y empezó a soltar un reguero de lágrimas.
Benedict no hizo nada, excepto pasarle silenciosamente un pañuelo que Verity
agradeció.
Para cuando terminó la película había logrado recuperar la compostura, aunque
cuando las luces de la sala se encendieron le pareció ver un sospechoso brillo en
los ojos de Benedict y lo miró con curiosidad.
—Disney era un maestro manipulando a la audiencia —dijo él lacónicamente.
Verity ocultó una sonrisa.
—¡Cínico! —respondió.
Tomaron un taxi de vuelta a la casa de Verity y Benedict miró su reloj. Sólo
eran las siete y Sammi se había quedado dormida en su regazo. Su corazón latió
de placer cuando apartó un rizo de la mejilla de su hija. ¿Sería siempre tan fácil
quererla? ¿Tan sencillo?
Miró de reojo a Verity, que observaba la ciudad por la ventanilla del coche.
Cuando llegaran, la invitaría a cenar fuera, y si no podía conseguir una canguro
para la niña, encargaría algo de cenar en su casa. Se sentía tan nervioso y
excitado como un adolescente en su primera cita.
Tras pagar el taxi, Benedict llevó a Sammi hasta la casa en brazos y esperó en
el cuarto de estar mientras Verity le ponía el pijama y la acostaba.
— ¡Uf! —dijo ella al volver—. ¡Menuda batalla! Me temo que he tenido que
meter en la cama a Sammi sin que se limpiara los dientes, y con todo el azúcar
que ha tomado hoy en el cine...
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—Gracias —Jamie hizo una pausa, como si estuviera a punto de decir algo más,
pero cuando habló, sólo dijo—: Hasta pronto.
—Adiós —respondió Verity pensativamente. Tras colgar el auricular, se volvió
hacia Benedict y vio que éste la miraba con expresión helada.
—Será mejor que me vaya —dijo bruscamente.
—Oh —Verity trató de no mostrar su decepción—. ¿No quieres quedarte a
beber algo? ¿O a cenar?
Benedict negó con la cabeza, tratando de ahogar la oscura marejada de celos
que recorría sus venas como una droga prohibida.
—No, gracias —agarró su chaqueta del respaldo de la silla—. Estoy escribiendo
un artículo para el Lancet y voy retrasado.
—Ha sido un día precioso, Benedict...
Benedict apenas pudo soportar recibir las formales declaraciones de gratitud
de Verity mientras lo más probable era que estuviera pensando en qué ponerse
para recibir a Jamie en el aeropuerto.
—Sí —replicó en tono igualmente formal—. Lo he pasado muy bien, y espero
que Sammi también. Hablaremos durante la próxima semana para volver a salir
con ella. Puede que se sienta lo suficientemente relajada como para venir sola
conmigo; así tendrás un poco de tiempo libre. Si te parece bien.
Verity asintió, pero tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener una
expresión serena. Esperaba que Benedict quisiera salir a solas con Sammi, pero
no tan pronto.
—Por supuesto —dijo, animadamente.
—Bien. Buenas noches —Benedict giró sobre sus talones y salió del piso sin
volver la vista atrás.
Consternada, Verity observó cómo se alejaba.
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El quirófano estaba abarrotado y en él reinaba una gran tensión. La operación
conocida como histerectomía Werheim era lo suficientemente poco habitual
como para llamar la atención de varios miembros del hospital, que aprenderían
mucho más viéndola en persona que leyendo sobre ella en los libros y revistas
especializadas. Por tanto, había varios médicos residentes y unos cuantos
estudiantes presentes.
El hecho de que la paciente trabajara en el hospital y fuera apreciada por
todos hacía que las circunstancias resultaran especialmente conmovedoras.
Verity se sentía nerviosa cuando comenzó a lavarse y cerró los ojos para hacer
algo que casi nunca hacía antes de una operación.
Rezó.
Cuando abrió los ojos, vio a Benedict a su lado, serio y concentrado. El asintió
comprensivamente al ver que la mirada de Verity carecía de su habitual brillo.
—Lo haré lo mejor que pueda —prometió, deseando haber tenido el suficiente
sentido común para no haber dejado a Verity cuando lo hizo.
—Sé que lo harás.
Ethel ya estaba lista en la camilla cuando Benedict entró en el quirófano. Los
estudiantes e internos presentes se apartaron para dejarle pasar a la vez que se
producía un intenso silencio.
Verity le alcanzó una gasa para limpiar la zona en la que iba a cortar, y,
mientras agarraba el bisturí, Benedict se dirigió a los asistentes.
—Estoy seguro de que todos saben que ésta es una operación mucho más
extensa que una histerectomía completa. Es mucho más difícil, lleva más tiempo y
los porcentajes de mortalidad son mucho más altos —se produjo un tenso silencio
cuando hizo la primera incisión —. ¿Alguna idea de por qué?
—La disección de la pelvis es muy ancha —contestó Ted Lyons, el interno—. La
paciente puede perder mucha sangre; debido a ello, las complicaciones posibles
son la conmoción, hemorragia y fístula.
—Esperemos evitar las tres cosas —dijo Benedict mientras cortaba la primera
capa del abdomen.
Verity sólo había asistido a una operación como aquélla, con Jamie como
cirujano. Ambos hombres eran grandes especialistas, aunque sus técnicas fueran
muy distintas. Benedict tenía la brillantez instintiva del cirujano nato, y su toma
de decisiones a menudo podía resultar excéntrica a ojos de un novato; pero casi
nunca se equivocaba, si es que alguna vez lo había hecho. Era uno de esos
cirujanos que operaba por el tacto tanto como por la vista.
Jamie, por su parte, era más pausado, aunque también sabía recurrir a su
instinto cuando era necesario. Ningún buen cirujano podía salir adelante si no
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sabía correr riesgos cuando era necesario. La diferencia era que Benedict
disfrutaba corriendo riesgos, y sin embargo, Jamie prefería pasar sin ellos.
Los minutos transcurrieron lentamente. Benedict estaba malhumorado; Verity
nunca lo había visto así. Le gritó dos veces. Una por alcanzarle las pinzas
incorrectas. Sólo que no eran las pinzas incorrectas. Eran las que habría utilizado
normalmente. Pero ese día quería unas pinzas que Verity ni siquiera sabía si
tendrían, y envió rápidamente a buscarlas a Anna Buchan, su ayudante.
—¡Y dése prisa! —gritó Benedict.
Verity miró el reloj. Eran casi las cinco en punto. Debería haber terminado de
trabajar hacía media hora, y si no se iba pronto, no llegaría a tiempo al
aeropuerto a recoger a Jamie.
Mientras esperaban a Anna, Benedict vio que Verity miraba el reloj y estuvo a
punto de estallar.
—Si tiene que ir a algún otro sitio, enfermera — dijo fríamente—, haga el
favor de buscar a alguien que la sustituya de inmediato. ¡Prefiero contar con una
enfermera menos experimentada a mi lado que con alguien que sólo se concentra
a medias en su trabajo!
Verity no se lo tomó personalmente. Sabía la tensión a la que estaba sometido
Benedict.
—No será necesario, doctor Jackson —contestó con calma—. Me quedaré
hasta que acabe. Enfermera Morris —dijo, volviéndose de mala gana y pensando
que era absolutamente típico que tuviera que darle aquel recado a la mayor cotilla
del hospital.
—¿Sí, enfermera?
—¿Puede hacer que alguien llame a la terminal de llegadas internacionales de
Heathrow y deje un mensaje diciendo que Verity Summers no podrá ir a recoger
a Jamie Brennan y que se disculpa por ello?
—¡Sí, enfermera! —contestó Julia Morris con expresión ansiosa.
Benedict se obligó a desconectar de lo que estaba diciendo Verity, aunque su
frente se llenó de pequeñas gotas de sudor, hasta que una enfermera tuvo la
amabilidad de secárselas. Aquella operación ya era bastante complicada como
para encima permitir que sus sentimientos lo distrajeran.
Anna volvió con las pinzas requeridas y todos los presentes dejaron escapar un
suspiro colectivo de alivio.
Para las seis y media, Benedict ya estaba terminando de coser, y la operación
parecía haber transcurrido sin problemas, pero cuando una de las enfermeras
volvió a tratar de secarle el sudor de la frente, negó impacientemente con la
cabeza.
—Aún no estamos pisando terreno firme —dijo—. Pueden pasar días o semanas
antes de que podamos decir con certeza que no se han producido daños debido a
una interferencia con el aporte de sangre al uréter. Además, esta mujer tendrá
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Cuando Jamie llegó, Verity se las había arreglado para recuperar la
compostura tras la marcha de Benedict. Se lavó la cara, se cambió de vestido y
cepilló su pelo hasta que relució. Porque no habría sido justo caer histérica en
brazos de Jamie después del largo viaje que éste acababa de realizar.
Cuando abrió la puerta, le llevó unos segundos reconocer que era Jamie
Brennan el que estaba ante ella. Sólo habían pasado quince días, pero por un
momento se sintió como si estuviera frente a un desconocido.
Para empezar, Jamie estaba ligeramente moreno y ese color realzaba el azul
de sus ojos. Y también se había cortado el pelo. Algún peluquero californiano
había decidido dejárselo más corto de lo habitual, y lo cierto era que le quedaba
bien.
También era evidente que había estado de compras, porque llevaba un traje
que Verity no reconocía. Ella era bastante experta en moda, ya que se hacía su
propia ropa, y de un vistazo supo que el traje era de alguno de los mejores
diseñadores del mundo.
En conjunto, Jamie tenía un aspecto sensacional.
—Hola —saludó él tranquilamente, sintiendo que el enfado que empezaba a
acumularse en la boca de su estómago empezaba a disiparse al ver a Verity.
Estaba muy pálida, tanto que parecía transparente, como si por sus venas no
circulara sangre, sino alguna solución transparente; probablemente lágrimas,
pensó. Llevaba un vestido corto de color verde que ya conocía, y que normalmente
hacía resaltar el tono de sus ojos, pero era evidente que esa noche estaban rojos
debido al llanto.
Y si Benedict Jackson hubiera aparecido en ese momento, Jamie, que no era un
hombre dado a la violencia, supo que lo habría golpeado.
—Hola —replicó Verity, sintiendo una insoportable y repentina tristeza.
Jamie la miró un largo momento y luego asintió imperceptiblemente,
murmurando algo que sonó como un «sí». Sus ojos parecían sorprendentemente
azules, pero les faltaba algo, y Verity no estaba segura de qué era mientras él
decía:
—¿No vas a invitarme a pasar?
La siguió al interior, mirando a su alrededor en busca de señales de lo que más
temía, pero no vio ninguna. De manera que Benedict no se había trasladado,
pensó. Todavía no.
—¿Quieres que prepare algo de beber? —preguntó Verity con voz insegura.
Jamie asintió.
—Creo que sí, pero tengo una idea mejor. Yo me encargo de preparar la bebida.
Tú siéntate antes de que te desmorones.
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en la reacción de Jamie.
—No pareces sorprendido —comentó.
Jamie se encogió de hombros.
—A estas alturas hay muy pocas cosas que me sorprendan.
—Pero hay algo más, ¿no, Jamie? ¿Es...?
—¡No! —Jamie interrumpió a Verity con una brusquedad inesperada. Jamás le
había alzado la voz y, sin embargo, en aquellos momentos parecía estar haciendo
un gran esfuerzo por contener su rabia—. Antes de que me preguntes nada, deja
que yo te pregunte algo a ti, Verity. ¿Lo amas?
Verity no dudó, aunque a Jamie le habría gustado que al menos hubiera
simulado cierta duda.
—Sí. Pero él no me ama a mí.
—¿No? —preguntó Jamie reflexivamente —. ¿Estás segura?
Verity lo miró con suspicacia. Jamie solía ser bastante imperturbable, pero no
tanto.
—¿Lo sabías? —preguntó.
—¿A qué te refieres con exactitud, Verity?
—Lo de Benedict. Que era el padre de Sammi.
Jamie se arriesgó a que lo odiara, pero era un riesgo que debía correr, pues,
por encima de todo, era un hombre honesto.
—Sí —vio que Verity abría los ojos de par en par y dejó su vaso junto al de ella
en la mesa—. Lo descubrí hace meses. De hecho, el año pasado, íbamos a patinar.
¿Te acuerdas? Y olvidamos el sombrerito de Sammi. Me pediste que volviera al
piso a por él. Dijiste que lo habías dejado encima de la cómoda —Jamie hizo una
pausa antes de continuar—. Encontré el sombrero, pero habías dejado el cajón
superior de la cómoda abierto y dentro vi el vaciado en plata que habías
encargado del primer zapatito de Sammi. Supongo que fue algo sentimental por
mi parte, pero lo saqué porque Kathy había hecho uno igual para Harriet —sus
brillantes ojos azules parecían apesadumbrados —. Y vi la foto debajo.
Verity lo miró un momento y luego asintió comprensivamente.
—De Benedict —dijo con lentitud.
—De Benedict —asintió Jamie.
Era la única foto que Verity guardaba de él, con su morena cabeza echada
hacia atrás mientras reía, sacada en una dorada tarde durante su aventura. La
guardó como uno de sus tesoros más preciados, con la intención de mostrarle un
día a Sammi la foto de su padre.
Jamie sonrió con tristeza.
—No necesité un detective para deducir que Benedict Jackson era el padre de
Sammi.
—¿Lo conocías? —preguntó Verity de inmediato—. Profesionalmente, quiero
decir.
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—No como yo habría querido —sonrió con tristeza—. Y, por supuesto, esperaba
que descubrieras que ya no amabas a Benedict.
Verity lo miró fijamente.
—Te arriesgaste mucho —dijo con lentitud.
Jamie se encogió de hombros.
—Soy cirujano. En este negocio hay que correr riesgos. A veces se gana; a
veces se pierde. Aunque nunca fuiste realmente mía como para perderte...
Siempre has estado enamorada de Benedict.
—¡Pero no quiero estar enamorada de él! —gimió Verity con impotencia—.
¡Quiero quererte a ti!
Jamie rió, sinceramente conmovido.
—Es una pena que en el amor no se pueda elegir. Lo importante es que decidas
lo que vas a hacer al respecto.
Verity se pasó las manos distraídamente por el pelo.
— Ya te lo he dicho. No tiene sentido hacer nada. Él no me quiere...
—No dejas de decir eso —interrumpió Jamie, incapaz de imaginar que alguien
no pudiera amar a aquella dulce y cálida criatura—, ¿pero le has preguntado lo
que siente por ti?
—¡Por supuesto que no se lo he preguntado!
—Llega un momento en que uno debe olvidar el pasado —dijo Jamie
pacientemente—. De lo contrario, no es posible avanzar. Deja de pensar en lo que
Benedict o tú hicisteis en el pasado. Piensa en el presente. En cómo es él contigo.
Y en Sammi. Si no le das una oportunidad a Benedict, nunca abandonarás tu torre
de marfil. Y puede resultar muy solitario estar ahí arriba —Jamie se levantó—. Y
ahora me voy.
Verity lo miró como si lo hiciera por última vez. Algunas mujeres habrían hecho
cualquier cosa por retener a Jamie Brennan, pero ella lo respetaba demasiado
como para mentirle. Y no lo amaba; no como él se merecía.
Pero sí amaba a Benedict Jackson, y no sabía con certeza lo que él sentía por
ella.
Permaneció un rato sentada tras la marcha de Jamie. Finalmente, descolgó con
decisión el teléfono y marcó el número de la canguro.
Ya era hora de empezar a correr algunos riesgos.
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Benedict terminó de repasar el artículo que acababa de concluir, asintió con la
cabeza y lo dejó sobre la mesa para enviarlo por correo al día siguiente. Miró por
la ventana, reprimiendo un bostezo. El cielo aún conservaba el tono ligeramente
azulado amarillento del atardecer.
No se sentía bien después de su riña con Verity, y quedarse allí sentado sólo le
iba a servir para pensar en lo que estaría pasando entre ella y Jamie Brennan.
Hacía un agradable atardecer primaveral; debía salir a dar un paseo parar tratar
de olvidarla.
Acababa de ponerse el jersey color esmeralda que le había regalado su
hermana favorita porque decía que hacía juego con sus ojos, cuando oyó que
llamaban a la puerta.
La abrió y allí estaba Verity, pálida y con los ojos más grandes que nunca.
Benedict examinó su boca atentamente. No parecía roja y brillante, como si
Brennan hubiera pasado el último par de horas besándola. Dejó escapar un
suspiro de alivio. Reprimió el impulso de hacerlo él mismo, en aquel instante. En
lugar de ello, alzó una ceja con expresión poco amistosa.
—¿Qué puedo hacer por ti, Verity?
Verity trató de sonreír, pensando que el inicio no parecía muy prometedor.
—¿Puedo pasar?
—¿Para qué?
Verity estaba a punto de darse la vuelta e irse cuando pensó en torres de
marfil y en correr riesgos.
—Para hablar, por supuesto.
Benedict abrió del todo la puerta, haciendo un gesto para que pasara.
—¿Cómo has venido? —preguntó tras cerrar—. ¿Has traído el coche de tu
novio?
—He venido en taxi —contestó Verity con firmeza, pero enseguida sintió que
le abandonaba el valor y se preguntó qué hacía en la habitación de un hombre que
la miraba como si quisiera estrangularla.
Benedict sintió que en su corazón prendía una leve esperanza, pero desconfió
de ello. Porque era muy consciente de lo que había encontrado en Verity y en
Sammi y no podía enfrentarse a la idea de perderlas.
Tal vez tuviera que hacerse a la idea de perder a Verity, pero no a Sammi. Si
Verity iba a casarse con Jamie Brennan, tendría que aceptarlo. Tal vez no le
gustara, pero era la forma civilizada de hacer las cosas.
Verity respiró hondo.
—Quiero que sepas que no hay nada entre Jamie y yo.
—¿Y? —preguntó Benedict, aunque su corazón se puso a latir aceleradamente.
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Verity metió los pies en los zapatos de cuero color crema y se dejó caer en un
sillón frente al espejo, agotada.
—¡No te sientes, mami! —protestó una vocecita, y Verity se volvió para mirar a
Sammi, resplandeciente en su traje de tafetán color crema y con una preciosa
corona de rosas en lo alto de sus dorados rizos, que ya le llegaban a media cintura
—. ¡Sabes que tía Sarah ha dicho que no debes arrugar tu vestido!
—¿Qué ha dicho tía Sarah? —preguntó una voz desde la puerta y la hermana
menor de Benedict entró en la habitación con un precioso traje esmeralda. A los
veinticuatro años, era un auténtico cúmulo de energía... ¡incluso superaba a
Sammi!
—¡Mamá está arrugando su vestido! —protestó la niña.
—Tranquila, cariño; vete a dar la lata a tu padre —dijo la tía, dando un
indulgente beso en la cabeza a Sammi—. Está en la habitación contigua,
maldiciendo a una pobre e inocente pajarita.
—¡Papá no puede maldecir! —dijo Sammi con evidente alegría, y las dos
mujeres rompieron a reír.
En cuanto la niña desapareció, Verity miró a Sarah en el espejo.
—¿Qué tal va?
—Va mejorando. Tu padre ha aceptado finalmente una bebida...
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traje de boda de seda, que había insistido en confeccionar ella misma—. Ni esto
—añadió, inclinando la cabeza para besarla.
—Benedict... —susurró ella cuando por fin se separaron para tomar aire.
—Te quiero, Verity —dijo Benedict—. ¿Me crees ahora?
—Mmm —Verity lo creyó después de que le hiciera el amor en la estrecha cama
de su habitación en el anochecer más bello de mayo que podía recordar, la misma
noche en que él lloró al saber que no había habido ningún otro hombre para ella
durante aquellos años. Entonces lamentó parte de su pasado, pero no podía hacer
nada por cambiarlo, y los dos hicieron la solemne promesa de olvidar el pasado—.
Por eso he accedido a casarme contigo — murmuró—. Por amor.
—¿En serio? —preguntó él con suavidad, y Verity se ruborizó levemente
cuando agarró un sobre que se hallaba sobre la cómoda y se lo entregó.
—Es de Jamie —explicó—. Le escribí para decirle que nos íbamos a casar.
—Dime lo que dice.
—¿No quieres leerlo tú mismo? —preguntó Verity, sorprendida, y él negó con la
cabeza.
—Confío en ti, cariño. Y también confío en Jamie Brennan. ¿Qué dice?
—Sólo que va a dejar el St Jude. Siente que ha llegado el momento de
renovarse. Le han ofrecido la posibilidad de dirigir un equipo de investigación en
el hospital de Southbury y va a aceptar. Está muy ilusionado y piensa que es un
lugar muy agradable para que crezca Harriet.
—Lo es.
—Al parecer, un amigo suyo trabaja allí, así que al menos conoce a alguien. Un
tal Leander le Saux.
—He oído hablar de él —dijo Benedict—. Es un pediatra de buena reputación. Y
ahora... —dijo, alzando con la mano la barbilla de Verity para mirarla a los ojos—...
ibas a decirme...
—¿Qué?
—La verdadera razón por la que has aceptado casarte conmigo.
—Primero, porque te quiero —dijo Verity, poniéndose de puntillas para besarlo.
—¿Y segundo?
Verity miró a los ojos del hombre al que adoraba más y más cada día que
pasaba a su lado.
—La respuesta llegará más o menos en navidades —dijo, y al ver que los bordes
de los ojos de Benedict se arrugaban ligeramente debido a una traviesa sonrisa,
exclamó—: ¡Benedict Jackson! ¡Lo sabías! ¡Traidor! ¡Lo sabías!
Abajo, metiéndose un sandwich de salmón ahumado en la boca, Sarah alzó los
ojos al cielo mientras oía unos gritos apagados y luego el largo silencio que los
siguió.
—¡Dios mío! —dijo resignadamente—. ¡Ya han empezado otra vez!
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Fin
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