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Una mañana despertó con un nuevo deseo sobre sus ojos: sentir el sol
radiante que estaba fuera de su palacio.
Por primera vez la princesa dejó su palacio de oro en el que tenía todo lo
que deseara menos el sol radiante de aquella mañana.
Sin dejar huellas por el camino de piedras grises llegó a una pequeña casa.
En la puerta había una mujer que barría. Tenía una sonrisa radiante como
el sol que la princesa había salido a buscar.
-Porque tengo el tesoro más preciado -contestó la joven sin dejar de barrer
La joven que barría entró a la casa y salió con una caja pequeña como la
casa en la que vivía.
La joven que dejó de barrer para satisfacer a una princesa que tenía todo lo
que deseara contestó:
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Itziar
Itziar bordaba deseos con manos de hada. Letras de oro salían de su aguja
y la aguja escribía paciente sobre el paño blanco.
Los ojos de Itziar habían visto tantas primaveras que ya no podía contarlas.
Pero su rostro era suave y sus pequeñas alas nervadas se agitaban presurosas
en la espalda.
Una nueva princesa había nacido, por eso tres deseos debían ser bordados.
Itziar miró hacia un costado los vestidos pomposos que debía ponerse para
estas ocasiones. Ella amaba andar descalza y vestirse con enredaderas
florecidas.
-¿Qué haces Itziar?-la regañaba el gran roble- eres un hada madrina- debes
estar bordando deseos de princesas.
-¿Por qué, padre, los deseos son solo para ellas?-Itziar preguntaba una y
otra vez y la respuesta volvía a repetirse.
-Eres un hada madrina, Itziar, naciste para dar y obedecer-el gran roble
explicaba con paciencia de padre. La hija tenía sus ojos verdes, su corazón de
sabia pero había nacido con la marca de la desobediencia.
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Itziar, cuyo corazón había visto tantas primaveras que no podía contarlas y
su rostro era suave, deseaba con el corazón agitado, tan agitado como sus
presurosas alas nervadas.
El hada esta vez enhebró la aguja con hebras de su cabello negro y dibujó
letras. Las letras se volvieron palabras y las palabras, deseos.
Itziar ya había volado presurosa hacia los sembrados. Sabía cuál era el
precio de la desobediencia. Ya sentía las alas marchitarse en su espalda.
Quería ver los trigales antes de morir. Se acostó sobre el dorado de las
espigas, cerró los ojos y deseó con el último aleteo de su corazón.
Despertó cuando una mano áspera rozó su mejilla. Abrió los ojos y sobre
el cielo de la mañana se recortó la figura de un hombre.
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-¿Por qué estás aquí? ¿Quién eres?- Itziar reconoció al sembrador, tomó la
mano que le extendía y apoyó sus plantas en la tierra húmeda. Se irguió y su
mirada se extendió más allá de los sembrados, los palacios y el bosque.
-Itziar…-respondió al sembrador y
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LA NINFA
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-Fue verdad que los arces bajaron sus ramas. Fue verdad que los ciervos
borraron su rastro. Fue verdad que el viento apagó su aroma y el dios la
alcanzó junto el río.
Lo que se calla, lo que no se dice, fue que el Padre Río busco su margen y por
primera vez caminó sobre la tierra.
-No me importa que seas un dios -dijo-, Jamás te dejaré tocarla.
Y mientras la ninfa escapaba, Apolo sorprendido se detuvo.
Vio cómo sus pies, que pisaban lo que querían, se anclaban en raíces .
Vio cómo sus manos, que tomaban lo que deseaban, eran ramas. Cuando el
horror llegó a su boca, la corteza del árbol guardó ese grito en las
profundidades de la sabia.
El Padre Río ya no pudo volver sobre sus pasos. Pagaría el precio de la
desobediencia. Con el último aliento vio a su hija perderse en el bosque.
Dafne, agradecida, revuelve la olla una vez más y mira a su hija que ha nacido
libre como ella.
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Filtros de amor (Para Adela que habitó la casa de Bernarda Alba )
Sobre las serpentinas se dibuja una joven. Un antifaz gobierna su rostro y una
mirada, quizás sombría, se asoma al mundo de los hombres.
Oculta sus manos tras un vestido de contornos negros, pero la falda crece en
un mar de semillas, raíces y flores blancas.
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-Déjalo secar, muélelo en un mortero y sóplalo a los cuatro vientos de la
mañana.
La gitana de magia blanca regala filtros de amor a quien los pida y a quien los
merezca. Con cada paso mueve su vestido de jazmines.
Ella es la dueña del amor, conoce sus secretos pero nunca los ha probado.
El hombre la mira. Lleva una manzana roja. Briseida sabe que no debe
tocarla. El hombre muerde la fruta y se la ofrece, entonces un viento extraño
mueve la falda de jazmines y el perfume la embriaga.
-Te amo Briseida, desde la primera vez que te vi con tu vestido verde
comiendo sandías junto al río.
El hombre le saca el antifaz. La gitana elige, deja caer su mano que él recibe
y caminan con la noche.
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SAN SU
-Aunque sea.
-Aunque sea.
-Aunque sea
El padre coloca sobre la falda de San Su una red y en su cuello, otro aro.
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-Así el feroz tigre no te hará daño -repiten los mangos y guayabas.
El tiempo cambia los colores del vestido y pone collares en San Su.
Por la suerte.
Por el daño.
-Ahora borda San Su y pronto serás deseada por un hombre –la voz de su
padre ordena y promete.
Han dejado la selva atrás y cuando abre los ojos la sabana se extiende.
El Gran elefante se ha ido. Logra pararse con dificultad pero no por los
collares. Pronto se siente libre y ahora sus pasos son ágiles, ahora es como
ellas.
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Velenia
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El viento del Norte peina la melena enmarañada.
El viento del Sur la adorna con alas.
Bajo el techo el herrero descarga otra vez el martillo. Pero ni el rumor de las
llamas ni el golpe del yunque pueden callarla. El herrero descansa su brazo.
Levanta la vista y extrañado escucha la tormenta.
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Amanece
Ella había sabido escuchar las historias que se contaban en el Kavir. Las
llevaban por el gran desierto salado los camelleros, los lobos y lagartos.
En el palacio cuando vio los azulejos vidriados de las terrazas, recordó los
pantanos de sal que parecían mosaicos en la tierra y las historias.
Ella había sabido escuchar las historias que se contaban en el mercado. Las
llevaban los encantadores de serpientes, los mendigos y los vendedores de
cúrcuma.
Camino a las habitaciones del rey, atravesó la apadana. Las columnas hacia
el techo dibujaban hojas .El palacio era un bosque de mármol.
Ella había sabido escuchar las historias que se contaban en los montes
zagros. Las llevaban los fresnos, los olmos y los robles.
Su majestad le tendió el ritón. Ella probó por primera vez el vino en el cuerno
enjoyado. Sobre una bandeja un pan de azúcar dulcificaba la vida de la
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pareja. Una aguja con siete hilos prometía una suegra callada y las flores
frescas simbolizaban una hermosa vida en común.
Ella sabía que nada de eso había servido ni serviría, por eso pidió al rey
despedirse de la hermana. El monarca, para complacerla, mandó a llamar a
Dinarsad.
Fuera del palacio, los habitantes el desierto, de los mercados y los bosques
se sorprendieron cuando la luna apareció. Se preguntaron por qué los había
abandonado 1001 noches.
La Luna volvió a ser luna y solo cerró los ojos cuando clareaba. Ya no bajaría
otra noche a la tierra. Ya no se sentaría junto a Dinarzad y el monarca. Ya no
contaría historias en el palacio de los hombres, porque al amanecer, ninguna
mujer moriría.
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