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AMANECE

UNA PRINCESA (Inspirado en un relato tradicional)

Una princesa vivía en un palacio al que se llegaba por un camino de piedras


grises. El palacio era de oro y había en él todo lo que ella deseara.

Una mañana despertó con un nuevo deseo sobre sus ojos: sentir el sol
radiante que estaba fuera de su palacio.

Por primera vez la princesa dejó su palacio de oro en el que tenía todo lo
que deseara menos el sol radiante de aquella mañana.

Sin dejar huellas por el camino de piedras grises llegó a una pequeña casa.

En la puerta había una mujer que barría. Tenía una sonrisa radiante como
el sol que la princesa había salido a buscar.

-Muchacha, dime, ¿Por qué eres tan feliz?

-Porque tengo el tesoro más preciado -contestó la joven sin dejar de barrer

-Muéstramelo -ordenó la princesa, acostumbrada a vivir en un palacio.

La joven que barría entró a la casa y salió con una caja pequeña como la
casa en la que vivía.

-¿Qué puedes tener allí? -la princesa preguntó desafiante.

La joven que dejó de barrer para satisfacer a una princesa que tenía todo lo
que deseara contestó:

-Tengo el gesto de un hombre bueno que pasó por aquí.

La princesa calló. Pensó en su palacio de oro en el que tenía todo lo que


deseara y supo que nunca encontraría un tesoro semejante.

La princesa volvió por el camino de piedras grises sin dejar huellas.

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Itziar

En un reino lejano, en la profunda soledad del bosque y del tiempo, Itziar


bordaba.

No bordaba con hilos plateados, ni con hebras azules, rojas o verdes.

No bordaba como una princesa encerrada en lo alto de una torre, ni como


una campesina junto al fuego.

Itziar bordaba deseos con manos de hada. Letras de oro salían de su aguja
y la aguja escribía paciente sobre el paño blanco.

Los ojos de Itziar habían visto tantas primaveras que ya no podía contarlas.
Pero su rostro era suave y sus pequeñas alas nervadas se agitaban presurosas
en la espalda.

Una nueva princesa había nacido, por eso tres deseos debían ser bordados.

Itziar miró hacia un costado los vestidos pomposos que debía ponerse para
estas ocasiones. Ella amaba andar descalza y vestirse con enredaderas
florecidas.

-¿Qué haces Itziar?-la regañaba el gran roble- eres un hada madrina- debes
estar bordando deseos de princesas.

-¿Por qué, padre, los deseos son solo para ellas?-Itziar preguntaba una y
otra vez y la respuesta volvía a repetirse.

-Eres un hada madrina, Itziar, naciste para dar y obedecer-el gran roble
explicaba con paciencia de padre. La hija tenía sus ojos verdes, su corazón de
sabia pero había nacido con la marca de la desobediencia.

-Pero padre… yo deseo

-Cuidado Itziar…Tú no puedes desear, recuérdalo.

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Itziar, cuyo corazón había visto tantas primaveras que no podía contarlas y
su rostro era suave, deseaba con el corazón agitado, tan agitado como sus
presurosas alas nervadas.

Itziar se escapaba de su bordado de oro para guiar a la primavera entre el


surco del invierno helado, cuidar los brotes más tiernos y ayudar a los
sembradores a proteger los trigales de las langostas. La intrigaban esos
hombres que no esperaban nada de la magia pero guardaban en sus manos
agrietadas deseos simples o grandiosos:

La verde lluvia del valle

Un valle de sol con trigos

Trigos de corteza dura y corazón blanco

El hada esta vez enhebró la aguja con hebras de su cabello negro y dibujó
letras. Las letras se volvieron palabras y las palabras, deseos.

Al tercer día, la corneja real llegó a su ventana para escoltarla al palacio.


Pero sólo encontró un lienzo bordado con deseos que escandalizaron al
reino:

Serás bella a los ojos de quien te jure verdadero amor

Tendrás sólo la riqueza del amor

Escribirás tu propio destino

Itziar ya había volado presurosa hacia los sembrados. Sabía cuál era el
precio de la desobediencia. Ya sentía las alas marchitarse en su espalda.
Quería ver los trigales antes de morir. Se acostó sobre el dorado de las
espigas, cerró los ojos y deseó con el último aleteo de su corazón.

Despertó cuando una mano áspera rozó su mejilla. Abrió los ojos y sobre
el cielo de la mañana se recortó la figura de un hombre.

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-¿Por qué estás aquí? ¿Quién eres?- Itziar reconoció al sembrador, tomó la
mano que le extendía y apoyó sus plantas en la tierra húmeda. Se irguió y su
mirada se extendió más allá de los sembrados, los palacios y el bosque.

-Itziar…-respondió al sembrador y

fue bella a sus ojos,

fue dueña de la riqueza del amor,

y eligió por fin su destino de mujer.

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LA NINFA

La hija mordisquea el pan y bebe su tazón de leche. La madre se ha


despertado junto con la mañana y trabaja. La hoja verde cae en el caldero. La
madre revuelve con paciencia el fondo de la olla, y bajo la olla muerde el
fuego.
-Madre, cuéntame la historia de la niña.
-No es la historia de una niña, hija.

-Madre, cuéntame la historia del amor.


-No es la historia del amor, hija.

La madre sonríe desde el perfume del laurel y la cuchara de madera dibuja


en el fondo de la olla.
-Al principio fueron dos flechas. Una de oro y otra de plomo. De ninguna
brotó sangre porque era el tiempo de los dioses. Del oro brotó el deseo. Era
un dios. Del plomo, el desdén. Era una ninfa.
Entonces el dios creyó que tenía derecho sobre la ninfa y la persiguió por el
bosque.
Dicen que los arces bajaron sus ramas. Dicen que los ciervos borraron su
rastro. Dicen que el viento apagó su aroma. Pero era el tiempo de los dioses y
el dios del sol la alcanzó junto al río.
-Entonces, madre, ella se transformó en árbol para que nada ni nadie pudiera
tocarla.
-Escucha hija, los perfumes se mezclan en la olla y ya no sabes si es tomillo
fresco, coliantro o laurel. Así los sabios a veces confunden sus lenguas y sus
memorias
-Entonces madre, ¿qué pasó con la ninfa árbol?

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-Fue verdad que los arces bajaron sus ramas. Fue verdad que los ciervos
borraron su rastro. Fue verdad que el viento apagó su aroma y el dios la
alcanzó junto el río.
Lo que se calla, lo que no se dice, fue que el Padre Río busco su margen y por
primera vez caminó sobre la tierra.
-No me importa que seas un dios -dijo-, Jamás te dejaré tocarla.
Y mientras la ninfa escapaba, Apolo sorprendido se detuvo.
Vio cómo sus pies, que pisaban lo que querían, se anclaban en raíces .
Vio cómo sus manos, que tomaban lo que deseaban, eran ramas. Cuando el
horror llegó a su boca, la corteza del árbol guardó ese grito en las
profundidades de la sabia.
El Padre Río ya no pudo volver sobre sus pasos. Pagaría el precio de la
desobediencia. Con el último aliento vio a su hija perderse en el bosque.

Dafne, agradecida, revuelve la olla una vez más y mira a su hija que ha nacido
libre como ella.

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Filtros de amor (Para Adela que habitó la casa de Bernarda Alba )

Sobre las serpentinas se dibuja una joven. Un antifaz gobierna su rostro y una
mirada, quizás sombría, se asoma al mundo de los hombres.

No lleva brazaletes, ni anillos esmaltados.

No lleva monedas de oro sobre la cabellera.

Oculta sus manos tras un vestido de contornos negros, pero la falda crece en
un mar de semillas, raíces y flores blancas.

En las noches de carnaval la gitana regala pócimas, saquitos de amor,


amuletos o amarres para hechizar a los que no se han enamorado.

-Briseida, el amor no ha llegado a mi puerta

La gitana toma una raíz de mandrágora de su pollera.

-Añade naranja y ámbar gris cuando la luna crezca.

Y las serpentinas caen sobre la noche.

-Briseida, el amor no florece en mi huerta.

La gitana toma tres hojas de cilantro de delantal.

-Bebe un té con agua amable junto al sol rojo del atardecer.

Y las guitarras tocan sus cuerdas de plata.

-Briseida el amor se ha perdido en los laberintos del desierto.

La gitana toma un diente de león de su enagua.

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-Déjalo secar, muélelo en un mortero y sóplalo a los cuatro vientos de la
mañana.

Y los olivares se mecen en el monte

La gitana de magia blanca regala filtros de amor a quien los pida y a quien los
merezca. Con cada paso mueve su vestido de jazmines.

No lleva joyas brillantes.

No lleva peinetas labradas.

Ha colgado de su pecho una pequeña semilla de aguacate. Por eso Briseida,


la del pelo negro y desnudas manos, es la más bella del carnaval. La gitana
aprieta la semilla contra su pecho y ríe detrás del antifaz.

Ella es la dueña del amor, conoce sus secretos pero nunca los ha probado.

Entonces se acerca un hombre con el pelo oscuro sobre la frente y el torso


moreno tras la camisa clara. Tiende su mano pero ella la rechaza.

-Son sortilegios, no sabes nada.

El hombre la mira. Lleva una manzana roja. Briseida sabe que no debe
tocarla. El hombre muerde la fruta y se la ofrece, entonces un viento extraño
mueve la falda de jazmines y el perfume la embriaga.

-Te amo Briseida, desde la primera vez que te vi con tu vestido verde
comiendo sandías junto al río.

Briseida lo recuerda y lleva la fruta a su boca.

El hombre le saca el antifaz. La gitana elige, deja caer su mano que él recibe
y caminan con la noche.

Allá lejos, clarea tras los olivares.

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SAN SU

San Su corre liviana ante el llamado de su padre. El vestido colorido


envuelve y sujeta con un nudo su cintura.

-Ve hasta el pozo hija, trae una vasija de agua.

-¿Aunque sea turbia padre?

-Aunque sea.

El padre pone sobre la cabeza de San Su el pesado jarro, así lo manda la


costumbre. Y en su cuello coloca un aro brillante, así lo manda la tradición.

-Ve hasta la aldea hija, trae mangos y guayabas.

-¿Aunque esté lejos padre?

-Aunque sea.

El padre pone sobre las espaldas de la niña un canasto y en su cuello, otra


arandela brillante. Así es como debe ser.

-Ve hacia el río hija y trae un pez.

-¿Aunque tenga sabor a tierra padre?

-Aunque sea

El padre coloca sobre la falda de San Su una red y en su cuello, otro aro.

San Su ama su vestido de colores, pero los collares pesan.

-Así no serás esclava -le dice el agua del pozo.

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-Así el feroz tigre no te hará daño -repiten los mangos y guayabas.

-Así podrás casarte -burbujea el pez del rio.

El tiempo cambia los colores del vestido y pone collares en San Su.

Por la costumbre que manda.

Por la suerte.

Por el daño.

Su cuello está tieso. Los aros de metal no le permiten girar la cabeza.


Nunca más podrán ser quitados porque su cuello se rompería.

-Ahora borda San Su y pronto serás deseada por un hombre –la voz de su
padre ordena y promete.

Pero San Su guarda otro deseo en su corazón. Llama al Gran elefante y


pide. El elefante asiente con un cabeceo repetido y con su trompa ayuda a
que la joven monte.

Entonces se adentra en la selva y a su paso San Su ve al búfalo, al tapir, a la


serpiente. San Su ve al antílope, al zorro, a la tortuga.

Con la noche la joven sueña. En el sueño los aros no pesan y su vestido


cambia. Sueña y pide y el Gran elefante asiente.

Han dejado la selva atrás y cuando abre los ojos la sabana se extiende.

El Gran elefante se ha ido. Logra pararse con dificultad pero no por los
collares. Pronto se siente libre y ahora sus pasos son ágiles, ahora es como
ellas.

A la luz del amanecer corre hacia las jirafas.

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Velenia

Las tejas marcan caminos en el techo de la casa. Son senderos que no


llevan a ningún lado. Velenia lo sabe pero cuenta, cuenta e imagina:
-Diecinueve, veinte… -y el bosque se extiende.
-Veinticinco,veintiseis… -y las montañas de acercan.
Velenia cuenta una y otra vez las tejas como pequeños pasos. Desde
siempre su destino fue forjado por el hombre y no puede ir más allá de los
límites de la casa.
Por suerte los vientos llegan desde el fondo y traen el mundo para ella.
El viento del oeste acerca los estanques perfumados de lirios.
Velenia teje una corona blanca.
El viento del Este la besa con labios de sal.
Velenia dibuja un mar de azules en su falda.
El viento del Norte cosecha un horizonte de atardeceres.
Velenia destrenza una cabellera ahora roja.
El viento del Sur la mece con sus ojos de hielo
Velenia sueña con mariposas moradas.

Abajo el fuego arde. El herrero golpea el yunque y saltan pequeñas estrellas


sobre la fragua. En la habitación apenas iluminada, el hombre forja el metal
a su antojo sobre el rojo de las brasas.

El viento del Oeste huele la corona blanca.


El viento del Este le mece la falda.

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El viento del Norte peina la melena enmarañada.
El viento del Sur la adorna con alas.

Bajo el techo el herrero descarga otra vez el martillo. Pero ni el rumor de las
llamas ni el golpe del yunque pueden callarla. El herrero descansa su brazo.
Levanta la vista y extrañado escucha la tormenta.

–Velenia, dinos ¿qué quieres? –los vientos preguntan cuando pasan.


Su corazón moldeado en los secretos del fuego comienza a latir.
–Velenia, dinos, ¿qué amas?
Velenia escucha y cuenta. Cuenta los latidos de su corazón. La llevan más
allá del rumor del bosque y el silencio de la montaña.

Pronto un ventarrón parece desgajar la techumbre de la casa. El herrero


sale apresurado. Traspone la puerta con la confianza de la mañana y en el
amanecer su veleta se aleja con ardientes alas.

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Amanece

La noche ya había llegado pero no había luna.

La boda comenzaría en cualquier momento. La prometida tenía un velo y el


espejo del destino. Mientras caminaba por los pasillos recordaba.

Ella había sabido escuchar las historias que se contaban en el Kavir. Las
llevaban por el gran desierto salado los camelleros, los lobos y lagartos.

En el palacio cuando vio los azulejos vidriados de las terrazas, recordó los
pantanos de sal que parecían mosaicos en la tierra y las historias.

En la sala ceremonial sobre un tapete bordado había una bandeja con


especias, granos y cereales de colores: arroz salvaje, semillas de Nigela, sal,
incienso y té negro aseguraban el futuro de la pareja.

Ella había sabido escuchar las historias que se contaban en el mercado. Las
llevaban los encantadores de serpientes, los mendigos y los vendedores de
cúrcuma.

Camino a las habitaciones del rey, atravesó la apadana. Las columnas hacia
el techo dibujaban hojas .El palacio era un bosque de mármol.

Ella había sabido escuchar las historias que se contaban en los montes
zagros. Las llevaban los fresnos, los olmos y los robles.

La noche había llegado pero sin luna y el monarca esperaba a su prometida.


Ella nunca había visto los aposentos más que por el hueco de una ventana. El
rey ocultaba su ira tras una túnica púrpura. Las mangas amplias se adaptaban
al cuerpo con un cinturón bordado. Su cabello y barba larga y rizada tenían
rastros de oro.

Su majestad le tendió el ritón. Ella probó por primera vez el vino en el cuerno
enjoyado. Sobre una bandeja un pan de azúcar dulcificaba la vida de la

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pareja. Una aguja con siete hilos prometía una suegra callada y las flores
frescas simbolizaban una hermosa vida en común.

Ella sabía que nada de eso había servido ni serviría, por eso pidió al rey
despedirse de la hermana. El monarca, para complacerla, mandó a llamar a
Dinarsad.

-Querida hermana -comenzó Dinarsad-, si su majestad lo permite, ante la


incerteza de lo que pueda ocurrir, cuéntame una última historia. Será tu
despedida para mí.

El soberano dio su consentimiento. La joven empezó a contar y la habitación


comenzó a resplandecer. Llegaron las historias del desierto, las lámparas
maravillosas y los genios prisioneros. Las historias del mercado y las
alfombras mágicas. Los bosques y la cuevas de 40 ladrones hicieron que el
verdugo esperara tras la puerta.

Por fin después de infinitas noches e historias el rey amó a su esposa.

-¿Qué ocurre hermana? –Sherezada miraba la alcoba sin reconocerla. No


comprendía tampoco el afecto de su esposo.-Recuerdo el odio del rey y la
sentencia del amanecer -susurró todavía con terror. -Recuerdo que llegó el
sueño y dormí al calor de las estrellas. ¿Esto acaso es la muerte? ¿Es la
muerte que también te alcanzó a ti?

Dinarzad se limitó a abrazarla.

Fuera del palacio, los habitantes el desierto, de los mercados y los bosques
se sorprendieron cuando la luna apareció. Se preguntaron por qué los había
abandonado 1001 noches.

La Luna volvió a ser luna y solo cerró los ojos cuando clareaba. Ya no bajaría
otra noche a la tierra. Ya no se sentaría junto a Dinarzad y el monarca. Ya no
contaría historias en el palacio de los hombres, porque al amanecer, ninguna
mujer moriría.

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