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COLONIALISMO Y JESUITAS EN
EL SIGLO XVIII
por
MÉXICO
ARGENTINA
ESPAÑA
siglo xxi editores, s.a. de c.v.
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310, MÉXICO, D.F.
LB1033
C35
2008 Cámara, Gabriel
Otra educación básica es posible / por Gabriel Cámara. —
México : Siglo XXI, 2008.
223 p. — (Sociología y política)
ISBN 978-607-3-00034-5
isbn 978-607-3-00034-5
[7]
8 INTRODUCCIÓN
señala esto mismo: que los obstáculos para los colonizadores no sólo tenían que ver
con el medio ambiente, sino con indígenas insumisos que dificultaban tanto su explo-
tación laboral como la de la tierra (2001a).
3 Mi trabajo es en cierto sentido una expansión del de Hausberger, quien analiza
5 José Rabasa hace una crítica del desconocimiento de Michel de Certeau de los
materiales producidos por la colonización española de América; falta que lo lleva a ver
principios donde no los hay (su ensayo sobre Jean de Léry y la escritura etnográfica,
por ejemplo. 1993b). En este sentido, Rabasa demuestra cómo, al menos en el caso de
los españoles, ni los indígenas ni sus territorios fueron nunca pensados como vacíos
de significados, sino que por el contrario se puede hablar de una búsqueda europea
de un Nuevo Mundo que llevaba la marca de textos indígenas y antiguos en los que se
descubría o inventaba un destino imperial propio (1993: 42-43).
6 No es mi intención hacer una comparación con los procesos ocurridos en otras
regiones de la Nueva España que siguieron sus propias dinámicas, ni insinuar que
debido a las características culturales de los habitantes de las zonas aquí revisadas, su
conquista resultó más “difícil” que, por ejemplo, en la zona central. Para un análisis
de las dificultades de los españoles en la guerra de conquista del México central véa-
se Inga Clendinnen, “Fierce and Unnatural Cruelty: Cortes and the Conquest of
Mexico”, en Representations 33 (1991) 65-100.
12 INTRODUCCIÓN
7 Véase por ejemplo, el reciente volumen editado por Karl Kohut y María Cristina
lenguaje (22, 35). Estos espacios incomunicables tienen que ver con el Das Ding laca-
niano (aquello que resiste la simbolización) discutido por John Beverley en “The Real
Thing” (1995). Quizás la enormidad de la catástrofe de la conquista y la colonización
de los territorios americanos es precisamente una especie de “real” cuya resistencia a
ser comunicado obliga a decir y volver a decir sin que se acierte nunca en el lugar
exacto.
16 INTRODUCCIÓN
nuevos hábitos
10 Al menos, claro que se finja, que el “hábito” no sea sino una máscara, simple
que no, que las formas propias del lugar, su ethos, tenían mucho que
ver con la medida y la dirección de una práctica cultural. Y aquí una
acotación necesaria: el hecho de que estoy pensando y escribiendo
específicamente sobre el siglo xviii.
Se puede pensar en estas formas de contactos culturales extre-
mos14 en otros contextos; en la misma ciudad de México, por ejem-
plo. Sin embargo, me interesan estos contactos en sitios en los que
se presentan desde un grado cero, en condiciones en las cuales el
viaje occidental —de lo mismo a lo mismo vía la mediación de
otro— debido a sus circunstancias particulares no podía hacerse con
la comodidad de poder girar el rostro y encontrar una lengua y una
densidad histórico-cultural similar a la propia.
Durante mucho tiempo, por su lejanía respecto a los centros co-
loniales y por sus condiciones geográficas y “naturales”, estos sitios
continuaron siendo frontera15 para el paradigma occidental-cristiano.
Durante la colonia, una serie de levantamientos indígenas atravesa-
ron —geográfica y cronológicamente— el territorio del norte del
México actual, que comprendía lugares en los que por muy diversas
razones, el proceso de conquista (y ni qué decir de la colonización)
nunca estuvo terminado. Al decir “frontera” sin embargo, lo hago sin
duda desde el punto de vista (la violencia) de quienes avanzaban, sin
tomar en cuenta que para los grupos que ahí habitaban (ópatas,
italiana o alemana (por las nacionalidades de algunos de los jesuitas aquí estudia-
dos)— de las culturas indígenas sin duda tiene más grados de lejanía que la existente
entre dichas culturas.
15 Para una discusión del concepto de frontera en la historia de Latinoamérica —vis-
la Nueva España. David Brading, en varios capítulos de su The First America: the Spanish
Monarchy, Creole Patriots and the Liberal State 1492-1867, Cambridge, Cambridge Univer-
sity Press, 1991, presenta las aportaciones jesuitas a la historia de las ideas y la formación
de una conciencia criolla. Para el área de la educación, véase Pilar Gonzalbo Aizpuru,
La educación popular de los jesuitas en México, México, Universidad Iberoamericana/De-
partamento de Historia, 1989. Para la ciencia, Ramón Kuri Camacho, La Compañía de
Jesús, Imágenes e ideas y Scientia conditionata, tradición barroca y modernidad en la Nueva
España, México, Plaza y Valdés, 2000. Aunque, como anuncia el título, en El águila y
la cruz. Orígenes religiosos de la conciencia criolla, México, El Colegio de México/Fondo
de Cultura Económica, 1999, Solange Alberro estudia el papel de franciscanos y jesui-
tas en el desarrollo de una identidad criolla, la obra resulta al mismo tiempo indispen-
sable para el estudio de la formación de un imaginario y una cultura mestizos.
INTRODUCCIÓN 23
tienen como fin la reorganización de las sociedades americanas lue-
go de la expulsión de la orden, cuya infraestructura había proporcio-
nado hasta ese momento la matriz ordenadora de la vida colonial
(2000: 19-20).
Sintomáticamente, a lo largo de su Historia de la Provincia de la
Compañía de Jesús de Nueva España (1694), Francisco de Florencia
presenta una serie de escenas en las que los jesuitas, a pesar de man-
tener estratégicamente lo que puede caracterizarse como un “perfil
bajo”, tratando de no llamar la atención y pasar inadvertidos, van
asumiendo papeles fundamentales en diversos espacios cuya trascen-
dencia destaca Florencia. Del contraste entre una retórica de humil-
dad e indiferencia (no querer molestar a nadie, retraerse a trabajar
en lo suyo) y el auto-despliegue inmediato en actividades básicas para
la vida colonial, emerge la plena confianza, la certeza —y el tono de
Florencia lo confirma— de haber llegado a la Nueva España para
asumir un lugar central, para llenar los vacíos de poder a partir de
los cuales abarcar en lo posible toda la extensión de la provincia. En
el caso de las regiones fronterizas, fueron precisamente misioneros
los encargados de poner bajo dominio español territorios que hacia
el final de la era colonial eran 29 veces más grandes que España
(Weber 95).
Esta capacidad de (auto) dominio, el ejercicio de una voluntad
poderosa (Hausberger lo considera “el grupo mejor formado” de la
iglesia en esa época, 1996: 55), hacen de la Compañía de Jesús un
buen lugar para analizar límites y puntos de fuga en lugares fronte-
rizos, en los cuales los jesuitas estaban sujetos a una doble tensión:
por un lado una fuerte voluntad de dominio y por ello una compul-
sión al conocimiento, y por otro, la necesidad de incidir, participan-
do en ella, en la vida de los lugares donde se encontraban. Desde la
distancia de lo menos familiar, desde el habitar entre “salvajes”, son
legibles las marcas que el hacer indígena produce en sus textos y en
los jesuitas mismos.
En este mismo sentido, la razón de ser de los jesuitas, su dejar a
Dios por Dios, partiendo del claustro para dedicarse a las múltiples
labores en Su nombre practicadas (De Certeau, 1993), en las fronte-
ras, debido a lo extremo de los cambios, da lugar a una serie impor-
tante de desplazamientos. En la búsqueda de la salvación ajena, y la
propia por esta vía, se terminaba dejando de lado ciertos hábitos
(decir misa, predicar) y asumiendo nuevos conocimientos y prácticas
24 INTRODUCCIÓN
18 Hay que recordar que además de los tres votos tradicionales de toda orden re-
ligiosa: pobreza, castidad y obediencia, los jesuitas tenían que hacer un cuarto voto de
obediencia al papa. Este voto buscaba dar mayor cohesión a la orden y asegurar una
respuesta conjunta, universal entre sus miembros, a los dictados del instituto.
INTRODUCCIÓN 25
las sutiles, pero importantes diferencias con que aspectos como la
nacionalidad y la lengua, influían en el desarrollo de las relaciones
entre misioneros e indígenas.
Como señalé antes, quiero destacar la relación entre una geogra-
fía, la praxis de los indígenas que la habitaban y la escritura de los
misioneros, por ello la estructuración de los siguientes capítulos de
acuerdo con espacios geográficos. En estos capítulos, el ejercicio de
lectura es el mismo, aunque con resultados distintos. Mediante la
desfamiliarización de las expectativas con respecto a diversos géneros
historiográficos, destaco la presencia, una estética única en cada caso,
de la vida de lo local-indígena: las maneras en que afectaba enuncia-
ciones y lagunas en los proyectos globalizadores que pretendían in-
cluirlos. Las disparidades entre los textos de producción y consumo
local y los textos de producción local o central (desde algún centro
urbano), pero escritos para consumo general, iluminan el área regio-
nal que por uno u otro motivo nunca llegó a las páginas “oficiales”
del circuito epistemológico colonial del siglo xviii.
Aunque hablo de géneros historiográficos y de la desfamiliariza-
ción respecto de sus exigencias, no me interesa el entramado retóri-
co de los textos ni los cambios en el proyecto de apoderarse textual-
mente de los nuevos territorios, sino sus limitantes.19 Como ha seña-
lado Walter Mignolo la ambigüedad interna de muchos textos colo-
niales, que a veces suponen dos o más públicos y por tanto tienen
intenciones al parecer dispares, no permite asignarles un lugar indis-
cutible dentro de una formación discursiva determinada (1992). Que
actualmente dichos textos sean asumidos por la literatura o por la
historia sólo ha sido posible en razón de importantes cambios en el
área de la recepción. Por ello, más allá de las discusiones particulares
sobre géneros, parto de las expectativas más básicas en cuanto a dis-
tancia histórica y objetividad en la construcción de distintos tipos de
19 José Rabasa analiza cuatro momentos de la historiografía española del siglo xvi
20 Algunos autores, como Urs Bitterli, parecen justificar la segunda fase colonialis-
ta europea, cuyos líderes serían Inglaterra y Francia, en razón del interés científico
que la acompañaba. Para una crítica de esta “nueva” teleología (el saber, la ciencia
“universal”), véase Rabasa, 1993: 23-48.
30 INTRODUCCIÓN
21 Se puede argumentar que puesto que fueron los españoles quienes llegaron a
ran la agencia indígena (sobre todo los que tratan sobre los primeros encuentros)
concluyan con un fuerte sentido de devastación y destrucción (1992).
INTRODUCCIÓN 33
siempre lugares brillando con una luminosidad que debe decirse.
Hacerlo es reconocer, en un sentido benjamiano, que toda belleza
está siempre contaminada. Y si equiparo significaciones pensadas
para el arte para hablar de acciones, y palabras de grupos indígenas,
no lo hago porque pretenda que ocupan rangos o lugares similares
o que ambos terminan logrando un mismo efecto estético. La articu-
lación política posible en el arte, y ésa presente en las acciones de
pimas, coras o guaycuras siguen caminos muy distintos. Sin embargo,
aunque ésta no fuera la intención de los grupos anteriores, sus ac-
ciones sin dejar de ser políticas, son también obras de contenido
poético. En todo caso, desde mi perspectiva, sólo la imaginación
poética permite acercarse, sin intentar definirla, a la diferencia.
Finalmente cabría preguntarse ¿por qué no cifrar un análisis de
lo local en sí mismo?, ¿por qué hacerlo de manera oblicua, indirecta,
buscándolo apenas entre línea y línea de la producción escritural que
alienta? En parte porque parto de que “la realidad” (sobre todo la
del pasado) no existe para nosotros sino en las huellas que deja en
otras partes, en la estela de signos a su paso; y también por la con-
vicción de que, al menos en mi caso, no puedo hablar directamente
de los grupos indígenas.24
Por otro lado, todo intento por recuperar el sentido de la vida de
las culturas indígenas que no dejaron textos escritos tiene que pasar
por la lectura de las obras producidas por españoles, criollos, o los
representantes del aparato burocrático del imperio. Cuando se tra-
baja con la escritura, una de las formas de encontrar la agencia indí-
gena es hacerlo dentro de esa interacción cultural, simbólica, violen-
ta. Se trata entonces de evocar simplemente25 los fragmentos de otras
culturas y otras gentes en una escritura que, a diferencia de la “inti-
midad” con el pasado que De Certeau critica en Michelet por hacer
callar para siempre a los muertos otorgándoles tumbas escriturales
para hacer un recuento menos parcial de las contribuciones de todos los grupos a la
humanidad (2001). Lo único que habría que agregar a esto es el deseo de que los
nuevos conocimientos no terminaran formando parte de un saber de museo, sino que
empezaran a formar una tradición política que desplazara el paternalismo que hasta
ahora ha caracterizado las relaciones entre criollos y mestizos por un lado, e indios,
por el otro.
34 INTRODUCCIÓN
(1993b: 15-16), tal vez pueda, al tratar de recuperar sus voces, per-
turbar un poco la noción de un pasado concluido.
Aquí ese pasado no-concluido tiene que ver con la continuidad de
la devastación infligida por los que David Weber llama “los conquis-
tadores del siglo xix” (277) —y podríamos hablar de los del siglo
xxi— los nuevos personajes ni europeos, ni españoles, sino criollos
y mestizos que a partir de la independencia nacional se han dedica-
do a continuar colonizando a los indígenas “mexicanos” con acciones
y programas que llevan a cuestionar el significado y el alcance de
palabras como descolonización e independencia. En este sentido,
este trabajo que desarticula mitos ilustrados respecto de la civiliza-
ción, la ciencia y el progreso tal vez contribuya a indicar otras formas
de saber y de relacionarse con ciertos espacios geográficos y sus ha-
bitantes.
1. ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS
SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD
1 Según Michel Foucault se “vuelve” al siglo xviii desde varias perspectivas para
cuestionar sus abusos y limitaciones. Una de ellas sería la crítica interior europea a los
fundamentos y excesos de su racionalidad tal como la elaboran Max Horkheimer y
Theodor Adorno. Otra, es la perspectiva “poscolonial” que en palabras de Foucault
analiza la Ilustración para disputar el derecho de Occidente de reclamar la universali-
dad para su ciencia y su racionalidad (1991, 12). Aunque yo ubicaría mi trabajo dentro
de esta corriente poscolonial, más que cuestionar ese derecho europeo de reclamar
para sí la ciencia y la racionalidad, me interesa señalar la imposibilidad de dicha recla-
mación en el momento mismo en que se llevaba a cabo. En este sentido, pienso también
en el texto editado por Felicity A. Naussbaum, The Global Enlightenment en el que se
estudia esta época desde lugares, perspectivas, idiomas y conocimientos ex céntricos.
[35]
36 IVONNE DEL VALLE
2 Incluso puede decirse que las reformas borbónicas intentan crear un Estado co-
lonial que pudiera tomar control de sitios que, de una u otra manera y con distinta
intensidad, hasta entonces siempre se le habían escapado de las manos. Gómez de la
Serna se refiere al impulso ilustrado español en tanto que un intento bastante tardío
de formar “un Estado”, esfuerzo político-administrativo que debía surgir “prácticamen-
te de la nada” (116). Si ésta es una lectura que la España del siglo xx hace sobre los
alcances del xviii en la metrópoli, es fácil imaginarse el sentido de caos, de falta de
estructuras gubernamentales que podían haberse leído en las colonias.
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 37
barroco y la Ilustración se matizan al ser vistas como manifestaciones
distintas en la construcción de una misma hegemonía (2000), para
mí, como señalé en la Introducción, el siglo xviii respecto de los
anteriores sistemas de acercamiento al mundo, implica un fuerte
cambio que, sin embargo, sigue ligado a proyectos colonialistas.
Mi estudio, que toma en cuenta las aportaciones de los autores
arriba mencionados, difiere de ellas en dos sentidos. En primer lugar,
en la medida en que no me enfoco en una discusión de los proyectos
venidos de las metrópolis en sí mismos, sino en su funcionamiento
en lugares específicos. Destaco con esto la inflexión dada a la escri-
tura de dichos proyectos por los habitantes de los sitios sobre los
cuales se escribe. En segundo lugar, si la Ilustración es un momento
para la disciplina de la escritura y del cuerpo del sujeto del conoci-
miento (Cañizares-Esguerra, 2001: 52-53),3 mi trabajo se centra en
mostrar la forma en que otra epistemología práctica (la necesaria
para vivir en las periferias) implicaba necesidades muy distintas para
el cuerpo misionero, que se tradujeron en complejos procesos de
redefinición del sujeto, legibles en textos jesuitas.
De esta forma, para mostrar la tensión entre estas dos áreas de
influencia (el universo epistemológico europeo/ el fronterizo), en
este capítulo analizo, por un lado, el contexto general de escritura
de los jesuitas: la manera en que la epistemología particular del siglo
xviii se manifestaba en las obras y el hacer de los misioneros. Por
otro, señalo la presión que las fronteras ejercían sobre sus nuevos
habitantes a través del análisis de la articulación o desarticulación del
cuerpo, la emotividad, la lengua y la escritura de los misioneros.
Inicio con un estudio sobre la epistemología y la vinculo con las
necesidades administrativas de un colonialismo que intentaba asumir
el control de una enorme porción del globo. Enseguida examino la
importancia de la escritura como medio de revelación de la natura-
leza de los objetos en el mundo, y el lugar de los jesuitas en la crea-
ción de redes de saber que sustentaban dichos proyectos de escritura.
Después de este análisis del contexto cultural de los jesuitas que
llegaban a las fronteras, exploro dos áreas de redefinición de la sub-
jetividad a partir de su experiencia en las fronteras: la de la relación
gación de Odiseo, (cuyo mito es leído por los autores para explicar la dialéctica ilus-
trada) de la experiencia sensual a nombre del dominio.
38 IVONNE DEL VALLE
4 Michel Foucault señala la marcada dispersión del conocimiento como una para-
doja de la época que trata de crear El sistema, “es indudable que la época clásica, más
que ninguna otra cultura, no pudo circunscribir o nombrar el sistema general de su
saber”. Una de las consecuencias de su dispersión se encuentra, dice en otra parte, en
“la dificultad para apresar la red que puede enlazar unas con otras investigaciones tan
diversas” (1993: 81 y 128).
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 39
brenatural a otras áreas del conocimiento.5 Aspecto este último de
importantes consecuencias para la escritura misionera sobre cultura
y religión indígenas. Aunque, como sería de esperarse, en el caso de
muchos jesuitas se puede hablar de una ilustración católica que trata
de conciliar razón y fe (Ewalt); en otros casos, como veremos sobre
todo en los capítulos respecto a Sonora y Baja California, existe por
el contrario, una fuerte tensión entre dichos ámbitos.
Bajo el nuevo paradigma, lo diabólico, por ejemplo, no existiría
sino en la mente no suficientemente ilustrada de personas que para
reformarse requerían de un programa cultural-educativo y no de los
viejos mecanismos de la extirpación de idolatrías y el auto de fe. Este
discurso de lo sobrenatural es remplazado por el de la “desviación”
respecto a la norma que, dependiendo del área de su manifestación,
sería estudiada y corregida por instituciones y disciplinas específicas
(la medicina se encargará de la patología,6 la educación de la igno-
5 Frank Manuel habla del siglo xviii como del “último siglo religioso” en la medi-
da en que fue la última vez que el sentimiento religioso es sometido a un estudio serio
y sistemático de grandes dimensiones. La investigación sobre el origen del sentimien-
to religioso, la superstición, etc. prometía, a decir de Manuel, encontrar el secreto de
la “irracionalidad”, hallar la llave que cancelaría el error de la mente humana. La
consecuencia última de estas investigaciones tiene que ver con la conflagración supers-
tición/religión, por la cual el cristianismo dejaba de tener una posición privilegiada
respecto a la superstición de los “paganos”. Desde luego que los jesuitas que analizaré
no igualaban religión/superstición; sin embargo (con la excepción de los misioneros
en el Nayar), en su mayoría comparten la apreciación acerca de la supuesta ausencia
de religión entre los indígenas americanos fronterizos quienes, desde su perspectiva,
no tenían conocimiento del diablo, ni una religión, por equivocada que ésta fuera.
Sus creencias no eran sino ideas mal fundamentadas, una obstinación en errores
que —para muchos— no era crucial erradicar.
6 Es muy interesante la manera en que la patología entendida en un sentido amplio
8 Para dar sólo unos ejemplos: Juan Nentuig al señalar las bases del “ser” de los
en algunas de las obras cruciales de la época. Para dar un par de ejemplos citaré dos
obras hasta ahora no leídas en ese sentido, “Definitive Articles of Peace” de Emmanuel
Kant y Decline and Fall of the Roman Empire de Edward Gibbon.
44 IVONNE DEL VALLE
10 Esta conclusión puede resultar demasiado simplista para el gusto de muchos. Sin
lector de relatos de viaje antes de convertirse él mismo en uno de los viajeros más
influyentes del siglo xix.
12 Véas el libro de Luis Millones F. y Domingo Ledezma, El saber de los jesuitas,
historias naturales y el Nuevo Mundo para una serie de estudios de las aportaciones de
los misioneros al saber en torno a América.
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da de la ciencia (como el “museo” de Atanasio Kircher en el Colegio
romano), habían terminando dando a los jesuitas, en tanto institu-
ción, un lugar secundario respecto de los “verdaderos” científicos
(Feldhay, Gorman).
En otra área, las contribuciones de filósofos como John Locke al
estudio de las lenguas obligaban a ver la insistencia jesuita en la es-
colástica como un aspecto nocivo para la formación de lenguas claras
y alejadas de toda retórica superflua. Con todo y eso, los reportes de
viajeros “científicos” a las Academias europeas demuestran la depen-
dencia de su discurso de las contribuciones jesuitas. Joseph Marie de
la Condamine en su relación de viaje por el Amazonas, por ejemplo,
menciona constantemente el trabajo de los jesuitas como anteceden-
te del suyo: con sus mapas, relatos histórico-etnográficos, datos reco-
gidos aquí y allá de una lectura minuciosa de sus “cartas edificantes”,
De la Condamine recorre el río sudamericano. Lo que es más, mu-
chas veces son las misiones las que van marcando el itinerario de su
viaje: el camino sigue las pautas de las misiones, los jesuitas proveen
la guía, los conocimientos y la mano de obra de los indígenas, indis-
pensables en el viaje de De la Condamine.13
Puede decirse que durante el siglo xviii los escritos e investigacio-
nes de los jesuitas seguían supliendo información valiosa sin que ne-
cesariamente ellos mismos, como orden, fueran reconocidos —como
sí lo habían sido durante el xvii— en términos de igualdad por los
científicos. Aun así, la participación de los jesuitas en muchos de los
aspectos básicos de la época clásica es innegable, el ethos de la época
era el ethos (individual o corporativo) de mucho del hacer de una
orden que desde sus primeros años fomentaba la consecución de una
vocación individual para cada uno de sus miembros. Si se permitía
que cada uno de ellos se desarrollara en el campo de su elección se
garantizaría así un grupo de individuos cuyos méritos serían recono-
cidos por personas ajenas a la institución, lo que desde luego redun-
daría en el buen nombre —y la influencia— de los jesuitas en la
sociedad en general. Uno de sus provinciales había dicho a mediados
del siglo xvi:
por los españoles en general y los jesuitas en particular, a su parecer mucho más
precisos, “ciertos” y confiables que los hechos por los portugueses, por ejemplo (122-
123).
48 IVONNE DEL VALLE
La sociedad quiere hombres que logren todo lo que puedan en las disciplinas
que ayuden a su propósito. ¿Puedes convertirte en un buen lógico? ¡Pues
hazlo! ¿En un buen teólogo? ¡Hazlo! Lo mismo para ser un buen humanista
y para todas las otras disciplinas que puedan servir a nuestro Instituto... ¡y no
te satisfagas con hacerlo a medias! (citado por O’Malley, 1993: 60-61).14
every discipline that helps in its purpose. Can you become a good logician? Then
become one! A good theologian? Then become one! The same for being a good
humanist, and for all the other disciplines that can serve our Institute… and do not
be satisfied with doing it half-way!”.
15 El viaje desde Manila a Acapulco tomaba aproximadamente seis meses, tiempo
demasiado largo en el que muchas veces se acababan los alimentos o los marinos
enfermaban. Es por ello que desde principios del siglo xviii se pensó en las costas de
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 49
bién en el proyecto general de la ciencia, como en la formación de
mapas conclusivos respecto al punto de encuentro de los ríos Gila y
Colorado, o en determinar si Baja California era o no una isla.16 Y
para estos viajes, como indican los reportes de Linck, se partía como
en una expedición científica: se medían latitudes, se llevaban astrola-
bios y telescopios, cuadernos de anotaciones; al parecer se participaba
incluso en el espionaje internacional de que se acusaba a muchas de
dichas expediciones. En sus reportes al virrey, Linck nunca menciona
la presencia de dos misteriosos alemanes —que sí aparecen en su
correspondencia con otro jesuita— que lo acompañaban en su viaje
al norte de Baja California (23-24). Es quizás la gran participación de
los jesuitas en esta área del saber lo que explica que fueran ellos
quienes tuvieran el control sobre el puesto de cosmógrafo en el Co-
legio Imperial de Madrid (Cañizares-Esguerra, 2001: 165).
Los escritos de muchos jesuitas en Sonora y Baja California parti-
cipan totalmente en los intereses de la época: en conjeturas respecto
del origen de la región en que se hallaban, el número de habitantes
que había habido en América, los informes de la Academia de Cien-
cias de París, la elaboración de teorías respecto de la pigmentación
de la piel indígena, etc. América, la misión, era el lugar donde ponían
a prueba un buen número de ideas y teorías que circulaban en Eu-
ropa, el lugar desde el cual se rebatían o apoyaban determinadas
conclusiones.
Este tipo de participación contribuía a fortalecer una economía
(que en el caso de los jesuitas databa de mucho antes) que naturali-
zaba la formación de centros y periferias; y el establecimiento de
cierto tipo de relaciones entre ellas. Los colegios jesuitas, la mayoría
de ellos en centros urbanos, eran puntos de encuentro de la comple-
ja red jesuita, el sitio del que partían los deseos de lo que Ángel Rama
ha llamado la ciudad letrada. Los colegios eran los puntos que daban
sentido a la dispersión de la orden. Desde las ciudades donde se
hallaban se formulaban órdenes que una vez llegadas a las periferias
emprendían el viaje de regreso en forma de datos; datos que serían
comprobado— que Baja California era una península, no fue hasta 1746 con una
expedición de Fernando Consag cuando el tema queda concluido (Nunis, 104).
50 IVONNE DEL VALLE
17 David Brading en The First America: the Spanish Monarchy, Creole Patriots and the
Liberal State 1492-1867 (Cambridge, Cambridge University Press, 1991) hace una revi-
sión general del alcance de las reformas borbónicas en las colonias. William Taylor
(1996) analiza el impacto de dichas reformas en la religiosidad novohispana (en su
acepción más amplia) y sus manifestaciones.
52 IVONNE DEL VALLE
18 Hay que recordar que en los primeros años las epidemias atacaban exclusiva-
tra O’Malley (1993, 1999) la escritura ocupa entre los jesuitas un lugar fundamental
llegando a constituir uno de los rasgos definidores de la orden.
54 IVONNE DEL VALLE
22 En el siglo xviii muchos de estos territorios estaban dominados por los Habs-
lugar de origen de cada uno de los misioneros citados en este libro. Como tendencia
general se puede decir, sin embargo, que en Sonora predominaban jesuitas de la
provincia Bohemia (son excepciones J. Grazhoffer de Austria, P. Segesser de Suiza y
J. Och, I. Pfefferkorn y B. Middendorff de Alemania), mientras que en California
había tanto alemanes como de la provincia de Bohemia (que incluía a Silesia y Mora-
via). Para un catálogo de los jesuitas checos, moravos y silesios (países checos) véase
la obra de Kaspar y Fechtnerovã mencionada en la bibliografía. De los pocos misione-
ros en el Nayar —nunca más de siete a la vez— tan sólo tres eran extranjeros; el resto,
criollos o españoles (Meyer, 1992). En 1767 fueron expulsados de Sonora 23 jesuitas
—15 españoles o criollos y ocho extranjeros— (de las provincias alemana, austriaca o
bohemias, Pfefferkorn, 263). En el caso de Baja California, de los 52 misioneros que
estuvieron en la provincia desde su fundación hasta 1768, 14 fueron españoles, 13
criollos (dos de Honduras) y 25 extranjeros, de los cuales ocho eran italianos (Decor-
me, 1941, II: 543-544). En el momento de la expulsión había en Baja California 16
misioneros: ocho españoles o criollos y ocho extranjeros (Baegert, 221).
24 Desde finales del siglo xvii empieza a extenderse la idea de que una lengua era
una división más “real” que la existente entre naciones. Condillac decía (Vico y Herder
señalaban cosas semejantes) que conocer bien otro idioma significaba conocer el ca-
rácter de la gente que lo hablaba, el genio particular de un pueblo. Refiriéndose es-
pecíficamente al tema de lengua y nación, Leibniz sostenía que si bien los mapas
mostraban las fronteras entre los Estados no mostraban, sin embargo, las fronteras
entre las naciones formadas éstas por una unidad lingüística que rebasaba el concep-
to de Estado (Aarsleff, 30 y 99).
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 57
código especializado, constructor inmediato de un espacio restringi-
do para la reflexión y el secreto.
Por otro lado, la afinidad cultural entre miembros de regiones
centro-europeas aparecía automáticamente en el momento de iniciar
el viaje que los llevaría de sus provincias a las misiones. En el reco-
rrido que iba de lo familiar a lo extraño, España representaba el
principio de un viaje en descenso. Este primer estadio obligado fun-
cionaba en cierta forma como una especie de primera prueba, lugar
intermedio entre el “nosotros” europeo y el “ellos” de los salvajes
americanos. Llegar a España obligaba a empezar a explicar, a formu-
lar respuestas que hicieran legible a los lectores el significado de las
costumbres y las acciones relatadas. El mismo Baegert da un ejemplo
de las profundas diferencias entre alemanes y españoles al señalar
que después de haber visto los supuestos “pueblos” españoles enten-
día el porqué del proverbio alemán “éstas son las aldeas españolas”
con el cual se expresaba lo raro y absurdo, aquello que quedaba más
allá de la comprensión (Nunis, 82).25
Aunque las políticas reales con respecto a los misioneros extran-
jeros en sus territorios cambian bastante durante la época colonial
(obedecían a las circunstancias políticas del momento particular), en
general puede decirse que América había permanecido prácticamen-
te “cerrada” para el resto de las naciones europeas. No es sino hasta
1664 cuando Pablo Oliva, general de la orden, autoriza que una
cuarta parte de los jesuitas misioneros fueran de regiones súbditas
de los Habsburgo. Este proceso se acelera en 1730, cuando Franzt
Retz (él mismo originario de Bohemia) se convierte en general de la
orden (Meier, 70-71).26 La conjunción de una apertura a los extran-
jeros con el rápido crecimiento de las provincias bohemia y alemanas
respecto a los jesuitas de habla alemana. El texto es también una buena referencia
para los interesados en la biografía de los misioneros. Varios estudios de dicho volumen
se refieren —aunque desde una perspectiva muy distinta a la mía— a jesuitas tratados
en este libro. Aunque en el siglo xviii los jesuitas “alemanes” podrían haber sido
considerados como opuestos a la Ilustración, es evidente que sus textos se prestaban
para la lectura de autores ilustrados (véase el artículo de Galaxis Borja en la edición
de Kohut para un estudio sobre los cambios en el público de las obras escritas por
misioneros alemanes).
26 Si en el siglo xvii se enviaron 91 misioneros de la asistencia alemana (Bajo y
Alto Rin, Alta Alemania, Austria y Bohemia), en el xviii el número sube (de 1720 a
1760, específicamente) a 502 (Meier, 72).
58 IVONNE DEL VALLE
denaran, por ejemplo, 141). Los datos del misionero incitaban otros
deseos imperialistas: presentar constantemente el desperdicio equi-
valía prácticamente a un llamado a la acción. Al mismo tiempo, sin
embargo, Och impone una advertencia sobre la posibilidad de que
en todo caso fuera no una falta en la cultura española, sino el colo-
nialismo como sistema el que provocaba alguna “decadencia” en sus
practicantes. Como si la abundancia hiciera que los sentidos cayeran
en una especie de sopor ante la inhabilidad de procesarla, Och se
pregunta si no se convertirían ellos en una especie “españoles” (por
la pereza e ineptitud) de ser los poseedores de Sonora:
differently, though I believe that with the hot climate and abundance of food even the
Germans would soon grow tired of work and would accustom themselves to the easygo-
ing ways of the Spaniards”.
29 Urs Bitterli refiere cómo desde el siglo xvii existía en territorios alemanes una
30 Véase también la obra pionera de Antonello Gerbi respecto a “la polémica” del
Nuevo Mundo, The Dispute of the New World, Pittsburgh, University of Pittsburgh P.,
1973. También los capítulos xix y xx de David Brading, The First America: the Spanish
Monarchy, Creole Patriots and the Liberal State 1492-1867, Cambridge, Cambridge U. P.,
1991.
62 IVONNE DEL VALLE
31Empleo el término sin cursivas para referirme a los ejercicios en tanto que prác-
tica y diferenciarlos del texto de los Ejercicios espirituales, obra sin la cual —dice
O’Malley— es imposible entender a los jesuitas (1993: 4).
32 O’Malley (1993) estudia el lugar que ocupan y el significado de los Ejercicios…
(el texto) y su práctica en el ser de los jesuitas. Puesto que él mismo es jesuita, su
presentación permite ver ambos aspectos desde una visión, digamos, interna. Roland
Barthes (1976) analiza los Ejercicios… en tanto que una práctica de escritura.
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 63
En la medida en que los “Ejercicios…” trataban el cuerpo como
una memoria (se meditaba en la vida de Cristo durante la operación
específica de comer, vestirse...) constituirían lo que Pierre Bourdieu
llamaría “principios carnalizados”.33 Según Bourdieu el funciona-
miento de la “pedagogía ímplicita” (sea ésta cual sea) en los procesos
que buscan —como buscaban los “Ejercicios…”— redefinir al sujeto,
está garantizado a través de la técnica del pars pro toto: la repetición
de cualquiera de los mecanismos corporales (comer, vestirse) impli-
caría la posiblidad de evocar de nuevo todo el sistema del que ya
formaban parte (94). La repetición año tras año de los ejercicios
aseguraba la constante “reinscripción” de los códigos personales
(puesto que la experiencia era privada) que conectaban al practican-
te con la ley (la de una fe y la institución que la salvaguardaba).
En muchos sentidos, la clave de la formación del sujeto-jesuita, un
sujeto que debía ser flexible (los “cabeza dura” no tenían lugar en la
Compañía, decía uno de sus provinciales. O’Malley, 1993: 82) y al
mismo tiempo absolutamente comprometido con su orden, se halla
en la práctica de una fe así personalizada, carnalizada. Una vez que
el compromiso formaba parte de la experiencia corporal y emotiva
del sujeto, resultaba menos peligroso permitir que los miembros de
la orden usaran de su discreción y juicio para decidir sobre la mejor
manera de llevar a cabo los cometidos de la orden.
Esta certidumbre explica en parte la reconocida flexibilidad espe-
rada por la Orden en sus miembros cuando éstos entraban en con-
tacto con otras culturas. Indumentaria, alimentación, la forma de
conducirse socialmente, y en general las acciones cotidianas de los
misioneros, debían estar dictadas por la observación cuidadosa de la
cultura en la que participaban. La reputada adaptabilidad jesuita que
tantos problemas les significó con la ortodoxia católica de los siglos
xvii y xviii (su “permisividad” de los ritos chinos y malabares), su
capacidad de “acomodarse” a las circunstancias eran una libertad
“ganada”, por así decirlo, por la garantía de otras prácticas que reli-
gaban al sujeto con la institución. Aunque en más de un sentido esta
apertura a adoptar la diferencia está fuertemente relacionada con el
deseo imperialista de expansión (Mignolo, 1994), me interesa aquí
indagar los accidentes de esta adaptabilidad, los aspectos del “ser
33 Para un análisis de los ejercicios como proceso que permitía a sus practicantes
indio con los indios” que de una u otra forma resultaban problemá-
ticos tanto para el sujeto como para la institución.34 ¿Hasta qué
punto los nuevos hábitos (del “ser” indio con los indios) no se super-
ponían, borrándolos o aminorándolos, a los viejos hábitos adquiridos
en colegios, universidades y ciudades europeas? Adriano Prosperi, al
escribir sobre el caso de Alessandro Valignano y su relación con la
cultura japonesa, nos recuerda que había sujetos que en sus esfuerzos
por manejar (“to master”) una cultura diferente se volvían irrecono-
cibles para sus propios superiores (173). Podríamos decir que Con-
sag, al escribir sobre Francisco Javier intenta de algún modo asegurar
(asegurarse) que la figura del cuadro, pese a las diferencias, es el
mismo Javier con el que estaba familiarizado.
Si la práctica de la mirada era la premisa fundamental de la cien-
cia y el conocimiento en el siglo xviii, los misioneros recuerdan la
parcialidad de este acercamiento: era todo el cuerpo lo que estaba
en juego al enfrentarse a otra naturaleza y otras sociedades. Como
señala Mario Cesareo, por un lado los misioneros tenían la tarea de
representar a Europa: llevarla con su hacer a los lugares “necesitados”
de civilización. “La masiva carencia de materialidad metropolitana
—dice Cesareo— es sustituida por la masiva presencia de la corpora-
lidad del misionero” que para recrear en las fronteras el universo
cultural del que provenía, emplea todo un “repertorio corporal” que
trataba de mediar la discontinuidad geográfica europea (17-21). Por
otro lado, era el cuerpo, como repiten los escritos de los misioneros,
el encargado de ejecutar las labores que garantizaban su entrada al
universo de los indígenas.
En mucha de la producción escriturística jesuita, y de manera
especial en las cartas de los misioneros a sus provincias en Europa,
el cuerpo es un tema que se repite constantemente. Para una episte-
me que eludía sistemáticamente la existencia corporal de sus sujetos
(la concentración en el ejercicio de la mirada, la práctica de la razón
y la objetividad), esta insistencia es una sorpresa. La retórica coloni-
Para no desfallecer bajo el peso del día y del calor estos nuevos misioneros
deben poseer, junto a una robusta condición física, una incansable habilidad
en toda clase de trabajos; una virtud impasible frente a los más diversos
ataques y una rica provisión de diferentes artes y ciencias. La índole de los
actuales californianos exige hombres que lleguen a ser todo para ellos, que
sepan soportar imperturbablemente su rudeza y que puedan socorrerlos
también en todas sus necesidades incluso corporales, con eficaz auxilio (Ma-
tthei y Moreno, 147).
Hay una especie de empuje viril en esta suma que hace del cuerpo
instrumento privilegiado de la labor de evangelización. Sin embargo,
este cuerpo resuelto y fuerte que sin titubeos se apresta a cubrir las
necesidades del avance en el Nuevo Mundo, empieza muy pronto a
resquebrajarse como si la cuota que permitía cada paso del avance
que recorría un poco más allá la frontera, tuviera que ser cubierta
por el cuerpo de los misioneros, cuyo desgaste exhibe la violencia y
la sinrazón de la empresa colonial. Las notas de los misioneros ha-
66 IVONNE DEL VALLE
cuerpo y texto
35 La obra fue publicada por primera vez en La Haya en 1809 (con la misma es-
Como el libro fue publicado después de la muerte del misionero podría pensar-
37
se que esta “anomalía” se debe a los editores; sin embargo, algunas notas en la prime-
ra sección hacen pensar que fueron escritas cuando ya estaba de regreso en Europa.
En todo caso, una vez en Alemania habría podido “concluir”, cosa que no hizo, el
apartado referente a las misiones, tal como hace con el relato del exilio.
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 71
en misiones, una parte además, sin conclusión, era negar tanto el
lugar (actual) de su escritura, como sus condiciones: negarse textual-
mente al exilio y a su estar tullido (crippled and lame) en Alemania.
Volviendo a la primera parte, la del viaje, tenemos una ruptura
inicial entre el momento en que Och recibe el permiso para marchar
a misiones, uno de los mejores días de su vida (1), según lo describe
el misionero; y el momento de su llegada. Mientras que por un lado
el viaje, sus sorpresas y sus sobresaltos son destacados y discutidos con
detalle; por otro, la razón del viaje es eludida con breves y oscuras
notas finales sobre las muchas dificultades de la empresa misionera
(la reticencia de los indígenas, los problemas para aprender la lengua
pima, la muerte y enfermedad de los misioneros en Sonora). Los
últimos párrafos dedicados a la misión parecen mostrar hasta qué
punto llegar significaba el fin del aparato cultural que hasta entonces
le había protegido del entorno: la seguridad del viajero, la mirada
optimista e indagadora ante la cual el universo es espectáculo (Gó-
mez de la Serna, 10), terminaba en el momento en que su participa-
ción en el lugar era esencial: en el momento en que el viaje dejaba
de ser un viaje. De esta forma, el “atletismo” de la travesía,38 las fre-
cuentes referencias en las cartas de los misioneros a las vicisitudes del
camino, es aquí desmentido por el verdadero peligro: la vida en
misión. En el camino, el sujeto estaba de una u otra forma en control,
por eso podía “incorporar” a su universo en cuotas medidas y regu-
ladas, aspectos del ambiente en que se encontraba. En cambio en la
misión, el control parece quedar fuera del sujeto, ahí —como seña-
laba el cuadro de Francisco Javier admirado por Consag— el sujeto
se hallaba a la intemperie, separado de la serie de presupuestos fa-
miliares, del sistema que hasta entonces le había asegurado una
pertenencia y una identidad.
Para cerrar este apartado, Och escoge una frase que cierra el ciclo
iniciado felizmente de forma negativa: “Me quedé en esta misión
hasta 1766, y el año siguiente viajé enfermo a México, donde me
quedé en cama, en nuestro colegio, con artritis” (“I remained in this
mission until 1766, and in the following year travelled ill to Mexico,
where I lay abed in our college with arthritis”, 45). De forma concen-
el problema de la lengua
39 Desde luego que no estoy negando el carácter físico, real, de la parálisis de Och:
ese dato está ahí, lo que me interesa hacer notar es el juego de estrategias retóricas,
la presentación u omisión de información que le permiten a Och —a partir de este
hecho— definir su subjetividad de forma diferenciada.
40 Español y alguna lengua indígena en el caso de alemanes, checos e italianos; o
náhuatl era necesario por su función mediadora entre el español y las lenguas indí-
genas de la región (2002).
42 “Thus, in a district where you hear unproportionally many languages, you must
find necessarily many empty areas. For where there are many people, there are many
neighbors, many communities, there is big commerce. And where this exists, the di-
fference in languages cannot be as big as we can see in Europe”.
43 Edward G. Gray sugiere que los indígenas americanos utilizaban las diferencias
44 Ángel Santos en Los jesuitas en América incluye una sección sobre los lingüistas
entre quienes cita, además de José Ortega en Nayarit, a Natal Lombardo, jesuita ita-
liano trabajando en Sonora (1648-1704) quien escribió un Arte en lengua ópata con
vocabulario y pláticas doctrinales (353-4). También elaboran obras lingüísticas Adan
Gilg (un vocabulario en lengua seri) y Manuel Aguirre (doctrina y pláticas cristianas
en ópata). La obra de Aguirre sí llegó a imprimirse, mientras que la de Gilg (y la de
Sedelmayr) ya no existen (Decorme, 1941, II: 474). No incluyo a ninguno de estos
jesuitas en este trabajo porque su nombre no aparece en los documentos de Sonora
aquí trabajados que por lo regular van de 1730 al momento de la expulsión.
45 La dependencia en materia lingüística debía tener su contraparte en la depen-
dencia para conocer un territorio y sus accidentes: lugares donde había agua, anima-
les ponzoñosos, plantas curativas, etc.
76 IVONNE DEL VALLE
46 Aseveración con la que el traductor del alemán al inglés parece coincidir (véase
Segesser 141).
78 IVONNE DEL VALLE
sus debates, desacuerdos, puntos de coincidencia, etc.— véase la obra de Hans Aars-
leff en la bibliografía.
49 Como parte del trazado de límites y diferencias entre nación y nación, surgieron
ideas y teorías que argumentaban que tal o cual lengua era “mejor” para comunicar
algún sentido que otra. Leibniz, por ejemplo, consideraba que el alemán era el mejor
idioma para la meditación filosófica (Aarsleff, 46).
80 IVONNE DEL VALLE
igualmente que los indígenas eran seres tan primitivos que sus pala-
bras no agregaban nada a los objetos de natura; por otro, las sospe-
chas de algunos acerca de la existencia de una relación orgánica
entre un territorio, una lengua y sus hablantes,50 implicaba una con-
sideración de las lenguas “primitivas” que rebasaba la dicotomía
cultura/natura. Además, si conocer una lengua era conocer el carác-
ter del pueblo que la hablaba (y viceversa), entonces saber esa lengua,
vivir en esa lengua ¿sería hasta cierto punto recrear, representar a ese
pueblo a quien la lengua definía? ¿sería posible que “el centro” si-
guiera siendo la ciudad de México, Madrid, Roma, Leipzig, cuando
se hablaba en guaycura, en cora? ¿era esto posible cuando la lengua
materna que ligaba con dichos lugares se perdía, reduciendo ese
origen (un lugar y su complejidad) a una especie de puro sentimien-
to, a imágenes prácticamente intraducibles? Mignolo diría que sí, que
el poder del centro radica precisamente en su volverse ambulante,
en poder extenderse geográficamente a través de los movimientos
del grupo étnico (político, religioso, económico) en expansión
(1994); los textos de algunos jesuitas, en cambio, muestran ciertos
deslizamientos: pequeñas fracturas en las que es posible ver que aún
para los misioneros (el grupo en expansión) dichos centros queda-
ban eclipsados por la materialidad y la lógica local.
lengua y un lugar. Sin duda el sentido de ilegitimidad hace a personajes como Antonio
de la Calancha y Carlos de Sigüenza y Góngora (quienes escriben en español) tratar
de suturar la discontinuidad al presentar a los indígenas (hablantes de quechua y
náhuatl) con “párrafos”, una especie de contra-regalo, que “pagara” por la patria que
les habían dado. Sería muy interesante analizar —cosa que no voy a hacer aquí— esta
acepción de la escritura, y el español como lengua protonacional, en la que ambos
pueden ser entendidos como parte de una transacción desigual y vergonzosa. Véase
Carlos de Sigüenza y Góngora, Theatro de Virtudes Políticas, Preludio III.
2. EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO
1 La gran independencia de Baja California y Nuevo México son dos de los ejemplos
de Gerhard (32-33) a los que se puede agregar el caso de Colotlán (24-25), otro sitio
para la reformulación de reglas coloniales.
[81]
82 IVONNE DEL VALLE
2 Según José Ortega, el cronista jesuita de la conquista del Nayar, la sierra era “el
la sierra al señalar que fuera de Ixcatán, habitada por los tecualmes que hablaban
náhuatl, en el resto de las misiones se hablaba cora. La realidad parece más compleja
según se deduce de los escritos menos formales de los misioneros. En cuanto a los
indígenas, parece seguro que cuando menos algunos de los hablantes de cora, enten-
dían o hablaban náhuatl ya que todo intento de comunicación con ellos se llevó a
cabo en dicha lengua (quizás utilizando intérpretes náhuatl-cora, aunque esta infor-
mación no se menciona) al menos hasta que los jesuitas aprendieron el cora. El ná-
huatl es también la lengua en que los coras se comunican (cartas, por ejemplo) con
el mundo institucional colonial. En los documentos sobre Nayar hay también varias
menciones a indígenas que hablaban español desde los primeros años de la conquista.
Por su parte, los jesuitas en su mayoría hablaban náhuatl y al parecer sólo unos pocos
aprendieron el cora con fluidez. Para la segunda mitad del siglo xviii se menciona
también que algunos soldados, por ser de la sierra, hablaban cora (Meyer, 1989: 50-54,
96, 141, 263; Meyer, 1992: 98-99; Ortega 19).
5 Tanto el cora y el huichol como el tepehuán y el tecualme pertenecen a la fami-
lia lingüística yuto-nahua. De hecho, las lenguas de todos los pueblos indígenas de las
84 IVONNE DEL VALLE
regiones aquí tratadas pertenecen a esa misma familia, con excepción de la lengua de
los pueblos de Baja California y la de los seris en Sonora. Se desconoce la familia
lingüística de las lenguas de pericúes y guaycuras (Baja California). Por su parte, la
lengua de los seris de Sonora y la de los cochimíes de Baja California pertenecen a
otra familia lingüística, la hokana. Esta similitud habla probablemente de otros rasgos
culturales compartidos. Para información sobre las lenguas del noroeste de la Nueva
España, véase Hausberger, 1999.
6 En esta región desolada Cabeza de Vaca y sus compañeros de naufragio se en-
cuentran por primera vez con otros españoles, después de llevar años entre los indí-
genas. Los excesos de Nuño de Guzmán, muy visibles y recientes en esta área son los
que llevan a Cabeza de Vaca a formular su propuesta de “conquista pacífica”. Véase
Rolena Adorno, “Peaceful Conquest and Law in the Relación (Account) of Alvar Núñez
Cabeza de Vaca” en Coded Encounters: Writing, Gender, and Ethnicity in Colonial Latin
America, editado por Francisco Javier Cevallos-Candau et al. Amherst, University of
Massachusetts P., 1994: 75-86.
7 A partir de mediados del siglo xvii, españoles y criollos empiezan a extender el
nombre de Nayarit —el de un antiguo jefe de los coras (Nayarí)— no sólo a la región
montañosa en que habitaban los coras, sino también a todo habitante de la sierra
(diversos grupos indígenas) aún sin conquistar. Durante los siglos xvii y xviii el nom-
bre aparece muchas veces como “Nayeritas”. En estas páginas me referiré a los habi-
tantes de la sierra como nayares, de esta manera incluyo a indígenas (y no-indígenas)
de diversos grupos étnicos.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 85
el requerimiento y los apóstatas
de Phil Weigand. Estas mezclas constantes han dificultado a los antrópologos distinguir
el “origen” prehispánico de grupos como los coras, huicholes y tecuales (o tecualmes).
Aunque los jesuitas se establecieron en una zona cora, mientras que los franciscanos
eran misioneros entre los huicholes, las fronteras entre los asentamientos de uno y
otro grupo eran, como veremos, porosas.
9 Antonio Tello, en su crónica sobre la provincia franciscana de Xalisco escrita a
mediados del siglo xvii, hace mención constante a la facilidad con que indios alzados
huían a la sierra para evitar el castigo. Véase por ejemplo II: 3: 157 y 177.
86 IVONNE DEL VALLE
llas (para citar un par de ejemplos) los soldados asesinan a “un espa-
ñol que peleaba entre los nayares” (131). En otra instancia relata que
uno de los indígenas que más resistían la conquista militar y poste-
riormente la evangelización tenía por mujer a una española (167).
Por otra parte, si los coras recibían en sus montañas a individuos
de otros grupos, indígenas o no, ellos mismos tenían contacto direc-
to con el mundo más allá de la sierra. Durante el siglo xvii los fran-
ciscanos mencionan que los coras viajaban continuamente para co-
merciar con los grupos en las faldas de las montañas, y que incluso
pasaban temporadas en estos pueblos. En estos relatos, los coras no
parecen en absoluto tímidos. A juzgar por el informe de Antonio
Arias, el primer franciscano en escribir extensamente sobre los coras,
parecen por el contrario, abiertos a conversar y responder el sinnú-
mero de preguntas del misionero acerca de su vida y, sobre todo, de
sus creencias religiosas (Santoscoy, 7-34). Las preguntas insistentes
detrás de la información obtenida por Arias (quien escribe el informe
colonial más completo que conozco sobre las creencias coras) per-
miten pensar en las oportunidades que estas conversaciones abrían
a los indígenas para pensar detenidamente el universo de sus inter-
locutores. En el informe, Arias señala también que los coras bajaban
a trabajar a las zonas aledañas en tiempo de siega, y a los reales mi-
neros de Zacatecas (Santoscoy, 13), datos que hablan de una gran
movilidad a pesar de su estar “aislados” en las montañas.
En algunos de los contactos con españoles, los nayares habían
incluso dado su “obediencia” al rey de España y Arias dice que era
política suya, “por su conservación”, no hacer guerra a los españoles
(Santoscoy, 10). Debido precisamente a la continua relación de los
coras con el mundo colonial a su alrededor, algunos investigadores
refieren que a pesar de que la “conquista” del Nayar se realiza su-
puestamente en 1722, esta fecha y la llegada de los jesuitas no signi-
ficó para ellos un cambio radical. Los cambios fundamentales en su
vida cotidiana (adopción del ganado, uso de ciertos productos, for-
mación de nuevas rutas comerciales, agricultura) habían tenido lugar
muchos años antes (Hers 258).10
10 Según Marie-Areti Hers lo que más alteraron los jesuitas fue la organización
político-religiosa cora en la cual, la Mesa (el lugar elegido por las autoridades colo-
niales para instalar la misión y el presidio principales), tenía el lugar preponderante.
A partir de 1722 —dice Hers— este poder se dispersa y fragmenta para empezar a
reconstituirse en 1767 bajo la dirección de Granito, el sacerdote del dios Tallao—la
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 87
De la información anterior se deriva una interesante problemática:
por un lado, el hecho de que pese a que los indígenas habían varias
veces —según dicen los documentos— respondido afirmativamente
al Requerimiento (aceptaban al Dios cristiano, al rey), las autoridades
coloniales se plantearan durante años la necesidad de conquistarlos,
con todo y que, como decía el informe de Arias, los coras tenían como
política no atacar a los españoles. En este sentido, puede pensarse
que la existencia misma de este grupo anómalo, a su vez formado de
muchos grupos, en la sierra del Nayar representaba un serio reto a
la administración colonial. Si por un lado los indígenas vivían en paz,
no había razón para atacarlos, pero, por otro, el hecho de que la vida
en la sierra empezara a convertirse en una apelación atractiva a sec-
tores poblacionales no-indígenas transforma a este grupo en una
amenaza política y religiosa para el aparato colonial. La existencia de
los nayares tiene así que ver con las limitantes del imperativo totali-
tario del Requerimiento, según el cual las opciones para los indíge-
nas, una vez que se les leía el documento, eran solamente dos: sumi-
sión o muerte. Sin embargo, este grupo no asume ni una ni otra, por
el contrario, opta por una afirmación de su vida.
En varios de los encuentros documentados entre nayares y espa-
ñoles, una imagen se repite: la presentación del jefe del grupo (el
Nayarí) de algún documento escrito por un español en que se pide
a quien lea el texto buen trato para los coras en razón del tratamien-
to de ellos recibido por quien firma el mensaje. Más que aprovechar
el esporádico paso de miembros del estado colonial (militares, reli-
giosos) por su territorio, los coras buscaban activamente recordar su
existencia a las autoridades coloniales. Cuando les faltan salvoconduc-
tos que exhibir llegan incluso a pedir por escrito al obispo de Gua-
dalajara (insistiendo también en una respuesta escrita) cómo hacer
para seguir siendo considerados un pueblo de paz. Desde mi pers-
pectiva, este gesto excesivo de aparecer como súbditos ejemplares está
relacionado con ese saber histórico acumulado desde distintas pers-
pectivas (refugiados de las guerras de conquista, mulatos, esclavos,
indígenas de otras zonas del virreinato) respecto al funcionamiento
del gobierno colonial. Contrariamente a la aparente sumisión de esta
conducta, su carácter estudiado y performativo permite entender el
siglo xvii lo que llevó a “apresurar” una conquista pendiente durante mucho tiempo:
la necesidad de mano de obra había vuelto visible la sierra del Nayar (2001: 168).
12 Esta sociedad es distinta a las que surgían en las llamadas Provincias Internas
donde la economía del cautiverio produjo mezclas constantes entre distintos grupos
raciales. Según Fernando Operé, para muchos de los grupos indígenas del norte de
México (Sonora, Coahuila, Chihuahua y Estados Unidos —Texas, Nuevo México—),
la toma de cautivos se convirtió en una valiosa estrategia de supervivencia indígena
que no sólo les permitía acrecentar sus propios números a través de la captura de
mujeres y niños, sino tener herramientas para hostigar a quienes invadían sus territo-
rios.Un sistema de intercambio y rescate se organizó oficialmente en el área para
hacerse cargo de esta situación. Sin embargo, en este trabajo, y porque en las misivas
del Nayar no hay una sola mención al cautiverio, pienso en estos grupos como pro-
ducto de una formación absolutamente voluntaria. Hasta cierto punto los recientes
trabajos enfocados en los cautivos subrayan el carácter de estos personajes como víc-
timas —proyecto de rescatar las voces de quienes no las tuvieron, por ejemplo—. Para
mí, el cautiverio representa simplemente uno de los riesgos de la colonización. Si no
hubiera habido grupos humanos que invadieran territorios que no les pertenecían,
no habría habido cautivos. En todo caso, el cautivo es víctima del sistema colonial que
a cambio de sostener su avance está dispuesto a pagar —en ellos— cierto precio.
90 IVONNE DEL VALLE
13 David Weber señala que a finales del siglo xviii existían muchos indígenas no
del todo hispanizados ni cristianizados, que se movían con comodidad entre dos mun-
dos (el colonial y el suyo propio), frustrando a los oficiales españoles (247). Como
vemos en este ejemplo, en el Nayar —y lo mismo se puede decir de Sonora— desde
principios del siglo xviii había una población no sólo indígena sino mestiza e incluso
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 91
En 1711, como parte de una estrategia de la conquista ordenada
por el virrey a petición de grupos locales en la región, dos franciscanos
parten hacia la sierra con varios ofrecimientos para los nayares: la li-
bertad de los esclavos que allí se encontraban, y un indulto general.
Si además aceptaban recibir la doctrina cristiana no se les impondría
alcalde, ni otra justicia española. Lo único que fray Antonio Margil
pedía a cambio de estas concesiones —además de la puerta abierta
para la evangelización, desde luego— era que no se permitiera que
entraran a sus pueblos otros negros, mulatos o mestizos que aquellos
permitidos por los misioneros. Esta petición tiene que ver con la
ansiedad de las instituciones coloniales en relación con la integración
de otros grupos poblacionales a una forma de vida que escapaba de
la supervisión colonial. En esta ocasión, aunque los indígenas respon-
den que permitirían que se bautizase quien así lo quisiera, no llega
ningún voluntario (Ortega 58-61). Ante este fracaso, en 1716 se organi-
za una nueva comitiva para intentar convencer a los nayares. Después
de visitar la sierra, el jesuita Tomás Solchaga, en una postura endure-
cida respecto a la de sus compañeros franciscanos, señala las culpas
de los indígenas que —según él— justificaban una “guerra justa”. En
el informe de Solchaga al obispo, los apóstatas que se encuentran en
el Nayar son la pieza clave de la argumentación del derecho colonial
español a los territorios de la sierra. El bautizo recibido junto con el
Requerimiento en años (e incluso siglos) anteriores había marcado a
los habitantes de la sierra como pertenecientes a la corona. Vale la
pena transcribir aquí parte del informe del jesuita, quien después de
asegurar que era debido a la influencia de apóstatas y delincuentes
que los nayaritas no se reducían al cristianismo, agrega:
La obediencia que han dado al Rey no pasa de pura ceremonia, pues jamás
obedecen a sus mandatos, ni dejan de admitir a los apóstatas rebeldes de la
Corona, ni quieren entregarlos, ni admitir sacerdotes que administren a los
cristianos allí refugiados.
Esto y el haber no sólo hecho daño a los lugares vecinos, sino el estar siem-
pre prontos a admitir a los apóstatas y otros delincuentes, parece que basta
para hacerles guerra muy justa... Por lo tanto tengo por necesario sean obli-
gados los Nayaritas a tres puntos: 1, que no admitan cristianos fugitivos en
sus tierras; 2, que entreguen todos los apóstatas que hubiese en ellas; 3, que
en caso de que, por haber contraído con ellos parentesco o haber nacido
allí hijos o cosa semejante no quieran entregarlos, admitan sacerdotes que
instruyan o administren a dichos cristianos (Meyer, 1989: 26).
92 IVONNE DEL VALLE
criolla, que se movía entre dos mundos. Yo argumentaría, sin embargo, que esta movili-
dad servía para fortalecer el universo indígena y no el colonial, tal como indica la nota
de Weber respecto a la “frustración” de los españoles ante este tipo de situaciones.
14 Véase el capítulo 1.
94 IVONNE DEL VALLE
15 Ortega dice llevar 23 años viviendo con los indígenas al momento de escribir
(12) y puesto que los primeros jesuitas (fuera de los dos que iban con la expedición
militar durante la conquista en 1722) no pudieron haber llegado antes de 1723, pue-
de concluirse que Ortega escribe cuando muy temprano en 1746.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 95
necesidades retóricas y epistemológicas desligadas de su objeto refe-
rencial (el Nayar). El título, por ejemplo, implica una necesidad de
coherencia. Según explica, el adjetivo “maravillosa” lo toma del infor-
me de Antonio Arias (jesuita homónimo del franciscano que escribe
un siglo antes) para seguir la tradición iniciada por uno de los dos
primeros misioneros en llegar a la sierra con los soldados en 1722.
La maravilla —agrega— se encontraría toda “descifrada” en el curso
de su libro (9) y más adelante, cuando empieza a explicar el difícil
carácter de los coras, anota: “siéndome necesario desempeñar el glo-
rioso título de este libro” (17), como si su escritura tuviera que seguir
no el curso de una realidad extratextual, sino una exigencia de co-
rrespondencia entre un título y el contenido que éste anuncia.
La dificultad de su tema (¿cómo convencer —y convencerse— de
que los nayares estaban de verdad reducidos a la fe?) parece hacer
volver al misionero a la utilización de viejos paradigmas. Mientras que
a finales del siglo xvi José de Acosta señalaba que para la evangeli-
zación del Nuevo Mundo no hacían falta milagros —“la vida nos
basta”, decía, para confirmar entre los indígenas la palabra de Dios
(378)— a mediados del xviii, Ortega recurre de nuevo al apoyo di-
vino (Santiago es supuestamente visto luchando contra los indíge-
nas). Aunque el misionero tiene dudas sobre lo que dice su escritura
(no se sabía si las imágenes de Santiago eran “apariencia o realidad
o ficción”) la posibilidad de vencer a los indígenas le parecía una
empresa tan “superior a las fuerzas humanas” que Ortega opta por
cuando menos sugerir el milagro (163).
Sin embargo, la signatura de lo sobrenatural (la maravilla, el mi-
lagro) no le parece suficiente para garantizar a sus lectores la veraci-
dad del contenido de su narración. Así, escoge la visita del obispo de
Guadalajara a la sierra en 1728 como último dato de los aconteci-
mientos en el Nayar. Si el milagro no resultaba suficiente, tal vez la
verificiación burocrática-oficial, el testimonio de un alto representan-
te institucional, garantizara la verdad que intenta construir. De esta
forma, en 1728 la visita del obispo produce una transformación: las
dificultades del fatigoso viaje para llegar al Nayar son olvidadas por
el prelado en cuanto éste confirma que todos los habitantes de la
sierra se hallaban ya “domesticados” y muy “adelantados” en la doc-
trina cristiana (215).
Así como el primer artificio retórico (el milagro) resultaba insufi-
ciente, la confirmación burocrática también falla, como parece indi-
96 IVONNE DEL VALLE
parecía imposible (la conversión) apenas una página antes. Así como
él, ningún jesuita discute los acontecimientos que podrían explicar
el abrupto cambio en indígenas hasta entonces reticentes.
En su estudio sobre las relaciones entre jesuitas y nayares, Jean
Meyer señala que los misioneros nunca pudieron extirpar la idolatría;
para hacerlo —dice— habrían necesitado antes definirla y dicha
definición “les resultó poco más que imposible” (1992: 87). Cierta-
mente, lo que se encuentra en los textos jesuitas referidos a la “anti-
gua” vida de los nayares es precisamente perplejidad: la incapacidad
de entender qué llevaba a los indígenas a actuar como actuaban, de
entender los significados que hacían de su sistema de vida un univer-
so inalienable. Hasta cierto punto esta dificultad para explicar quié-
nes eran los nayares obligaba a Ortega a modificar los hechos: la
magia, el milagro de la conversión tenía una fecha (aunque sería más
apropiado decir “fechas”), pero no un antecedente claramente defi-
nido (su religión) y mucho menos una historia posterior.
Sin embargo, mucha de la información producida por ellos mis-
mos da otro sentido a documentos como la crónica de Ortega. Por
ejemplo, en 1727, es decir apenas un año antes del glorioso 1728 de
Ortega, Cristóbal Lauria, otro jesuita, se queja de que la asistencia a
las misiones es “muy poca, porque la más parte del año la pasan [los
indígenas] en las barrancas, en borracheras, en idolatrías y otras
maldades”. De igual forma, a principios de 1730 Urbano Covarrubias
informa que la esperada visita del obispo Nicolás Gómez (la misma
de la que hablaba Ortega en 1728) no había servido para calmar los
ánimos de los “muy inquietos” indios. Por si fuera poco, y contrario
a su política de irlos ganando poco a poco, “disimulando” sus “innu-
merables idolatrías y adoratorios”, en 1729 los misioneros descubrie-
ron una cueva en la cual rendían adoración a un cadáver que los
soldados destruyeron junto con los objetos que había a su alrededor.
Acontecer fortuito que descubre no sólo cómo los indígenas habían
podido continuar con sus prácticas religiosas, sino también el carác-
ter conspiratorio de su hacer pues no es sino hasta más tarde cuando
los misioneros se enteran de la gran importancia de dichos “despojos”
que resultan ser —dice Covarrubias— “célebres y venerados de toda
la circunferencia de naciones”. La importancia del adoratorio era tal
—agrega el misionero— que había sido obra “Divina” el que ellos la
ignoraran, porque de haberlo sabido, dudaba que hubieran empeza-
do la empresa (Meyer, 1989: 63).
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 101
Meses después de la destrucción del hallazgo, las urgentes misivas
escritas por los jesuitas, cartas permeadas por el miedo y la impoten-
cia, dan la razón a la aseveración de Covarrubias: hasta cierto punto
había sido necesaria cierta ingenuidad para haber realizado una ac-
ción que tendría consecuencias tan negativas para los misioneros. La
violencia de esta destrucción generaba violencia, o en todo caso,
llevaba a los jesuitas a imaginar la violencia retribuidora de los agre-
didos. En sus cartas intercambian rumores, información esencial,
notas de consuelo o llamadas a la retirada ante la fuerte posibilidad,
indicada —coincidentemente— por Ortega, de que “toda la provin-
cia” se perdiera (Meyer, 1989: 74).
Uno de los aspectos más interesantes de dichas cartas es que el
miedo de la mayoría de los misioneros no estaba relacionado con el
anhelo del martirio que podía esperarse de quienes se encontraban
en una zona remota, habitada por indios “chichimecas”. Uno tras
otro los misioneros que pueden hacerlo se van retirando de sus mi-
siones para huir de la posibilidad de ser asesinados por los nayares.
Francisco de Isasi, en una carta al provincial que denota su miedo
(Ortega, quien lee la misiva, se da cuenta de que el provincial en la
ciudad de México no entenderá la carta del misionero y agrega en
una suya los datos que dan sentido a la de Isasi) escribe cómo se
encontraba después de enterarse de los rumores sobre su muerte por
parte de los indios:
más desconsolado que nunca queriendo estos indios hacer conmigo tal
crueldad mimándolos como los he mimado… Dios sabe cómo escribo porque
estoy tal de susto que no tengo vida por lo que ya digo [que los indios te-
cualmes irían a ayudar a los coras en el supuesto levantamiento]… no me
hallo con ánimo de morir a manos de estos bárbaros (Meyer, 1989: 70).
nes”) una vez “recobrados un tanto” de la visión que les había “tur-
bado el ímpetu”, “arrebataron el buen ídolo a puñados y golpes” que
destrozaron “y ultrajaron con mayor número de baldones y oprobios”
(Meyer, 1989: 62-63). En otro informe, Gregorio Hernáez confirma
no sólo la eficacia de dicho mecanismo violento sino su carácter de
absoluta necesidad. Si no se recurriera a los soldados y sus armas los
indígenas jamás se habrían convertido en cristianos:
[…] no fue menor la vigilancia y solicitud que fue preciso poner para con-
tener estos nayaritas en la sujeción y obediencia que, obligados del valor de
sus armas, dieron al rey nuestro señor. Mal habenidos con la sujeción en que
estaban, y pareciéndoles sumamente gravosa la ley que los privaba de sus
gustos, intentaron, en varias ocasiones, sacudir rebeldes el yugo, que con
duplicadas coyundas, los contenía en el deber de cristianos y racionales
(Burrus-Zubillaga, 1982: 302).
y yo soy de los Coras y los demás mis súbditos, los Guasamotas, Coras, Ayo-
tuxpas y Guajicoras están quietos; y así quiero que lo sepas Sr. Obispo y
también el rey que está en España, léase este papel en vuestra presencia, para
que vuestro corazón se aquiete y me queráis mucho como yo os quiero, y ahora
os digo lo que siento para que lo sepáis y os holguéis, y holgarme yo de que
no tengo pecado, sino que estoy como me habéis puesto (énfasis agregado,
Santoscoy 2).17
16 Hay que añadir sin embargo, que salvo algunas pocas excepciones los misioneros
están del mismo modo incómodos con lo que según su perspectiva es el mal proceder
de los soldados a los que muchas veces culpan por la “inquietud” de los indígenas.
17 Las cartas —parte de la misma comunicación con el obispo Juan Ruiz Colmene-
que las encontró en el siglo xix en el archivo del gobierno eclesiástico de la arquidió-
cesis de Guadalajara (véase página VI para esta aclaración, y páginas 1-6 para las cartas
del Nayarí).
108 IVONNE DEL VALLE
18 Ortega señala que tenían tres divinidades principales: Tayaoppa (el sol, la deidad
principal), Ta Te (nuestra madre) y Quanamoa (su redentor), triada que según fran-
ciscanos y jesuitas era semejante a la trinidad cristiana. Además de estos tres dioses,
dice Ortega que “tenían otros muchos, a quienes sin otro nombre que el de Tecuat,
que es lo mismo que Señor, rendían sus adoraciones”. Véase Ortega 19-21 y Santoscoy
110 IVONNE DEL VALLE
22-3. Marie-Areti Hers indica cómo en la Mesa (el sitio que tenía preponderancia
político-religiosa entre los nayares antes de la conquista) aparecen, después de 1722,
dos ídolos (con sus templos y sacerdotes), en lugar de uno, de Tallao (el Tayaoppa de
Ortega), dispersión que ella considera “una medida defensiva contra el control espa-
ñol” (266).
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 111
pudiera borrarar lo que ahí ocurría o acabar repentinamente con
una forma de ser y de vivir. La solución implica una derrota: la im-
posibilidad para soldados y misioneros de continuar en Dolores sa-
biendo lo que sabían.
Dos cuestiones más en este caso son reveladoras del funcionamien-
to de la religiosidad nayar. La primera es el hecho de que Diego
Manares, identificado como el sacerdote de los ritos “sacrílegos”,
había sido, como él mismo señala durante su interrogatorio, quien
durante la conquista en 1722 había llevado a los soldados a destruir
adoratorios, actividad que le permite sustraer objetos para su uso
posterior. En 1752 es de nuevo él quien lleva al capitán no sólo a
sacar de las cuevas a los “diablos” que hasta entonces —reconoce
Manares— los habían “engañado”, sino también a deshacerse de los
mezcalitos (el peyote) utilizados durante sus ceremonias religiosas.
A pesar del sustantivo utilizado por Manares para referirse a sus dio-
ses, en las frases de éste transcritas en el informe sigue habiendo un
tono de retadora indiferencia: “ahí está, sácalo, si puedes” dice al
militar señalando el profundo barranco en que se encontraba el
ídolo. Esta vez, a diferencia de lo hecho por los soldados durante la
conquista, el capitán decide bajar a recuperar todos los objetos ocul-
tos en la cueva y no depender de Manares para hacerlo (Meyer, 1989:
144-148).
En segundo lugar, según se deduce de las declaraciones de algunos
testigos-participantes, la dispersión de los habitantes de Dolores tan
sólo significaría la dispersión del culto prohibido. Las respuestas de
los interrogados que explican la expansión de la idolatría hablan de
una compleja red de relaciones entre San Blas (misión a cargo de los
franciscanos) y Rosario y Dolores, misiones jesuitas surgidas de la
disolución, años antes, de otra misión (el Rosario) por sus prácticas
de idolatría. Según el recuento de los testigos la cercanía de Rosario
con San Blas había permitido la formación de nuevas alianzas entre
los miembros de la así expandida comunidad religiosa (el aprendiz
de Manares en Dolores era sobrino de la sacerdotisa de San Blas, por
ejemplo. Meyer, 1989: 143). Quizás esperando que nuevos misioneros
y nuevos soldados tuvieran que hacerse cargo de ella, ni unos ni otros
parecen considerar que desaparecer la misión significaría extender
el contagio y postergar el enfrentamiento con la idolatría. Al final de
las investigaciones, las autoridades informan incluso que habían con-
cedido a los habitantes de la misión varias prerrogativas tratando de
112 IVONNE DEL VALLE
evitar que permanecieran cerca de San Blas, asegurando con ello que
los rumores y los participantes se extenderían más allá del radio de
lo ya “perdido”.
Según el jesuita Joseph Rincón, los idólatras habían sido recibidos
de buen grado en las otras misiones, se les había dado casa y tierras
y por un año habían quedado exentos del “trabajo y servicio” que
daban a los ministros evangélicos (Meyer, 1989: 156). Que en lugar
de castigar se hicieran concesiones a los culpables tiene que ver no
sólo con la magnitud del problema (eso era mejor que obligarlos a
rebelarse), sino con la (auto) confusión provocada al presionar a los
indios más de la cuenta. “Tengo experiencia… que en descubriéndo-
se algo, sacan algunas cosas viejas, con lo que nos confunden” (Meyer,
1989: 127), dice un capitán, como advirtiendo que buscar idolatrías
con demasiada vehemencia podía producirlas. Por otro lado, no
presionar suficiente siempre implicaba quedarse tan sólo con una
parte de la historia. En 1756, un capellán insiste en que sería mejor
que estos indios fueran reubicados en la Mesa, donde se encontraba
el presidio principal, ya que sólo así se les podría vigilar lo suficiente:
“en mi concepto” —dice— “no se sabe todo lo que intentaban” (Me-
yer, 1989: 155).
Sea que se hubiera “encontrado” más, o menos, de lo que en
realidad había, las reacciones de los indígenas parecen haber alar-
mado a sus interrogadores.
los soldados a encontrar ídolos y mezcalitos (Meyer, 1989: 153). En el siguiente capí-
tulo, sobre Sonora, se observa un caso similar en el que el hechicero acusado de
asesinar a uno de los jesuitas, muere al día siguiente de haber confesado su supuesto
“crimen”. En este sentido, es interesante lo que dice el capitán respecto a la melanco-
lía de todo un pueblo por haber perdido el objeto de su culto.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 113
La fuerza de la idolatría podía imaginarse en los efectos que cau-
saba en los interrogados, y la experiencia del “levantamiento” de
1730 luego de la quema de ídolos de 1729 es un buen ejemplo de
los temores que lo hecho producía en misioneros y soldados. Quizás
en razón de esto mismo las reticencias a presionar demasiado: tal vez
era mejor no conocer del todo la magnitud del problema detrás de
las confesiones. Por ello, era preferible que se marcharan, a pesar
de saber que enviarlos a otro sitio implicaba dispersar y ampliar el
problema.
Estos pasajes señalan que la religión cohesionaba a los habitantes
de la sierra, el significante que permanecía pese a los cambios, y que
los volvía inalcanzables incluso después de la “conquista”. En su nom-
bre, de muchas formas y desde muchos frentes, los nayares hacían
una guerra de guerrillas. Durante años habían dado la “obediencia”
a los requerimientos del rey, y habían participado en el universo co-
lonial presentando peticiones y argumentando sus derechos, ya fuera
verbalmente o por escrito. A pesar de su respuesta afirmativa al Re-
querimiento, en una de las primeras entradas de españoles a la sierra
en el siglo xviii, los nayares responden a los “amorosos” mensajes de
los conquistadores, diciendo que la mejor manera de demostrarles el
amor que decían tenerles era volviéndose por el camino por el que
habían llegado (Ortega, 42). En 1764, cuando un grupo de indígenas
se queja (delante del militar que reporta el incidente) con uno de
los jesuitas de la conducta de otro y el primero los acusa de “embus-
teros, chismosos, inquietos”, uno de los indígenas se agacha y seña-
lando una herida en la cabeza, dirige una pregunta contundente al
jesuita: “¿y esta cortada es mentira, padre?” (Meyer, 1989: 171).
Aunque los momentos en que los misioneros citan directamente
a los indígenas no son muchos, las líneas anteriores son un indicio
de lo que quería decir José Ortega al indicar que los nayares les ha-
bían demostrado “que más que a las puntas de sus flechas y los filos
de sus alfanjes, debía temerse “la agudeza de sus discursos” (44). La
intensidad del diálogo entre misioneros e indígenas aparece en notas
dispersas en los documentos de los jesuitas, tres o cuatro frases que
nos recuerdan que la conversión no era el proceso silencioso, o mo-
nológico, representado por el antes lobos/ahora corderos de los
misioneros. Quizás por las inconveniencias que para la fe de sus
lectores significaría esta inclusión, los misioneros (al menos después
del siglo xvi) eluden esta área de su convivencia con los indígenas.
114 IVONNE DEL VALLE
Las palabras y argumentos de los indigenas están las más de las veces
perdidas entre una presentación que las exhibe como muestra de sus
errores, quitando con esto toda posibilidad de diálogo verdadero, o
bien las sintetiza (como hace otro jesuita en 1745: “no pocas veces
vienen… a objetarme y proponerme dudas de mi explicación”: Ban-
croft M-M 1176: 10), escatimando el saber y la lógica, la impaciencia
de los indígenas con la doctrina cristiana.
En estas palabras que resultan tan inesperadas como sorprenden-
tes (su “diabólica elocuencia”, decía Ortega) para sus interlocutores,
hay toda una gama de posibilidades de respuesta del Nayar a la vio-
lencia de la conquista. Una respuesta motivada por el afán de man-
tener firme el eje que le daba sentido: su religiosidad, que era tanto
el origen de su discurso, como el sitio privilegiado para el quiebre
del discurso en su nombre sostenido.
Aunque sería absurdo decir que los nayares nunca fueron evange-
lizados, debe señalarse que de nuevo en 1760 el jesuita Antonio Polo,
en una carta al provincial en la ciudad de México, confiesa que en
la sierra sólo se salvaban los niños que morían bautizados; en cambio
los adultos tenían poca esperanza de salvación (Meyer, 1989: 163).
Poco tiempo después de la salida de los jesuitas en 1769, uno de los
capitanes de los presidios, entregado a la extirpación de idolatrías
como antes hicieron los misioneros, confirma dos cosas. En primer
lugar, cómo los nayares se recuperaban de las destrucciones llevadas
a cabo periódicamente por soldados y misioneros: los indígenas —de-
cía el capitán— aseguraban en que todos los ídolos que les habían
arrebatado en 1768 no eran los originales, sino representaciones de
los antiguos. En los nuevos objetos —dice el militar— “adoraban la
representación” de los viejos ídolos (Meyer, 1989: 184-185), argumen-
tado que las copias de las copias no perdían por serlo, su atracción,
sino por el contrario, aparecían enteras y originales en su poder. En
segundo lugar, el estado “caótico” de la sierra desde la perspectiva
de las autoridades: “desde la conquista”, nunca como en ese momen-
to habían estado los indios “tan entregados a la idolatría” (Meyer,
1989: 190).
Finalizo con una pregunta que abordaré en el siguiente apartado
sobre el tipo de relaciones que podía establecer la ciudad de México,
en tanto que centro de la expansión a las fronteras, con este grupo
cuya resistencia a ser asimilado a la “norma” demuestra lo que Meyer
ha llamado una “capacidad proteica”.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 115
viajes de la periferia al centro
20 En realidad se trata de tres. 10 años después de este primer auto de fe, el jesui-
en 1723, se trata del auto de fe del cadáver del Nayar, el gran jefe
del siglo xvi que había dado su nombre tanto a la sierra como a los
indígenas que la habitaban, y que había sido remitido por los jesuitas
y soldados que participaron en la conquista de 1722 como “muestra”
tanto de su triunfo (despojos de guerra), como de la idolatría de los
conquistados.
Según relata Ortega en la Maravillosa, en 1721 las autoridades ci-
viles, con ayuda de uno de los amigos blancos de los nayares, logran
tender a éstos una trampa: convencer al tonati de ir a la ciudad de
México a pedir al virrey, con el pretexto de darle personalmente la
obediencia, auxilio para reabrir sus rutas comerciales cerradas en ese
momento por grupos indígenas costeños que —sin saberlo los naya-
res— les negaban acceso a la costa como parte del plan de conquis-
ta.21 La intervención del virrey tenía por objeto comprometer a los
indígenas a recibir misioneros y ajustarse a las reglas de vida por ellos
marcadas, a cambio de que se “abrieran” las rutas comerciales con la
costa. Este incidente, pretexto oficial de la guerra hecha a los nayares
cuando éstos no cumplen lo “pactado” con el virrey, hace decir a
Ortega que habían sido los indígenas mismos quienes “buscando sus
intereses, abrieron la puerta que su terquedad tenía cerrada” (77).
La llegada de los 26 nayares (en un principio eran 50, pero la
mitad regresó apenas iniciado el viaje) a la capital virreinal causó
gran revuelo:
Fue muy ruidosa la novedad que causó la venida de los nayeritas en los áni-
mos mexicanos; porque no sólo picó la curiosidad de la gente plebeya, que
corría a tropas a verles, sino que movió aun a los señores y señoras de pri-
mera clase, para deber al examen de sus propios ojos, el informe que fácil-
mente abulta la exageración cuando se escucha en ajenas lenguas. Y pasando
la fama de las casas a los claustros, sacó el ardiente celo a muchos venerables
religiosos y sacerdotes de su sagrado retiro, con el deseo de ir a ver si eran
capaces de domesticarse los que la común voz publicaba indómitas fieras
(Ortega: 85-86).
21 Rosa Yáñez afirma que con la ayuda de los indios cristianizados se cerró el paso
a los nayares tanto por la zona occidental como por la oriental. Esto impidió a los
indígenas el acceso a las rutas de la costa para comerciar, así como comprar sal y
pescado, entre otros productos (1991: 171). Este comercio, según los franciscanos, era
desde el siglo xvii parte fundamental de la vida en la sierra.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 117
En cierto sentido parecería como si en el siglo xviii la ciudad de
México se considerara más allá de la barbarie y la idolatría; por ello,
la noción de espectáculo extraordinario, el aire de rareza que hacía
que ésos a quienes Ortega llama “plebeyos” (seguramente indios,
mestizos y mulatos) fueran a ver a los nayares. Por otro lado, puede
pensarse que este recibimiento seguramente inesperado podía haber
avasallado a los miembros de la delegación nayar. Según Ortega, la
enorme población de la ciudad de México —que el misionero pre-
senta como la evidencia del poder de España— era lo más asombro-
so para entre los nayares, más que la arquitectura y la “suntuosidad”
que había dejado “pasmados” a los visitantes. Quedaron sorprendidos
—dice el misionero— por “el tropel y numeroso concurso de espa-
ñoles que veían, y de que podía formarse ejércitos, no sólo para
conquistar su rebeldía, sino para acabar con todos sus paisanos” (85).
Si en este sentido, la visión de la ciudad de México significó para los
26 nayares un ajuste de su noción del poder al que se enfrentaban y
que hasta entonces sólo habían encontrado de forma fragmentaria y
dispersa, por otro lado, contra esta imagen de españoles circulando
por doquier, en 1730 (en una de las atemorizadas cartas enviadas por
Ortega al provincial cuando los misioneros temían morir y perder la
provincia), un jesuita se refería al “sueño indígena” de acabar con
todos los españoles en la sierra: los padres y “el resto de esta pequeña
cristiandad” (Meyer, 1992: 96). La disparidad entre una revelación y
otra —los españoles en México eran muchos, pero en la sierra los
indios podían matarlos a todos— tiene que ver con los límites del
área de influencia de uno y otro sitio, con los límites sobre todo, de
una “gran” ciudad de México que pese a su grandeza y número de
habitantes no podía ejercer control sobre sus fronteras. Las frases con
que Ortega interpreta la sorpresa que los muchos “españoles” causan
en los nayares, pueden estar relacionadas con el miedo de los misio-
neros en 1730. De ser así, la ciudad de México es una imagen invo-
cada —de nuevo desde la frontera en donde escribe la crónica—
como seguridad y amuleto cuando en cambio se vivía en un universo
en que la cristiandad era bastante reducida. Sus frases, en todo caso,
nos llevan al efecto que Ortega (y las autoridades que organizan el
viaje) quisiera producir con la materialización de México.
El efecto sublime de la naturaleza en la subjetividad criolla (Hig-
gins) aquí se invierte en el espectáculo —para los “bárbaros”— de la
ciudad y sus habitantes. Pero en este caso, lo sublime debe rebasar
118 IVONNE DEL VALLE
22 Los jesuitas habían organizado varios viajes semejantes desde sus misiones a los
centros europeos buscando, igual que en este caso, que los “nativos” (nayares, japo-
neses, etc.) fueran testigos de la grandeza europea. Como si la supuesta magnificiencia
europea fuera obvia y convenciera de inmediato a quien la viera, estos viajes tenían
como objetivo mostrar la superioridad europea y con ella, la necesidad de su imitación
(Prosperi 167; véase también Weber 27 y 242).
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 119
equipo asesor, no lo fue seguramente el “grande alarido” dado por
los indios después de ser saludados por el virrey (86). En estas imá-
genes los nayares no parecen en ningún momento amedrentados o
vacilantes ante un aparato cuyos efectos Ortega tal vez hubiera que-
rido más impresionantes. En esta ocasión, al igual que cuando los
nayares son recibidos por el virrey, éstos parecen entender el suyo
como un sistema protocolario tan válido y necesario como el del vi-
rrey: cada grupo realiza sus saludos y signos de deferencia sin inte-
rrumpir al otro. Si el tonati había aceptado ir a dar su obediencia al
virrey como estrategia para pedirle ayuda, por otro lado también iba
en calidad de monarca, de jefe supremo de una gente y un territorio
que probablemente no cambiaría por lo que Ortega llama la “sun-
tuosidad” de la ciudad de México.
Dos pequeñas notas pueden ilustrar el poco o mucho interés de
los nayares, y del tonati en especial, por las “ventajas” y los lujos de
una vida “civilizada”. Después de la conquista de la sierra, por ejem-
plo, los soldados encuentran tirado por ahí, sin usar, el elegante
traje que el virrey había mandado hacer especialmente para el tona-
ti; ya antes, al principio del viaje, el tonati rechaza la oferta de las
autoridades de hospedarlo cómodamente y prefiere reunirse con los
suyos en el monte (Ortega, 166 y 82).
En la primera audiencia con el virrey, Ortega repite el mismo
adjetivo, “notable despejo”, para referirse al ánimo resuelto con el
cual tanto el tonati como su cortejo ofrecen al virrey los símbolos de
su poder (flechas, todos; el bastón y su corona de plumas, el tonati).
Después de este gesto simbólico del reconocimiento de su jurisdic-
ción, el virrey dice a los nayares que a partir de ese momento que-
daban “perdonados” por “cualquier delito que hubiesen cometido”.
El tonati, de nuevo al parecer poco impresionado por la generosa
oferta del virrey, le ofrece a cambio un “papel o memorial” con “sus
quejas y sus peticiones” (87). Durante esta primera etapa del viaje, a
pesar de la intensidad y novedad de la experiencia, todo marchaba
bien para los nayares y no es sino hasta el momento en que las auto-
ridades deciden poner en marcha su plan y obligarlos a comprome-
terse a cambiar su sistema de vida, cuando las cosas se complican
para los indígenas visitantes.
Durante la segunda audiencia con el virrey éste les entrega un
extenso papel en el que —según Ortega— les hacía ver sus errores
y lo terrible de su adoración al demonio, situación que debía termi-
120 IVONNE DEL VALLE
23 El proceso de los reos, que no trato en estas páginas, se lleva a cabo separada-
mente, aunque al final las sentencias —la del cadáver y la de ellos— se ejecutan en la
misma fecha.
24 Al parecer el cadáver correspondía al quinto abuelo del Tonati que había em-
prendido el viaje a la ciudad de México dos años antes (Villaseñor, 269), aunque en
el siglo xix, Alberto Santoscoy utiliza varias páginas tratando de desenmarañar de
quién era el cadáver quemado en la ciudad de México (x-xviii), tema complicado
por el procedimiento de los nayares de utilizar el nombre de Nayar para todos los
descendientes de su primer gran jefe (aunque cada uno tuviera también su nombre
particular), quien a principios del siglo xvi había unido a todos los grupos coras.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 123
acompaña la remisión del cadáver por parte del virrey, el marqués
de Valero, a Castorena: quemar públicamente la osamenta (Moreno
de los Arcos, 404). En este sentido, la aplicación de la justicia consis-
te en mostrar la petición/orden del virrey como necesaria. Revuelto
procedimiento que parte de un punto sin más fin que regresar al
mismo, poniendo en marcha para lograrlo un complejo mecanismo
por el cual, pliegue sobre pliegue, se “desenvuelve” este procedimien-
to cuya acumulación es superflua en la medida en que no agrega
nada que no se supiera desde antes (no era posible no quemar el
cadáver, el virrey lo había ordenado) y que por ello mismo demuestra
la violencia de una ley monológica que transcurre sin tomar en cuen-
ta las “pruebas” que la contradicen.
Procedimiento delicado y complejo —pese a lo burdo que parez-
ca— por el que Castorena es “premiado” con el obispado de Yucatán
(Moreno de los Arcos, 391), si no por otra cosa, por proveer a las
instituciones coloniales con un “ejemplo” (el espectáculo atemorizan-
te) para los indios tanto de la zona centro como para los de la recién
conquistada región del Nayar, tema repetido por todos los involucra-
dos en el proceso: que el castigo al cadáver y a los reos que lo acom-
pañaban, sirviera para “corregir idolatrías y otros vicios” de los indios
(Moreno de los Arcos 395). Según se puede deducir de las muchas
referencias de los jesuitas en el Nayar al auto de fe, la función me-
tropolitana fue seguramente usada localmente.25 El castigo al cadáver
del Nayar, y sobre todo, el castigo a los siete nayares obligados a pasar
varios años fuera de la sierra, eran materia para un sermón respecto
a las terribles consecuencias de la idolatría (el exilio, la humillación
pública y una suerte incierta en un territorio extraño);26 aunque de
25 Es conocido el gusto jesuita por hacer del espectáculo una importante herra-
azotes y a realizar entre uno y seis años de trabajo forzado (en un hospital de demen-
tes, obrajes, panaderías). Una de las indígenas es condenada a permanecer para
siempre en la cárcel arzobispal (Moreno de los Arcos, 438). Desconozco la suerte de
seis de los siete indígenas que supuestamente podrían haberse reintegrado a la sierra
luego de cumplir sus condenas. Por otro lado, en los textos jesuitas hay menciones a
124 IVONNE DEL VALLE
otros indígenas que después de haber sido enviados a México para ser castigados,
vuelven al Nayar. Esta forma de castigo parece haber sido especialmente duro para los
indígenas. Ignacio Doye, el dirigente de los alzamientos de 1758-1768, organiza a los
nayares para intentar traer de vuelta a los indios presos en la ciudad de México (Me-
yer, 1989: 159).
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 125
monumento y no a los verdaderos culpables que eran quienes le
adoraban, a pesar de todo esto, el caso que tenía ante sí merecía
excepciones (Moreno de los Arcos, 423-424). Coincidiendo con los
discursos que justificaban la conquista, el fiscal del caso utiliza de
nuevo a los apóstatas para defender sus argumentos en favor de la
“culpabilidad” del cadáver, materia que aunque inerte, contribuía a
pervertir a los cristianos de los alrededores de la sierra. Aún aceptan-
do el carácter absurdo del proceso legal en marcha, el fiscal asegura
que independientemente de todo lo dicho, era necesario quemar el
cadáver del Nayar por dos razones poderosas: en primer lugar porque
solamente un fuego que consumiera también su objeto borraría del
todo la culpa de la idolatría; en segundo, porque a esas alturas, de
no hacerlo, el “novelero pueblo de México” podría contagiarse del
mal fronterizo:
27 Los títulos completos de las obras son Theatro americano, descripción general de los
28 Felipe Castro Gutiérrez en Nueva ley y nuevo rey, reformas borbónicas y rebelión popu-
diferenciadas: Ostimuri (en el sur) y Sonora, que abarcaba parte de lo que ahora es
Arizona. Para simplificar, aquí hablo de las dos regiones en tanto que Sonora.
2 Gerhard menciona que hacia 1730 en el área de Sonora había 3 000 no indígenas;
7,600 hacia 1760, pero que para fines del siglo xviii, blancos y castas “sobrepasaban a
los indios casi en proporción de dos a uno”. En Ostimuri, la población blanca y mes-
tiza (incluidos los mulatos) era de aproximadamente 3 600 habitantes hacia 1760,
mientras que los pobladores nativos eran cerca de 11 500 en 1720. Esta última cifra
debió haberse reducido drásticamente con las epidemias de 1728 y 1740 (353 y 333).
3 Los seris y los yaquis, concentrados en la zona del litoral, nunca fueron del todo
(los no-indígenas) dos veces, una en 1725 y otra en 1731; en 1737 hubo una revuelta
[131]
132 IVONNE DEL VALLE
6 Entre estos documentos hay una excepción, una carta-relación de Philipp Segger
a su familia. Este texto es de naturaleza ambigua porque aunque Segesser escribía para
su familia, es evidente que tenía en mente una audiencia mayor. En el documento,
publicado por primera vez en 1886, pero que seguramente circuló durante el siglo
xviii cuando menos en la región a la que fue enviada por el misionero, Segesser re-
lata su vida en misiones y un tumulto indígena de 1737.
134 IVONNE DEL VALLE
de los misioneros fuera la evangelización de los indígenas, las misiones pueden ser
consideradas como una institución económica con efectos importantes en la medida
en que representaban una competencia seria para comerciantes, agricultores y ganade-
ros españoles y mestizos en la región. Como indica Treutlein, los jesuitas tenían ciertas
ventajas sobre los pobladores buscadores de fortuna en la provincia: mano de obra
“gratuita” en los indios de la misión, protección de soldados contra las entradas de
apaches y en caso de levantamientos locales; y, entre otras cosas más, las que probable-
mente eran las mejores tierras tanto para la agricultura como la ganadería (1993).
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 137
Por cuestiones como la anterior, en Sonora la misión como insti-
tución de evangelización parece un poco en retirada. Incluso para
observadores de la misma orden para quienes la conversión de la
totalidad de los indígenas en cualquier misión habría sido una em-
presa difícil, el caso de las de Sonora había rebasado, con mucho, el
límite del fracaso evangélico permisible. En Sonora muchas misiones
quedaban más allá de la verdadera “misión” ya que sin lograr la con-
versión cultural y religiosa de los indígenas a los que administraban,
su universo estaba constituido por elementos problemáticamente
mundanos, mercantiles. En 1744, un informe “secreto” del visitador
Juan A. Baltasar al provincial de la orden indica que varias de las
misiones (en Ostimuri, la parte sur de Sonora), podían y debían ser
entregadas a los seculares (Burrus-Zubillaga, 1986: 163-170). En la
región —indicaba— había tantos reales de minas que los indios esta-
ban acostumbrados a tratar con mestizos y blancos: no extrañarían el
cambio. El posible problema para cederlas estaba más bien con los
misioneros quienes “pretextando imposibles, profetizando daños y
atrasos”, como asegura Baltasar, se negarían a hacerlo. Incluso —agre-
ga— había que temer que fingieran un tumulto, simulacro que tal
vez terminaría en uno verdadero (Burrus-Zubillaga, 1986: 165).
Como indirectamente advierten las reticencias de Baltasar, además de
obvias ventajas, el bienestar económico significaba para la compañía
importantes inconvenientes: los proyectos de la orden podían chocar
con proyectos personales que estrictamente no deberían existir, pero
que paulatinamente habían ido tomando forma. De manera inusita-
da, dado el cuarto voto de obediencia de los jesuitas, la orden podía
esperar el desacato de misioneros bastante “apegados” a sus misiones
a pesar de que la predicación —se quejaba Baltasar— no era preci-
samente su fuerte (Burrus-Zubillaga, 1986: 167-168).
Las misiones, instituciones de frontera, eran parte pues de una
nueva forma de la frontera. Ésta, puesto que los indígenas no estaban
integrados a la cultura colonial cristiana (la frontera dividía el mun-
do cristiano del no-cristiano), al mismo tiempo ya no lo era en la
medida en que la prolongada convivencia de los indios con otros
grupos poblacionales había creado una cultura general tan mestiza
como la de otras regiones.
En Sonora, el desigual avance de instituciones novohispanas, había
creado un confuso mosaico cultural. Desde 1730, en otro informe,
el visitador Cristóbal de Cañas (una de las víctimas de los hechiceros)
138 IVONNE DEL VALLE
nal papel de los jesuitas en dicha formación véase la obra de François Chevalier citada
en la bibliografía. En contraste con el sistema económico-social colonial en el cual las
haciendas eran vistas por sus dueños más como fuentes de poder y prestigio que como
negocios verdaderamente rentables, la Compañía de Jesús —dice Chevalier— era
140 IVONNE DEL VALLE
En los pueblos, los jefes indios son escogidos primeramente por el padre,
quien es el que los conoce mejor, y después son aprobados por el gobernador
de la provincia. Algunas veces estos magistrados indios pueden volverse algo
presuntuosos y pensarse de la nobleza o caciques, sin embargo, si empiezan
a portarse mal, el padre tiene el poder de destituirlos y azotarlos pública-
mente para volverlos a su condición de gente común. Entonces, otros son
puestos en el cargo a nombre del Rey… Una o dos veces al día, estos jefes
deben reportar todos los asuntos de carácter político y militar al padre, y
recibir órdenes y guía de este último. No pueden arreglar ningún asunto sin
el conocimiento y la aprobación del padre, ni regañar o castigar a nadie sin
recibir antes permiso del padre; cada día deben cuidar que todos hagan su
trabajo y sus labores, y que se encarguen de la agricultura (167).9
9 En el original: “The Indians’ actual superiors in the villages are mainly chosen
by the father, who knows them best, and then approved by the provincial governor.
These Indian magistrates may become somewhat conceited and consider themselves
of the nobility or as caciques; yet it lies in the father’s power, if they conduct themsel-
ves badly, to depose them along with a public whipping, and reduce them to common
folk. Others are then elevated in the name of the King… Once or twice a day he must
report everything of a political as well as military nature to the missionary and recei-
ve orders and guidance from the latter. He may not settle anything without the
missionary’s knowledge and approval, nor admonish or punish anyone without first
receiving the father’s permission, and he must every day hold everyone to his work,
tasks, and farming”.
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 143
al respecto: Sonora era una tierra muy rica, aunque también desper-
diciada. Pfefferkorn escribe sobre un territorio (la “hermosa, fértil y
rica Sonora”, 295) cuyas bondades eran arrasadas por apaches y seris
o desperdiciadas por la ociosidad de los españoles. Todo lo que ahí
existía (animales, frutas, árboles, hierbas medicinales, pero sobre
todo la fertilidad del lugar y sus minerales) le permitían asegurar que
Sonora era una de las regiones “más importantes” de la América es-
pañola (21). Och también insiste en la riqueza del lugar donde los
misioneros estaban condenados a la extravagancia de fabricar sus
sencillos utensilios con materiales para el lujo extremo: las ventanas,
bancos y mesas dice Och, debían hacerlas de ébano y palo de brasil
ya que, según dice, era difícil conseguir madera “inferior” apropiada
para tales usos. Para cocinar tenían también que usar maderas exce-
lentes (122). Estos ejemplos permiten leer la velada invitación de Och
a utilizar estos productos correctamente en contextos adecuados que
correspondieran a su calidad.
La aparentemente inacabable riqueza de la provincia lleva a Och
a una conclusión sobre el fundamento utilitario de las relaciones
entre Europa y las periferias. En una relación de continua extracción
y explotación, Europa dependía de América: “En mi opinión, Amé-
rica es la parte más afortunada del mundo. La tierra tiene abundan-
cia de todo y no necesita nada. Los europeos, en cambio, no podrían
vivir muy bien sin las Indias” (137).10 Esta abundancia maravillaba
también a miradas no españolas. La potencia económica vista en una
naturaleza aún sin explotar (una obsesión desde la llegada de los
primeros conquistadores y los primeros cronistas) se repite en el siglo
xviii con una importante variante: el papel del hombre en esa rela-
ción de extracción y explotación. La naturaleza requería ahora ser
10 En el original: “In my opinion, America is the most fortunate part of the world.
The land has an abundance of everything and needs nothing additional. Europeans,
however, could not now get along well without the Indies”. Och repite que de no ser
por las prohibiciones reales que impedían ciertas siembras y manufacturas para pro-
teger y privilegiar a los comerciantes españoles, en la Nueva España se habría podido
cultivar y fabricar todo aquello que se importaba de Europa.“América”, señala, “podría
suplir todas las necesidades de la vida sin tener que depender de otros países de no
ser por las prohibiciones respecto a muchos cultivos” (“America could provide all
necessities for human life without having to rely upon other countries were it not for
prohibitions on the cultivation on many things”, 37). Och atribuye los absurdamente
elevados precios de las cosas en Nueva España a la inflación artificial que favorecía a
los españoles.
144 IVONNE DEL VALLE
jarlo todo a Dios”, sin hacer algo para liberar la provincia, y para ello
había que sacar a los seris, “quitarlos de en medio, tan del todo, que
no quede siquiera uno en su tierra” (115). Además había que hacer
lo mismo con los pimas de cuya reducción había tan poca esperanza
como de la de los seris. Por eso propone enviarlos a remar de por
vida a las galeras reales. Por su parte, a los apaches, “otro muy atre-
vido enemigo de Sonora”, había que exterminarlos, traer a mucha
gente que acabara con ellos. Sólo así —dice— cerrando con una
plegaria para que sus deseos de “paz” se cumplieran, se aseguraba la
entrada de la fe católica (116). Quitar de en medio entonces a la
población nativa (con excepción de los ópatas), sugiere Nentuig,
llevando con esta aberración (¿a quién predicar y convertir entonces?
¿cuál fe entrarían de esta forma y a instalarse en quién?) hasta sus
últimas consecuencias el hacer misionero más preocupado por el
avance de un orden mercantil no perturbado por levantamientos o
reticencias indígenas que por establecer poblaciones indígenas cris-
tianas en las fronteras. En todo caso era la independencia de los
indígenas, la continuidad de una vida que frustraba los planes de los
colonizadores, lo que llevaba a Nentuig a su fantasía aniquiladora.
Para Nentuig, tal como señala David Weber sobre la “solución” idea-
da por muchos europeos ante grupos considerados salvajes en extre-
mo debido a su carácter insumiso, la única forma de dominar efec-
tivamente a los indígenas de Sonora era exterminándolos (13).
crisis
dos, pero lograron huir antes de que los indígenas llegaran a la misión en la que se
encontraban. El recuerdo de estos eventos seguramente influye en las cáusticas opi-
niones de Nentuig sobre los indígenas.
148 IVONNE DEL VALLE
No es para bien de la religión porque por bueno que sea el indio, antes que
llegue a ser estimado y ensalzado con cualquier preeminencia que se le dé
de humilde se hace soberbio; de diligente, flojo y dejado porque le parece
que ya no hay más a que aspirar; de obediente y dócil, terco y porfiado en
su capricho; y lo peor es que de buen cristiano, con el cargo honroso suelen
hacerse malos… Y de esto mismo se evidencia que no es para el servicio del
Rey Nuestro Señor, por ser contrario a su voluntad real, contenida en tantas
leyes de la Recopilación de estos reinos… Con ocasión de lo que al presen-
te trato, aunque no es su propio lugar, advierto a cuantos tengan que tratar
con indios, que a ninguno se puede alabar en su cara sin echarlo a perder,
porque para el indio es veneno de calidad muy violenta el oírse alabar, y
tratar de señor, como lo hacen muchos incautos españoles… y no ha mucho
vi un papel escrito por un español que ha sido juez político varios años, a
un gobernador indio, que empieza Señor Gobernador, N. Que esto hagan ne-
gros y mulatos no me admira, pues con este estilo honran a quien es más
que ellos, pero que lo sigan en esto los españoles, aún de los que presumen
de nobleza muy aquilatada, me parece cosa indigna y que lo usen para cap-
tar benevolencia, etc. aún más torpe y afrentoso (104-105).
13 Hay que contrastar esta imagen de Ignacio Keller con lo que dice Simona Binko-
para preferir su misión respecto a otras, la mitad tienen que ver con que en las misio-
nes de Baja California no había que convivir con españoles, mulatos, mestizos, y otros
grupos que considera perniciosos; tampoco había que proveer de alojamiento y ali-
mentos a los muchos comerciantes y empresarios que viajaban en búsqueda de minas
y negocios semejantes. Todos estos grupos, comunes en Sonora, no eran para Baegert
sino “vagos” que con frecuencia eran además malos cristianos (Nunis, 191-192).
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 155
En la medida en que Sonora y las misiones del norte eran fronte-
ras para la cristiandad, podía esperarse que los mártires fueran los
primeros testigos (el principio) de una fe por venir. Sin embargo, por
sus condiciones, en Sonora habría que replantearse el lugar y el sig-
nificado tradicional del martirio en de la formación de nuevas comu-
nidades cristianas. Mario Cesareo analiza dos vertientes discontinuas
del martirio jesuita: como espectáculo y como vocación. En sus ejem-
plos, Francisco Javier (al que ya se hizo alusión) representa al segun-
do: el sacrificio de un cuerpo que intenta mediar entre la razón ética
y la razón política, entre el cuerpo epifánico cristiano y la teatralidad
maquiavélica colonial impuesta por la explotación mercantilista (70-
71). Esta acepción del martirio como testimonio de un Dios presente
en el cuerpo del sacrificado, de entregarse por entero en nombre de
Dios, no es lo que parece acontecer en Sonora.
Pese a que el martirio era un acontecimiento con capacidad trans-
formadora en tanto que podía imbuir automáticamente de trascen-
dencia a quienes lo experimentaban, algo más se esperaba del mar-
tirizado, algo que permitiera adivinar el fin glorioso. El mártir debía
ser una persona cuya vida le hiciera merecedor de tal bienaventuran-
za. Por ello las reticencias de Gerard Decorme, jesuita historiador de
la orden, para aceptar que Lorenzo Carranco, misionero en Baja
California, fuera un mártir (uno de los dos asesinados en la rebelión
pericúe de 1734), (1957: 93 y ss). El martirio era una grave contin-
gencia que obligaba a colocar a Carranco en una categoría que no
le correspondía y por ello dificultaba la labor de sus biógrafos (De-
corme, en este caso).
Los escritores de las vidas de mártires presentaban cuadros en los
que un “héroe” rompía constantemente con jerarquías sociales
(abandonaba, por ejemplo, una familia noble y riquezas para hacer-
se misionero) que se restablecía en un orden trascendente (el sagra-
do) porque a pesar de la humildad que los había empujado a dejar
el honor y la comodidad, su vida era ejemplar espiritualmente (Ce-
sareo, 32-34). La vida de Carranco, sin embargo, no impresionaba.
Faltaba algún dato, por mínimo que fuera, que garantizara su entra-
da en otra esfera.
El martirio, entendido como opción personal por la que se inten-
ta traer a la tierra el orden sagrado negado por el funcionamiento
que la economía imponía en el mundo, es capitalizado en la segunda
acepción según la entiende Cesareo (76-77). En esta instancia se
156 IVONNE DEL VALLE
médicos y hechiceros
En las tres descripciones sobre Sonora (de Joseph Och, Juan Nentuig
e Ignaz Pfefferkorn) hay dos temas que las distinguen de las obras
sobre las otras provincias: la comida y las plantas medicinales; ele-
mentos ambos que hacen pensar en el estómago, que cumplía una
función doble de mediador: por un lado, con respecto a la diferencia
cultural; por otro, en cuanto a que estaba ligado a la salud y a la
enfermedad.
La obsesión con la comida y las plantas medicinales está relacio-
nada con el entorno sobrepoblado de hechiceros en que vivían los
misioneros (según dicen ellos mismos). Aquellos, utilizando plantas
y arbustos alabados por los jesuitas, preparaban los alimentos y he-
chizos que enfermaban o curaban. Como veremos al final de esta
sección, al escribir sobre alimentos y plantas medicinales eludiendo
toda mención de los hechiceros, Pfefferkorn y sobre todo Nentuig,
se apropian de dicho saber sin aceptar que era parte de un conjunto
contaminado desde su perspectiva (las prácticas de los hechiceros).
Así, la comida, su novedad y diferencia, es un tema que a pesar
de las distintas actitudes de los misioneros se mantiene constante. En
Sonora los alimentos tenían una función de indicador cultural e
identitario. Como decía Pfefferkorn, un bocado podía desenmasca-
rar, mostrar que un individuo no era lo que él pensaba de sí mismo
o pretendía hacer pensar a los demás (196-197). Por ello había que
cuidarse de la comida, materia inocua cuya ingestión no era sin em-
bargo tan sólo un asunto de estómagos, ya que operando desde ahí,
cambiaba misteriosamente la identidad de una persona.
Pfefferkorn contempla con asombro la igualdad de los alimentos
consumidos tanto por los indios como por los españoles nacidos ahí.
158 IVONNE DEL VALLE
quienes tenían que ser cambiados de una a otra región buscando un clima más afin
a su constitución. Och casi perdía la vida antes de que lo desplazaran a una región
más benigna. También Gerstner, Pfefferkorn y Middendorff enferman y por ello se les
cambia de misión (Och, XIV- XV).
18 Hausberger refiere estos casos de locura como una de las consecuencias de la
situación extrema en que se hallaban los misioneros (1996). El viaje fallido a las fron-
teras americanas de estos misioneros europeos, recuerda —aunque en un sentido
inverso— el viaje de John Hu a Europa a principios del siglo xviii tal como lo analiza
Jonathan D. Spence en The Question of Hu (agradezco a Catherine Brown el haberme
hablado de este libro). En las páginas de Spence, Hu, copista chino que va a Europa
acompañando a Jean-François Foucquet, misionero jesuita, sufre una paulatina desin-
tegración (resulta incoherente para los europeos y es internado en un hospital psi-
quiátrico del que es sacado para volver a China al cabo de unos años) debido, según
sugiere Spence a la extrañeza de encontrarse en un lugar y en una lengua incompren-
sibles para él. El viaje de Hu es así otra forma de los paradójicos desencuentros (no
puede comunicarse en Europa, es catalogado como loco) ocurridos en el momento
justo del encuentro de dos culturas.
162 IVONNE DEL VALLE
19 Véase capítulo 5.
20 Analizando el poder que sus seguidores atribuían a los santos durante la Edad
Media, Weinstein y Bell observan que las acciones sobrenaturales abundan entre los
santos mediterráneos, lo que los hace concluir que al menos desde el punto de vista
de la piedad popular, desde mucho antes de la Reforma, Europa estaba polarizada en
su región mediterránea y la región al norte de los Alpes y los Pirineos (183-184). Es
164 IVONNE DEL VALLE
interesante que los misioneros que dicen no creer en la hechicería sean de regiones
noreuropeas. Baltasar y Segesser, suizos, son una excepción. Por otra parte, que sean
precisamente los misioneros alemanes, que vienen de una de las regiones más afecta-
das por las cacerías de brujas, quienes nieguen la posibilidad de que los hechiceros
indígenas sean otra cosa que charlatanes puede atribuirse a la memoria de los excesos
en que se podía incurrir al buscar al “demonio”, o bien a las muchas diferencias so-
cioculturales entre la figura de la bruja europea (lo que los misioneros asociaban con
el pacto demoníaco) y la del chamán-hechicero americano. Para un estudio de la
brujería en Europa y de la bruja específicamente, véase las obras de Brian P. Levack.
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 165
atormentado por lo que Rojas llama “escrúpulos” que le impedían
actuar y lo perdían en un constante medir y repasar opciones, pros
y contras, derivaciones de cualquier situación que “casi lo sacaban de
su juicio” (Rojas, 7-8), semejantes a las dudas (la crisis hermenéutica)
de Tenorio reportadas por Esteyneffer.
En el caso de Cañas (más allá de su forma de morir), a Rojas lo
confundía la obstinación del hechicero que había provocado los
males del misionero. El hechicero era el gobernador del lugar y
puesto que los jesuitas nombraban a las autoridades, áquel lo era
seguramente porque Cañas en algún momento le había tenido abso-
luta confianza. Un dato citado ligeramente por Rojas permite ver los
actos del hechicero desde una perspectiva política. El indígena esta-
ba doblemente molesto: primero, por la intervención de Cañas en
espacios que áquel consideraba de su jurisdicción, y después porque
el jesuita no le había permitido dejar el puesto como quería (8). Aun
así, en razón de su posición, el indio debía tener una relación cerca-
na con Cañas; y sin embargo, causaba la muerte a su protector, un
jesuita que había dedicado 25 años de su vida a los ópatas. Para col-
mo, al final, cuando Rojas intenta hablar con él para q buscar su
arrepentimiento y confesión —en sentido cristiano porque ya había
declarado y estaba preso de la autoridad civil— se entabla una bata-
lla que deja agotado al misionero (“salime cansado dejándolo fuer-
te”). Mientras Rojas argumentaba, parecía convencerlo, pero no
“eficazmente” —dice él mismo— porque al momento de confesarse,
el hechicero enmudecía. Frustrado, Rojas habla en español —dato
que nos permite saber que el indígena era además de gobernador,
ladino, un grado más de supuesta aculturación— y pide al hechicero
que se explique en dicho idioma. El indígena responde claramente
con una serie de tres “no quiero” que Rojas repite dos veces en su
informe, como meditando en las implicaciones de la negativa, asal-
tado por palabras que paraban su discurso. El asombro del jesuita
ante el caso que relata, el quiebre de su discurso, hacen pensar en
el momento de duda (¿qué poder era ése por el que un hombre
podía asesinar a otro sin tocarlo?, ¿cómo explicar la obstinación de
los indios pese a la prolongada presencia jesuita?), en un espacio de
reflexión respecto al extraño universo en el cual se encontraban los
misioneros.
Como demuestra el caso de Cañas, este poder radicaba no sólo en
la diestra utilización de yerbas y plantas en potentes hechizos, sino
166 IVONNE DEL VALLE
ocultan mucho su maldito ejercicio, que si, por alguna contingencia, se saben
sus hechos, es después de muchos años que han ejercitado su maldito oficio
y enterrado a innumerables, como lo experimentamos, y también que, no
pocas veces, se descubren por ser estos ministros de Satanás aquellos que,
por parecer de los mejores indios, hacían al pobre Padre mucha confianza
(Burrus-Zubillaga, 1982: 123).
ros tienen una muy buena opinión de los ópatas que supuestamente eran todo lo que
no eran los demás: despiertos, curiosos, buenos imitadores y seguidores de las costum-
bres europeas, temerosos del infierno. Hay que recordar, además, que es el único
grupo que según Nentuig se salva del exterminio o el exilio. Y sin embargo, como
vemos, había entre ellos numerosos hechiceros.
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 167
El libro de entierros de la misión de San Ignacio consigna que al
padre Stiger lo habían tratado de matar los hechiceros en tres oca-
siones; salvado por el padre Agustín de Campos, había quedado sin
embargo “padeciendo toda su vida” hasta su muerte a causa de los
hechizos (M-M 413, Vol. 2: 116). Juan Antonio Arce escribe sobre los
hechizos padecidos por los dos misioneros que lo habían antecedido
en su misión (Burrus-Zubillaga, 1982: 167). Segesser reporta la muer-
te de otros misioneros por las mismas causas y declara que él mismo
había sufrido el poder de la hechicería (142 y 156). Rapicani, a quien
Redhs y Klober habían reportado muerto a causa de un hechizo en
1749, escribe 10 años antes a su provincial en el Rin sobre Grazhoffer,
a quien los pimas habían acabado por medio de “la magia negra”.
Más adelante, en su carta, Rapicani menciona que había bautizado a
un anciano, hecho que había molestado mucho a sus vecinos, “afi-
cionados a la brujería”. Este incidente y los informes que tiene sobre
el poder de los hechiceros (además de matar a Grazhoffer habían
hechizado a Segesser y Stiger), le hacen temer por su futuro: “El
tiempo dirá cómo los hechiceros tomarán estos hechos y si querrán
vengarse de mí. Como misioneros vivimos en constante peligro y
fuera de la Providencia divina no tenemos otra protección” (Burrus-
Zubillaga, 1982: 117-118). Larga sucesión de misioneros que hablan
sobre hechizados para terminar siéndolo ellos mismos. Heredar la
misión era, casi heredar el hechizo y mencionarlo era al mismo tiem-
po que mal-informar, invocar su poder y contagio, enunciarse como
próxima víctima. En las líneas de Rapicani hay casi una aceptación
resignada: extender la escritura como extender el cuerpo para espe-
rar que los hechiceros empezaran a poner en práctica su saber.
De esta forma y contrariamente a lo que hacen las obras públicas
de los misioneros de Sonora, el poder de los hechiceros se esparce y
difunde en las innumerables cartas e informes de los jesuitas. Si in-
visible y enmascarado, este poder causaba estragos tan evidentes y
certeros que incluso Juan Baltasar, el juicioso visitador asombrado
por la ineptitud de los misioneros de la provincia, testifica su presen-
cia: Antonio Arce había estado “evidentemente hechizado” (Burrus-
Zubillaga, 1986: 199), los signos en su persona no dejaban espacio
para la duda. No la había, otros saberes obraban en los cuerpos de
los jesuitas. Por eso el padre Velarde, tratando de dispersar el temor
y la alarma, confirma indirectamente esta presencia al catalogar sus
efectos como el precio por la salvación de las almas. El poder de los
168 IVONNE DEL VALLE
¡[…]cuántas son las astucias del demonio! ¿Por la muerte de tres o cuatro
padres, y porque han enfermado otros tantos en 30 años, se desampararan
las almas redimidas por la sangre de Jesucristo? ¿Esto de enfermar y morir
se ve sólo en la Pimería? ¿No vale más la vida de un alma que muchas saludes
y vidas corruptibles? (González Rodríguez, 1977: 79).
in a considerable dose in dry powdered form mixed with sugar. For this purpose, and
also to keep my books and other things from being gnawed by the many mice, I gladly
fed them with gourd or melon-seeds and with some dishes of peach, apple, or quince
preserves placed as a reward on various boards. Whether all mouse droppings are
beneficial or only those from mice fed with these dainties would have to be tested”.
170 IVONNE DEL VALLE
younger brother shrewdly remostrated with me on this matter, saying that my deadly
sickness could have been caused by the climate or by a change in the air”.
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 173
saber (Rojas 8). A pesar de las ediciones del Florilegio medicinal en
poder de los jesuitas, de las medicinas enviadas por los procuradores
de la ciudad de México y de las plantas magníficas de su entorno, los
misioneros, como decía Rapicani, no tenían para sí más remedio que
la “Providencia”. Continuaban sintiéndose solos, expuestos y despro-
tegidos. Los poseedores de las medicinas, no las tenían para sí mis-
mos; vivían, como señalaba un misionero, en “el cotidiano desampa-
ro, sin médico y sin medicinas y sólo en manos de los indios”
(Burrus-Zubillaga, 1982: 122). Únicamente su participación en el
sistema de creencias y de vida en el que funcionaba la hechicería, les
habría permitido poner fin a la enfermedad y al aislamiento.
Por lo regular, los pimas no dicen las últimas sílabas o las pronuncian tan
suavemente que apenas si se escuchan, cuando se escuchan. También le dan
un tono muy peculiar a muchas sílabas iniciales o de en medio... El enten-
dimiento de esta gente estúpida es tan limitado que si las palabras no son
pronunciadas exactamente como lo hacen ellos, las entienden tan poco
como si uno estuviera hablando hebreo (230).25
Shirley Brice Heath, La política del lenguaje en México: de la Colonia a la Nación (México,
Instituto Nacional Indigenista, 1972).
25 En el original: “The Pimas generally drop the final syllables or pronounce them
so softly that they can hardly be heard, if at all. Also they impart a very peculiar tone
to many first syllables and middle syllables as well... The understanding of these stupid
people is so limited that words not pronounced exactly according to their speech are
as little understood by them as though one were speaking Hebrew”.
26 “They frequently so distort the Spanish pronunciation...that it is difficult to un-
27 “I went there and fortified him as well as I could for confession. The Indian
looked at me straight in the eyes, in the manner of one witnessing something unusual,
and remained as silent as a stone. I repeated my exhortations with redoubled zeal, but
the Indian said nothing”.
28 “He assured me that the sick person had understood almost nothing of my
sermon. And this was because I pronounced the words in the way that I had learned
from my teacher, who, it is true, had a complete knowledge of the Pima language, but
had never applied himself to learning the particular tone and the correct pronuncia-
tion of the Pimas. His flock understood him, to be sure, because they had accustomed
themselves to his pronunciation. But to the other Pimas his speech was strange and
unintelligible”.
176 IVONNE DEL VALLE
29 Debido a estos problemas lingüísticos es posible leer con cierta ironía el que
Och dijera que Pfefferkorn era un violinista tan virtuoso que lograba con música lo
que no lograba con palabras (152).
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 177
Como indirectamente sugieren los comentarios de Toral acerca de
la lengua seri, había una relación entre el conocimiento de una len-
gua y las posibilidades de colonizar al pueblo que la hablaba. Según
Toral, la lengua seri era de las “más difíciles” que se habían descu-
bierto. Los seris no formaban palabras, ni articulaban voces, sino que
“con ademán de los labios y aspiraciones entre confusas y suprimidas
en la garganta” se entendían y explicaban, sin que fuera posible,
agrega “traducir a la pluma lo que ellos en ademanes y gestos hacen
por pronunciar” (Burrus-Zubillaga, 1982: 133). Puesto que la “reduc-
ción” de la lengua a vocabularios y gramáticas era un primer paso en
la conquista espiritual de los indígenas, los seris serían irreductibles
en la medida en que lo fuera su lengua.
Si la lengua seri constituye un caso singular por su dificultad, por
otro lado no entender las lenguas indígenas implicaba para los jesui-
tas una incomodidad que les producía ansiedad. En esas circunstan-
cias, como señala uno de ellos, cuando los indígenas hablaban entre
sí los misioneros no podían evitar pensar en que tal vez estuvieran
planeando su muerte (Burrus-Zubillaga, 1982: 121). El conocimiento
de la lengua indígena determinaba no sólo la naturaleza de las rela-
ciones entre unos y otros grupos en las fronteras coloniales, sino su
misma posibilidad.
Si los misioneros y los demás habitantes de la región no entendían
lo que decían los indígenas, no podían tampoco saber quiénes eran
estos sujetos. En este renglón es significativo que los españoles hubie-
ran dado a los o, o’odham, como el grupo se llamaba a sí mismo, el
nombre de “pimas”, en razón de la frecuencia con que éstos les res-
pondían con la negación “pi’m”, “no hay”, “no existe”, “no entiendo”.
Los que dicen no, eso eran los pimas para los españoles (González
Rodríguez, 1977: 27). Más allá de esta negativa básica que daba nom-
bre al grupo, las representaciones de los misioneros coinciden en
señalar la independencia de los indígenas. Es precisamente esta nega-
tividad como respuesta a españoles y criollos, sumada a la continuidad
de otras prácticas (la parte afirmativa de su hacer), lo que hacía a
Juan Nentuig negarles toda posibilidad de salvación. No se converti-
rían, muy pocos eran sujetos “capaces” —como había dicho Cañas—
de ser cristianos. Por ello la determinación de Nentuig de aniquilar-
los o cuando menos expulsarlos definitivamente de Sonora.
Para ilustrar la conducta indígena que hacía dudar a los misione-
ros acerca de su conversión y su “civilización”, anoto aquí un pasaje
178 IVONNE DEL VALLE
de los muchos que hay en las obras de los misioneros, que cuestiona
la capacidad jesuita tanto de transformar “el infierno” en que vivían
los indígenas, como de modificar significativamente su forma de ser.
En el pasaje, Joseph Och relata que le era imposible introducir a los
indígenas en un sistema de vida estructurado en actividades que
debían realizarse en cierta forma y en un horario determinado. Pese
al tiempo pasado en la misión, sus ayudantes lo sorprendían con
imágenes nocturnas de comilonas desordenadas:
30 “…frequently they got up in the middle of the night and cooked in their piggish
manner. They used large pots, filled them with bran, poured on water, and cooked
them on a huge fire. As the bran swelled up and ran out of a pot they worked with
sticks to shove it back in. In the meantime, I would be awakened by the smoke and
the smell and come upon this spectacle of four or five boys busily trying to keep a pot
from running over. Even with blows I was unable to prevent their indulgence in such
gluttony.”
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 179
Es inútil ponerles el ejemplo de San Francisco o de otro ermitaño viviendo
una vida dura de ayuno a pan y agua, o hierbas. Se ríen mucho, y dicen que
el ermitaño estaba mejor que ellos. Y que envidiaban su ropa burda para
protegerse del frío y el calor (180).31
living a stern life of fasting on bread, water, or herbs. They laugh a great deal at this
and say that he was better off than they. And his crude garments they envy for them-
selves as a protection against heat and cold”.
32 Que Arisbi fuera guaymare y no pima es un dato que subraya el poder de su
33 “One would think that God had had dealings with the devil from the way this
rascal knew how to confound evil with good, to mislead the Pimas”.
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 181
irreconciliables, momentáneamente se confundían e integraban.
Pero Segesser inmediatamente separa este instante de conjunción al
condenar las creencias del profeta y sus seguidores. Por su parte,
Arisbi utiliza el potencial liberador del cristianismo (la noción de un
momento último de redención y justicia) para volverlo en contra de
españoles y criollos quienes en esta versión indígena de la verdad
tenían que morir y renacer como esclavos de los indígenas. Tal pro-
ceso llevaba de la semejanza a una alteridad radical, puesto que
Arisbi era, al menos para españoles y criollos, enfáticamente menos
cristiano, más pagano, en la medida que seguía con mayor apego lo
cristiano.
Frente al trabajo agotador de los misioneros por liberarlos del
“infierno temporal” mediante la consecución de un sistema econó-
mico-laboral en las misiones, el fervor de los seguidores del movi-
miento nos recuerda que la pasión religiosa no parecía residir ya en
el universo representado por los jesuitas. Las esperanzas de una jus-
ticia divina estaban, por el contrario, fuera de las misiones, en las
montañas de Sonora, en un culto que dejaba a la institución religio-
sa sin seguidores precisamente en la época en que más debía tenerlos.
Pese a la semejanza y los préstamos, el universo de Arisbi y Moctezu-
ma por un lado, y el de jesuitas, criollos y españoles, por otro, eran
no sólo paralelos y desiguales, sino contrarios: enemigos, como seña-
laba Arisbi.
En otro sentido, el caso de Arisbi lleva también a pensar en los
sorpresivos intercambios entre el centro y sus fronteras. Los aparatos
de dominio del primero llegaban a estas últimas en la forma de ins-
tituciones económicas, militares y religiosas; el sistema que permitía
la existencia de misiones y reales mineros estaba en otro lugar (Roma,
Madrid, ciudad de México) regulando el ingreso de la frontera en
zonas urbanas (a través de la administración del excedente económi-
co, pero también controlando crónicas, historias, autos de fe). Por
su parte, la frontera se apropiaba también del centro clandestina-
mente. Así, la difundida historia sobre un impreciso lugar en el
norte, supuesto origen de los aztecas, se mezcla en Sonora a la tradi-
ción local de los hechiceros en donde Moctezuma reaparece en el
siglo xviii convertido en divinidad de la hechicería.
Los ópatas —decía Cañas— aseguraban que el emperador azteca
había pasado con sus peregrinos por sus territorios, en los cuales se
habían quedado algunos, por lo que Moctezuma, “el primer ser”, era
182 IVONNE DEL VALLE
1 A pesar del título, a lo largo del capítulo me refiero a lo que actualmente es Baja
California, en México, como “California” porque ése era el nombre con que se le
conocía en el siglo xviii. Se utilizaba el término de Alta California para distinguir a
la California del norte (actualmente en Estados Unidos) respecto a la península.
2 David Weber señala que en el siglo xviii tardío los cambios en las relaciones
[183]
184 IVONNE DEL VALLE
primeras versiones
Durante los siglos xvi y xvii la corona española financió varios in-
tentos de conquista y colonización de la península que terminaron
en fracasos de mayor o menor magnitud. A fines del siglo xvii y a
falta de otros interesados, se concedió a los jesuitas el derecho de
instalarse en California, siempre y cuando sufragaran parte impor-
tante de los gastos de colonización. Gracias a esto, los jesuitas se
encontraron en una posición excepcional en la medida en que no
sólo fueron los primeros moradores no-indígenas permanentes en la
península, sino que además gozaban de prerrogativas poco comunes
por las que el asentamiento en la región quedaba bajo su dirección.
Aunque con altibajos, a lo largo de su estadía (1697-1767), los misio-
neros seleccionaron a las personas que habitarían California: futuros
soldados, capitanes del presidio (en Loreto, el único en la península),
peones y artesanos; todos los que querían vivir ahí tenían que ser
aceptados por los misioneros, quienes en lo posible supervisaban las
actividades de los participantes en su proyecto poblacional. Debido
a dicho control y a los pocos recursos del lugar, nunca hubo en la
extensa península más que unos cuantos cientos de habitantes no
indígenas; la mayoría de los cuales se hallaban, además, concentrados
en el área de Loreto, puerto de entrada y abastecimiento de la re-
gión.3 En algunas misiones, el misionero y un par de soldados eran
de hecho los únicos habitantes no indígenas. Si recordamos la insis-
tencia durante el siglo xvi de los franciscanos en la zona central
novohispana de la necesidad —a nombre de una verdadera evange-
tantes (mestizos, mulatos, españoles, criollos) que a pesar de causar problemas a las
misiones cercanas, nunca llegó a ser un número considerable. Para la historia de la
conquista y población de California, véase Harry W. Crosby.
186 IVONNE DEL VALLE
parte importante del comercio colonial. Partían dos veces al año del puerto de Aca-
pulco con rumbo hacia las Filipinas. Para la ruta de regreso de este largo viaje que
tomaba más de seis meses, se pensó en California como un buen sitio para el reabas-
tecimiento de la nave (alejado de Mendocino —el sitio de abasto anterior— y los pi-
ratas), en ruta hacia Acapulco, en la costa sur de la Nueva España.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 187
contribuyó a la formación textual de una California que años antes
de su llegada había sido pensada tan poco atractiva como inviable.
De acuerdo con las narraciones de los primeros en aventurarse
en su territorio, no era nada alentadora la información sobre Cali-
fornia hacia finales del siglo xvii. Desde el siglo xvi cada expedición
desembocaba en una serie de experiencias malogradas. Tal es el caso
de su “descubrimiento” en 1535, de efectos tan negativos para quie-
nes participaron en el suceso que los soldados de Hernán Cortés
terminaron maldiciéndolo “a él, a la isla y su descubrimiento”.7 De
forma similar, los viajes posteriores reportan la inutilidad de la tra-
vesía debido a la pobreza de sus habitantes, la carencia de agua,
esterilidad de la tierra y, en general, lo insustancial del medio am-
biente californiano.
La falta de recursos naturales y la lejanía de zonas densamente
pobladas por españoles hacía del proyecto jesuita una empresa poco
posible. Establecerse ahí significaba transportar desde lugares lejanos
lo necesario para una supervivencia que cubriera los requisitos míni-
mos de una vida occidental: ganado, semillas, madera, instrumentos
para la agricultura, materiales para la edificación de inmuebles, etc.
La pesquería de perlas era central en la economía desde finales del
siglo xviii, pero se realizaba de forma irregular e intermitente, y no
era un aliciente real para los posibles habitantes de la península.8 Tan
poco factible se consideraba la vida en California que llegó a pensar-
se que sólo la “pacificación” de Sonora (la cual se convertiría en lugar
de abastecimiento para los jesuitas californianos) garantizaría la per-
manencia en la península. Extensas zonas de la península son tan
inhóspitas y de tan poca capacidad nutricia que antropólogos con-
temporáneos se asombran de que en siglos anteriores hayan podido
sostener a tantos habitantes indígenas cuando ahora, y a pesar del
desarrollo tecnológico, tan sólo permiten unos cuantos cientos de
pobladores permanentes (Rodríguez Tomp, 209).
7 Para un análisis de estas primeras expediciones ver Rosa Elba Rodríguez Tomp,
83-125.
8 Aunque la pesquería de perlas se llevaba a cabo por los indígenas guaycuras y
pericúes desde la época anterior a la colonización, durante los siglos xvi y xvii no era
una actividad relacionada con la colonización, sino con viajes esporádicos de explora-
ción en los que muchas veces los interesados más que realizar ellos mismos la navega-
ción y el buceo para obtenerlas, las intercambiaban por otros objetos con los indígenas
locales (Altable). Tanto Jacobo Baegert como Miguel del Barco incluyen capítulos
sobre la pesquería de perlas en sus libros.
188 IVONNE DEL VALLE
en el que California es una isla gobernada por la reina de las míticas Amazonas.
10 Véase también Chris Bongie, “An Idea Without a Future. Exoticism in the Age
of Colonial Reproduction”, en Exotic Memories, Literature, Colonialism and the Fin de Siécle,
Stanford, Stanford University Press, 1991, 1-32.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 189
científica y etnográfica. Por ello, a pesar de las notas pesimistas que
durante casi dos siglos se habían escrito sobre la región, desde 1645
cuando Pérez de Ribas la imagina de otro modo y, sobre todo a par-
tir de 1697 a la llegada de los jesuitas, surgen representaciones que
contrastan con la negatividad de las anteriores. En estas nuevas ver-
siones se habla de la afabilidad de los indígenas, la posible riqueza
de la tierra y su fertilidad. Con fines proselitistas o con la intención
de lograr apoyo económico para las misiones, los primeros jesuitas
en establecerse en la península inician de esta forma un proceso que
transforma la imagen del lugar. A principios del siglo xviii, el ima-
ginario acerca de California era otro, y de representarse como una
naturaleza estéril habitada por salvajes (un territorio por lo tanto
irrelevante para cualquier empresa de colonización), pasa a conver-
tirse en un sitio de abundancia cuyos pobladores no representaban
un obstáculo a la presencia occidental. Como veremos, a largo plazo
estas últimas representaciones resultaron ser más frágiles que sus
contrarias.
Un ejemplo de estos escritos optimistas es el extenso informe que
Francisco María Píccolo escribe en 1702 sobre las misiones por en-
tonces fundadas, en el cual los jesuitas son la vanguardia del imperio
en la medida en que ellos exponen los posibles proyectos económicos
que en caso de realizarse dependerían igualmente, en mayor o menor
medida, de las contribuciones de los misioneros. En el texto, Píccolo
trata de resolver el conflicto entre la posible explotación del lugar
(describe una naturaleza rica, desaprovechada), y los problemas que
como jesuitas comprometidos con una misión espiritual, podrían
enfrentar de llevarse a cabo la explotación. La respuesta de Píccolo
a este conflicto se encuentra en la concentración de la explotación
en el monarca, lo que ahorraría acusaciones de enriquecimiento a
los misioneros, y la molesta presencia de buscadores de fortuna en
la región. Las dudas de Píccolo evidencian la dependencia de las
misiones de una estructura colonial para su existencia, ya que aunque
las misiones de California no estaban del todo subvencionadas por
la Corona, sino en gran parte por de donativos particulares, éstos
provenían de cualquier forma de la acumulación de recursos permi-
tida por la explotación colonial.11
11 José de la Borda, rico minero en Taxco, Tlalpojahua y Zacatecas, fue uno de
estos contribuyentes a la empresa misionera jesuita. Ignacio del Río considera que la
presencia colonial en California seguía una política divergente de los intereses capi-
190 IVONNE DEL VALLE
Todo esto promete abundancia de frutos cuando haya gente que cultive la
tierra y se aproveche de su fertilidad y abundancia de aguas… en toda la cos-
ta, y principalmente en las islas adyacentes hay tantos placeres [de perlas]
que se pueden contar por millares… De la sal se pueden cargar navíos ente-
ros para estos reinos; de las perlas, puede su majestad… acrecentar su real
hacienda con persona de satisfacción y celo sólo de aumentar los reales habe-
res. La tierra adentro promete muchos minerales, por estar en la misma línea
en que están los ricos minerales de Sinaloa y Sonora (del Río, 2000: 42).
12 Según Crosby, Loreto era el único sitio donde había artesanos —mestizos, mu-
latos— provenientes de las provincias cercanas (175), por esta carencia los misioneros
debían realizar ellos mismos labores que en otros espacios podían ser delegadas en
otros.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 193
un futuro todavía lejano, uno que tal vez nunca llegaría, como suge-
ría Jacobo Baegert. Según él sería más fácil lograr un cambio en el
color de su piel, que conseguir que los indígenas abandonaran sus
costumbres (113-7): el nomadismo de sus habitantes y el medio am-
biente de California se oponían al cristianismo.
El espacio entre la frase de Tempis en la que se propone la nece-
sidad de “ser todo para ellos” y el pesimismo de Baegert, hace que
la actividad múltiple y constante de los jesuitas, la cual pese a su
perseverancia resultaba en un fracaso evangélico, parezca tener ob-
jetivos distintos a los doctrinales. En California, el reto de los misio-
neros consistía en dar una forma reconocible, interpelable al sujeto
indígena. No importaba que fuera o no cristiano, o no primordial-
mente. Había que hacerlos hombres y mujeres moldeados no por las
contigencias de la naturaleza, sino por lo que Walter Benjamin lla-
maría la mimesis no-sensual provista por la ley y el lenguaje (1978).
Por otro lado, la concentración de los misioneros en crear prime-
ro un orden social, recuerda la problemática descrita por Michel de
Certeau en Fábula Mística. En 1605 el general Acquaviva había orde-
nado realizar un examen en todas las provincias jesuitas para conocer
si sus miembros consideraban que la Compañía se había distanciado
de sus cometidos originales. Este examen provocó respuestas sugeren-
tes. Para algunos, muchos de sus compañeros estaban más interesados
en sobresalir intelectualmente que en el desarrollo de la virtud; otros
se quejaban de que los superiores estaban poco interesados en la
formación espiritual. Sin embargo, el factor más señalado como “per-
judicial” para la Compañía era su dispersión al exterior. Las muchas
tareas de los jesuitas los absorbían por entero, quitándoles tiempo
para la meditación y el repaso del espíritu. La inflexión de la orden
a favor de una labor cristiana no meditativa sino de acción o, como
lo dice De Certeau, su decisión de “dejar a Dios por Dios”, significaba
que sus miembros generarían a partir del duelo (de Dios), la ley de
una institución que se realizaba en prácticas sociales externas (1993:
285-320). En este sentido puede pensarse en el Dios jesuita como un
Dios no idéntico a sí mismo, disponible de la misma manera en todo
momento de meditación, sino en un Dios que debía encontrarse a
través de las múltiples actividades desarrollas en su nombre.
En el caso de California, la dificultad de vivir ahí cobraba a los
jesuitas una elevada cuota. Su fin podía ser tal vez la evangelización,
pero para conseguirla había que garantizar primero la transforma-
194 IVONNE DEL VALLE
da en que tan sólo pide información que, según su criterio, hacía falta en los docu-
mentos en su poder.
196 IVONNE DEL VALLE
fue Andrés M. Burriel quien le otorgó su forma final, por eso mismo a lo largo del
capítulo he decidido mantener, a veces indistintamente, los dos nombres. Ésta es la
obra leída por Alejandro Malaspina a su paso por California en su famosa expedición
científica de 1789. Debido a los datos proporcionados por Venegas-Burriel, Malaspina
concluye —pese a sus opiniones menos duras respecto a otros indígenas— que los
indígenas de California tenía una extremada animadversión al trabajo y todo tipo de
ambición (Weber, 29).
15 Véase el capítulo 1 para más información sobre este personaje.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 197
Burriel es otra de la creada por los jesuitas en California, también lo
es el rey a quien la dedicatoria convierte en personaje ilustrado a la
cabeza de empresas científicas que ponían a España a la par de otras
naciones europeas.
El interés de Burriel era formar un proyecto cultural global dife-
rente —aunque dependía de él, como Burriel mismo advierte— del
colonial, y que tuviera entre los jesuitas, según intenta demostrar, a
algunos de sus mejores representantes. En el capítulo en que inicia
la descripción de la naturaleza de California, advierte que él no pre-
sentaría una historia natural cabal, a pesar de saber que ésta era “el
embeleso de los sabios de todas las naciones cultivadas” (I: 47). Con
notas de este tipo Burriel asegura un registro afín a los gustos del
público ilustrado de la época.
Sé también el cuidado, que merece hoy a los eruditos y aun a los Príncipes
en toda la Europa el conocimiento experimental de la naturaleza, como lo
manifiestan las Galerías de curiosidades, los Museos, los Jardines, los Labo-
ratorios, las Salas de demostraciones, las Academias y los libros innumerables
de esta materia. Sé la satisfacción, que causa a los Lectores curiosos encontrar
en esta parte alguna novedad, que siempre se espera con razón en las Rela-
ciones de Países remotos y poco conocidos (I : 47, cursivas mías).
17 Analizando textos ingleses y franceses del siglo xviii, Urs Bitterli explica las di-
ferencias entre las obras que él coteja como una cuestión de género: unos escriben
crónicas y otros, relatos de viaje. En su apreciación las crónicas serían portadoras de
una verdad “más” universal y general —vis-à-vis la verdad local y reducida de los rela-
tos de viaje— debido a que por lo regular quienes las escribían tenían una formación
científica. Desde mi perspectiva, no hay una postura universal sino la oposición de dos
perspectivas, tan válida una como la otra o, si se prefiere, tan universal o tan local la
una como la otra, aunque se trate de universos (o locaciones) distintos.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 199
lograban muy pocas almas para la iglesia), da varias razones todas las
cuales se resumen en la “ventajosa situación” que la provincia signi-
ficaba para España en su competencia territorial con otros poderes
coloniales (III: 11-21). Desde ahí, España podía continuar la conquis-
ta hacia el norte, en tierras en las cuales ingleses y rusos habían
puesto su atención; de ahí se podía igualmente pasar por mar hacia
Sonora y otros territorios de difícil acceso; los piratas y corsarios se
mantendrían alejados mientras hubiera presencia española en sus
costas. Si ya a principios del siglo xviii era importante conservar el
lugar, como sugiere la desesperación de Píccolo para con el virrey
Juan de Ortega (quien en 1702 parecía no comprender, según el
misionero, la necesidad de seguir extendiendo el dominio de España
y el catolicismo, 102), a mediados del siglo su peso era innegable.
Burriel incluye en su historia un extenso apéndice con una serie de
informes sobre las entradas de rusos e ingleses al norte de la penín-
sula, recordando la importancia de mantener ahí a los jesuitas como
único punto de anclaje del monarca español en tierras lejanas de la
ciudad de México.
La posesión de California era indispensable para garantizar la
totalidad del “Imperio Mexicano” que peligraba ante el interés y los
avances de otras potencias europeas. En este sentido, el libro trazaba
tanto el plan defensivo (contra esas otras potencias) como el ex-
pansivo (continuar el avance hacia el norte y pacificar totalmente los
territorios del otro lado del mar) de la Corona. Propone incluso un
lapso de cincuenta años para lograr lo segundo y a los incrédulos
sugiere que para obras tan grandes debía formarse por anticipado
el plan general que reuniera ideas y las hiciera funcionar para un
mismo fin.
Para el imperio español, California era importante sobre todo por
su posición estratégica, pues podía servir —como ocurrió brevemen-
te— de sitio de aprovisionamiento de la nao proveniente de las Fili-
pinas. La búsqueda de un sitio para ello había sido encargada ex-
presamente por el virrey a los misioneros, que realizaron varias
expediciones para hacerlo, y para confirmar si California era o no
una isla. Mientras tanto, desde la ciudad de México se seguían las
informaciones de ahí provenientes. En 1722, cuando aparecen las
primeras publicaciones periodísticas se incluye en una de ellas, “No-
ticias de la Nueva España”, un pequeño reportaje sobre el viaje en
California de Juan de Ugarte (Píccolo 314-315). Los jesuitas eran
200 IVONNE DEL VALLE
19 Los sueños de Píccolo de una riqueza que iniciaría en cuanto llegaran habitan-
otras representaciones
nuevo mundo” suscitada a raíz de los libros Historia Natural (1747) de George-Louis
Leclerc, conde de Buffon; y las Investigaciones filosóficas sobre los americanos (1768) de
Corneille de Pauw, en los cuales América y sus habitantes son catalogados ya como
inmaduros e inferiores respecto a los del “viejo mundo” o bien, como degenerados,
pero igualmente inferiores. Los tres autores jesuitas aquí revisados (o los cuatro pen-
sando en Venegas y Burriel separadamente) conocían la polémica y participaban en
ella, aunque no de modo absoluto, en la medida en que no escriben para responder
a estos autores, como hace Francisco Javier Clavijero, por ejemplo. En todo caso, tal
tema está fuera del alcance de este trabajo. Sin embargo, es importante notar que el
libro de Baegert habría aportado bastante material a los libros que estigmatizaban a
los hombres y la naturaleza de América. El determinismo geográfico y climático de los
autores mencionados es también parte importante de la tesis del jesuita, quien tiene
sobre los californios opiniones similares a las de Buffon sobre los habitantes del nue-
vo mundo. Baegert además hace comentarios y distinciones entre grupos nacionales
que, en una jerarquía descendente iban del norte de Europa a la Europa mediterránea
y luego a los hombres americanos, entre ellos los indígenas en el último peldaño. Para
una revisión de los libros de Buffon y de Pauw y las respuestas que provocaron tanto
en América como en Europa, véase: Antonello Gerbi, The Dispute of the New World
(Pittsburgh, University of Pittsburgh P., 1973), David Brading, Orbe indiano, cap. xix
“Historia y filosofía”, y cap. xx “Patriotas jesuitas” (México, Fondo de Cultura Econó-
mica, 1993), y Jorge Cañizares-Esguerra (2001, 2006).
204 IVONNE DEL VALLE
de escribir tomos gruesos y llenarlos algunas veces con toda suerte de des-
cripciones y datos innecesarios, traídos por los cabellos y exagerados por
medio de palabras rimbombantes (4)
23 Para otra discusión sobre las profundas dudas de los misioneros respecto a su
Todo lo concerniente a California es tan poca cosa, que no vale la pena alzar
la pluma para escribir algo sobre ella. De miserables matorrales, inútiles
zarzales y estériles peñascos; de casas de piedra y lodo, sin agua ni madera;
de un puñado de gentes que en nada se distinguen de las bestias si no fuera
por su estatura y capacidad de raciocinio —¿qué gran cosa debo, qué puedo
decir? (3)
Muchas tienen sesenta, setenta o más ramas; cada rama tiene el mismo grue-
so de abajo hasta arriba, braza y media de largo y de arriba a abajo está
uniformemente cubierta de espinas, agrupadas de diez en diez en pequeños
haces y dentro de estos en perfecto orden y en todas direcciones, como una
rosa de los vientos. Estos haces colocados sobre las costillas que separaran
las estrías, como el cardón, de modo que resulta, después de hacer la cuen-
ta, que una sola mata tiene más de un millón de espinas (40-41).
25 Véase The letters of Jacob Baegert, 1749-1761 Jesuit Missionary in Baja California,
editadas y prologadas por Doyce B. Nunis, Los Ángeles, Dawson’s Book Shop, 1982.
210 IVONNE DEL VALLE
genas. “Yo”, dice un misionero, “no acabo de conocer a los indios, ni puedo afirmar
con certidumbre qué creen verdaderamente” (1996: 68).
212 IVONNE DEL VALLE
¿Y qué hará el Californio cuando vea que el misionero aparece por primera
vez ante él con cuatro o seis soldados a caballo; cuando continúe visitándolo
y empiece a vivir en su pueblo y decida ya no irse? El Californio no tiene
ningún poder contra él. (Nunis 204).27
the first time before him with four or six soldiers on horseback; when he continues to
visit him; when he takes up his dwelling in his village and decides not to go away from
there anymore? The Californian is powerless against him”. El hecho de que las cartas
hayan sido traducidas del alemán y el latín y publicadas en inglés, mientras que del
libro que reviso (Noticias de la península…) se hizo una traducción al español, ayudan
a distinguir en mis citas un texto de otro: la mayoría de las citas de sus cartas están en
inglés, mientras que las de su libro se hallan en español. De la misma manera, para
diferenciarlos, cito las cartas bajo el nombre de su editora, Nunis, mientras que cito
el libro de Baegert con su nombre.
214 IVONNE DEL VALLE
Este tema está ausente en las cartas que escribe durante su estadía en California.
Puede decirse que la experiencia en California se transforma para servir como material
de la lucha entre católicos y protestantes en su lugar de origen, sobre todo hacia el
final del libro.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 215
… ni cuando van a morir se puede saber de su conducta externa si están
mejor preparados para la confesión. ¡Por Dios que quisiera estar equivocado,
pero está es mi opinión! Me imagino que para Su Reverencia [su hermano
también era jesuita] no es ningún consuelo leer estas cosas, ¡pero qué tan
difícil debe ser experimentarlas y qué triste verlas con los propios ojos! Ore-
mos por estos indios, para que no se pierdan por toda la eternidad (Nunis,
217).29
Durante el tiempo que están aquí [en la misión], uno dice Misa temprano
en la mañana; luego los deja decir la oración principal del dogma Cristiano,
después les explico alguno de estos dogmas, y luego los dejo ir. Desde la
iglesia salen corriendo sin ton ni son, tan rápido como pueden y van al
bosque a buscar comida. En la tarde regresan, si no se les olvida, y dicen el
mismo dogma Cristiano que en la mañana. Ésa es una vida lamentable (Nu-
nis, 154).30
29 “…even if they are going to die, you cannot tell from their outward behavior
that they are better prepared for confession. For God’s sake, I wish I am mistaken, but
this is my opinion! I can imagine that it is of no comfort for Your Reverence to read
these things, how hard it must be to experience them yourself, and how sad to see
them with your own eyes! Let us pray for these Indians so that they do no get lost in
eternity”.
30 “During the time when they are here, one says Mass early in the morning; then
one lets them say the main prayer of Christian dogma; then I explain to them some
of these dogmas, and afterwards I let them go. From the church they ran helter-skelter
as fast as possible into the woods to look for some food. In the evening they come
back if they do not forget about it and say the same Christian dogma as in the morning.
That is a pitiful life”.
216 IVONNE DEL VALLE
… las recetas que su Reverencia me envió el otro día, y que yo le había pe-
dido, no me sirven. Ya porque no tengo las cosas necesarias o porque no las
puedo seguir por el calor u otra condición del clima de California. Ocurre
que no todo país puede soportarlo todo (Nunis, 214).31
31 “…the recipes that your Reverence sent me the other day, and for which I asked,
are of no service to me. Either I do not have the necessary things or I cannot follow
them because of the heat or other weather of the California. It is just that not every
country can stand everything”.
218 IVONNE DEL VALLE
32 Tomo la noción de Ignacio del Río, quien la utiliza para referirse a las prácticas
Así como lo hacen el primer día de su matrimonio, así lo hacen al día si-
guiente y siempre en lo de adelante, es decir, siguen vagando el hombre y
la mujer por aquí y por allá, por donde a cada uno le venga en gana; por
semanas no viven juntos, sin ponerse para ello de acuerdo, sin permiso mu-
tuo. Con respecto a sus alimentos, el hombre no cuida de la mujer ni la
mujer del hombre, ni ninguno de los dos de sus hijos, si es que los tienen
ya un poco crecidos. Los dos cónyuges comen lo que tengan, cuando y don-
de lo hallen, sin preocuparse de la otra parte ni de los hijos (98-99).
Nada hay que cause menos molestias o preocupaciones a los californios que
la educación de sus hijos. Toda la crianza se concreta a alimentarlos mientras
no sean capaces de buscarse su sustento por cuenta propia, es decir, de desen-
terrar raíces, atrapar ratones y cazar serpientes. Una vez aprendido todo esto
y tan pronto como tengan fuerzas suficientes para ello resulta lo mismo para
los jóvenes californios tener padres que no tenerlos, porque pueden hacer
lo que quieran o portarse de la manera que les convenga, pues de sus padres
no tienen que esperar o temer ni enseñanza, ni advertencia, ni cuidado, ni
castigo, ni órdenes, ni preceptos, ni mohínas, ni buen ejemplo (101).
como “choque cultural”. Después de todo, volver a Europa debió haber representado
un cambio enorme para el misionero que se hallaba de nuevo ante un universo de
exceso y derroche respecto a la absoluta frugalidad de California.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 221
cambio ninguna simpatía por este aspecto que le recordaba al “buen
salvaje” literario de J. J. Rousseau, cuyas ideas rechazaba. El “salvaje”,
materializado en California, no podía fundar una mejor sociedad;
era, de hecho, la antípoda de cualquier intento de educación, disci-
plina y civilización verdadera.
Las secciones acerca de la alimentación son especialmente impor-
tantes porque le hacen olvidar la organicidad y lógica que él mismo
había postulado antes en la vida de los guaycuras. En estos apartados
destaca también la desconexión entre marco epistemológico y con-
tenido. Las frases con una intención poco clara se repiten constan-
temente sin que el lector esté seguro de si quería divertirse y diver-
tirlo con la inserción de información obvia o fuera de lugar. Hace,
por ejemplo, una “clasificación” de los alimentos, en la que agrupa
en la primera clase a las raíces; en la segunda a las semillas y legumi-
nosas; en la tercera, a “todo lo que es carne o tiene cierta semejanza
con la carne”, incluidas las ratas, orugas, gusanos y lagartijas; en la
cuarta incluye “inmundicias y todo lo que pueda masticar una den-
tadura y digerir un estómago” como carne podrida y engusanada o,
como había visto, suelas de zapatos (90). Más adelante señala “hasta
aquí hemos hablado de los ingredientes de la cocina y despensa ca-
lifornianas; ahora es tiempo de decir algo también de su arte culina-
rio” (93), y hace una nueva lista, un nuevo itinerario de incongruen-
cias que si bien pueden tener cierta comicidad, remiten sin embargo,
a un ánimo intranquilo ante la existencia de un universo semejante.
Los californios, dice, comían la carne semicruda, luego de apagarle
el fuego tirándola en el polvo; o la ataban a un hilo para, después de
masticarla, volver a sacarla y repetir la operación.
Si todo sistema culinario está vinculado a una cultura que organi-
za el mundo de una manera única (Fischler, 281), el problema que
enfrentaba Baegert al describir la “cocina californiana” tenía que ver
con los alimentos y los procedimientos específicos descritos, pero los
rebasaba. La manera de los indígenas de alimentarse revertía profun-
damente el orden que Baegert veían en el mundo. Los alimentos
“equivocados” de los californios, su manera “ilógica” de comer, lo
enfrentaban con un universo y una humanidad insospechada y que
dentro de sus parámetros no debía existir. Pese a su desesperanza,
éste era el universo cuya materialidad contrastaba con la ausencia, la
fantasmagoría del orden occidental. David Weber ironiza sobre el
hecho de que el imperio español llamara suyos territorios e indígenas
222 IVONNE DEL VALLE
36 Pese a reconocer que la obra de Baegert está dominada por la desilusión y las
opiniones negativas hacia los indígenas, Hans-Jürgen Lüsebrink resalta por qué se le
ha considerado un importante precusor de la etnografía moderna. Habla, por ejemplo,
de la “precisa capacidad de observación” del misionero y del hecho de que toda su
negatividad no disminuye “de forma sustancial el valor de sus observaciones etnográ-
ficas”. Si es absolutamente cierto que los datos proporcionados por Baegert son utili-
zados actualmente en estudios sobre Baja California; por otro lado, no creo que
pueda decirse que la obra de Baegert, quien no parecía hablar con los indígenas, sea
resultado de una capacidad de observación inusitada. Sus 17 años entre ellos serían
suficientes para explicar el conocimiento mostrado en su obra, e incluso para señalar
lo poco que en realidad conocía respecto al aparato ideológico-religioso detrás de la
vida guaycura.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 223
que llevaba a los californios a hacer las cosas y no una naturaleza
depravada o inferior. Por extraña que le resultara esa costumbre,
siempre presentaba una explicación que la justificara. Barco se niega
sistemáticamente a leer las prácticas de los californios con la óptica
de su propia cultura. Los dos sistemas eran distintos, no legibles con
los mismos códigos. Así, los indígenas comían las cosas crudas porque
no tenían utensilios para cocinarlas, tiznaban a los hijos con carbón
(aunque parecieran “diablitos”) para protegerlos de las inclemencias
del tiempo, comían gusanos porque eran de “mucho sustento” y para
sus paladares suaves y mantecosos. Incluso un hábito que a Baegert
habría parecido aberrante —lavarse con orines— encuentra en Bar-
co la ventaja de “ser muy provechoso para los ojos”; quizás los indí-
genas debían a esto, sugiere, la agudeza de su visión (204).
Una anécdota sobre padre Francisco M. Píccolo ilustra las diver-
gencias entre ambos misioneros. Al escribir sobre la cocina califor-
niana, Baegert se disculpa por lo que va a contar, explicando cómo
para aprovechar las semillas de las pitahayas, los indígenas las comían
después de haberlas evacuado:
Aquí pido permiso hasta a mi más humilde lector para agregar algo verda-
deramente atroz y asqueroso como quizás no se haya sabido nada parecido
de ningún pueblo del mundo; lo relato porque es la mejor evidencia no sólo
de la miseria de los californios, sino también de su voracidad y de la inmun-
dicia en que viven (92).
37 Esta actitud tiene sus excepciones como se verá en las conclusiones con el inci-
dente de la fuga de los pericúes.
38 “Not one of them has asked me even the least about Europe, about my homeland,
about my journey, or similar questions… To be sure, they have seen several things
which were brought from elsewhere into their country and which they have never seen
before. However it is the habit of the Americans not to despise, but surely not to
respect or value… all things which are not produced by their own country”. Aunque
Baegert generaliza con el “americanos” como hace muchas otras veces, es claro que
se refiere a los indígenas de California.
39 “For these reason I hardly believe that… a Californian will ever take a chance
and give a thought to our buildings here, to our clothes, to the house utensils, plants,
seeds, different kinds of house animals, which are brought over from Europe, and to
the kind and way we prepare our food”.
228 IVONNE DEL VALLE
(entre criollos, negros, mestizos e indígenas de otras partes) trabajando en las minas.
La pesquería de perlas era, en cambio, un trabajo realizado principalmente en el ve-
rano por grupos de seis a 12 españoles que duraban apenas unos meses en la región
(59-62).
41 Véase en el capítulo 5 la sección sobre Baegert.
230 IVONNE DEL VALLE
cionadas con su trato con los indígenas es, además de una desviación
obligada, la forma de autopreservación y expansión de una cultura
de otra forma inadecuada del todo a dicho medio. Si no se podía
instalar un orden occidental, la epistemología ilustrada con su ace-
nto en el estudio de la naturaleza, permitía una relación (casi) indi-
recta e impersonal con California.
Si, como ya vimos, la evangelización era imposible y la escritura
etnográfica estaba dificultada ya fuera por los frecuentes cambios
lingüísticos y de costumbres de los indígenas (Barco), o por la in-
adecuación entre el marco epistemológico de la etnografía y la vida
de los californios (Baegert), siempre quedaba la opción de estudiar
un medio ambiente asombroso. Así, la actividad misionera en Cali-
fornia se desliza de la evangelización a la etnografía, para centrarse
en la investigación de la naturaleza, la especulación sobre las causas
de fenómenos naturales, la exploración geográfica y la escritura de
todos estos hallazgos. En muchos sentidos, resultaba mucho más fácil
hablar de animales, plantas y geología que de los indígenas y su
cristianización.
A diferencia de los jesuitas de Sonora, cuyas investigaciones se
concentran en botánica y medicina, los intereses de los misioneros
en esta región son múltiples. Ellos forman una especie de grupo
académico-científico: todos conocen el tipo de trabajo que realizan
los demás y comparten sus descubrimientos. A Francisco Inama, por
ejemplo, se debía un detallado informe sobre la capacidad mortífera
del veneno de algunas serpientes. Durante años este misionero había
realizado experimentos sobre las cantidades que áquellas necesitaban
para matar a otros animales. Miguel del Barco estudiaba la vida y el
trabajo de las avispas; Juan de Ugarte, Wenceslao Linck y Fernando
Consag exploraban la península durante periodos prolongados y
trazaban mapas detallando sus hallazgos. Eusebio Kino era matemá-
tico y explorador. A Ignacio Tirsch se deben una serie de pinturas
(las únicas de las que tengo noticia), representando la vida en la
península durante la época.42 Otros estudiaban las pinturas en las
cuevas de California; contaban, observaban, tomaban notas, averigua-
ban, cotejaban, nombraban comisiones para investigar, y cuando
recuperadas por Glen Dawson, quien las publicó con el título The Drawings of Ignacio
Tirsch, A Jesuit Missionary in Baja California (Los Ángeles, Dawson Bookshop, 1972).
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 231
encontraban algo digno de compartir (colmillos de serpiente, huesos
gigantescos, armas indígenas no vistas antes, etc.) lo hacían circular
en la provincia para que los demás pudieran conocerlo.
En su libro, Baegert —además de contar espinas— especula sobre
el origen de la península con base en su observación de los elemen-
tos extraños de su terreno, como el hecho de que no hubiera verda-
dera tierra en California, cuya superficie no era sino una enorme
piedra, o una aglomeración de piedras. Otro aspecto interesante
para él es que en áreas muy alejadas de la costa se encontraran con-
chas y caracoles petrificados. Esto le hace pensar que la península
debía haber surgido del mar en una época relativamente reciente y
como consecuencia de movimientos sísmicos o fuegos subterráneos
que habían reunido lo que de otra forma era inexplicable encontrar
junto. Algún cataclismo debía haber producido una sustancia líquida
(“pastosa”, dice Baegert), a la que a la manera de cera fundida, se
habían pegado las conchas, caracoles, piedras, y la poca tierra que
constituían los estratos visibles de la geología de California (34-35).
Frente a la frustración de Baegert ante la no-conversión de los indí-
genas, este pasaje permite pensar que había momentos de fascinación
por el reto intelectual que la provincia presentaba. California era un
laboratorio para la producción de saberes que si no permitían tomar
control de la naturaleza, posibilitaban una forma de acercamiento a
ella donde los misioneros quedaban por encima de sus inconvenien-
tes. El laboratorio natural les permitía satisfacciones; era el otro, el
de civilizar y convertir en hombres verdaderos a los “salvajes”, el que
no les dejaba funcionar de la manera que habían imaginado.
Es innegable el carácter productivo de su frustración, transforma-
da en proyectos científicos que les permiten participar de lleno en
la cultura de su época. Por otro lado, también me parece necesario
resaltar el contexto de producción de esta escritura: (su) ser el único
lugar desde el cual se podía tener una relación satisfactoria y signifi-
cante con el entorno de California; (su) ser también la única forma
en que el Occidente y su epistemología se podían vincular —sin
verdaderamente vincularse— con el paisaje inhóspito de la región.
En este sentido, los proyectos científicos ahí surgidos son al mismo
tiempo ejemplo de una fuerte voluntad de dominio tanto como del
carácter residual y ensimismado de dicho proceder. Si esta reorgani-
zación de las labores de los misioneros se debe a las dificultades del
lugar, por otro lado su presencia significó una profunda desarticula-
232 IVONNE DEL VALLE
43 Siendo Gálvez uno de los enemigos de la Compañía hay que tomar sus observa-
[233]
234 IVONNE DEL VALLE
1 Puesto que en los capítulos anteriores ya hice mención a todos estos jesuitas y
2 En el texto: “I found my table bedecked with a pile of cut bread, much fruit
and melons, a platter of beef and mutton with Spanish pepper, and several tamales
made of maize, spiced with pepper. To eschew this and not eat of it would be the
greatest of insults. This same food was dished up to the other guests, along with a
gourd of water to drink... It is not at all pleasing to them if one merely pockets this
fruit for later use… In the evening everyone kneels before the tower and prays the
Rosary and sings the Litany accompanied by music. In the meantime, the table is
reset, and now the father must again appear. He now receives as do the others, a
span-long tube packed with smoking tobacco. This is lighted and he must endure
this treat among some hundreds of Indians who are also smoking from the same
kind of tube and emitting horrible vapors”.
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 237
llevaron a casa de nuevo” (cursivas mías, 163-165)— en medio de una
celebración “llena de vida y alegría”, la única voluntad del misionero
está en la retirada. Si hubieran podido —dice Och— los pimas ha-
brían mantenido al padre siempre con ellos durante la celebración sin
permitirle dormir, situación de la que había podido escapar, añade
(cursivas mías, 163). La descripción de Och de su involucramiento
en una situación que le incomodaba es, aunque fantástica, satisfacto-
ria, en la medida en que le permitía un marco (irreal, puesto que
estaba ahí, haciendo las cosas) aceptable para sí mismo respecto a su
presencia en festividades que debían parecerle inadmisibles.
Reveladoramente, la larga celebración terminaba con una lucha
entre moros y cristianos por la imagen local de Cristo, al final de la
cual los cristianos “pagaban” al padre el rescate por la imagen, como
una manera de agradecerle su participación en las festividades (165).
En el relato del misionero es posible leer una intensidad que Och
no compartía; la celebración pese a ser supuestamente cristiana, no
era suya. Había ahí un universo en el que participaba a regañadien-
tes. Como un ejemplo de la cultura que separaba a Och de los pimas
está su relato acerca del sobrepoblado mundo indígena en el que
convivían vivos y muertos. Muchas veces los había oído conversar con
los muertos, recriminarles su partida, o preguntarles sobre su nueva
situación. Las madres, añade, continuaban llevando leche a sus hijos;
a los adultos también les daban de comer (133-4). La ternura y fami-
liaridad con que los trataban señalaba un mundo en el que Och no
podía participar, y que debía estar presente incluso en la festividad
del patrón de la misión.
Och cuenta también que cuando los indios pensaban realizar uno
de sus “supersticiosos” bailes nocturnos, buscaban pretextos para que
el misionero saliera del pueblo (124). La misma determinación con
la cual los misioneros se iban a pesar de saber lo que ocurriría en su
ausencia, llevaba a Och a participar sin participar, protegiendo su
entereza, en las celebraciones religiosas pimas. Por su parte, Juan
Nentuig habla de la enorme tristeza y la aprensión que le había cau-
sado oír, sin querer, una de estas nocturnas ceremonias indígenas.
Durante la celebración de la fiesta del “sauco” (cuya invitación había
sido rehusada por el misionero), dice Nentuig que un viejo, guerre-
ro o hechicero, predicaba las hazañas “antiguas o verdaderas y fingi-
das” del grupo con un sermón que duraba toda la noche:
238 IVONNE DEL VALLE
A más del sermón, para que la variedad disminuya el fastidio, no faltan bai-
les y cantares, pero tan tristes y melancólicos como lo es el sermón. Y digo
por experiencia que en mi vida no he pasado más tristes noches de las que
me he hallado precisado de oírlos, aunque no muy de cerca, unas tres o
cuatro ocasiones, sin haberlo podido excusar (69).3
Por esa tristeza causada por los cantos en que los indígenas conec-
taban su existencia a hechos y significantes antiguos, la renuencia a
participar. A pesar de las muchas transformaciones de uno y otro
grupo para convivir entre sí, había áreas a las que los misioneros no
podían o no querían ir. Por eso tanto para Och como para Nentuig,
mejor salir a tiempo, no participar en ceremonias cuyos ecos parecían
llevar a un lugar bastante lejano, y poner en entre-dicho el proyecto
evangélico y civilizatorio jesuita. La melancolía de Nentuig durante
las noches más tristes de su vida, indicaba en su pura emotividad, la
confusión y desaliento de los misioneros ante la visión de un univer-
so que se negaba a desaparecer.
Por su parte, Philipp Segesser escribe a su familia en 1737 que
había formas más activas de crear un espacio protector hacia la for-
ma de vida indígena. La carta, cuya escritura según dice había pos-
tergado por cinco años debido a múltiples ocupaciones allí descritas,
es un detallado informe sobre su vida en misión. Aunque la misiva
tiene varios ejes (dedica, por ejemplo, muchas páginas a la revuelta
pima de los seguidores del profeta de Moctezuma discutida en el
capítulo 3), el efecto resultante de su lectura tiene que ver con la
postulación de un super-cuerpo misionero que duda del carácter
espiritual de su hacer.
En un ejemplo de una mediación fallida, la labor cotidiana que
describe el misionero es resultado del discorde diálogo entre las di-
rectivas provistas por la provincia jesuita y el hacer desordenado de
los indígenas, quienes pese a vivir en la misma misión habitaban,
como señalé anteriormente, otro tiempo y otro espacio. En la carta,
Segesser describe la naturaleza totalitaria y agotadora de sus tareas
(ocupaban su día por entero) para mantener funcionando su misión
entre los indios pimas. Al pretender un orden y una forma de hacer
el personal, el laboral (que incluye todo —cursivas mías— lo que había que hacer
para propagar la fe) y uno territorial (266-267). Desde esta perspectiva, los trabajos
descritos por Segesser no tendrían nada de extraordinario. Quiero resaltar, sin
embargo, que como en el caso de Seggeser, estas actividades no siempre eran vividas
como un conjunto armonioso por algunos misioneros.
5 “Besides spiritual duties the missionary has continually to take care of worldly
business which he by no means dare neglect… Providing food for the Indians see-
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 241
Irónicamente el intentar huir del mundo del comercio y el traba-
jo del campo, de una vida “normal”, lo había llevado a toparse cara
a cara con eso de lo que trataba de escapar. Puesto que en su relato
los pimas no parecen afectados por un orden que él debe renovar
cotidianamente, de manera extraña Segesser es el único sujeto a/de
la razón colonial. En nombre del deber asume la enajenación de sí
mismo y sus intereses y deseos (no había querido dedicarse sino a lo
espiritual), sin que por otro lado, pueda hablarse sino de una inte-
gración muy precaria de los indígenas al mundo colonial.
En una nota acerca de la debilidad de los indígenas por el tabaco,
Seggeser equipara confusamente la conversión evangélica con el
trabajo. Por tabaco, dice, los indios trabajarían alegremente todo el
día, y eso lo lleva a pensar que el tabaco bastaría para convertirlos
en cristianos (151). Si el trabajo habría sido un marcador de la trans-
formación de los indígenas en cristianos, me pregunto aquí qué
transformación sugieren las labores de Segesser si a él mismo le pa-
recían desvinculadas de lo espiritual. Como una máquina que fun-
cionaba para satisfacer una empresa indiferente tanto a sus objetos
como a los instrumentos de su realización, el activo cuerpo del mi-
sionero se encontraba alejado de las promesas personales de una
fuerte experiencia de Dios y de los indígenas que debía convertir y
en quienes no lograba instaurar nuevos hábitos.
En su misión, el jesuita estaba obligado a una espiritualidad hui-
diza, interrumpida constantemente. Cuando parecía que por fin
podía dejarse estar en ella, surgían nuevos inconvenientes. “Imagine-
mos”, dice, que cree haber terminado ya con todo el trabajo y puede
dedicarse a la oración, entonces:
ms very laborious to many fathers for they had an entirely different view of things
when they left their beloved province to devote themselves to missionary work. That
is the way it was with me. I well remember what was said to me and to others by the
father provincial when I made the request to be sent to the missions. His words
were: Nescitis quid petatis [You know not what you ask]. I experienced it! It happens
that I left my paternal hearth to enter a spiritual station principally because I saw
that business and agriculture were not for me, but in this mission I encountered
much more of that sort of anxiety that I would ever have had in my fatherland”.
242 IVONNE DEL VALLE
rezo mis oraciones, los muchachos ponen la mesa para la comida. Otra vez
se les olvidan muchas cosas. Ahora los cuchillos, otras veces no ponen los
tenedores... Así, al padre misionero le queda poco tiempo para sus labores
espirituales (a menos que queramos decir que pasa todo el día en asuntos
espirituales, aunque sean temporales) (162).6
6 “Along comes the cook and demands pepper, ginger and safron. The house
servant announces that two messengers have arrived… I order that for the time
being they be fed and promise to give them tobacco when I finished my prayers.
Then the cook comes once more and asks for lard and eggs which he had earlier
forgotten to request. While I say my prayers the houseboys set the table for lun-
cheon. Again much is forgotten. Now knives, and other times forks are not placed…
Thus it remains little time to the father missionary for the performance of his spi-
ritual labors (unless we wish to say that the entire day is spent in spiritual business,
even though it may be temporal)”.
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 243
tanto” en comunicación con Dios; estando el “un tanto” determinado
por la expectativa de una posible nueva interrupción (163).
En este sentido puede entenderse a Sonora como el lugar para un
doble desencanto del misionero. Primero, por ser el sitio de las pro-
mesas nunca cumplidas de comunidad con Dios, y segundo, por el
hecho de que los indígenas no se integraban verdaderamente al or-
den de la civilización. Las dudas de Segesser muestran, frente a la
complacencia de otros misioneros por el poder conseguido debido
a sus labores mercantiles, otra perspectiva ante la transformación de
la misión en una institución económica. La obediencia obligaba a
Segesser a continuar con una forma de vida cuyo sentido final se le
escapaba.
Si la inconformidad de Segesser no se traducía en actitudes que
pusieran en duda su fidelidad a la orden, había también misioneros
que abandonaban los lineamientos de la Compañía para dedicarse a
sus propios designios. Este aspecto era posibilitado por el poder local
de los jesuitas. En determinado momento, por ejemplo, Manuel
Huidobro, gobernador de la provincia, solicita al misionero José de
Campos el envío de “200 indios pimas” para marchar a la conquista
de los seris (González Rodríguez, 1993: 482). El hecho de que algu-
nos misioneros pudieran manejar un gran número de hombres y
decidir su suerte de esta manera, era un arma de dos filos ya que si
en la mayoría de los casos esta influencia era utilizada para apoyar
medidas benéficas a la Compañía; en otros, la situación podía ser una
amenaza para la institución religiosa.
En la decáda de los treinta, la orden había experimentado las
consecuencias de este poder localmente arraigado cuando en una
disputa entre los jesuitas y el gobernador Huidobro, José de Campos
toma partido por el segundo y empieza a hacer circular cartas que-
jándose de la postura de sus compañeros.7 Éste es el principio de un
proceso por el cual Campos actúa cada vez más como individuo in-
dependiente de su orden sin hacer el menor caso de sus votos de
obediencia. Repetidamente se le ordena que se disculpe, deje de
escribir, vaya a tal lugar a explicarse y queme las cartas que ha escri-
padre Campos es sacado de su misión —en la que había pasado 38 años—, dice
que se trata de un caso de desobediencia extraordinario (1941: 47). En realidad los
problemas con Campos habían iniciado en 1710 cuando se le sigue un juicio de
paternidad de un niño pima, cargo del que es exonerado (Crosby 312).
244 IVONNE DEL VALLE
lengua cora, publicada en 1729 por el obispo de Guadalajara, según señala Ortega
mismo (216). Rosa Yáñez afirma, sin embargo, que al parecer ninguno de los com-
piladores de obras lingüísticas coloniales ha llegado a ver la obra. En 1731 se pu-
blican también sus Oraciones y cathecismo christiano en lengua cora. En 1732 se impri-
men dos textos de Ortega —los más conocidos: el Vocabulario en lenguas castellana y
cora, y el Confesionario en lengua cora (2002: 171)—. En 1745, Ortega dice llevar
años escribiendo un arte de la lengua cora del que no se tiene noticia alguna (Yáñez,
2002: 171).
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 251
En 1730 las notas de Ortega sobre su posible martirio durante un
levantamiento indígena hacen pensar que éste se hallaba en la sierra
por obediencia y no por voluntad propia. Sin embargo, para 1745,
ni los votos de obediencia podían obligarlo a dejar su misión y a “sus”
indios (en Jesús María) para pasar a otra que él consideraba menos
“indígena” (la Mesa) y por ello menos digna de su presencia. En la
Mesa, señala, el cora no era necesario puesto que todos hablaban
castellano, cuestión —sin duda exagerada— que le impediría con-
cluir el “Arte de la lengua” en que llevaba 18 años trabajando. En la
Mesa, además, estaban los soldados del presidio, compañía que Or-
tega no estaba interesado en cultivar. Después de 15 años divagacio-
nes en torno al cumplimiento de un deber que lo ponía en peligro
de muerte, Ortega pensaba en otra muerte, no a manos de los indí-
genas, sino con ellos. Tanto deseaba quedarse en Jesús María que
había escogido el sitio donde debían ser depositados sus restos: “tenía
señalado y avisado a mis hijos el lugar de mi entierro, creyendo que
había de tener la gloria de morir entre mis indios,” dice, para mostrar
su afecto al lugar (era su casa) y su molestia ante la idea de tener
que mudarse de misión.
De la carta de Ortega al provincial, y de las cartas de sus compa-
ñeros misioneros apoyando la petición de Ortega de no ser movido
de Jesús María se deduce que el cambio propuesto por el provincial
en parte tenía que ver con el apego de Ortega por los indígenas de
su misión; apego que según el visitador, Gregorio Hernáez, constituía
una falta. En su carta, Ortega defiende su decisión:
Otro motivo dice el padre visitador tiene para estas mudanzas y que las juz-
gue muy convenientes y es que pegan al corazón los padres a sus indios pues
yo digo de mí que me anden quitando porque exponiéndome con indios los
meto dentro de mi corazón. Acuérdome del venerable padre Zapa que mu-
rió en san Gregorio suplicándole a la virgen… que le manifestara su gusto y
lo que quería de él, le respondió la santa que te aindies. Yo no entiendo cómo
mi padre desafecto a los indios porque si hay afecto habrá amor que es vín-
culo que pega. Yo soy de sentir que desdicha de misión donde el padre no
tiene en su corazón a sus indios y los indios con sus almas a su padre, a in-
ducir al padre y aprenderá la lengua le excusará a los superiores las molestias
de propuestas y hará lo que quisiere de sus feligreses.
tenderse con los indios, sino hacer lo que se quisiera con ellos), la
propuesta de Ortega respecto a la necesidad de “aindiarse” implica
transformaciones contrarias al paternalismo. Aindiarse —dice Orte-
ga— el imperativo de devenir otro, de asumir personalmente las
costumbres de los indios, sin hacerse indio, sin embargo.
El párrafo arriba transcrito es quizás un ejemplo de lo que impli-
caba el término. Al leerlo me pregunto sobre la relación de Ortega
con el español enrarecido de su carta, el origen de la frase “pegar
algo” al corazón, su confuso uso de tiempos verbales, y en general
sobre la idiosincrática sintaxis del misionero. No siempre es fácil
seguir a Ortega en su misiva. Con la cuidadosa estructuración de su
“caso” buscando que el provincial admita dejarlo en su misión, con-
trasta este español afectado en el que se manifiesta una influencia
que se nos escapa (¿el cora?). Para cerrar su petición, el misionero
acepta acatar la resolución del provincial; también en la Mesa había
indios y eso era suficiente para sentirse en casa (todas las citas ante-
riores: Meyer, 1989: 99-106).
Sin embargo, cinco años más tarde Ortega pide permiso para
marcharse de las misiones. Sin otros datos que ayuden a explicar este
drástico giro de los acontecimientos (más allá de los “escándalos”
que supuestamente había causado entre los indios), adelantar cual-
quier explicación no sería sino un ejercicio arriesgado de la fantasía.
En todo caso (1750) Ortega sabe que por su integración al lugar sus
superiores no le permiten dejar la provincia. Esta integración se
relacionaba con cuestiones que rebasaban su maestría en la lengua
y con su comodidad y pericia en un espacio geográfico que difi-
cultaba el tránsito y la comunicación, sobre todo durante la tem-
porada de lluvias. “No sé” —dice Ortega de su capacidad de atrave-
sar las peligrosas corrientes de los ríos— “si habrá otro padre o tan
indio o tan bárbaro como yo que pueda pasarlo tantas veces como
se ofrece el estar los dos pueblos de Santa Rita y Santa Rosa de la
otra banda” (Meyer, 1989: 117). Este hecho aparentemente sin de-
masiada importancia era, sin embargo, crucial para la vida en las
misiones. Durante la época de lluvias los misioneros —como ellos
mismos dicen— se hallaban incomunicados, con excepción de Or-
tega quien, como los indios, podía cruzar las peligrosas aguas una y
otra vez.
Físicamente el Nayar no era una provincia fácil. La mayoría de los
misioneros se quejaban de su clima y geografía en mayor o menor
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 253
grado. La carta de 1750 de José de Abarca (quien por hallarse cons-
tantemente enfermo no había podido aprender náhuatl, ni cora,
según Ortega) al provincial en México para pedirle se le permitiera
abandonar el Nayar, es una muestra de los efectos ruinosos que ese
medio ambiente podía tener en algunos misioneros. El clima era tan
ardiente —dice Abarca— que nada lo calmaba: ni el viento ni el
rocío. La comida se descomponía, los vestidos, el hierro, las herra-
mientas, todo estaba carcomido por el clima o arruinado por las sa-
bandijas. Para Abarca, la naturaleza de la sierra era terrible, extenuan-
te y, para colmo, carecía de los medios para aislarse pues su casa
(mero jacal en ruinas, dice) no estaba en condiciones de servirle de
refugio. Desde su llegada al lugar (hacía cuatro años, según Ortega),
afirmaba no conocer “el gusto”, ni lo que era pasar “un rato bueno”.
Evitando salir de su habitación —que no lo separaba realmente del
abrumador entorno— vivía en una especie de isla, en un limbo que
no estaba ni en un lugar ni en otro, desde el cual contemplaba la
existencia de un universo que pese a su angustia parecía transcurrir
tranquilamente a su alrededor. Sumido en la desesperación, el misio-
nero suplica se le permita salir: su presencia ahí era inútil, explica,
debido a que estaba siempre enfermo y a que no había aprendido
las lenguas, limitaciones que le impedían ir y hablar con los indios.
Ni siquiera podía visitar a otros jesuitas que apenas estaban a dos días
de camino, esfuerzo imposible para él. Una naturaleza “madrastra y
no madre”, paisaje inhóspito en el que según Abarca sólo paseaban
“bestias e indios brutos a ellas semejantes”, lo había derrotado en un
lapso de cuatro años (Meyer, 1989: 111-113).10
En el caso de este misionero era evidente el reto que implicaba
vivir en territorio de misiones: se requería de una voluntad y un es-
fuerzo enormes que permitieran hacer lo necesario ya para acostum-
brarse a un medio ambiente inhóspito, ya para modificar este am-
biente de manera que resultara tolerable para el sujeto en cuestión.
En Abarca, sin embargo, esta energía es consumida en la negatividad
de su autoconmiseración. Tal emotividad paralizante sustituye en
todo caso una conducta (adaptarse a vivir en dichas condiciones) que
aprendiendo guaycura
de los indios— en sus escritos es evidente que no les parecen una compañía grata:
los consideran rudos, con poca educación y conocimientos y por lo tanto, de esca-
sa conversación.
262 IVONNE DEL VALLE
en el sentido en que era una especie de código reservado para el estudio y la co-
municación escrita) y no el alemán que había sido su lengua de uso cotidiano. En
cuanto al guaycura, en 1752 Baegert informa a su hemano que ya puede sostener
una conversación en dicha lengua sin ayuda de un intérprete (Nunis, 156). Para
264 IVONNE DEL VALLE
nios puede deducirse la actitud del misionero sobre lo que era posi-
ble decir en guaycura, lo señalado por él en torno al proceso de
aprendizaje de dicha lengua no deja lugar a dudas. “Para poder ex-
presarse en lengua tan salvaje y tan pobre, tan inhumana y torpe”,
dice, “el europeo tiene casi que fundirse de nuevo y hacerse medio ca-
lifornio” (cursivas mías, 135). En las siguientes páginas quisiera pensar
en las implicaciones de una frase semejante en la que lengua y cuer-
po, los dos puntos de encuentro entre el sujeto y el mundo —uno
simbólico, el otro sensorial— quedan íntimamente ligados: comuni-
carse en una lengua lejana al universo conceptual europeo implicaba
perder la integridad corporal, desdibujar los contornos del propio
cuerpo y la propia subjetividad y establecer con ambos una relación
enajenada, quedar casi desposeído de uno mismo, tornarse otro.
Ante la conjunción de los datos e hipótesis que proporciona Bae-
gert (la lengua definía al sujeto y él había olvidado el alemán y, en
cambio, para hablar guaycura había tenido que “medio” convertirse
en californio) me pregunto: ¿desde dónde entonces escribe Baegert,
el narrador más pesimista de California? ¿desde qué universo simbó-
lico cuando su alemán estaba fragmentado y su guaycura sólo impli-
caba una conversión a medias? Creo que el espacio abierto por estas
preguntas señala las profundas transformaciones de sujetos que vi-
ven en los límites del mundo occidental.
Una pista de la actitud con que Baegert entendía y asumía estas
transformaciones se encuentra en la emotividad evidente en sus car-
tas y su libro. Pero antes de discutir este aspecto, quiero señalar las
ideas de Baegert respecto a lo que Michel Foucault llamaría la rela-
ción entre las palabras y las cosas. A decir de Foucault, en el siglo
xviii se concebía a las lenguas con una fría objetividad que eludía a
la lengua misma en tanto que espesor significante. Consideradas más
bien como entidades funcionales sin otro significado que el de la
denotación, los signos eran vistos como marcas “transparentes y neu-
tras” (1993: 84 y 62), que no agregaban nada: su tarea era simple-
mente representar lo percibido.
Esta concepción desproblematizada está presente en las conside-
raciones de Baegert en torno al guaycura. De hecho dice dejar el
tema de la lengua hasta el final de su sección etnográfica con la in-
un estudio de la lengua (llamada waikuri por los lingüistas actuales) véase Raoul
Zamponi, “Fragments of Waikuri (Baja California)”, en Anthropological Linguistics 46:
2 (2004) 156 -193.
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 265
tención de que su lector “ya familiarizado” con las costumbres y ca-
racterísticas de los indígenas, se formara con estos materiales, “una
idea de cómo debía ser su idioma” (129). Y añade que si el público
tuviera alguna duda sobre la existencia de tal o cual palabra en gua-
ycura, solamente debería reflexionar si dicha palabra habría estado
“en concordancia” con “las ocupaciones diarias, la crianza o la edu-
cación de los niños” (133). De tal forma era ésta una lengua trans-
parente y entre ella y el universo de los guaycuras había una relación
tautológica: sus actividades y sus costumbres estaban por completo
en su lengua, y ahí no había nada que no existiera en el ámbito de
sus actividades. En este sentido, sus signos no interesaban porque en
ellos no se veía una intención particular. La lengua se correspondía
signo a signo con la vida de sus hablantes, por tal razón, igual que
éstos, era una lengua “salvaje”.
Lo que para el misionero eran las muchas carencias culturales,
cívicas y religiosas de los guaycuras tenía su paralelo en una lengua a
la que “faltaban” palabras para decir el mundo y las relaciones entre
sus objetos: sustantivos, preposiciones, modos verbales. Como si el
mundo fuera sólo uno, visible y asequible a todos por igual, la deficien-
cia del guaycura era doble y radicaba en su no poder decir la totalidad
del horizonte simbólico de Baegert y en decir lo que podía con una
“extraña” sintaxis (le “hacían falta” preposiciones, su orden era in-
congruente), alterando el ordenamiento “natural” del mundo.
Esta concepción de la lengua haría pensar que su aprendizaje
debía haber sido relativamente sencillo: se trataba de seguir ejercicios
de reducción y desaparición, de “olvidar” (o fingir que no existían)
las relaciones entre los objetos formuladas por las preposiciones por
ejemplo, de olvidarse también de todo concepto abstracto. Y aquí no
estoy diciendo que en realidad esto fuera necesario para aprender
guaycura, o que para un guaycura fuera imposible pensar de forma
abstracta, sino que éstos serían los ejercicios a realizar según la lógi-
ca de lo dicho por Baegert respecto a la lengua. Como es evidente,
sin embargo, la concepción desproblematizada de las lenguas (el
mundo era uno y las diferentes lenguas tan sólo lo decían bien o
mal) se vendría abajo al pretender seguir estos ejercicios de reduc-
ción y elisión. Según Baegert, para hablar guaycura era necesario
“casi” fundirse, olvidarse de quién se era, qué se sabía y qué se creía
para poder participar en el universo dicho en tal lengua. Si el sujeto
resultante de este proceso era otro (un medio californio que además
266 IVONNE DEL VALLE
cómo han pisoteado la vanidad de los honores [los santos], abandonado prin-
cipados y hasta reinos enteros, repartido sus bienes entre los pobres, escogido la
pobreza voluntaria, pasado largos años en penitencia rigurosísima, mortificado los
sentidos, combatido sus inclinaciones, consagrado 8 horas y más a la oración y a la
contemplación de las cosas divinas, odiado el mundo y su propia vida, vivido castos
y humildes, etc; cómo han dormido en el suelo, rechazado la carne y el vino,
etc. (cursivas suyas, 132)17
guaycura.
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 269
La segunda indicación de cómo los indígenas entendían la labor
de Baegert tiene que ver con la reducción de sus funciones a una
forma de subsistencia. Los indígenas, molestos porque los reprendía,
lo habían amenazado varias veces con acusarlo a sus superiores para
que le quitaran la misión. Con esto pensaban, dice Baegert, causarle
un gran daño porque después el misionero no tendría forma de
“buscar el pan” diario (242). Este lenguaje sugerente muestra la falta
de un conjunto básico de cosas en común (en la lengua y en la rea-
lidad) que permitiera restituir a Baegert al lugar que en otros sitios
le correspondía. En guaycura y para los guaycuras, Baegert ocupaba
un espacio y una función sin mucha relación con lo que desde su
propia perspectiva hacía el misionero todos los días.
Sea por las mismas reservas de Baegert, o por la aparente indife-
rencia de los guaycuras, el misionero insiste en habitar un espacio
incontaminado por el salvajismo de los indígenas. Por ello se obliga
a falsos reconocimientos, sin sentido en el universo que describe. En
su descripción sobre los hábitos alimenticios de los guaycuras —con
referencias al consumo de gusanos y suelas de zapatos, y aun cuando
un párrafo más adelante diga que los indios no tienen horarios para
nada— Baegert señala que él consumía alguna fruta “a la hora del
postre” (94). Con este gesto construye para sí otro calendario, otro
día, no el guaycura del cual se separa para hablar desde otro lugar,
no-maleable, desde la incierta inserción de una “hora del postre” en
el horizonte de San Luis Gonzaga.
Pese al recelo, algunos aspectos de su vida y obra en San Luis
Gonzaga son semejantes a la conducta y al lenguaje de los guaycuras,
según sus descripciones. Tal vez en esta semejanza se diera el área en
la que Baegert era ya “medio” californio. Si el misionero pensaba que
debido a las condiciones del lugar la vida de los indígenas era tan
salvaje como díficil, por otro lado los indígenas parecían siempre de
buen humor. Lo que tenían era suficiente de algún modo, o eso se
puede deducir del profundo desinterés que —según Baegert— mos-
traban ante toda tecnología e instrumento occidental: ni las casas de
los no-indígenas, ni sus ceremonias, ni sus historias, ni su Dios, nada
llamaba su atención. No querían nada de esto, decía Baegert. De la
misma manera, con todo y las enormes dificultades de vivir ahí (so-
ledad, falta de alimentos, etc.), el misionero decía que si se lo hubie-
ran permitido habría escogido de nuevo su misión en Baja California:
él tampoco quería otra cosa (184, 213). Si los indígenas tenían una
270 IVONNE DEL VALLE
cuenta actualmente. Tal es el caso, por ejemplo, de la obra de Jacobo Baegert res-
pecto a los indígenas guaycuras.
[271]
272 CONCLUSIONES
veían los indígenas. Sin embargo, como muestran los capítulos ante-
riores, en algunas regiones los intentos de hacer esto fueron sólo eso,
intentos de un elevado costo para sus ejecutores.2
Los coras del Nayar, pese a su apertura a recibir a miembros de
cualquier grupo étnico y racial, y pese a la adopción de objetos y
prácticas culturales no-indígenas, nunca renunciaron a su propia
concepción de la naturaleza, según la cual en una “piedrita” podía
cifrarse un poder extraordinario. En el caso de Sonora, los hechice-
ros y su conocimiento y relación con la naturaleza no terminaron
porque los misioneros escribieran obras sobre medicina y botánica.
De hecho, la incapacidad de los jesuitas para curar a sus compañeros
hechizados señala el punto límite de una epistemología inconmen-
surable, y por lo tanto inoperante, frente a la otra.3
En Baja California fue necesario un importante “avance” tecnoló-
gico para garantizar que esta región se convirtiera en el destino tu-
rístico que ahora es. Sin esta tecnología, sin embargo, los guaycuras
y pericúes llevaban ahí una vida que aunque dura, tampoco parecía
molestarles demasiado, según decían los misioneros. Para los jesuitas,
tanto como para algunos historiadores actuales, este tipo de vida
probaba y prueba, que eran sin duda “primitivos” (Kohut);4 desde mi
perspectiva no es sino una forma de vida distinta. Al mismo tiempo,
me pregunto sobre la “complejidad” y la “civilización” de una cultu-
ra capaz de aniquiliar todo lo que se le oponga, de una razón y una
verdad (cristiana, científica) capaz de negar validez a formas de vida
que no entiende. Me pregunto también sobre los calificativos que
usarían los guaycuras para describir a criollos, españoles y el resto de
los europeos que ocupaban sus territorios.
Como dice Michael Taussig, lo que dificulta una certera distribu-
ción de papeles en el campo internacional de las representaciones,
es el hecho de que también existen imágenes provenientes del otro
litario de dominio.
3 Para una lectura distinta véase el artículo de Allan Greer sobre el intercambio
incivilizados a los indígenas con quienes trabajaban en las fronteras. “No cabe duda”,
dice, “que estos grupos se encontraban en un estado de civilización inferior” no
tanto con respecto a los europeos, sino a otros grupos indígenas (aztecas, incas)
que también los habrían considerado inferiores (XXXV).
CONCLUSIONES 273
lado (1993). El balance imperial está roto: no es tan sólo un grupo
el que observa, decide y coloca etiquetas. Los sujetos observados
devuelven también incómodas imágenes de sí del sujeto que se creía
el sujeto del saber, el único con capacidad de nombrar. Sin pretender
que los indígenas “hablen” en estas páginas, en este libro he compli-
cado el campo de la representación de manera que no se dé al gru-
po en expansión la última palabra.
Precisamente por las condiciones del siglo xviii —la “falta” de una
tecnología que les permitiera cambiar sus circunstancias en esos lu-
gares— los misioneros descubren que los elementos geográficos y
climáticos no era entidades inertes, sin fuerza y sin efectos. Por eso
descubren también que eran ellos quienes estaban fuera de lugar y
no los indígenas, con una vida y una cultura (distintas para cada
entorno) dignas de ser vividas (no les interesaban otras cosas, decía
Jacobo Baegert). En esas circunstancias el hombre (europeo o criollo)
no era el amo o señor de la naturaleza, no la tenía a su disposición.
En mi lectura, la escritura científica e histórica se convierte en un
espacio para readquirir un control (monológico y ensimismado)
inexistente en otras circunstancias. Por debajo de estas obras históri-
co-científicas, aparecen las innumerables cartas y escritos que permi-
ten ver desde otra perspectiva a las primeras. Podría pensarse que
entre ambos corpus existe una relación semejante a la que supuesta-
mente existe entre el imperio por un lado, y las fronteras y los “bár-
baros”, por otro, en la que los segundos son funcionales en tanto
muestran no sólo la validez del primero, sino su carácter necesario
(para contenerlos en una relación de exterioridad o para integrar-
los). Es decir podría pensarse que entre ambos grupos de documen-
tos existe una relación estructural de necesidad; sin embargo, me
parece que la desconexión entre un corpus y otro es tal que la escri-
tura de la historia, la etnografía, etc. nos presenta (al menos en estos
casos) con una paradoja el hecho de que su verdad sea totalmente
ajena al universo que dice representar. Esta desconexión me lleva a
preguntarme sobre nuestras prácticas de lectura y nuestra capacidad
de seguir leyendo las “contribuciones” a “nuestro” saber, descuidando
por otro lado las condiciones de su producción y el costo que impli-
có tanto para sus productores, como —sobre todo— para los sujetos
y objetos sobre los que dice algo tal saber.
Sin duda, la producción de los misioneros, que muchos celebran
en razón de ser una importante base a partir de la cual ampliar el
274 CONCLUSIONES
5 Esas son las conclusiones a las que llegan Friedrich Katz y algunos de sus co-
laboradores en Riot, Rebellion and Revolution. Rural Social Conflict in Mexico. Según
Katz, a diferencia de la función cumplida en otros lugares por la frontera, en el
caso de México ésta nunca contribuyó a la estabilización del orden colonial exis-
tente (65-94).
276 CONCLUSIONES
indios, prueba la diferencia que entre ellos y los habitantes del Nuevo Mundo vieron
los conquistadores para que ameritaran tal recordatorio
CONCLUSIONES 277
sis del colonialismo” (2), procesos paralelos y en sentido contrario,
indispensables (predecibles casi) a la diálectica del colonialismo.7
Estos levantamientos están relacionados con una crisis de gober-
nabilidad que tiene varios ejes. En lo que se refiere a las autoridades
coloniales, la erosión del poder de la iglesia ante la avanzada de la
burocracia borbónica en el siglo xviii (Taylor, 1996) es uno de los
factores que contribuyen a explicar tantos levantamientos indígenas
en zonas de misiones. En el siglo xviii es clara la colisión (más o
menos marcada en otras épocas y en otros lugares) entre dos sistemas:
uno que quería producir cristianos y otro interesado en formar tra-
bajadores (Hu-DeHart, Katz, Coatsworth).8 En todos los levantamien-
tos aquí revisados hay en un principio cierta colaboración (o cuando
menos el gesto de hacerse de la vista gorda) de parte de los militares
para con los indígenas molestos por el paternalismo o la injerencia
jesuita en asuntos de su vida y su cultura. En el Nayar, Manuel Anto-
nio de Oca permite a los indígenas que vuelvan a sus bailes y “supers-
ticiones” a cambio de su participación en otros proyectos (minería);
en Sonora, Diego Ortiz Parrilla se niega a actuar con rapidez en
contra de los alzados y parece considerar injusta la guerra que va a
hacer a los indígenas para cumplir con las exigencias de los religiosos.
En Baja California, los jesuitas acusan a Manuel Bernal de Huidobro
de actuar con lentitud, de ofrecer perdón y prerrogativas a los cul-
pables del levantamiento en lugar de castigarlos. Según los misione-
7 Claudio Lomnitz, al escribir sobre la ausencia de mediadores intelectuales —en-
tre lo local y lo nacional— en ciertas regiones del México del siglo xx, atribuye
tanto la rebelión como la falta de voz en el plano nacional de grupos subalternos
a una forma de organización político-social (tradicional, diría él) que prescinde de
la representación, lectura con la que no estoy de acuerdo. Representa una variante
a las posturas que adjudican a un cierto “atraso” indígena, su exterioridad acerca
de la vida nacional.
8 Esta dicotomía es desde luego una simplificación de las complejas relaciones
bros de los grupos militares en las colonias españolas tal como las documenta David
J. Weber.
CONCLUSIONES 279
saldrían a ayudar a los alzados. De la misma forma, en Sonora se
unen pimas y seris cuando unos años antes los primeros habían co-
laborado con los españoles en la guerra de exterminio contra los
segundos.10 En el movimiento religioso del profeta de Moctezuma
(el Arisbi) que dejó temporalmente sin población indígena una im-
portante zona de Sonora en 1737, dos españoles se unen a los indios
en la adoración del antiguo jefe mexica (Segesser, 172). El profeta
indígena era además un indio guaymare (un grupo seri), es decir de
uno de los grupos enemigos de los pimas a quienes sin embargo,
tenía el Arisbi de rodillas esperando la venida de quien vendría a
redimirlos de la explotación de los blancos.
En Baja California, dos de los jefes principales de la rebelión,
Chicori y Botón, gobernadores de San José del Cabo y Santiago de
los Coras, respectivamente, son el primero mulato y el segundo hijo
de mulato e india (Venegas, 278-279).11 No se trata aquí de señalar
la “extranjería” de quienes dirigían las rebeliones indígenas, sino de
destacar el lugar común, la resolución tomada (la rebelión) por su-
jetos de experiencias diversas en el mundo colonial. En todo caso, lo
verdaderamente interesante, desde mi perspectiva, es que la unidad
de estos grupos diversos se realizara bajo una definición culturalmen-
te identificada con los indígenas. Los mulatos y mestizos, los blancos
participantes en estas rebeliones lo hacían desde su integración a la
vida de un grupo indígena específico. O eso es al menos lo que decían
misioneros y soldados.
seris de 1748-1750 estaba dirigido por Manuel, indio conocido también como “el
queretano” debido a los años que había pasado en Querétaro deportado por haber
participado en rebeliones anteriores (Mirafuentes, 116). Los problemas entre los
yaquis y los jesuitas (las de estos indígenas habían funcionado hasta cierto punto
como un “modelo” de misiones) empiezan a surgir con la supuesta “ladinización”
de los indios hacia 1740 (Hu-DeHart, 146). Como ya mencioné, en otras partes de
la colonia (zona central) hubo también alianzas de indígenas, negros, mulatos y
mestizos, y en algunas ocasiones incluso blancos, para oponerse al sistema colonial
(Castro Gutiérrez).
280 CONCLUSIONES
12 En este sentido, llama la atención que no haya habido más voces que advir-
tieran sobre los peligros de la mezcla en el siglo xviii —la única excepción es el
caso del Nayar. A diferencia de Perú, donde el levantamiento de Túpac Amaru a
fines del siglo xviii volvió sospechosas las relaciones entre indígenas y mestizos y
castas en general, en la Nueva España no parece realizarse un esfuerzo para tratar
de separar a los indígenas de las castas, no al menos en el momento en que estas
relaciones se llevaban a cabo ante los ojos de religiosos y soldados. En el caso del
movimiento de Túpac Amaru, es conocido el papel de la obra (y la figura) de
Garcilaso de la Vega, el Inca, que funcionó como un elemento cohesionador por el
que grupos no étnicamente indígenas asumían una tradición y un espesor cultural
CONCLUSIONES 281
nas de distinto grupo racial, pero de igual posición respecto a los
medios de producción, la conciencia de una diferencia parece cen-
trarse en cuestiones que ahora llamaríamos de clase, en el diferencial
colonial de poder entre los colonizadores (comerciantes, burócratas,
militares, religiosos) y los grupos subalternos.13
Por estas uniones constantes, es posible decir que el “problema”
de las fronteras en el siglo xviii parece radicar en una crisis colonial
de formación de sujetos que puedese leer tanto en la incapacidad de
asegurar que blancos y sobre todo castas, permanecieran dentro de
sus grupos, como en las muchas formas en que los indígenas desbor-
daban (volviéndolos inoperantes) los significados que los coloniza-
dores querían implícitos en la denominación “indio”. Considerando
las paradojas de la conducta de los indígenas que huían de las misio-
nes para trabajar en haciendas y reales mineros, Nentuig señalaba lo
siguiente:
aquí llamo la atención de los curiosos a que discurran cómo sea componible,
lo primero, el conocido natural apego del indio al lugar de su nacimiento
que hasta se mueren si por fuerza se llevan a otra parte, aun para mejorarlos
de conveniencias, con un destierro voluntario para siempre? Segundo, la
indígena. Véase la obra de Scarlett O’Phelan Godoy, La gran rebelión en los Andes: de
Túpac Amaru a Túpac Catari (Cuzco, Centro de Estudios Regionales Andinos “Bar-
tolomé de las Casas”, 1995). Mariselle Mélendez analiza cómo en El lazarillo de ciegos
caminantes (1776), Alonso Carrió de la Vandera, un poco antes al levantamiento de
Túpac Amaru (1780) —y en cierto sentido a la inversa de lo hecho por el Inca
Garcilaso— intenta presentar una imagen protonacional del Perú en la que los
mestizos estaban integrados a la causa de los españoles. Mary L. Pratt comenta,
respecto a la importancia política de los grupos mixtos en la época de los levanta-
mientos anticolonialistas de los siglos xviii y xix, que la cuestión consistía en saber
si estos grupos se unirían a la rebelión de los subalternos o si seguirían los intereses
de su propio grupo, aliándose con las élites blancas (1992: 101).
13 Ruth Behar narra un incidente en la frontera chichimeca (Zacatecas) en el
siglo xvi donde aparece ya un indicio de la manera en que la rebelión era el mo-
mento, debía serlo, para terminar con las diferencias lingüísticas y culturales. En el
caso presentado por Behar, una indígena guachichil —supuestamente hechice-
ra— acusada de incitar a los indígenas a la rebelión, también es señalada como
causante de la muerte de un indio tarasco a quien se había dirigido con sus ideas
de sedición. Como el tarasco “no había entendido” lo que la hechicera le decía,
ésta, molesta —o eso dicen al menos los testigos del incidente— acaba con él con
sus artes mágicas (123-128). Como si los indígenas interrogados estuvieran de
acuerdo en que la “culpa” del tarasco consistía en no entender el idioma de la re-
belión, a ninguno le parece extraño que la mujer guachichil lo hubiera asesinado
en razón de lo que para ellos era una falta: en determinados momentos la diferen-
cia se trascendía y otras lenguas debían volverse intelegibles.
282 CONCLUSIONES
natural pereza y horror al trabajo con una servidumbre de por vida? Tercero,
tanta ignorancia y estupidez con tanta astucia y cautela? (66)
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