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ESCRIBIENDO DESDE LOS MÁRGENES:

COLONIALISMO Y JESUITAS EN
EL SIGLO XVIII

por

IVONNE DEL VALLE

MÉXICO
ARGENTINA
ESPAÑA
siglo xxi editores, s.a. de c.v.
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310, MÉXICO, D.F.

siglo xxi editores, s.a.


TUCUMÁN 1621, 7 O N, C1050AAG, BUENOS AIRES, ARGENTINA

siglo xxi de españa editores, s.a.


MENÉNDEZ PIDAL 3 BIS, 28036, MADRID, ESPAÑA

LB1033
C35
2008 Cámara, Gabriel
Otra educación básica es posible / por Gabriel Cámara. —
México : Siglo XXI, 2008.
223 p. — (Sociología y política)

ISBN 978-607-3-00034-5

1. Relaciones — maestro-estudiante. 2. Investigación-acción


en la educación — México. 3. Educación básica — Investigación —
México. I. t. II. Ser.

primera edición, 2008


© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

isbn 978-607-3-00034-5

derechos reservados conforme a la ley


impreso en litográfica tauro
andrés molina enríquez 4428
col. viaducto piedad
08200 méxico, d.f.
octubre de 2008
INTRODUCCIÓN: PROYECTOS COLONIALES
PARA LAS FRONTERAS

Los disfrazados a algún sitio


nos quieren llevar, siempre.
josé maría arguedas.

En este libro estudio la manera en que una geografía y la praxis con


que dicha geografía era abordada por diversos grupos indígenas
implicaron importantes límites en proyectos coloniales jesuitas en las
fronteras novohispanas del siglo xviii. Puesto que en las fronteras los
misioneros eran muchas veces los encargados de integrar a los indí-
genas al mundo colonial, el fracaso de su labor no se reducía al área
de la evangelización, sino a la totalidad de la interpelación que ellos
representaban. En este sentido, las prácticas religiosas y culturales
indígenas que significaron la imposibilidad de proyectos civilizato-
rios, económicos, evangélicos, e incluso científicos, pueden verse
como una interrupción a la colonización instrumentalizada por los
miembros de un grupo fundamental a las colonias españolas.
El análisis que aquí hago del trabajo misionero en El Nayar, Sono-
ra y Baja California, tres regiones fronterizas de la Nueva España,
permite pensar desde posiciones ex céntricas aspectos centrales del
siglo xviii como el surgimiento de nuevos modelos para el conoci-
miento y su relación tanto con la consecución de poder de naciones
particulares, como con la renegociación de jerarquías nacionales e
imperiales en el plano internacional. Uno de los resultados de la
nueva epistemología (que discutiré más detenidamente en el capítu-
lo primero) es la secularización del aparato colonial, aun en sus va-
riantes misioneras, que rompe con una primera forma imperial, re-
presentada por España y su acento en la creación de nuevos súbditos
a través de la evangelización. La elección de estas regiones muestra
además, la importancia de la integración de zonas periféricas al orden
universal de la ciencia impulsado durante la segunda oleada colonia-
lista europea. Estas zonas periféricas adquieren creciente relevancia
en el siglo xviii debido a razones eminentemente políticas (el interés

[7]
8 INTRODUCCIÓN

de varias naciones europeas por territorios del norte de la Nueva


España); pero debido también a la compulsión de los discursos cien-
tíficos especialmente por incorporar información de regiones todavía
poco exploradas y conocidas.
Los modelos provistos por la ciencia para la integración del mun-
do hacen de la escritura el medio privilegiado para vincular a una
nación o a un grupo con un saber y una autoridad particular, de
manera que en la escritura se encuentran las tensiones entre la epis-
temología ilustrada e imperial, y la vida indígena en las fronteras. Por
eso es importante subrayar, por un lado, la economía de producción
de una escritura y un saber colonialista (herramientas en la posesión
y la administración de dichos territorios) e imperial (en el sentido
en que construía un imperio, un régimen basado en una ciencia, una
economía) que intentaba el dominio de zonas periféricas, y por otro,
dilucidar a partir del funcionamiento de dicha economía el impacto
puntual que en ella tenían un territorio y los grupos indígenas a
quienes se quería imponer sistemas específicos.
Estas regiones ocupan un lugar estratégico en el estudio de la in-
tersección y el choque de intereses coloniales (eran colonias españo-
las), con una epistemología paneuropea.1 Por otro lado (el que
quiero enfatizar), permiten también analizar la conflictiva relación
entre los proyectos de universalización y lo que Michael Taussig llama
“la resistencia a la abstracción de lo concreto y particular” (1993: 2).
No me interesa, sin embargo, que toda entidad concreta implique
cierta imposibilidad de aprehensión independientemente del contex-
to de esta operación, sino la tensión particular entre un proyecto
colonial y la vida que intenta colonizar. Como Taussig reconoce, los
ejercicios por medio de los cuales los miembros de una región del
mundo “abstraían” de otra región ciertos elementos con los cuales
representarla, están vinculados al diferencial de poder del colonialis-
mo (1993). En ese sentido, me interesa no el problema del conoci-
miento en abstracto, sino las dificultades de un conocimiento interesa-
do en aprehender espacios y sujetos para controlarlos y dominarlos.
Parto de una concepción en la cual lo local (lo concreto y parti-
cular) tiene un carácter específico e irrepetible. Por ello el análisis
de tres regiones, para mostrar las maneras específicas en que la vida
1Aunque sin estar centrados en áreas periféricas, los estudios de Antonello Gerbi
y Jorge Cañizares-Esguerra respecto de las disputas en torno a la naturaleza del “Nue-
vo Mundo” pueden interpretarse en este sentido.
INTRODUCCIÓN 9
(la densidad cultural) de los grupos indígenas del Nayar, Sonora y
Baja California planteaban retos muy diferentes a la ocupación de
sus territorios y a los planes de incluirlos dentro de proyectos colo-
niales. En estas diferencias radica la disparidad de las respuestas je-
suitas: la manera en que éstos se ven obligados a asumir en sus textos
el carácter de los territorios en los que se encontraban y las formas
en que eran habitados, muestra claramente los “costos” de produc-
ción de una economía escritural que pretendía extender sus reglas y
sistemas a grupos humanos ajenos a sus designios.
De la misma manera que estas áreas representaban un reto a la
colonización, eran también un punto límite para los discursos criollos
del siglo xviii —analizados por Antony Higgins— que fundaban su
autoridad en su conocimiento sobre una región y sus habitantes
(2002). En el análisis de Higgins este proyecto criollo que abría la
posibilidad de un avance “civilizador” alterno al colonial, subordina-
ba los medios rurales a los urbanos a través de la economía que los
vinculaba. En esta economía, discursiva y material, que transformaba
una naturaleza avasallante primero en materia prima y finalmente en
mercancía, el trabajo y la tecnología eran los medios que imponían
en ambos sitios (rural/urbano) un orden social clasista basado en
una división laboral y en consumos diferenciados. Como veremos, sin
embargo, ciertos territorios y sus habitantes eran no sólo resistentes
a la colonización, sino también a estas formas de autorización y me-
diación criolla. O, para decirlo de otra forma, en el siglo xviii seguían
existiendo espacios que no podían ser entendidos en tanto que un
medio “rural” con el cual el sujeto criollo pudiera establecer una
relación hegemónica y productiva. Así, las fronteras me interesan por
las implicaciones de su ex centricidad en relación con las posibili-
dades de los ejecutores del mandato imperial y del emergente pro-
yecto criollo.
En su libro sobre las relaciones entre colonizadores e indígenas
fronterizos después de las reformas borbonas, David Weber indica
que muchos investigadores señalan la coincidencia entre la indepen-
dencia de algunos grupos indígenas y su habitar territorios que ya
fuera por la dificultad de su acceso o por su carencia de valor eco-
nómico (no había ahí minas o productos explotables), resultaban
poco atractivos para los colonizadores. Si bien es cierto que la geo-
grafía y los recursos de un territorio eran fundamentales para deter-
minar el avance de los colonizadores, también lo es que los problemas
10 INTRODUCCIÓN

para estos últimos no eran tan sólo cuestión de un medio ambiente,


sino de las maneras en que éste era habitado y transformado por sus
habitantes. Si estos espacios hubieran estado deshabitados, pese a su
difícil acceso y su falta de recursos, su colonización habría resultado
más sencilla de lo que en realidad ocurrió.2
En estos sitios de una geografía extrema (desiertos, escarpadas
cadenas montañosas) los jesuitas pasaban largas temporadas solos o
con una reducida compañía (de otros europeos), enfrentándose a
duras condiciones de vida. Bernd Hausberger señala que la “debili-
dad” del programa misionero del imperio español radicaba precisa-
mente en las condiciones en que los jesuitas realizaban su excesiva
labor: estaban obligados a suplir tanto necesidades espirituales como
materiales en un clima y medio ambiente hostiles, mientras vivían con
indígenas con quienes apenas existía comunicación y aislados de un
entorno y costumbres europeas. “Ni física ni psicológicamente” —dice
Hausberger— se podía realizar del todo este trabajo (1996: 55).3
Pese a las dificultades de sus condiciones de vida, estos jesuitas
eran sin embargo, uno de los ejes de los letrados coloniales que —se-
gún Ángel Rama hacían de la ciudad y la escritura, puntos centrales
del proyecto civilizatorio en marcha (1996).4 Su posicionamiento en
los límites del mundo conquistado los constituía precisamente en
vanguardia del imperio —aun contra su voluntad y a pesar de que

2 Para el caso de la colonización de la región del Río de la Plata, Gustavo Verdesio

señala esto mismo: que los obstáculos para los colonizadores no sólo tenían que ver
con el medio ambiente, sino con indígenas insumisos que dificultaban tanto su explo-
tación laboral como la de la tierra (2001a).
3 Mi trabajo es en cierto sentido una expansión del de Hausberger, quien analiza

el fracaso personal e institucional de los jesuitas en el noroeste de México (Sonora y


Baja California, especialmente). Aunque él contextualiza la labor de los misioneros
en un marco de equilibrio de fuerzas: los aspectos negativos y los positivos (el “alivio”
representado por prácticas como la lectura y escritura, la observación científica, la
disciplina religiosa —o su relajación—), y a pesar de señalar que los ejemplos de je-
suitas totalmente fracasados no son la “regla” (1996: 83), su obra demuestra la enorme
fragilidad del aparato misionero en la Nueva España.
4 Rama reconoce la tensión entre la dimensión discursiva y la material, los desajus-

tes entre el papel y su (im)posible implementación en la realidad. Era en razón de


estos desacuerdos —señala— que toda ciudad corporizaba un lenguaje formado por
dos órdenes superimpuestos: el letrado y el de las fuerzas sociales que no pertenecían
a dicho ámbito (1996: 27-28). Sin embargo, su estudio se centra en el análisis de la
capacidad productora, hegemónica, que a partir del siglo xvi y aun después de las
independencias nacionales, la ciudad letrada detentó respecto de la oralidad y los
ámbitos no-urbanos.
INTRODUCCIÓN 11
muchas veces sus intereses chocaran con los de los colonizadores—.
Sus escritos proporcionan los materiales que permiten hablar del
inicio de la escritura de la historia, la etnografía, la ciencia; son una
forma inicial de la toma de posesión textual de territorios y pobla-
ciones que van a quedar integrados en el tiempo y en la epistemolo-
gía occidental. De esta manera, la sola presencia, por endeble y frágil
que fuera, de un misionero en cualquier punto remoto del mapa de
la colonización española garantizaba la producción de datos e infor-
mes que servirían posteriormente para hacer mapas y escribir historia
e informes científicos. Quizás precisamente en razón de su aislamien-
to, estos representantes del orden letrado en las fronteras, constituían
el único lugar que aseguraba un programa futuro de integración.
Como contrapunto a esta voluntad de saber y poder había un terri-
torio cuyos habitantes no facilitaban el cumplimiento de dicha volun-
tad. En el análisis de Michel de Certeau sobre la dinámica de coloniza-
ción simbolizada en el grabado de Johannes Stradanus representando
el encuentro entre Américo Vespucio y una América semiyaciente y
desnuda, el europeo erige la piel americana (un territorio transfor-
mado en espacio abstracto), en la página en blanco en la que empeza-
ría de nuevo a escribir su propia historia (1993b: 11). Independien-
temente de las posibilidades reales de tal empresa en cualquier lugar,5
lo que me interesa es la viabilidad de un proyecto que lejos del apa-
rato colonial “pesado” (que permitiría la incorporación de un terri-
torio a través de la modificación tecnológica y arquitectónica de un
medio ambiente, de los aparatos ideológicos y represivos de Estado)
se topa con serias dificultades, cuando no con su imposibilidad.6

5 José Rabasa hace una crítica del desconocimiento de Michel de Certeau de los

materiales producidos por la colonización española de América; falta que lo lleva a ver
principios donde no los hay (su ensayo sobre Jean de Léry y la escritura etnográfica,
por ejemplo. 1993b). En este sentido, Rabasa demuestra cómo, al menos en el caso de
los españoles, ni los indígenas ni sus territorios fueron nunca pensados como vacíos
de significados, sino que por el contrario se puede hablar de una búsqueda europea
de un Nuevo Mundo que llevaba la marca de textos indígenas y antiguos en los que se
descubría o inventaba un destino imperial propio (1993: 42-43).
6 No es mi intención hacer una comparación con los procesos ocurridos en otras

regiones de la Nueva España que siguieron sus propias dinámicas, ni insinuar que
debido a las características culturales de los habitantes de las zonas aquí revisadas, su
conquista resultó más “difícil” que, por ejemplo, en la zona central. Para un análisis
de las dificultades de los españoles en la guerra de conquista del México central véa-
se Inga Clendinnen, “Fierce and Unnatural Cruelty: Cortes and the Conquest of
Mexico”, en Representations 33 (1991) 65-100.
12 INTRODUCCIÓN

Cuando inicié la lectura de textos —cartas, crónicas, informes—


para este proyecto, un aspecto que me sorprendió, sobre todo al
contrastarla con la producción jesuita en centros urbanos, es la mu-
cha información proporcionada por los misioneros respecto a los
problemas y desajustes que de manera personal les producía vivir en
misiones. Este aspecto, el impacto de un medio ambiente y de los
indígenas que lo habitaban, dejó de parecerme un aspecto trivial (la
colonización avanzaba independientemente de consideraciones geo-
gráficas y grupos humanos) y me llevó a pensar en las consecuencias
que esta incomodidad física y mental podía tener en el hacer y la
escritura de los misioneros. Y, puesto que ellos representaban el
agenciamiento local de sistemas de poder, los efectos de las acciones
indígenas en su escritura representan una intervención indígena en
los sistemas de poder mismos. Así, un análisis fenomenológico de la
experiencia misionera tiene sentido para entender las tensiones entre
intereses contradictorios en territorios específicos.
En ocasiones, por ejemplo, el aislamiento de los jesuitas se tradu-
cía en la pérdida paulatina de su lengua materna. Esta pérdida pue-
de leerse como parte de un debilitamiento general del universo oc-
cidental en las fronteras. Si por un lado la ausencia material de este
universo era evidente (una misión en la Baja California del siglo xviii
poco tenía en común con un centro colonial o una metrópolis euro-
pea); por otro, el olvido de una lengua lleva a preguntarse si además
de esta ausencia, había también una cierta imposibilidad para recrear
mentalmente el universo que dicha lengua sostenía. Si puede pen-
sarse que el imaginario del lugar de procedencia de los misioneros
devenía algunas veces pura fantasmagoría en la medida en que el
orden que le daba lugar no era localizable en ningún punto del mapa
cultural de las fronteras, es válido preguntarse si esto implicaba tam-
bién una fractura con ciertas formas de entender y pertenecer al
mundo. Procesos como el anterior permiten pensar que en los már-
genes del paradigma cultural occidental, la constitución física, men-
tal y lingüística de sus portadores empezaba a desmoronarse.
Por eso, como se verá en los capítulos siguientes, la de los jesuitas
es muchas veces una escritura liminal, una práctica de equilibrismo
en la que su enunciador se jugaba su lugar en el cruce de culturas.
De Certeau señala que en la economía productora del orden escri-
tural, la página en blanco funciona como isla transicional en la cual
se realiza una inversión: lo que ahí entra es algo recibido, mientras
INTRODUCCIÓN 13
que el resultado, es “un producto” (1988: 135). A partir de la lectu-
ra de los textos jesuitas puede decirse que quizás ésta es la fantasía
de la escritura, mas no la realidad de sus posibilidades en algunos
contextos. Al menos en el caso de muchos de los textos aquí anali-
zados, este carácter de producto terminado, listo para iniciar su
circulación en las áreas designadas del conocimiento, está ausente y,
por el contrario, se requiere todavía de varias etapas de depuración,
procesos en cuyo recorrido muchas veces se van perdiendo las notas
que daban al sitio-objeto de la enunciación (la frontera específica)
su carácter particular. En el transcurso del proceso de la escritura,
los requisitos impuestos por el centro urbano para el cual escribían
los misioneros hacían que se diluyera el carácter de las fronteras,
reconstituyéndolas en algo manejable, legible. Y sin embargo, para-
dójicamente, las periferias seguían llegando indirectamente al centro
de manera accidentada y en formas no “apropiadas”: en las palabras
deshilvanadas y confusas de los jesuitas que habían sido marcados
por una ley distinta.
Sin embargo, al hablar de los efectos en los misioneros y el sistema
que representaban, no intento enfocar la atención en las víctimas
(muchos de estos jesuitas sin duda lo eran) que siendo parte del
imperio eran ofrecidas por éste como sacrificio necesario para una
empresa de mayores alcances que no podía darse el lujo de un sen-
timentalismo por los costos incurridos. Como ya señalé, lo que busca
esta discusión es entender la economía de producción del conoci-
miento que requería, literal o metafóricamente, de sujetos delirantes
que sostuvieran a duras penas su orden para poder construir a partir
de estos materiales incoherentes y fragmentarios, crónicas ordenadas,
conocimientos generales, enciclopédicos de una región. Así, me in-
teresan las paradojas y los costos de producción de un sistema de
conocimiento y poder que funda sus posibilidades en el fracaso y la
ruina tanto de sus ejecutores, como de los sujetos a los que se inten-
ta integrar a su orden. En este sentido, desde las fronteras, el orden
ilustrado aparece como un sistema de poder que tiene en la violencia
extrema (por la que se arruina a sí mismo y a todo lo que se le in-
terpone) su condición de posibilidad. Muchos de los materiales je-
suitas confirman la existencia de una escritura que ocupa un lugar
intermedio entre el orden letrado y las fronteras, en la cual, el des-
orden y la perplejidad ocupan el lugar de futuras taxonomías, cate-
gorías ordenadoras y una supuesta objetividad desinteresada.
14 INTRODUCCIÓN

En el análisis de De Certeau, la figura que representa el ideal


productor de la práctica de la escritura es la de Robinson Crusoe: el
sujeto que ante una isla, abstracción para uso propio, construye un
sistema de objetos por los que transforma el mundo natural (1988:
136). Sin embargo, la isla planteada por De Certeau es figurada, el
aislamiento es metafórico. Los resultados de vivir un aislamiento real
en las fronteras de Occidente recuerdan que de alguna manera tex-
to (realidad) y texto (escritura) son distintos, aunque este tema no
es materia de mi trabajo. La escritura en y desde las fronteras (“ver-
daderas” islas) era a veces ilegible o poco apropiada para las lecturas
del centro por su alteridad. Puesto que algunos de estos jesuitas de-
jaban de formar parte del cuerpo político que los había enviado a las
misiones, antes de publicar sus obras se hacían necesarias operacio-
nes que De Certeau llamaría de “ortopedia” (1988: 142-144), ajustes
y reajustes de los misioneros mismos (que al volver a Europa re-es-
criben sus obras y la imagen de sí que en ella existe) y sus textos (a
través de la labor editorial de otros miembros) a las verdades y las
prácticas del otro lado de la frontera.
Pero ya que hablamos de escritura es necesario plantear también
el tema de la lectura. La gran mayoría de los textos que analizo han
sido leídos hasta ahora por historiadores de la orden jesuita o por
historiadores de regiones particulares. Mi análisis ofrece una lectura
no enfocada en los acontecimientos en sí mismos (no estoy escribien-
do historia), sino en el papel de dichos documentos en la creación
de redes de conocimiento, su lugar en la formación de una episte-
mología particular en el siglo xviii y las manifestaciones más locali-
zadas de dicha episteme. También me parece necesario señalar una
diferencia entre mi libro y la mayoría de los estudios sobre jesuitas,
en los que es central lo que sus autores consideran un “rescate” de
las aportaciones de los miembros de la orden a diversas áreas del
saber: botánica, etnografía, elaboración de mapas, descripciones
geográficas; su contribución a las historias naturales, etc. Por mi
parte, sin desconocer la importancia de la orden en todas estas áreas
(yo misma la subrayo), no estoy interesada en hacer apología de los
jesuitas.7 Quiero, por el contrario, resaltar el hecho de que incluso

7 Véase por ejemplo, el reciente volumen editado por Karl Kohut y María Cristina

Torales Pacheco. Pese a la presencia de algunos artículos críticos, ésa es la intención


general del texto.
INTRODUCCIÓN 15
estas formas de expansión consideradas benignas respecto de la co-
lonización (el análisis teórico de Bolívar Echeverría, por ejemplo, o
el estudio pragmático del volumen editado por Karl Kohut) necesitan
ser revisadas para entender su relación con la violencia de la que
quieren ser diferenciadas.8
Mi lectura, que pone en conversación textos jesuitas de diversos
géneros producidos y “consumidos” dentro de las fronteras con tex-
tos producidos dentro o fuera de ellas, pero para un público externo,
sugiere que las obras jesuitas para circulación pública o “internacio-
nal” de alguna manera no dicen la realidad, como si hubiera una
realidad extratextual de la que se desviaban voluntaria o involunta-
riamente. Sin embargo, en la medida en que el encuentro entre el
sujeto y el mundo externo no es físico, sino que se halla siempre
mediado por el signo, y por ello, toda experiencia existe, incluso para
la persona que la lleva a cabo, solamente como material simbólico,
cualquier intento de llegar a la realidad pasa siempre ya por el des-
pliegue de un lenguaje (Voloshinov).9 Y no es tampoco que existan
discursos más ciertos que otros (aunque nadie duda que los haya),
sino que en todo caso, las obras para consumo general decían una
realidad en la que lo local (según el decir de sus propios productores)
no habría podido reconocerse. Así, no me interesa si los textos dicen
o no la realidad, sino analizar la realidad que dicen ver, la construida
página a página en ciertas instancias y transformada o eludida poste-
riormente en otro tipo de producciones. De esta manera se trata de
evocar fragmentos de aquí y de allá no para fabricar una historia (la
verdadera historia) de las fronteras, sino precisamente para mostrar
lo que, sin embargo, siempre se nos escapa.

8 Por ejemplo, en el artículo de Simona Binková en el volumen editado por Kohut

y Torales Pacheco se estudian las contribuciones de Ignacio Keller a la cartografía


americana. A partir de esta apreciación se hace —dice la autora— una “evaluación
casi exclusivamente positiva” del misionero, mientras que se descarta con notas ambi-
guas —“ciertos problemas” (453-454)— la oscura conducta de Keller con los indígenas
de Sonora que discuto en el capítulo 3.
9 Voloshinov acepta que hay experiencias que no pueden ser transmitidas por el

lenguaje (22, 35). Estos espacios incomunicables tienen que ver con el Das Ding laca-
niano (aquello que resiste la simbolización) discutido por John Beverley en “The Real
Thing” (1995). Quizás la enormidad de la catástrofe de la conquista y la colonización
de los territorios americanos es precisamente una especie de “real” cuya resistencia a
ser comunicado obliga a decir y volver a decir sin que se acierte nunca en el lugar
exacto.
16 INTRODUCCIÓN

Parto también de una concepción materialista del lenguaje, al que


veo como “escenario” de la lucha social, y al signo lingüístico como
una entidad viva en la medida en que participa en esta lucha, a la
que debe su carácter multiacentuado (Voloshinov). Por ello, a pesar
de basar este análisis en una sola entidad productora de escritura
(jesuitas), el resultado no es monológico en la medida en que sus
voces están atravesadas por otras voces e intereses. En este sentido,
las lecturas “en reverso” o a contra pelo (Guha) son obligadas para
tratar de recuperar la presencia de voces y acciones indígenas silen-
ciadas o puestas a funcionar en contextos que les eran ajenos. Por
otro lado, los mismos jesuitas se contradicen cuando hablan desde
posiciones distintas. Sus lugares de enunciación son múltiples y des-
de ellos tenían que poner en juego un repertorio que les permitiera
formar una frontera para un centro, o una frontera para sí, pero
también tratar de poner en marcha un centro (la ciudad letrada)
adecuado para determinada frontera. Finalmente, es un hecho que
existen ciertos espacios en los hay menos restricciones genéricas,
espacios determinados en gran medida por la naturaleza y la cantidad
de los interlocutores, en los que es posible bajar la guardia y decir
libremente, “soltar la lengua” (o la pluma). La interacción de estos
espacios con aquellos en que cuestiones de género o intereses meta-
discursivos marcan límites y necesidades distintas de las provenientes
de lo local, es central para este libro.

nuevos hábitos

Junto con la escritura “intermedia” de la que he venido hablando, el


segundo aspecto (o el primero según quiera mirarse) en esta serie
de mediaciones que llevan de la cosa en sí (ya siempre perdida) al
orden escritural, está constituido por la materialidad que garantizaba
el contacto entre las culturas: el cuerpo mismo de los misioneros en
este caso. Entiendo aquí el cuerpo a la manera propuesta por Nancy
Scheper-Hughes y Margaret Lock, como una entidad tanto física
como simbólica fuertemente anclada en un momento histórico par-
ticular, por lo que es también el terreno en el que se encuentran las
verdades y contradicciones sociales, un locus para la resistencia, la
creatividad y la lucha.
INTRODUCCIÓN 17
En el contexto de las fronteras, el cuerpo jesuita se hallaba impli-
cado en una fenomenología de la contingencia debido a la disloca-
ción que lo había llevado de un medio familiar a otro en el cual es-
taba constantemente obligado a responder a situaciones novedosas.
En este sentido, me interesa resaltar la tensión entre ciertos planes
de dominio y la epistemología que los sostenía y el saber práctico y
necesario para sobrevivir en entornos geográficos y con grupos hu-
manos particulares. La elección de este contraste tiene que ver con
una duda respecto a las posibilidades de coherencia y transferencia
de una epistemología y una cosmovisión a otros sitios, independien-
temente de las circunstancias. Insisto en el hecho de que las “fallas”
y lagunas en el conocimiento en un proceso semejante no son inhe-
rentes al proceso de conocer; es decir, no se trata del carácter irre-
ductible de todo conocimiento (el hecho de que no se puede cono-
cer o saber todo), sino de una situación histórica particular en la cual
el sujeto europeo o criollo se encontraba en un contexto radicalmen-
te distinto al propio, con el cometido de someter a cierto orden este
contexto ajeno.
En estos espacios geográficos extremos, el cuerpo de los jesuitas,
junto con sus primeros ensayos de escritura, funcionan a la manera
de palimpsestos en los que son legibles las diferentes capas de signi-
ficados, la manera en que algunos habitus se superimponían a otros
o parecían alternar con otros en el mismo espacio. Los suyos son
cuerpos que se presentan como formas en devenir, sin rostro final,
llenos de inscripciones, de nuevos movimientos, formas de hacer y
existir que alteraban lo que Pierre Bourdieu llamaría las “estructuras
estructurantes” de su cultura original, esa historia convertida en se-
gunda naturaleza. Si con Bourdieu entendemos los hábitos como las
manifestaciones “carnalizadas” de una cultura, de una práctica expre-
sada por un sujeto particular (72 y 78), y si —agrego— entendemos
estos hábitos como el índice de una conquista tanto del cuerpo como
del imaginario,10 y al mismo tiempo concedemos que el entorno
material de zonas periféricas de la Nueva España no era propicio para
la conservación-reproducción de hábitos europeos, tenemos que los
misioneros estaban con varias posibilidades. Desde el obstinarse con

10 Al menos, claro que se finja, que el “hábito” no sea sino una máscara, simple

ejercicio sin profundidad.


18 INTRODUCCIÓN

la continuidad de prácticas inviables en cierto medio ambiente, has-


ta la posibilidad del vacío (la pérdida de sus hábitos) y la necesidad
de crear una especie de segunda piel (o una segunda naturaleza
como diría Bourdieu), ésta sí con sentido en el nuevo entorno.11
Si por un lado, de acuerdo con la metodología jesuita de evange-
lización propuesta por José de Acosta en el siglo xvi, el éxito de este
proyecto consistía en la capacidad misionera de fomentar nuevos
hábitos en los indígenas, desarraigando y borrando los anteriores
(458 y ss y libro VI);12 por otro, la posibilidad de fomentar nuevos
hábitos en las fronteras estaba limitada por la reducida capacidad de
los jesuitas de proveer ejemplos imitables, y con sentido, para los
indígenas. Mario Cesareo señala indirectamente el carácter utópico
de la labor misionera que se había impuesto la tarea de sustituir la
“masiva carencia de la materialidad metropolitana” con la “masiva
presencia” de la corporalidad del misionero. Según Cesareo, el cuer-
po (ejemplar) de los misioneros pretendía salvar la discontinuidad
geográfica de una Europa que no estaba y no podía reproducirse por
entero en América, por medio de un “repertorio” que metonímica-

11 La teoría de Bourdieu ha sido criticada por no dar espacio al cambio cultural y

a la agencia. Sin embargo, su concepto de hysteresis asume el cambio cultural de gene-


ración en generación, aunque sin explicarlo detenidamente (82-84). Su aseveración
de que el cambio ocurre también en momentos en que ciertas prácticas son sancio-
nadas negativamente cuando el medio ambiente con el que se confrontan es dema-
siado distante de ése para el que fueron objetivamente formuladas (78), permite una
visión espacial (y no cronológica como en el caso de las diferentes generaciones) para
hablar de los cambios de hábitos en el contacto cultura/cultura. Para una revisión
crítica sobre las teorías de Bourdieu respecto al lugar de la agencia y el cambio en la
formación de hábitos, véase Andrew Strathern, “Habit of Habitus? Theories of Memory,
the Body and Change”, en Body Thoughts, Ann Arbor, The University of Michigan P,
1996, pp. 25-39.
12 El papel del hábito —un hábito que involucraba además todos los sentidos y la

memoria, por lo tanto el imaginario— es fundamental también en la constitución del


sujeto cristiano en Los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola (del Valle). La dis-
cusión de Bourdieu respecto al funcionamiento de las “instituciones totalitarias” es
muy útil para entender el proyecto de José de Acosta de producción de nuevos hábi-
tos en los indígenas. Según Bourdieu, las instituciones totalitarias buscan producir un
nuevo hombre a través de procesos de deculturación y reaculturación en los que se
toman en cuenta incluso los detalles en apariencia más insignificante como vestido,
postura, y estilos lingüísticos. La razón de esto, dice Bourdieu, es que al tratar al
cuerpo mismo como memoria, se le confían de forma abreviada y práctica los funda-
mentos principales del contenido de una cultura (94).
INTRODUCCIÓN 19
mente la representara (17-23). Sin embargo, frente a esta necesidad
pedagógica, se hallaba otra que iba en sentido contrario: la de su
participación en nuevas culturas, nuevas formas de hacer y ver las
cosas. La disonancia entre nuevos y viejos hábitos, o la (in) capacidad
personal para manejarlos, tiene que ver con los distintos grados de
“éxito” en el transcurrir entre dos (o más) culturas. De alguna forma,
sus cuerpos las decían simultánea y contradictoriamente. Como se-
ñala De Certeau, la ley se inscribe constantemente en el cuerpo
(1988: 140), y, paradójicamente, los misioneros sólo podían intentar
cambiar el orden de vida de los indígenas por medio de su partici-
pación en una ley distinta a la occidental.13
En ocasiones, ni la muerte otorgaba un sitio final, libre de ambi-
güedad y contradicción a los cuerpos de los misioneros. Éste es el
caso, por ejemplo, de los jesuitas martirizados que pueden ser enten-
didos cuando menos en dos direcciones. Por un lado, como la marca
del triunfo del guerrero sobre el enemigo, la celebración comunal
de una victoria; y por otro —lectura que hasta ahora ha prevaleci-
do— como motivo para la hagiografía-martirología, reliquia también
de un triunfo más difícil de precisar. En este sentido, leer la muerte
de los jesuitas en la lógica del martirio es privilegiar la epistemología
occidental-cristiana sobre el aparato semiótico de los indígenas para
quienes la muerte de los jesuitas seguramente significaba una cosa
muy distinta a la señalada por la hagiografía.
Aquí me gustaría destacar el carácter situado de los cambios im-
plicados en esta relación cultural. En su clásico trabajo sobre el taba-
co y el azúcar, Fernando Ortiz demuestra que las culturas, a fuerza
del contrapunto de influencias, se van dando forma unas a otras, de
manera que es difícil señalar un lugar fijo a elementos específicos:
se encuentran aquí y en otro lado, determinando a ambos por igual.
La cuestión, para mí, es si era lo mismo un práctica ejecutada en Baja
California con las formas y presupuestos que ahí la regían y determi-
naban, y esa misma práctica ejecutada en espacios fuera de ese uni-
verso en que implicaba significados específicos. Me inclino a pensar

13 En The Slippery Earth: Nahua-Christian Moral Dialogue in Sixteenth-Century Mexico, un


análisis centrado en la cosmovisión religiosa de franciscanos y nahuas en la zona central,
Louise M. Burkhart concluye que ante la imposible tarea de los frailes de rehacer una
cultura a su propia imagen, respondieron rehaciéndose a sí mismos (184).
20 INTRODUCCIÓN

que no, que las formas propias del lugar, su ethos, tenían mucho que
ver con la medida y la dirección de una práctica cultural. Y aquí una
acotación necesaria: el hecho de que estoy pensando y escribiendo
específicamente sobre el siglo xviii.
Se puede pensar en estas formas de contactos culturales extre-
mos14 en otros contextos; en la misma ciudad de México, por ejem-
plo. Sin embargo, me interesan estos contactos en sitios en los que
se presentan desde un grado cero, en condiciones en las cuales el
viaje occidental —de lo mismo a lo mismo vía la mediación de
otro— debido a sus circunstancias particulares no podía hacerse con
la comodidad de poder girar el rostro y encontrar una lengua y una
densidad histórico-cultural similar a la propia.
Durante mucho tiempo, por su lejanía respecto a los centros co-
loniales y por sus condiciones geográficas y “naturales”, estos sitios
continuaron siendo frontera15 para el paradigma occidental-cristiano.
Durante la colonia, una serie de levantamientos indígenas atravesa-
ron —geográfica y cronológicamente— el territorio del norte del
México actual, que comprendía lugares en los que por muy diversas
razones, el proceso de conquista (y ni qué decir de la colonización)
nunca estuvo terminado. Al decir “frontera” sin embargo, lo hago sin
duda desde el punto de vista (la violencia) de quienes avanzaban, sin
tomar en cuenta que para los grupos que ahí habitaban (ópatas,

14 La distancia que separa a la cultura occidental —ya sea en su variante española,

italiana o alemana (por las nacionalidades de algunos de los jesuitas aquí estudia-
dos)— de las culturas indígenas sin duda tiene más grados de lejanía que la existente
entre dichas culturas.
15 Para una discusión del concepto de frontera en la historia de Latinoamérica —vis-

à-vis la formación de Estados Unidos— y el desarrollo particular de culturas fronterizas,


véase David Weber y Jane M. Rausch (eds.), Where Cultures Meet: Frontiers in Latin Ame-
rican History, Wilmington, SR Books, 1994. El libro Borderlands. La Frontera.The New
Mestiza, San Francisco, Aunt Lute Books, 1999, de Gloria Anzaldúa es muy útil (a pesar
de que su concepción de frontera es tan amplia que puede perder su valor conceptual)
por su discusión de las muchas maneras en que un sujeto habita y cruza las fronteras.
En la medida en que muchas veces se trata de operaciones no precisamente volitivas,
Anzaldúa acentúa el hecho de que las fronteras “atraviesan” la corporalidad del sujeto.
Su acento en el dolor y la confusión que este proceso de habitar, cruzar y estar mar-
cado puede producir en el sujeto representa también, desde mi perspectiva, una alter-
nativa frente a análisis menos problematizados como el de Néstor García Canclini en
Culturas híbridas: Estrategias para entrar y salir de la modernidad, Buenos Aires, Paidós,
2001. Ulf Hannerz en “Fronteras”, Revista de Antropología Experimental, 1, 2001, texto 10,
hace una revisión de las variadas acepciones del término “frontera”.
INTRODUCCIÓN 21
pericúes, coras, etc.) sus territorios eran el centro y no la frontera.
Referirme a metrópolis y periferias, tal como las entiende Emmanuel
Wallerstein, puede ser criticado en este mismo sentido. Es muy posi-
ble que para muchos habitantes de las regiones que aquí estudio, ni
Madrid ni la ciudad de México fueran el centro; y sin embargo, mu-
cho de lo que en ellas ocurría —como la misma presencia de los
misioneros— estaba determinado por el funcionamiento de una
economía cuyos ejes se encontraban muy lejos de sus territorios (en
Madrid o en la ciudad de México, por ejemplo).
Tampoco tomo en cuenta el complejo mapa-palimpsesto de fron-
teras que se iban superponiendo unas a otras. La frontera de Meso-
américa, o la del imperio azteca, por ejemplo, continuó siendo línea
divisoria aun después de la llegada de los españoles cuyas conquistas,
hasta cierto punto, siguieron esos mismos límites durante muchos
años (Río, 1992) En este mismo sentido, la zona del Nayar sigue
siendo hasta nuestros días un límite —reducto de otro universo—
para el estado mexicano. Pero no intento hacer arqueología de la
frontera, sino partir del carácter productivo del término y el aparato
que lo acompañaba. Si los lugares aquí estudiados no eran fronteras,
en eso se transformaron, desarrollando, aunque con diferencias,
tanto una cultura como instituciones específicas.
Y son fronteras (extremas) en la medida en que eran el sitio de
encuentro cultura/cultura, en el que la voluntad de poder de una
quería desplazar a la otra, obligarla a cambiar y reflejar su propia
imagen. Este encuentro violento pone de manifiesto el complejo
aparato que sostenía a un sistema en su pretensión de ser “El” sistema.
Éste es uno de los sentidos que José Rabasa ve en su análisis de la
relación entre frontera y la violencia de la escritura: el proyecto re-
tórico-estético de escritura de “civilizar” la barbarie de la conquista
(2000: 27). Para finalizar con esta discusión, hago dos observaciones
más. Una, respecto a la frontera en tanto que espacio fuertemente
ambiguo e indeterminado, y no como entidad decidida en una u otra
dirección (Rabasa, 2000). La otra es una advertencia contra las lec-
turas uniacentuadas que olvidan que la conquista de dichas regiones
se llevó a cabo con la ayuda y colaboración no sólo de mestizos, sino
de los mismos grupos indígenas, que proporcionaban ellos mis-
mos —el caso de los aztecas— modelos imitables por los conquista-
dores españoles (Ahern, 2002).
22 INTRODUCCIÓN

jesuitas en la nueva españa

Debido a los muchos trabajos en torno a la compañía de Jesús, pare-


ce innecesario recordar su importante papel en la organización co-
lonial en Hispanoamérica. Me limitaré por ello a anotar algunas ra-
zones que expliquen el porqué de la elección de materiales jesuitas
para este estudio. Ángel Rama apunta que las fechas de llegada y
expulsión de la orden a la Nueva España (1572-1767), son centrales
para entender el acontecer histórico colonial (1996: 16-17). En su
análisis, los jesuitas son uno de los ejes del grupo social altamente
especializado y consciente de su labor civilizadora por medio de la
cual se establecería un sistema jerárquico legal y escritural fundado
en la ciudad, desde la cual se reglamentarían las relaciones con las
periferias.
Si las fechas anteriores son dos avatares en dicha construcción, lo
son porque desde el momento de su entrada a la ciudad de México,
la orden realiza una incansable labor que se desborda no sólo geo-
gráficamente,16 sino a través de la creación de múltiples espacios
desde los cuales intervenir en la construcción de la cultura colonial.
Su papel en la educación, la promoción científica, el arte, la forma-
ción de una conciencia criolla y la creación de una cultura e imagi-
narios mestizos, son ejemplos de su enorme influencia en ciudades
novohispanas.17 Su peso en el funcionamiento de las colonias es tal
que según Antony Higgins, los discursos criollos del siglo xviii tardío

16 Charlotte M. Gradie discute las que en un principio fueron políticas divergentes

ante el deseo jesuita de abarcarlo todo y al mismo tiempo, el miedo de expandirse al


grado de perder el control, enviando misioneros a las periferias cuando aún no tenían
bajo su dominio las área centrales de América (55).
17 Ofrezco aquí una mínima bibliografía básica para las contribuciones jesuitas en

la Nueva España. David Brading, en varios capítulos de su The First America: the Spanish
Monarchy, Creole Patriots and the Liberal State 1492-1867, Cambridge, Cambridge Univer-
sity Press, 1991, presenta las aportaciones jesuitas a la historia de las ideas y la formación
de una conciencia criolla. Para el área de la educación, véase Pilar Gonzalbo Aizpuru,
La educación popular de los jesuitas en México, México, Universidad Iberoamericana/De-
partamento de Historia, 1989. Para la ciencia, Ramón Kuri Camacho, La Compañía de
Jesús, Imágenes e ideas y Scientia conditionata, tradición barroca y modernidad en la Nueva
España, México, Plaza y Valdés, 2000. Aunque, como anuncia el título, en El águila y
la cruz. Orígenes religiosos de la conciencia criolla, México, El Colegio de México/Fondo
de Cultura Económica, 1999, Solange Alberro estudia el papel de franciscanos y jesui-
tas en el desarrollo de una identidad criolla, la obra resulta al mismo tiempo indispen-
sable para el estudio de la formación de un imaginario y una cultura mestizos.
INTRODUCCIÓN 23
tienen como fin la reorganización de las sociedades americanas lue-
go de la expulsión de la orden, cuya infraestructura había proporcio-
nado hasta ese momento la matriz ordenadora de la vida colonial
(2000: 19-20).
Sintomáticamente, a lo largo de su Historia de la Provincia de la
Compañía de Jesús de Nueva España (1694), Francisco de Florencia
presenta una serie de escenas en las que los jesuitas, a pesar de man-
tener estratégicamente lo que puede caracterizarse como un “perfil
bajo”, tratando de no llamar la atención y pasar inadvertidos, van
asumiendo papeles fundamentales en diversos espacios cuya trascen-
dencia destaca Florencia. Del contraste entre una retórica de humil-
dad e indiferencia (no querer molestar a nadie, retraerse a trabajar
en lo suyo) y el auto-despliegue inmediato en actividades básicas para
la vida colonial, emerge la plena confianza, la certeza —y el tono de
Florencia lo confirma— de haber llegado a la Nueva España para
asumir un lugar central, para llenar los vacíos de poder a partir de
los cuales abarcar en lo posible toda la extensión de la provincia. En
el caso de las regiones fronterizas, fueron precisamente misioneros
los encargados de poner bajo dominio español territorios que hacia
el final de la era colonial eran 29 veces más grandes que España
(Weber 95).
Esta capacidad de (auto) dominio, el ejercicio de una voluntad
poderosa (Hausberger lo considera “el grupo mejor formado” de la
iglesia en esa época, 1996: 55), hacen de la Compañía de Jesús un
buen lugar para analizar límites y puntos de fuga en lugares fronte-
rizos, en los cuales los jesuitas estaban sujetos a una doble tensión:
por un lado una fuerte voluntad de dominio y por ello una compul-
sión al conocimiento, y por otro, la necesidad de incidir, participan-
do en ella, en la vida de los lugares donde se encontraban. Desde la
distancia de lo menos familiar, desde el habitar entre “salvajes”, son
legibles las marcas que el hacer indígena produce en sus textos y en
los jesuitas mismos.
En este mismo sentido, la razón de ser de los jesuitas, su dejar a
Dios por Dios, partiendo del claustro para dedicarse a las múltiples
labores en Su nombre practicadas (De Certeau, 1993), en las fronte-
ras, debido a lo extremo de los cambios, da lugar a una serie impor-
tante de desplazamientos. En la búsqueda de la salvación ajena, y la
propia por esta vía, se terminaba dejando de lado ciertos hábitos
(decir misa, predicar) y asumiendo nuevos conocimientos y prácticas
24 INTRODUCCIÓN

(el cuidado del ganado, la supervisión de las labores agrícolas, la


observación de la naturaleza), en las que sin embargo, Dios ya no se
encontraba sino a través de un forzado ejercicio de la imaginación.
De esta forma, en las fronteras, se materializan las advertencias de
los superiores jesuitas en torno a los peligros de salir de la comunidad
cristiana al marchar a los márgenes del mundo conocido.
En las siguientes páginas exploro los retos al trabajo de los jesuitas
en estos sitios que para ellos constituían el límite del mundo. En el
primer capítulo, “Escritura y cuerpo jesuita: notas sobre epistemología
y subjetividad”, sitúo mi trabajo como un estudio de los límites del
poder y la epistemología ilustrada, vistos no sólo en las fallas de los
planes civilizatorios, o en la escritura científica de los misioneros (lu-
gares obvios para la tensión entre culturas dispares), sino también en
la información que éstos proporcionan con respecto a la redefinición
de su subjetividad. Con esto último me refiero a los lentos procesos
personales que tienen que ver con el involucramiento físico, emotivo,
intelectual y lingüístico de los misioneros con el entorno geográfico
y los habitantes de estas regiones. Si ante la radical novedad de sus
circunstancias no podía decirse que un jesuita tuviera el control de sí
mismo, menos podía pensarse que pudiera transformar el lugar en
que se encontraba. Así, las cambiantes relaciones de un sujeto con su
cuerpo, su lengua y su nación son materiales que sirven para explorar
los aspectos menos obvios, pero no por ello menos claros, de las difi-
cultades para implantar un régimen occidental en las fronteras.
En este capítulo presento también algunos de los aspectos centra-
les del cambio de paradigma epistemológico ocurrido durante la
época, tal como los analiza Michel Foucault y articulo estas nuevas
formas de saber con las necesidades de control y dominio de la se-
gunda fase colonialista europea. En este contexto exploro las dimen-
siones del emplazamiento misionero jesuita y de su escritura en el
siglo xviii tanto a la luz de los intereses ilustrados de la orden, como
respecto del compromiso misionero jesuita desde la fundación de la
orden por Ignacio de Loyola. Las discrepancias en el interior de la
institución misionera —a pesar de ser todos jesuitas y en esa medida
supuestamente un solo cuerpo sin más nación que Dios—18 muestran

18 Hay que recordar que además de los tres votos tradicionales de toda orden re-

ligiosa: pobreza, castidad y obediencia, los jesuitas tenían que hacer un cuarto voto de
obediencia al papa. Este voto buscaba dar mayor cohesión a la orden y asegurar una
respuesta conjunta, universal entre sus miembros, a los dictados del instituto.
INTRODUCCIÓN 25
las sutiles, pero importantes diferencias con que aspectos como la
nacionalidad y la lengua, influían en el desarrollo de las relaciones
entre misioneros e indígenas.
Como señalé antes, quiero destacar la relación entre una geogra-
fía, la praxis de los indígenas que la habitaban y la escritura de los
misioneros, por ello la estructuración de los siguientes capítulos de
acuerdo con espacios geográficos. En estos capítulos, el ejercicio de
lectura es el mismo, aunque con resultados distintos. Mediante la
desfamiliarización de las expectativas con respecto a diversos géneros
historiográficos, destaco la presencia, una estética única en cada caso,
de la vida de lo local-indígena: las maneras en que afectaba enuncia-
ciones y lagunas en los proyectos globalizadores que pretendían in-
cluirlos. Las disparidades entre los textos de producción y consumo
local y los textos de producción local o central (desde algún centro
urbano), pero escritos para consumo general, iluminan el área regio-
nal que por uno u otro motivo nunca llegó a las páginas “oficiales”
del circuito epistemológico colonial del siglo xviii.
Aunque hablo de géneros historiográficos y de la desfamiliariza-
ción respecto de sus exigencias, no me interesa el entramado retóri-
co de los textos ni los cambios en el proyecto de apoderarse textual-
mente de los nuevos territorios, sino sus limitantes.19 Como ha seña-
lado Walter Mignolo la ambigüedad interna de muchos textos colo-
niales, que a veces suponen dos o más públicos y por tanto tienen
intenciones al parecer dispares, no permite asignarles un lugar indis-
cutible dentro de una formación discursiva determinada (1992). Que
actualmente dichos textos sean asumidos por la literatura o por la
historia sólo ha sido posible en razón de importantes cambios en el
área de la recepción. Por ello, más allá de las discusiones particulares
sobre géneros, parto de las expectativas más básicas en cuanto a dis-
tancia histórica y objetividad en la construcción de distintos tipos de

19 José Rabasa analiza cuatro momentos de la historiografía española del siglo xvi

en los que cambia el paradigma de la toma de posesión textual (“la invención”) de


América. Puede decirse que los momentos explorados por Rabasa constituyen las
formas básicas (epistemologías que asumen diversas tipologías discursivas) presentes,
aunque no de manera lineal, después del siglo xvi. En “Allegories of Atlas”, por ejem-
plo, revisa la coyuntura en que la historiografía española empieza a ser utilizada para
la proyección “global” de América por otros actores europeos, hecho que extiende los
cometidos de esta historiografía más allá de la influencia de la península ibérica. Este
último momento permanecería en estado latente por muchos años, hasta la segunda
oleada colonialista europea (1993).
26 INTRODUCCIÓN

documentos (Phillips). Estas expectativas informan las operaciones


puestas en marcha al distinguir “automáticamente” —más allá del
contenido particular— la historia local de la historia universal, por
ejemplo. Desde mi perspectiva, se trata entonces de asumir las impli-
caciones ideológicas, cognitivas y afectivas —y no los rasgos forma-
les— detrás de las obras jesuitas escritas desde la objetividad y la
distancia (sea ésta real o simulada). El gesto de marcar lo que la
historiografia jesuita del siglo xviii dejaba fuera de sus páginas, invi-
ta a pensar en los aspectos que continúan en el exterior de la circu-
lación global por ser demasiado locales; significados que mirados
desde otra perspectiva, tal vez sean el eje semiótico organizador de
su universo.
En el capítulo 2, “El Nayar: vida más allá del Requerimiento” con
que inicio la presentación de las regiones y sus problemáticas parti-
culares, analizo la manera en que la amenaza de expansión de un
orden alterno al universo colonial obliga a la conquista tardía y apre-
surada de la sierra del Nayar, cuyos habitantes habían respondido
afirmativamente al Requerimiento desde el siglo xvi. En el siglo
xviii, sin embargo, la sierra se había convertido en una zona de re-
fugio para diversos grupos indígenas, esclavos, mulatos, mestizos e
incluso españoles, que se integraban a la vida indígena. El atractivo
de esta interpelación significa una crisis de gobernabilidad para el
Estado colonial, situación que sirve de base para una reflexión res-
pecto a los alcances del Requerimiento. Si supuestamente después
del Requerimiento las únicas opciones para los indígenas a quienes
se dirigía eran la sumisión o la muerte, en este capítulo examino las
posibilidades de vida fuera de la interpelación colonial. En el caso del
Nayar, el afuera está fundado en la voluntad de diversos grupos étni-
cos y raciales cohesionados por la religiosidad indígena que se pro-
pagaba a través del “contagio” y la constante ramificación de sus
centros ceremoniales.
En este capítulo examino también los puntos de fuga en la Mara-
villosa reducción y conquista de la provincia de San Joseph del Gran Nayar
de José de Ortega, crónica que intenta describir la conquista de esta
región sin lograr su cometido. Si en el plano local, las notas inter-
cambiadas entre los misioneros certificaban la falta de control y an-
siedad de las autoridades civiles y eclesiásticas, la crónica elaborada
para circulación trasatlántica se debate entre ser historia y hagiogra-
fía. La conquista se explica en función del “milagro” que había per-
INTRODUCCIÓN 27
mitido un objetivo que parecía imposible. Esta metanarrativa requie-
re sin embargo, la presencia de firmas de los miembros del aparato
burocrático-oficial que pudieran confirmarla. Al final, la escritura de
la crónica tampoco concluye con este aval de la autoridad civil: ni el
milagro, ni la burocracia, ni el libro que las articulaba, son lo sufi-
cientemente fuertes como para sustentar la conquista que se quiere
describir. En este sentido, la conquista se erige como un proyecto
siempre a futuro, en este libro abierto representando un espacio en
el que eran imposibles las conclusiones. Por su parte, las autoridades
en la ciudad de México en un intento de exorcizar y domesticar
desde su propio espacio a esta frontera que no podían controlar en
el Nayar mismo, procesan judicialmente cadáveres nayares en un
espectáculo barroco ejemplar con efectos contrarios a los buscados.
En “De haciendas y hechiceros en Sonora”, el tercer capítulo, ar-
gumento el desplazamiento de la misión en tanto que institución
evangélica y su reformulación como centro de actividades económi-
cas. Si según los misioneros la actividad comercial, agrícola y gana-
dera de las misiones era necesaria para atraer y sostener a los indí-
genas que ahí vivían, esta concentración parece haber provocado el
descuido de aspectos evangélicos. Mientras la misión parece en reti-
rada, el fervor religioso indígena se concentra en 1737 en las mon-
tañas, en seguimiento del “profeta de Moctezuma”, desencuentro que
me lleva a concluir que en esta región y pese a la prolongada presen-
cia de las misiones y su supuesto éxito (económico), indígenas y je-
suitas continuaban habitando universos radicalmente distintos.
En esta frontera, en la que su participación en el mercantilismo
había permitido a los jesuitas posiciones de poder, tienen lugar le-
vantamientos indígenas que rechazan la vieja interpelación colonial
que los colocaba en una situación de minusvalía. Además de hacerlo
con levantamientos armados, los indígenas manifestaban su rechazo
al regimen colonial jesuita a través de las acciones de los hechiceros
quienes soterradamente (nadie sabía quiénes eran, aunque se sospe-
chaba que casi todos lo eran) se hacían cargo de la política del lugar;
privando a los jesuitas, con su anonimato, de interlocutores con
quienes negociar la vida en la misión. Ante la crisis de gobernabili-
dad, Juan Nentuig, uno de los misioneros, solicita el exterminio de
los indígenas. La inusitada dureza de esta petición hace pensar en la
profundidad del fracaso jesuita en una provincia que en otro sentido
les proporcionaba importantes beneficios económicos.
28 INTRODUCCIÓN

Pese a la presencia constante de los hechiceros, en las misivas y


notas internas de los misioneros, y pese al temor que los efectos de
este poder producían en los jesuitas, en las obras escritas para ser
leídas fuera de la colonia, los misioneros eluden la existencia de estos
personajes que en otras notas devolvían al orden letrado imágenes
de misioneros con cuerpo y mente fracturadas. Por otro lado, leo en
la obsesión de Ignaz Pffefferkorn y Juan Nentuig por la descripción
botánica de la provincia, el proceso de selección y reorganización
que separará a la ciencia de saberes que, a partir de esta dinámica,
serán considerados inadecuados. Los apartados en las obras de los
misioneros respecto de las plantas y arbustos con usos mediciales,
suplantan el saber y las prácticas indígenas, y por lo tanto realizan el
desplazamiento de los indígenas sustentadores de dicho saber.
En el cuarto capítulo, “Baja California o el fin de Occidente”,
analizo el cambio en la representación de la que hasta el siglo xvii
había sido considerada una región desolada y carente de interés
cuyos habitantes eran tan “salvajes” que poco se distinguían —según
los informes de muchos españoles— de los animales. La transforma-
ción de Baja California en un sitio prometedor y abundante de re-
cursos, es producto de la llegada de los jesuitas y está vinculada a
proyectos coloniales de explotación. A esta época corresponde la
escritura de la obra oficial de la orden en torno a la región, la Noticia
de la California y de su conquista temporal y espiritual hasta el tiempo pre-
sente de Miguel Venegas, en la que Baja California se reduce a ser un
sitio ideal para el encuentro de los intereses de un público ilustrado
europeo, con los proyectos expansionistas del imperio español. Sin
embargo, como si el nomadismo de los habitantes de la península
afectara la escritura de los misioneros, sus obras posteriores en torno
a Baja California van en otras direcciones. Para corregir los errores
de contenido y las fallas del estilo “grandioso” de la obra oficial,
aparecen otras dos obras jesuitas, escritas por Jacobo Baegert y Miguel
del Barco, quienes desde posiciones muy distintas, presentan imáge-
nes poco atractivas de Baja California.
La forma de vida de los indígenas, por ejemplo, impide a Baegert
hacer una descripción objetiva de los guaycuras con quienes convivía.
La etnografía ofrecida por este misionero es un ejercicio de resultados
tragicómicos en la medida en que las categorías occidentales no fun-
cionaban como estructura para presentar prácticas inconmensurables
respecto de la vida occidental. Por otro lado, las dificultades de un
INTRODUCCIÓN 29
paisaje yermo que obligaba a sus habitantes a una vida y a un lengua-
je drásticamente reducidos a las pocas opciones que el entorno pre-
sentaba, se traducen en la imposibilidad de la evangelización y la ci-
vilización en Baja California. Así, a partir de la discontinuidad entre
la razón de ser de la misión y el universo indígena —buscar a Dios
en el salvaje resultaba díficil en extremo— los esfuerzos de los misione-
ros se concentran en actividades de las que surgen proyectos ligados
a la ciencia: zoología, geología, botánica. Especie de cortocircuitos
que llevaban de la búsqueda de Dios, al despliegue y reconcentración
de las habilidades jesuitas en la contribución a la naciente cultura
científica del siglo, que se convierte en el último reducto donde el
sujeto occidental mantenía cierto control sobre la región.20
En el capítulo 5, “Jesuitas afectados: otras formas de conocimien-
to” examino las transformaciones de varios misioneros en las regiones
revisadas en los capítulos anteriores. En estos apartados me refiero a
los cambios de hábitos en la vida cotidiana, pero también a cambios
lingüísticos y de actitud, que señalan la enorme distancia entre los
jesuitas en medios urbanos y sus proyectos de escritura y los misione-
ros que vivían en las fronteras. Aquí son visibles los efectos menos
favorables para la institución religiosa y la colonización en general
—aunque quizá no para los misioneros mismos— de las exigencias
materiales de una vida que distaba mucho de la que podía llevarse
en algún centro urbano. Ya sea que se trate de las huellas de los
grupos indígenas o de los esfuerzos de los misioneros por deslindar-
se de la forma de vida de sus feligreses, de una u otra forma las
fronteras están presentes en la escritura de los misioneros.
En el caso de la sierra del Nayar, examino las cartas de José de
Ortega cuyo español poco a poco pierde terreno ante la lengua de
los coras con quienes vivía, y cuyo cuerpo asume y sigue los acciden-
tes del paisaje tortuoso, de manera tal que su vida en la sierra parece
no una opción dictada por la obediencia, sino por una voluntad
personal. Después de más de 20 años ahí, Ortega se hallaba tan inte-
grado a la sierra del Nayar que finaliza cortando con su orden de una
manera tan natural, que ni él ni sus superiores, parecen notarlo.

20 Algunos autores, como Urs Bitterli, parecen justificar la segunda fase colonialis-

ta europea, cuyos líderes serían Inglaterra y Francia, en razón del interés científico
que la acompañaba. Para una crítica de esta “nueva” teleología (el saber, la ciencia
“universal”), véase Rabasa, 1993: 23-48.
30 INTRODUCCIÓN

En Sonora me refiero a un caso opuesto en la medida en que las


transformaciones de Philipp Segesser obedecen no a su plegarse al
medio ambiente en que se encuentra, sino a la oposición entre las
necesidades económicas marcadas por su orden y la respuesta laboral
indígena para cubrirlas. La actividad múltiple e incansable de Seges-
ser para administrar y dirigir su misión lleva a pensar en la formula-
ción de un super-cuerpo misionero, alejado de todo significado reli-
gioso y que en el caso de Sonora era constantemente atacado por los
hechiceros o visto con cierta indiferencia burlona por el resto de los
indígenas.
En Baja California, la soledad de Jacobo Baegert durante 17 años
en el lugar, lo llevó a perder su alemán, a replantearse seriamente la
utilidad de la empresa misionera, y a someterse al complejo proceso
de “fundirse” (como dice él) y convertirse prácticamente en otra
persona para hablar el idioma guaycura de los indígenas con quienes
vivía. El salvajismo que imputa a estos últimos sin embargo, lo obliga
a permanecer en un terreno de nadie sin atreverse a aprender del
todo dicha lengua y sin poder jamás comunicarse con los indígenas
con quienes vivía sin convivir realmente.
En las conclusiones, “Escritura jesuita y rebeliones indígenas en
las fronteras, algunos límites del colonialismo”, examinó el sentido
de las limitantes impuestas por las prácticas indígenas al colonialismo
y propongo una lectura de los constantes alzamientos indígenas en
las regiones estudiadas en el contexto de la crisis de gobernabilidad
colonial del siglo xviii y en relación con mi análisis respecto a sus
formas de vida como límite a proyectos imperiales de diversa índole.
Si su existencia misma representaba una imposibilidad para estos
proyectos, la determinación a rebelarse parecería una contradicción
a esta primera premisa. Sin embargo, en este apartado propongo que
paradójicamente, la sublevación representa precisamente una reafir-
mación de la vida misma.

el disfraz: un emplazamiento espectacular

Paso ahora al epígrafe de José María Arguedas, la reflexión que en


parte motiva estas páginas. Muchos trabajos que de manera directa
o indirecta se refieren a los indígenas durante la colonia lo hacen a
INTRODUCCIÓN 31
partir del paradigma de la acción-respuesta en el que aquéllos res-
pondían o reaccionaban al buen hacer de los colonizadores. Así, hay
supuestamente una acción primera, no-indígena, a la que se enlaza
causalmente la actuación de indígenas siempre a la expectativa de
los próximos movimientos de los colonizadores. El problema con este
marco conceptual es que en muchos sentidos lo contrario parece ser
el escenario en que se desarrollaban las relaciones coloniales.21 Si-
guiendo lo señalado por los documentos de la época, son precisa-
mente europeos y criollos quienes aparecen a la expectativa, midien-
do el hacer indígena; listos a responder, a moverse en el sentido y
dirección que les marcara la afirmación indígena.
La obra de Michel de Certeau es una extensa reflexión sobre esto
mismo: cómo el orden escritural de Occidente se ha formado a través
de un vaciado y una reescritura con el acto expansionista y coloniza-
dor de toma de posesión de la otredad (la formación de lo que él ha
llamado “heterologías”) sea ésta el pasado, Dios, el “salvaje”, etc. En
esta medida, Occidente sería una identidad no-identitaria sino pura
afirmación de un hacer (1988: 137), estructura y ejercicio vacíos, al
que se adicionan distintos contenidos, que aquí me permito pensar
con cierta ironía como disfraces específicos.
En De procuranda indorum salute, José de Acosta, uno de los prime-
ros jesuitas en desarrollar los paradigmas y categorías que sustenta-
rían y regularían las relaciones entre indígenas y colonizadores (al
menos los colonizadores espirituales), propone que los misioneros
debían ser en todo momento “espectáculo”. En el Nuevo Mundo
—según planteaba Acosta— los indígenas tenía el poder evaluador
de la mirada; eran espectadores ante cuyos ojos se representaba algún
papel (se servía de ejemplo) cuya eficacia sería medida precisamente
por la aceptación o la negativa, la “extrema vigilancia”, de los indí-
genas. Y de la efectividad de dicha representación, de esta autofabri-

21 Se puede argumentar que puesto que fueron los españoles quienes llegaron a

instalarse en territorios indígenas modificando para siempre la constitución de dichos


espacios y formas de vida, esta acción marca el punto inicial de las relaciones entre
uno y otro grupo. Sin negar este hecho básico y la disparidad entre las formas de
“contacto”, en las relaciones cotidianas entre los dos grupos (indígenas, europeos y
criollos), la vida misma de los indígenas era muchas veces una afirmación que deses-
tabilizaba toda hegemonía y obligaba a los colonizadores a actuar en consecuencia.
David Weber coincide con esta apreciación respecto de la dinámica entre indígenas y
colonizadores (9).
32 INTRODUCCIÓN

cación dependía —a decir de Acosta— un asunto tan importante


como monumental: la evangelización de enormes territorios y su
integración a la vida colonial (1978: 378-380, 394).22
Tal es el presupuesto de mi trabajo: el importante cambio de dis-
fraz, la utilización de nuevos ropajes retóricos y epistemológicos por
los que el imperio español y, en una segunda etapa del colonialismo,
potencias europeas como Inglaterra y Francia, empecinadas como
estaban en marcar las pautas, en “llevar” a América a algún lado, se
transforman por ello mismo (función del contrapunto, diría Fernan-
do Ortiz) según los ritmos marcados por el hacer indígena; y en el
caso de Inglaterra y Francia, por el hacer de España. Si en una pri-
mera etapa colonial, el fundamento español de su supuesto derecho
imperial sobre los nuevos territorios descansaba en la razón cristiana
y ésta como era bien sabido, había fracasado; en esta segunda etapa
el proyecto imperial es secular y se encuentra marcado por impera-
tivos económicos y científicos —el supuesto derecho al comercio y
al conocimiento—. Esta tensión, el cambio de un paradigma a otro,
es evidente en la transición de los jesuitas mismos. El ejercicio por
el cual, más allá de la violencia, la hegemonía se construía a duras
penas a través del malabarismo y la autopresentación siempre lista
para la mirada ajena, se fundamenta en la falta de descanso del co-
lonizador.
Enfatizar las fallas en el cierre imperial es un proyecto de no vic-
timizar a los grupos indígenas implicados, testificar el poder de su
agencia y no sucumbir al sentido de devastación de la conquista.23
Aunque al mismo tiempo (la mayoría de los pueblos y lenguas que
aquí discuto han desaparecido) se entienda la magnitud de los acon-
tecimientos. Trato en todo caso de hacer lo que han hecho muchos:
contribuir a mostrar cómo en el enorme territorio destruido hubo

22 Stephen Greenblatt escribe sobre la identidad (occidental) que a partir del

Renacimiento, y ante el embate de un otro amenazante (fuera éste real o inventado),


se construye a partir del control (las cusivas son mías) de una voluntad (también ame-
nazada). En este sentido la “autoformulación” del yo es un proceso manipulable, ar-
tístico (2). En Acosta (1978: Libro IV), existe este mismo sentido de un formidable
peligro para la voluntad de los misioneros que van a dedicarse a fomentar nuevos
“hábitos” en la mente y el cuerpo de los indígenas americanos.
23 Bien advierte Steve Stern sobre la posibilidad de que incluso trabajos que explo-

ran la agencia indígena (sobre todo los que tratan sobre los primeros encuentros)
concluyan con un fuerte sentido de devastación y destrucción (1992).
INTRODUCCIÓN 33
siempre lugares brillando con una luminosidad que debe decirse.
Hacerlo es reconocer, en un sentido benjamiano, que toda belleza
está siempre contaminada. Y si equiparo significaciones pensadas
para el arte para hablar de acciones, y palabras de grupos indígenas,
no lo hago porque pretenda que ocupan rangos o lugares similares
o que ambos terminan logrando un mismo efecto estético. La articu-
lación política posible en el arte, y ésa presente en las acciones de
pimas, coras o guaycuras siguen caminos muy distintos. Sin embargo,
aunque ésta no fuera la intención de los grupos anteriores, sus ac-
ciones sin dejar de ser políticas, son también obras de contenido
poético. En todo caso, desde mi perspectiva, sólo la imaginación
poética permite acercarse, sin intentar definirla, a la diferencia.
Finalmente cabría preguntarse ¿por qué no cifrar un análisis de
lo local en sí mismo?, ¿por qué hacerlo de manera oblicua, indirecta,
buscándolo apenas entre línea y línea de la producción escritural que
alienta? En parte porque parto de que “la realidad” (sobre todo la
del pasado) no existe para nosotros sino en las huellas que deja en
otras partes, en la estela de signos a su paso; y también por la con-
vicción de que, al menos en mi caso, no puedo hablar directamente
de los grupos indígenas.24
Por otro lado, todo intento por recuperar el sentido de la vida de
las culturas indígenas que no dejaron textos escritos tiene que pasar
por la lectura de las obras producidas por españoles, criollos, o los
representantes del aparato burocrático del imperio. Cuando se tra-
baja con la escritura, una de las formas de encontrar la agencia indí-
gena es hacerlo dentro de esa interacción cultural, simbólica, violen-
ta. Se trata entonces de evocar simplemente25 los fragmentos de otras
culturas y otras gentes en una escritura que, a diferencia de la “inti-
midad” con el pasado que De Certeau critica en Michelet por hacer
callar para siempre a los muertos otorgándoles tumbas escriturales

24 Esto no significa, desde luego, que no crea en la validez o pertinencia de los

trabajos antropológicos y etnográficos.


25 Gustavo Verdesio habla de la necesidad de asumir saberes indígenas olvidados

para hacer un recuento menos parcial de las contribuciones de todos los grupos a la
humanidad (2001). Lo único que habría que agregar a esto es el deseo de que los
nuevos conocimientos no terminaran formando parte de un saber de museo, sino que
empezaran a formar una tradición política que desplazara el paternalismo que hasta
ahora ha caracterizado las relaciones entre criollos y mestizos por un lado, e indios,
por el otro.
34 INTRODUCCIÓN

(1993b: 15-16), tal vez pueda, al tratar de recuperar sus voces, per-
turbar un poco la noción de un pasado concluido.
Aquí ese pasado no-concluido tiene que ver con la continuidad de
la devastación infligida por los que David Weber llama “los conquis-
tadores del siglo xix” (277) —y podríamos hablar de los del siglo
xxi— los nuevos personajes ni europeos, ni españoles, sino criollos
y mestizos que a partir de la independencia nacional se han dedica-
do a continuar colonizando a los indígenas “mexicanos” con acciones
y programas que llevan a cuestionar el significado y el alcance de
palabras como descolonización e independencia. En este sentido,
este trabajo que desarticula mitos ilustrados respecto de la civiliza-
ción, la ciencia y el progreso tal vez contribuya a indicar otras formas
de saber y de relacionarse con ciertos espacios geográficos y sus ha-
bitantes.
1. ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS
SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD

Como señalo en la Introducción, el propósito de este libro es analizar


los límites impuestos por grupos indígenas en las periferias novohis-
panas a proyectos coloniales del siglo xviii.1 Me interesa resaltar el
carácter regional de estos límites, que no tendrían sentido para una
lectura de la Nueva España en general, y centrarme en cambio en el
carácter particular del siglo xviii desde las periferias, que pueden ser
discutidas de forma independiente de lo que ocurría en el centro de
la colonia.
Con la excepción de Antony Higgins, para quien en las colonias
no existen cortes rotundos que marquen la transición del barroco a
la Ilustración, sino espacios para la coexistencia de distintos marcos
epistemológicos (2000), la mayoría de los autores que estudian el
siglo xviii señalan en cambio, las rupturas que lo marcan. Ya sea que
se trate de postular una nueva epistemología desvinculada de las
formas de conocimiento precedentes (Foucault 1993), ya sea que se
hable del principio de una mimesis torcida por la que se obliga al
ser humano y a la naturaleza a apegarse a un programa provisto por
expertos empeñados en dirigir el mundo en una cierta dirección
(Adorno-Horkheimer), el siglo xviii ha sido entendido como el mo-
mento en que se definen las áreas de lo que serán el progreso, la
razón, y el saber todavía vigentes. Como han señalado tanto Theodor
Adorno y Max Horkheimer, como sobre todo Michel Foucault, este

1 Según Michel Foucault se “vuelve” al siglo xviii desde varias perspectivas para
cuestionar sus abusos y limitaciones. Una de ellas sería la crítica interior europea a los
fundamentos y excesos de su racionalidad tal como la elaboran Max Horkheimer y
Theodor Adorno. Otra, es la perspectiva “poscolonial” que en palabras de Foucault
analiza la Ilustración para disputar el derecho de Occidente de reclamar la universali-
dad para su ciencia y su racionalidad (1991, 12). Aunque yo ubicaría mi trabajo dentro
de esta corriente poscolonial, más que cuestionar ese derecho europeo de reclamar
para sí la ciencia y la racionalidad, me interesa señalar la imposibilidad de dicha recla-
mación en el momento mismo en que se llevaba a cabo. En este sentido, pienso también
en el texto editado por Felicity A. Naussbaum, The Global Enlightenment en el que se
estudia esta época desde lugares, perspectivas, idiomas y conocimientos ex céntricos.

[35]
36 IVONNE DEL VALLE

saber interesado es de una naturaleza construida, aspecto al que


volveré más adelante. Aunque ni Adorno, ni Horkheimer —ni mucho
menos Foucault— parecen ver la convergencia de esta episteme con
la segunda oleada imperialista europea, autores como Mary L. Pratt
han señalado claramente las relaciones entre la violencia colonialista
y el supuesto derecho de sujetos europeos a desplegarse por el mun-
do a nombre de “el” conocimiento (1992).
En el caso de las relaciones entre España y sus colonias, respecto
de las políticas anteriores, las reformas borbónicas han sido conside-
radas como un intento de segunda conquista de los territorios ame-
ricanos, particularmente de aquellos que quedaban todavía fuera del
ámbito del poder del estado colonial (Weber).2 La serie de cambios
en los vínculos entre saber y poder alrededor de los cuales se formu-
laban las nuevas relaciones entre distintas metrópolis europeas, y
entre metrópolis y colonias, se manifiestan en los debates historio-
gráficos estudiados por Jorge Cañizares-Esguerra (2001). En estos
debates en torno a la historia y la naturaleza de los territorios ame-
ricanos y sus habitantes, la escritura es el sitio para la definición de
identidades nacionales y supra-nacionales, y por esta vía, para la con-
secución de una determinada jerarquía en el orden mundial. Como
ha demostrado Higgins, es también de esta forma que en las colonias
los criollos construyen un archivo de conocimientos teóricos y prác-
ticos en los cuales fundamentar su autoridad y hegemonía sobre otros
miembros de la población (2000). Como ya dije, sin embargo, estos
debates que consumieron tanta energía de los letrados de uno y otro
lado del Atlántico, son tangenciales a las problemáticas fronterizas.
Sin ser del todo ajena a estos debates y proyectos, la escritura sobre
las fronteras lleva una impronta particular no extensiva a la escritura
de otros espacios.
Por otro lado, de la misma manera en que para Higgins el proyec-
to criollo provee una genealogía en la cual las diferencias entre el

2 Incluso puede decirse que las reformas borbónicas intentan crear un Estado co-

lonial que pudiera tomar control de sitios que, de una u otra manera y con distinta
intensidad, hasta entonces siempre se le habían escapado de las manos. Gómez de la
Serna se refiere al impulso ilustrado español en tanto que un intento bastante tardío
de formar “un Estado”, esfuerzo político-administrativo que debía surgir “prácticamen-
te de la nada” (116). Si ésta es una lectura que la España del siglo xx hace sobre los
alcances del xviii en la metrópoli, es fácil imaginarse el sentido de caos, de falta de
estructuras gubernamentales que podían haberse leído en las colonias.
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 37
barroco y la Ilustración se matizan al ser vistas como manifestaciones
distintas en la construcción de una misma hegemonía (2000), para
mí, como señalé en la Introducción, el siglo xviii respecto de los
anteriores sistemas de acercamiento al mundo, implica un fuerte
cambio que, sin embargo, sigue ligado a proyectos colonialistas.
Mi estudio, que toma en cuenta las aportaciones de los autores
arriba mencionados, difiere de ellas en dos sentidos. En primer lugar,
en la medida en que no me enfoco en una discusión de los proyectos
venidos de las metrópolis en sí mismos, sino en su funcionamiento
en lugares específicos. Destaco con esto la inflexión dada a la escri-
tura de dichos proyectos por los habitantes de los sitios sobre los
cuales se escribe. En segundo lugar, si la Ilustración es un momento
para la disciplina de la escritura y del cuerpo del sujeto del conoci-
miento (Cañizares-Esguerra, 2001: 52-53),3 mi trabajo se centra en
mostrar la forma en que otra epistemología práctica (la necesaria
para vivir en las periferias) implicaba necesidades muy distintas para
el cuerpo misionero, que se tradujeron en complejos procesos de
redefinición del sujeto, legibles en textos jesuitas.
De esta forma, para mostrar la tensión entre estas dos áreas de
influencia (el universo epistemológico europeo/ el fronterizo), en
este capítulo analizo, por un lado, el contexto general de escritura
de los jesuitas: la manera en que la epistemología particular del siglo
xviii se manifestaba en las obras y el hacer de los misioneros. Por
otro, señalo la presión que las fronteras ejercían sobre sus nuevos
habitantes a través del análisis de la articulación o desarticulación del
cuerpo, la emotividad, la lengua y la escritura de los misioneros.
Inicio con un estudio sobre la epistemología y la vinculo con las
necesidades administrativas de un colonialismo que intentaba asumir
el control de una enorme porción del globo. Enseguida examino la
importancia de la escritura como medio de revelación de la natura-
leza de los objetos en el mundo, y el lugar de los jesuitas en la crea-
ción de redes de saber que sustentaban dichos proyectos de escritura.
Después de este análisis del contexto cultural de los jesuitas que
llegaban a las fronteras, exploro dos áreas de redefinición de la sub-
jetividad a partir de su experiencia en las fronteras: la de la relación

3 Véase también la discusión de Theodor Adorno y Max Horkheimer sobre la ne-

gación de Odiseo, (cuyo mito es leído por los autores para explicar la dialéctica ilus-
trada) de la experiencia sensual a nombre del dominio.
38 IVONNE DEL VALLE

entre cuerpo y entorno y cuerpo/texto y los problemas lingüísticos


de los misioneros. Propongo una lectura de la puesta en discurso del
cuerpo jesuita, que se transforma en misiones en una entidad supra-
humana que busca representar a Europa y al cristianismo en espacios
cuyas condiciones materiales dificultaban enormemente dicha repre-
sentación.

una epistemología universal para un colonialismo global

No es mi intención presentar un panorama exhaustivo de la época,4


sino contextualizar la escritura de los misioneros y señalar importan-
tes omisiones de Foucault en su análisis sobre la relación entre las
palabras, el saber y el poder. Como, por ejemplo, el que en su obra
la epistemología clásica parezca auto-generada y de un alcance tota-
litario cuando, si se le ve desde la Baja California del siglo xviii, son
evidentes tanto su procedencia como la inadecuación de sus premisas
que no podían ser trasladadas tan fácilmente a estos espacios.
Esta episteme se encuentra vinculada al proceso de secularización,
que se manifiesta incluso en el cambio en los discursos que sustentan
el “derecho” (imperial) a ocupar nuevos territorios. Si en el siglo xvi,
Castilla cifra su posesión de las Indias en su deber cristiano de evan-
gelizar a los paganos, dos siglos más tarde las nuevas potencias euro-
peas argumentarán más bien su derecho al conocimiento y al comer-
cio con otros pueblos. En el caso de la Nueva España, las reformas
borbónicas y la manera en que coartaron antiguos privilegios de los
religiosos son una manifestación estatal, dirigida, de un cambio que
ocurre también en las mentalidades, como se verá en los capítulos
siguientes en los que el antagonismo entre autoridades civiles y reli-
giosas muchas veces está fundado en el pensamiento secular ilustrado
de burócratas coloniales. Como corolario de la secularización, puede
hablarse del desplazamiento (o transformación) del poder de lo so-

4 Michel Foucault señala la marcada dispersión del conocimiento como una para-

doja de la época que trata de crear El sistema, “es indudable que la época clásica, más
que ninguna otra cultura, no pudo circunscribir o nombrar el sistema general de su
saber”. Una de las consecuencias de su dispersión se encuentra, dice en otra parte, en
“la dificultad para apresar la red que puede enlazar unas con otras investigaciones tan
diversas” (1993: 81 y 128).
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 39
brenatural a otras áreas del conocimiento.5 Aspecto este último de
importantes consecuencias para la escritura misionera sobre cultura
y religión indígenas. Aunque, como sería de esperarse, en el caso de
muchos jesuitas se puede hablar de una ilustración católica que trata
de conciliar razón y fe (Ewalt); en otros casos, como veremos sobre
todo en los capítulos respecto a Sonora y Baja California, existe por
el contrario, una fuerte tensión entre dichos ámbitos.
Bajo el nuevo paradigma, lo diabólico, por ejemplo, no existiría
sino en la mente no suficientemente ilustrada de personas que para
reformarse requerían de un programa cultural-educativo y no de los
viejos mecanismos de la extirpación de idolatrías y el auto de fe. Este
discurso de lo sobrenatural es remplazado por el de la “desviación”
respecto a la norma que, dependiendo del área de su manifestación,
sería estudiada y corregida por instituciones y disciplinas específicas
(la medicina se encargará de la patología,6 la educación de la igno-

5 Frank Manuel habla del siglo xviii como del “último siglo religioso” en la medi-

da en que fue la última vez que el sentimiento religioso es sometido a un estudio serio
y sistemático de grandes dimensiones. La investigación sobre el origen del sentimien-
to religioso, la superstición, etc. prometía, a decir de Manuel, encontrar el secreto de
la “irracionalidad”, hallar la llave que cancelaría el error de la mente humana. La
consecuencia última de estas investigaciones tiene que ver con la conflagración supers-
tición/religión, por la cual el cristianismo dejaba de tener una posición privilegiada
respecto a la superstición de los “paganos”. Desde luego que los jesuitas que analizaré
no igualaban religión/superstición; sin embargo (con la excepción de los misioneros
en el Nayar), en su mayoría comparten la apreciación acerca de la supuesta ausencia
de religión entre los indígenas americanos fronterizos quienes, desde su perspectiva,
no tenían conocimiento del diablo, ni una religión, por equivocada que ésta fuera.
Sus creencias no eran sino ideas mal fundamentadas, una obstinación en errores
que —para muchos— no era crucial erradicar.
6 Es muy interesante la manera en que la patología entendida en un sentido amplio

de desviación respecto de la norma, permite acumular una serie de significados ante-


riormente cubiertos de otra forma. Un ejemplo se encuentra en el discurso sobre “la
maravilla” que —según Stephen Greenblatt— está relacionado con el colonialismo de
los siglos xvi y xvii y cuyos contenidos (animales fantásticos, “monstruos”) se trans-
forman en el siglo xviii en ejemplos de errores de naturaleza. La especie de bestiario
que el conde de Buffon adiciona a su libro de historia natural apelando no a una
moral (la división entre el bien y el mal), sino a la medicina y la biología, es un ejem-
plo de esto. La suya es una mirada muy distinta a la de los primeros cronistas de Indias
(Fernández de Oviedo sería el ejemplo paradigmático) “maravillados” por el universo
que describen. En este sentido, Buffon parece más bien interesado en descubrir “ano-
malías”, fallas en la inscripción de los códigos biológicos (140-156). Pese a la diferen-
cia entre las miradas, la similitud entre la obra de Buffon y algunos aspectos de la de
Oviedo, hace pensar en la delgada línea que separa la “irracionalidad” de la época
precedente de los excesos de la lógica del siglo xviii.
40 IVONNE DEL VALLE

rancia y la superstición). La disciplina social y sus instituciones como


mecanismos de corrección ponen en marcha una sofisticada maquina-
ria si se la compara con la idea seminal de una necesaria mediación
entre sujetos y poder soberano, propuesta por José de Acosta en el
siglo xvi. El acertijo respecto a la creación de una soberanía sin un
sujeto o eje visible planteado por Acosta en sus sugerencias sobre
cómo castigar a los indígenas de manera que el castigo apareciera
como resultado de un sistema objetivo, fuera del alcance del jesuita
que lo imponía (1952: 406), es resuelto en el siglo xviii por las técni-
cas impersonales y el funcionamiento ascéptico de las instituciones.
La secularización y la creación de las instituciones (régimenes la-
borales principalmente, en el caso colonial) en tanto que aparatos
formativos y correctivos del sujeto están ligados a una nueva noción
política de gobernabilidad por medio de la cual entre el sujeto del
saber y el poder, y el sujeto sobre el cual el saber decía y el poder se
ejercía, se coloca un sistema “neutro” de mediaciones que garantizan
y regulan la aplicación de reglas impersonales y estrictas. Debido a
la compulsión de este proceder que supone una regla universal apli-
cable a todos los seres humanos, el siglo xviii ha sido considerado
como una época de “endurecimiento” respecto de la que le precedía
(De Certeau, 1993; Rabasa, 2000; Cañizares-Esguerra, 2001).
Esta episteme pretendía crear estructuras que permitieran hacer
un recuento de la totalidad del mundo: incorporarlo por entero (lo
conocido y por conocer) en una u otra de sus categorías. Plantas,
animales, minerales, seres humanos, todo sería catalogado en el gru-
po que le correspondía. En el centro de estos cambios que derivan
en la fundación de la ciencia, se encuentra la investigación de la na-
turaleza, el área de reflexión más influyente, aquella cuyas nuevas
formas de saber se trasladan a otros ámbitos. Hay que considerar
además que esta episteme es de índole comparativa; de ahí la centra-
lidad de sitios periféricos cuyos entornos presentaban los materiales
por excelencia para el estudio de la naturaleza y el “primitivo” como
un espejo inverso del entorno y el hombre europeo.7
Pese a la centralidad de la investigación de la naturaleza, según
Foucault no es posible decir que la época clásica ve mejor el mundo
natural; en muchos sentidos, por el contrario, la creación del área
de conocimiento del naturalista consiste más bien en una reducción
7 Véase el primer capítulo de David Weber para otra discusión acerca del lugar que

ocupaban los “salvajes” en la sensibilidad e intereses ilustrados.


ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 41
de lo que entraba en el campo de observación en la que no partici-
paba ningún otro sentido más que la mirada, y ni siquiera todo
aquello de lo que podía hacerse cargo la mirada (el color es el ejem-
plo de Foucault, 1993: 133). Las nuevas categorías y nomenclaturas
constituían sistemas —el residuo de múltiples exclusiones— que por
el contrario permitían y autorizaban a no ver, o a ver únicamente lo
que podría decirse (Foucault 130). En este sentido, las categorías
científicas funcionaban como el entramado sintagmático que selec-
cionaba los materiales para la observación y la construcción de siste-
mas válidos, dando lugar a la circularidad de lo que Adorno y Hor-
kheimer consideran una mimesis perversa por la que el hombre
proporciona el guión al que debía apegarse la observación que de-
volvía al saber lo que éste había perdido de antemano.
Si a finales del siglo xvi los comentarios de José de Acosta respec-
to a los innumerables pueblos americanos y sus culturas eran una
invitación a la escritura de textos que pudieran mostrar el catálogo
general de las diferencias (1952: 43), en el siglo xviii se escribe sobre
pueblos americanos desde un supuesto distinto: no se trataba ya de
presentar la variedad, sino de repetir la semejanza: todos los indios
eran iguales, haber visto uno era haber visto a todos. Esta mirada
generalizadora anticipa los discursos raciales en los cuales la biología
determinaba un primer nivel de identidad (el más básico), y los mi-
sioneros en las fronteras novohispanas repiten uno tras otro la seme-
janza entre los indígenas americanos: más allá de los que desde su
perspectiva podían ser considerados como accidentes de una cultura,
la “naturaleza” de los indios era una.8
Si para Foucault no hay un eje que permita explicar el surgimien-
to de las nuevas tecnologías y nuevas teorías, a mí me parece, sin
embargo, que el impasse en su interpretación (no puede llegar al eje
que explicaría dicha epistemología) se debe a que las últimas con-
secuencias del modelo que él plantea a lo largo de Las palabras y las
cosas, llevarían a conectarla con el enorme fantasma del colonialismo
al que siempre evita. De la misma manera en que se le ha criticado

8 Para dar sólo unos ejemplos: Juan Nentuig al señalar las bases del “ser” de los

indios —“ignorancia, ingratitud, inconstancia y pereza”— dice, por ejemplo, que su


trato de 13 años con ellos le permite hablar de “todo indio en general” (65). Joseph
Och, por su parte, dice que “quien ha visto a un indio, los ha visto a todos” (119).
Ignaz Pfefferkorn señala que entre todos había no solamente una semejanza física, sino
parecido en “sus disposiciones, pasiones, manera y costumbres, sus atributos” (163).
42 IVONNE DEL VALLE

este gesto de eludir el colonialismo por medio del ejercicio retórico


de referise vagamente a la relación de poder en la que Europa funda
sus relaciones con otros lugares con un simple “una cierta posición”
determinante de dichas relaciones (véase Bhabha, 1995), desde una
perspectiva poscolonial, el resultado de estos complejos sistemas de
representación es bastante simple: la colocación de Europa en la cima
de la jerarquía universal. No sugiero que ésta fuera la intención de
sus impulsores, pero sí que el eurocentrismo es uno de los efectos
más claros de estos sistemas aparentemente progresistas.
En este sentido, el siglo xviii marca el despertar de la alegoría
leída por José Rabasa en las ilustraciones al pie del mapamundi de
Mercator a fines del siglo xvi en las que el mundo presentaba volun-
tariamente sus dones a Europa, atribuyendo a esta última una sobe-
ranía que se extendía más allá de los confines de su geografía (1993:
204-207). Como en el mapa de Mercator, en el siglo xviii la elisión
de la explotación sigue siendo una estrategia retórica que naturaliza
la posesión, como lo demuestran las palabras de un misionero para
quien la simple expresión de la necesidad europea se convierte en
la premisa sosteniendo las relaciones trasatlánticas. Según Joseph
Och, misionero en Sonora, América era la parte más “afortunada”
de la Tierra, en ella abundaba todo lo necesario, sin que en cambio
hiciera falta nada, mientras que en Europa no se habría podido con-
tinuar con la vida cotidiana sin los productos que provenían de la
primera (137), marcando una relación directa entre la necesidad de
una de las partes y el deber de la otra por suplirla.
Ante el extenso despliegue de la investigación científica que acom-
pañó a esta segunda fase del imperialismo europeo, Urs Bitterli se
asombra por la magnitud del optimismo, el nivel de confianza del
hombre en sí mismo y sus proyectos que le permitían enfrentarse al
mundo y sus fenómenos con lo que él llama una “curiosidad desa-
fiante” (249). Por mi parte, leo en este despliegue un fenómeno que
también habla de otra cosa: de un momento de claridad y determi-
nación ante la reducida extensión geográfica de un continente fren-
te a lo masivo de las regiones a las que se quería dominar y catalogar
bajo un nuevo régimen, centrado en la ciencia (y no en la religión)
universal.
Si para Foucault lo que hace la época clásica es presentar seres
“desnudos”, libres de todas las palabras, creencias, usos, que hasta
entonces los rodeaban y explicaban, es decir, si su forma de conocer
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 43
aislaba la “cosa misma” del lenguaje que la ofuscaba y escondía (130-
131), Pratt ve en esta práctica aparentemente inofensiva de separar
las palabras (saberes) de sus objetos, una descontextualización colo-
nialista. En donde quiera que la historia natural como forma de
pensar se aplicaba —señala Pratt— se interrumpía la red de relacio-
nes históricas y materiales existentes entre seres humanos, plantas y
animales (32). Bajo esta perspectiva, el nuevo paradigma científico
rompía relaciones orgánicas entre medio ambiente y poblaciones, y
administraba los materiales resultantes de esta ruptura al comparti-
mentalizarlos para asumir nuevas funciones en una economía distin-
ta a la de su origen.
Para aclarar mi hipótesis respecto de la razón ilustrada en tanto
que forma de explicar y acercarse al mundo —y en especial en tanto
que mecanismo de incorporación de regiones con lazos todavía poco
firmes con cualquiera de las potencias imperiales— propongo la
existencia de un subtexto, inconsciente, que permite leer en acciones
que supuestamente tenían una determinada dirección, una finalidad
alterna o paralela a la que exteriormente se le atribuía. Si la investi-
gación científica y el progreso son los fines declarados de la Ilustra-
ción, desde una perspectiva colonial esta epistemología se presenta
como una violencia extraordinaria, sobre todo en la medida en que
no se asume a sí misma en tanto que violencia, sino que actúa a
nombre del avance científico y el progreso.
Horkheimer y Adorno se refieren a la Ilustración como el proyec-
to instaurado con el fin de vencer el miedo a las contingencias y la
fuerza de la naturaleza. Para vencerlo —dicen los críticos— la natu-
raleza es desencantada y transformada en posesión y derecho del
hombre y obligada a doblegarse a los designios que éste le imponga
(cursivas mías, 20-25). Con el fin de historizar la relación entre saber
y poder de este siglo, y para entender el impulso bajo el cual surge
la nueva episteme, esta idea del miedo resulta bastante productiva,
aunque yo no hablaría solamente del miedo a la naturaleza, sino
también del temor ante el gran número de habitantes de los territo-
rios colonizados y considerados prácticamente como naturaleza.9 El
siglo xviii representa el momento en que Europa irrumpe en el
9 Hay sin duda cierto temor todavía inexplorado ante esta “exposición” al mundo

en algunas de las obras cruciales de la época. Para dar un par de ejemplos citaré dos
obras hasta ahora no leídas en ese sentido, “Definitive Articles of Peace” de Emmanuel
Kant y Decline and Fall of the Roman Empire de Edward Gibbon.
44 IVONNE DEL VALLE

mundo entero. Como indica Pratt, el área de la ciencia fue el único


frente común, el idioma e interés compartido por naciones de otra
forma en abierta competencia (1992: 18, mi énfasis). La “naturaleza”
—América, África— era el área incontaminada, “abierta” a todos por
igual. En cierta forma, parecería como si ante la enormidad de aque-
llo a lo que se aproximaban —continentes masivos con sus costum-
bres y sus lenguas, sus verdades y sus razones, su vida— se hubiera
asumido la sensatez de cerrar filas, de prepararse a no dejarse absor-
ber, y afrontar, juntos, la posibilidad de ser avasallados.10
La Ilustración se presenta con la posibilidad de un marco univer-
sal que permite ingresar la masiva información proveniente de los
sitios colonizados sin tener que asumir las formas o los supuestos con
los que dicha información funcionaba en su lugar de origen. Así, este
ejercicio de producir instrumentos, nomenclaturas y categorías, pue-
de ser leído como un mecanismo de protección del sujeto europeo,
la colocación por así decirlo, de nuevas barreras entre él y el mundo,
escudo sobre escudo en la búsqueda de un ser impermeable, de una
entereza que, como veremos, pese a la erección de barreras, detrás
de ellas, muchas veces se desmoronaba.

redes jesuitas de conocimiento

Una de las características sobresalientes del siglo radica en el nuevo


impulso que se da a la escritura. Puede decirse incluso que nunca
como entonces tiene la escritura un carácter tan trascendente, que
hasta ese momento no había existido un grupo de personas (cientí-
ficos y filósofos, naturalistas) tan decididamente organizados para
“descifrar” el mundo, limpiarlo de las mentiras y supercherías con
que, desde su perspectiva, había permanecido ignorado por las épo-
cas anteriores. En esta empresa, la escritura adquiere una importancia
mayúscula: por primera vez se vería el mundo tal cual era y resultaba
fundamental ponerlo de una vez y para siempre sobre el papel.

10 Esta conclusión puede resultar demasiado simplista para el gusto de muchos. Sin

embargo, me parece que algo parecido se observa a partir del 11 de septiembre en


los llamados al “mundo civilizado” a cerrar filas y oponerse al supuesto fundamenta-
lismo del Islam y a lo que desde su postura se clasifica como terrorismo.
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 45
Gracias a esta escritura los enlaces y relaciones entre diversos sitios
del globo se aceleran en el momento en que los centros metropoli-
tanos europeos envían a sus miembros a lo largo y ancho del mundo
para recolectar mitos, “supersticiones”, datos lingüísticos, especíme-
nes de animales y plantas, gomas, minerales; se dibuja y se anota, se
mide y cuantifica, se arman esquemas y se otorgan nombres. Carlos
Jáuregui sugiere la inversión del tropo del canibalismo para explicar
la mirada codiciosa de Europa en las tierras americanas desde el
principio de la colonización: América, como entidad fabricada, surgía
“entre imágenes de caníbales de apetitos extremos y extremos apetitos por
las mercancías” (cursivas suyas, 78). La actividad puesta en movimien-
to en el siglo xviii tiene mucho de la “voracidad” leída por Jáuregui.
Y aquí, el consumir europeo se había ampliado para incluir los deseos
de una esfera pública ilustrada por datos e información de carácter
científico provenientes de todas partes del globo.
La centralidad de los relatos de viaje en la constitución de esta
nueva economía de producción y del ethos general de la época ha
sido reconocida desde hace tiempo. Desde los grandes centros euro-
peos (sin necesidad de salir de “casa”) se podía tener acceso a cartas,
relaciones, informes, que permitieran construir a partir de este cú-
mulo de información, sistemas especulativos sobre el universo. Esto
es lo que hacen en general muchos de los escritores de mayor im-
pacto en la época (De Pauw, Buffon, Locke, Condillac), tal es la
nueva economía: producir el sistema a partir de datos dispersos,
provenientes sobre todo de las periferias, “ir con los pies de otro” a
otras tierras (como decía un jesuita para referirse a la lectura como
una manera de viajar; citado por Prosperi, 163) para trazar en el
mapa dispuesto en el escritorio las conexiones entre documento y
documento. Esta economía permitía que noticias sobre sitios remotos
y perdidos en el mapa de Baja California aparecieran puntualmente
en libros publicados en Alemania, por ejemplo (Ginzburg, 1993: 32).
El viaje constituía el principal método europeo de investigar, observar
y compilar el mundo; era una forma privilegiada de conocer a otros
hombres y su modo de vida; la forma europea de definirse a sí misma
(Leed 188, de la Serna, 11-12).
El papel de este género escriturístico en el reclutamiento y la
formación de futuros naturalistas, geólogos, lingüistas, filósofos —y
misioneros, desde luego— es fundamental (Leed, 190-ss). John Loc-
ke, para citar un ejemplo, mantenía un interés especial por estas
46 IVONNE DEL VALLE

lecturas. Entre sus escritos se encuentra un catálogo de libros de


viaje en varios idiomas (incluido el español),11 y como otros intere-
sados en los sistemas lingüísticos, solía pedir a sus amigos viajeros
información respecto de las lenguas de habitantes de lugares remotos
(Aarsleff 45 y 71-72).
Si los científicos del siglo xviii deseaban la formación de una es-
pecie de red internacional de comunicaciones, una red dispersa a lo
largo y ancho del globo que les permitiera conocer de forma eficaz
experimentos, investigaciones y sus resultados, y que llevara de uno
a otro punto la suma de la información recabada, dicha infraestruc-
tura era la realidad de la Compañía de Jesús. De hecho, incluso se
hacían bromas al respecto: si era necesario conocer la repercusión
mundial de tal o cual fenómeno natural, era suficiente con que el
papa ordenara a los jesuitas que lo investigaran en cada uno de sus
puestos para obtener la respuesta (Gorman, 173).
Las 800 escuelas dispersas en el mundo con que contaba la orden
a mediados del siglo integraban el sistema educativo más grande y
extendido que ha existido. Muchos de estos lugares de enseñanza
eran además centros de intensa vida intelectual, sitios desde los cua-
les se establecía una profunda relación con la cultura local y la vida
cívica de las ciudades en que se localizaban. Por encima de las escue-
las, algunos de sus colegios eran asumidos como el punto de conver-
gencia de lenguas, conocimientos y arte de todas partes del globo. Y
la centralización de la orden contribuía a mantener todo este com-
plejo engranaje funcionando debidamente (O’Malley, 1999). En más
de un sentido, la posición privilegiada que ocupaban los jesuitas
podía resultar envidiable para muchos que habrían deseado esta in-
fraestructura al servicio de la ciencia.12
Por otro lado, se ha reconocido que para el siglo xviii la partici-
pación directa de los miembros de la orden en los debates e innova-
ciones científicas había disminuido debido en gran parte a sus prác-
ticas poco ortodoxas para el gusto de la época. Aspectos que eran
percibidos como signo de cierta exuberancia que debía ser desterra-

11 Otro ejemplo obligado es Alejandro von Humboldt, conocido como un ávido

lector de relatos de viaje antes de convertirse él mismo en uno de los viajeros más
influyentes del siglo xix.
12 Véas el libro de Luis Millones F. y Domingo Ledezma, El saber de los jesuitas,

historias naturales y el Nuevo Mundo para una serie de estudios de las aportaciones de
los misioneros al saber en torno a América.
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 47
da de la ciencia (como el “museo” de Atanasio Kircher en el Colegio
romano), habían terminando dando a los jesuitas, en tanto institu-
ción, un lugar secundario respecto de los “verdaderos” científicos
(Feldhay, Gorman).
En otra área, las contribuciones de filósofos como John Locke al
estudio de las lenguas obligaban a ver la insistencia jesuita en la es-
colástica como un aspecto nocivo para la formación de lenguas claras
y alejadas de toda retórica superflua. Con todo y eso, los reportes de
viajeros “científicos” a las Academias europeas demuestran la depen-
dencia de su discurso de las contribuciones jesuitas. Joseph Marie de
la Condamine en su relación de viaje por el Amazonas, por ejemplo,
menciona constantemente el trabajo de los jesuitas como anteceden-
te del suyo: con sus mapas, relatos histórico-etnográficos, datos reco-
gidos aquí y allá de una lectura minuciosa de sus “cartas edificantes”,
De la Condamine recorre el río sudamericano. Lo que es más, mu-
chas veces son las misiones las que van marcando el itinerario de su
viaje: el camino sigue las pautas de las misiones, los jesuitas proveen
la guía, los conocimientos y la mano de obra de los indígenas, indis-
pensables en el viaje de De la Condamine.13
Puede decirse que durante el siglo xviii los escritos e investigacio-
nes de los jesuitas seguían supliendo información valiosa sin que ne-
cesariamente ellos mismos, como orden, fueran reconocidos —como
sí lo habían sido durante el xvii— en términos de igualdad por los
científicos. Aun así, la participación de los jesuitas en muchos de los
aspectos básicos de la época clásica es innegable, el ethos de la época
era el ethos (individual o corporativo) de mucho del hacer de una
orden que desde sus primeros años fomentaba la consecución de una
vocación individual para cada uno de sus miembros. Si se permitía
que cada uno de ellos se desarrollara en el campo de su elección se
garantizaría así un grupo de individuos cuyos méritos serían recono-
cidos por personas ajenas a la institución, lo que desde luego redun-
daría en el buen nombre —y la influencia— de los jesuitas en la
sociedad en general. Uno de sus provinciales había dicho a mediados
del siglo xvi:

13 De la Condamine indirectamente esboza una defensa de los mapas elaborados

por los españoles en general y los jesuitas en particular, a su parecer mucho más
precisos, “ciertos” y confiables que los hechos por los portugueses, por ejemplo (122-
123).
48 IVONNE DEL VALLE

La sociedad quiere hombres que logren todo lo que puedan en las disciplinas
que ayuden a su propósito. ¿Puedes convertirte en un buen lógico? ¡Pues
hazlo! ¿En un buen teólogo? ¡Hazlo! Lo mismo para ser un buen humanista
y para todas las otras disciplinas que puedan servir a nuestro Instituto... ¡y no
te satisfagas con hacerlo a medias! (citado por O’Malley, 1993: 60-61).14

De esta forma, la orden era un buen lugar —como indica el re-


chazo a la mediocridad— para el desarrollo total de vocaciones
personales.
En un siglo de exploraciones y expediciones, los jesuitas fueron
grandes exploradores. El caso de Eusebio Kino es paradigmático.
Exploradores eran también, entre muchos otros —y hablando tan
sólo de misioneros en la Nueva España— Jacobo Sedelmayr, Fernan-
do Consag, Philip Segesser, Ignaz Pfefferkorn, Wenceslao Linck. Este
último, por ejemplo, exploró durante casi un año el noroeste de Baja
California. Sedelmayr en Sonora está tan absorto en descubrir el
lugar de donde supuestamente había partido “Moctezuma” para
poblar Tenochtitlan, que en el reporte al provincial de su orden se
le escapan todos los signos de la inminente rebelión de los indios
pimas (Sedelmayr, véase también Matthei y Moreno, 232). En la mis-
ma Sonora, los jesuitas decían que Ignacio Keller tenía el carácter
más propicio para descubrir nuevas tierras que para hacer misión en
las ya descubiertas (Burrus, 1986: 202). Datos como estos abundan y
pueden llevar a preguntarse cuál era entonces “la misión” que em-
prendían muchos de los misioneros, sobre todo en territorios como
Sonora y Baja California de confines aún desconocidos y que por lo
mismo atraían a personajes que veían en ellos la posibilidad de un
desarrollo alterno, o paralelo, al espiritual.
Los miembros de la orden participaban no sólo en proyectos es-
pecíficos del imperio —a petición del virrey por ejemplo, exploran
durante cuatro meses la costa de Baja California para encontrar un
puerto de reabastecimiento para el galeón de Manila—15 sino tam-

14 En el original: “The society wants men who are as accomplished as possible in

every discipline that helps in its purpose. Can you become a good logician? Then
become one! A good theologian? Then become one! The same for being a good
humanist, and for all the other disciplines that can serve our Institute… and do not
be satisfied with doing it half-way!”.
15 El viaje desde Manila a Acapulco tomaba aproximadamente seis meses, tiempo

demasiado largo en el que muchas veces se acababan los alimentos o los marinos
enfermaban. Es por ello que desde principios del siglo xviii se pensó en las costas de
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 49
bién en el proyecto general de la ciencia, como en la formación de
mapas conclusivos respecto al punto de encuentro de los ríos Gila y
Colorado, o en determinar si Baja California era o no una isla.16 Y
para estos viajes, como indican los reportes de Linck, se partía como
en una expedición científica: se medían latitudes, se llevaban astrola-
bios y telescopios, cuadernos de anotaciones; al parecer se participaba
incluso en el espionaje internacional de que se acusaba a muchas de
dichas expediciones. En sus reportes al virrey, Linck nunca menciona
la presencia de dos misteriosos alemanes —que sí aparecen en su
correspondencia con otro jesuita— que lo acompañaban en su viaje
al norte de Baja California (23-24). Es quizás la gran participación de
los jesuitas en esta área del saber lo que explica que fueran ellos
quienes tuvieran el control sobre el puesto de cosmógrafo en el Co-
legio Imperial de Madrid (Cañizares-Esguerra, 2001: 165).
Los escritos de muchos jesuitas en Sonora y Baja California parti-
cipan totalmente en los intereses de la época: en conjeturas respecto
del origen de la región en que se hallaban, el número de habitantes
que había habido en América, los informes de la Academia de Cien-
cias de París, la elaboración de teorías respecto de la pigmentación
de la piel indígena, etc. América, la misión, era el lugar donde ponían
a prueba un buen número de ideas y teorías que circulaban en Eu-
ropa, el lugar desde el cual se rebatían o apoyaban determinadas
conclusiones.
Este tipo de participación contribuía a fortalecer una economía
(que en el caso de los jesuitas databa de mucho antes) que naturali-
zaba la formación de centros y periferias; y el establecimiento de
cierto tipo de relaciones entre ellas. Los colegios jesuitas, la mayoría
de ellos en centros urbanos, eran puntos de encuentro de la comple-
ja red jesuita, el sitio del que partían los deseos de lo que Ángel Rama
ha llamado la ciudad letrada. Los colegios eran los puntos que daban
sentido a la dispersión de la orden. Desde las ciudades donde se
hallaban se formulaban órdenes que una vez llegadas a las periferias
emprendían el viaje de regreso en forma de datos; datos que serían

Baja California como un sitio posible de reabastecimiento y descanso en la larga tra-


vesía. Véase las Gacetas 1, 2, 4 y 6 de 1722 de Castorena y Ursúa. Gacetas de México, vol.
i: 1722 y 1728-1731 (México: Secretaría de Educación Pública, 1949).
16 Aunque desde el siglo xvi varios exploradores habían sugerido —sin haberlo

comprobado— que Baja California era una península, no fue hasta 1746 con una
expedición de Fernando Consag cuando el tema queda concluido (Nunis, 104).
50 IVONNE DEL VALLE

cuidadosamente depurados antes de ser publicados y puestos a cir-


cular en los mismos ámbitos urbanos.
Un episodio que ilustra la naturaleza y problemática de esta diná-
mica centro-periferia se encuentra en la labor de Andrés Marcos
Burriel, jesuita (un “poderoso cortesano”, le llama Cañizares-Esgue-
rra, 2001: 144) que había querido ir a las misiones de California, pero
no pudo hacerlo al ser nombrado ayudante del confesor del rey (Bu-
rrus, 1986: 607). Sin embargo, desde Madrid esta figura apoyaba las
misiones (y algunas específicas especialmente) y la proyección global
de los jesuitas —y con ellos de España— en el ámbito de la ciencia.
El suyo era un complejo proyecto de escritura. Es él quien solicita
se escriba la historia de Baja California, quien supervisa el texto re-
sultante, lo examina y corrige. También publica, después de dirigir
su revisión y reelaboración, los Apostólicos afanes de la Compañía de Jesús,
obra que reúne tres relaciones misioneras: una de José Ortega res-
pecto de la conquista del Nayar y dos respecto de las expediciones en
el norte de la Nueva España de Eusebio Kino y Jacobo Sedelmayr.
La escritura era una empresa con la que Burriel estaba especial-
mente comprometido; a partir de ella, de los códigos e intereses
compartidos, España —en este caso vía los jesuitas— debía recuperar
cierta estatura en el escenario científico-naturalista mundial. Desde
Madrid coordina los esfuerzos para recabar la información que de-
bían proveer quienes se hallaban en la Nueva España, especialmente
aquellos que estaban en regiones fronterizas. Los jesuitas cumplían
una importante función en la búsqueda de información: eran quie-
nes físicamente se encontraban allá, conviviendo con los indígenas y
en un medio ambiente lleno de objetos naturales “novedosos” y por
tanto esperando su catalogación, y Burriel aprovechaba esta situación
ventajosa. Eran los misioneros quienes podían escribir las relaciones
que proveían datos útiles —y si no cuando menos interesantes— a
las personas al otro lado del mar. Burriel solicitaba de las provincias
información sobre minas, perlas y recursos naturales; mapas y medi-
ciones, pero también datos sobre costumbres indígenas; pedía, sobre
todo, seguimiento a las historias comenzadas en las obras que había
anteriormente patrocinado: ¿qué más se podía decir sobre los coras
de Nayarit? ¿tenían algún parentesco con los coras de California? ¿y
cuál era su relación con los mexicanos? Noticias todas que, dice,
“serían muy apreciadas en Europa” (Burrus, 1986: 72).
Sus peticiones especifican el tipo de notas —y la manera de escri-
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 51
birlas— que, salidas de la Nueva España, constituían material publi-
cable. “Los ministerios ordinarios”, aseguraba, carecían de todo inte-
rés, ya que por bien que se hicieran resultaban “cero”, una nulidad
en el catálogo de los temas e intereses de moda. En cambio, eran
especialmente atractivas las notas provenientes de las misiones: todas
las noticias que continuaran el hilo narrativo; las noticias que más
allá de hacer un recuento del quehacer jesuita, pudieran servir para
satisfacer “la curiosidad” de la esfera letrada europea que leyera por
placer o con una intención didática (Burrus: 1986: 68). Frente a este
proyecto de promoción cuidadosamente orquestado (Burriel se pre-
ocupaba por detalles como la encuadernación y las ilustraciones de
sus libros), otros jesuitas producen obras “excesivas”, textos cuyo tono
inmoderado contrasta con la cuidada apología de la orden y su ser-
vicio a la ciencia y al imperio.
El sinnúmero de proyectos de “reforma” social y económica es una
manifestación del optimismo y la confianza (de los centros) de poder
cambiar y tener bajo control aspectos problemáticos de su entorno.
En el caso de la Nueva España (aunque el fenómeno se extiende
desde luego a todas las colonias españolas) se ha hablado incluso de
una “segunda conquista” bajo Carlos III, conquista puesta en marcha
a mediados del siglo con la instauración de una serie de reformas
que, independientemente de su éxito, implicaron fuertes cambios
que marcan una ruptura con la época precedente.17
Entre los aspectos que parecen tener especial interés para los je-
suitas en el noroeste de la Nueva España se halla el problema de la
enfermedad y la salud, y la zona que mediaba entre ambas: el espacio
impreciso y amenazante del contagio. Karen Stolley abre su discusión
de los aspectos que definen y distinguen al siglo xviii precisamente
con la postulación de un cambio en la manera de acercarse a la en-
fermedad. De discursos y prácticas que a principios del xviii la liga-
ban al poder de los sobrenaturales —la virgen, en el ejemplo de
Stolley— a discursos que a fines del mismo siglo buscan no en pro-
cesiones religiosas sino en planes de saneamiento público las posibles
soluciones a las epidemias que asolaban a la colonia. Los jesuitas,

17 David Brading en The First America: the Spanish Monarchy, Creole Patriots and the

Liberal State 1492-1867 (Cambridge, Cambridge University Press, 1991) hace una revi-
sión general del alcance de las reformas borbónicas en las colonias. William Taylor
(1996) analiza el impacto de dichas reformas en la religiosidad novohispana (en su
acepción más amplia) y sus manifestaciones.
52 IVONNE DEL VALLE

trabajando en Sonora, participan de esta preocupación e interés. Hay


en ellos una fijación por la enfermedad y sobre todo, por la búsque-
da de formas de romper la cadena del contagio, los métodos para
detener la transmisión de humores malignos que independientemen-
te de clases sociales o etnicidad, tocaban a todos y cada uno de los
habitantes de la colonia. Aunque no voy a discutir este tema, sería
interesante plantearse qué es lo que hay en la vida social del siglo
xviii que hace del contagio de un cuerpo a otro una preocupación
general. Cabría preguntarse si acaso era la mezcla de razas, clases
sociales, grupos étnicos, tan flagrante que la enfermedad es incons-
cientemente entendida (y temida) como el simple detonador, el fe-
nómeno a partir del cual caían las barreras diferenciadoras. Hay que
preguntarse también si se podría pensar en la enfermedad como el
último reducto de la semejanza, fenómeno ante el cual un cuerpo, a
pesar de los atributos externos que lo acompañaban —vestuario,
habitación, alimentos, etc.— no era distinguible de los demás, como
si su jerarquía en el entramado social retrocediera, improcedente,
ante el embate de esa fuerza que señalaba que pese al aparato de
diferenciación, había momentos cruciales en que todos participaban
en la sociedad de igual a igual.18
En todo caso, independientemente de la medida en que los jesui-
tas participaban en la epistemología del siglo xviii, tácita o explíci-
tamente se reconocen sus aportaciones a la formación general de una
“cultura” europea.19 Quizás por estas contribuciones, incluso quienes
no se dedican al estudio de los jesuitas en particular, incluyen entre
sus investigaciones el análisis del papel de algún jesuita, por ejemplo,
en el desarrollo de la escritura etnográfica o, reveladoramente, pues-
to que ésta es la premisa central de la globalización, en los desplaza-
mientos de un poder central y localizado que para expandir su in-

18 Hay que recordar que en los primeros años las epidemias atacaban exclusiva-

mente a los indígenas, un aspecto que cambia radicalmente en el siglo xviii.


19 Para hablar únicamente del caso de Francia, uno de los países centrales en la

formación de la nueva episteme, se ha mencionado que el probabilismo jesuita es un


antecedente directo de las posiciones sostenidas por los filósofos del siglo xviii. Espe-
cíficamente los jesuitas educaron —entre muchos otros— a Molière, Corneille, Des-
cartes. Otro aspecto crucial es la atención especial de los jesuitas en la opinión de los
expertos, los “hombres prudentes” conocedores de su campo cuyas opiniones debían
ser seguidas y respetadas (Remsberg). Roland Barthes, por su parte, señala la inter-
vención de los jesuitas en la formación de un gusto particular —el concepto de fine
writing— y una forma de escritura en Francia (1976).
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 53
fluencia tiene precisamente que volverse movible. (De Certeau, 1993;
Mignolo, 1994. Véase también Barthes, 1976 y Ginzburg, 1999). En
su libro respecto de la labor jesuita en la cultura, el arte y la ciencia,
John O’Malley, se queja (aunque él hace precisamente lo mismo) de
cómo la orden ha sido revisada extensamente por sus contribuciones
al desarrollo de la ciencia y el conocimiento, dejando de lado el
análisis de su participación en el plano estrictamente teológico y
religioso, temas que —según él— son el marco que sostiene todo el
aparato secundario (1999: 18). Sea como fuere, es precisamente la
dispersión territorial de la labor jesuita lo que permite hablar de su
centralidad en la formación de una cultura letrada específica.
La insistencia en la escritura como forma de comunicación, difu-
sión y control está presente desde el inicio de una orden marcada
por ese signo.20 Desde el siglo xvi, Ignacio de Loyola señalaba que
había que escribir cartas constantemente, mantener cuidados archi-
vos; especialmente recomendaba que quienes partían de viaje debían
seguir en contacto, enviar información de los pueblos que visitaban,
sus costumbres, el clima. En un ejercicio que iba de Roma a las sedes
provinciales y de ahí a las misiones para emprender el viaje de regre-
so, se veía en estas cartas e informes una especie de carta de presen-
tación, documento de relaciones públicas que servirían de motor
para nuevas empresas. En otro sentido, los contenidos de las cartas
aseguraban la formación de futuras alianzas puesto que su lectura
resultaba interesante no sólo para los jesuitas, sino para un público
general que podía identificarse, si no con el aspecto evangélico de la
misión, quizás sí con la exploración de nuevos territorios. Por esta
función es que las cartas, publicadas o no, se ponían a circular entre
el mayor número de gente posible, dentro y fuera de la orden
(O’Malley, 1993 y 1999; Prosperi).
La primera edición (en latín) de estas misivas aparece en 1571,
pero es en el siglo xviii cuando se institucionaliza la práctica con la
aparición de varios volúmenes en francés y alemán de las así llamadas
Cartas edificantes y curiosas, material esperado en las provincias eu-
ropeas, aliciente para los futuros misioneros que escribirían ellos
mismos cartas a sus familiares y compañeros esperando verlas algún

20 Me enfoco aquí especialmente en las cartas de misioneros, pero como demues-

tra O’Malley (1993, 1999) la escritura ocupa entre los jesuitas un lugar fundamental
llegando a constituir uno de los rasgos definidores de la orden.
54 IVONNE DEL VALLE

día publicadas en los nuevos volúmenes de la colección (Treutlein,


1945: 226).
Estos textos son documentos ambiguos, híbridos: comunicaciones
supuestamente íntimas, pero al mismo tiempo escritas desde la con-
ciencia de su posible publicación, desde el saber que una lectura
pública pondría en circulación a la figura del misionero y su trabajo
ahí elaborada. Las cartas, escritas para familiares y superiores, siguen
ciertos patrones más o menos claros: la narración del viaje, resaltan-
do sobre todo los peligros, el sentido de aventura; la descripción de
fauna y zoología; las costumbres de los pueblos por los que se viajaba;
notas etnográficas y relatos de rebeliones en el caso de los “salvajes”.
En algunos casos, misiva tras misiva, puede seguirse la trayectoria de
un determinado misionero, desde el momento en que en Europa se
le anuncia su partida hasta su vida en la misión que le había sido
designada.21
Aunque en la mayoría de los textos es clara la intención ejemplar,
la insistencia en la perfección cristiana de la vida de muchos misio-
neros y en la economía del martirio (la muerte como “pago” por las
almas de los paganos), las informaciones incluidas hacen que el con-
junto de las cartas tenga un impacto tal vez inesperado. Si se buscaba
inspirar fortaleza en futuros misioneros, el aire general del conjunto
de las misivas es de verdadero peligro, de las múltiples maneras (los
naufragios, piratas, un clima desacostumbrado, el trabajo, la enfer-
medad, los indígenas) en que las misiones imponían una pesada
merma en los cuerpos de los misioneros, en su bienestar general. Más
que un ejercicio retórico, la constante puesta en escena del peligro,
le otorga un carácter referencial. Había en las regiones de ultramar
un aspecto verdaderamente amenazante, que sin embargo —y los
datos sobre costumbres extrañas, plantas y animales desconocidos lo
demostraban— ejercía una fuerte fascinación en la mente de los je-
suitas (y la de los lectores laicos) que estaban en Europa.
Estas cartas eran documentos múltiples que si servían para reclutar
nuevos misioneros e informar sobre los “avances” y la problemática
de la extensión de la fe entre los paganos; también reclutaban geó-

21 La edición de cartas en las que baso mis argumentos es la de Mauro Matthei y

Rodrigo Moreno Jeria, Cartas e informes de misioneros jesuitas extranjeros en Hispa-


noamérica. Cuarta parte (1731-1751). Santiago: Pontificia Universidad, 1997. En esta
obra se traducen cartas aparecidas en volúmenes publicados entre 1728 y 1761 en
Ausburgo y Viena.
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 55
logos, expediciones naturalistas. Su inclusión de datos etnográficos,
lingüísticos, naturales. los volvían lectura obligada de muchos espe-
cialistas. Las notas de Locke acerca de las lenguas huronas (Aarsleff,
71-72), y las de Herder respecto a las costumbres de los californios
(168-169) por ejemplo, debían provenir de este tipo de documentos.
Así, esta escritura era “excesiva” respecto de sí misma: formaba
imaginaciones dominadas por sus derroteros según confesaban algu-
nos jesuitas que desde Europa decían “no leer otros libros”, no ne-
cesitar otra lectura que aquélla de las cartas llegadas de misiones
(Prosperi, 165). Esta escritura contribuía con sus datos a muchas
áreas del saber, aunque, extrañamente y sobre todo a partir del siglo
xviii (y como vimos en las peticiones de Burriel), cada vez menos al
área eclesiástica.

ambiguas vanguardias del imperio

Como se habrá notado en los nombres hasta ahora mencionados,


muchos de estos misioneros no eran de origen español. En las fron-
teras novohispanas, además de peninsulares y criollos (de la Nueva
España y otros territorios españoles) había misioneros italianos y un
gran porcentaje de individuos llegados de las provincias austriaca,
bohemia y alemanas (Rin inferior y Rin superior). Para simplificar las
muchas nacionalidades (había bohemios, moravos, silesios, austria-
cos, alemanes, húngaros, bávaros, croatas, alsacios),22 se puede consi-
derar que su ser extranjeros con respecto a España los definía.23

22 En el siglo xviii muchos de estos territorios estaban dominados por los Habs-

burgos (por eso la participación de estos misioneros en la colonización española) y


comprendían una extensa zona de la Europa norcentral: regiones de las actuales
Croacia, Serbia, Bosnia, Suiza, Eslovenia, Austria, la República Checa, Alemania, Hun-
gría, Italia, Francia. Los jesuitas centro-europeos estaban organizados en cinco asisten-
cias: germana, española, italiana, francesa y portuguesa. Parte de la germana eran las
provincias del Alto y el Bajo Rin, Alemania Alta, Bohemia y Austria (Meier, 70). Por
su parte, la provincia jesuita de Bohemia incluía parte del territorio de lo que ahora
es Croacia, la República Checa, Eslovenia y la actual Polonia (González Rodríguez,
1993: 15-35). Algunos historiadores consideran a Moravia y Bohemia como territorio
s“germanizados” y a Silesia del todo “alemana” (Kalista, 125).
23 No es mi intención analizar a profundidad las diferencias entre el discurso de

los jesuitas criollos, españoles, checos y alemanes, sino simplemente mencionar la


disparidad. Me parece innecesario por esto mismo hacer aquí un inventario sobre el
56 IVONNE DEL VALLE

Un par de datos sirven como ejemplo de la doble función cohe-


sionadora y diferenciante que una lengua distinta del español tenía
para sus hablantes. El misionero Jacobo Baegert, de la región de
Alsacia (hablante por lo tanto también del francés, su lengua “esta-
tal”), decía por ejemplo que había una “inmensa” diferencia entre
“nuestra gente” (en afabilidad, cortesía y amabilidad) y la gente de
las naciones “sureñas y españolas” (Nunis, 65). El “nuestra gente” de
la obra de Baegert se refiere siempre a los germano-hablantes.24
Aunque este misionero leía el francés (en sus cartas hace múltiples
menciones a libros que había leido y que quería leer en ese idioma),
su identidad está definida por otra lengua y otro espacio (el del ale-
mán, su “lengua materna” como él la llama: 8). Por su parte, Jacobo
Sedelmayr, de Bavaria, introduce algunas notas en alemán en su in-
forme al provincial de la Nueva España, Juan Antonio Baltasar, suizo
de nacimiento y hablante de dicho idioma (Dunne, 1957: 33), en
una instancia en que las notas en alemán, en un informe escrito en
español, implican una ruptura cuya función es importante: ocultar a
jesuitas lectores del español cierta problemática. El alemán, como
indica el informe de Sedelmayr (1996) podía funcionar como un

lugar de origen de cada uno de los misioneros citados en este libro. Como tendencia
general se puede decir, sin embargo, que en Sonora predominaban jesuitas de la
provincia Bohemia (son excepciones J. Grazhoffer de Austria, P. Segesser de Suiza y
J. Och, I. Pfefferkorn y B. Middendorff de Alemania), mientras que en California
había tanto alemanes como de la provincia de Bohemia (que incluía a Silesia y Mora-
via). Para un catálogo de los jesuitas checos, moravos y silesios (países checos) véase
la obra de Kaspar y Fechtnerovã mencionada en la bibliografía. De los pocos misione-
ros en el Nayar —nunca más de siete a la vez— tan sólo tres eran extranjeros; el resto,
criollos o españoles (Meyer, 1992). En 1767 fueron expulsados de Sonora 23 jesuitas
—15 españoles o criollos y ocho extranjeros— (de las provincias alemana, austriaca o
bohemias, Pfefferkorn, 263). En el caso de Baja California, de los 52 misioneros que
estuvieron en la provincia desde su fundación hasta 1768, 14 fueron españoles, 13
criollos (dos de Honduras) y 25 extranjeros, de los cuales ocho eran italianos (Decor-
me, 1941, II: 543-544). En el momento de la expulsión había en Baja California 16
misioneros: ocho españoles o criollos y ocho extranjeros (Baegert, 221).
24 Desde finales del siglo xvii empieza a extenderse la idea de que una lengua era

una división más “real” que la existente entre naciones. Condillac decía (Vico y Herder
señalaban cosas semejantes) que conocer bien otro idioma significaba conocer el ca-
rácter de la gente que lo hablaba, el genio particular de un pueblo. Refiriéndose es-
pecíficamente al tema de lengua y nación, Leibniz sostenía que si bien los mapas
mostraban las fronteras entre los Estados no mostraban, sin embargo, las fronteras
entre las naciones formadas éstas por una unidad lingüística que rebasaba el concep-
to de Estado (Aarsleff, 30 y 99).
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 57
código especializado, constructor inmediato de un espacio restringi-
do para la reflexión y el secreto.
Por otro lado, la afinidad cultural entre miembros de regiones
centro-europeas aparecía automáticamente en el momento de iniciar
el viaje que los llevaría de sus provincias a las misiones. En el reco-
rrido que iba de lo familiar a lo extraño, España representaba el
principio de un viaje en descenso. Este primer estadio obligado fun-
cionaba en cierta forma como una especie de primera prueba, lugar
intermedio entre el “nosotros” europeo y el “ellos” de los salvajes
americanos. Llegar a España obligaba a empezar a explicar, a formu-
lar respuestas que hicieran legible a los lectores el significado de las
costumbres y las acciones relatadas. El mismo Baegert da un ejemplo
de las profundas diferencias entre alemanes y españoles al señalar
que después de haber visto los supuestos “pueblos” españoles enten-
día el porqué del proverbio alemán “éstas son las aldeas españolas”
con el cual se expresaba lo raro y absurdo, aquello que quedaba más
allá de la comprensión (Nunis, 82).25
Aunque las políticas reales con respecto a los misioneros extran-
jeros en sus territorios cambian bastante durante la época colonial
(obedecían a las circunstancias políticas del momento particular), en
general puede decirse que América había permanecido prácticamen-
te “cerrada” para el resto de las naciones europeas. No es sino hasta
1664 cuando Pablo Oliva, general de la orden, autoriza que una
cuarta parte de los jesuitas misioneros fueran de regiones súbditas
de los Habsburgo. Este proceso se acelera en 1730, cuando Franzt
Retz (él mismo originario de Bohemia) se convierte en general de la
orden (Meier, 70-71).26 La conjunción de una apertura a los extran-
jeros con el rápido crecimiento de las provincias bohemia y alemanas

25 Véase la introducción al volumen de Torales Pacheco y Kohut para otra discusión

respecto a los jesuitas de habla alemana. El texto es también una buena referencia
para los interesados en la biografía de los misioneros. Varios estudios de dicho volumen
se refieren —aunque desde una perspectiva muy distinta a la mía— a jesuitas tratados
en este libro. Aunque en el siglo xviii los jesuitas “alemanes” podrían haber sido
considerados como opuestos a la Ilustración, es evidente que sus textos se prestaban
para la lectura de autores ilustrados (véase el artículo de Galaxis Borja en la edición
de Kohut para un estudio sobre los cambios en el público de las obras escritas por
misioneros alemanes).
26 Si en el siglo xvii se enviaron 91 misioneros de la asistencia alemana (Bajo y

Alto Rin, Alta Alemania, Austria y Bohemia), en el xviii el número sube (de 1720 a
1760, específicamente) a 502 (Meier, 72).
58 IVONNE DEL VALLE

permiten a la corona llenar un vacío importante en su política reli-


giosa: si hacían falta, como hacían, religiosos en zonas fronterizas
americanas, otras provincias que producían un surplus de misioneros,
proveerían los elementos humanos necesarios en el avance hacia
dichas fronteras (Treutlein, 1945; véase también los artículos de
Binková y Kalista).
Es por ello que muchos de los jesuitas tanto en Sonora como en
Baja California no eran hispano-hablantes. En el caso de Nayarit (un
territorio bastante reducido comparado con la extensa provincia de
Sonora, por ejemplo) en que había muchos menos religiosos que en
las otras dos, solamente tres de los misioneros eran extranjeros (Bar-
tolomé Wolff y Jácome Doye, alemán y belga, respectivamente, y
Antonio Polo, italiano), el resto eran españoles o criollos.
La participación de estos “extranjeros” en el segundo momento
de la expansión europea, complejiza los discursos coloniales produ-
cidos in situ acerca de las obras producidas por españoles o criollos.
Nuevos tintes, ambigüedades e intereses aparecen en los escritos de
estos jesuitas, que tampoco pueden alinearse del todo con las obras
sobre América producidas por sus compatriotas europeos que no
tenían la experiencia de haber vivido o estado en América. En este
sentido que me referí antes a la manera tangencial en que los misio-
neros participan en los debates historiográficos sobre el Nuevo Mun-
do (estudiados por Cañizares-Esguerra), o en el proyecto de autori-
zación criolla mediante la articulación de su conocimiento, teórico
y práctico, de un medio ambiente y la historia de sus habitantes
(Higgins). Estos jesuitas, sin ser criollos, tenían a diferencia de sus
compatriotas que escribían desde el otro lado del Atlántico, una
experiencia prolongada en América: muchos de ellos conocían las
regiones en las que se encontraban mejor que cualquier otro extran-
jero o cualquier criollo novohispano. Sus intereses, sin embargo, no
radicaban ni en formar una nueva “patria”, ni en demostrar la dege-
neración americana.
En la introducción a su trabajo sobre la segunda fase imperialista
europea, Pratt (1992) presenta una imagen de una Europa acechan-
te, navegando cada vez más cerca de las tierras americanas, tratando
impacientemente de recorrer el interior del Nuevo Mundo. La no-
ción más o menos generalizada sobre las supuestas riquezas america-
nas escondidas por España —sobre todo en minería— sumada a la
falta de credibilidad de las fuentes españolas, hacían urgente (desde
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 59
la perspectiva de los europeos ilustrados) la llegada al continente de
fuentes fidedignas de información tanto de interés científico como
comercial.27 En este sentido, los jesuitas “extranjeros” (para simplifi-
car) representan la presencia europea que podía escudriñar los te-
rritorios en los que se encontraba y relatar directamente su versión
de los hechos (las riquezas y recursos naturales) a quienes en casa
esperaban información certera. Su posición era pues privilegiada: no
sólo veían los recursos prohibidos para otros, sino que tenían un
conocimiento de primera mano acerca del hacer de los españoles. Y
sin embargo, al mismo tiempo, “trabajaban” para España. Si en sus
acciones formaban la vanguardia del imperio español (expandiendo
o reforzando sus límites), mucha de su escritura iba en contra del
imperio. Desde el interior del deseo (América) su mirada comparte
con sus compatriotas los proyectos naturalistas de toma de posesión
y con los españoles la determinación de dejar a los protestantes fue-
ra de América.
La escritura de Joseph Och, misionero en Sonora, presenta un
ejemplo de las maneras en que se manifiesta la ambigüedad de estar
ahí por la expansión de la cristiandad representada por el estado
español, pero también estar ahí como testigos de los posibles intere-
ses de sus lugares de origen (el caso de Ignaz Pfefferkorn, también
en Sonora, es igual). Och, que comparte con los otros jesuitas ex-
tranjeros en Sonora una opinión en extremo favorable acerca de las
posibilidades económicas de la provincia, deja en su obra una imagen
de España que corresponde si no en la perversidad sí en la ineptitud,
a la de la “leyenda negra”: se podía culpar a la absurda administración
española por el deplorable estado de una tierra riquísima cuya abun-
dancia era desaprovechada en un caos de superabundancia sin orden
ni concierto (en Sonora había cientos de miles de cabezas de ganado,
tantas que era imposible encontrar hombres que las contaran y or-

27 El conocimiento sobre las “escondidas” riquezas americanas, sumado a lo que el

pirata Betagh se refiere como la “gran demanda” de productos manufacturados en


Europa entre los americanos habían —continúa el inglés— capturado la atención de
toda nación europea (Pratt, 1992: 16). Esta cita es un ejemplo de la noción europea
acerca de la verdad de riquezas y mercados americanos que esperaban nuevos explo-
tadores. Para la búsqueda especial de información respecto a las minas véase también
Pratt (1992: 18-20). Cañizares-Esguerra analiza los cambios que en el siglo xviii hacen
que las fuentes españolas dejen de ser consideradas como dignas de confianza (2001:
11-58).
60 IVONNE DEL VALLE

denaran, por ejemplo, 141). Los datos del misionero incitaban otros
deseos imperialistas: presentar constantemente el desperdicio equi-
valía prácticamente a un llamado a la acción. Al mismo tiempo, sin
embargo, Och impone una advertencia sobre la posibilidad de que
en todo caso fuera no una falta en la cultura española, sino el colo-
nialismo como sistema el que provocaba alguna “decadencia” en sus
practicantes. Como si la abundancia hiciera que los sentidos cayeran
en una especie de sopor ante la inhabilidad de procesarla, Och se
pregunta si no se convertirían ellos en una especie “españoles” (por
la pereza e ineptitud) de ser los poseedores de Sonora:

Si alemanes trabajadores estuvieran en este país, ciertamente las cosas serían


manejadas de forma muy distinta, aunque creo que con el clima caluroso y
la abundancia de comida hasta los alemanes se cansarían pronto de trabajar
y se acostumbrarían a las formas relajadas de los españoles (149).28

De esta forma, el texto de Och adquiere un tono extraño en la


medida en que no deja de agregar nota sobre nota confirmando el
deseo, mientras que al mismo tiempo se dedica a ponerle diques. El
suyo es así un trabajo de nostalgia por lo que en realidad nunca se
tuvo, lo que no se debía poseer.29 Esta ambigüedad impide al misio-
nero entregarse por entero a un sueño imperial.
Por la procedencia de estos misioneros hasta ahora he menciona-
do muy poco a España como la metrópoli, el punto de referencia de
la colonia novohispana. Estos jesuitas podían ver los territorios en
los que se encontraban por encima de España: veían “pueblos ame-
ricanos” y no novohispanos; sus escritos desdibujan la geografía im-
perial española, borrando provincias y enfocando la mirada en la
totalidad del continente como contraparte a la “Europa” de la que
provenían.
En cuanto a su participación en la polémica sobre el Nuevo Mun-
do que Cañizares-Esguerra ha considerado como un debate historio-
28 “If industrious Germans were in the country, matters would certainly be handled

differently, though I believe that with the hot climate and abundance of food even the
Germans would soon grow tired of work and would accustom themselves to the easygo-
ing ways of the Spaniards”.
29 Urs Bitterli refiere cómo desde el siglo xvii existía en territorios alemanes una

codicia imperial ante su falta de expansión transcontinental. Para ejemplificar las


maneras en que esta “carencia” era llevada al discurso cita el ejemplo de Goethe, quien
decía que los ingleses se reían de los problemas filosóficos de los alemanes mientras
se dedicaban a conquistar el mundo (282-306).
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 61
gráfico que tiene que ver con el establecimiento de los criterios de
verdad para escribir la historia del Nuevo Mundo (centrado en qué
identidad, qué lengua, qué mirada y qué datos garantizaban una es-
critura fidedigna),30 Jacobo Baegert, Joseph Och e Ignaz Pfefferkorn
incluyen en sus obras capítulos o apéndices para responder a cuestio-
nes específicas de dicho debate, sin que se pueda decir que la inten-
ción de sus textos sea insertarse en un lado u otro de la polémica.

el cuerpo y sus emplazamientos

En 1731 Fernando Consag, futuro misionero-explorador de Baja


California, escribe desde Veracruz a sus compañeros en la provincia
austriaca una misiva breve, pero bastante efectiva en la medida en
que logra representar lo que para él es el ambiente del sitio al que
acababa de llegar (Matthei y Moreno, 13-17). La barbarie y la locura
de una Nueva España hostil y todavía amenazada por la idolatría
tienen su emblema en un puerto en el que, irónicamente, los barcos
naufragan. Las malas noticias, lo que Consag llama “cotidianos peli-
gros del cuerpo y del alma” que aun antes de llegar a su misión
puede adelantar a su provincial, terminan con un nota extraña. En
la iglesia del colegio jesuita en Veracruz encuentra material para una
nueva reflexión con la que decide cerrar su carta. Lo que en el co-
legio merecía “especial atención”, decía Consag, era un retrato de
Francisco Javier en el que éste aparecía “con el rostro muy hinchado
como si después de un naufragio se hubiese llenado de agua, con el
pelo muy corto a la usanza americana y mucha barba”. Así, en las
paredes de la iglesia de su orden se encontraba esta especie de espe-
jo productor de ansiedad: el sujeto del retrato que capturaba su
atención había sido obligado a americanizarse, a sufrir los naufragios
y mostrar en el rostro las huellas de dicha realidad, el estilo del nue-
vo lugar que extendía su poder a todo sitio, como si ni el pasado, ni
lo que nunca había tocado (objetivamente) América, se salvara de

30 Véase también la obra pionera de Antonello Gerbi respecto a “la polémica” del

Nuevo Mundo, The Dispute of the New World, Pittsburgh, University of Pittsburgh P.,
1973. También los capítulos xix y xx de David Brading, The First America: the Spanish
Monarchy, Creole Patriots and the Liberal State 1492-1867, Cambridge, Cambridge U. P.,
1991.
62 IVONNE DEL VALLE

quedar de cualquier forma a la intemperie (el retrato habia sido


encontrado —dice— a las puertas del colegio): listo a modificarse,
reformarse, deformarse, antes de adquirir su verdadero lugar y poder
colocarse en la pared que solamente después de dicho proceso podía
destinársele. Como si la imagen de Francisco Javier le sirviera de
pretexto para meditar sobre la vida que iniciaba, Consag piensa en
un Francisco Javier “alterado” y termina su primera comunicación
con su provincia de origen sugiriendo una advertencia: la posibilidad
de todo misionero de devenir otro.
Tomando en cuenta el aparato retórico y práctico jesuita acerca
del cuerpo y sus hábitos es hasta cierto punto “lógico” que Consag
“leyera” transformaciones (culturales, identitarias) en las imágenes
del cuerpo de Francisco Javier (rostro, estilo del cabello). El cuerpo
misionero, entendido como premisa del contacto y del intercambio
con el mundo exterior, es por esto mismo el lugar donde el contacto
iba dejando sus marcas. Desde Loyola, el cuerpo y el hábito tenían
un lugar importante en la experiencia religiosa jesuita. A diferencia
de la mayoría de las otras órdenes, la Compañía no alentaba la exce-
siva mortificación corporal; por el contrario, según Loyola era respon-
sabilidad del religioso cuidar y proteger el cuerpo, “regalo de Dios”,
que una vez “entregado” verdaderamente a laborar por Él, hacía de
toda penitencia algo superfluo e innecesario (O’Malley, 1993: 342-
343). Por otro lado, la práctica de los “Ejercicios espirituales”,31 fun-
damental en la formación de los jesuitas, garantizaba la inscripción
de una fe en el cuerpo. El recorrido del ejercitante semana a sema-
na,32 su concentrada meditación en la vida cristiana entendida a
través de la participación de todos los sentidos (imágenes, sonidos,
olores, experiencias táctiles) en una especie de constantes “puestas
en escena” en que memoria, cuerpo, imaginación y una fuerte emo-
tividad participaban por igual, funcionaba como una especie de
marca indeleble. Una fe así vivida, más allá de la razón y la inteligen-
cia, debía quedar fuera del alcance de cualquier contingencia.

31Empleo el término sin cursivas para referirme a los ejercicios en tanto que prác-
tica y diferenciarlos del texto de los Ejercicios espirituales, obra sin la cual —dice
O’Malley— es imposible entender a los jesuitas (1993: 4).
32 O’Malley (1993) estudia el lugar que ocupan y el significado de los Ejercicios…

(el texto) y su práctica en el ser de los jesuitas. Puesto que él mismo es jesuita, su
presentación permite ver ambos aspectos desde una visión, digamos, interna. Roland
Barthes (1976) analiza los Ejercicios… en tanto que una práctica de escritura.
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 63
En la medida en que los “Ejercicios…” trataban el cuerpo como
una memoria (se meditaba en la vida de Cristo durante la operación
específica de comer, vestirse...) constituirían lo que Pierre Bourdieu
llamaría “principios carnalizados”.33 Según Bourdieu el funciona-
miento de la “pedagogía ímplicita” (sea ésta cual sea) en los procesos
que buscan —como buscaban los “Ejercicios…”— redefinir al sujeto,
está garantizado a través de la técnica del pars pro toto: la repetición
de cualquiera de los mecanismos corporales (comer, vestirse) impli-
caría la posiblidad de evocar de nuevo todo el sistema del que ya
formaban parte (94). La repetición año tras año de los ejercicios
aseguraba la constante “reinscripción” de los códigos personales
(puesto que la experiencia era privada) que conectaban al practican-
te con la ley (la de una fe y la institución que la salvaguardaba).
En muchos sentidos, la clave de la formación del sujeto-jesuita, un
sujeto que debía ser flexible (los “cabeza dura” no tenían lugar en la
Compañía, decía uno de sus provinciales. O’Malley, 1993: 82) y al
mismo tiempo absolutamente comprometido con su orden, se halla
en la práctica de una fe así personalizada, carnalizada. Una vez que
el compromiso formaba parte de la experiencia corporal y emotiva
del sujeto, resultaba menos peligroso permitir que los miembros de
la orden usaran de su discreción y juicio para decidir sobre la mejor
manera de llevar a cabo los cometidos de la orden.
Esta certidumbre explica en parte la reconocida flexibilidad espe-
rada por la Orden en sus miembros cuando éstos entraban en con-
tacto con otras culturas. Indumentaria, alimentación, la forma de
conducirse socialmente, y en general las acciones cotidianas de los
misioneros, debían estar dictadas por la observación cuidadosa de la
cultura en la que participaban. La reputada adaptabilidad jesuita que
tantos problemas les significó con la ortodoxia católica de los siglos
xvii y xviii (su “permisividad” de los ritos chinos y malabares), su
capacidad de “acomodarse” a las circunstancias eran una libertad
“ganada”, por así decirlo, por la garantía de otras prácticas que reli-
gaban al sujeto con la institución. Aunque en más de un sentido esta
apertura a adoptar la diferencia está fuertemente relacionada con el
deseo imperialista de expansión (Mignolo, 1994), me interesa aquí
indagar los accidentes de esta adaptabilidad, los aspectos del “ser

33 Para un análisis de los ejercicios como proceso que permitía a sus practicantes

conectarse con su contexto real véase Michael Sievernich 268-ss.


64 IVONNE DEL VALLE

indio con los indios” que de una u otra forma resultaban problemá-
ticos tanto para el sujeto como para la institución.34 ¿Hasta qué
punto los nuevos hábitos (del “ser” indio con los indios) no se super-
ponían, borrándolos o aminorándolos, a los viejos hábitos adquiridos
en colegios, universidades y ciudades europeas? Adriano Prosperi, al
escribir sobre el caso de Alessandro Valignano y su relación con la
cultura japonesa, nos recuerda que había sujetos que en sus esfuerzos
por manejar (“to master”) una cultura diferente se volvían irrecono-
cibles para sus propios superiores (173). Podríamos decir que Con-
sag, al escribir sobre Francisco Javier intenta de algún modo asegurar
(asegurarse) que la figura del cuadro, pese a las diferencias, es el
mismo Javier con el que estaba familiarizado.
Si la práctica de la mirada era la premisa fundamental de la cien-
cia y el conocimiento en el siglo xviii, los misioneros recuerdan la
parcialidad de este acercamiento: era todo el cuerpo lo que estaba
en juego al enfrentarse a otra naturaleza y otras sociedades. Como
señala Mario Cesareo, por un lado los misioneros tenían la tarea de
representar a Europa: llevarla con su hacer a los lugares “necesitados”
de civilización. “La masiva carencia de materialidad metropolitana
—dice Cesareo— es sustituida por la masiva presencia de la corpora-
lidad del misionero” que para recrear en las fronteras el universo
cultural del que provenía, emplea todo un “repertorio corporal” que
trataba de mediar la discontinuidad geográfica europea (17-21). Por
otro lado, era el cuerpo, como repiten los escritos de los misioneros,
el encargado de ejecutar las labores que garantizaban su entrada al
universo de los indígenas.
En mucha de la producción escriturística jesuita, y de manera
especial en las cartas de los misioneros a sus provincias en Europa,
el cuerpo es un tema que se repite constantemente. Para una episte-
me que eludía sistemáticamente la existencia corporal de sus sujetos
(la concentración en el ejercicio de la mirada, la práctica de la razón
y la objetividad), esta insistencia es una sorpresa. La retórica coloni-

34 Sievernich sugiere indirectamente que en las misiones jesuitas de la modernidad

temprana —a diferencia del propósito de las misiones en esta época de globaliza-


ción— “la inculturación” (adaptación del cristianismo a las concepciones culturales
autóctonas) no era óptima en la medida en que sus resultados llevan a pensar —tal
como señala Mignolo (1994)— en una Europa “portátil” (284-286). Creo, sin embar-
go, que pese al eurocentrismo de los misioneros (así le llama Sievernich), no era fácil,
“instalar” esa Europa en muchas regiones americanas.
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 65
zadora de reducir a los indígenas al estatuto de “cuerpo” tiene su
contraparte en esta auto-representación que en notas dispersas aquí
y allá en la escritura misionera, presenta con un cuerpo agigantado.
Esta producción excesiva desborda los límites de una retórica y una
estética del sacrificio (cuyo punto culminante sería el martirio) por
medio de la cual se pudiera readquirir (escriturísticamente) el con-
trol de una situación desfavorable (todo martirizado hablaba de una
rebelión, un caos).
Desde el principio del viaje, pero sobre todo al llegar a misiones,
los jesuitas postulan la necesidad de un cuerpo suprahumano. Un
cuerpo capaz de multiplicarse, desdoblarse y hacer la labor de varios
hombres: actuar en la misión como arquitecto, ganadero, músico,
administrador, evangelizador. Una serie continua de actividades que
mantenían al misionero laborando sin descanso para crear de “la
nada” (el desierto, el baldío, la montaña) una vida civilizada con la
transmisión de determinadas tecnologías (arquitectura, ganadería,
agricultura) que transformaran el entorno y la vida de sus habitantes.
En las fronteras coloniales, a finibus terra como dice Jacobo Baegert
desde Baja California (Nunis, 113), el “abuso” del cuerpo era requi-
sito sine qua non de la evangelización. En una carta a uno de sus
compañeros en Roma, Antonio Tempis, también misionero en Baja
California, pide que se envíen más misioneros cuyas virtudes anota:

Para no desfallecer bajo el peso del día y del calor estos nuevos misioneros
deben poseer, junto a una robusta condición física, una incansable habilidad
en toda clase de trabajos; una virtud impasible frente a los más diversos
ataques y una rica provisión de diferentes artes y ciencias. La índole de los
actuales californianos exige hombres que lleguen a ser todo para ellos, que
sepan soportar imperturbablemente su rudeza y que puedan socorrerlos
también en todas sus necesidades incluso corporales, con eficaz auxilio (Ma-
tthei y Moreno, 147).

Hay una especie de empuje viril en esta suma que hace del cuerpo
instrumento privilegiado de la labor de evangelización. Sin embargo,
este cuerpo resuelto y fuerte que sin titubeos se apresta a cubrir las
necesidades del avance en el Nuevo Mundo, empieza muy pronto a
resquebrajarse como si la cuota que permitía cada paso del avance
que recorría un poco más allá la frontera, tuviera que ser cubierta
por el cuerpo de los misioneros, cuyo desgaste exhibe la violencia y
la sinrazón de la empresa colonial. Las notas de los misioneros ha-
66 IVONNE DEL VALLE

brían confirmado las advertencias de Johann Herder sobre la deca-


dencia corporal de conquistadores consumidos por la violencia de su
inmersión en un mundo al que no pertenecían (185). Siendo testigos
de las consecuencias de la irrupción de un orden en otro, los misio-
neros se nos presentan como un continuo cuadro de individuos en-
fermos, cansados, martirizados, acabados.
En la carta a que ya se ha hecho mención, Consag explica que no
había misioneros suficientes en América porque la muerte “arreba-
taba una vez en la misión, a algún misionero anciano o a otro gasta-
do prematuramente por el trabajo excesivo; otra vez en el viaje a
algún joven, maltratado en demasía por las penurias de la travesía”
(Matthei y Moreno, 14). En otra misiva, Alejandro Rapicani, misio-
nero en Sonora, dice a su provincial que José Favier con quien había
hecho el viaje desde Europa apenas si había alcanzado a hacer algo
porque había muerto muy pronto debido, indicaba, “al clima des-
acostumbrado y el modo de vivir tan diferente” que habían causado
a Favier, una fiebre hasta acabar con su vida “en la flor de su edad”
(Matthei y Moreno, 115). Notas parecidas se repiten carta tras carta,
relación tras relación. Para finalizar este breve “catálogo” de jesuitas
preocupados por la salud y la vida propia y la de sus compañeros, un
último ejemplo tomado de un par de cartas de Luis Xavier Velarde
quien escribe sobre las dificultades de sus viajes de exploración en
Sonora debido a sus condiciones físicas. En el primer informe señala
que había estado “muy quebrantado y casi imposibilitado para andar
a caballo” debido a una caída, además de no poder salir al sol por
una disentería que le parecía “de muerte”. Cuatro años más tarde se
queja de sufrir “una sordera… grande y penosa” y confiesa que en
los doce años que llevaba en su misión había estado “oleado y con-
fesado para morir ocho veces” (González Rodríguez, 1977: 18). Los
casos de los jesuitas martirizados y hechizados (capítulo 3) pueden
ser leídos también como una de las expresiones más violentas de este
recorrido que va de la formulación de un supercuerpo a su paulatina
fragmentación.
Entre el supercuerpo misionero y su disolución en la enfermedad
y la muerte, media el gran espacio para la constitución de individuos
que en la misión cumplían acciones múltiples que rebasaban con
mucho la labor de evangelización. En Sonora y Baja California es
asombroso el número de misioneros ocupados en ser ganaderos,
botanistas, hacendados, exploradores, administradores, médicos.
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 67
Podría pensarse que esta “desviación” laboral, el alejamiento de las
tareas puramente evangélicas no tiene mayor importancia. Sin em-
bargo, como señala Bourdieu la fuerza del hábito es contundente.
Precisamente desde la aparente nimiedad de las acciones cotidianas,
desde los pequeños presupuestos del desarrollo diario de nuestras
actividades, el hábito (un “sistema de disposiciones”) funciona como
una matriz de percepciones, apreciaciones y acciones, como “historia
vuelta naturaleza” presuponiendo la carnalización de los principios
básicos e indepensable de cualquier grupo social (72-95). Si acepta-
mos que el hábito tiene esta capacidad definidora (historia vuelta
naturaleza), habría que preguntarse cuál era el corolario del desplie-
gue del (super)cuerpo misionero en actividades alejadas de toda
religiosidad.

cuerpo y texto

Un problema necesario de abordar es cómo puede leerse el cuerpo.


Se trata de pensar si, por un lado, su “lectura” es igual a la lectura
de un texto lingüístico y si, por otro, es posible —sin hacer una es-
pecie de paleontología escriturística— recuperarlo no a través de un
ejercicio exclusivamente visual, sino de prácticas que respeten una
complejidad que rebasa este elemento. Éste es un problema herme-
néutico general. En su análisis sobre los problemas de Fernández de
Oviedo para “representar” en el discurso las muchas novedades sen-
soriales americanas a quien nunca las había experimentado, José
Rabasa usa una frase de Wittgenstein para señalar la dificultad gene-
ral de expresar lingüísticamente ciertas experiencias. “Describe el
aroma del café” pide Wittgenstein, para inmediatamente preguntarse
“¿Por qué no puede hacerse?” (1993: 147).
Desde esta premisa, pueden formularse algunas posibilidades de
apertura. En primer lugar está la misma complejidad de los textos
jesuitas. En muchos sitios, sus palabras son invitaciones a una cercanía
desacostumbrada; en otros, su insistencia —probablemente incons-
ciente— en la falta de adecuación de sus cuerpos al ambiente en que
se encuentran, nos convierte en testigos de una incomodidad que
rebasa lo visual. Muchas veces los suyos son cuerpos torpes, aturdidos.
El dolor que se percibe en la inflexión de una nota, la mueca amar-
68 IVONNE DEL VALLE

ga detrás de ciertas aseveraciones implican un universo al que sólo


es posible llegar (en la medida en que esto es posible) a través de la
imaginación. De la superficie lisa e indiferenciada del discurso escri-
to sólo pueden obtener nueva vida en la medida en que las sensacio-
nes —implícitas o explícitas— se reformulen imaginariamente.
Siguiendo lo dicho por Cesareo acerca de la discontinuidad de
Europa en América, los jesuitas somatizan de muchas formas esta
incómoda ausencia. La escritura era parte importante del ejercicio
de recrear su universo original: práctica de conjuro que negaba la
disparidad entre el lugar de enunciación físico (las fronteras, los
márgenes del mundo “civilizado”) y el mental. Si, como indica Gaston
Bachelard, una casa es capaz de imponer en el cuerpo una serie de
manierismos y costumbres (14-15), habría que pensar en el cúmulo
de movimientos y sensaciones impuestas ya no por un solo edificio,
sino por todo un universo, la serie de mapas recorridos cotidiana-
mente por un sujeto en una Europa que no estaba. El desajuste debía
ser radical sobre todo en esos sitios en los que no existían determi-
nados ámbitos transicionales, mediadores (colegios, universidades,
un medio urbano, la simple convivencia cotidiana con otros euro-
peos) entre el misionero y los habitantes de un medio ambiente
considerado hostil. En las fronteras de la Nueva España, el universo
conocido hasta entonces por los jesuitas se hallaba “suspendido” en
la biblioteca —más o menos extensa— del misionero, en los eventua-
les contactos con sus compañeros y en una memoria corporal y una
imaginación que paulatinamente se les escapaban. Quizás por ello el
cuerpo jesuita resulta excesivo, ubicuo: de alguna manera estaba, por
así decirlo, reaprendiendo a articularse, a estar y ser en el nuevo
universo cultural de las fronteras, llamando constantemente la aten-
ción sobre sí mismo. Quizás también por las muchas reticencias del
hábito (funciona, como dice Bourdieu, como la matriz de las percep-
ciones, 83) a dejar de funcionar, la escritura jesuita se nos presenta
con toda una gama de cuerpos desencajados: desde los que exhiben
cierta torpeza en los nuevos ambientes, hasta los consumidos por la
enfermedad y el cansancio. Todo gesto de seguir en el viejo hábito,
implicaba un esfuerzo gigantesco, fallido la mayoría de las veces.
Como demuestran los Travel Reports de Joseph Och durante los
procesos de ajuste cultural de los misioneros, las relaciones entre
texto y cuerpo eran intricadas. La estructura de las relaciones de
viaje de Joseph Och permite ver la manera en que la escritura trata-
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 69
ba de reestablecer, suplir, la integridad física perdida, no a través de
la presentación de un sujeto retóricamente coherente consigo mis-
mo, sino por medio de la recuperación de un momento de totalidad
mucho más básico y al mismo tiempo más escurridizo.
Los “reportes de viaje” de Och, obra dividida en tres secciones,
tienen en más de un sentido, un formato peculiar.35 La primera par-
te (“Journey to the Missions”, “Viaje a las misiones”) trata los porme-
nores del viaje desde Europa a las misiones; la segunda (“Expulsion
of the Jesuits and Return to Spain”, “Expulsión de los jesuitas y re-
greso a España”) relata la expulsión de los jesuitas de la Nueva Espa-
ña y la tercera (“Reports on America in General”, “Reportes de
América en general”) los acontecimientos que median entre ambos
extremos: la vida de Och en las misiones de Sonora, un contenido
que desmiente con su especificidad el título general, despistado, de
la sección. Este arreglo estructural presenta no sólo una incongruen-
cia cronológica —la sección sobre la expulsión, último punto tempo-
ral del relato, antecede en el texto a la sección sobre la vida en mi-
siones— sino que cada apartado está escrito con un estilo y un tono
distintos; como si cada uno hubiera sido escrito por una persona
diferente, o como si entre uno y otro tema hubiera tantas disconti-
nuidades y rupturas, que el sujeto que los enunciaba no pudiera
conjuntarlos dentro del mismo género o relato general.
Para narrar la travesía de ultramar, Och se posiciona en el lugar
de cualquier viajero europeo y relata los acontecimientos sociales o
naturales que le parecen notables con la laxitud y morosidad de
quien considera a la exploración el fin último del viaje. Aunque su
mirada es muchas veces la del experto (sobre todo en notas econó-
micas), hay en esta sección un acento en el placer. El sujeto parece
muchas veces olvidar el destino y el motivo del viaje, para centrarse
en la experiencia misma. La narración sobre la expulsión, escrita en
cambio en un tono irónico y mordaz, pasa de la rabia a la tristeza
con facilidad: su cometido es el de la invectiva; su urgencia delatora,
la del panfleto.

35 La obra fue publicada por primera vez en La Haya en 1809 (con la misma es-

tructuración de secciones de la edición aquí trabajada) con el título de P. Joseph Och’s


Glaubenspredigers der s.J. in Neumexico. Nachrichten von seimen Reisen nach dem Spanischen
Amerika, seinem dortige Auftenthalte vom Jahr 1754 bis 1767, und Rückkerhr nach Europa
1768. Aus dessen eigenhändigen Aufsätzen.
70 IVONNE DEL VALLE

A pesar de sus diferencias, estas dos secciones están escritas desde


un mayor “control retórico”: sus características son comunes a las de
otros textos de su género. La última sección por el contrario, presen-
ta algunas anomalías. En primer lugar se encuentra la disminución
de acotadores valorativos; sin inmutarse, Och relata sucesos más o
menos extraños que él describe como “de hecho”. En segundo lugar,
esta parte del texto que en obras similares correspondería a la etno-
grafía, no puede enmarcarse del todo dentro de esta categoría en la
medida en que Och, contrariamente a los textos de esta naturaleza,
no esconde su presencia: el misionero está ahí, en el centro de la
vida de los pimas,36 con quienes entabla una relación en la que la
negociación cultural-religiosa es constante. De tal forma, lo que
emerge de estas páginas no es una visión “objetiva” y lejana de los
pimas y sus costumbres, sino una representación de las maneras en
que la figura del misionero se convertía poco a poco en parte de la
vida del pueblo pima a través de un serie continua de quid pro quos,
en un movimiento que parece casi orgánico, tan orgánico que a él
mismo se le escapaba. En tercer lugar, y en esto radica otra diferencia
respecto de las otras partes de la obra, esta sección nunca concluye.
Si las otras dos están acotadas por las marcas tradicionales de un
principio y un fin, la de la vida con los indígenas termina abrupta-
mente en la mitad de un relato sobre un pequeño incidente en la
misión. Puesto que ésta es la parte que cierra el libro de “reportes
de viaje”, puede decirse entonces que la obra en general permanece
inconclusa.37
Me interesa una posible explicación al juego de las diferencias, los
silencios y rupturas que median entre las tres partes de la obra, que
más allá de la cuestión genérica busca en la relación del sujeto con
su cuerpo y su escritura el porqué de las inconsistencias. La estruc-
turación peculiar de la obra y su carácter inconcluso son estrategias
que permiten a Och presentar indirectamente significados importan-
tes acerca de su experiencia en Sonora. Dejar al final del texto la vida

Uno de los principales grupos indígenas de Sonora.


36

Como el libro fue publicado después de la muerte del misionero podría pensar-
37

se que esta “anomalía” se debe a los editores; sin embargo, algunas notas en la prime-
ra sección hacen pensar que fueron escritas cuando ya estaba de regreso en Europa.
En todo caso, una vez en Alemania habría podido “concluir”, cosa que no hizo, el
apartado referente a las misiones, tal como hace con el relato del exilio.
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 71
en misiones, una parte además, sin conclusión, era negar tanto el
lugar (actual) de su escritura, como sus condiciones: negarse textual-
mente al exilio y a su estar tullido (crippled and lame) en Alemania.
Volviendo a la primera parte, la del viaje, tenemos una ruptura
inicial entre el momento en que Och recibe el permiso para marchar
a misiones, uno de los mejores días de su vida (1), según lo describe
el misionero; y el momento de su llegada. Mientras que por un lado
el viaje, sus sorpresas y sus sobresaltos son destacados y discutidos con
detalle; por otro, la razón del viaje es eludida con breves y oscuras
notas finales sobre las muchas dificultades de la empresa misionera
(la reticencia de los indígenas, los problemas para aprender la lengua
pima, la muerte y enfermedad de los misioneros en Sonora). Los
últimos párrafos dedicados a la misión parecen mostrar hasta qué
punto llegar significaba el fin del aparato cultural que hasta entonces
le había protegido del entorno: la seguridad del viajero, la mirada
optimista e indagadora ante la cual el universo es espectáculo (Gó-
mez de la Serna, 10), terminaba en el momento en que su participa-
ción en el lugar era esencial: en el momento en que el viaje dejaba
de ser un viaje. De esta forma, el “atletismo” de la travesía,38 las fre-
cuentes referencias en las cartas de los misioneros a las vicisitudes del
camino, es aquí desmentido por el verdadero peligro: la vida en
misión. En el camino, el sujeto estaba de una u otra forma en control,
por eso podía “incorporar” a su universo en cuotas medidas y regu-
ladas, aspectos del ambiente en que se encontraba. En cambio en la
misión, el control parece quedar fuera del sujeto, ahí —como seña-
laba el cuadro de Francisco Javier admirado por Consag— el sujeto
se hallaba a la intemperie, separado de la serie de presupuestos fa-
miliares, del sistema que hasta entonces le había asegurado una
pertenencia y una identidad.
Para cerrar este apartado, Och escoge una frase que cierra el ciclo
iniciado felizmente de forma negativa: “Me quedé en esta misión
hasta 1766, y el año siguiente viajé enfermo a México, donde me
quedé en cama, en nuestro colegio, con artritis” (“I remained in this
mission until 1766, and in the following year travelled ill to Mexico,
where I lay abed in our college with arthritis”, 45). De forma concen-

38 El término es de Eric J. Leed quien lo utiliza para referirse a la insistencia en el

tema del peligro y las vicisitudes del viaje (201).


72 IVONNE DEL VALLE

trada, abreviada en unos cuantos párrafos, esta primera parte ya


contiene a la tercera: la vida en misión está presente en el acento en
las dificultades y el trabajo que sin embargo no se explican. El cuer-
po desgastado con que Och cierra esta sección se presenta agiganta-
do por el silencio en torno a la vida en misión. En cierta forma, los
10 años en Sonora —escatimados— están presentes en ese cuerpo
enorme, emblema del trabajo con el que concluye el capítulo. Lo
que había llegado de la frontera era un sujeto partido, cuyo cuer-
po —inmovilizado en la escritura— se extendía como (única) prueba
de la existencia de la frontera, mientras que por otro lado, algo de
él permanecía atrapado en la tercera parte, inconclusa, habitando
todavía la misión, esperando la resolución del incidente cuyo relato
se interrumpe abruptamente. La nostalgia no le permitía concluir,
cerrar esta sección en la que el sujeto despliega su corporalidad en
actividades múltiples y constantes, como si sus fracturas hubieran
empezado apenas en el momento de ser trasladado a la ciudad de
México.
En el apartado en el que habla de su vida entre los pimas, Och
nunca menciona ninguna molestia. En cambio, en las páginas sobre
el exilio, hay un leit-motiv: las menciones constantes a su deterioro
físico, a su estar tullido y con gran dolor (115). Tal como indica la
estructura de su obra y en la medida en que el dolor desmonta y
destruye el mundo del sujeto que lo sufre (Scheper-Hughes y Lock,
29), Och, escribiendo desde Europa, prefiere seguir habitando la
frontera, donde libre para moverse (aunque, como veremos en el
capítulo 5, con cierta reticencia inicial ante una voluntad y una lógi-
ca ajenas a la suya), su cuerpo exhibe una vitalidad irreproducible
desde el momento de la partida.
En este sentido, la escritura también era a veces —función inversa
a la de muchas comunicaciones de los misioneros con sus compañe-
ros europeos— una de las formas del duelo, si no tal vez por la
frontera de la que se había partido, sí en todo caso por el sujeto
anterior, esa otra forma de sí mismo cuya ausencia se marcaba una y
otra vez en el texto: el dolor y la incomodidad ocupaban el lugar de
un sujeto, entero, que a pesar del gran temor inicial (el oscuro final
de la sección “Journey to the Missions”), parecía haber aprendi-
do —sin darse cuenta— a estar bien del otro lado. Och parece decir
que su cuerpo deja de pertenecerle precisamente en el lugar en que
la escritura se parte e interrumpe (la vida en misiones). En este sen-
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 73
tido puede hablarse de una especie de “mutilación” textual que im-
plica mucho más que una anomalía retórica.39
Si la primera sección había sido escrita por un europeo fascinado
por las perspectivas del viaje, pero arrogante y temeroso a la vez ante
el universo del “salvaje”; la última —que escoge Och para no-concluir
su obra— parece señalar que, para él, una subjetividad coherente sólo
había sido posible en América: sólo ahí el sujeto era dueño de su
cuerpo y su escritura. Como si el proceso de adaptación a una geo-
grafía y una cultura (proceso marcado en las zonas periféricas por la
extrañeza y la diferencia) le hubiera permitido una conducta más
plena, un “dejarse ir” de la experiencia que se adentraba en su nuevo
lugar, Och parece indicar que salir de la misión implicaba el fin de
esta coherencia debido a la invalidez de un cuerpo centrado en el
dolor de su parálisis. Es por esto que lo que Och hace al negarse a
presentar un sujeto y una escritura coherente es señalar que entre el
sujeto que llegaba y el que partía de la misión mediaban diferencias
tan radicales que era imposible conciliarlos, pensarlos como unidad.

el problema de la lengua

La desarticulación del sujeto ejemplificada en la obra de Och tiene


que ver también con otro punto: la situación lingüística de jesuitas
que debían pasar gran parte del tiempo hablando una lengua que
no era la suya.40
El problema de la lengua se acentuaba en las zonas fronterizas de
la Nueva España. En principio porque en ellas el náhuatl no funcio-
naba como lengua franca, ni era el instrumento más o menos gene-
ralizado para la comunicación. Hasta cierto punto, en el siglo xviii
habitar en las fronteras significaba estar más allá del ámbito del ná-
huatl y también fuera del ámbito del español porque aunque muchos
indígenas lo hablaban, es poco probable que la mayoría de ellos se

39 Desde luego que no estoy negando el carácter físico, real, de la parálisis de Och:

ese dato está ahí, lo que me interesa hacer notar es el juego de estrategias retóricas,
la presentación u omisión de información que le permiten a Och —a partir de este
hecho— definir su subjetividad de forma diferenciada.
40 Español y alguna lengua indígena en el caso de alemanes, checos e italianos; o

una lengua indígena en el caso de criollos y españoles.


74 IVONNE DEL VALLE

comunicara cotidianamente en dicha lengua.41 La existencia de múl-


tiples lenguas en la zona norte de la colonia —sobre todo en el área
de Baja California— asombraba a los misioneros para quienes el
“nomadismo” de sus habitantes junto con esta confusa situación lin-
güística dificultaba la evangelización.
Desde los primeros “encuentros” del siglo xvi la existencia de
múltiples lenguas en un territorio “reducido” adquiría connotaciones
negativas: se trataba seguramente de estados menores, sin gran desa-
rrollo material o cultural cuya falta de expansión —probada en el
reducido ámbito de su lengua— era asumida como falta de poder.
En el siglo xviii, este solo rasgo era signo inmediato de cierta invali-
dez. Como señala Baegert para argumentar la baja densidad pobla-
cional de América a partir del ejemplo que tiene en Baja California:

Así, en un distrito en el que se oye un número desproporcionado de lenguas,


por fuerza debe haber muchas áreas vacías. Porque en donde vive mucha
gente, hay muchos vecinos, muchas comunidades, mucho comercio. Y donde
esto existe, la diferencia en lenguas no puede ser tan grande, como lo vemos
en Europa (Nunis, 117).42

Naciones con pocos habitantes y poco empuje, una tierra prác-


ticamente desierta, era lo que veían los misioneros para quienes una
sola lengua habría garantizado la existencia de una nación menos
“salvaje”. Desde su perspectiva, era naturalmente imposible percibir
el poder e independencia que han sido asociados con esta diver-
sidad.43
Entre las aportaciones jesuitas se encuentra su trabajo en el área
de la lingüística: la descripción de lenguas, la elaboración de gramá-
ticas, vocabularios, la escritura de oraciones y obras de evangelización
en lenguas indígenas. De los misioneros mencionados en este traba-
jo, en Sonora eran reconocidos lingüistas entre sus contemporáneos:
41 Maureen Ahern señala precisamente que en el norte de la Nueva España el

náhuatl era necesario por su función mediadora entre el español y las lenguas indí-
genas de la región (2002).
42 “Thus, in a district where you hear unproportionally many languages, you must

find necessarily many empty areas. For where there are many people, there are many
neighbors, many communities, there is big commerce. And where this exists, the di-
fference in languages cannot be as big as we can see in Europe”.
43 Edward G. Gray sugiere que los indígenas americanos utilizaban las diferencias

lingüísticas para retener el control sobre conocimientos locales, legados culturales y


discursos políticos, por ejemplo (16).
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 75
Carlos Rojas en la lengua ópata, Jacobo Sedelmayr, Juan Nentuig y
Agustín de Campos en el pima; en Nayarit, José Ortega en el cora.
De todos ellos, sin embargo, sólo Sedelmayr escribió una gramática
(perdida durante una rebelión indígena) y Ortega un arte, vocabu-
lario y confesionario que todavía existen.44
En la mayoría de las obras que mencionan el trabajo lingüístico
de los misioneros, esta labor sin embargo, se da por hecho y si bien
es claro que la evangelización de los indígenas hacía indispensable
el aprendizaje de sus lenguas, por otro lado, se ha prestado poca
atención a lo que hay detrás del aprendizaje de lenguas tan distintas
(como dicen los misioneros) de las europeas.
Edward G. Gray señala una de las consecuencias de este proceso
de aprendizaje que pone en marcha una cierta inversión en las jerar-
quías: eran los indígenas quienes se constituían en “maestros” de
jesuitas que muchas veces no contaban con gramáticas u otras obras
de esta naturaleza para apoyar un aprendizaje más directo.45 Su de-
pendencia de los indígenas era casi absoluta porque, como señalan
algunos misioneros, la estadía con un compañero durante algunos
meses para aprender los “rudimentos” de la lengua antes de partir a
la misión propia, muchas veces no significaba que se aprendiera bien
la lengua en cuestión.
La mayoría de las veces, sin embargo, este proceso de aprendizaje
es eludido en la escritura de los misioneros al parecer conscientes de
la manera en que su jerarquía disminuía en una relación y una situa-
ción en la que ellos resultaban torpes e inexactos. Gerard Decorme
narra una anécdota en la que el padre Juan de Ugarte, en Baja Ca-
lifornia, soporta semana a semana las burlas (las “grandes carcaja-
das”) con que los indígenas recibían sus sermones. En una ocasión

44 Ángel Santos en Los jesuitas en América incluye una sección sobre los lingüistas

entre quienes cita, además de José Ortega en Nayarit, a Natal Lombardo, jesuita ita-
liano trabajando en Sonora (1648-1704) quien escribió un Arte en lengua ópata con
vocabulario y pláticas doctrinales (353-4). También elaboran obras lingüísticas Adan
Gilg (un vocabulario en lengua seri) y Manuel Aguirre (doctrina y pláticas cristianas
en ópata). La obra de Aguirre sí llegó a imprimirse, mientras que la de Gilg (y la de
Sedelmayr) ya no existen (Decorme, 1941, II: 474). No incluyo a ninguno de estos
jesuitas en este trabajo porque su nombre no aparece en los documentos de Sonora
aquí trabajados que por lo regular van de 1730 al momento de la expulsión.
45 La dependencia en materia lingüística debía tener su contraparte en la depen-

dencia para conocer un territorio y sus accidentes: lugares donde había agua, anima-
les ponzoñosos, plantas curativas, etc.
76 IVONNE DEL VALLE

en que uno de los indios —dice Decorme— “se atrevía a descompo-


nerse más que los otros… haciendo señas de burla a los demás”,
Ugarte, cansado de la humillación, decide terminar con la diversión
del indio, arremetiendo a golpes contra él. La violencia del inciden-
te hace necesarias las explicaciones mutuas y es hasta entonces cuan-
do Ugarte —quizás demasiado inseguro con la lengua como para
haber preguntado antes a los indígenas— se entera de que sus feli-
greses se reían de los errores que cometía en su lengua (1941: II:
489-491). El hecho de que haya pocas referencias a este tipo de si-
tuaciones hace imposible saber si el curioso espectáculo de su lengua
mal dicha y mal pronunciada por los misioneros era un aliciente
(aunque con una finalidad distinta a la buscada por los jesuitas) para
la participación comunitaria en la evangelización durante el tiempo
que tomaba al misionero aprender debidamente el idioma.
Desde los primeros años de la conquista es conocida también la
imagen del misionero que juega con niños para aprender de ellos el
idioma. En este sentido, la escritura de gramáticas además de signi-
ficar —como decían ellos— la “reducción” de una lengua al papel,
implicaba cierta independencia en su aprendizaje; es decir les garan-
tizaba una manera de mantener el lugar que les “correspondía” en
la jerarquía que ellos asumían en la relación (Gray, 42).
En la concepción jesuita, el aprendizaje de la lengua tiene un lugar
central en la aproximación a la otra cultura. ¿Cómo, sino por medio
de ella, podían acercarse a los indígenas? Las estrategias de adapta-
bilidad de los misioneros al universo en que se encontraban hacían
precisamente de la cultura —y por lo tanto el manejo de la lengua
era indispensable— el lugar neutro, objeto de la mediación y la ne-
gociación. Antes de entrar a discutir de religión (era eso lo que hacían
en China y Japón, por ejemplo) esperaban hablar de matemáticas,
astronomía, música. Aunque en el caso de estas tres zonas fronterizas,
los misioneros no esperaban llevar un intercambio cultural con los
indígenas (según sus criterios el “salvajismo” de estos últimos lo ha-
bría impedido), aun así es sorprendente que tantos misioneros no
supieran la lengua de los indígenas en su misión. En cuanto al espa-
ñol, en el caso de los misioneros extranjeros, la permanencia en Es-
paña, a veces por todo un año, durante el viaje hacia misiones signi-
ficaba, como ellos mismos indicaban en sus cartas, que la mayoría
aprendía el idioma. Aunque en sus obras algunos citan frases y pala-
bras en un español no estándar (una ortografia que sigue otra pro-
ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 77
nunciación, por ejemplo); por otro lado, la mayoría escriben infor-
mes y cartas a los superiores de la provincia novohispana en dicho
idioma con aparente comodidad (véase Hausberger, 1996: 67).
La coexistencia de varias lenguas y culturas en un solo territorio
—el de la misión— parece una situación extraña: las relaciones se
complicaban porque, como decía Ignaz Pfefferkorn, los jesuitas a
veces aprendían una lengua con tantas deficiencias en la pronuncia-
ción que los indígenas no los entendían y por su parte, los indígenas
hablaban tan “mal” el español que era difícil saber qué decían (230-
231). La misión era hasta cierto punto un centro de “cambio” e
“intercambio” de lenguas, en el cual los misioneros (hablantes de
español, checo, alemán, italiano) aprendían lenguas indígenas, mien-
tras que muchos indígenas aprendían (además de las lenguas de otros
indígenas) el español y quizás algunas palabras en alemán o italiano.
En estos inusitados centros internacionales, los jesuitas extranjeros
eran quienes estaban expuestos a mayor “presión” en el sentido de
que muchos no podían hablar en su propia lengua por largos perio-
dos de tiempo. Los misioneros en Baja California mencionan que sus
“vecinos” (otros misioneros) vivían a seis, siete horas de distancia, por
ejemplo. Estaban así obligados a funcionar en su vida cotidiana en
otro idioma.
Está también el dato de que en este espacio turbio de la comunica-
ción, algunos de ellos iban perdiendo su lengua materna. Éste es el
caso de cuando menos Jacobo Baegert y Everardo Hellen en Baja
California; el de Philip Segesser en Sonora. Si en el caso de Baja Cali-
fornia se puede “culpar” al aislamiento (las horas que separaban a
un misionero de sus compañeros), en el de Sonora la razón es menos
obvia: muchos misioneros en Sonora hablaban algún dialecto del
alemán y no se hallaban a distancias tan grandes unos de otros, pero
con todo y eso, había siempre la posibilidad de ir perdiendo la lengua
propia —según se disculpa Segesser a los posibles lectores de su re-
lación, en la que confiesa haber “casi” perdido su lengua materna,
debido a que en su misión nadie la hablaba— (177).46 En Nayarit,
por otro lado, está el caso de José de Ortega, criollo de Tlaxcala,
quien después de pasar más de 20 años entre los coras, escribe en
un español extraño con respecto a la norma de su tiempo.

46 Aseveración con la que el traductor del alemán al inglés parece coincidir (véase

Segesser 141).
78 IVONNE DEL VALLE

Analizando las consecuencias políticas de la coexistencia de len-


guas y espacios diferentes en un mismo sujeto, José Rabasa señala
que el hecho de que la comandante Trinidad del ezln dirigiera una
pregunta a los representantes del gobierno mexicano en tojolobal,
permite ver que “una característica constante de los discursos subal-
ternos de la conquista hasta nuestros días” radica en la capacidad de
los indígenas de habitar una pluralidad de mundos —el mundo en
español, el mundo que transcurre en tojolobal—, capacidad que,
como demuestra la incomprensión gubernamental de las palabras de
la comandante, no tienen la mayoría de los miembros no indígenas
de la sociedad (2002: 124-125). Ante esta propuesta: hablar una len-
gua es de algún modo habitar el universo que en ella se dice, habría
que preguntarse, sin embargo, en qué medida hablar una lengua
indígena implicaba, en el caso de los misioneros, un habitar en un
mundo distinto al universo decible, vivible en español, italiano o
alemán. En el mismo artículo Rabasa cita a Homi Bhabha para indi-
car la presencia de espacios límite para el colonizador, el punto en
que el estar “fuera de casa” (“not at home”) marca ciertos lugares a
la manera de una (casi) interdicción (126). En este sentido puede
pensarse que si por un lado, el conocimiento de una lengua, su “po-
sesión”, representa una garantía de entrada al universo que ésta dice;
por otro, y en una dirección contraria, las barreras propias y las im-
puestas por la mirada de los demás —por esos interlocutores que
certifican o no la pertenencia—, implican los límites que a pesar de
la lengua (incluso la maestría en la lengua), marcan todavía una
distancia, una forma de seguir hablando desde otro lado. En todo
caso ¿de qué y cómo podían conversar un hablante de guaycura y
uno de alemán? ¿o uno de pericúe y otro de español?47 Muchas de
las quejas de los misioneros van en esa dirección: en la misión estaban
solos, no había con quien hablar: los indígenas apenas si les merecían
el calificativo de verdaderos interlocutores. Como señala Hausberger,
“el abismo cultural entre el mundo europeo y el mundo indígena”
resultaba prácticamente “insuperable” (1996: 68).
Pese a esto, y con unos olvidando una lengua y sus sistemas, otros
aprendiendo nuevas formas de decir y estar en el mundo, en “buen”

47 Tanto el pericúe como el guaycura eran lenguas indígenas habladas en la región

sur de Baja California.


ESCRITURA Y CUERPO JESUITA: NOTAS SOBRE EPISTEMOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD 79
o “mal” guaycura, en “buen” o “mal” español, es indudable que había
contacto entre uno y otro lado. En este sentido, la lengua (su varie-
dad, la falta de gramáticas, sus pocos hablantes) era y no el centro
de un problema que rebasaba lo lingüístico. Muchos misioneros, a
pesar de hablar alguna lengua indígena, se niegan siempre —al me-
nos en la escritura— a participar en los géneros discursivos de los
indígenas, en los sistemas que moldeaban y daban sentido a palabras
que por su reticencia pueden parecer una especie de simple nomen-
clatura. El problema para comunicarse estaba tal vez en la actitud del
jesuita ante las lenguas indígenas, una actitud compartida por la gran
mayoría de filósofos y lingüistas del siglo xviii. Según éstos, las dife-
rencias lingüísticas señalaban profundas diferencias entre sus hablan-
tes (Gray, 3), diferencias que terminaban otorgando a la lengua en
cuestión un peldaño ascendente o descendente según se acercara o
alejara de la “norma”. Si Locke en el siglo xvii había considerado a
la lengua científica casi opuesta a la lengua vulgar, las diferencias
entre las lenguas “civilizadas” y las primitivas parecían insalvables.48
Las lenguas “primitivas” constituían una de las paradojas del siglo
xviii —el lugar en que el fundamento del sistema de binarios pare-
cía desdibujarse. Si por un lado para Locke la palabra se interponía
entre el sujeto y el mundo, la lengua era opacidad, el sitio de la
confusión; por otro, puesto que la opacidad de las lenguas civilizadas
provenía de su ser y estar en la historia (estaban sujetas a la interpre-
tación, el desacuerdo) las lenguas primitivas debían ser transparen-
tes. El primitivo que vivía como en el primer día de la creación, sin
historia y sin conocer los abusos engañosos de la retórica, debía tener
una lengua que mostrara en sí misma una especie de naturaleza
humana al desnudo.
Las ideas vigentes en el siglo xviii se presentan de forma ambigua,
compleja, en los misioneros. Si por un lado consideraban a las len-
guas indígenas “deficientes” en la medida en que decían mal (o no
sabían decir) el universo conocido por los misioneros,49 y pensaban

48 Para un análisis de la filosofía de la lengua de los siglos xvii a xx —con todos

sus debates, desacuerdos, puntos de coincidencia, etc.— véase la obra de Hans Aars-
leff en la bibliografía.
49 Como parte del trazado de límites y diferencias entre nación y nación, surgieron

ideas y teorías que argumentaban que tal o cual lengua era “mejor” para comunicar
algún sentido que otra. Leibniz, por ejemplo, consideraba que el alemán era el mejor
idioma para la meditación filosófica (Aarsleff, 46).
80 IVONNE DEL VALLE

igualmente que los indígenas eran seres tan primitivos que sus pala-
bras no agregaban nada a los objetos de natura; por otro, las sospe-
chas de algunos acerca de la existencia de una relación orgánica
entre un territorio, una lengua y sus hablantes,50 implicaba una con-
sideración de las lenguas “primitivas” que rebasaba la dicotomía
cultura/natura. Además, si conocer una lengua era conocer el carác-
ter del pueblo que la hablaba (y viceversa), entonces saber esa lengua,
vivir en esa lengua ¿sería hasta cierto punto recrear, representar a ese
pueblo a quien la lengua definía? ¿sería posible que “el centro” si-
guiera siendo la ciudad de México, Madrid, Roma, Leipzig, cuando
se hablaba en guaycura, en cora? ¿era esto posible cuando la lengua
materna que ligaba con dichos lugares se perdía, reduciendo ese
origen (un lugar y su complejidad) a una especie de puro sentimien-
to, a imágenes prácticamente intraducibles? Mignolo diría que sí, que
el poder del centro radica precisamente en su volverse ambulante,
en poder extenderse geográficamente a través de los movimientos
del grupo étnico (político, religioso, económico) en expansión
(1994); los textos de algunos jesuitas, en cambio, muestran ciertos
deslizamientos: pequeñas fracturas en las que es posible ver que aún
para los misioneros (el grupo en expansión) dichos centros queda-
ban eclipsados por la materialidad y la lógica local.

50 Los criollos hispanoamericanos actualizan esta desconexión entre ellos, una

lengua y un lugar. Sin duda el sentido de ilegitimidad hace a personajes como Antonio
de la Calancha y Carlos de Sigüenza y Góngora (quienes escriben en español) tratar
de suturar la discontinuidad al presentar a los indígenas (hablantes de quechua y
náhuatl) con “párrafos”, una especie de contra-regalo, que “pagara” por la patria que
les habían dado. Sería muy interesante analizar —cosa que no voy a hacer aquí— esta
acepción de la escritura, y el español como lengua protonacional, en la que ambos
pueden ser entendidos como parte de una transacción desigual y vergonzosa. Véase
Carlos de Sigüenza y Góngora, Theatro de Virtudes Políticas, Preludio III.
2. EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO

Durante la época colonial el enorme territorio al norte de los actua-


les estados de Jalisco, Guanajuato, Querétaro, Hidalgo y Veracruz
constituía una frontera en la que ni la colonización, ni la conquista
misma en algunos casos, fueron procesos culminados (Gerhard). Ahí,
el avance del aparato colonial era retardado por continuos retroce-
sos, retiros obligados de soldados, misioneros y colonos que periódi-
camente abandonaban sus centros de población ante los levantamien-
tos indígenas, el agotamiento de minerales, o simplemente debido a
las contingencias de una geografia que consideraban incompatible
con los asentamientos humanos.
Lo único que permitía a la corona considerar este territorio parte
de sus dominios era la cadena de presidios y misiones que dispersos
aquí y allá constituían el tenue tejido que “unía” lo que de otra forma
habría sido una inconexa serie de asentamientos (Gerhard, 46-47).
Presidios y misiones, las vanguardias del imperio, eran en los mapas
en constante transformación del norte novohispano, una especie de
oasis (más o menos real, según las circunstancias) que garantizaba
las ambiguas relaciones entre la frontera y un centro que continua-
mente debía hacer concesiones para establecer ahí su presencia. La
irregularidad era la norma en esta zona de inestabilidad y excepcio-
nes a la política y la religiosidad colonial.1 En este sentido puede
pensarse en la frontera como el sitio que detiene la ley; una zona
ambigua cuyas condiciones materiales obligaban a las autoridades
coloniales a actuar por encima y más allá de sus propias reglas.
Si en el norte en general había zonas parcial o totalmente fuera
del control español, la provincia del Nayar, localizada en una escar-
pada sierra, en el centro de una región conquistada desde el siglo
xvi, representaba todavía en el siglo xviii una verdadera isla en el

1 La gran independencia de Baja California y Nuevo México son dos de los ejemplos

de Gerhard (32-33) a los que se puede agregar el caso de Colotlán (24-25), otro sitio
para la reformulación de reglas coloniales.

[81]
82 IVONNE DEL VALLE

avance colonial, constituyendo lo que Gerhard llama el “enclave no


reducido más conspicuo” de la región (21).2
A fuerza de contrastar la obra oficial a propósito de la conquista
del Nayar, la Maravillosa reducción y conquista de la provincia de San Jo-
seph del Gran Nayar, Nuevo Reino de Toledo (1754) de José Ortega con
las cartas e informes que varios jesuitas se escriben entre sí o que
escriben para sus provinciales con una intención menos “pública” que
la de la obra de Ortega, este capítulo aborda cómo los centros colo-
niales (Madrid, la ciudad de México) intentan regular los intercam-
bios con las fronteras, con ambiguos resultados. Analizo así las discre-
pancias entre la sierra del Nayar circulando localmente con ésa que
responde a las necesidades de los centros colonizadores que obliga-
ban a los jesuitas a una serie de ejercicios retóricos que permitieran
presentar una provincia adecuada a la circulación trasatlántica.
Mientras que a principios del siglo xviii los jesuitas empezaban a
invertir el antiguo paradigma de la evangelización como dominio,
representado por el interesado proyecto franciscano etnográfico del
siglo xvi en la zona central, en el Nayar esta transición está detenida
por lo que a los misioneros parece una desbordada idolatría indíge-
na.3 En este sentido puede hablarse de la incidencia del ethos de las
poblaciones indígenas en la ambigua posición de los jesuitas en esta
región. Si históricamente los indígenas de la sierra del Nayar surgie-
ron a partir de la unión de diversos grupos que huían de la violencia
colonial, la mezcla étnica, racial y cultural de esta frontera era ma-
nejada por estos grupos mediante una compleja religiosidad que

2 Según José Ortega, el cronista jesuita de la conquista del Nayar, la sierra era “el

lunar de la cristiandad” en la Nueva España (57).


3 Aunque según Antony Higgins no es sino hasta 1750 cuando los jesuitas novohis-

panos incorporan los modelos de pensamiento fundamentales a la epistemología ex-


perimental del siglo xviii en sus instituciones educativas (2000: 112), como se verá
adelante antes de esa fecha ya hay entre los proyectos misioneros del siglo xvii y los
del xviii cambios significativos. En cualquier caso, creo que sería un error pensar que
las divergencias entre las conclusiones en este capítulo, centrado sobre todo en la
primera mitad del siglo xviii, y las de los siguientes (sobre materiales más tardíos),
son resultado de una progresión lineal. Me parece, por el contrario, que las diferencias
tienen que ver más con el ethos particular de la región que con un estadio supuesta-
mente previo en la mentalidad de los misioneros. Como veremos, el acercamiento
doctrinal más “tradicional” de los jesuitas en la zona del Nayar —basado en la extir-
pación de idolatrías— y el de los misioneros en otras regiones, tendría que ver con el
carácter particular de la vida cultural y religiosa de los habitantes del Nayar.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 83
funcionaba al mismo tiempo como elemento cohesionador en lo
interno, y como práctica inaprehensible para los aparatos coloniales
de dominio (incluida la religión), en lo externo. De esta mezcla
surge una polis alterna al universo colonial (cuya apelación alcanza
incluso a algunos españoles) que permite una revisión al carácter
totalitario con que hasta ahora se ha leído la disyuntiva del Requeri-
miento que obligaba supuestamente a elegir entre la sumisión y la
muerte. Finalmente, examinaré los intentos del poder central novo-
hispano por domesticar en la ciudad México —con el espectáculo
barroco-ilustrado de procesar y quemar cadáveres de los nayares— lo
que no podía sujetar en la frontera misma.
Para explicar la segregación entre grupos indígenas y el mundo
mestizo mexicano del siglo xx, Gonzalo Aguirre Beltrán desarrolla
el concepto “regiones de refugio”, sitios ubicados en zonas “particu-
larmente hostiles o de difícil acceso” a los que se han retirado, o en
los que se han mantenido, grupos interesados en “resistir los embates
de la civilización” (22 y xv). Gracias a la dificultad de acceso a estos
sitios —dice Aguirre Beltrán— algunos grupos indígenas se han li-
brado de la extinción y de ser objeto de la explotación (26). El Nayar
del siglo xviii puede ser considerado como una zona de refugio, un
más allá de la ley colonial.
El Nayar estaba habitado por coras y tecualmes (los primeros ha-
blantes del cora; los segundos de una variante del náhuatl),4 y rodea-
do de asentamientos de huicholes y tepehuanes5 (más los blancos,

4 La información provista por los misioneros “simplifica” la situación lingüística en

la sierra al señalar que fuera de Ixcatán, habitada por los tecualmes que hablaban
náhuatl, en el resto de las misiones se hablaba cora. La realidad parece más compleja
según se deduce de los escritos menos formales de los misioneros. En cuanto a los
indígenas, parece seguro que cuando menos algunos de los hablantes de cora, enten-
dían o hablaban náhuatl ya que todo intento de comunicación con ellos se llevó a
cabo en dicha lengua (quizás utilizando intérpretes náhuatl-cora, aunque esta infor-
mación no se menciona) al menos hasta que los jesuitas aprendieron el cora. El ná-
huatl es también la lengua en que los coras se comunican (cartas, por ejemplo) con
el mundo institucional colonial. En los documentos sobre Nayar hay también varias
menciones a indígenas que hablaban español desde los primeros años de la conquista.
Por su parte, los jesuitas en su mayoría hablaban náhuatl y al parecer sólo unos pocos
aprendieron el cora con fluidez. Para la segunda mitad del siglo xviii se menciona
también que algunos soldados, por ser de la sierra, hablaban cora (Meyer, 1989: 50-54,
96, 141, 263; Meyer, 1992: 98-99; Ortega 19).
5 Tanto el cora y el huichol como el tepehuán y el tecualme pertenecen a la fami-

lia lingüística yuto-nahua. De hecho, las lenguas de todos los pueblos indígenas de las
84 IVONNE DEL VALLE

mestizos, mulatos y negros que se habían ido incorporando a la pro-


vincia) quienes vivían en esta zona montañosa de escarpadas cimas.
Lo inaccesible de la región permitía que sus habitantes fueran “olvi-
dados” de forma intermitente por los españoles y criollos que vivían
en las inmediaciones de la sierra. Ubicada en la Sierra Madre Occi-
dental, en una provincia conquistada brutalmente desde mediados
del siglo xvi por Nuño de Guzmán,6 el Nayar había recibido, antes
de 1722, cuatro incursiones españolas (militares o evangélicas) inten-
tando conquistarla; intentos de los que se había desistido ante las
dificultades y la resolución de los “nayaritas” a rechazarlos (Cavo,
257).7 Por razones que veremos a continuación desde finales del siglo
xvii sin embargo, y sobre todo a principios del siglo xviii, los esfuer-
zos por incorporar la sierra del Nayar a la jurisdicción colonial ad-
quieren un carácter urgente obligando a una conquista tan tardía
como apresurada en la que los jesuitas tienen un papel central.

regiones aquí tratadas pertenecen a esa misma familia, con excepción de la lengua de
los pueblos de Baja California y la de los seris en Sonora. Se desconoce la familia
lingüística de las lenguas de pericúes y guaycuras (Baja California). Por su parte, la
lengua de los seris de Sonora y la de los cochimíes de Baja California pertenecen a
otra familia lingüística, la hokana. Esta similitud habla probablemente de otros rasgos
culturales compartidos. Para información sobre las lenguas del noroeste de la Nueva
España, véase Hausberger, 1999.
6 En esta región desolada Cabeza de Vaca y sus compañeros de naufragio se en-

cuentran por primera vez con otros españoles, después de llevar años entre los indí-
genas. Los excesos de Nuño de Guzmán, muy visibles y recientes en esta área son los
que llevan a Cabeza de Vaca a formular su propuesta de “conquista pacífica”. Véase
Rolena Adorno, “Peaceful Conquest and Law in the Relación (Account) of Alvar Núñez
Cabeza de Vaca” en Coded Encounters: Writing, Gender, and Ethnicity in Colonial Latin
America, editado por Francisco Javier Cevallos-Candau et al. Amherst, University of
Massachusetts P., 1994: 75-86.
7 A partir de mediados del siglo xvii, españoles y criollos empiezan a extender el

nombre de Nayarit —el de un antiguo jefe de los coras (Nayarí)— no sólo a la región
montañosa en que habitaban los coras, sino también a todo habitante de la sierra
(diversos grupos indígenas) aún sin conquistar. Durante los siglos xvii y xviii el nom-
bre aparece muchas veces como “Nayeritas”. En estas páginas me referiré a los habi-
tantes de la sierra como nayares, de esta manera incluyo a indígenas (y no-indígenas)
de diversos grupos étnicos.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 85
el requerimiento y los apóstatas

Desde el inicio de la conquista El Nayar se convirtió en una zona de


refugio:8 hacia allá huían miembros de diversos grupos indígenas que
escapaban de la violencia de Nuño de Guzmán en el siglo xvi; mu-
chos de los participantes en la guerra del Mixtón a mediados del siglo
xvi partieron también a estas montañas.9 En el siglo xvii (1616-1618)
se unen a los coras y tecualmes de la sierra, tepehuanes que huyen
de la represión española al levantamiento general de la provincia
vecina de la Nueva Vizcaya (Tello II - 3: cap. 263 y Ortega, 34). Es
decir, cuando menos desde la llegada de los españoles, la sierra cons-
tituía un sitio de recomposición de fuerzas, un punto de escape del
universo colonial que se formaba en las faldas de las montañas. Des-
de mi perspectiva resulta especialmente interesante que no sólo eran
indígenas los interesados en salir del mundo colonial huyendo a la
sierra, sino también muchos miembros de otros grupos raciales,
como señalan desde mediados del siglo xvii los franciscanos que se
quejan de que la sierra servía de asilo a “forajidos de todo el reino”,
fueran éstos esclavos, mestizos o mulatos (Santoscoy, 13).
Para el siglo xviii, a este grupo diverso se une un nuevo elemento.
En 1716, en un informe que resulta fundamental para los planes de
conquista de la región, el jesuita Tomás Solchaga advierte al obispo
de Nueva Galicia la presencia de habitantes blancos en la sierra: un
número reducido de españoles que por una u otra razón habían
hecho de la sierra, de la vida cora, su forma de vida. Entre los nayares
—decía el jesuita— vivían tres hermanos españoles —dos hombres y
una mujer— y junto con ellos, “más de trescientos apóstatas de todos
colores” (Meyer, 1989: 26). Estas noticias sobre la mezcla racial y
cultural aparecen corroboradas años más tarde, cuando Ortega, al
escribir sobre la conquista de 1722, señala en varios momentos la
presencia de habitantes no-indígenas en el lugar: en una de las bata-
8 Para un análisis de las distintas “oleadas” de refugiados a la zona, véase la obra

de Phil Weigand. Estas mezclas constantes han dificultado a los antrópologos distinguir
el “origen” prehispánico de grupos como los coras, huicholes y tecuales (o tecualmes).
Aunque los jesuitas se establecieron en una zona cora, mientras que los franciscanos
eran misioneros entre los huicholes, las fronteras entre los asentamientos de uno y
otro grupo eran, como veremos, porosas.
9 Antonio Tello, en su crónica sobre la provincia franciscana de Xalisco escrita a

mediados del siglo xvii, hace mención constante a la facilidad con que indios alzados
huían a la sierra para evitar el castigo. Véase por ejemplo II: 3: 157 y 177.
86 IVONNE DEL VALLE

llas (para citar un par de ejemplos) los soldados asesinan a “un espa-
ñol que peleaba entre los nayares” (131). En otra instancia relata que
uno de los indígenas que más resistían la conquista militar y poste-
riormente la evangelización tenía por mujer a una española (167).
Por otra parte, si los coras recibían en sus montañas a individuos
de otros grupos, indígenas o no, ellos mismos tenían contacto direc-
to con el mundo más allá de la sierra. Durante el siglo xvii los fran-
ciscanos mencionan que los coras viajaban continuamente para co-
merciar con los grupos en las faldas de las montañas, y que incluso
pasaban temporadas en estos pueblos. En estos relatos, los coras no
parecen en absoluto tímidos. A juzgar por el informe de Antonio
Arias, el primer franciscano en escribir extensamente sobre los coras,
parecen por el contrario, abiertos a conversar y responder el sinnú-
mero de preguntas del misionero acerca de su vida y, sobre todo, de
sus creencias religiosas (Santoscoy, 7-34). Las preguntas insistentes
detrás de la información obtenida por Arias (quien escribe el informe
colonial más completo que conozco sobre las creencias coras) per-
miten pensar en las oportunidades que estas conversaciones abrían
a los indígenas para pensar detenidamente el universo de sus inter-
locutores. En el informe, Arias señala también que los coras bajaban
a trabajar a las zonas aledañas en tiempo de siega, y a los reales mi-
neros de Zacatecas (Santoscoy, 13), datos que hablan de una gran
movilidad a pesar de su estar “aislados” en las montañas.
En algunos de los contactos con españoles, los nayares habían
incluso dado su “obediencia” al rey de España y Arias dice que era
política suya, “por su conservación”, no hacer guerra a los españoles
(Santoscoy, 10). Debido precisamente a la continua relación de los
coras con el mundo colonial a su alrededor, algunos investigadores
refieren que a pesar de que la “conquista” del Nayar se realiza su-
puestamente en 1722, esta fecha y la llegada de los jesuitas no signi-
ficó para ellos un cambio radical. Los cambios fundamentales en su
vida cotidiana (adopción del ganado, uso de ciertos productos, for-
mación de nuevas rutas comerciales, agricultura) habían tenido lugar
muchos años antes (Hers 258).10

10 Según Marie-Areti Hers lo que más alteraron los jesuitas fue la organización

político-religiosa cora en la cual, la Mesa (el lugar elegido por las autoridades colo-
niales para instalar la misión y el presidio principales), tenía el lugar preponderante.
A partir de 1722 —dice Hers— este poder se dispersa y fragmenta para empezar a
reconstituirse en 1767 bajo la dirección de Granito, el sacerdote del dios Tallao—la
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 87
De la información anterior se deriva una interesante problemática:
por un lado, el hecho de que pese a que los indígenas habían varias
veces —según dicen los documentos— respondido afirmativamente
al Requerimiento (aceptaban al Dios cristiano, al rey), las autoridades
coloniales se plantearan durante años la necesidad de conquistarlos,
con todo y que, como decía el informe de Arias, los coras tenían como
política no atacar a los españoles. En este sentido, puede pensarse
que la existencia misma de este grupo anómalo, a su vez formado de
muchos grupos, en la sierra del Nayar representaba un serio reto a
la administración colonial. Si por un lado los indígenas vivían en paz,
no había razón para atacarlos, pero, por otro, el hecho de que la vida
en la sierra empezara a convertirse en una apelación atractiva a sec-
tores poblacionales no-indígenas transforma a este grupo en una
amenaza política y religiosa para el aparato colonial. La existencia de
los nayares tiene así que ver con las limitantes del imperativo totali-
tario del Requerimiento, según el cual las opciones para los indíge-
nas, una vez que se les leía el documento, eran solamente dos: sumi-
sión o muerte. Sin embargo, este grupo no asume ni una ni otra, por
el contrario, opta por una afirmación de su vida.
En varios de los encuentros documentados entre nayares y espa-
ñoles, una imagen se repite: la presentación del jefe del grupo (el
Nayarí) de algún documento escrito por un español en que se pide
a quien lea el texto buen trato para los coras en razón del tratamien-
to de ellos recibido por quien firma el mensaje. Más que aprovechar
el esporádico paso de miembros del estado colonial (militares, reli-
giosos) por su territorio, los coras buscaban activamente recordar su
existencia a las autoridades coloniales. Cuando les faltan salvoconduc-
tos que exhibir llegan incluso a pedir por escrito al obispo de Gua-
dalajara (insistiendo también en una respuesta escrita) cómo hacer
para seguir siendo considerados un pueblo de paz. Desde mi pers-
pectiva, este gesto excesivo de aparecer como súbditos ejemplares está
relacionado con ese saber histórico acumulado desde distintas pers-
pectivas (refugiados de las guerras de conquista, mulatos, esclavos,
indígenas de otras zonas del virreinato) respecto al funcionamiento
del gobierno colonial. Contrariamente a la aparente sumisión de esta
conducta, su carácter estudiado y performativo permite entender el

divinidad principal de los coras—que al renovar abiertamente el culto a Tallao en la


Mesa reintegra a este lugar su posición estratégica pre-conquista (257 – 276).
88 IVONNE DEL VALLE

significado del señalamiento de Ortega respecto a que el problema


no era que los nayares se rehusan a dar la obediencia al rey puesto
que habían realizado la ceremonia varias veces, sino a la naturaleza
de dicho reconocimiento. Según Ortega lo que hacían los indígenas
no era sino pantomima, ritual vacío de todo significado (37).
El hacer de los nayares puede leerse como un ejercicio mimético
descolonizador en el sentido que Michael Taussig lee en las posibili-
dades de la mimesis: hacer lo que el otro para continuar siendo uno
mismo, la formación de un espacio en el cual lo más íntimo y lo más
poderoso del yo surge mimetizando la alteridad (1993). Así, las ac-
ciones de los nayares pueden ser leídas como un hacer dentro (del
sistema colonial) que paradójicamente garantizaba su seguir viviendo
afuera.
Un vivir fuera asegurado por su actuar lo que Gilles Deleuze y
Félix Guattari han calificado como una “máquina de guerra”, como
un nomos distinto a la ley colonial. Sus acciones polimorfas, su flexi-
bilidad para intentar diversas opciones, y sobre todo, el carácter ac-
tivo de su involucramiento con el mundo colonial hablan de una
exterioridad voluntaria respecto de la interioridad representada por
el Estado español. Si desde el siglo xvii los coras participaban en
muchos sentidos de la vida colonial, incorporarando elementos de
dicha cultura según les resultara necesario, es decir, si para el siglo
xviii su ser cora se encontraba ya muy lejos de una pureza original
(eran coras y tecualmes en un mundo colonial); por otro lado, como
se verá más adelante, al mismo tiempo seguían participando en es-
pacios que los colocaban fuera de dicho universo. Su apego al fun-
cionamiento de sus formas religiosas representaba indirectamente un
poderoso límite político a la jurisdicción colonial.
Sin embargo, y este punto me parece muy importante para con-
trarestar el desliz prescriptivo de algunas aproximaciones teóricas, a
diferencia de las máquinas de guerra apreciadas por Deleuze y
Guattari que funcionan por encima de la memoria a largo plazo
(familia, sociedad, raza: 16), es decir, ésas que se desprenden de lazos
que podríamos llamar “tradicionales”, éste no es el caso de los naya-
res. A pesar de su procedencia multiétnica y multicultural, el grupo
continuaba funcionando con su identidad cora, como se puede ver
en los documentos que enviaban a las autoridades coloniales. Tam-
bién me parece equivocado pensar en estos grupos como agrupacio-
nes de bandidaje. Si como señalan Deleuze y Guattari, el Estado
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 89
tiende a integrar a las máquinas de guerra a su jurisdicción al crimi-
nizarlos (356) —tal es la lógica colonial por la que los franciscanos
en una cita anterior se refieren a quienes iban a vivir a la sierra como
“forajidos”— por encima de la lógica y el hacer del estado, se encuen-
tra la posibilidad de una lectura crítica. En ese sentido, pensar en
estos grupos como “bandidos” significaría asumir que la legalidad se
encontraba en el aparato colonial. Yo prefiero pensar en los nayares
como un grupo de una alta conciencia política e histórica que opta
por la creación de una ley propia. Es precisamente este hacer a es-
paldas de las instituciones coloniales que amenazaba con disminuir
la posible mano de obra colonial, o imprimirle un ritmo distinto,11
lo que a finales del siglo xvii empieza a molestar seriamente a los
habitantes de las inmediaciones de la sierra.12
El carácter compuesto del grupo no era en sí mismo lo que inco-
modaba a las autoridades coloniales. Históricamente cada mina ha
constituido una línea de fuga, una fuente para la mezcla y la irrupción
de lo clandestino (Deleuze y Guattari, 412-413) y Sonora, al noroes-
te de la sierra del Nayar, estaba plagada de reales mineros y con ellos
de una población variada y ambulante y, sin embargo, los jesuitas de
Sonora nunca se quejan de la mezcla y el desorden que significan las
minas y sus poblaciones itinerantes mientras que los franciscanos y

11 Rosa Yáñez señala que fue el marcado descenso de la población indigena en el

siglo xvii lo que llevó a “apresurar” una conquista pendiente durante mucho tiempo:
la necesidad de mano de obra había vuelto visible la sierra del Nayar (2001: 168).
12 Esta sociedad es distinta a las que surgían en las llamadas Provincias Internas

donde la economía del cautiverio produjo mezclas constantes entre distintos grupos
raciales. Según Fernando Operé, para muchos de los grupos indígenas del norte de
México (Sonora, Coahuila, Chihuahua y Estados Unidos —Texas, Nuevo México—),
la toma de cautivos se convirtió en una valiosa estrategia de supervivencia indígena
que no sólo les permitía acrecentar sus propios números a través de la captura de
mujeres y niños, sino tener herramientas para hostigar a quienes invadían sus territo-
rios.Un sistema de intercambio y rescate se organizó oficialmente en el área para
hacerse cargo de esta situación. Sin embargo, en este trabajo, y porque en las misivas
del Nayar no hay una sola mención al cautiverio, pienso en estos grupos como pro-
ducto de una formación absolutamente voluntaria. Hasta cierto punto los recientes
trabajos enfocados en los cautivos subrayan el carácter de estos personajes como víc-
timas —proyecto de rescatar las voces de quienes no las tuvieron, por ejemplo—. Para
mí, el cautiverio representa simplemente uno de los riesgos de la colonización. Si no
hubiera habido grupos humanos que invadieran territorios que no les pertenecían,
no habría habido cautivos. En todo caso, el cautivo es víctima del sistema colonial que
a cambio de sostener su avance está dispuesto a pagar —en ellos— cierto precio.
90 IVONNE DEL VALLE

jesuitas que piden la “reducción” del Nayarit hacen de la “mixtura”


de colores y de estatus religiosos (cristianos, apóstatas, paganos) el
punto central de su argumentación a favor del uso de la armas. La
amenaza radicaba, me parece, en la posible expansión de su área de
influencia. Como señala Ortega explicando la importancia de la
“conquista” de 1722:

Y crecía la confusión y lástima, por estar situada esta provincia casi en el


corazón de esta tan florida, como fervorosa cristiandad, rodeada de pueblos
cristianos, sin que le comunicasen la salud, antes quedaban muchas veces
algunos tocados del contagio y enfermedad de los nayeritas, incurable al
parecer de los más experimentados; porque no sólo no solicitaban médico
para su curación, pero ni aún admitían el remedio, entrándoseles hasta sus
puertas, rebalsándose allí los malignos humores de todo el reino (31).

El problema era entonces la posibilidad real de que esta parte


“enferma” según las metáforas de Ortega, transmitiera su mal a la
provincia en general. La mezcla (el indígena rebelde y su mujer es-
pañola, por ejemplo) creaba fuertes lazos de unión, alianzas profun-
das que rompían con jerarquías que facilitaban el control y la mirada
supervisora creando un espacio alterno a la jerarquías coloniales. En
las continuas idas y venidas de los nayares, decía desde el siglo xvii.
Antonio Arias, los indios de los alrededores de la sierra se familiari-
zaban con su trato dando así inicio a relaciones nocivas: “adquirien-
do amistad en los tratos [los indios que vivían en las faldas de las
montañas] suben a las fiestas y bailes de los cuales traen muchas
supersticiones sin tener más remedio que la prédica y no el castigo”.
“Es voz común”, continuaba el franciscano, “que todos los más natu-
rales de esta tierra envían a ofrecer a algún templo del Nayarit las
primicias de todos frutos” (Santoscoy, 30-31). Se podía entonces vivir
fuera de la sierra, y sin embargo, estar guiado por sus avatares, por
la palabra reveladora de sus ídolos, “contagiado” como diría Ortega,
del mal anti-colonial. Todos los habitantes de los pueblos en las faldas
de la sierra se encontraban, insiste Arias, “con un pie en esta tierra
y otro en la sierra” (Santoscoy 32).

13 David Weber señala que a finales del siglo xviii existían muchos indígenas no

del todo hispanizados ni cristianizados, que se movían con comodidad entre dos mun-
dos (el colonial y el suyo propio), frustrando a los oficiales españoles (247). Como
vemos en este ejemplo, en el Nayar —y lo mismo se puede decir de Sonora— desde
principios del siglo xviii había una población no sólo indígena sino mestiza e incluso
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 91
En 1711, como parte de una estrategia de la conquista ordenada
por el virrey a petición de grupos locales en la región, dos franciscanos
parten hacia la sierra con varios ofrecimientos para los nayares: la li-
bertad de los esclavos que allí se encontraban, y un indulto general.
Si además aceptaban recibir la doctrina cristiana no se les impondría
alcalde, ni otra justicia española. Lo único que fray Antonio Margil
pedía a cambio de estas concesiones —además de la puerta abierta
para la evangelización, desde luego— era que no se permitiera que
entraran a sus pueblos otros negros, mulatos o mestizos que aquellos
permitidos por los misioneros. Esta petición tiene que ver con la
ansiedad de las instituciones coloniales en relación con la integración
de otros grupos poblacionales a una forma de vida que escapaba de
la supervisión colonial. En esta ocasión, aunque los indígenas respon-
den que permitirían que se bautizase quien así lo quisiera, no llega
ningún voluntario (Ortega 58-61). Ante este fracaso, en 1716 se organi-
za una nueva comitiva para intentar convencer a los nayares. Después
de visitar la sierra, el jesuita Tomás Solchaga, en una postura endure-
cida respecto a la de sus compañeros franciscanos, señala las culpas
de los indígenas que —según él— justificaban una “guerra justa”. En
el informe de Solchaga al obispo, los apóstatas que se encuentran en
el Nayar son la pieza clave de la argumentación del derecho colonial
español a los territorios de la sierra. El bautizo recibido junto con el
Requerimiento en años (e incluso siglos) anteriores había marcado a
los habitantes de la sierra como pertenecientes a la corona. Vale la
pena transcribir aquí parte del informe del jesuita, quien después de
asegurar que era debido a la influencia de apóstatas y delincuentes
que los nayaritas no se reducían al cristianismo, agrega:

La obediencia que han dado al Rey no pasa de pura ceremonia, pues jamás
obedecen a sus mandatos, ni dejan de admitir a los apóstatas rebeldes de la
Corona, ni quieren entregarlos, ni admitir sacerdotes que administren a los
cristianos allí refugiados.
Esto y el haber no sólo hecho daño a los lugares vecinos, sino el estar siem-
pre prontos a admitir a los apóstatas y otros delincuentes, parece que basta
para hacerles guerra muy justa... Por lo tanto tengo por necesario sean obli-
gados los Nayaritas a tres puntos: 1, que no admitan cristianos fugitivos en
sus tierras; 2, que entreguen todos los apóstatas que hubiese en ellas; 3, que
en caso de que, por haber contraído con ellos parentesco o haber nacido
allí hijos o cosa semejante no quieran entregarlos, admitan sacerdotes que
instruyan o administren a dichos cristianos (Meyer, 1989: 26).
92 IVONNE DEL VALLE

Los apóstatas cumplen aquí una función instrumental a la razón


colonial, son la única salida posible a una situación que hacía del
regimen colonial un regimen paralelo y alterno —y no el único po-
sible— al de los nayares. Si desde el punto de vista del aparato colo-
nizador la apostasía significaba un salir del “pacto” del Requerimien-
to, me parece que para los nayares, la apostasía no puede ser
entendida sino como efecto secundario e involuntario de la afirma-
ción constituida por la continuidad de su propia vida: no es que los
nayares quisieran ser apóstatas, sino que simplemente vivían su vida
tal y como ellos la entendían. Los presupuestos y premisas ideológicas
que daban a la apostasía el significado (colonizador) de una ruptura
de un acuerdo religioso y político, tal vez nunca existía para los na-
yares, para quienes la apostasía se reducía quizás a ser el nombre con
que las autoridades coloniales justificaban una violencia que los hacía
partícipes en otro universo en el momento del castigo, pero que no
podía obligarlos a encontrar algún sentido o a identificarse en una
interpelación que desde su perspectiva era siempre irracional.
Como en otras ocasiones, los intentos de Solchaga de reducir a los
nayares, fallaron. Por ello, el sentido de ultimátum de su propuesta.
Leo en esta urgencia la preocupación por la intensidad de la mirada
de escrutinio que desde la sierra (en distintas lenguas y desde las
diferentes perspectivas de sus habitantes) se dirigía a todo el hacer
colonial. De lo que veía esta mirada sabemos poco. La ausencia de
documentos escritos por los blancos, mestizos y mulatos que marcha-
ron a vivir con los nayares lleva a pensar en el silencio (el rechazo
de una vida a decir sus códigos) como única posibilidad de la inte-
gración total a otra cultura. Como señala José Rabasa, “surrendering
forbids rendering the experience: only silence complies with going
native” (1989: 287). Si su rechazo a participar en el universo colonial
en condiciones de sujeción no está presente para nosotros sino como
pura negatividad ya que no conocemos la lectura que ellos hacían de
dicho universo; por otro, sabemos de la cultura de la sierra del Nayar
por las prácticas que durante dos siglos volvieron a sus habitantes
inconspicuos, prácticas que sirvieron tanto o más que las escarpadas
montañas para esconderlos, paradójicamente haciéndolos visibles.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 93
retórica y epistemología: la historia de la “conquista”

José Ortega, jesuita originario de Tlaxcala y uno de los primeros en


ser enviado a la sierra una vez que es “conquistada” escribe la Mara-
villosa reducción y conquista de la provincia de San Joseph del Gran Nayar,
Nuevo Reino de Toledo (1754), una de las principales fuentes históricas
sobre la conquista del lugar. El contexto de producción de esta obra
remite al interés de los centros urbanos por las periferias. Escrita a
petición de Andrés Marcos Burriel,14 encargado en Madrid además
de su revisión y edición, la Maravillosa es parte de una publicación
(Apóstolicos afanes) que incluye tres textos distintos: la obra de Ortega,
los memoriales de Eusebio Kino y los informes de dos jesuitas acerca
de sus exploraciones en la zona norte de las misiones sonorenses. De
esta forma, el texto queda inscrito en el ámbito del interés por la
exploración, la delimitación geográfica de las fronteras y las costum-
bres “extrañas” de indígenas que viven más allá de la cristiandad.
Por estas circunstancias el carácter autorial de Ortega se ve redu-
cido ya que el texto tuvo probablemente varios editores antes de su
publicación. De hecho, muchas de las actitudes del escritor de la
crónica parecen ausentes de las cartas escritas por Ortega. Para ex-
plicar la disparidad se podría pensar que en el texto oficial Ortega
tiene que hacer uso de cierta retórica (la retórica de la objetividad y
la distancia) para explicar a un medio externo cuestiones que quizás
habría abordado de otro modo para un público distinto. En todo
caso me parece que la cuestión de la autoría es aquí secundaria: sea
Ortega el autor (un autor que contrasta con el Ortega de las cartas
escritas para jesuitas en la Nueva España) o sea éste uno múltiple, la
Maravillosa sigue siendo la obra “oficial” jesuita sobre el Nayar pues-
ta a circular en Europa.
El texto está dividido en tres secciones: una, muy breve, que pue-
de ser considerada como etnográfica; otra sobre los intentos anterio-
res de conquistar a los nayares y, por último, la más extensa que re-
lata la conquista militar y el papel de los jesuitas en la posterior
“pacificación” de la sierra. Aunque publicada en 1754 (en Barcelo-

criolla, que se movía entre dos mundos. Yo argumentaría, sin embargo, que esta movili-
dad servía para fortalecer el universo indígena y no el colonial, tal como indica la nota
de Weber respecto a la “frustración” de los españoles ante este tipo de situaciones.
14 Véase el capítulo 1.
94 IVONNE DEL VALLE

na), Ortega probablemente la escribe en la década de 1740,15 a pesar


de que el último acontecimiento narrado en la obra (la visita del
obispo de Guadalajara a la sierra) había ocurrido en 1728. La omisión
de acontecimientos posteriores a 1728 hace pensar en la conjunción
de dos sucesos: la petición específica de su orden de escribir sobre
la conquista del Nayar, y la necesidad personal (e institucional) de
los jesuitas de callar los acontecimientos posteriores a la conquista
que hacían dudar del carácter totalitario de dicha palabra.
Además de estos silencios, las exigencias de la orden dada a Orte-
ga (escribir “la” conquista) lo obligan a utilizar varios recursos retó-
ricos que le permitieran entregar —textualmente— un trabajo que
él sabía no terminado. Por ello, la sierra —dice Ortega— no sería
otra que el texto que él presenta: “vamos ya penetrando la sierra”,
dice en las primeras páginas de su obra (11), desplazando a la sierra
con su libro en cuyas primeras páginas se dedica a crear un lugar
“ideal” para el apostolado religioso: los grandes riesgos físicos para
acceder a su interior, el “abismo de sombras” que rodea a las monta-
ñas, crean a la perfección un lugar que asombra y horroriza, un la-
berinto de dificultades tan exento de bienes naturales (no hay “otros
intereses” que lleven a nadie a la región) que la evangelización era
la única satisfacción al final del difícil viaje (10-11). El efecto de esta
presentación tiene que ver con la estética de lo sublime analizada
por Antony Higgins, en la que el efecto paralizador de una natura-
leza espectacular y en apariencia indomable, es productivamente
transformada en una invitación a formar proyectos de dominio y
auto-dominio criollos. A diferencia del funcionamiento del archivo
analizado por Higgins, sin embargo, la obra de Ortega no logra el
cometido de articular un espacio y sus habitantes en una economía
supeditada ya fuera al orden colonial o a la emergente patria criolla
y permanece dentro de la retórica tradicional de la lucha entre el
bien y el mal.
El texto que Ortega va construyendo se pliega poco a poco a la
empresa apologética que se propone con el resultado de hacer visibles
los mecanismos que permiten verlo en tanto que simple efecto de

15 Ortega dice llevar 23 años viviendo con los indígenas al momento de escribir

(12) y puesto que los primeros jesuitas (fuera de los dos que iban con la expedición
militar durante la conquista en 1722) no pudieron haber llegado antes de 1723, pue-
de concluirse que Ortega escribe cuando muy temprano en 1746.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 95
necesidades retóricas y epistemológicas desligadas de su objeto refe-
rencial (el Nayar). El título, por ejemplo, implica una necesidad de
coherencia. Según explica, el adjetivo “maravillosa” lo toma del infor-
me de Antonio Arias (jesuita homónimo del franciscano que escribe
un siglo antes) para seguir la tradición iniciada por uno de los dos
primeros misioneros en llegar a la sierra con los soldados en 1722.
La maravilla —agrega— se encontraría toda “descifrada” en el curso
de su libro (9) y más adelante, cuando empieza a explicar el difícil
carácter de los coras, anota: “siéndome necesario desempeñar el glo-
rioso título de este libro” (17), como si su escritura tuviera que seguir
no el curso de una realidad extratextual, sino una exigencia de co-
rrespondencia entre un título y el contenido que éste anuncia.
La dificultad de su tema (¿cómo convencer —y convencerse— de
que los nayares estaban de verdad reducidos a la fe?) parece hacer
volver al misionero a la utilización de viejos paradigmas. Mientras que
a finales del siglo xvi José de Acosta señalaba que para la evangeli-
zación del Nuevo Mundo no hacían falta milagros —“la vida nos
basta”, decía, para confirmar entre los indígenas la palabra de Dios
(378)— a mediados del xviii, Ortega recurre de nuevo al apoyo di-
vino (Santiago es supuestamente visto luchando contra los indíge-
nas). Aunque el misionero tiene dudas sobre lo que dice su escritura
(no se sabía si las imágenes de Santiago eran “apariencia o realidad
o ficción”) la posibilidad de vencer a los indígenas le parecía una
empresa tan “superior a las fuerzas humanas” que Ortega opta por
cuando menos sugerir el milagro (163).
Sin embargo, la signatura de lo sobrenatural (la maravilla, el mi-
lagro) no le parece suficiente para garantizar a sus lectores la veraci-
dad del contenido de su narración. Así, escoge la visita del obispo de
Guadalajara a la sierra en 1728 como último dato de los aconteci-
mientos en el Nayar. Si el milagro no resultaba suficiente, tal vez la
verificiación burocrática-oficial, el testimonio de un alto representan-
te institucional, garantizara la verdad que intenta construir. De esta
forma, en 1728 la visita del obispo produce una transformación: las
dificultades del fatigoso viaje para llegar al Nayar son olvidadas por
el prelado en cuanto éste confirma que todos los habitantes de la
sierra se hallaban ya “domesticados” y muy “adelantados” en la doc-
trina cristiana (215).
Así como el primer artificio retórico (el milagro) resultaba insufi-
ciente, la confirmación burocrática también falla, como parece indi-
96 IVONNE DEL VALLE

car el sorpresivo final de un libro que desde el principio de su


construcción pretende mostrar la enormidad del logro jesuita: el
haber llevado por fin, después de un sinnúmero de intentos fracasa-
dos, la cristiandad a la sierra. Al final, sin embargo, Ortega no puede
sostenerse en el esfuerzo de presentar un Nayar felizmente concluido
y cierra en cambio, con una extraña plegaria. Además de las alaban-
zas que debían darse a Dios por lo logrado, había que presentarle
“humildes ruegos” para que no permitiera que a la provincia “baña-
da ya con tanta luz” volvieran las “funestas sombras del error” de la
idolatría (219). Que Ortega elija esta frase para cerrar su libro —la
“maravillosa reducción”— implica hasta cierto punto un no concluir
que deja entrever la amenza que obligaba a una petición para que
no volviera lo que se daba por finalizado del todo páginas antes. La
“humildad” de los ruegos contrasta además con el carácter confiado
de Ortega que al principio del texto dice no entender los “escrúpu-
los” de Antonio Arias para presentar la conquista de la sierra bajo el
título de maravilla (9).
Este tono de reserva, de callada preocupación, probablemente
tiene que ver con la conciencia de Ortega respecto a las relaciones
entre el universo de los nayares y las autoridades coloniales. Muchos
podían haber dicho que habían conquistado y reducido al Nayar, dice
Ortega explicando los esfuerzos anteriores a 1722 y sin embargo, la
conquista nunca había ocurrido:

[…]por lo que mira a la palabra conquistó, si no entiende [cierto capitán del


siglo xvi] por nombre de conquista aquellas ceremonias de obediencia que
han dado siempre los nayeres y que no dudo reiterarían en su presencia, no
sé cómo asentir a tener por verdadero lo inverosímil; porque si se hubiera
de entender como suena el nombre de conquista… (37)

Si las palabras fueran obligadas a corresponder a la realidad que


decían nombrar, concluye el jesuita, entonces “conquista” no era el
término adecuado para hablar del Nayar: los nayares nunca habían
sido conquistados. De esta forma, el párrafo final de la obra de Or-
tega representa una pequeña entrada a la verdad que quedaba fue-
ra del texto, a toda la serie de acontecimientos ocurridos entre 1728
y el momento de escritura. Hechos que de haber sido presentados
en la crónica oficial habrían opacado el trabajo de soldados y mi-
sioneros.
Pese a sus esfuerzos en sentido contrario, Ortega deja indicios de
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 97
lo que queda fuera del texto. Por un lado, las “palabras bárbaras” y
las historias confeccionadas por la “tosca fantasía” de los nayares; por
otro, las cartas de los misioneros: materiales ambos que contradecían
profundamente la verdad construida en su obra.
Al Madrid que pide a Ortega escribir la conquista, no puede llegar
la frontera, por eso pretexto a pretexto va acortando la sección etno-
gráfica: no relata la historia de los nayares sobre “la creación del
hombre y principio que tuvo la variedad de colores que vemos entre
españoles, indios, negros y extranjeros” (historia que habría sido
especialmente interesante en este lugar de mezcla y por ello proba-
blemente obligado a una hiper-conciencia sobre las diferencias racia-
les) por considerarla una “inconsecuente rídicula fábula” (15). De la
misma manera, reduce todas sus ceremonias “a una sola para evitar
prolijidad, y excusar molestia a los que leyeren esta historia” (24), y
con este mismo pretexto no dice más sobre sus leyes y ritos, porque
hacerlo implicaría alargar la escritura más de lo que deseaba (27).
Cuando se extiende en la narración de un pasaje sobre las creencias
de los nayares lo hace relegando sus contenidos al terreno de la “li-
teratura”. Así, ilustra sus creencias sobre los muertos con una peque-
ña historia solamente para “divertir la sequedad” de un capítulo (29).
Esta contextualización le permite no tomar en serio estas historias y
utilizarlas en cambio para divertir en un sentido estricto: sacar al
lector por un momento de la problemática de la sierra y llevarlo a la
zona menos árida de la ficción. De esta manera, Ortega va constru-
yendo una sierra legible para lectores que no pueden, ni tienen por
qué someterse a cierto orden y lugar.
Las quejas incluidas en el “Prólogo” de la obra por sus editores
madrileños sobre lo “detenida que anduvo la pluma” de los autores
quienes se “contentaron con insinuar las fatigas sin declarar otras
circunstancias que ahora enriquecerían esta historia” (5), sumadas a
la lista enviada al procurador jesuita de la Nueva España por Andrés
M. Burriel, permiten saber qué tipo de “circunstancias” hacían falta
para enriquecer la obra de Ortega. En una carta en que solicita datos
sobre varias misiones, Burriel pide al procurador específicamente
datos sobre los coras y sus costumbres: un mapa de la zona, noticias
sobre su lengua (quiere saber, por ejemplo, si ésta era la misma que
la de los coras en California). La insistecia de la petición sin embar-
go, tiene como eje no el presente de las misiones sino la historia
anterior de los indígenas: su gobierno, guerras, comercio, sus ídolos
98 IVONNE DEL VALLE

(y si se podía dibujarlos, mejor) y sacrificios, ritos, sus creencias (Bu-


rrus-Zubillaga, 1986: 71-2).
De hecho la sección etnográfica en la obra de Ortega es, como ya
mencioné, bastante breve, tanto que en el siglo xix el historiador
Alberto Santoscoy señala la paradoja de que al parecer el siglo xviii
sabía menos que el xvii al comparar lo que Antonio Arias, Antonio
Tello y otros que escribían a mediados del xvii dicen sobre los coras,
con la “vaga e incompleta relación” escrita por Ortega (iv), quien
parece desconocer cuestiones sabidas en cambio un siglo antes. Una
cosa parece cierta: la búsqueda de conocimiento sobre los indígenas
del franciscano Arias recuerda los esfuerzos etnográficos de los pri-
meros evangelizadores en la Nueva España. Esta resolución y este aire
de urgencia por conocer a los coras —y por transmitir ese conoci-
miento para ayudar a la extirpación de la idolatría— es parte central
del texto de Arias, lo que no puede decirse ni de la obra de Ortega,
ni de la de ninguno de sus compañeros jesuitas.
La vieja necesidad de ir a los indios con pleno conocimiento, con
los ojos absolutamente abiertos para encontrar la falla, la mentira en
cualquier resquicio, está atenuada en el siglo xviii. En este sentido,
habría que preguntarse qué es lo que la epistemología particular del
siglo xviii “borraba” de su campo de visión al centrarse en otro tipo
de especulaciones. Puede decirse que negarse a tomar en serio el
sentimiento-pensamiento religioso de los indígenas equivalía a cerrar
la posibilidad de entender el universo indígena. Si en el Nayar, Arias
empezaba a hacer este trabajo a profundidad, su labor queda trunca.
El cambio de un paradigma a otro, puede ser la causa de que la in-
formación sobre grupos indígenas de zonas fronterizas con los que
se tuvo “contacto” hasta el siglo xviii sea relativamente parca. Se sabe
menos no porque su vida (creencias, costumbres) constituyera un
inventario menor que el de los grupos de la zona central, sino porque
sus investigadores estaban menos dispuestos a tomar en serio los ejes
de su cultura. En el caso del Nayar, los jesuitas se encontraban en
una zona intermedia: la idolatría de los indígenas no les permitía
relegar el aspecto religioso al área de lo intrascendente, pero por
otro lado, se negaban a hacer un recuento serio y sistemático de las
“supersticiones” indígenas, a continuar lo iniciado por los francisca-
nos un siglo antes.
Las reticencias de Ortega a decir más sobre los indígenas tendrían
cuando menos dos explicaciones. Puede tratarse —como ya se sugi-
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 99
rió— de conocimiento perdido al ser descalificado como carente de
importancia (su “tosca fantasía”, sus “bárbaras palabras”, dice Orte-
ga); o bien, de una resolución personal de Ortega mismo. Como sea,
el jesuita dice llevar 23 años entre los indios y algunas de sus cartas
posteriores lo presentan como bien integrado a la vida de los coras
(véase capítulo 5) por lo que también es posible pensar que existe
una disparidad entre lo que el centro (Madrid, ciudad de México)
pedía de las fronteras y lo que desde ahí valía la pena decir para sa-
tisfacer dicho deseo. Me pregunto entonces si es posible que Ortega
decidiera decir más de lo que decía, como si finalmente resultaba
igual decir mucho o poco, ya que los significados sobre la vida y las
creencias coras eran poco compatibles con el universo al que debían
ser traducidas; si es posible que desde la perspectiva de sus 23 años
(el “más indio” de los jesuitas como dice de sí más tarde) en la sierra,
el mundo en cora y el mundo en español resultaran inconmensura-
bles. Si esto es así, la Maravillosa puede ser leída como la máscara que
protege a su autor, como un ejercicio que le permite de nuevo cerrar
filas con sus lectores, separándose en la escritura de un mundo al cual
pertenecía en un grado que era inconveniente descubrir.
Otro aspecto de la crónica de Ortega tiene que ver con comprimir
el contenido de las cartas de los misioneros utilizadas en su obra. En
algún momento dice que las sintetizará para que se halle sólo en una
lo contenido por dos (66). La lectura de estas cartas permite ver los
contenidos eludidos por Ortega en su ejercicio de edición. En primer
lugar, aparecen las palabras “bárbaras” de los indios empleadas por
los misioneros sin traducciones ni explicación. En este sentido —el
universo semántico común— los misioneros pertenecían también al
orden de la frontera, les era innecesario glosarlo al hablar entre sí.
Había indios tatoleros, chirimiteros, chacuareros, se practicaban
guenchiguas…, este vocabulario sin embargo no llega al libro sobre
la conquista.
En más de un sentido, el libro de Ortega comparte el modelo
seguido por los demás jesuitas en el Nayar redactores de documentos
oficiales: la selección de una fecha que marca un cambio radical
entre el antes y el después de la religiosidad nayar. Antes, el exceso
de la idolatría; desde el ahora de la escritura, en cambio, la cristian-
dad de mansos corderos; apreciaciones repetidas una y otra vez por
los jesuitas, pero entre estos extremos tan sólo un vacío (¿el milagro
que quiere Ortega?) que confunde por la elisión de un proceso que
100 IVONNE DEL VALLE

parecía imposible (la conversión) apenas una página antes. Así como
él, ningún jesuita discute los acontecimientos que podrían explicar
el abrupto cambio en indígenas hasta entonces reticentes.
En su estudio sobre las relaciones entre jesuitas y nayares, Jean
Meyer señala que los misioneros nunca pudieron extirpar la idolatría;
para hacerlo —dice— habrían necesitado antes definirla y dicha
definición “les resultó poco más que imposible” (1992: 87). Cierta-
mente, lo que se encuentra en los textos jesuitas referidos a la “anti-
gua” vida de los nayares es precisamente perplejidad: la incapacidad
de entender qué llevaba a los indígenas a actuar como actuaban, de
entender los significados que hacían de su sistema de vida un univer-
so inalienable. Hasta cierto punto esta dificultad para explicar quié-
nes eran los nayares obligaba a Ortega a modificar los hechos: la
magia, el milagro de la conversión tenía una fecha (aunque sería más
apropiado decir “fechas”), pero no un antecedente claramente defi-
nido (su religión) y mucho menos una historia posterior.
Sin embargo, mucha de la información producida por ellos mis-
mos da otro sentido a documentos como la crónica de Ortega. Por
ejemplo, en 1727, es decir apenas un año antes del glorioso 1728 de
Ortega, Cristóbal Lauria, otro jesuita, se queja de que la asistencia a
las misiones es “muy poca, porque la más parte del año la pasan [los
indígenas] en las barrancas, en borracheras, en idolatrías y otras
maldades”. De igual forma, a principios de 1730 Urbano Covarrubias
informa que la esperada visita del obispo Nicolás Gómez (la misma
de la que hablaba Ortega en 1728) no había servido para calmar los
ánimos de los “muy inquietos” indios. Por si fuera poco, y contrario
a su política de irlos ganando poco a poco, “disimulando” sus “innu-
merables idolatrías y adoratorios”, en 1729 los misioneros descubrie-
ron una cueva en la cual rendían adoración a un cadáver que los
soldados destruyeron junto con los objetos que había a su alrededor.
Acontecer fortuito que descubre no sólo cómo los indígenas habían
podido continuar con sus prácticas religiosas, sino también el carác-
ter conspiratorio de su hacer pues no es sino hasta más tarde cuando
los misioneros se enteran de la gran importancia de dichos “despojos”
que resultan ser —dice Covarrubias— “célebres y venerados de toda
la circunferencia de naciones”. La importancia del adoratorio era tal
—agrega el misionero— que había sido obra “Divina” el que ellos la
ignoraran, porque de haberlo sabido, dudaba que hubieran empeza-
do la empresa (Meyer, 1989: 63).
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 101
Meses después de la destrucción del hallazgo, las urgentes misivas
escritas por los jesuitas, cartas permeadas por el miedo y la impoten-
cia, dan la razón a la aseveración de Covarrubias: hasta cierto punto
había sido necesaria cierta ingenuidad para haber realizado una ac-
ción que tendría consecuencias tan negativas para los misioneros. La
violencia de esta destrucción generaba violencia, o en todo caso,
llevaba a los jesuitas a imaginar la violencia retribuidora de los agre-
didos. En sus cartas intercambian rumores, información esencial,
notas de consuelo o llamadas a la retirada ante la fuerte posibilidad,
indicada —coincidentemente— por Ortega, de que “toda la provin-
cia” se perdiera (Meyer, 1989: 74).
Uno de los aspectos más interesantes de dichas cartas es que el
miedo de la mayoría de los misioneros no estaba relacionado con el
anhelo del martirio que podía esperarse de quienes se encontraban
en una zona remota, habitada por indios “chichimecas”. Uno tras
otro los misioneros que pueden hacerlo se van retirando de sus mi-
siones para huir de la posibilidad de ser asesinados por los nayares.
Francisco de Isasi, en una carta al provincial que denota su miedo
(Ortega, quien lee la misiva, se da cuenta de que el provincial en la
ciudad de México no entenderá la carta del misionero y agrega en
una suya los datos que dan sentido a la de Isasi) escribe cómo se
encontraba después de enterarse de los rumores sobre su muerte por
parte de los indios:

más desconsolado que nunca queriendo estos indios hacer conmigo tal
crueldad mimándolos como los he mimado… Dios sabe cómo escribo porque
estoy tal de susto que no tengo vida por lo que ya digo [que los indios te-
cualmes irían a ayudar a los coras en el supuesto levantamiento]… no me
hallo con ánimo de morir a manos de estos bárbaros (Meyer, 1989: 70).

Isasi avisa en la carta que se marchará a una misión menos pro-


blemática pues de quedarse donde se encontraba moriría, si no a
manos de los indios, sí “de las malas noches” pasadas con la preocu-
pación causada por las constantes malas noticias (Meyer, 1989: 70).
De la misma forma, Joseph X. García hace saber a Ortega que él
también pasaría a otra misión porque temía por su vida y de ser
asesinado “no será morir mártir, sino como matan otros, y supuesto
que esto han deseado mucho, quiero evitar con irme sus desafueros”.
Como en el caso de Isasi, el martirio no sólo no es deseado (“no
juzgo que es cosa contra la religión asegurar mi vida”, argumenta
102 IVONNE DEL VALLE

García. Meyer, 1989: 73), sino que ni siquiera es opción en el Nayar.


Si los indígenas los asesinaran, la suya sería una muerte común, des-
provista de los atributos divinos que en épocas anteriores permitían
la recuperación de la muerte en la triunfal economía de una futura
implantación de la fe. Con estas líneas, los misioneros indirectamen-
te cuestionan el que había sido uno de los principios fundamentales
de la evangelización fronteriza. La incapacidad de transformar la
muerte en martirio habla de un ambiente evangelizador radicalmen-
te distinto al de los ánimos exaltados de siglos anteriores. Como
había dicho Ortega respecto a la inconveniencia de aplicar la palabra
conquista para el caso del Nayar, si a las cosas pudiera dárseles el
nombre correspondiente, la muerte de un jesuita en el siglo xviii en
las fronteras no era sino una muerte desnuda, delatando con esto
una crisis semiótica colonial por la que era imposible extraer los
mismos viejos significados de sucesis que requerían nuevos modelos
de interpretación.
A pesar de la alarma, en 1730 no ocurrió nada a las misiones y los
misioneros, nada al menos más allá de lo mucho que transcurría en
el pensamiento y la emotividad jesuita. En la crónica de Ortega no
hay tampoco una sola mención a los sucesos de esas fechas. Tampo-
co en los informes oficiales de Jácome Doye y Gregorio Hernáez.
Quizás porque los jesuitas no estaban interesados en dar a conocer
el diálogo continuo y accidentado con los indígenas, parte del cual
eran su desconfianza y continuo temor.
Tal vez intentando inconscientemente aliviar la frustración causa-
da por la evangelización de los nayares, muy pronto empiezan los
jesuitas a invertir el modelo del contagio propuesto para presionar a
la conquista en los años que la precedieron. A partir de 1730 en
muchos de sus documentos el problema no eran ya los nayares, sino
los “fronterizos”, es decir, el sinnúmero de indígenas —huicholes,
tepecanos, tecualmes— que viviendo en las faldas de la sierra (y ad-
ministrados por franciscanos), subían a “alborotar” a los nayares.
Eran ellos los “libertinos”, los “gentiles”, se quejaban los jesuitas cul-
pando lo precario de su evangelización a la poca frecuencia con que
según ellos los visitaban los franciscanos. Es decir, a partir de ese
momento, la frontera, la localización del problema, cambia de ubi-
cación: no lo era más la sierra, el mundo más allá de las faldas de las
montañas, sino este otro universo intermedio entre la sierra y el
universo colonial.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 103
En los acontecimientos del levantamiento ficticio de 1730, Joseph
X. García por ejemplo, teme por su vida, no debido a los tecualmes
de su misión, sino porque los fronterizos querían asesinarlo. El más
alterado de los misioneros, Francisco de Isasi, tampoco cree que se-
rían los coras quienes lo asesinarían, sino “siete pueblos” de huicho-
les “determinados” a acabar con él. Ortega asegura que en los pueblos
fronterizos de su misión ya no había indios, indicio del gran desorden
prevaleciente y de una situación incierta. Los signos negativos vienen
pues de otros lados; el odio que hace temer a los padres por su vida
también: cuando mucho, los misioneros señalan que los indígenas
de sus misiones habían guardado silencio sobre lo que se fraguaba
en los alrededores. Sin embargo, como concede Ortega, el levanta-
miento se debía a la molestia por la destrucción de sus adoratorios
(Meyer, 1989: 68, 72-74). Aunque la historiografía moderna señala
que en estos acontecimientos fueron los tecualmes y los “fronterizos”
los levantados, y que los coras no participaron en absoluto (Meyer
1989: 74-76), lo importante aquí es el papel simbólico y estratégico
de la sierra tanto para sus habitantes como para quienes que vivían
más allá de sus montañas: la destrucción de un adoratorio cora-te-
cualme había repercutido, y eso notan claramente los jesuitas, en un
espacio que rebasaba con mucho la sierra del Nayar. Según Marie-
Areti Hers, a pesar de que “la frontera” era utilizada para controlar
a los nayares, quienes por así decirlo estaban “rodeados” en su serra-
nía, en las décadas posteriores (1750 y 1760) se forjaron muchas
alianzas entre los coras y los indígenas huicholes y zacatecos, junto
con la población mestiza de San Blas (280-282).
En sus informes de 1744, los franciscanos, por su parte, señalan
que en la sierra ocurría todo lo malo: el problema para ellos como
misioneros era hallarse ahí, “en la boca” de la barbarie. Estos docu-
mentos son una fuente rica de información en la medida en que
permiten ver el estado de las poblaciones que rodeaban al Nayar. Las
constantes son una abrumadora pobreza, aislamiento y una natura-
leza especialmente hostil. Muy pocos sitios tenían una población
considerable de “gente de razón” (mulatos, mestizos, españoles), y
los indígenas tampoco eran muchos: pueblos enteros habían desapa-
recido debido a la peste. La lectura de estos informes hacen pensar
en los pobladores de estos sitios como una especie de rezagados,
sujetos abandonados a su suerte en un territorio inhóspito y en con-
diciones desastrosas (en determinado lugar, dice un religioso, “que-
104 IVONNE DEL VALLE

dan tres indios y un mulato”) que hablan de los efectos de un par


de siglos de colonialismo. Como si los textos hicieran una cuenta
regresiva —aquí quedan tantos, allá tantos— los franciscanos parecen
pensar en una época ya terminada (reales mineros, más habitantes)
y esperar la gran catástrofe final. “Sólo por la obediencia”, dice otro,
“se puede vivir allí”. Pese a este panorama desolado, todo el territorio
a su cargo, insisten, estaba bien administrado. En cambio, desde su
perspectiva, la sierra era la que parecía abandonada, al menos en un
sentido evangélico. Muchos mostraban incluso su intención de subir
a “evangelizar” a los gentiles o por lo menos hablar con ellos cuando
bajaran de la sierra, como si los jesuitas no estuvieran ahí viviendo
con los serranos (Véase Meyer, 1990: 237-252).
En 1744 el contagio temido a principios del siglo xviii había pues
ocurrido. La frontera, fuera ésta la sierra misma o los pueblos en sus
faldas, era un espacio de límites porosos, transitables; la mezcla (in-
dios y mulatos, sobre todo), irremediable. Vista la desolación bajo las
montañas, la sierra del Nayar debía resultar atractiva. Irónicamente
era, cuando menos, el centro religioso de los “bien administrados”
pueblos franciscanos tal como se indica no sólo en la amenaza de
levantamiento de 1730, sino en averiguaciones posteriores en casos
de idolatría. Lo interesante de este arreglo, de las relaciones entre la
frontera y sus contornos era que hacían de la causa de un problema,
algo nolocalizable, inaprehendible. Los incitadores, los paganos, la
idolatría, se desplazaban constantemente: no podían ser aprehendi-
dos: iban y venían circulando por el mundo —paradójicamente— sin
fronteras de la sierra y sus inmediaciones. Y en este sentido, y pese a
la desolación y los profundos estragos de la violencia, parece claro
que la conquista no era un hecho acabado en 1722, ni la idolatría
un asunto concluido.

el corazón: origen de una religión rizomática

Como en la carta de Solchaga al obispo en 1716 o en las cartas de


los jesuitas en 1730, la transición a la violencia como recurso contra
los indígenas está ligada a una alteración emotiva del colonizador. La
frustración, el miedo, la rabia —formas todas que implican una cier-
ta parálisis inicial— son sentimientos que anteceden cada brote de
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 105
violencia: guerra justa, castigo ejemplar, pacificación, destrucción de
ídolos. Como si la violencia fuera el único recurso para recuperarse
de un momento de titubeo, impotencia o temor, tanto soldados como
jesuitas recurren a ella para librarse de los efectos de su falta de
control sobre sí mismos.
Desplazando al “milagro” y la “maravilla” para explicar el cambio
repentino en los nayares, la violencia es el único mecanismo que
parece llevar a lograr en ellos el efecto deseado. Por ello, cárcel y
castigos corporales son el destino de quienes según los jesuitas se
burlaban de la religión: amenazas para que delataran adoratorios,
castigos “moderados” para quienes reincidían en la idolatría, y crea-
ción de falsas escenografías que mostraran a obstinados idólatras la
posibilidad de ser quemados (Burrus-Zubillaga, 1982: 285-290).
Los preparativos puestos en marcha en 1721 y 1722 para conquis-
tar el Nayar presentan varias instancias claras de la relación arriba
anotada. En principio, al ver que el triunfo militar se complicaba por
falta de soldados, Arias, el jesuita que va en la expedición, es presa
de “discursos melancólicos” que señalan como imposible la conver-
sión: su estado de ánimo oscila entonces entre el “desaliento” y el
caer presa de “congojas”, “melancolía”, “desconsuelos”, “cuidados y
temores”, sentimientos que se resuelven todos cuando recibe noticias
sobre la llegada del nuevo capitán que dirigiría la empresa (Ortega
100-102). Más tarde, durante una segunda ronda de conversaciones
con los indígenas, uno de los indios apóstatas de la sierra, Cucut,
responde a la invitación de soldados y misioneros de entregarse a los
designios de los españoles con una claridad de visión que enturbia la
de los españoles que lo escuchan. Los nayares, dice Cucut “ni querían
sujetarse a otro yugo forastero, ni admitir otra religión, ni adorar otro
dios que el suyo, que les favorecía siempre con tales providencias, que
les excusaba la necesidad de haber de recurrir para sustentarse a
países extraños”. Ante tal respuesta, Ortega recurre a una lista de
calificativos para explicar los sentimientos de los misioneros: “irrita-
ción”, “santo enardecimiento”, “justo enojo”, “justo sentimiento”,
“santo enojo”. Emociones todas que le hacen desear que hubiera sido
el “brazo eclesiástico” el que en esos momentos manejara “la espada”
para hacer pagar el atrevimiento de Cucut (111-112).
Relatando la destrucción en 1729 de un adoratorio, Urbano Co-
varrubias dice que “por desquitar el primer miedo” que un ídolo y
su templo les había causado, los soldados (“dos cristianos campeo-
106 IVONNE DEL VALLE

nes”) una vez “recobrados un tanto” de la visión que les había “tur-
bado el ímpetu”, “arrebataron el buen ídolo a puñados y golpes” que
destrozaron “y ultrajaron con mayor número de baldones y oprobios”
(Meyer, 1989: 62-63). En otro informe, Gregorio Hernáez confirma
no sólo la eficacia de dicho mecanismo violento sino su carácter de
absoluta necesidad. Si no se recurriera a los soldados y sus armas los
indígenas jamás se habrían convertido en cristianos:

[…] no fue menor la vigilancia y solicitud que fue preciso poner para con-
tener estos nayaritas en la sujeción y obediencia que, obligados del valor de
sus armas, dieron al rey nuestro señor. Mal habenidos con la sujeción en que
estaban, y pareciéndoles sumamente gravosa la ley que los privaba de sus
gustos, intentaron, en varias ocasiones, sacudir rebeldes el yugo, que con
duplicadas coyundas, los contenía en el deber de cristianos y racionales
(Burrus-Zubillaga, 1982: 302).

De esta forma, la desafiante resolución de Solchaga en 1716 (sin


soldados jamás se volverían cristianos), se prolonga mucho más allá
de la conquista para convertirse prácticamente en el modus operandi
de las misiones.16
Llama la atención la manera en que los nayares se hicieron cargo
de la volatilidad del ánimo de los colonizadores, o al menos eso pa-
rece leerse en sus esfuerzos por asegurarse de que ni el miedo, ni la
frustración o la incertidumbre se apoderaran de los conquistadores/
colonizadores. En una primera carta, fechada en 1649 del tonati
Francisco Nayarí al obispo de Guadalajara se lee lo siguiente:

y yo soy de los Coras y los demás mis súbditos, los Guasamotas, Coras, Ayo-
tuxpas y Guajicoras están quietos; y así quiero que lo sepas Sr. Obispo y
también el rey que está en España, léase este papel en vuestra presencia, para
que vuestro corazón se aquiete y me queráis mucho como yo os quiero, y ahora
os digo lo que siento para que lo sepáis y os holguéis, y holgarme yo de que
no tengo pecado, sino que estoy como me habéis puesto (énfasis agregado,
Santoscoy 2).17

16 Hay que añadir sin embargo, que salvo algunas pocas excepciones los misioneros

están del mismo modo incómodos con lo que según su perspectiva es el mal proceder
de los soldados a los que muchas veces culpan por la “inquietud” de los indígenas.
17 Las cartas —parte de la misma comunicación con el obispo Juan Ruiz Colmene-

ro y al parecer escritas con la intención de solicitarle “instrucciones”— están escritas


en náhuatl y son transcritas por Santoscoy junto con la traducción al castellano con
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 107
La misiva, escrita para recordar al prelado que el territorio cora y
el de sus aliados se hallaban de paz, asume que para “tranquilizar” a
los representantes coloniales —el obispo en lo local, el rey en ultra-
mar— era necesario recordarles que todo estaba bien: que su “cora-
zón se aquiete” dice el Tonati, dando por hecho el peligro de un
ánimo alterado y la posibilidad de que de pronto este “corazón”
inestable cambiara de parecer.
El corazón en tanto que relacionado con la voluntad (podían ser
cristianos y racionales, pero no querían, por eso había que obligarlos,
es lo que dicen las líneas de Hernáez citadas arriba) era en todo caso,
el lugar impreciso en que tropezaban los esfuerzos de los misioneros.
Las advertencias de José de Acosta respecto a la necesidad de lograr
primeramente que los indios sacaran a los ídolos de su corazón y del
error de proceder de manera contraria (destruyendo objetos de cul-
to antes de asegurarse de que su voluntad fuera ya cristiana: 465),
resuenan fuertemente en el caso del Nayar.
Aunque es verdad que a partir del momento de la “conquista” de
los nayares, los jesuitas siguen hasta cierto punto estas recomendacio-
nes (basta recordar las menciones a las continuadas “idolatrías” en
las barrancas en 1727, por ejemplo); por otro lado, su continuo “ha-
llazgo” de adoratorios y su posterior y violenta destrucción también
parecen parte constitutiva de su forma de proceder. Como señalaba
Ortega en su crónica, aunque para referirse al mundo pre-conquista,
para la religión católica los nayares habían mostrado “corazones tan
rebeldes” que las “penetrantes espadas de la predicación” habían
siempre topado con “pechos de diamantes” (17). Según él mismo
dice, la idolatría era tan “connatural” a los indios que no contentos
con todos sus dioses, “se iban a los templos de las mayores deidades
y pedían al guarda-ídolo alguna reliquia para llevar a sus casas” (21).
Si múltiple en los objetos de su adoración, la intensidad de la entre-
ga a su religión era tal que Ortega se ofrece como testigo de su
fuerza, de su poder de dominio sobre el ánimo de los nayares: “Y me
consta de algunos, que lo hacían con tal ardor [dar gracias a su dios],
que era necesario les ayudaran los ojos con sus lágrimas a decir lo
que ya no podía con sus voces la lengua” (25). En 1745, Jácome Doye

que las encontró en el siglo xix en el archivo del gobierno eclesiástico de la arquidió-
cesis de Guadalajara (véase página VI para esta aclaración, y páginas 1-6 para las cartas
del Nayarí).
108 IVONNE DEL VALLE

repite lo dicho por Ortega. Los objetos de la idolatría, aparentemen-


te contingentes (“ya una piedrita lisa, ya una culebrita seca o otra
sabandija en la cual invocaban al demonio”), les provocaban en cam-
bio “tanta ternura de corazón” que al adorarlos los nayares termina-
ban siempre llorando (Burrus-Zubillaga, 1982: 288).
El exceso de esta emotividad —un discurso que se interrumpe—
habla de un sitio más allá o más acá de lo racional; en todo caso, de
un lugar diferente a la lógica discursiva (en la que según Ortega los
nayares eran excelentes) traspuesta, por insuficiente, por un corazón
desbordado en el objeto de su elección. Éste era el problema de una
religiosidad incomprensible para los misioneros.
El informe de Doye citado arriba es un buen ejemplo de las acci-
dentadas maneras en que interactuaban idolatría y cristianismo. El
misionero relata cómo en varias ocasiones el comandante del presi-
dio había “obligado” a los nayaritas (no dice de qué manera) a mos-
trarle sus adoratorios, y cómo sus propias “prédicas y amenazas” lo-
graban de vez en cuando que los indios le entregaran “algunos”
ídolos que tenían escondidos. Sin embargo, todos sus esfuerzos re-
sultan oscurecidos por un hecho importante: el no haber podido
terminar con el problema de raíz. “En todas las referidas destruccio-
nes de los adoratorios que esta nación había tenido ocultos” —dice
Doye— “sólo me desconsoló el no haber podido hallar en ellos el
principal objeto de su idolatría” (Burrus-Zubillaga, 1982: 288).
Así pues a pesar de que su informe es una narración continua de
destrucción de ídolos y adoratorios descubiertos debido a las medidas
tomadas por autoridades militares o eclesiáticas, en la mayoría de los
casos la “entrega” de los indígenas no era total:

Desde el primer adoratorio que fui a quemar… me entró la sospecha, bien


fundada, de que algunos de esta gente se habían adelantado, por ocultas
veredas, a sacar los objetos de su diabólica adoración; y conocióse por los
vestigios frescos que habían dejado, a ocultar su ídolo en alguna cueva. De
donde colegí [escribe de 1731] que aún les quedaba la idolatría arraigada
en el corazón. Este ha sido después, acá, el principal de mis cuidados y con-
gojas… Supe que en mi ausencia [había ido a otro pueblo], había habido
aquí una compartación con baile, a la usanza de su gentilidad, cuando fes-
tejaban a su ídolo Quaimaruzi… Conocí que aún no lo habían renegado.
Eso se me confirmó después, cuando el uno de los dos sirvientes tarahuma-
res que habían quedado conmigo, había casualmente, encontrado al dicho
ídolo en un monte, poco distante del pueblo.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 109
Pese a que el pueblo entero había participado llevando al misio-
nero a sus “hueicales” idolátricos (38 en un solo día, por ejemplo; y
en festivas procesiones acompañadas por el “chirimitero” local “to-
cando alegremente su instrumento”: 286 y 288), el descubrimiento
siempre era parcial: o porque ya habían sacado los verdaderos obje-
tos de su veneración, o bien porque nunca descubrían todos los
adoratorios que continuaban localizándose, “casualmente”. Parciali-
dad también porque inmediatamente después de descubrir sus ado-
ratorios, aprovechaban la primera ausencia del misionero para resta-
blecer sus bailes “idolátricos”.
Si se piensa además que, como indica Ortega en una carta escrita
en 1750, Doye había sido un misionero especialmente celoso (“acé-
rrimo contra los idólatras”), y que, en cambio, de varios de los siete
misioneros entonces en el Nayar no se podía decir lo mismo (según
Ortega uno se fingía loco, otro siempre se encontraba enfermo y sólo
dos hablaban el cora), es posible imaginar el estado de las “idolatrías”
de los nayares en toda la provincia (Meyer, 1989: 114-115).
Para los jesuitas una proliferación cuyo punto de origen permane-
cía ilocalizable, era la forma de la religión nayar. Cualquier objeto
(la menor piedrita o la más insignificante sabandija, decía Doye)
podía ser el lugar de un culto que obligaba a la creación de hueica-
les, de los que se podía extraer una pequeña parte de una ofrenda
(una flecha, una piedra) que a su vez daba origen a un nuevo ado-
ratorio del que a su vez podía surgir otro nuevo en una ramificación
extendida y fuera de control, como el modelo del rizoma (que pue-
de ser roto en cualquier sitio para ramificarse de nuevo, escapando
en una vieja línea o inventando una nueva) analizado por Deleuze y
Guattari (10). Magia del contacto y magia de la similaridad, diría
Taussig (1993: 47-57): momento en que ambas se funden —una pie-
dra semejante a otra piedra, o una flecha que ha tocado a la pie-
dra— para conferir a los nuevos objetos el poder de los antiguos. La
“idolatría” funcionaba como una especie de cabeza de la hidra: por
cada parte cercenada por los misioneros brotaban nuevos miembros
en lugares y formas imprevistas.18 “Labor de Sísifo” dice Meyer para

18 Ortega señala que tenían tres divinidades principales: Tayaoppa (el sol, la deidad

principal), Ta Te (nuestra madre) y Quanamoa (su redentor), triada que según fran-
ciscanos y jesuitas era semejante a la trinidad cristiana. Además de estos tres dioses,
dice Ortega que “tenían otros muchos, a quienes sin otro nombre que el de Tecuat,
que es lo mismo que Señor, rendían sus adoraciones”. Véase Ortega 19-21 y Santoscoy
110 IVONNE DEL VALLE

referirse al trabajo de los misioneros (1993: 34), una tarea intermi-


nable, nunca del todo acabada, sobre todo porque paradójicamente
eran ellos quienes provocaban la proliferación.
A pesar de los innegables estragos causados por el aparato colonial
en la fábrica político-social de los nayares —y en este sentido hay en
los escritos de los misioneros instancias de las divisiones entre los
indígenas—, de pequeñas o grandes traiciones de algunos individuos
a su grupo, de momentos de duda y confusión; a pesar pues del des-
equilibrio interno efecto del reacomodo colonial, lo que abundan son
ejemplos de la supervivencia arrolladora de un sistema de vida. Un
caso de esto último se presenta en los informes de misioneros y sol-
dados sobre sus averiguaciones acerca de la idolatría en la misión de
Dolores en 1752. Después de hablar con varios pobladores, el capitán
que dirige los interrogatorios concluye: “todo estaba perdido” pues
“todos” eran idólatras. Lo peor de la situación según el capitán, era
que incluso Antonio, el gobernador, era “chaquarero, bailador y be-
bedor en San Blas [otro pueblo] e idólatra” (Meyer, 1989: 121). Que
el capitán destaque la participación del gobernador en el culto ido-
látrico tiene que ver no sólo con la jerarquía de Antonio Celis, sino
con su grado de participación en la cultura “blanca” e hispanizada
puesto que en el informe se marca claramente que Celis sabía, además
de hablar castellano, leer y escribir. Treinta años después de iniciada
la evangelización, todos los miembros de una comunidad indepen-
dientemente de su edad y jerarquía participaban en la idolatría.
El tiempo trancurrido pone a militares y jesuitas en una situación
incómoda pues tanto unos como otros conocían personalmente a los
indígenas y así en los documentos abundan las menciones a los nom-
bres propios: Nicolás, Mateo, Francisco, Rafael, Lucas, identificacio-
nes que se van acumulando mostrando que el paganismo tenía
nombre y cara conocidos. Por ello la desilusión y la desesperanza.
Sin encontrar otra salida al problema —todos conocidos y sin embar-
go, todos idólatras— el capitán, con el apoyo de los jesuitas, decide
“cerrar” Dolores: sacar a todos los indios de ahí, permitirles que se
marcharan a cualquier misión de su elección, como si esta medida

22-3. Marie-Areti Hers indica cómo en la Mesa (el sitio que tenía preponderancia
político-religiosa entre los nayares antes de la conquista) aparecen, después de 1722,
dos ídolos (con sus templos y sacerdotes), en lugar de uno, de Tallao (el Tayaoppa de
Ortega), dispersión que ella considera “una medida defensiva contra el control espa-
ñol” (266).
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 111
pudiera borrarar lo que ahí ocurría o acabar repentinamente con
una forma de ser y de vivir. La solución implica una derrota: la im-
posibilidad para soldados y misioneros de continuar en Dolores sa-
biendo lo que sabían.
Dos cuestiones más en este caso son reveladoras del funcionamien-
to de la religiosidad nayar. La primera es el hecho de que Diego
Manares, identificado como el sacerdote de los ritos “sacrílegos”,
había sido, como él mismo señala durante su interrogatorio, quien
durante la conquista en 1722 había llevado a los soldados a destruir
adoratorios, actividad que le permite sustraer objetos para su uso
posterior. En 1752 es de nuevo él quien lleva al capitán no sólo a
sacar de las cuevas a los “diablos” que hasta entonces —reconoce
Manares— los habían “engañado”, sino también a deshacerse de los
mezcalitos (el peyote) utilizados durante sus ceremonias religiosas.
A pesar del sustantivo utilizado por Manares para referirse a sus dio-
ses, en las frases de éste transcritas en el informe sigue habiendo un
tono de retadora indiferencia: “ahí está, sácalo, si puedes” dice al
militar señalando el profundo barranco en que se encontraba el
ídolo. Esta vez, a diferencia de lo hecho por los soldados durante la
conquista, el capitán decide bajar a recuperar todos los objetos ocul-
tos en la cueva y no depender de Manares para hacerlo (Meyer, 1989:
144-148).
En segundo lugar, según se deduce de las declaraciones de algunos
testigos-participantes, la dispersión de los habitantes de Dolores tan
sólo significaría la dispersión del culto prohibido. Las respuestas de
los interrogados que explican la expansión de la idolatría hablan de
una compleja red de relaciones entre San Blas (misión a cargo de los
franciscanos) y Rosario y Dolores, misiones jesuitas surgidas de la
disolución, años antes, de otra misión (el Rosario) por sus prácticas
de idolatría. Según el recuento de los testigos la cercanía de Rosario
con San Blas había permitido la formación de nuevas alianzas entre
los miembros de la así expandida comunidad religiosa (el aprendiz
de Manares en Dolores era sobrino de la sacerdotisa de San Blas, por
ejemplo. Meyer, 1989: 143). Quizás esperando que nuevos misioneros
y nuevos soldados tuvieran que hacerse cargo de ella, ni unos ni otros
parecen considerar que desaparecer la misión significaría extender
el contagio y postergar el enfrentamiento con la idolatría. Al final de
las investigaciones, las autoridades informan incluso que habían con-
cedido a los habitantes de la misión varias prerrogativas tratando de
112 IVONNE DEL VALLE

evitar que permanecieran cerca de San Blas, asegurando con ello que
los rumores y los participantes se extenderían más allá del radio de
lo ya “perdido”.
Según el jesuita Joseph Rincón, los idólatras habían sido recibidos
de buen grado en las otras misiones, se les había dado casa y tierras
y por un año habían quedado exentos del “trabajo y servicio” que
daban a los ministros evangélicos (Meyer, 1989: 156). Que en lugar
de castigar se hicieran concesiones a los culpables tiene que ver no
sólo con la magnitud del problema (eso era mejor que obligarlos a
rebelarse), sino con la (auto) confusión provocada al presionar a los
indios más de la cuenta. “Tengo experiencia… que en descubriéndo-
se algo, sacan algunas cosas viejas, con lo que nos confunden” (Meyer,
1989: 127), dice un capitán, como advirtiendo que buscar idolatrías
con demasiada vehemencia podía producirlas. Por otro lado, no
presionar suficiente siempre implicaba quedarse tan sólo con una
parte de la historia. En 1756, un capellán insiste en que sería mejor
que estos indios fueran reubicados en la Mesa, donde se encontraba
el presidio principal, ya que sólo así se les podría vigilar lo suficiente:
“en mi concepto” —dice— “no se sabe todo lo que intentaban” (Me-
yer, 1989: 155).
Sea que se hubiera “encontrado” más, o menos, de lo que en
realidad había, las reacciones de los indígenas parecen haber alar-
mado a sus interrogadores.

y habiendo hecha esta confesión tan plena y plana [habla un teniente] se


contristaron todos grandemente y se experimentó el que en contando se
fuesen enfermando algunos por el pesar de ver ya descubiertas sus idolatrías,
y que se les habían de vedar en adelante. Así lo expresaban sus semblantes
y aún la voz de alguno. Y considerando que todo este miserable pueblo de-
manda una ejemplar reprehensión y severa demostración, no quise tomar
resolución alguna que les provocase a insolentarse contra las pocas fuerzas
con que yo me hallo en esta actualidad… sólo tomé la deliberación de des-
pojarlos a todos de sus armas. (Meyer, 1989: 129)19

19 Extrañamente Diego Manares muere un par de días después de haber llevado a

los soldados a encontrar ídolos y mezcalitos (Meyer, 1989: 153). En el siguiente capí-
tulo, sobre Sonora, se observa un caso similar en el que el hechicero acusado de
asesinar a uno de los jesuitas, muere al día siguiente de haber confesado su supuesto
“crimen”. En este sentido, es interesante lo que dice el capitán respecto a la melanco-
lía de todo un pueblo por haber perdido el objeto de su culto.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 113
La fuerza de la idolatría podía imaginarse en los efectos que cau-
saba en los interrogados, y la experiencia del “levantamiento” de
1730 luego de la quema de ídolos de 1729 es un buen ejemplo de
los temores que lo hecho producía en misioneros y soldados. Quizás
en razón de esto mismo las reticencias a presionar demasiado: tal vez
era mejor no conocer del todo la magnitud del problema detrás de
las confesiones. Por ello, era preferible que se marcharan, a pesar
de saber que enviarlos a otro sitio implicaba dispersar y ampliar el
problema.
Estos pasajes señalan que la religión cohesionaba a los habitantes
de la sierra, el significante que permanecía pese a los cambios, y que
los volvía inalcanzables incluso después de la “conquista”. En su nom-
bre, de muchas formas y desde muchos frentes, los nayares hacían
una guerra de guerrillas. Durante años habían dado la “obediencia”
a los requerimientos del rey, y habían participado en el universo co-
lonial presentando peticiones y argumentando sus derechos, ya fuera
verbalmente o por escrito. A pesar de su respuesta afirmativa al Re-
querimiento, en una de las primeras entradas de españoles a la sierra
en el siglo xviii, los nayares responden a los “amorosos” mensajes de
los conquistadores, diciendo que la mejor manera de demostrarles el
amor que decían tenerles era volviéndose por el camino por el que
habían llegado (Ortega, 42). En 1764, cuando un grupo de indígenas
se queja (delante del militar que reporta el incidente) con uno de
los jesuitas de la conducta de otro y el primero los acusa de “embus-
teros, chismosos, inquietos”, uno de los indígenas se agacha y seña-
lando una herida en la cabeza, dirige una pregunta contundente al
jesuita: “¿y esta cortada es mentira, padre?” (Meyer, 1989: 171).
Aunque los momentos en que los misioneros citan directamente
a los indígenas no son muchos, las líneas anteriores son un indicio
de lo que quería decir José Ortega al indicar que los nayares les ha-
bían demostrado “que más que a las puntas de sus flechas y los filos
de sus alfanjes, debía temerse “la agudeza de sus discursos” (44). La
intensidad del diálogo entre misioneros e indígenas aparece en notas
dispersas en los documentos de los jesuitas, tres o cuatro frases que
nos recuerdan que la conversión no era el proceso silencioso, o mo-
nológico, representado por el antes lobos/ahora corderos de los
misioneros. Quizás por las inconveniencias que para la fe de sus
lectores significaría esta inclusión, los misioneros (al menos después
del siglo xvi) eluden esta área de su convivencia con los indígenas.
114 IVONNE DEL VALLE

Las palabras y argumentos de los indigenas están las más de las veces
perdidas entre una presentación que las exhibe como muestra de sus
errores, quitando con esto toda posibilidad de diálogo verdadero, o
bien las sintetiza (como hace otro jesuita en 1745: “no pocas veces
vienen… a objetarme y proponerme dudas de mi explicación”: Ban-
croft M-M 1176: 10), escatimando el saber y la lógica, la impaciencia
de los indígenas con la doctrina cristiana.
En estas palabras que resultan tan inesperadas como sorprenden-
tes (su “diabólica elocuencia”, decía Ortega) para sus interlocutores,
hay toda una gama de posibilidades de respuesta del Nayar a la vio-
lencia de la conquista. Una respuesta motivada por el afán de man-
tener firme el eje que le daba sentido: su religiosidad, que era tanto
el origen de su discurso, como el sitio privilegiado para el quiebre
del discurso en su nombre sostenido.
Aunque sería absurdo decir que los nayares nunca fueron evange-
lizados, debe señalarse que de nuevo en 1760 el jesuita Antonio Polo,
en una carta al provincial en la ciudad de México, confiesa que en
la sierra sólo se salvaban los niños que morían bautizados; en cambio
los adultos tenían poca esperanza de salvación (Meyer, 1989: 163).
Poco tiempo después de la salida de los jesuitas en 1769, uno de los
capitanes de los presidios, entregado a la extirpación de idolatrías
como antes hicieron los misioneros, confirma dos cosas. En primer
lugar, cómo los nayares se recuperaban de las destrucciones llevadas
a cabo periódicamente por soldados y misioneros: los indígenas —de-
cía el capitán— aseguraban en que todos los ídolos que les habían
arrebatado en 1768 no eran los originales, sino representaciones de
los antiguos. En los nuevos objetos —dice el militar— “adoraban la
representación” de los viejos ídolos (Meyer, 1989: 184-185), argumen-
tado que las copias de las copias no perdían por serlo, su atracción,
sino por el contrario, aparecían enteras y originales en su poder. En
segundo lugar, el estado “caótico” de la sierra desde la perspectiva
de las autoridades: “desde la conquista”, nunca como en ese momen-
to habían estado los indios “tan entregados a la idolatría” (Meyer,
1989: 190).
Finalizo con una pregunta que abordaré en el siguiente apartado
sobre el tipo de relaciones que podía establecer la ciudad de México,
en tanto que centro de la expansión a las fronteras, con este grupo
cuya resistencia a ser asimilado a la “norma” demuestra lo que Meyer
ha llamado una “capacidad proteica”.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 115
viajes de la periferia al centro

La escritura de los misioneros —sobre todo en el caso de la crónica


de José Ortega— era uno de los pocos medios por el que las noticias
respecto a la sierra del Nayar llegaban más allá de su limitado ámbi-
to regional. Contrariamente a Sonora, y sobre todo a Baja California,
el Nayar era todavía en el siglo xviii un lugar oscuro, desconocido
para el mundo trasatlántico.
Por esto son particularmente interesantes dos “entradas” directas
de esta frontera a la ciudad de México; entradas que por su natura-
leza se convierten, a diferencia de los escritos de los jesuitas que
circulaban en ámbitos más o menos restringidos, en temas públicos:
asuntos discutidos por un gran número de personas que participan
en ambas.20 Como de la nada, en el siglo xviii aparece una nueva
región “salvaje”, inconquistada, que llega hasta la ciudad de México
para convertirse en tema de la opinión pública. La importancia de
una representación local de una frontera sometida es evidente si se
toma en cuenta que desde muy pronto en el discurso del orden co-
lonial (desde el panegírico a la recientemente terminada ciudad de
México, México en 1554, escrito por Francisco Cervantes de Salazar,
por ejemplo) la ciudad de México era pensada en conjunto con las
fronteras (fueran éstas Florida, Nuevo México o, en el caso que aquí
trato, el Nayar) que debían sujetarse al dominio del virreinato y de
cuya domesticación dependía el cierre, la conclusión de la conquista
y la colonización cuyo eje se encontraba precisamente en México.
Los dos viajes del Nayar a la ciudad de México tienen un carácter
controlado: son momentos buscados y aprovechados por las autori-
dades coloniales que hacen de las “visitas” un espectáculo barroco
de una continuada expansión colonial. En el primer viaje, resultado
de una de las primeras “estrategias” de las autoridades civiles y ecle-
siásticas por conquistar la sierra, el jefe principal de los coras, el
tonati, va en 1721 a la ciudad de México con 25 acompañantes para
hablar con el virrey y hacerle una serie de peticiones. El segundo,

20 En realidad se trata de tres. 10 años después de este primer auto de fe, el jesui-

ta Urbano Covarrubias hace en 1731 un nuevo envío de objetos idolátricos hallados


en el Nayar. La repetición (esta segunda “remisión” y su posterior quema pública)
hace pensar a Roberto Moreno de los Arcos que el auto de fe de 1723 debió haber
resultado un éxito para las autoridades (392). Mi lectura, como se verá, difiere de la
Moreno de los Arcos.
116 IVONNE DEL VALLE

en 1723, se trata del auto de fe del cadáver del Nayar, el gran jefe
del siglo xvi que había dado su nombre tanto a la sierra como a los
indígenas que la habitaban, y que había sido remitido por los jesuitas
y soldados que participaron en la conquista de 1722 como “muestra”
tanto de su triunfo (despojos de guerra), como de la idolatría de los
conquistados.
Según relata Ortega en la Maravillosa, en 1721 las autoridades ci-
viles, con ayuda de uno de los amigos blancos de los nayares, logran
tender a éstos una trampa: convencer al tonati de ir a la ciudad de
México a pedir al virrey, con el pretexto de darle personalmente la
obediencia, auxilio para reabrir sus rutas comerciales cerradas en ese
momento por grupos indígenas costeños que —sin saberlo los naya-
res— les negaban acceso a la costa como parte del plan de conquis-
ta.21 La intervención del virrey tenía por objeto comprometer a los
indígenas a recibir misioneros y ajustarse a las reglas de vida por ellos
marcadas, a cambio de que se “abrieran” las rutas comerciales con la
costa. Este incidente, pretexto oficial de la guerra hecha a los nayares
cuando éstos no cumplen lo “pactado” con el virrey, hace decir a
Ortega que habían sido los indígenas mismos quienes “buscando sus
intereses, abrieron la puerta que su terquedad tenía cerrada” (77).
La llegada de los 26 nayares (en un principio eran 50, pero la
mitad regresó apenas iniciado el viaje) a la capital virreinal causó
gran revuelo:

Fue muy ruidosa la novedad que causó la venida de los nayeritas en los áni-
mos mexicanos; porque no sólo picó la curiosidad de la gente plebeya, que
corría a tropas a verles, sino que movió aun a los señores y señoras de pri-
mera clase, para deber al examen de sus propios ojos, el informe que fácil-
mente abulta la exageración cuando se escucha en ajenas lenguas. Y pasando
la fama de las casas a los claustros, sacó el ardiente celo a muchos venerables
religiosos y sacerdotes de su sagrado retiro, con el deseo de ir a ver si eran
capaces de domesticarse los que la común voz publicaba indómitas fieras
(Ortega: 85-86).

21 Rosa Yáñez afirma que con la ayuda de los indios cristianizados se cerró el paso

a los nayares tanto por la zona occidental como por la oriental. Esto impidió a los
indígenas el acceso a las rutas de la costa para comerciar, así como comprar sal y
pescado, entre otros productos (1991: 171). Este comercio, según los franciscanos, era
desde el siglo xvii parte fundamental de la vida en la sierra.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 117
En cierto sentido parecería como si en el siglo xviii la ciudad de
México se considerara más allá de la barbarie y la idolatría; por ello,
la noción de espectáculo extraordinario, el aire de rareza que hacía
que ésos a quienes Ortega llama “plebeyos” (seguramente indios,
mestizos y mulatos) fueran a ver a los nayares. Por otro lado, puede
pensarse que este recibimiento seguramente inesperado podía haber
avasallado a los miembros de la delegación nayar. Según Ortega, la
enorme población de la ciudad de México —que el misionero pre-
senta como la evidencia del poder de España— era lo más asombro-
so para entre los nayares, más que la arquitectura y la “suntuosidad”
que había dejado “pasmados” a los visitantes. Quedaron sorprendidos
—dice el misionero— por “el tropel y numeroso concurso de espa-
ñoles que veían, y de que podía formarse ejércitos, no sólo para
conquistar su rebeldía, sino para acabar con todos sus paisanos” (85).
Si en este sentido, la visión de la ciudad de México significó para los
26 nayares un ajuste de su noción del poder al que se enfrentaban y
que hasta entonces sólo habían encontrado de forma fragmentaria y
dispersa, por otro lado, contra esta imagen de españoles circulando
por doquier, en 1730 (en una de las atemorizadas cartas enviadas por
Ortega al provincial cuando los misioneros temían morir y perder la
provincia), un jesuita se refería al “sueño indígena” de acabar con
todos los españoles en la sierra: los padres y “el resto de esta pequeña
cristiandad” (Meyer, 1992: 96). La disparidad entre una revelación y
otra —los españoles en México eran muchos, pero en la sierra los
indios podían matarlos a todos— tiene que ver con los límites del
área de influencia de uno y otro sitio, con los límites sobre todo, de
una “gran” ciudad de México que pese a su grandeza y número de
habitantes no podía ejercer control sobre sus fronteras. Las frases con
que Ortega interpreta la sorpresa que los muchos “españoles” causan
en los nayares, pueden estar relacionadas con el miedo de los misio-
neros en 1730. De ser así, la ciudad de México es una imagen invo-
cada —de nuevo desde la frontera en donde escribe la crónica—
como seguridad y amuleto cuando en cambio se vivía en un universo
en que la cristiandad era bastante reducida. Sus frases, en todo caso,
nos llevan al efecto que Ortega (y las autoridades que organizan el
viaje) quisiera producir con la materialización de México.
El efecto sublime de la naturaleza en la subjetividad criolla (Hig-
gins) aquí se invierte en el espectáculo —para los “bárbaros”— de la
ciudad y sus habitantes. Pero en este caso, lo sublime debe rebasar
118 IVONNE DEL VALLE

toda posibilidad de lo manejable y controlable y producir un asom-


bro parecido al temor que por fin hiciera a los nayares confrontar
una realidad (la de la Nueva España), la cual habían eludido duran-
te siglos. El viaje a la ciudad de México bastaría para acercarla a la
sierra y convertirla —vía las asombradas palabras de los nayares que
la habían observado— en el nuevo horizonte de influencias en la
frontera.
A partir de la llegada de los nayares se pone en marcha un pro-
grama de una cuidada escenografía-coreografía: visitas a prelados y
autoridades civiles, paseos a lugares estratégicos. De un lugar a otro,
de un personaje a otro, los indígenas son sometidos a una experien-
cia concentrada, intensa del universo burocrático-oficial de la ciu-
dad.22 Además de esto, estaba también la gente que se acercaba a ver
a las “indómitas fieras” (Ortega, 86) de las fronteras. Es díficil saber
la impresión exacta producida por este universo en los nayares. Más
que las interpretaciones de Ortega puede servir de indicio lo que el
misionero refiere de los indígenas, ante esta nueva situación.
En algún momento, los visitantes son informados de que el virrey
—con quien no se habían encontrado todavía— pasará por la casa
donde se hospedan. En ese momento —dice el jesuita— “salieron a
la puerta los nayeritas, puestos muy en orden, y el Tonati a un balcón,
donde se mantuvo con seriedad majestuosa. Luego que conoció por
el aviso de los que le asistían, al señor virrey, le hizo con despejo y
gravedad, que en él era como naturaleza, tres sucesivas reverencias” (cur-
sivas agregadas). Aunque Ortega añade que las reverencias las hace
el tonati “instruido”, el jefe nayar (su “naturaleza”), no parece ate-
morizado, por el contrario, con el “despejo” de un monarca ante
otro, el tonati realiza sus saludos desde un balcón, marcando su dis-
tancia no sólo respecto a sus acompañantes que a diferencia de él
salen a la puerta, sino también respecto al virrey: el tonati no sale a
la puerta, lo saluda desde la distancia de su propia jerarquía. Por otro
lado, si las reverencias habían sido planeadas por una especie de

22 Los jesuitas habían organizado varios viajes semejantes desde sus misiones a los

centros europeos buscando, igual que en este caso, que los “nativos” (nayares, japo-
neses, etc.) fueran testigos de la grandeza europea. Como si la supuesta magnificiencia
europea fuera obvia y convenciera de inmediato a quien la viera, estos viajes tenían
como objetivo mostrar la superioridad europea y con ella, la necesidad de su imitación
(Prosperi 167; véase también Weber 27 y 242).
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 119
equipo asesor, no lo fue seguramente el “grande alarido” dado por
los indios después de ser saludados por el virrey (86). En estas imá-
genes los nayares no parecen en ningún momento amedrentados o
vacilantes ante un aparato cuyos efectos Ortega tal vez hubiera que-
rido más impresionantes. En esta ocasión, al igual que cuando los
nayares son recibidos por el virrey, éstos parecen entender el suyo
como un sistema protocolario tan válido y necesario como el del vi-
rrey: cada grupo realiza sus saludos y signos de deferencia sin inte-
rrumpir al otro. Si el tonati había aceptado ir a dar su obediencia al
virrey como estrategia para pedirle ayuda, por otro lado también iba
en calidad de monarca, de jefe supremo de una gente y un territorio
que probablemente no cambiaría por lo que Ortega llama la “sun-
tuosidad” de la ciudad de México.
Dos pequeñas notas pueden ilustrar el poco o mucho interés de
los nayares, y del tonati en especial, por las “ventajas” y los lujos de
una vida “civilizada”. Después de la conquista de la sierra, por ejem-
plo, los soldados encuentran tirado por ahí, sin usar, el elegante
traje que el virrey había mandado hacer especialmente para el tona-
ti; ya antes, al principio del viaje, el tonati rechaza la oferta de las
autoridades de hospedarlo cómodamente y prefiere reunirse con los
suyos en el monte (Ortega, 166 y 82).
En la primera audiencia con el virrey, Ortega repite el mismo
adjetivo, “notable despejo”, para referirse al ánimo resuelto con el
cual tanto el tonati como su cortejo ofrecen al virrey los símbolos de
su poder (flechas, todos; el bastón y su corona de plumas, el tonati).
Después de este gesto simbólico del reconocimiento de su jurisdic-
ción, el virrey dice a los nayares que a partir de ese momento que-
daban “perdonados” por “cualquier delito que hubiesen cometido”.
El tonati, de nuevo al parecer poco impresionado por la generosa
oferta del virrey, le ofrece a cambio un “papel o memorial” con “sus
quejas y sus peticiones” (87). Durante esta primera etapa del viaje, a
pesar de la intensidad y novedad de la experiencia, todo marchaba
bien para los nayares y no es sino hasta el momento en que las auto-
ridades deciden poner en marcha su plan y obligarlos a comprome-
terse a cambiar su sistema de vida, cuando las cosas se complican
para los indígenas visitantes.
Durante la segunda audiencia con el virrey éste les entrega un
extenso papel en el que —según Ortega— les hacía ver sus errores
y lo terrible de su adoración al demonio, situación que debía termi-
120 IVONNE DEL VALLE

nar. Cuando el traductor termina de leer el escrito del virrey, los


nayares entienden claramente el carácter de la “exhortación”. “Con-
fusos y perplejos” —dice Ortega— los nayares comienzan a sospechar
de “el engaño” (88). No se trataba entonces de un monarca que
demostraba su obediencia a otro ni de una respetuosa alianza de
poderes. Por el contrario, aliarse con el poder colonial implicaba una
disposición a cambiar su sistema de vida. Puesto que estaban en la
ciudad de México —ahora sí, bastante lejos de la sierra— y puesto
que se les había concedido la apertura de los caminos de la sal que
habían solicitado, los nayares acceden.
A partir de este momento, el viaje se transforma en un proceso de
desintegración para (y de) los nayares, que son el locus en el que se
centra el poderoso choque de dos lugares y sus sistemas. Si hasta
entonces la ciudad con todo y sus miles de españoles no pesaba más
que la sierra, el ámbito que seguía siendo el lugar, el centro, demos-
trando con esto que la frontera también era movible, que viajaba para
que la “bárbara” majestuosidad de la frontera deslumbrara a los habi-
tantes de la ciudad de México, en este momento parece cerrada una
posibilidad de cooperación, la cual en realidad nunca había existido.
Haber pensado que se podía esperar una relación menos totalitaria
con el centro, seguir siendo cora, tecualme, “idólatra”, mientras se
era ciudadano de la Nueva España, costaba ahora un elevado precio
a los 26 representantes nayares, y sobre todo al tonati. El dolor de
este desencuentro, el estar situado en la encrucijada de dos universos
que llevaban a lugares distintos, que implicaban cosas distintas, con-
vierte el camino de regreso a la sierra en una constante tribulación
para los nayares. Cuando el peso de la frontera empezara a hacerse
sentir, los indígenas de la sierra leerían en sus 26 compañeros la
traición de que habían sido objeto. El próximo arribo de misioneros
jesuitas y el aparato militar que les acompañaba se encargarían de
hacerles conocer el error sus creencias y mostrarles el camino “co-
rrecto”. La desesperación empezó a dominar a los indígenas. Antes
de la partida, por ejemplo, despertaron todos —dice Ortega— “tan
enajenados y tan fuera de sí, que parecían estatuas sin sentido”. Las
causas de tal estado de ánimo —explican los nayares— era que la
noche anterior se les había aparecido su dios y les había asegurado
cómo lo pactado con los españoles era un engaño para “desposeerles
de sus bienes, privar a muchos de la vida, y a todos de la libertad que
gozaban… y que no pararían [los misioneros] hasta reducir a cenizas
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 121
sus templos y sus dioses” (96). Pesadilla comunitaria que muestra el
enorme pesar de los indígenas debido al pacto obligado y del que
no sabían cómo desembarazarse antes de llegar a la sierra que los
reclamaba.
Por su parte, el tonati, quien había prometido bautizarse, con
pretextos posterga la realización de la promesa, y llega a la sierra sin
haberla cumplido. Allí pide tiempo para “preparar” la entrada de los
jesuitas y la nueva ceremonia general de obediencia, aunque en reali-
dad, como se enterarán los futuros conquistadores, quiere tiempo
para consultar a su gente. El viaje a la ciudad de México produjo
innumerables problemas y divisiones entre nayares; el mismo tonati
que prefiere aceptar lo inevitable (la llegada de los españoles) con
el menor costo para su gente (sin guerra), pierde su puesto en la
jerarquía nayar; a pesar de esto, al final pelean todos juntos haciendo
frente a los españoles, criollos, mestizos e indígenas aliados para su
conquista.
Finalmente, algunas reflexiones respecto a este viaje. En primer
lugar, la apertura del sistema nayar para probar todas las opciones
—ir a México, llevar un pliego petitorio para el virrey, sumarse a las
filas de los “ciudadanos” de la colonia— con tal de asegurar su inde-
pendencia, hasta cierto punto garantizada por su comercio con la
costa. Esto supone dos cosas. La primera, anotada anteriormente es
el funcionamiento en tanto que máquina de guerra; la segunda, el
que las prácticas comerciales y laborales de los nayares (como ya se
dijo, bajaban de la sierra para emplearse como jornaleros durante la
época de siega, o para trabajar en las minas) no significaban una
sumisión al sistema colonial, por el contrario, representaban una
participación alterna en una economía que les permitía independen-
cia religiosa y política. Este hecho representa una de las paradojas de
la organización colonial: la capacidad del sistema económico de ac-
tuar como el medio de articulación que ataba irremediablemente al
Estado (como ocurre con el intento cora de abrir los caminos de la
sal), o por el contrario, su capacidad de liberar precisamente de la
interpelación estatal (la independencia económica cora garantizada
por su comercio con las costas). No hay que olvidar, sin embargo,
que su dependencia de dicha economía finalmente los obliga a pre-
sentarse ante las autoridades coloniales. En este sentido, los mercados
funcionaban como garantía de una sujeción, futura, a un sistema
moral y político que avanzaba a un ritmo distinto al suyo.
122 IVONNE DEL VALLE

En la segunda instancia de los viajes al centro, con el envío del


cadáver del Nayar y siete reos (una acusada de bigamia y seis de
idolatría),23 los jesuitas proveen a la ciudad de México con una se-
gunda oportunidad de espectáculo barroco. El auto de fe de los
despojos de Gran Nayar sirve de exhibición de los “triunfos” militares
y religiosos en las fronteras, y al mismo tiempo como ejercicio peda-
gógico para contribuir a la “educación” de los indígenas de la ciudad
de México y sus alrededores. El auto de fe era la manifestación de
un poder central que recorría el territorio y lo iba cubriendo para
no dejar zonas sin su presencia. El centro funcionaba, es cuando
menos lo que quería mostrar —ante los ojos urbanos— la quema del
cadáver del Gran Nayar.24
Este caso es especialmente interesante por su carácter anómalo:
un año de proceso legal en el que se acumulan cartas, declaraciones,
decretos, peticiones, etc. para enjuiciar a un cadáver cuyos “críme-
nes” consistían en ser tenido por oráculo entre los nayares, ser el
vehículo por medio del cual la sierra supuestamente se comunicaba
con el demonio. Exagerado proceso para una deidad menor en el
panteón nayar (Moreno de los Arcos, 385), un oráculo que, como
había indicado el franciscano Antonio Arias, podía ser fácilmente
remplazado por otro descendiente de la misma genealogía (véase
nota 23) aunque esto no parece saberse en el siglo xviii que, como
ya se mencionó, había “olvidado” o hecho a un lado muchos de los
conocimientos que sobre los coras se habían escrito un siglo antes.
Por otro lado, el juicio, a cargo de Juan Ignacio de Castorena,
provisor de los “naturales y chinos” del arzobispado de México (de-
pendencia a cargo de la Inquisición), es un buen ejemplo del fun-
cionamiento del aparato judicial colonial tanto como de las relacio-
nes entre el centro y sus periferias. La ley en este caso no es sino la
palabra del monarca, la orden que antecediendo el largo proceso

23 El proceso de los reos, que no trato en estas páginas, se lleva a cabo separada-

mente, aunque al final las sentencias —la del cadáver y la de ellos— se ejecutan en la
misma fecha.
24 Al parecer el cadáver correspondía al quinto abuelo del Tonati que había em-

prendido el viaje a la ciudad de México dos años antes (Villaseñor, 269), aunque en
el siglo xix, Alberto Santoscoy utiliza varias páginas tratando de desenmarañar de
quién era el cadáver quemado en la ciudad de México (x-xviii), tema complicado
por el procedimiento de los nayares de utilizar el nombre de Nayar para todos los
descendientes de su primer gran jefe (aunque cada uno tuviera también su nombre
particular), quien a principios del siglo xvi había unido a todos los grupos coras.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 123
acompaña la remisión del cadáver por parte del virrey, el marqués
de Valero, a Castorena: quemar públicamente la osamenta (Moreno
de los Arcos, 404). En este sentido, la aplicación de la justicia consis-
te en mostrar la petición/orden del virrey como necesaria. Revuelto
procedimiento que parte de un punto sin más fin que regresar al
mismo, poniendo en marcha para lograrlo un complejo mecanismo
por el cual, pliegue sobre pliegue, se “desenvuelve” este procedimien-
to cuya acumulación es superflua en la medida en que no agrega
nada que no se supiera desde antes (no era posible no quemar el
cadáver, el virrey lo había ordenado) y que por ello mismo demuestra
la violencia de una ley monológica que transcurre sin tomar en cuen-
ta las “pruebas” que la contradicen.
Procedimiento delicado y complejo —pese a lo burdo que parez-
ca— por el que Castorena es “premiado” con el obispado de Yucatán
(Moreno de los Arcos, 391), si no por otra cosa, por proveer a las
instituciones coloniales con un “ejemplo” (el espectáculo atemorizan-
te) para los indios tanto de la zona centro como para los de la recién
conquistada región del Nayar, tema repetido por todos los involucra-
dos en el proceso: que el castigo al cadáver y a los reos que lo acom-
pañaban, sirviera para “corregir idolatrías y otros vicios” de los indios
(Moreno de los Arcos 395). Según se puede deducir de las muchas
referencias de los jesuitas en el Nayar al auto de fe, la función me-
tropolitana fue seguramente usada localmente.25 El castigo al cadáver
del Nayar, y sobre todo, el castigo a los siete nayares obligados a pasar
varios años fuera de la sierra, eran materia para un sermón respecto
a las terribles consecuencias de la idolatría (el exilio, la humillación
pública y una suerte incierta en un territorio extraño);26 aunque de

25 Es conocido el gusto jesuita por hacer del espectáculo una importante herra-

mienta de evangelización. La primera actividad realizada por los misioneros luego de


la toma de la Mesa, el principal poblado de la sierra cora, es enterrar con gran apa-
rato a una apóstata reconciliada con la iglesia, una mujer que había muerto poco
después de recibir, de nuevo, el cristianismo: “para que los bárbaros se aficionaran a
las ceremonias de la iglesia”, dice Ortega, “se le dispuso entierro con la mayor solem-
nidad posible; asistió el gobernador con los capitanes antiguos y la mayor parte de los
militares que cargaron el cuerpo, a darle eclesiástica sepultura” (145).
26 Los indígenas son sentenciados a recibir —según sus “crímenes”— de 100 a 200

azotes y a realizar entre uno y seis años de trabajo forzado (en un hospital de demen-
tes, obrajes, panaderías). Una de las indígenas es condenada a permanecer para
siempre en la cárcel arzobispal (Moreno de los Arcos, 438). Desconozco la suerte de
seis de los siete indígenas que supuestamente podrían haberse reintegrado a la sierra
luego de cumplir sus condenas. Por otro lado, en los textos jesuitas hay menciones a
124 IVONNE DEL VALLE

la determinación de los nayares a seguir en la sierra con sus prácticas


religiosas, parece que los ejercicios que buscaban atemorizarlos a
través de imágenes confusas (los sermones sobre la ciudad de Méxi-
co, el tribunal de indios, los azotes públicos) no tuvieron mejor
suerte que las violentas medidas tomadas en la sierra misma (la que-
ma de ídolos, los castigos).
El proceso —como ya se dijo— está plagado de obvias irregulari-
dades, como la asombrosa coincidencia entre las declaraciones de los
soldados que habían llevado los despojos, quienes en el momento de
ratificar sus declaraciones, “recuerdan” además, la misma informa-
ción. Según los soldados, junto al cuerpo había sido hallado un vaso
en el que los nayares depositaban, para luego beberla, la sangre de
las “criaturas sacrificadas mensualmente” al cadáver del Nayar. Como
si se buscara “crear” el caso agregando notas grotescas a la veneración
del Nayar, también se admite como prueba una carta del jesuita
Arias —carta que había llegado entre la primera declaración de los
soldados y su ratificación— en la que éste asegura que habían encon-
trado, “en un árbol hueco” que estaba “inmediato” al adoratorio,
“gran cantidad de huesos pequeños y calaveritas de criaturitas” (Mo-
reno de los Arcos, 411 y 415). La barbarie debía ser completa para
surtir efecto, para merecer ejemplar castigo, no importaba que para
ello se agregara o exagerara información. Años después ninguno de
los jesuitas menciona estos sacrificios de “criaturas” ni la actividad de
beber sangre. Los nayares, coinciden quienes llevaban años entre los
indios —corroborando además la información que ya había sido
proporcionada en el siglo xvii por el franciscano Arias—, no habían
realizado nunca otros sacrificios que los de los guaynamotecos (los
grandes enemigos de los coras) capturados en guerra (Burrus-Zubi-
llaga, 1982: 302).
El proceso parece tan ficticio desde el principio, que el fiscal a
cargo de perseguir al Nayar empieza justificándose. A pesar de que
un tribunal cristiano no debiera tener jurisdicción sobre los paganos,
a pesar de que era extraño castigar a los culpados cuando ya estaban
muertos y a pesar de que era inaudito que se castigara a la estatua o

otros indígenas que después de haber sido enviados a México para ser castigados,
vuelven al Nayar. Esta forma de castigo parece haber sido especialmente duro para los
indígenas. Ignacio Doye, el dirigente de los alzamientos de 1758-1768, organiza a los
nayares para intentar traer de vuelta a los indios presos en la ciudad de México (Me-
yer, 1989: 159).
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 125
monumento y no a los verdaderos culpables que eran quienes le
adoraban, a pesar de todo esto, el caso que tenía ante sí merecía
excepciones (Moreno de los Arcos, 423-424). Coincidiendo con los
discursos que justificaban la conquista, el fiscal del caso utiliza de
nuevo a los apóstatas para defender sus argumentos en favor de la
“culpabilidad” del cadáver, materia que aunque inerte, contribuía a
pervertir a los cristianos de los alrededores de la sierra. Aún aceptan-
do el carácter absurdo del proceso legal en marcha, el fiscal asegura
que independientemente de todo lo dicho, era necesario quemar el
cadáver del Nayar por dos razones poderosas: en primer lugar porque
solamente un fuego que consumiera también su objeto borraría del
todo la culpa de la idolatría; en segundo, porque a esas alturas, de
no hacerlo, el “novelero pueblo de México” podría contagiarse del
mal fronterizo:

debe ocurrirse al escándalo e impedirse la ruina espiritual de los prójimos,


y así habiéndose promulgado en esta ciudad la nueva conquista del Nayari,
de que hasta el año pasado que se dejó ver en este clima su príncipe no
tuvieron noticia los vulgares, y habiéndose despertado su memoria con la
novedad del esqueleto conducido se escandece la piedad de muchos e inter-
pretan no pocos la retardada custodia de un gentil yerto cadáver: causa
porque aunque por razón de la victoria de nuestra santa fe no debieran
servir de luminarias sus canillas, era razón saliese públicamente para el bra-
sero quien puesto a la pública expectación triunfó por muchos días de la
vista de todos... mayormente cuando lo contrario resultaría gravísimo incon-
veniente de que el novelero pueblo de México a espaldas de su curiosidad
cargase la vacilante fe los indios para la adoración del esqueleto aun en el
más inmundo lugar que el desprecio le arrojase, que nunca pudiera quedar
firme sin que contra quien así lo dejase cupiera la sospecha que semejante
hecho y rogó [sic] al más sabio de los reyes Salomón, cuya disputable peni-
tencia estriba en no haber demolido los ídolos que los sidonios y moabitas
adoraban… (Moreno de los Arcos, 425-426).

En esta nota en la que el fiscal reconoce la irracionalidad de


quemar un cadáver (la razón señalaba que “no debieran servir de
luminarias sus canillas”), las autoridades tienen que enfrentar, como
en el Nayar mismo, los posibles efectos de su propio hacer, es decir,
la posibilidad de que la repetición en otro contexto de los objetos y
las formas de la religiosidad cora se transformara en un acto subver-
sivo, en un límite a la hegemonía de la religión y la política colonial,
negadas por la afirmación de una nueva fidelidad a otros objetos.
126 IVONNE DEL VALLE

Lo prolongado del proceso, el hacer de una autoridad que inepta-


mente se socavaba a sí misma, tenía consecuencias negativas para el
orden colonial ya que según el fiscal era posible que el pueblo de
México interpretara positivamente el objeto de veneración de las
fronteras y, con ello, la rebeldía de los nayares adquiría un aura
imprevista por las autoridades. El conocimiento del fiscal de la ma-
nera en que las noticias del cadáver circulaban por las calles, le hacía
sospechar que si éste fuera simplemente “despreciado” (como pedía
la defensa), sería recuperado clandestinamente para iniciar en él un
nuevo culto.
Quizás como simple ejercicio retórico puesto que la suerte del
cadáver Nayar estaba ya decidida, el defensor de los pobres vuelve
sobre todas las anomalías ya señaladas por el fiscal, agregando el
agravante de que aun si procediera (juzgar a un muerto, a un no-
cristiano en un tribunal cristiano), todo el caso estaba dudosamente
construido a partir de declaraciones “de oídas” (lo dicho por los
soldados y no por los nayares mismos) contra un cadáver que no era
adorado como un dios, sino “como invicto héroe” cuya memoria
habían querido conservar los nayares, quienes al no poder hacerlo
en “estatuas o trasuntarle muy al vivo su imagen en bien aparejados
lienzos” (Moreno de los Arcos, 429), habían decido conservar su
cuerpo. Los argumentos del fiscal y el defensor participan de mane-
ra directa y especialmente interesada en los debates del siglo xviii
en torno al origen de la idolatría: cómo había pasado el hombre
“primitivo” a asumir como dioses lo que había iniciado como un
gesto de simple homenaje al héroe del grupo (Manuel: 130-131).
Según el defensor, el error se hallaba no entre los nayares, sino en
las instituciones españolas que desvirtuaban la conservación de una
memoria cívica (el rey Nayar en tanto que figura fundacional) inter-
pretándola como un ejercicio de idolatría. El lógico corolario de la
acusación del fiscal al cadáver habría sido el (absurdo) proceso de
todas las estatuas de la ciudad de México.
La sentencia borra, sin embargo, todos los argumentos del defen-
sor con un simple “no ha lugar” que ni explica ni rebate las objecio-
nes presentadas (Moreno de los Arcos, 433). Después de emitida su
sentencia, el tribunal de los indios envía, con la debida anticipación,
invitaciones a los curas para que acudieran con sus feligreses a la
“función” en que se quemaría el cadáver, se aplicaría el castigo y se
reconciliaría a los nayares reos.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 127
Después de un año de proceso, los nayares junto con el cadáver
de su rey son sometidos a dos días de procesiones públicas, de misas
y sermones (en español y náhuatl) sobre los errores de la idolatría,
en un complejo espectáculo que culmina con la quema del cadáver
y los azotes públicos de los así “reconciliados” nayares. El cuidado
con que se construye la escenografía del auto de fe habla de la ne-
cesidad de cumplir con un programa de poder construido gracias a
un mecanismo de inclusión jerarquizada. La iglesia se arregla de
manera que el acomodo de sus muchos asistentes manifieste clara-
mente su posición en el orden social; la preparación exterior de los
reos (“desnudos de la cintura para arriba, caballeros en bestia de
albarda, con corozas en las cabezas, con rótulos que explicaban sus
delitos”) diferencia del resto de los participantes, además se incluye
—estructuradamente—, la presencia del pueblo de México (“por
delante… los gobernadores, alcaldes y oficiales de república de las
parcialidades de los indios de San Juan y Santiago y las demás de sus
contornos” seguidos de comisarios, reos, padrinos, notarios, religio-
sos, vicarios, padres de doctrina, fiscal, abogado de pobres). En este
sentido, la frontera era el pretexto que permitía recordar una jerar-
quía particular a la ciudad de México. Puesto que entre los dos
momentos de la ejecución de la ley (la orden y su realización) me-
diaba un espacio intrascendente, vacío para efectos de la positividad
de la ley, las especulaciones sobre la sierra (que ocupan en el juicio
este espacio intermedio) no la pueden tocar nunca. Algo similar
ocurre con la “conquista” de la sierra y con el libro que la relata (la
Maravillosa), ambos títulos vacíos del significado que se les señala
oficialmente cuando se les miraba de cerca.
Al final de la “función” llevada a cabo, según dice el notario, “con
el mayor aparato, lucimiento y grandeza”, las cenizas del Nayar son
arrojadas a las aguas de la acequia principal (Moreno de los Arcos,
444 y 438), operación de dispersión y mezcla que descartaba toda
posibilidad de nuevas idolatrías.
Ortega asume como (otro) signo de apoyo divino a la conquista
el que el auto de fe “casualmente” se llevara a cabo el día de San
Ignacio (170-171). Pero si la quema proporcionó a los jesuitas en las
sierra un necesitado avatar, por otro lado este exorcismo a distancia
tenía sus desventajas. En principio porque tal como señalaba Ortega
en su carta de 1750 al provincial, la ciudad de México no tenía ver-
dadero interés en lo que ahí ocurría, de lo contrario habrían puesto
128 IVONNE DEL VALLE

fin a situaciones graves, insostenibles (ver capítulo 5). Por otro lado,


lo ocurrido en la sierra en los años posteriores dan a los deseos del
fiscal de una hoguera que acabara del todo con la idolatría y la culpa,
un aire decididamente inocente: en el Nayar (al menos en Dolores
en 1752), todos eran tan idólatras como los reos procesados durante
el auto de fe. De alguna forma, la función sobre el Nayar se llevaba
a cabo sin el Nayar.
Como señalan los documentos de este proceso y como se lee en
dos obras sobre la Nueva España escritas en el siglo xviii, el Theatro
americano de Joseph A. de Villaseñor y Los tres siglos de México de An-
drés Cavo,27 los dos eventos constituían la única memoria de la ciudad
sobre Nayar, como si la sierra existiera sólo a través de sus esporádicas
—y espectaculares— entradas al centro colonial, reduciéndose escri-
turalmente a tres pequeñas notas que apuntaban más bien a un
universo desconocido. Andrés Cavo había sido misionero en el Nayar,
pero su conocimiento adquirido localmente no agrega mucho a la
información proporcionada por Villaseñor en la que se basa (sobre
todo para la sección acerca del auto de fe). En la obra de Cavo, el
Nayar, una especificidad que conocía, está perdida ante el avance y
la urgencia del movimiento criollo de independencia.
Finalmente habría que preguntarse cuál era la función de esa
frontera movible percibida en la ciudad de México, si había servido
el haberla “llevado” dos veces a la ciudad para cumplir una función
cuasi policiaca de advertencia, como “ejemplo” para los indios. Pre-
sento aquí algunos datos que pueden servir de respuesta. En un in-
forme jesuita puede leerse la participación posterior de ese “tropel”
de gente que según Ortega había ido a ver al Tonati y su comitiva en
1721: los primeros “donecillos” utilizados por los jesuitas tratando de
ganar la confianza de los nayares luego de su conquista habían sido
comprados gracias a la “piedad de los mexicanos”, dice Gregorio
Hernáez (Burrus-Zubillaga, 1982: 299). Es fácil imaginar que luego
de la visita del Tonati en 1721, curas y padres utilizaran el ejemplo
de la barbarie conquistada para solicitar la solidaridad económica de
sus feligreses. En ese sentido, participar en traer al gremio de la

27 Los títulos completos de las obras son Theatro americano, descripción general de los

reinos y provincias de la Nueva España y sus jurisdicciones, publicada en México en 1748;


y Los 3 siglos de México durante el gobierno español hasta la entrada del ejército Trigarante,
escrita en el siglo xviii por Cavo, pero publicada por Carlos María Bustamante en el
siglo xix.
EL NAYAR: VIDA MÁS ALLÁ DEL REQUERIMIENTO 129
iglesia a los bábaros chichimecas debía alentar más de una imagina-
ción entre los celosos contribuyentes del centro colonial. Si para esta
supuesta sujeción de la barbarie al virrey no faltaron testigos y voces
que las discutieran en la ciudad de México, más tarde las fuentes
hablan de la “innumerable gente” (Ortega, 171) y del “innumerable
concurso de todas clases” (Villaseñor, 270) que acudió a las ceremo-
nias del auto de fe. Además de las palabras de advertencia del mismo
fiscal respecto a la posible creación de un culto al cadáver del Nayar,
hay otros indicadores que permiten suponer que tal vez ambas fun-
ciones tuvieron un efecto contrario al buscado por las autoridades
coloniales.
El supuesto carácter voluntario de viaje del Tonati, que iba para
dar su obediencia al virrey, podía haber puesto en circulación el
rumor sobre una frontera que llegaba a someterse y, sin embargo, los
siete nayares presos y el cadáver quemado en 1723 significaban pre-
cisamente la determinación de los indígenas a no someterse. Que en
1731 se repitiera la escenificación con la quema de, ahora sí, su “más
principal ídolo” (Moreno de los Arcos, 392) —hay que recordar que
en 1745 los jesuitas en la sierra se quejaban en cambio de no haber
podido hallar su ídolo principal— no debía sino confirmar las sospe-
chas de que los nayares no eran ni partícipes voluntarios en el mun-
do cristiano colonial ni estaban conquistados. En este sentido, des-
pués de 1721, cada vuelta del Nayar a la ciudad de México era
resultado de un fracaso. La colonia, el poder central, no se expandía;
la frontera continuaba representando una determinación a quedar
fuera. En este sentido, el conocimiento local generado por criollos y
extranjeros que se hallaban en las fronteras no podía ser utilizado
productivamente en la consolidación del mundo colonial.
Las misma palabras utilizadas por Villaseñor en su descripción de
la provincia —un aspecto del todo ausente en Cavo— pueden ser un
indicio de la manera en que era entendido el Nayar. Si Cavo llama
“cacique” al Tonati (257), Villaseñor escribe que a México había ido
“un indio con todas las insignias” acostumbradas de los “reyes chichi-
mecas” (268).28 Su descripción del cadáver del Nayar desplaza el

28 Felipe Castro Gutiérrez en Nueva ley y nuevo rey, reformas borbónicas y rebelión popu-

lar en la Nueva España (Zamora, El Colegio de Michoacán, 1996), muestra cómo el


anteriormente peyorativo “chichimeca” es revalidado a finales del siglo xviii cuando
los participantes en alzamientos populares de descontento —no relacionados con el
movimiento criollo de independencia— lo utilizan oral y “representacionalmente”
130 IVONNE DEL VALLE

horror del celo cristiano para presentarlo casi a la manera de un


folleto de museo. En este sentido, el espectáculo barroco y el interés
ilustrado parecen contiguos.29 Ir a ver el cuerpo procesado era par-
ticipar en una exposición ambulante (“le vi”, dice Villaseñor) en la
que se podía admirar, sorprendido, lo bien conservado del cadáver,
lo interesante de su indumentaria y los objetos que lo acompañaban:
“y aun siendo espantable espectáculo de los estragos de la muerte, lo
bien conservado de la contextura de sus nervios, y huesos, junto con
los divertibles adornos que tenía, hacían a la curiosidad lisonja para
desmentir el pavor” (270). En la medida en que el brillo de la “bar-
barie” podía ejercer cierto encanto entre los miembros “letrados” de
la colonia, que se dedican a admirar los resultados de una tecnología
para ellos desconocida (la conservación de un cadáver), el fiscal del
proceso parecía tener razón en temer su incorporación a las idolatrías
locales-populares en caso de que el cadáver no fuera totalmente
destruido.
En 1790, el temor generado por el hallazgo de un monolito que
representaba a la diosa Coatlicue durante la renovación de la plaza
principal de la ciudad, obliga a volverla a enterrar (Stolley, 354),
precaución que, junto con los motivos que llevan a quemar el cadáver
del Nayar, confirma las sospechas de que ni el pasado ni la barbarie
de la idolatría quedaban tampoco demasiado lejos de los medios
urbanos de la Nueva España.

asociándolo a una libertad y cierto “salvajismo” que rechazaba el sistema colonial


(mulatos, indios y mestizos participantes se llamaban entre sí “mecos”; andaban des-
nudos y/o “embijados” y daban alaridos durante el desarrollo de sus alzamientos).
Weber señala también para otras fronteras de la Hispanoamérica del siglo xviii, que
la fuerza y la dignidad de los indígenas independientes —y aquí habría que recordar
las notas de Ortega sobre la espontánea majestuosidad del tonati— contrastaban con
el servilismo de los indios convertidos y sometidos (27).
29 En este caso se trata de la coexistencia en el mismo evento de dos modelos es-

téticos y políticos: el Barroco y la Ilustración. Como bien señala Antony Higgins, la


historia colonial no está formada por momentos de clara ruptura, sino que por el
contrario se caracteriza por la simultaneidad de “marcos y prácticas intelectuales” que
en el caso de Europa suelen considerarse sucesivos (2000: X-XX).
3. DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA

A diferencia de la provincia del Nayar —pequeña zona aislada de sus


alrededores— Sonora,1 era (es) una región bastante extensa. Ni aún
después de la “conquista” de 1722 llegaron al Nayar (con excepción
de soldados y misioneros) pobladores blancos “respetables”, y la sierra
continuó siendo enclave indígena. En cambio, en el siglo xviii Sono-
ra era un sitio al que arribaban muchas personas atraídas especial-
mente por las minas y el trabajo que éstas generaban. A su vez, del
establecimiento de reales mineros surgieron necesidades que debie-
ron ser cubiertas con rapidez, alentando el desarrollo paralelo de la
agricultura, la ganadería y el comercio. Interesados en todo grupo
étnico y racial,2 conformaban, voluntariamente o no (en el caso de
los esclavos), un conjunto heterogéneo que se unía a la diversidad de
los indígenas locales: tobas, yaquis, seris, pimas y ópatas.3
Ni las rebeliones indígenas que de manera continua asolaban una
u otra área de la provincia,4 ni las graves pérdidas económicas que

1 El actual estado de Sonora comprendía en el siglo xviii dos regiones jesuitas

diferenciadas: Ostimuri (en el sur) y Sonora, que abarcaba parte de lo que ahora es
Arizona. Para simplificar, aquí hablo de las dos regiones en tanto que Sonora.
2 Gerhard menciona que hacia 1730 en el área de Sonora había 3 000 no indígenas;

7,600 hacia 1760, pero que para fines del siglo xviii, blancos y castas “sobrepasaban a
los indios casi en proporción de dos a uno”. En Ostimuri, la población blanca y mes-
tiza (incluidos los mulatos) era de aproximadamente 3 600 habitantes hacia 1760,
mientras que los pobladores nativos eran cerca de 11 500 en 1720. Esta última cifra
debió haberse reducido drásticamente con las epidemias de 1728 y 1740 (353 y 333).
3 Los seris y los yaquis, concentrados en la zona del litoral, nunca fueron del todo

conquistados o evangelizados. Los pimas, el grupo más numeroso, ocupaba la mayor


parte del territorio, la Alta Pimería y la Baja Pimería, divididas por una zona interme-
dia habitada por indios ópatas. Éstos, por su parte, colindaban por el norte y el sur
con los pimas, y eran el grupo predilecto de los misioneros, los únicos quienes según
éstos mostraban interés sincero por la religión cristiana. Los tobas, grupo reducido,
llegaron a su nadir durante el periodo que aquí se revisa, contando hacia 1765 con
tan sólo 75 habitantes (Gerhard, 352). Para una discusión de Sonora y sus diversos
grupos indígenas véase Cynthia Radding, Entre el desierto y la sierra: Las naciones o’odham
[pima] y Tegüima de Sonora, 1530-1840 (México, Instituto Nacional Indigenista, 1995).
4 Para mencionar nada más las del siglo xviii: los seris atacaron a los españoles

(los no-indígenas) dos veces, una en 1725 y otra en 1731; en 1737 hubo una revuelta

[131]
132 IVONNE DEL VALLE

éstas produjeron, hacían desistir a estos habitantes de su determina-


ción de permanecer en el lugar. Quizás porque a pesar de las dificul-
tades, los alicientes eran reales y la prosperidad sonorense retenía a
personajes que de otra forma se habrían marchado a otras regiones.
Pese al aumento constante de población no-indígena y de la ex-
plotación de los recursos naturales y humanos que este aumento
implicaba, la enorme riqueza del lugar pedía, según los misioneros,
mayor interés y atención. El ruido evocado en la hiperbólica etimo-
logía sugerida por Juan Nentuig, uno de los misioneros, para el
nombre de la provincia —Sonora se llamaba así, decía, en razón de
lo mucho que “sonaban” en México y Europa su plata y su oro
(39)— podía ser considerable y, sin embargo, no había sido escucha-
do con suficiencia. En cambio, Baja California, debido a un desajus-
te entre la realidad local y la perspectiva global desde la cual esta
realidad era mirada, contrariamente a lo que era en sí —relativa
quietud y nadería— adquiría en escenarios europeos y novohispanos
importantes dimensiones, mientras que Sonora, llena de actividad y
movimiento, y sobre todo, de riquezas por explotar, existía casi sin
ser sospechada. Corregir esta falla y las erradas políticas coloniales
seguidas por dicha causa, es lo que tratan de hacer las tres obras
histórico-etnográficas de los jesuitas de la provincia.
Junto a la riqueza de la provincia estaba, sin embargo, según su-
giere uno de los misioneros, la indolencia de los indígenas, cuyo
sustento debía garantizarse antes de empezar a evangelizarlos. Con
el tiempo, las actividades necesarias para realizar esta primera fun-
ción (el sustento logrado vía la ganadería, la agricultura y el comer-
cio) adquieren un lugar tan central en las misiones sonorenses que
éstas parecen en camino de convertirse en otra cosa: son espacios
para el desarrollo de circuitos comerciales más que sitios para la
evangelización.5 La febril actividad económica parece por un lado

pima; en 1740-1 una de los yaquis; y en 1751 un levantamiento en su mayoría de indios


pimas, pero que incluyó —en una alianza inusitada— a los seris. Por otro lado, las
incursiones de los apaches —localizados más al norte de Sonora— fueron una cons-
tante desde el siglo xvii, pero sobre todo en el xviii (Gerhard, 332 y 348).
5 Bernd Hausberger señala que además de producir para sí mismas, las misiones

suministraban productos a los mercados locales y regionales. Se encargaban por


ejemplo, de abastacer a mineros (entre otros) que no tenían otras fuentes que los
surtieran. A esto hay que sumar la necesidad de contribuir a la “caja central” de la
Compañía y el apoyo que las misiones ya establecidas daban para la fundación de las
nuevas (1993: 35).
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 133
distraer a los misioneros de sus actividades propiamente evangélicas,
mientras que al mismo tiempo les confiere un poder importante en
la región.
En este capítulo analizo el complejo mundo de Sonora a través de
la lectura de tres obras sobre la provincia escritas en el siglo xviii
—la Descripción geográfica, natural y curiosa de la Provincia de Sonora
(1764) de Juan Nentuig; los Travel Reports de Joseph Och (1754-1768);
y Sonora, a Description of the Province (1794-5) de Ignaz Pfefferkorn— y
las comparo con la profusa producción local o de carácter más íntimo
de los jesuitas. Estos últimos documentos (informes, cartas, instructi-
vos, etc.) escritos por misioneros tanto criollos como españoles y
extranjeros tienen un carácter absolutamente interno: fueron elabo-
rados en Sonora para ser leídos localmente o en la ciudad de México
por otros miembros de su orden; o bien fueron escritos en la ciudad
de México para los misioneros en Sonora, y no tienen ninguna pre-
tensión de alcanzar a un público ajeno al universo misionero jesuita.6
Esta amalgama de documentos de diversa naturaleza en muchos
sentidos se asemeja el inarmónico conjunto de voces en la zona.
En las siguientes páginas exploraré la manera en que las prácticas
económicas de los jesuitas, sumadas a un cambio de mentalidad entre
algunos militares criollos y españoles que rompe con el pacto militar-
religioso, señalan una crisis de gobernabilidad en esta frontera. Si
esta crisis tiene que ver con los desacuerdos entre dos ramas del go-
bierno colonial (la civil-militar y la eclesiástica), en otro sentido está
relacionada con la falta de mecanismos de interpelación de las auto-
ridades coloniales —los jesuitas especialmente— para dirigirse a los
indígenas. Los jesuitas en Sonora están tan distraídos por sus activi-
dades no-evangélicas que no parecen darse cuenta de los enormes
cambios en los habitantes de la región. Las conductas de los indíge-
nas, por ejemplo, no se ajustan a los significados figurados bajo el
concepto de “indio” con el cual se interpelaba a un supuesto sujeto
colonial ideal en los siglos anteriores (el que podía describirse como
humilde, sencillo, obediente). Esta crisis referida al anquilosamiento

6 Entre estos documentos hay una excepción, una carta-relación de Philipp Segger

a su familia. Este texto es de naturaleza ambigua porque aunque Segesser escribía para
su familia, es evidente que tenía en mente una audiencia mayor. En el documento,
publicado por primera vez en 1886, pero que seguramente circuló durante el siglo
xviii cuando menos en la región a la que fue enviada por el misionero, Segesser re-
lata su vida en misiones y un tumulto indígena de 1737.
134 IVONNE DEL VALLE

de las misiones en un paradigma anterior se manifiesta de dos formas:


en la rebelión abierta de los indígenas, y en el hacer, escondido y
secreto, pero al mismo tiempo certero, de los hechiceros.
En los documentos internos de la orden los hechiceros son una
presencia fuerte que, sin embargo, es desplazada en las obras gene-
rales sobre la provincia a través de la discusión de dos aspectos rela-
cionados: los alimentos y las plantas de la región. Para Ignaz Pfeffer-
korn, había en Sonora una cultura local generalizada manifestada en
la igualdad de las costumbres alimenticias de todos sus pobladores.
La insistencia de los misioneros en los alimentos y lo que su consumo
podía significar es superada por su obsesión con las magníficas plan-
tas que curaban un sinnúmero de enfermedades y eran desconocidas
fuera de Sonora. De esta forma, la medicina se convierte en un área
de especialización técnico-científica de los jesuitas que fundan su
nuevo conocimiento en la elisión de los personajes que localmente
articulaban dicho saber: los hechiceros, expertos en la preparación
de alimentos y sustancias que podían dar o quitar vida.
Por otro lado, la concentración en sus nuevas habilidades parece
liberar a los jesuitas de la necesidad de auto-reflexión respecto de las
circunstancias materiales de su actividad (su ser casi-hacendados).
Estas circunstancias están relacionadas con la guerra que los hechi-
ceros sostienen contra los misioneros. Sonora es así una región de
misioneros hechizados cuyos cuerpos afectados se unen a los de los
martirizados durante las rebeliones indígenas. Debido a la concen-
tración de los misioneros en actividades extra-evangélicas, que puede
explicarse como una tensión entre la razón de la misión (salvar el
alma de los indígenas y la propia por esta vía) y la razón mercantil,
es necesaria una redefinición del martirio. ¿Podía existir el sacrificio
extremo que testificaba la existencia de Cristo en el mundo ya des-
encantado de los reales mineros y las haciendas de Sonora? ¿o estas
muertes eran, por el contrario, efecto de la explotación económica
que nada tenía que ver con la hagiología?
Finalizo este capítulo con un análisis de lo dicho por los misione-
ros sobre uno de los principales grupos indígenas, los pimas, para
mostrar cómo, pese a lo que podría considerarse una colonización
exitosa (la actividad económica y la presencia de múltiples habitantes,
hablaban de la vialibidad de las empresas coloniales) muchos de los
pobladores de Sonora parecían, sin embargo, ajenos a la historia
desarrollada en sus territorios.
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 135
la misión-hacienda

En 1744 Carlos Rojas inicia su informe sobre la misión de Arispe,


asegurando el lugar prioritario de la tarea de sacar a los indígenas
del “infierno temporal” en que vivían. Este principio justifica y expli-
ca el despliegue en el documento de la actividad múltiple de la mi-
sión que a manera de un pequeño gobierno central controlaba el
desarrollo socioeconómico de los indígenas a través de la construc-
ción de viviendas, la formación de canales para la irrigación, la regu-
lación de cosechas y sus precios, y el control de las ventas dentro y
fuera de la misión. En una economía cerrada cuyas únicas aperturas
estaban reguladas por los jesuitas, los indígenas recibían el “superá-
vit” productivo en la forma de ropa y otros objetos de uso personal
(41, 12). Además de proveer las necesidades de los indígenas en es-
pecie, los jesuitas —dice Rojas— daban dinero a quienes por algún
motivo lo necesitaban (11). Aunque en la base de toda esta actividad
estaba el trabajo constante de los indígenas, los jesuitas, al ser los
administradores del orden general de la misión, podían hablar con
toda razón de la “economía y el gobierno” en que formaban a los
indígenas (12). Así, para aliviar las dificultades de la vida material de
los indígenas, la misión tenía que convertirse en una especie de su-
pra-proveedor y ser la institución encargada de supervisar las labores
agrícolas, comerciales, bancarias y de ingeniería que resultaran ne-
cesarias para garantizar un cierto orden civilizatorio.
En este mismo sentido, Juan de Esteyneffe, en la dedicatoria de
su Florilegio medicinal (1713), obra que por su utilidad en lugares sin
médico ni boticas se convierte en libro obligado en las misiones je-
suitas en todo el territorio novohispano, realiza un replanteamiento
de prioridades a través de una doble defensa: primero, de su labor
en tanto que hermano coadjuntor de la compañía (un ayudante y no
sacerdote), y segundo, de la labor de los misioneros. De hecho, dice
haber escrito su compendio medicinal pensando sobre todo en los
misioneros. cuyo trabajo “no lo pueden ni aún concebir los que ha-
bitan las ciudades y lugares de abundancia y cultivo y sólo lo podrán
explicar los que pasan —y no sólo mirones y de paso… a esas regio-
nes desamparadas” (127-130). Tanto en el texto de Rojas como en el
de Esteyneffer, las labores prácticas, el trabajo técnico y administra-
tivo son colocados precisamente en la base del hacer evangélico. Para
que la fe llegara a los gentiles, argumenta el segundo, eran necesarias
136 IVONNE DEL VALLE

las obras que “aficionaran la voluntad” de los indígenas. La cura de


los cuerpos a través del uso de los métodos y las medicinas sugeridos
por Esteyneffer, y las soluciones a supuestos problemas en la vivienda
y el abasto alimenticio de los indígenas puestas en marcha por Rojas
serían, según esta lógica, formas de un primer acercamiento a los
indígenas a quienes antes de instruir en la fe, se les mostraban los
beneficios de una relación con los jesuitas.
Las obras son así propuestas como el punto de partida, la garantía
de una estadía y una posición desde la cual interpelar posteriormen-
te a los indígenas. De ese primer éxito dependía en gran medida el
del objetivo principal. Como escuetamente señalaba un misionero
con la frase “si no hay pan, no hay niños” (Segesser, 161), suplir
necesidades materiales era condición sine-qua-non para la predicación
del evangelio. Confirmando esta noción, la prosperidad de la misión
de Guevabi, bajo la dirección de José Garrucho se tradujo en un
mayor número de indígenas interesados en integrarse al proyecto al
grado de que la labor de este misionero se cita entre los casos de
feliz coordinación entre bonanza económica y proselitismo cristiano
(Kessel, 91-92).7
Pese a este reconocimiento, y como sugerencia de los problemas
que la concentración en actividades económicas podían significar
para la misión en tanto que institución cuyos fines últimos rebasaban
lo mercantil, a veces las cosas podían tener resultados imprevistos.
Esto es lo que se observa en el mismo caso de Garrucho, cuyo arduo
trabajo para levantar económicante su misión no impidió que tuvie-
ra que salir huyendo de ahí durante el levantamiento pima de 1751.
Como veremos, puede decirse incluso que Garrucho tuvo que huir
de su misión porque había una relación entre la prosperidad (o lo
que para lograrla era necesario) y el rechazo de los pimas a los mi-
sioneros de la Pimería Alta.

7 Theodore Treutlein señala que independientemente de que el objetivo principal

de los misioneros fuera la evangelización de los indígenas, las misiones pueden ser
consideradas como una institución económica con efectos importantes en la medida
en que representaban una competencia seria para comerciantes, agricultores y ganade-
ros españoles y mestizos en la región. Como indica Treutlein, los jesuitas tenían ciertas
ventajas sobre los pobladores buscadores de fortuna en la provincia: mano de obra
“gratuita” en los indios de la misión, protección de soldados contra las entradas de
apaches y en caso de levantamientos locales; y, entre otras cosas más, las que probable-
mente eran las mejores tierras tanto para la agricultura como la ganadería (1993).
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 137
Por cuestiones como la anterior, en Sonora la misión como insti-
tución de evangelización parece un poco en retirada. Incluso para
observadores de la misma orden para quienes la conversión de la
totalidad de los indígenas en cualquier misión habría sido una em-
presa difícil, el caso de las de Sonora había rebasado, con mucho, el
límite del fracaso evangélico permisible. En Sonora muchas misiones
quedaban más allá de la verdadera “misión” ya que sin lograr la con-
versión cultural y religiosa de los indígenas a los que administraban,
su universo estaba constituido por elementos problemáticamente
mundanos, mercantiles. En 1744, un informe “secreto” del visitador
Juan A. Baltasar al provincial de la orden indica que varias de las
misiones (en Ostimuri, la parte sur de Sonora), podían y debían ser
entregadas a los seculares (Burrus-Zubillaga, 1986: 163-170). En la
región —indicaba— había tantos reales de minas que los indios esta-
ban acostumbrados a tratar con mestizos y blancos: no extrañarían el
cambio. El posible problema para cederlas estaba más bien con los
misioneros quienes “pretextando imposibles, profetizando daños y
atrasos”, como asegura Baltasar, se negarían a hacerlo. Incluso —agre-
ga— había que temer que fingieran un tumulto, simulacro que tal
vez terminaría en uno verdadero (Burrus-Zubillaga, 1986: 165).
Como indirectamente advierten las reticencias de Baltasar, además de
obvias ventajas, el bienestar económico significaba para la compañía
importantes inconvenientes: los proyectos de la orden podían chocar
con proyectos personales que estrictamente no deberían existir, pero
que paulatinamente habían ido tomando forma. De manera inusita-
da, dado el cuarto voto de obediencia de los jesuitas, la orden podía
esperar el desacato de misioneros bastante “apegados” a sus misiones
a pesar de que la predicación —se quejaba Baltasar— no era preci-
samente su fuerte (Burrus-Zubillaga, 1986: 167-168).
Las misiones, instituciones de frontera, eran parte pues de una
nueva forma de la frontera. Ésta, puesto que los indígenas no estaban
integrados a la cultura colonial cristiana (la frontera dividía el mun-
do cristiano del no-cristiano), al mismo tiempo ya no lo era en la
medida en que la prolongada convivencia de los indios con otros
grupos poblacionales había creado una cultura general tan mestiza
como la de otras regiones.
En Sonora, el desigual avance de instituciones novohispanas, había
creado un confuso mosaico cultural. Desde 1730, en otro informe,
el visitador Cristóbal de Cañas (una de las víctimas de los hechiceros)
138 IVONNE DEL VALLE

presenta un cuadro en el cual la mezcla cultural es evidente en varios


niveles: la interna de las misiones en las que había indígenas de di-
versos grupos y lenguas y con distinta disposición hacia el cristianis-
mo; y la externa puesto que las misiones se hallaban rodeadas de
pueblos vecinos y reales mineros. En algunas misiones los indígenas
estaban tan mezclados que era insuficiente aprender una lengua. A
veces —dice Cañas para ejemplificar la dificultad— varios indios de
distintas lenguas se reunían a conversar, cada uno hablando la suya,
a pesar de lo cual entre ellos se entendían, para mayor confusión del
misionero (González Rodríguez, 1993: 496). Si esto producía cierta
frustración, en otro sentido la mezcla podía ser más incómoda. Lue-
go del recuento, misión por misión, de los grupos de indios que ahí
se encontraban, Cañas agrega una breve nota sobre las “almas capa-
ces” de recibir los sacramentos; inserción cuyo corolario es la presen-
cia de un exceso de indígenas que sin ser cristianos y sin posibilidad
de llegar a serlo (constituían el grupo de los “incapaces”), se hallaban
participando exclusivamente de la misión en tanto que sistema labo-
ral y económico.
A pesar de los indígenas ya convertidos (o susceptibles de serlo)
en el informe de Cañas subyace una molestia: los indígenas eran
todos difíciles, si los ópatas a veces “oprimían el corazón de los pa-
dres”: ni qué decir de seris y tepocas —“traidores, apóstatas, crueles,
inconstantes, altaneros”— o de los pimas, “igualmente intratables”
(González Rodríguez, 1993: 501). Sin embargo, de alguna forma,
aunque sin remedio y sin esperanza, muchos de ellos eran parte del
sistema de misiones. Este exceso de la misión que rebasaba sus fines
evangélicos permite hablar de una misión ya sin misión (cristiana),
o de una misión que se retrae.
El desorden lingüístico y étnico está acompañado de otro que
dependía enteramente de los misioneros. En el mismo informe de
Baltasar citado antes, éste hace un recuento del estado económico
de las misiones en el cual las notas sobre la inconsistencia en el ma-
nejo de los libros de ingresos y egresos económicos son una constan-
te (Burrus-Zubillaga, 1986: 171-196). Algunas misiones incluso care-
cían de libros de contabilidad, situación por demás extraña en una
congregación religiosa para la cual disciplina y orden eran parte
constitutiva de su formación. En el caso de haber libros, las cuentas
no concidían: por escrito una misión tenía faltantes que el misionero
corregía verbalmente ante Baltasar: no, no se debía nada, un error.
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 139
Se anotaban los ingresos, pero no todos; el misionero sabía que a la
misión se le debía dinero, pero no recordaba quién, ni cuánto, o se
trataba de cuentas incobrables. Desorden económico, al menos en el
papel; colección de trazos erráticos que no permitían que se les si-
guiera con claridad debido a su carácter fragmentario e inconexo. A
pesar de estar escritas, estas notas tenían un carácter oral: eran un
espacio para la duda que dejaba tras sí pistas más o menos indesci-
frables, cuentas mal dichas o parcialmente dichas, ¿cuánto le debían
a la misión? ¿y quiénes? ¿y a cuenta de qué? Ausencias que dejan
entrever el mucho movimiento en materia económica: constantes
entradas y salidas de dinero (plata y oro) y bienes (ganado, por
ejemplo) que nunca llegan con claridad al papel. Los problemas en
el manejo de los libros recaían siempre en el misionero anterior, ya
ausente, mientras que el ponerlos al corriente era la promesa del
misionero visitado hecha a Baltasar.
Esta lectura de la misión como incipiente institución bancaria,
tiene también otro corolario: la cotidianeidad y constancia de las
relaciones con los “vecinos”. En algunos lugares —decía Cañas— ha-
bía más pueblos de vecinos que de indios y en las misiones los hués-
pedes eran constantes (González Rodríguez, 1993: 511 y 509). De
esta forma, en Sonora había distractores que irrumpían constante-
mente en el centro de la evangelización.
El hecho de que la alta jerarquía de la orden estuviera no sólo
dispuesta a ceder las misiones de Ostimuri, sino que incluso conside-
rara necesario el hacerlo, como revela el informe “secreto” de Balta-
sar, habla de los problemas comunes de la compañía: las acusaciones
de enriquecimiento que enfrentaron continuamente a lo largo del
siglo xviii. Si los jesuitas tenían la necesidad de ser económicamen-
te independientes (ese deseo fue el que los orilló en principio a
hacerse de haciendas y trabajarlas), por otro, no querían perder de
vista la razón de ser (evangélica) de sus misiones. En sentido estricto
éstas nunca fueron consideradas como haciendas; las haciendas te-
nían su propia forma de gobierno en el cual la consecución de fines
económicos era el objetivo principal.8 En las haciendas verdaderas,

8 Para un estudio del desarrollo de las grandes haciendas en México y el excepcio-

nal papel de los jesuitas en dicha formación véase la obra de François Chevalier citada
en la bibliografía. En contraste con el sistema económico-social colonial en el cual las
haciendas eran vistas por sus dueños más como fuentes de poder y prestigio que como
negocios verdaderamente rentables, la Compañía de Jesús —dice Chevalier— era
140 IVONNE DEL VALLE

por ejemplo, no había ni siquiera un sacerdote, sino un hermano


procurador encargado de la administración. La parte religiosa de las
haciendas, la predicación y administración de los sacramentos a los
empleados indios estaba cubierta por un padre capellán, si lo había,
o por los curas de las zonas vecinas. La clara división de labores e
intereses presente en la administración y la constitución de las ha-
ciendas, no existe en la misiones de Sonora. Pese a esto, y al hecho
de que todas las misiones tenían que auto-proveerse en mayor o
menor medida, la actividad económica de las sonorenses es un caso
único.
En la serie de reglas y ordenanzas para los misioneros de la zona
(Polzer) es fácil entrever la dificultad de la orden para atender sus
necesidades locales y ser coherente con las exigencias provenientes
de otros lados. Las reglas son en este sentido un esfuerzo de nego-
ciación: si por un lado se trataba de controlar desde el centro, reor-
denar las misiones desde la distancia para acallar rumores, escándalos
y evitar problemas; por otro, en la confusión de reglas que se repiten
y se cancelan en una sucesión titubeante de permisos y prohibiciones;
es entonces evidente la necesidad de asumir la lógica imperante en
el mundo que se pretendía ordenar. En estas reglas es obvia la cer-
teza de quienes las escriben (los provinciales) sobre la complejidad
del mundo que intentan ordenar: se pretendía regular las relaciones
con blancos, negros, mineros, militares; el dinero que podía o no
darse como limosna, las cantidades que podían gastarse con motivos
de viaje, las visitas a personas fuera de la misión, la participación del
misionero en bodas, fandangos, comedias, juegos de cartas. En cier-
to sentido, estos esfuerzos de reglamentación implican un reconoci-
miento de la fuerza con que las costumbres locales se imponían a la
letra. La inconsistencia y confusión (que recuerdan los libros de
contabilidad mal llevados de los jesuitas) tienen que ver con el inten-
to de la escritura de seguirles los pasos a nuevas o viejas costumbres,
de alterarles y obstaculizarles un poco el camino, y también desde

dueña de “las propiedades [haciendas] mejor administradas y más florecientes del


virreinato” (294). Para el gobierno de las haciendas jesuitas, véase las Instrucciones a
los hermanos jesuitas administradores de haciendas. Este último, impresión de un texto del
siglo xviii, presenta un valioso panorama sobre la eficaz administración jesuita. Sus
haciendas estaban concebidas para funcionar y servir a largo plazo por medio del
mantenimiento constante a maquinaria y herramientas y el entrenamiento del perso-
nal de manera que, independientemente de las contingencias, se pudiera mantener
a la hacienda funcionando.
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 141
luego, con la imposibilidad de regular lo irregulable. A veces, como
en el caso de la prohibición de que los misioneros supieran de mi-
nería, parecen formar un simple catálogo de fantasías sin asidero
cuya inserción más que servir de límite invita a pensar en la magnitud
del problema, es decir, en lo que debía ser el extenso saber de los
misioneros sobre minería.
Sin embargo, al menos para el archivo escrito los misioneros pre-
tendían seguirlas. Pfefferkorn usa la estrategia retórica de esconder
sus conocimientos presentándolos como apenas la punta del iceberg,
pequeños datos insignificantes comparados con la amplitud de un
saber que nunca sería suyo. Lo que escribía no era una historia na-
tural completa —advierte— ya que nunca había tenido el tiempo
para llevar a cabo las observaciones que le hubieran permitido escri-
birla (21). Respecto de los valiosos remedios medicinales de que es-
taba llena Sonora, él tampoco podía darlos a conocer del todo; ha-
cerlo —decía— no era trabajo de un misionero que se mantenía
constantemente ocupado, “más allá de sus propias fuerzas” cuidando
el alma y el cuerpo de sus indios (67). Su obra, hecha a partir de las
miradas parciales que dirige sobre el lugar (no tenía el tiempo, ni
era su trabajo hacer otra cosa) le hacen repetir que sabe poco, pero
que ahí estaba la naturaleza sonorense y su riqueza para que expertos
e interesados averiguaran.
De esta forma, parte del precio de la prosperidad, de sacar a los
indios del “infierno temporal”, era la batalla constante contra sí mis-
mos, la necesidad de cubrir las apariencias y contribuir con ello a
detener la murmuración de enemigos foráneos y locales. Entre los
locales se hallaban algunos de los vecinos con quienes los misioneros
convivían cotidianamente. Por ejemplo, hubo varias reuniones de
mineros y hacendados que intentaban pedir la secularización de las
misiones para de esta manera terminar con lo que aquéllos veían
como el acaparamiento misionero de recursos y mano de obra. Y es
que, de manera local, el poder del misionero debía ser importante.
No sólo por el control de recursos, sino también por su injerencia
en el hacer de los indios, cristianos o no, que vivían en misión. Aun-
que de forma velada, los misioneros eran quienes directa o indirec-
tamente nombraban al gobernador indígena y quienes ejercían el
mando cotidiano. En este aspecto, dice Joseph Och, las esperanzas
de los indígenas en sentido contrario podían terminar incluso en la
humillación:
142 IVONNE DEL VALLE

En los pueblos, los jefes indios son escogidos primeramente por el padre,
quien es el que los conoce mejor, y después son aprobados por el gobernador
de la provincia. Algunas veces estos magistrados indios pueden volverse algo
presuntuosos y pensarse de la nobleza o caciques, sin embargo, si empiezan
a portarse mal, el padre tiene el poder de destituirlos y azotarlos pública-
mente para volverlos a su condición de gente común. Entonces, otros son
puestos en el cargo a nombre del Rey… Una o dos veces al día, estos jefes
deben reportar todos los asuntos de carácter político y militar al padre, y
recibir órdenes y guía de este último. No pueden arreglar ningún asunto sin
el conocimiento y la aprobación del padre, ni regañar o castigar a nadie sin
recibir antes permiso del padre; cada día deben cuidar que todos hagan su
trabajo y sus labores, y que se encarguen de la agricultura (167).9

El poder del gobernador se reducía entonces, para los jesuitas, al


de un mediador a las órdenes del misionero, en cuanto al orden
interno de la misión. Un ejemplo de los alcances del poder jesuita
fuera de la misión está en el reporte de Baltasar al provincial de la
orden, en el que señala que el gobernador de la provincia de Sono-
ra (el funcionario de la administración colonial y no el gobernador
indígena local) debía a los jesuitas lo que era; especialmente a los
misioneros Cristóbal de Cañas y José Toral, ya que el primero le había
indicado dónde había una mina, y tanto uno como el otro le habían
prestado dinero para iniciar todas sus empresas comerciales (Dunne,
1957: 96-97). De esta forma, tanto en el nivel más próximo (el alcal-
de indígena), como en uno de mayor alcance (Sonora, en general)
el poder estaba vinculado a una buena relación con los misioneros.
Los jesuitas eran en este sentido un poder hegemónico debido a
que, al menos durante un tiempo, tuvieron el control de recursos
importantes. En esto coinciden todos los misioneros. A diferencia del
caso de Baja California, aquí no hay notas titubeantes ni encontradas

9 En el original: “The Indians’ actual superiors in the villages are mainly chosen

by the father, who knows them best, and then approved by the provincial governor.
These Indian magistrates may become somewhat conceited and consider themselves
of the nobility or as caciques; yet it lies in the father’s power, if they conduct themsel-
ves badly, to depose them along with a public whipping, and reduce them to common
folk. Others are then elevated in the name of the King… Once or twice a day he must
report everything of a political as well as military nature to the missionary and recei-
ve orders and guidance from the latter. He may not settle anything without the
missionary’s knowledge and approval, nor admonish or punish anyone without first
receiving the father’s permission, and he must every day hold everyone to his work,
tasks, and farming”.
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 143
al respecto: Sonora era una tierra muy rica, aunque también desper-
diciada. Pfefferkorn escribe sobre un territorio (la “hermosa, fértil y
rica Sonora”, 295) cuyas bondades eran arrasadas por apaches y seris
o desperdiciadas por la ociosidad de los españoles. Todo lo que ahí
existía (animales, frutas, árboles, hierbas medicinales, pero sobre
todo la fertilidad del lugar y sus minerales) le permitían asegurar que
Sonora era una de las regiones “más importantes” de la América es-
pañola (21). Och también insiste en la riqueza del lugar donde los
misioneros estaban condenados a la extravagancia de fabricar sus
sencillos utensilios con materiales para el lujo extremo: las ventanas,
bancos y mesas dice Och, debían hacerlas de ébano y palo de brasil
ya que, según dice, era difícil conseguir madera “inferior” apropiada
para tales usos. Para cocinar tenían también que usar maderas exce-
lentes (122). Estos ejemplos permiten leer la velada invitación de Och
a utilizar estos productos correctamente en contextos adecuados que
correspondieran a su calidad.
La aparentemente inacabable riqueza de la provincia lleva a Och
a una conclusión sobre el fundamento utilitario de las relaciones
entre Europa y las periferias. En una relación de continua extracción
y explotación, Europa dependía de América: “En mi opinión, Amé-
rica es la parte más afortunada del mundo. La tierra tiene abundan-
cia de todo y no necesita nada. Los europeos, en cambio, no podrían
vivir muy bien sin las Indias” (137).10 Esta abundancia maravillaba
también a miradas no españolas. La potencia económica vista en una
naturaleza aún sin explotar (una obsesión desde la llegada de los
primeros conquistadores y los primeros cronistas) se repite en el siglo
xviii con una importante variante: el papel del hombre en esa rela-
ción de extracción y explotación. La naturaleza requería ahora ser

10 En el original: “In my opinion, America is the most fortunate part of the world.

The land has an abundance of everything and needs nothing additional. Europeans,
however, could not now get along well without the Indies”. Och repite que de no ser
por las prohibiciones reales que impedían ciertas siembras y manufacturas para pro-
teger y privilegiar a los comerciantes españoles, en la Nueva España se habría podido
cultivar y fabricar todo aquello que se importaba de Europa.“América”, señala, “podría
suplir todas las necesidades de la vida sin tener que depender de otros países de no
ser por las prohibiciones respecto a muchos cultivos” (“America could provide all
necessities for human life without having to rely upon other countries were it not for
prohibitions on the cultivation on many things”, 37). Och atribuye los absurdamente
elevados precios de las cosas en Nueva España a la inflación artificial que favorecía a
los españoles.
144 IVONNE DEL VALLE

moldeada por una tecnología que la hiciera ajustarse a la medida de


la razón del hombre. A pesar de la abundancia, el trabajo arduo y
constante era la única manera de dar forma (“razonablemente hu-
mana”) a dicha riqueza. Un comentario de Och respecto de la Ha-
bana, cuya circularidad era tan perfecta que el hombre “no podía
mejorarla” (85), es la pauta que señala el papel corrector y transfor-
mador del hombre en relación con la naturaleza, en una obra plaga-
da de quejas sobre la manera en que la falta de visión y la ociosidad
imputada a los españoles era la causa principal de que las riquezas
americanas fueran absurdamente desaprovechadas.
En todo caso, para Och la abundancia y fertilidad de la tierra
hacen de la explotación colonial (por España o por otras naciones)
el destino de América. Como también sugiere Och, sin embargo, la
explotación colonial podía tener consecuencias negativas para quie-
nes la practicaban (capítulo 1). Desde finales del siglo xvi, en De
procuranda indorum salute, José de Acosta prevenía a los misioneros
sobre el peligro, el posible relajamiento de la disciplina y el subse-
cuente caos de las pasiones que podía esperar a quienes trabajaban
en misiones (380-409). Estas advertencias son reiteradas constante-
mente a los misioneros quienes debían impedir a toda costa que la
falta de vida religiosa comunitaria les hiciera sucumbir a una nueva
vida cuyas pautas quedaban fuera de su control. La soledad, la au-
sencia de una mirada supervisora podían invitar a la relajación y fi-
nalmente, llevar a la catástrofe.
La ambigüedad de las misiones de Sonora parece haber resultado
contraproducente pues los jesuitas detentaban un poder regional
bastante real en un medio relajado de la supervisión de algún supe-
rior. En el aislamiento de la misión-hacienda, el peor enemigo podía
resultar el jesuita mismo. Por eso, y sobre todo porque la una depen-
día de la otra, era fundamental mantener un balance perfecto en la
relación y jerarquía entre la razón de la misión (evangelizar) y el
éxito mercantil.
Lograrlo podía reducirse a un conjunto adecuado de circunstan-
cias favorables, o a algo tan vago pero al mismo tiempo determinan-
te como la personalidad de un sujeto. En el reporte de Baltasar se
dice de Ignacio Keller, por ejemplo, que a pesar de saber la lengua
indígena poco frecuentaba sus pueblos de visita y que era conocido
su “genio”, “más idóneo para caminar y descubrir que para aqueren-
ciar y doctrinar lo descubierto” (Burrus-Zubillaga, 1986: 202), como
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 145
si para este jesuita la misión fuera el punto de partida necesario para
obras más importantes y urgentes (los conocimientos geográficos).
En este siglo, el historiador de la orden Gerard Decorme (él mismo
jesuita). ante la colección de datos e informes sobre Keller, concluye
que el misionero más que en explorador se había convertido en una
especie de “cacique” regional (1941: II: 443).
Tal vez el mismo hecho de hallarse en una situación de coloniza-
ción (con las connotaciones obvias de explotación de la vida y el
trabajo de los demás), implicaba una fuerte contradicción en el eje
mismo de la misión. Mario Cesareo analiza el martirio de Francisco
Javier como un ejemplo no-discursivo en el cual el sacrificio del cuer-
po representa la única salida posible a la crisis originada por la opo-
sición entre ética cristiana y la razón mercantil que prevalecía en las
colonias. Según Cesareo, individuos como Francisco Javier dejan de
ver a la institución que representan —o a cualquier otra— como
mediadora en una situación avasallante ante la cual no había solu-
ción: ninguna acción cancelaría el mal hecho por la colonización.
Cuando no desde esta desgarrada materialidad, en momentos de
especial desesperanza, la verdad última de la colonia hace su apari-
ción en un lenguaje cuya pasión y fatalismo la asemejan al discurso
deshilvanado de la locura. En una carta sobre los problemas de las
misiones escrita anónimamente por un jesuita en el siglo xviii, se
dice que toda la empresa colonial descansaba sobre el silencio ante
lo que no debía callarse: la explotación de los indios. El silencio re-
sultaba el negocio más costeable para todos, aunque “se perdieran
los indios y se alzaran las naciones”, ya que todos tenían alguna par-
te en la tajada (Burrus-Zubillaga, 1986: 330 - 331).
Si para algunos jesuitas las contradicciones de su labor resultaban
problemáticas, para otros no había espacio o necesidad de autocríti-
ca. Las cosas eran lo que eran y así estaban bien, ése era el orden del
mundo. En la escritura de Juan Nentuig, la tensión entre la razón
cristiana y el mundo colonial mercantil llega, sin que el misionero se
dé cuenta, a un punto extremo en una propuesta desconcertante. En
una práctica de olvido selectivo de la historia por la cual los conquis-
tadores se convierten en los legítimos poseedores de una tierra “in-
vadida” por los indios, Nentuig dice que los españoles debían hacer
con ellos lo mismo que sus antepasados habían hecho con los moros.
Para mantener a Sonora y evitar que los ataques indígenas la perdie-
ran del todo; para que “entrara la fe”, era necesario, decía, “no de-
146 IVONNE DEL VALLE

jarlo todo a Dios”, sin hacer algo para liberar la provincia, y para ello
había que sacar a los seris, “quitarlos de en medio, tan del todo, que
no quede siquiera uno en su tierra” (115). Además había que hacer
lo mismo con los pimas de cuya reducción había tan poca esperanza
como de la de los seris. Por eso propone enviarlos a remar de por
vida a las galeras reales. Por su parte, a los apaches, “otro muy atre-
vido enemigo de Sonora”, había que exterminarlos, traer a mucha
gente que acabara con ellos. Sólo así —dice— cerrando con una
plegaria para que sus deseos de “paz” se cumplieran, se aseguraba la
entrada de la fe católica (116). Quitar de en medio entonces a la
población nativa (con excepción de los ópatas), sugiere Nentuig,
llevando con esta aberración (¿a quién predicar y convertir entonces?
¿cuál fe entrarían de esta forma y a instalarse en quién?) hasta sus
últimas consecuencias el hacer misionero más preocupado por el
avance de un orden mercantil no perturbado por levantamientos o
reticencias indígenas que por establecer poblaciones indígenas cris-
tianas en las fronteras. En todo caso era la independencia de los
indígenas, la continuidad de una vida que frustraba los planes de los
colonizadores, lo que llevaba a Nentuig a su fantasía aniquiladora.
Para Nentuig, tal como señala David Weber sobre la “solución” idea-
da por muchos europeos ante grupos considerados salvajes en extre-
mo debido a su carácter insumiso, la única forma de dominar efec-
tivamente a los indígenas de Sonora era exterminándolos (13).

crisis

Durante el siglo xviii hubo varias sublevaciones indígenas en Sonora,


de las cuales el llamado levantamiento pima de 1751 es el más docu-
mentado debido a que sus efectos se sintieron por más tiempo y en
una zona extensa, a pesar de haber estado circunscrito sobre todo a
la Pimería Alta. Todavía en 1757, la corona investigaba las causas de
la sublevación y ya en 1764 Nentuig decía que hasta ese momento
los trastornos de 1751 tenían “a las armas reales en perpetuo movi-
miento” (66).
El levantamiento había unido a pimas y seris, grupos históricamen-
te enemigos. Esta unión resultaba extraña sobre todo si se toma en
cuenta que hasta poco antes los pimas habían cooperado con los
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 147
españoles en las expediciones de exterminio contra los seris. En el
levantamiento, los indígenas atacaron de manera concertada varias
misiones destruyendo todas sus propiedades (ganado, construccio-
nes, aves domésticas) y asesinando a dos jesuitas: Tomás Tello y En-
rique Ruhen.11 Varias de las misiones atacadas quedaron abandona-
das por largo tiempo y, de forma reveladora, sobre todo las más
grandes o más deseadas por los jesuitas (las misiones de Santa Ana,
San Xavier, y Arivaca, por ejemplo).
El hecho de que los indígenas destruyeran propiedades de los
jesuitas que ellos mismos podrían haber utilizado, habla de un recha-
zo total, de la determinación a acabarlos por completo y borrar de
un territorio todas las huellas del sistema de vida representado por
la misión y los misioneros. Este borramiento y aniquilación de bienes
materiales revelan además el aprecio que los indígenas podía tener
por las soluciones al problema del “infierno temporal” en que su-
puestamente solían vivir antes de la llegada de los misioneros.
Las autoridades coloniales realizaron varias investigaciones para
determinar los motivos para un odio tan completo y, desde su pers-
pectiva, tan sin razón de ser. Al final, la alta jerarquía jesuita y las
autoridades coloniales concluyeron que el único motivo de los pimas
para rebelarse radicaba en su “amor natural a la libertad” y su “sal-
vaje pasión” para vivir a su gusto sin la intromisión de ningún poder
externo (Ewing, 278). Esta conclusión niega la seriedad de la inda-
gación y en cambio clausura el tema —de hecho la orden virreinal
exigía “perpetuo silencio” al respecto— negándose a saber, o cuando
menos a transmitirlo por escrito, el resultado de sus indagaciones.
Decir que el levantamiento se debía a la naturaleza misma de los
indios, significaba también que fuera de acabar con ellos como suge-
ría Nentuig; no se podía hacer nada, ya que no habría programa
posible para su redención, su “salvajismo” les era inherente, una
disposición imborrable en los indígenas.
Pese a esta conclusión, los documentos sobre el levantamiento
hablan de otra cosa, principalmente tal vez, de la insistencia jesuita
en mantener a los indígenas en un estado de perpetua minoría de

11 Juan Nentuig y Jacobo Sedelmayr probablemente también habrían sido asesina-

dos, pero lograron huir antes de que los indígenas llegaran a la misión en la que se
encontraban. El recuerdo de estos eventos seguramente influye en las cáusticas opi-
niones de Nentuig sobre los indígenas.
148 IVONNE DEL VALLE

edad y la negativa de éstos a ajustarse a dicho modelo. Antes de la


rebelión las relaciones entre pimas y españoles parecían marchar
bastante bien. Como ya se dijo, los primeros habían incluso ayudado
a los segundos en sus campañas contra los seris. De hecho son estas
campañas guerreras las que fomentaron alianzas entre soldados es-
pañoles e indígenas pimas que desajustaron el orden local, creando
una nueva fuerza opositora a los jesuitas. La reticencia de Ortiz de
Parrilla, el gobernador de la provincia, a acabar con el levantamien-
to es evidente. En sus cartas al virrey y al provincial jesuita, Parrilla
insiste en que desde su perspectiva los indios estaban tranquilos y de
paz (aunque se negaran a recibir a los jesuitas y a congregarse en sus
antiguas misiones). La morosidad en responder y su insistencia en
que todo se hallaba pacificado contrasta con las quejas jesuitas sobre
lo que desde su perspectiva era una caótica situación en la que los
culpables vagaban libremente en una provincia donde orden y res-
peto habían quedado en el olvido. El poder se deslizaba de las manos
de los jesuitas si quienes así los ofendían (habían asesinado a dos de
sus miembros y les habían causado enormes pérdidas económicas)
quedaban sin castigo. Ante esta situación lanzan un ultimátum: si las
autoridades persistían en mantener el sistema presente, los padres,
del todo “inútiles”, tendría que marcharse de aquellos lugares (Bu-
rrus-Zubillaga, 1986: 280). En esta instancia puede verse un intento
de negociación de los misioneros en el que parecen decir que úni-
camente bajo sus condiciones permanecerían en el lugar; determina-
ción que resuena con las sospechas de Baltasar en 1744 de que los
misioneros en Sonora tenían intereses que no estaban dispuestos a
perder tan fácilmente.
Así, la rebelión indígena implicaba una lucha de jurisdicciones por
parte de la jerarquía militar y civil por un lado, y la religiosa jesuita,
por otro. Al principio del levantamiento dos misioneros, Ignacio
Keller y José Garrucho, logran quedar al mando de la campaña mi-
litar contra los alzados durante algún tiempo, hasta la llegada de
Ortiz Parrilla. Para entonces, Keller ya había ordenando aprehender
y ejecutar a Pedro Chihuahua, indígena considerado uno de los lí-
deres en la rebelión. En un ambiguo lenguaje, entre el imperativo y
la simple enunciación del futuro (“vuestra merced usará del derecho
militar y usanza de guerra”) Keller se dirige al capitán español, Me-
nocal, a quien da indicaciones sobre cómo controlar el levantamien-
to, “de lo contrario”, le advierte, “será responsable y se le hará cargo
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 149
de todos los daños” (Burrus-Zubillaga, 1986: 217, 219, 220). Como
Menocal había cedido a las presiones de Keller (el sustantivo usado
por Decorme para referirse al misionero, “un cacique”, es tal vez una
explicación de la complacencia de Menocal), atrae sobre sí la rabia
de Parrilla, cuyas quejas sobre la manera apresurada e injusta en que
se había asesinado a Chihuahua, lo hacen aparecer como un gran
defensor de los derechos indígenas, o en todo caso, de las formas y
el funcionamiento del derecho colonial.
No obstante que defender a Chihuahua podía servir para fortale-
cer el poder militar y civil en la región mediante el cuestionamiento
del hacer y poder de los jesuitas, la actitud de Parrilla es un tanto
excesiva. Parrilla escribe al virrey que Oacpicagigua, el jefe indígena
y principal dirigente del levantamiento, era tenido en “alta estima”
por todos los soldados debido a su mucha ayuda en las campañas
contra los seris, en las que el indio había “mantenido a sus tropas”,
las que además eran “fieles y de buena policía”. En un gesto poco
usual confiesa que saber que tenía que partir contra el jefe indígena
le hacía llorar, al considerar “el honor, la lealtad y el coraje que este
famoso indio” había mostrado en muchas batallas (Ewing, 268). Es
interesante cómo el militar español se refiere al guerrero, a quien
llama el “famoso indio”. Oacpicagigua es su igual y asume su defensa
como la de un compañero de batalla, todo lo cual habla de las nue-
vas relaciones de camaradería en la frontera. Un dato confirma la
posible alianza entre Oacpicagigua y Parrilla en la que ambos apare-
cen como sujetos de un pacto formulado en la igualdad. Al parecer,
Parrilla había dicho al jefe indígena que si participaba con sus gue-
rreros contra los seris, el terriorio pima se extendería hasta el río
Colorado (Kessel, 103). De ser así, aliarse con los españoles no era
para los pimas “ayudar” a nadie, sino entrar en acción por sus propios
intereses y seguir sus propios designios.
La colaboración entre pimas y militares había confirmado el poder
de Oacpicagigua a quien —pese a la sorpresa de los misioneros y
según ellos lo “innecesario” del cargo— Parrilla había nombrado
“capitán general” de la nación pima. La nueva costumbre, introduci-
da decía Nentuig, sin ningún motivo, no servía “ni a Dios, ni al rey”
y tan sólo lograba el “engreimiento” de los jefes indígenas (104). De
acuerdo con Garrucho, el cargo de Oacpicagigua implicaba poder
sobre los indígenas, como exigirles provisiones dispuestas en los
pueblos por los que pasaría en sus campañas, y, lo peor para los
150 IVONNE DEL VALLE

misioneros, que tuviera poder sobre los gobernadores indios a quie-


nes aconsejaba que no castigaran a la gente ni corrigieran sus abusos.
Su osadía contra los jesuitas había llegado a tanto que “descasaba” a
los casados y repartía nueva esposas. Según Garrucho, se había tam-
bién cambiado el nombre por el de Bacquioppa, “enemigo de las
casas de adobe” (Kessel, 116), con el que representaba su lucha con-
tra el universo de las misiones.
Antes del levantamiento, y debido a la problemática particular de
la frontera (los indígenas seris, que en determinado punto “impe-
dían” el avance de un sistema económico), se había dado la posibi-
lidad de un poder indígena real, no dependiente de la aquiescencia
de los misioneros y por tanto, visto como una amenaza contra los
jesuitas en la región, acostumbrados a nombrar gobernadores y de-
cidir sobre la totalidad de la vida en misión. Ahora, un “capitán ge-
neral” daba órdenes desbaratando lo que ellos habían hecho. Según
recuentos sobre los acontecimientos que preceden al levantamiento,
los misioneros incurren en gestos desesperados para recuperar el
poder, humillando a sus opositores públicamente: había que volver
a los indígenas a “su” sitio, bajo lo tutela de los misioneros quienes,
al menos en los dos casos que se mencionarán a continuación, se
negaban a compartir o negociar el poder. En el primero, Garrucho,
viendo llegar a Pedro Chihuahua a la fiesta de San Miguel con el
bastón de sargento general de los pimas (después de Oacpicagigua,
Chihuahua era el segundo en el mando militar indígena), le exige
que lo deje por representar un poder no reconocido ni otorgado por
el gobierno español. Garrucho ridiculiza al indio delante de la mul-
titud y antes de despedirlo lo amenaza con azotarlo si vuelve a su
misión (Kessel, 104 y Ewing, 269). En el otro incidente, tal vez mucho
más grave por sus implicaciones —cuando Oacpicagigua aparece en
la misión de Santa María vestido como oficial español—, Keller, se-
gún declaraciones en las primeras averiguaciones sobre las razones
de la rebelión, llama al indígena “perro chichimeca”, sugiriendo que
su atuendo debería ser “una piel de coyote y un taparrabos” y su
pasatiempo “perseguir conejos y ratas por los montes” y no usurpar
ocupaciones que no le correspondían (Kessel, 102-103). Llama la
atención que Keller y Garrucho sean los protagonistas de estos suce-
sos humillantes y que fueran ellos mismos —como para asegurar la
eficacia de sus primeras actuaciones— quienes se encargaran de
presidir la muerte de Pedro Chihuahua, uno de los representantes
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 151
del poder que temían y deploraban: Keller, al ordenar a Menocal
que diera muerte al indígena y Garrucho, confesándolo antes de ser
fusilado.
Como puede verse en los pasajes anteriores, la problemática del
alzamiento tiene que ver con dos crisis del gobierno colonial. En
primer lugar, la de la secularización de los intereses de las misiones
de Sonora de la que hablé en la sección anterior (lo que había lle-
vado a Keller a convertirse en un “cacique”), pero también la de la
secularización general del contexto ideológico de la época que per-
mitía a un militar como Ortiz Parrilla descartar las necesidades y
supuestas prerrogativas de los misioneros en favor de una frontera
libre de indios rebeldes (los seris) y un orden colonial civil cuya
violencia no descansaba en la supuesta necesidad de la evangelización
de los indígenas. Esta dislocación de intereses se repite constante-
mente en las fronteras en el siglo xviii apuntando a una transición
de poderes y prioridades aún no del todo determinada en una nue-
va dirección como se ve en los intentos jesuitas por continuar nego-
ciando su poder.
En segundo lugar estos levantamientos se relacionan con una
crisis de gobernabilidad, resultado de los cambios producidos por
una prolongada interacción entre diversos grupos poblacionales. En
estos momentos las autoridades carecen de mecanismos adecuados
para interpelar a una población “india” cuya conducta y hábitos re-
basaban con mucho los significados que en épocas anteriores se ha-
bían dado a tal vocablo, como puede verse en las actividades que
—según Keller— Oacpicagigua debía realizar y no realizaba. En todo
caso, para sorpresa de los misioneros, algunos indios chichimecos no
se dedicaban a cazar por los montes, sino a formular órdenes que
contradecían lo hecho por los misioneros. Sin herramientas para
integrar a sus sujetos en una relación subordinada, el gobierno colo-
nial dejaba de producir modelos jerárquicos adecuados para el do-
minio. Los argumentos de Nentuig sobre cómo debía tratarse a los
indígenas son una propuesta político-estética que intenta enfrentar
este problema. Al indio —decía Nentuig haciendo eco de la conduc-
ta de Keller y Garrucho—, nunca había que tratarlo bien ni honrar-
lo. Para crear indios que representaran el papel de subordinados
asignado desde el siglo xvi, había que encajarlos en un molde está-
tico de minusvalía a través de la reiteración de viejos paradigmas:
152 IVONNE DEL VALLE

No es para bien de la religión porque por bueno que sea el indio, antes que
llegue a ser estimado y ensalzado con cualquier preeminencia que se le dé
de humilde se hace soberbio; de diligente, flojo y dejado porque le parece
que ya no hay más a que aspirar; de obediente y dócil, terco y porfiado en
su capricho; y lo peor es que de buen cristiano, con el cargo honroso suelen
hacerse malos… Y de esto mismo se evidencia que no es para el servicio del
Rey Nuestro Señor, por ser contrario a su voluntad real, contenida en tantas
leyes de la Recopilación de estos reinos… Con ocasión de lo que al presen-
te trato, aunque no es su propio lugar, advierto a cuantos tengan que tratar
con indios, que a ninguno se puede alabar en su cara sin echarlo a perder,
porque para el indio es veneno de calidad muy violenta el oírse alabar, y
tratar de señor, como lo hacen muchos incautos españoles… y no ha mucho
vi un papel escrito por un español que ha sido juez político varios años, a
un gobernador indio, que empieza Señor Gobernador, N. Que esto hagan ne-
gros y mulatos no me admira, pues con este estilo honran a quien es más
que ellos, pero que lo sigan en esto los españoles, aún de los que presumen
de nobleza muy aquilatada, me parece cosa indigna y que lo usen para cap-
tar benevolencia, etc. aún más torpe y afrentoso (104-105).

De esta manera el programa de Nentuig tiene como fin refabricar


una subjetividad indígena cuya fluidez los había hecho salir de los
modelos de pureza y mansedumbre (ya no cazaban ni llevaban taparra-
bos, no eran dóciles y usaban títulos españoles) que tenían anterior-
mente asignados. Este programa implicaba una reelaboración cons-
tante y controlada de la diferencia, como si los indios cada vez fueran
menos “indios” al integrarse a prácticas coloniales, de manera que el
término se había ido reconfigurando hasta vaciarse de significado:
eran indios los chichimecos que cazaban y usaban taparrabos, y los
capitanes generales que mandaban sobre todos los demás. Nentuig
propone así un modelo de interpelación —un hábito— que fijara,
lingüística y performativamente, a los indios en un lugar específico
de la jerarquía racial de la colonia (por encima de negros y mulatos,
por debajo de los españoles). Tales esfuerzos exhiben el carácter
ficticio de dichas jerarquías: el lugar que se ocupaba dependía del
trato otorgado por los demás, era el resultado de un esfuerzo cotidia-
no de formas específicas de intercambio entre uno y otro grupo.
Este trato a indígenas explica el choque con los jesuitas. Durante
las investigaciones sobre el levantamiento surgen numerosas quejas
de los indios hacía los misioneros: ocupan sus tierras, separan familias
al enviar a alguno de sus miembros a otro lugar, los castigan dura-
mente. Para cuestionar el “mito apologético” con que algunas veces
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 153
se han interpretado las misiones jesuitas, Hausberger se ha referido
al uso cotidiano de la violencia en Sonora, recurso que “no ocurría
en el vacío”; por el contrario, “formaba parte de un programa” espe-
cífico de colonización. Si los jesuitas no usaban la violencia en todos
sus actos, de cualquier forma tenían un estilo “estrictamente autori-
tario” (1993: 28-32). Quizás por esta violencia cotidiana, Oacpicagi-
gua condiciona su rendición a la salida de Keller de la Pimería; y en
cuanto éste abandona la región, el dirigente indígena se entrega
(Kessel, 109, Ewing, 275). Entre la lista general de peticiones de los
indígenas para deponer las armas está también la salida de siete de
los ocho jesuitas en la Pimería Alta (Gaspar Stiger es la excepción
aunque, irónicamente, más tarde pierde la vida hechizado); además
abundan las quejas contra Keller, Nentuig y Garrucho. Finalmente,
al éxito logrado por Garrucho en cuanto a la prosperidad material
en su misión, sigue, luego de la rebelión, su salida presurosa de una
misión a la que nunca se le permitió volver (Kessel, 106).
En su informe de 1744 —con quejas de 15 de los 22 misioneros
en la provincia, cinco de ellos bastante serias— Baltazar pide al pro-
vincial que escriba directamente a Jacobo Sedelmayr, para agradecer-
le las “maravillas” que había logrado y alentarlo a continuar el buen
trabajo. Seis operarios como él contribuirían a “asegurar la conversión
de la Pimería Alta, con otras naciones y la de los moquis” (Burrus-
Zubillaga, 1986: 203). Bastaban seis misioneros, con la entrega y de-
dicación de Sedelmayr, para conquistar un extenso territorio para la
religión, pero tres o cuatro de dudosa reputación para perderla.12
Si como señalé antes, Baltasar mismo dudaba de la prudencia de
Keller y se quejaba de la demasiada autoridad de éste en sus reduc-
ciones (Burrus-Zubillaga, 1986: 202 y Dunne, 1957: 96); Sedelmayr
en una nota escrita en alemán —asegurando con este gesto que en
México muy pocos fuera de Baltasar (de origen suizo y entonces
provincial de la orden) podrían leerla—, señala que Keller —como
era bien sabido— pasaba la mayor parte del tiempo “borracho”.

12 El benéplacito de Baltasar respecto a Sedelmayr puede interpretarse con ironía

cuando se piensa que Sedelmayr —interesado en explorar nuevas tierras y en encon-


trar el sitio desde el cual supuestamente había partido Moctezuma a fundar Tenochti-
tlan— escribe pocos meses antes del levantamiento de 1751 un informe sobre la
provincia en el que se le escapan todos los indicios del alzamiento que debía ser in-
minente, sobre todo debido a la insostenible situación (la conducta de los jesuitas)
que él mismo relata en el informe.
154 IVONNE DEL VALLE

Durante su visita, el misionero no había podido decir misa ni predi-


car debido a su deplorable estado (46-47).13 En cuanto a Garrucho,
años más tarde en Oposura, donde había sido exiliado de su misión,
el gobernador se refiere a él con el sarcástico título de “el señor
Obispo” ilustrando el carácter excesivo del jesuita (Kessel, 119).
Las quejas de 1751 contra los misioneros no existen en esa cantidad
ni con esa constancia en otros lugares; implican una problemática
única. Tal vez, como señalaba Jacobo Baegert misionero en Baja
California, a pesar de todas las penurias materiales ahí experimenta-
das (y la lista es extensa), el aislamiento y la lejanía de otros españo-
les, mestizos o mulatos, era lo más adecuado para la vida religiosa
que el bullicio de los reales mineros en Sonora.14 Algo en la provincia
cuyo nombre estaba —según Nentuig— relacionado con el sonido
de la plata y el oro, hacía perder la cabeza a los jesuitas. Además
advertía que contra uno de sus compañeros martirizados en la rebe-
lión, Enrique Ruhen, los indios (“sus sacrílegos, apóstatas asesinos”)
habían forjado calumnias muy graves (101). Por su parte, de Tomás
Tello, el otro martirizado, se aceptó que siempre había utilizado me-
didas “más bien severas” para castigar a los indígenas (Dunne, 1957:
38). En su informe de 1751, Sedelmayr (nota 11) da un dato indica-
tivo del carácter de éste. Durante su visita —dice— muchos de los
indígenas que debían permanecer en la misión de Tello estaban “fu-
gitivos” y aunque Sedelmayr cree que esto podía deberse a la “incons-
tancia” de los indios, no descarta que el misionero fuera responsable
por su “impetuosa naturaleza”, Ya que frecuentemente estaba “enfer-
mo de rabia y de coraje” (43). A pesar de este exceso (enfermarse de
rabia), y de otras faltas (no hacía los ejercicios espirituales, daba órde-
nes absurdas en su misión), Sedelmayr pide que se le deje en su lugar
ya que cuando menos no había “escándalos” sobre su persona.

13 Hay que contrastar esta imagen de Ignacio Keller con lo que dice Simona Binko-

vá (véase nota 8 en la introducción) sobre la “evaluación casi exclusivamente positiva”


del misionero para acentuar sus contribuciones a la cartografía y hacer a un lado la
conducta violenta y deplorable del misionero.
14 Baegert no se refiere específicamente a Sonora, pero entre las razones que da

para preferir su misión respecto a otras, la mitad tienen que ver con que en las misio-
nes de Baja California no había que convivir con españoles, mulatos, mestizos, y otros
grupos que considera perniciosos; tampoco había que proveer de alojamiento y ali-
mentos a los muchos comerciantes y empresarios que viajaban en búsqueda de minas
y negocios semejantes. Todos estos grupos, comunes en Sonora, no eran para Baegert
sino “vagos” que con frecuencia eran además malos cristianos (Nunis, 191-192).
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 155
En la medida en que Sonora y las misiones del norte eran fronte-
ras para la cristiandad, podía esperarse que los mártires fueran los
primeros testigos (el principio) de una fe por venir. Sin embargo, por
sus condiciones, en Sonora habría que replantearse el lugar y el sig-
nificado tradicional del martirio en de la formación de nuevas comu-
nidades cristianas. Mario Cesareo analiza dos vertientes discontinuas
del martirio jesuita: como espectáculo y como vocación. En sus ejem-
plos, Francisco Javier (al que ya se hizo alusión) representa al segun-
do: el sacrificio de un cuerpo que intenta mediar entre la razón ética
y la razón política, entre el cuerpo epifánico cristiano y la teatralidad
maquiavélica colonial impuesta por la explotación mercantilista (70-
71). Esta acepción del martirio como testimonio de un Dios presente
en el cuerpo del sacrificado, de entregarse por entero en nombre de
Dios, no es lo que parece acontecer en Sonora.
Pese a que el martirio era un acontecimiento con capacidad trans-
formadora en tanto que podía imbuir automáticamente de trascen-
dencia a quienes lo experimentaban, algo más se esperaba del mar-
tirizado, algo que permitiera adivinar el fin glorioso. El mártir debía
ser una persona cuya vida le hiciera merecedor de tal bienaventuran-
za. Por ello las reticencias de Gerard Decorme, jesuita historiador de
la orden, para aceptar que Lorenzo Carranco, misionero en Baja
California, fuera un mártir (uno de los dos asesinados en la rebelión
pericúe de 1734), (1957: 93 y ss). El martirio era una grave contin-
gencia que obligaba a colocar a Carranco en una categoría que no
le correspondía y por ello dificultaba la labor de sus biógrafos (De-
corme, en este caso).
Los escritores de las vidas de mártires presentaban cuadros en los
que un “héroe” rompía constantemente con jerarquías sociales
(abandonaba, por ejemplo, una familia noble y riquezas para hacer-
se misionero) que se restablecía en un orden trascendente (el sagra-
do) porque a pesar de la humildad que los había empujado a dejar
el honor y la comodidad, su vida era ejemplar espiritualmente (Ce-
sareo, 32-34). La vida de Carranco, sin embargo, no impresionaba.
Faltaba algún dato, por mínimo que fuera, que garantizara su entra-
da en otra esfera.
El martirio, entendido como opción personal por la que se inten-
ta traer a la tierra el orden sagrado negado por el funcionamiento
que la economía imponía en el mundo, es capitalizado en la segunda
acepción según la entiende Cesareo (76-77). En esta instancia se
156 IVONNE DEL VALLE

trata del momento en que la institución utiliza la muerte de sus


miembros —pese a que en algunos casos, como el de Francisco Javier
analizado por Cesareo, su muerte negara la eficacia y capacidad ética
de la institución— como una especie de “pago” que garantiza la
consolidación futura de la fe. En este sentido, la Historia de los Triun-
fos de nuestra Santa Fe (1645) de Pérez de Ribas, es una obra corpo-
rativa, institucional, que entiende el martirio únicamente como es-
pectáculo de la fe (Ahern) en tanto que los mártires son exhibidos
como emblema del desinterés extremo de la cristiandad (por Cristo
se podía dejar la vida misma). Al mismo tiempo, Pérez de Ribas pro-
pone una nueva economía de recursos: los mártires de la orden eran
ya tantos que de alguna manera “funcionaban” para siempre, hacien-
do innecesario un sacrificio semejante a partir de entonces. Con esto,
la Historia de los Triunfos descalifica el martirio entendido como op-
ción personal. Para Pérez de Ribas ya había mártires y su función
sería servir —tal como señala Cesareo respecto al martirio institucio-
nalizado— como “operación retórica destinada a convertir la violen-
cia histórica generada por el mercantilismo europeo en espectáculo
sublime” (30). La sangre adquiere entonces un valor casi mercantil:
se había pagado ya por los paganos que a partir de entonces deberían
empezar a ser ganados para la cristiandad.
Si desde mediados del siglo xvii la Compañía —como señala la
obra de Pérez de Ribas— tiene en mente otras funciones para sus
operarios —una vida completa, aprovechada hasta el final trabajando
en la consecución de almas para la nueva religión, y si, además, en
caso de martirio se esperaba del sujeto en cuestión una vida que co-
rrespondiera a la trascendencia de su final, como sugiere Decorme
¿qué se puede decir entonces de los “mártires” de Sonora? Dos imá-
genes persisten: en una, uno de los misioneros, “enfermo de rabia”,
castiga excesivamente a los indios (Tello); la otra es sólo la duda pro-
vocada por el silencio de los jesuitas respecto a las “calumnias” que
los indios habían fabricado en contra del otro misionero (Ruhen).
En un universo de libros y cuentas mal llevadas, en el cual los
misioneros son acusados por sus superiores de ser “bulliciosos” y
demasiado amigos de seculares, donde además había que pedirles no
dar regalos, ni limosnas extravagantes; en un universo así, el martirio
tiene un aire de antigüedad acontecida en otra parte y otro siglo. Lo
que debía constituir el ser del mártir y el ambiente sonorense parecen
altamente incompatibles, al menos en la medida en que los mismos
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 157
jesuitas no quedaban excluidos de dicho mundo enrarecido. Tal
como había dicho Las Casas, el asesinato de un religioso tan sólo era
martirio en el momento en que para los indios era clara la diferencia
entre los fines de los religiosos y los de los seculares (119), y en el
caso de Sonora no lo era. Ante esto, cabe preguntarse qué fe habían
tratado de instigar Tello y Ruhen en el alma de los pimas, y de qué
podían ser mártires estos jesuitas.

médicos y hechiceros

En las tres descripciones sobre Sonora (de Joseph Och, Juan Nentuig
e Ignaz Pfefferkorn) hay dos temas que las distinguen de las obras
sobre las otras provincias: la comida y las plantas medicinales; ele-
mentos ambos que hacen pensar en el estómago, que cumplía una
función doble de mediador: por un lado, con respecto a la diferencia
cultural; por otro, en cuanto a que estaba ligado a la salud y a la
enfermedad.
La obsesión con la comida y las plantas medicinales está relacio-
nada con el entorno sobrepoblado de hechiceros en que vivían los
misioneros (según dicen ellos mismos). Aquellos, utilizando plantas
y arbustos alabados por los jesuitas, preparaban los alimentos y he-
chizos que enfermaban o curaban. Como veremos al final de esta
sección, al escribir sobre alimentos y plantas medicinales eludiendo
toda mención de los hechiceros, Pfefferkorn y sobre todo Nentuig,
se apropian de dicho saber sin aceptar que era parte de un conjunto
contaminado desde su perspectiva (las prácticas de los hechiceros).
Así, la comida, su novedad y diferencia, es un tema que a pesar
de las distintas actitudes de los misioneros se mantiene constante. En
Sonora los alimentos tenían una función de indicador cultural e
identitario. Como decía Pfefferkorn, un bocado podía desenmasca-
rar, mostrar que un individuo no era lo que él pensaba de sí mismo
o pretendía hacer pensar a los demás (196-197). Por ello había que
cuidarse de la comida, materia inocua cuya ingestión no era sin em-
bargo tan sólo un asunto de estómagos, ya que operando desde ahí,
cambiaba misteriosamente la identidad de una persona.
Pfefferkorn contempla con asombro la igualdad de los alimentos
consumidos tanto por los indios como por los españoles nacidos ahí.
158 IVONNE DEL VALLE

Había sabores —decía— que sólo gustaban si se les conocía desde la


niñez (196). Algo en los alimentos era semejante a la relación con la
lengua: sólo si se les tenía desde temprano, se lograba la exactitud y
perfección de determinados sonidos y giros. El escándalo del misio-
nero consistía en su certeza de que lo consumido por todos con
agrado no sólo los igualaba en gustos (¿cómo podían los españoles
pensarse distintos de los indios después de comer lo mismo que
ellos?), sino que además delataba el error común de su juicio y una
diferencia radical respecto al ciudadano europeo: consideraban bue-
no algo que, por el contrario, era absolutamente indigesto. Lo que
agradaba a los americanos, era “poco atractivo para el europeo”
(197): comida, tabaco, todo les parecía de mala calidad. En síntesis,
la comida de Sonora era “en parte mala, en parte insípida y nausea-
bunda” (200). Sus reticencias marcan su diferencia: él podía escribir
sobre la mala calidad de la comida porque era —seguía siendo— eu-
ropeo. Disfrutar de la comida habría significado participar de la
igualdad, lo cual no podía permitirse sin sospechar de todos los ha-
bitantes de la provincia independientemente de raza y clase social.
Si esta ansiedad por la comida tiene que ver por un lado con el
“peligro” de pertenencia al compartir los hábitos alimenticios de la
comunidad o, diciéndolo de otro modo, con la capacidad de un es-
pacio de extinguir a una persona y convertirla en elemento indiferen-
ciado;15 por otro, como ya se dijo, está también relacionada con el
temor a los hechiceros. Y hechiceros podían ser todos los indígenas,
incluso los encargados de cocinar para los misioneros. Por esta con-
tigüidad, la hechicería podía ser vista como una forma de anti-cocina
que en vez de domesticar o humanizar la fuerza de la naturaleza, la
liberara y pusiera en movimiento en la preparación de venenos, ali-
mentos poderosos con la capacidad de consumir a quienes los inge-
rían.16 De ahí, las reticencias de Pfefferkorn a compartir esa “comida”
(que podía ser veneno) capaz de consumir la diferencia europea, o
al europeo mismo.
En las obras de los misioneros describir las plantas de la región y

15 Para estudios en los que se analice el poder simbólico de la comida y la alimen-


tación en la formación y diferenciación de culturas véase Mary Douglas, Purity and
Danger. Londres, Routledge and Kegan Paul, 1966; véase también las obras de Claude
Fischler y Pasi Falk en la bibliografía.
16 Véase las obras de Fischler y Falk para esta lectura sobre la hechicería.
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 159
sus propiedades puede entenderse como un esfuerzo de domestica-
ción de estos significados. Esto tiene un precedente importante con
Juan de Esteyneffer (1713) en el Florilegio medicinal de todas las enfer-
medades, citado antes. En dicha obra el autor, que había servido como
una especie de médico itinerante en Sinaloa, la Tarahuamara y So-
nora, agregaba a los conocimientos médicos de su época, plantas y
procedimientos novedosos con los que el noroeste novohispano con-
tribuía al saber médico. El Florilegio tuvo un éxito inmediato, sobre
todo en las misiones. En los inventarios de las bibliotecas de las mi-
siones de Baja California es el ejemplar cuya posesión se repite misión
por misión (Mathes, 440). Sin embargo, a pesar de la aparente gran
divulgación de dicha obra en Baja California, no fueron estos misio-
neros los que siguieron el ejemplo de Esteyneffer, sino los de Sonora,
quienes incluyeron en sus obras tanto plantas como procedimientos
curativos locales.
En los escritos de Pfefferkorn y Nentuig, Sonora parecía poseer la
llave para curar o para matar. Ahí se encontraban los venenos que
paralizaban y asesinaban a los misioneros, las mezclas infalibles con
que seris y apaches emponzoñaban sus flechas; las 136 plantas, seis
minerales y cinco animales cuyas propiedades medicinales describe
Nentuig cuidadosamente. Plantas sorprendentes como la “jamatra-
ca”, según el misionero una “panacea” capaz de servir de contra ve-
neno a las flechas de los seris, sacar el mal de la rabia, servir de an-
tídoto a las mordeduras de víboras, quitar el tabardillo, el dolor de
cabeza y de muelas, y curar las más terribles heridas:

Para contusiones, golpes y heridas la he visto de increíble y estupenda efica-


cia, machacada y puesta como emplasto con aguardiente de mezcal sobre la
cabeza y la cara de un vaquero, a quien un potro indómito, después de ti-
rarlo al suelo le había pisado y golpeado, de manera que más muerto que
vivo no se le conocía ya casi cara, abierto y arrugado de las pisadas violentas
no sólo el cutis, sino la carne que asomaban los huesos, y con grande admi-
ración mía, con sólo el dicho remedio lo vi al día siguiente ya cicatrizadas
las llagas y bueno a caballo (63).

Plantas magníficas de un poder inmenso, que podían curar todos


los males y permitían construir un saber desligado de las personas
que localmente lo detentaban.
Pese a este olvido oficial, hasta Europa —apenas iniciado el viaje
que llevaría a los jesuitas a las misiones— llegaban los rumores de la
160 IVONNE DEL VALLE

existencia de los hechiceros en alarmantes notas que advertían sobre


el poder al que deberían enfrentarse. Acerca de los manipuladores
de plantas y elementos, y pese a los cuidados de los cronistas de So-
nora, la frontera novohispana salía de su sitio para prevenir a quienes
se le aproximaban. En las cartas se anotaba un peligro doble: por un
lado estaban los apaches, los seris y la posibilidad constante de levan-
tamientos indígenas; por otro, las noticias fabulosas sobre los hechi-
ceros que parecían sostener una callada guerra contra los misioneros.
En la lucha por el control de la región, en la cual los jesuitas invertían
no sólo el cuerpo (el ejecutor de las tareas múltiples para sostener
la misión, y que podía ser flechado o asesinado) sino también la
cabeza y el bienestar del “alma”, los hechiceros eran sus verdade-
ros —y elusivos— enemigos. Enemigos que, por otra parte, los obli-
gaban a vivir en un ambiente enrarecido de incertidumbre y confu-
sión que daba a su escritura un carácter peculiar.
En 1749, Jorge Redhs y Manuel Klober escriben a su provincial en
el Rin sobre su arribo a España y futuro viaje a México; entre los
informes llegados hasta Cádiz, donde se encontraban, están los del
fin a manos de los hechiceros de dos de los cuatro misioneros del
Rin entonces en Sonora. La supuesta muerte de Rapicani (quien en
realidad no había muerto) y el fin de las labores del padre Everardo
Hellen a quien los hechiceros habían “cerrado” los intestinos (Ma-
tthei-Moreno 240). Lo interesante en esta nota es cómo circulaba el
temor, la entrada de la frontera a centros urbanos, incluso puertos y
ciudades al otro lado del mar (Cádiz, las ciudades alemanas). En
cierto sentido, la escritura de los jesuitas tenía un carácter oral, no
desterraba el error, lo simplemente oído; por el contrario se movía
en él, en una zona confusa en la cual lo que verdaderamente impor-
taba eran no los datos precisos (el número de muertos, los años, las
circunstancias) sino señalar el espacio nebuloso y turbio creado por
el temor, la mitología de otra zona que desbordaba sus límites para
alcanzar a los jesuitas en Europa.
Desde el viaje, entonces, llegaban a los misioneros rumores que
irían cambiando, agrandándose o disminuyendo durante la travesía
que los llevaba de Veracruz a la ciudad de México y finalmente a las
fronteras. El término del viaje no significaba, sin embargo, el fin de
las dudas. A su llegada los esperaban nuevos rumores e imprecisiones,
además de una larga lista de compañeros afectados de una u otra
manera por el lugar. En este grupo estaban desde los misioneros a
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 161
quienes el clima no resultaba favorable,17 hasta aquellos que más allá
de lo racionalmente explicable (las circunstancias climáticas, por
ejemplo), habían sido hechizados y el extraño gran número de quie-
nes en Sonora perdían el juicio. Estos jesuitas, las “bajas” que podían
esperarse en el mundo misionero de la provincia, se unen a las de
los mártires, única categoría de afectados en la cual los jesuitas alcan-
zan consenso, como si la claridad y la certeza fueran posibles única-
mente en este tipo de muerte, consumible en razón de la capitaliza-
ción que la Iglesia podía hacer de ella a través de la escritura de
hagiologías. Por otro lado, el caso de un jesuita misionero en Duran-
go, Hernando de Santarén, quien había sobrevivido a un poderoso
hechizo para morir martirizado pocos años después (Decorme, 1957:
53), nos recuerda la posibilidad de que desde otra perspectiva (la de
los indígenas) una y otra forma de muerte hayan sido distintas ma-
nifestaciones del mismo rechazo.
En cuanto a los misioneros que habían perdido el juicio, en So-
nora se encontraban Pedro I. Fernández (González Rodríguez, 1993:
470), Ignacio Arceo y Lorenzo Gutiérrez (Hausberger, 1996: 71),
Bartolomé Sáenz, quien durante años había andado errante por los
campos (Decorme, 1957: 20); y José Tenorio, quien terminó asesi-
nando a un guardia en medio del estado paranoico de su locura
(Esteyneffer, 1978: 14-7); se dice que Agustín de Campos, de quien
hablaré en el capítulo cinco, había perdido la cabeza hacia el final
de su vida (González Rodríguez, 1993: 477).18
17 La tierra caliente —decía José Garrucho— afectaba a los misioneros alemanes,

quienes tenían que ser cambiados de una a otra región buscando un clima más afin
a su constitución. Och casi perdía la vida antes de que lo desplazaran a una región
más benigna. También Gerstner, Pfefferkorn y Middendorff enferman y por ello se les
cambia de misión (Och, XIV- XV).
18 Hausberger refiere estos casos de locura como una de las consecuencias de la

situación extrema en que se hallaban los misioneros (1996). El viaje fallido a las fron-
teras americanas de estos misioneros europeos, recuerda —aunque en un sentido
inverso— el viaje de John Hu a Europa a principios del siglo xviii tal como lo analiza
Jonathan D. Spence en The Question of Hu (agradezco a Catherine Brown el haberme
hablado de este libro). En las páginas de Spence, Hu, copista chino que va a Europa
acompañando a Jean-François Foucquet, misionero jesuita, sufre una paulatina desin-
tegración (resulta incoherente para los europeos y es internado en un hospital psi-
quiátrico del que es sacado para volver a China al cabo de unos años) debido, según
sugiere Spence a la extrañeza de encontrarse en un lugar y en una lengua incompren-
sibles para él. El viaje de Hu es así otra forma de los paradójicos desencuentros (no
puede comunicarse en Europa, es catalogado como loco) ocurridos en el momento
justo del encuentro de dos culturas.
162 IVONNE DEL VALLE

El caso de José Tenorio es especialmente interesante puesto que


su locura recuerda en parte, como veremos, los síntomas que Carlos
Rojas describe en el hechizado padre Cristóbal de Cañas. Esteyneffer
reporta el caso y, escribiendo a su provincial en calidad de médico,
era de esperarse que no adjudicara a la hechicería el estado de Te-
norio, cuyos extraños temores son parecidos a los supuestamente
provocados por la hechicería. La locura de Tenorio consistía en pre-
guntarse incesantemente sobre los motivos y la justificación de los
actos más irrelevantes, tanto como en un constante miedo a ser ase-
sinado (el delirio de persecución se repite en varios de estos jesuitas
transtornados, véase Hausberger, 1996: 71). “Pasando cualquier ani-
malito” —decía Esteyneffer— “instaba con preguntas: ¿qué denotaba
aquello? ¿si se abriría la tierra? también si pecaba mortalmente po-
niendo un jarrito boca abajo o de un lado”. Dudas todas que quizás
tienen que ver con la necesidad, impuesta por un lugar extraño, de
interpretarlo todo; como si en ese entorno el sujeto hubiera perdido
la capacidad de asumir el mundo de forma casi automática. El caso
de Tenorio parece significar un lapsus en la capacidad hermenéutica
de los misioneros para rehacer el universo simbólico que daba senti-
do a su realidad. Tenorio decía “que le querían matar con ponzoña
en las comidas” además de asegurar, según varios testigos, que tanto
el padre Eusebio Kino, como Agustín de Campos (pioneros de las
misiones sonorenses) eran hechiceros que querían matarlo con su
magia negra. (14-16).
Sus temores presentan, en espejo, una serie de discursos encon-
trados. Por un lado, están las explicaciones paralelas de la ciencia y
la superstición, o como queramos llamar a la cosmovisión para la cual
la hechicería constituye una agencia real. Si para Esteyneffer Tenorio
es un caso anómalo de salud y en ese sentido su conducta constituía
una patología clínica, para otros jesuitas su conducta no se debía a
una contingencia natural (la enfermedad mental) sino a la voluntad
y el saber de los hechieros. En este caso, vemos también un momen-
to de ironía (colonial) en la que el terror de ser asesinado (el miedo
que en el capítulo dos se transforma en una respuesta violenta luego
de una alteración emotiva del colonizador), termina convirtiendo en
asesino a quien lo experimenta (como ocurre con Tenorio). Final-
mente, en la adjudicación a Kino y Campos de poderes de magia
negra, podemos ver la manera en que en estas fronteras la identidad
podía ser resultado de una compleja serie de transferencias e imita-
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 163
ciones por las que se adjudicaba a un grupo (el salvajismo, por ejem-
plo) una cualidad del proceder de otro.
Estos discursos desplazados indirectamente muestran el inverso de
los mecanismos de legitimación de la violencia colonial. En la versión
de Tenorio la mirada interesada de los colonizadores que ven como
producto del hacer de los demás las rupturas y violencias que su
propia presencia ha originado, ha sido obliterada por la locura, como
si esta “falla” se tradujera en una claridad mental que permitía decir,
saber, que el origen de la violencia se hallaba no en otro lado, sino
entre los miembros del propio grupo (según Tenorio los hechiceros
que podían asesinar eran Campos y Kino). Aquí habría que recordar
que durante la rebelión de 1751 habían sido precisamente los jesui-
tas (Garrucho y Keller), los encargados de pedir la muerte para los
“culpables” de incitar el levantamiento. Los casos de Tenorio y Cam-
pos (quien se “alza” con “sus” indios para resistir las órdenes de la
Compañía)19 sugieren que quizás bajo el rubro de locura se catalo-
gaban las desviaciones de los misioneros a áreas de pensamiento y de
conducta no previstas por la orden.
En cuanto a los hechizados, los jesuitas muestran una variante
interesante. Por un lado, están los que no creen en el poder de los
hechiceros (como Nentuig y Pfefferkorn), misioneros que en cambio
observan, estudian plantas y elaboran medicinas con ellas. Por otro,
están quienes creyendo en los hechiceros, no mencionan ni estudian
plantas, como si éstas conformaran un espacio de saber que no les
pertenecía. Podríamos decir que los primeros están interesados en
canalizar, de manera que les resultara ideológicamente aceptable, un
poder que los tocaba. El estudio de las plantas implicaba un aleja-
miento de éstas respecto al entorno en que localmente funcionaban.
Para los misioneros, estudiarlas significaba sacarlas de este entorno y
llevarlas al de los tratados de medicina y el saber occidental. Este
estudio significa también un esfuerzo por adquirir maestría en un
espacio reconocido como extraño e inmanejable. Para este grupo,
los hechiceros no eran sino charlatanes.20

19 Véase capítulo 5.
20 Analizando el poder que sus seguidores atribuían a los santos durante la Edad
Media, Weinstein y Bell observan que las acciones sobrenaturales abundan entre los
santos mediterráneos, lo que los hace concluir que al menos desde el punto de vista
de la piedad popular, desde mucho antes de la Reforma, Europa estaba polarizada en
su región mediterránea y la región al norte de los Alpes y los Pirineos (183-184). Es
164 IVONNE DEL VALLE

En cambio, la mayoría de los jesuitas que asumen como real el


poder de los hechiceros escriben al respecto sin sorpresas y sin de-
masiados detalles, como consignando una situación cotidiana de la
misión. Como decía José Toral, quien llevaba más de 20 años en la
región, con el tiempo todos se iban suavizando hasta aceptar “la es-
peranza del martirio” de la muerte o del poder de los hechiceros
(Burrus-Zubillaga, 1982: 141-142). Frente a esta resignación se en-
cuentra la perplejidad de Carlos Rojas, quien en su informe sobre la
misión de Arispe, dedica varias páginas a narrar el caso del hechicero
culpable de la muerte del misionero Cristóbal de Cañas. Para Rojas
(“obsesionado” con el tema, dice Hausberger, 1996: 64) no es fácil
pasar por los hechos rápidamente como si fueran un tema más de su
informe, desde algo parecido a la costumbre, como hacía Toral.
Rojas relata la muerte de dos misioneros, dos casos distintos en los
que política y magia se cruzan y se oponen. En el primero, el de
Marcos de Loyola, se trata de un jesuita cuya ascendencia (¿el pro-
blema?) sobre los indígenas había evitado que varios pueblos se le-
vantaran contra un alcalde y huyeran a la sierra. Sin embargo, el
misionero, el cual según sus compañeros era tan querido por los
indígenas que podía calmarlos con su sola presencia, posteriormente
es hechizado. Su cuerpo había sido corrompido por gusanos que le
brotaban de forma inexplicable y que terminaron causándole la
muerte (Rojas 3).
Por su parte, Cristóbal de Cañas, un misionero excepcional reco-
nocido por el amor que supuestamente tenía a los indígenas, muere
después de año y medio de terribles padecimientos, también a causa
de un hechizo que le impedía caminar y respirar (Burrus-Zubillaga,
1982: 136-137). El ahogo y la ansiedad tan sólo desaparecían cuando
se encontraba en compañía de otro jesuita, como si dicha presencia
y el universo que representaba le sacaran temporalmente de la misión
donde habitaba. Cañas estaba además perseguido mentalmente,

interesante que los misioneros que dicen no creer en la hechicería sean de regiones
noreuropeas. Baltasar y Segesser, suizos, son una excepción. Por otra parte, que sean
precisamente los misioneros alemanes, que vienen de una de las regiones más afecta-
das por las cacerías de brujas, quienes nieguen la posibilidad de que los hechiceros
indígenas sean otra cosa que charlatanes puede atribuirse a la memoria de los excesos
en que se podía incurrir al buscar al “demonio”, o bien a las muchas diferencias so-
cioculturales entre la figura de la bruja europea (lo que los misioneros asociaban con
el pacto demoníaco) y la del chamán-hechicero americano. Para un estudio de la
brujería en Europa y de la bruja específicamente, véase las obras de Brian P. Levack.
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 165
atormentado por lo que Rojas llama “escrúpulos” que le impedían
actuar y lo perdían en un constante medir y repasar opciones, pros
y contras, derivaciones de cualquier situación que “casi lo sacaban de
su juicio” (Rojas, 7-8), semejantes a las dudas (la crisis hermenéutica)
de Tenorio reportadas por Esteyneffer.
En el caso de Cañas (más allá de su forma de morir), a Rojas lo
confundía la obstinación del hechicero que había provocado los
males del misionero. El hechicero era el gobernador del lugar y
puesto que los jesuitas nombraban a las autoridades, áquel lo era
seguramente porque Cañas en algún momento le había tenido abso-
luta confianza. Un dato citado ligeramente por Rojas permite ver los
actos del hechicero desde una perspectiva política. El indígena esta-
ba doblemente molesto: primero, por la intervención de Cañas en
espacios que áquel consideraba de su jurisdicción, y después porque
el jesuita no le había permitido dejar el puesto como quería (8). Aun
así, en razón de su posición, el indio debía tener una relación cerca-
na con Cañas; y sin embargo, causaba la muerte a su protector, un
jesuita que había dedicado 25 años de su vida a los ópatas. Para col-
mo, al final, cuando Rojas intenta hablar con él para q buscar su
arrepentimiento y confesión —en sentido cristiano porque ya había
declarado y estaba preso de la autoridad civil— se entabla una bata-
lla que deja agotado al misionero (“salime cansado dejándolo fuer-
te”). Mientras Rojas argumentaba, parecía convencerlo, pero no
“eficazmente” —dice él mismo— porque al momento de confesarse,
el hechicero enmudecía. Frustrado, Rojas habla en español —dato
que nos permite saber que el indígena era además de gobernador,
ladino, un grado más de supuesta aculturación— y pide al hechicero
que se explique en dicho idioma. El indígena responde claramente
con una serie de tres “no quiero” que Rojas repite dos veces en su
informe, como meditando en las implicaciones de la negativa, asal-
tado por palabras que paraban su discurso. El asombro del jesuita
ante el caso que relata, el quiebre de su discurso, hacen pensar en
el momento de duda (¿qué poder era ése por el que un hombre
podía asesinar a otro sin tocarlo?, ¿cómo explicar la obstinación de
los indios pese a la prolongada presencia jesuita?), en un espacio de
reflexión respecto al extraño universo en el cual se encontraban los
misioneros.
Como demuestra el caso de Cañas, este poder radicaba no sólo en
la diestra utilización de yerbas y plantas en potentes hechizos, sino
166 IVONNE DEL VALLE

sobre todo en la máscara, la capacidad de pasar inadvetidos, ser in-


visibles ante los ojos de los misioneros. Los hechiceros, decía Toral,

ocultan mucho su maldito ejercicio, que si, por alguna contingencia, se saben
sus hechos, es después de muchos años que han ejercitado su maldito oficio
y enterrado a innumerables, como lo experimentamos, y también que, no
pocas veces, se descubren por ser estos ministros de Satanás aquellos que,
por parecer de los mejores indios, hacían al pobre Padre mucha confianza
(Burrus-Zubillaga, 1982: 123).

Si la indistinción era un problema, la proliferación —“apenas la


tercer parte se libra de practicar hechizos”, según Rapicani (Matthei-
Moreno, 116)— creaba además un ambiente de sospecha y profunda
desconfianza. La máscara, que a simple vista igualaba a los mejores
indígenas y a los hechiceros aun entre los ópatas (lo eran los indíge-
nas de la misión de Arispe), muestra a este grupo con una luz menos
favorable que la generalmente utilizada por los misioneros para re-
ferirse a ellos.21
Como ya señalé, las noticias sobre los hechizados y los que habían
perdido el juicio son contradictorias. El rumor parece ser la forma
de transmisión del miedo, las marcas de lo incontrolado. Los jesuitas
son testigos cómo la hechicería hace estragos entre algunos de sus
compañeros; verdad que tal vez es más fuerte que la certeza de datos
fehacientes y escrupulosamente constatados. Carlos Rojas habla de
10 jesuitas asesinados por los hechiceros (18); José Toral escribe con
cierta renuencia de solamente seis (dice haber prometido silenciar
el tema), omitiendo nombres y sin entrar en detalles a diferencia de
Rojas, para que el discurso no se perdiera en “temores” (Burrus-Zu-
billaga, 1982: 141). Seis “mártires” , como dice Toral, que se sumaban
a la lista de jesuitas asesinados en Sonora, y sin embargo, la ausencia
de detalles de su informe —todo lo opuesto de las hagiologías sobre
los mártires— hacen pensar que para Toral esta nueva forma del
martirio funcionaba mejor en abstracto.

21 Al contrario que respecto a la mayoría de los indígenas en Sonora, los misione-

ros tienen una muy buena opinión de los ópatas que supuestamente eran todo lo que
no eran los demás: despiertos, curiosos, buenos imitadores y seguidores de las costum-
bres europeas, temerosos del infierno. Hay que recordar, además, que es el único
grupo que según Nentuig se salva del exterminio o el exilio. Y sin embargo, como
vemos, había entre ellos numerosos hechiceros.
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 167
El libro de entierros de la misión de San Ignacio consigna que al
padre Stiger lo habían tratado de matar los hechiceros en tres oca-
siones; salvado por el padre Agustín de Campos, había quedado sin
embargo “padeciendo toda su vida” hasta su muerte a causa de los
hechizos (M-M 413, Vol. 2: 116). Juan Antonio Arce escribe sobre los
hechizos padecidos por los dos misioneros que lo habían antecedido
en su misión (Burrus-Zubillaga, 1982: 167). Segesser reporta la muer-
te de otros misioneros por las mismas causas y declara que él mismo
había sufrido el poder de la hechicería (142 y 156). Rapicani, a quien
Redhs y Klober habían reportado muerto a causa de un hechizo en
1749, escribe 10 años antes a su provincial en el Rin sobre Grazhoffer,
a quien los pimas habían acabado por medio de “la magia negra”.
Más adelante, en su carta, Rapicani menciona que había bautizado a
un anciano, hecho que había molestado mucho a sus vecinos, “afi-
cionados a la brujería”. Este incidente y los informes que tiene sobre
el poder de los hechiceros (además de matar a Grazhoffer habían
hechizado a Segesser y Stiger), le hacen temer por su futuro: “El
tiempo dirá cómo los hechiceros tomarán estos hechos y si querrán
vengarse de mí. Como misioneros vivimos en constante peligro y
fuera de la Providencia divina no tenemos otra protección” (Burrus-
Zubillaga, 1982: 117-118). Larga sucesión de misioneros que hablan
sobre hechizados para terminar siéndolo ellos mismos. Heredar la
misión era, casi heredar el hechizo y mencionarlo era al mismo tiem-
po que mal-informar, invocar su poder y contagio, enunciarse como
próxima víctima. En las líneas de Rapicani hay casi una aceptación
resignada: extender la escritura como extender el cuerpo para espe-
rar que los hechiceros empezaran a poner en práctica su saber.
De esta forma y contrariamente a lo que hacen las obras públicas
de los misioneros de Sonora, el poder de los hechiceros se esparce y
difunde en las innumerables cartas e informes de los jesuitas. Si in-
visible y enmascarado, este poder causaba estragos tan evidentes y
certeros que incluso Juan Baltasar, el juicioso visitador asombrado
por la ineptitud de los misioneros de la provincia, testifica su presen-
cia: Antonio Arce había estado “evidentemente hechizado” (Burrus-
Zubillaga, 1986: 199), los signos en su persona no dejaban espacio
para la duda. No la había, otros saberes obraban en los cuerpos de
los jesuitas. Por eso el padre Velarde, tratando de dispersar el temor
y la alarma, confirma indirectamente esta presencia al catalogar sus
efectos como el precio por la salvación de las almas. El poder de los
168 IVONNE DEL VALLE

hechiceros —dice Velarde— “se reducía” a hacer nevar, o que sopla-


ra un fuerte viento cuando iban a pelear contra los apaches, provocar
lluvia o que la lluvia se detuviera, curar, incluso matar (González
Rodríguez, 1977: 60); pero respecto a las malas noticias sobre la Pi-
mería, su opinión era clara:

¡[…]cuántas son las astucias del demonio! ¿Por la muerte de tres o cuatro
padres, y porque han enfermado otros tantos en 30 años, se desampararan
las almas redimidas por la sangre de Jesucristo? ¿Esto de enfermar y morir
se ve sólo en la Pimería? ¿No vale más la vida de un alma que muchas saludes
y vidas corruptibles? (González Rodríguez, 1977: 79).

Los comentarios de Velarde buscaban asegurar a jesuitas quizás


temerosos por las noticias escuchadas, que en Sonora la enfermedad
y la muerte tenían las mismas causas (naturales) que en otros lugares.
El hecho de que Velarde pensara que debía garantizar esta semejanza
significa que debía haber muchos misioneros a quienes convencer.
Por otro lado, como ya se dijo, otros misioneros no creen en la
hechicería. Esteyneffer en su Florilegio por ejemplo, le dedica un
breve párrafo en el cual reduce los alcances del hechizo a un vulgar
mal del estómago (526). Sin embargo, como señala claramente en la
introducción a su obra, él se hallaba interesado en la cura de los
cuerpos (127) y el tema de la hechicería quizás también tenía que ver
con regiones menos claras y objetivamente detectables. Tal vez estaba
conectada al colonialismo y la explotación como sugiere Taussig en
su estudio de la región del Putumayo (1987). Como Esteyneffer, Och,
Nentuig y Pfefferkorn tampoco creen en los hechiceros. Nentuig dice
no creer que los hechiceros lo fueran en realidad en razón de lo
reducido de su capacidad comparada con la “insaciable rabia del
demonio contra el hombre” (67). Pfefferkorn, por su parte, reconoce
que había entre los indios algunos que gracias a sus conocimientos
sobre hierbas podían curar, pero de eso a ser hechiceros, había un
abismo infranqueable. Pretenderlo los convertía —agrega— en “im-
postores torcidos” que, por ejemplo, querían hacer pasar “basura”
(plumas, cabello, piezas de madera, arena, piedras) como “objetos
misteriosos” (221 y 227).
Y sin embargo, a pesar de cerrar la posibilidad del misterio, son
estos mismos misioneros los que dan a conocer las plantas de Sono-
ra y sus muchas propiedades benéficas. En una sustitución secular y
desencantada del universo de la hechicería, se dedican a curar ellos
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 169
mismos, haciendo extraños experimentos con los que pretenden
salvar a los que llaman “sus pacientes”. En estas actividades puede
leerse una determinación: si el saber de los hechiceros existía, más
valía adueñarse de dicho poder, consumirlo, hacerlo propio previa
operación de “limpieza”. Para explicar la profusión de sus experimen-
tos y búsquedas de curaciones, Pfefferkon dice de sí mismo, que los
hacía porque tenía “todo el tiempo” para ser “doctor”. En las seccio-
nes de herbolaria de las obras de estos tres misioneros es posible ver
un intento de lo que Taussig catalogaría como domesticación de lo
salvaje. Pese a no creer en la hechicería, la tarea del médico tenía
rasgos semejantes con ella: si los indígenas podían matar o curar
utilizando ciertas hierbas y palabras mágicas, ritos de chupar, ahumar,
cantar, ellos se les opondrían casi en el mismo terreno, aprendiendo
de plantas y sus efectos en el cuerpo. Al hacerlo, irónicamente se
involucran en proyectos cuyos materiales hacen pensar en el sustan-
tivo “basura” con que Pfefferkorn se refiere a los objetos misteriosos
de los hechiceros.
Pfefferkorn relata el siguiente método para tratar a pacientes con
hematemesis —mal común en las misiones después de las extenuan-
tes carreras de los indígenas—. Para prevenir dicho efecto, había
diseñado una cura que extrañamente tenía que atravesar los intesti-
nos de un animal antes de estar lista para ser de nuevo ingerida,

Encontré un buen agente en los desechos de ratón que administraba en


dosis considerables en polvo mezclado con azúcar. Para esto, y para evitar
que mis libros y otras cosas fueran comidos por los muchos ratones, con
gusto los alimentaba con semillas de calabaza o de melón y con platillos como
conservas de durazno, manzana o membrillo que colocaba como premio por
los estantes. Si todos los desechos de ratón son benéficos o únicamente los
de ratones alimentados con estas delicadezas, es algo que debe probarse
(172).22

La “medicina” existía en la forma de desechos de ratón, pero no


en la “basura” de la arena y las plumas de los hechiceros. Con esta

22 En el original: “I found a good agent in mouse-droppings. These I administered

in a considerable dose in dry powdered form mixed with sugar. For this purpose, and
also to keep my books and other things from being gnawed by the many mice, I gladly
fed them with gourd or melon-seeds and with some dishes of peach, apple, or quince
preserves placed as a reward on various boards. Whether all mouse droppings are
beneficial or only those from mice fed with these dainties would have to be tested”.
170 IVONNE DEL VALLE

operación se realiza una segregación que llevaría a la formación de


paradigmas “científicos” separando la verdad de la supersitición,
operaciones que pese a depender de aspectos de otra epistemología
(el conocimiento herbolario de los indígenas) se fundaban precisa-
mente en la elisión (la subyugación) de dichos saberes. Como si no
existieran los hechiceros y su capacidad de curar, o como si no exis-
tieran divinidades locales posiblemente conectadas con dichas plan-
tas, dice Nentuig:

La próvida naturaleza, o mejor diré: la Providencia Divina, ha enriquecido


a esta provincia destituida de diestros médicos, cirujanos y boticarios, de tan
excelentes producciones medicinales en hierbas, matas, raíces, gomas, frutas,
minerales y animales, que no se hallará tal conjunto en ninguno de los
huertos botánicos de toda Europa (61).

El trabajo de estos tres jesuitas sale por la tangente, evitando el


problema central de los hechiceros: ellos no existen, pero sí las hier-
bas y sus efectos, las plantas y sus propiedades. No se trataba además
de un saber concentrado en los hechiceros —los expertos locales en
dichas prácticas— sino de un saber diseminado y extensivo. Cuando
aparecen los indios en tanto que conocedores de las plantas, su saber
no constituye un corpus organizado y real; es sólo una manifestación
contingente, sin método, de lo que parece más una operación capri-
chosa que una utilización racional de la naturaleza. Después del
largo listado de plantas y sus beneficios (que debe dar a conocer ya
que por “haberlas descubierto solos los indios” de la provincia eran
seguramente desconocidas en otros sitios) Nentuig concluye no ha-
ber podido clasificar todas las hierbas medicinales del lugar. La
abundancia y la dispersión del saber se lo impedían, “cada indio
aunque diez de ellos padezcan el mismo mal, para curarse escoge
otra hierba distinta de las con que se hacen remedios los demás”
(64). De esta forma, aun si el conocimiento indígena existía requería
de un método y una organización que no podían brindarle los indí-
genas mismos.
Y sin embargo, por mucho que los misioneros intentaran acabar,
por ejemplo, con la mortandad indígena que de tiempo en tiempo
reducía enormemente la población nativa, sus esfuerzos eran en vano.
El conocimiento de los médicos jesuitas era parcial, seguían existien-
do zonas oscuras, “enfermedades indefinibles” que atacaban a los
misioneros irremediablemente. (González Rodríguez, 1993: 500). O,
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 171
lo que era peor, puesto que se sumaban misteriosamente a las ya
conocidas pestes desmoralizando aún más a los habitantes, estaban
también las terribles enfermedades repentinas que atacaban a todos
por igual, cuyas causas o cura eran desconocidas. Si la peste se res-
tringía tan sólo a los indígenas, esta nuevas formas no respetaban a
nadie, infiltrándose tanto en blancos como en negros, indígenas y
mestizos sin distinción. Pese a la magnífica herbolaria sonorense,
había espacios ante los cuales los misioneros no podían hacer nada.
Frente a este fracaso, los jesuitas en sus cartas o por omisión en
sus tratados, habían convertido a los hechiceros, en esta zona ambi-
gua que era Sonora, en sobrevivientes de un espacio libre de corrup-
ción. Como en el caso relatado por Rojas, los hechiceros estaban más
allá de su comprensión: no se explicaban, no se arrepentían, no se
retractaban. Ante el hacer mercantilista y médico de los misioneros,
los hechiceros continuaban su lucha, equilibrando un poco la cuota
de violencia impuesta por los jesuitas y el colonialismo. La curación,
dice Taussig, “moviliza al terror para subvertirlo” (1987: xiii). En este
sentido los hechiceros y sus plantas podían constituir un espacio
desde el cual pimas y ópatas peleaban su independencia. Por su par-
te, los misioneros trataban de utilizar, con un éxito parcial, saberes
que antes había sido de otros. Sonora tenía los materiales para curar,
para salvar. Sin embargo, los continuos levantamientos indígenas, el
temor constante de los misioneros ante los hechiceros, los ataques
de seris y apaches, hablan de una empresa fallida. ¿Qué posibilidades
de perfecta salud eran arruinadas por la consecución de intereses
económicos? Aunque la pregunta es metafórica, me parece que en
Sonora la salud y el colonialismo están simbólicamente relacionados.
Pese a sus conocimientos de herbolaria, el saber misionero resultaba
insuficiente para curarse de lo que Taussig catalogaría como hechi-
cería “auto-inducida” (1987: 241). En la medida en que en su bús-
queda de dominio sobre la vida de los indígenas los jesuitas atraían
sobre sí el poder de los hechiceros, puede pensarse que era la falta
de reflexión sobre su hacer mismo y de consideración respecto a la
vida de los demás, lo que los colocaba en un espacio expuesto al
poder de la hechicería. Y ni Nentuig, ni Pfefferkorn salvaron nunca
a otro compañero hechizado.
La razón colonial por la cual jesuitas, criollos y españoles se apro-
piaban del territorio de quienes pretendían además servirse, es el
punto de partida para sugerir una relación entre prosperidad econó-
172 IVONNE DEL VALLE

mica y mercantilismo por un lado; y hechicería y martirio, por el otro.


En la dependencia del jesuita residía su vulnerabilidad a los hechizos.
Como indicaba José Toral, y repetían varios misioneros, su situación
no tenía remedio puesto que era “preciso vivir entre ellos y que los
indios traigan el agua que el Padre ha de beber; que ellos compongan
el alimento de que se ha de sustentar, con todo lo demás para man-
tener la vida humana” (Burrus-Zubillaga, 1982: 123). Ser servidos
tenía un precio. La forma de contacto entre uno y otro grupo gene-
raba un espacio de desconfianza mutua, una especie de vacío en el
que coincidían dos universos. En este intersticio aparece una manera
de luchar contra la opresión (otra quedaba demostrada en los con-
tinuos levantamientos): cotidiana y calladamente, por la cual el uni-
verso indígena imprimía sus huellas en el otro lado de la ecuación.
Al contrario de los maestros de la botánica, había otros misioneros
(ésos a los que tal vez quiere convencer Velarde) para quienes el
poder de los hechiceros era bastante real, aunque intangible. En una
extensa carta a su familia, Philipp Seggesser habla con respeto del
saber indígena cuyos efectos había experimentado. Ante las reticen-
cias que causaría en sus lectores, calla lo que sabe sobre la hechicería.
Y sin embargo, no deja de sugerir. Después de relatar cómo el padre
Stiger había estado hechizado, añade, “sobre mí no quiero hablar en
este reporte, porque mi hermano menor me contradecía astutamen-
te, diciendo que mi enfermedad mortal podía haber sido causada
por el clima o un cambio en el aire” (146).23 No escribe, pues, para
no escandalizar, pero al mismo tiempo agrega un “sin embargo”
mostrando la certidumbre que lo animaba a seguir narrando sus
experiencias aunque sabía que no quería ser escuchado. Cuando
dormía, continúa Segesser, habían entrado a su cuarto los jueces de
su misión llevando a un hechicero que le había extraído un pequeño
objeto, mágica operación después de la cual, pesara a quien le pesa-
ra, se había recuperado (146).
Como indicaba Segesser se salvaban de la hechicería quienes re-
currían de nuevo a los hechiceros. En el caso de Cañas, cuando el
hechicero anuncia que la única forma de curar al misionero consistía
en hacer “un nuevo hechizo”, nadie a su alrededor es capaz de asumir
esta lógica y Cañas muere sin haberse intentado un pacto con este
23 En el original: “about myself I do not wish to speak in this report, because my

younger brother shrewdly remostrated with me on this matter, saying that my deadly
sickness could have been caused by the climate or by a change in the air”.
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 173
saber (Rojas 8). A pesar de las ediciones del Florilegio medicinal en
poder de los jesuitas, de las medicinas enviadas por los procuradores
de la ciudad de México y de las plantas magníficas de su entorno, los
misioneros, como decía Rapicani, no tenían para sí más remedio que
la “Providencia”. Continuaban sintiéndose solos, expuestos y despro-
tegidos. Los poseedores de las medicinas, no las tenían para sí mis-
mos; vivían, como señalaba un misionero, en “el cotidiano desampa-
ro, sin médico y sin medicinas y sólo en manos de los indios”
(Burrus-Zubillaga, 1982: 122). Únicamente su participación en el
sistema de creencias y de vida en el que funcionaba la hechicería, les
habría permitido poner fin a la enfermedad y al aislamiento.

los pimas y el profeta de moctezuma:


viviendo otro tiempo y otro espacio

La soledad experimentada por algunos misioneros pese a estar ro-


deados de otros seres humanos, es un ejemplo de cómo habitando
el mismo espacio y el mismo tiempo, misioneros e indígenas vivían
en mundos paralelos. Estos mundos estaban desde luego en contacto,
ya sea de forma violenta (las rebeliones) o cotidiana (la vida diaria
en la misión), pero en muchos sentidos se encontraban dislocados,
manteniéndose distintos uno del otro pese a su constante relación.
Como veremos, por una simple cuestión lingüística, la comunicación
entre uno y otro grupo era difícil. Incluso en situaciones en que el
misionero entendía la lengua de sus feligreses (o viceversa), esta
comprensión no se traducía en una conducta indígena que permi-
tiera pensar en reglas, deseos o expectativas afines; en estos casos se
podría decir que había un acuerdo en cuanto al desacuerdo. Situa-
ción exacerbada cuando ambos mundos convergían, como en los
procesos de cristianización de los indígenas: pese a hacerse cristianos,
los pimas otorgaban a su devoción significados incompatibles con las
enseñanzas de los misioneros.
Para José Toral, si en materia lingüística las misiones resultaban
difíciles, los pueblos de vecinos eran caóticos por la presencia de las
diversas lenguas de los indígenas “sirvientes” de los españoles venidos
de otras regiones del virreinato (Burrus-Zubillaga, 1982: 125). En
Sonora se escuchaba español, pima, ópata, seri, pero también náhua-
174 IVONNE DEL VALLE

tl, tarahumara y otras lenguas indígenas. Para complicar el panorama,


la lengua materna de muchos jesuitas no era el español, sino otros
idiomas europeos. Aunque el tiempo pasado en España, en camino
a las misiones (tanto como la necesidad de enseñar a los indios en
ese idioma, y la de tratar con otros miembros de la sociedad colonial),
los obligaba a aprenderlo,24 a juzgar por lo que escriben en sus textos,
en ocasiones su español era más bien extraño.
Ignaz Pfefferkorn reconoce el peculiar entorno comunicativo de
las misiones. Por un lado, los misioneros no pronunciaban bien los
idiomas indígenas, y los indios, por su parte, tampoco pronunciaban
bien el español. Esta situación puede considerarse “normal” en cual-
quier sitio donde dos o más idiomas están en contacto; sin embargo,
como recuerda el misionero, a veces la dificultad implicaba serias
lagunas de significado. Lo más difícil del pima era, según él, precisa-
mente su pronunciación:

Por lo regular, los pimas no dicen las últimas sílabas o las pronuncian tan
suavemente que apenas si se escuchan, cuando se escuchan. También le dan
un tono muy peculiar a muchas sílabas iniciales o de en medio... El enten-
dimiento de esta gente estúpida es tan limitado que si las palabras no son
pronunciadas exactamente como lo hacen ellos, las entienden tan poco
como si uno estuviera hablando hebreo (230).25

Aunque el misionero achaca a la “estupidez” indígena el no enten-


der las palabras mal pronunciadas de su idioma, líneas más adelante,
los misioneros se ven en la misma situación ante un español de dic-
ción imperfecta: “Ellos [los indios] con frecuencia distorsionan tanto
la pronunciación en español… que es difícil entender lo que quieren
decir con palabras tan mutiladas”26 (231). En este caso el doble es-
tándar es evidente: si los pimas no entendían la pronunciación de los
no-indígenas es porque eran estúpidos; en cambio, si los no-indígenas

24 Para un análisis de las cambiantes políticas lingüísticas durante la colonia, véase

Shirley Brice Heath, La política del lenguaje en México: de la Colonia a la Nación (México,
Instituto Nacional Indigenista, 1972).
25 En el original: “The Pimas generally drop the final syllables or pronounce them

so softly that they can hardly be heard, if at all. Also they impart a very peculiar tone
to many first syllables and middle syllables as well... The understanding of these stupid
people is so limited that words not pronounced exactly according to their speech are
as little understood by them as though one were speaking Hebrew”.
26 “They frequently so distort the Spanish pronunciation...that it is difficult to un-

derstand what they wish to denote with such mutilated words”.


DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 175
no entendían el español mal pronunciado de los indígenas se debía
a la “mutilación” que estos últimos causaban a las palabras. Indepen-
dientemente de las causas del malentendido, lo que parece claro en
este pasaje es el hecho de que la comunicación entre los diversos
habitantes de la provincia presentaba serias dificultades.
Al llegar a Sonora, Pfefferkorn había permanecido durante algún
tiempo con Gaspar Stiger, quien llevaba 36 años en la región, para
aprender la lengua pima. Cuando cree que ha aprendido bastante,
decide probar sus habilidades acudiendo al llamado de una persona
enferma, para encontrarse con que sus esfuerzos habían sido en vano:
“Fui y lo fortalecí tan bien como pude para la confesión. El indio me
vió directamente a los ojos, a la manera de alguien que estuviera
presenciando algo extraño, y se quedó mudo como una piedra. Re-
petí mis exhortaciones con redoblado celo, pero el indio no decía
nada”.27 Después de varios intentos infructuosos, el misionero se re-
tira (230). Ante su desaliento, otro indígena hablante de español le
pregunta la causa, que Pfefferkorn explica para después llevarse una
sorpresa:

Me aseguró que el enfermo no había entendido casi nada de mi sermón.


Esto porque yo pronunciaba las palabras tal como las había aprendido de
mi maestro, quien, era verdad, tenía un conocimiento total de la lengua
pima, pero nunca se había aplicado a aprender el tono y la pronunciación
correcta de los pimas. Su rebaño lo entendía, eso sí, pero porque se habían
acostumbrado a su pronunciación. Para los otros pimas, sin embargo, su
habla era extraña e ininteligible (230-1).28

En el pasaje, llaman la atención dos cosas. Primero, cómo para el


indígena enfermo, su propia lengua se había vuelto una lengua ex-
tranjera; una lengua que venía a coronar con sonidos extraños y va-

27 “I went there and fortified him as well as I could for confession. The Indian

looked at me straight in the eyes, in the manner of one witnessing something unusual,
and remained as silent as a stone. I repeated my exhortations with redoubled zeal, but
the Indian said nothing”.
28 “He assured me that the sick person had understood almost nothing of my

sermon. And this was because I pronounced the words in the way that I had learned
from my teacher, who, it is true, had a complete knowledge of the Pima language, but
had never applied himself to learning the particular tone and the correct pronuncia-
tion of the Pimas. His flock understood him, to be sure, because they had accustomed
themselves to his pronunciation. But to the other Pimas his speech was strange and
unintelligible”.
176 IVONNE DEL VALLE

cíos una enfermedad que transcurría en otra lengua; lugar desde el


cual el paciente, como dice Pfefferkorn, vuelve momentáneamente,
perplejo y confundido tanto por la insistencia como por la inutilidad
de los esfuerzos del sacerdote. El que los misioneros hablaran una
variante de la lengua indígena prácticamente incomprensible, como
asegura el informante de Pfefferkorn, puede atribuirse a una impor-
tante falta de comunicación entre éstos y los indígenas. El indígena
hispano-hablante, presente en toda la escena, no había dicho nada
a Pfefferkorn sino hasta saber que el incidente molestaba al misione-
ro. Al parecer, para él no era problema haber visto y oído que las
palabras del jesuita eran distintas de las que él pensaba, como si esta
situación de algún modo fuera familiar. El mismo hecho de que Sti-
ger hubiera enseñado a Pfefferkorn durante un tiempo (y segura-
mente ante la presencia de los indígenas) una lengua pima que no
era exactamente ésa sin que nadie interviniera denota también el
poco interés de los indígenas por corregir un aprendizaje que su-
puestamente les concernía. Stiger, a pesar de sus 36 años en Sonora,
parece ignorar que su manejo del pima era deficiente puesto que lo
enseñaba, sin aclaraciones, a Pfefferkorn.29
Si éste puede ser un caso extremo, hay que recordar las ya men-
cionadas quejas de Cristóbal de Cañas respecto a que las misiones
eran muchas veces una Babel de lenguas. Juan Baltasar en el informe
citado anteriormente, insiste en que la mayoría de los misioneros
desconocían las lenguas indígenas. Por eso se alegraba de que Jacobo
Sedelmayr hubiera podido “organizar” el pima, tarea que le había
llevado 10 años, para ayudar a futuros misioneros (Burrus-Zubillaga,
1986: 203). Sin embargo, en 1751 los esfuerzos del bávaro se habían
“vuelto humo”, puesto que sus obras habían sido quemadas durante
la rebelión (Och, 45). Esta quema es por demás simbólica. Represen-
ta en principio un extrañamiento: si los misioneros pensaban tener
acceso a los indígenas por medio del conocimiento de la lengua, la
quema de este instrumento de evangelización marcaba una negativa
a permitir esta posibilidad o bien la necesidad de un nuevo pacto,
de una nueva gramática social que garantizara la comunicación entre
ambos grupos.

29 Debido a estos problemas lingüísticos es posible leer con cierta ironía el que

Och dijera que Pfefferkorn era un violinista tan virtuoso que lograba con música lo
que no lograba con palabras (152).
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 177
Como indirectamente sugieren los comentarios de Toral acerca de
la lengua seri, había una relación entre el conocimiento de una len-
gua y las posibilidades de colonizar al pueblo que la hablaba. Según
Toral, la lengua seri era de las “más difíciles” que se habían descu-
bierto. Los seris no formaban palabras, ni articulaban voces, sino que
“con ademán de los labios y aspiraciones entre confusas y suprimidas
en la garganta” se entendían y explicaban, sin que fuera posible,
agrega “traducir a la pluma lo que ellos en ademanes y gestos hacen
por pronunciar” (Burrus-Zubillaga, 1982: 133). Puesto que la “reduc-
ción” de la lengua a vocabularios y gramáticas era un primer paso en
la conquista espiritual de los indígenas, los seris serían irreductibles
en la medida en que lo fuera su lengua.
Si la lengua seri constituye un caso singular por su dificultad, por
otro lado no entender las lenguas indígenas implicaba para los jesui-
tas una incomodidad que les producía ansiedad. En esas circunstan-
cias, como señala uno de ellos, cuando los indígenas hablaban entre
sí los misioneros no podían evitar pensar en que tal vez estuvieran
planeando su muerte (Burrus-Zubillaga, 1982: 121). El conocimiento
de la lengua indígena determinaba no sólo la naturaleza de las rela-
ciones entre unos y otros grupos en las fronteras coloniales, sino su
misma posibilidad.
Si los misioneros y los demás habitantes de la región no entendían
lo que decían los indígenas, no podían tampoco saber quiénes eran
estos sujetos. En este renglón es significativo que los españoles hubie-
ran dado a los o, o’odham, como el grupo se llamaba a sí mismo, el
nombre de “pimas”, en razón de la frecuencia con que éstos les res-
pondían con la negación “pi’m”, “no hay”, “no existe”, “no entiendo”.
Los que dicen no, eso eran los pimas para los españoles (González
Rodríguez, 1977: 27). Más allá de esta negativa básica que daba nom-
bre al grupo, las representaciones de los misioneros coinciden en
señalar la independencia de los indígenas. Es precisamente esta nega-
tividad como respuesta a españoles y criollos, sumada a la continuidad
de otras prácticas (la parte afirmativa de su hacer), lo que hacía a
Juan Nentuig negarles toda posibilidad de salvación. No se converti-
rían, muy pocos eran sujetos “capaces” —como había dicho Cañas—
de ser cristianos. Por ello la determinación de Nentuig de aniquilar-
los o cuando menos expulsarlos definitivamente de Sonora.
Para ilustrar la conducta indígena que hacía dudar a los misione-
ros acerca de su conversión y su “civilización”, anoto aquí un pasaje
178 IVONNE DEL VALLE

de los muchos que hay en las obras de los misioneros, que cuestiona
la capacidad jesuita tanto de transformar “el infierno” en que vivían
los indígenas, como de modificar significativamente su forma de ser.
En el pasaje, Joseph Och relata que le era imposible introducir a los
indígenas en un sistema de vida estructurado en actividades que
debían realizarse en cierta forma y en un horario determinado. Pese
al tiempo pasado en la misión, sus ayudantes lo sorprendían con
imágenes nocturnas de comilonas desordenadas:

[…] frecuentemente se levantan a media noche y cocinan a su asquerosa


manera. Usan grandes ollas que llenan de salvado, le ponen agua y lo cocinan
en un fuego enorme. Cuando el salvado se infla y sale de la olla, con palos
lo recogen y lo meten de nuevo. Mientras, yo había sido despertado por el
humo y el olor y llegaba a este espectáculo de cuatro o cinco muchachos
ocupados, tratando de evitar que la olla se desbordara. Ni con golpes pude
evitar su indulgencia en semejante glotonería (177).

En esta imagen lo que llama la atención es cómo pese a vivir en


el mismo sitio que el misionero, sus ayudantes hacen de él un lugar
completamente ajeno: la cocina, la manera de utilizar los utensilios,
la comida, los horarios, todo es diferente. Ni el tiempo transcurrido
como testigos de otro sistema, ni los golpes, podían cambiar el hecho
de que el hacer de los pimas conformara otro espacio y otro tiempo,
y llevaran una vida que Och podía contemplar molesto o escandali-
zado, pero a la cual no tenía verdadero acceso.
El ejemplo de frugalidad de un San Francisco con el que Och
quería impresionar a los pimas, los llevaba a la risa. Esa santidad ahí
no funcionaba, no significaba nada sino una absurda extravagancia.
Para ellos, cuyas sus circunstancias de vida (y pese a lo que decían
los jesuitas sobre el bienestar de las misiones), los hacían pasar ham-
bre de tiempo en tiempo, no tenía sentido prescindir de los alimen-
tos de forma voluntaria.

30 “…frequently they got up in the middle of the night and cooked in their piggish

manner. They used large pots, filled them with bran, poured on water, and cooked
them on a huge fire. As the bran swelled up and ran out of a pot they worked with
sticks to shove it back in. In the meantime, I would be awakened by the smoke and
the smell and come upon this spectacle of four or five boys busily trying to keep a pot
from running over. Even with blows I was unable to prevent their indulgence in such
gluttony.”
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 179
Es inútil ponerles el ejemplo de San Francisco o de otro ermitaño viviendo
una vida dura de ayuno a pan y agua, o hierbas. Se ríen mucho, y dicen que
el ermitaño estaba mejor que ellos. Y que envidiaban su ropa burda para
protegerse del frío y el calor (180).31

El mundo de un misionero que insistía en el ejemplo de San


Francisco en situaciones como las de los pimas no tocaba a los indí-
genas sino a la manera de un relato necio y cómico según se deduce
de la hilaridad que Och les atribuye. Rodeados de los mismos objetos
y en la misma misión, supuestamente el eje de la nueva civilización
y la nueva religión, Och y sus ayudantes vivían en universos distintos.
El transcurrir de los pimas no tenía nada que ver con el de Och ni
con su manera de comer y entenderse a sí mismo y al mundo. Los
jesuitas no habían resuelto las dificultades alimentarias de los indíge-
nas ni habían logrado convertirlos a otro sistema de vida.
Para finalizar esta sección, cito un largo pasaje en el cual es clara
la desconexión entre un universo y otro, incluso cuando ambos pa-
recen mezclarse y fundirse. En una extensa carta escrita en 1737,
Philipp Segesser informa sobre el extraño éxodo pima que había
dejado abandonada su misión. Ese año todos los indígenas, incluidos
los de los reales mineros y pueblos vecinos, se habían marchado
masivamente durante la semana santa para escuchar en una montaña
a Arisbi, un indio guaymare (seri),32 que se decía emisario de Moc-
tezuma, paralelismo interesante con los acontecimientos de la sema-
na santa cristiana. Arisbi, como un nuevo Juan Bautista, predicaba
sobre la venida y resurrección de Moctezuma, el nuevo Cristo que
terminaría con la opresión de los indígenas, quienes después de
beber de cierta agua muy clara serían hermosos como la luna y las
estrellas, nunca tendrían hambre, y en un mundo oloroso a bálsamo
y almizcle, serían servidos por los españoles, quienes morirían para
resucitar como esclavos de los indios.
Confundido por el abandono de su misión, Segesser envía espías
a vigilar a los infractores. Los detallados informes que recibe hablan
31 “It is useless to set before them the example of St. Francis or that of a hermit

living a stern life of fasting on bread, water, or herbs. They laugh a great deal at this
and say that he was better off than they. And his crude garments they envy for them-
selves as a protection against heat and cold”.
32 Que Arisbi fuera guaymare y no pima es un dato que subraya el poder de su

convocatoria y convencimiento ya que supuestamente los indígenas eran bastante par-


ticulares para formar alianzas de este tipo o seguir a personas extrañas a su grupo.
180 IVONNE DEL VALLE

del rezo colectivo del rosario, de un altar para Moctezuma adornado


con objetos de la liturgia cristiana, y de la prédica, dos veces al día,
de Arisbi totalmente vestido de blanco, como si celebrara la misa. Lo
interesante en este pasaje es la fuerza de la revelación pima, su poder
de convocatoria entre los habitantes de la región. Este hecho era en
sí mismo extraordinario —dice Segesser— ya que ningún “empera-
dor” habría podido juntar a todos los indígenas independientemen-
te de su grupo étnico de esa manera (169). La representación de
Arisbi, el aparato del cual se acompañaba, era tan convincente que
confundía a cualquiera, como irónicamente ocurre con dos españo-
les enviados a amenazar a los indígenas con duros castigos si no
volvían a sus pueblos. Los emisarios de la amenaza, sin embargo, caen
de rodillas ante Moctezuma en cuanto lo ordena Arisbi, e incluso se
quedan a participar en la ceremonia con todos los indígenas. Cuan-
do los misioneros les preguntan el porqué de sus acciones, los españo-
les responden que habían realizado un acto “muy sagrado” (172).
Después de apresado Arisbi y destruido el movimiento liberador,
Segesser va a la cueva en la que el profeta guardaba sus objetos sa-
grados. El misionero se confunde: ¿cómo era posible tanta similitud?,
¿era, pues, cristiano Arisbi? En la cueva, además del ídolo de Mocte-
zuma había rosarios, una cruz de bronce, otra hecha de cuentas y
conchas marinas, holanes, lazos; objetos todos cuya apariencia hace
decir a Segesser que parecían obra de Dios para confundir a sus se-
guidores: “Uno pensaría que Dios había tenido tratos con el diablo
por la manera en que este bribón sabía como confundir el mal con
el bien, para engañar a los pimas” (176).33 El comentario de Segesser
sobre cómo los dos universos parecen tan íntimamente compenetra-
dos —el rápido “flashazo” de la similitud, como diría Walter Benja-
min— hace del jesuita un testigo de la perfección, la belleza y la
probidad de los que parecían (¿eran?) artículos cristianos que, sin
embargo, servían para hablar de la muerte y futura esclavitud de los
españoles. Para mezclar aún más los significados, durante la ceremo-
nia de interdicción del movimiento, Segesser decide reunir a los fe-
ligreses llamándolos con “la campanilla de Moctezuma” usada por
Arisbi (177), como si a pesar de su anatema, quisiera apropiarse de
parte de ese poder en el cual dos elementos sagrados, en apariencia

33 “One would think that God had had dealings with the devil from the way this

rascal knew how to confound evil with good, to mislead the Pimas”.
DE HACIENDAS Y HECHICEROS EN SONORA 181
irreconciliables, momentáneamente se confundían e integraban.
Pero Segesser inmediatamente separa este instante de conjunción al
condenar las creencias del profeta y sus seguidores. Por su parte,
Arisbi utiliza el potencial liberador del cristianismo (la noción de un
momento último de redención y justicia) para volverlo en contra de
españoles y criollos quienes en esta versión indígena de la verdad
tenían que morir y renacer como esclavos de los indígenas. Tal pro-
ceso llevaba de la semejanza a una alteridad radical, puesto que
Arisbi era, al menos para españoles y criollos, enfáticamente menos
cristiano, más pagano, en la medida que seguía con mayor apego lo
cristiano.
Frente al trabajo agotador de los misioneros por liberarlos del
“infierno temporal” mediante la consecución de un sistema econó-
mico-laboral en las misiones, el fervor de los seguidores del movi-
miento nos recuerda que la pasión religiosa no parecía residir ya en
el universo representado por los jesuitas. Las esperanzas de una jus-
ticia divina estaban, por el contrario, fuera de las misiones, en las
montañas de Sonora, en un culto que dejaba a la institución religio-
sa sin seguidores precisamente en la época en que más debía tenerlos.
Pese a la semejanza y los préstamos, el universo de Arisbi y Moctezu-
ma por un lado, y el de jesuitas, criollos y españoles, por otro, eran
no sólo paralelos y desiguales, sino contrarios: enemigos, como seña-
laba Arisbi.
En otro sentido, el caso de Arisbi lleva también a pensar en los
sorpresivos intercambios entre el centro y sus fronteras. Los aparatos
de dominio del primero llegaban a estas últimas en la forma de ins-
tituciones económicas, militares y religiosas; el sistema que permitía
la existencia de misiones y reales mineros estaba en otro lugar (Roma,
Madrid, ciudad de México) regulando el ingreso de la frontera en
zonas urbanas (a través de la administración del excedente económi-
co, pero también controlando crónicas, historias, autos de fe). Por
su parte, la frontera se apropiaba también del centro clandestina-
mente. Así, la difundida historia sobre un impreciso lugar en el
norte, supuesto origen de los aztecas, se mezcla en Sonora a la tradi-
ción local de los hechiceros en donde Moctezuma reaparece en el
siglo xviii convertido en divinidad de la hechicería.
Los ópatas —decía Cañas— aseguraban que el emperador azteca
había pasado con sus peregrinos por sus territorios, en los cuales se
habían quedado algunos, por lo que Moctezuma, “el primer ser”, era
182 IVONNE DEL VALLE

para ellos el fundador de su pueblo (González Rodríguez, 1993: 492-


493). Según otro misionero, los pimas lo consideraban un poderoso
hechicero al que reverenciaban con temor (González Rodríguez,
1977: 55). A través de esta relación con los aztecas, los indígenas
sonorenses establecen para sí un prestigioso origen, al mismo tiempo
que lo revisten de sus propios rasgos culturales para señalar a partir
de ahí la continuidad de una estructura de poder: Moctezuma, el
primero de una poderosa dinastía de hechiceros que en Sonora se-
guían luchando contra un invasor. Pimas, ópatas y seris reivindican
un pasado que modificaba al centro (Moctezuma era hechicero en
esta versión) para ajustarse a usos locales: el poder estaba por fuerza
relacionado con la medicina o, si se quiere, con la capacidad de
determinar la vida o la muerte, en este caso la de los españoles que
luego de morir resucitarían para servir a los indígenas. De la misma
manera que Moctezuma es modificado, lo es también el cristianismo
que se convierte en el medio para resolver una injusticia en términos
racializados: los blancos no tenían cabida sino como esclavos, en el
paraíso pima. En el caso del movimiento dirigido por Arisbi, el pro-
feta de Moctezuma, el prestigio de los indígenas del centro era sus-
traído por los del norte en su empeño por liberarse de los blancos,
por romper para siempre con ese tiempo y ese espacio que se entro-
metía en sus vidas tratando de arrebatárselas. Como muestra la frus-
tración aniquiladora de Nentuig, a pesar de los jesuitas es evidente
la continuidad de un tiempo indígena que tenía en cambio que ser
sufrido por los misioneros.
4. BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE1

Para describir la actividad de los jesuitas en la península de California


se puede hablar de tres ejes: primero, su situación privilegiada res-
pecto de otros poderes e intereses coloniales. Segundo, las dificulta-
des que la praxis indígena y un medio ambiente hostil suponían no
sólo para la evangelización, sino para la instauración de un tipo de
vida occidental. Por último, la creciente importancia que en el siglo
xviii tiene California en los planes de retención y expansión de los
territorios coloniales españoles; importancia que incide en el tipo de
textos producidos sobre la península.2
La aridez de California, su aislamiento y relativamente pocos ha-
bitantes (de 45 a 60 000 en el momento del “encuentro”) no se co-
rresponden con el lugar ocupado por esta provincia en la imagina-
ción trasatlántica. Contrariamente a lo que se podía esperar respecto
a un territorio con muy pocos recursos explotables, en el siglo xviii
California era una entidad cargada desde el punto de vista semántico.
En este capítulo analizaré las transformaciones en la representación
de la península hacia finales del siglo xvii y cómo éstas se hallan
asociadas a proyectos coloniales específicos. Si en un primer momen-
to, California es presentada como un sitio carente de recursos y por
lo tanto desprovisto de interés; más tarde, con los jesuitas, hay un
cambio en la representación por medio del cual la península apare-
ce como un lugar lleno de posibilidades. En este ambiente de incer-

1 A pesar del título, a lo largo del capítulo me refiero a lo que actualmente es Baja

California, en México, como “California” porque ése era el nombre con que se le
conocía en el siglo xviii. Se utilizaba el término de Alta California para distinguir a
la California del norte (actualmente en Estados Unidos) respecto a la península.
2 David Weber señala que en el siglo xviii tardío los cambios en las relaciones

entre indígenas fronterizos independientes y los colonizadores españoles estuvieron


marcadas por tres aspectos: el aumento poblacional que obligaba a continuar el avan-
ce hacia las fronteras en busca de nuevos territorios, las transformaciones en los indí-
genas mismos que a pesar de estar fuera del dominio español conocían en muchos
casos su tecnología militar lo que dificultaba su conquista y, por último —como seña-
lo arriba— la presión en estos territorios por la creciente rivalidad entre distintas
potencias imperiales.

[183]
184 IVONNE DEL VALLE

tidumbre (la realidad de California) aparece la primera obra general


sobre la península: el libro la Noticia de la California y de su conquista
temporal y espiritual hasta el tiempo presente (1757), un texto institucional
elaborado en la ciudad de México y editado en Madrid, en el cual
trabajaron varios jesuitas. Reveladoramente, esta exitosa obra, rápi-
damente traducida a varios idiomas, no fue escrita por misioneros.
Ni Miguel Venegas, ni Andrés M. Burriel, sus autores, habían estado
jamás en California. Aquí, la península es presentada en un marco
que sigue, por un lado, los intereses de un público ilustrado europeo
y, por otro, los imperativos imperiales de una España imperial en
competencia con otras potencias europeas. Como respuesta a esta
versión, surgen dos obras elaboradas por misioneros que sí habían
estado en la península, Noticias de la península americana de California
(1772) de Jacobo Baegert, y la Historia natural y crónica de la Antigua
California (1773-1780) de Miguel del Barco, escritas para rebatir,
desde posiciones muy distintas, la visión ofrecida en el texto “oficial”
sobre California.
Pese a los desacuerdos entre ambas hay dos puntos en el que
convergen: en la dificultad de evangelizar a los habitantes de la pe-
nínsula y en lo interesante e inusual del medio ambiente de Califor-
nia. A partir de esta convergencia, analizo la manera en que el fra-
caso misionero en ciertas áreas (evangelizar, occidentalizar o civilizar
a los indígenas) se traduce en la concentración de su trabajo en otros
aspectos. Si la misión implicaba la necesidad de cumplir con el plan
de Dios en lugares extremos, en el caso de California esta búsqueda
de Dios entre los “salvajes”, en los confines del mundo cristiano,
había resultado más difícil de lo que habían imaginado los misione-
ros. Las dificultades en este sentido obligan a suplir esta ausencia de
Dios, para enfocarse entonces en la observación y descripción de sus
formas de vida a través de la escritura etnográfica. Sin embargo, los
nuevos retos presentados por esta tarea, los obligaban a una nueva
desviación que se transforma en la producción de una serie de escri-
tos de naturaleza científica. Esta especie de cortocircuitos llevaban
de la búsqueda de Dios, a la reconcentración y el despliegue de las
habilidades de los misioneros en la formación de la naciente cultura
científica del siglo.
Leo aquí esta transformación como la forma en que los misioneros
pueden preservar su cultura y su saber, su sentido mismo, en un es-
pacio especialmente hermético tanto a la religión cristiana, como al
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 185
mundo occidental en general. En este sentido, la producción cientí-
fica es la práctica occidental de autopreservación en condiciones de
absoluta desventaja, un mecanismo aislado que permitía establecer
con el medio ambiente una relación en la que el sujeto occidental
conservaba cierto control.

primeras versiones

Durante los siglos xvi y xvii la corona española financió varios in-
tentos de conquista y colonización de la península que terminaron
en fracasos de mayor o menor magnitud. A fines del siglo xvii y a
falta de otros interesados, se concedió a los jesuitas el derecho de
instalarse en California, siempre y cuando sufragaran parte impor-
tante de los gastos de colonización. Gracias a esto, los jesuitas se
encontraron en una posición excepcional en la medida en que no
sólo fueron los primeros moradores no-indígenas permanentes en la
península, sino que además gozaban de prerrogativas poco comunes
por las que el asentamiento en la región quedaba bajo su dirección.
Aunque con altibajos, a lo largo de su estadía (1697-1767), los misio-
neros seleccionaron a las personas que habitarían California: futuros
soldados, capitanes del presidio (en Loreto, el único en la península),
peones y artesanos; todos los que querían vivir ahí tenían que ser
aceptados por los misioneros, quienes en lo posible supervisaban las
actividades de los participantes en su proyecto poblacional. Debido
a dicho control y a los pocos recursos del lugar, nunca hubo en la
extensa península más que unos cuantos cientos de habitantes no
indígenas; la mayoría de los cuales se hallaban, además, concentrados
en el área de Loreto, puerto de entrada y abastecimiento de la re-
gión.3 En algunas misiones, el misionero y un par de soldados eran
de hecho los únicos habitantes no indígenas. Si recordamos la insis-
tencia durante el siglo xvi de los franciscanos en la zona central
novohispana de la necesidad —a nombre de una verdadera evange-

3 Hacia 1740 la apertura de un real de minas en el sur atrajo a un grupo de habi-

tantes (mestizos, mulatos, españoles, criollos) que a pesar de causar problemas a las
misiones cercanas, nunca llegó a ser un número considerable. Para la historia de la
conquista y población de California, véase Harry W. Crosby.
186 IVONNE DEL VALLE

lización— de una separación entre la república de indios y la de es-


pañoles, este control de influencias externas debía representar una
situación ideal para los misioneros.
Los habitantes de California (cochimíes, coras, guaycuras y peri-
cúes, principalmente) eran cazadores-recolectores y pescadores que
vivían distribuidos en grupos más o menos reducidos, que a su vez
podían fragmentarse ante condiciones adversas, para garantizar el
aprovechamiento de recursos particularmente escasos. Si debido a
esta escasez natural los problemas de abastecimiento de los misione-
ros eran importantes desde el principio de su estadía, éstos se agravan
hacia 1734, cuando los habitantes del sur se unifican en una suble-
vación provocada por las diferencias entre indígenas y jesuitas.5 Du-
rante la rebelión, que obligó a abandonar el sur de la península por
unos años, los indígenas destruyeron cuatro misiones, asesinaron a
dos misioneros y a 16 blancos, 13 de los cuales eran marineros del
galeón de Manila que llegaba por segunda vez a su recién inaugura-
do (y por la rebelión prontamente clausurado) puesto de abasteci-
miento en la península (Crosby 115-117).6
De esta forma, una situación de otro modo ideal para los jesuitas
se transforma en una de las experiencias misioneras de mayor difi-
cultad debido a la combinación del hacer de los indígenas con la
radical falta de recursos (agravada por plagas, sequías, inundaciones),
y los problemas que a mediados de siglo empiezan a surgir con sol-
dados que cansados de la hegemonía jesuita ponen toda su iniciativa
en la consecución de riqueza personal. Durante los aproximadamen-
te 70 años que duró el experimento de aislamiento y concentración
de poder de los jesuitas, la circulación de noticias sobre la península
4 El nombre que actualmente dan los antropólogos a dicho grupo —ya desapare-

cido— y a su lengua, es el de waikuris.


5 Hasta donde sé únicamente existe una narración del levantamiento, escrita por

el misionero Segismundo Taraval. Según Crosby el levantamiento está relacionado con


una campaña jesuita contra la poligamia, sistema cuya modificación cambió radical-
mente la vida y organización de los indígenas (111). La narración de Taraval insiste
en la resistencia de dos jefes indígenas, Chicori y Botón (quienes paradójicamente no
eran indígenas), a medidas particulares contra la poligamia.
6 El galeón, o galeones, de Manila realizaban desde mediados del siglo xvi una

parte importante del comercio colonial. Partían dos veces al año del puerto de Aca-
pulco con rumbo hacia las Filipinas. Para la ruta de regreso de este largo viaje que
tomaba más de seis meses, se pensó en California como un buen sitio para el reabas-
tecimiento de la nave (alejado de Mendocino —el sitio de abasto anterior— y los pi-
ratas), en ruta hacia Acapulco, en la costa sur de la Nueva España.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 187
contribuyó a la formación textual de una California que años antes
de su llegada había sido pensada tan poco atractiva como inviable.
De acuerdo con las narraciones de los primeros en aventurarse
en su territorio, no era nada alentadora la información sobre Cali-
fornia hacia finales del siglo xvii. Desde el siglo xvi cada expedición
desembocaba en una serie de experiencias malogradas. Tal es el caso
de su “descubrimiento” en 1535, de efectos tan negativos para quie-
nes participaron en el suceso que los soldados de Hernán Cortés
terminaron maldiciéndolo “a él, a la isla y su descubrimiento”.7 De
forma similar, los viajes posteriores reportan la inutilidad de la tra-
vesía debido a la pobreza de sus habitantes, la carencia de agua,
esterilidad de la tierra y, en general, lo insustancial del medio am-
biente californiano.
La falta de recursos naturales y la lejanía de zonas densamente
pobladas por españoles hacía del proyecto jesuita una empresa poco
posible. Establecerse ahí significaba transportar desde lugares lejanos
lo necesario para una supervivencia que cubriera los requisitos míni-
mos de una vida occidental: ganado, semillas, madera, instrumentos
para la agricultura, materiales para la edificación de inmuebles, etc.
La pesquería de perlas era central en la economía desde finales del
siglo xviii, pero se realizaba de forma irregular e intermitente, y no
era un aliciente real para los posibles habitantes de la península.8 Tan
poco factible se consideraba la vida en California que llegó a pensar-
se que sólo la “pacificación” de Sonora (la cual se convertiría en lugar
de abastecimiento para los jesuitas californianos) garantizaría la per-
manencia en la península. Extensas zonas de la península son tan
inhóspitas y de tan poca capacidad nutricia que antropólogos con-
temporáneos se asombran de que en siglos anteriores hayan podido
sostener a tantos habitantes indígenas cuando ahora, y a pesar del
desarrollo tecnológico, tan sólo permiten unos cuantos cientos de
pobladores permanentes (Rodríguez Tomp, 209).

7 Para un análisis de estas primeras expediciones ver Rosa Elba Rodríguez Tomp,

83-125.
8 Aunque la pesquería de perlas se llevaba a cabo por los indígenas guaycuras y

pericúes desde la época anterior a la colonización, durante los siglos xvi y xvii no era
una actividad relacionada con la colonización, sino con viajes esporádicos de explora-
ción en los que muchas veces los interesados más que realizar ellos mismos la navega-
ción y el buceo para obtenerlas, las intercambiaban por otros objetos con los indígenas
locales (Altable). Tanto Jacobo Baegert como Miguel del Barco incluyen capítulos
sobre la pesquería de perlas en sus libros.
188 IVONNE DEL VALLE

A pesar de las noticias poco estimulantes, en su Historia de los


triunfos de nuestra santa fe (1645), Andrés Pérez de Ribas, el primer
cronista de las misiones jesuitas, le señala un lugar especial en los
proyectos futuros de la orden. Se esperaba hallar allí —decía— “una
tierra muy dilatada y otro nuevo mundo u otra Nueva España” (vol.
2, Libro VII: 244). De esta forma, las noticias negativas se transforman
por el optimismo que empieza a formar otra entidad escritural al
renovar las posibilidades inscritas en el mito de la fantástica isla de
las novelas de caballería que había dado nombre a California.9 En
un imaginario para el cual las noticias sobre el esplendor de Teno-
chtitlan y el oro de los incas eran ya obsoletas, las esperanzas de
Pérez de Ribas presentan a California como la promesa de un nuevo
asombro que podía igualar al de los primeros días de la conquista.
Si internamente éste es el lugar que la orden otorga a California, en
otro sentido, las mismas características que hacían de la península
un sitio poco atractivo para la colonización económica, la hacían vi-
sible para otros intereses.
Como señalé en el primer capítulo, asocio la modernidad del siglo
xviii al optimismo que Urs Bitterli llama “curiosidad desafiante”, con
que el hombre se enfrenta al mundo para recolectar ya no sus secre-
tos, sino los datos e información provistos por la naturaleza, particu-
larmente por una naturaleza considerada extrema (249). Bitterli se-
ñala también que en el siglo xviii hay un renovado interés en la
etnografía que asociado a una ambigüedad etnocéntrica que unía el
deseo y la confianza en el progreso, con el interés por el universo
salvaje del que se creía alejarse irremediablemente (153).10 En este
sentido, dado el carácter inusual de California y sus habitantes, re-
sultaba un lugar doblemente atractivo para quienes escribían sobre
filosofía de la historia (es el caso de Herder, por ejemplo, en cuya
obra incluye pasajes sobre California)o etnografía, y para los intere-
sados en la información que sobre la naturaleza podía proveer un
sitio único.
De esta manera al interés particular de los jesuitas por California
se suma la atracción “universal” por sitios ideales para la investigación

9 El nombre proviene de Las Sergas de Esplandián de Garcí Rodríguez de Montalvo,

en el que California es una isla gobernada por la reina de las míticas Amazonas.
10 Véase también Chris Bongie, “An Idea Without a Future. Exoticism in the Age

of Colonial Reproduction”, en Exotic Memories, Literature, Colonialism and the Fin de Siécle,
Stanford, Stanford University Press, 1991, 1-32.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 189
científica y etnográfica. Por ello, a pesar de las notas pesimistas que
durante casi dos siglos se habían escrito sobre la región, desde 1645
cuando Pérez de Ribas la imagina de otro modo y, sobre todo a par-
tir de 1697 a la llegada de los jesuitas, surgen representaciones que
contrastan con la negatividad de las anteriores. En estas nuevas ver-
siones se habla de la afabilidad de los indígenas, la posible riqueza
de la tierra y su fertilidad. Con fines proselitistas o con la intención
de lograr apoyo económico para las misiones, los primeros jesuitas
en establecerse en la península inician de esta forma un proceso que
transforma la imagen del lugar. A principios del siglo xviii, el ima-
ginario acerca de California era otro, y de representarse como una
naturaleza estéril habitada por salvajes (un territorio por lo tanto
irrelevante para cualquier empresa de colonización), pasa a conver-
tirse en un sitio de abundancia cuyos pobladores no representaban
un obstáculo a la presencia occidental. Como veremos, a largo plazo
estas últimas representaciones resultaron ser más frágiles que sus
contrarias.
Un ejemplo de estos escritos optimistas es el extenso informe que
Francisco María Píccolo escribe en 1702 sobre las misiones por en-
tonces fundadas, en el cual los jesuitas son la vanguardia del imperio
en la medida en que ellos exponen los posibles proyectos económicos
que en caso de realizarse dependerían igualmente, en mayor o menor
medida, de las contribuciones de los misioneros. En el texto, Píccolo
trata de resolver el conflicto entre la posible explotación del lugar
(describe una naturaleza rica, desaprovechada), y los problemas que
como jesuitas comprometidos con una misión espiritual, podrían
enfrentar de llevarse a cabo la explotación. La respuesta de Píccolo
a este conflicto se encuentra en la concentración de la explotación
en el monarca, lo que ahorraría acusaciones de enriquecimiento a
los misioneros, y la molesta presencia de buscadores de fortuna en
la región. Las dudas de Píccolo evidencian la dependencia de las
misiones de una estructura colonial para su existencia, ya que aunque
las misiones de California no estaban del todo subvencionadas por
la Corona, sino en gran parte por de donativos particulares, éstos
provenían de cualquier forma de la acumulación de recursos permi-
tida por la explotación colonial.11
11 José de la Borda, rico minero en Taxco, Tlalpojahua y Zacatecas, fue uno de

estos contribuyentes a la empresa misionera jesuita. Ignacio del Río considera que la
presencia colonial en California seguía una política divergente de los intereses capi-
190 IVONNE DEL VALLE

El optimismo de Píccolo ante la posibilidad de beneficiarse de esta


naturaleza está vinculado al hecho de que California le parece una
entidad geográfica vacía, inhabitada. Mary L. Pratt elabora una críti-
ca a la escritura de viaje y exploración en la que por medio de ciertas
prácticas retóricas, se tomaba posesión textual de un territorio. Uno
de estos mecanismos consistía —según Pratt— en separar la totalidad
del universo explorado en dos componentes: por un lado, un paisa-
je vacío de seres humanos; y por otro, sus habitantes ausentes o invi-
sibles cuya presencia se delata tan sólo por las huellas en el paisaje.
En dichos textos no existía una población (un posible problema para
la posesión), tan sólo sus marcas, de manera que la tarea a futuro del
colonizador se reduciría a borrar, a través del hacer propio, las hue-
llas marcadas por el hacer de los nativos (1986). La fantasía de do-
minio de Píccolo no se centra en la operación de borrar las marcas
dejadas por los indígenas ya que —según él— en California no era
ni siquiera necesario hacer esto: no había huellas de seres humanos.
La naturaleza se presentaba como si fuese nueva, aún sin utilizar. La
abundancia, presentada en términos hiperbólicos (buen clima, tierra
fértil, abundancia de agua, árboles, frutos, peces, venados, liebres,
aves), a Píccolo le parece desperdiciada ya que existía “sin la estima-
ción de los naturales”, contentos con extraer de ahí el más básico
sustento alimenticio (del Río, 2000: 43). El desperdicio de una natu-
raleza desaprovechada sólo cambiaría —decía el misionero— cuando
“hubiera gente” que sembrara, cultivara, cazara, sacara perlas, busca-
ra minerales. En California todo estaba por hacerse, sus habitantes
equivalían culturalmente a la nada, no agregaban nada a un territo-
rio todavía carente de forma humana. Su vida, en el relato de Pícco-
lo, era un vacío, o cuando mucho, una vida tan orgánicamente unida
a la naturaleza que su estar ahí era semejante a la existencia de los
mismos árboles. Con esto, más que una separación, se crea una con-
tinuidad escritural entre un territorio, sus recursos y sus habitantes,

talistas ya que no redituaba ninguna ganancia a la corona, y por el contrario llegó a


requerir de la inversión de una cantidad exagerada de recursos que del Río calcula
—para dar un ejemplo de lo improductivo de la península— en 1 400 000 pesos tan
sólo por concepto de pago de tropas, uno de los pocos rubros cubiertos directamente
por la Corona (1999: 99-113). Este hecho confirma que California resultaba un sitio
importante por razones que rebasaban sus propias condiciones materiales, pero que
pese a eso seguían vinculadas a la razón económica en la medida en que la protección
de fronteras era una actividad necesaria a la Corona para el funcionamiento econó-
mico de sus colonias.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 191
convertidos en parte del paisaje y por ello marginalizados de cual-
quier discusión respecto al futuro del lugar. La confianza en la capa-
cidad de su propia cultura de vencer y domar la naturaleza (incluidos
los indígenas) se manifiesta en la euforia de la actividad prevista por
Píccolo:

Todo esto promete abundancia de frutos cuando haya gente que cultive la
tierra y se aproveche de su fertilidad y abundancia de aguas… en toda la cos-
ta, y principalmente en las islas adyacentes hay tantos placeres [de perlas]
que se pueden contar por millares… De la sal se pueden cargar navíos ente-
ros para estos reinos; de las perlas, puede su majestad… acrecentar su real
hacienda con persona de satisfacción y celo sólo de aumentar los reales habe-
res. La tierra adentro promete muchos minerales, por estar en la misma línea
en que están los ricos minerales de Sinaloa y Sonora (del Río, 2000: 42).

La voz del jesuita asume la de las instituciones, desde cuyo punto


de vista hace un recuento de la situación. Se trata claramente de los
intereses económicos del imperio español. Sin embargo, más adelan-
te Píccolo recuerda que “las perlas” por las cuales estaban ahí eran
otras que las de los placeres de las costas (Del Río, 2000: 33 y 42).
California existía para los jesuitas en tanto que ahí había indígenas
a quienes evangelizar. En la medida en que el proyecto misionero
dependía del apoyo del monarca, California se dividía: por un lado
los indígenas, que no existían como habitantes ni como usuarios de
los recursos del lugar, sino únicamente como material para una fu-
tura evangelización. Por otro, los recursos naturales, sin ninguna
relación con otros seres humanos, eran puestos a disposición del
monarca español cuya soberanía quedaba así marcada por su poder
de favorecer el proyecto misionero, pero también por su capacidad
de apropiarse, como sugiere Píccolo, de todas las empresas económi-
cas ahí organizadas para evitar una explotación desordenada.
Sin embargo, indirectamente, la manera como Píccolo entiende
a los habitantes de California, representa uno de los grandes proble-
mas para los misioneros. Si a aquellos se les concibe desde la ausen-
cia de cultura, e incluso casi desde la ausencia de humanidad ya que
según Píccolo el desarrollo económico iniciaría (como si ellos no
existieran o fueran otra cosa que personas) cuando “hubiera gente”
que lo llevara a cabo; la magnitud de la tarea de los jesuitas (hacer
cristianos de quienes ni siquiera eran hombres) se presenta como
avasalladora.
192 IVONNE DEL VALLE

El carácter de los californios (como en general llamaban los mi-


sioneros a los indígenas locales), decía Antonio Tempis años después
de las primeras entradas de los misioneros, “exigía” hombres que
llegaran a “ser todo para ellos” (cursivas agregado). Las condiciones
de la tarea lo llevaron a solicitar a la provincia checa, jesuitas que
tuvieran, “junto a una robusta constitución física, una incansable
habilidad en toda clase de trabajos; una virtud impasible frente a los
más diversos ataques y una rica provisión de diferentes artes y cien-
cias” (Matthei y Moreno, 1997: 147).12 De nuevo, en otra frontera
más al norte se presentaba la necesidad de hombres especialmente
fuertes, hábiles y virtuosos; hombres corpulentos capaces de realizar
tareas de gran dificultad. Si en Sonora era necesario terminar con el
“infierno temporal” en que vivían los indígenas, aquí el control de
satisfactores materiales no era suficiente, se requerían también ins-
tructores de toda forma de civilización y de cultura. Los nuevos mi-
sioneros debían por tanto tener algo de ingenieros, médicos, artesa-
nos, matemáticos, administradores, agricultores, cocineros, además
de ser modelos en la forma de comer, tener horarios, llevar ropa,
conducirse con los demás.
Debido a la supuesta barbarie de los indígenas (“entregados a los
impulsos de su naturaleza sensual y corrupta”, según Lamberto Hos-
tel, Matthei y Moreno, 1987: 181), lo verdaderamente urgente en
California no era la formación de una sociedad cristiana, sino un
orden social. En el encuentro de estos dos universos, no se trata-
ba —según los jesuitas— de imponer el sistema moral cristiano sobre
ningún otro, sino de lograr primero un orden “racional” que huma-
nizara la conducta indígena percibida prácticamente como bestial.
En las cartas, informes e historias de los jesuitas, esa necesidad es
una constante. El proceso de pasar por numerosas “metamorfosis”
—según las llama un jesuita— había permitido a Nicolás Tamaral
(“labrador, médico, músico, alarife, relojero, organista, carpintero,
gañán, arriero, albéitar, albañil”) y a todos los demás, fundar y soste-
ner sus misiones (Taraval, 87). Sólo estos esfuerzos contribuían cuan-
do menos a sugerir un orden occidental en lugares fuera de toda
influencia urbana. La predicación de la fe quedaba pendiente para

12 Según Crosby, Loreto era el único sitio donde había artesanos —mestizos, mu-

latos— provenientes de las provincias cercanas (175), por esta carencia los misioneros
debían realizar ellos mismos labores que en otros espacios podían ser delegadas en
otros.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 193
un futuro todavía lejano, uno que tal vez nunca llegaría, como suge-
ría Jacobo Baegert. Según él sería más fácil lograr un cambio en el
color de su piel, que conseguir que los indígenas abandonaran sus
costumbres (113-7): el nomadismo de sus habitantes y el medio am-
biente de California se oponían al cristianismo.
El espacio entre la frase de Tempis en la que se propone la nece-
sidad de “ser todo para ellos” y el pesimismo de Baegert, hace que
la actividad múltiple y constante de los jesuitas, la cual pese a su
perseverancia resultaba en un fracaso evangélico, parezca tener ob-
jetivos distintos a los doctrinales. En California, el reto de los misio-
neros consistía en dar una forma reconocible, interpelable al sujeto
indígena. No importaba que fuera o no cristiano, o no primordial-
mente. Había que hacerlos hombres y mujeres moldeados no por las
contigencias de la naturaleza, sino por lo que Walter Benjamin lla-
maría la mimesis no-sensual provista por la ley y el lenguaje (1978).
Por otro lado, la concentración de los misioneros en crear prime-
ro un orden social, recuerda la problemática descrita por Michel de
Certeau en Fábula Mística. En 1605 el general Acquaviva había orde-
nado realizar un examen en todas las provincias jesuitas para conocer
si sus miembros consideraban que la Compañía se había distanciado
de sus cometidos originales. Este examen provocó respuestas sugeren-
tes. Para algunos, muchos de sus compañeros estaban más interesados
en sobresalir intelectualmente que en el desarrollo de la virtud; otros
se quejaban de que los superiores estaban poco interesados en la
formación espiritual. Sin embargo, el factor más señalado como “per-
judicial” para la Compañía era su dispersión al exterior. Las muchas
tareas de los jesuitas los absorbían por entero, quitándoles tiempo
para la meditación y el repaso del espíritu. La inflexión de la orden
a favor de una labor cristiana no meditativa sino de acción o, como
lo dice De Certeau, su decisión de “dejar a Dios por Dios”, significaba
que sus miembros generarían a partir del duelo (de Dios), la ley de
una institución que se realizaba en prácticas sociales externas (1993:
285-320). En este sentido puede pensarse en el Dios jesuita como un
Dios no idéntico a sí mismo, disponible de la misma manera en todo
momento de meditación, sino en un Dios que debía encontrarse a
través de las múltiples actividades desarrollas en su nombre.
En el caso de California, la dificultad de vivir ahí cobraba a los
jesuitas una elevada cuota. Su fin podía ser tal vez la evangelización,
pero para conseguirla había que garantizar primero la transforma-
194 IVONNE DEL VALLE

ción de los indígenas y esto consumía literalmente los mejores esfuer-


zos de los misioneros. Ante el pesimismo de Baegert, quien llevaba
años en la región, cabe preguntarse en qué momento se perdía de
vista el fin por la inmersión en las interminables actividades que in-
directamente podían llevar a lograrlo. Hay que preguntarse también
en qué momento estas prácticas dejaban de tener semejanza con el
Dios cristiano en cuyo nombre se había emprendido la misión.
Otro punto relevante en la nueva imagen de California, cuyos
habitantes requerían de misioneros que fuesen “todo” para ellos,
tiene que ver con las condiciones de la escritura etnográfica en un
contexto semejante (y ante sujetos concebidos de esta forma). Si los
franciscanos, dominicos y jesuitas de la zona central de la Nueva
España manifestaban respeto por la civilización y la cultura que estu-
diaban (es el caso de Bernardino de Sahagún, Diego Durán, Juan de
Tovar, etc.), en el caso de California la mayoría de los misioneros
parecen tener poca estimación por los indígenas cuya vida describen.
Por otro lado, si en el siglo xvi la etnografía como ejercicio episte-
mológico se hallaba estrechamente ligada a la evangelización, en el
xviii (al menos para el caso de California) se había convertido en
un objeto producido para consumo externo. Quienes escriben etno-
grafía no lo hacen pensando en la mejor forma de evangelizar, ni en
recopilar materiales que pudieran guiar a misioneros que vendrían
después que ellos. No se trataba de pormenorizar una cultura y una
lengua como intentó hacerlo Bernardino de Sahagún con los nahuas
de la zona centro, sino de asumir una escritura para cumplir órdenes,
llenar vacíos y corregir errores de otros escritores, o bien para suplir
información atractiva al público ilustrado europeo.
Así, la versión de Píccolo de una California rica en posibilidades
económicas, pero también llena de importantes desafíos para misio-
neros que tendrían primero que hacer hombres de quienes no lo
eran, podía desviarlos a tareas desvinculadas de la evangelización e
insertas en proyectos más afines a la epistemología ilustrada de la
época.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 195
escribir para la metrópoli

A principios del siglo xviii se le pide a Miguel Venegas, miembro de


la Compañía de Jesús en la ciudad de México, escribir una historia
de California a partir de las cartas, informes y relaciones recopilados
en la capital colonial. Como la información en dichos documentos a
veces no era del todo explícita o se contradecía en algunos puntos,
el jesuita solicita a las misiones nuevos datos para despejar sus dudas.
Respecto a la naturaleza de su información Venegas dice en un cues-
tionario enviado a Juan B. Luyando que la relación que tenía para
dar cuenta de la longitud de California, “sólo” refería “sucesos” sin
precisar datos específicos (Rodríguez Tomp, 300).13 Esta diferencia
de perspectivas por la que el dato preciso se imponía al relato de
acontecimientos, proviene de enfoques y necesidades dictadas desde
lugares y puntos de vista distintos. Quienes escribían sobre California
en la ciudad de México o en Madrid, requerían contenidos que no
siempre presentes en los escritos desde la península. En México y
en Madrid era necesario seccionar las narraciones de los “sucesos”
en categorías temáticas (religión, costumbres, fauna).
Un caso contrario es el levantamiento pericúe de 1734 según Se-
gismundo Taraval. Aunque incluye, desde luego, datos específicos, su
relato está centrado en las ocurrencias diarias; de tal manera se vuel-
ve un cuerpo cerrado que dificulta la “extracción” de datos discretos
para entender las características de los grupos en la región, por ejem-
plo. El sur de California y su conflicto de ese momento es una unidad
cuyos elementos estaban íntimamente relacionados y no se prestaban
por ello, para una presentación de otra naturaleza. En cierto momen-
to, Taraval se disculpa por intervenir “para tejer la narración” o por
referir cuestiones que podrían ser consideradas como disgresiones
(85 y 121) pero que, como mostraría más adelante, eran indispensa-
bles en la presentación de la totalidad. El jesuita piensa en el conjun-
to de la experiencia y escribe sin respetar una temporalidad lineal;
va y viene sobre los sucesos libremente sobre el papel. Es reveladora,
por ejemplo, su abrupta promesa final: “pondrelo todo para que
conste” (176), dejando la tarea de la escritura para el futuro, como
si en lugar de haber acabado, su relato apenas empezara.
13 Los cuestionarios de Venegas no son sistemáticos, sino contingentes en la medi-

da en que tan sólo pide información que, según su criterio, hacía falta en los docu-
mentos en su poder.
196 IVONNE DEL VALLE

El lucus desde el cual se escribían las obras y la divulgación que se


pretendía darles van formando en cada caso una California distinta.
En los siguientes apartados analizaré tres de las historias más cono-
cidas sobre el lugar, su relación entre sí y con otros textos sobre la
península. Tales obras se vinculan en la medida en que la publicación
de la primera origina la escritura de las siguientes. La Noticia de la
California y de su conquista temporal y espiritual hasta el tiempo presente
(1757) de Venegas-Burriel,14 es el punto de partida de las correccio-
nes y enmiendas tanto de la Historia natural y crónica de la Antigua
California, de Miguel del Barco (escrita entre 1773 y 1780, pero pu-
blicada en el siglo xx), como de las Noticias de la península americana
de California de Jacobo Baegert, impresa en Alemania en 1772. Las
dos últimas, al mismo tiempo que “corrigen” a la primera, la expan-
den o reducen, complicando con esto la imagen de la península.
Comenzaré con un análisis de la obra de Venegas-Burriel.
El estudio comisionado a Venegas y terminado en 1739, es enviado
a Madrid en 1749, donde Andrés Marcos Burriel repite el trabajo de
edición hecho por el primero y suprime y agrega información a la
obra elaborada en la ciudad de México.15 La Noticia de la California
se publica por fin en 1757, después de los cuatro años que había
tomado a Burriel hacerla “menos imperfecta y más útil al público”
(Venegas-Burriel: I : 17, cursivas mías). Lo añadido por Burriel es un
indicador del tipo de información que California debía proveer para
ser útil al público europeo. Esto se relaciona, como veremos, con
intereses del momento como la historia natural y la exploración
geográfica. Ante este marco, Burriel incluye su obra en el espíritu
ilustrado de la época y crea textualmente una California digna de un
monarca a quien “devuelve” lo que era “suyo” en la forma de libro
(I: 5). Su texto cumplía la tarea de organizar las posesiones del rey
de manera que tuvieran sentido, otorgándoles un orden no percep-
tible cuando se les miraba de cerca. Si la California presentada por

14 La obra está publicada solamente bajo el nombre de Miguel Venegas, aunque

fue Andrés M. Burriel quien le otorgó su forma final, por eso mismo a lo largo del
capítulo he decidido mantener, a veces indistintamente, los dos nombres. Ésta es la
obra leída por Alejandro Malaspina a su paso por California en su famosa expedición
científica de 1789. Debido a los datos proporcionados por Venegas-Burriel, Malaspina
concluye —pese a sus opiniones menos duras respecto a otros indígenas— que los
indígenas de California tenía una extremada animadversión al trabajo y todo tipo de
ambición (Weber, 29).
15 Véase el capítulo 1 para más información sobre este personaje.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 197
Burriel es otra de la creada por los jesuitas en California, también lo
es el rey a quien la dedicatoria convierte en personaje ilustrado a la
cabeza de empresas científicas que ponían a España a la par de otras
naciones europeas.
El interés de Burriel era formar un proyecto cultural global dife-
rente —aunque dependía de él, como Burriel mismo advierte— del
colonial, y que tuviera entre los jesuitas, según intenta demostrar, a
algunos de sus mejores representantes. En el capítulo en que inicia
la descripción de la naturaleza de California, advierte que él no pre-
sentaría una historia natural cabal, a pesar de saber que ésta era “el
embeleso de los sabios de todas las naciones cultivadas” (I: 47). Con
notas de este tipo Burriel asegura un registro afín a los gustos del
público ilustrado de la época.

Sé también el cuidado, que merece hoy a los eruditos y aun a los Príncipes
en toda la Europa el conocimiento experimental de la naturaleza, como lo
manifiestan las Galerías de curiosidades, los Museos, los Jardines, los Labo-
ratorios, las Salas de demostraciones, las Academias y los libros innumerables
de esta materia. Sé la satisfacción, que causa a los Lectores curiosos encontrar
en esta parte alguna novedad, que siempre se espera con razón en las Rela-
ciones de Países remotos y poco conocidos (I : 47, cursivas mías).

En este sentido, California proveía a la Compañía de los materia-


les para producir obras equiparables a las escritas por extranjeros
sobre la historia natural de los países que “poseían sus naciones” (I:
48).16 Nuevo tipo de ambición, que sin prescindir del dominio colo-
nial como es explícito en la frase anterior, buscaba destacar en razón
de su maestría en el conocimiento de la flora, fauna y geografía de
lugares remotos.
Por su naturaleza y aislamiento, California producía asombro en
aquellos interesados en la historia natural, pero la “barbarie” impu-
tada a sus habitantes redoblaba el atractivo de la región. Por otro
lado, el carácter de excepción del gobierno jesuita daba lugar a crí-
ticas y acusaciones de enriquecimiento y despotismo dirigidas contra
la Compañía. El choque de los jesuitas con otros intereses —mineros,

16 En su recuento de la investigación científica de fines del siglo xvii y el siglo xviii,

Urs Bitterli borra a España (representante de la primera colonización, ni científica ni


pacífica según sus argumentos) del mapa de los nuevos intereses. La obra de Burriel
indica que España también participaba de dichos intereses e inquietudes. El trabajo
de Cañizares-Esguerra ha corregido visiones como las de Bitterli (2001, 2006).
198 IVONNE DEL VALLE

militares, buscadores de perlas— llevó a algunos insatisfechos con el


orden imperante a preguntar irónicamente si las misiones california-
nas eran o no “dominios del rey” y si los jesuitas eran o no sus vasallos
(Del Río, 1999: 205). El gesto de Burriel de entregar al rey, en la
forma de un libro, el trabajo jesuita en California (lo que era “suyo”)
es un gesto político que reconoce la soberanía del monarca.
Por lo anterior, es claro que Burriel pensaba en un público cuyos
intereses (en las ciencias, historia natural, economía; o simplemente
coleccionistas de datos) lo llevaran a fijarse momentáneamente en el
lugar. Esta diferencia sutil —interesarse en un lugar debido a la in-
formación que proporcionaba; o poner atención en la información
por interés en un lugar— podía tener consecuencias que no lo eran
tanto. Como advertía Segismundo Taraval, la disparidad de perspec-
tivas entre una posición local y otra central tenía importantes conse-
cuencias.17 Durante la rebelión de 1734 los jesuitas habían enviado
informes a los representantes militares del poder central, solicitando
ayuda. Con desesperación, Taraval contrasta la divergencia entre la
urgencia de su situación y lo que para él era la necedad de la res-
puesta militar. “Veo que esto parecerá escribir sátiras” (117), dice el
misionero para explicar las disonancia producida por las diferencias
entre el lugar de la enunciación y el de recepción: para quienes no
estaban en el centro del conflicto, lo narrado por el misionero sona-
ría tal vez a ficción burlesca.
En el caso de la obra de Burriel, el desapego respecto a la materia
que da lugar al libro es claro. California era un tema porque podía
circunscribirse dentro de los intereses científicos del momento, y por
su lugar estratégico para el imperio español. De esta manera, la obra
surge de la conjunción del colonialismo con un interés en las ciencias
naturales. Para explicar por qué la corona se había empeñado en
mantener una conquista que resultaba bastante cara (de la tierra que
“más infeliz, ingrata y miserable del mundo”, en la que además, se

17 Analizando textos ingleses y franceses del siglo xviii, Urs Bitterli explica las di-

ferencias entre las obras que él coteja como una cuestión de género: unos escriben
crónicas y otros, relatos de viaje. En su apreciación las crónicas serían portadoras de
una verdad “más” universal y general —vis-à-vis la verdad local y reducida de los rela-
tos de viaje— debido a que por lo regular quienes las escribían tenían una formación
científica. Desde mi perspectiva, no hay una postura universal sino la oposición de dos
perspectivas, tan válida una como la otra o, si se prefiere, tan universal o tan local la
una como la otra, aunque se trate de universos (o locaciones) distintos.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 199
lograban muy pocas almas para la iglesia), da varias razones todas las
cuales se resumen en la “ventajosa situación” que la provincia signi-
ficaba para España en su competencia territorial con otros poderes
coloniales (III: 11-21). Desde ahí, España podía continuar la conquis-
ta hacia el norte, en tierras en las cuales ingleses y rusos habían
puesto su atención; de ahí se podía igualmente pasar por mar hacia
Sonora y otros territorios de difícil acceso; los piratas y corsarios se
mantendrían alejados mientras hubiera presencia española en sus
costas. Si ya a principios del siglo xviii era importante conservar el
lugar, como sugiere la desesperación de Píccolo para con el virrey
Juan de Ortega (quien en 1702 parecía no comprender, según el
misionero, la necesidad de seguir extendiendo el dominio de España
y el catolicismo, 102), a mediados del siglo su peso era innegable.
Burriel incluye en su historia un extenso apéndice con una serie de
informes sobre las entradas de rusos e ingleses al norte de la penín-
sula, recordando la importancia de mantener ahí a los jesuitas como
único punto de anclaje del monarca español en tierras lejanas de la
ciudad de México.
La posesión de California era indispensable para garantizar la
totalidad del “Imperio Mexicano” que peligraba ante el interés y los
avances de otras potencias europeas. En este sentido, el libro trazaba
tanto el plan defensivo (contra esas otras potencias) como el ex-
pansivo (continuar el avance hacia el norte y pacificar totalmente los
territorios del otro lado del mar) de la Corona. Propone incluso un
lapso de cincuenta años para lograr lo segundo y a los incrédulos
sugiere que para obras tan grandes debía formarse por anticipado
el plan general que reuniera ideas y las hiciera funcionar para un
mismo fin.
Para el imperio español, California era importante sobre todo por
su posición estratégica, pues podía servir —como ocurrió brevemen-
te— de sitio de aprovisionamiento de la nao proveniente de las Fili-
pinas. La búsqueda de un sitio para ello había sido encargada ex-
presamente por el virrey a los misioneros, que realizaron varias
expediciones para hacerlo, y para confirmar si California era o no
una isla. Mientras tanto, desde la ciudad de México se seguían las
informaciones de ahí provenientes. En 1722, cuando aparecen las
primeras publicaciones periodísticas se incluye en una de ellas, “No-
ticias de la Nueva España”, un pequeño reportaje sobre el viaje en
California de Juan de Ugarte (Píccolo 314-315). Los jesuitas eran
200 IVONNE DEL VALLE

pues instrumentales para la elaboración de mapas, la consecución de


datos geográficos precisos y por su contribución general al funciona-
miento de la administración colonial (como se ve en su búsqueda de
un buen puerto para el galeón de Manila).
En Europa, por otra parte, el trazado de un mapa mundial seguía
sin completarse y la conferencia de la Academia Real de Ciencias de
París sobre los descubrimientos al norte de California incluida por
Burriel en su libro, ilustra el interés de los expertos por un lugar (III:
175 y ss). A nombre de la ciencia, París se interesaba en California,
en sus límites y geografia. La reciente atención puesta en la etnogra-
fía y en la descripción de las lenguas, llevaba a los interesados a es-
cribir cartas y notas a quienes sabían sobre las de California para
pedir muestras y descripciones.18
En este renglón, aunque los habitantes de California están pre-
sentes en las notas etnográficas del libro, su presencia se desdibuja
a medida que el territorio les es arrebatado para cumplir sus fun-
ciones en escenarios internacionales. Burriel estaba tan enfocado en
sus propios planes como para notar o tomar en serio lo que signifi-
caban para quienes se hallaban en California, fueran éstos indígenas
o jesuitas.
Esta perspectiva que generaliza más que particulariza, se permitía
una mirada que anulaba diferencias, cruciales desde lo local para
quienes vivían con ellas. De los indígenas dice, por ejemplo, que con
excepción de los “Imperios de México y Perú”, todos eran práctica-
mente iguales:

Hace, pues, el fondo del carácter de los Californios no menos que el de


todos los demás indios, la estupidez e insensibilidad: la falta de conocimien-
to, y reflexión: la inconstancia, y la volubilidad de una voluntad y apetitos
sin freno, sin luz y aun sin objeto: la pereza y horror a todo trabajo y fatiga:
la adhesión perpetua a todo linaje de placer y entretenimiento pueril y bru-
tal: la pusilanimidad y flaqueza de ánimo; y finalmente, la falta miserable de
todo lo que forma a los hombres, esto es, racionales, políticos y útiles para
sí y para la sociedad. (I: 71-72)

Pese al resultado desfavorable para la postura de Ginés de Sepúl-


veda en la polémica que éste sostiene en Valladolid en 1550 contra
Bartolomé de las Casas respecto a la justicia de la conquista y la na-
turaleza de los habitantes del nuevo mundo, en el siglo xviii los
18 Véase Baegert 3 y Barco XXXI.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 201
indios son de nuevo presentados a la manera de sus “homúnculos”,
especie de semihombres bestiales que según Sepúlveda carecían de
racionalidad y por ello, de cualquier derecho político. Los pocos
datos diferenciadores que Burriel reconoce entre los grupos indíge-
nas, se presentan en la sección de religión como curiosidades, y ya
que todos están relacionados con creencias similares a las del cristia-
nismo, concluye que lo más probable es que tuvieran un origen ex-
tranjero en los posibles náufragos habitantes de la península duran-
te años. Los indígenas no reciben ni siquiera el crédito por los rasgos
que hacían de determinado lugar un sitio distinto del siguiente.
Burriel parece haber terminado la lectura de cartas, relaciones e
informes provenientes de la península con la certeza (globalizante)
de quien cree haber entendido, saber qué era lo que pasaba en rea-
lidad, más allá de la contingencia y la colección de cotidianeidades
intrascendentes.
El tono de distancia y autoridad llama la atención. Ni siquiera en
los momentos en que responde a las críticas contra los jesuitas cam-
bia la inflexión de su escritura. Informa sobre temas centrales en el
debate sobre el supuesto enriquecimiento de la Compañía, desde
posiciones que proveerían material para nuevos ataques de los ene-
migos de la orden. Por ejemplo, asegura que habían sido los jesuitas
quienes habían pedido al rey la cancelación de los permisos para
sacar perlas (II: 172-181).19 Hacer esto equivalía a decir que no pro-
movían el desarrollo económico de los colonizadores o la Corona (la
cual no percibiría el diezmo por este rubro), y que de haber perlas
en la península los únicos que tendrían acceso a ellas, dada su pre-
sencia en la región, serían precisamente los mismos jesuitas. Burriel
parece no tener paciencia con los argumentos contrarios, pero sí
mucha confianza en el hacer de la orden, centrado no en lo que
ocurría en la península misma, sino en su contribución a la conser-
vación y expansión de un imperio español ilustrado y, secundaria-
mente, enfocado en la extensión de la cristiandad. La experiencia de
los jesuitas en California era, aunque tal vez ellos lo perdieran de
vista, parte de un proyecto mucho más amplio. Por ello, Burriel es-

19 Los sueños de Píccolo de una riqueza que iniciaría en cuanto llegaran habitan-

tes no-indígenas para explotarla se evaporan en el proyecto se oponía al deseo jesuita


de controlar en su totalidad lo que ocurría en la península. Atraer a personajes “em-
prendedores” para desarrollar un capitalismo incipiente (como ocurrió a mediados
del siglo) podía resultar, a largo plazo, contraproducente para los religiosos.
202 IVONNE DEL VALLE

cribe de la miseria de los indígenas, su reticencia al cristianismo y el


levantamiento pericúe que tantos problemas había causado a los
misioneros como si fueran simples accidentes que ocupaban un
puesto menor en su sistema discriminatorio, el cual no distinguía lo
que importaba (los jesuitas sirviendo de contención a ingleses y ru-
sos), de lo que no importaba (las vicisitudes cotidianas). La autoridad
del jesuita pasaba por alto todos los inconvenientes de los misioneros,
para renovar la urgencia de estar en California y, con esto, mostrar
el importante papel de la orden.
La Noticia de California es así un producto institucional, una obra
cuyo autor finalmente no importaba; Burriel la publica bajo el nom-
bre de Venegas a pesar de decir que la obra de éste había sido tan
sólo la base del nuevo trabajo (I: 19). El libro tiene un aire intelec-
tual y moderno. Está libre de referencias al demonio (que entorpecía
la labor de sus compañeros realizando trabajo de campo) (Píccolo,
entre ellos). En California —opinaba Burriel— no había más demo-
nio, ni nada tenía más poder que “el hambre y el apetito” que asola-
ban a sus habitantes (I: 97). Así, corrige y borra los contenidos en-
tregados por otros miembros de la Compañía, exhibiendo una gran
confianza en la cultura a la cual pertenece. El título mismo de la
obra, “noticia”, hacía referencia a sucesos de actualidad, a informa-
ción objetiva, y se alejaba de la “crónica” y lo que ante esta nueva
perspectiva era su selección indiscriminada de los sucesos que debían
ser registrados por la escritura histórica.
Pese a su éxito internacional este texto corporativo (traducido al
inglés en 1759, al holandés en 1761, al francés en 1769 y al alemán
en 1770) convertido en la principal fuente de noticias sobre Cali-
fornia, es rebatido por otros jesuitas que a diferencia de Venegas y
Burriel habían vivido en la península.

otras representaciones

California era pues una entidad cargada, lugar de convergencia de


diversas problemáticas, escogida por Francisco J. Clavijero —uno de
los más reconocidos jesuitas de la Ilustración criolla novohispana—
para escribir la historia de un sitio en el que nunca había estado
(Historia de la Antigua o Baja California, 1789). Para los jesuitas en
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 203
general era un sitio tan significativo que todavía en el siglo xx, pue-
de verse el peso del fracaso de este proyecto misionero en la actitud
de Gerard Decorme, historiador de la orden, quien ironiza sobre el
contraste entre el “exceso” de “historias y documentos de estudio”
motivados por la idea de un sitio “de misterio e ilusiones”, y lo que
en realidad era la “poca importancia” de tierras áridas y prácticamen-
te sin habitantes (1957: 91).
La expulsión de los jesuitas en 1767 y la polémica en torno a la
naturaleza de América (en la cual participó Clavijero),20 añadieron
nuevas perspectivas que cambiaban el panorama de lo dicho ante-
riormente. Quienes escribían sobre California sabían que cualquier
línea, aunque mínima, podía ser leída en otro sitio cuyo distinto
contexto podía otorgarle un nuevo significado e intención. Este es-
tado de alerta, debido a la integración de California a las redes de
consumo de una nueva literatura, no tenía precedentes en los textos
producidos por los jesuitas de Sonora y Nayarit.
Irónicamente el resultado de tanta escritura no es una California
cada vez más reconocible; por el contrario, la producción de un
significado uniforme parece estar en sentido inversamente propor-
cional a dicha profusión. Finalmente, como veremos, lo que queda
de dichas representaciones es una entidad nómada y errante que
20 Sería interesante revisar estas obras a la luz de la llamada “polémica sobre el

nuevo mundo” suscitada a raíz de los libros Historia Natural (1747) de George-Louis
Leclerc, conde de Buffon; y las Investigaciones filosóficas sobre los americanos (1768) de
Corneille de Pauw, en los cuales América y sus habitantes son catalogados ya como
inmaduros e inferiores respecto a los del “viejo mundo” o bien, como degenerados,
pero igualmente inferiores. Los tres autores jesuitas aquí revisados (o los cuatro pen-
sando en Venegas y Burriel separadamente) conocían la polémica y participaban en
ella, aunque no de modo absoluto, en la medida en que no escriben para responder
a estos autores, como hace Francisco Javier Clavijero, por ejemplo. En todo caso, tal
tema está fuera del alcance de este trabajo. Sin embargo, es importante notar que el
libro de Baegert habría aportado bastante material a los libros que estigmatizaban a
los hombres y la naturaleza de América. El determinismo geográfico y climático de los
autores mencionados es también parte importante de la tesis del jesuita, quien tiene
sobre los californios opiniones similares a las de Buffon sobre los habitantes del nue-
vo mundo. Baegert además hace comentarios y distinciones entre grupos nacionales
que, en una jerarquía descendente iban del norte de Europa a la Europa mediterránea
y luego a los hombres americanos, entre ellos los indígenas en el último peldaño. Para
una revisión de los libros de Buffon y de Pauw y las respuestas que provocaron tanto
en América como en Europa, véase: Antonello Gerbi, The Dispute of the New World
(Pittsburgh, University of Pittsburgh P., 1973), David Brading, Orbe indiano, cap. xix
“Historia y filosofía”, y cap. xx “Patriotas jesuitas” (México, Fondo de Cultura Econó-
mica, 1993), y Jorge Cañizares-Esguerra (2001, 2006).
204 IVONNE DEL VALLE

muda constantemente. Aquí examinaré las obras de Jacobo Baegert


(Noticias de la península americana de California, 1772), y de Miguel del
Barco (Historia natural y crónica de la Antigua California, 1773-1780)
escritas para rebatir el proyecto de Burriel arriba analizado, pero
antes explicaré el contexto de su escritura.
Hacia mediados de siglo, el entusiasmo de Francisco M. Píccolo
en 1702 había disminuido notoriamente entre los jesuitas. La rebe-
lión de 1734 en el sur de la península los había obligado a abandonar
las misiones de esa zona, que apenas fueron reinstaladas tres años
después y con muchas precauciones, ya que en los años siguientes al
levantamiento hubo varios connatos de nuevas rebeliones. Los esfuer-
zos por mantener cierta presencia en el sur impedían al mismo
tiempo el avance hacia el norte. Después de la rebelión, los proble-
mas se habían agravado al punto de que en 1745 Cristóbal de Escobar,
provincial de la orden, escribe un informe al rey notificándole que
la colonización de California por españoles resultaría “imposible” en
esos momentos (Decorme, 1941: II: 530). La falta de comunicación
por tierra con Sonora (el lugar más cercano a la península), la insó-
lita escasez de recursos, un sistema agrícola todavía precario y la
dependencia de fondos de particulares, eran todos obstáculos que
sumados a los indígenas, habían ido dificultando la empresa. Unos
cuantos años más tarde, en 1766, la orden solicita permiso al virrey
para dejar las misiones de California. Pedían que cuando menos se
les permitiera dejar las del sur de la península. La petición se hace
en parte para acallar las críticas sobre el supuesto enriquecimiento
de la compañía, pero también para terminar —como dice Miguel del
Barco— con el “manantial perenne de pesadumbres y trabajos” que
el sur siempre les había significado (331-332). El mismo misionero
señala la ironía de que esta área, con la tierra más fértil en toda la
península, fuera también la más “fecunda de desazones, pesadumbres
y trabajos” (313).
Las quejas de los jesuitas respecto a los habitantes de la zona sur
(pericúes, coras, guaycuras) son constantes; sin embargo, el territorio
de los del norte (cochimíes) resultaba menos fértil y apto para formar
poblaciones,21 de manera que muchos de los viajes de reconocimien-
21 También en esto hay contradicciones. En contraste con lo que Jacobo Baegert

dice de los guaycuras, Javier Bischoff, el misionero predecesor de Baegert en la misión


de San Luis Gonzaga le escribía que los guaycuras de dicha misión eran mejores que
los cochimíes norteños (Nunis, 221).
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 205
to de los misioneros en su búsqueda de entradas más al norte (hasta
la desembocadura de los ríos Gila y Colorado), eran agotadores
puesto que en zonas bastante extensas no había lugares adecuados
para el establecimiento de misiones.
Por otro lado, las dificultades estaban presentes en todo territorio
de misiones. Eran, de hecho, parte de su atractivo para personas que
buscaban servir a Dios en condiciones extremas. Ésas eran las pruebas
a las cuales aspiraban los misioneros. Cuando a Jacobo Baegert se le
informa en México que partiría a la misión de California, por ejem-
plo, dice que él mismo la habría escogido de habérsele permitido,
pues de todas las misiones de la provincia mexicana California era la
que en su imaginación se acercaba más a una misión y al trabajo que
él había esperado desde Europa (Nunis, 86). En la apreciación de
Baegert, California era el lugar ideal para el emplazamiento de la
voluntad y la energía misionera, y sin embargo, al llegar ahí la desa-
zón del misionero es mayúscula. Indígenas “difíciles” había en mu-
chos lados y, sin embargo, la frustración de los jesuitas en California
estaba relacionada con ellos, lo que lleva a preguntarse en qué con-
sistía la dificultad de los californios, quienes, según Baegert, privaban
a los misioneros no sólo de toda comodidad temporal sino, aún peor,
de toda posibilidad de “consuelo espiritual”, dejándolos así en un
constante estado de penuria y abandono (Nunis, 165). Como vere-
mos a continuación, Baegert quiere anteponer esta imagen fuerte-
mente negativa al optimismo de Burriel en su representación de
California. En el caso de Miguel del Barco se trataba de devolver a
la experiencia de California (el lugar, sus habitantes y los jesuitas que
ahí habían vivido) la última palabra sobre lo que debía ser la imagen
de sus territorios.
Si tanto Baegert como Barco quieren desmentir a Burriel (el “po-
deroso cortesano” como le llama Cañizares-Esguerra, 2001), lo hacen
con estilos distintos, casi opuestos.22 Barco —muy por el contrario del
estilo escandaloso del segundo— se retrae a trabajar en el anonimato,
agregando silenciosamente a los huecos y los errores de la Noticia
aquello que le hacía falta o la hacía decir cosas “contrarias a la verdad”
(195). Barco intenta terminar la larga jornada de ediciones y correc-
ciones que con los informes producidos por los jesuitas en California
habían llegado a Venegas en la ciudad de México para pasar a manos
22 Aunque escriben alrededor de los mismos años, ninguno de los dos conoce la

existencia de la obra del otro.


206 IVONNE DEL VALLE

de Burriel en Madrid. Treinta años después de haberse publicado la


obra de Venegas, este jesuita proveniente de California escribe con-
cienzudamente desde Bolonia intentando cerrar el círculo, contando
la verdad absoluta y corrigiendo hasta los errores insignificantes en
páginas que aspiraban a ser agregadas anónimamente a las del texto
de Venegas-Burriel. El manuscrito, sin embargo, fue archivado duran-
te años hasta que contrariamente a las expectativas de su autor, es
publicado por separado como Historia natural y crónica de la antigua
California, texto profuso en correcciones, que revisan párrafo por
párrafo, línea por línea, marcando los grados, el año, los nombres,
todo aquello imperfecto o equivocado en Burriel según Del Barco.
Obra seria y meticulosa, observante de los detalles mínimos, que hace
pensar en el epíteto de “viejo escrupuloso” con que Clavijero se re-
fiere desdeñosamente a su autor (Barco XXXI). Esta forma de pro-
ceder contrasta con la irónica monografía de Baegert.
En Barco se nota a veces la nostalgia, los signos de cierto afecto
por el lugar y sus habitantes. Sus comentarios pueden llegar incluso
al relativismo cultural. Para este jesuita, por ejemplo, tan válida era
la escritura en tanto fuente de información, como la oralidad indí-
gena. En asuntos de su historia y todo lo que les concernía, la prima-
cía la tenían los indígenas, gesto inusitado en la historiografía del
siglo xviii que no tomaba en cuenta los relatos indígenas (Cañizares-
Esguerra, 2001: 2). Barco, contrariamente a esta tendencia, refuta la
hipótesis de Burriel comentada anteriormente sobre el origen extran-
jero de las creencias religiosas indígenas en razón de que de ser
cierta, dice Del Barco, los indígenas tendrían alguna memoria de los
forasteros y como no la tenían, la opinión de sus compañeros jesuitas
debía ser descartada (215). Sin escándalo, se apega a la lógica del
lugar y desde ahí corrige frase por frase los errores de la Noticia o le
agrega aquello que le hacía falta.
A pesar de los aspectos positivos que desde una perspectiva actual
puede tener la obra de Barco, la de Baegert es más interesante por
su carácter inusitado. La atención al detalle y lo nimio de la obra de
Barco tiene su espejo contrario en Baegert, quien también iba por
el detalle mínimo siempre y cuando éste se inscribiera dentro del
significado de la decepción, cuando permitiera apreciar la enorme
diferencia entre un imaginario respecto a “lo salvaje” y el salvajismo
real. En cierto sentido, Baegert intenta enfrentar a Europa (y enfren-
tarse) con este imaginario, que una vez materializado no resultaba
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 207
ni glamoroso, ni interesante. Él había deseado trabajar en misiones;
de no habérsele ordenado este destino, habría igualmente escogido
a California y sin embargo, ya ahí se sentía “doblemente engañado”,
“cruelmente engañado”, como creía debían sentirse todos los “ino-
centes” misioneros. Engañados porque aunque desde Europa podía
tenerse una imagen romántica del misionero descalzo y durmiendo,
como dice, sobre pieles de tigre, esta imagen iba unida a la fundación
de comunidades entre gente vestida a la que se podía decir misa,
pero en California esto era imposible (Nunis 156-157). Una realidad
peor, más díficil y desolada que cualquier imagen europea. Europa
—decía Baegert— no tenía capacidad para imaginar la verdad.23
Si para Barco la California que emergía de la Noticia de California
de Burriel era efecto de una serie de confusiones, errores de perspecti-
va que él corrige “por honor a la verdad” (195), para Baegert la Cali-
fornia resultante del libro de Venegas-Burriel era simplemente efecto
de un estilo nacional. Los españoles gustaban, según Baegert,

de escribir tomos gruesos y llenarlos algunas veces con toda suerte de des-
cripciones y datos innecesarios, traídos por los cabellos y exagerados por
medio de palabras rimbombantes (4)

El trabajo de reducción y corte hecho primero por los ingleses y


luego por los franceses (él revisa una edición francesa del texto de
Burriel) era todavía insuficiente para contrarrestar la atmósfera car-
gada que cubría a esta California. El cometido de Baegert era escribir
únicamente sobre la península sin llevar a la escritura nada ajeno a
ella. Y aquí es clara la ironía sobre el marco científico-imperial que
le había dado Burriel. A la California excesiva y pesada de los espa-
ñoles antepondría el dato escueto, afirmación por medio de la cual
su obra se presenta como “limpia” de contexto, no partícipe en nin-
guna otra discusión; colección de datos supuestamente objetivos con
los cuales el lector iría entramando la historia. Para escribir no utili-
zaría además ningún otro texto, sino simplemente su experiencia,
como si se propusiera “limpiar” y echar por tierra la burocrática y
cansada tarea detrás de la obra de Venegas-Burriel de leer y releer
documentos para elaborar nuevos documentos que a su vez serían
leídos y vueltos a modificar.

23 Para otra discusión sobre las profundas dudas de los misioneros respecto a su

labor, véase Hausberger, 1996: 64-65.


208 IVONNE DEL VALLE

En Alemania, en donde se decía asediado por muchas personas


con preguntas relativas a su experiencia, Baegert inicia su respuesta
proponiendo una marcada reducción de expectativas:

Todo lo concerniente a California es tan poca cosa, que no vale la pena alzar
la pluma para escribir algo sobre ella. De miserables matorrales, inútiles
zarzales y estériles peñascos; de casas de piedra y lodo, sin agua ni madera;
de un puñado de gentes que en nada se distinguen de las bestias si no fuera
por su estatura y capacidad de raciocinio —¿qué gran cosa debo, qué puedo
decir? (3)

El modelo se repite constantemente. De su libro, el lector no


podía esperar “grandes portentos de la naturaleza, ni acontecimien-
tos o sucesos de importancia” (6); Loreto, la “gran” misión jesuita,
nunca había sido mejor que una humilde lechería suiza (158). El
texto se construye a base de desviaciones repentinas a las que se ve
obligado por falta de materiales para escribir una historia “normal”.
Como los indígenas no sabían nada de “policía y religión”, él conta-
ría pequeñeces y “usanzas de otra índole” (119). No todo era exac-
tamente lo esperado, las categorías no embonaban y por lo tanto
obligaban a una pausa para buscar otra salida. Sorpresivamente tam-
poco el martirio era tal en California. La muerte de Tamaral y Ca-
rranco durante la rebelión de 1734, se reducía a eso: su “muerte”,
porque “entre gente como los californios y en un país como el de
ellos” no podían ocurrir acontecimientos que “merecieran ser pre-
gonados y transmitidos a la posteridad” (193).24 Y sin embargo, con
la nadería de estos materiales Baegert escribe un libro insólito entre
la producción jesuita.
Su mirada —como dije antes— fija la atención en el detalle; pero
en detalles de distinta naturaleza respecto a los que interesaban a
Barco. Se escribía no de los grados de la correcta ubicación de tal o
cual sitio, o del año en que había ocurrido algún acontecimiento,
sino de aquellos que resaltaran el horror del lugar. Así, paradójica-
mente (puesto que escribe “de nada”) su obra es producto de una
estética del exceso. En un pasaje en que relata el abrumador calor
de la región repitiendo una y otra vez la palabra sudor, como si qui-
siera que éste traspasara sus páginas y transmitiera su efecto incómo-
do al lector (17-19). Además en California abundaban también las

24 Véase el capítulo 3 para información adicional sobre Carranco.


BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 209
alimañas, de entre las cuales asegura haber matado “en 13 años…
más de medio millar de alacranes” (55). La cantidad de espinas re-
sultaba también “asombrosa” al grado que decide contar las que
había en una sola rama: aproximadamente 1 680, cantidad que le
lleva a imaginar cuántas habría en cada planta

Muchas tienen sesenta, setenta o más ramas; cada rama tiene el mismo grue-
so de abajo hasta arriba, braza y media de largo y de arriba a abajo está
uniformemente cubierta de espinas, agrupadas de diez en diez en pequeños
haces y dentro de estos en perfecto orden y en todas direcciones, como una
rosa de los vientos. Estos haces colocados sobre las costillas que separaran
las estrías, como el cardón, de modo que resulta, después de hacer la cuen-
ta, que una sola mata tiene más de un millón de espinas (40-41).

Asumiendo su nueva situación, entre serio y divertido, Baegert


contaba espinas en un lugar desde el cual según él no podía haber
comercio con los ingleses —como acusaban los detractores de los
jesuitas— por la simple razón de que todo lo que ahí había eran
espinas y piedras (21). Sin embargo, con este humorismo negro los
esfuerzos por defender a la Compañía de sus atacantes quedan reba-
sados por imágenes que impresionan más que la defensa, desviando
el comentario de su fin. En este caso, las espinas de California hacían
olvidar la supuesta inocencia comercial de los jesuitas.
En las cartas escritas a su hermano desde la península y que luego
le servirían de fuente de información para su obra, Baegert repetía
las mismas quejas e información.25 Por ello es claro que la desolación
precede a la expulsión, no es una invención a posteriori creada para
asegurar la imposibilidad del enriquecimiento jesuita, sino la condi-
ción de la existencia del misionero. En todo caso, la expulsión y el
lugar de California en la polémica sobre los jesuitas, quizás no hizo
sino permitirle una mayor audiencia para repetir (aunque con im-
portantes variantes, como veremos más adelante) lo que venía dicien-
do desde su llegada a la misión de San Luis Gonzaga: California no
valía los esfuerzos que se le dedicaban.
Las palabras de Baegert buscan asombrar con la presentación de
la especie de museo de la miseria que desde su perspectiva era Ca-
lifornia desde su perspectiva. Tal empeño contrasta con la seriedad

25 Véase The letters of Jacob Baegert, 1749-1761 Jesuit Missionary in Baja California,

editadas y prologadas por Doyce B. Nunis, Los Ángeles, Dawson’s Book Shop, 1982.
210 IVONNE DEL VALLE

del museo americano que interesaba a Burriel. Sin embargo, si se le


compara con la California de Barco, el mundo físico y cultural pre-
sentado por Baegert tenía mucho del estatismo del museo. Por el
contrario, la de Barco es una entidad de cambios constantes, de in-
usitadas transformaciones (puesto que unas cosas cambiaban aquí y
otras allá, mientras que en otros sitios continuaban igual) ¿Cuál era
entonces la experiencia California? Según Barco, ahí toda etnografía
estaba siempre a punto de convertirse en historia. Las costumbres
que relataba ya no existían en las misiones más antiguas, tan sólo en
las más nuevas, aunque tal vez tampoco existirían ya en estas últimas
porque como informa, la mudanza era ahí cosa cotidiana. La lengua
cochimíe, por ejemplo, cambiaba según se avanzara hacia el norte
de manera que ni los mismos indígenas de dicho grupo podían en-
tenderla pasando de cierta latitud. Además, la pronunciación cam-
biaba en el lapso de pocos años, las cosas no se decían ya igual, por
lo que era difícil entenderlos a menos que se siguieran de cerca las
transformaciones (173-176). Muchas veces ni siquiera eso era sufi-
ciente porque los indígenas “acortaban” o unían palabras sin método
aparente lo que resultaba en múltiples idiomas particulares que cons-
tituían un reto a la intelegibilidad (225). Otro impedimento de un
mapa lingüístico estable era que muchos de los indígenas ya hablaban
castellano de modo que los habitantes de algunas misiones dejaban
de usar sus lenguas. Tal situación que parecería “increíble” a quien
supiera “lo que son indios” y que sin embargo, se iba extendiendo
en la península. Cualquier informe acerca de la lengua de aripes,
coras y uchites sería parte de un estudio sobre lenguas muertas pues
que dichas naciones habían dejado de existir y según Barco, era
probable que dentro de poco ocurriera lo mismo con los pericúes
(173-176).
Ubicar a los grupos indígenas también era complejo: muchas ran-
cherías había desaparecido en lapsos breves debido a enfermedades
o a consecuencia del castigo al levantamiento de 1734. A veces, po-
blaciones enteras eran trasladadas de un lugar a otro, alterando los
mapas conocidos. Si se pretendía hacer un mapa lingüístico y se
decía que el cora era una lengua del sur podía ser cierto para alguna
época, pero no más cuando muchos de los hablantes de dicha lengua
habían desaparecido y en su lugar había indígenas norteños o ha-
blantes de náhuatl, por ejemplo. Lo mismo ocurría con las misiones.
Una misión cambiaba de nombre o de localización: de un sitio pasa-
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 211
ba a otro; de un nombre cambiaba a otro… Tales cambios originaban
más cambios: informes sobre lenguas que ya no existían, colección
de datos sin vigencia para quien quisiera una imagen contemporánea
de la península, etc. El movimiento constante obligaba, según Barco,
al ejercicio cotidiano de estar al día.
El efecto de esta amalgama de cosas que fueron y ya no eran o que
eran, pero pronto dejarían de ser, es de confusión e inseguridad en
el conocimiento, sobre todo porque en el momento de escribir, Bar-
co llevaba entre cinco y 12 años fuera de California, y él había adver-
tido a sus lectores sobre la fugacidad de las cosas en la península.
El estatismo de una California que según Burriel esperaba la lle-
gada de piratas, ingleses, rusos, geográfos y naturistas, complicaba
por el rumor de una actividad incesante, muy al margen de los de-
signios que se le querían dar desde otras localidades. Quienes escri-
bían desde lejos, señalan las páginas y páginas de correcciones de
Barco, pero se equivocaban, decían cosas “impropias”, sin sentido,
aun cuando describieran cosas menores. En el libro de Venegas-Bu-
rriel, por ejemplo, se dice con ingenuidad que los niños arrancaban
mezquites, aseveración que sólo era posible para alguien que desco-
nocía los mezquites, plantas demasiado grandes como para que tal
acción fuera posible (396). Las dificultades de aprehensión descritas
por Barco contrastan con el carácter directo y tajante de las descrip-
ciones de Baegert.
Las contradicciones para hablar de California provienen en gran
medida, como ya he sugerido, de las dificultades para hablar de sus
habitantes. De las costumbres existentes antes, pero no más en el
momento de la escritura, de las culturas ya desaparecidas y las que
permanecían, de quienes parecían aceptar a los jesuitas y de quienes
no, ¿qué decir entonces que tuviera sentido? ¿qué decir cuando,
además, los misioneros nunca los conocían del todo? Segismundo
Taraval se quejaba, por ejemplo, de que durante la rebelión nunca
encontraban a los indígenas ahí donde los buscaban o que, para su
sorpresa, se rebelaban los grupos más queridos y quienes menos lo
esperaban, mientras que aquéllos de quienes desconfiaban se man-
tenían, por el contrario, fieles (110).26

26 Hausberger cita otro ejemplo de la marcada distancia entre misioneros e indí-

genas. “Yo”, dice un misionero, “no acabo de conocer a los indios, ni puedo afirmar
con certidumbre qué creen verdaderamente” (1996: 68).
212 IVONNE DEL VALLE

Si en la obra de Venegas-Burriel, California era una entidad supe-


ditada al arribo de Occidente (en las personas que irían a hacer
mapas, fundar ciudades, estudiar la naturaleza, extraer perlas), sin
que sus habitantes constituyeran otra cosa que una repetición moles-
ta, pero inconsecuente (con ellos o sin ellos, el proyecto era el mis-
mo) de lo que eran los indios en todas partes, las Californias que
surgen de las páginas de Barco y Baegert eran muy distintas. Para
Barco era imposible decir qué o cómo era California sin haber esta-
do ahí, sobre todo porque era un espacio donde no sólo el colonia-
lismo, sino las costumbres de los mismos habitantes implicaban
cambios constantes. Quizás porque el interés de Burriel en California
se debía a las ventajas que tal localidad presentaba para proyectos
imperiales y epistemológicos, Barco corrige este desequilibrio: Cali-
fornia y sus habitantes necesitaban estar presente (sin errores, men-
tiras u omisiones) para ser de verdad objeto de cualquier discurso
que los usara como pretexto o como ejemplo. Baegert por su parte,
refuta la California inflada de Burriel marcando no sólo lo inservible
de la península, sino también la imposibilidad de llevar el universo
occidental hasta ahí, cuando menos con las condiciones tecnológicas
que él conocía.
Como veremos, sin embargo, en el caso de Baegert la escritura le
permitía además explorar la serie de contradicciones que California
representaba para él, aunque no pudiera solucionarlos. En este sen-
tido, las diferencias entre las cartas escritas a su hermano desde San
Luis Gonzaga y la obra que a su regreso en Alemania escribe a par-
tir de ellas, iluminan la manera en que vivir “en el fin de la tierra”,
como él decía (Nunis, 113 ), podía afectar a un jesuita de manera
personal.

del fracaso evangelizador y civilizatorio


a la (im) posible etnografía de los guaycuras

Como he venido señalando, Jacobo Baegert es el escritor de la obra


más interesante sobre California y seguramente una de las más anó-
malas de toda la producción misionera colonial. Su excentricidad
proviene del lúcido pesimismo con que su autor considera los retos
de la península para cualquier proyecto occidental (fuera éste evan-
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 213
gélico, civilizatorio o simplemente capitalista). Ya que el salvajismo de
los guaycuras de San Luis Gonzaga no se debía a una voluntad per-
versa o degenerada, sino a la pobreza de recursos del lugar, el occi-
dente era ahí impracticable. Las “miserables condiciones del país”
eran las que obligaban a los indios —decía Baegert— a “vivir como
animales en el campo” (168). La miseria de California se reflejaba en
las costumbres de sus habitantes y en su pobreza lingüística (capítulo
5). En este sentido, California era un todo orgánico en el que toda
praxis cultural de sus habitantes se explicaba en razón del medio
ambiente. Por ello, a menos que cambiaran radicalmente las condi-
ciones del lugar (hidrográficas, climáticas, geológicas), sería imposi-
ble instaurar un universo distinto. Debido a esto, y al contrario que
Miguel del Barco, Baegert pensaba que los indígenas no cambiaban
en absoluto pese a la presencia y la actividad de los misioneros, y pese
a los cambios mismos. En California el mundo representado por los
jesuitas apenas tenía sentido, por lo que habría sido una ilusión vana
esperar que alcanzara en algún momento la hegemonía.
A este respecto, Baegert no se engaña: la violencia sostenía cual-
quier posibilidad de contacto entre ellos y los indígenas, quienes
“aceptaban” a los misioneros a falta de otra opción. La permanencia
de estos últimos se hallaba garantizada por la presencia de los solda-
dos que los custodiaban:

¿Y qué hará el Californio cuando vea que el misionero aparece por primera
vez ante él con cuatro o seis soldados a caballo; cuando continúe visitándolo
y empiece a vivir en su pueblo y decida ya no irse? El Californio no tiene
ningún poder contra él. (Nunis 204).27

La voluntad de cambiar a los indígenas de la Compañía de Jesús


tenía su contraparte en la claridad con que Baegert aceptaba lo tor-
cido de un “pacto” jesuita por el cual se violentaba el mundo de los
27 En el texto: “And what will the Californian do when the missionary appears for

the first time before him with four or six soldiers on horseback; when he continues to
visit him; when he takes up his dwelling in his village and decides not to go away from
there anymore? The Californian is powerless against him”. El hecho de que las cartas
hayan sido traducidas del alemán y el latín y publicadas en inglés, mientras que del
libro que reviso (Noticias de la península…) se hizo una traducción al español, ayudan
a distinguir en mis citas un texto de otro: la mayoría de las citas de sus cartas están en
inglés, mientras que las de su libro se hallan en español. De la misma manera, para
diferenciarlos, cito las cartas bajo el nombre de su editora, Nunis, mientras que cito
el libro de Baegert con su nombre.
214 IVONNE DEL VALLE

indígenas, mientras que al mismo tiempo se aceptaba que esta inter-


vención no tenía posibilidades de hegemonía.
Parte del pesimismo de Baegert se explica en razón de la profun-
da molestia provocada por la ausencia de datos para él inteligibles,
de rasgos compartidos entre su cultura y la de los indígenas, debidos
a la incapacidad material de una tierra de producir y sostener un
universo siquiera remotamente similar al suyo. Constantemente ase-
vera la dificultad comparar cualquier ciudad de Europa con Califor-
nia, ya que según él no había puntos en común que permitieran la
operación (Nunis, 127). La vida de la península y la del mundo del
que él provenía eran inconmensurables, y no permitían muchos es-
pacios para abordarlos de forma conjunta.
Por estas circunstancias es necesario considerar el sentido de la
escritura misionera, parte de un sistema colonial y que por ello debía
señalar los avances de un sistema (occidental) sobre otro, indicando
cómo se ganaba espacio a las prácticas indígenas por medio de la
territorialización de otras (vestido, vida sedentaria, matrimonio, etc.).
Como éste no podía haber sido el cometido de la escritura sobre
California, según Baegert, hay que preguntarse entonces cuál es la
función cumplida por la del misionero.
Entre los dos textos de Baegert —el corpus formado por las cartas
a su hermano y la Noticia de la península americana de California— se
observan sutiles, pero importantes diferencias. Las cartas, escritas
durante los 17 años que paso en la península, son un espacio íntimo
en el que es posible leer tanto la transformación del misionero como
sus reacciones más personales y emotivas (las dudas, el dolor) a su
vida con los guaycuras. El libro, por otra parte, escrito desde Alema-
nia cuando ya había readquirido control sobre sí mismo y su entorno,
hace a un lado la problemática personal (la intimidad de la confesión,
la desazón, la sorpresa) recurriendo a la ironía, figura que le sirve
para presentar todos sus temas, incluidos los referentes a Europa.28
La dudosa conversión de los indios es un tema recurrente en sus
cartas, en las que aparece en la forma de una confesión sobre la di-
ficultad personal que tal incertidumbre le provocaba:

28 El protestantismo alemán es un importante subtexto en la obra del misionero.

Este tema está ausente en las cartas que escribe durante su estadía en California.
Puede decirse que la experiencia en California se transforma para servir como material
de la lucha entre católicos y protestantes en su lugar de origen, sobre todo hacia el
final del libro.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 215
… ni cuando van a morir se puede saber de su conducta externa si están
mejor preparados para la confesión. ¡Por Dios que quisiera estar equivocado,
pero está es mi opinión! Me imagino que para Su Reverencia [su hermano
también era jesuita] no es ningún consuelo leer estas cosas, ¡pero qué tan
difícil debe ser experimentarlas y qué triste verlas con los propios ojos! Ore-
mos por estos indios, para que no se pierdan por toda la eternidad (Nunis,
217).29

Por este fracaso, el misionero cuestionaba la coherencia del pro-


yecto de misión, que en ocasiones le parece un sistema insustancial
seguido por inercia o costumbre, pero cuyos logros eran nada:

Durante el tiempo que están aquí [en la misión], uno dice Misa temprano
en la mañana; luego los deja decir la oración principal del dogma Cristiano,
después les explico alguno de estos dogmas, y luego los dejo ir. Desde la
iglesia salen corriendo sin ton ni son, tan rápido como pueden y van al
bosque a buscar comida. En la tarde regresan, si no se les olvida, y dicen el
mismo dogma Cristiano que en la mañana. Ésa es una vida lamentable (Nu-
nis, 154).30

De esta forma, la misión aparece como una experiencia forzada


en los indígenas (el misionero, cuya presencia está garantizada por
soldados, deja ir a los indígenas luego de la explicación), de la cual
debían escapar tan pronto como fuera posible (corriendo desorde-
nadamente) y obligados por sus circunstancias (buscar sus alimen-
tos). Los jesuitas repetían inútilmente un sinsentido confirmado con
las actividades de cada día por lo que —dice Baegert— o se aceptaba
que el cristianismo no era ahí sino un simulacro o se escribía una
nueva teología en la que fuera admitida esa manera de ser “cristiano”

29 “…even if they are going to die, you cannot tell from their outward behavior

that they are better prepared for confession. For God’s sake, I wish I am mistaken, but
this is my opinion! I can imagine that it is of no comfort for Your Reverence to read
these things, how hard it must be to experience them yourself, and how sad to see
them with your own eyes! Let us pray for these Indians so that they do no get lost in
eternity”.
30 “During the time when they are here, one says Mass early in the morning; then

one lets them say the main prayer of Christian dogma; then I explain to them some
of these dogmas, and afterwards I let them go. From the church they ran helter-skelter
as fast as possible into the woods to look for some food. In the evening they come
back if they do not forget about it and say the same Christian dogma as in the morning.
That is a pitiful life”.
216 IVONNE DEL VALLE

(Nunis, 168). El asunto de la vida “lamentable” permanece ambiguo,


puesto que aunque parece referise a la de los indígenas, la suya mis-
ma como partícipe y testigo de esta sinrazón tampoco parece más
agradable.
California suponía para Baegert un doble duelo: por el Dios que,
siguiendo a De Certeau, debía dejarse por la acción, para ir donde
“el salvaje” (1993); pero también por el Dios que no llegaba nunca
al mundo del salvaje. Si Dios no debía buscarse en el claustro y la
meditación privada —éste no era el método jesuita— tampoco apa-
recía en California. En este sentido, Baegert es tal vez el misionero
más preocupado por lo que para él es la imposible salvación de los
indígenas y por las implicaciones de esta negatividad en la acción
propia. Por eso, exige que quien lo lea comparta con él el dolor de
la incertidumbre de su situación. ¿Quizás no se servía así a Dios? y
entonces ¿qué hacían ellos ahí?, ¿cuál era la razón de toda la empre-
sa?, ¿cómo seguir escribiendo ante esta duda? pero al mismo tiempo,
¿cómo parar?.
Debido a la reiteración de esta falta fundamental (Dios no estaba
ni en la acción, ni donde el salvaje), Baegert parece concentrarse en
una profunda religiosidad privada: se excusa por los pequeños lujos
en su misión, acepta resignado el continuo descenso de su calidad
de vida, como si en el fondo, ésta fuera ahí una prueba de fe y tem-
perancia. De tal forma, la misión que obligaba a dejar a Dios —en la
forma del claustro y la religiosidad personal (De Certeau, 1993)— se
vuelve sobre sí misma en California. Desde su lejana ubicación res-
pecto a cualquier institución, y ante la inutilidad de sus acciones,
Baegert se concentra en su propia espiritualidad, como si el mundo
de afuera fuese tan sólo el escenario de sus tribulaciones.
En las cartas puede leerse además una progresión de dos aspectos
relacionados: por un lado, una creciente falta de confianza en su
cultura de origen en la medida en que se acumula en él el peso de
un hecho irrefutable: lo inadecuado de dicha cultura para su super-
viviencia. Sus saberes, cualesquiera que éstos fueran, resultaban
irrelevantes para ayudarle a sobrellevar las distintas catástrofes, pe-
queñas o no, de su misión (falta de alimentos, invasión de langosta,
lluvias torrenciales). Por otro lado, estaba la contundencia de la rea-
lidad de su nueva existencia (hambre, soledad, calor, serpientes y
alimañas dentro de su casa), vinculada a la continuidad del mundo
guaycura, pese a sus esfuerzos.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 217
Si en una de las primeras cartas —en el viaje de México a su mi-
sión— aseguraba que algunos alimentos (tamales, por ejemplo), los
dejaba tan sólo para momentos de urgencia, o que aunque comía
tortillas, el trigo era el alimento “propio” de los hombres (Nunis,
121), al cambiar las condiciones que le habían permitido la elección
y la afirmación de una superioridad, el misionero inicia un proceso
forzado de desaprendizaje. En este proceso, presente en las cartas,
asegura que “uno se acostumbra a todo”, desprendiéndose (aunque
no sin reticencias) de rasgos y actitudes de su cultura inoperantes en
su nuevo ambiente.
Este replanteamiento de sí mismo era un poco ambiguo acerca de
los indígenas matizando su desprecio hacia ellos en el libro. A pesar
de todos sus vicios y faltas, ellos sobrevivían en condiciones extremas
y lo hacían, además, desde una risa satisfecha: así, tan pobres y nece-
sitados de todo como estaban —dice Baegert— él no conocía a
ninguna otra gente con “tan buena disposición” hacia la vida y que
se rieran con tantas ganas como ellos (Nunis, 176). Esta disposición
de los indígenas era una anomalía (su actitud no era desdichada, por
el contrario pasaban los días contentos) que confundía al misionero,
pero que seguramente también lo obligaba a cuestionar sus propias
conclusiones: quizás entonces el único miserable ahí era él. Más
adelante volveré a esta discusión sobre los datos de tipo etnográfico
respecto a los guaycuras, pero antes quiero insistir en el proceso de
ajuste del misionero.
Pocos años después de su llegada, se ve obligado a aprender una
serie de tareas para sobrevivir en mejores condiciones. En sus cartas
pide recetas “útiles” que pudieran servirle en ese medio hostil y le
ayudaran en la conservación de los alimentos: cómo salar carne,
cómo hacer vinagre, cómo salchichas, caldos (Nunis 187). Sin em-
bargo, esta tecnología alimenticia que le parece urgente en 1755, es
rechazada por inservible en 1761:

… las recetas que su Reverencia me envió el otro día, y que yo le había pe-
dido, no me sirven. Ya porque no tengo las cosas necesarias o porque no las
puedo seguir por el calor u otra condición del clima de California. Ocurre
que no todo país puede soportarlo todo (Nunis, 214).31
31 “…the recipes that your Reverence sent me the other day, and for which I asked,

are of no service to me. Either I do not have the necessary things or I cannot follow
them because of the heat or other weather of the California. It is just that not every
country can stand everything”.
218 IVONNE DEL VALLE

De esta forma, el saber que le llegaba de Europa se convertía en


una colección de curiosidades sin ningún empleo en San Luis Gon-
zaga. En un extraño paralelo, Miguel del Barco relata cómo antes de
la llegada de los españoles, los indígenas habían encontrado en la
costa unas vasijas provenientes de un naufragio. Sin encontrar nada
que hacer con ellas, las colocaron en una cueva, donde las exhibían
a todos los interesados. Barco llama a esto su “museo de maravillas”
(392-393), una colección de objetos que, como las recetas de Baegert,
pueden ser consideradas como “instrumentos culturales inútiles,”
carentes de sentido en dicho lugar.32
Si Baegert vive en California un doble fracaso religioso y cultural
(no en todo país podían practicarse las mismas cosas, había conclui-
do), de regreso en Alemania hace la descripción etnográfica de los
guaycuras, en la que intenta borrar las huellas de la desazón que el
hacer indígena había dejado en él.33 En este sentido, la etnografía
de Baegert es el resultado del desencuentro radical entre dos uni-
versos.
James Clifford señala que uno de los mecanismos de creación de
significado en la escritura etnográfica consiste en postular una dife-
rencia resuelta posteriormente al ser presentada como variante de
una experiencia humana que puede adquirir múltiples formas (1986:
99). Así, la extrañeza producida por la descripción de una costumbre

32 Tomo la noción de Ignacio del Río, quien la utiliza para referirse a las prácticas

de los cazadores-recolectores desarticuladas por el establecimiento del régimen de


misiones. Para Del Río los desajustes provocados por los cambios introducidos por los
misioneros, desarmaron la base de subsistencia de los indígenas al grado de aniquilar-
los (1992). Las enfermedades son desde luego, parte de estos cambios. En el norte, la
viruela, el sarampión, y el tifus atacan duramente a la población al grado de que hacia
1740 habían muerto las tres cuartas partes de los 45 a 60 000 indígenas que habitaban
la península antes del “contacto”. En el sur, la represión de la rebelión pericúe de
1734 fue una de las causas más importantes de la disminución poblacional. Según
Clavijero únicamente una sexta parte de los indígenas sobrevivieron el castigo español
y hacia fines del siglo xviii los indígenas del sur habían dejado de existir culturalmen-
te (Rodríguez Tomp, 201-203 y 221). Extrañamente, Baegert no parece consciente de
estos cambios que redujeron la población a cuando menos la quinta parte durante el
periodo jesuita.
33 Utilizo la frase en una variante del sentido que le da Pratt y que discutí con

anterioridad (1986). Si en mucha de la escritura de viaje-colonial los viajeros no ven


a los nativos sino nada más las huellas (“scratches”, dice Pratt) dejadas por éstos en el
paisaje, en el caso de Baegert las huellas son evidentes en el estado de ánimo del
misionero mismo.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 219
“nativa”, desaparece cuando se le coloca en categorías cercanas a la
experiencia de los lectores. Si éste es uno de los presupuestos de la
etnografía, la escrita por Baegert procede en sentido inverso en tan-
to el marco descriptivo de las costumbres guaycuras (matrimonio,
educación, alimentación) postula una semejanza que posteriormente
resulta inexistente y artificial. En este sentido, Baegert se niega a
trascender o resolver la diferencia cultural. La distancia entre las
prácticas guaycuras y el marco de presentación resulta tan insalvable
que sus escritos exhiben la impropiedad epistemológica de la etno-
grafía, tanto como su voracidad (el intento de clasificar y codificar,
entender toda conducta humana): la de los californios era una socie-
dad única, impensable en los parámetros occidentales.
Ahí no tenía sentido hablar de matrimonio, familia, hijos, educa-
ción, en su concepción “tradicional”. Éstos eran todos conceptos
inoperantes, al menos como Baegert y sus lectores los entendían. Los
intentos de instituir el matrimonio cristiano no habían tenido ningu-
na consecuencia en la vida de los indígenas, por ejemplo, pero en
cambio habían hecho del sacramento cristiano un simulacro risible.
Según Baegert los californianos se casaban sin notificaciones y en el
instante menos esperado, sin banquete ni celebraciones —a menos
que, ironiza, el misionero se ofreciera a pagarlas— y al momento de
casarse, los nuevos desposados salían cada uno en una dirección
distinta.

Así como lo hacen el primer día de su matrimonio, así lo hacen al día si-
guiente y siempre en lo de adelante, es decir, siguen vagando el hombre y
la mujer por aquí y por allá, por donde a cada uno le venga en gana; por
semanas no viven juntos, sin ponerse para ello de acuerdo, sin permiso mu-
tuo. Con respecto a sus alimentos, el hombre no cuida de la mujer ni la
mujer del hombre, ni ninguno de los dos de sus hijos, si es que los tienen
ya un poco crecidos. Los dos cónyuges comen lo que tengan, cuando y don-
de lo hallen, sin preocuparse de la otra parte ni de los hijos (98-99).

Nada en la conducta de los nuevos “esposos” habría permitido


pensar que lo eran, su actitud respecto a las relaciones “extramarita-
les” era tan abierta, o eso se infiere de lo dicho por el misionero, que
también en este aspecto carecía de sentido pensar en términos de
marido y mujer. Aun así, Baegert continuaba casándolos, por lo que
habría que preguntarse qué había pasado con el vínculo cristiano del
matrimonio y el papel de la Iglesia como su regulador.
220 IVONNE DEL VALLE

En este caso puede pensarse en el concepto de imitación de Homi


Bhabha (“mimicry”, 1983), aunque aquí no en tanto estrategia colo-
nizadora que obligaba a los colonizados a imitar el ejemplo del co-
lonizador —como señala Bhabha— sino como desliz de la ingeniería
social colonial. Según Bhabha, la imitación es un recurso colonial
cuya eficacia consiste en negar al colonizado la total pertenencia, la
“ciudadanía” en igualdad de términos: ahí donde este último “imita-
ba” mejor al colonizador, se manifestaba su falla puesto que era como
el colonizador, mas nunca “del todo”.34 En la medida en que lo imi-
tado estaba formado por objetos fragmentarios en los que el todo de
la experiencia no estaba disponible (se podía imitar el lenguaje del
colonizador, pero no se permitía a los nativos practicarlo en los mis-
mos espacios) el efecto producido era el de la farsa. En este caso, sin
embargo, el poder colonial y sus instituciones habían devenido una
farsa de efecto cómico, cuyos resultados minaban su propia autoridad
al estar fundados por prácticas y objetos erráticos e incoherentes (los
indígenas se ponían el anillo y se casaban, pero no llevaban una vida
conyugal).
En cuanto a la educación de los jóvenes, la conducta de los guay-
curas también era motivo de perturbación para el misionero: los pa-
dres nunca se hacían responsables de sus vástagos quienes circulaban
por el grupo libremente y sin amonestaciones de ninguna especie:

Nada hay que cause menos molestias o preocupaciones a los californios que
la educación de sus hijos. Toda la crianza se concreta a alimentarlos mientras
no sean capaces de buscarse su sustento por cuenta propia, es decir, de desen-
terrar raíces, atrapar ratones y cazar serpientes. Una vez aprendido todo esto
y tan pronto como tengan fuerzas suficientes para ello resulta lo mismo para
los jóvenes californios tener padres que no tenerlos, porque pueden hacer
lo que quieran o portarse de la manera que les convenga, pues de sus padres
no tienen que esperar o temer ni enseñanza, ni advertencia, ni cuidado, ni
castigo, ni órdenes, ni preceptos, ni mohínas, ni buen ejemplo (101).

Baegert, que en algunas ocasiones utiliza en su libro el ejemplo


de los indígenas para recriminar a Europa sus excesos,35 no tenía en
34 Aquí es pertinente recordar el desconocimiento de Philipp Seggeser al cristia-

nismo de Arisbi, el profeta de Moctezuma en Sonora (capítulo 3).


35 En su actitud se puede adivinar un proceso semejante a lo que ahora se conoce

como “choque cultural”. Después de todo, volver a Europa debió haber representado
un cambio enorme para el misionero que se hallaba de nuevo ante un universo de
exceso y derroche respecto a la absoluta frugalidad de California.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 221
cambio ninguna simpatía por este aspecto que le recordaba al “buen
salvaje” literario de J. J. Rousseau, cuyas ideas rechazaba. El “salvaje”,
materializado en California, no podía fundar una mejor sociedad;
era, de hecho, la antípoda de cualquier intento de educación, disci-
plina y civilización verdadera.
Las secciones acerca de la alimentación son especialmente impor-
tantes porque le hacen olvidar la organicidad y lógica que él mismo
había postulado antes en la vida de los guaycuras. En estos apartados
destaca también la desconexión entre marco epistemológico y con-
tenido. Las frases con una intención poco clara se repiten constan-
temente sin que el lector esté seguro de si quería divertirse y diver-
tirlo con la inserción de información obvia o fuera de lugar. Hace,
por ejemplo, una “clasificación” de los alimentos, en la que agrupa
en la primera clase a las raíces; en la segunda a las semillas y legumi-
nosas; en la tercera, a “todo lo que es carne o tiene cierta semejanza
con la carne”, incluidas las ratas, orugas, gusanos y lagartijas; en la
cuarta incluye “inmundicias y todo lo que pueda masticar una den-
tadura y digerir un estómago” como carne podrida y engusanada o,
como había visto, suelas de zapatos (90). Más adelante señala “hasta
aquí hemos hablado de los ingredientes de la cocina y despensa ca-
lifornianas; ahora es tiempo de decir algo también de su arte culina-
rio” (93), y hace una nueva lista, un nuevo itinerario de incongruen-
cias que si bien pueden tener cierta comicidad, remiten sin embargo,
a un ánimo intranquilo ante la existencia de un universo semejante.
Los californios, dice, comían la carne semicruda, luego de apagarle
el fuego tirándola en el polvo; o la ataban a un hilo para, después de
masticarla, volver a sacarla y repetir la operación.
Si todo sistema culinario está vinculado a una cultura que organi-
za el mundo de una manera única (Fischler, 281), el problema que
enfrentaba Baegert al describir la “cocina californiana” tenía que ver
con los alimentos y los procedimientos específicos descritos, pero los
rebasaba. La manera de los indígenas de alimentarse revertía profun-
damente el orden que Baegert veían en el mundo. Los alimentos
“equivocados” de los californios, su manera “ilógica” de comer, lo
enfrentaban con un universo y una humanidad insospechada y que
dentro de sus parámetros no debía existir. Pese a su desesperanza,
éste era el universo cuya materialidad contrastaba con la ausencia, la
fantasmagoría del orden occidental. David Weber ironiza sobre el
hecho de que el imperio español llamara suyos territorios e indígenas
222 IVONNE DEL VALLE

a los que no conocía (12); en el caso de las notas de Baegert es eviden-


te que en ocasiones ni aun lo que se conocía podía ser considerado
parte integrante del imperio español o la civilización occidental.
Por ello Baegert no produce etnografía, o en todo caso produce
una etnografía tragicómica.36 Su intentar sostener un sistema donde
no lo había crea un mosaico de ironía, dolor y comicidad al que se
adicionan datos de carácter etnográfico, en un texto que aunque
supuestamente pretendía presentar la verdad tal cual era (a diferen-
cia de las “extravagancias” de los españoles), no parecía aspirar a ser
una obra científica, ni a la seriedad común al tratar dichos temas. Al
desprecio por los californios se une su autoironía, ¿o de qué otra
forma se puede interpretar su insistencia en casar a los indígenas
cuando se daba cuenta de que no tenía sentido?, ¿y su terquedad en
hablar de “arte culinario” y “despensa” para un entorno ajeno a estos
referentes cuando hacerlo no era sino pretender lo mismo que él
había calificado de imposible, es decir que toda práctica fuera viable
en todo país? Y, puesto que los guaycuras tenían la mejor disposición
ante la vida y se reían con verdaderas ganas, no es tan claro si la
tragedia radicaba en su miserable destino o en el de misioneros obli-
gados por la obediencia a continuar una labor inútil.
Aunque indirectamente, sus páginas son así, una crítica al afán
universalizante del “Orden” del siglo xviii productor de taxonomías,
catálogos y categorías en las que cabía todo el mundo y sus objetos.
Intentar sostenerlo en California tenía resultados disonantes: o su
estructura era una violencia que se adaptaba a la vida en el lugar, o
California era el sitio en el que dicho orden perdía su efectividad.
La desesperanza e incredulidad de Baegert en cambio no se halla
en Miguel del Barco, quien sostiene que la lógica misma del lugar la

36 Pese a reconocer que la obra de Baegert está dominada por la desilusión y las

opiniones negativas hacia los indígenas, Hans-Jürgen Lüsebrink resalta por qué se le
ha considerado un importante precusor de la etnografía moderna. Habla, por ejemplo,
de la “precisa capacidad de observación” del misionero y del hecho de que toda su
negatividad no disminuye “de forma sustancial el valor de sus observaciones etnográ-
ficas”. Si es absolutamente cierto que los datos proporcionados por Baegert son utili-
zados actualmente en estudios sobre Baja California; por otro lado, no creo que
pueda decirse que la obra de Baegert, quien no parecía hablar con los indígenas, sea
resultado de una capacidad de observación inusitada. Sus 17 años entre ellos serían
suficientes para explicar el conocimiento mostrado en su obra, e incluso para señalar
lo poco que en realidad conocía respecto al aparato ideológico-religioso detrás de la
vida guaycura.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 223
que llevaba a los californios a hacer las cosas y no una naturaleza
depravada o inferior. Por extraña que le resultara esa costumbre,
siempre presentaba una explicación que la justificara. Barco se niega
sistemáticamente a leer las prácticas de los californios con la óptica
de su propia cultura. Los dos sistemas eran distintos, no legibles con
los mismos códigos. Así, los indígenas comían las cosas crudas porque
no tenían utensilios para cocinarlas, tiznaban a los hijos con carbón
(aunque parecieran “diablitos”) para protegerlos de las inclemencias
del tiempo, comían gusanos porque eran de “mucho sustento” y para
sus paladares suaves y mantecosos. Incluso un hábito que a Baegert
habría parecido aberrante —lavarse con orines— encuentra en Bar-
co la ventaja de “ser muy provechoso para los ojos”; quizás los indí-
genas debían a esto, sugiere, la agudeza de su visión (204).
Una anécdota sobre padre Francisco M. Píccolo ilustra las diver-
gencias entre ambos misioneros. Al escribir sobre la cocina califor-
niana, Baegert se disculpa por lo que va a contar, explicando cómo
para aprovechar las semillas de las pitahayas, los indígenas las comían
después de haberlas evacuado:

Aquí pido permiso hasta a mi más humilde lector para agregar algo verda-
deramente atroz y asqueroso como quizás no se haya sabido nada parecido
de ningún pueblo del mundo; lo relato porque es la mejor evidencia no sólo
de la miseria de los californios, sino también de su voracidad y de la inmun-
dicia en que viven (92).

Para Baegert, la costumbre marca a los indígenas, los deshumani-


za: comen lo absolutamente no-comestible; la práctica no sólo es
asquerosa sino “atroz”, rebasando en su imaginación el terreno de la
higiene y pasando al orden moral. Si él la relata a pesar de sus reti-
cencias, es porque cree que el pasaje serviría para dejar totalmente
asentada la naturaleza de los californios. Barco, en cambio, se refiere
a la práctica con el nombre juguetón que le daban los españoles, “la
segunda cosecha de pitahayas”, y agrega una anécdota que quita al
hábito alimenticio la gravedad con que Baegert lo reviste. Sin saber-
lo, Píccolo había aceptado esta comida de sus feligreses, error que,
según Barco, había sido motivo de “diversión” para los jesuitas que
visitaron al ingenuo misionero (205). Aunque para Barco éste era un
hábito seguramente “nunca oído de otra nación”, al otorgarle este
marco ligero, protege a la costumbre indígena de juicios más severos.
De la misma forma, menciona las ocasiones en que algunos misione-
224 IVONNE DEL VALLE

ros no tenían que comer o debían resignarse a comer carne “rancia”


(306). En California todos salían de una u otra forma contaminados
y Barco lo podía decir sin mayores problemas.
Paradójicamente, Barco, quien al parecer opuso menos resisten-
cia, emerge finalmente menos “afectado” de la experiencia. Las ca-
tegorías de Baegert en cuanto a lo comestible y lo no-comestible eran
absolutamente rígidas independientemente de las circunstancias.
Para el mucho más flexible Barco, sin embargo, si las barreras entre
ambas culturas eran porosas, no por ello eran endebles. La nostalgia
y el cariño que se leen en sus páginas muestran a un sujeto extrañan-
do un lugar cuyo contacto había perdido, pero que (aunque con
afecto) había quedado debidamente relegado y ordenado en el ar-
chivo de la memoria. En cambio, el humor negro de Baegert, su
ironía mordaz, hacen pensar que aunque ya en Europa, el misionero
seguía debatiéndose, discutiendo con fantasmas cuya lejanía no le
permitían, sin embargo, ninguna tregua.
En la medida en que la escritura de Baegert dice sobre sí tanto
como sobre los guaycuras, la etnografía se convierte no en la descrip-
ción de un grupo sino (de nuevo, como señala Clifford, 1986a: 2) en
el lugar del cruce de culturas, el sitio donde ambas se relativizan. Y,
del encuentro occidental con los guaycuras no podía esperarse sino
un resultado tragicómico como el presentado por el misionero.

la ciencia y la auto-preservación occidental

Max Horkheimer y Theodor Adorno consideran que la ilustración


significó el fin de un tipo de mimesis. La mimesis de la que se aleja-
ba la epistemología ilustrada era precisamente la de la imitación
orgánica que Baegert lee en la vida de los guaycuras: la de una praxis
y una lengua que seguían los lineamientos del ámbito natural en el
que se habitaba. Si por un lado, tomando en cuenta las características
del entorno, las costumbres indígenas eran totalmente lógicas (en
un lugar escaso de recursos seguían una economía alimenticia de un
aprovechamiento máximo, por ejemplo); por otro, esta “reducción”
a prácticas que permanecían en el mismo nivel que la naturaleza, era
una marca de salvajismo para la mente ilustrada. Al hombre civiliza-
do lo distinguía, por el contrario, su capacidad de levantarse por
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 225
encima de este supuesto orden natural, y asumir el control de su
entorno. Al sugerir que la mimesis ilustrada es una mimesis “perver-
sa”, Adorno y Horkheimer se refieren al hecho de que para este
programa, la ley es una represión ligada al lenguaje que crea textos
“imitables” no sólo libres de toda influencia del mundo sensible sino,
sobre todo, opuestos a él (10). La perversidad radicaba en los enre-
vesados procedimientos por los que el hombre se obligaba a sí y a la
naturaleza a dejar el espacio “natural”.
Para ambos pensadores, la ilustración representa un esfuerzo
máximo para vencer tanto el miedo provocado en el hombre por las
fuerzas naturales, como las mitologías mediadoras (supersticiones,
creencias religiosas) entre el ser humano y la naturaleza. Para vencer
este miedo y escapar del pensamiento mágico, la Ilustración desen-
canta a la naturaleza y la antropomorfiza para adquirir maestría sobre
ella. De esta forma, el hombre dejaría de estar a merced de su entor-
no que, por el contrario, sería transformado con el objetivo de ha-
cerlo servir al ser humano. El fin de esta segunda forma mimética es,
en este sentido, práctico: el dominio sobre la naturaleza interesaba
sólo como medio de lograr el objetivo, único, de la autopreservación
(25). Pese a la seriedad de la indagación científica e histórica llevada
a cabo durante esta época, Adorno y Horkheimer concluyen que esta
episteme no buscaba la verdad sino la efectividad. Por ello, poder y
conocimiento funcionan prácticamente como sinónimos: la verdad
es así un efecto del poder y el poder es resultado del manejo intere-
sado de un conocimiento construido a partir de las verdades permi-
tidas por dicho poder. Mimesis tautológica que era, sin embargo,
funcional (19-20).
Por su parte, Edward Gibbon en su Decline and Fall of the Roman
Empire (1776-1789), propone esto mismo que Horkheimer y Adorno
concluyen respecto a la Ilustración: la necesidad de transformar el
mundo de acuerdo con un diseño proporcionado por el hombre. En
el ejemplo de Gibbon, la dirección y la naturaleza del cambio no
dejan ninguna duda respecto a qué se puede entender por “autopre-
servación”. Pese a la complejidad del fenómeno colonialista y a sus
posibles problemas, la expansión europea a lo ancho del globo ga-
rantizaba —según Gibbon— la posibilidad de llevar a sitios no-euro-
peos el mínimo de cultura y tecnología (metalurgia, domesticación de
animales, agricultura) que aseguraría la continuidad de Europa, aun
fuera de Europa, cuya definición se reducía a ser el sitio que había
226 IVONNE DEL VALLE

dejado atrás la barbarie. Si se preservaban esos saberes básicos, nin-


gún europeo tendría por qué vivir de otra manera encontrárase
donde se encontrara. Además, una vez en nuevos territorios, trans-
mitiría a los habitantes ahí presentes, su saber respecto a este cuadro
tecnológico básico. En el optimismo colonial de Gibbon, América era
solamente el nombre de la posibilidad de Europa de continuarse a
sí misma en caso de una nueva invasión bárbara que obligara a aban-
donar repentina y masivamente el continente (93-98).
La autopreservación no existe entonces como un avatar neutro
(no se trataba de preservar a toda la humanidad y sus saberes), sino
que por el contrario, está marcada por una ambigüedad en el con-
cepto de “humanidad”. La auto-preservación promulgada por Gib-
bon, y que según Adorno y Horkheimer es central a la epistemología
ilustrada, es una forma de biopoder que introduce una ruptura al
nivel de la vida, al discriminar entre las formas que deben vivir y las
que pueden o deben morir. Los indígenas de Sonora que en el capí-
tulo anterior son condenados por Juan Nentuig a ser obliterados, son
ejemplo de esa vida que desde cierta perspectiva no merecía, o no
debía ser vivida y era por tanto condenada al exterminio.
En cuanto a los jesuitas, desde el siglo xvi con la obra De procuran-
da indorum salute (1588) de José de Acosta, la imitación indígena del
ejemplo europeo era un mecanismo básico para lograr tanto la civi-
lización como la evangelización (del Valle). Para que esta trans-
formación se llevara a cabo eran necesarios sin embargo, tanto el
ejemplo (ya sensual en la vida del colonizador, o basado en la ley
promulgada por la palabra), como la capacidad y voluntad indígena
de hacer algo con él.
Si “el salvaje” se distinguía del hombre civilizado por ser un con-
sumado imitador (según Charles Darwin, citado por Taussig, 1993:
xiv), en el caso de los habitantes de California, el problema era que
pese a poseer dicha capacidad y practicarla constantemente, su vo-
luntad los llevaba a rechazar objetos y formas de ser cuya imitación
no les interesaba. Miguel del Barco describía a los californianos
como excelentes imitadores que pasaban “días y noches, semanas y
meses” en sus comedias y bailes, imitando “con gran propiedad”
(192). Al mismo tiempo —se queja Jacobo Baegert— exhibían una
absoluta falta de curiosidad por el mundo que los misioneros repre-
sentaban.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 227
Ninguno de ellos [los indios] me ha preguntado ni siquiera la cosa más
mínima sobre Europa, sobre mi patria, mi viaje, o algo similar… Seguro, han
visto varias cosas que han sido traídas de otras partes a su país y que nunca
antes habían visto. Sin embargo, es hábito de los Americanos37 si no despre-
ciar, cuando menos no respetar o valorar… ninguna cosa que no haya sido
producida en su propio país (Nunis, 215).38

Por esta indiferencia era difícil interesar a los guaycuras en el


universo conductual y material occidental. Los indígenas se mostra-
ban apáticos respecto a esto. Para gran sorpresa de Baegert, ni siquie-
ra un acto tan obviamente “racional” como el hecho de vivir en casas,
resultaba atractivo para los indígenas, indiferentes a las prácticas y
objetos de los demás, aún cuando ellos mismos hubieran participado
en su fabricación y fueran por eso capaces de reproducirlos para ellos
mismos (la casa, en este ejemplo). Por esto el misionero creía que
nada europeo los sorprendería o interesaría al grado de que llegaran
a desearlo,

Por esta razón casi no creo que… un Californio tomaría la oportunidad de


dedicarle un pensamiento a nuestros edificios aquí, a nuestra ropa, nuestros
utensilios de casa, plantas, semillas, los diferentes tipos de animales domés-
ticos que trajimos de Europa, o a la manera en que preparamos nuestra
comida (Nunis, 216).39

Los indígenas no deseaban nada que viniera de otro lado; vivían


conformes con lo que su territorio y sus costumbres les proporciona-
ban. Como vimos también en la sección anterior respecto a la etno-
grafía, sus hábitos negaban la efectividad del proyecto de ingeniería
social que los transformaría en sujetos “civilizados” por medio de la

37 Esta actitud tiene sus excepciones como se verá en las conclusiones con el inci-
dente de la fuga de los pericúes.
38 “Not one of them has asked me even the least about Europe, about my homeland,

about my journey, or similar questions… To be sure, they have seen several things
which were brought from elsewhere into their country and which they have never seen
before. However it is the habit of the Americans not to despise, but surely not to
respect or value… all things which are not produced by their own country”. Aunque
Baegert generaliza con el “americanos” como hace muchas otras veces, es claro que
se refiere a los indígenas de California.
39 “For these reason I hardly believe that… a Californian will ever take a chance

and give a thought to our buildings here, to our clothes, to the house utensils, plants,
seeds, different kinds of house animals, which are brought over from Europe, and to
the kind and way we prepare our food”.
228 IVONNE DEL VALLE

práctica de ese mínimo tecnológico y cultural (vestido, domesticación


de animales, agricultura y costumbres a las que se refiere Baegert),
que según Gibbon rescataría a la humanidad de la barbarie.
En este sentido, tal y como sugería Miguel Venegas al llamar a la
península “el último término del mundo conocido” (aseveración con
la que concuerdan muchos misioneros), California era una frontera,
un límite (II: 163). Baegert quiere comunicar esto a su hermano
carta tras carta: la negativa rotunda que significaba la península a la
cultura occidental. Con tono exasperado responde a las preguntas
asombradas de su hermano: no, no se podía hablar con los indígenas;
no, no se podía enseñarles nada; tampoco se podían mejorar las
condiciones del lugar; no y no, por extraño que esto pareciera. Ca-
lifornia era un universo en el cual el sistema educativo, religioso,
culinario, europeo no era la ley, sino un simple vocabulario privado
de efectividad. A la voluntad de control de los misioneros y del im-
perio que los enviaba a las fronteras, se imponía el ethos con que sus
habitantes vivían un territorio.
Si la mayoría de los indígenas en California no eran cristianos, ni
se interesaban por el mundo y la conducta occidental, tampoco ser-
vían para la explotación. Según Baegert, ni de la tierra (sólo espinas,
piedras y alamiñas) ni de sus habitantes podía lograrse ningún bene-
ficio económico. Los californios —decía— no querían arriesgar sus
vidas por “unas varas de manta”, por lo que los buscadores de perlas
tenían que llevar indios “mexicanos” para estas labores (59). También
se negaban a trabajar en las minas porque tenían “tan pocas ganas
de dejarse enterrar vivos por la plata, como de ahogarse por las per-
las” (62). De esta forma, ni los misioneros ni los interesados en em-
presas puramente económicas (mineros, buscadores de perlas) te-
nían capacidad de negociación con indígenas no interesados en un
salario (en moneda o en especie, como sugiere Baegert), o en cam-
biar sus condiciones de vida. Si en Sonora las “obras”, ya fuera en el
área de medicina o en la actividad económica de las misiones que
supuestamente significaban una mejoría en la vida de los indígenas,
presentaban una oportunidad de contacto con los indígenas, en
California no existían estas entradas. Por ello se recurría a habitantes
de la zona central; por ello también la extinción de muchos de los
grupos de la región, porque no sólo eran inutilizables para esta ver-
sión cristianizada del capitalismo, sino porque resultaban incluso un
obstáculo a su consecución.
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 229
Como si en California fuera más fácil cambiar uno mismo que
cambiar el entorno, Baegert decía que muchos inmigrantes atraídos
por las minas, con el tiempo terminaban vagando semidesnudos
como los californios (62).40 La confesión de Baegert a su hermano
respecto a la inutilidad de las recetas que éste le había enviado para
salar carne, hacer vinagre, etc., muestra cómo la tecnología más bá-
sica para controlar el medio ambiente era improcedente en ese es-
pacio. En tales circunstancias la autopreservación occidental estaba
comprometida. La dificultad radicaba en el enorme esfuerzo necesa-
rio para conservar el orden propio en sus aspectos más elementales
en un sitio donde —como diría Mary L. Pratt— el sujeto occidental
se enfrentaba no sólo con indígenas de costumbres poco familiares,
sino con un yo igualmente desconocido debido a su participación en
situaciones en las cuales el sentido de la normalidad y lo familiar no
existían (1986: 140). Las circunstancias obligaban entonces al máxi-
mo cuidado y autodisciplina de parte de los jesuitas; y aun con esto,
el contacto no podía borrarse.41
Según Venegas, en California los misioneros cumplían cada año
con los ejercicios espirituales de San Ignacio (II: 163). Insertar esta
información, que debía darse por un hecho, implica la necesidad de
un punto de anclaje para el proyecto misionero, un fuerte recorda-
torio periódico de quiénes eran y qué hacían en California. Los
ejercicios anuales eran una manera de evitar la caída en el caos, una
forma de seguir siendo quienes eran pese a todo. Venegas se alegra
de que en ese mundo extraño haya habido “ministros fidelísimos
cuyas virtudes no se han podido confundir del todo entre la rustici-
dad de sus indios” (II: 163, cursivas mías). Como señala esta frase,
quizás no del todo, pero sí lo suficiente para que ameritara el comen-
tario de un jesuita que trabaja en un medio urbano.
Bernd Hausberger considera que con la actividad científica mu-
chos jesuitas alcanzaban un poco de “alivio” frente a condiciones de
vida y de trabajo especialmente difíciles (1996). Por mi parte, creo
que la labor jesuita en áreas relativamente más sencillas que las rela-

40 Según cálculos de Baegert en la península había aproximadamente 400 personas

(entre criollos, negros, mestizos e indígenas de otras partes) trabajando en las minas.
La pesquería de perlas era, en cambio, un trabajo realizado principalmente en el ve-
rano por grupos de seis a 12 españoles que duraban apenas unos meses en la región
(59-62).
41 Véase en el capítulo 5 la sección sobre Baegert.
230 IVONNE DEL VALLE

cionadas con su trato con los indígenas es, además de una desviación
obligada, la forma de autopreservación y expansión de una cultura
de otra forma inadecuada del todo a dicho medio. Si no se podía
instalar un orden occidental, la epistemología ilustrada con su ace-
nto en el estudio de la naturaleza, permitía una relación (casi) indi-
recta e impersonal con California.
Si, como ya vimos, la evangelización era imposible y la escritura
etnográfica estaba dificultada ya fuera por los frecuentes cambios
lingüísticos y de costumbres de los indígenas (Barco), o por la in-
adecuación entre el marco epistemológico de la etnografía y la vida
de los californios (Baegert), siempre quedaba la opción de estudiar
un medio ambiente asombroso. Así, la actividad misionera en Cali-
fornia se desliza de la evangelización a la etnografía, para centrarse
en la investigación de la naturaleza, la especulación sobre las causas
de fenómenos naturales, la exploración geográfica y la escritura de
todos estos hallazgos. En muchos sentidos, resultaba mucho más fácil
hablar de animales, plantas y geología que de los indígenas y su
cristianización.
A diferencia de los jesuitas de Sonora, cuyas investigaciones se
concentran en botánica y medicina, los intereses de los misioneros
en esta región son múltiples. Ellos forman una especie de grupo
académico-científico: todos conocen el tipo de trabajo que realizan
los demás y comparten sus descubrimientos. A Francisco Inama, por
ejemplo, se debía un detallado informe sobre la capacidad mortífera
del veneno de algunas serpientes. Durante años este misionero había
realizado experimentos sobre las cantidades que áquellas necesitaban
para matar a otros animales. Miguel del Barco estudiaba la vida y el
trabajo de las avispas; Juan de Ugarte, Wenceslao Linck y Fernando
Consag exploraban la península durante periodos prolongados y
trazaban mapas detallando sus hallazgos. Eusebio Kino era matemá-
tico y explorador. A Ignacio Tirsch se deben una serie de pinturas
(las únicas de las que tengo noticia), representando la vida en la
península durante la época.42 Otros estudiaban las pinturas en las
cuevas de California; contaban, observaban, tomaban notas, averigua-
ban, cotejaban, nombraban comisiones para investigar, y cuando

42 Las 47 láminas se encontraban en una biblioteca en Praga en donde fueron

recuperadas por Glen Dawson, quien las publicó con el título The Drawings of Ignacio
Tirsch, A Jesuit Missionary in Baja California (Los Ángeles, Dawson Bookshop, 1972).
BAJA CALIFORNIA O EL FIN DE OCCIDENTE 231
encontraban algo digno de compartir (colmillos de serpiente, huesos
gigantescos, armas indígenas no vistas antes, etc.) lo hacían circular
en la provincia para que los demás pudieran conocerlo.
En su libro, Baegert —además de contar espinas— especula sobre
el origen de la península con base en su observación de los elemen-
tos extraños de su terreno, como el hecho de que no hubiera verda-
dera tierra en California, cuya superficie no era sino una enorme
piedra, o una aglomeración de piedras. Otro aspecto interesante
para él es que en áreas muy alejadas de la costa se encontraran con-
chas y caracoles petrificados. Esto le hace pensar que la península
debía haber surgido del mar en una época relativamente reciente y
como consecuencia de movimientos sísmicos o fuegos subterráneos
que habían reunido lo que de otra forma era inexplicable encontrar
junto. Algún cataclismo debía haber producido una sustancia líquida
(“pastosa”, dice Baegert), a la que a la manera de cera fundida, se
habían pegado las conchas, caracoles, piedras, y la poca tierra que
constituían los estratos visibles de la geología de California (34-35).
Frente a la frustración de Baegert ante la no-conversión de los indí-
genas, este pasaje permite pensar que había momentos de fascinación
por el reto intelectual que la provincia presentaba. California era un
laboratorio para la producción de saberes que si no permitían tomar
control de la naturaleza, posibilitaban una forma de acercamiento a
ella donde los misioneros quedaban por encima de sus inconvenien-
tes. El laboratorio natural les permitía satisfacciones; era el otro, el
de civilizar y convertir en hombres verdaderos a los “salvajes”, el que
no les dejaba funcionar de la manera que habían imaginado.
Es innegable el carácter productivo de su frustración, transforma-
da en proyectos científicos que les permiten participar de lleno en
la cultura de su época. Por otro lado, también me parece necesario
resaltar el contexto de producción de esta escritura: (su) ser el único
lugar desde el cual se podía tener una relación satisfactoria y signifi-
cante con el entorno de California; (su) ser también la única forma
en que el Occidente y su epistemología se podían vincular —sin
verdaderamente vincularse— con el paisaje inhóspito de la región.
En este sentido, los proyectos científicos ahí surgidos son al mismo
tiempo ejemplo de una fuerte voluntad de dominio tanto como del
carácter residual y ensimismado de dicho proceder. Si esta reorgani-
zación de las labores de los misioneros se debe a las dificultades del
lugar, por otro lado su presencia significó una profunda desarticula-
232 IVONNE DEL VALLE

ción de la forma de vida indígena, aunque de ningún modo su me-


joría (véase nota 29).
Inmediatamente después de la salida de los jesuitas en 1768, el
visitador José de Gálvez hace un viaje de inspección a la península.
Desilusionado por lo que encuentra desdeña la labor de los misione-
ros, cuyas noticias le habían hecho esperar otra cosa.43 Las misiones,
se sorprende, eran “unas meras granjas”; indios e indias andaban por
ahí “generalmente desnudos”, viviendo “vagos en los montes” y con-
siderando a la sociedad “como el mayor de los males” (Rodríguez
Tomp, 302-304). Paradójicamente estas conclusiones le llevan a ima-
ginar (como antes había hecho Píccolo) un bienestar futuro, una vez
que a los indígenas se les enseñara a vivir en ciudades, a vestir, y a
poseer y cultivar sus propias tierras, en un gesto que intenta sujetar
a California y sus habitantes a un nuevo proyecto civilizatorio, ahora
del todo secular. Sin embargo, siguiendo las conclusiones de David
Weber respecto al fracaso de los planes ilustrados en las fronteras
americanas luego de la expulsión de los jesuitas (112), me atrevo a
especular que en California este nuevo proyecto resultó tan ajeno
para los indígenas como lo había sido el de los misioneros.

43 Siendo Gálvez uno de los enemigos de la Compañía hay que tomar sus observa-

ciones con cautela.


5. JESUITAS AFECTADOS:
OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO

En este capítulo (difícil de seguir si no se han leído los anteriores)


vuelvo a algunos de los jesuitas ya discutidos para analizar cómo so-
brevivían en las fronteras. Pese a que los efectos de sus nuevas con-
diciones y nuevos hábitos son muchas veces subjetivos, al mismo
tiempo son claros y afectan no sólo al misionero sino a la institución
religiosa a la que pertenecen y a los proyectos coloniales de los que
forman parte. Si los misioneros eran los encargados de cristianizar y
civilizar a los indígenas, e incluir así territorios e indios independien-
tes a las colonias españolas, las condiciones de su labor y las modifi-
caciones a la misma afectaban los planes de dominio de los cuales
los jesuitas eran instrumento.
Estas transformaciones son tan profundas como las que leía Fer-
nando Consag en el retrato de un americanizado Francisco Javier en
un colegio jesuita en Veracruz (capítulo 1). De forma semejante a
un Francisco Javier obligado a asumir la realidad de los accidentes
geográficos y climáticos y las costumbres de su nuevo hogar, la escri-
tura de los jesuitas que aquí presento lleva las marcas de los territo-
rios y la cultura de los grupos indígenas con los que convivían o, en
otros casos, la impronta de sus esfuerzos por mantenerse separados
de ella. La tensión entre la posibilidad de perderse en el contexto
lingüístico y cultural de los indígenas, y la necesidad de distinguirse
de ellos para afirmarse a sí mismos en su cultura de origen y en la
subjetividad formulada a partir de dicha cultura, está presente en la
respuesta de los misioneros a situaciones que por su naturaleza ha-
cían surgir dicha tensión. Para acentuar la relación entre un medio
ambiente, sus habitantes y las transformaciones de los misioneros en
un entorno determinado, sigo el ordenamiento geográfico de los
capítulos anteriores.
Según Jean-Paul Sartre la conducta emocional implica complejos
mecanismos a través de los cuales modificamos nuestra relación con
el mundo. Si en una primera instancia, la emoción es un simple
efecto de objetos y fenómenos en el sujeto, este efecto se convierte

[233]
234 IVONNE DEL VALLE

posteriormente en un artilugio (“mágico”, según Sartre, en la medi-


da en que no actúa sobre los objetos sino que los modifica al confe-
rirles cualidades que los hacen aceptables o inaceptables, 60) para
formar y reformar una situación ante la que se actúa posteriormente.
Toda emoción, dice además Sartre, a su manera, significa algo: en ella
está contenida la conciencia respecto a una realidad determinada
(16). Desde mi perspectiva, cuando el contacto con el mundo era
especialmente fuerte, este despliegue emocional debía ser tan im-
portante como evidente. Y como hemos visto, la situación de los
misioneros en lugares alejados de su entorno cotidiano, obligados a
aprender otras lenguas, y enfrentándose a los indígenas para quienes
la mayoría de las veces su presencia no era grata, constituye un espa-
cio en el que este complejo aparato emotivo cumplía un papel fun-
damental.
Para las misiones de Sonora económicamente activas pero amena-
zadas constantemente por el saber de los hechiceros, analizo dos
formas en que los jesuitas erigían barreras entre ellos y el universo
indígena. Joseph Och refiere cómo para mantener control sobre sí
mismos en un ambiente cultural extraño, los jesuitas buscaban parti-
cipar parcialmente en las costumbres indígenas. Sin embargo, las
reservas pensadas con este fin los separaban tajantemente del con-
junto epistémico-religioso indígena tanto como de sí mismos. En el
caso de Philipp Seggeser, las actividades necesarias para mantener en
pie la misión eran suficientes para impedir su entrada en el universo
pima. Paradójicamente esta hiperconcentración en el sostenimiento
de la misión, imposibilita a Segesser a participar del espirítu del
cristianismo en el sentido que había creído elegir al convertirse en
misionero.
Finalizo esta sección con el ejemplo de José de Campos, misione-
ro protegido por los indígenas cuando éste difiere con la Compañía
de Jesús. La disparidad de Campos con sus compañeros radica en su
voluntad de participar en el universo de los indígenas. Al contrario
de otros jesuitas, por ejemplo, establece pactos con los hechiceros,
aceptando con esto la validez de un sistema epistémico distinto del
occidental.
El complejo ambiente de la sierra del Nayar se relaciona con el
estado deprimido de los misioneros que no aprendían las lenguas
indígenas y se encontraban físicamente imposibilitados para cumplir
con sus tareas evangélicas. José de Abarca es uno de estos jesuitas
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 235
derrotados por el clima y la geografía de la sierra, para quien además
la posibilidad de adaptarse a las costumbres de vida locales resultaba
impensable. Al contrario de Abarca, para José Ortega el Nayar, más
allá del ámbito de su labor evangélica, es el espacio para la refor-
mulación de su subjetividad. Para Ortega la elección de una vida con
sentido en dicho lugar tiene que ver con una imitación sensual que
involucra su disposición corporal, lingüística y emotiva. Entre estos
casos extremos aparecen los de otros misioneros que deben recurrir
constantemente a acotadores para separarse de los indígenas, cuyas
creencias y actividades religiosas describen muchas veces con ad-
miración.
Por otro lado, para Jacobo Baegert el paisaje árido y sin recursos
de Baja California tiene su contraparte en una lengua indígena que
“carecía” de muchísimos vocablos, lo que la imposibilitaba para ha-
blar del mundo tal como lo entendía el misionero. La sintaxis del
guaycura era tan extraña que aprender la lengua implicaba la diso-
lución del sujeto occidental y su conversión en un semi-bárbaro. Para
evitar esta eventualidad Baegert se concentra en sí mismo, retrayén-
dose en la pasividad, una de cuyas únicas salidas era su corrosivo
sentido del humor. Pese a sus esfuerzos por controlar los efectos que
en sí mismo podía tener el comunicarse en una lengua para él salva-
je en extremo, su escritura comparte con la lengua y la cultura guay-
cura importantes características.

del super-cuerpo del control a la vida con los pimas

En su texto sobre su vida en las misiones de Sonora, Joseph Och


presenta una imagen de sí mismo en la que son visibles sus esfuerzos
por no perderse en el fervor religioso de los indígenas con quienes
vivía.1 En una imagen de cansancio y determinación casi mecánicas
durante las festividades del patrón de la misión, el jesuita aun así
complaciente (lo sigue la mirada de los demás) trata de validar su
lugar y mantener un sitio en el orden local. Como si temiera que su
participación en la celebración lo llevara a espacios de significación

1 Puesto que en los capítulos anteriores ya hice mención a todos estos jesuitas y

sus obras, no repito la información aquí.


236 IVONNE DEL VALLE

alejados de un entorno familiar y cristiano, Och se resiste a estar ahí,


pero eso lo enajena de sí mismo conviertiéndolo en un cuasi-automa-
tón desprovisto de agencia y movimiento propio. Y así, consume, di-
ligente y pasivo, plato tras plato, en una celebración en la que partici-
pa en medio de un sopor aturdido, tragando poco a poco fragmentos
de otro lugar, tratando de integrarlo, pero sin querer hacerlo. Du-
rante la celebración, dice Och,

Encontré mi mesa repleta con un montón de pan rebanado, mucha fruta y


melones, un platón de carne de res y cordero con pimientos españoles y
varios tamales hechos de maíz y sazonados con pimienta. Rechazar esto y no
comérselo sería el peor de los insultos. Esta misma comida fue servida a los
otros invitados, junto con una calabaza llena de agua para beber [...] Para
ellos [los indios] no es nada agradable si uno guarda la fruta para después
[...] En la tarde todos se arrodillan frente a la torre y rezan el Rosario y la
Letanía acompañados con música. Mientras, se vuelve a poner la mesa, y
ahora el padre debe reaparecer. Entonces recibe, como los demás, un gran tubo
lleno de tabaco para fumar. Esto se prende y él [el padre] debe soportar este
regalo junto con cientos de Indios que también están fumando del mismo
tipo de tubo y emitiendo vapores espantosos (mi énfasis, 164-165).2

Como si para hallarse en estas ceremonias el misionero tuviera que


deshacerse de sí mismo y su emotividad —era otro el que estaba con
los pimas: “el padre”, como dice Och para referirse a sí mismo— des-
doblarse para asegurar que no era él quien hacía lo que hacía. El
misionero se convierte así en una especie de muñeco sagrado de los
indígenas, cuerpo inerte llevado y traído de aquí para allá al impulso
de una voluntad ajena. En un pasaje lleno de verbos en pasivo —“el
misionario es llevado por los caciques”, “el padre debe reaparecer”,
“entonces recibe”, “de la misma manera como me habían traído, me

2 En el texto: “I found my table bedecked with a pile of cut bread, much fruit

and melons, a platter of beef and mutton with Spanish pepper, and several tamales
made of maize, spiced with pepper. To eschew this and not eat of it would be the
greatest of insults. This same food was dished up to the other guests, along with a
gourd of water to drink... It is not at all pleasing to them if one merely pockets this
fruit for later use… In the evening everyone kneels before the tower and prays the
Rosary and sings the Litany accompanied by music. In the meantime, the table is
reset, and now the father must again appear. He now receives as do the others, a
span-long tube packed with smoking tobacco. This is lighted and he must endure
this treat among some hundreds of Indians who are also smoking from the same
kind of tube and emitting horrible vapors”.
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 237
llevaron a casa de nuevo” (cursivas mías, 163-165)— en medio de una
celebración “llena de vida y alegría”, la única voluntad del misionero
está en la retirada. Si hubieran podido —dice Och— los pimas ha-
brían mantenido al padre siempre con ellos durante la celebración sin
permitirle dormir, situación de la que había podido escapar, añade
(cursivas mías, 163). La descripción de Och de su involucramiento
en una situación que le incomodaba es, aunque fantástica, satisfacto-
ria, en la medida en que le permitía un marco (irreal, puesto que
estaba ahí, haciendo las cosas) aceptable para sí mismo respecto a su
presencia en festividades que debían parecerle inadmisibles.
Reveladoramente, la larga celebración terminaba con una lucha
entre moros y cristianos por la imagen local de Cristo, al final de la
cual los cristianos “pagaban” al padre el rescate por la imagen, como
una manera de agradecerle su participación en las festividades (165).
En el relato del misionero es posible leer una intensidad que Och
no compartía; la celebración pese a ser supuestamente cristiana, no
era suya. Había ahí un universo en el que participaba a regañadien-
tes. Como un ejemplo de la cultura que separaba a Och de los pimas
está su relato acerca del sobrepoblado mundo indígena en el que
convivían vivos y muertos. Muchas veces los había oído conversar con
los muertos, recriminarles su partida, o preguntarles sobre su nueva
situación. Las madres, añade, continuaban llevando leche a sus hijos;
a los adultos también les daban de comer (133-4). La ternura y fami-
liaridad con que los trataban señalaba un mundo en el que Och no
podía participar, y que debía estar presente incluso en la festividad
del patrón de la misión.
Och cuenta también que cuando los indios pensaban realizar uno
de sus “supersticiosos” bailes nocturnos, buscaban pretextos para que
el misionero saliera del pueblo (124). La misma determinación con
la cual los misioneros se iban a pesar de saber lo que ocurriría en su
ausencia, llevaba a Och a participar sin participar, protegiendo su
entereza, en las celebraciones religiosas pimas. Por su parte, Juan
Nentuig habla de la enorme tristeza y la aprensión que le había cau-
sado oír, sin querer, una de estas nocturnas ceremonias indígenas.
Durante la celebración de la fiesta del “sauco” (cuya invitación había
sido rehusada por el misionero), dice Nentuig que un viejo, guerre-
ro o hechicero, predicaba las hazañas “antiguas o verdaderas y fingi-
das” del grupo con un sermón que duraba toda la noche:
238 IVONNE DEL VALLE

A más del sermón, para que la variedad disminuya el fastidio, no faltan bai-
les y cantares, pero tan tristes y melancólicos como lo es el sermón. Y digo
por experiencia que en mi vida no he pasado más tristes noches de las que
me he hallado precisado de oírlos, aunque no muy de cerca, unas tres o
cuatro ocasiones, sin haberlo podido excusar (69).3

Por esa tristeza causada por los cantos en que los indígenas conec-
taban su existencia a hechos y significantes antiguos, la renuencia a
participar. A pesar de las muchas transformaciones de uno y otro
grupo para convivir entre sí, había áreas a las que los misioneros no
podían o no querían ir. Por eso tanto para Och como para Nentuig,
mejor salir a tiempo, no participar en ceremonias cuyos ecos parecían
llevar a un lugar bastante lejano, y poner en entre-dicho el proyecto
evangélico y civilizatorio jesuita. La melancolía de Nentuig durante
las noches más tristes de su vida, indicaba en su pura emotividad, la
confusión y desaliento de los misioneros ante la visión de un univer-
so que se negaba a desaparecer.
Por su parte, Philipp Segesser escribe a su familia en 1737 que
había formas más activas de crear un espacio protector hacia la for-
ma de vida indígena. La carta, cuya escritura según dice había pos-
tergado por cinco años debido a múltiples ocupaciones allí descritas,
es un detallado informe sobre su vida en misión. Aunque la misiva
tiene varios ejes (dedica, por ejemplo, muchas páginas a la revuelta
pima de los seguidores del profeta de Moctezuma discutida en el
capítulo 3), el efecto resultante de su lectura tiene que ver con la
postulación de un super-cuerpo misionero que duda del carácter
espiritual de su hacer.
En un ejemplo de una mediación fallida, la labor cotidiana que
describe el misionero es resultado del discorde diálogo entre las di-
rectivas provistas por la provincia jesuita y el hacer desordenado de
los indígenas, quienes pese a vivir en la misma misión habitaban,
como señalé anteriormente, otro tiempo y otro espacio. En la carta,
Segesser describe la naturaleza totalitaria y agotadora de sus tareas
(ocupaban su día por entero) para mantener funcionando su misión
entre los indios pimas. Al pretender un orden y una forma de hacer

3 Para un análisis sobre el lugar que estos cantos ocupaban en la religiosidad de

los indígenas de Sonora, ver el capítulo 6 de libro de Cynthia Radding en la bi-


bliografía.
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 239
las cosas, Segesser se veía obligado a administrar y supervisar la labor
de todos los indígenas a su servicio ya que éstos, según él, nunca
hacían bien las cosas.
Además, sus labores se multiplicaban por fallas en la memoria en
sus colaboradores, quienes lo obligaban a empezar cada día como si
el anterior nunca hubiera existido, porque no existía (o al menos eso
parecía) para los pimas y de cuyo trabajo dependían la misión y su
producción. Los pimas, dice, eran tan descuidados que en un día
“olvidaban” lo que se les ha ordenado el día anterior. Diariamente,
por ejemplo, debía instruir al cocinero respecto a las comidas del
día, y también entregarle los ingredientes necesarios, pues permitir-
le el acceso directo a la bodega significaba darle entera libertad —se-
gún “costumbre Pima”, dice— para disponer de todo de una buena
vez. Debía instruir así mismo, todos los días, al jardinero y a los pas-
tores sobre las labores de esa jornada. Como el encargado de entre-
gar la comida para los animales rara vez se hallaba en su puesto,
Segesser se veía obligado a realizar esta labor. Igualmente, tenía que
ser él mismo, “pala en mano” quien trabajara en la huerta por las
tardes para evitar que ésta cayera en la ruina. Prisionero del orden
económico y social que quería imponer, Segesser contemplaba el
desorden inalterable, pese a los años, de los pimas. En ellos la me-
moria del orden de la colonización estaba borrada: no sabían ni si-
quiera poner la mesa con propiedad, había que enseñarles cada día
la rutina, el número y el lugar de los utensilios de cocina. En este
sentido, la historia de la civilización que los jesuitas habían ido a
inaugurar estaba por iniciarse cada día con la promesa —inalcanza-
ble, según Segesser— de que por fin ése fuera el momento en que
el tiempo empezara a desplegarse uniformemente, dejando atrás esa
especie de torpes ensayos de vida civilizada escenificados cotidiana-
mente por los pimas.
Y, según Seggeser, ésas serían las condiciones que prevalecerían
en las misiones, ya que en ellas todo dependía de los indígenas,
quienes no hacían absolutamente nadasin una orden previa. Tal
actitud era de llamar la atención en tanto eran perfectamente capa-
ces y atentos en sus propios asuntos. Con su carta, Segesser esperaba
dejar clara la diferencia entre un religioso en Europa y uno en Amé-
rica, sitio este último donde además de sufrir la indiferencia y des-
atención de los indios, se vivía en el constante peligro de ser asesi-
nado por ellos mismos.
240 IVONNE DEL VALLE

Así pues, debido al carácter indolente y desmemoriado de los pi-


mas era necesario que el misionero, para cumplir con los cometidos
de su institución, se desdoblara en una especie de supercuerpo, obli-
gado a cumplir la tarea de varios hombres a la vez.4 Desgraciadamen-
te esta concentración de energías en lo corporal le causaba cierta
confusión y desaliento ¿se abandonaba así del todo lo espiritual?
El contraste entre el deseo que llevaba a ser misionero y la realidad
de serlo provocaban la perplejidad de Segesser. La voluntad de ir a
misión está asociada a lo señalado por Donald Weinstein y Rudolph
Bell respecto a la “anomalía” del santo, cuyo anhelo espiritual era
imposible de ser “saciado” en las formas convencionales ofrecidas por
la iglesia (239). Ni el convento, ni las oraciones, ni la vida comunita-
ria eran suficientes; había que ir más allá, dejar estos lugares conoci-
dos y reconfortantes para, paradójicamente, buscar servir a Dios,
llegar a Él, fuera de la congregación cristiana. Sin embargo, la vida
del misionero que había partido buscando una experiencia espiritual
extrema tenía un desconcertante carácter mundano. En la mitad de
la descripción sobre el orden cotidiano de la misión —“el desorden”,
como corrige él (162)— Segesser se detiene a discutir el origen de
su desencanto:

Además de sus deberes espirituales, el misionero continuamente tiene que


hacerse cargo de labores mundanas que por ningún motivo se atrevería a
descuidar… Proveer de comida a los indios resulta muy trabajoso para mu-
chos padres, debido a que tenían una visión completamente diferente cuan-
do dejaron su amada provincia para dedicarse al trabajo misionero. Eso es
lo que pasó conmigo. Recuerdo bien lo que nos dijo a mí y a otros, el padre
provincial cuando pedí que se me enviara a misiones. Sus palabras fueron:
Nescitis quid petatis [No sabes lo que pides]. ¡Yo lo experimenté!
Sucede que dejé el hogar paterno para entrar a una vida espiritual porque
yo veía que los negocios y la agricultura no eran para mí, pero la misión me
ha producido mucha más ansiedad por esto, de lo que nunca hubiera podi-
do experimentar en mi propia tierra (161).5

4 Según Michael Sievernich, el concepto de hacer misión tiene un sentido triple:

el personal, el laboral (que incluye todo —cursivas mías— lo que había que hacer
para propagar la fe) y uno territorial (266-267). Desde esta perspectiva, los trabajos
descritos por Segesser no tendrían nada de extraordinario. Quiero resaltar, sin
embargo, que como en el caso de Seggeser, estas actividades no siempre eran vividas
como un conjunto armonioso por algunos misioneros.
5 “Besides spiritual duties the missionary has continually to take care of worldly

business which he by no means dare neglect… Providing food for the Indians see-
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 241
Irónicamente el intentar huir del mundo del comercio y el traba-
jo del campo, de una vida “normal”, lo había llevado a toparse cara
a cara con eso de lo que trataba de escapar. Puesto que en su relato
los pimas no parecen afectados por un orden que él debe renovar
cotidianamente, de manera extraña Segesser es el único sujeto a/de
la razón colonial. En nombre del deber asume la enajenación de sí
mismo y sus intereses y deseos (no había querido dedicarse sino a lo
espiritual), sin que por otro lado, pueda hablarse sino de una inte-
gración muy precaria de los indígenas al mundo colonial.
En una nota acerca de la debilidad de los indígenas por el tabaco,
Seggeser equipara confusamente la conversión evangélica con el
trabajo. Por tabaco, dice, los indios trabajarían alegremente todo el
día, y eso lo lleva a pensar que el tabaco bastaría para convertirlos
en cristianos (151). Si el trabajo habría sido un marcador de la trans-
formación de los indígenas en cristianos, me pregunto aquí qué
transformación sugieren las labores de Segesser si a él mismo le pa-
recían desvinculadas de lo espiritual. Como una máquina que fun-
cionaba para satisfacer una empresa indiferente tanto a sus objetos
como a los instrumentos de su realización, el activo cuerpo del mi-
sionero se encontraba alejado de las promesas personales de una
fuerte experiencia de Dios y de los indígenas que debía convertir y
en quienes no lograba instaurar nuevos hábitos.
En su misión, el jesuita estaba obligado a una espiritualidad hui-
diza, interrumpida constantemente. Cuando parecía que por fin
podía dejarse estar en ella, surgían nuevos inconvenientes. “Imagine-
mos”, dice, que cree haber terminado ya con todo el trabajo y puede
dedicarse a la oración, entonces:

Viene el cocinero y exige pimienta, jengibre y azafrán. El sirviente anuncia


que han llegado dos mensajeros… Ordeno que sean alimentados y prometo
darles tabaco cuando termine mis oraciones. Luego el cocinero viene de
nuevo y pide huevos y manteca que se le había olvidado pedir antes. Mientras

ms very laborious to many fathers for they had an entirely different view of things
when they left their beloved province to devote themselves to missionary work. That
is the way it was with me. I well remember what was said to me and to others by the
father provincial when I made the request to be sent to the missions. His words
were: Nescitis quid petatis [You know not what you ask]. I experienced it! It happens
that I left my paternal hearth to enter a spiritual station principally because I saw
that business and agriculture were not for me, but in this mission I encountered
much more of that sort of anxiety that I would ever have had in my fatherland”.
242 IVONNE DEL VALLE

rezo mis oraciones, los muchachos ponen la mesa para la comida. Otra vez
se les olvidan muchas cosas. Ahora los cuchillos, otras veces no ponen los
tenedores... Así, al padre misionero le queda poco tiempo para sus labores
espirituales (a menos que queramos decir que pasa todo el día en asuntos
espirituales, aunque sean temporales) (162).6

La suya es una vida marcada por un ritmo discontinuo en la que


las oraciones eran puntualizadas por los ruidos y los olores de la
cocina. Un conjunto inarmónico que, a pesar de los esfuerzos de
Segesser por encontrarle el sentido, parece caótico; un continuo de
actividades incesantes cuyas incipientes pausas, atisbos a posibles
promesas de paz, parten con el ritmo vertiginoso de la vida en la
misión. De no ser por la gracia de Dios —dice Segesser— sería casi
humanamente imposible “resistir” todo el trabajo y el dolor necesa-
rios para este proyecto (162).
Jerónimo Nadal, uno de los primeros generales jesuitas, había
utilizado la frase “el mundo es nuestra casa” para referirse a la deter-
minación de los miembros de la orden de encontrar a Dios en todas
partes, confianza y optimismo no compartidos por Segesser. Para
entender a los jesuitas —dice uno de los lemas de la orden— hay que
ver sus acciones (“lo que hicieron nos dirá quienes fueron”, O’Malley,
1993: 46 y 18). Es exactamente esta posibilidad de un ser equiparable
a su hacer lo que hacía dudar a Segesser, como si sus acciones a nom-
bre de la Compañía le impidieran pensarse como el sujeto espiritual
que un jesuita supuestamente debía ser. En Sonora, con una religio-
sidad hecha de otros materiales (proveer ingredientes para el cocine-
ro, cuidar la huerta, vigilar la comida de los animales), el contacto
con Dios resultaba insatisfactorio, apenas perceptible. Según Segesser
sólo por la noche, luego de las oraciones y de anotar las ventas y las
compras del día, lo utilizado de la despensa, los acontecimientos
notables, entonces, sólo entonces, el misionero podía hallarse “un

6 “Along comes the cook and demands pepper, ginger and safron. The house

servant announces that two messengers have arrived… I order that for the time
being they be fed and promise to give them tobacco when I finished my prayers.
Then the cook comes once more and asks for lard and eggs which he had earlier
forgotten to request. While I say my prayers the houseboys set the table for lun-
cheon. Again much is forgotten. Now knives, and other times forks are not placed…
Thus it remains little time to the father missionary for the performance of his spi-
ritual labors (unless we wish to say that the entire day is spent in spiritual business,
even though it may be temporal)”.
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 243
tanto” en comunicación con Dios; estando el “un tanto” determinado
por la expectativa de una posible nueva interrupción (163).
En este sentido puede entenderse a Sonora como el lugar para un
doble desencanto del misionero. Primero, por ser el sitio de las pro-
mesas nunca cumplidas de comunidad con Dios, y segundo, por el
hecho de que los indígenas no se integraban verdaderamente al or-
den de la civilización. Las dudas de Segesser muestran, frente a la
complacencia de otros misioneros por el poder conseguido debido
a sus labores mercantiles, otra perspectiva ante la transformación de
la misión en una institución económica. La obediencia obligaba a
Segesser a continuar con una forma de vida cuyo sentido final se le
escapaba.
Si la inconformidad de Segesser no se traducía en actitudes que
pusieran en duda su fidelidad a la orden, había también misioneros
que abandonaban los lineamientos de la Compañía para dedicarse a
sus propios designios. Este aspecto era posibilitado por el poder local
de los jesuitas. En determinado momento, por ejemplo, Manuel
Huidobro, gobernador de la provincia, solicita al misionero José de
Campos el envío de “200 indios pimas” para marchar a la conquista
de los seris (González Rodríguez, 1993: 482). El hecho de que algu-
nos misioneros pudieran manejar un gran número de hombres y
decidir su suerte de esta manera, era un arma de dos filos ya que si
en la mayoría de los casos esta influencia era utilizada para apoyar
medidas benéficas a la Compañía; en otros, la situación podía ser una
amenaza para la institución religiosa.
En la decáda de los treinta, la orden había experimentado las
consecuencias de este poder localmente arraigado cuando en una
disputa entre los jesuitas y el gobernador Huidobro, José de Campos
toma partido por el segundo y empieza a hacer circular cartas que-
jándose de la postura de sus compañeros.7 Éste es el principio de un
proceso por el cual Campos actúa cada vez más como individuo in-
dependiente de su orden sin hacer el menor caso de sus votos de
obediencia. Repetidamente se le ordena que se disculpe, deje de
escribir, vaya a tal lugar a explicarse y queme las cartas que ha escri-

7 Peter Dunne, haciendo un recuento de los acontecimientos por los que el

padre Campos es sacado de su misión —en la que había pasado 38 años—, dice
que se trata de un caso de desobediencia extraordinario (1941: 47). En realidad los
problemas con Campos habían iniciado en 1710 cuando se le sigue un juicio de
paternidad de un niño pima, cargo del que es exonerado (Crosby 312).
244 IVONNE DEL VALLE

to; y repetidamente Campos se niega a hacerlo. Finalmente, cuando


se ordena a varios jesuitas tomar control sobre el asunto y obligar a
Campos a dejar la misión (iba a ser enviado a un colegio de la orden),
se pone en marcha una serie de acontecimientos tumultuosos, eje de
los cuales es la repetida amenaza de Campos de levantarse contra la
orden con los que llama “sus” indígenas. De hecho, por unos días se
“fortifica” contra los jesuitas, pone centinelas y envía espías a vigilar
el campo “enemigo” de las otras misiones. Aunque al final Campos
abandona la misión, ni él ni los indígenas admiten que sea enviado
fuera de la provincia, y la orden le permite permanecer ahí, aunque
ya sin ejercer labor de misionero.
Lo ocurrido con Campos era algo que siempre estaba latente: que
el aislamiento e independencia respecto a la orden, y el poder y los
lazos personales construidos localmente terminaran cortando los
hilos que ataban al misionero con su grupo. Campos sin duda quería
permanecer en su misión, y lo mismo querían los pimas quienes,
según los reportes tanto de militares como de jesuitas, estuvieron
siempre dispuestos a “defenderlo” y a seguir sus órdenes. El respeto
de los indígenas estaba ahí, también anteriormente el de sus compa-
ñeros que habían certificado con admiración el dominio de Campos
de la lengua pima (González Rodríguez, 1977: 43). El jesuita era
también uno de los pocos que no sólo aceptaba la existencia y el
poder de los hechiceros, sino que además estaba dispuesto a pactar
con ellos en sus propios términos.
Al respecto Segesser relata cómo dos sirvientes de Campos, hechi-
zados por otro indígena, habían sido curados cuando Campos orde-
nó al culpable retirar el veneno (155). Al contrario del caso referido
en torno a Cristóbal de Cañas, quien muere porque los jesuitas se
niegan a recurrir a los hechiceros para librarlo del hechizo, el grado
de aceptación de la lógica del lugar se relacionaba con la posibilidad
de sobrevivir. Campos, como indicaban Segesser y otros jesuitas, es-
taba verdaderamente identificado con la región, sus habitantes y su
lengua, participando en el sistema lógico del lugar (era “dueño de
la lengua, voluntad y afectos de los pimas”, como decía uno de ellos,
González Rodríguez, 1977: 43).
Tanto aceptaban algunos misioneros el universo epistémico de los
indígenas que Segesser, al relatar otro incidente con hechiceros,
asegura que cuando el padre Campos pregunta a uno de ellos por
qué había mentido respecto al lugar donde el “diablo” distribuía
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 245
bienes a sus seguidores (Segesser había subido a una cueva buscando
los artefactos del hechicero, pero la había encontrado vacía), el he-
chicero insiste en haber dicho la verdad. Como prueba pide a Cam-
pos autorización para contarle lo que “el diablo” le “había revelado”
la noche anterior. Según un asombrado Segesser, luego de que Cam-
pos autoriza al indio a hablar, éste le descubre cosas que “ningún
humano” podía saber. Viendo estremecido a Campos por estos cono-
cimientos misteriosos de un obligado origen sobrenatural, Segesser
se vuelve más respetuoso de los indígenas: “Estas experiencias” lo
habían vuelto “más cuidadoso” en su trato con los indios, como ad-
vierte a los lectores escépticos que desconfiaban de la realidad del
poder de los hechiceros (156). Irónicamente el mismo Segesser,
dudoso de la espiritualidad posible en la ajetreada misión, confirma
la fuerza de otra vida espiritual y epistémica (otra relación con la
naturaleza en el caso de los hechiceros) que iba en sentido contrario
a las propuestas de la misión.
Siguiendo con Campos, la lentitud y morosidad de sus más de 30
años en la región lo habían compenetrado de tal manera con el modo
de vida indígena que la Compañía y su ser jesuita se vuelven irrele-
vantes: su vida entre los pimas deja de tener como fundamento su
función como miembro de dicha institución para presentarse como
una posibilidad válida en sí misma, independientemente de su acti-
vidad misionera. La relación de Campos con los indígenas es espe-
cialmente interesante porque contrasta con la actitud de los indígenas
frente a la mayoría de los jesuitas durante la rebelión de 1751. Por
cuestiones que desconocemos, este misionero tenía verdadera capa-
cidad de convocatoria entre los indígenas que lo seguían y protegían.
El hecho recuerda las buenas relaciones entre el capitán Ortiz Padilla
y Luis Oacpicagigua que discutí antes, y en general la posibilidad de
relaciones que fueran más allá de esquemas jerárquicos definidos en
torno a sistemas binarios (raciales, étnicos, de clase social).

cruzando el río en la sierra del nayar

En los 45 años que los jesuitas permanecieron en el Nayar (1722-


1767), nunca hubo en la provincia más de siete misioneros al mismo
tiempo. En su mayoría eran hombres experimentados, ya sea porque
246 IVONNE DEL VALLE

antes del Nayar habían estado en otras misiones, ya porque habitaron


en la región por muchos años: entre 20 y 40, en algunos de los casos
mencionados aquí, es decir, un lapso considerable en el que ocurri-
rían importantes transformaciones, muchas de las cuales en los mis-
mos jesuitas. Sin embargo, ya que los misioneros no escribían rela-
ciones personales de sus experiencias, estos cambios aparecen entre
líneas en sus textos.
Una de las modificaciones más notorias —relacionada probable-
mente no sólo con la experiencia (local), sino también con eventos
de la política colonial en la segunda mitad del siglo xviii— se en-
cuentra en el tono con que se escriben las primeras obras, cartas y
relaciones; y las posteriores. En los textos de misioneros como Jácome
Doye y José Ortega, por ejemplo, hay un ánimo aguerrido, un ímpe-
tu que poco a poco va disminuyendo. En la crónica oficial de la
conquista, la Maravillosa reducción y conquista de la provincia de San Jo-
seph del Gran Nayar, Ortega dedica numerosas páginas a las estrategias
y mecanismos utilizados para conquistar el Nayar, detallando con ello
la determinación de evangelizar a los nayares a cualquier precio.
Treinta años después, sin embargo, los ánimos jesuitas parecen
atenuados. Extrañamente, por ejemplo, la mayoría de los documen-
tos provenientes de las investigaciones sobre la extirpación de idola-
trías de 1752 en el pueblo de Dolores, fueron escritos por militares
que predominaban sobre los padres, quienes muchas veces fungen
como simples testigos o hablantes del cora que corroboran lo dicho
por los traductores en caso de ser necesario. Aquí los militares pare-
cen haber asumido el papel de los misioneros: su incredulidad y
desaliento, el afán de hacerse cargo de los idólatras, de saber y en-
tender lo qué ocurría, parecen un poco fuera de lugar en hombres
cuya jurisdicción (civil, miltar) no debía participar tan minuciosa-
mente en asuntos religiosos. En algún momento se apoderan incluso
del paternal vocativo “hijos” con que los misioneros se referían a los
indígenas (Meyer, 1989: 150). Me parece que el ambiente deprimido
de los misioneros en tanto que comunidad, del que escribe indirec-
tamente José Ortega en una carta de 1750, obligaba a los militares a
hacerse cargo de aspectos que, estrictamente hablando, eran jurisdic-
ción de poderes eclesiásticos.
Ortega decía en la carta que de los seis misioneros entonces en la
sierra, solamente él y José Rincón sabían cora; fuera de ellos nadie
podía articular la más sencilla frase en dicho idioma. Más allá de esta
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 247
carencia lingüística, su información sobre los misioneros —incluido
él mismo— parece suficiente para preocupar seriamente al provincial
a quien iba dirigida la carta. De hecho, parece que Ortega quiere
recordarle quejas ya dadas antes, la urgente solución de una situación
que desde la distancia de la ciudad de México era pasada por alto
constantemente.
La información de Ortega sobre José J. García en la misión de
Rosario debía ser particularmente grave puesto que fue borrada de
la carta, a pesar de que otras insinuaciones de Ortega respetadas por
la anónima pluma correctora eran ya poco halagadoras. Rosario es-
taba “en total descuido” y era imposible comunicarse con García
puesto que si algo se le preguntaba “se declaraba loco”. Para colmo,
cuando Ortega había estado en dicha misión “una loba o india” que
tenía el padre señalaba como suyas todas las posesiones de la misión,
incluido el dinero escondido bajo el colchón del sacerdote. José de
Abarca tenía la misión de Guaynamota en un estado deplorable por-
que se encontraba constantemente enfermo (“cada día se ve a la
muerte”, decía Ortega) y en los cuatro años que llevaba ahí no había
aprendido ni una palabra de cora o mexicano, lo que imposibilitaba
su comunicación con los indígenas. Del padre Domínguez, en la
misión de Dolores (misión “clausurada” dos años más tarde), decía
que no era “sujeto para misiones”. En estas notas sobre los jesuitas
halladas en el Nayar en 1750 puede leerse una derrota de la orden
cuyos miembros estaban imposibilitados para funcionar en el medio
ambiente y en la lengua de los indígenas con quienes convivían.
Ortega, por su parte, había procurado cuidar las dos misiones a su
cargo, tarea a la que le había ayudado su conocimiento del cora, a
pesar de lo cual dudaba que todo lo bueno predicado a los indígenas
hubiera servido de algo, “por los malos ejemplos” con los cuales los
había “escandalizado”. Sin entrar en detalles, recuerda al provincial
las otras ocasiones en que había dado cuenta a sus superiores de su
conciencia “maltratada” por sus muchas “culpas y desaciertos”, para
siempre terminar sorprendido por “la fácil salida” que daban a sus
apremiantes dudas.
Así pues, en 1750, según Ortega (quien había sido el superior de
la provincia durante los últimos 14 años) sólo dos de los seis misio-
neros podían y debían continuar ahí, pese a que uno de ellos no
sabía el cora. Era mejor que los otros cuatro dejaran la provincia:
tres, debido al descuido absoluto en que tenían sus misiones (García,
248 IVONNE DEL VALLE

Abarca y Domínguez) y Ortega mismo, que por sus muchas “culpas”


pedía un año de ausencia para poner en orden su apesadumbrada
cabeza (véase Meyer, 1989: 114 – 8). En la queja y confesión de Or-
tega sobre el estado de la provincia es posible ver el efecto de las
dificultades de vivir en un medio ambiente hostil y entre indígenas
a los que no se comprendía.
Si tal era la situación en 1750, años más tarde, en 1764, la llegada
a la provincia de Manuel de Oca —el nuevo capitán que comparte
el anti-clericalismo oficial de la segunda mitad del siglo xviii— sig-
nifica nuevos problemas para los jesuitas. Las medidas borbónicas
para la eliminación del poder de los religiosos llegan a la sierra con
este militar, señalando la ruptura con el ethos colonial gracias al cual
(pese a sus muchos problemas y frecuentes choques), dos poderes
habían podido actuar conjuntamente. Con Oca desaparece toda
posibilidad de cooperación y tanto soldados como misioneros com-
piten por los indígenas. Los primeros, buscando principalmente
trabajadores potenciales, permiten a los indígenas a cambio de su
inserción en la economía colonial (minería sobre todo), volver a sus
prácticas religiosas sin molestarlos, ni perseguirlos como pedían los
misioneros (Véase Meyer, 1989: 170 y ss).
Por su parte, algo había cambiado en las ideas de los misioneros
acerca los indígenas. En la crónica de la conquista, Ortega se había
referido a los nayares con adjetivos llenos de admiración, a pesar de
que muchas de esas cualidades resultaran contrarias a los fines per-
seguidos por los religiosos. El aspecto y la conducta del Tonati eran
majestuosos, los nayares tenían un elaborado protocolo y eran —aun-
que a su pesar— sagaces, astutos, elocuentes. Por su jerarquía, algu-
nos de ellos, aunque enemigos, merecían el título de “don”.8 Nada
de este respeto, de esta mirada capaz de relativizar y hallar en otro
universo un orden distinto del propio, pero válido, parece presente
en Antonio Polo, el superior de la provincia que remplaza a Ortega,
quien se refiere a los indígenas con un ambiguo “nuestros compa-
dres”, frase que a pesar de la cercanía sugerida es absolutamente
peyorativa: resuena con el tinte paternalista y de superioridad de
muchas frases actuales para referirse a los indígenas. Debido a la
inactividad del capitán Oca —dice Polo— “nuestros compadres” es-

8 Véase en cambio la política de apelación a los indígenas que a este respecto

quiere instituir Juan Nentuig en Sonora (capítulo 3).


JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 249
taban “felices con sus piedras” (los supuestos ídolos) porque no había
quien se las “quebrara en la cabeza”.
La llegada de Oca inicia una batalla por el poder en la cual la
“idolatría” de los indígenas adquiere un lugar de nuevo urgente,
aunque no por la idolatría en sí misma, sino por ser el punto prin-
cipal que los jesuitas podían argumentar para pelear contra los mili-
tares. Debido a las acciones de éstos —dice Polo a la autoridades en
la ciudad de México— la idolatría se encontraba entonces “bollante”.
Frustrado ante la imposibilidad de poner orden sin la contribución
de los militares, Polo siente nostalgia por un pasado menos proble-
mático donde la violencia de la conquista estaba también al servicio
de los misioneros, agregando que cuando todos parecían odiar a los
jesuitas, ellos tomaban “por mejor remedio el callar y disimular”. En
algún momento incluso solicita que de México se enviara a la Mesa
un misionero “pacato” para evitar problemas con los militares del
presidio. Era mejor tener ahí a un jesuita sin carácter, que a uno que
fuera a ahondar las diferencias con los militares. Independientemen-
te de los crecientes problemas para los jesuitas, por debajo de todas
estas consideraciones permanece la opinión de Polo sobre los indí-
genas y su cultura: los cultos “falsos” se solucionaban rompiendo, en
la cabeza de los indios, las “piedras” que éstos veneraban (Meyer,
1989: 172-174, 180).
Sin embargo, no todos los misioneros pensaban que la solución
era esta violencia fácil. José Ortega advierte que los planes de reubi-
car al visitador cada tres años en una misión diferente eran contra-
producentes puesto que quien permanecía por tan corto tiempo en
un lugar, se iba sabiendo muy poco de los indios (Meyer, 1989: 106).
Si conocerlos (el primer paso para evangelizarlos) requería de un
periodo de más de tres años, puede pensarse lo prolongado que re-
sultaría el proceso para considerarlos cristianos. En las cartas de
Ortega, quien aboga por un desarrollo de larga duración como úni-
ca manera de acertar en la forma de ser de los indígenas, es legible
una paulatina adaptación al medio ambiente en que se encontraba.
A pesar de que en su información sobre la religión indígena Or-
tega no parece particularmente interesado en entender el mundo
que describe, y a pesar de que como otros religiosos relega las creen-
cias de los nayares al absurdo (son “ficciones”, “fantasías”), hay en su
obra un excedente en dos sentidos: por un lado, en su consideración
sobre la lengua cora y por otro, en su ya mencionada capacidad para
250 IVONNE DEL VALLE

relativizar algunos aspectos de su cultura (como la agudeza discursi-


va de los indígenas o el esplendor de un protocolo que no por dis-
tinto y “bárbaro” le parecía menos grandioso).
Más allá de que el aprendizaje de las lenguas indígenas fuera una
condición indispensable para la conversión, y que en este sentido las
obras escritas por Ortega para facilitar su aprendizaje a futuros mi-
sioneros, no fueran sino una práctica común a muchos evange-
lizadores, él parece orgulloso de su destreza en el idioma, la cual
según él lo convierte en intérprete privilegiado de lo local.9 En sus
escritos, los misioneros que no entienden la sierra tampoco conocen
el cora. Su insensibilidad a un lugar los hacía dar respuestas absur-
das, sordas a la realidad y a los problemas que se les planteaban
(Meyer, 1989: 100).
Su conocimiento del cora se convierte no sólo en metáfora de
pertenencia al lugar, sino en el signo que lo distigue —para bien o
para mal— de sus compañeros. Gracias a este conocimiento de la
lengua puede pedir en 1745 que no lo trasladen de la misión de
Jesús María, a la de la Mesa; pero también por ser él quien mejor
sabía la lengua a pesar de sus quejas sobre “los escándalos” causados
entre los indios, sus superiores le negaban en 1750 el tiempo de
tregua que pedía fuera de misiones. Por su habilidad lingüística,
Ortega era necesario en el Nayar.
Si la reflexión de Fernando Consag ante el cuadro de Francisco
Javier sobre los cambios del jesuita en territorio americano no podía
referirse a un proceso paulatino (la imagen muestra el resultado de
un largo proceso y no éste en sí mismo), las cartas de Ortega son un
ejemplo de cómo un sujeto podía modificarse hasta lograr confun-
dirse con el entorno y con la lengua de sus habitantes: un proceso de
hacer propia una tierra, unas costumbres y una lengua, anteriormen-
te extrañas. O, como diría Pierre Bourdieu, el arte de ir adoptando
una serie de nuevos hábitos que transformaban la subjetividad.

9 Ortega escribió una Doctrina cristiana, oraciones, confesionario y vocabulario en

lengua cora, publicada en 1729 por el obispo de Guadalajara, según señala Ortega
mismo (216). Rosa Yáñez afirma, sin embargo, que al parecer ninguno de los com-
piladores de obras lingüísticas coloniales ha llegado a ver la obra. En 1731 se pu-
blican también sus Oraciones y cathecismo christiano en lengua cora. En 1732 se impri-
men dos textos de Ortega —los más conocidos: el Vocabulario en lenguas castellana y
cora, y el Confesionario en lengua cora (2002: 171)—. En 1745, Ortega dice llevar
años escribiendo un arte de la lengua cora del que no se tiene noticia alguna (Yáñez,
2002: 171).
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 251
En 1730 las notas de Ortega sobre su posible martirio durante un
levantamiento indígena hacen pensar que éste se hallaba en la sierra
por obediencia y no por voluntad propia. Sin embargo, para 1745,
ni los votos de obediencia podían obligarlo a dejar su misión y a “sus”
indios (en Jesús María) para pasar a otra que él consideraba menos
“indígena” (la Mesa) y por ello menos digna de su presencia. En la
Mesa, señala, el cora no era necesario puesto que todos hablaban
castellano, cuestión —sin duda exagerada— que le impediría con-
cluir el “Arte de la lengua” en que llevaba 18 años trabajando. En la
Mesa, además, estaban los soldados del presidio, compañía que Or-
tega no estaba interesado en cultivar. Después de 15 años divagacio-
nes en torno al cumplimiento de un deber que lo ponía en peligro
de muerte, Ortega pensaba en otra muerte, no a manos de los indí-
genas, sino con ellos. Tanto deseaba quedarse en Jesús María que
había escogido el sitio donde debían ser depositados sus restos: “tenía
señalado y avisado a mis hijos el lugar de mi entierro, creyendo que
había de tener la gloria de morir entre mis indios,” dice, para mostrar
su afecto al lugar (era su casa) y su molestia ante la idea de tener
que mudarse de misión.
De la carta de Ortega al provincial, y de las cartas de sus compa-
ñeros misioneros apoyando la petición de Ortega de no ser movido
de Jesús María se deduce que el cambio propuesto por el provincial
en parte tenía que ver con el apego de Ortega por los indígenas de
su misión; apego que según el visitador, Gregorio Hernáez, constituía
una falta. En su carta, Ortega defiende su decisión:

Otro motivo dice el padre visitador tiene para estas mudanzas y que las juz-
gue muy convenientes y es que pegan al corazón los padres a sus indios pues
yo digo de mí que me anden quitando porque exponiéndome con indios los
meto dentro de mi corazón. Acuérdome del venerable padre Zapa que mu-
rió en san Gregorio suplicándole a la virgen… que le manifestara su gusto y
lo que quería de él, le respondió la santa que te aindies. Yo no entiendo cómo
mi padre desafecto a los indios porque si hay afecto habrá amor que es vín-
culo que pega. Yo soy de sentir que desdicha de misión donde el padre no
tiene en su corazón a sus indios y los indios con sus almas a su padre, a in-
ducir al padre y aprenderá la lengua le excusará a los superiores las molestias
de propuestas y hará lo que quisiere de sus feligreses.

Aunque es posible ver en este afecto una fuerte carga de paterna-


lismo (el aprendizaje de la lengua tenía como fin, dice, no sólo en-
252 IVONNE DEL VALLE

tenderse con los indios, sino hacer lo que se quisiera con ellos), la
propuesta de Ortega respecto a la necesidad de “aindiarse” implica
transformaciones contrarias al paternalismo. Aindiarse —dice Orte-
ga— el imperativo de devenir otro, de asumir personalmente las
costumbres de los indios, sin hacerse indio, sin embargo.
El párrafo arriba transcrito es quizás un ejemplo de lo que impli-
caba el término. Al leerlo me pregunto sobre la relación de Ortega
con el español enrarecido de su carta, el origen de la frase “pegar
algo” al corazón, su confuso uso de tiempos verbales, y en general
sobre la idiosincrática sintaxis del misionero. No siempre es fácil
seguir a Ortega en su misiva. Con la cuidadosa estructuración de su
“caso” buscando que el provincial admita dejarlo en su misión, con-
trasta este español afectado en el que se manifiesta una influencia
que se nos escapa (¿el cora?). Para cerrar su petición, el misionero
acepta acatar la resolución del provincial; también en la Mesa había
indios y eso era suficiente para sentirse en casa (todas las citas ante-
riores: Meyer, 1989: 99-106).
Sin embargo, cinco años más tarde Ortega pide permiso para
marcharse de las misiones. Sin otros datos que ayuden a explicar este
drástico giro de los acontecimientos (más allá de los “escándalos”
que supuestamente había causado entre los indios), adelantar cual-
quier explicación no sería sino un ejercicio arriesgado de la fantasía.
En todo caso (1750) Ortega sabe que por su integración al lugar sus
superiores no le permiten dejar la provincia. Esta integración se
relacionaba con cuestiones que rebasaban su maestría en la lengua
y con su comodidad y pericia en un espacio geográfico que difi-
cultaba el tránsito y la comunicación, sobre todo durante la tem-
porada de lluvias. “No sé” —dice Ortega de su capacidad de atrave-
sar las peligrosas corrientes de los ríos— “si habrá otro padre o tan
indio o tan bárbaro como yo que pueda pasarlo tantas veces como
se ofrece el estar los dos pueblos de Santa Rita y Santa Rosa de la
otra banda” (Meyer, 1989: 117). Este hecho aparentemente sin de-
masiada importancia era, sin embargo, crucial para la vida en las
misiones. Durante la época de lluvias los misioneros —como ellos
mismos dicen— se hallaban incomunicados, con excepción de Or-
tega quien, como los indios, podía cruzar las peligrosas aguas una y
otra vez.
Físicamente el Nayar no era una provincia fácil. La mayoría de los
misioneros se quejaban de su clima y geografía en mayor o menor
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 253
grado. La carta de 1750 de José de Abarca (quien por hallarse cons-
tantemente enfermo no había podido aprender náhuatl, ni cora,
según Ortega) al provincial en México para pedirle se le permitiera
abandonar el Nayar, es una muestra de los efectos ruinosos que ese
medio ambiente podía tener en algunos misioneros. El clima era tan
ardiente —dice Abarca— que nada lo calmaba: ni el viento ni el
rocío. La comida se descomponía, los vestidos, el hierro, las herra-
mientas, todo estaba carcomido por el clima o arruinado por las sa-
bandijas. Para Abarca, la naturaleza de la sierra era terrible, extenuan-
te y, para colmo, carecía de los medios para aislarse pues su casa
(mero jacal en ruinas, dice) no estaba en condiciones de servirle de
refugio. Desde su llegada al lugar (hacía cuatro años, según Ortega),
afirmaba no conocer “el gusto”, ni lo que era pasar “un rato bueno”.
Evitando salir de su habitación —que no lo separaba realmente del
abrumador entorno— vivía en una especie de isla, en un limbo que
no estaba ni en un lugar ni en otro, desde el cual contemplaba la
existencia de un universo que pese a su angustia parecía transcurrir
tranquilamente a su alrededor. Sumido en la desesperación, el misio-
nero suplica se le permita salir: su presencia ahí era inútil, explica,
debido a que estaba siempre enfermo y a que no había aprendido
las lenguas, limitaciones que le impedían ir y hablar con los indios.
Ni siquiera podía visitar a otros jesuitas que apenas estaban a dos días
de camino, esfuerzo imposible para él. Una naturaleza “madrastra y
no madre”, paisaje inhóspito en el que según Abarca sólo paseaban
“bestias e indios brutos a ellas semejantes”, lo había derrotado en un
lapso de cuatro años (Meyer, 1989: 111-113).10
En el caso de este misionero era evidente el reto que implicaba
vivir en territorio de misiones: se requería de una voluntad y un es-
fuerzo enormes que permitieran hacer lo necesario ya para acostum-
brarse a un medio ambiente inhóspito, ya para modificar este am-
biente de manera que resultara tolerable para el sujeto en cuestión.
En Abarca, sin embargo, esta energía es consumida en la negatividad
de su autoconmiseración. Tal emotividad paralizante sustituye en
todo caso una conducta (adaptarse a vivir en dichas condiciones) que

10 Los informes de los misioneros franciscanos en 1744 hacen especial hincapié

en lo terrible que resultaba el medio ambiente en la zona: el calor insoportable, los


innumerables animales ponzoñosos, los ríos intransitables, tempestades capaces de
arrasar con pueblos en una sola tarde (Véase Meyer, 1990: 237-252).
254 IVONNE DEL VALLE

no quiere o no puede seguir. En este sentido, la diferencia entre


Abarca y Ortega no podía ser mayor: mientras uno permanecía ate-
morizado dentro del edificio de la misión, el otro atravesaba con
comodidad ríos que nadie más cruzaba.
A finales del siglo xviii, Johann Herder señalaba que en las histo-
rias sobre las conquistas de nuevas tierras, tanto como en las de las
empresas comerciales y misiones ahí establecidas, había siempre
imágenes patéticas de europeos que incapaces de despojarse de sus
costumbres y hábitos, y adaptarse a las condiciones de los territorios
en los que se hallaban, representaban un papel absurdo y fuera de
lugar (185). Aunque Abarca quizá no era europeo, sino criollo o
mestizo, su caso recuerda la condena de Herder a un proyecto ilus-
trado de colonización que sugería una forma de vida universal, apli-
cable a todo sitio independientemente de las circunstancias. Como
vemos, al menos en el caso de la sierra del Nayar, Abarca considera-
ba que la vida tal como él la entendía era impracticable. Incapaz de
asumir las formas de vida indígena (tan salvaje como la de los ani-
males, desde su perspectiva) con las que sí se podía vivir en dicho
ambiente, el misionero se sume en una inmovilización que reduce
su carácter de sujeto a una emotividad arruinada. Tampoco asume la
responsabilidad y el reto de marcharse de ahí sin permiso de sus
superiores. Frente a esta opción está la de Ortega, quien se decide
por la “barbarie” de la sierra.
Comentando la orografía del Nayar (sus “laberintos”, “quebradas
montañas”, “sierras altísimas”, “barrancos profundos”, “cuchillas y
laderas pendientes”, “profundos despeñaderos”), Ortega anota en la
carta al provincial lo que un “caballero juicioso y discreto” había
ironizado al contemplar semejante espectáculo: que dicha tierra sólo
era “a próposito o para apóstoles o para apóstatas” (108). Como si
señalara que Abarca mucho de apóstol no tenía… Además sugiere
que las dificultades enfrentadas por este misionero (su desgastada
salud, su estado de ánimo) eran causadas por otra cosa que su “no
tener genio para indios” (Meyer, 1989: 115). Así pues, según Ortega,
era necesario un carácter especial para adaptarse a la vida del lugar:
si la persona debía tener la disposición para vivir de determinada
forma y, para tenerla, hacía falta el lugar que la hiciera surgir, cum-
plirse. En este sentido hay que tomar seriamente la frase con que
Ortega firma la carta de 1750 al provincial: “su indio Ortega” (Meyer,
1989: 118), no porque el misionero se hubiera convertido en indio,
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 255
sino porque entre él y la sierra de los indios había tal relación que
él era el más bárbaro, el más indio de todos los misioneros.
Michael Taussig, siguiendo a Roger Caillois, dice que la función
mimética opuesta a la razón instrumental que ve a la naturaleza en
función de su “utilidad”, radica en “dejarse tentar por el espacio”
(1993: 34): un momento de tensión cuya resolución está en conver-
tirse en un punto entre otros, en perder los límites que separan del
espacio en el que se encuentra el sujeto. Al Ortega que en la crónica
de conquista describe con una mezcla de horror y admiración la
“majestuosa barbarie” del Tonati, y al Ortega que se ha “aindiado”,
los separa y conecta al mismo tiempo una elección: la de enfrentar
la tentación (el llamado de una majestuosidad “bárbara”), aceptán-
dola, perdiendo los propios límites en ese universo de ríos impasables
y montañas impenetrables. Jácome Doye, junto con Ortega uno de
los jesuitas veteranos en el Nayar, firmaba sus cartas como “Jácome-
Doye, flandro-belga” (Burrus-Zubillaga, 1982: 293), como recordan-
do otro lugar, eligiendo ese otro espacio, lejano en Europa, como
garantía y marca de su escritura. Lo inusual de esta signatura hace
posible pensar que Ortega tuviera esto en mente al firmar como “su
indio Ortega”, eligiendo así ese espacio y ese ser modificado para
avalar lo dicho.
La habilidad de Ortega de cruzar los ríos, la cual junto con su
conocimiento del cora lo separa del resto de sus compañeros, es una
forma del “conocimiento sensual” (Taussig, 1993: 44), en la medida
en que Ortega, el criollo (o mestizo), aprendía de los indios y el río,
y se plegaba al conocimiento local sobre las formas de habitar en el
lugar. La despectiva frase de Abarca(sólo bestias e indios eran capaces
de vivir en la sierra es un ejemplo de cómo otros jesuitas podían
entender a sus compañeros adaptados a la vida en las fronteras.
Al final de su carta, mientras espera resolución acerca de su soli-
citud de salir de las misiones, Ortega informa a sus superiores que
como él se había “pasado” a la misión de Peyotán, era necesario que
enviaran a alguien a Jesús María. El que llegara, añade, encontraría
iglesia adornada, una buena casa, indios todos de confesión y comu-
nión (a los que, promete, ayudaría a confesar); por si la oferta no
fuera suficientemente atractiva, propone dar al nuevo misionero
“maíz, carne, mulas y bestias y cuanto quisiere para pasar con gusto;
y que los 300 pesos de su limosna sólo le sirven para vestirse, vino,
etc.” (Meyer, 1989: 117- 118). Lo sorpresivo de esta propuesta, que
256 IVONNE DEL VALLE

pone a Ortega en una relación jerárquica “anormal” con sus superio-


res —como si él pudiera administrar su vida y “su” provincia hace y
deshace, informando sin consultar— demuestra que también en otro
sentido era verdad lo dicho por el misionero acerca de haber pasado
el río y encontrarse ya en otro lado, otro sitio en el cual las reglas de
obediencia, los reglamentos y la forma de vida jesuita quedaban di-
luidos ante las necesidades (cualesquiera que fueran éstas) más reales
y tangibles de su universo local. Con este gesto, Ortega resuelve la
tensión causada por el choque entre su no poder irse del Nayar por-
que se lo impiden sus superiores y su deseo de dejarlo por un tiempo.
Esta solución parcial le permite vivir el mundo que se había forjado
entre los nayares, en sus propias condiciones, sin tener que esperar
las decisiones de sus superiores.
Aunque no al grado de Ortega, otros misioneros también parecen
afectados por el mundo de los nayares. Como recordaremos, su re-
ligiosidad resultaba incontrolable y excesiva para los jesuitas. En este
sentido y examinando los documentos en relación con otras pro-
vincias misioneras en el siglo xviii, uno de los aspectos que más
llama la atención en el Nayar es la continuada presencia de lo de-
moniaco. El diablo, olvidado en otras regiones es —según los jesui-
tas— omnipresente entre los nayares. Aun cuando en Sonora los
hechiceros estaban en todos lados, los misioneros de dicha provincia
muchas veces ni siquiera se molestan en averiguar lo qué podía haber
de cierto respecto a tal o cual culto idolátrico: si los pimas creían o
no, por ejemplo, que había algo sagrado o mágico en las tormentas
—cuestión que los jesuitas plantean y desechan inmediatamente—
parece irrelevante para los misioneros. En cambio, la lucha entre el
bien y el mal era la cotidianeidad en la sierra.
El historiador Jean Meyer sugiere que los misioneros, más que
creer en los objetos idolátricos en tanto que artefactos diabólicos,
simplemente reconocían su eficacia simbólica (1992: 93); aunque
desde luego esto es posible, en ocasiones los jesuitas parecen conce-
der mucha más importancia a determinados objetos. A pesar de que
algún misionero se refiere a la entrega de una mujer cora a las prác-
ticas religiosas prohibidas con un adjetivo que hace del acto una
cuestión de ignorancia, que de algún modo la libera de culpa, “la
engañada sencillez” de la vieja, (Burrus-Zubillaga, 1982: 290), estos
adjetivos, sin embargo, parecen un simplificado membrete si se con-
trastan con el complejo aparato dedicado a terminar con los errores
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 257
de los nayares (su supuesta “sencillez”). Hacer funcionar dicho apa-
rato parece consumir mucha energía a los misioneros, al menos
hasta la década de 1750.
En la sierra, al hallazgo de adoratorios y objetos de culto seguía
esparcir agua bendita y levantar altas cruces, además de la fuerza
purificadora del fuego. Los misioneros estaban empecinados en la
tarea continua de buscarlos y destruirlos, obligando a los indígenas
a participar en la realización de dichas actividades: en el centro del
patio donde se impartía la doctrina estaba la hoguera; al pie de la
cruz de la misión, las piedras idolátricas. A la magia de la idolatría,
los misioneros respondían con la magia del cristianismo. La iglesia
de Dolores, el pueblo entero, estaban tan contaminados por las
prácticas realizadas por tanto “cristiano falso” que decidieron no sólo
abandonarlos, sino incluso quemarlos para que no quedaran huellas
de los espacios físicos tocados por tanto error (Meyer, 1989: 142,
148-149).11
En ciertos pasajes la idolatría y sus objetos rebasaban su función
obligada, o cuando menos esperada, en tanto que contraparte “ne-
cesaria” a la labor evangélica de los misioneros, lo que parece llevar
a estos últimos a un momento de duda. En 1745 Jácome Doye, al
narrar una quema de objetos idolátricos, destaca uno con una mezcla
de curiosidad y cariño que hace pensar en cierta ambigüedad de
parte del misionero. Porque ¿qué sentido puede haber en referirse
a lo que se considera como superstición e idolatría —por lo tanto

11 Sin embargo, como ya señalé en el capítulo 2, en contraste con el franciscano

Antonio Arias, el celo jesuita parece disminuido respecto al de la primera evange-


lización. Así como los misioneros de la zona central de la Nueva España en el siglo
xvi consideraban a los indígenas nahuas especialmente “corrompidos” por su reli-
gión, Arias piensa que los nayares no tenían “palabra ni obra que no sea una su-
perstición”. Para este misionero, el demonio era tan real en el Nayar que incluso
ciertos efectos climáticos (“culebras” que aparecían en las nubes en tiempo de
lluvias), es decir la realidad visible a todos, era consecuencia de las batallas peleadas
en otras épocas por las deidades nayares. En sus escritos, Arias hace un esbozo —al
estilo Bernardino de Sahagún— del panteón Nayar, proporcionando información
que habría permitido reconocer las deidades a quiénes estaban dedicados los tem-
plos de acuerdo con las ofrendas encontradas (Santoscoy 21-27). En ningún docu-
mento jesuita hay un análisis de esta naturaleza sobre lo que están destruyendo: a
qué dios veneraban en tal o cual adoratorio y qué cualidades se le atribuían, quié-
nes podían acudir a él y para qué, etc. Tampoco dicen conocer los datos propor-
cionados por Arias.
258 IVONNE DEL VALLE

opuesto a la cristiandad— con palabras de cariño, una atención al


detalle que rebasa el celo evangélico?

Libré yo de este gustoso incendio, una petaquilla de palma que contenía un


pedacito de vidrio, labrado en forma de un animalito, de hocico largo, con
orejas y cuello y no más. Parecióme ser astita de algún vasito quebrado. Este
vidrito estaba envuelto en algodón limpio y metido en la petaquita. Supe que
este mismo había sido objeto de la falsa y diabólica adoración (Burrus-Zubi-
llaga, 1982: 292).

Aunque más tarde lo destruye (lo tira al suelo y lo pisa, “a la vista


de todos”, para agregar un elemento de teatralidad a su acto de
censura), el gesto de salvar el “animalito” del incendio, de tenerlo
en las manos y observarlo cuidadosamente parece paralelo a una
reflexión sobre su poder y sus efectos. El que un artículo tan peque-
ño —que a Doye le parece además incompleto— tuviera tanta ener-
gía, irradiaba algún misterio. La profusión de diminutivos tiene una
función doble. Si por un lado es la forma de transmitir el encanto
ejercido por el objeto; por otro, asegura también que sus palabras
siguieran protegiendo al vidrio que sus manos sacaban del estuche
protector.
Urbano Covarrubias, que informa sobre el descubrimiento de uno
de los cadáveres venerados por los nayares, relata lo encontrado en
el adoratorio:

Mal escarmentado el soberbio espíritu en su primera caída desde el empíreo,


por querer volar con ajenas plumas, se dejaba ahora adornar de hermosísi-
mos plumeros, tanto más horrorosos por mal aplicados, cuanto más exquisi-
tos por su natural hermosura; en lo restante de aquel diabólico templillo o
infernalísimo adoratorio se veían, dispuestas en descompasado orden, diver-
sas figuras de animales; instrumenticos curiosos de acero, sin poderse averi-
guar sus oficios; se admiraban enarbolados, curiosísismos y distintos pendo-
nes de guerra… admiramos rodelas y adargas bordadas de hermosa plumería,
antiquísimas (Meyer, 1992: 93).

La ambigüedad también es clara en la actitud de Covarrubias.


Tanto en él como en Doye hay un excedente en la mirada, en la
contemplación de objetos que siquiera momentáneamente los lleva-
ban a vislumbrar la maravilla del universo que destruían. En ambos,
antes de la anatema, hay un momento en que paralizados observan
el universo de los indígenas con arrobamiento y admiración. Después
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 259
de esta observación emotiva, el sujeto se retira del objeto, y de sí
mismo, para recuperar el control perdido. “Supe”, y al decirlo, Doye
rompe el doble encanto de la figura “idolátrica” (el experimentado
durante su inspección y repetido en el momento de la escritura),
objeto de su veneración. Con la frase, el vidrio admirado se convier-
te en otro objeto. Si por un lado, el cuidado con que lo saca de su
caja y lo desenvuelve del algodón tiene que ver con un respeto ante
una fuerza incomprensible, pero en la cual cree (en el camino hacia
la búsqueda de adoratorios, el viento y la neblina les había impedido
la visión, y Doye dice haberse “horrorizado” ante la “rabia infernal
del demonio meridiano”, Burrus-Zubillaga, 1982: 286), una vez que
nada ocurre, que no hay otros signos, el objeto puede ser revisado y
analizado como artefacto cultural.
El objeto descrito tan cuidadosamente por Doye era además —dice
el misionero— regalo para la gente de su misión de un “mal cristia-
no” de Jesús María con fama de hechicero:

Este tal embustero había venido, ocultamente, el año antecedente a tatolear


y engañar a estos laguneros; y dándoles el vidrito dijo que éste había de ser
su Tatequat que los libraría del cocolisti o epidemia, la cual había venido,
desde México, cundiendo hasta los pueblos y haciendas confinantes con esta
sierra del Nayarit (a donde, por singular protección de Dios, finalmente no
ha llegado el contagio) (Burrus-Zubillaga, 1982: 292).

En esta afirmación hay entonces una razón más para entender el


arrobamiento de Doye. El pacto de magia entre los pueblos de la
sierra para evitar el contagio procedente de la ciudad de México
funcionaba, aunque el misionero termine su frase adjudicando la
protección a su propio dios.
A Covarrubias, en cambio, parece molestarle el uso y el orden
dado a objetos hermosos, dignos de ser apreciados. Como si le hu-
biera gustado ver la belleza de plumas, adargas y pendones de guerra
en templos cristianos o, de nuevo, en un espacio para su contempla-
ción en tanto objetos estéticos, asegura que el horror de la escena
radicaba en la “mala aplicación” de objetos tan hermosos a un culto
errado.
Tanto Doye como Covarrubias dan ejemplos de lo que en el plano
personal podía implicar su permanencia en la sierra: la participación
constante en actividades que al mismo tiempo que los horrorizaban
les permitían una asombrada contemplación, la cual los alejaba mo-
260 IVONNE DEL VALLE

mentáneamente de su universo religioso y abría un pequeño espacio


en el que, embelesados, se convertían en testigos de un mundo “pa-
gano”, brillante y atractivo en su poder.
A veces también algunas aclaraciones en el discurso muestran a
los misioneros confundidos por el universo en que habitan. Francis-
co de Isasi, cuando cuenta sobre las principales deidades nayares, el
sol y su hijo el fuego (el Nayerit), dice que este último era “aquel
mismo esqueleto que ahora, ocho o nueve años, se llevó a México,
de un indio muerto, el cual dicen, aunque yo no lo creo, haber nacido
de madre virgen, concebido por obra del Sol, el cual era otro indio
grande hechicero” (Meyer, 1989: 64, cursivas agregado). Isasi se de-
tiene en medio de su relato, cortándolo y formando así un espacio
que le permite salir él mismo del universo de dioses “falsos” y gran-
diosos al que ha transportado con su relación, para decir que él no
lo cree. Que considerara necesario incluir esta aclaración habla de
la posibilidad de sucumbir a la coherencia de las nuevas teogonías:
era posible que el hijo del sol, la deidad Nayar, hubiera sido conce-
bido en una virgen, pero Isasi no lo creía.
Las palabras del primer gobernador impuesto por los conquista-
dores explicando la remisión a la ciudad de México de un alfanje
como prueba de la dificultad de la conquista, permiten entender la
importante función diferenciadora de estos breves “apartes”. A veces
se defendía en ellos la propia identidad, la demarcación de una di-
ferencia que distinguía al sujeto del relato, de su objeto. Llegar a la
cima de la sierra —dice el gobernador— había resultado bastante
complicado ya que “los chichimecos” les habían impedido el ascenso
disparándoles desde la parte superior con arco y flechas y tirándoles
innumerables piedras con sus hondas. Más adelante en el relato,
cuando explica el origen de un alfanje de los indios que remite a las
autoridades como prueba del “ataque” sufrido, añade que uno de los
soldados se había salvado del “alfanjazo” de parte de Taguitole, “un
indio capitán”, por medio de “una pedrada” ya que incluso los mili-
tares usaban las piedras “por tenerlas a la mano”. Como ya había
asentado que los chichimecos usaban piedras para pelear, al gober-
nador le parece necesario aclarar —no fuera a pensarse que ellos
también eran indios, sobre todo cuando lo que enviaba como mues-
tra de las armas nayares era un alfanje y no una piedra— que ellos
habían utilizado las rocas de forma contingente, porque estaban ahí
y no porque hubieran sido parte de su arsenal militar. Tal como in-
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 261
dica este par de aclaraciones saber o hacer lo mismo que los indios
podía resultar sospechoso, implicaba un atolladero discursivo de
identidades que podía confundir.
En ambos casos, quien escribe parece darse cuenta de que su re-
lato tiene la capacidad de transmitir a sus lectores la fuerza de lo
representado. Contar era una forma de llevarlos al universo nayar.
Por eso, como si de pronto ellos mismos se descubrieran ahí (ya
demasiado cómodos, tan inmersos que eran casi indiferenciables de
lo narrado), eran necesarios los gestos de volver en sí, la reacción
que (les) recordara que estaban combatiendo universo. De esta for-
ma, más que sacar a los lectores por medio de una frase que cortara
la fluidez del relato, era necesario salir ellos mismos de esta maraña
de usos y creencias nayares.

aprendiendo guaycura

La misión de San Luis Gonzaga estaba en un área especialmente


desolada de la península de Baja California, con muy pocos recursos
naturales expotables y una muy baja densidad de población. Según
Paul Kirchhoff era la región más pobre en plantas y animales que
pudieran servir a sus habitantes para sus industrias y alimentación
(prólogo a Baegert, xx). Además, fuera de las rutas que comunicaban
con las misiones más importantes, San Luis, en el sureste de la pe-
nínsula, estaba verdaderamente aislada.
Por estas circunstancias, durante su estancia con los indios guaycu-
ras, Jacobo Baegert carece de muchos objetos cotidianos comúnes en
otros medios y de una comunidad cristiana con la cual compartir su
experiencia. En Baja California, fuera de las reuniones esporádicas
con otros misioneros, no había, desde la perspectiva de los religiosos,
con quien hablar.12 Debido al “salvajismo” de los indígenas de la
península, el Dios cristiano y el espacio cívico se retraían hasta con-
centrarse en la sola persona del jesuita, único representante de am-
bos. No se trataba nada más de que en condiciones semejantes los
12 Aunque al menos estaban acompañados por soldados —además, obviamente,

de los indios— en sus escritos es evidente que no les parecen una compañía grata:
los consideran rudos, con poca educación y conocimientos y por lo tanto, de esca-
sa conversación.
262 IVONNE DEL VALLE

misioneros funcionaran como la misma institución (la Iglesia, la


Compañía), sino que además eran el único lugar desde el cual se
podía pensar y hablar del Dios cristiano. Esta ausencia de comunidad
implicaba una soledad no aliviada por la presencia de los indígenas.
De hecho, al menos en el caso de Baegert, lo contrario parece ser la
regla, ya que cada mención de los indígenas intensifica el aislamien-
to del misionero.
Como vimos en la sección sobre la escritura etnográfica en el ca-
pítulo anterior, Baegert acentúa la inadecuación entre una estructu-
ra de hábitos occidentales y las costumbres de los californios, pero al
mismo tiempo escatima una explicación de la visión del mundo de
los guaycuras que ayudara a comprender cómo interpretaban los
indígenas su propia vida. Para ejemplificar esta ausencia en la escri-
tura de Baegert me referiré a las interminables pláticas en las que el
misionero sólo parece participar como un simple testigo incómodo,
incluso en las instancias en que es claramente el interlocutor de los
indígenas. Estas voces constituyen la etnografía que no escribió.13 Por
ejemplo, cuando los californios iban a verlo solían platicar largamen-
te: “cuando vienen a visitar al misionero y terminan de echar su
discurso” (79), no decía siquiera de qué le hablaban, como si sus
palabras no tuvieran la menor trascendencia, o no significaran nada.
Por las noches los guaycuras hablaban “hasta cansarse de tanta pala-
brería o hasta que ya no se les ocurría nada”, para salir al día siguien-
te a buscar comida. En el camino “seguía la plática, las risas y los
chistes”. Sus descansos no daban, sin embargo, tregua a su lengua.
La comida la hacían “en medio de interminables pláticas” y finalmen-
te se iban a descansar de nuevo conversando. No obstante, de todas
estas palabras el lector no sólo recibe los sustantivos con que Baegert
las excluye de sus escritos: “niñerías”, “obscenidades”, “bagatelas”,
“toda clase de maldades” (126-7).
Los reparos del misionero con las posibilidades discursivas del
guaycura están relacionados con dos hechos contrarios: por un lado,
con cierto resentido mutismo de su parte, al parecer sin palabras y

13 A este tipo de ausencias me refería en el capítulo anterior (véase la nota 33)

cuando señalaba que Baegert no es un gran observador de la vida guaycura. Al


menos en lo que se refiere a ideas y costumbres religiosas no hay casi ningún dato
en su obra. Paul Kirchhoff señala precisamente en el prólogo a su libro en español
que Baegert no parece ver este aspecto de la vida de los guaycuras y sólo se con-
centra en aspectos meramente materiales (XXI).
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 263
sin interlocutores, condenado (voluntariamente) a ser simple escu-
cha de una activa comunidad lingüística, cuya prolijidad debía acen-
tuar su aislamiento; por otro, con el hecho de que —según él— ésta
era una lengua tan extraña que sus esfuerzos por hablarla habían
terminado afectando su constitución como sujeto. Este segundo as-
pecto es central puesto que siguiendo las ideas del mismo Baegert,
la lengua era un marcador tanto de ciudadanía como de estilo. O al
menos eso sugiere cuando explica el tono y los datos “exagerados”
de la crónica de la península escrita por Manuel Venegas en el hecho
de que había sido elaborada por un español cuya lengua sólo podía
producir un texto semejante.
En el prólogo de su libro Noticias de California, escrito en alemán,
Baegert se disculpa por sus errores ortográficos y por resultar “áspe-
ro y chocante” en la escritura, y justifica ambas fallas en los 17 años
que había pasado en California, tiempo en el cual, dice, “casi” había
olvidado su “lengua materna” (8). Este dato puede sonar exagerado,
como un artificio retórico para sorprender a sus lectores; sin embar-
go, en una carta escrita a su hermano en 1757 ya dudaba de su alemán
y señalaba también que para no olvidar el latín se dedicaba a hacer
ejercicios de traducción (Nunis, 190). En otra carta a su hermano,
escrita cuatro años más tarde, confesaba que pese a haber empezado
a escribir en alemán, había tenido que desistir por haberlo encontra-
do “demasiado difícil” (Nunis, 236).14 Debe tomarse en cuenta que
esto lo dice en 1761, cuando todavía le quedaban 7 años entre los
guaycuras, por lo que es posible pensar que hacia el final de su esta-
día en Baja California su capacidad lingüística en alemán estaba se-
riamente comprometida, tal como indica él mismo.
Sin embargo, al mismo tiempo que Baegert perdía su lengua ma-
terna (su correspondencia la escribía en latín), aprendía la de los
indígenas.15 Si de su decisión de silenciar las palabras de los califor-

14 El traductor al español de las Noticias de la península, afirma que el texto en

alemán está lleno de palabras anticuadas y regionalismos desconocidos para el


alemán literario. En general, el estilo le parece tan extraño que sugiere que tal vez
Baegert lo escribió primero en otra lengua y después lo tradujo al alemán (XLI-
XLIII).
15 Es interesante que el misionero conserve mejor el latín (una lengua artificial

en el sentido en que era una especie de código reservado para el estudio y la co-
municación escrita) y no el alemán que había sido su lengua de uso cotidiano. En
cuanto al guaycura, en 1752 Baegert informa a su hemano que ya puede sostener
una conversación en dicha lengua sin ayuda de un intérprete (Nunis, 156). Para
264 IVONNE DEL VALLE

nios puede deducirse la actitud del misionero sobre lo que era posi-
ble decir en guaycura, lo señalado por él en torno al proceso de
aprendizaje de dicha lengua no deja lugar a dudas. “Para poder ex-
presarse en lengua tan salvaje y tan pobre, tan inhumana y torpe”,
dice, “el europeo tiene casi que fundirse de nuevo y hacerse medio ca-
lifornio” (cursivas mías, 135). En las siguientes páginas quisiera pensar
en las implicaciones de una frase semejante en la que lengua y cuer-
po, los dos puntos de encuentro entre el sujeto y el mundo —uno
simbólico, el otro sensorial— quedan íntimamente ligados: comuni-
carse en una lengua lejana al universo conceptual europeo implicaba
perder la integridad corporal, desdibujar los contornos del propio
cuerpo y la propia subjetividad y establecer con ambos una relación
enajenada, quedar casi desposeído de uno mismo, tornarse otro.
Ante la conjunción de los datos e hipótesis que proporciona Bae-
gert (la lengua definía al sujeto y él había olvidado el alemán y, en
cambio, para hablar guaycura había tenido que “medio” convertirse
en californio) me pregunto: ¿desde dónde entonces escribe Baegert,
el narrador más pesimista de California? ¿desde qué universo simbó-
lico cuando su alemán estaba fragmentado y su guaycura sólo impli-
caba una conversión a medias? Creo que el espacio abierto por estas
preguntas señala las profundas transformaciones de sujetos que vi-
ven en los límites del mundo occidental.
Una pista de la actitud con que Baegert entendía y asumía estas
transformaciones se encuentra en la emotividad evidente en sus car-
tas y su libro. Pero antes de discutir este aspecto, quiero señalar las
ideas de Baegert respecto a lo que Michel Foucault llamaría la rela-
ción entre las palabras y las cosas. A decir de Foucault, en el siglo
xviii se concebía a las lenguas con una fría objetividad que eludía a
la lengua misma en tanto que espesor significante. Consideradas más
bien como entidades funcionales sin otro significado que el de la
denotación, los signos eran vistos como marcas “transparentes y neu-
tras” (1993: 84 y 62), que no agregaban nada: su tarea era simple-
mente representar lo percibido.
Esta concepción desproblematizada está presente en las conside-
raciones de Baegert en torno al guaycura. De hecho dice dejar el
tema de la lengua hasta el final de su sección etnográfica con la in-

un estudio de la lengua (llamada waikuri por los lingüistas actuales) véase Raoul
Zamponi, “Fragments of Waikuri (Baja California)”, en Anthropological Linguistics 46:
2 (2004) 156 -193.
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 265
tención de que su lector “ya familiarizado” con las costumbres y ca-
racterísticas de los indígenas, se formara con estos materiales, “una
idea de cómo debía ser su idioma” (129). Y añade que si el público
tuviera alguna duda sobre la existencia de tal o cual palabra en gua-
ycura, solamente debería reflexionar si dicha palabra habría estado
“en concordancia” con “las ocupaciones diarias, la crianza o la edu-
cación de los niños” (133). De tal forma era ésta una lengua trans-
parente y entre ella y el universo de los guaycuras había una relación
tautológica: sus actividades y sus costumbres estaban por completo
en su lengua, y ahí no había nada que no existiera en el ámbito de
sus actividades. En este sentido, sus signos no interesaban porque en
ellos no se veía una intención particular. La lengua se correspondía
signo a signo con la vida de sus hablantes, por tal razón, igual que
éstos, era una lengua “salvaje”.
Lo que para el misionero eran las muchas carencias culturales,
cívicas y religiosas de los guaycuras tenía su paralelo en una lengua a
la que “faltaban” palabras para decir el mundo y las relaciones entre
sus objetos: sustantivos, preposiciones, modos verbales. Como si el
mundo fuera sólo uno, visible y asequible a todos por igual, la deficien-
cia del guaycura era doble y radicaba en su no poder decir la totalidad
del horizonte simbólico de Baegert y en decir lo que podía con una
“extraña” sintaxis (le “hacían falta” preposiciones, su orden era in-
congruente), alterando el ordenamiento “natural” del mundo.
Esta concepción de la lengua haría pensar que su aprendizaje
debía haber sido relativamente sencillo: se trataba de seguir ejercicios
de reducción y desaparición, de “olvidar” (o fingir que no existían)
las relaciones entre los objetos formuladas por las preposiciones por
ejemplo, de olvidarse también de todo concepto abstracto. Y aquí no
estoy diciendo que en realidad esto fuera necesario para aprender
guaycura, o que para un guaycura fuera imposible pensar de forma
abstracta, sino que éstos serían los ejercicios a realizar según la lógi-
ca de lo dicho por Baegert respecto a la lengua. Como es evidente,
sin embargo, la concepción desproblematizada de las lenguas (el
mundo era uno y las diferentes lenguas tan sólo lo decían bien o
mal) se vendría abajo al pretender seguir estos ejercicios de reduc-
ción y elisión. Según Baegert, para hablar guaycura era necesario
“casi” fundirse, olvidarse de quién se era, qué se sabía y qué se creía
para poder participar en el universo dicho en tal lengua. Si el sujeto
resultante de este proceso era otro (un medio californio que además
266 IVONNE DEL VALLE

ya no hablaba bien alemán), el horizonte cultural, religioso y episte-


mológico que se habitaba en guaycura por fuerza tenía también que
ser otro. Así, la diferencia entre el guaycura y el alemán provenía no
de los grados de adecuación de sus vocabularios y su sintaxis al mun-
do, sino de su nombrar mundos distintos.
Para señalar la contigüidad entre mundo exterior, lengua y uni-
verso epistémico, indico cómo Baegert había dicho que las costum-
bres indígenas no se debían a que tuvieran una naturaleza depravada,
sino a las condiciones de su entorno (Nunis, 168). Según esta con-
clusión, su vida seguía los lineamientos del paisaje y sus recursos, y
puesto que la lengua era por su parte del todo predecible en sus
costumbres, la lengua guaycura sería así una mimesis secundaria (de
las costumbres dichas por la lengua) de una primera mimesis (las
costumbres que seguían a la naturaleza californiana) en un universo
orgánico y coherente consigo mismo, en el cual lo fuera de lugar
serían el misionero y su lenguaje que decían otra naturaleza y otras
costumbres desligadas del paisaje californiano y sus posibilidades.
Como en el caso de Joseph Och en Sonora, Baegert ponía diques
a su entrada al mundo guaycura. Porque hablar dicha lengua habría
significado ceder ante una cultura y un medio ambiente “salvajes”,
Baegert dice haberla aprendido “hasta donde resultaba necesario”
(130), optando por permanecer en los márgenes del guaycura. De la
misma forma, para aprenderla dice haber tenido solamente que ha-
cerse “medio” californio: como si su no conocer la lengua del todo
representara un mecanismo de control para mantener lo “salvaje” del
otro lado del umbral lingüístico y cognitivo, él decide permanecer a
una distancia segura de la totalidad guaycura.
Por esto es posible ver cierta ambigüedad en la confianza con que
se refería a la transparencia del guaycura. Baegert parece dudar de
que los signos en cualquier idioma se correspondieran en términos
de uno a uno. Si fuera así el mundo que vivían los guaycuras habría
sido el mismo del misionero, sólo que con menos objetos y menos
relaciones entre ellos. Sin embargo, el mundo de los indígenas más
bien parecía otro: estaba conformado por otros objetos, otros in-
tereses.
En una anécdota relatada a su hermano sobre una misa especial
celebrada en honor del patrón de la misión, dice Baegert que para
la ocasión había utilizado nuevas vestiduras, entre las cuales se incluía
la tela para el altar “toda hecha de hilos de plata con las orillas ador-
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 267
nadas en rojo y con bordes dorados y mucho encaje de tres dedos
de grueso”. A pesar de la hermosura del nuevo conjunto, a los indios
les pasa inadvertido, “le hicieron tan poco caso”, dice, “como si la
tela fuera de pelo de camello y los listones dorados y los encajes
fueran tan sólo cuerdas de lana” (Nunis, 194). Entre los guaycuras y
él no había reconocimiento, las fechas importantes y aquello que las
marcaba —el lujo de una tela especial— carecían de sentido. Impo-
sibilitado de comunicar a los otros su entusiasmo, de contagiarlos de
la solemnidad y el carácter especial de la fecha, Baegert termina la
misa asombrado y derrotado. Y este dato no es menor en la medida
en que es un indicador tanto del desajuste entre el misionero y los
indígenas, como del estado de ánimo de Baegert que se repite una
y otra vez en incidentes cuyos contenidos varían, pero cuya resolución
es semejante. Como no era el mismo universo el que se decía con
voces distintas en lenguas distintas, su aprender tan sólo “lo necesa-
rio” de la lengua lo salvaba del peligro de dejar de pertenecer a la
cultura y la universalidad para la cual el alemán, el latín y las telas
bordadas en oro y plata portaban significados reconocibles para todos
los miembros de dicha comunidad.
Si el español, una lengua relativamente similar al alemán si se le
comparaba con el guaycura, podía como él señalaba en sus comen-
tarios respecto a la obra de Venegas, marcar fuertemente a sus ha-
blantes como para distinguirlos de hablantes de otras lenguas por el
estilo con que se aproximaban al mundo, ¿qué abismos implicaba el
pensar y hablar guaycura? Si en las oraciones que Baegert había en-
señado a los indígenas, Dios habitaba no en el cielo cristiano, sino
en la “tierra encorvada”16 tal vez se trataba por eso mismo de un Dios
radicalmente distinto, porque parecería que el cielo y la “tierra en-
corvada” eran lo mismo, pero ¿lo eran?, ¿cómo señalar en qué luga-
res coincidía una lengua con otra y en qué lugares se hablaba de algo
distinto?
Es revelador que para ejemplificar su molestia por las cosas que
no se podían decir en guaycura porque carecían de sentido, elija
oraciones que sintetizan una praxis extrema de la religiosidad cristia-
na. Era imposible tratar de dar un discurso a los californios sobre

16 Al final de su sección sobre la lengua, Baegert presenta la traducción al gua-

ycura de algunas oraciones (133-139).


268 IVONNE DEL VALLE

cómo han pisoteado la vanidad de los honores [los santos], abandonado prin-
cipados y hasta reinos enteros, repartido sus bienes entre los pobres, escogido la
pobreza voluntaria, pasado largos años en penitencia rigurosísima, mortificado los
sentidos, combatido sus inclinaciones, consagrado 8 horas y más a la oración y a la
contemplación de las cosas divinas, odiado el mundo y su propia vida, vivido castos
y humildes, etc; cómo han dormido en el suelo, rechazado la carne y el vino,
etc. (cursivas suyas, 132)17

Todo esto resultaba absurdo en Baja California porque no existían


las palabras para decirlo en primer lugar, y porque para los guaycu-
ras muchos de estos supuestos sacrificios habrían sido indistinguibles
de su vida diaria. Todo el significado de la ennumeración estaba
perdido en guaycura. En Baja California el eje que daba sentido a la
santidad —la voluntad con que se hacían los sacrificios— no existía
como referencia para lo que ahí era cotidianeidad. Por eso (de nue-
vo como en el caso relatado por Och sobre los pimas), si tal discurso
se pudiera decir, el californio, dice Baegert, respondería que “nunca
ha dormido en una cama, que ni siquiera sabe qué cosa es pan, ni
mucho menos, a qué sabe el vino o la cerveza, que él, con excepción
de ratas y ratones apenas si conoce algo de carne, ni jamás la ha
probado” (132).
De manera extraña, el jesuita quedaba despojado de su subjetivi-
dad en guaycura porque el paradigma dentro del cual funcionaba un
misionero y que daba sentido a su hacer era inexistente ahí. En la
vida cotidiana la densidad de su vocación religiosa parece perdida, al
menos para sus interlocutores. Él mismo da dos indicaciones de cómo
los guaycuras entendían su presencia entre ellos. Una, al señalar que
el nombre con que se referían a los misioneros era “tià-pa-tù” que
significaba “su casa en el Norte tiene” o, como agrega corrigiendo la
sintaxis, “hombre norteño” (135), como si ser misionero fuera sim-
plemente una locación, una marca espacial. Aunque a este nombre
podía adjudicársele alguna connotación sagrada pues el norte en
guaycura estaba asociado a su deidad principal, Baegert, como si
desconociera esta posible acepción (¿consecuencia de su haber apren-
dido el guaycura sólo a medias?), da este ejemplo precisamente para
lo contrario, es decir, para demostrar que los indígenas no compren-
dían en absoluto sus funciones en relación con una religiosidad.

17 Las cursivas son de Baegert y representan las palabras que no existían en

guaycura.
JESUITAS AFECTADOS: OTRAS FORMAS DE CONOCIMIENTO 269
La segunda indicación de cómo los indígenas entendían la labor
de Baegert tiene que ver con la reducción de sus funciones a una
forma de subsistencia. Los indígenas, molestos porque los reprendía,
lo habían amenazado varias veces con acusarlo a sus superiores para
que le quitaran la misión. Con esto pensaban, dice Baegert, causarle
un gran daño porque después el misionero no tendría forma de
“buscar el pan” diario (242). Este lenguaje sugerente muestra la falta
de un conjunto básico de cosas en común (en la lengua y en la rea-
lidad) que permitiera restituir a Baegert al lugar que en otros sitios
le correspondía. En guaycura y para los guaycuras, Baegert ocupaba
un espacio y una función sin mucha relación con lo que desde su
propia perspectiva hacía el misionero todos los días.
Sea por las mismas reservas de Baegert, o por la aparente indife-
rencia de los guaycuras, el misionero insiste en habitar un espacio
incontaminado por el salvajismo de los indígenas. Por ello se obliga
a falsos reconocimientos, sin sentido en el universo que describe. En
su descripción sobre los hábitos alimenticios de los guaycuras —con
referencias al consumo de gusanos y suelas de zapatos, y aun cuando
un párrafo más adelante diga que los indios no tienen horarios para
nada— Baegert señala que él consumía alguna fruta “a la hora del
postre” (94). Con este gesto construye para sí otro calendario, otro
día, no el guaycura del cual se separa para hablar desde otro lugar,
no-maleable, desde la incierta inserción de una “hora del postre” en
el horizonte de San Luis Gonzaga.
Pese al recelo, algunos aspectos de su vida y obra en San Luis
Gonzaga son semejantes a la conducta y al lenguaje de los guaycuras,
según sus descripciones. Tal vez en esta semejanza se diera el área en
la que Baegert era ya “medio” californio. Si el misionero pensaba que
debido a las condiciones del lugar la vida de los indígenas era tan
salvaje como díficil, por otro lado los indígenas parecían siempre de
buen humor. Lo que tenían era suficiente de algún modo, o eso se
puede deducir del profundo desinterés que —según Baegert— mos-
traban ante toda tecnología e instrumento occidental: ni las casas de
los no-indígenas, ni sus ceremonias, ni sus historias, ni su Dios, nada
llamaba su atención. No querían nada de esto, decía Baegert. De la
misma manera, con todo y las enormes dificultades de vivir ahí (so-
ledad, falta de alimentos, etc.), el misionero decía que si se lo hubie-
ran permitido habría escogido de nuevo su misión en Baja California:
él tampoco quería otra cosa (184, 213). Si los indígenas tenían una
270 IVONNE DEL VALLE

asombrosa buena disposición ante la vida, el negro humorismo de


un Baegert desencajado en muchos de sus relatos, se opone al que
decía que de Baja California le habría gustado llevarse el buen clima,
el cual durante años lo había librado, insiste, de la melancolía (cosa
que al parecer no ocurría en el clima del que provenía, Nunis 165,
186, 188). Por último, si la guaycura era una lengua sin poesía y sin
metáforas (122, 135), su libro partía, como advierte a los lectores, de
una importante reducción de expectativas. Él, a diferencia de otros
que escribían sobre Baja California, proponía una escritura sin rim-
bombancia ni exageración, el dato escueto para no tergiversar o
adornar nada, y que como las espinas y el calor del lugar, causara
molestias al lector. Con la misma resignación descarnada con la cual
los indígenas le respondían seguros y sin emoción, “con la cabeza
erguida”, que todos ellos se irían “al infierno” (Nunis, 223-224), Bae-
gert acepta, irónico e impasible, la realidad de Baja California, el
cruel desengaño ante la verdadera vida en misión que no tenía rela-
ción con lo que él había imaginado. Como había dicho en una carta
a su hermano, “paso ahora a otra cosa, que es, sin embargo, tan
desagradable, desconsoladora y poco disfrutable de leer como todo
lo que he dicho hasta ahora” (Nunis, 221) y, en ese sentido, la obra
de Baegert, como la vida de los guaycuras de quienes escribe, se nos
presenta con una estética tan brutal como poco condescendiente
ante la reacción que pudiera causar en los demás.
CONCLUSIONES:
ESCRITURA JESUITA Y REBELIONES INDÍGENAS EN LAS
FRONTERAS, ALGUNOS LÍMITES DEL COLONIALISMO.

En esta sección quiero hacer dos últimas reflexiones. Una respecto


al significado para el colonialismo del fracaso de estos jesuitas quie-
nes, sin embargo, escribían obras que contribuyen a nuestros cono-
cimientos sobre las fronteras durante la época colonial.1 La otra
tiene que ver con las rebeliones indígenas a las que he hecho men-
ción en los capítulos anteriores. Si en un principio señalé que la
geografía y la cultura indígena representaban un límite a los proyec-
tos de apropiarse de territorios y sus habitantes para transformarlos
de modo que resultaran adecuados para la expansión propia, pare-
cería que la rebelión serían innecesaria; que era, cuando menos
dentro de este marco, un exceso respecto a un hacer que tenía en la
cotidianeidad misma su mejor opción. En las siguientes páginas ex-
ploraré ambos temas. Los dos conciernen a la interacción entre je-
suitas e indígenas, aunque desde acercamientos distintos. En el pri-
mer caso, se trata de pensar en los efectos de los indígenas en los
planes de consolidación colonial ilustrada, vía los jesuitas y su escri-
tura; en el segundo, se trata del impacto que el aparato colonial tenía
en los indígenas.
Luis Fernando Restrepo señala que las campañas de extirpación
de idolatrías tenían su contraparte en la escritura jesuita de trabajos
científicos. Estas acciones eran complementarias en la medida en que
ambas subordinaban la concepción indígena de la naturaleza a una
racionalidad instrumental. Siguiendo a Heidegger, dice Restrepo que
esta racionalidad está fundamentada en la idea de que la naturaleza
y sus objetos están a disposición del hombre (180). La extirpación
de idolatrías sería entonces parte de un proceso de desencantar la
naturaleza y convertirla en simple accesorio del desarrollo del hom-
bre. Por tal razón debía ser despojada de los atributos que en ella
1 En algunos casos se trata de hecho de la única información con la que se

cuenta actualmente. Tal es el caso, por ejemplo, de la obra de Jacobo Baegert res-
pecto a los indígenas guaycuras.

[271]
272 CONCLUSIONES

veían los indígenas. Sin embargo, como muestran los capítulos ante-
riores, en algunas regiones los intentos de hacer esto fueron sólo eso,
intentos de un elevado costo para sus ejecutores.2
Los coras del Nayar, pese a su apertura a recibir a miembros de
cualquier grupo étnico y racial, y pese a la adopción de objetos y
prácticas culturales no-indígenas, nunca renunciaron a su propia
concepción de la naturaleza, según la cual en una “piedrita” podía
cifrarse un poder extraordinario. En el caso de Sonora, los hechice-
ros y su conocimiento y relación con la naturaleza no terminaron
porque los misioneros escribieran obras sobre medicina y botánica.
De hecho, la incapacidad de los jesuitas para curar a sus compañeros
hechizados señala el punto límite de una epistemología inconmen-
surable, y por lo tanto inoperante, frente a la otra.3
En Baja California fue necesario un importante “avance” tecnoló-
gico para garantizar que esta región se convirtiera en el destino tu-
rístico que ahora es. Sin esta tecnología, sin embargo, los guaycuras
y pericúes llevaban ahí una vida que aunque dura, tampoco parecía
molestarles demasiado, según decían los misioneros. Para los jesuitas,
tanto como para algunos historiadores actuales, este tipo de vida
probaba y prueba, que eran sin duda “primitivos” (Kohut);4 desde mi
perspectiva no es sino una forma de vida distinta. Al mismo tiempo,
me pregunto sobre la “complejidad” y la “civilización” de una cultu-
ra capaz de aniquiliar todo lo que se le oponga, de una razón y una
verdad (cristiana, científica) capaz de negar validez a formas de vida
que no entiende. Me pregunto también sobre los calificativos que
usarían los guaycuras para describir a criollos, españoles y el resto de
los europeos que ocupaban sus territorios.
Como dice Michael Taussig, lo que dificulta una certera distribu-
ción de papeles en el campo internacional de las representaciones,
es el hecho de que también existen imágenes provenientes del otro

2 Ésta es la misma postura de Restrepo: la existencia de límites a este afán tota-

litario de dominio.
3 Para una lectura distinta véase el artículo de Allan Greer sobre el intercambio

de información medicinal entre jesuitas e indígenas en Canadá (en el volumen


editado por Luis Millones y Domingo Ledezma).
4 Karl Kohut argumenta que no se puede culpar a los misioneros por considerar

incivilizados a los indígenas con quienes trabajaban en las fronteras. “No cabe duda”,
dice, “que estos grupos se encontraban en un estado de civilización inferior” no
tanto con respecto a los europeos, sino a otros grupos indígenas (aztecas, incas)
que también los habrían considerado inferiores (XXXV).
CONCLUSIONES 273
lado (1993). El balance imperial está roto: no es tan sólo un grupo
el que observa, decide y coloca etiquetas. Los sujetos observados
devuelven también incómodas imágenes de sí del sujeto que se creía
el sujeto del saber, el único con capacidad de nombrar. Sin pretender
que los indígenas “hablen” en estas páginas, en este libro he compli-
cado el campo de la representación de manera que no se dé al gru-
po en expansión la última palabra.
Precisamente por las condiciones del siglo xviii —la “falta” de una
tecnología que les permitiera cambiar sus circunstancias en esos lu-
gares— los misioneros descubren que los elementos geográficos y
climáticos no era entidades inertes, sin fuerza y sin efectos. Por eso
descubren también que eran ellos quienes estaban fuera de lugar y
no los indígenas, con una vida y una cultura (distintas para cada
entorno) dignas de ser vividas (no les interesaban otras cosas, decía
Jacobo Baegert). En esas circunstancias el hombre (europeo o criollo)
no era el amo o señor de la naturaleza, no la tenía a su disposición.
En mi lectura, la escritura científica e histórica se convierte en un
espacio para readquirir un control (monológico y ensimismado)
inexistente en otras circunstancias. Por debajo de estas obras históri-
co-científicas, aparecen las innumerables cartas y escritos que permi-
ten ver desde otra perspectiva a las primeras. Podría pensarse que
entre ambos corpus existe una relación semejante a la que supuesta-
mente existe entre el imperio por un lado, y las fronteras y los “bár-
baros”, por otro, en la que los segundos son funcionales en tanto
muestran no sólo la validez del primero, sino su carácter necesario
(para contenerlos en una relación de exterioridad o para integrar-
los). Es decir podría pensarse que entre ambos grupos de documen-
tos existe una relación estructural de necesidad; sin embargo, me
parece que la desconexión entre un corpus y otro es tal que la escri-
tura de la historia, la etnografía, etc. nos presenta (al menos en estos
casos) con una paradoja el hecho de que su verdad sea totalmente
ajena al universo que dice representar. Esta desconexión me lleva a
preguntarme sobre nuestras prácticas de lectura y nuestra capacidad
de seguir leyendo las “contribuciones” a “nuestro” saber, descuidando
por otro lado las condiciones de su producción y el costo que impli-
có tanto para sus productores, como —sobre todo— para los sujetos
y objetos sobre los que dice algo tal saber.
Sin duda, la producción de los misioneros, que muchos celebran
en razón de ser una importante base a partir de la cual ampliar el
274 CONCLUSIONES

saber sobre ciertos pueblos y ciertos territorios, tiene como funda-


mento la ruina de muchos de ellos. Es un monumento a la barbarie
de la colonización y de una epistemología ilustrada. En la versión
desencantada proveniente de los documentos jesuitas analizados
aquí, radican los límites de ambas: por un lado estos documentos
exhiben la falsedad de promesas que no podían cumplir (igualdad,
civilización) debido a las contradicciones en que se fundamentaban.
Aunque basados en una razón distinta, la igualdad a futuro era pos-
tulada por ambos sistemas: en eso consistía el mérito de la empresa
colonial, en enseñar el cristianismo y la civilización que cumplieran
la universalidad de los postulados evangélicos y de la razón ilustrada.
Sin embargo, los indígenas no podían ser del todo iguales a sus
maestros: ni cristianos, ni civilizados, en el mismo nivel porque en-
tonces la presencia de los segundos habría resultado superflua, o los
primeros no habrían podido ser explotados. Por otro lado, y más
allá de sus contradicciones internas, estos documentos también
muestran la imposibilidad de su cometido: la revelación de que
quienes eran pensados como objetos (para la evangelización, la es-
critura de la etnografía, etc.), eran por el contrario, sujetos de su
propia historia y sus propios intereses. Éste es el aspecto que me
interesaba destacar.
Como se lee en las páginas anteriores, desde la perspectiva colo-
nial —el aparato institucional que avanzaba— las fronteras resultaban
áreas especialmente convulsas, difíciles de aprehender en la escritura
y de “pacificar”, evangelizar y civilizar en la realidad. En el siglo xviii
el control de las zonas aquí revisadas (especialmente Sonora y Baja
California) se vuelve urgente en la medida en que este control fre-
naría el avance de grupos extranjeros (ingleses, franceses, etc.) inte-
resados en las costas más al norte. En ese sentido —tal como señalan
los mismos jesuitas portavoces de la política de expansión— los indios
resultaban un obstáculo a la carrera colonial-cristiana: por temor a
ellos no había en el norte suficientes pobladores que reclamaran,
como miembros de un poder imperial específico, enormes territorios
cuya posesión estaba siempre por decidirse. Como muestra Peter
Gerhard, todo el norte era frontera, un espacio bajo jurisdicción
nunca clara o suficientemente probada. Tanto los jesuitas como los
militares de los presidios podían testificarlo. En un caso típico, uno
de estos capitanes pasó más de diez años yendo de un lugar a otro
tratando de terminar con alzamientos indígenas: del levantamiento
CONCLUSIONES 275
seri en la década de 1730 en Sonora, pasa a acabar con el de pericúes,
coras y uchitis en Baja California en 1734 para volver, cuatro años
después, a hacerse cargo en Sonora del levantamiento yaqui de 1740
(Mirafuentes, 108-109). Y no es tampoco que estas rebeliones pudie-
ran ser sofocadas en días; muchas veces tomaba meses acabar con un
movimiento cuyas consecuencias podían afectar durante años a la
región (como ocurrió en los casos aquí señalados).
Como si todo estuviera a punto de estallar, muchos de los textos
jesuitas parecen producidos en una atmósfera de falsa tranquilidad,
es decir desde un estado de continua alerta y desconfianza debido a
la conducta de los indígenas. Sea porque no eran sino hechiceros
dispuestos a terminar con la vida de sus ministros (los ópatas y pimas
de Sonora), o porque resultaba imposible contener los excesos de su
idolatría (los coras y tecualmes del Nayar),y no tenían ningún interés
ni en la religión cristiana ni en los objetos y formas de la vida “civi-
lizada” (los guaycuras).
No voy a insistir aquí en las características de estos grupos (los
datos etnográficos sobre su organización y forma de vida) que con-
tribuyeron a hacer de esta región un área especialmente difícil para
los españoles;5 lo que sí voy a señalar es que estas características tie-
nen que ver con lo que Gilles Deleuze y Félix Guattari han conside-
rado atributos de una “máquina-de-guerra” nómada, una máquina de
guerra que no pudo ser domesticada o integrada al orden colonial.
En las consecuencias de esta imposibilidad se encuentra la medida
de un proyecto incapaz de detenerse pese a la asombrosa violencia
de su hacer.
Por la dificultad de “dominar” a estos grupos, Juan Nentuig pide
en Sonora —haciendo eco de las medidas recomendadas por los
militares— que se expulsara de la región (deportándolos lo más lejos
posible) a la mayoría de los grupos indígenas (114-115). Y porque el
exterminio, físico o cultural, fue la única manera en que los coloni-
zadores pudieron o quisieron responder a la determinación indígena
de continuar su propia forma de vida, dicen los misioneros años

5 Esas son las conclusiones a las que llegan Friedrich Katz y algunos de sus co-
laboradores en Riot, Rebellion and Revolution. Rural Social Conflict in Mexico. Según
Katz, a diferencia de la función cumplida en otros lugares por la frontera, en el
caso de México ésta nunca contribuyó a la estabilización del orden colonial exis-
tente (65-94).
276 CONCLUSIONES

después de la rebelión de 1734 en el sur de Baja California, que las


lenguas pericúe, uchiti y casi toda la cora, estaban extintas (Barco,
440-441).
Taussig advertía sobre la posibilidad de funcionar dentro de un
paradigma colonialista (la autofabricación occidental a través de la
otredad) en la construcción de monumentos a la resistencia indíge-
na (por su propio bien, como ironiza, 1994); o bien, al exigir que
los indígenas funcionen como el “amortiguador” del colonialismo
(1993). Sin desatender la advertencia, insisto en que me parece ne-
cesario pensar en lo que la rebelión indígena dice de las relaciones
entre los centros del poder y sus periferias y de las relaciones entre
colonizadores y colonizados, distinción nunca tan claramente mar-
cada como durante la rebelión.
Últimamente se consideran poco sofisticados los análisis en los
cuales la división entre un grupo y otro es tajante y se prefiere la
elección de líneas más complejas, difusas. Como hemos visto, yo estoy
señalando precisamente que “los indígenas” no son aquí una entidad
étnica, sino un amplio grupo subalterno en cuanto a sus condiciones
económicas, culturales y religiosas. Si esto suaviza la línea divisoria
entre colonizadores (españoles) y colonizados (indios) ya que se
trata de clases y no de identidades étnicas, por otro lado, no debemos
olvidar que la clase social definida en un sentido económico es, en
el caso de la colonias, producto de una división laboral iniciada en
el momento de la entrada de América en el orden económico “mun-
dial” en el siglo xvi, es decir, con la colonización cuyo fundamento
es la supuesta superioridad de un grupo sobre otro.6
En cada una de las provincias revisadas hubo cuando menos un
levantamiento importante. En el Nayar, uno en 1724; una “amenaza”
de otro en 1730 y los años 1758-1768 pueden considerarse como de
continuada rebelión. En Sonora, además de otros muchos, en 1751
se unen dos grupos anteriormente enemigos (seris y pimas) para
rebelarse contra los colonizadores. En Baja California, coras, pericúes
y uchitis se levantan en 1734. A pesar de la constancia, opino que hay
otra forma de pensar en estos movimientos (continuos o esporádicos,
según la perspectiva desde la cual se les vea), que vaya más allá de la
lógica con que los presenta Ranajit Guha, como la “necesaria antíte-
6 La bula “Sublimis Deus” de 1537, en la cual se reconocía la humanidad de los

indios, prueba la diferencia que entre ellos y los habitantes del Nuevo Mundo vieron
los conquistadores para que ameritaran tal recordatorio
CONCLUSIONES 277
sis del colonialismo” (2), procesos paralelos y en sentido contrario,
indispensables (predecibles casi) a la diálectica del colonialismo.7
Estos levantamientos están relacionados con una crisis de gober-
nabilidad que tiene varios ejes. En lo que se refiere a las autoridades
coloniales, la erosión del poder de la iglesia ante la avanzada de la
burocracia borbónica en el siglo xviii (Taylor, 1996) es uno de los
factores que contribuyen a explicar tantos levantamientos indígenas
en zonas de misiones. En el siglo xviii es clara la colisión (más o
menos marcada en otras épocas y en otros lugares) entre dos sistemas:
uno que quería producir cristianos y otro interesado en formar tra-
bajadores (Hu-DeHart, Katz, Coatsworth).8 En todos los levantamien-
tos aquí revisados hay en un principio cierta colaboración (o cuando
menos el gesto de hacerse de la vista gorda) de parte de los militares
para con los indígenas molestos por el paternalismo o la injerencia
jesuita en asuntos de su vida y su cultura. En el Nayar, Manuel Anto-
nio de Oca permite a los indígenas que vuelvan a sus bailes y “supers-
ticiones” a cambio de su participación en otros proyectos (minería);
en Sonora, Diego Ortiz Parrilla se niega a actuar con rapidez en
contra de los alzados y parece considerar injusta la guerra que va a
hacer a los indígenas para cumplir con las exigencias de los religiosos.
En Baja California, los jesuitas acusan a Manuel Bernal de Huidobro
de actuar con lentitud, de ofrecer perdón y prerrogativas a los cul-
pables del levantamiento en lugar de castigarlos. Según los misione-
7 Claudio Lomnitz, al escribir sobre la ausencia de mediadores intelectuales —en-

tre lo local y lo nacional— en ciertas regiones del México del siglo xx, atribuye
tanto la rebelión como la falta de voz en el plano nacional de grupos subalternos
a una forma de organización político-social (tradicional, diría él) que prescinde de
la representación, lectura con la que no estoy de acuerdo. Representa una variante
a las posturas que adjudican a un cierto “atraso” indígena, su exterioridad acerca
de la vida nacional.
8 Esta dicotomía es desde luego una simplificación de las complejas relaciones

indígenas-militares, indígenas-jesuitas y jesuitas-militares. Para empezar, producir


sujetos trabajadores era uno de los cometidos de la misión. Sin embargo, a diferen-
cia de la mayoría de los militares para quienes la cristianización de los indígenas era
irrelevante, los misioneros estaban interesados en que los indios fueran una clase
específica de trabajadores: trabajadores determinados por una ética y una religión
que los inscribían en un ethos particular. Por otro lado, si en muchas instancias las
misiones protegían a los indios de la explotación de civiles y militares y en ese sen-
tido representaban una especie de “isla” en el mundo colonial, en otras —como en
el caso de Sonora— resulta claro que las rivalidades entre misioneros, militares y
empresarios provenían en gran medida de la competencia por el control de recur-
sos económicos, siendo la mano de obra indígena uno de los más importantes.
278 CONCLUSIONES

ros el comandante había dicho que la palabra “conquista” era una


“herejía” y que por su parte él nunca atacaría a los indios —como
pedían los jesuitas— a menos que éstos atacaran antes (Taraval 132-
133, 146 y 154).9
A pesar de esto sería equivocado pensar que los indígenas se rebe-
laban exclusivamente contra los jesuitas. Yo me inclino por una lec-
tura en la cual los jesuitas son simplemente una de las formas particu-
lares en que el imperio se construye y, en este sentido, las rebeliones
son un levantamiento anticolonial en general. Porque si bien es cier-
to que durante la rebelión siempre atacaban objetos y posesiones de
los religiosos, esto se debe sin duda al lugar central de la misión en
tanto que vanguardia del imperio en áreas periféricas. En este senti-
do, acabar con la misión, con los jesuitas, era destruir el sistema
opresivo en general y todo lo que éste representaba y era localmente.
En cuanto a los militares, sería errado pensar que éstos respetaban la
vida de los indígenas (aunque debía haber algunos casos), pues mu-
chas veces su política de cruzarse de brazos o no actuar con la rapidez
y determinación “requeridas” tiene que ver o bien con su certeza de
no poder enfrentarse a los indígenas sino haciendo concesiones, o
bien con la intención de antagonizar con los misioneros.
Otra circunstancia importante en todos estos levantamientos hace
pensar que el rechazo a la colonia por medio de estos alzamientos
tenía un alcance mucho más amplio que el deseo de corregir y re-
formar aspectos específicos de la colonización. En el caso del Nayar
y Baja California participaban en la rebelión “indígenas” que no eran
tales (al menos no biológicamente), sujetos que habiendo experi-
mentado el sistema económico de dominio colonial en otras circuns-
tancias (fuera de los pueblos y misiones “de indios”) decidían sumar-
se a los grupos indígenas y hacer con ellos causa común. Aunque en
el Nayar terminan las quejas hacia los “blancos” y “mezclados” habi-
tantes de la sierra cuando llegan los jesuitas —como si la mezcla
quedara desproblematizada una vez que era supervisada— en cada
instancia de rebelión, los misioneros mencionaban la posibilidad (los
rumores) de que a los actores principales se unieran los grupos de
los alrededores: vendrían los huicholes, a los coras se unirían los
tecualmes o viceversa, de Zacatecas llegarían aliados, los tepehuanes
9 Éstos son sin duda ejemplos de la circulación de ideas ilustradas entre miem-

bros de los grupos militares en las colonias españolas tal como las documenta David
J. Weber.
CONCLUSIONES 279
saldrían a ayudar a los alzados. De la misma forma, en Sonora se
unen pimas y seris cuando unos años antes los primeros habían co-
laborado con los españoles en la guerra de exterminio contra los
segundos.10 En el movimiento religioso del profeta de Moctezuma
(el Arisbi) que dejó temporalmente sin población indígena una im-
portante zona de Sonora en 1737, dos españoles se unen a los indios
en la adoración del antiguo jefe mexica (Segesser, 172). El profeta
indígena era además un indio guaymare (un grupo seri), es decir de
uno de los grupos enemigos de los pimas a quienes sin embargo,
tenía el Arisbi de rodillas esperando la venida de quien vendría a
redimirlos de la explotación de los blancos.
En Baja California, dos de los jefes principales de la rebelión,
Chicori y Botón, gobernadores de San José del Cabo y Santiago de
los Coras, respectivamente, son el primero mulato y el segundo hijo
de mulato e india (Venegas, 278-279).11 No se trata aquí de señalar
la “extranjería” de quienes dirigían las rebeliones indígenas, sino de
destacar el lugar común, la resolución tomada (la rebelión) por su-
jetos de experiencias diversas en el mundo colonial. En todo caso, lo
verdaderamente interesante, desde mi perspectiva, es que la unidad
de estos grupos diversos se realizara bajo una definición culturalmen-
te identificada con los indígenas. Los mulatos y mestizos, los blancos
participantes en estas rebeliones lo hacían desde su integración a la
vida de un grupo indígena específico. O eso es al menos lo que decían
misioneros y soldados.

10 A pesar de que desde cierta perspectiva pueda chocar esta colaboración de

indígenas con españoles en el exterminio de otros indígenas, hay un nivel en que


dicha indeterminación (de quién eran finalmente enemigos los pimas), el noma-
dismo de las alianzas, contribuía a complicar el panorama a los colonizadores que
nunca sabían con claridad quiénes eran o no “amigos”. Por otro lado, estos ataques
son también una forma de existencia de grupos que además de cazadores-recolec-
tores eran pueblos guerreros.
11 Entre los seris y los yaquis se repite el paradigma. El levantamiento de los

seris de 1748-1750 estaba dirigido por Manuel, indio conocido también como “el
queretano” debido a los años que había pasado en Querétaro deportado por haber
participado en rebeliones anteriores (Mirafuentes, 116). Los problemas entre los
yaquis y los jesuitas (las de estos indígenas habían funcionado hasta cierto punto
como un “modelo” de misiones) empiezan a surgir con la supuesta “ladinización”
de los indios hacia 1740 (Hu-DeHart, 146). Como ya mencioné, en otras partes de
la colonia (zona central) hubo también alianzas de indígenas, negros, mulatos y
mestizos, y en algunas ocasiones incluso blancos, para oponerse al sistema colonial
(Castro Gutiérrez).
280 CONCLUSIONES

La mezcla, por otro lado, no solamente era biológica. Los indíge-


nas mismos parecen haber sido obligados a una movibilidad que les
permitía saber de qué iban las cosas con españoles, criollos y mestizos
en regiones ajenas a su territorio. Muchos de ellos, por ejemplo,
fueron deportados a consecuencia de su participación en alguna re-
belión. Algunos de se las arreglaban para escapar y volver a su lugar
de origen o para volver una vez cumplida su condena. Quienes regre-
saban llegaban a las zonas misioneras con otra perspectiva, con las
historias de lo que habían visto, mucho más allá de sus territorios;
llegaban convertidos en testigos privilegiados de la vida colonial en
zonas alejadas de sus propios territorios. Si por un lado deportarlos
a otros sitios (ciudad de México y sus alrededores, Guatemala, La
Habana) era una forma de acabarlos culturalmente —¿se podía seguir
siendo cora en La Habana, seri en Guatemala?—; por otra, el regreso
a sus territorios debía ser una sorpresa desafiante para las autoridades
si se piensa en los muchos problemas que podía enfrentar un sujeto
que sin recursos económicos recorría kilómetros y kilómetros de un
territorio en muchos sentidos inhóspito. Por otro lado, si el exilio
quería acabar poco a poco con su densidad cultural, el grupo que
permanecía en el lugar de origen aceptaba la integración de quienes
—fueran de la etnicidad que fueran— quisieran adaptarse a su siste-
ma de vida. En su análisis sobre rebeliones de negros y mulatos, John
Coatsworth señala que hacia 1769 desaparecen las menciones a estos
movimientos (41), dato que podría sugerir la integración de ambos
grupos a rebeliones que se peleaban desde otra inscripción.
En el siglo xviii era pues posible devenir indio o ser asumido como
tal tanto por otros sujetos de dicha etnicidad, como por los grupos
de colonizadores (militares, religiosos) que hablan de las rebeliones
en tanto que movimientos identificados con grupos indígenas parti-
culares.12 En la medida en que se sumaban a la vida indígena perso-

12 En este sentido, llama la atención que no haya habido más voces que advir-

tieran sobre los peligros de la mezcla en el siglo xviii —la única excepción es el
caso del Nayar. A diferencia de Perú, donde el levantamiento de Túpac Amaru a
fines del siglo xviii volvió sospechosas las relaciones entre indígenas y mestizos y
castas en general, en la Nueva España no parece realizarse un esfuerzo para tratar
de separar a los indígenas de las castas, no al menos en el momento en que estas
relaciones se llevaban a cabo ante los ojos de religiosos y soldados. En el caso del
movimiento de Túpac Amaru, es conocido el papel de la obra (y la figura) de
Garcilaso de la Vega, el Inca, que funcionó como un elemento cohesionador por el
que grupos no étnicamente indígenas asumían una tradición y un espesor cultural
CONCLUSIONES 281
nas de distinto grupo racial, pero de igual posición respecto a los
medios de producción, la conciencia de una diferencia parece cen-
trarse en cuestiones que ahora llamaríamos de clase, en el diferencial
colonial de poder entre los colonizadores (comerciantes, burócratas,
militares, religiosos) y los grupos subalternos.13
Por estas uniones constantes, es posible decir que el “problema”
de las fronteras en el siglo xviii parece radicar en una crisis colonial
de formación de sujetos que puedese leer tanto en la incapacidad de
asegurar que blancos y sobre todo castas, permanecieran dentro de
sus grupos, como en las muchas formas en que los indígenas desbor-
daban (volviéndolos inoperantes) los significados que los coloniza-
dores querían implícitos en la denominación “indio”. Considerando
las paradojas de la conducta de los indígenas que huían de las misio-
nes para trabajar en haciendas y reales mineros, Nentuig señalaba lo
siguiente:

aquí llamo la atención de los curiosos a que discurran cómo sea componible,
lo primero, el conocido natural apego del indio al lugar de su nacimiento
que hasta se mueren si por fuerza se llevan a otra parte, aun para mejorarlos
de conveniencias, con un destierro voluntario para siempre? Segundo, la
indígena. Véase la obra de Scarlett O’Phelan Godoy, La gran rebelión en los Andes: de
Túpac Amaru a Túpac Catari (Cuzco, Centro de Estudios Regionales Andinos “Bar-
tolomé de las Casas”, 1995). Mariselle Mélendez analiza cómo en El lazarillo de ciegos
caminantes (1776), Alonso Carrió de la Vandera, un poco antes al levantamiento de
Túpac Amaru (1780) —y en cierto sentido a la inversa de lo hecho por el Inca
Garcilaso— intenta presentar una imagen protonacional del Perú en la que los
mestizos estaban integrados a la causa de los españoles. Mary L. Pratt comenta,
respecto a la importancia política de los grupos mixtos en la época de los levanta-
mientos anticolonialistas de los siglos xviii y xix, que la cuestión consistía en saber
si estos grupos se unirían a la rebelión de los subalternos o si seguirían los intereses
de su propio grupo, aliándose con las élites blancas (1992: 101).
13 Ruth Behar narra un incidente en la frontera chichimeca (Zacatecas) en el

siglo xvi donde aparece ya un indicio de la manera en que la rebelión era el mo-
mento, debía serlo, para terminar con las diferencias lingüísticas y culturales. En el
caso presentado por Behar, una indígena guachichil —supuestamente hechice-
ra— acusada de incitar a los indígenas a la rebelión, también es señalada como
causante de la muerte de un indio tarasco a quien se había dirigido con sus ideas
de sedición. Como el tarasco “no había entendido” lo que la hechicera le decía,
ésta, molesta —o eso dicen al menos los testigos del incidente— acaba con él con
sus artes mágicas (123-128). Como si los indígenas interrogados estuvieran de
acuerdo en que la “culpa” del tarasco consistía en no entender el idioma de la re-
belión, a ninguno le parece extraño que la mujer guachichil lo hubiera asesinado
en razón de lo que para ellos era una falta: en determinados momentos la diferen-
cia se trascendía y otras lenguas debían volverse intelegibles.
282 CONCLUSIONES

natural pereza y horror al trabajo con una servidumbre de por vida? Tercero,
tanta ignorancia y estupidez con tanta astucia y cautela? (66)

El estereotipo (los indios eran flojos e idiotas, jamás salían de sus


tierras) no funcionaba, se les escapaba de las manos en la medida en
que los indios flagrantemente no estaban allí, en los significados que
se les había asignado: hacían lo que no debían, lo que supuestamen-
te no podían hacer por ir en contra de su “naturaleza”. Por su ines-
tabilidad, el significante “indio” hacía crisis: el contenido que se le
había construido era negado por la conducta de ésos a quienes de-
signaba. Por ello las propuestas del mismo Nentuig de un proyecto
estético-lingüístico que los re-formara, los llevara a corresponderse
con las imágenes producidas por la palabra que los nombraba. Nun-
ca tratarlos como señores, pide Nentuig, nunca alabarlos, honrarlos,
estimarlos, o dejarles usar ropa o armas españolas, porque si se hacía
cualquiera de estas cosas, el indio sufría una transformación: “de
humilde” se hacía “soberbio; de diligente, flojo y dejado… de obe-
diente y dócil, terco y porfiado en su capricho”, y lo peor era, según
Nentuig, que con cualquier “cargo honroso” los buenos cristianos
solían hacerse “malos” (104-105).
El indio, decía Nentuig, se hacía a través de una disciplina lingüís-
tica y conductual de prácticas cotidianas de minusvalía. Entre éstas,
tal como señala Guha, la lengua funcionaba como un marcador de
“división jerárquica” (43): llamar “señor” al indígena, nombrarlo
“capitán”, era una desviación, una práctica anómala que impondría
un nuevo habitus, una identidad en sujetos interpelados como miem-
bros valiosos e importantes de la comunidad.
Como se hace presente en la perplejidad de los misioneros, eran
los jesuitas quienes más sentían el rechazo de las acciones de los in-
dígenas. Los indígenas eran la razón de ser de sus labores, y sin
embargo, olvidaban todo lo enseñado, los hechizaban, o se rebela-
ban. Sobre esta base se desarrollaba la escritura de los jesuitas. Por
ello la dureza y la frustación de una escritura que, como la de Nen-
tuig, quería naturalizar el orden colonial, ser el lugar donde se pro-
yectaba una jerarquía construida en otros sitios, aunque esa jerarquía
no resultara clara localmente.
Si, como vimos, más de un jesuita resultaba afectado por el am-
biente y la cultura que habitaba y en su escritura había momentos
en que la metrópoli (en tanto que cultura) deja de ser la lógica que
CONCLUSIONES 283
rige sus textos (como en los casos de José Ortega en Nayarit, Agustín
de Campos en Sonora, Jacobo Baegert en California) para llevar a
los centros urbanos indicios fragmentarios de la frontera, durante la
rebelión, el miedo y la frustración hacen a los jesuitas borrarla como
una posibilidad de vida propia para reintegrarse a las filas urbanas y
letradas. La posibilidad de la muerte los separaba irremediablemen-
te de los indígenas. Si, como dice Jean Meyer respecto a la misiones
del Nayar en tanto que drama colectivo del que “todos salen diferen-
tes” (los jesuitas, aindiados; los indios, neófitos; los misioneros, cu-
randeros y los chacuareros, cristianos (1992: 87)) la rebelión es el
lugar extremo que revierte dichos cambios.
El asesinato de jesuitas y de todo representante del Estado colonial
es bastante elocuente; nos recuerda que la base que sostenía las re-
laciones entre éstos y los indígenas era la usurpación de la soberanía
de un grupo, una soberanía que debía recordarse a los usurpadores
con la misma violencia con que les era arrebatada. Como durante
una rebelión se acepta la posibilidad de la propia muerte, en toda
sublevación hay algo profundamente perturbador que, paradójica-
mente, para mí está ligado a la determinación por continuar una
forma de vida.
Por más que los misioneros escribieran sobre las grandes diferen-
cias entre la concepción occidental de la familia y la de los indígenas,
éstos sin duda se interesaban por las suyas. En la rebelión de 1751
los pimas se quejaban de que los misioneros enviaban a sus hijos
como acompañantes de quienes visitaban las misiones en viajes de
los que nunca regresaban. En otro texto un misionero se asombraba
de que en 1761 los seris (que pedían como condición para deponer
las armas que regresaran a sus mujeres deportadas a Guatemala “y
otras remotísimas partes de América”) se mostraran “tan soberbios”
a pesar de que los españoles acababan de tomar cautivos a otros 70
de sus niños y mujeres (Nentuig, 80). Como si no fueran humanos,
como si carecieran de sentimientos, emociones, intelecto (y es dato
común en las etnografías del siglo xviii decir que en general los
indios eran “insensibles”), se podía disponer de la vida de los “primi-
tivos” sin inmutarse. Así, como diría Frantz Fanon, la rebelión es un
urgente recordatorio para el colonizador de la humanidad de los
indígenas. Situaciones como éstas nos hacen pensar que tal vez mu-
cho más que medidas económicas particulares (las reformas borbó-
nicas, por ejemplo) eran estos continuos actos de salvajismo del co-
284 CONCLUSIONES

lonizador los que provocaban la “indignación moral” (Stern, 1987:


72) la cual no dejaba a los indígenas otra salida que la rebelión.
Es por ello, por todo lo no medible ni cuantificable en una vida
que decide asumir la pérdida de la propia como manera de abrir
posibilidades, que me parece que la rebelión no puede ser analizada
en sus logros o posibilidades de triunfo. Toda su fuerza, la magnitud
de un rechazo, se encuentra en el gesto mismo de lo absoluto de su
determinación. En este sentido que a pesar del carácter iluminador
de la obra de Guha, hay un residuo incómodo en la forma en que
entiende la rebelión.14 Más que parte de una lógica (la diálectica del
colonialismo), la rebelión es lo contrario: el lugar que demuestra la
falta de lógica, de humanidad, el abismo de todo sistema colonial. Y
más allá de la ennumeración de los elementos “básicos” de una re-
belión, hay siempre todavía una vida (no como biología, sino en
tanto que una cultura y una historia, relaciones sociales, personales)
que de alguna forma queda fuera de dicha ennumeración. En la
rebelión, un universo se cierra a otro, prefiere la posibilidad de des-
aparecer, borrarse, a continuar las pautas marcadas por el grupo
dominante. Precisamente como continuidad de la propia vida (más
allá de la cual no hay nada) la rebelión implica una afirmación que
sostiene lo hecho cotidianamente.
Así, la escritura de la frontera (el triunfo de la elaboración de
mapas, de la etnografía y la historia natural), se construía sobre las
ruinas, a partir de adjetivos que querían marcar a los indígenas (“in-
gratos”, “ignorantes”, “estúpidos”, “indómitas”, “tercos”, “crueles”);
pero también a partir de los silencios a que los indígenas obligaban
a los misioneros y los militares; los silencios de la angustia y el miedo
a la muerte, en los momentos en que los misioneros sentían sobre sí
mismos el peso de lo que contribuían a destruir. Ambos aspectos nos
ayudan a ver críticamente la objetividad de los discursos científicos y
etnográficos posteriores, nos recuerdan lo que hay detrás de una
escritura que borra al sujeto de la experiencia: el esfuerzo gigantesco
de poner bajo la alfombra, por así decirlo, los costos implicados en
la operación de que ciertos universos entren en los moldes del para-
digma occidental. Pero también nos recuerdan que pese a este es-
fuerzo, localmente había importantes límites al imperio mismo.
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