Está en la página 1de 4

La feminidad de la esperanza y la

dignidad
Rubén Darío GÓMEZ

Atisbó en el horizonte una nube, una hermosa nube. La que


ustedes quieran.

Tras esa nube llegó el primer recuerdo: creció amando el pálido


reflejo ocre que el sol dejaba sobre los pajales del valle alto, cercano al
Altiplano. En esa mezcla imposible de simas e inmensas llanuras
elevadas, su alma de niña se encariñó con la libertad. Corría con sus
hermanos en los juegos infantiles, mientras veía el trabajo constante y
fatigoso de su madre. Le maravillaba constatar que el sacrificio
convertía el inmenso ocre en un verde esplendoroso. En su
pensamiento infantil se fijó la idea de que el sudor que su madre y las
demás mujeres de su comunidad vertían en la tierra, explicaba el
milagro.

La multiplicación de los panes, para ella y su familia, se obraba


cuando el verde producía frutos: habas, coliflor, zanahorias, que
vendían en el mercado municipal. Ella y sus cuatro hermanos,
ayudaban felices a la madre en las ventas porque el dinero permitía
comprar los alimentos, la ropa y los libros de la escuela. Su madre le
repetía: el estudio es el único camino que nos queda. Los recursos eran
escasos: a diario el mismo vestido, el mismo cuaderno y la estuchera de
lápices y colores compartida con los hermanos y primos. Pero era feliz.

En el horizonte apareció la segunda nube, que jaló el segundo


recuerdo.

El agua del río grande empezó a escasear y la tierra se mostró más


avara con los frutos. Los recursos se terminaron. Su madre insistía: el
estudio es el único camino. Difícil de entender, cuando las jóvenes
dejaban las clases para casarse y los mozos para ir a la mina, falda
arriba. La poca agua que bajaba por el cauce era turbia. Las personas se
quejaban de náuseas, vómitos, diarreas, pérdida de peso. Es la mina,
gritaban las madres; no fregués, respondían los señores; si se va la
mina se acaba la plata. Si sigue la mina se termina el agua, exclamaban
las madres.
Las imposiciones de la mina de Colquechaca que explotaban la
mina, y la escasez del agua, menguaron la felicidad, tensaron las
relaciones, y obligaron a la partida. En Cochabamba, le dijeron,
encontraría miles de posibilidades porque era bachiller: podría
contratarse en una fábrica o, en el peor de los casos, ponerse su puesto
de ventas en la cancha. Su madre no le reprochó la partida: la tierra
producía poco y la inclemencia del sol y la falta de agua liquidaba el
resto. Al fin, el estudio le daba una ventaja importante para enfrentar la
vida en la ciudad y ayudar a los cuatro que se quedaban con ella arando
el chaco. El camino era el estudio, estaba confirmado.

Tras la segunda nube reapareció el sol y, con sus rayos, el tercer


recuerdo.

En 2004 y 2005, trabajaba en una curtimbre, iba al instituto para


graduarse como técnica en contabilidad y lideraba el sindicato de los
trabajadores de su empresa. Estaba convencida de que, por fin, los
tiempos difíciles habían terminado para ella, para su pueblo, el
quechua, el de los indios, y para su gente, los campesinos y obreros.
Recorrió las calles de El Alto y la carretera a Copacabana para anunciar
al mundo que renacía la esperanza de devolver la dignidad al pueblo
originario de Bolivia, renegociar los contratos leoninos firmados con
las multinacionales por los gobiernos neoliberales, y recuperar los
recursos naturales del país. La convulsión social de los últimos años
daba paso a la tranquilidad de un gobierno popular.

En lo personal, llegó el amor y con él sus frutos: en el vientre


crecía la esperanza. Se recibió como técnica un mes antes del
alumbramiento. Aunque vivía en Cerro Verde, una zona periurbana del
cercado cochabambino, en un cuarto de tres por tres, amueblado con
una cama, un armario, una mesa, tres platos, dos vasos, una cocina, una
garrafa y un televisor, todo en un mismo espacio, había recobrado la
alegría y el ímpetu juvenil.

Prevalecieron las nubes y sobrevino la lluvia, el recuerdo se


convirtió en llanto.

El hijo nació con parálisis cerebral. Al nacer, los médicos le


dijeron que no estaban seguros de qué podría hacer el niño. Pero
estaban seguros de que, de poder, iba a poder distinto. Le informaron
que, muy probablemente, la parálisis hubiese sobrevenido por
intoxicación perinatal con metales pesados. Las pruebas médicas lo
confirmaron. El padre los abandonó. Ella asumió la crianza como
madre soltera. Cuando su hijo cumplió dos años, la curtimbre la
despidió argumentando que las cargas salariales y prestacionales se
habían vuelto insostenibles, dadas las nuevas políticas
gubernamentales. Pero siguió creyendo en el proceso de cambio y en
que las razones esgrimidas por la empresa formaban parte de las
patrañas de la «derecha» para desprestigiarlo. La lluvia arreció y las
gotas se confundieron con el llanto.

Durante 3 meses estuvo sentada frente a la gobernación


cochabambina, intentando que su petición y la de cientos de
compañeros fuera escuchada. Ni el apoyo de la Iglesia, ni el de la
sociedad civil… ni siquiera la muerte de tres personas que protestaban
en el viaducto de Cochabamba y fueron arrolladas por un carro
mientras estaban en vigilia, abrió las puertas. Prevaleció el silencio.
Tampoco el informe de la ONU exigiendo al Estado garantizar el
respeto de los derechos de los discapacitados, rompió la indiferencia.

La impotencia estuvo a punto de derrumbarla. Pero a la frase el


estudio es el único camino que nos queda, unió otra sentencia que su
madre le repetía en la intimidad del hogar: somos hijas de Doña
Domitila Barrios. Mujer profética y brava aquella, que les enseñó a los
bolivianos, durante los tiempos innombrables de las dictaduras, que el
enemigo es el miedo, que anquilosa, inmoviliza, destruye. Y el antídoto
la perseverancia esperanzada.

Junto a cientos de personas con discapacidad y sus familias,


caminó hacia a La Paz. Están locos –-dijeron muchos–, de ilusos los
calificaron otros, vendidos a la derecha, los más. No le importó:
acomodó a su hijo en una silla de ruedas, empacó dos mudas de ropa
para cada uno en una mochila escolar y empujó la silla 378,5 Km hasta
La Paz. La marcha se hizo lenta: los caminantes acompasaron su ritmo
al de los niños, mujeres y hombres que esforzaban sus cuerpos en subir
la larga cuesta hasta Caracollo, exigiendo las muletas, los bastones, las
sillas, los carros de rodillos… La rabia, el dolor, el hastío.

Mojó la pañoleta que enjugaba el sudor de su cabeza y la puso


con suavidad sobre el rostro de su hijo para aliviarle el ardor que le
producían los gases lacrimógenos. Llegada la noche, una a una durante
los tres meses que tardó la travesía, frotó miel en las úlceras que le
provocaba a su hijo la talladura de la silla en su cuerpo mortificado por
el esfuerzo. Nos van a escuchar, es imposible que sigan con tanto
atropello.

Hallaron barricadas, alambradas, puertas y policías antimotines


apostados en las cuatro esquinas de la Plaza Murillo de La Paz, un sitio
emblemático de la democracia boliviana. Se sentaron justo en la misma
esquina en donde Domitila Barrios le pronosticó a Eduardo Galeano,
cinco décadas antes, la caída de la dictadura de García Meza. Su hijo y
ella se unieron a una familia que venía desde Sucre para habitar una
carpa para cuatro personas, aunque ellos eran siete. La gente y las
instituciones les proveyeron alimentos. Pasaron uno, dos, tres días…
No hubo diálogo… Cinco, diez, quince; nada… Veinte, treinta,
cuarenta… Desespero, angustia, impotencia: ya nos van a escuchar, es
imposible… Cincuenta, setenta, noventa…

A la lluvia se añadió el fuerte viento que bajaba helado de las


cimas nevadas que rodean a La Paz. Es hermosa –se sorprendió en sus
propios pensamientos-, una inmensa batea que conecta el Huaina
Potosí con el Illimani. En medio los ascensos serpentean a izquierda y
derecha de la avenida El Prado, que se extiende infinitamente en
dirección sur hacia Calacoto y en dirección norte hacia el lago sagrado.
En verdad es una ciudad maravilla, habitada por gente bronceada por el
sol y el frío de las alturas, y con espíritu firme acrisolado por una
historia de encuentros y desencuentros con la esquiva democracia: la
real, la que permite y garantiza a cada quien el soberano derecho a
disentir, a expresarlo y a defenderlo. La lluvia se convirtió en aguacero.
El agua arrastraba la basura calle abajo hasta que las alcantarillas se la
tragaban.

Vámonos, dijo con voz suave a su hijo. Empacó en la mochila la


ropa mojada. Dobló la silla de ruedas y la subió al camión. En la brega
la golpeó contra uno de los barrotes de la carrocería, doblándole uno de
los descansa pies; se nos fregó la silla, gritó atormentada. Tranquila
mamá, lo importante es que estamos juntos.

Mientras ascendía de La Paz a El Alto, el Illimani le llenó la


retina, y motivada por la imagen, susurró a su hijo: la mejor manera de
estar preparados para lo que viene, es respetar la diferencia. Recordar
que todos somos personas.

En el rostro infantil se dibujó la alegría. El cielo de El Alto estaba


despejado, el niño vio una nube, cualquier nube, la que ustedes quieran.
Y la nube disparó la ilusión.

Rubén Darío Gómez

Cochabamba, Bolivia

https://www.servicioskoinonia.org/cuentoscortos/articulo.php?num=111

También podría gustarte