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—Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte —dijo.

El sueño del Pongo - José María Arguedas El patrón no oyó lo que oía.
—¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? —preguntó.
Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de
—Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte —repitió el pongo.
pongo, de sirviente en la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo
—Habla… si puedes —contestó el hacendado.
lamentable; sus ropas, viejas.
—Padre mío, señor mío, corazón mío —empezó a hablar el hombrecito—. Soñé anoche que habíamos
muerto los dos juntos; juntos habíamos muerto.
El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor
—¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio —le dijo el gran patrón.
de la residencia.
—Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos, los dos juntos; desnudos ante nuestro
—¿Eres gente u otra cosa? —le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio.
gran Padre San Francisco.
Humillándose, el pongo no contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.
—¿Y después? ¡Habla! —ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.
—¡A ver! —dijo el patrón—, por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas
manos que parece que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia! —ordenó al mandón de la hacienda.
—Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que
alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí nos examinaba, pesando, creo, el corazón
Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.
de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre
El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo
mío.
cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco de espanto en su rostro; algunos siervos se
—¿Y tú?
reían de verlo así, otros lo compadecían. «Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el frío
—No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.
de sus ojos, el corazón pura tristeza», había dicho la mestiza cocinera, viéndolo.
—Bueno. Sigue contando.
—Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca: «De todos los ángeles, el más hermoso, que venga.
El hombrecito no hablaba con nadie; trabajaba callado; comía en silencio. Todo cuanto le ordenaban,
A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más hermoso. Que el ángel
cumplía. «Sí, papacito; sí, mamacita», era cuanto solía decir.
pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de miel de chancaca más transparente».
Quizás a causa de tener una cierta expresión de espanto, por su ropa tan haraposa y acaso, también,
—¿Y entonces? —preguntó el patrón.
porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al anochecer, cuando los
siervos se reunían para rezar la avemaría, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón
Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta, pero temerosos.
martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo.
—Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel, brillando, alto
como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre, caminando despacio. Detrás del ángel mayor
Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba
marchaba otro pequeño, bello, de luz suave como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa
golpes suaves en la cara.
de oro.
—Creo que eres perro. ¡Ladra! —le decía.
—¿Y entonces? —repitió el patrón.
El hombrecito no podía ladrar.
—«Ángel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que tus manos sean como
—Ponte en cuatro patas —le ordenaba entonces.
plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre», diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así el ángel
El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.
excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de
—Trota de costado, como perro —seguía ordenándole el hacendado.
los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera
El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.
hecho de oro, transparente.
El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía el cuerpo.
—Así tenía que ser —dijo el patrón, y luego preguntó—: ¿Y a ti?
—¡Regresa! —le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.
—Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro gran Padre San Francisco volvió a ordenar: «Que de todos los
El pongo volvía, de costadito. Llegaba fatigado.
ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina
excremento humano».
Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto la avemaría, despacio, como viento interior en
—¿Y entonces?
el corazón.
—¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! —mandaba el señor al cansado hombrecito—. Siéntate
—Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener
en dos patas; empalma las manos.
las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien cansado, con las alas chorreadas, trayendo
Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo
en las manos un tarro grande. «Oye, viejo —ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel—, embadurna
imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quietos, como orando sobre
el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de
las rocas. Pero no podía alzar las orejas.
cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!». Entonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo,
Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del
sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de
corredor.
una casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí avergonzado, en la luz del cielo, apestando…
—Recemos el padrenuestro —decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.
—Así mismo tenía que ser —afirmó el patrón—. ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?
El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía ni ese
lugar correspondía a nadie.
—No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos,
En el oscurecer, los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío de la hacienda.
ante nuestro gran Padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo
—¡Vete, pancita! —solía ordenar, después, el patrón al pongo.
rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el
día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: «Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está
Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba
hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo». El viejo ángel rejuveneció a esa misma
a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos.
hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su
Pero…, una tarde, a la hora del avemaría, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la
voluntad se cumpliera.
hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ése, ese hombrecito, habló muy
claramente. Su rostro seguía como un poco espantado.
Aquella madrugada, Pelón llegó al muelle cruzando el puerto, derechamente; la calle de la tienda de Migata
lo conducía hasta el mar desde la puerta de su “encomendería”. Dos grandes latas de kerosene las llenó
El pelón - José María Arguedas de agua, lanzándolas al mar desde el muelle. Colgó ambas latas en los extremos de un palo y el peso del
agua no rindió su cuerpo un centímetro más de su encorvadura ya conocida. Solo sus pasos se hicieron
Pelón vivía en una tienda de esquina, en la tercera calle. El jirón “comercial” corría entre los dos malecones;
más cortos pero más rápidos; así, ingresó al corredor, que unía el malecón de la ribera con la tienda de
era un callejón angosto con piso de tierra y dos cintas de aceras empedradas; detrás del gran malecón de
Molleda; desde esa esquina el camino se empinaba, pero el chino no redujo la velocidad de sus pasos. Iba
arriba estaba la mejor calle, ancha, pavimentada hasta la mitad, hasta el crucero con la calle de la tienda
feliz, solo, aislado por la olorosísima niebla. Se cruzó con dos personas que no lo vieron, porque pasaron
de Migata; luego continuaba hasta el cerro, igualmente amplia, pero terrosa.
por la acera opuesta. A la puerta de su tienda, puso en el suelo las latas de agua y, en ese instante, por el
En los malecones vivieron las familias principales, algunas con resonancia nacional; muchas de esas casas fondo, la niebla se animó; y él, Pelón, se sintió iluminado, tierna y sutilmente. El sol amanecía.
permanecían cerradas y derrumbándose al cuidado de “serranos” que habían convertido los patios en
—Roncito, poquito. —Oyó que le hablaba, desde cierta distancia, el Zambito Julio—. Roncito, poquito —
gallineros.
repitió.
La calle empedrada y ancha tenía dos sectores; la parte pavimentada pertenecía a la clase de empleados
importantes, de gente que aún ejercía oficios que les permitían mantener una cierta facha de “señores”. Ahí Era el único cliente ante el cual Pelón no permanecía inexpresivo. Su alma, su interior, sonreían tristemente.
estaba la botica y, especialmente el boticario cuya señora esposa e hijas se bañaban vestidas de traje y no
de ropa “moderna”. El chino abrió la puerta de la encomendería, cargó las latas; depositó el agua en un recipiente de madera
Las tres eran gordas, respetables y mantenían una tertulia nocturna nutrida, pero muy discriminada. Podían que no parecía peruano; no estaba ajustado con flejes; no parecía tonel ni lavadero. Cuando volvió al
acudir a ella gentes de toda clase, pero el señor boticario y su honorable familia permanecían protegidos mostrador, el Zambito Julio continuaba a unos pasos de la puerta.
por el mostrador ancho que no era franqueado por nadie.
—Roncito —volvió a pedir.
—Mismo qui’un brujo —decía de ellos don Moisés—. ¿Qué comen? ¿Su pulmón necesitará aire? Naidies
ha visto comu’es, por dentro, su vivienda. Yo desconfío, compadre. Cuando hay mucha gripe el Don se Pelón lo autorizó a que entrara a la tienda. El Zambito le alcanzó un pomo que traía guardado en el bolsillo
frota sus manos. Algo de otras cosas comen; mucha barriga tienen las niñas sin estar empreñadas y por trasero del pantalón. Pelón movió negativamente la cabeza. Buscó el embudo, y de una gran lata echó por
esa barriga, tampoco habrá quien les arrime… el embudo aguardiente a una media botella hasta llenarla. Alcanzó la botella al Zambito Julio y un paquetito
envuelto en papel de periódico.
La parte polvorienta de la calle pertenecía a estibadores, artesanos, pequeños propietarios de tierras del
valle y a ciertas personas algo desconocidas, como un negro vendedor ambulante que se trajeaba a lo Julio sonrió. Su barba cana, especialmente sus largos bigotes, dieron a su rostro un aire de idiota resucitado
señor pero cuya mujer andaba siempre sucia y permitía que sobre el rostro de sus hijitos jugaran y se por la alegría; se echó a reír. Agradeció al chino levantando ambos brazos, echó mano a la botella y al
ensuciaran libremente las moscas. paquete, y salió a paso lento. El sol empezaba a disipar la niebla convirtiéndola en luz. El Zambito echó a
correr por el medio de la calle terrosa, al final bajó hacia la ancha y empedrada, la cruzó, llegó al extremo
—No sabe usté, compadre, que el negro ese tiene la calavera de su otra señora difuntita, ahí mimo, en la del malecón, subió hacia el cerro; allí, detrás de la caseta de la Empresa Eléctrica, estaba su casa: una
cabecera ’e su cama, sobre repisa, entre do vela ’e sebo. Dicen que por el susto no má, la serranita que es habitación que parecía haber sido mutilada del resto de una residencia más amplia, porque estaba rodeada
su hembra de ahura, “atiende” tamién al panadero. Sucederá lo que Dió y la calavera ’e la difunta manden, de escombros. Un gato negro lo esperaba tras la puerta. Le hizo oler primero el cañazo, luego, abrió el
señó. paquete cuidadosamente, mientras el gato subía al hombro del viejo, y esperaba, conteniéndose,
acariciando a su dueño con las garras que abría y cerraba amorosamente sobre la piel del viejo.
En la última cuadra de esa calle, donde precisamente el terreno era algo cascajoso y empinado, un hombre
de numerosa familia había logrado hacer florecer un pequeño jardín en ese lugar, donde el desierto parecía El paquete contenía un buen trozo de carne de bonito. El gato lo fue devorando con cuidado, cambiando
más seguro. Cargaban baldes de agua, a la madrugada, para regar las plantas, y unas varas largas, no de posturas su cabeza. “¡Jááá! ¡Jáájáá…!”, exclamaba bailando el Zambito Julio. Él comía muy poco; su
muy recias, de malva lucían sus flores rosadas en círculos escalonados. Y los pajarillos venían allí, prima Antonia, mujer del Huaquero, principal guardián de la Grace, había cobrado el íntegro de la
atravesando el trozo de desierto que separaba el valle de ese caprichoso y anhelante jardín del puerto. indemnización del Zambito cuando se retiró de su plaza de estibador “terrestre”; a cambio, Antonia se
Claro que más cerca del malecón, por donde cruzaba la cañería principal del agua, uno que otro vecino comprometió a darle pensión de alimentos “de por vida”. Pero le servía únicamente las sobras de los otros
mantenía árboles martirizados de cítricos, y en la parte baja de la misma calle se había logrado sembrar, tres pensionistas “pagantes” que tenía. El Zambito era, además, criado y niñero de Antonia. “¡Jááá…!”,
en los últimos veinte años de decadencia del puerto, pequeños huertos en los que el maíz, los camotes y exclamando el Zambito dio algunas vueltas en su cuarto, mientras el gato comía. Luego el gato saltó sobre
hasta el tomate crecían fecundamente. Pero el jardín de malvas estaba en el cascajo, en el desierto duro y el hombro del viejo. Entonces, llorando, el Zambito empezó a beber el fuerte aguardiente. El gato
ya lejano, sobre la propia calle y cerrándola. ronroneaba y jugaba con las garras sobre el hombro del viejo; le acariciaba el hombro con la cabeza,
pasando su dulce piel sobre el cuello del hombre.
Paralela a esta calle todavía había otra, bien trazada, pero maloliente, con un solo caño de agua y las casas
ya no tan nutridas. En la esquina principal tenía su tienda Pelón. Detrás de esa última calle las casas se Zambito Julio se secó las lágrimas, corrió hacia la puerta; el gato saltó a tierra. El viejo alcanzó a tiempo a
habían construido sin orden ninguno, y a medida que avanzaban hacia el cementerio arqueológico eran su amigo Cañón.
más pobres. La última pertenecía a Ogata.
Cargando dos latas de desperdicios al “estilo” de Pelón cruzaba el “desierto”, un pequeño trozo de arena
Pelón solía detenerse para contemplar el jardín de malvas, cuando, a fechas fijas, iba al mar a sacar agua que separaba las últimas casas del puerto, del chiquero donde la mujer del Pibe engordaba chanchos. El
para fabricar sal. Aquella madrugada el puerto estaba cubierto por una neblina muy baja y densa, viejo siguió a su amigo; esperó que llenara los recipientes de piedra con el fétido contenido de las latas;
perfumada hasta el exceso con el olor del océano. El pecho bastante hundido del chino respiraba la neblina; luego, ambos se echaron en el suelo.
en el silencio y la soledad, Pelón dirigió los ojos hacia el lugar del jardín. Lo alcanzó con el intenso brillo de
sus ojos. Cuanto más envejecía y se secaba, sus ojos parecían hacerse más resplandecientes y felices, Zambito le pasó la botella a Cañón, y el hombre empezó a sorber a tragos, como si se tratara de miel suave,
aunque él no sonreía. Y no causaba extrañeza que no supiera reír, porque Pelón era un chino inmigrante y el venenoso alcohol Cartavio. El sol fue haciéndose más puro, más ardiente y verdadero sobre el rostro de
había armado una tienda para la clientela más pobre del puerto. En los andamios figuraban muy pocas los dos “camaradas”. Un orgullo tan intenso como esa creciente luz animaba la expresión del viejo.
cosas, pero nadie recordaba haberse ido de esa tienda a la de Migata, más surtida, por no haber encontrado
lo que pedía. Y años más tarde, cuando veraneantes “limeños” inundaron el puerto en “la temporada”, *FIN*
encontraban donde Pelón lo que Migata no tenía.

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