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I. INTRODUCCIÓN
Los discursos médicos están impregnados de moral y construidos desde una posición
androcéntrica, ejerciendo un control que asegure el orden social “útil” y “necesario”.
Se han utilizado enfermedades mentales como dispositivo regulador de los cuerpos de
las mujeres para seguir manteniendo un orden de subordinación y sumisión.
Hay una invalidación de la mujer como sujeto de derechos. Existe una idea de
homogeneidad interprofesional y extraprofesional que mantiene una perspectiva
androcéntrica. Las elites profesionales y los órganos de representación y de poder
científico de la profesión médica se equiparán al universalismo explicativo de un
modelo estudiado e interpretado a partir del hombre. Por lo que, no se tienen en
cuenta las diferencias jerárquicas, estructurales, sociales, económicas…
Tenemos delante un esquema similar por el cual atraviesan todas las mujeres con
estas enfermedades que contienen dolor crónico, dónde se potencia la creencia de
que las mujeres contienen en su fisiología y psicología, es decir de manera
intrínseca en ellas mismas, características más prevalentes a la inestabilidad
emocional (anclada a la construcción social de la feminidad), que se ha
interpretado como producto de la biología femenina y por lo tanto, como
característica psicológica de carácter inevitable. Tal como argumenta Carme Valls:
“les queixes sobre el dolor i el malestar de les dones es consideraven
psicosomàtiques i es tractaven amb ansiolítics i sedants. (...)”.
El sistema sanitario no tiene en cuenta la perspectiva de género ni tiene una mirada
intercultural ni interseccional, lo cual supone un sesgo en las intervenciones
pudiendo dar lugar a diagnósticos erróneos dónde se tiende a medicalizar con
antidepresivos. Además, genera travas importantes para el bienestar de las mujeres
con patologías que generan dolor crónico porque se las “tacha” de exageradas y
con tendencia a psicosomatitzar.
Esta medicalización actúa como reguladora de cuerpos femeninos. Cada vez es más
evidente que vivimos en una sociedad que comercializa la infelicidad al negar las
emociones como algo consustancial a nuestra naturaleza humana. La invención de
trastornos, o clasificación con sesgo de género, basados en emociones humanas
normales (y casi nunca patológicas) como la tristeza, la ansiedad, el desasosiego, la
timidez… acaba con procesos de sobremedicalización por supuestos trastornos
mentales, que en realidad son, en la mayoría de las situaciones, reacciones a las
desigualdades sociales y modelos socioculturales. Se construyen diferencias como
esenciales en términos sexo-genéricos y este esencialismo legitima un
ordenamiento jerárquico de subjetividades.
“El hecho de ser mujer” en una sociedad patriarcal como la nuestra, es un factor de
riesgo para la salud. La maternidad, la doble carga de trabajo, la normalización del
rol de cuidadoras, la falta de reconocimiento social, las dificultades para acceder al
mercado de trabajo y para conciliar la vida personal, familiar y laboral, la existencia
de la brecha salarial, la violencia de género… son algunos de los factores que mayor
impacto tienen sobre la salud de las mujeres.
La comprensión del malestar psicológico como sintomatología vinculada a la
desigualdad requiere del análisis de la operatividad del sistema de género y de su
impacto en la subjetividad (López-Gil 2014; Butler 2001). Los sujetos son
parcialmente producidos por los dispositivos de poder que operan en el cuerpo
social. (Pujal, M. Calatayud, M. & Amigot, P. 2020).
Es decir, el modelo actual biomédico no cuenta con factores externos
socioculturales del sistema sexo-genérico dicotómico como fuente explicativa de
ciertas desigualdades que impactan en la salud de las personas.
Se cree necesario la construcción de un modelo interseccional que tenga en cuenta
los sesgos de género en la investigación y los procedimientos del sistema sanitario.
Tal como señala Carol Gilligan: “(los) sesgos de género en la investigación sobre
salud mental han contribuido a etiquetar la angustia de las mujeres y la depresión
producida por la discriminación en los lugares de trabajo, las dobles jornadas, los
roles familiares, etc. como problemas psicológicos más que reacciones normales al
estrés y a las injusticias” (Cabruja, T. Estrella, N, y San Martín, C. 2008). Por lo que,
se trata de implementar un modelo que tenga en cuenta las desigualdades
socioculturales cómo desigualdades estructurales que impregnan ideologías y
constructos necesarios para el mantenimiento de un orden que genera poder-
subordinación en las diferentes esferas sociales.
La salud es un concepto complejo que tiene una gran repercusión en la vida de las
personas en general y en la de las mujeres en particular y debe ser entendida desde una
óptica biopsicosocial. “La falta de perspectiva de género en el ámbito sanitario supone
un factor de riesgo para la salud integral de las mujeres”. Así, el modelo biomédico
vigente genera gran sufrimiento en las mujeres puesto que no tiene en cuenta variables
de género en su planteamiento. De hecho, la medicalización de los síntomas y la
normalización del dolor es una consecuencia de lo anteriormente dicho.
Cada vez es más evidente que vivimos en una sociedad que comercializa la infelicidad
al negar las emociones como algo consustancial a nuestra naturaleza humana. La
invención de trastornos, o clasificación con sesgo de género, basados en emociones
humanas normales (y casi nunca patológicas) como la tristeza, la ansiedad, el
desasosiego, la timidez… acaba con procesos de sobremedicalización por supuestos
trastornos mentales, que en realidad son, en la mayoría de las situaciones, reacciones a
las desigualdades sociales y modelos socioculturales.