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Soñando
monstruos
Terror y delirio en la modernidad
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A mi hijo Hugo, que siempre «quiere monstruos».
Su inocencia y su ternura me han devuelto algunas cosas que
creí perdidas.
Voltaire
Jaques Lacan
Michel Foucault
Prefacio ............................................................................................................................................... 13
Introducción ............................................................................................................................... 19
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1 Ernst Cassirer, en su Filosofía de la Ilustración, una obra que conserva un indudable valor
a pesar del tiempo transcurrido (su primera edición fue en 1932) y los avatares por los que ha
pasado la civilización occidental y el concepto mismo de Ilustración, afirmaba a este respecto:
«Porque su resultado decisivo y permanente no consiste en el puro cuerpo doctrinal que elaboró y
trató de fijar dogmáticamente. En mayor grado de lo que ella misma fue consciente, la época de las
Luces ha dependido en este aspecto de los siglos que la precedieron. No ha hecho más que recoger
su herencia; la ha dispuesto y ordenado, desarrollado y aclarado…». Filosofía de la Ilustración.
Traducción de Eugenio Imaz. México FCE, 1975, Prólogo, p. 10.
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xviii, sino que más bien el siglo xviii era el resultado exitoso de los
avances que en todos los órdenes se habían producido en los siglos
anteriores. En el xviii daban ya sus frutos los cambios que habían em-
pezado a gestarse con Maquiavelo, Copérnico, Galileo, Bacon, entre
otros nombres ilustres e ilustrados. El resultado era espectacular. Se
había pasado de una ciencia incapaz de explicar adecuadamente el mo-
vimiento a la ciencia de Newton, de unos sistemas políticos anticuados
a las Revoluciones liberales, de un modo de organización económica
a la Revolución Industrial. La sociedad era irreconocible, el saber era
irreconocible. El hombre parecía tener en sus manos el poder del uni-
verso. Todo esto es de sobra conocido y conforma la imagen tópica de
la Ilustración. Para esa imagen, la Ilustración en un sentido amplio no
es solo el movimiento que a lo largo del xviii da lugar al llamado Siglo
de las Luces, sino que es también un movimiento más amplio que en su
cronología viene a coincidir más o menos con la emergencia de lo que
los historiadores dan en llamar el mundo moderno. Por ello no deja de
ser habitual e incluso parece inevitable que casi siempre los términos
Ilustración y modernidad vayan de la mano o incluso se identifiquen2.
Hay que recordar que la modernidad de los filósofos y sociólogos es
algo diferente del mundo moderno de los historiadores. Este último
tiene unos contornos y una cronología que, al menos de modo con-
vencional, están bien definidos y que nos sitúan entre la segunda mitad
del siglo xv y las últimas décadas del xviii, donde se iniciaría la época
contemporánea. La modernidad como concepto, sin embargo, abar-
ca ambas épocas, la moderna y la contemporánea, al menos hasta la
segunda mitad del xx, y lo abarca porque la modernidad de los filóso-
fos y sociólogos es más bien un concepto que contiene un conjunto
de nociones o rasgos, los cuales están presentes en ambas épocas, la
moderna y la contemporánea. Y lo cierto es que en primera instancia
esos rasgos que definen lo moderno coinciden en lo esencial con la
2 Los ejemplos son tantos que resulta innecesario traer a colación alguno. Sin embargo,
por sus consecuencias y efectos, parece imprescindible mencionar la obra escrita en 1944
por Adorno y Horkheimer: Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Traducción de
Juan José Sánchez. Madrid, Trotta, 1998.
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humano no dejaba de ser una sustancia más, un objeto más entre otros.
De la categoría de sustancia, o del ser, se obtenían tanto los principios
fundamentales de la explicación científica como los principios funda-
mentales del obrar humano. La metafísica de Aristóteles depende de
los principios explicativos vinculados a esa noción de sustancia. Las
nociones de causa y efecto, de acto y potencia, de distintas causalidades
que nuestro sentido común sigue conservando de algún modo, son
nociones en las que el sujeto humano no juega un papel especialmente
relevante. En cuanto a las categorías éticas, tan específicamente huma-
nas, en realidad dependen también de la noción de sustancia. La sus-
tancia hombre, en la medida en que tiene una forma específica y una
causa final, por así decir, puede entonces descubrir el bien que le es
propio encerrado en la definición misma de lo humano como animal
racional. De ahí procede toda la teoría de las virtudes, el concepto de
felicidad y otros asociados a ello. En Platón la idea es anterior también
al sujeto humano y el sujeto humano depende igualmente de ella. Y en
el mundo cristiano, que hace suyo en gran medida el platonismo, pero
lo traslada a una religión revelada y monoteísta, también el hombre jue-
ga un papel subordinado, solo que esta vez esa subordinación lo es no
frente a la naturaleza, sino que lo es frente a una divinidad que tiene, o
al menos así se representa, los rasgos de lo humano. Es este un cambio
importante. En el cristianismo, lo humano en parte se degrada frente a
la divinidad omnipotente, pero en parte se coloca ya en la posición de
superioridad frente a la naturaleza que ocupará en el mundo moderno.
La criatura humana es la única a imagen y semejanza de la divinidad y
en ese sentido, después de la divinidad, es superior al resto: lo que se
llamó el rey de la creación, es decir, de las demás criaturas. Por encima
está el creador. La modernidad rompe con todos esos esquemas an-
teriores y no sitúa principio explicativo alguno más allá del sujeto, ni
la idea, ni la sustancia, ni Dios. En cierto modo, lo que se ha dado en
llamar sujeto es heredero de los tres, y así no es extraño que en un mo-
mento maduro el principio explicativo de la modernidad sea llamado
por Hegel la sustancia hecha sujeto, es decir, el Espíritu. Pero antes de
eso el mundo moderno debe romper a la vez con el mundo cristiano
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que para crecer necesita una y otra vez seguir alimentando su propio
deseo de lo que produce. En realidad se podría pensar que el sujeto
moderno no es sino una metáfora que los filósofos elaboran de esa
realidad. El eterno retorno tiene el mismo referente que el mecanismo
de la plusvalía, que la cosa en sí kantiana entendida como subjetividad
deseante en Fichte y luego en Hegel, o antes como conatus en Spinoza.
Son todo metáforas de una misma instancia, realidad, noción, o como
quiera llamársele, de un fondo o de un sin fondo. El sujeto no es más
que la metáfora que condensa todas esas metáforas, y aquello de lo que
habla esa metáfora es de la sustancia inasible y cambiante en la que vi-
vimos desde hace tres siglos, o algo más, en una contingencia que es lo
que de un modo u otro llamamos modernidad.
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Parece, por tanto, un error considerar que con Marx, con Nietzs-
che, con Freud, se inicia la crítica y la superación de la modernidad.
Más bien se da el caso de que con ellos, y antes con Hume o Spinoza,
la modernidad empieza a ser caracterizada con más precisión: una es-
tructura deseante que carece de fines, de causas, de todas las nociones
procedentes de Aristóteles y tan útiles para la teología cristiana a partir
del siglo xiii. De eso tratan las páginas que siguen.
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H
ay un momento en la historia del pensamiento occidental
del que toda persona con una formación básica y elemental
tiene noticia, aunque no siempre precisa y suficiente. Se trata
del famoso «pienso, luego existo» que es, tal vez, junto con el «solo
sé que no sé nada» socrático, la frase más conocida de la historia de la
filosofía. La frase, recogida más o menos en esos términos por Descartes
en el Discurso del método, habitualmente se interpreta como principio de
certeza última a salvo de cualquier duda, pero también como máxima
expresión del racionalismo y como punto de partida convencional de
lo que se entiende por la modernidad en sentido filosófico, que es algo
distinto del mundo moderno de los historiadores y de lo que me he
ocupado brevemente en la Introducción. Quisiera empezar por recordar
al lector que ese enunciado es el resultado de una larga trayectoria por
parte de Descartes, que lo que se conoce como el Discurso del método es
una introducción que se pretendía práctica a tres tratados, la Dióptrica,
los Meteoros y la Geometría, y que en esa introducción Descartes intenta
explicar mediante un relato el invento que ha puesto en marcha muchos
años antes y que como tal le ha permitido escribir los tres tratados que
prologa mediante el Discurso. Ese invento es lo que se llamó después
la geometría analítica. La geometría analítica es una herramienta básica
de la ciencia moderna, que permite combinar el álgebra y la geometría1,
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de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva. Madrid, Alianza, 1979, una de las
obras más académicamente elaboradas de Ortega. Habla poco de Leibniz, pero sí bastante
de geometría analítica y de lo que llama el modo moderno de conocer.
2 Tal como lo exponía en sus cursos de doctorado en la Universidad Complutense,
poco antes de que lamentablemente el cáncer se manifestara y le llevara hasta la muerte.
3 La matriz de todas ellas está en la crítica romántica a la ciencia mecánica y
mecanicista. Un documento decisivo es el llamado Más antiguo programa para un sistema
del idealismo, del que se tratará con más detalle en la sección IV dedicada al delirio. Otro
documento relevante es el texto de Heidegger, La época de la imagen del mundo, en Caminos
del bosque. Traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte. Madrid, Alianza, 1996. Desde
ahí hay toda una tradición que pasa por la escuela de Francfort y llega hasta nuestros días.
Tres años antes de la conferencia de Heidegger sobra la época de la imagen del mundo, en
1935, había expuesto Laberthoniére su distinción entre una ciencia de artista, para referirse
a la aristotélica, y una ciencia de ingenieros, o de la explotación de las cosas (cfr. Études sur
Descartes, Paris, Vrin, 1935, II, p. 304) para referirse a la de Descartes, distinción rechazada,
sin embargo, por Koyré (cfr. Estudios galileanos, Madrid, Siglo XXI, 1980, p. 2, nota).
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5 Así, el término ingenio, además de dar nombre a la versión latina de las Regulae ad
directionem ingenii cartesianas o a títulos clásicos como Agudeza y arte de ingenio de Gracián
o al Examen de ingenios para las ciencias de Huarte de San Juan, se sigue usando hoy en
determinados lugares de América para designar tanto las máquinas como el complejo fabril.
El diccionario de la RAE recoge hasta cuatro acepciones en ese último sentido de máquina
o aparato, referidas las últimas al complejo azucarero.
6 Reglas para la dirección del espíritu. Traducción, introducción y notas de Juan Manuel
Navarro Cordón. Madrid, Alianza, 1984.
7 La mitología que acompaña a los que pasan por grandes momentos de la historia del
pensamiento dice que en la noche del 6 noviembre de 1919 es cuando descubrió la gran
verdad. Cfr. Salvio Turró, Del hermetismo a la nueva ciencia, Barcelona, Anthropos, 1985, pp.
226 y ss.
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8 Sabido es que Descartes conocía muy bien todo ello, porque se había formado con los
jesuitas, quienes perfeccionaron y culminaron la escolástica.
9 Una explicación clara de ese proceso se puede encontrar en distintos momentos del
texto de Ortega mencionado, en particular pp. 325-334.
10 Si bien la afirmación puede parecer exagerada y algo provocativa, lo cierto es que
encajaría en un modo de entender las relaciones entre ciencia y filosofía en Descartes como
el que expresa la obra de Desmond M. Clarke, La filosofía de la ciencia en Descartes. Madrid,
Alianza, 1986, cuyo espíritu se resume bien en la frase: “nosotros interpretaremos la obra
conservada de Descartes como la producción de un científico práctico que por desgracia
escribió unos breves ensayos de cierta importancia filosófica”, p. 16.
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11 La ciencia tardará mucho en prescindir de ellas definitivamente tal como lo hace hoy
allí donde puede. Hume lo vio antes y lo expresó con claridad.
12 Algo que no deja de reconocer el mismo Descartes, que vieron pronto los empiristas,
con especial virulencia Hume, que ratificó a su modo Kant y que desde entonces para acá
parece indiscutible.
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del mundo exterior, pero una ficción al fin y al cabo. El yo, la sustancia
extensa, Dios y todo lo demás, incluido el propio Descartes, no son en
realidad nada más que personajes de un relato. Y el relato a su vez no es
sino una ficción al servicio de una máquina. Desde ese punto de vista
debemos reconocer en Descartes unas cualidades geniales, ya no solo
como científico, sino también y especialmente como vendedor del pro-
ducto que él mismo ha contribuido esencialmente a crear.
perfecto y que al serlo contiene entre sus atributos también la existencia, luego existe, y si
existe no me engaño al pensarle a él y a la extensión.
15 Meditaciones Metafisicas con objeciones y respuestas. Introducción, traducción y notas de
Vidal Peña. Madrid, Alfaguara, 1977.
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medida en que no lo ven como lo que es, una mera ficción publicitaria,
en esa medida contribuyen al éxito del fin perseguido por Descartes.
16 Aunque hablando con precisión se tiende a interpretar que se refiere a dos personajes
diferentes, un Dios engañador y un genio maligno. Veremos inmediatamente si se trata
realmente de dos personajes distintos.
17 Cfr. Richard H. Popkin, La historia del escepticismo desde Erasmo hasta Spinoza. México,
FCE, 1983, en particular pp. 266-276.
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un cierto genio maligno no menos artero y engañador que poderoso, ha usado todo su empeño en
llevarme al error». Y así, en la Meditación segunda retoma la hipótesis que ha presentado como de
un genio maligno señalando el engaño como su rasgo decisivo, solo que ahora al rasgo del engaño
añade el de maligno. «Pero ¿qué soy ahora, si supongo que algún engañador potentísimo, y si me
es permitido decirlo, maligno, me hace errar intencionadamente en todo cuanto puede?» Con
ello evita un problema de difícil solución y al que él mismo remite tras la primera presentación,
a saber, atribuir al Dios perfecto, al Dios medieval, una imperfección, como lo es la voluntad de
engañar. Por eso, descartado el Dios propiamente dicho, el Dios omnipotente, suma bondad y
perfección procedente de la polémica medieval, ese genio es a la vez ya inevitablemente maligno.
De hecho es su imperfección la clave determinante de su contenido como personaje in-fundante
de lo moderno, y ese es, en parte, el tema de este ensayo.
20 Meditaciones metafisicas, p. 21.
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21 Ídem, p. 24.
22 El condicional presupuesto vendría a enunciarse del modo siguiente: si me engaña
(P), entonces soy (Q). Descartes afirma precisamente P como el verdadero momento de la
certeza y, dada esa certeza, entonces y según esa regla básica de la lógica, una vez que tenemos el
antecedente tenemos el consecuente, que era lo que se quería demostrar. Pero está omitiendo
que en el antecedente existe otro sujeto implícito, el sujeto que ejecuta el engaño y que tiene
prioridad sobre el yo, y permite cuestionar la propia existencia de este último. El Dios veraz le
sirve para eliminar después el engaño. Pero al Dios veraz no se podría llegar si no se hubiera
eliminado previamente y de modo injustificado el sujeto que ejecuta el engaño. Ya San Agustín
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25 Cómo haya que entender la noción de espíritu en este orden de cosas es algo que se
desarrollará en otro momento, pero en todo caso se trata una representación del mismo
objeto que Descartes narra en términos de genio maligno o Dios engañador. La astucia de
la razón hegeliana, sin embargo, es todavía demasiada razón frente a la astucia. En cuanto a la
observación nietzscheana, se puede encontrar en los parágrafos 16 y 17 de Más allá del bien
y del mal, donde la conclusión lógica de Descartes, dice, hubiera sido: «Ello piensa».
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esta última es más radical que lo postulado en el experimento mental del cerebro en la cubeta
o incluso en Matrix. Tanto Matrix como el cerebro en la cubeta confirmarían las pretensiones
cartesianas en cuanto a la existencia, es decir, en cuanto que al menos existen los cerebros. Por
lo demás, Matrix añade a la cubeta el hecho adicional de que los contenidos de la conciencia
son ajenos e implantados, pero no así la propia existencia como recipiente y a la vez productor
de esos contenidos. En la lectura que proponemos en realidad ni siquiera la existencia misma
parece necesaria: la propia noción de virtualidad lleva hasta su últimas consecuencias la hipótesis
cartesiana, porque no es el qué soy sino el hecho mismo de ser, la existencia, lo que está en juego.
La cuestión no es si algo existe, sino si yo existo independiente de ese algo, si el yo existe al margen
de ese algo. En realidad esa idea la conocía ya Descartes, pero no tanto por las polémicas en torno
al voluntarismo, sino porque formaba parte del ambiente barroco en el que se movía. Calderón
publicó La vida es sueño siete años antes de que se publicara al versión latina de las Meditaciones. En
la hipótesis del título de Calderón, la existencia quedaría reducida a la vaga materia de los sueños,
es decir, a estructuras lingüísticas generadas por el deseo. Ciertamente Descartes hace uso del
sueño, pero el sueño al que remite es el del propio narrador, con lo que no afectaría en cuanto tal
a la existencia misma. Otra cosa es cuando el que sueña es el genio maligno mismo.
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28 «¿De qué o de quién se dice que se da la vuelta, y cuál es el objeto de la misma? ¿Cómo es
posible que a partir de un retorcimiento ontológicamente tan incierto se forje un sujeto? Quizás
lo que ocurre es que, al incorporar esta figura, ya no estamos intentando “ofrecer una descripción
de la formación del sujeto”, sino que nos enfrentamos, más bien, a la premisa tropológica que
subyace a cualquier descripción de este tipo, una premisa que facilita la explicación pero también
le marca un límite. Parece que en cuanto intentamos determinar cómo el poder produce a sus
sujetos (súbditos), cómo estos acogen al poder que los inaugura, ingresamos en este dilema
tropológico. No podemos asumir la existencia de un sujeto que lleva a cabo una internalización
mientras no tengamos una descripción de la formación del sujeto. La figura a la que nos estamos
refiriendo aún no ha cobrado existencia, ni forma parte de una explicación verificable, y sin
embargo sigue teniendo cierto sentido la referencia a ella.» Se trata de un texto extraído de la
Introducción del libro de Judith Butler Mecanismos psíquicos del poder. Traducción de Jacqueline
Cruz. Barcelona, Cátedra, 2001, p. 14. Unas pocas líneas más abajo la autora se extiende, en una
nota considerablemente larga, dedicada a explicar la noción de tropo que ella misma emplea
referida al término inglés «turn», vertido como «vuelta» por la traductora al español. Es una
categoría que tendrá gran importancia en esta obra, y en el pensamiento de Butler, y en la que
trata de resumir la concepción básica del mecanismo de sujeción y de creación de sujetos a partir
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del deseo y el poder, nociones a las que, a lo largo de la obra, remite indistintamente esa vuelta,
en coherencia con su pretensión de eliminar el dualismo entre lo psíquico y lo político (cfr., bd.
p. 30). Por lo demás, en el contexto explicativo del «tropo», alude la autora al conocido pasaje
de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral en el que Nietzsche explica la sedimentación de
los tropos como condición de posibilidad del lenguaje. Creo que esa figura del relato cartesiano
que se irá caracterizando a lo largo del ensayo podría encontrar también aquí su expresión, que
incluso podría ser la matriz de cualquier otra sujeción y sobre eso se hablará en particular en la
sección IV. El mismo objeto que Butler intenta expresar en términos de vuelta será reconsiderado,
si bien desde otra perspectiva, en esa sección dedicada al Delirio.
29 Cfr. Dieter Henrich, Selbstverhältnisse. Gendaken und Auslegungen zu den Grundlagen der
klassischen deutschen Philosophie. Stuttgart, Reclam, 1982, p. 82.
30 Sería en ese sentido un deseo que no es solo entendido como carencia del objeto
en los términos clásicos en los que lo entienden Freud y Lacan y en el sentido en que lo
describe Deleuze críticamente hacia Freud y Lacan, pero en realidad hacia toda la tradición
occidental desde Grecia. En su opinión, lo que Deleuze llama teoría empobrecida del deseo,
el deseo entendido como carencia, arrancaría de allí para culminar en Freud-Lacan. Sin
embargo, no necesariamente la noción de producción y de carencia son incompatibles a la
hora de caracterizar el deseo. El deseo como producción podría combinarse con la noción
de carencia, si no entendemos esta última respecto a un objeto, sino con respecto a sí y si,
a su vez, no endentemos por sujeto del deseo más que la metáfora de una estructura que
es producción a la vez que reproducción de sí. Con ello se eliminaría el dualismo. No es
que en el deseo se quiera un objeto del que se carece, sino que carece en la medida en que
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por ser más precisos, Descartes nos ofrece dos cosas: la máquina y la
fuerza que está detrás de la máquina. Entonces, como ahora, la des-
cripción de la máquina en su funcionamiento es pura epistemología,
pero la descripción de lo que está detrás de la máquina es metafísica.
Descartes pretendía que su metafísica coincidiera con la vieja tradición
para hacer valer su máquina, pero sin quererlo describió otra cosa y de
esa cosa dejó solo una huella: la metáfora del genio maligno. Eso que
describió es lo que tiempo más tarde Nietzsche trató de caracterizar
como voluntad de poder.
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Ese concepto así entendido nada tiene ya que ver con la vo-
luntad humana sin más, sino que apunta hacia una concepción más
amplia que conduce directamente a la caracterización que se pretende
explorar en este ensayo y cuyo trazo inicial estaría dado en el perso-
naje preterido en el relato cartesiano. Y eso no puede ser casual en un
filósofo como Nietzsche que, a diferencia del Descartes enmascarado,
convierte la muerte de Dios en una de las premisas de su filosofía, que
construye su filosofía a partir de ese resto que queda cuando desapa-
rece el Dios capaz de asegurar la veracidad y todo lo demás. Como no
es casual que la filosofía de Nietzsche se base a su vez en lo que llama
la desvalorización de todos los valores. Para una voluntad como la del
genio maligno nada puede ser ya estable, precisamente porque esa es-
tabilidad la había ofrecido en Descartes el Dios veraz. La hipótesis de
partida es, por tanto, que la voluntad de poder nietzscheana, que por
cierto, triunfa hoy por doquier en las filosofías postmodernas de todo
cuño y en las que no lo son, representa entonces una especie de ajus-
te de cuentas con el cuento cartesiano y expresa casi trescientos años
después con claridad lo que ya había expresado el genio maligno carte-
siano. Este había quedado marginado en un pequeño rincón de los ma-
nuales de la historia de la filosofía moderna, pero de algún modo, más
allá de su presencia como tal en los debates y disputas de esos siglos,
lo cierto es que aquello que le caracteriza ha constituido el principio en
torno al cual ha girado la modernidad y, lo que es más interesante para
interpretar el presente, la postmodernidad, a la que cabría definir provi-
sionalmente como una especie de modernidad desvelada, explicitada,
exasperada, que retorna sobre sí para reproducir su gesto esencial.
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38 Interesante al respecto es la obra colectiva editada por Ángeles J. Perona, Jacobo Muñoz
y Luis Arenas con el título El retorno del pragmatismo. Madrid, Trotta, 2001, y en la que se incluye,
además de un texto de Rorty, una reflexión sobre la dimensión política de su obra a cargo de
Ángel Rivero y sendas lecturas pragmatistas de Heidegger y Nietzsche a cargo respectivamente
de Jacobo Muñoz y Germán Cano. Por lo demás, la estrecha relación entre el pragmatismo y
Nietzsche, la asume el mismo Rorty ya desde el comienzo del escrito La filosofía y el espejo de
la naturaleza, una obra que, siendo estrictamente epistemológica, tiene consecuencias para la
imagen misma de la filosofía. En ella se hace eco Rorty de las viejas protestas contra una visión
supuestamente cartesiana, continuada a lo largo del xix y frente a las que se alzaron James y
Nietzsche (p. 14). A Nietzsche no le cita ya sino ocasionalmente en este libro, pero sobre sus
posiciones análogas al pragmatismo volvió después de manera muy nítida y central. Por ejemplo
en el volumen titulado El pragmatismo, una versión (Barcelona, Ariel, 2000), en cuyo Prefacio
afirma, estableciendo la continuidad con La filosofía y el espejo de la naturaleza, casi veinte años
después: «En el trasfondo de estas lecciones está la historia de Nietzsche de cómo el mundo
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verdadero acabó convirtiéndose en una fábula. Nietzsche cuenta un relato sobre cómo pasamos
de Platón a Kant para luego despertarnos de una pesadilla que se apaga progresivamente
y encontrarnos con el desayuno y el retorno de la jovialidad» (p. 9). Y nos explica un poco más
adelante cómo la idea de la realidad es en Nietzsche la expresión misma de la debilidad (sic) y
cómo Nietzsche y Dewey compartían la idea básica pragmatista acerca de realidad, con la única
desgracia de que Nietzsche no era demócrata (pp. 10-11).
39 Aunque tal vez sea mejor hablar de un mismo «subsuelo emocional», utilizando el término
empleado por Jameson para definir la postmodernidad en su obra El postmodernismo o la lógica
cultural del capitalismo avanzado. Traducción de José Luis Pardo Torío. Barcelona, Paidos, 1991.
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45 El pasaje más significativo es República, IX, 571 b: «Considera lo que yo creo ver en
estos deseos que no es otra cosa que esto: me parece que algunos de los placeres y deseos
no necesarios son contrarios a las leyes y se dan, no obstante, en todos los hombres. Con
todo en una parte de estos se ven refrenados por las leyes y por los deseos mejores gracias a
la razón». Versión española de Obras Completas. Madrid, Aguilar, 1966, p. 812.
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realidad profunda. Pero salvo que asumamos al Dios que resuelve los
problemas, debemos permanecer en esta especie de Dios imperfecto
que es justamente una potencia imperfecta, que desea como un Dios
y desea infinitamente en la misma medida en que carece de su propia
condición divina. Lo que ese movimiento cartesiano simboliza, y con
él lo que se ha dado en llamar modernidad, es que no podemos ya re-
gresar al mundo precristiano de la Antigüedad griega donde los límites
al deseo estaban escritos en la naturaleza, ni tampoco al mundo cris-
tiano donde los límites estaban escritos en la ley de Dios, y entonces
lo que queda es la desmesura como principio sin fondo. Es como si
el viejo Dios cristiano hubiera explotado en mil fragmentos, cada uno
de los cuales es ese átomo deseante que describía Hobbes, o bien cada
uno de los cuales es el genio maligno o un yo cartesiano intercambia-
ble con él, es decir, una subjetividad no adulterada ni edulcorada por
el falsete de un Deus ex machina que recupera argumentos medievales
para un mundo que ya no lo es, que recupera a Dios como un cadáver
al que dar vida después de muerto.
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47 Plataforma giratoria era la expresión castellana usada por Manuel Jiménez Redondo en
su inicial versión del Discurso de los modernos de Habermas, donde este se refiere al papel jugado
por Nietzsche en relación con la emergencia del pensamiento postmoderno. Cfr. El discurso
filosófico de la modernidad. Traducción de Manuel Jiménez Redondo. Madrid, Taurus, 1989.
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jos, es una filosofía hecha desde la potencia que dan la ciencia y el saber
modernos, es decir, desde la modernidad misma, desde lo que más arri-
ba se llamó la máquina y lo que la subyace, y lo hace afirmando a la vez
su pertenencia a la tradición ilustrada. Por primera vez y sin complejos,
entonces, el poder se afirma transparente y lo hace jovialmente, pero
se afirma a la vez como liberador. Si una estrategia como esa triunfara
se haría invulnerable. Por eso la filosofía de Rorty constituiría el mejor
ejemplo de lo que Adorno y Horkheimer llamaban dialéctica de la Ilus-
tración, si tal cosa pudiera existir48. Y así, el autor de Forjar nuestro país
decía en la Filosofía y el espejo de la naturaleza: «Pero el hecho de que la
Ilustración uniera el Ideal de la autonomía de la ciencia y la política con
la imagen de la teoría científica como Espejo de la Naturaleza, no es
razón para mantener esa confusión. La red de relevancia e irrelevancia
que heredamos intacta desde el siglo xviii será más atractiva cuando
ya no esté unida a esa imagen49». Pero en lugar de esa supuesta dialéc-
tica de la Ilustración, lo que encontramos es en realidad un nuevo relato
alternativo al cartesiano, un relato en el que la modernidad se continúa
a sí misma desapareciendo, es decir, se repite sin más en su gesto fun-
damental, se repite retornando a sí eternamente, una modernidad con-
sumada en el sentido de que la voluntad de poder es finalmente jovial,
tal como había querido Nietzsche.
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50 Cfr. El pragmatismo, una versión, donde respecto del problema político fundamental
en el momento en el que escribía afirmaba que la vía frente a naciones y pueblos que se
resisten a la hegemonía occidental, es contar lo bien que nos va (pp. 246-247).
51 Cfr. Christian Salmon: Storytelling. La máquina de fabricar historias y formatear
mentes. Barcelona, Península, 2008. La obra resume y analiza una realidad hoy ya extensa
y compleja acerca de los modos en que la publicidad, el marketing, la gestión de recursos
humanos y la política se han hecho cargo del valor del relato como herramienta al servicio
del poder político y económico. Desde las ciencias cognitivas, es inevitable citar la obra de
Mark Jonson y George Lakoff, Philosophy in the Flesh, the embodied mind and its challenge to
Western Thought. New York, Basic Books, 1999, donde la metáfora, en abierta sintonía con
Rorty, ha sustituido a otras herramientas y donde la filosofía aparece como un relato más
y los filósofos como poetas del pensamiento: «los filósofos nos son simples trabajadores
lógicos que reúnen lo que forma el esqueleto de sus culturas. Al contrario, son los poetas del
pensamiento sistemático», p. 542.
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lo siniestro, la locura, lo absurdo, son tan intolerables para los fines que
en su día se propuso el relato cartesiano, como intolerable resultó ser
el trabajo infantil, al que se consideró un bien social durante décadas al
comienzo de la Revolución Industrial. Pero lo cierto es que todo ello
se sigue dando, el trabajo infantil, el absurdo y lo siniestro. Por eso la
ciencia jovial de Nietzsche era un avance en el relato: una voluntad de
poder sin angustia, sin locura, sin melancolía. Pero la ciencia jovial de
Nietzsche se vio refutada primero por su propia locura y después por
el horror nazi y todo lo que le acompañó. Su recepción por Heidegger
tampoco se liberaba del todo de esa carga, aunque le situaba ya en la
senda apetecida. Era necesario depurar el relato. El neopragmatismo de
Rorty significa precisamente eso, porque es capaz de construir un re-
lato alternativo, donde ninguno de los viejos personajes tiene ya papel
alguno, como en Hume, pero donde el nuevo cuento tiene la misma
función y el mismo fin que el cartesiano: la máquina, la voluntad de po-
der, el genio maligno, pero sin angustia, sin dolor, sin locura. O al me-
nos eso pretende. Bien mirado, Descartes encontró muchas objeciones
y respuestas, pero todas ellas dentro del relato. Sin embargo, ni el horror
de la literatura del xix, ni la angustia de la filosofía de la subjetividad, ni
la locura de los nietzscheanos de izquierda, eran personajes previstos ni
invitados al relato. De ello se trata en lo que sigue.
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1 Una obra especialmente valiosa y que abarca el tratamiento de los monstruos entre
1150-1750 es la ya clásica de Lorraine Daston y Katharina Park, Wonders and the Order of
Nature. 1150-1750. New York, Zone Books, 1998.
2 En la obra de Daston y Park citada se puede corroborar cómo en las configuraciones
medievales falta esa dimensión siniestra de la que hablaremos y que es el modo característico
de la moderna literatura de terror. Así, nos muestran cómo en el siglo xii, en el catálogo
de Gervasio, los monstruos básicamente se asociaban a la novedad y lo desconocido (cfr.,
p. 23), dimensión esta última que conserva y desarrolla el monstruo moderno. El Liber
monstruorum del mismo siglo incluye entre los monstruos un catálogo de lo más variado,
que incluye reptiles, seres salvajes de todas clases, y parece concebir el monstruo como
aquello que está en las márgenes del mundo. Posteriormente lo monstruoso se configuró
también, a partir del relato de Marco Polo, y sin perder los rasgos anteriores, como realidades
vinculadas al poder y a la riqueza en el mundo del Este. En todo caso carecen todavía de la
connotación negativa que irán adquiriendo y más bien la tienen positiva.
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monstruo que decora los edificios o los márgenes de los libros juega
un papel bien diferente, a pesar de su fealdad, o en razón de su fealdad
y deformidad mismas, y tiene una dimensión simbólica que representa
pasiones, peligros, vicios y virtudes en un universo plural y complejo3.
Como tal, en muchos casos, es representación del mal y como tal causa
horror, pero es un tipo de horror controlado, situado, reconocido y re-
conocible en el mapa de las pasiones, y eso ocurre tanto en el universo
de las creencias medievales como en el de la Antigüedad, dado que la
mayor parte de los seres monstruosos antiguos y paganos son hereda-
dos e incorporados de múltiples modos en el universo cristiano me-
dieval4. En su Historia de la fealdad nos recuerda Humberto Eco5 cómo
los monstruos de la Edad Media eran personajes que formaban parte
de la vida cotidiana, que a pesar de representar esas dimensiones, o pre-
cisamente por eso y aun siendo extraordinarios, no estaban fuera de lo
real, de ahí que fueran un motivo ornamental tanto en la arquitectura
civil y eclesiástica como también en las armas y en la heráldica. Pero
esa función ornamental en realidad no era independiente de la utilidad
terapéutica o salvífica, en la medida en que se convertían en objetos
de sacrificio o de superación para el héroe según los casos6. La esfinge
en la Antigüedad, como guardadora de los enigmas y cuya solución
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7 Es una constante desde San Agustín y que siglos más tarde reitera Santo Tomás, quien
en la Suma contra gentiles considera que monstruos, prodigios o cualquier otra manifestación
deforme o no explicable conforme a la naturaleza, no deja de ser una manifestación del
poder de Dios (cfr. Daston y Park, o. c., p. 121). La divinidad juega entonces un papel
análogo al que juega el Dios cartesiano, conjurando y situando el temor. En este sentido
cabría afirmar que el género de terror en su sentido moderno, y el sentido moderno de lo
monstruoso mismo, solo pueden darse allí donde se haya proclamado la muerte de Dios, lo
que solo se produce a finales del siglo xviii.
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hogareño y sin embargo próximo. Del análisis que hace Freud acerca de
lo siniestro se desprende que el término depende en su especificidad
de la combinación de esos dos elementos: se trata de una realidad ex-
traña y a la vez familiar, desconocida y próxima, y que por eso mismo
nos inquieta especialmente, nos saca de nuestra confianza básica en el
entorno, nos produce un constante desasosiego que no sabemos ni po-
demos concretar. Esto es lo específicamente moderno, el atributo que
acompaña invariablemente y por definición al monstruo moderno, que
no es ya múltiple en sus funciones, que de hecho carece ya de función
en el sentido apuntado para el monstruo antiguo y medieval, pero cuyo
rasgo común es lo inquietante. De modo que si el mundo moderno ha
generado muchos monstruos, todos ellos parecen ser variantes de uno
y el mismo monstruo, que no es siquiera el diablo, que no es sin más el
mal o lo extraño, que es lo inquietante, lo que a la vez resulta familiar y
amenazante, lo que por definición impide cualquier quietud.
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12 Poe no puede ser más explícito cuando por boca del narrador nos dice: «Los objetos
que me rodeaban eran cosas muy conocidas para mí, a las que estaba acostumbrado desde
mi infancia, y aunque no vacilase en reconocerlas como tales familiares, me sorprendió lo
insólitas que eran las visiones que aquellas imágenes ordinarias despertaban en mí».
13 La catalepsia, como estado próximo a la muerte o a mitad de camino entre la muerte y
el sueño, es un motivo recurrente del género de terror y del propio Poe. No puede ser casual,
teniendo en cuenta que remite a un estado ajeno a la conciencia, un ámbito previo a ese yo
consciente de sí que es el cogito cartesiano. Es propio de ese territorio que se investiga en el clima
romántico y del que surgen los precedentes de la noción misma de inconsciente que de algún
modo se expresarán en la filosofía de Schelling. Una obra decisiva para comprender ese clima
es Die symbolik des Traumes (1914) de G. H. Schubert. Hay versión en español: G.H. Schubert,
El simbolismo del sueño. Edición y estudio preliminar a cargo de Luis Montiel. Barcelona, Mira,
1999. Schubert llamó lado nocturno o «Nachtseite» a aquellas zonas de la naturaleza que de
algún modo escapaban al método científico y a su vez estrechamente vinculadas al magnetismo
animal. Sus conferencias en Dresden, publicadas con el título Consideraciones sobre el lado nocturno
de las ciencias (Ansichten von der Nachtseite der Naturwissenschaften), causaron un considerable
impacto en Jean Paul, Kleist y E.T.A. Hoffmann entre otros. (Cfr. Luis Montiel, Síntomas de una
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la que se entierra viva, una vez más los efectos físicos y visibles, expre-
sados en un ambiente enfermizo, son solo el reflejo de una dimensión
moral, de una instancia desconocida. Pero la metáfora que domina
el relato y que le da nombre incluso, pues de ella depende el hundi-
miento de la casa, es la grieta14, una grieta que el narrador contempla
desde lo lejos, después de haber huido presa del terror, una grieta que
contempla bajo el resplandor de la luna, una grieta que recorre la casa
desde el tejado hasta la base y que se va agrandando hasta quebrar el
edificio y hacerle desplomarse. Esa grieta es en realidad la que expresa
y da la forma y figura final a toda la tragedia y al clima inquietante que
domina el cuento.
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gre, y con ella de la vida de sus víctimas, sino esa capacidad de vaciarlas
para vivir de su energía y de su fuerza15.
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16 El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde. En Obras selectas. Traducción de
Amando Lázaro Ros. Madrid, Aguilar, 1975, p. 98.
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una fuerza más allá, o más acá, del bien y del mal. Tanto Hyde, como
la capacidad del doctor Frankenstein y su monstruo, como el vampiro
de Polidori y el posterior de Bram Stoker, remiten a instancias que son
todas ellas anteriores a la conciencia, a la capacidad de arbitrio, a fuer-
zas irresistibles para las que la conciencia es solo, y en el mejor de los
casos, un vehículo provisional. Lo constitutivo de esa fuerza que cabe
llamar, desde luego, inconsciente, es su tendencia infinita hacia una sa-
tisfacción imposible de alcanzar, su irrefrenable e insaciable deseo que
no encuentra límite, que avanza alimentándose de sí y que al hacerlo
genera destrucción y muerte17. Su objeto no es esta o aquella víctima,
ni siquiera la destrucción en sí misma, sino una especie de narcisismo
esencial, un acrecentamiento de sí que muy bien podríamos denomi-
nar también voluntad de voluntad, es decir, voluntad de poder18. A su
vez, esa voluntad de poder, en la medida en que descansa en un uni-
verso previo a la capacidad moral, es por ello un universo sin reglas.
Lo que nos aterra es que esa fuerza habita en lo siniestro, en un uni-
verso sin esperanza, sin justicia, sin promesa, carente de los rasgos que
prometía la vieja divinidad. En todas las narraciones la imaginación del
lector educado en la creencia cristiana tiende a ver al diablo, pero es
solo en razón del hábito y del relato bíblico que ha interiorizado, por-
que lo característico de eso siniestro, a diferencia del diablo, del sinfín
de viejos cuentos en torno al diablo, es que en las narraciones de terror
modernas no hay Dios (o si lo hay aparece como un pastiche irrelevan-
17 En el caso del monstruo generado por el doctor Frankenstein, ese deseo se expresa
tanto en la voluntad del «creador» y de la ciencia que lo crea, como también en el propio
monstruo, que aparece como averiado, como un humano averiado, que aspira una y otra vez
a ser humano.
18 Algunos años antes E.T.A. Hoffmann, otro de los grandes del género, y ya en una fase
avanzada del Romanticismo, había publicado un cuento al que nos hemos referido más arriba
y cuyo tema específico era la voluntad de poder. El personaje principal del cuento, Alban el
magnetizador, es en realidad un héroe de la voluntad de poder, que convierte el universo
humano en un proceso en el que el único objeto, la única razón de ser, es precisamente esa
voluntad de poder que se vincula en su figura y no por casualidad a la pérdida del yo. El yo
en realidad es solo un frágil cobertor de la fuerza que le ha creado y que Alban deja fluir al
eliminar ese yo que inhibe. En el caso de Alban eso no tiene por qué representar sin más el
mal. Tampoco en el caso de Nietzsche, que se ve obligado a hacer un considerable esfuerzo
para mostrar cómo la voluntad de poder queda allí donde el mal y el bien han desaparecido.
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19 Periodos que coinciden a su vez cada uno de ellos con sus correspondientes oleadas
revolucionarias, desde la inicial hasta la del setenta, pasando por las revoluciones que
recorren Europa en el año 1848.
20 O bien mediante discursos que, reconociendo el rostro verdadero de la modernidad,
la rechazaban para abrazar directamente al Dios de la religión, como en el caso de Pascal o
el de Hamman o Jacobi, por poner ejemplos bien reconocibles, pues todos ellos tienen en
común el reconocimiento de que solo un Dios puede salvarnos de la modernidad, como
dirán Heidegger y Horkheimer mucho tiempo después, ya en pleno siglo xx y después de
dos Guerras Mundiales. Claro que, bien mirado, eso ya lo había visto Descartes, solo que su
Dios era una maquinaria ficticia, mientras que el Dios de Pascal o el de Jacobi era un Dios
contrapuesto a la ciencia, un Dios basado en la fe y que hacía imposible el genio maligno,
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pero que a la vez convertiría a la ciencia en el mal mismo. Una expresión nítida al respecto
es la de Jacobi en su Carta a un filósofo como Fichte, donde ciencia y ateísmo se vinculan a
la muerte de Dios y a la imposibilidad misma del universo moral.
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pudo hacerlo más, se tuvo que hacer cargo del objeto, por definición
oculto, de lo siniestro, y entonces convirtió a la angustia, ese temor a
lo desconocido, esa desazón, en el objeto mismo del pensamiento filo-
sófico y en el rasgo sobresaliente de la existencia. Y cuando ni siquiera
esto fue suficiente, cuando el pensamiento de Nietzsche, del desmesu-
rado Nietzsche, dejó de ser la excentricidad de un loco para convertirse
en la culminación de la metafísica de Occidente, como ocurre ya a me-
diados del siglo xx, entonces la locura misma se convierte en objeto de
la filosofía o en el lugar de la verdad, entonces se rehabilita a Sade como
filósofo al lado de Kant, o se regresa a Hölderlin, o pueden publicarse
obras como el Antiedipo. Por ello no es necesario dedicarle aquí mucho
espacio al discurso estético, a la creación misma de la estética como
categoría o a la asunción en ella de lo sublime y lo siniestro21, principal-
mente porque el discurso central que, hasta el siglo xix al menos, podía
distinguirse de los otros, en lo sucesivo se vincula ya tan estrechamente
a la cuestión y a lo siniestro, que de hecho no solo las cuestiones es-
téticas, sino las epistemológicas y metafísicas se hacen cargo de ello,
hasta llegar al momento en que unas y otras se funden, como ocurre ya
tendencialmente a partir de Schopenhauer y de Kierkegaard o incluso
del Schelling tardío.
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23 Crítica de la razón pura, A VII. Prólogo, traducción, notas e índices de Pedro Ribas.
Madrid. Alfaguara, 1986, p. 15.
24 Nicolai Hartmann, en su Filosofía del idealismo alemán, al describir el carecer
antinómico de la razón en Kant y el papel del mismo en su filosofía, en comparación con
Hegel, nos dice literalmente que esa duplicidad, la dialéctica misma y la búsqueda de lo
incondicionado que la guía, es para Kant literalmente «Unheimlich». Cfr. Die Philosophie
des deutschen Idealismus, edición facsímil. Darmstadt, WBG, I, p. 274.
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se pregunta por cómo son posibles los objetos una vez procesados por
la máquina de la ciencia. De la naturaleza, o de lo que llama fenómenos,
no le interesa su consistencia en sí, diríamos, sino cómo nosotros utiliza-
mos la máquina de la ciencia para decir que conocemos, o dicho de otro
modo, salva la máquina y huye de la pregunta misma por el fondo, en una
concepción que es ya pragmatista. La ontología se hace problemática en
Kant, pero por estar abocada a ese exceso inasible, a ese impulso hacia el
infinito. Lo que Kant nos dice es que hay que someter a crítica a la razón
desmesurada en su búsqueda de lo incondicionado. Pero mediante ese
ejercicio no solo cierra, por no procedente, la pregunta acerca de aquello
de lo que pueda depender en algún sentido ese yo, sino que nos propone
cerrar el paso a esa cualquier investigación ontológica, considera innece-
saria la metafísica cartesiana, al menos en esos términos, y nos ofrece un
nuevo y árido manual de instrucciones para la misma máquina, además
ahora muy perfeccionada.
25 Y que aparecerá en pocos años en un lugar, en una posición que bien pudiera ser
la de lo siniestro mismo, en el Escrito sobre la libertad de Schelling: «Tras el hecho eterno
de la autorrevelación, todo es en el mundo tal como lo vemos ahora, regla, orden y forma,
pero lo carente de regla subyace siempre en el fundamento como si pudiera volver a brotar
de nuevo, y en ningún lugar parece que el orden y la forma sean lo originario, sino como si
se hubiera ordenado algo inicialmente sin regla. He aquí la inasible base de la realidad de
las cosas, el resto que nunca se puede reducir, aquello que ni con el mayor esfuerzo se deja
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con el diablo. De algún modo lo tenebroso, lo oscuro, lo inquietante, reaparece en la escena una
y otra vez como aquello de lo que la ciencia no acaba de dar cuenta y que sin embargo está en
la base de ella. El mismo Goethe lo expresa en un poema que luego la factoría Disney adaptó
a la imagen de Mickie con el título de Fantasía y en el que eso siniestro e inquietante aparece
domesticado y con buen rollo como en Rorty. En el Aprendiz de brujo lo que se relata es lo que
ocurre con la desaparición del maestro. Caben muchas interpretaciones de qué deba entenderse
por el maestro en este caso, pero una posible, desde luego, es la de considerar que el maestro es
esa divinidad perfecta controlada y controladora, en cuya ausencia el genio maligno, es decir,
la desmesura se instala para generar una y otra vez aquello incontrolable que emerge y arrastra.
Cabe pensar que el yo es Mickie y Dios el maestro. Claro que en la balada de Goethe, como en el
relato cartesiano, el orden vuelve a restablecerse. De algún modo es lo que intenta Kant también
y con él sus epígonos, los llamados idealistas alemanes.
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por no kantiano, es decir, por situar el problema del poner y el del ser,
que son ya lo mismo en el ámbito teórico, en el ámbito de la ciencia y
de la máquina, por no tener en cuenta que el ser, propiamente hablando,
es acción, es poner-se, y que la cuestión entonces no puede ventilarse en
términos de conocimiento teórico, sino en términos de praxis entendi-
da como acción, como la acción de ponerse.
28 Verdad básica en la que, entre otros, coinciden con Hegel, como hemos señalado ya,
Nietzsche y Lacan.
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29 Una ficción que, como sabemos por las terribles lecciones del sigo xx, se convierte en
pesadilla cuando es el Estado el que aparece al final del recorrido y al final de la historia.
30 Esta distinción se puede encontrar ya en Fe y saber, donde Hegel señala como infinito
malo a eso incondicionado al otro lado de la finitud y que como tal nunca se alcanza, frente
al infinito bueno que él anuncia ya y que es su propia concepción de la razón y la negatividad
dialéctica. Cfr. Fe y saber. Traducción, Introducción y notas de Vicente Serrano. Madrid,
Biblioteca Nueva, 2004, p. 26 de la Introducción y pp. 97-103 del texto de Hegel. Es decir,
que la bondad misma de la infinitud que propone ya en 1802 y desarrolla en la plenitud
de su filosofía se corresponde precisamente con la posibilidad misma de cerrar ese más
allá inaccesible, a saber, con cerrar esa nueva versión del kantiano escándalo de la razón que
persigue aquello que no está a su alcance.
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31 Fenomenología del Espíritu. Edición de Wenceslao Roces. México, FCE, 1966, p. 16.
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xix y no hacen sino repetirse a sí mismas una y otra vez, bien llegando
a trascender el propio género en el que nacieron y transformándose su
sentido, como expresión de aquello que ha de ocultarse, en literatura
sin más, claramente ya a partir de Kafka; o bien recuperando nuevas
funciones para viejas figuras, pero que como tales ya no obedecen a la
noción de lo siniestro32.
32 Noël Carroll, en su Philosophy of horror, or paradoxes of the Heart, New York, Routledge,
1990, se pregunta por la persistencia del género (en cine y literatura) y por la paradoja de
que algo que repugna tenga, sin embargo, tanto atractivo y dé lugar a un consumo masivo.
Esa paradoja consistiría en que pueda interesarnos o atraernos algo que nos repugna (pp.
158-160). Entre las posibles respuestas que considera, partiendo de la teoría estética del
siglo xviii, de Edmund Burke y de Kant mismo, ofrece la visión de un virtuoso del género
como es Lovecraft, para quien esa paradoja descansaría en lo que llama «miedo cósmico»,
(pp. 161-162), una especie de intuición instintiva y primordial de lo humano hacia el
mundo (p. 163), algo que el autor vincula al sentimiento religioso, en los términos de lo
numinoso del teólogo alemán Rudolph Otto. Sin entrar en esas consideraciones o en otras
posibles explicaciones que aporta críticamente, como la del psicoanálisis, lo cierto es que el
género no aloja ya lo siniestro en los términos que hemos seguido hasta aquí. El terror es ya
otra cosa, y en cuanto tal cae fuera de nuestro ensayo. Su lugar, el lugar de la grieta, lo ocupan
pronto otras formas, como veremos.
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literalidad, pero que trata de enfatizar ese carácter práctico y activo de la filosofía misma.
Sin embargo, no está de más recordar que Handlung es un sustantivo que se forma a partir
del verbo handeln, que en la mayor parte de sus significados tiene que ver con el comercio,
el tráfico, la actividad mercantil y los negocios, lo que seguramente es algo más que una
casualidad. La Compañía de las Indias Orientales, con una estructura que prefigura ya la
sociedad anónima, se había creado en Holanda en 1602. En el año 1600 se había creado la
Compañía británica de las Indias Orientales. Posteriormente se fueron creando otras compañías
análogas de distintas nacionalidades y así, apenas dos años antes de que Descartes tuviera
su revelación en forma de sueño acerca de la geometría analítica, en 1617, se creó en
Holanda la Compañía de las Indias Occidentales. La importancia tanto de la británica como
de la holandesa fue grande para la emergencia de la Revolución Industrial. Gracias a su
creación a comienzos del siglo xvii se producen una gran concentración económica y una
acumulación que constituyen condiciones decisivas del mundo moderno y capitalista. Cfr.
Rodrigo Uria, Derecho Mercantil. Madrid, 1976, pp. 175-176.
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34 Das Kapital, I, en Marx Werke, 23, Dietz Verlag, Berlín. p. 167. Se corresponde con la
versión en español de Editorial de El capital. Traducción de Pedro Scaron. Madrid, Siglo XXI, I,
pp. 186-187.
35 «Vi en aquel rostro de marfil una expresión de sombrío orgullo, de poder despiadado,
de vehemente terror, de una intensa y vencida desesperación. ¿Volvería a revivir en aquel
momento de supremo conocimiento toda su vida, cada detalle de sus deseos, de sus
tentaciones, de su claudicación? Gritó en un susurro, ante alguna imagen, ante alguna visión.
Gritó dos veces, en un grito que no fue más que un hilo de voz: ¡el horror! ¡El horror!»
Traducción de Amado Diéguez Rodríguez. Madrid, Santillana, 2002, p. 155.
36 Pero estamos a la vez ante la definición misma del ansia característica de la gran empresa,
uno de cuyos capítulos más sobresalientes se produce en el momento en que Nietzsche está
expresando en forma madura sus pensamientos fundamentales: el imperialismo colonial de
la segunda mitad del xix, momento culminante además de la literatura de terror, que tiene su
episodio visible en lo que se conoce como reparto de África en el Berlín de 1884-85. Tal vez
el mejor lema reuniendo lo uno y lo otro se lo dio Cecil B. Rhodes, para quien «la expansión
es todo» (cfr. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo. Madrid, Springer, 2002, p. 320)
y a quien se le atribuye otra famosa frase acerca de la estupenda combinación que hacen la
filantropía y el cinco por ciento de interés.
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39 «Pero los dioses por sí solos nunca fueron los dueños del trabajo […]. Ni los dioses ni
la naturaleza, sino solo el hombre mismo puede ser ese poder extraño sobre los hombres»,
Karl Marx, Manuscritos: economía y filosofía. Traducción, introducción y notas de Francisco
Rubio Llorente. Madrid, Alianza, 1972, p. 114.
40 En El capital, casi veinte años después y aunque ya no se use el término, volvemos
a encontrar descripciones como esta: «En la artesanía y la manufactura, el trabajador
utiliza una herramienta; en la fábrica, la máquina utiliza al obrero. En el primer caso, los
movimientos de los instrumentos de trabajo provienen de él; en el segundo, debe seguir
el movimiento de las máquinas. En la manufactura, los trabajadores son una parte de un
mecanismo vivo; en la fábrica, hay un mecanismo inerte, independiente del obrero, quien se
convierte en un simple apéndice vivo».
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41 Aunque la polémica sobre el humanismo fue más amplia, fue sobre todo Althusser
quien, en el ámbito del marxismo occidental, supo centrar el debate en torno a esa noción
de ruptura epistemológica tomada de Gaston Bacherlard. Esa ruptura, el abandono de Hegel
y de las posiciones humanistas de Marx, se habría producido en La Ideología alemana. (Cfr.
Louis Althusser. La revolución teórica de Marx. Madrid, Siglo XXI, 1990, p. 24). En Timothy
Bewes. Reification, or The anxiety of late capitalism. New York, Verso, 2002, puede encontrarse
una reconsideración, al hilo de la globalización y después del postestructuralismo, de viejas
categorías más próximas al viejo concepto de alienación, como la noción de cosificación, de
raigambre lukacsiana y, por tanto, también hegeliana.
42 Término que a partir de Althusser y Foucault se consolida en ciertas lecturas y que es
correlativo a una nueva concepción del poder no basada ya en la soberanía transcendente
sino en la inmanencia, que no es sin más represivo, sino constitutivo del sujeto. Un desarrollo
posterior puede encontrarse en la obra citada más arriba de Judith Butler. Mecanismos
psíquicos del poder. Teorías de la sujeción. Valencia, 2001. Michael Hardt y Antonio Negri
hacen un amplio uso de esa noción y la actualizan vinculada a la sociedad de control. Cfr.
Imperio, Barcelona, Paidós, 2005, especialmente pp. 347-353.
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posibles las ficciones, todas ellas ficciones a las que considera una su-
perestructura, si bien esa superestructura contiene más elementos que
las meras ficciones. Ya en La Ideología alemana esa herramienta que sus-
tituye a la alienación recibe el nombre de ideología y recibe además un
contenido más amplio y complejo: se trata de un engaño respecto de
sí, un engaño que a su vez depende de ese fondo al que se llama ahora
modo de producción43. Ese concepto de ideología sustituye al de alie-
nación y se generaliza como dependiente de un juego complejo entre
estructura y superestructura, la cual incluye múltiples manifestaciones
de la vida cultural frente a la infraestructura, que tiene que ver con la
acción propiamente dicha, es decir, con el proceso productivo, el cual
trata de ocultar mediante una falsa conciencia44.
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48 En su artículo Franz Kafka, en Judische Rundschau, del 21-XII-1934, que en realidad era
parte de su ensayo sobre Kafka. Hay versión en español en Ensayos escogidos. Traducción de
H. A. Murena. México, Ediciones Coyoacán, 2006, pp. 70-119. Sobre la génesis del artículo
y la lectura de Kafka por Benjamin, puede consultarse Mauricio Pilatowski, El Kafka de
Benjamin. En: Topografías de la modernidad, Dominik Finkelde (ed.). México, UNAM, 2007,
pp. 19-32.
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49 Como he señalado más arriba, salimos ya del marco de lo siniestro, al menos en los
términos aquí considerados, que se aloja y se manifiesta ahora en otros ámbitos. El objetivo
de estas producciones de lo que hoy llamamos género de terror no sería ya manifestar lo
que debe permanecer oculto, sino más bien contribuir a ocultarlo mediante una explotación
industrial de emociones básicas de lo que Karl Rosenkranz trató de investigar en su Estética
de lo feo. (Traducción de Miguel Salmerón. Madrid, Julio Ollero, 1992). Allí se preguntaba
Rosenkranz ya por la paradoja de que lo feo pudiera dar placer, «un contrasentido tan
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grande, decía, como que lo enfermo o el mal lo suscitasen» (p. 93). Y su respuesta fue
clasificar ese placer de lo feo en términos de placer sano y de placer enfermizo. Aunque
respecto de este último da solo unas breves pinceladas, y en un lenguaje moralizante y
sometido a una rígida categorización de hegelianismo, creemos que la supervivencia actual
del género y de los monstruos caerían de ese lado, seguramente y en la mayoría de los casos,
en términos de placer enfermizo.
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10 Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la liberad humana y los objetos con ella relacionados.
Traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte. Barcelona, Anthropos, 1989, p. 241.
11 De hecho como tal se constituye en la reflexión en torno a la unidad de la filosofía
kantiana, es una filosofía marcada a su vez por la permanente escisión, y que solo
ficticiamente recupera la unidad mediante el ideal de la razón.
12 Étienne Gilson explica con precisión la incompatibilidad entre la nueva ciencia y
las nociones metafísicas tradicionales y particularmente y de modo decisivo entre la nueva
ciencia y la noción aristotélica de forma sustancial. Cfr. Études sur le rôle de la pensée médiévale
dans la formation du système cartésien. Paris, Vrin, 1975, pp. 173 y ss.
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17 Die Welt als Wille und Vorstellung. Stuttgart-Frankfurt am Main, Cotta-Insel, 1989, I, p.
279. El mundo como voluntad y representación. Edición de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid,
Círculo de Lectores-FCE, 2003, I, p. 287. En realidad este tipo de afirmación es una constante
en toda la obra. Algo parecido vuelve a encontrarse en el parágrafo 56, donde afirma: «Puesto
que todo anhelo surge de la necesidad, del descontento con una, es por tanto dolor en tanto no
es satisfecha. Pero ninguna satisfacción es duradera, sino más bien solo el punto de partida para
un nuevo anhelo». Ídem, p. 425 y p. 405 de la versión española citada.
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20 Ídem, II, p. 277. Puede encontrarse en la p. 210 del volumen II de la versión española
citada.
21 Sobre las analogías entre ambos y especialmente sobre el viraje que sus filosofías
suponen en el pensamiento occidental, en directa confrontación con el último gran sistema
de Hegel, trata el libro coordinado por Javier Urdanibia: Kierkegaard y Schopenhauer. Los
antihegelianos. Barcelona, 1990.
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23 He optado por ese término para dar nombre a esta sección, una sección cuyo núcleo
es, sin embargo, la angustia. El término melancolía, que no designa en concreto ninguna
patología, ni recoge tampoco el sentido preciso que le dio Freud, se adopta precisamente
por ese carácter polisémico, capaz de acoger viejas manifestaciones desde la Antigüedad
y que en lo moderno, de modo análogo a como ocurría con lo siniestro en relación con el
terror, adoptan una nueva configuración en términos de angustia. Aunque tal vez hubiera
sido más preciso y adecuado, para expresar lo que se pretendía, el término tristeza en el
sentido que le da Spinoza, opuesto a la alegría, como uno de los dos sentimientos básicos,
vinculado en el caso de la tristeza a la disminución de la potencia de obrar.
— 142 —
24 Desde Kierkegaard a Sartre, pasando por Heidegger y por Freud, pero también por
la psiquiatría, el elemento diferenciador de esa clase de ansiedad es justamente el tratarse
de un miedo ante un objeto que no se manifiesta. Obviamente las descripciones filosóficas
de la angustia no se pueden circunscribir en general a lo que se considera la angustia
desde el punto de vista clínico con arreglo a las definiciones del DSM-IV, pero de hacer
una aproximación las manifestaciones asociadas al fenómeno que describen los filósofos
pueden englobarse mejor en lo que genéricamente se denomina «trastornos de ansiedad»,
clasificados por el DSM-IV. (Cfr. Eric Hollander y Daphne Simeon, Los trastornos de
ansiedad, en E.R. Hales y otros, Fundamentos de psiquiatría clínica, Barcelona, Elsevier, 2008 p.
361 y ss.). Aunque hablamos de cosas distintas desde el punto de vista de la clínica y desde
el punto de vista de la filosofía, la utilización de un mismo término señala, como mínimo,
un parentesco respecto del objeto designado en cada caso. La primera teoría de Freud sobre
la ansiedad revela ya de hecho una explicable proximidad a las concepciones filosóficas,
pues esa primera teoría sobre la ansiedad era el resultado directo de una transformación
de la energía del deseo, que al no encontrar una conducta eficaz orgánica se transforma
en angustia. Posteriormente, a partir de 1926 en Inhibición, síntoma y angustia, modificó su
teoría y dio lugar a lo que llamó la neurosis de ansiedad, o ansiedad del impulso, que no
— 143 —
— 144 —
S i hay una obra literaria que describe ese clima mejor que ninguna
otra y que ha quedado indisolublemente unida al Romanticismo,
y a la vez a la emergencia de la modernidad en la literatura ale-
mana y europea, esa obra es la primera novela escrita por Goethe, en
apenas cuatro semanas febriles y en las que, como un sismógrafo espiri-
tual, registra los movimientos del espíritu de la época. Aunque el tema
fundamental de la obra es el amor y el amor no correspondido, lo que
en último término aparece justificando el suicidio, la melancolía y la tris-
teza del joven, ese amor es en realidad solo un pretexto25 para presentar
25 «La historia de Werther no es, en primera instancia, una historia de amor. Es la historia
de la autodestrucción de un corazón sentiente, de un alma sentimental, y la relación amorosa es
solo uno de los elementos de ese proceso.» Nicholas Boyle, Goethe. The poet and the age. Oxford
University Press, 1992, p. 171. El modelo amoroso como pretexto es todo menos nuevo y
reproduce el mismo esquema utilizado por Petrarca y después por tantos otros, un esquema con
arreglo al cual el amor va acompañado de la esperanza y que permite alcanzar la paz mediante el
objeto amado, una amada en este caso en la que se depositan todas las cualidades de un universo
de paz y armonía análogas a las de la naturaleza. Amor y naturaleza contrastan vivamente, pues, con
el estado de inquietud ante la ausencia del amor o con el universo en el que vive el protagonista,
que no deja de ser un universo artificial basado en la máquina y en el que la naturaleza se convierte
en objeto a devorar al igual que la amada idealizada. En ambas está la quietud. Ese tema ha sido
tal vez Hölderlin el que mejor lo ha expresado en su Hyperion, donde aparecen vinculadas ambas
nociones. En realidad el motivo último del suicidio reside en el propio Werther. «El fundamento
del mal que le aqueja reside en el corazón mismo de Werther.» Rolf Christian Zimmermann, Das
Weltbild des jungen Goethe. München, Wilhelm Fink Verlag, p. 167. Y es ese sentimiento, ajeno a la
frustración amorosa, el que da interés a la novela como expresión de un clima y de una época. El
primero en analizar ese clima fue Schiller en su obra Sobre poesía naiv y sentimental, estableciendo un
clásico esquema de interpretación con arreglo al cual el Werther es modelo de poesía sentimental
— 145 —
y moderna frente a la poesía «naiv», cuyo modelo en el mundo antiguo ejemplificó en Homero.
Y resumió lo sentimental, que Werther expresó mejor que nadie, en el hecho de que miramos la
naturaleza como los enfermos miran la salud. Cfr. Schillers Werke, 8, Philosophische Schriften, Leipzig-
Wien, Bibliographisches Institut, 1922, p. 330-331. La interpretación de Lukács, deudora en parte
de la de Schiller, trata de profundizar en la dimensión burguesa y revolucionaria de la novela, lo
cual no deja de ser paradójico.
26 Refiriéndose a ese clima afirma Goethe en Poesía y Verdad: «Esta disposición de ánimo era
corriente y si el Werther produjo tal efecto fue precisamente por encontrar eco en todas partes
y porque expresaba de un modo declarado e inteligible ese afán interno». Seguimos la versión
española publicada con el título Memorias del joven escritor, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1959, p.
116. Y unas páginas más abajo, comentado ese efecto lo justifica en el hecho de que «la juventud
ya se había socavado a sí misma, […], porque a cada cual lo hicieron estallar sus exigencias
desmesuradas, pasiones insatisfechas y penas imaginarias», p. 122.
27 Los fragmentos citados a continuación remiten a la edición de obras de Goethe en Sämtliche
Werke. Frankfurt am Main, Deutsche Klassiker Verlag, 1994, I, 8, pp. 5-267. Las citas lo son en
— 146 —
cada caso de la versión en español de Rafael Cansinos Assens en Johan W. Goethe, en el volumen
II de Obras Completas. México, Aguilar, 1991. Hay otras muchas versiones en español, como la
de A.A. Barberán, publicada en Barcelona por la editorial Sopena en 1934, o la más reciente de
Luis Fernando Moreno Claros con el título Las penas del joven Werther. Cartas desde Suiza. Madrid,
Gredos, 2002, que recoge las dos versiones, de 1174 y 1787.
28 Puede encontrarse en las páginas 353-354 de la versión de Aguilar.
— 147 —
29 Así el 30 de mayo, apenas una semana antes de la aparición de Carlota, todavía le dice a su
amigo: «si tras esta introducción esperas algo grandioso y sublime, te equivocas de medio a medio;
el que ha producido en mí una emoción tan viva, es puramente un simple mozo de aldea».
30 Así el 24 de julio, en plena exaltación amorosa, afirma: «jamás me he sentido tan
— 148 —
dichoso, jamás he sido más admirador de la naturaleza; jamás fue más viva, ni más penetrante
mi sensibilidad y mi admiración hasta por la humilde chinita y la hierba de los prados».
31 Sämtliche Werke, I, 8, pp. 108-109. Se corresponde con la página 380 del volumen II de
la edición de obras de Aguilar.
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36 Por utilizar ese término de lo trágico, que tiene la virtud de prolongar en torno a él
esa tradición que pasa por Nietzsche y llega hasta el siglo xx e incluye una larga nómina de
autores. Así, y por solo considerar la literatura en español, Rafael Argullol en su ya clásica
obra El héroe y el único. El espíritu trágico del romanticismo. Madrid, Taurus, 1982, remite a
una especie de ansia de infinito (pp. 33-34) que resuelve luego en términos de heroísmo,
mientras que Patxi Lanceros, en La herida trágica, Barcelona, Anthropos, 1997, establece
como postulado trágico la escisión, o lo que llama la ruptura del todo ab initio (p. 43).
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46 Del mismo modo como no se entendía muy bien que en la primera fase del
enamoramiento de Werther, el entusiasmo amoroso llevara adherida desde el principio una
sombra de angustia y de tormento.
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Heidegger, en Manuel Navarro Cordón y Ramón Rodríguez (eds.), Heidegger o el final de la filosofía,
Madrid, editorial Complutense, 1993, pp. 163-174. De las relaciones entre la teología protestante
y la concepción heideggeriana de lo divino vinculada a la muerte de Dios trata el artículo de Otto
Pöggeler, El paso fugaz del último Dios. La teología en los «Beiträge zur Philosophie» de Heidegger, en
Navarro Cordón y Ramón Rodríguez, o. c., pp. 175-190.
50 Pero la filosofía de Heidegger hace mucho más que eso, porque a la vez que presenta
esa ontología de la ausencia, teología e ideología en estado puro, y convierte de este modo
el afecto básico generado por esa ignorancia en la clave de la filosofía, lo hace desde una
peculiar lectura de Nietzsche, en confrontación directa con la voluntad de poder y frente a
la voluntad de poder, entendida como culminación de la metafísica de Occidente, es decir,
algo bastante análogo a lo que Schelling llamaba filosofía negativa.
51 Beiträge zur Philosophie. (Vom Ereginis), Frankfurt, Vittorio Klostermann, 1989. Hay dos
ediciones en castellano. La primera con el título Contribuciones a la filosofía. (Del acontecimiento),
Santiago de Chile, Ril Editores, 2002. Traducción de Breno Onetto. Ésta es la que citamos. La otra
con el título Aportes a la filosofía. (Acerca del evento). Traducción de Dina V. Piccoti. Buenos Aires,
Biblos, 2003. Se trata de un escrito que para algunos constituye seguramente la segunda gran obra
de Heidegger, junto a Ser y Tiempo, aunque hay quien considera que una lectura semejante no deja
de traicionar lo allí pensado. En este sentido Arturo Leyte afirma, refiriéndose a los Beiträge y a su
extensión, que «no ha de ser recogida quizás en su enorme valor si se la considera como la segunda
obra más importante de Heidegger. En las comparaciones, incluso podría ser la primera, excepto
que no debe funcionar como obra. Heidegger escribió solo una obra de filosofía, Ser y tiempo, y por
eso fracasó, porque quiso ser obra. No hagamos fracasar ahora a los Beiträge entendiéndolos como
una obra cerrada de la que se deriva una doctrina, la críptica doctrina del Segundo Heidegger o
cosas así, de la que pudieran expurgarse tales o cuales intenciones. Atiéndase a los Beiträge en el
horizonte completo del “trayecto-Heidegger”». Da-seyn y Ereignis. La intraducibilidad filosófica del
significado «ser». En Endoxa, 20 (2005), p. 766. Más allá de ese debate, y de existir alguna forma
de teología en Heidegger, los Beiträge pueden considerarse la mejor expresión de esa teología,
por más que el nombre de teología remite desde luego a las teologías cristianas, ni siquiera a la
vieja teología negativa, ni tampoco a una teología atea, porque se trata más bien de una teología
sin Dios, de lo que Heidegger llama el último Dios. Es la expresión que da nombre al capítulo VII
de los Beiträge, donde se puede leer: «El último Dios tiene su más única unicidad y queda fuera
de cualquier determinación liquidable pensada bajo los títulos de mono-teísmo, pan-teísmo y
a-teísmo. El monoteísmo y toda clase de ateísmo existen desde la apologética judeo-cristiana que es
el presupuesto del pensar metafísico. Con la muerte de Dios mueren también todos los teísmos», p.
411. Por ello Heidegger rechazaría el término teología, que va asociado a esas formas de teísmo en
las que se incluye la metafísica y así lo afirma en el segundo curso sobre Hölderlin, al decir que resulta
imposible construir teológicamente lo sagrado porque toda teología presupone ya al «theos» y allí
donde aparece la teología el dios ha emprendido ya la huida. Cfr. Pöggeler, o. c., p. 188.
— 163 —
la angustia está ya muy lejos del tono literario de una novela juvenil y
de un movimiento, después de todo marginal, como en el caso de Wer-
ther, o de la filosofía de un aficionado frente a la gran filosofía, como en
Jacobi, o de la reflexión de un pensador excéntrico que niega hacer fi-
losofía, como en Kierkegaard. En Heidegger la angustia ocupa un lugar
de privilegio en una ontología que pretende nada menos que tachar a
toda la tradición de Occidente, que pretende ocupar el lugar asignado
a las grandes configuraciones del saber, que se instala en la academia,
que compite incluso, inevitablemente y por definición, con la ciencia y
con el saber, consumando de ese modo su ignorancia de sí y la perfec-
ción de lo que ejecuta, a saber, ser el discurso de lo ausente, el discurso
que entroniza la angustia como consustancial a ese ser. En virtud de
una operación de esas proporciones los personajes del relato fundacio-
nal cartesiano debían transformarse hasta aparecer ya casi irreconoci-
bles, para integrarse en un discurso casi perfecto, sutil, pero a pesar de
ello incapaz de borrar del todo sus huellas. El ser-ahí pretende ocupar
el lugar del yo cartesiano52, como ya lo habían hecho antes las distintas
figuras idealistas. Simultáneamente el mundo aparece reconfigurado a
partir de la propia definición del ser-ahí y deja de ser pura res extensa
y ser a la vista, para ser también a la mano, pero sobre todo lenguaje y
afectividad. En cuanto a la vieja divinidad, de ella quedaría solo la hue-
lla central y determinante de su muerte asumida en la noción misma
de olvido del ser que abre Ser y Tiempo. En cuanto al papel que habría
que asignar al genio maligno, de momento tendríamos la posibilidad
de considerarle también en términos de ausencia a partir de sus efec-
tos, a partir de la angustia en cuanto efecto y afecto fundamental, con
arreglo a esa filiación que hemos recordado y que es unánimemente
reconocida, si bien en realidad es el resto que queda, y porque es ausen-
cia, se va a convertir en una de las claves de esa nueva ontología. En ese
relato alternativo de Heidegger, angustia, cura, ser para la muerte, ser arro-
jado, más allá de sus pretensiones técnico-filosóficas, de lo que Adorno
52 Cfr. Ramón Rodríguez, Historia del ser y filosofía de la subjetividad. En Manuel Navarro
Cordón y Ramón Rodríguez, o. c., pp. 195-196.
— 164 —
53 En los Beiträge se habla de un nuevo comienzo para referirse a ese abandono del primer
comienzo de la metafísica de Occidente. Y, comparando ambos, afirma: «El espanto: ante todo
se lo ha de dilucidar por contraste con el temple fundamental del primer inicio, el asombro. Pero
la dilucidación de un temple no da jamás garantía de que este sea atinadamente atemperado
(stimmt), en vez de ser solo representado. El espanto es el regreso desde lo corriente del atenerse
a lo acostumbrado, hacia la apertura de la pujanza de lo que se oculta, en cuya apertura lo hasta
ahora corriente se muestra como lo extrañador y, a la vez, como la atadura aprisionante. Pero lo
más corriente y, por ello, lo más desconocido es el abandono del ser (Seinsverlassenheit). El espanto
hace retroceder al hombre vehementemente ante el [hecho de] que el ente es, mientras que antes
el ente era para él precisamente el ente: que el ente es y que este —el Ser— ha abandonado a todo
“ente” y [a todo] lo que parecía así, se le ha retirado. Pero este espanto no es un mero retroceder y
tampoco la desconcertada renunciación de la “voluntad”, sino, porque en él se abre precisamente
el ocultarse del ser, y quieren ser preservados el ente mismo y la relación a este, se asocia a este
espanto, desde él mismo, la “voluntad” suya que le es más propia, y eso es lo que aquí se llama la
reserva» (p. 46 de la edición de Onetto). El término utilizado en el original alemán es Schrecken,
que es uno de los términos habituales en alemán para referirse al genero de terror. Obviamente
el espanto o el horror de ese nuevo comienzo al que remite Hedeigger debería producirse en
su obra en los años treinta del siglo xx (y de hecho se produjo en esos años, aunque no en el
sentido de Heidegger), es decir, tras el proyecto fallido de Ser y Tiempo, que cerraría el ciclo
metafísico culminado por Nietzsche, pero en realidad, al menos desde nuestra hipótesis, ese
nuevo comienzo es el de la modernidad sin fondo, es decir, aquel en el que el principio sustraído
se erige en cuanto tal. De ser esto así nada más natural que ese nuevo comienzo se caracterice por
el horror, a diferencia del clásico antiguo que Aristóteles caracterizaba por el asombro, como nos
recuerda Heidegger en alusión a las palabras iniciales de la Metafísica.
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55 Cfr. Ídem, pp. 596-600. Por lo demás su propio destino y su relación con respecto
al tribunal está narrada en el episodio de la catedral en el que el sacerdote, miembro del
tribunal y capellán de la prisión, le interpela y le cuenta la enigmática historia del guardián y
las interpretaciones a la misma, que constituye un capítulo de la escritura de la ley.
— 167 —
56 El Ser y el Tiempo. Traducción de José Gaos, México, FCE, 1984, pp. 208-209. El
término original alemán es Unheimlich, el mismo que utilizó Freud muy pocos años antes
para caracterizar lo siniestro. La edición de Gaos que aquí se cita traduce por inhóspito, lo
que hace perder en gran medida la capacidad evocadora del vocablo y la riqueza que posee
en el análisis freudiano. Su uso por parte de Freud, precisamente al hilo de una descripción
de la angustia, resulta especialmente revelador. Por ello nos parece más acertada la
traducción de Jorge Eduardo Rivera como «desazón». Cfr. Ser y Tiempo. Madrid. Trotta,
2009, pp. 207 y 408.
— 168 —
57 Ídem, p. 211.
— 169 —
58 En este caso a su no fundamento, lo cual no significa sin más que no sea reconducible
a ningún lugar. Resulta obvio que el rechazo heideggeriano de la noción de fundamento
es correlativo del intento de abandono de la noción proposicional del fundamento, como
en general de toda consideración de la verdad y de la filosofía entendida en términos
proposicionales, y cuya máxima expresión estaría en el llamado principio de razón suficiente,
que sería lo propio de la metafísica. Pero eso no significa que no exista un ámbito no-fundante,
pero que sí puede ser fundacional y dador de sentido, por más que en cuanto no-fudamento
pueda parecer abismático, en el sentido en que las palabras alemanas le permiten a Heidegger
jugar con los significados de abismo (Abgrund) y fundamento (Grund). Sobre la cuestión
escribió el mismo Heidgger un libro como La Proposición del fundamento. Traducción de
Félix Duque y Jorge Pérez de Tudela. Ediciones del Serbal, Barcelona, 1991. En esa versión
— 170 —
se traduce Abgrund como «fondo-y-abismo». Cfr., entre otros lugares, pp. 92-93 y 103.
59 En el fondo lo siniestro y lo absurdo no dejan de ser formas de superstición, una
especie de religión invertida en la que los efectos perversos de un agente, por ejemplo, el
jefe de una empresa que presiona a sus empleados a partir de su voluntad de poder y que
utiliza todo tipo de engaños para ascender, etc., se atribuyen a personajes imaginarios. La
obra de Kafka interpretada como se hace habitualmente, es decir, como descripción de las
burocracias varias de las sociedades de entreguerras, es una reacción de ese tipo. La presión y
el engaño no se atribuyen directamente a una empresa, a un Estado, se despersonalizan hasta
el límite de que aquel que presiona ya no aparece. Por una parte alcanza valor universal, pero
por otra, y precisamente por ello, pierde toda concreción y entra de nuevo en las nebulosas
del misterio.
— 171 —
— 172 —
61 En ese sentido la noción de Abgrund ya utilizada por Jacobi, por el mismo Heidegger, ha
encontrado una expresión afortunada en la que su diferencia y su coincidencia con el Grund queda
patente, nos referimos a la noción de origen no originario de Derrida, cuya deuda con Heidegger es
bastante clara. Remitimos al artículo de Cristina Peretti, Ereignis y Différance. Derrida, intérprete de
Heidegger. En·Anales del Seminario de Metafísica, XII, (1977), pp. 115-131.
— 173 —
— 174 —
del desocultamiento del ser que llevaron a cabo los griegos». Esa es la
definición que Heidegger nos da en Tiempo y Ser del inicio mismo del
olvido del ser y de la metafísica de la presencia, que sabemos, sin embargo,
que se consolida y completa en la modernidad mediante la filosofía
cartesiana y que culmina en la voluntad de poder, respecto de la que
Heidegger ve más continuidad que ruptura63. El ser heideggeriano es
entonces aquello desocultado por los griegos en términos de presen-
cia y cuyo olvido consiste en haber sido desocultado y a la vez traído
a presencia. El proyecto mismo de su filosofía es ocultar de nuevo lo
desoculto. Del ser no sabemos mucho más que eso y que el desoculta-
miento en términos de presencia, sin embargo, es ajeno al Se da, en el
Ello, en lo impensado, y que por tanto es ahí donde debe acudirse en
busca del ser: «Al comienzo del pensar occidental es pensado el ser,
mas no el “Se da” como tal. Este se retira a favor del don, que Se da, el
cual don será en adelante exclusivamente pensado y conceptualizado
como ser por referencia a lo ente. A un dar que se limita a dar su don, su
dádiva, y que, sin embargo, se reserva a sí mismo y se retira, a un tal dar
lo llamamos el destinar […]. Historia del ser quiere decir destino del
ser, destinaciones del ser en las cuales tanto el destinar como también
63 Y así precisamente unas líneas más arriba nos dice en Tiempo y Ser: «Pero ¿de
dónde nos tomamos el derecho a caracterizar al ser como estar presente? La pregunta llega
demasiado tarde. Porque esta acuñación o modelación del ser hace largo tiempo que está
decidida sin nuestra intervención ni siquiera nuestro mérito. Consiguientemente, estamos
atados a la caracterización del ser como estar presente. Semejante atadura nos obliga desde
el inicio de la desocultación del ser como algo decible, esto es, pensable. Desde el inicio del
pensar occidental con los griegos todo decir del “ser” y del “es” está guardando memoria de
la determinación, que vincula al pensar, del ser como estar presente. Esto vale también para
el pensar que gestiona la más moderna técnica e industria, si bien todavía, por supuesto,
solo en un cierto sentido. Desde que la técnica moderna ha implantado la vastedad de su
dominio sobre la entera faz de la tierra, no solo giran en torno a nuestro planeta los sputniks
y su cortejo de vástagos, sino que el ser, como estar presente en el sentido de lo que cuenta
como un stock de mercancías, como un depósito calculable de utilidades disponibles,
habla ya uniformemente a todos los habitantes de la Tierra, sin que quienes moran en las
zonas no europeas de esta sepan propiamente de ello ni tan siquiera puedan saber de la
procedencia de semejante determinación del ser. (Los menos amigos de un tal saber son,
manifiestamente, los industriosos promotores del desarrollo, que hoy se afanan por poner a
los llamados países subdesarrollados a la escucha de esa apelación del ser que habla desde lo
más propio de la técnica moderna)».
— 175 —
64 Esa posición absoluta, que junto con la cópula, era una de las formas de entender el ser
en Kant. Porque posición absoluta es precisamente el se da (es gibt) del que habla Heidegger.
65 Wo Es war, soll Ich werden. La finalidad que propone al hombre el descubrimiento
de Freud fue definida por él en el apogeo de su pensamiento en términos conmovedores:
Wo es war, soll ich werden. Jaques Lacan, Escritos, p. 504. Sobre las analogías y la fraternidad
entre Heidegger y Lacan remitimos a Jorge Alemán y Sergio Larriera: Lacan, Heidegger. El
psicoanálisis en la tarea de pensar. Miguel Gómez Ediciones, 1998.
— 176 —
Así pues, una inicial indagación del Ereignis parece mostrar sor-
prendentes coincidencias con eso que, más allá de otras precisiones
técnicas, remite al deseo, que es a su vez ese algo que piensa y que no
es el sujeto, un algo que no es proposicional en el sentido de la lógica,
como tampoco obedece a las leyes de la lógica el inconsciente freudia-
no y que, sin embargo, está estructurado como lenguaje. En Introduc-
ción a la metafísica es donde Heidegger, en una peculiar interpretación
de los versos de la segunda intervención del coro de la Antígona de Só-
focles, se ha ocupado de un modo más claro y explícito de lo mons-
truoso o de lo inhóspito68. Y no deja de ser llamativo que lo interprete
allí como fruto de la imposición del hombre que habita en el lenguaje
— 177 —
69 Heidegger, después definir eso terrible y pavoroso como aquello que impera y somete
y que a su vez no se somete a límite, traslada esa descripción a la actuación transgresora
del hombre respecto de la naturaleza. Cfr. Introducción a la metafísica. Traducción de Ángela
Ackerman. Barcelona, Gedisa, 1993, p. 142.
— 178 —
Heidegger, queda aún más claro el gesto de este último. En los mismos
años en los que se gesta toda la retórica heideggeriana en torno a la
poesía, en los que Heidegger madura la lectura de Nietzsche o se pre-
senta la visión de lo monstruoso, en los mismos en los que hace sus lec-
turas de Hölderlin y en los que va elaborando los Beiträge, por su parte
Jean Paul Sartre asume el punto de partida común de lo que luego se
llamó el existencialismo. En su novela filosófica La náusea nos ofrece
una descripción de ese sentimiento fundamental que nos ha acompa-
ñado hasta aquí, descripción que Heidegger abandonó en pos del ser y
del Ereignis: «Algo me ha sucedido, no puedo seguir dudándolo. Vino
como una enfermedad, no como una certeza ordinaria, o una eviden-
cia. Se instaló solapadamente poco a poco; yo me sentí algo raro, algo
molesto, nada más. Una vez en su sitio, aquello no se movió, permane-
ció tranquilo, y pude persuadirme de que no tenía nada, de que era una
falsa alarma. Y ahora crece»70. Esa es la primera anotación fechada que
aparece en el diario del protagonista de la novela, Antoine Roquentin,
un historiador que escribe sobre un personaje que vivió justamente la
transición del Antiguo Régimen a la Revolución. Propiamente hablan-
do la novela carece de acción y podría muy bien resumirse en una de
las anotaciones de un martes: «nada, he existido»71. Pero sobre esas
tres palabras flota un personaje que es la razón de ser de la novela y
que le da el título elegido por el editor: la náusea. Ese sentimiento se
incorpora ahora ya como un personaje en una novela metafísica, se le
nombra, tiene apariciones, está ahí, aunque nadie puede definirle más
allá del nombre y lo que evoca. No hay huellas del ser, sino solo esa
subjetividad y ese personaje que aparece como una constante, que
determina la obra, pero que no tiene configuración. Deberíamos pen-
sar que estamos ante aquello que hemos seguido hasta aquí como lo
siniestro. Pero en su desnudez no tiene nada de misterioso, sino solo
de opresión, no tiene tampoco apariencia monstruosa, no remite a
nada, no promete nada, carece de gestos grandilocuentes, no somete
— 179 —
72 Ídem, p. 142.
73 Ídem, pp. 144-145.
— 180 —
74 Ídem, p. 189.
— 181 —
— 182 —
— 183 —
1 Y a su vez emparentadas con otros finales como fin de las ideologías y tal vez también,
después, como globalización y como nuevo orden mundial. Cfr. Vicente Serrano Marín,
Nihilismo y fin de la historia. Una mirada sobre la cuestión de la postmodernidad. En Revista de
Filosofía, 2000.
2 En 1989 ya describía Javier Muguerza esa confluencia, anudada a través del giro
lingüístico, de la hermenéutica, la filosofía analítica y la crítica francfortiana. Cfr. Desde la
perplejidad. México. FCE, 1990, pp. 115-116.
3 Dado que el tema ha sido y en gran medida es todavía omnipresente en el ámbito de las
filosofías occidentales, una adecuada aproximación bibliográfica constituiría en sí misma un
libro o al menos un extenso artículo. En la medida en que resume el problema en casi toda su
amplitud, opto por citar un texto de la Introducción del filósofo esloveno Slavoj Žižek a su libro
El espinoso sujeto. Parafraseando el comienzo del Manifiesto comunista y bajo el título general Un
espectro ronda la academia occidental, afirma que ese espectro es: «el espectro del sujeto cartesiano.
Todos los poderes académicos han entrado en una santa alianza para exorcizarlo: la New Age
oscurantista (que quiere reemplazar el “paradigma cartesiano” por un nuevo enfoque holístico) y
el desconstruccionismo postmoderno (para el cual el sujeto cartesiano es una ficción discursiva,
un efecto de mecanismos textuales descentrados); los teóricos habermasianos de la comunicación
(que insisten en pasar de la subjetividad monológica cartesiana a una intersubjetividad discursiva)
— 187 —
resume el clima de ese final de siglo, que empieza a ser ya lejano, una de
las que más eco tuvo y que más transcendió incluso al propio discurso
filosófico, nos la ofreció Michel Foucault. Al final de uno de los grandes
textos de esos años, Las palabra y las cosas, podía leerse: «en todo caso,
una cosa es cierta: que el hombre no es el problema más antiguo ni el más
constante que se haya planteado el saber humano [...]. El hombre es una
invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología
de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin […]»4.
y los defensores heideggerianos del pensamiento del ser (quienes subrayan la necesidad de
“atravesar” el horizonte de la subjetividad moderna que ha culminado en el actual nihilismo
devastador); los científicos cognitivos (quienes se empeñan en demostrar empíricamente que
no hay una única escena del sí-mismo, sino un pandemónium de fuerzas competitivas) y los
“ecólogos profundos” (quienes acusan al materialismo mecanicista cartesiano de proporcionar el
fundamento filosófico para la explotación implacable de la naturaleza); los (pos)marxistas críticos
(quienes sostienen que la libertad ilusoria del sujeto pensante burgués arraiga en la división de
clases) y las feministas (quienes observan que el cogito supuestamente asexual es en realidad
una formación patriarcal masculina). ¿Cuál es la orientación académica que no ha sido acusada
por sus adversarias de no haber repudiado adecuadamente la herencia cartesiana? ¿Y cuál no ha
respondido con la imputación infamante de “subjetividad cartesiana” a sus críticos más “radicales”,
así contra sus oponentes “reaccionarios”?». El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política.
Traducción de Jorge Piatigorsky. Barcelona, Paidós, 2001, p. 9.
4 Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Traducción de Elsa
Cecilia Frost. Buenos Aires, Siglo XXI, 1997, p. 375.
5 La noción de modernidad en Foucault se corresponde con el siglo xix, mientras que los
siglos xvii y xviii serían lo que él denomina Época clásica. Esa especial periodización tiene
considerable importancia respecto, por ejemplo, de la emergencia del hombre en sentido
espistemológico, emergencia que, como tal, para Foucault se da solo en el xix, y que remitiría sobre
todo al positivismo. Para el lector resultará obvio que la modernidad tal como aquí es tratada no se
corresponde del todo con esa peculiar foucaultiana noción de modernidad, sino con la habitual en
el medio filosófico y en los términos ya señalados en la Introducción de este libro. De hecho de algún
modo esa noción de modernidad abarcaría las tres épocas que Foucault considera.
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6 Pero no está de más recordar, aunque sea de pasada, que esa crítica del sujeto no era una
novedad.. Implacable ya en Hume, no lo es menos en Spinoza o en Marx, por citar ejemplos
destacados. El solo seguimiento de esas críticas a lo largo de los siglos xvii al xix daría para
una larga investigación. A finales del xviii esa crítica es particularmente intensa en Alemania y
análoga, salvando las distancias, a la crítica desatada a partir de la polémica sobre el humanismo y
de la lectura postestructuralista en pleno siglo xx. Jacobi, Hölderlin, Schelling, por citar algunos
nombres señalados, cada cual a su estilo, ponen en entredicho la subjetividad representada por
Kant-Fichte. Esa analogía es especialmente apreciable en Heidegger. Indicaciones sobre otras
versiones o consideraciones alternativas de la subjetividad en los siglos modernos pueden
encontrarse en Christa y Peter Bürger en: La desaparición del sujeto. Una historia de la subjetividad
de Montaigne a Blanchot. Madrid, Akal, 2001.
7 Como se sabe el texto de Sartre titulado El existencialismo es un humanismo es en
realidad la reelaboración de una conferencia pronunciada en 1945, y en ella se vio obligado
a defenderse de ciertos reproches, como dice, y a calificar su propia doctrina de humanismo.
Pero lo que él tenía en mente en ese momento por humanismo tiene poco que ver, como
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bien se puede comprobar en la simple relectura del texto, con la evolución de ese término
en las décadas siguientes. Por lo demás también Heidegger en su carta se defendió de esos
reproches, que básicamente consistían en acusar a su filosofía de inhumana, y que obviamente
malinterpretaban tanto la suya como la de Sartre. Pero a diferencia de Sartre, Heidegger no
vio necesario inmunizarse de esos ataques calificando de humanista su existencialismo.
8 En el caso del marxismo, la cuestión se desencadenó inicialmente a propósito de
los llamados Manuscritos de París que presentaban en principio a un Marx más próximo a
postulados ético-idealistas, que se consideraban a su vez contenido esencial del humanismo.
En el caso de la filosofía analítica, el desplazamiento hacia el lenguaje también afectaba
directamente.
9 Por más que, desde luego, ese ser no se entienda como presencia y todo lo demás que
nos explica genialmente una filosofía tan potente como la suya, creo que su famosa frase en
la entrevista del Spiegel relativa a que solo un Dios puede salvarnos, demuestra cómo, en
ocasiones, las cosas acaban por parecerse a lo que son.
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10 Cfr. El ser y la nada. Edición española de Juan Valmar y revisión de Celia Amorós.
Madrid, Alianza, 1984, p. 15.
11 «Esto quiere decir que la verdad del ser, en cuanto el claro mismo, permanece oculta
para la metafísica. Sin embargo, este ocultamiento no es un defecto de la metafísica, sino el
tesoro de su propia riqueza, que le ha sido retenido y al mismo tiempo mantenido. Pero el
claro mismo es el ser.» Carta sobre el humanismo en la edición española de Arturo Leyte y
Helena Cortés. Madrid, Alianza, 2000.
12 Cuando en la carta Heidegger explica en qué consiste el humanismo del que él se aparta,
remite invariablemente a la noción de metafísica. Lo que, según Heidegger comparten los distintos
humanismos, desde el romano hasta el cristiano, pasando por el marxista o el existencialista de
Sartre, es su condición metafísica, es decir, su condición presencial y en esa medida también la
voluntad de poder nietzscheana, que al invertir la metafísica cae también en ella.
13 La definición del hombre como animal racional es la que recoge Heidegger. Pero
desde una definición como esa no queda clara la refutación de Sartre.
14 En la medida en que lo que se intenta refutar es la centralidad del yo cartesiano como
portador de esa dimensión racional, y ello a pesar de reconocer que el humanismo es un concepto
antiguo, que remonta hasta Roma y Grecia. La modernidad sería entonces la culminación del
proceso, incluso a pesar de que la modernidad representa, como sabemos, una ruptura con el
mundo medieval y está ya muy lejos de la Antigüedad. Pero esa continuidad es la misma que puede
encontrarse en la noción de nihilismo, la que ya estaba presente en Nietzsche y en la Dialéctica de la
Ilustración, la misma que van a mantener autores ya postmodernos, como Derrida en su concreción
del logofonocentrismo y Deleuze en su noción de la identidad frente a la diferencia.
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inútil, al otro lado de la pasión inútil, hay otra instancia, que inicialmen-
te llaman estructura, pero que, como Heidegger ha enseñado, es la casa
del ser y de la que el sujeto/yo/pasión inútil depende. Prefieren el len-
guaje a la cosa. El lenguaje es la estructura por antonomasia y así ellos
regresan al lenguaje y abandonan la cosa. Según esta hipótesis estarían
apegados al relato y al único personaje que les queda: el genio maligno,
el Dios engañador. Ese era el resultado, el personaje inevitable tras la
apuesta de la filosofía postsartriana y postestructuralista, al regresar al
relato metafísico, pero más allá del sujeto mismo. En lo que sigue se
trata de ver de ver si esto es así y la configuración que genera y que ha
marcado y marca aún parte de los debates del pensamiento occidental.
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16 En ese sentido son especialmente erróneos y desenfocados las intentos de ver, a partir
de su peripecia biográfica, una filosofía nacionalsocialista en el pensamiento de Heidegger.
El Nietzsche de Heidegger publicado más tarde, pero elaborado en los años treinta era
demasiado sutil para el partido nacionalsocialista y desde luego impracticable para sus
intereses groseros. Como tuve ocasión de señalar hace ya años a Víctor Farias, en un debate
posterior a una conferencia suya en Madrid, donde repetía una vez más los argumentos de
su libro sobre Heidegger y los nazis, si cabe ver un peligro en la filosofía de Heidegger, este no
está desde luego en su contribución al poder nazi, que fue irrelevante, sino en su pervivencia
y en su uso y abuso en el mar postmoderno. Una equilibrada, y en nuestra opinión acertada,
posición al respecto se puede encontrar en Félix Duque, En torno al humanismo. Heidegger,
Gadamer, Sloterdijk. Madrid, Tecnos, 2002, p. 14.
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17 Como nos recordaba Foucault lo decisivo de sus filosofías fue la inversión realizada
por Lacan y Lévi-Strauss en ese ámbito: «El punto de ruptura se situó el día en que
Lévi-Strauss para las sociedades y Lacan para el inconsciente nos mostraron que el sentido
no era más que un efecto de superficie, un espejeo, una espuma, y que lo que nos atravesaba
profundamente, lo que estaba ante nosotros, lo que nos sostenía en el tiempo y el espacio,
era el sistema». Este es el ambiente en el que recibí la Carta sobre el humanismo donde se
nos recuerda que el lenguaje es la casa del ser y en ella habita le hombre. Más allá de otras
consideraciones posibles, pronunciada en el contexto de una polémica antihumanista,
apunta por un lado a ese punto de ruptura que nos recordaba Foucault en el que Lacan y
Lévi-Strauss señalan el camino del lenguaje, y por otro apunta a una instancia que está más allá
del sujeto y que hoy sabemos que encaja plenamente con uno de los axiomas de la recepción
nietzscheana de fines del siglo xx, a la vieja tesis esbozada ya por Nietzsche en Sobre verdad y
mentira en sentido extramoral, con arreglo a la cual todo son metáforas y metonimias, explicitada
ahora desde un concienzudo análisis y colocada en el corazón de una filosofía que reúne la
vieja y rancia tradición fenomenológica y metafísica. El sujeto moderno está ya en trance de ser
desplazado, pero no por el puro reconocimiento de que es una ficción al servicio del modo de
producción, como ya había afirmado Marx, sino porque en su lugar hay otra instancia fundante y a
la vez abismal, inmune a la crítica porque no aparece y que tiene todos los rasgos de la voluntad de
poder. O, por decirlo de otro modo, el ser heideggeriano mantiene su función alternativa al sujeto,
su función de guía de la diferencia, por tanto solo una dimensión formal, pero materialmente
ese ser que se articula en términos de ausencia/presencia adquiere ahora un doble contenido, se
articula como lenguaje y parece apuntar a la voluntad de poder.
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Pero esa tradición y ese clima son los mismos en los que hemos
visto surgir el género del terror y el discurso sobre la angustia como
20 Lógica del sentido. Traducción de Miguel Morey y Víctor Molina. Barcelona, Paidós,
2005, p. 140-141.
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expresión de una perplejidad, una vez que ese sin fondo del que habla
Deleuze había mostrado ya sus primeros efectos, se había exteriorizado
en pleno corazón de la Revolución Industrial, generando a la vez la más
enfática afirmación del sujeto y una desesperada crítica a lo moderno
y de la subjetividad, en una nueva paradoja que cabe entender como
expresión y síntoma de la primera toma de conciencia generalizada
de ese desajuste contenido en la fundación de lo moderno. Al horror
ante un escenario inconexo como el que había mostrado Hume, desde
eso que, siempre prudente, Kant había llamado orilla del escepticismo, se
unía ahora, para esa tradición de la que habla Deleuze, el horror ante
los efectos perversos que parecían generar un sujeto y un Dios como
el cartesiano, el horror ante una Revolución Industrial que empezaba
a mostrarse ante sus ojos como una máquina, el horror ante la máqui-
na21. El romántico, que necesitaba saber algo de la cosa en sí, que desde
ese momento sentía nostalgia de ese absoluto y de Dios, y que descu-
bre entonces que ese Dios de Descartes ya no sirve, que en realidad
Dios ha muerto, como proclama ya Hegel en 1802, se encuentra de
este modo asomado a su propio yo22 y es allí donde descubre ese sin
fondo, como lo llama Deleuze, fondo sin fondo que es una y otra vez el
tema de la filosofía postkantiana y que transciende siempre la concien-
cia, pero que en realidad es también el sin fondo que reclama para sí la
filosofía postestructuralista.
21 Un horror ya presente en el clima del Sturm und Drang y que en poco tiempo da obras
tan lúgubres y nihilistas como Las vigilias de Bonaventura, de la que hay edición en español
a cargo de María Josefina Pacheco, publicada en México, CNCA, 2003. Desde el punto de
vista filosófico ese horror está ya expresado en El más antiguo programa para un sistema del
idealismo, y acabará por mostrarse en el género de terror en pleno clima romántico.
22 Eso se ve con claridad en Schelling, cuyo punto de partida es el yo de Fichte y
en cuyo viaje en el interior del yo va descubriendo ese fondo sin fondo que menciona
oportunamente Deleuze.
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23 Su primer libro, muy alejado todavía de lo que será su obra y su voz propia, se tituló
Enfermedad mental y personalidad y fue publicado en 1954, aunque después Foucault renegó
de él y se negó a reeditarlo. A esa dedicación hay que añadir el impacto causado en su
generación por el estreno en París en 1953 de Esperando a Godot, en la que, ese «drama de lo
fútil, de la locura y de la metafísica abortada», como nos recuerda James E. Miller, el propio
Foucault reconoció un punto de ruptura. Cfr. James E. Miller. La pasión de Michel Foucault.
Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello, 1996, p. 88.
24 La tesis la defendió el 20 de mayo de 1961. Se publicó ese mismo año por la casa
Plon, después de que su publicación fuera rechazada por Gallimard. Posteriormente, en
1972, Gallimard publicó una nueva edición con un nuevo prefacio y con dos apéndices
de los que tendremos que ocuparnos más abajo. Más detalles sobre la génesis de la tesis,
su defensa, sus avatares editoriales y su recepción se pueden encontrar en la introducción
del volumen coordinado por Elisabeth Roudinesco. Pensar la locura. Ensayos sobre Michel
Foucault. Traducción de Jorge Piatigorsky. Barcelona, Paidós, 1996, pp. 9-32. En lo sucesivo
las citas de esta obra lo serán en la versión española de esa edición del 72, traducida por Juan
José Utrilla, y publicada en México por FCE en 1976 en dos volúmenes.
25 Historia de la locura en la época clásica. Traducción de Juan José Utrilla. México, FCE,
1976, I, p. 75.
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28 Muchos años más tarde, reflexionando sobre su propia obra y respondiendo a una
pregunta sobre la importancia de la noción de poder en ella, afirma: «Cuando lo pienso de
nuevo, ahora me pregunto ¿de qué he podido hablar, por ejemplo en La Historia de la locura
o en El nacimiento de la clínica, si no era del poder? Ahora bien, soy plenamente consciente
de no haber empleado prácticamente el término y de no haber tenido ese campo de análisis
a mi disposición». Microfísica del poder. Traducción de Julia Varela y Fernando Álvarez-
Uría. Madrid, Ediciones La piqueta, 1980, p. 180. Y en relación con ello y con la noción de
genealogía, estrechamente relacionada con su condición de nietzscheano y con el concepto
mismo de poder, afirma, en un texto dedicado a Nietzsche y la noción de genealogía: «la
genealogía, por su parte, restablece los diversos sistemas de sumisión: no tanto el poder
anticipador de un sentido, como el juego azaroso de las dominaciones». Ídem, p. 15. Podría
pensarse, aplicando categorías de la obra posterior, que la figura de la exclusión que se
corresponde con esa operación cartesiana es la propia de la época clásica, mientras que en el
nuevo paradigma constitutivo del poder la exclusión/ocultamiento dejaría de ser necesaria
y, sobre todo, sería ineficaz ante los síntomas generados por el terror y la angustia, que no
dejarían de aparecer como resistencias, y entonces la misma operación fundamental se
ejecutaría ya a fines del xix, en términos de afirmación y celebración de sí como voluntad
de poder. El precio será ya la locura y su encarnación emblemática la filosofía de Nietzsche.
Por lo demás, conviene aquí recordar que en El orden del discurso Foucault considera al autor,
al sujeto, como uno de los procedimientos de exclusión internos al propio discurso.
29 «A mediados del siglo xviii esta unidad había sido bruscamente iluminada por un
relámpago; pero ha sido necesario más de medio siglo para que alguien se atreva de nuevo a fijar
allí su mirada: después de Hölderlin, Nerval, Nietzsche, Van Gogh, Raymond Roussel, Artaud
se han arriesgado allí, hasta la tragedia, es decir, hasta la enajenación de esta experiencia de la
sinrazón en la renuncia de la locura. Y cada una de esas existencias, cada una de esas palabras
que son esas existencias, repite, en la insistencia del tiempo, esta misma pregunta que concierne
sin duda a la esencia misma del mundo moderno: ¿Por qué no es posible mantenerse en la
diferencia de la sinrazón? ¿Por qué es necesario que se separe siempre de sí misma, fascinada en
el delirio de lo sensible, y recluida en el retiro de la locura? ¿Cómo ha sido posible que se haya
privado hasta ese punto de lenguaje? ¿Cuál es, pues, ese poder que petrifica a quienes lo han
contemplado de frente una vez, y que condena a la locura a todos aquellos que han intentado la
prueba de la sinrazón?». Historia de la locura, II, p. 22.
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puede ser más sintomático a este respecto que Foucault nos recuerde
que lo que excluye Descartes al excluir la locura en los términos des-
critos es simultáneamente lo que llama «los encantos involuntarios de
la sinrazón, la posibilidad nietzscheana del filósofo loco»30. Porque, de
existir algo así como una tradición que se abre paso en torno a esa po-
sibilidad, Nietzsche representa como ningún otro esa «posibilidad»,
precisamente porque en él su locura y la verdad van de la mano como
en ningún otro filósofo moderno, pero a su vez esa locura y esa verdad
en forma de lucidez aparecen enlazadas a la crítica y resistencia despia-
dada al poder y a la modernidad, con el paradójico resultado de que es
desde la exaltación de esa noción de poder desde donde ejerce la críti-
ca. Eso supone que la locura y el poder (la sinrazón como lo excluido
y simbolizado en el genio maligno) son en realidad la misma cosa, la
misma sustancia, ese proceso que Deleuze, foucaultiano y nietzschea-
no, va a llamar esquizofrenia.
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Sade escribe en el tránsito del xviii al xix, unos años a los que
parecemos condenados a regresar una y otra vez como los años de
la emergencia, en distintas formas, de eso oculto, y que es paralela a
la emergencia de las revoluciones económicas, políticas y sociales, y
también a la irrupción del arte contemporáneo como tal, un arte que
cobra autonomía, adquiere centralidad y llega a convertirse incluso
en un canon que pretende sustituir a la lógica y que, con el tiempo, se
considerará como herramienta de subversión política. Este proceso se
había iniciado en plena transformación de la sociedad moderna y se
puede considerar ya consolidado claramente en el Sistema del Idealismo
transcendental, de Schelling. Frente a la vieja lógica aristotélica, que era
la tradicional herramienta de acceso al saber, Schelling, el filósofo de los
románticos, propone allí, recogiendo el sentir romántico, una nueva
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herramienta, un nuevo organon que tiene que ver con la creación, con
la belleza, con la ficción: la poesía en sentido creador que también re-
produce Heidegger en los años treinta y que antes de Heidegger había
hecho suyo Nietzsche, incluso a pesar de sus críticas a los románticos.
Pero ¿cómo entender ese lugar privilegiado del arte? Solo diez años
antes había publicado Kant su Crítica del juicio, donde la estética ocupa-
ba un lugar en el sistema, pero un lugar que no dejaba de ser periférico
frente a la lógica y a la estética transcendental. ¿Por qué en tan poco
tiempo la estética y el arte ocupan ese lugar preeminente? Una posible
respuesta podría tal vez tener relación con esa pérdida de la naturaleza,
pérdida que buscó representarse en la imagen del vampiro, como vi-
mos, de ese fondo que es sin fondo, en términos de Deleuze, del abismo
sobre el que flotaba inerme el yo cartesiano y con él todas las construc-
ciones posteriores. En esos años, el Romanticismo y su exaltación es-
tética se vincularon abiertamente a la sensación de vaciamiento y ani-
quilación asociada a la máquina38, a la industria, a aquello que se mueve
desde el sin fondo y que parece haber vaciado y aniquilado la vida39. Eso
explica que algunas filosofías de la época conviertan ya entonces la
vida en el gran tema frente a la máquina y al arte como alternativa a la
ciencia y a la vez como resistencia. El texto conocido como Más antiguo
programa para un sistema del idealismo, que ha dado lugar a una muy
voluminosa literatura, condensa y documenta muy bien ese clima que,
38 El joven Hegel y más tarde la filosofía positiva de Schelling son respuestas diversas
al mismo problema. La raíz del existencialismo está también ahí, como vimos. Es la queja
que expresa muy bien toda la filosofía de Jacobi frente a la máquina-ciencia. Pero lo que en
Jacobi es una queja desde una creencia en Dios que resuelve todo, en el clima romántico es
más bien un esfuerzo por rehacer ese mundo vaciado y aniquilado. Y ese esfuerzo, a la vez
que estético, está inevitablemente sesgado hacia el límite de lo que ha de entenderse por real,
porque lo real es lo que viene determinado en términos de máquina, de mecanicismo.
39 La metáfora de la máquina y la presencia del autómata (por lo demás un tema
característicamente cartesiano) es rasgo propio de la literatura romántica y es una constante
del periodo como expresión del rechazo del mecanicismo. Una breve visión panorámica
del tema de los autómatas puede encontrarse en Lieselotte Sauer, Romantic Automata. En:
Gerhart Hoffmeister (ed.), European Romanticism. Wayne State University Press, 1990, pp.
287-303. Solo desde esa tradición se comprende la emergencia del cuento de Mary Shelley
sobre Frankenstein. La filosofía de la naturaleza de Schelling es a la vez ya también una
respuesta a ese mecanicismo y fruto del mismo clima.
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40 Es un problema que ha dado lugar a una muy extensa literatura. Sobre el mismo sigue
siendo valiosa la obra de Frank-Peter Hansen: «Das älteste Systemprogramm des deutschen
Idealismus»: Rezeptiongeschichte und Interpretationen. Berlin, Walter de Gruyter, 1989.
41 El Manifiesto surrealista, en un gesto que trata de reproducir el gesto de Marx en los años
cuarenta del xix, pretende afirmar esa dimensión política y revolucionaria desde el arte y la locura:
«Queda la locura, la locura que solemos recluir, como muy bien se ha dicho. Esta locura o la otra
[...]. Todos sabemos que los locos son internados en méritos de un reducido número de actos
reprobables, y que, en la ausencia de estos actos, su libertad (y la parte visible de su libertad) no
sería puesta en tela de juicio. Estoy plenamente dispuesto a reconocer que los locos son, en cierta
medida, víctimas de su imaginación, en el sentido de que esta le induce a quebrantar ciertas reglas,
reglas cuya trasgresión define la calidad de loco, lo cual todo ser humano ha de procurar saber por
su propio bien. Sin embargo, la profunda indiferencia de los locos da muestra con respecto a la
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crítica de que les hacemos objeto, por no hablar ya de las diversas correcciones que les infligimos,
permite suponer que su imaginación les proporciona grandes consuelos, que gozan de su delirio
lo suficiente para soportar que tan solo tenga validez para ellos. Y, en realidad, las alucinaciones,
las visiones, etcétera, no son una fuente de placer despreciable. La sensualidad más culta goza con
ella, y me consta que muchas noches acariciaría con gusto aquella linda mano que, en las últimas
páginas de L’Intelligence, de Taine, se entrega a tan curiosas fechorías. Me pasaría la vida entera
dedicado a provocar las confidencias de los locos. Son como la gente de escrupulosa honradez,
cuya inocencia tan solo se pude comparar a la mía. Para poder descubrir América, Colón tuvo que
iniciar el viaje en compañía de locos».
42 Ciertamente, no hay comentarista de esa obra de Goethe que se aparte de la idea ya
presente en la fecha misma de su aparición, de que el Werther contiene una crítica a las normas y
a las costumbres burguesas. Más allá de eso, la propia muerte y la estructura del relato muestran
más una queja que una rebelión, una queja expresada estéticamente que supone una liberación,
una especie de catarsis, pero deja intacta la realidad social. Es el autor el que muchos años después
lo expresa en Poesía y verdad: «Escrita la obra me sentí aliviado y gozoso como tras una confesión
general. Pero mientras yo me sentía aligerado y liberado, luego de haber transformado en poesía la
realidad, mis amigos se confundieron creyendo que había que transformar la poesía en realidad».
Versión española en Memorias del joven escritor. Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1952, pp. 120-121.
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ejecutan y las padecen. Por ello su obra puede ser interpretada y es in-
terpretada, más allá de su dimensión estética, como un gesto político.
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así como por los títulos que daba a sus visitantes. Cfr. Günter Mieth, Friedrich Hölderlin. Zeit und
Schicksal. Würzburg, Königshasuen & Neumann, 2007, pp. 184-186. Heinz Schott y Rainer
Tölle tampoco tienen dudas y en su Historia de la psiquiatría incluyen a Hölderlin como un caso
incuestionable de esquizofrenia y aportan también, entre otras pruebas, distorsiones lingüísticas.
Cfr. Geschichte der Psychiatrie, München, C.H. Beck, 2006, pp. 394 y ss.
46 Porque lo moderno es, en efecto, ya en ese momento caracterizado fundamentalmente
en términos de escisión. Hegel, que parte de la escisión, como todos los demás, es capaz de
resolverla en términos de una ficción ocultadora, de un espíritu que no deja de ser astuto a la
vez que cierra la herida de la voluntad de poder volviendo sobre sí mismo.
47 Texto perteneciente a la carta final del Hyperion, que a su vez a su vez recoge A. Ruge
en carta a Marx.
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trema, aunque le llevó a ser excluido y a ser considerado loco, fue la que
le salvó de la locura, lo que domesticó su expresión en la medida en
que expresaba un territorio conocido, el territorio del mal y del vicio,
rechazado y objeto de exclusión, pero reconocido y reconocible. No
es el caso de Nietzsche, que progresivamente avanza desde el universo
moral hacia el corazón de ese sin fondo, a ese sin fondo in-fundante
de lo moderno, y que lo hace después de que toda la filosofía idealista
haya construido un océano de enunciados en torno al primado de la
voluntad, después de que Schopenhauer haya dado nombre y consis-
tencia a esa causa carente de razón y sabiduría y Darwin haya mostrado
en el lenguaje de la ciencia la fría fuerza con que avanza la naturaleza.
Nietzsche acude a adorar a esa causa, a abrazarse a ella, y entonces no
puede ya reconocer el universo moral que la convierte en la fuente del
mal, como en Sade, o del dolor, como en Schopenhauer. Ese abismo/
causa sin fondo se convierten a la vez en el tema de su filosofía y en un
paisaje no reconocible, no domesticable ya mediante el discurso del
dolor o el del pecado y el vicio, pues todos ellos, dolor, vicio, pecado,
mal, no son sino modos de reconducir al genio maligno a las viejas fi-
guras de un universo ordenado y regido por el bien, por la aspiración
a la virtud. De ahí la violencia con la que Nietzsche rechaza el recurso
compasivo de Schopenhauer, de ahí su voluntad de situarse más allá
del bien y del mal y su rechazo de la moral como forma de engaño. No
hay ya un sujeto portador del vicio extremo, portador de la perversión
propia de Sade, porque ese vicio extremo deja de serlo para ser ontolo-
gía, solo voluntad de poder sin más, frente a la cual la noción misma de
vicio o de virtud no dejan de ser sino un instrumento ficticio, alojado
en un sujeto ficticio. O, dicho de otro modo, lo descrito por Sade ac-
túa todavía en el universo moral, mientras que Nietzsche traslada esa
misma fuerza al plano constitutivo de la ontología. Donde el primero
es sin más inmoral y perverso, el segundo es solo un loco, porque su
inversión lo es de la cosa misma, de la realidad misma.
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que inversión y, por serlo, descripción veraz de lo que oculta, del sin
fondo. O, dicho de otra manera, su locura solo puede ser sabiduría en
la medida en que es lucidez, en la medida en que esa inversión remite
al abismo y no a las formas externas que lo encubren y ocultan, no al
yo, no a la moral, no a la verdad de la metafísica, ni a la «verdad» de
todas las figuras que Nietzsche denuncia. El dolor, el terror, la locura,
la angustia, son manifestaciones todas que, asociadas como efectos al
sin fondo del que proceden, permitían liberar de la locura a sus por-
tadores, como una especie de pararrayos que recogiera toda la carga
oscura del sin fondo. Pero Nietzsche los rechaza en el mismo gesto en
el que rechaza la compasión. Y así, su crítica a la modernidad y de la
modernidad es entonces una crítica a los sucesivos relatos, o incluso a
su prolongación en forma de efectos, como la angustia o el terror, que
se superponen sobre el relato cartesiano, es una crítica a una determi-
nada configuración del relato metafísico, pero por ello no a la moder-
nidad misma que los ha generado, no al sin fondo que los ha generado.
Al rechazar el lamento asociado a esos efectos, al rechazar esos efectos
mismos, lo único que le queda es entonces el sin fondo sin motivos ya
para el lamento, sin motivos para el horror o la angustia, lo que queda
es entones la celebración de la modernidad en el acto mismo de criti-
carla, lo que queda es la apología entusiasta, el nihilismo sin tragedia, o
algo así como la afirmación de la tragedia en los términos heterodoxos
de Clement Rosset.
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55 Cfr. Foucault. Traducción de José Vázquez Pérez. Barcelona, Paidós, 1987, p. 147.
56 Cfr. José Luis Pardo. Deleuze: violentar el pensamiento, Madrid, Cincel, 2002, p. 125.
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ello besa. Qué error haber dicho el ello. En todas partes máquinas, y no
metafóricamente: máquinas de máquinas, con sus acoplamientos, sus
conexiones. Una máquina-órgano empalma con una máquina-fuente:
una de ellas emite un flujo que la otra corta. El seno es una máquina
que produce leche, y la boca, una máquina acoplada a aquella. La boca
del anoréxico vacila entre una máquina de comer, una máquina anal,
una máquina de hablar, una máquina de respirar (crisis de asma). De
este modo, todos “bricoleurs”; cada cual sus pequeñas máquinas. Una
máquina-órgano para una máquina energía, siempre flujos y cortes»57.
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72 Antiedipo, p. 33.
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de los setenta del siglo xx, en la que Deleuze escribe su Antiedipo y Mil
Mesetas: Apocalipse now como versión de El corazón de las tinieblas. Ya en
su momento, siguiendo el hilo de lo siniestro, habíamos visto cómo el
general norteamericano justificaba el asesinato de Kurtz en el hecho de
que este había enloquecido. Y ya entonces vimos cómo esa supuesta
locura se resumía en su violencia asesina, y que era esa misma violen-
cia asesina la que le había encargado a Kurtz la misión en su día y que
ahora encomendaba a un tercero la orden de matarle. En realidad, esa
justificación para asesinarle, la acusación de locura por la que ahora se
le perseguía, solo había causado perplejidad en el nuevo comisiona-
do. «Era como acusar a alguien de prender un cigarrillo en medio de
un incendio», había dicho. Con esa frase se expresaba el hecho simple
de que el general era la imagen misma de la violencia y de que Kurtz,
ahora resistente y perseguido, era solo, y en el mejor de los casos, un
pliegue del general, que no es, a su vez, sino un episodio de una es-
tructura. La película, como en su momento la novela, pero tal vez con
más claridad aún que la novela, muestra una fusión de terror y locura, y
mediante esta fusión ejemplifica el modo en que la locura se dobla y se
articula a sí misma como resistencia frente al poder, o más bien cómo
el poder genera su propia resistencia y la denomina locura. Lo que yace
en el corazón de las tinieblas es, sin embargo, la repetición de Ello, se
le llame locura o se le llame deseo o voluntad de poder. Tal vez sea
excesivo afirmar que en Deleuze el papel del esquizoanálisis adquiera
una dimensión político-resistente, análogo al del coronel Kurtz, pero la
cosa se aproxima a lo que queremos expresar. Kurtz es un bucle de Ello,
es una línea de fuga respecto del aparato y formación molar de la que
huye, pero comparte la misma estructura del deseo, es un producto del
deseo, es deseo, Ello funcionando73. Y da lo mismo que se decida que
— 225 —
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75 Antiedipo, p. 34.
76 Ídem, p. 44.
77 Ídem, p. 320.
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— 229 —
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de la locura. Descartes cierra los ojos y se tapa las orejas para ver mejor la verdadera claridad
del día esencial; está así protegido contra el deslumbramiento del loco, que abriendo los
ojos no ve más que la noche, y no viendo en absoluto, cree ver cuando solo imagina. En la
claridad uniforme de sus sentidos cerrados, Descartes ha roto con toda fascinación posible,
y si ve, está seguro de ver lo que ve», Historia de la locura, I, p. 380.
83 Historia de la locura, II, pp. 369-370.
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— 234 —
— 235 —
84 Ídem, p. 250.
85 La escritura y la diferencia, p. 60.
86 Ídem, p. 61.
— 236 —
Porque más allá de los detalles, sin duda relevantes, lo que está en
juego es la concepción misma de la filosofía. Y la locura que Foucault
historiza no es sino un efecto de poder y de discurso, como discurso
es la metafísica de la que le acusa Derrida, o el discurso en torno a la
historia de la metafísica como historia del ser que Derrida hereda de
Heidegger. Por tanto, Foucault no tiene un concepto a priori de la locu-
ra, sino que analiza las sucesivas configuraciones que se han ido crista-
lizando bajo esa palabra. La clave para interpretar y para criticar el libro
no está, no puede estar en ese supuesto archiconcepto a priori, inexistente
en Foucault, sino en lo que está fuera del texto, en lo que emerge desde
el texto, pero permanece fuera del texto. Y es ahí donde está el punto de
discrepancia fundamental, como bien ve Foucault en su respuesta de
1972: «La argumentación de Derrida es notable, por su profundidad,
y más aún por su franqueza. Claramente queda indicado lo que está en
juego en el debate: ¿Podría haber algo interior o exterior al discurso filo-
sófico? ¿Puede tener su condición en una exclusión, un rechazo, un ries-
go eludido y, por qué no, en un miedo? Sospecha que Derrida rechaza
con pasión. Pudenda origo, decía Nietzsche, a propósito de los religiosos
y de su religión. Confrontemos los análisis de Derrida y los textos de
Descartes»87. Y ya casi en la última frase de esa edición de 1972 remata
su crítica en estos duros términos: «No diré que es una metafísica, la
metafísica, o su recinto que se oculta en esta “textualización” de las prác-
ticas discursivas. Iré mucho más lejos: diré que es una pequeña peda-
gogía históricamente bien determinada que, de manera muy visible, se
manifiesta. Pedagogía que enseña al alumno que no hay nada fuera del
texto pero que en él, en sus intersticios, en sus espacios y no dichos, reina
la reserva del origen; que, por tanto, no es necesario ir a buscar en otra
parte, sino aquí mismo, no en las palabras, directamente, pero sí en las
palabras como borrones, en su red se dice “el sentido del ser”. Pedagogía
que, inversamente, da a la voz de los maestros esa soberanía sin límite
que le permite predecir indefinidamente el texto»88.
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— 240 —
1 Una descripción muy expresaiva de esa lectura de Derrida por parte de Rorty puede
encontrarse en Javier Muguerza, Desde la perplejidad, pp. 674-675.
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— 244 —
4 Son algunos de los axiomas del pensamiento de Rorty y que pueden encontrarse
en distintos lugares. Un buen florilegio lo es por ejemplo el libro Pragmatismo. Una versión.
Traducción de Joan Vergés Gifra. Barcelona, Paidós, 1996.
5 Su tesis es que la verdad y la filosofía son irrelevantes para la democracia y así afirma
que cuando filosofía y democracia entran en conflicto, la segunda tiene absoluta prioridad
sobre la primera. Cfr. Objetividad, relativismo y verdad. Traducción de Jorge Vigil Rubio.
Barcelona, Paidós, 1996. p. 261.
— 245 —
6 No deja de ser curioso que las referencias a Foucault aparezcan una y otra vez, aunque
frecuentemente con interrogantes y con reservas.
7 Remarks on Deconstruction and Pragmatism. En Simon Chritchley y Chantal Mouffe
(eds.), Deconstruction and pragmatism. London, Routledge, 1996, p. 13.
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son fijados por aquellos que nosotros podemos tomar en serio. Y esto, a
su vez, es determinado por nuestra educación y por nuestra situación
histórica»11.
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13 Ídem, pp. 262-263. La metáfora de la escalera que podemos tirar y nos remite obviamente
al enunciado del Tractatus de Wittgenstein, quien en esa obra de algún modo reproducía, desde la
lógica matemática, la operación que Kant había llevado a cabo desde la ciencia de Newton, a saber,
establecía la demarcación entre lo que se podía decir con sentido por la ciencia, por la máquina
científica, y lo que no, análoga a la distinción kantiana entre fenómeno y nóumeno. Wittgenstein
no hablaba de una cosa en sí, no de esa x, pero sí de un resto en torno al cual era mejor guardar
silencio y en el que, como Kant, podía encuadrarse tanto la cosa en sí como el universo moral.
Desde el punto de vista de Rorty, en el fondo tanto Kant como el primer Wittgenstein seguían
presos del universo representacionista, esencialista, realista, pero no en la forma cartesiana, matriz
del representacionismo moderno en su modelo del espejo de la naturaleza, sino precisamente a
partir de esa huella representada por la x kantiana, por la cosa en sí. En realidad es bien sabido que
La filosofía y el espejo de la naturaleza, la obra que dio la repercusión a Rorty a finales de los setenta,
era fundamentalmente un rechazo de las filosofías basadas en el primer Wittgenstein, un rechazo
de las filosofías anglosajonas y de la tradición analítica basada en la idea de que hay un resto, de
que queda algún resto al que el lenguaje representa y con respecto al que el lenguaje remite. En
realidad aquella obra no dejaba de ser la generalización a la filosofia de Occidente y en diálogo
y confluencia con las tradiciones llamadas continentales, de las tesis desarrolladas por Quine y
posteriormente completadas por Davidson en el interior de la filosofia analítica y en confrontación
con Carnap y el llamado positivismo lógico. Nada más natural entonces que esa confluencia se
materialice años después en las figuras de Davidson y de Derrida, porque el primero a partir de
Quine y el segundo a partir de la tradición hermenéutica y el postestructuralismo, completan esa
tendencia antirrealista, antirrepresentacionista, antiesencialista.
14 Javier Muguerza había apuntado ya el riesgo en el que podía incurrir la filosofía de
Derrida, al hipostasiar incluso el texto mismo, y remitía a un nosotros más allá del texto, ese
nosotros que construye una y otra vez el texto mismo (cfr. Desde la perplejidad, p. 676), y en
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ese sentido parecería que en Rorty se habría conjurado ese peligro derrideano. Sin embargo,
nos parece que Rorty al remitir a ese nosotros no hace sino darle una nueva vuelta de tuerca
a lo que en algún momento del ensayo hemos llamado la estrategia de la carta robada, la de
ocultarse en la evidencia. Creo que ese nosotros solidario, construido desde una idea de la justicia
entendida como lealtad ampliada, se ha revelado con el tiempo, en el caso de Rorty, como un
claro ejemplo de eso que el mismo Javier Muguerza llama éticas del éxito (cfr., o. c., p. 465). Qué
mayor ejemplo de una ética del éxito que aquella que propone Rorty y que se basa en el principio,
además expansivo, basada en la lealtad, de contar a los otros lo bien que nos va.
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18 Cfr. Simon Crichtley y Chantal Mouffe (eds.), Deconstruction and pragmatism, pp. 13-14.
19 De la Gramatología, p. 63.
20 Ídem, pp. 64-65.
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— 254 —
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— 256 —
Afuera 126, 228-229, 231, 238- Cogito 13, 14, 25, 19, 41, 45, 84,
239, 240, 243, 248-250, 252-253. , 94, 115, 121, 132, 133, 141, 176-
178, 188, 189, 202, 203, 212, 213,
Alienación 26, 120-23. 215, 231, 232, 235.
— 259 —
Ereignis 163, 172, 173, 177, 203, 205, 207, 216, 224, 228, 231-
178, 179, 182, 189, 191, 195 235, 239, 255.
Espíritu 22, 25-27, 33, 46, 106, Grieta 85, 86, 90, 92-94, 98, 99,
107, 109, 110, 131-137, 139, 152, 103, 108, 109, 111, 116, 127, 143,
159, 160, 173, 212, 223, 224, 226 165-167, 183, 224, 238, 255.
Genio maligno 13, 14, 29, 41- Infinito 50, 52, 57, 65, 86, 101,
49, 52-59, 65-69, 71, 74, 86, 90- 103, 107-109, 115, 118, 131, 132,
94, 105-110, 116, 117, 121, 122, 135, 136, 138, 139, 152. 169, 228,
135, 138, 141, 154, 157, 161, 164, 239, 250, 253.
172, 174, 176, 185, 191, 194, 202,
— 260 —
Izquierda 57, 60, 63, 69, 74, Modernidad 13, 14, 20-30, 34,
120, 121, 124, 190, 194-197, 201, 40, 49, 49, 50, 57-60, 61-66, 68,
218, 221, 226, 247. 73, 77, 79-82, 87, 92, 93, 97, 104,
106, 110, 114, 115, 126, 131, 132,
Locura 73, 74, 79, 94, 95, 118, 137, 141-143, 145, 148, 150, 152,
119, 124, 183, 201-209, 211, 213, 154-156, 159, 160, 162, 175, 170,
214-221, 225, 228, 229, 231-235, 172-174, 183, 187, 188, 190, 191,
237, 238, 240, 248, 251-56. 193, 194, 196, 197, 205, 212, 217,
228, 231.
Mal 46, 51, 78-81, 88, 90-92,
94, 107, 108, 127,136-138, 142, Monstruo 5, 77-92, 113, 114,
145, 150, 177, 216, 250 127, 142-144, 149, 150, 162, 165,
177-180, 201.
Máquina 35-40, 47, 48, 53,
54, 70, 72, 74, 82, 86, 87, 93, 94, Naturaleza 7, 22, 27, 34, 35-37,
99, 102, 103, 104, 106, 117, 121, 51, 59-64, 66, 68, 70, 79, 84, 98,
122, 134, 137, 139, 145, 177, 178, 100, 101, 103, 107, 108, 115, 121,
193, 199, 208- 211, 219, 222, 224, 131-135, 145, -149, 177, 178,
227-229, 231, 250 180, 188, 208, 211, 216, 221, 244,
246, 248, 250, 255.
Metafísica 13, 22, 38, 40-43,
52, 54, , 57, 59, 64, 72, 73, 95, 99, Occidente 57, 59, 63, 64, 66,
103, 104, 114, 116, 120, 123, 139, 71, 72, 95, 156, 162-165, 171,
140, 141, 152, 156, , 163, 165, 172, 174, 178, -180, 182, 190,
166, 170-175, 177-180, 182, 183, 193, 214, 219, 221, 245, 247, 250.
190-193, 195-198, 202, 214, 217,
221, 231, 236-240, 243-245, 248, Poder 20, 21, 30, 42, 43, 45, 49-
255. 51, 54-59, 62, 65-74, 77, 79, 85,
90, 91-93, 97, 108, 116, 118, 119,
Metáfora 26, 28, 30, 39, 45, 49- 121, 122, 124, 125, 126, 136, 142,
51, 54, 57, 61, 65, 66, 68, 72, 85, 147, 156, 160-163, 168, 170-172,
98, 99, 104, 110, 120, 121, 122, 174, 176, 182, 183, 187, 189, 191,
126, 139, 188, 193, 196, 208, 218, 192, 194-98, 203-205, 210, 212,
224, 228, 249, 250, 255, 256.
— 261 —
213, 216-18, 220-228, 233, 235- Subjetividad 21-29, 35, 45, 53,
240, 248, 250-256. 65, 68, 70, 74, 83, 98, 102, 113,
120-122, 132, 139, 140, 142, 151-
Postmodernidad 49, 58, 60- 153, 155-157, 160, 161, 164, 165,
65, 69, 71, 87, 174, 183, 187, 190, 170, 179, 180, 187, 188, 189, 192,
244. 199, 202, 250.
Producción 27, 37, 50, 51, 121, Sujeto 22-29, 39, 44, 45, 49-51,
123, 127, 196, 218, 220, 223, 226- 58, 63-65, 71, 86, 88, 92, 93, 98,
228. 102, 105, 107-110, 115, 119, 121,
122, 124, 125, 131-140, 152, 153,
Psicoanálisis 30, 80, 111, 176, 160, 161, 165, 170, 176-178, 182,
206, 219, 220, 251. 187, 189, 190, 192-94, 196-199,
201, 203, 204, 206, 212, 215, 216,
Representación 27, 27, 34, 35, 217, 220, 222, 228, 229, 235, 238,
39, 45, 46, 51, 61, 63-65, 72, 73, 239, 243-246, 250.
78, 83, 84, 94, 107, 113, 137,-140,
157, 226, 239, 245, 246, 249, 250. Sujeción 49, 50, 122, 136, 138,
207.
Resistencia 195, 197, 204, 305,
208-212, 218, 223, 225, 228, 243, Terror, horror 14, 73, 74, 78,
244, 248, 250. 111, 118, 122, 124-127, 136, 139,
141-144, 162, 171, 175, 198-201,
Sin fondo 14, 28, 58, 68, 69, 73, 204, 206, 207, 217, 225, 228, 229,
198, 199, 201, 213-217, 221, 224, 240, 247, 356.
226, 228, 234, 250.
Voluntad de poder 30, 45, 50,
Siniestro /Unheimlich 73, 74, 51, 54-59, 62, 66, 68-71, 74, 75,
79, 80, 81, 84-92, 95, 97, 99, 100, 85, 90-93, 108, 118, 119, 124,
103, 105, 108, 110, 111, 113, 114, 125, 132, 163, 169, 171-174, 178,
124, 125, 127, 142, 143, 168, 169, 182, 183, 191, 192, 194, 197-199,
171-173, 177-180, 225, 256. 204, 207, 212, 216-218, 220-228,
245, 248, 254.
— 262 —
Títulos publicados
— 263 —
— 264 —
— 265 —
— 266 —
— 267 —