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Un camino especial

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Esta mañana, el cartero paró delante de mi casa y llamó al timbre. Me entregó una carta, me deseó
los buenos días y se fue. Intrigado, la abrí y la leí. En mis labios se dibujó una sonrisa: me habían invitado a
una fiesta.

En la invitación se podía leer: “Querido amigo: hemos pensado que quizá te gustaría acercarte a la
fiesta que va a tener lugar esta noche en nuestra casa.
Por si acaso no recuerdas nuestra dirección, aquí
te dejamos estas indicaciones:

 Coge el metro hasta Avenida de la Paz.


 Una vez salgas a la calle, camina hacia la
rotonda.
 Baja la calle hasta que veas un parque
infantil. Crúzalo y cuando veas unos
edificios altos con los toldos verdes,
busca el número 25, puerta 12.
Te esperamos con mucha ilusión. ¡Hasta pronto!”

Hacía mucho que no iba a una fiesta, así que decidí ir a comprar un regalo para compartirlo con el
resto de invitados.

Alrededor de las 6 de la tarde, salí de casa con el paquete bajo el brazo y un poco nervioso. “¿A
quién más habrán invitado? ¿Seremos muchos? ¿Conoceré a todos? ¿Por qué me habrán invitado?...” Miles
de preguntas rondaban por mi cabeza.

Al llegar al metro Esperanza, vi que sólo había 3 estaciones hasta Avenida de la Paz, incluyendo la
que me encontraba. “Está más cerca de lo que pensaba”, me dije. Al montar en el vagón, vi un asiento libre y
me senté. El tren se puso en marcha. Al poco, oí una voz que se iba acercando. Levanté la cabeza y vi a un
hombre con una mochila que preguntaba por algo de comer. Conmovido, pensé “yo nada puedo hacer”. Pero
de repente, mis ojos se dirigieron hacia la caja que llevaba como regalo. La abrí y cogí un paquete de galletas
para dárselo al hombre. Él me sonrió y me dio las gracias con un brillo especial en su mirada. Sin apenas
haberme dado cuenta, había llegado a Avenida de la Paz. Me levanté y salí del metro hacia la rotonda que me
habían indicado.

Al lado del paso de cebra, había un banco en el que una chica lloraba. No había nadie alrededor, y
me acerqué con intención de preguntarle y ver si podía hacer algo por ella. Al sentarme a su lado, la chica me
miró extrañada. “¿Puedo ayudarte?”, le pregunté con cautela. “No se preocupe, no puede hacer nada; se me
pasará pronto”. Al ver que seguían cayéndole las lágrimas, metí la mano en mi caja, saqué unos cuantos
pañuelos de papel y se los ofrecí. Más calmada, me miró con cariño, me explicó lo que le había pasado y
después de abrazarla nos despedimos.

Caminé por la calle hacia el parque pensativo. Estaba ya atardeciendo cuando vi que dos niños en el
parque se estaban peleando. Corrí hacia ellos asustado porque no había por allí ninguno de sus padres.
Cuando logré separarlos, les pregunté el motivo de la discusión. “Me ha tirado la coca cola que me estaba
bebiendo y no me quiere comprar otra. ¡Y él dice que no ha sido culpa suya!”. Con pesar, miré dentro de la
caja. Sólo quedaba la botella de coca cola que pensaba compartir en la fiesta. “Si esto va a servir para que
dejen de pelearse…” Y cogiéndola, se la di. Los dos niños me miraron con los ojos muy abiertos y el que se
había quedado sin coca cola, un poco avergonzado, la cogió y me dijo: “Gracias”. Los dos se fueron a jugar
de nuevo como amigos.

Me di la vuelta para ponerme en marcha otra vez y vi delante de mí los edificios altos con toldos
verdes. Ya faltaba muy poco.

En el portal 25 llamé al número 12. Alguien me abrió sin preguntarme nada “Qué raro…” pensé.
Subí al piso, y pegado a la puerta, había un cartel muy extraño: “Contraseña”. Bajando la vista, descubrí que
no había ni timbre ni cerradura en la puerta, sino que parecía abrirse escribiendo un código en una pantalla
de la pared. Cogí la invitación para ver si estaba apuntado algún tipo de contraseña, pero no se mencionaba
nada. “Será que no he tenido bastante esta tarde… ¿Y ahora qué? ¿Me vuelvo a casa?” Empecé a ponerme
más nervioso y estaba a punto de darme la vuelta para irme, cuando una niña se acercó a mí por la escalera.
“¿A quién buscas?”, me preguntó curiosa. “Me han invitado a una fiesta en este piso pero no puedo entrar sin
una contraseña”. La niña, mirándome como si supiera algo muy sencillo que yo había pasado por alto, me
dijo: “Recuerda lo que te ha pasado hasta que has llegado aquí y qué has demostrado en cada situación”. Se
dio la vuelta y se fue corriendo sin darme la oportunidad de preguntar más. Me giré hacia la puerta y pensé:
“¿Qué he demostrado? ¿Compasión? ¿Consuelo? ¿Misericordia? ¿Gratuidad?...” Entonces comprendí que
todo eso podía resumirse en una palabra. Poco a poco, fui presionando las letras:

A - M - O - R. Y la puerta se abrió.

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