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Lectura 1: Ética Cívica 1

I. Virtualidades de una ética cívica

Nuestras sociedades son pluralistas. Es una afirmación casi axiomática, que suele ir unida a otra algo
más apocalíptica: ya no hay ideologías. No son, desde luego, dos aserciones equivalentes. El pluralismo significa
la convivencia de creencias diversas -creencias religiosas o políticas-, que permiten identificar a sus miembros,
adjetivarlos: fulanito es un católico, un anglicano, un nacionalista. Que no hay ideologías, por el contrario, indica
que ninguna creencia tiene suficiente entidad como para generar una concepción del mundo. Se acabaron las
teorías poderosas sobre el mundo o la historia, las ideas que sirvieron no sólo para captar adeptos, sino, sobre
todo, para estructurar una política, unas formas de vida social, una teoría de Ia persona, y tantas otras cosas.
Teorías que lo explicaban y lo comprendían todo. El cristianismo o el marxismo hicieron esa función mientras
pudieron. El cristianismo, desde Constantino hasta iniciada la Edad Moderna, cuando los filósofos empezaron a
comprender que Ia Iglesia y el Estado eran entidades que debían permanecer separadas, que incluso la moral,
como norma del comportamiento, debía tener otras fuentes que la ley divina. En cuanto al marxismo, es reciente
su ocaso. La ideología que se erigió a sí misma en sentido de la historia ha visto cómo la historia se le escapaba
sin remedio. Se acabaron las ideologías omniabarcantes y omnicomprensivas. Lo cual sólo indica que somos más
modestos en lo que a ejercicio del pensamiento se refiere. Sabemos que el futuro no es nuestro ni de nadie. Está
por hacer, y si queremos hacerlo bien, debemos apoyarnos en los conocimientos que, hasta ahora, hemos podido
acumular.
El pluralismo y la falta de ideologías, en eI sentido recién explicado, como carencia de teorías fuertes y
dogmáticas, tiene un peligro: el escepticismo. Puesto que nos faltan dogmas, visiones o creencias sólidas, puesto
que cualquier afiliación es lícita, todo vale también en materia de moral. No hay valores universales. ¿Cómo
fundamentarlos si Dios no sirve -la ética debe ser autónoma y no derivada de una religión, sentenció Kant-, y la
razón humana parece tener opiniones distintas sobre qué deba ser la moral? No voy a meterme ahora en las
tediosas cuestiones acerca de la fundamentación de Ia ética. Desde Hobbes hasta Habermas la filosofía moral no
se ha dedicado a otra cosa. Y no es que no haya conseguido pergeñar teorías consistentes, sino que tales teorías
no parecen haber contribuido en gran medida a diluir las dudas que, en lo que a cuestiones morales se refiere,
plantea la práctica. No obstante, aunque la filosofía no sepa decirnos cuál es el deber de los humanos ante
situaciones difíciles y conflictivas, no creo que nadie que hable en serio de la moral o de la ética -uso ambos
términos en el mismo sentido- se atreva a afirmar que ésta carece de valores universales.
Porque ocurre que, a pesar de que vivimos en un mundo descreído, plural y falto de ideologías, la palabra "ética"
permanece. No sólo permanece, sino que no parece estar pasada de moda. Lo que sí está claro es que ya no es
una ética, o una moral, adjetivada. No es una "moral católica", por ejemplo, concentrada en una serie de
prohibiciones mayormente referidas aI comportamiento sexual y a las obligaciones con la Iglesia. Es una moral
laica que se basta a sí misma porque se fundamenta en la idea aceptada –aceptada por quienes quieren ser
éticos- de que el ser humano debe buscar el bien para sí y para los demás, porque no hay bien individual sin bien
colectivo, y en la idea de que ese bien no consiste sino en el reconocimiento de la dignidad absoluta de todo
individuo. Con todas las consecuencias que implica tal reconocimiento. Una ética consistente en todos aquellos
principios, derechos, deberes, valores considerados esenciales e imprescindibles para ordenar una convivencia
humana digna y justa. Esto es, todos aquellos valores que contribuyen a definir la justicia social y Ia dignidad de
la persona.

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Este texto es una edición intencional para uso exclusivo del curso ÉTICA CÍVICA, en base a los siguientes textos:
I. Camps, V. (1991) “Virtualidades de una ética cívica”, en: Iglesia viva. Revista del pensamiento cristiano. 155, pp.
457-464.
II. Camps, V. & Giner, S. (2014), “Convivir”, en: Manual de civismo, Barcelona: Ariel, pp. 15-28.
III. Cortina, A. (2009) Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la Ciudadanía. Madrid: Alianza, pp. 193-208
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Nadie puede negar tal aserto. Es un aserto que, en realidad, no dice gran cosa. Que debemos ser justos y
respetarnos no es nada más que una somera explicitación de lo que la palabra "ética" significa. Pero, esa
explicitación puede ser aún algo más concreta. Hoy sabemos que justicia y dignidad significan libertad, igualdad,
paz, salud, respeto, tolerancia, una serie de valores que ningún código ético puede negar. Por muy distintas que
sean las costumbres, las formas de vida, las tradiciones y las creencias, no es posible aceptar una ética que, por
ejemplo, admita la violencia como principio, discrimine a la mujer, elimine a los ancianos por inútiles, tolere la
esclavitud, y otras barbaridades imaginables. Las éticas son relativas a Ias costumbres, creencias e ideas, es
posible opinar de forma distinta sobre el aborto, sobre los criterios de justicia distributiva, sobre el valor de la
familia o el tipo de respeto que merecen los animales. Es lícito y sano que existan opiniones distintas, pues no
otra cosa significa el pluralismo. Ahora bien, las opiniones dispares son aceptables -como opiniones éticas-
dentro de unos límites, los límites que imponen los valores universales, como el derecho a la libertad, a la
igualdad o a la vida.
Tales valores no lo son porque Dios los quiere, sino que, por el contrario-y como ya definiera el Eutifrón platónico,
Dios los quiere porque son valores. Si aceptamos, pues, que la ética se sostiene en sí misma, sin andaderas
teológicas, hay que enmendarle la plana a Dostoiewski y decir que "si Dios ha muerto, no todo está permitido".
No ha de estar permitido todo aquello que contribuya a hacer nuestra vida menos humana y más brutalmente
animal, todo lo que pueda significar un retroceso en Ia marcha hacia un mundo más humanizado. Aunque en la
práctica ocurra que estos valores son violados de continuo, ello no nos exime de la obligación de seguir creyendo
en ellos y luchando por su realidad, aunque sólo sea posible hacerlo a través de la crítica de lo que hay. Las
críticas a la guerra, al hambre, a las marginaciones, a la escasa calidad de vida, parten de Ia convicción de que
existen esos valores universales a que me refiero. Que el mundo no funcione éticamente no es un argumento en
contra de la posibilidad de moralizar o humanizar el mundo. Sea como sea, si pretendemos que haya unos valores
universales, es decir, aceptables por todas las culturas, es preciso que esos valores no tengan otro fundamento
que ellos mismos, que su negación implique la negación de la ética misma. Dicho de otra forma, es preciso que
sean valores laicos y no religiosos. Las religiones pueden y suelen producir éticas particulares. Pero la ética
universal no necesita un fundamento religioso.
Creo que es posible construir una moral civil o cívica. Una moral basada en el valor indiscutible de la autonomía
individual y de la democracia, como modo de gobernar una sociedad de individuos autónomos. Si aceptamos
que ambos valores lo son por sí mismos -y debemos aceptarlos si hemos aceptado también como valores en sí
la libertad, la igualdad y la justicia-, tendrá que ser posible pensar en un tipo de personas capaz de ponerlos en
práctica. Es decir, será posible pensar una, ética de las virtudes cívicas de nuestro tiempo. Se trata de una "ética
mínima', para utilizar la feliz expresión de Adela Cortina, una ética que indique los mínimos deberes de un
individuo que cree en la democracia como procedimiento más adecuado para desarrollar la autonomía
individual.
No es objeción contra tal ética aducir que la democracia que conocemos es muy imperfecta, que está muy lejos
de moverse por ideales de justicia, libertad o igualdad. Que los valores no aparezcan en la práctica no significa
que no valgan. Sean o no reales, las ideas de esos valores nos sirven para denunciar los hechos que no se ajustan
a ellas. Lo mismo hay que decir de la democracia. Su imperfección deriva no soIo de la falta de ética, de Ia
corrupción o del pragmatismo de los políticos. Deriva de eso, pero también de la escasa cooperación de los
individuos que prescinden de la política, de su escasa participación en Ia construcción de una democracia más
digna y presentable. Participación que, en nuestro tiempo, no tiene nada que ver con democracias directas, ni
debe reducirse sólo aI logro de una menor abstención en las elecciones de representantes. Nuestra democracia
es y no puede dejar de ser representativa, y la participación electoral es un índice básico de interés y
participación, pero no eI único. Que la democracia sea participativa significa hoy que sus ciudadanos se sientan
responsables de los problemas comunes de la sociedad, y actúen en consecuencia, que haya o tienda a
construirse una cierta unanimidad en torno a unos intereses comunes, que no sean los intereses privados o
corporativistas los únicos que polaricen los comportamientos de los individuos. Dicho de otra forma, una
democracia participativa es la que sabe educar a sus individuos para que, sin dejar de ser individuos autónomos,
sean también ciudadanos.

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El concepto clave aquí es el de responsabilidad. La responsabilidad siempre ha ido unida a la moral, pero como
mala conciencia o sentimiento de culpa. El incumplimiento de las normas morales interiorizadas por el individuo
produce un sentimiento de culpa y lo hace sentirse responsable de sus faltas. Al individuo siempre se le ha pedido
que responda, que dé explicaciones, de aquello que se ha desviado de Ia norma. Nietzsche pretendió eliminar
ese sentimiento culpabilizador que, a su juicio, aniquila a la persona, eliminando a Ia moral y mostrando el
engaño que había en ella. Lejos de ser portadora de valores universales -dijo-, la moral es fruto del resentimiento
de los débiles que ven en la creación de unos valores la única forma de afirmar su poder. El análisis es sólo en
parte cierto, pero lo que es indudable es que sin normas –sobre todo las morales- deben llevar anejo el sentido
de la responsabilidad. Max Weber, por su parte, en su intento de mostrar que la ética kantiana era demasiado
pura para hombres de mundo que necesariamente debían tomar decisiones mundanas, se agarró a la ética de la
responsabilidad como ética del hombre público. No es que éste debiera hacer caso omiso de los principios -como
ciertas lecturas de Weber interpretan-, sino que era preciso que, además de mantener los principios éticos, fuera
responsable de sus acciones y decisiones. Si esos principios no son los de un fanático, sino los de la ética universal
a la que me vengo refiriendo, exigir responsabilidad no puede significar otra cosa que exigir coherencia.
Coherencia entre las decisiones emprendidas y los principios que uno afirma estar defendiendo.
Responsabilidad ética significa, pues, coherencia, unidad de medios y fines en la vida política que debería ser la
que nos concierne a todos, pero hay algo más. Hemos dicho que la democracia es el procedimiento de gobierno
no solo que cuenta con la autonomía de los individuos y la respeta, sino que procura extenderla a todos los
humanos. Pues bien, no hay autonomía sin responsabilidad. Para que una sociedad de seres autónomos
funcione, es preciso que sean a su vez responsables. Responsables del orden y progreso de Ia sociedad misma.
Una democracia con participación de los ciudadanos, una democracia de ciudadanos no puede darse si Ia función
de gobierno se abandona totalmente en manos de los políticos. Es preciso, por supuesto, que haya una clase
política profesional responsable de las tareas de gobierno. Lo que no exime, sin embargo, al ciudadano de sus
deberes y sus responsabilidades con respecto a la colectividad. Como ha dicho Oskar Lafontaine, el político no
debe convertirse en el chivo expiatorio de todos los males que nos ocurren. La sociedad civil, los ciudadanos,
deben responder de y a esos males, aunque sólo les sea posible hacerlo para criticar o controlar Ias acciones de
gobierno. ¿Cómo será posible, si no, afrontar problemas, males, como el de la degradación de la naturaleza, la
desigualdad de oportunidades, el menosprecio hacia la población inmigrante, la discriminación de la tercera
edad, o incluso el hambre del tercer mundo? ¿Es posible que una serie de políticas concretas, aun cuando fueran
políticas fieles a la mejor idea de justicia, resuelvan por sí solas tales problemas? No basta la acción política para
transformar la sociedad. Es preciso, además, que los individuos generen actitudes favorables y sensibles hacia
los problemas que deben ser vistos como problemas de todos –intereses comunes de la sociedad-, y que se
dispongan a luchar por resolverlos. ¿Cómo? De diversas formas. A través de procedimientos sociales que
espoleen a los gobiernos y les fuercen a actuar en uno u otro sentido, a través de actitudes solidarias y tolerantes,
a través de una educación y autoeducación que ponga frenos a la inercia de la sociedad corporativa y consumista.
Que el individuo sea también ciudadano significa que sea sensible a las cuestiones que no son meramente
privadas, que vibre por las cuestiones de interés común.

II. Convivir
Vivir es convivir. Y convivir es un arte, al menos para los humanos. Si nos guiáramos sólo por el instinto, como
los animales; si estuviéramos, como ellos, programados a través de nuestros genes, la convivencia entre nosotros
sería infinitamente más fácil, sería más o menos automática. No requeriría el ingenio, la reflexión y la maña que
todo arte exige. El ser humano, como los demás organismos vivos, también está programado, condicionado por
su herencia biológica, a comportarse de una manera específica: pero lo está no sólo para responder según pautas
preestablecidas a un conjunto de estímulos previsibles que el mundo le depara sino también para enfrentarse
con situaciones inesperadas. Frente a ellas los humanos tomamos iniciativas y respondemos creando nuestro
propio mundo. En otras palabras, estamos también programados para no estarlo, es decir, para ser libres.
Biológica y anímicamente el hombre es un ser abierto. Lo suyo es buscar respuestas inéditas ante la
incertidumbre y lo desconocido. Tiene instintos, necesidades y pasiones que le vienen dados desde su
nacimiento, como a cualquier otro organismo, pero también intereses e inclinaciones que no provienen del
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mundo animal. Discurre, indaga, calcula y juzga moralmente a los demás y a sí mismo. Prepara estrategias para
lograr fines a veces remotos y difíciles, que no están predeterminados por su constitución animal. Todos
compartimos estas facultades, pero su intensidad es distinta para cada uno de nosotros. Pertenecemos a una
única especie, pero somos enormemente diferentes los unos de los otros en habilidad, inteligencia, conciencia
moral, memoria y predisposiciones sentimentales. La resultante final, la personalidad de cada cual, nos hace a
cada uno únicos e irrepetibles. Es claro que la coexistencia entre seres tan peculiares y heterogéneos no puede
ser nada fácil. Prueba de ello es que dedicamos una enorme cantidad de esfuerzo, cada día de nuestras vidas, a
superar conflictos, armonizar voluntades, alcanzar acuerdos, hacer concesiones, supeditar nuestra voluntad a la
de otras personas, o imponerla sobre ellas. Es tan notorio que el conflicto es endémico entre nosotros como que
sin ponerle coto o superarlo la convivencia sería terriblemente difícil cuando no imposible.
La humanidad ha hallado varias soluciones a la condición radicalmente conflictiva de los humanos. Algunas
apelan al uso de la fuerza arbitraria y son, por lo tanto, tiránicas, como sucede cuando alguien manda
draconianamente sobre los demás sin su permiso, y también cuando una disciplina férrea domina el universo de
una comunidad cerrada, como ocurre en una prisión o un ejército en pie de guerra. Reina en tales casos un orden
impuesto en el que la obsesión de todos y cada uno es poder escapar a sus rigores por todos los medios. No
obstante, hay otras soluciones ante la naturaleza conflictiva de nuestra vida en sociedad. Son más adecuadas
para que prosperen comunidades que cumplen las faenas cotidianas del trabajo, la vida familiar, la diversión, las
tareas públicas, la educación, la religión, la salud y tantas otras. Entre ellas descuellan aquellas que permiten la
convivencia al tiempo que exigen sacrificios mínimos de nuestro albedrío. Nos interesa considerar el conjunto
de normas, modales de buena conducta y reglas de convivencia de cuya observancia depende, en gran medida,
que el mundo no sea un infierno. Y nos interesa asimismo averiguar de qué manera son alcanzables, cómo
pueden entrar en vigor. Y qué contenido moral tienen.
Tales normas no son precisamente las de un código de conducta establecido por decreto o proclamado por un
parlamento. Son más bien las que forman una cultura de la convivencia pacífica y solidaria a la que daremos el
nombre, nada nuevo, de civismo. La palabra proviene del latín cives, ciudadano, y se refiere también a la ciudad:
un lugar complejo, construido por el hombre, en el que conviven pacíficamente gentes de la más variada
condición. La fuente ciudadana, por así decirlo, de la palabra civismo nos recuerda un hecho elemental, sobre el
que se fundamentan estas reflexiones: mujeres y hombres —es decir el hombre, en abstracto, un sustantivo
masculino que nada tiene que ver con la masculinidad— son esencialmente animales cívicos. Son, para usar la
raíz griega, animales políticos. (Polis, en griego, significa ciudad: y fue un griego, Aristóteles, quien para siempre
nos definió a los seres humanos, con gran acierto, como animales políticos.) Ello quiere decir que, cuando
conviven, los hombres necesitan formar relaciones en las que entra una interacción de voluntades y un
intercambio —o colisión— de intereses diversos que, a su vez, les obligan a gobernarse. El civismo entraña el
buen gobierno de nuestra convivencia, pero no desde un centro de autoridad, desde el gobierno, sino por obra
y gracia de todos los que participamos en ella.

III. Educar en los valores cívicos


Los valores que componen una ética cívica, los valores cívicos, son fundamentalmente la libertad, la igualdad,
la solidaridad, el respeto activo y el diálogo, o, mejor dicho, la disposición a resolver los problemas comunes a
través del diálogo. No significa esto que no lo sean también la lealtad, la honradez, la profesionalidad, sino que
los arriba mencionados permiten articular los restantes. Se trata de valores que cualquier centro, público o
privado, ha de transmitir en la educación, porque son los que durante siglos hemos tenido que aprender y ya
van formando parte de nuestro mejor tesoro. Que sin duda los avances técnicos son valiosos, pero se pueden
dirigir en diferentes sentidos, se pueden encaminar hacia la libertad o la opresión, hacia la igualdad o la
desigualdad, y es la dirección que les damos lo que los conviene en valiosos o en rechazables. De ahí que
podamos afirmar que nuestro «capital axiológico», nuestro haber en valores, es nuestra mayor riqueza. Un
capital que merece la pena invertir en nuestras elecciones porque generará sustanciosos intereses en materia
de humanidad.

Libertad
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La libertad es el primero de los valores que defendió la Revolución Francesa y sin duda uno de los más preciados.
Quien goza siendo esclavo, dejando que otros le dominen y decidan su suerte por él, está haciendo dejación de
su humanidad, y no es de buenos ciudadanos ser siervos, dejarse domesticar, sino ser dueños de sí mismos,
capaces de solidaridad desde el señorío, nunca desde la obediencia, ciega o calculada. Sin embargo, la libertad
tiene distintos significados que conviene diferenciar.

1. Libertad como participación


La primera idea de libertad que se gesta en la política y la filosofía occidental es la que Benjamin Constant
denominó «libertad de los antiguos». Se refiere con esa expresión a la libertad política de la que gozaban los
ciudadanos en la Atenas de Pericles, cuando se instauró la democracia en Atenas. Los ciudadanos eran allí los
hombres libres, a diferencia de los esclavos, las mujeres, los metecos y los niños, y eso significaba que podían
acudir a la asamblea de la ciudad, a deliberar y tomar decisiones conjuntamente sobre la organización de la
vida de la ciudad.

«Libertad» significaba, pues, sustancialmente «participación en los asuntos públicos», derecho a tomar parte
en las decisiones comunes, después de haber deliberado conjuntamente sobre las posibles opciones.

2. Libertad como independencia


[En la Antigüedad] se entendía que el interés de un individuo es inseparable del de su comunidad, ya que del
bienestar de su comunidad depende el suyo propio. Sin embargo, en la Modernidad empieza a entenderse que
los intereses de los individuos pueden ser distintos de los de su comunidad, e incluso contrapuestos. Por tanto,
que conviene establecer los límites entre los individuos y también entre cada individuo y la comunidad, y
asegurar que todos los individuos dispongan de un espacio en que moverse sin interferencias.
Así nacen todo un conjunto de libertades sumamente apreciables: la libertad de conciencia, de expresión, de
asociación, de reunión, de desplazamiento por un territorio. etc. Todas ellas tienen en común la idea de que es
libre aquel que puede realizar determinadas acciones (profesar o no una determinada fe, expresarse, asociarse
con otros, reunirse, desplazarse, etc.) sin que los demás tengan derecho a interferir. Por eso esta forma de
libertad consiste fundamentalmente en asegurar la propia independencia.
Éste es el tipo de libertad más apreciado en la Modernidad, porque permite disfrutar de la vida privada: la vida
familiar, el círculo de amigos, los bienes económicos, garantizados por el carácter sagrado de la propiedad
privada. A diferencia de la democracia ateniense, que identifica la auténtica libertad con la participación en la
vida pública, la Modernidad estrena la libertad como independencia, como disfrute celoso de la vida privada.
Ciertamente, que cada persona pueda gozar de un amplio abanico de libertades sin que nadie interfiera es una
de las grandes conquistas de la Modernidad. Pero entender por «libertad» exclusivamente este tipo de
independencia da lugar a un individualismo egoísta, a la defensa cuartelaria de individuos cerrados sobre sus
propios intereses. Cada uno exige que se respeten sus derechos, pero nadie está dispuesto a dejarse la piel para
conseguir que se respeten los ajenos. Cuando lo convincente sería afirmar que un individuo sólo se ve
legitimado para reclamar determinados derechos cuando está dispuesto a exigirlos para cualquier otra persona:
que yo no puedo exigir como humano un derecho que no esté dispuesto a exigir con igual fuerza para cualquier
otro.

3. Libertad como autonomía


En el siglo XVIII, con la Ilustración, nace una tercera idea de libertad: la libertad entendida como autonomía.
Libre será aquella persona que es autónoma, es decir, capaz de darse sus propias leyes. Los que se someten a
leyes ajenas son «heterónomos», son esclavos y siervos; mientras que aquellos que se dan sus propias leyes y
las cumplen son verdaderamente libres.
Sucede, sin embargo, que es importante entender bien la idea de autonomía porque, a primera vista, puede
parecer que «darme mis propias leyes» significa «hacer lo que me venga en gana», y nada más alejado de la
realidad. «Darme mis propias leyes» significa que los seres humanos, como tales, nos percatamos de que
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existen acciones que nos humanizan (ser coherentes, fieles a nosotros mismos, veraces, solidarios) y otras que
nos deshumanizan (matar, mentir, calumniar, ser hipócritas o serviles), y también nos apercibimos de que esas
acciones merecen la pena hacerlas o evitarlas precisamente porque nos humanizan o porque nos
deshumanizan, y no por- que otros nos ordenen realizadas o nos las prohíban.
Ser libre entonces exige saber detectar qué humaniza y qué no, como también aprender a incorporarlo en la
vida cotidiana, creándose una auténtica personalidad. Y precisamente porque se trata de leyes comunes a todos
los seres humanos, la cuestión es aquí universalizarlas, a diferencia de lo que podría ocurrir con un
individualismo egoísta.

Igualdad

El valor de la igualdad es el segundo de los proclamados por la Revolución Francesa, y tiene a su vez distintas
acepciones: 1) Igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. 2) Igualdad de oportunidades, en virtud de la cual
las sociedades se comprometen a compensar las desigualdades naturales y sociales de nacimiento, para que
todos puedan acceder a puestos de interés. 3) Igualdad en ciertas prestaciones sociales, universalizadas gracias
al Estado social.
Sin embargo, todas estas nociones de igualdad son políticas y económicas y hunden sus raíces en una idea más
profunda: todas las personas son iguales en dignidad, hecho por el cual merecen igual consideración y respeto.
La igual dignidad de las personas, que tiene raíces religiosas y filosóficas, presenta exigencias de gran
envergadura, tanto a las sociedades como a los educadores.
Exige a las sociedades, además de garantizar la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades, proteger los
«derechos humanos de la segunda generación», inherentes a la idea de ciudadanía social, porque son
exigencias morales, cuya satisfacción es indispensable para el desarrollo de una persona. Degustar el valor de
la igualdad, sea cual fuere la condición social, la edad, el sexo o la raza, es disfrute que empieza en la infancia.
Y empiezo por la condición social porque, aunque las Naciones Unidas carguen las tintas en el racismo y la
xenofobia como obstáculos ante la conciencia de la igualdad, el mayor obstáculo sigue siendo la aporofobia, el
desprecio al pobre y al débil, al anciano y al discapacitado.
El valor de la igualdad está encarnado en nuestras sociedades verbalmente, pero la ley dista mucho de tratar
por igual a todos los ciudadanos, aún queda mucho camino para que todos gocen de iguales oportunidades
vitales, entre las personas corrientes el trato sigue siendo desigual: afable y servil con los encumbrados, rudo y
despreciativo con los más débiles.
En este libro hemos abogado por transitar de las solas exigencias a la asunción de responsabilidades en una
ciudadanía social activa, pero, precisamente por eso, bien consciente de que las desigualdades naturales y
sociales reclaman igualaciones básicas, enraizadas en la igual dignidad de las personas. El valor de la igualdad
es uno de los más preciados entre los que hemos ido probando históricamente. Perder la ilusión por él significa
no sólo retroceder en lo ganado, sino dar muestras de una estupidez bastante considerable, porque no hay
mayor necedad que la de quien se cree superior, como si nunca fuera a necesitar compasión.

Respeto activo

Uno de los valores más mentados en los países democráticos y en los organismos educativos internacionales es
la tolerancia. Se entiende que sin él no hay convivencia posible y, por tanto, que se debe fomentar en la
educación.
Ciertamente la tolerancia, del tipo que sea, es mejor que la intolerancia de quienes se empeñan en imponer su
voluntad. Sin embargo, la sola tolerancia puede muy bien ser el resultado de la impotencia, cuando los padres,
inermes ante la tozudez del hijo, le «dan permiso» para salir por la noche, para drogarse con la televisión, para
cualquier cosa, alegando tolerancia; puede ser también el resultado de la indiferencia, y entonces, más que
interés por que el otro pueda vivir según sus convicciones y sus criterios, es sencillamente desinterés, dejar que
el otro se las componga como pueda, siempre que no moleste. Cuando molesta se recurre a las leyes, porque
ése es el límite de una tolerancia de saldo.
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Y éstos son en realidad los significados de la palabra «tolerancia», significados que están en la mente de los
ciudadanos al hablar de ella, por mucho que los organismos internacionales se esfuercen por darle contenidos
nuevos. «Tolerar» es «dejar hacer», sea por impotencia, sea por indiferencia. Por eso el valor verdaderamente
positivo es, más que la tolerancia, el respeto activo.
Consiste el respeto activo no sólo en soportar estoicamente que otros piensen de forma distinta, tengan ideales
de vida feliz diferentes a los míos, sino en el interés positivo por comprender sus proyectos, por ayudarles a
llevarlos adelante, siempre que representen un punto de vista moral respetable.
El respeto supone un aprecio positivo, una perspectiva, aunque no se comparta, y un interés activo en que
pueda seguir defendiéndose. Aunque se hable menos de él que de la tolerancia, es indispensable para que la
convivencia de distintas concepciones de vida sea, más que un modus vivendi, una auténtica construcción
compartida. Y no sólo al nivel ciudadano de las sociedades internamente multiculturales, sino también en el
ámbito de la ciudadanía cosmopolita.

Solidaridad

El valor solidaridad constituye una versión secularizada del valor fraternidad, que es el tercero de los que
defendió la Revolución Francesa. La fraternidad exige en buena ley que todas las personas sean hijas del mismo
Padre, idea difícil de defender sin un trasfondo religioso común. Por eso la fraternidad de origen religioso
cristaliza, secularizada, en la solidaridad; uno de los valores más necesarios para acondicionar la existencia
humana y que sea habitable, en la línea de lo que veníamos diciendo.
El valor de la solidaridad se plasma en dos tipos al menos de realidades personales y sociales: 1) en la relación
que existe entre personas que participan con el mismo interés en cierta cosa, ya que del esfuerzo de todas ellas
depende el éxito de la causa común. Por ejemplo, el esfuerzo de los que navegan en un mismo barco para que
se mantenga a flote. 2) En la actitud de una persona que pone interés en otras y se esfuerza por las empresas o
asuntos de esas otras personas. Por ejemplo, el esfuerzo realizado por los miembros de una organización de
ayuda al Tercer Mundo.
En el primer caso la solidaridad es un valor indispensable para la propia subsistencia y la de todo el grupo. En
el segundo, no es indispensable para la propia subsistencia, porque yo puedo sobrevivir, aunque los otros
perezcan; sin embargo, lo que es muy dudoso es que pueda sobrevivir bien. Porque sucede que las personas no
sólo queremos vivir, sino vivir bien, y esto mal puede hacerse desde la indiferencia ante el sufrimiento ajeno.
Ahora bien, así como el segundo tipo de solidaridad es siempre un valor moral, como podemos comprobar
sometiéndolo al test de la universalidad, el primer tipo de solidaridad puede no ser un valor moral, y esto
conviene comentarlo brevemente.
La solidaridad, como valor moral, no es pues grupal, sino universal. Y una solidaridad universal está reñida
inevitablemente con el individualismo cerrado, con la independencia total, y con las «morales de establo», es
decir, con las endogamias, los nepotismos y los comunitarismos excluyentes.
Por eso, educar en una ciudadanía que no sea sólo local, sino universal, exige romper las barreras del localismo
provinciano, y aprender a degustar que somos personas y nada de lo personal puede resultamos ajeno sin grave
pérdida. Y, en este sentido, conviene también ir potenciando esos símbolos universales que ayudan a crear una
comunidad universal: elaborar una historia de la humanidad, contar la vida de aquellos que tuvieron la
humanidad por tarea (Jesucristo, Gandhi, Martin Luther King), incluir en los catálogos de textos canónicos los de
culturas que nos son desconocidas. Porque la humanidad es una, pero urge saberlo y sentirlo.
Obviamente, esta solidaridad de que hablamos es universal, lo cual significa que traspasa las fronteras de los
grupos y de los países y se extiende a todos los seres humanos, incluidas las generaciones futuras. De donde
surge la percepción de tres nuevos valores al menos: la paz, el desarrollo de los pueblos menos favorecidos y el
respeto al medio ambiente. Estos valores requieren solidaridad universal.

Diálogo

El diálogo es un valor bien asentado en la tradición occidental, y no sólo desde Sócrates, sino también desde
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los orígenes bíblicos, en que la palabra cobra una fuerza inusitada. Pronunciar una palabra no es en el Antiguo
y el Nuevo Testamento un simple decir, es una acción que compromete a quien la realiza y a quien la acepta.
La Palabra de Dios -éste es el sentido bíblico- creó la Tierra y se dio a los seres humanos sellando la Antigua y la
Nueva Alianza. La palabra del hombre compromete a quien la pronuncia y le hace responsable de ella. De donde
«hablar» no es simple «decir», sino expresar lo que se cree y hacerse responsable de lo hablado.
Por eso, aunque suele decirse que en la filosofía griega el sentido de la vista prima sobre los demás sentidos,
porque es a la contemplación de la verdad (theorein) a lo que la razón tiende, no es menos cierto que, al menos
desde Sócrates. el hablar y el escuchar -el diálogo- constituyen el camino para descubrir qué es lo verdadero,
como también qué es lo justo.
En el interior de cada persona está la verdad y es preciso sacarla a la luz a través del diálogo, a través de un
diálogo entendido -eso sí- como búsqueda cooperativa de lo verdadero y de lo justo.
El diálogo es entonces un camino que compromete en su totalidad a la persona de cuantos lo emprenden
porque, en cuanto se introducen en él, dejan de ser meros espectadores, para convertirse en protagonistas de
una tarea compartida, que se bifurca en dos ramales: la búsqueda compartida de lo verdadero y lo justo, y la
resolución justa de los conflictos que van surgiendo a lo largo de la vida.
No son la imposición y la violencia los medios racionales para defender lo verdadero y lo justo o para resolver
con justicia los conflictos. Lo es un diálogo emprendido con seriedad, que ha de sujetarse, por tanto, a unas
condiciones, sin las que puede quedar en simple parloteo.

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