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Deuteronomio 31:6

¡Esfuércense y sean valientes! No tengan temor ni se aterroricen de ellos,


porque el SEÑOR tu Dios va contigo. Él no te abandonará ni te desamparará
(Dt 31:6).

Isaías 12:2
¡He aquí, Dios es mi salvación! Confiaré y no temeré, porque el SEÑOR es mi
fortaleza y mi canción; él es mi salvación (Is 12:2)

El don de la fortaleza
Catequesis del Papa Francisco
En las catequesis precedentes hemos reflexionado sobre los tres primeros dones del Espíritu
Santo: sabiduría, entendimiento y consejo. Hoy pensemos en lo que hace el Señor: Él viene
siempre a sostenernos en nuestra debilidad y esto lo hace con un don especial: el don de
fortaleza.

Hay una parábola, relatada por Jesús, que nos ayuda a captar la importancia de este don. Un sembrador salió a sembrar; sin embargo, no
toda la semilla que esparció dio fruto. Lo que cayó al borde del camino se lo comieron los pájaros; lo que cayó en terreno pedregoso o entre
abrojos brotó, pero inmediatamente lo abrasó el sol o lo ahogaron las espinas. Sólo lo que cayó en terreno bueno creció y dio fruto (cf. Mc 4,
3-9; Mt 13, 3-9; Lc 8, 48). Como Jesús mismo explica a sus discípulos, este sembrador representa al Padre, que esparce abundantemente la
semilla de su Palabra. La semilla, sin embargo, se encuentra a menudo con la aridez de nuestro corazón, e incluso cuando es acogida corre el
riesgo de permanecer estéril. Con el don de fortaleza, en cambio, el Espíritu Santo libera el terreno de nuestro corazón, lo libera de la
tibieza, de las incertidumbres y de todos los temores que pueden frenarlo, de modo que la Palabra del Señor se ponga en práctica, de manera
auténtica y gozosa. Es una gran ayuda este don de fortaleza, nos da fuerza y nos libera también de muchos impedimentos.
Hay también momentos difíciles y situaciones extremas en las que el don de fortaleza se manifiesta de modo extraordinario, ejemplar. Es
el caso de quienes deben afrontar experiencias particularmente duras y dolorosas, que revolucionan su vida y la de sus seres queridos. La
Iglesia resplandece por el testimonio de numerosos hermanos y hermanas que no dudaron en entregar la
propia vida, con tal de permanecer fieles al Señor y a su Evangelio. También hoy no faltan cristianos que en muchas partes del mundo siguen
celebrando y testimoniando su fe, con profunda convicción y serenidad, y resisten incluso cuando saben que ello puede comportar un precio
muy alto. También nosotros, todos nosotros, conocemos gente que ha vivido situaciones difíciles, numerosos dolores. Pero, pensemos en esos
hombres, en esas mujeres que tienen una vida difícil, que luchan por sacar adelante la familia, educar a los hijos: hacen todo esto porque está
el espíritu de fortaleza que les ayuda. Cuántos hombres y mujeres — nosotros no conocemos sus nombres— que honran a nuestro pueblo,
honran a nuestra Iglesia, porque son fuertes: fuertes al llevar adelante su vida, su familia, su trabajo, su fe. Estos hermanos y hermanas
nuestros son santos, santos en la cotidianidad, santos ocultos en medio de nosotros: tienen el don de fortaleza para llevar adelante su deber
de personas, de padres, de madres, de hermanos, de hermanas, de ciudadanos. ¡Son muchos! Demos gracias al Señor por estos cristianos
que viven una santidad oculta: es el Espíritu Santo que tienen dentro quien les conduce. Y nos hará bien pensar en esta gente: si ellos hacen
todo esto, si ellos pueden hacerlo, ¿por qué yo no? Y nos hará bien también pedir al Señor que nos dé el don de fortaleza.
No hay que pensar que el don de fortaleza es necesario sólo en algunas ocasiones o situaciones especiales. Este don debe constituir la nota
de fondo de nuestro ser cristianos, en el ritmo ordinario de nuestra vida cotidiana. Como he dicho, todos los días
de la vida cotidiana debemos ser fuertes, necesitamos esta fortaleza para llevar adelante nuestra vida, nuestra familia, nuestra fe. El apóstol
Pablo dijo una frase que nos hará bien escuchar: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» ( Flp 4, 13). Cuando afrontamos la vida ordinaria,
cuando llegan las dificultades, recordemos esto: «Todo lo puedo en Aquel que me da la fuerza». El Señor da la fuerza, siempre, no permite que
nos falte. El Señor no nos prueba más de lo que nosotros podemos tolerar. Él está siempre con nosotros. «Todo lo puedo en Aquel que me
conforta».
Queridos amigos, a veces podemos ser tentados de dejarnos llevar por la pereza o, peor aún, por el desaliento, sobre todo ante las fatigas y
las pruebas de la vida. En estos casos, no nos desanimemos, invoquemos al Espíritu Santo, para que con el don de fortaleza dirija nuestro
corazón y comunique nueva fuerza y entusiasmo a nuestra vida y a nuestro seguimiento de Jesús.
La fortaleza y la oración
El don de la fortaleza también contribuye a nuestra oración.
Conocemos bien su dificultad múltiple, la lucha contra el
cansancio, el sueño, las distracciones, la aridez. Quien se propone llevar con seriedad una vida de oración, a dedicar un espacio diario a la
oración mental, descubre que ni siquiera el paso de los años le permite afrontar sin dificultad la consigna del Señor a "orar sin desfallecer"
(Lc 18, 1). Allí está Getsemaní. Cristo ha dicho a los apóstoles: "Velad y orad", pero no resisten. No es sólo cansancio físico, es también
pesadumbre anímica. San Lucas nos dice que el Señor les encontró "dormidos por la tristeza" (Lc 22, 45) y Él mismo los excusa: "El espíritu
está pronto, pero la carne es débil" (Mc 14, 38). El espíritu humano no es suficiente, necesitarán el "poder que viene de lo alto". Jesús, al
contrario, quien bajo el impulso del Espíritu ya había afrontado los 40 días del desierto (Lc 4, 1-2), ahora "sumido en agonía, insistía más en su
oración" (Lc 22, 44).

Pidamos la fuerza del Espíritu Santo para perseverar en la oración como más tarde los apóstoles supieron hacerlo, junto con María (Hech 1,
14; 2, 42. 46). El Señor quizás sólo quiere ver la sinceridad de nuestro empeño y la humildad de nuestra súplica para darnos este don.

El don de la fortaleza en los momentos difíciles


El don también es necesario para la oración bajo otra luz. Dentro de la dinámica propia de la oración no es raro que la voluntad se retrae
frente a alguna moción del mismo Espíritu. Cuando nos pide el Señor un sacrificio especial, acoger su voluntad en una enfermedad, en alguna
noticia familiar triste, en una situación personal dolorosa. O quizás lo que nos pide el Señor no parece tan dramático, pero no encontramos en
nosotros la fuerza para aceptarlo, para decidirnos a cambiar o a trabajar. Pidamos al Espíritu Santo que venga con su fortaleza en ayuda de
nuestra debilidad.

Finalmente, está la oración, que bajo el impulso del Espíritu se abre no sólo a acoger la voluntad de Dios sino a pedir una mayor identidad con
Cristo, víctima por nuestros pecados. Jesucristo después "de ofrecer ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle
de la muerte", acogió con obediencia voluntaria el designio de su Padre y "por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios" (Heb
5, 7-8; 9, 14).
No nos es fácil rezar así con sinceridad. Sin embargo, el Espíritu Santo nos puede llevar a penetrar el Corazón de Cristo, a ver todo como él lo
ve, a tener "el pensamiento de Cristo" según una frase de San Pablo (1Co 2, 16). Entonces con el don de su fortaleza hace posible que pidamos
de verdad sufrir con Cristo por la expiación de los pecados y la redención de los hombres

Definición
Es un don que perfecciona a la virtud de la fortaleza dando al alma fuerza y energía, por instinto del Espíritu Santo, para practicar toda
clase de virtudes heroicas con una confianza invencible en superar toda clase de peligros o dificultades que puedan surgir.

El don de fortaleza viene en auxilio, no solo de la virtud de la fortaleza, sobre la que recae directamente su acción, sino también sobre todas las demás
virtudes, que requieren de una fortaleza de alma verdaderamente extraordinaria para llegar al grado de heroísmo, que no podría conseguirse con la sola
virtud abandonada en sí misma.

Este don infunde en el alma y en el cuerpo una disposición habitual para hacer y sufrir cosas extraordinarias y soportar penas, dolores y hacer trabajos
rudos de una manera heroica. Esa es la fuerza que recibieron los grandes cristianos que han dado testimonio de su fe en Cristo llegando incluso a aceptar
con valentía el mismo martirio.

Para entender mejor este don, es necesario establecer bien la diferencia entre la virtud de la Fortaleza y el Don de Fortaleza.
Aunque es un tanto complicado definir exactamente dónde termina su acción la virtud y dónde comienza el del don, hay algunas consideraciones que nos
ayudan en esta tarea:
Como las virtudes actúan al modo humano y los dones al modo divino, la virtud de la fortaleza nos robustece para sobrellevar cualquier dificultad, pero la
confianza plena e invencible de que superaremos esas dificultades o peligros nos viene solo del don de la fortaleza.

Aclaremos que hay una fortaleza natural o adquirida que robustece al alma para enfrentar los grandes peligros de la vida. De cualquier persona, incluso
no bautizada, podemos decir que es fuerte o débil, valiente o temerosa. Hay muchos héroes paganos, muy fuertes, pero no sin sentir cierto temblor,
ansiedad o miedo al reconocer también en ellos la flaqueza de las propias fuerzas, únicas con las que cuentan. La virtud de la fortaleza añade a esa fuerza
natural un apoyo divino, que, por venir de Dios, que es invencible, nos da mayor seguridad; pero aún esa fortaleza se conduce en su ejercicio al modo
humano, que no acaba de quitarle del todo el miedo o temblor al alma. El don de fortaleza, en cambio, por actuar al modo divino, le hace sobrellevar los
mayores males y exponerse a los más inauditos peligros con gran confianza y seguridad, por cuanto la mueve el propio Espíritu Santo no mediante el
dictamen de la simple prudencia, sino por la altísima dirección del don de consejo, o sea, por razones enteramente divinas. Con el don de la fortaleza ya no
incide la razón ni la fuerza humana, sino que es Dios el que toma el control de la situación y lleva al alma a actuar de tal manera que ella misma queda
sorprendida de lo que es capaz de hacer.

Efectos
a. Proporciona al alma una energía inquebrantable en la práctica de la virtud de la fortaleza. Con la acción de este don, el alma no conoce
desfallecimientos ni flaquezas y lucha con energía sobrehumana. La fuerza del Espíritu Santo nos hace capaces de sobrepasar una barrera, esquivar
un problema, prepararnos para pruebas superiores y avanzar en el camino hacia la perfección, cueste lo que cueste, seguir aunque otros se queden
en el camino, permanecer aunque otros abandonen, pelear aunque la victoria parezca imposible. Hay una fuerza sobrenatural, divina, que no conoce
límites y

esa es la que se encarga de perfeccionar la virtud de la fortaleza.

b. Destruye por completo la tibieza en el servicio de Dios. La tibieza es una enfermedad que nos paraliza en el camino de la perfección.
Es esa enfermedad que nos hace desfallecer de cansancio y hacer las cosas sin energía, a medias, muchas veces solo por salir de un
compromiso, pero sin poner nuestro máximo empeño en que los resultados sean los idóneos. Nuestro trabajo se vuelve rutinario, mecánico
y sin horizontes. Pero el don de fortaleza, robusteciendo en grado sobrehumano las fuerzas del alma, es remedio proporcionado y eficaz
para destruir en absoluto y por completo la tibieza en el servicio de Dios.

c. Hace al alma intrépida y valiente ante toda clase de peligros o enemigos. Es precisamente lo que ocurrió a aquellos apóstoles,
cobardes y miedosos, abandonando a su Maestro en la noche del Jueves Santo; pero que se presentan ante el pueblo en la mañana de
Pentecostés con una entereza y valentía sobrehumanas; sin miedo a nadie, hacen caso omiso de la prohibición de predicar en nombre de
Jesús impuesta por los jefes de la Sinagoga, porque entienden que "es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres" (Act.
5,29). Después se glorían de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús ( Cf. Act. 5,41). Todos confesaron a su Maestro con el martirio; y
aquel Pedro que se acobardó negando a su Maestro, muere crucificado cabeza abajo. Todo esto era efecto sobrehumano del don de
fortaleza, que recibieron los apóstoles, con una plenitud inmensa, en la mañana de Pentecostés. Y así muchos santos, incluidos los de
nuestros tiempos, han enfrentado y siguen enfrentando los peligros con mucha valentía, impulsados por esa fuerza divina, que reciben
del Espíritu Santo.

d. Hace soportar los mayores dolores con gozo y


alegría. A muchas personas que lean esto, en pleno siglo XXI, les sonará a algo así como "masoquismo" o "locura". Pero para muchos santos en
la historia de la Iglesia, no han conocido la resignación. No se resignan al dolor, sino que, por el contrario, algunos hasta han salido a buscarlo
voluntariamente; hacen penitencias increíbles y sufren con una paciencia heroica, soportando el dolor y las enfermedades, con el cuerpo
destrozado, pero con el alma radiante de alegría. Ese fue el efecto que provocó el Espíritu Santo en Santa Teresita del Niño Jesús, llevándola a
decir: "He llegado a no poder sufrir, porque me es dulce todo padecimiento".

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